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UNA PALABRA TUYA…

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UNA PALABRA TUYA…

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ORLANDO FIGES

UNA PALABRA TUYA...

Amor y supervivencia en el gulag

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Título original: Just Send me Word

Diseño de la cubierta: Edhasa basada en un diseño de Jordi Sàbat

Ilustración de la cubierta:prisioneros del gulag constructores del Canal de Moscú (1932-1937)

Primera edición: noviembre de 2015

«En sueños» de Anna Ajmátova, «Selected Poems»reproduce with the permission of Random House, Ltd.

© Orlando Figes, 2012© de la traducción: Gregorio Cantera, 2015

© de la presente edición: Edhasa, 2015Avda. Diagonal, 519-521 Av. Córdoba, 744, 2º piso, unidad C08029 Barcelona C1054A ATT Capital Federal, Buenos AiresTel. 93 494 97 20 Tel. (11) 43 933 432España ArgentinaE-mail: [email protected] E-mail: [email protected]

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright,bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra

por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografíay el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella

mediante alquiler o préstamo público.Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,

www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra o entre en la web www.conlicencia.com.

ISBN 978-84-350-2573-7

Impreso en Liberdúplex

Depósito legal: B. 18697-2015

Impreso en España

Consulte nuestra página web: www.edhasa.esEn ella encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

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Aciaga y fatídica separaciónde la que adolezco como tú.¿Por qué llorar? Dame la mano,prométeme que volverás.Como dos altas montañas, tú y yonunca podremos estar cerca.Envíame unas líneas1

a medianoche, cuando puedas, de más allá de las estrellas.

Anna Ajmátova, En sueños (1946)

1. El título original de este libro (Just Send Me Word) hace referencia a este verso de Anna Ajmáto-va, cuya traducción se ha mantenido más fiel en el poema. (Nota del editor).

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Índice de capítulos

Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Capítulo 1 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17Capítulo 2 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45Capítulo 3 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71Capítulo 4 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97Capítulo 5 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133Capítulo 6 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159Capítulo 7 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199Capítulo 8 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249Capítulo 9 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 271Capítulo 10 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 301Capítulo 11 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 335Capítulo 12 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 373

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 393Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 405Nota de Memorial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 409Fuentes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 415Aclaraciones al texto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 419Ilustraciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 441

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Prefacio

Acababan de traer tres baúles viejos. En mitad del pasillo, eran un obstáculo que entorpecía el acceso a la sala de la sede de Memo-rial, en Moscú, habilitada para acoger a público e historiadores. Corría el otoño de 2007, y había ido a ver a algunos colegas de la sección de investigación de esa organización de derechos huma-nos. Al darse cuenta del interés que despertaban en mí aquellos armatostes, me dijeron que contenían los mayores archivos priva-dos donados a la institución en sus veinte años de existencia. Per-tenecían a Lev y Svetlana Mishchenko, pareja desde sus tiempos de estudiantes, allá por la década de 1930, antes de que la guerra de 1941-1945 y el posterior internamiento de Lev en el gulag los se-parasen. Como todo el mundo no dejaba de repetirme, la suya era una historia de amor que iba más allá de todo lo imaginable.

Abrimos el más voluminoso de los tres. Nunca había visto nada parecido: millares de cartas aprisionadas en fajos atados con cordeles y gomas, libretas, diarios, documentos y fotografías. Pero fue el ter-cer arcón, el más pequeño, el que encerraba el contenido más va-lioso de aquellos archivos: un estuche de madera contrachapada con una guarnición de piel, provisto de tres cierres metálicos que cedie-ron sin dificultad. Aparte de que aquel cachivache pesaba lo suyo (37 kilos), ninguno de los presentes se atrevió a aventurar cuántas cartas contendría –dos mil quizá, en una estimación aproximada–. Eran todas las cartas de amor que se habían escrito durante el tiem-po en que Lev había estado recluido en Pechora, uno de los más

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tristemente célebres campos de trabajo de Stalin, en los remotos confines del norte de Rusia. La primera, de Svetlana, era de julio de 1946; la última, de Lev, estaba fechada en julio de 1954. Se escribían al menos dos veces por semana. Era de lejos la mayor colección de cartas del gulag jamás encontrada. Pero no era sólo la cantidad lo que más llamaba la atención, sino el hecho de que nadie las hubie-ra censurado. Y todo gracias a trabajadores voluntarios y funciona-rios que, en su día, se habían hecho cargo de la situación de Lev y se las ingeniaron para hacerlas entrar y salir del campo a hurtadillas. Los rumores sobre aquellas cartas secretas formaban parte del am-plio y variado folclore del gulag, pero nadie se podría haber imagi-nado un intercambio epistolar de tal magnitud y bajo cuerda.

Las cartas estaban tan apretadas que tuve que deslizar los de-dos entre ellas para sacar la primera. Era de Svetlana a Lev. En la dirección abreviada del destinatario podía leerse lo siguiente:

RSSA (República Socialista Soviética Autónoma) de Komi

Región de Kozhva

Explotación maderera

C(ampo) C(orreccional) 274-11b

Para: Lev Glébovich Mishchenko

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Uno de los sobres de Svetlana, en la página anterior, y primera carta de Svetlana (1946), arriba.

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Comencé a leer la pequeña letra –casi indescifrable– de Svet-lana en aquel papel amarillento que se me deshacía entre las manos. «Aquí me tienes, sin saber qué poner. ¿Que te echo de menos? Eso ya lo sabes. Me siento como si estuviera viviendo fuera del tiempo, a la espera de que mi vida comience, como en un entreacto. Haga lo que haga, es como si sólo quisiera matar el tiempo.» Extraje otra carta del mismo fajo; era de Lev. «En cierta ocasión, me preguntas-te si es más fácil vivir con o sin esperanza. Aunque no sea quién para albergar esperanza alguna, estoy tranquilo…» Asistía a una conver-sación entre ellos dos.

Cuanto más leía aquellas cartas, más me iba emocionando. Las de Lev estaban salpicadas de detalles acerca de cómo discurría la vida en uno de aquellos campos de trabajo. Eran, con toda proba-bilidad, la crónica más minuciosa de la vida cotidiana en el gulag que jamás haya salido a la luz. Habían aparecido innumerables re-cuerdos de antiguos prisioneros, pero nada comparable a aquellas cartas escritas desde el interior de las alambradas, sin pasar por las manos de la censura. Pensadas para dar cuenta de lo que pasaba allí dentro a la única lectora a quien iban dirigidas, al cabo de los años las cartas de Lev eran toda una revelación de las condiciones de vida en el campo. Las de Svetlana sólo buscaban la forma de ayu-darlo a sobrellevar aquel infortunio, la forma de transmitirle espe-ranza, pero también –como no tardé en descubrir– hablaban de la lucha que libraba en su interior por mantener su amor a salvo.

Unos veinte millones de personas tal vez, hombres en su ma-yoría, fueron víctimas de los campos de concentración de Stalin. Por término medio, a los prisioneros se les permitía escribir y re-cibir cartas una vez al mes, pero toda la correspondencia estaba sometida a censura. No era nada fácil mantener una relación ínti-ma cuando toda comunicación pasaba antes por las manos de la policía. Una sentencia de ocho o diez años suponía casi siempre

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Carta vigésimo cuarta de Lev (1946).

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una ruptura de relaciones: los confinados perdían parejas, esposas o maridos, cuando no a toda la familia. Lev y Svetlana fueron una excepción. No sólo dieron con la forma de escribirse y llegaron incluso a verse a hurtadillas –infracción extremadamente grave de las normas del gulag, que acarreaba severos castigos–, sino que con-servaron todas y cada una de sus preciosas cartas (exponiéndose a un mayor riesgo, si cabe) como prueba de su historia de amor.

Finalmente, resultó que el más pequeño de los baúles conte-nía casi mil quinientas cartas. Transcribirlas fue una tarea que re-quirió algo más de dos años. Salpicadas de palabras en clave, de detalles y de iniciales que había que aclarar, descifrarlas no fue ta-rea fácil. Tales cartas son la base documental de este libro, pero también se nutre de los ricos archivos contenidos en los otros baú-les, de las largas conversaciones con Lev y Svetlana y con parientes y amigos suyos, de los escritos de otros reclusos de Pechora, de vi-sitas a la ciudad y de conversaciones con sus moradores, así como de los propios archivos del campo de trabajo.

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Capítulo 1

Lev fue el primero en fijarse en Svetlana. Entre la multitud de estu-diantes que esperaban en el patio bordeado de árboles de la Uni-versidad de Moscú a que los llamasen por su nombre para acceder al examen de admisión, reparó en ella de inmediato. Estaba de pie en la entrada de la Facultad de Físicas con un amigo suyo que lo saludó desde lejos con la mano, y se la presentó como una compa-ñera de su antiguo instituto. Sólo tuvieron la posibilidad de inter-cambiar dos palabras antes de que se abrieran las puertas de la Fa-cultad y, en tropel, se unieran a la oleada de estudiantes que invadía la escalera, camino del anfiteatro donde iba a celebrarse el examen.

Los dos asienten al decir que lo suyo no fue un amor a pri-mera vista. En aquellos días, Lev iba con pies de plomo con tal de no rendirse al amor a las primeras de cambio. Pero Svetlana le ha-bía llamado la atención: era una chica de estatura media, delgada, cabello castaño y abundante, pómulos marcados, barbilla afilada y unos ojos azules que brillaban con una inteligencia melancólica. En aquel septiembre de 1935, era una de la media docena de jó-venes que, junto con Lev y una treintena de muchachos, habían sido admitidas en la Facultad de Físicas, la mejor de la Unión So-viética. Con aquella camisa oscura de lana, falda corta de color gris y unos zapatos negros de piel de ante, la misma ropa que llevara en el instituto, Svetlana llamaba la atención en aquel entorno mas-culino. Tenía una bonita voz (con el tiempo cantaría en el coro de la Universidad), que realzaba su atractivo físico. Alegre, a veces des-

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carada, y de sobras conocida por su lengua afilada, no era una chica que pasara desapercibida. No le faltaban admiradores, pero Lev te-nía algo especial. No era alto ni fornido –era un poco más bajo que ella–, y tampoco parecía tan seguro de su físico como otros jóvenes de su edad. En las fotos de entonces, siempre llevaba la misma camisa vieja, abotonada hasta el cuello y sin corbata, al es-tilo ruso. Por su aspecto, más parecía un muchacho que un hom-bre. Pero tenía un rostro agraciado y bondadoso, de dulces ojos azules y labios carnosos, como los de una chica.

A lo largo de aquel primer trimestre, Lev y Sveta2 (como em-pezó a llamarla) se veían con frecuencia. Se sentaban juntos du-

2. En ruso, los nombres de pila tienen una forma larga y otra abreviada o hipocorística (empleada por amigos y parientes), así como diversos diminutivos afectuosos. La forma abreviada de Svetlana es Sveta, aunque también la llamaban Svetoshka, Svetik, Svetlanka, etcétera. En las cartas que le es-cribía desde el campo de concentración, Lev solía referirse a ella como «Svet» o «Svetloe» (vocablos rusos que designan «la luz»), una asociación que a él le gustaba en especial. En el texto, y de aquí en adelante, siempre nos referiremos a ella como Sveta.

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rante las clases, se saludaban al verse en la biblioteca y se movían en el mismo grupo de físicos e ingenieros en ciernes que comían juntos en la cantina, o coincidían en el círculo de estudiantes, a un paso de la entrada de la biblioteca, donde algunos iban a fumar un cigarrillo o, simplemente, a estirar las piernas y charlar un rato.

Más adelante, junto con algunos amigos, Lev y Sveta solían ir al teatro o al cine; después, él la acompañaba hasta casa siguiendo la ruta romántica que, por bulevares ajardinados, discurre entre la plaza Pushkin y los Cuarteles Pokrovski, cerca del domicilio de Sveta, un lugar frecuentado por muchas parejas al declinar el día. A pesar de la liberalización de costumbres que se había impuesto desde algunos estamentos a partir de 1917, en los círculos univer-sitarios de la década de 1930 el cortejo convencional aún se desa-rrollaba según los cánones de la galantería romántica. En la Uni-versidad de Moscú, los noviazgos iban en serio y se respetaba la castidad; normalmente, comenzaban cuando una pareja se aparta-ba de sus amigos y el chico empezaba a acompañar a la chica a su casa al caer la noche. Era una oportunidad para hablar entre ellos

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de forma más íntima, de intercambiar algunos de sus versos pre-feridos y, llegado el caso, un pretexto perfecto para hablar de amor, sin dejar de lado la posibilidad de darse un beso antes de separar-se ante la puerta de la casa de ella.

Lev sabía que no era el único que iba detrás de Sveta. En más de una ocasión, la veía pasear con Georgi Liajov (el amigo que se la había presentado) por los Jardines de Aleksandr, al pie de la Mu-ralla del Kremlin. Lev era demasiado reservado para preguntarle por las relaciones que mantenía con Sveta, hasta que un día el pro-pio Georgi le soltó: «Esta Svetlana es un encanto, pero tan inteli-gente, tan endiabladamente inteligente…». Lo dijo de tal forma, que Lev vio claro que Georgi estaba intimidado por la inteligencia de la joven. Como no tardaría en descubrir, Sveta era una persona de carácter voluble, crítica con los demás e intolerante con quie-nes no eran tan despiertos como ella.

Poco a poco, Lev y Sveta fueron intimando. Se sentían «pro-fundamente compenetrados», al decir de Lev. Setenta años más tarde, sentado en el salón de su casa, esboza una sonrisa al recordar aquellos primeros lazos afectivos. Reflexiona mientras elige las pa-labras con cuidado: «No es que estuviéramos locamente enamo-rados el uno del otro, sino que se estableció entre los dos una pro-funda y permanente afinidad».

Hasta que llegó el día en que, por fin, se vieron como pareja. «Todo el mundo imaginaba que yo salía con Svetlana, porque no me veían con ninguna otra que no fuera ella.» Y llegó el momen-to en que los dos lo tuvieron claro. Una tarde, mientras daban un paseo por las apacibles calles del barrio residencial donde vivía Sveta, en la Kazarmennyi Pereulok (Pasaje de los Cuarteles), ella le tomó de la mano y le dijo: «Vamos por ahí; te presentaré a mis amigas». Y así lo hicieron. Aquel día, Lev conocería a las mejores amigas del colegio de Sveta: Irina Krauze, que estudiaba francés

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en el Instituto de Lenguas Extranjeras, y Alexandra («Shura» o «Shurka») Chernomordik, estudiante de medicina. Que le llevara a conocer a sus amigas de la infancia le pareció una señal de con-fianza, una muestra de afecto.

Poco después, Sveta lo invitó a ir a su casa. La familia Ivanov disponía de un amplio apartamento de dos habitaciones grandes y una cocina, un lujo muy poco habitual en el Moscú de Stalin, donde lo normal eran los pisos comunitarios, una familia por ha-bitación, con cocina y retretes en común. Con sus padres, Sveta y su hermana pequeña, Tania, compartían una de las habitaciones; las chicas dormían en un sofá cama. Su hermano Yaroslav («Yara») y su mujer, Elena, ocupaban la otra habitación, donde había un enor-me armario ropero, una vitrina para libros y un piano de cola que tocaba toda la familia. Con sus techos altos y aquellos muebles an-tiguos, el hogar de los Ivanov era un reducto de la intelectualidad en aquella capital proletaria.

El padre de Sveta, Aleksandr Alekséievich, era un hombre alto, con barba, de unos cincuenta años, mirada triste y despierta, y ca-bello entrecano. Bolchevique de la vieja guardia, ya de estudiante, en 1902 se había unido al movimiento revolucionario en la Univer-sidad de Kazán, de la que fue expulsado antes de dar con sus hue-sos en la cárcel y de matricularse en la Facultad de Físicas de la Universidad de San Petersburgo, donde había trabajado con el cé-lebre químico ruso Serguéi Lébedev en el desarrollo del caucho sintético antes de la Primera Guerra Mundial. Tras la Revolución de Octubre de 1917, Aleksandr había ocupado un puesto de res-ponsabilidad en la organización de la producción soviética de cau-cho. Sin embargo, en 1921, desilusionado con la deriva de la dic-tadura soviética, y aunque oficialmente por razones de salud, abandonó el Partido. Durante esa década, realizó dos largos viajes de negocios a Occidente hasta que, en 1930, se asentó en Moscú

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con su familia. El Plan Quinquenal para industrializar la Unión Soviética ya estaba en su apogeo, y para entonces ya se había des-atado la primera oleada del terror estalinista contra los «especialis-tas burgueses», en la que muchos de sus amigos y colegas de toda la vida acabaron siendo detenidos como «espías» o «saboteadores», y ejecutados o enviados a campos de trabajo. Sus viajes al extran-jero lo hacían vulnerable desde un punto de vista político, pero se las compuso como buenamente pudo para sobrevivir y seguir tra-bajando por la causa de la industria soviética, y ascendió hasta el cargo de subdirector del Instituto de Investigaciones Científicas de la Resina. En un hogar donde imperaba una mentalidad de for-mación técnica, todos los hijos estaban abocados a cursar estudios de ciencias o ingeniería: Yara fue a la Escuela de Ingeniería Indus-trial, Tania estudió meteorología, y Sveta se matriculó en la Facultad de Físicas.

Aleksandr dispensó a Lev una buena acogida. Aplaudía la pre-sencia de otro científico en su casa. La madre de Sveta, sin embar-go, se mostró distante y reservada. También en la cincuentena, era una mujer entrada en carnes y de andares pausados, que llevaba mitones para disimular una afección en las manos. Anastasia Ero-féievna era profesora de lengua rusa en el Instituto de Economía de Moscú, y conservaba el porte severo de una pedagoga. Entre-cerrando los ojos, observaba a Lev desde detrás de sus gafas de montura gruesa. Durante mucho tiempo, su actitud lo tuvo aco-bardado hasta que, al finalizar ambos el primer año de universidad, se produjo un incidente que dio un vuelco a la situación. Sveta le pidió a Lev los apuntes de una clase a la que no había asistido. Cuando, antes del primer examen, el chico pasó a recogerlos, Anas-tasia le comentó que, en su opinión, eran unos apuntes magníficos. No era para tanto –un pequeño cumplido inesperado–, pero, por el tono dulce de su voz, Lev lo interpretó como una señal de acep-

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tación por parte de Anastasia, guardiana de la familia. «Me lo tomé como un permiso en toda regla para ir a su casa –recordaba Lev–, y comencé a pasarme por allí más a menudo, sin que me diera tan-ta vergüenza.» Al concluir los exámenes, durante el largo y cálido verano de 1936, todos los días, al ponerse el sol, Lev iba a buscar a Sveta y la llevaba al Parque Sokolniki para enseñarle a montar en bicicleta.

La aceptación por parte de la familia de Sveta fue siempre un factor importante para el joven Lev. Sin familiares cercanos, Lev Mishchenko había nacido en Moscú el 21 de enero de 1917, un día antes de que el cataclismo de la Revolución de Febrero cam-biase el mundo para siempre. Tras perder a sus padres a una edad temprana, su madre, Valentina Alekséievna, hija de un triste funcio-nario de provincias, había sido criada y educada con dos tías en Moscú. Ejercía como maestra en una de las escuelas de la ciudad cuando conoció al padre de Lev, Gleb Fiódorovich Mishchenko, un graduado de la Facultad de Físicas de Moscú que estudiaba para ingeniero en el Instituto del Ferrocarril. Mishchenko era un ape-llido ucraniano. Fiódor, el padre de Gleb, profesor de filología de la Universidad de Kiev y traductor de textos griegos de la Anti-güedad al ruso, había sido un intelectual destacado del nacionalis-mo ucraniano. Tras la Revolución de Octubre, los padres de Lev se trasladaron a una pequeña localidad, Beriózovo, en la región sibe-riana de Tobolsk, lugar que Gleb había descubierto durante sus via-jes de inspección cuando trabajaba como ingeniero de los ferroca-rriles. Ciudad conocida como lugar de exilio desde el siglo xviii, Beriózovo quedaba lejos del régimen bolchevique y en una zona agrícola relativamente próspera, por lo que parecía un buen sitio para alejarse de la Guerra Civil (1917-1921), que sembró el terror y la ruina económica en Moscú. La familia se instaló con una tía de Valentina en una habitación alquilada, en casa de una familia de

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campesinos hacendados. Gleb encontró trabajo como maestro de escuela y meteorólogo, Valentina ejerció también como maestra y Lev fue criado por su tía Lydia Konstantinovna, a la que llamaba «abuela». Ella fue quien le leyó cuentos de hadas y le enseñó el Padrenuestro, oración que recordaría durante toda su vida.

Los bolcheviques llegaron a Beriózovo en el otoño de 1919. Comenzaron a detener como rehenes a «burgueses», bajo la acu-sación de haber colaborado con los Blancos, las fuerzas contrarre-volucionarias que habían ocupado la región durante la Guerra Civil. Un día, se llevaron a los padres de Lev. Con cuatro años, el pequeño fue con su abuela a verlos a la cárcel de la localidad. A Gleb lo habían encerrado en una celda amplia con otros nueve reclusos. Le dieron permiso para entrar en la celda y sentarse con su padre, bajo la mirada de un guardia que permanecía de pie a la puerta con un fusil en las manos. «Y ese tipo, ¿es un cazador?», le preguntó a su padre, quien le contestó: «Ese tipo, como tú dices, nos está protegiendo». Lev y su abuela encontraron a su madre en una celda de aislamiento. Fue a verla en dos ocasiones. La última vez, y para que se acordara de aquella visita, su madre le dio un cuenco de crema agria con azúcar que había comprado con el di-nero que le daban en la cárcel.

No mucho tiempo después, a Lev lo llevaron al hospital don-de su madre se estaba muriendo. Tenía un tiro en el pecho, proba-blemente de uno de los guardianes de la prisión. Lev estaba en el umbral de la sala, cuando una enfermera pasó por delante de él con algo rojo y palpitante en las manos. Horrorizado al ver aque-llo, Lev se negó a entrar en la sala cuando su abuela le dijo que pasara a despedirse de su madre y, sin moverse del umbral, vio cómo se acercaba a la cama y le daba un beso en la cabeza.

Las exequias se celebraron en la iglesia principal de la ciudad. Lev asistió con su abuela. Sentado en un taburete al pie del féretro

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destapado, era aún de muy corta estatura para mirar dentro y con-templar la cara de su madre, pero detrás del ataúd pudo ver las ca-ras pintadas en vivos colores del iconostasio y, a la luz de las velas, reconoció el rostro de la Madre de Dios. Lev recuerda haber pen-sado que aquel rostro guardaba cierto parecido con el de su propia madre. Con permiso para salir de la cárcel y asistir al funeral –aun-que siempre acompañado por un guardia–, el padre de Lev apare-ció a su lado. «Ha venido para despedirse de ella», oyó que comen-taba una mujer. Le dejaron quedarse un momento junto al féretro, y poco después se lo llevaron de nuevo. Más tarde, Lev fue llevado a la tumba de su madre en el cementerio, al lado de la iglesia. El montón de tierra que acababan de remover era un manchón os-curo en medio de la nieve; en la parte superior, alguien había plan-tado una cruz de madera.

Unos días después, la abuela de Lev lo llevó a otras exequias en la misma iglesia. En aquella ocasión, eran diez los ataúdes que, en hilera, estaban a los pies del iconostasio: en cada uno, el cuerpo de alguien asesinado por los bolcheviques. Uno de ellos era el padre de Lev. Él y sus compañeros de celda debían de haber sido fusilados al mismo tiempo. Se desconoce el lugar donde fueron enterrados.

En el seco verano de 1921, cuando el hambre se abatió sobre la Rusia rural, Lev regresó a Moscú con su abuela. Al menos tem-poralmente, los bolcheviques se tomaron un respiro en su lucha de clases contra la «burguesía», y los supervivientes de la clase me-dia que aún quedaban en Moscú trataban de salir adelante como podían. Durante veinte años, la abuela de Lev había ofrecido sus servicios como comadrona en Lefortovo, un barrio de pequeños comerciantes y tenderos, y allí se mudaron Lev y ella, a casa de un pariente lejano. El primer año, vivieron hacinados en un rincón –una cama y un catre detrás de una cortina–, y su abuela trabajó

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como enfermera y comadrona. En 1922, Lev se fue a casa de su «tía Katia» (hermana de Valentina), que vivía con su segundo ma-rido en un apartamento comunitario de la calle Granovsky, a un tiro de piedra del Kremlin. Allí se quedó hasta 1924, fecha en que se mudó a casa de Elizaveta Konstantinovna, tía de su madre y an-tigua directora de un instituto femenino, en la calle Malaya Ni-kitskaya. «Tía Katia venía a vernos casi todos los días –recordaba Lev–, de modo que me crié en una atmósfera de influencias y atenciones femeninas constantes.»

El amor de aquellas tres mujeres –ninguna de ellas tenía hi-jos– no le hizo olvidar, sin embargo, lo que significaba la pérdida de su madre. Pero le inspiró un respeto profundo, casi reverencial, hacia las mujeres en general. Aquel amor materno se vio auxiliado, no obstante, por el apoyo material y moral de tres de los mejores amigos de sus padres, que siempre ayudaron económicamente a su abuela: la madrina de Lev, que ejercía de médico en Yereván, ca-pital de Armenia; Serguéi Rzhekvin («tío Seryozha»), profesor de acústica en la Universidad de Moscú, y Nikita Mélnikov («tío Ni-kita»), antiguo menchevique,3 lingüista, ingeniero y maestro de escuela, a quien Lev llamaba su «segundo padre».

Lev asistió a una escuela mixta, un antiguo instituto femeni-no de la calle Bolshaya Nikitskaya (la segregación por sexo en las escuelas quedó abolida en la Rusia Soviética en 1918). Cuando Lev empezó a ir a aquel establecimiento, ubicado en una mansión clásica de dos alas del siglo xix, la escuela aún conservaba una hon-da impronta de la idea para la que se fundara. En sus aulas, gran parte del profesorado llevaba a cabo la misma actividad que venía desempeñando desde 1917. El profesor de alemán era el antiguo director del instituto; el maestro de los más pequeños era primo

3. Los mencheviques eran un partido marxista contrario a la dictadura de los bolcheviques.

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de un célebre compositor ucraniano, y su profesor de ruso era pa-riente del escritor Mijail Bulgákov. A principios de la década de 1930, con Lev a las puertas de la adolescencia, en contacto con las instalaciones industriales asentadas en Moscú, la escuela se trans-formó en un instituto politécnico orientado a las ingenierías. Téc-nicos industriales impartían clases prácticas y dirigían experimen-tos, para allanar el camino de los chicos al aprendizaje en las fábricas.

La escuela de Sveta, en el Pasaje Vuzovski, no quedaba lejos del colegio al que iba Lev. ¿Qué habría pasado si se hubieran co-nocido entonces? Ambos provenían de entornos muy diferentes: Lev, vástago del viejo mundo de la clase media moscovita, some-tido a la influencia de los valores ortodoxos que su abuela le había inculcado; Sveta, criada en un ambiente más progresista de perso-nas con formación técnica. Con todo, eran muchos los valores e intereses fundamentales que tenían en común. Ambos eran madu-ros para la edad que tenían, serios, despiertos, independientes en su forma de pensar, mentes abiertas y curiosas que se fiaban más de su propia experiencia que de la propaganda o las convenciones sociales. Una madurez e independencia que habría de servirles de mucho. En una carta de 1949, época en la que la campaña contra la religión en las escuelas soviéticas estaba en pleno apogeo, Sveta evocaba cómo era aquella chica de once años:

Creo que era más madura que el resto de mis compañeros…

Por entonces, me preocupaba mucho la cuestión de Dios y la

religión. Nuestros vecinos eran creyentes, y Yara tenía la cos-

tumbre de hacer rabiar a sus hijos. Yo se lo echaba en cara, in-

vocando la libertad religiosa. Resolví el problema que tenía con

Dios por mí misma: llegué a la conclusión de que, sin él, segui-

mos sin comprender el porqué de la eternidad o la creación y,

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puesto que jamás podría saber su opinión al respecto, eso sig-

nificaba que no era necesario (para mí, claro está, aunque pu-

diera serlo para otros que creen en Él).

A esa edad, tanto Lev como Sveta eran el fruto maduro de un sis-tema de valores anclado en el esfuerzo y la responsabilidad. En el caso de la joven Sveta, era el resultado de la educación que había recibido en el seno de la familia Ivanov, donde no sólo tuvo que ocuparse de su hermana pequeña, Tania, sino también de nume-rosas tareas domésticas. En cuanto a Lev, la situación le venía im-puesta por circunstancias de índole económica. Gracias a la escue-la, se abriría paso para redondear la minúscula pensión de su abuela.

En 1932, con quince años recién cumplidos, el joven Lev en-contró un trabajo nocturno en las obras de la primera línea del metro de Moscú, entre el Parque Gorki y Sokolniki. Se encargaba de trazar el itinerario por las calles con las cuadrillas de excavación, compuestas en su mayoría de campesinos emigrados que, en aque-llos años y como una riada, inundaban Moscú para evitar que los bolcheviques los obligaran a trabajar en granjas colectivas. El ve-rano siguiente, Lev pudo descubrir las terribles consecuencias de la colectivización. Trabajando como empleado de la limpieza en un criadero de conejos, conoció a un compañero de fatigas que había llegado de la Ucrania rural, devastada por la hambruna. Aquel hombre escribía poemas tristes sobre «casas abandonadas en el pue-blo, con moribundos y cadáveres apilados al otro lado de una cer-ca». Aunque la forma sensiblera de abordar el tema le desagradaba, la carga emotiva que acompañaba a aquellos poemas era sobreco-gedora. «¿Por qué te imaginas siempre escenas tan aterradoras?», le preguntó un día; a lo que su compañero respondió: «No son ima-ginaciones mías. Hablo de mi pueblo. Hay hambre, y nadie tiene

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fuerzas ni para enterrar a los muertos». Lev se quedó estupefacto. Hasta entonces nunca se había cuestionado el poder ni las políti-cas impulsadas por los sóviets. Se había unido al Komsomol, la Or-ganización Juvenil del Partido Comunista, y tenía fe en el Partido. Pero las palabras de aquel trabajador sembraron en él el germen de la duda. Un poco más adelante, aquel mismo año, Lev visitó una granja colectiva en los alrededores de Moscú; fue durante un viaje escolar organizado por su profesor de biología, ferviente bol-chevique, que transformó una de las casas abandonadas de la gran-ja para escenificar un montaje sobre «la lucha contra los parásitos». La casa había pertenecido al cura del pueblo, a quien habían de-sahuciado, como bien a la vista estaba, cuando se llevó a cabo la colectivización. En el interior de la casa, aún quedaban restos que-mados de los libros, incluso de una Biblia en griego antiguo, len-gua en la que su abuelo era especialista y que, bajo el régimen so-viético, ya no se consideraba necesaria.

Durante su primer año de Universidad, en 1935, Lev vivía aún con su abuela (de ochenta y dos años) en un piso comunita-rio en la Leningrad Prospekt, al noroeste de Moscú. Su excéntri-ca «tía Olga»4 disponía de una habitación en el mismo apartamen-to, que compartía con su marido. Lev y su abuela ocupaban una estancia estrecha y oscura, con una cama para él a un lado y un baúl al otro, donde su abuela improvisaba una especie de catre, apoyando los pies en un taburete. Al otro extremo, junto a la ven-tana, un escritorio, y en lo alto, encima de su cama, una vitrina minúscula donde guardaba los utensilios de química y sus libros, textos de matemáticas y de física sobre todo, pero también obras clásicas de la literatura rusa. Cuando Sveta se pasaba por allí, se sentaban en la cama y hablaban. Indiscreta, su tía Olga no perdía de

4. En realidad, hija ilegítima de Borís Tolmashev, primer marido de su tía Katia.

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vista sus idas y venidas por el pasillo. Como creyente fervorosa, desaprobaba aquellas visitas de Sveta, y así se lo hizo saber a Lev, dándole a entender que allí estaban pasando cosas raras. «Sólo es una amiga de la Universidad», replicaba Lev, pero su tía se queda-ba en la entrada, al otro lado de la puerta, al acecho en busca de «pruebas».

El único lugar donde Lev y Sveta podían sentirse realmente libres era el campo. Todos los veranos, la familia de la joven alqui-laba una gran dacha en Boriskovo, una localidad a orillas del río Istra, a setenta kilómetros al noroeste de Moscú. Lev iba a visitar-los desde la ciudad, a veces en bicicleta, otras en tren hasta Ma-nikhino, a una hora de camino de Boriskovo. Lev y Sveta pasaban el día en los bosques, tumbados junto al río, leyendo poesía, hasta que empezaba a oscurecer y él tenía que dejarla para tomar el úl-timo tren o recorrer el largo camino de vuelta en bicicleta.

El 31 de julio de 1936, Lev bajó del tren. Sufrían una ola de calor y, tras la caminata desde Manikhino, sudando a mares, deci-dió darse un chapuzón rápido en el río, cerca de Boriskovo, antes de presentarse en casa de Sveta. Se quedó en calzoncillos y se me-tió en el agua. Era un nadador mediocre, de modo que nunca se alejaba de la orilla, pero la corriente era tan fuerte que lo arrastró y comenzó a hundirse. Al ver a un pescador en la orilla, Lev gritó: «¡Socorro! ¡Me ahogo!». El pescador permaneció impasible. Lev se hundió de nuevo y salió a la superficie por segunda vez pidiendo ayuda, antes de hundirse de nuevo. Sin fuerzas para valerse por sí mismo, en aquellos instantes Lev pensó en lo estúpido que sería morir tan cerca de la casa de Sveta… Y perdió el sentido. Cuando volvió en sí, comprobó que estaba en la orilla, junto a otro pesca-dor. Jadeando, mientras trataba de recuperar el aliento, Lev sólo llegó a ver de refilón a su salvador, de pie a sus espaldas, y comen-zó a echar pestes del pescador que no había acudido en su ayuda.

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El hombre se fue antes de que pudiera saber quién era y darle las gracias como es debido. Lev pasó el día con Sveta y su familia. Al caer el sol, ella y su hermana Tania lo acompañaron hasta los lími-tes de la localidad para decirle adiós camino de la estación. En el pueblo, Lev reconoció al hombre que lo había salvado. Iba en com-pañía de otro señor mayor y dos mujeres. Lev le dio las gracias y le preguntó cómo se llamaba. El hombre de más edad le respon-dió: «Soy el profesor Sintsov; permítame que le presente a mi yer-no, el ingeniero Bespalov, y estas señoras son nuestras esposas». Tras darles las gracias una vez más, Lev se dirigió a la estación, donde la radio pública emitía la Introduction et Rondo capriccioso, de Saint-Saëns. Al escuchar el precioso solo de violín ejecutado por David Óistraj, se sintió arrastrado por un intenso deseo de vivir. Todo a su alrededor se le antojaba más intenso y vívido que antes. ¡Había salvado la vida! ¡Amaba a Svetlana! Y aquella música expresaba toda la alegría que llevaba dentro.

La vida no era sino una sucesión de alegrías fugaces. En 1935, Stalin había proclamado que «vivían mejor y de forma más des-ahogada». Disponían de bienes de consumo más asequibles, como el vodka o el caviar, había más salones de baile y también películas entretenidas para que el pueblo se lo pasase en grande y mantu-viera su fe en el esplendoroso y brillante futuro que llegaría con la implantación del comunismo. Mientras tanto, la policía política de Stalin, el NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Inter-nos), elaboraba listas de posibles elementos subversivos.

Al menos 1,3 millones de «enemigos del pueblo» fueron de-tenidos, y más de la mitad ejecutados, durante la época del Gran Terror, entre 1937 y 1938. Nadie sabía a qué respondía aquella calculada política de matanzas y ejecuciones: si se debía a una ob-sesión de Stalin por acabar con todos sus enemigos potenciales o si era una guerra contra «sujetos contrarios al orden social». Aun

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así, todo parecía indicar que se trataba de una eliminación preven-tiva de «individuos poco fiables», ante la posibilidad de una guerra en un momento en que las tensiones internacionales iban en au-mento. El terror alcanzó a todas las capas de la sociedad. Se insta-ló en todas las parcelas de la vida diaria. Vecinos, colegas, amigos y parientes podían ser acusados de «espías» o de «fascistas» de la no-che a la mañana.

El mundo de la física soviética resultó ser uno de los más ex-puestos, en parte por su importancia decisiva para el ejército, y en parte porque, desde una perspectiva ideológica, estaba dividido. La Facultad de Físicas de la Universidad de Moscú se vio de lleno en el ojo del huracán. Por un lado, un grupo de jóvenes y brillantes investigadores, como Yuri Rumer y Borís Gessen, se erigieron en adalides de las teorías físicas de Einstein, Bohr y Heisenberg; por otro, un grupo de profesores de mayor edad denunciaba las teorías de la relatividad y la mecánica cuántica señalándolas como «idea-listas», e incompatibles, por tanto, con el materialismo dialéctico, «fundamento» científico» del marxismo-leninismo. La fractura ideo-lógica se vio acrecentada en su vertiente política cuando los ma-terialistas acusaron a los defensores de la mecánica cuántica de «falta de patriotismo» (es decir, de «espías» en potencia), tanto por estar influenciados por el mundo de la ciencia occidental como por haber viajado al extranjero. En agosto de 1936, justo antes de que Lev y Sveta se adentraran en el segundo año de Facultad, Ges-sen fue detenido bajo la acusación de pertenecer a una «organiza-ción terrorista contrarrevolucionaria» y, poco más tarde, fusilado. Rumer fue expulsado de la Universidad en 1937.

A los estudiantes se les exigía que se mantuviesen ojo avizor. En el Komsomol, plantaban cara a otros estudiantes cuyos parien-tes habían sido detenidos, y solicitaban que fueran expulsados de la Universidad si no renegaban públicamente de sus familiares.

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Fueron muchas las expulsiones en otras facultades; sin embargo, en la Facultad de Físicas hubo muy pocas, sin duda debido a los fuertes lazos de compañerismo forjados entre los propios alumnos. Gracias a ese espíritu solidario, el propio Lev salió indemne de un incidente acaecido en 1937.

La formación militar era obligatoria para los estudiantes a tiempo completo de la Universidad de Moscú, y debían alistarse a un cuerpo de oficiales en la reserva que podía ser movilizado en caso de guerra. Los alumnos de la Facultad de Físicas estaban en condiciones de ponerse al frente de tropas de infantería. La formación correspondiente la recibieron en dos campamentos de verano, cerca de Vladimir. En el primero de aquellos campamen-tos, en julio de 1937, el jefe de los instructores acababa de ser as-cendido a segundo en la cadena de mando de un regimiento de estudiantes no universitarios. Disfrutaba maltratando a la flor y nata de los físicos; los hacía correr doscientos metros, seguidos de una marcha de igual distancia, y luego los obligaba a repetir aquel ejer-cicio una y otra vez. Lev no era de ésos que se muerden la lengua ante hombres que, al verse investidos de autoridad, machacan a sus subordinados. Harto de aquella situación, una mañana, gritó: «¡Es-tamos a las órdenes de idiotas!», observación que realizó en voz lo suficientemente alta como para que el instructor lo oyese y diri-giese una queja a sus superiores. El asunto llegó al Comité de la División del Partido de la Región Militar de Moscú, que tomó la decisión de expulsarlo del Komsomol «por agitación trotskista contrarrevolucionaria contra los mandos del Ejército Rojo que estaban al frente de los regimientos de obreros y campesinos». En septiembre, Lev volvió a la Universidad. Temeroso de que la cosa fuera a más, apeló a la División del Partido para solicitar que anu-lasen su expulsión del Komsomol. Convocado a la sede central de la Región Militar, y tras escuchar su versión de los hechos, un

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comité decidió anular la expulsión sustituyéndola por «una seria reprimenda (strogii vygovor) por comportamiento indigno de un miembro del Komsomol». Podría haber sido peor. Más adelante, Lev se enteró de que el resultado final del asunto se debía, en gran parte, al valeroso comportamiento de tres amigos de la Facultad de Físicas, que habían enviado una petición al Comité, firmada de su puño y letra. Lev era una persona tan apreciada por sus com-pañeros de facultad, que hasta se habían atrevido a correr el riesgo de salir en su defensa. Su manifestación de solidaridad bien podía haberse vuelto en su contra y haber acabado por ser detenidos, dado que un grupo de tres era un número suficiente para ser con-siderado como una «organización» por parte de las autoridades.

Aquel episodio valió para que Lev y Sveta volvieran a estar jun-tos. A mitad del segundo año de Universidad, la relación se había enfriado y llevaban un tiempo sin verse. Fue Sveta la culpable de aquella ruptura, tras apartarse sin explicación alguna del círculo de amigos que tenían en común. Lev no entendía nada. Menos aún considerando que el verano anterior se habían visto todos los días, y que ella incluso le había pedido una foto suya. Muchos de sus ami-gos se iban casando, y Lev imaginaba que ellos no tardarían en ha-cer lo propio. Hasta que, de pronto y sin decirle nada, ella decidió apartarse. Al recordar aquella época, Sveta lo achacaba a uno de sus «negros estados de ánimo», depresiones que la atormentarían du-rante buena parte de su vida. «Cuántas veces, sólo Dios lo sabe –le escribiría más adelante a Lev–, no me habré reprochado que las co-sas fueran mal entre nosotros, y haberte hecho sufrir.»

Sin embargo, en cuanto supo que Lev no pasaba por su me-jor momento, Sveta se puso de nuevo de su lado, y, durante los tres años siguientes, fueron inseparables. Por las mañanas, Lev coincidía con ella camino de la Universidad. También la esperaba al acabar las clases, y luego la acompañaba a la Leningrad Prospekt y coci-

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naba para ella, o iban al teatro o al cine y más tarde la acompaña-ba a casa. En su relación, la poesía ocupaba un lugar preponderan-te. Leían juntos y se intercambiaban poemas, para estar al día de los nuevos vientos de la poesía. Si bien Ajmátova y Blok eran sus preferidos, a Sveta le gustaba mucho un poema de Elena Ryvina que le recitó a Lev un día al anochecer, mientras paseaban por las calles de Moscú. El poema hablaba de lo fugaz que es la felicidad:

El resplandor de tu cigarrillo

languidece, luego se reaviva.

Vamos por la calle Rossi,5

y en vano lucen las farolas.

Nuestro inesperado encuentro es más breve

que un paso, que un instante, que un suspiro.

¿Por qué, bendito arquitecto,

tu calle se me antoja tan corta?

A veces, si Lev tenía que trabajar hasta tarde y no podía verla, por las noches pasaba por delante de su casa. En una de tales ocasiones, le dejó esta nota:

¡Svetka! Me he pasado para ver cómo estabas y recordarte que

mañana, día 29, nos gustaría que vinieses a vernos. He preferi-

do no molestar en tu casa porque es tarde –las once y media–.

Dos de las ventanas estaban a oscuras, y las otras dos en penum-

bra; temía despertar a todos y darles un buen susto. Ven a verme

si tienes un rato. Saludos a tu madre y a Tania».

5. Carlo Rossi, arquitecto italiano que construyó numerosos edificios y viviendas en San Peters-burgo durante el reinado de Nicolás I (1825-1855).

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En enero de 1940, falleció la abuela de Lev. Sveta estaba a su lado durante el entierro en el cementerio de Vagánkovo.

Un mes después, Lev empezó a trabajar como ayudante téc-nico en el Instituto de Física Lébedev (FIAN, por sus siglas en ruso). Estaba en el último año de Universidad, pero había sido recomendado por Naum Grigorov, un amigo de la Facultad que acababa de incorporarse al FIAN, y Lev estimó que aquélla era una buena oportunidad de adentrarse en el campo de la investi-gación. El FIAN llevaba el nombre de Piotr Lébedev, el físico ruso pionero en medir la presión ejercida por la luz reflejada o absorbida por un cuerpo opaco, y era uno de los centros más punteros del mundo en el ámbito de la física atómica. A la van-guardia de su programa de investigaciones, figuraba el proyecto sobre la radiación cósmica al que Lev iba a incorporarse. Como estudiaba durante el día, Lev solía trabajar en el laboratorio al atardecer. Sveta le esperaba hasta tarde en la biblioteca, y luego recorría los tres kilómetros que separaban la Facultad de Físicas del FIAN, en la Plaza Miusski. Se sentaba en uno de los bancos del patio y esperaba a Lev, que solía aparecer hacia las ocho y la acompañaba hasta su casa. En cierta ocasión, Lev estaba tan can-sado que se quedó dormido en el laboratorio y no se despertó hasta pasadas las nueve. Sveta siguió esperándolo en el banco. Cuando le confesó que se había quedado dormido, ella se echó a reír.

Aquel verano, Lev participó en una expedición científica al monte Elbrús, en el Cáucaso. El Instituto disponía de una base de investigación en uno de los picos de esa cordillera, donde el grupo del que Lev formaba parte disponía de las condiciones ideales para estudiar los efectos de la radiación cósmica en uno de los pun-tos más próximos a su entrada en la atmósfera terrestre. Lev pasó tres meses en la base. «Ayer escalamos y llegamos a nuestro

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Lev en el monte Elbrús (1940).

refugio en un santiamén –escribió a Sveta–. Me siento en plena forma, tengo un apetito feroz y me llevo recuerdos inolvidables.» Mientras, durante las vacaciones de verano, Sveta trabajaba en la Biblioteca Lenin, integrada por entonces en un moderno edificio de hormigón que se estaba construyendo cerca del Kremlin. «Si estuvieras aquí, verías que hay una bonita plazuela llena de arbus-tos y flores delante de la biblioteca –le escribió a Lev–. ¿Quién me regalará un ramillete de flores el día de mi cumpleaños?» Lev tenía que regresar del Cáucaso el 1 de septiembre, diez días antes de que Sveta cumpliese los veintitrés y, en tal ocasión, él siempre le lleva-ba flores. Hasta ese momento, tendría que conformarse con escri-birle cartas.

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3 de agosto de 1940

Levenka:

En cuanto llegué a casa, mi primer impulso fue preguntar si ha-

bía alguna carta para mí, y todos comenzaron a tomarme el pelo

a costa tuya, así que, para que me dejaran en paz, les dije que es-

taba esperando una postal de Irina. Entonces, con una vehemen-

cia exagerada, Tania dijo que no les fuera con cuentos, que nada

de postal de Irina, que sabía que tenía que haberme llegado una

carta tuya, así que la perseguí de cuarto en cuarto (en casa, aún

dejamos las puertas abiertas, de modo que puedes entrar en cual-

quier habitación cuando se te ocurra),6 implorándole que me la

diera. Al final, mamá se apiadó de mí y me la dio.

En su respuesta, Sveta le contaba a Lev algunas novedades. Le ha-bían ofrecido un puesto permanente en la biblioteca.

No encontrarán a nadie mejor que yo. Conozco la disposición

de las salas, dónde está cada armario con sus estanterías. Tam-

bién conozco las publicaciones periódicas y, con mis conoci-

mientos del alfabeto romano, me las apaño para descifrar el mes,

el año, la cabecera y el precio de cualquier publicación perió-

dica en cualquier lengua, menos en chino… Tengo la cabeza

bien puesta y, aunque no sea la persona más inteligente del mun-

do, tampoco está llena de serrín… Vera Ivanovna me dijo que

podría ascender a jefa de sección en cosa de un año. Si quisie-

ra pasarme en una biblioteca el resto de mi vida, sería un mag-

6. Las habitaciones estaban dispuestas según el plano: Dormitorio

principal

Habitaciónde Yara

Cocina Vestíbuloy entrada

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nífico comienzo para mi carrera. Pero no quiero dedicarme a

eso de por vida…, el lunes les diré que no.

Lev, no estés preocupado por mi salud. Ya te dije que mi

estado de ánimo depende de cómo me encuentre, o que cómo

me encuentre depende de mi estado de ánimo. En cualquier

caso, por mi caligrafía podrás comprobar que estoy tranquila y

serena, lo que significa que no siento ninguna molestia ni estoy

enferma de nada. Mamá dice que tengo tuberculosis. Según ella,

he perdido peso. Pero ya sabes que, con esta alimentación, es

casi lo menos que podría esperarse, y no tengo ningún otro sín-

toma.

Estaba previsto que, en junio de 1941, Lev y sus compañeros de la FIAN realizasen una segunda expedición al monte Elbrús. En la mañana del domingo, día 22, el equipo acudió al Instituto para ultimar los preparativos del viaje. Lev estaba de un humor excelen-te. Acababa de aprobar los exámenes finales en la Universidad, y el Comité de la Facultad que se encargaba de la colocación de los li-cenciados le había anunciado que era uno de los cuatro estudiantes seleccionados para seguir con las investigaciones del proyecto sobre la radiación cósmica en el FIAN. Con un año de retraso, Sveta se había reincorporado a la Facultad de Físicas, y los dos eran felices. Lev y sus compañeros estaban acabando de embalar el material que debían llevarse, cuando irrumpió el jefe del equipo: «No vamos a ninguna parte –les dijo–. ¿Habéis oído la radio?». Aquel día, al me-diodía, se había emitido una alocución especial del ministro sovié-tico de Asuntos Exteriores, Viacheslav Mólotov. «Hoy, a las cuatro de la madrugada –había anunciado con voz emocionada–, fuerzas alemanas se han adentrado en nuestro país, han rebasado nuestras fronteras en numerosos lugares y bombardeado ciudades tan nues-tras como Yitomir, Kiev, Sebastopol, Kaunas y otras.»

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El ataque alemán fue tan arrollador e inesperado que pilló a las fuerzas soviéticas por sorpresa. Stalin había hecho oídos sordos a los informes de los servicios secretos sobre los preparativos de una invasión por parte de los alemanes y, desprevenidas, las defen-sas soviéticas sucumbieron, aplastadas por las diecinueve divisiones Panzer y las quince divisiones motorizadas de infantería que for-maban la punta de lanza de las fuerzas invasoras alemanas. La pri-mera mañana de la guerra, en tierra y a merced de los bombarde-ros alemanes en sus aeródromos, la aviación soviética perdió más de mil doscientos aparatos. En cuestión de horas, fuerzas especiales alemanas se habían adentrado lo suficiente en territorio soviético como para cortar líneas telefónicas y apoderarse de puentes, alla-nando así el camino para la gran ofensiva.

Aquella misma tarde, el Komsomol de la Universidad de Mos-cú convocó una reunión en el auditorio del recinto y, por unani-midad, se aprobó una resolución que instaba a todos los estudiantes a movilizarse en defensa del país. Todos querían alistarse. A finales de junio, más de un millar de estudiantes y profesores, alrededor de una cincuentena de la Facultad de Físicas, se habían incorporado como voluntarios a la Octava División de Artillería (la División de Voluntarios Krasnopresnenskaia). Lev era uno de ellos. «Por el momento, aquí reina la confusión –decía en una carta el 6 de ju-lio a la familia de Sveta desde el punto de concentración–, de modo que nada puedo deciros acerca de nuestros planes inmediatos. Sólo damos más o menos por sentado que aquí será donde vamos a quedarnos a vivir y a estudiar, hasta que la junta de reclutamiento nos llame a filas.»

El estallido de la guerra lo dejó conmocionado. Durante los primeros días, no era capaz siquiera de imaginar lo que aquello podía suponer para él. Su investigación, la vida que llevaba en Mos-cú, su relación con Sveta…, todo quedaba en suspenso. Sin acabar

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de creérselo, no hacía más que repetirse a sí mismo: «Estamos en guerra».

Aunque se había presentado voluntario para ir al frente, a Lev le preocupaba la idea de asumir un puesto de responsabilidad. El terror de Stalin había causado estragos entre los oficiales del Ejér-cito soviético, y se designaba a novatos como Lev para ponerlos al mando a la hora de luchar. Tras dos años de formación militar, Lev había ascendido al rango de subteniente sin experiencia en cam-paña, lo que significaba que podía estar al mando de un pelotón de treinta hombres, aun cuando no se fiara ni un pelo de sus ca-pacidades tácticas. Al final, le pusieron al mando de una modesta unidad de intendencia, formada por seis estudiantes y dos hombres de más edad, todos salidos de la Universidad. Al ver que se tra-taba de una unidad de estudiantes, de gente inexperta como él, pensó que, si cometía un error, se mostrarían más indulgentes, o al menos eso imaginaba, que un soldado de la clase obrera. Se sin-tió un poco más tranquilo.

La unidad de Lev estaba encargada del transporte de víveres. Desde las naves de almacenamiento en Moscú, abastecían a un ba-tallón de comunicaciones en el frente. A sus órdenes estaban dos conductores de camión, dos trabajadores, un cocinero, un contable y un mozo de almacén. A medida que se acercaban al frente, fue-ron testigos de escenas caóticas que desmentían la propaganda de la prensa soviética. En Moscú, se les había informado de que las fuerzas soviéticas obligaban ya a retroceder a los alemanes, pero Lev descubrió que, en realidad, las tropas rusas se estaban retiran-do en desbandada: vio bosques llenos de soldados y civiles, carre-teras bloqueadas por refugiados que huían hacia el este, camino de Moscú… El 13 de julio, Lev había llegado a unos bosques cerca de Smolensko, ciudad sitiada por los alemanes.

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Svetik, vivimos en los bosques y me dedico a tareas de inten-

dencia… Soy el encargado de alimentar a todos los que andan

por aquí, incluso a los oficiales de alta graduación. Y lo peor no

es que reclamen sus raciones, sino las voces con que te lo exi-

gen… Disfruto de algunas ventajas: una libertad relativa duran-

te los viajes a las naves de abastecimiento… Sveta, no tengo ni

idea de adónde podrías escribirme; aquí nadie sabe dónde es-

taremos al día siguiente. La única forma de tener noticias tuyas

es que me acerque a tu casa a verte aprovechando uno de nues-

tros desplazamientos. Pero no sé cuándo podrá ser.

En esos viajes entre Moscú y el frente, Lev llevaba cartas para los soldados y sus parientes. Durante sus estancias en la ciudad, apro-vechaba para ir a ver a Sveta y su familia. En una de tales ocasio-nes, en el mes de julio, no coincidió con ella, pero estuvo con sus padres, que le «dieron de comer y de beber», como le decía en una carta que dejó para ella; hubo una segunda visita, a primeros de septiembre, cuando Sveta ya se había reincorporado a la Univer-sidad. Para Lev, la relación que mantenía con aquella familia era casi tan importante como el tiempo que pasaba con ella: eso le hacía sentirse como uno más. En una de sus últimas escapadas, el padre de Sveta le dio un trozo de papel en el que había anotado las direcciones de cuatro amigos y parientes íntimos en diversas ciudades de la Unión Soviética: eran las personas a las que debía acudir en busca de ayuda para localizar a Sveta y a los suyos, por si los obligaban a evacuar Moscú mientras él estaba en el frente. Aunque nunca se lo había dicho, aquel papel le hizo ver con toda claridad que el padre de Sveta lo trataba como a un hijo.

Hubo una última escapada a Moscú. Lev sabía que era la úl-tima oportunidad que tendría en mucho tiempo de ver a Sveta, porque, en la nave de suministros, ya le habían dicho que no iban

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a enviar nada más a su batallón. Tras decirle a los conductores que volverían a verse en un par de horas allí en la nave, Lev se fue co-rriendo a casa de Sveta. Aunque era mediodía y estaba casi seguro de que ella no estaría allí, decidió ir de todas formas, con tal de despedirse de alguien de su familia. Quizá su madre o su hermana estuvieran en casa. Lev llamó a la puerta. Le abrió Anastasia, la ma-dre. Irrumpiendo en el vestíbulo, Lev le explicó que sólo iban a estar unas horas en Moscú antes de volver al frente. Quería darles las gracias y despedirse. No sabía si debía darle un beso; Anastasia nunca se había mostrado demasiado cercana ni afectuosa. Hizo una inclinación de cabeza y se dirigió a la puerta. Pero la mujer lo de-tuvo: «Aguarda –dijo–, deja que te dé un beso». Y lo abrazó. Él le besó la mano y se fue.