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  • LEVANTAD,CARPINTEROS,LAVIGA DELTEJADO

    YSEYMOUR:

    UNA INTRODUCCIÓN

  • J. D. SALINGER

    LEVANTAD,CARPINTEROS,

    LAVIGADELTEJADO

    ySEYMOUR:UNA

    INTRODUCCIÓN

  • Título original:Raise High the Roof Beam, Carpenters and Seymour: an introduction

    Traducción de Carmen Criadocedida por Alianza Editorial, S.A.

    Diseño de la cubierta: Pepe Far

    Primera edición en Edhasa literaria: diciembre de 2001Segunda edición: noviembre de 2013

    © 1945, 1946, 1951 by J.D. Salinger© renewed 1973, 1974, 1979 by J.D. Salinger

    © de la traducción: Carmen Criado© Edhasa, 1990, 2013

    Avda. Diagonal, 519-521 Avda. Córdoba 744, 2º piso C08029 Barcelona C1054AAT Capital FederalTel. 93 494 97 20 Tel. (11) 43 933 432España ArgentinaE-mail: [email protected] E-mail: [email protected]

    ISBN: 978-987-628-281-9

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares delCopyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o totalde esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografíay el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante

    alquiler o préstamo público.

    Impreso por Arcangel Maggio-división libros

    Impreso en Argentina

    Salinger, Jerome DavidLevantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una

    introducción. - 2a ed. - Buenos Aires: Edhasa, 2013.224 p. ; 14x22,5 cm.

    Traducido por: Carmen CriadoISBN 978-987-628-281-9

    1. Narrativa Estadounidense. 2. Cuentos. I. Carmen Criado,trad. II.TítuloCDD 813

  • Si aún queda en el mundo un aficionado a la lectura–o cualquiera que lea y siga–, le pido, con afecto y gratitudindecibles, que divida en cuatro la dedicatoria de este libro:

    entre mi mujer y mis hijos.

  • LEVANTAD,CARPINTEROS,LAVIGA DELTEJADO

    Hace unos veinte años, una noche en que nuestraenorme familia estaba sitiada por las paperas,mi her-mana menor, Franny, fue trasladada con cuna y todoa la habitación evidentemente libre de microbios queyo compartía con mi hermano mayor, Seymour.Yotenía quince años, Seymour diecisiete.A eso de lasdos de la mañana, la nueva compañera de cuarto medespertó con su llanto.Me quedé quieto, en posiciónneutral durante unos minutos, escuchando el berrin-che hasta que oí o sentí que Seymour se movía enla cama próxima a la mía. En aquellos tiempos tenía-mos una linterna sobre la mesita de noche entre losdos, para casos imprevistos que, por lo que recuer-do, nunca se presentaban. Seymour la encendió y salióde la cama.–Mamá dijo que el biberón está sobre el horni-

    llo –le expliqué.–Ya se lo di hace un rato –dijo Seymour–.No tie-

    ne hambre.Avanzó en la oscuridad hasta los anaqueles y pro-

    yectó la luz balanceándola hacia atrás y hacia delan-te de los estantes.Me senté en la cama.

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  • –¿Qué vas a hacer? –pregunté.–Creo que voy a leerle algo –contestó Seymour,

    y tomó un libro.–Pero, por favor, si tiene diez meses –dije.–Ya lo sé –respondió Seymour–.Tienen orejas.

    Oyen.La historia que Seymour le leyó a Franny aque-

    lla noche, a la luz de la linterna, era una de sus favo-ritas, un cuento taoísta. Franny jura hasta hoy que seacuerda de Seymour leyéndoselo:

    El duque Mu de Chin dijo a Po Lo: «Ya estás car-gado de años. ¿Hay algún miembro de tu familiaa quien pueda encomendarle que me busque ca-ballos en tu lugar?». Po Lo respondió: «Un buencaballo puede ser elegido por su estructura gene-ral y su apariencia. Pero el mejor caballo, el queno levanta polvo ni deja huellas, es algo evanes-cente y fugaz, esquivo como el aire sutil. El talen-to de mis hijos es de nivel inferior; cuando vencaballos pueden señalar a uno bueno pero no almejor.No obstante tengo un amigo, un tal Chiu-fang Kao, vendedor de vegetales y combustible,que en cosas de caballos no es en modo algunoinferior a mí.Te ruego que vayas a verlo».El duque Mu así lo hizo y después lo envió en

    busca de un corcel.Tres meses más tarde volviócon la noticia de que había encontrado uno. «Aho-ra está en Sach’iu», añadió. «¿Qué clase de caballoes?», preguntó el duque. «Oh, es una yegua baya»,

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  • fue la respuesta. ¡Pero alguien fue a buscarlo, y elanimal resultó ser un semental negro! Muy dis-gustado, el duque mandó a buscar a Po Lo. «Eseamigo tuyo –dijo– a quien le encargué que mebuscara un caballo se ha hecho un buen lío. ¡Nisiquiera sabe distinguir el color o el sexo de unanimal! ¿Qué diablos puede saber de caballos?» PoLo lanzó un profundo suspiro de satisfacción. «¿Hallegado realmente tan lejos? –exclamó–.Ah, enton-ces vale diez mil veces más que yo.No hay com-paración entre nosotros. Lo que Kao tiene encuenta es el mecanismo espiritual. Se asegura delo esencial y olvida los detalles triviales; atento alas cualidades interiores, pierde de vista las exte-riores.Ve lo que quiere ver y no lo que no quie-re ver. Mira las cosas que debe mirar y descuidalas que no es necesario mirar. Kao es un juez tanperspicaz en materia de caballos, que puede juz-gar de algo más que de caballos.»Cuando el caballo llegó, resultó ser un animal

    superior.

    He reproducido el cuento, no sólo porque invaria-blemente me aparto de mi camino para recomen-dar una buena prosa pacificadora a los padres o her-manos mayores de los niños de diez meses, sino poruna razón totalmente distinta. Lo que sigue a conti-nuación es el relato de un día de boda de 1942. Es,a mi juicio, un relato completo, con un principio yun fin, y personajes, todos propios. Pero como conoz-

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  • co los hechos, creo que debo mencionar que el novioahora, en 1955,hace ya mucho que ha muerto. Se sui-cidó en 1948,mientras pasaba las vacaciones en Flo-rida con su mujer… Pero lo que en realidad quierodecir es esto: desde que el novio se retiró definitiva-mente de la escena, no he conocido a nadie a quienpueda encomendarle que salga a buscar un caballo ensu lugar.

    A fines de mayo de 1942, la prole –siete en total–de Les y Bessie (Gallagher) Glass, comediantes reti-rados del Circuito Pantages, andaban desparramados,por decirlo de un modo extravagante, por todo Esta-dos Unidos. Para empezar, yo, el segundo, estaba enel hospital de Fort Benning, Georgia, con pleuresía,un pequeño recuerdo de trece semanas de adiestra-miento básico en infantería. Los mellizos,Walt yWal-ker, hacía ya un año que estaban separados.Walkerestaba en un campo de objetores de conciencia, enMaryland, y Walt en alguna parte del Pacífico, oen camino, con una unidad de artillería de campa-ña. (Nunca supimos con seguridad dónde estabaWalten aquel momento concreto.Nunca había sido muyaficionado a escribir cartas, y fueron muy pocos losdatos personales –casi ninguno– que nos llegaron des-pués de su muerte. Murió en un accidente militar,indeciblemente absurdo, a fines del otoño de 1945,en Japón.) Mi hermana mayor,Boo Boo, que se sitúacronológicamente entre los mellizos y yo, era alfé-

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  • rez del ServicioVoluntario Femenino de Emergen-cia, acuartelado intermitentemente en la base navalde Brooklyn.Toda aquella primavera y aquel verano,ocupó el pequeño apartamento de NuevaYork quemi hermano Seymour y yo casi habíamos abandona-do del todo después de incorporarnos al ejército. Losdos menores de la familia, Zooey (varón) y Franny(mujer), estaban con nuestros progenitores en LosÁngeles, donde mi padre buscaba talentos para unestudio de cine.Zooey tenía trece años y Franny,ocho.Los dos aparecían todas las semanas en un programaradiofónico de preguntas y respuestas, llamado contípica ironía punzante Los niños sabios. En uno u otromomento, bien puedo decirlo aquí (o más bien, enuno u otro año), todos los niños de nuestra familiahan sido huéspedes semanales de Los niños sabios.Sey-mour y yo fuimos los primeros en aparecer, allá por1927, a las edades respectivas de diez y ocho años, enépocas en que el programa se emitía desde una de lassalas de fiestas del viejo hotel Murray Hill. Los siete,desde Seymour hasta Franny, aparecíamos con seu-dónimo. Lo cual puede parecer sumamente extra-ño, considerando que éramos hijos de comediantes,secta que no suele ser reacia a la publicidad, pero mimadre había leído una vez en una revista un artícu-lo sobre los pequeños tormentos que los niños pro-fesionales están obligados a aguantar (su alejamientode una sociedad normal, presuntamente deseable), yadoptó una posición férrea al respecto, de la que nun-ca, nunca se apartó. (Éste no es el momento de dis-

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  • cutir si casi todos o todos los niños «profesionales»deben ser proscritos, compadecidos o ejecutadosimplacablemente por perturbar la paz. Por el momen-to, sólo diré que lo que nos pagaron a todos en el pro-grama Los niños sabios sirvió para mandar a seis denosotros a la universidad, y ahora, al séptimo.)Nuestro hermano mayor, Seymour (a quien me

    referiré aquí casi exclusivamente), era cabo en lo que,en 1942, todavía se llamaba CuerpoAéreo.Estaba des-tinado en una base B-17 en California donde hacía,creo, trabajos de oficina. Podría añadir, no del todoentre paréntesis, que era con mucho el menos prolí-fico de la familia en materia de cartas.No creo haberrecibido cinco cartas suyas en toda mi vida.La mañana del 22 o 23 de mayo (nadie en mi fami-

    lia ha fechado jamás una carta) me dejaron una car-ta de mi hermana Boo Boo a los pies de la cama enel hospital de Fort Benning,mientras me vendaban ala altura del diafragma con venda plástica (una tera-péutica aplicada habitualmente a los enfermos de pleu-resía, posiblemente para impedirles que tosan hastahacerse pedazos).Terminada la prueba, leí la cartade Boo Boo.Todavía la tengo y la reproduzco tex-tualmente:

    Buddy querido,estoy haciendo el equipaje a toda velocidad, demodo que ésta será corta pero penetrante.ElAlmi-rante Pellizcaculos ha decidido que tiene que volara lugares desconocidos para colaborar en los esfuer-

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  • zos bélicos y ha decidido también llevarse a susecretaria si se porta bien. Simplemente,me revien-ta.Dejando de lado a Seymour, esto significa barra-cones en bases aéreas glaciales y chistes infantilesde nuestros combatientes y esas horribles cosas depapel para vomitar en el avión.El caso es que Sey-mour se casa, sí, se casa, de modo que atención,por favor. No podré ir. Estaré lejos de seis sema-nas a dos meses. He conocido a la chica. En miopinión es nula pero despampanante. En reali-dad no sé si es nula.Quiero decir que apenas pro-nunció dos palabras la noche que la conocí. Sesentó, sonrió y fumó, de modo que no es justodecirlo.No sé nada del romance mismo, salvo queal parecer se conocieron el último invierno, cuan-do Seymour estaba destinado en Monmouth. Lamadre es el colmo: perita en todas las artes, y setrata con un buen junguiano dos veces por sema-na (me preguntó dos veces, la noche que la cono-cí, si me había analizado alguna vez).Me dijo quele gustaría que Seymour fuera más sociable. Conel mismo impulso dijo que simplemente le encan-taba, aunque etcétera, y que lo había escuchadoreligiosamente durante todos los años que actuópor radio. Esto es todo lo que sé, aparte de quetienes que ir a la boda. Nunca te lo perdonaré sino vas. Lo digo en serio.Mamá y papá no puedenvenir desde la costa. Franny tiene la rubéola, porlo pronto.Dicho sea de paso, ¿la escuchaste la sema-na pasada? Se explayó largo y tendido acerca de

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  • cómo volaba por todo el apartamento, cuando teníacuatro años y no había nadie en casa.El nuevo locu-tor es peor que Grant, si es posible, incluso peorque el Sullivan de los viejos tiempos. Le dijo queseguramente soñaba que volaba. La nena se man-tuvo en sus trece, como un ángel. Dijo que sabíaque volaba porque al bajar tenía siempre polvo enlos dedos por haber tocado las bombillas.Me mue-ro por verla.A ti también. De todos modos, tie-nes que ir a la boda.Aunque sea sin permiso, si nohay remedio, pero ve.Es a las tres, el 4 de junio.Loque se dice no sectaria y Emancipada, en el domi-cilio de su abuela, en la calle Sesenta y tres.Los casaun juez.No sé el número exacto, pero queda jus-to a dos puertas de donde vivían lujosamente CarlyAmy.Voy a telegrafiar aWalt, pero creo que ya seha embarcado.Por favor, ve,Buddy.Está flaco comoun gato y tiene esa mirada de éxtasis que te cortael habla.Quizá todo salga perfectamente bien,perodetesto 1942.Creo que odiaré 1942 hasta mi muer-te, por cuestión de principio.Muchos cariños, teveré a mi vuelta.

    Boo Boo

    Un par de días después de recibir la carta, me die-ron de alta en el hospital, bajo la custodia, por así decir-lo, de dos metros y medio de venda adhesiva alrede-dor de las costillas. Entonces empezó una campañaextenuante que duró una semana para conseguir per-

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  • miso e ir a la boda. Por fin lo obtuve congraciándo-me laboriosamente con el comandante de mi com-pañía, un hombre aficionado a la lectura, según pro-pia confesión, cuyo autor favorito quiso la suerte quefuese el mío:L.ManningVines.O bien Hinds.A pesarde este lazo espiritual, lo más que pude sacarle fue unpermiso por tres días que, en el mejor de los casos,me daría justo el tiempo para ir en tren a NuevaYork,asistir al casamiento, engullir la cena en alguna partey volver desalentado a Georgia.Recuerdo que en 1942 todos los vagones de ferro-

    carril tenían una ventilación sólo teórica, abundabanen policía militar y olían a jugo de naranja, leche ywhisky de centeno. Me pasé la noche tosiendoy leyendo un tebeo que alguien tuvo la bondad deprestarme.Cuando el tren entró en NuevaYork, a lasdos y diez de la tarde de la boda, yo estaba deshe-cho por la tos, bastante exhausto, sudoroso, arrugado,con una picazón infernal provocada por la venda adhe-siva. La misma NuevaYork estaba indescriptiblementecalurosa.No tenía tiempo para ir primero a mi apar-tamento, de modo que dejé el equipaje, que consis-tía en una maletita de tela con cremallera de aspec-to más bien deprimente, en una de esas consignasindividuales que hay en Penn Station. Para que lascosas fueran todavía más irritantes, mientras vagabapor el barrio de las tiendas tratando de encontrarun taxi vacío, un segundo teniente del Cuerpo deSeñales, a quien al parecer no saludé al cruzar la Sép-timaAvenida, sacó de pronto una estilográfica y ano-

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  • tó mi nombre, mi número de matrícula y mi direc-ción, mientras algunos civiles miraban con interés.Cuando por fin me metí en un taxi, estaba desin-

    flado. Le di al conductor instrucciones que me lleva-rían al menos a la vieja casa de Carl y Amy. Pero encuanto llegué a la manzana fue muy sencillo. Bastabaseguir a la multitud. Había incluso un baldaquinode lona. Un momento después entré en una vieja yenorme casa de piedra donde me recibió una mujermuy elegante, de pelo color lavanda, que me preguntósi era amigo de la novia o del novio. Dije que delnovio.–Ah –dijo–, estamos poniéndolos a todos juntos.Lanzó una carcajada un poco exagerada y me seña-

    ló la última silla plegable que aparecía vacía en unaenorme habitación atestada.Con respecto a todos losdetalles materiales de la habitación tengo en la men-te un blanco de trece años. Fuera del hecho de queestaba repleta de gente y que hacía un calor sofocan-te, sólo recuerdo dos cosas: que había un órganosonando casi directamente detrás de mí y que la mujersentada justo a mi derecha se volvió hacia mí y mesusurró con entusiasmo, como si estuviera en un esce-nario:–¡Soy Helen Silsburn!Por la ubicación de nuestros asientos deduje que

    no era la madre de la novia, pero por si acaso son-reí, asentí con espíritu gregario y estuve a punto dedecir quién era yo, pero ella se llevó un dedo deco-roso a los labios y los dos miramos hacia delante.Eran,

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  • en ese momento,más o menos las tres.Cerré los ojosy esperé, un poco a la defensiva, que el organista deja-ra la música de relleno y se zambullera en Lohengrin.No tengo una idea muy clara de cómo pasó la

    siguiente hora y cuarto, fuera del hecho esencial deque no hubo zambullida en Lohengrin. Recuerdouna banda un poco rala de caras desconocidas que sevolvían subrepticiamente de vez en cuando para verquién tosía.Y recuerdo que la mujer sentada a miderecha se dirigió de nuevo a mí, con el mismo susu-rro más bien festivo:–Debe de haber algún retraso –dijo–. ¿Conoce

    al juez Ranker?Tiene cara de santo.Y recuerdo que la música de órgano pasó pecu-

    liarmente, casi con desesperación, en cierto momen-to, de Bach a composiciones de Rodger y Hart. Enconjunto, creo que me pasé el tiempo lanzándomebreves advertencias médicas a mí mismo para obli-garme a contener los ataques de tos.Todo el tiempoque pasé en la habitación tuve la idea constante, cobar-de, de que iba a sufrir una hemorragia, o por lo menosuna fractura de costilla, a pesar del corsé de vendaadhesiva.

    A las cuatro y veinte (o, para decirlo de una maneramás directa, una hora y veinte minutos después dehaber dejado atrás toda esperanza razonable) la noviasin casar, la cabeza gacha, con un progenitor a cadalado, fue ayudada a salir del edificio y conducida, frá-

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  • gilmente, por un largo tramo de escalones de piedrahasta la acera. Luego fue depositada, pasando casi demano en mano, en el primero de los negros y esbeltoscoches alquilados que esperaban, en doble fila, junto albordillo. Fue un momento sumamente gráfico (unmomento periodístico) y, como todo momento perio-dístico, tuvo su complemento de testigos oculares, por-que los invitados a la boda (yo entre ellos) habían empe-zado a brotar del edificio, aunque con decoro, enbandadas alertas, por no decir de ojos desorbitados. Sialgún factor hubo que aliviara siquiera un poco el espec-táculo, fue el tiempo mismo.El sol de junio,con la con-tribución de una lámpara de muchas bujías, era tancaliente y deslumbrante que la imagen de la novia,cuando bajó casi como una inválida por los peldañosde piedra, tendió a desdibujarse cuando más impor-taba que fuera borrosa.Una vez que el coche de la novia hubo salido por

    lo menos materialmente de la escena, la tensión enla acera, sobre todo alrededor de la entrada del bal-daquino de lona, en el bordillo de la acera donde yome había quedado, se deshizo en lo que, de habersido el edificio de una iglesia y de ser domingo, sehubiera tomado por la confusión normal que se pro-duce al dispersarse los fieles. Entonces, de forma muyrepentina, llegó el importante mensaje, transmitidoal parecer por el tío de la novia,Al, de que los invi-tados a la boda habían de utilizar los coches esta-cionados junto al bordillo, hubiera o no recepción,cambiaran o no los planes. Si la reacción a mi lado

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  • podía tomarse como criterio, el ofrecimiento fue engeneral recibido como una especie de beau geste.Pero no dejaré de decir que los coches fueron uti-lizados sólo después de que un pelotón formidable(designado como los «parientes directos» de la novia)hubo ocupado los vehículos que necesitaban paraabandonar la escena.Y después de un retraso un tan-to misterioso, como si hubiera un embotellamien-to (durante el cual me quedé curiosamente clavadoen el lugar), los «parientes directos» iniciaron su éxo-do, a razón de seis o siete por coche como máximo,y de tres o cuatro como mínimo. Sospecho que elnúmero dependía de la edad, el porte y el grosor delos muslos de los primeros ocupantes.De pronto, por sugerencia decididamente cris-

    pada de alguien, me encontré plantado en el bordi-llo de la acera, justo a la salida del baldaquino de lona,ayudando a la gente a meterse en los coches.Vale la pena pensar un poco por qué fui elegido

    para cumplir esa función. Por lo que sé, el hombre demediana edad, no identificado, que me escogió parael trabajo, no tenía la menor idea de que yo era el her-mano del novio. Por lo tanto, sería lógico que me eli-giese por otras razones,mucho menos poéticas. Está-bamos en 1942.Yo tenía veintitrés años y acababade incorporarme al ejército.Me asalta la idea de quefue solamente mi edad,mi uniforme y el aura incon-fundiblemente servicial de mi uniforme verde olivalo que no dejaba duda sobre mi capacidad para hacerde portero.

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  • No sólo tenía veintitrés años, sino que eran evi-dentemente veintitrés años de retrasado. Recuerdoque cargaba los coches de gentes sin la menor com-petencia. En cambio, aparentaba cierta fingida since-ridad, cierta fidelidad al cumplimiento del deber. Enrealidad, al cabo de unos minutos, vi demasiado bienque estaba satisfaciendo las necesidades de una gene-ración predominantemente mayor, más baja, másentrada en carnes, y mi actitud al tomarla del brazoy cerrar la portezuela adquirió una potencia más fal-sa todavía. Empecé a comportarme como un jovengigante excepcionalmente diestro, absolutamenteseductor y con tos.Pero lo menos que puede decirse es que el calor

    de la tarde era opresivo y que las compensaciones demi oficio deben de haberme parecido cada vez másinsignificantes. De pronto, aunque la multitud de«parientes directos» apenas empezaba a menguar, memetí en uno de los coches recién cargados en elmomento mismo en que se apartaba del bordillo dela acera.Al hacerlo, di con la cabeza contra el techode una manera muy audible (quizá justiciera).Uno delos ocupantes del coche era nada menos que mi susu-rrante conocida,Helen Silsburn, que empezó a ofre-cerme su moderada simpatía. Evidentemente el gol-pe había resonado en todo el coche.Pero a los veintitrésaños yo era esa clase de muchacho que responde atodo daño en público de su persona, salvo en casode fractura de cráneo, lanzando una carcajada que sue-na a hueca, de subnormal.

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  • El coche se dirigió hacia el oeste, como si fueradirectamente a meterse en el horno del cielo del finalde la tarde. Siguió hacia el oeste dos manzanas hastallegar a Madison Avenue, y luego dobló bruscamen-te en ángulo recto hacia el norte. Sentí como si nossalváramos todos de quedar encerrados en el terriblehorno del sol por la gran presteza y habilidad del con-ductor anónimo.Durante las cuatro o cinco primeras manzanas por

    Madison, la conversación en el coche se limitó sobretodo a observaciones como «¿Le dejo bastante espa-cio?» y «Nunca en mi vida he tenido tanto calor». Laque no había tenido nunca tanto calor en toda su vidaera, como supe por haber fisgoneado un tanto en elbordillo de la acera, la dama de honor de la novia. Erauna muchacha sólida de unos veinticuatro o veinti-cinco años, con un vestido de satén rosa y una ban-da de nomeolvides artificiales en el pelo. Su ethos eranetamente atlético, como si hiciera uno o dos añosque se hubiese graduado como profesora de edu-cación física. Sujetaba en el regazo un ramo de gar-denias como si fuese una pelota de voleibol desinfla-da. Estaba sentada en el asiento trasero, los muslosapretados entre su marido y un viejo minúsculo consombrero de copa y chaqué, que sostenía un cigarrohabano sin encender. La señora Silsburn y yo, tocán-donos sin impudicia las rodillas, ocupábamos los estra-pontines. Dos veces, sin excusa alguna, en busca demera aprobación,me volví para mirar al viejo.Cuan-do yo mantenía la puerta abierta para que él entrara

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  • en el coche, tuve el fugaz impulso de levantarlo mate-rialmente y de meterlo con delicadeza por la venta-nilla abierta. Era la pequeñez misma, seguramente nomedía más de metro cuarenta o metro cincuenta,sin ser ni un pigmeo ni un enano. En el coche mira-ba fijo, con gran severidad, hacia delante. La segun-da vez que me volví a mirarlo, observé que había algomuy parecido a una vieja mancha de grasa en la sola-pa de su chaqué.También noté que el sombrero decopa quedaba a unos diez o doce centímetros deltecho… Pero en general, durante esos primeros minu-tos en el coche,me preocupé sobre todo de mi pro-pio estado de salud.Además de tener pleuresía y lacabeza magullada, tenía la hipocondríaca sensaciónde que estaba pescando una infección en la gargan-ta. Disimuladamente, doblaba la lengua hacia atrás yexploraba la parte presuntamente afectada. Recuer-do que miraba fijo hacia delante, directamente haciael pescuezo del conductor que era un mapa en relie-ve de cicatrices de granos, cuando de pronto mi com-pañera del estrapontín me dijo:–No he tenido oportunidad de preguntárselo

    mientras estábamos dentro. ¿Cómo está su encanta-dora madre? ¿No es usted Dickie Briganza?En el momento de la pregunta, yo tenía la lengua

    curvada hacia atrás, explorando el velo del paladar. Ladesenrosqué, tragué y me volví hacia ella.Tendría unoscincuenta años, iba vestida elegantemente y con gus-to. Llevaba una gruesa capa de maquillaje. Le contes-té que no, que no lo era.

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  • Me miró con los ojos un poco entrecerrados ydijo que yo era exactamente igual al hijo de CeliaBriganza.Algo en la boca.Traté de indicar con ungesto que era un error que cualquiera podía come-ter. Seguí mirando la nuca del conductor. El cocheera silencioso. Eché un vistazo por la ventanilla paracambiar de escena.–¿Está contento en el ejército? –preguntó la seño-

    ra Silsburn, bruscamente, como conversando.En ese preciso momento tuve un breve acceso de

    tos. Cuando terminó me volví hacia ella con toda lavivacidad de que fui capaz y dije que había hecho unmontón de amigotes. Me resultaba un poco difícilgirar en su dirección, debido al revestimiento de ven-da adhesiva del diafragma.Ella asintió.–Creo que todos ustedes son simplemente mara-

    villosos –dijo, con cierta ambigüedad–. ¿Es amigo dela novia o del novio? –preguntó entonces yendo deli-cadamente al grano.–En realidad, no soy precisamente un amigo de…–Mejor que no diga que es amigo del novio –dijo

    la dama de honor interrumpiéndome desde el fondodel coche–.Me gustaría ponerle la mano encima sólounos dos minutos. Sólo dos minutos, nada más.La señora Silsburn se volvió rápida pero totalmente

    para sonreír a la que había hablado.Después miró denuevo hacia delante. En realidad giramos los dos casial unísono. Considerando que la señora Silsburn sehabía vuelto sólo un instante, la sonrisa que había

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  • dedicado a la dama de honor era una especie de obramaestra del estrapontín. Fue lo bastante expresivacomo para denotar una limitada camaradería con todoslos jóvenes del mundo entero, pero sobre todo consu fogosa, franca representante local a quien quizáshabía sido presentada, en el mejor de los casos, de unamanera poco más que superficial.–Muchacha sedienta de sangre –dijo una regoci-

    jada voz masculina.Y la señora Silsburn y yo nos vol-vimos de nuevo. El que había hablado era el maridode la dama de honor. Estaba sentado justo detrás demí, a la izquierda de su mujer. Él y yo cambiamosrápidamente esa mirada vacía, sin camaradería, que enel libertino año 1942 probablemente sólo podían cam-biar un oficial y un soldado.Primer teniente del Cuer-po de Señales, usaba una gorra de piloto de las Fuer-zas Aéreas muy interesante, una gorra con viseradespojada del armazón de alambre que suele conferira quien la usa cierto aire intrépido, presumiblementebuscado. Pero en su caso, la gorra no lograba cum-plir su cometido. No tenía otro propósito que el dehacer que mi gorra desmesurada, reglamentaria, pare-ciese un bonete de payaso que alguien había recogi-do nerviosamente del incinerador. Su cara era amari-llenta y profundamente desalentada. Sudaba conprofusión casi increíble, en la frente, el labio superiore incluso la punta de la nariz, al extremo de que hubie-ra sido indicado administrarle un comprimido de sal.–Estoy casado con la muchacha más sedienta de

    sangre de seis provincias –dijo, dirigiéndose a la seño-

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  • ra Silsburn, con otra risita suave, pública. En auto-mática deferencia a su jerarquía, lancé a mi vez unarisita casi al mismo tiempo que él, una risita breve,inane, de extraño y de recluta, indicando que estabaa favor de él y de todos los demás, en contra de nadie.–Lo digo en serio –dijo la dama de honor–. Dos

    minutos nada más.Ah, si pudiera ponerle mis dosmanitas…–Está bien, vamos, calma, calma –dijo su marido,

    con recursos inagotables de buen humor conyugal–.Calma.Vivirás más tiempo.La señora Silsburn se volvió de nuevo hacia el fon-

    do del coche y dedicó a la dama de honor una son-risa celestial.–¿Alguien ha visto a algún pariente de él en la

    boda? –preguntó suavemente, poniendo apenas unpoco de énfasis, nada que no fuera perfectamenteamable, al pronunciar el pronombre personal.La dama de honor contestó con un volumen vene-

    noso:–No.Están todos en la costa oeste o en algún lugar

    por el estilo. Ojalá hubieran estado.La risita ahogada del marido sonó de nuevo.–¿Qué hubieras hecho entonces, corazón? –pre-

    guntó, y guiñó un ojo indiscriminadamente hacia mí.–Bueno, no sé, pero algo hubiera hecho –dijo la

    dama de honor. El volumen de la risita a su izquier-da aumentó–. ¡Lo hubiera hecho! –insistió–. Leshubiera dicho algo. Palabra.Qué caray. –Hablaba conaplomo creciente como si percibiera que, estimula-

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  • dos por su marido, los demás que estábamos al alcan-ce de su voz encontrábamos algo seductoramentedirecto, intrépido, en su sentido de la justicia, por juve-nil o poco práctico que fuese–.No sé qué les hubie-ra dicho. Probablemente hubiera soltado algo idio-ta. Pero, qué caray. ¡De veras! Simplemente, no puedosoportar que alguien se salga con la suya después dehaber cometido un crimen.Me hierve la sangre.–Inte-rrumpió su ardor el tiempo suficiente para recibir elapoyo de una mirada de simulada empatía por partede la señora Silsburn. La señora Silsburn y yo noshabíamos vuelto ahora del todo, supersociables, ennuestros estrapontines–.Lo digo de veras –dijo la damade honor–.No se puede andar a empujones en la vidahiriendo los sentimientos de la gente cuando a unole da la gana.–Confieso que sé muy poco del joven –dijo la

    señora Silsburn suavemente–. En realidad, no loconozco. Sólo me enteré de que Muriel estaba com-prometida…–Nadie lo conoce –dijo la dama de honor, bastante

    explosiva–.Ni siquiera yo.Hicimos dos ensayos, y lasdos veces el pobre padre de Muriel tuvo que ocu-par su lugar, porque su disparatado avión no pudodespegar. Se suponía que daría un salto hasta aquí elúltimo martes por la noche en algún disparatado aviónmilitar, pero estaba nevando o algún disparate por elestilo en Colorado o Arizona o cualquiera de esosdisparatados lugares, y no llegó hasta la una de lamadrugada, anoche. Entonces, a esa hora disparatada lla-

    28

  • ma a Muriel por teléfono desde Long Island o algopor el estilo y le pide que se encuentre con él en elvestíbulo de algún horrible hotel para hablar –la damade honor se estremeció con elocuencia–.Y ya cono-cen a Muriel. Como es un encanto, deja que todoquisque se aproveche.Eso es lo que me fastidia. Siem-pre es esa clase de gente la que sufre al final… En fin,que se viste y se mete en un taxi y se va a sentarse aun vestíbulo horrible para hablar hasta las cinco menoscuarto de la madrugada –la dama de honor soltó elramo de gardenias para levantar dos puños cerradossobre su regazo–. ¡Aaah, me pone frenética! –dijo.–¿Qué hotel? –le pregunté a la dama de honor–.

    ¿Sabe cuál? –Traté de que mi voz sonara natural, comosi mi padre estuviera metido en negocios hoteleros yyo me tomara cierto comprensible interés filial porlos lugares donde la gente para en NuevaYork. Enrealidad mi pregunta no significaba casi nada. Sim-plemente, pensaba más o menos en voz alta.Me habíainteresado el hecho de que mi hermano le hubiesepedido a su novia que se encontraran en el vestíbu-lo de un hotel, y no en su apartamento vacío y dis-ponible. La moralidad de la invitación no era sor-prendente en el personaje, pero me interesaba, aunquemoderadamente.–No sé qué hotel –dijo irritada la dama de honor–.

    Simplemente un hotel –me miró fijo–. ¿Por qué? –mepreguntó–. ¿Usted es amigo de él?Había algo intimidante en su mirada. Parecía venir

    de una mujer del vulgo, separada sólo por el tiempo

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  • y la suerte de sus agujas de tejer y de una espléndidavista de la guillotina. Las turbas de cualquier tipo mehan aterrado siempre.–Nos conocimos de chicos –contesté, de un modo

    casi ininteligible.–¡Qué suerte tuvo!–Vamos, vamos –dijo el marido.–Lo siento –le respondió la dama de honor, aun-

    que dirigiéndose a todos nosotros–. Pero tú no estu-viste en la habitación viendo llorar a esa pobre chi-ca hasta quedar sin lágrimas durante una buena hora.No es divertido, y una no se olvida. He oído hablarde novios que se mueren de miedo y todo eso. Perono se hace eso en el último momento. ¡Quiero decirque no se hace eso para mortificar a una cantidad degente encantadora y hacerle perder casi la razón a unacriatura! Si cambió de idea, ¿por qué no le escribió ypor lo menos rompió como un caballero, por el amorde Dios, antes de hacer todo ese daño?–Está bien, calma, ten calma –dijo su marido. La

    risita seguía allí, pero sonaba un poco forzada.–¡Lo digo en serio! ¿No podía escribirle y decír-

    selo, como un hombre, e impedir toda esta tragedia?–me miró bruscamente–. ¿Tiene alguna idea de dón-de está, por casualidad? –me preguntó, con una vozmetálica–. Si fueron amigos de la infancia, usted ha detener…–Acabo de llegar a NuevaYork hace unas dos horas

    –dije, nervioso.No sólo la dama de honor sino tam-bién su marido y la señora Silsburn me miraban fijo–.

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  • Hasta ahora no he tenido siquiera la posibilidad deacercarme a un teléfono. –Recuerdo que en esemomento tuve un acceso de tos. Era auténtico, perodebo decir que no hice mucho por contenerlo o abre-viarlo.–¿Se cuida esa tos, soldado? –me preguntó el te-

    niente cuando se me pasó.En ese momento tuve otro acceso de tos, perfec-

    tamente verdadero, aunque parezca raro.Todavía esta-ba a medias o a cuartos vuelto en mi estrapontín, conel cuerpo lo bastante desviado hacia el frente del cochecomo para toser con arreglo a las debidas normashigiénicas.

    Aunque parezca muy desordenado, creo que deberíainsertar aquí un párrafo para responder a un par depreguntas embarazosas. En primer lugar, ¿por quéseguía sentado en el coche? Dejando de lado todaconsideración incidental, se supone que el coche debíallevar a sus ocupantes a la casa de apartamentos de lospadres de la novia.Ninguna información que hubie-ra obtenido, de primera o segunda mano, de la pos-trada novia sin casar o de sus perturbados (y muy pro-bablemente coléricos) padres podía compensar loembarazoso de mi aparición en el apartamento. ¿Porqué, entonces, seguía sentado en el coche? ¿Por quéno salía, por ejemplo,mientras estábamos parados anteun semáforo?Y lo que es aún más evidente, ante todo,¿por qué me había metido en el coche…? Hay, para

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  • mí al menos, una docena de respuestas a estas pre-guntas y todas ellas, aunque confusas, suficientemen-te válidas. Pero creo que puedo omitirlas y limitarmea reiterar que era 1942, que yo tenía veintitrés años,acababa de alistarme, acababa de darme cuenta de laeficacia de mantenerse junto al rebaño y, sobre todo,me sentía solo. Uno se mete sencillamente en loscoches repletos y se queda allí sentado, así lo veo yo.

    Volviendo a la historia, recuerdo que mientras los tres(la dama de honor, su marido y la señora Silsburn)con los ojos clavados en mí me miraban toser, yo echéun vistazo al viejo minúsculo que estaba en el fondo.Seguía mirando fijo hacia delante.Observé, casi congratitud, que los pies prácticamente no le llegabanal suelo. Parecían viejos y valiosos amigos míos.–Pero ¿qué se supone que hace ese hombre? –me

    dijo la dama de honor cuando me libré del accesode tos.–¿Se refiere a Seymour? –pregunté. Parecía cla-

    ro, al principio, a juzgar por su tono, que maquinabaalgo singularmente ignominioso. Entonces, de pron-to me asaltó la idea (y era pura intuición) de que podíaestar secretamente al tanto de una variada cantidadde datos biográficos sobre Seymour, es decir, de esosdatos bajos, lamentablemente dramáticos y (en miopinión) esencialmente equivocados acerca de él.Quehabía sido Billy Black, una «celebridad» nacional dela radio durante unos seis años de su infancia.O que,

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  • para dar otro ejemplo, había ingresado en la Uni-versidad de Columbia cuando apenas tenía quinceaños.–Sí, Seymour –dijo la dama de honor–. ¿Qué hacía

    antes de incorporarse al ejército?Una vez más intuí en un relámpago refulgente que

    sabía mucho más sobre él de lo que, por alguna razón,quería decir. Por una parte, parecía perfectamenteenterada de que Seymour había estado enseñandoinglés antes de alistarse, que había sido profesor. Unprofesor.En realidad, por un instante,mientras la mira-ba, tuve la incomodísima sensación de que quizásupiera incluso que yo era el hermano de Seymour.No era una idea como para meditar sobre ella. La miréesquivando su mirada y dije:–Era pedicuro. –Entonces, bruscamente, me di la

    vuelta y me puse a mirar por la ventanilla. El cochehabía estado inmóvil durante unos minutos y justoacababa yo de percibir el redoble de tambores mar-ciales en la distancia, desde la dirección general deLexington o laTercera Avenida.

    –¡Es un desfile! –dijo la señora Silsburn.También ellase había vuelto.Estábamos al final de la Ochenta. Un policía en

    medio de Madison Avenue detenía todo el tránsitoque iba hacia el norte y el sur. Simplemente lo dete-nía, es decir, no lo desviaba ni hacia el este ni hacia eloeste.Había tres o cuatro coches y un autobús espe-

    33

  • rando para seguir hacia el sur, pero nuestro cocheresultó ser el único vehículo que iba para arriba. Enla esquina inmediata y en lo que yo podía ver del ladode la calle que subía hacia la Quinta Avenida, habíados o tres filas de personas a lo largo de la acera, espe-rando, al parecer, un desfile de tropas, o enfermeras,o boy scouts, o lo que fuese, para abandonar el pun-to en que se habían reunido, Lexington o la TerceraAvenida, y seguir la marcha.–Oh,Dios. Pero ¿no lo sabía usted? –dijo la dama

    de honor.Me volví y estuve a punto de darme un cabezazo

    con ella. Se había inclinado hacia delante,metiéndo-se casi en el espacio entre la señora Silsburn y yo. Laseñora Silsburn se volvió hacia ella, también, con unaexpresión conmovida, más bien de pena.–Podemos pasarnos semanas aquí –dijo la dama de

    honor, estirando el cuello para ver del otro lado delparabrisas–.Ya tendría que estar allí. Le dije a Muriely a su madre que cogería uno de los primeros cochesy que llegaría en cosa de cinco minutos. ¡Oh, Dios!¿No se puede hacer algo?–Yo también tendría que estar allí –dijo la seño-

    ra Silsburn, con bastante presteza.–Sí, pero yo se lo prometí formalmente. El apar-

    tamento va a estar repleto de toda clase de tíos y tíasdisparatados y de perfectos extraños, y yo le dije quemontaría guardia con unas diez bayonetas paraque ella tuviera un poco de intimidad y… –se inte-rrumpió–.Oh, Dios. Es horrible.

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  • La señora Silsburn lanzó una risita afectada.–Creo que yo soy una de las tías disparatadas –dijo.

    Evidentemente estaba ofendida.La dama de honor la miró.–Ah, lo siento. No me refería a usted –se reclinó

    en su asiento–.Quise decir que el apartamento es tanminúsculo, y la gente empieza a aparecer como mos-cas…Ya sabe a qué me refiero.La señora Silsburn no dijo nada, y no la miré para

    ver cuánto la había ofendido la observación de la damade honor. Pero recuerdo que me quedé impresiona-do, en un sentido especial, por el tono con que ladama de honor se había disculpado por su pequeñaplancha acerca de los «tíos y tías disparatados».Habíasido una auténtica disculpa, pero no turbada y aúnmenos obsequiosa, y por un momento tuve la impre-sión de que, aparte de su indignación teatral y de suostentoso coraje, había algo de bayoneta en ella, algoque no dejaba de ser admirable. (Estoy dispuesto aadmitir rápidamente que mi opinión en este caso tie-ne un valor muy limitado.A veces me siento dema-siado atraído por la gente que no exagera las discul-pas.) Pero el caso es que justo entonces, por primeravez, una pequeña oleada de prejuicios contra el noviodesertor pasó sobre mí, con una cresta espumosa decensura por su inexplicable absentismo apenas per-ceptible.–Vamos a ver si se puede hacer algo –dijo el mari-

    do de la dama de honor. Era más bien la voz de unhombre que guarda la calma en la línea de fuego. Sen-

    35

  • tí que se desplegaba detrás de mí y luego, de pron-to, su cabeza se metió en el limitado espacio entre laseñora Silsburn y yo–.Chófer –dijo perentoriamen-te, y esperó una respuesta. Llegó con prontitud y suvoz se volvió un poco más dúctil, diplomática–:¿Cuánto cree que vamos a estar aquí plantados?El chófer se volvió.–Ahí me ha cogido, jefe –dijo.Volvió a mirar hacia

    delante. Estaba absorto en lo que ocurría en el cru-ce.Un minuto antes, un chiquillo con un globo rojomedio desinflado había corrido a la calle despejada,prohibida. Su padre acababa de atraparlo y de arras-trarlo de vuelta a la acera, donde le dio con la manoentrecerrada dos golpes en mitad de los omóplatos.El acto fue justicieramente abucheado por la mul-titud.–¿Han visto lo que ese hombre le hizo al niño?

    –preguntó la señora Silsburn a todos en general.Nadiele contestó.–¿Por qué no le preguntamos a aquel policía cuán-

    to tiempo vamos a tener que estar aquí parados? –dijoel marido de la dama de honor al chófer. Seguía incli-nado hacia delante. Evidentemente no había queda-do del todo satisfecho con la lacónica respuesta a suprimera pregunta–.Tenemos todos un poco de pri-sa, ¿sabe? ¿No le parece que podría preguntarle cuán-to vamos a tener que estar aquí parados?Sin volverse, el chófer se encogió groseramente

    de hombros. Pero desconectó el motor y salió delcoche, golpeando la portezuela del pesado automó-

    36

  • vil. Era un hombre de aspecto descuidado, brutal, conla librea de chófer incompleta: traje de sarga negra,pero sin gorra.Caminó lentamente y con mucha soltura, por no

    decir insolencia, unos pocos pasos hasta el cruce don-de el policía controlaba la situación. Los dos se que-daron hablando durante un tiempo interminable. (Oíque la dama de honor lanzaba un gruñido, detrás demí.) De pronto los dos hombres lanzaron una estruen-dosa carcajada, como si en realidad no hubieran esta-do conversando sino intercambiando chistes obsce-nos. Entonces nuestro chófer, todavía con una risa nocontagiosa, hizo un gesto fraternal de saludo al poli-cía y volvió, lentamente, al coche.Entró, cerró de gol-pe la portezuela, extrajo un cigarrillo de un paqueteque había en la repisa sobre el tablero de mandos, semetió el cigarrillo detrás de la oreja y entonces, y sóloentonces, se volvió para informarnos.–No sabe –dijo–.Tenemos que esperar a que el

    desfile pase por aquí –echándonos, colectivamente,una indiferente mirada de examen–.Después podre-mos seguir. –Volvió la cabeza, se sacó el cigarrillode detrás de la oreja y lo encendió.En el fondo del coche, la dama de honor lanzó un

    sonoro quejido de frustración y rencor.Y entonces sehizo el silencio. Por primera vez en varios minutoseché una mirada al minúsculo viejecito que tenía elcigarro sin encender. El retraso no parecía afectarle.Su manera de sentarse en el asiento trasero de loscoches (coches en movimiento, coches estacionados

    37

  • e incluso, era inevitable imaginarlo, coches saltandode un puente al río) parecía una norma establecida.Era maravillosamente sencillo. Simplemente, habíaque sentarse muy derecho, manteniendo una dis-tancia de diez o doce centímetros entre la copa delsombrero y el techo, y mirar ferozmente hacia delan-te, al parabrisas. Si la muerte (que estaba allí afueratodo el tiempo, posiblemente sentada en el capó), sila muerte atravesaba misteriosamente el espejo y entra-ba en busca de uno, bastaba con ponerse de pie e irsecon ella, feroz pero tranquilamente. Era posible quele permitiera llevarse el cigarro, si se trataba de unhabano auténtico.–¿Qué vamos a hacer? ¿Nos vamos a quedar aquí

    sentados? –dijo la dama de honor–.Tengo un calorque me muero –y la señora Silsburn y yo nos volvi-mos justo a tiempo para ver cómo miraba directa-mente a su marido por primera vez desde que habíanentrado en el coche–. ¿No te puedes correr un poqui-to? –le dijo–. Estoy tan apretada que apenas puedorespirar.El teniente, con su risita ahogada, abrió las manos

    expresivamente.–Estoy prácticamente sentado en el guardabarros,

    Bunny –dijo.La dama de honor miró entonces, con una mez-

    cla de curiosidad y desaprobación, a su propio com-pañero de asiento que, como si se dedicara sin saber-lo a alegrarme la vida,ocupaba mucho más espacio delnecesario. Había más de cinco centímetros entre su

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  • muslo derecho y la base del apoyabrazos externo.Segu-ramente la dama de honor también lo había adverti-do, pero, a pesar de su temple, no tenía lo que habíaque tener para hablar con un pequeño personaje deaspecto tan formidable. Se volvió hacia su marido.–¿Puedes llegar a tus cigarrillos? –dijo, irritada–.

    Nunca conseguiré sacar los míos, en la forma en queestoy apretada aquí. –Con la palabra «apretada» vol-vió la cabeza de nuevo para disparar una breve mira-da, en la que todo estaba implícito, al minúsculo cul-pable que había usurpado el espacio que, a juicio deella, le correspondía con toda justicia. El viejo per-maneció sublimemente fuera de alcance. Siguió miran-do fijo hacia delante, al parabrisas. La dama de honormiró a la señora Silsburn y levantó las cejas expresi-vamente. La señora Silsburn respondió con un gestolleno de comprensión y simpatía.Mientras, el tenien-te había desplazado su peso sobre la nalga izquierda,del lado de la ventanilla, y del bolsillo derecho de suchaqueta de oficial sacó un paquete de cigarrillos yuna cajita de fósforos. Su mujer tomó un cigarrilloy esperó el fuego, que llegó enseguida. La señora Sils-burn y yo observamos el encendido del cigarrillocomo si fuera una novedad bastante fascinante.–Oh, discúlpeme –dijo de pronto el teniente, y

    tendió el paquete de cigarrillos a la señora Silsburn.–No, gracias, no fumo –contestó rápidamente la

    señora Silsburn, casi con pesar.–¿Soldado? –dijo el teniente, tendiéndome el

    paquete, después de la más imperceptible de las vaci-

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  • laciones.A decir verdad, me gustó bastante el ofre-cimiento del teniente, porque significaba una peque-ña victoria de la cortesía común sobre la casta, perorechacé el cigarrillo.–¿Me deja ver los fósforos? –pidió la señora Sils-

    burn, con una voz tímida, casi de niñita.–¿Éstos? –el teniente tendió rápidamente la caji-

    ta a la señora Silsburn.Mientras yo miraba con expresión absorta, la seño-

    ra Silsburn examinó la cajita de fósforos. En la cubier-ta exterior, con letras de oro sobre fondo carmesí,estaban impresas las palabras: «Estos fósforos fueronrobados de la casa de Bob y Edie Burnick».–Encantador –dijo la señora Silsburn meneando

    la cabeza–, verdaderamente encantador.Traté de mostrar con mi expresión que quizá no

    podía leer la inscripción sin gafas; miré bizqueando,neutralmente. La señora Silsburn parecía reacia adevolver la cajita a su dueño.Cuando lo hubo hechoy el teniente la guardó en el bolsillo de su túnica, dijo:–Creo que nunca había visto una así. –Ahora se

    había vuelto casi del todo, y contemplaba poco menosque con cariño el bolsillo del teniente.–Mandamos hacer un montón el año pasado –dijo

    el teniente–. Le sorprendería de veras saber cómo leevita a uno quedarse sin fósforos.La dama de honor se volvió hacia él, o más bien

    sobre él.–No lo hicimos por eso –dijo. Echó a la señora

    Silsburn una mirada del tipo de «usted sabe cómo son

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  • los hombres» y le dijo–:No sé. Pensé que era mono.Cursi, pero bastante mono.–Es encantador. Creo que nunca…–No es que sea original ni nada de eso.Todo el

    mundo los tiene ahora –dijo la dama de honor–. Lescopié la idea al padre y la madre de Muriel. Siemprelos tenían en la casa. –Inhaló profundamente y mien-tras seguía hablando soltaba el humo en pequeñasbocanadas silábicas–. Diablos, son gente formidable.Por eso me enferma toda esta historia.Me preguntopor qué no les pasa algo a todos los sinvergüenzas deeste mundo, en vez de pasarles a los buenos. Eso eslo que no entiendo.–Miró a la señora Silsburn en bus-ca de una respuesta.La señora Silsburn se sonrió con un gesto que era

    a la vez mundano, débil y enigmático, la sonrisa, porlo que recuerdo, de una especie de Mona Lisa sen-tada en un estrapontín.–Muchas veces me lo he preguntado –murmuró

    suavemente. Después mencionó con bastante ambi-güedad–: La madre de Muriel es la hermana menorde mi difunto marido, ¿sabe?–¡Oh! –exclamó la dama de honor, interesada–.

    Bueno, entonces usted ya lo sabe –extendió un bra-zo izquierdo extraordinariamente largo y echó la ceni-za del cigarrillo en el cenicero junto a la ventanillade su marido–.De veras, creo que es una de las pocaspersonas realmente brillantes que he conocido entoda mi vida.Quiero decir que ha leído casi todo loque se ha impreso.Dios mío, si yo hubiera leído sólo

    41

  • una décima parte de lo que esa mujer ha leído y olvi-dado, sería feliz. Quiero decir que es culta, ha traba-jado en un periódico, diseña sus propios vestidos, lo hacetodo en casa. ¡Cocina de maravilla! ¡Dios mío! Deveras, creo que es la más extraordinaria…–¿Ella aprobaba la boda? –la interrumpió la seño-

    ra Silsburn–. Se lo pregunto porque he estado variassemanas en Detroit. Mi cuñada falleció repentina-mente y tuve…–Es demasiado buena para decirlo –dijo la dama

    de honor secamente.Meneó la cabeza–.Quiero decirque es demasiado discreta y esas cosas. –Reflexionó–.En realidad, esta mañana fue casi a la primera vez quele oí decir una palabra sobre el asunto.Y fue sólo por-que estaba muy trastornada por la pobre Muriel. –Esti-ró un brazo y sacudió de nuevo la ceniza del ciga-rrillo.–¿Qué dijo esta mañana? –preguntó ávidamente

    la señora Silsburn.La dama de honor pareció reflexionar un momen-

    to.–Bueno, no mucho –dijo–. Quiero decir, nada

    mezquino o realmente ofensivo ni nada por el estilo.Todo lo que dijo fue que el tal Seymour, en su opi-nión, era un homosexual latente y que en el fondo letenía miedo al matrimonio. Dijo sólo eso, con inte-ligencia. Claro que se ha psicoanalizado años y años–la dama de honor miró a la señora Silsburn–.No esun secreto ni nada por el estilo. La propia señora Fed-der se lo diría, no estoy revelando ningún secreto.

    42

  • –Lo sé –dijo la señora Silsburn rápidamente–. Esla última persona en el…–Me refiero a que no es la clase de persona que va

    y dice algo así a menos que sepa de qué habla.Y en pri-mer lugar nunca, nunca lo hubiera dicho si la pobreMuriel no hubiese estado tan, tan postrada y todo eso–la dama de honor meneó la cabeza severamente–.Diosmío, tendría que haber visto a esa pobre criatura.Sin duda, debería interrumpirme para describir

    mi reacción general ante el significado esencial de loque la dama de honor decía.Me limito a dejarlo pasar,por el momento, si el lector puede resistirlo.–¿Qué más dijo? –preguntó la señora Silsburn–.

    Quiero decir,Rhea. ¿Dijo algo más? –No la miré, nopodía apartar los ojos de la cara de la dama de honor,pero tuve la impresión fugaz, disparatada, de que laseñora Silsburn estaba casi sentada en el regazo dela principal interlocutora.–No.En realidad no.Casi nada –la dama de honor,

    reflexionando, meneó la cabeza–. Como digo, nohubiera dicho nada, con toda la gente allí alrededory todo, si la pobre Muriel no hubiese estado tan espan-tosamente trastornada –sacudió de nuevo la cenizadel cigarrillo–. Casi la única otra cosa que dijo fueque Seymour era lo que se dice una personalidadesquizoide y que, mirándolo bien, era mejor paraMuriel que las cosas hubieran resultado así.Cosa quea mí me parece sensata, pero no estoy segura de que selo parezca a Muriel. Él la ha aterrorizado tantoque ella se siente perdida.Eso es lo que me pone tan…

    43

  • En ese momento fue interrumpida. Por mí.Recuerdo que mi voz era insegura, como lo es inva-riablemente cuando estoy muy perturbado.–¿Qué le hizo concluir a la señora Fedder que

    Seymour es un homosexual latente y una personali-dad esquizoide?Todos los ojos –todos los reflectores–, los de la

    dama de honor, los de la señora Silsburn, incluso losdel teniente, enfocaron bruscamente hacia mí.–¿Qué? –me dijo la dama de honor, bruscamen-

    te, con una leve hostilidad.Y de nuevo tuve la impre-sión fugaz, desagradable, de que sabía que yo era elhermano de Seymour.–¿Qué le hace pensar a la señora Fedder que Sey-

    mour es un homosexual latente y una personalidadesquizoide?La dama de honor me miró fijo y después lanzó

    un gruñido elocuente. Se volvió y apeló a la señoraSilsburn con el máximo de ironía.–¿Usted diría que alguien que arma una como la

    de hoy es normal? –alzó las cejas y esperó–. ¿Ustedlo diría? –preguntó con calma, con mucha calma–.Diga la verdad.No es más que una pregunta. Para queeste caballero sepa.La respuesta de la señora Silsburn fue la gentile-

    za, la ecuanimidad misma.–No, yo no lo diría –dijo.Tuve un súbito y violento impulso de saltar del

    coche y echarme a correr en cualquier dirección.Pero por lo que recuerdo, seguía en mi estrapon-

    44

  • tín cuando la dama de honor se dirigió de nuevoa mí.–Mire –dijo en el tono falsamente paciente del

    maestro ante un niño que no sólo es retrasado, sino aquien se le caen todo el tiempo los mocos de un modopoco agradable–.No sé si usted conoce a la gente.Pero¿qué hombre en su sano juicio, la víspera de la boda,tiene a su novia toda la noche dándole la lata acercade que es demasiado feliz para casarse, y que ella ten-dría que aplazar la boda hasta que él se sienta más esta-ble o no podrá ir? Entonces, cuando la novia le expli-ca como a un niño que todo está arreglado y planeadodesde hace meses, y que su padre ha hecho gastosincreíbles y se ha molestado y todo para organizar unafiesta y cosas por el estilo, y que sus parientes y ami-gos van a llegar de todo el país, entonces, después deque ella le explica todo esto, él le dice que lo sientemucho pero que no se puede casar hasta que no sesienta menos feliz o algún disparate por el estilo. Pién-selo ahora, si no le importa. ¿Le parece una personanormal? ¿Le parece que está en su juicio? –la voz eraahora estridente–. ¿O le parece una persona que debe-ría estar metida en un manicomio? –Me miró con granseveridad y, como no me pronuncié enseguida en sudefensa ni me rendí, se apoyó pesadamente en el res-paldo y le dijo a su marido–:Dame otro cigarrillo, porfavor.Me voy a quemar con éste. –Le tendió la coli-lla encendida y él la apagó por ella. Después sacó elpaquete de cigarrillos de nuevo–.Enciéndemelo –dijoella–.No tengo fuerzas para hacerlo.

    45

  • La señora Silsburn se aclaró la garganta.–A mí me parece una bendición que todo haya

    terminado…–Yo le pregunto –le dijo la dama de honor con

    renovado ímpetu, aceptando al mismo tiempo un ciga-rrillo recién encendido de su marido–: ¿Le parececosa de persona normal, de hombre normal, a usted?¿O le parece cosa de alguien que o nunca ha crecidoo es un perfecto loco de atar, un chiflado?–Dios santo.No sé qué decir, de veras.A mí en el

    fondo me parece una bendición que todo…La dama de honor se inclinó de pronto hacia

    delante, alerta, exhalando humo por la nariz.–Muy bien, eso no importa, dejémoslo por el

    momento…, no lo necesito –dijo. Le hablaba a laseñora Silsburn, pero en realidad se dirigía a mí a tra-vés de la cara de la señora Silsburn, por así decirlo–.¿Ha visto alguna vez a… en el cine? –preguntó.El que mencionó era el nombre profesional de

    una actriz y cantante entonces bastante conocida yahora, en 1955, muy famosa.–Sí –contestó la señora Silsburn rápidamente y

    con interés, y se quedó esperando.La dama de honor asintió.–Muy bien. ¿Ha observado usted, por casualidad,

    esa especie de sonrisa torcida que tiene? ¿Con unsolo lado de la cara, o algo así? Es muy visible siusted…–¡Sí… sí, lo he observado! –exclamó la señora Sils-

    burn.

    46

  • La dama de honor aspiró el cigarrillo y echó unamirada apenas perceptible hacia mí.–Bueno, resulta que es una especie de parálisis par-

    cial –dijo, exhalando una pequeña bocanada de humocon cada palabra–. ¿Y sabe de dónde la sacó?Al pare-cer Seymour, esa persona normal, la hirió y tuvieronque darle nueve puntos en la cara. –Se estiró (a fal-ta, posiblemente, de mejor dirección escénica) y sacu-dió de nuevo la ceniza.–¿Le puedo preguntar dónde oyó eso? –dije. Los

    labios me temblaban ligeramente, como dos tontos.–Puede –contestó,mirando a la señora Silsburn y

    no a mí–.La madre de Muriel lo contó hace unas doshoras, mientras Muriel se deshacía en lágrimas –memiró–. ¿Responde esto a su pregunta? –De prontopasó el ramo de gardenias de la mano derecha a laizquierda.Era la cosa más parecida a un gesto nervio-so corriente que yo le hubiese visto hacer–. Para quelo sepa, dicho sea de paso –dijo, mirándome–, ¿sabequién creo que es usted? Creo que usted es el her-mano de ese Seymour. –Esperó un breve instante, ycomo yo no dije nada, continuó–: Se parece a él, a esedisparatado retrato de él, y resulta que sé que teníaintención de venir a la boda. Su hermana o alguien selo dijo a Muriel. –Tenía la mirada inmutablemente fijaen mi cara–. ¿Es así? –preguntó brutalmente.Mi voz debió de sonar una pizca quebrada cuan-

    do contesté.–Sí. –Me ardía la cara. Pero en cierto modo tenía

    una sensación menos incómoda al autoidentificar-

    47

  • me que cuando me apeé del tren al comienzo dela tarde.–Lo sabía –dijo la dama de honor–. No soy una

    estúpida. Sabía quién era usted desde el instante enque se metió en este coche –se volvió hacia su mari-do–. ¿No dije que era el hermano en el minuto mis-mo en que subió al coche? ¿No lo dije?El teniente se movió en su asiento.–Bueno, dijiste que probablemente…, sí, lo dijis-

    te. Lo dijiste. Sí.No hacía falta mirar a la señora Silsburn para dar-

    se cuenta de la atención con que había seguido esteúltimo incidente. Deslicé la mirada por ella y echéun vistazo furtivo al quinto pasajero (el minúsculo vie-jecito) para ver si su insularidad seguía intacta.Así era.Nunca me había sido de tanto consuelo la indiferen-cia de alguien. La dama de honor se volvió hacia mí.–Para que lo sepa, también sé que su hermano

    no es pedicuro. De modo que no se haga el gracio-so.Resulta que estoy enterada de que era Billy Blacken Los niños sabios, durante cincuenta años, más omenos.Bruscamente la señora Silsburn participó más acti-

    vamente en la conversación.–¿El programa de radio? –preguntó, y sentí que

    me miraba con un interés nuevo, más intenso.La dama de honor no le contestó.–¿Cuál era usted? –me preguntó–, ¿Georgie Black?

    –La mezcla de rudeza y curiosidad en su voz era inte-resante, aunque no del todo conciliadora.

    48

  • –Georgie Back era mi hermanoWalt –dije, res-pondiendo sólo a la segunda pregunta.Se volvió hacia la señora Silsburn.–Se supone que es un secreto o algo por el estilo,

    pero este hombre y su hermano Seymour aparecíanen ese programa de radio con nombres falsos o algoasí. Los chicos Black.–Calma, corazón, calma –sugirió el teniente, más

    bien nervioso.Su mujer se volvió hacia él.–Nada de calma –dijo, y de nuevo, contrariamen-

    te a mi inclinación consciente, sentí una pizca de algopróximo a la admiración por su temple, fuese o node sólido bronce–. Se supone que su hermano es muyinteligente, por el amor de Dios –dijo–. En la univer-sidad a los catorce años o qué sé yo, y todo así. ¡Si loque le ha hecho hoy a esa criatura es inteligente, yosoy Mahatma Gandhi! ¡No me importa! ¡Me da náu-seas!En ese mismo momento sentí una pequeña inco-

    modidad más.Alguien estaba muy cerca examinan-do el lado izquierdo, o el más débil, de mi cara. Erala señora Silsburn. Se sobresaltó un poco cuando mevolví bruscamente hacia ella.–¿Puedo preguntarle si usted era Buddy Black?

    –dijo, y cierta nota de deferencia en su voz me hizopensar, por una fracción de segundo,que estaba a pun-to de presentarme un pequeño álbum de autógrafosencuadernado en cuero y una estilográfica. La fugazidea me hizo sentir claramente incómodo, conside-

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  • rando, si no otra cosa, que estábamos en 1942 y a nue-ve o diez años de mi florecimiento comercial–. Se lopregunto –dijo– porque mi marido solía escuchar eseprograma sin perderse ni uno…–Por si le interesa –la interrumpió la dama de

    honor,mirándome–, es el único programa radiofóni-co que siempre detesté.Detesto a los niños precoces.Si alguna vez tengo un hijo que…El final de la frase se perdió para nosotros. Fue

    interrumpida, de pronto e inequívocamente, por elestallido más agudo, más ensordecedor, en el másimpuro mi bemol que jamás haya oído.Todos en elcoche, estoy seguro, saltamos, literalmente. En esemomento pasó una compañía de trompetas y tam-bores, compuesta de más de cien boy scouts de lamarina desafinados. Los muchachos, con un abando-no casi criminal, estaban maltratando a voz en cuelloel himno nacional. La señora Silsburn, muy sensata-mente, se tapó las orejas con las manos.Durante una eternidad de segundos, el estruen-

    do fue casi increíble. Sólo la voz de la dama dehonor podía haberse elevado por encima del ruidoy, a decir verdad, lo intentó. Se hubiera dicho quese dirigía a nosotros, evidentemente con el máxi-mo de su voz, desde una gran distancia, desde algúnlugar, posiblemente vecino a las gradas del YankeeStadium.–¡No puedo aguantarlo! –dijo–. ¡Salgamos de aquí

    y busquemos algún lugar desde donde telefonear aMuriel! ¡Estará enloquecida!

    50

  • Con el advenimiento del Armagedón local, laseñora Silsburn y yo nos habíamos vuelto para pre-senciarlo.Ahora giramos de nuevo en nuestros estra-pontines para enfrentarnos a la dirigente.Y posible-mente, nuestra libertadora.–¡Hay un bar Schrafft en la calle Setenta y nueve!

    –le vociferó a la señora Silsburn–. ¡Vayamos a tomar-nos una gaseosa y yo podré telefonear desde allí! ¡Porlo menos habrá aire acondicionado!La señora Silsburn asintió con entusiasmo y mimó

    un «¡Sí!» con la boca.–¡Venga usted también! –me gritó la dama de

    honor.Con una espontaneidad muy peculiar, recuerdo, le

    respondí gritando la extravagante palabra «¡Magnífi-co!». (No es fácil, hasta el día de hoy, explicar por quéla dama de honor me incluyó en su invitación a aban-donar el barco.Quizá la inspirara un sentido del ordennatural en una dirigente nata.Quizás haya tenido unaespecie de impulso remoto pero compulsivo de hacerque el grupo de desembarco fuera completo… Miaceptación singularmente inmediata de la invitaciónme parece mucho más fácil de explicar. Prefiero pen-sar que fue un impulso en esencia religioso. En cier-tos monasterios zen existe la norma fundamental, sino la única disciplina seria vigente, de que cuando unmonje llama a otro con un «¡Eh!», éste debe respon-derle con un «¡Eh!», sin pensar.)La dama de honor se volvió después y, por pri-

    mera vez, se dirigió directamente al minúsculo vie-

    51

  • jecito que estaba a su lado. Para mi eterna gratitud, elviejo seguía mirando derecho hacia delante, comosi su propio escenario privado no hubiese cambiadoun ápice. Seguía sujetando el habano auténtico entredos dedos.Tanto por su aparente desatención al terri-ble estruendo que hacía el cuerpo de trompetas ytambores como, posiblemente, por un firme princi-pio de que todos los viejos de más de ochenta añosdeben de ser sordos como tapias o muy duros de oído,la dama de honor acercó sus labios hasta cuatro o cin-co centímetros del oído izquierdo del viejo.–¡Vamos a bajar del coche! –le gritó al oído, casi

    dentro del oído–. ¡Vamos a buscar un lugar desde don-de telefonear y quizá tomar alguna bebida! ¿Quierevenir con nosotros?La reacción inmediata del viejo fue sencillamen-

    te gloriosa. Miró primero a la dama de honor, des-pués a los demás y luego sonrió. Fue una sonrisa queno por carecer de sentido resultó menos resplande-ciente. Ni porque sus dientes fueran evidente, her-mosa, trascendentalmente postizos. Miró inquisitivoa la dama de honor justo un instante, con la sonrisamaravillosamente intacta.O más bien, la miró comosi creyera que la dama de honor, o uno de nosotros,tuviese la deliciosa intención de pasarle una cesta depicnic.–¡Me parece que no te oye, corazón! –gritó el

    teniente.La dama de honor asintió y una vez más acercó el

    megáfono de su boca a la oreja del viejo.Con un volu-

    52

  • men realmente digno de alabanza, repitió su invita-ción de que dejara el coche y viniera con nosotros.De nuevo, a juzgar por su aspecto, el viejo dio laimpresión de estar más que dispuesto a aceptar cual-quier sugerencia que se le hiciera en el mundo, sal-vo posiblemente la de salir al trote y pegarse una zam-bullida en el East River. Pero de nuevo, también, unotenía la incómoda convicción de que no había oídouna palabra de lo que se le había dicho. Bruscamen-te demostró que así era.Con una enorme sonrisa diri-gida a todos nosotros en conjunto, alzó la mano delcigarro y con un dedo se golpeó primero, significa-tivamente, la boca y luego la oreja. El gesto que hizoparecía responder a una broma de primera que él que-ría compartir totalmente con todos nosotros.En ese momento la señora Silsburn, a mi lado, dio

    una pequeña señal visible (casi un salto) de com-prensión.Tocó la manga de satén rosa de la dama dehonor y gritó:–¡Ya sé quién es! ¡Es sordo y mudo…!, ¡es un sor-

    domudo! ¡Es el tío del padre de Muriel!Los labios de la dama de honor formaron la pa-

    labra:–¡Oh! –Giró en su asiento hacia su marido–. ¿Tie-

    nes papel y lápiz? –bramó.Le toqué el brazo y le grité que yo sí.Apresura-

    damente, casi como si por alguna razón el tiempo detodos nosotros estuviera a punto de agotarse, saquédel bolsillo interior de mi chaqueta una libretita yun pequeño lápiz que al salir había tomado del cajón

    53

  • de un escritorio de la Sala de Ordenanzas, en FortBenning.De un modo demasiado legible, escribí en una

    hoja de papel: «Estamos indefinidamente detenidospor el desfile.Vamos a buscar un lugar donde telefo-near y tomar alguna bebida fresca. ¿Quiere venir connosotros?». Doblé el papel una vez y se lo tendí a ladama de honor, que lo abrió, lo leyó y luego se lopasó al minúsculo viejecito. El viejo lo leyó son-riendo, y después me miró y sacudió la cabeza variasveces de arriba abajo con vehemencia. Pensé por uninstante que éste era el alcance pleno y elocuente desu respuesta, pero de pronto me hizo un gesto conla mano y deduje que quería que yo le pasara la libre-ta y el lápiz.Así lo hice, sin mirar a la dama de honor,en quien era evidente una enorme impaciencia. Elviejo acomodó la libreta y el lápiz sobre su regazocon el mayor cuidado, después se quedó un momen-to con el lápiz en el aire, en evidente concentración,mientras su sonrisa disminuía apenas una pizca.Entonces el lápiz empezó a moverse, muy inseguro.Una «t» quedó cruzada por la tilde.Y luego tanto lalibreta como el lápiz me fueron devueltos, con unmaravilloso y cordial meneo de la cabeza.Había escri-to, con letras que todavía no estaban del todo for-madas, una sola palabra: «Encantado». La dama dehonor, que leía por encima de mi hombro, produjoun sonido ligeramente parecido a un bufido, peroenseguida miré al gran escritor y traté de mostrar conmi expresión que todos los que estábamos en el coche

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  • distinguíamos un poema cuando lo veíamos, y loagradecíamos.Uno a uno, por ambas puertas, salimos, pues, del

    coche (barco abandonado en medio de MadisonAve-nue,en un mar de asfalto caliente,pegajoso).El tenien-te se quedó atrás un momento para informar al chó-fer de nuestro motín.Recuerdo muy bien que el cuerpode trompetas y tambores seguía pasando interminable-mente, y el estrépito no había disminuido un ápice.La dama de honor y la señora Silsburn abrieron la

    marcha hacia el bar Schrafft. Caminaban acompasa-damente, casi como una vanguardia de boy scouts,hacia el sur por la acera este de MadisonAvenue.Des-pués de informar brevemente al chófer, el teniente lasalcanzó.O casi. Se quedó un poco más atrás, para sacaren privado su billetera y ver cuánto dinero llevaba. Eltío del padre de la novia y yo formábamos la reta-guardia. Fuera porque hubiese intuido que yo erasu amigo o simplemente porque poseía una libretay un lápiz, se había precipitado a una posición de mar-cha junto a mí. La copa de su hermoso sombrero nome llegaba siquiera al hombro.Establecí un paso rela-tivamente lento, en consideración a la longitud de suspiernas.Al cabo de una manzana más o menos, está-bamos a buena distancia de los otros.No creo que esoperturbara a ninguno de nosotros.Recuerdo que devez en cuando, mientras caminábamos, mi amigo yyo mirábamos hacia arriba y hacia abajo, respectiva-mente, y cambiábamos expresiones idiotas de placerpor compartir cada uno la compañía del otro.

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  • Cuando mi compañero y yo hubimos llegado a lapuerta giratoria del Schrafft de la calle Setenta y nue-ve, hacía varios minutos que la dama de honor, sumarido y la señora Silsburn aguardaban de pie. Espe-raban, pensé, como un trío amenazadoramente com-pacto. Habían estado hablando, pero se detuvieroncuando se acercó nuestra disparatada pareja. En elcoche, un par de minutos antes,mientras pasaba atro-nando el cuerpo de trompetas y tambores, una inco-modidad común, casi una angustia común,había con-ducido a nuestro pequeño grupo a una especie dealianza, de esas que puede provocar por un momen-to en un grupo de turistas el desencadenamiento deuna lluvia violenta en Pompeya.Ahora que el minús-culo viejo y yo llegábamos a la puerta giratoria delSchrafft, era evidente que la tormenta había termi-nado. La dama de honor y yo cambiamos expresio-nes de reconocimiento, no de saludo.–Está cerrado por reparaciones –dijo fríamente,

    mirándome. De un modo extraoficial pero inequí-voco,me declaraba de nuevo paria, y en ese momen-to, por razones indignas de ser explicadas, tuve unaimpresión de aislamiento y soledad más abrumado-ra que la que había sentido en todo el día.Casi simul-táneamente, vale la pena mencionarlo, se me reacti-vó la tos. Saqué el pañuelo del bolsillo del pantalón.La dama de honor se volvió hacia su marido y haciala señora Silsburn.–Hay un Longchamps por aquí cerca –dijo–, pero

    no sé dónde.

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  • –Yo tampoco –dijo la señora Silsburn. Parecía apunto de llorar. El sudor le rezumaba tanto en la fren-te como en el labio superior, atravesando incluso lapesada capa de maquillaje. Llevaba debajo del brazoizquierdo un bolso negro de cuero auténtico. Lo sos-tenía como si fuese su muñeca favorita, y ella mis-ma una niña torpemente pintarrajeada y empolvada,muy infeliz, que se hubiese escapado de casa.–No conseguiremos un taxi por nada del mundo

    –dijo el teniente con pesimismo. Parecía deslucidotambién. Su gorra de «as de los pilotos» parecía casicruelmente incompatible con su cara pálida, chorre-ante, profundamente desprovista de intrepidez, yrecuerdo que tuve el impulso de sacarle la gorra de lacabeza,o por lo menos enderezársela un poco,de aco-modársela en una posición menos artificiosa, el mis-mo impulso, en cuanto al motivo general, que se pue-de sentir en una fiesta infantil, donde siempre hayun niño pequeño,muy feo, con un sombrero de papelque le pliega una oreja o las dos.–¡Dios mío, qué día! –dijo por todos nosotros la

    dama de honor. La guirnalda de flores artificiales sele había ladeado un poco y estaba completamenteempapada, pero pensé que la única cosa realmentedestructible en ella era su apéndice más remoto, porasí decirlo, su ramo de gardenias.Aún lo llevaba, aun-que distraída, en la mano. Evidentemente el ramo nohabía salido indemne–. ¿Qué vamos a hacer? –se pre-guntó bastante frenética–. No podemos ir caminan-do.Viven casi en Riverdale. ¿Alguien tiene una idea

    57

  • brillante? –Miró primero a la señora Silsburn, luegoa su marido y después, posiblemente ya desesperada,a mí.–Tengo un apartamento aquí cerca –dije de pron-

    to,nervioso–.Está aquí, a la vuelta de la esquina.–Tuvela impresión de que daba este dato con voz demasia-do fuerte.Quizás hasta grité, por lo que recuerdo–.Esde mi hermano y mío.Mi hermana lo usa mientrasestamos en el ejército, pero ahora ella no está aquí. Esde la Reserva Naval Femenina y ahora anda de viaje–miré a la dama de honor o algún punto justo enci-ma de su cabeza–.Por lo menos puede telefonear des-de allí, si quiere –dije–.Y el apartamento tiene aireacondicionado. Podríamos refrescarnos un minuto yrecobrar el aliento.Una vez pasada la primera conmoción de la invi-

    tación, la dama de honor, la señora Silsburn y el tenien-te celebraron una especie de conciliábulo, con los ojossolamente, pero no hubo indicio alguno de que fue-ran a pronunciar algún veredicto. La dama de honorfue la primera en hacer algo. Había estado mirandoen vano a los otros dos para que opinaran sobre eltema. Se volvió hacia mí y preguntó:–¿Dijo que tenía teléfono?–Sí.A menos que mi hermana lo haya hecho des-

    conectar por algún motivo, y no veo cuál.–¿Cómo sabe que su hermano no estará allí? –dijo

    la dama de honor.Era una pequeña consideración que no había pasa-

    do por mi recalentada cabeza.

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  • –No creo que esté. Puede ser, también es su apar-tamento, pero no creo. De veras, no.Para variar, la dama de honor me miró por un

    momento con franqueza y sin verdadera grosería, amenos que la mirada de un niño sea grosera.Despuésse volvió hacia su marido y hacia la señora Silsburny dijo:–Podríamos ir. Por lo menos podemos telefonear.Los otros asintieron con un gesto. La señora Sils-

    burn llegó incluso a recordar la parte de su código decortesía referente a invitaciones formuladas frente aun bar Schrafft.A través de su maquillaje derretidopor el sol, algo parecido a una sonrisa de manual deurbanidad asomó en mi dirección.Recuerdo que fuemuy bien recibida.–Vamos, salgamos de este sol –dijo nuestra dirigen-

    te–. ¿Qué haré con esto? –No esperó respuesta.Avanzóhacia el bordillo y, sin sentimentalismo, se deshizo delramo de gardenias marchitas–.Magnífico,guíenos,Mac-duff –me dijo–. Lo seguimos.Y lo único que digo esque es mejor que no esté allí cuando lleguemos, por-que a ese hijo de perra lo mato –miró a la señora Sils-burn–.Disculpe la palabra, pero es lo que pienso.Como me habían dicho, encabecé el grupo casi

    con facilidad. Un instante después, un sombrero decopa se había materializado en el aire junto a mí,muyabajo y a la izquierda, y mi compañero especial, aun-que no me hubiese sido técnicamente asignado, mesonrió un momento, y pensé que iba a deslizar sumano en la mía.

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  • Mis tres huéspedes y mi único amigo se quedaronfuera en el vestíbulo mientras yo inspeccionaba bre-vemente el apartamento.Las ventanas estaban todas cerradas, los dos acondi-

    cionadores de aire cerrados, y respirar allí por primeravez era como inhalar profundamente en el bolsillo deun viejo abrigo de piel de mapache. El único sonidoen todo el apartamento era el ronroneo renqueante dela vieja nevera que Seymour y yo habíamos compra-do de segunda mano.Mi hermana Boo Boo, con suestilo marinero, de chiquilla, la había dejado funcio-nando.En realidad,había en todo el apartamento varia-das muestras de desaliño que denotaban que una damanavegante había tomado posesión del lugar.En el diváncolgaba una chaqueta azul marino de alférez, elegan-te,de pequeño tamaño,vuelta del revés.En la mesa baja,frente al diván, había una caja medio vacía de bombo-nes, y los que quedaban habían sido mordisqueadospara probarlos. Sobre el escritorio, enmarcada, la fotode un joven de aire muy resuelto a quien yo no cono-cía.Y todos los ceniceros a la vista florecían de pañue-los de papel arrugados y colillas manchadas de lápizlabial.Apenas me asomé a la cocina, el dormitorio oel cuarto de baño para abrir las puertas y echar unrápido vistazo para ver si Seymour estaba plantado enalguna parte. Por un lado me sentía flojo y perezo-so. Por otro, seguía muy activo levantando persianas,haciendo funcionar acondicionadores de aire, vacian-do ceniceros llenos.Además los otros miembros delgrupo se precipitaron sobre mí casi enseguida.

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  • –Hace más calor aquí que en la calle –dijo la damade honor, a manera de saludo, mientras entraba.–Estaré con ustedes en cinco minutos –dije–.Voy

    a ver si hago funcionar este acondicionador de aire.–El botón de arranque parecía trabado y yo tratabade arreglarlo.Mientras me ocupaba del botón del acondiciona-

    dor (con la gorra todavía puesta, recuerdo), los otroscirculaban con cierta suspicacia por la habitación.Yo los miraba con el rabillo del ojo. El teniente seacercó al escritorio y estuvo mirando los dos o tresmetros cuadrados de pared que había justo encima,donde mi hermano y yo, por razones insolentemen-te sentimentales, habíamos clavado muchas lustrosasfotos de tamaño postal. La señora Silsburn se sentó(era fatal, pensé) en la única silla de la habitación quemi difunto bullterrier solía aprovechar para dormir;los brazos, tapizados de terciopelo sucio, habían sidobaboseados y masticados en el curso de más de unapesadilla. El tío del padre de la novia (mi gran ami-go) había desaparecido del todo. La dama de honortambién parecía de pronto estar en otra parte.–Les conseguiré algo de beber en cinco minutos

    –dije incómodo, siempre tratando de forzar el botóndel acondicionador.–Me gustaría algo fresco para beber –dijo una voz

    muy familiar.Me volví del todo y vi que se había ten-dido en el diván, lo cual explicaba su notable des-aparición de la vertical–.Usaré su teléfono dentro deun instante –me advirtió–. No puedo abrir la boca

    61

  • para telefonear en este estado, estoy realmente asa-da.Tengo la boca tan seca…El acondicionador empezó bruscamente a fun-

    cionar con un zumbido y fui hasta el centro de lahabitación, hasta el espacio que había entre el divány la silla donde estaba sentada la señora Silsburn.–No sé qué habrá para beber –dije–.No he mira-

    do en la nevera, pero me imagino…–Traiga cualquier cosa –interrumpió desde el diván

    la eterna portavoz–.Con tal de que sea líquido.Y frío.–Los tacones de sus zapatos descansaban en la man-ga de la chaqueta de mi hermana.Tenía las manos cru-zadas sobre el pecho. Había hecho un bollo con laalmohada debajo de su cabeza–. Póngale hielo, si tie-ne –dijo, y cerró los ojos. La miré durante un brevepero asesino instante, después me incliné y con elmayor tacto posible retiré la chaqueta de Boo Boo dedebajo de sus pies. Estaba a punto de salir del cuartoy dedicarme a mis actividades de anfitrión, cuandojusto al dar un paso el teniente habló desde el escri-torio.–¿De dónde sacó todas estas fotos? –preguntó.Me acerqué a él.Todavía llevaba puesta mi gorra

    de visera demasiado grande. No se me había ocu-rrido quitármela.Me quedé a su lado junto al escri-torio, un poco más atrás, y miré las fotos de la pared.Dije que eran casi todos viejos retratos de los niñosque habían participado en Los niños sabios en lostiempos en que Seymour y yo estábamos en el pro-grama.

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  • El teniente se volvió hacia mí.–¿Qué era? –preguntó–.Nunca lo escuché. ¿Uno

    de esos programas de niños? ¿De preguntas y res-puestas y esas cosas? –Inequívocamente se había des-lizado sin ruido pero con cierta insidia un tono dejerarquía militar en su voz.Además me miraba la gorra.Me la quité y contesté:–No, no era eso precisamente –de pronto resur-

    gió en cierta medida un arraigado orgullo familiar–.Lo era antes de que interviniera mi hermano Sey-mour.Y siguió más o menos así después de que élsalió del programa.Pero Seymour cambió todo el esti-lo. Convirtió el programa en una especie de debateinfantil, de mesa redonda.El teniente me miró con un interés que me pare-

    ció excesivo.–¿Usted también estuvo?–Sí.La dama de honor habló desde el otro lado de la

    habitación, desde el fondo invisible, polvoriento, deldiván.–Me gustaría ver a un chico mío triunfando en

    uno de esos inverosímiles programas –dijo–.O actuan-do.Cualquiera de esas cosas. Preferiría morirme antesque dejar que un chico mío se convirtiera en unpequeño exhibicionista con público. Les arruina todala vida. La publicidad y todo eso, aunque sólo seaeso… Pregúntenle a cualquier psiquiatra. Me pre-gunto cómo se puede tener una infancia normal olo que sea. –Su cabeza, coronada por la guirnalda de

    63

  • flores ahora muy ladeada, se asomó de pronto. Pare-cía como sin cuerpo, encaramada en la repisa quehabía en el respaldo del diván, enfrentándose alteniente y a mí–. Probablemente es lo que ocurrecon ese hermano suyo –dijo la cabeza–. Uno llevauna vida absolutamente extravagante cuando es niñoy después, naturalmente, nunca aprende a crecer.Nunca aprende a tener relaciones con gente normalni nada por el estilo. Es exactamente lo que dijo laseñora Fedder en aquel disparatado dormitorio unpar de horas antes. Exactamente eso. Su hermanonunca ha aprendido a tener relaciones con nadie.Parece que sólo es capaz de ir repartiendo tajos enlas caras de la gente. Es lo que se dice incapaz decasarse o de nada medianamente normal, por el amorde Dios. Es lo que dijo la señora Fedder, tal cual. –Lacabeza se volvió entonces lo suficiente como paramirar fijo al teniente–. ¿Tengo razón, Bob? ¿Lo dijoo no lo dijo? Di la verdad.La siguiente voz que habló no fue la del teniente

    sino la mía.Yo tenía la boca seca y la ingle húmeda.Dije que no me importaba un bledo lo que dijera laseñora Fedder sobre Seymour.O en todo caso, lo quetuviera que decir cualquier diletante profesional o afi-cionado de mierda. Dije que desde la época en queSeymour tenía diez años todo pensador summa cumlaude, todo intelectual de pacotilla del país había te-nido que ver con él.Dije que quizás hubiese sido dis-tinto si Seymour hubiera sido simplemente un pe-queño charlatán asqueroso con un alto coeficiente

    64

  • intelectual. Dije que nunca había sido un exhibicio-nista. Iba a la radio todos los miércoles por la nochecomo si fuera a su propio entierro.Ni siquiera habla-ba con uno, por el amor de Dios, durante todo el via-je en autobús o en metro.Dije que ni un maldito tipo,ni uno solo de los patrocinadores, críticos de cuartacategoría y autores de columnas periodísticas ha-bían visto en él lo que realmente era. Un poeta, porel amor de Dios. Lo que se dice un poeta. Aunquenunca hubiera escrito un verso, Seymour podía darcien mil vueltas a cualquiera si quería.Ahí me detuve, gracias a Dios. El bombeo de mi

    corazón era terrible y, como casi todos los hipocon-dríacos, tuve la fugaz e intimidante impresión de queesos discursos eran la materia con que se hacen losataques cardíacos. Hasta el día de hoy no tengo ideade cómo reaccionaron mis huéspedes ante mi estalli-do, ante la pequeña y corrupta andanada de invecti-vas que les solté. El primer detalle exterior que notéfue el sonido universalmente familiar de las cañerías.Llegaba de otra parte del apartamento. Eché brusca-mente un vistazo a la habitación, a las caras cercanasde mis huéspedes y más allá de ellas.–¿Dónde está el viejo? –pregunté–. ¿Dónde está

    el viejecito? –Puse cara de carnero degollado.Lo raro es que la respuesta estuvo a cargo del

    teniente, no de la dama de honor.–Creo que está en el baño –dijo. La afirmación

    fue pronunciada con una franqueza muy especial, pro-clamando que quien hablaba era uno de esos que no

    65

  • tienen pelos en la lengua cuando se trata de cues-tiones cotidianas de higiene.–Ah –dije.Miré de nuevo con aire más bien ausen-

    te la habitación. Si deliberadamente o no evité la terri-ble mirada de la dama de honor, no lo recuerdo o nome interesa recordarlo.Descubrí el sombrero de copadel tío del padre de la novia en el asiento de una silla,en medio de la habitación.Tuve el impulso de decir-le hola, en voz alta–.Voy a buscar algunas bebidas fres-cas –dije–. Será cosa de un minuto.–¿Puedo hablar por teléfono? –me preguntó de

    pronto la dama de honor al pasar yo junto al diván.Dejó caer los pies al suelo.–Sí, sí, claro –respondí. Miré a la señora Silsburn

    y al teniente–. Creo que voy a hacer algunos TomCollins, si hay limones o limas. ¿Les parece bien?La respuesta del teniente me sobresaltó por su súbi-

    ta jovialidad.–Tráigalos –dijo, y se frotó las manos como un

    bebedor habitual.La señora Silsburn abandonó el estudio de las foto-

    grafías que había sobre el escritorio para decirme:–Si va a preparar Tom Collins, hágame un favor,

    apenas una pizca, una pizquita de ginebra en el mío.Casi nada, si no es mucha molestia.Parecía que empezaba a recobrarse un poco, aun

    en el breve tiempo transcurrido desde que habíamosabandonado la calle.Quizás, entre otras cosas, porqueestaba a pocos centímetros del acondicionador queyo había puesto en marcha y el aire iba en su direc-

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  • ción. Le dije que iba a buscar las bebidas y luego ladejé entre las «celebridades» menores de la radio decomienzos de los treinta y fines de los veinte, lasnumerosas caritas pasadas de moda de Seymour y miinfancia.También el teniente parecía muy capaz dearreglárselas solo en mi ausencia; se iba acercando, lasmanos juntas a la espalda, como un solitario enten-dido, hacia los anaqueles de libros. La dama de honorme siguió, soltando al salir de la habitación un bos-tezo cavernoso, audible, que no trató de contener nide ocultar a la vista.Mientras la dama de honor me seguía hacia el dor-

    mitorio, donde estaba el teléfono, el tío del padre dela novia se acercaba a nosotros desde el otro extremodel vestíbulo.Tenía en la cara la expresión de ferozreposo que me había hecho caer en la trampa