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1 UNIVERSIDAD NACIONAL DE SALTA LICENCIATURA EN CIENCIAS DE LA COMUNICACIÓN ASIGNATURA: PRÁCTICAS CRÍTICAS FICHA DE CÁTEDRA: LA CRÓNICA CULTURAL EN EL PERIODISMO NARRATIVO: CARACTERIZACIÓN Y PAUTAS PARA LA PRODUCCIÓN ESCRITA Mg. Paula Andrea Cruz SUMARIO 1. La crónica y el Periodismo Narrativo 2 2. ¿Qué es la crónica cultural? 3 3. Características 4 4. Estrategias discursivas de la crónica cultural 7 5. Pasos para la escritura de una crónica cultural 10 Anexos: Ejemplos de Crónicas Culturales 13 El mercado del arte. Dudú, la Baronesa de Arte BA (Camila Bretón) 13 Gay Talese va a los toros (Pablo de Llano) 19 Esther Alzaibar, pasión por la arcilla (Ileana Hernández Grillet) 22 Un náufrago en Veracruz (Elena Poniatowska) 25 Liliana Bodoc y el conjuro de Mendoza (Fernando G. Toledo) 28 Oé y su mamá (Juan Villoro) 33 Mario Testino. Un simulacro verdadero (Ana Wajszczuk y Raúl Trujillo) 35

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UNIVERSIDAD NACIONAL DE SALTA

LICENCIATURA EN CIENCIAS DE LA COMUNICACIÓN

ASIGNATURA: PRÁCTICAS CRÍTICAS

FICHA DE CÁTEDRA:

LA CRÓNICA CULTURAL EN EL PERIODISMO NARRATIVO:

CARACTERIZACIÓN Y PAUTAS PARA LA PRODUCCIÓN ESCRITA

Mg. Paula Andrea Cruz

SUMARIO

1. La crónica y el Periodismo Narrativo 2

2. ¿Qué es la crónica cultural? 3

3. Características 4

4. Estrategias discursivas de la crónica cultural 7

5. Pasos para la escritura de una crónica cultural 10

Anexos: Ejemplos de Crónicas Culturales 13

El mercado del arte. Dudú, la Baronesa de Arte BA (Camila Bretón) 13

Gay Talese va a los toros (Pablo de Llano) 19

Esther Alzaibar, pasión por la arcilla (Ileana Hernández Grillet) 22

Un náufrago en Veracruz (Elena Poniatowska) 25

Liliana Bodoc y el conjuro de Mendoza (Fernando G. Toledo) 28

Oé y su mamá (Juan Villoro) 33

Mario Testino. Un simulacro verdadero (Ana Wajszczuk y Raúl Trujillo) 35

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1. LA CRÓNICA Y EL PERIODISMO NARRATIVO

A diferencia de la forma tradicional de ejercer el periodismo, existe una

renovación periodística, un modo diferente de narrar que combina la literatura con el

periodismo. A esto se conoce con el nombre de “Nuevo Periodismo”, “Periodismo

Narrativo” o “Periodismo Literario”, designaciones que se usan indistintamente, siendo

la crónica uno de sus géneros por excelencia. Periodismo y Literatura se conjugan en un

todo que busca, al mismo tiempo, un punto intermedio entre la reflexión sobre la

realidad y el uso de técnicas literarias que permitan dinamizar las narraciones. De este

modo, se cuentan historias sobre hechos reales a través de un estilo ficcional que busca

propiciar una lectura placentera, capaz de sumergir al lector en un mundo plagado de

detalles. En la presentación de estas circunstancias, el cronista recurre a una diversidad

de recursos literarios, adjetivaciones, diálogos y a una caracterización amena de los

personajes, los espacios y demás componentes de la narración.

Con el Nuevo Periodismo se renuncian a los procesos de despersonalización de

la prosa informativa para asumir un punto de vista frente a lo que se cuenta. Este

fenómeno no es actual sino que podemos encontrar sus antecedentes ya en el siglo XIX

con las crónicas literarias de José Martí o Rubén Darío y a comienzos del siglo XX con

las obras de Roberto Arlt o Alejo Carpentier.

En los años sesenta del siglo pasado se produce una efervescencia cultural y una

serie de hechos (la primavera de Praga, las movilizaciones por los derechos humanos y

por el voto para la comunidad negra en Estados Unidos, la revolución cubana, el

Cordobazo argentino, etc.) que instalan la necesidad de dar cuenta de los

acontecimientos que se están viviendo. Surge, así, el testimonio, la preocupación por

dejar una memoria escrita de las revoluciones.

Con la literatura testimonial, se privilegia la voz de los testigos para dotar de

verosimilitud a lo narrado. En ese contexto, “Operación Masacre”, de Rodolfo Walsh

constituye la primera novela testimonial o de “no ficción” de América Latina. En ella se

conjugan la narración desde un punto de vista particular con la documentación y la

investigación, características esenciales del Nuevo Periodismo. Aspectos que diez años

después van a aparecer en otro autor considerado también un representante del género

en el contexto anglosajón. Nos referimos a Truman Capote con su novela “A sangre

fría”. Se destacan también Norman Mailer, Tom Wolfe, Hunter Thompson.

Al Nuevo Periodismo le interesa recuperar elementos literarios pero sin caer en

la pura ficción debido a que se corre el riesgo de escribir literatura, de ahí el énfasis en

la investigación de los hechos mediante entrevistas, observaciones, reconocimientos

territoriales y demás técnicas tendientes a lograr rigurosidad, sin dejar de lado la mirada

del sujeto periodístico.

A fines del siglo XX y comienzos del actual, presenciamos un gran interés por el

Periodismo Narrativo en tanto fenómeno que permite exteriorizar las emociones del yo

y donde lo que a simple vista pareciera ser exiguo de pronto deviene trascendente

gracias a construcciones literarias potentes y emotivas. Esto se observa en las escrituras

periodísticas de Tomás Eloy Martínez, Gay Talese, Carlos Monsivais, Elena

Poniatowska, Martín Caparrós, Juan Villoro, Gabriel García Márquez, Cristian Alarcón,

Leila Guerreiro, Sebastián Hacher, Hernán Brienza, entre otros.

En el caso de la crónica, podemos decir que hay una revalorización de este

género por sus aires de libertad y el desafío actual del periodista de evitar que en

nombre de esa amplitud se debilite una función básica del periodismo: la investigación.

Así lo expresa el periodista y escritor colombiano Camilo Jiménez:

“la crónica es un género tan libre y abierto como la novela; caben en ella todas las

voces, todas las texturas, todas las formas del discurso. Cada crónica es tan única como

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quien la escribe. Al lado –no debajo– de esa primera conclusión, hay otra igual de

gruesa: sin investigación, no hay periodismo narrativo. Los mejores cronistas no son

los que escriben mejor, sino los que hacen la mejor investigación, la más completa y

sólida. No es una cuestión de estilo ni de estructura: es una cuestión de

reporterismo”.

El auge de la crónica se manifiesta en la cantidad de concursos, talleres,

investigaciones en el campo académico y en la cantidad de revistas periodísticas en

formato papel y on line que en los últimos tiempos le han concedido un rol esencial,

tales como: El Malpensante, Gatopardo, Marcapasos, Letras Libres, Puercoespín, El

Faro o Anfibia, Esta última, con la publicación de sus “crónicas anfibias”, demuestra la

constante renovación del género.

2. ¿QUÉ ES LA CRÓNICA CULTURAL?

La crónica es el más literario de los géneros periodísticos. En tanto relato, posee

una superestructura narrativa que se despliega sobre un eje temporal. Cuando se narra

un acontecimiento cultural (la presentación de un libro, una muestra artística, la entrega

de premios a figuras del campo cultural, una velada poética, la vida de un artista, etc.)

estamos frente a una crónica cultural.

Podemos observar que en la crónica alguien (el cronista/periodista) elige un

narrador (construcción discursiva) para contar algo (un hecho) a alguien

(narratario/destinatario) adoptando un punto de vista o focalización. Se puede optar

por un narrador que se muestra como hablante con un alto nivel de presencia en el relato

o que se asocia al autor gracias, por ejemplo, al uso de la primera persona; o por un

narrador que toma distancia de los hechos al narrarlos sólo como si los hubiese

presenciado siendo un personaje testigo de la acción. También es muy común en la

crónica la presencia de un narrador semipersonal que incluye en su discurso diálogos

convocando con esta opción al narratario para que sea partícipe de las impresiones que

dichas interacciones le producen.

La crónica incluye personajes primarios y secundarios que cumplen diferentes

funciones actanciales (sujeto, objeto, destinador, destinatario, ayudante, oponente).

Éstos son presentados por el narrador en una estructura narrativa que exhibe un

encadenamiento de sucesos, los cuales se forman tras la unión de dos categorías: la

complicación y la resolución. Cada suceso ocurre en un contexto espacio temporal o

marco. La unión del marco y el suceso forman el episodio. La evaluación tiene lugar

cuando el cronista agrega una opinión sobre los hechos que cuenta.

Estas categorías se manejan con total libertad y con una preocupación por la

escritura. Martín Caparrós reconoce ese énfasis dado a la escritura: “La crónica es el

género de no ficción donde la escritura pesa más. La crónica aprovecha la potencia del

texto, la capacidad de hacer aquello que ninguna infografía, ningún cable podrían: armar

un clima, crear un personaje, pensar una cuestión”. Sin embargo, junto a la cuestión de

la escritura, debe añadírsele la disciplina reporteril, tal como lo expresa Roberto

Zamarripa: “La crónica es el género de mayor exigencia y rigor en el periodismo,

porque implica caminar, indagar, preguntar, cotejar, interpretar, resumir, explicar. El

género libre por excelencia supone la mejor disciplina de trabajo como reportero. El

género de la fexibilidad en el lenguaje y en sus formas implica el mayor rigor en los

básicos del periodismo”.

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3. CARACTERÍSTICAS

Al valerse de las técnicas literarias, la crónica cultural deja entrever un universo

lingüístico amplio y creativo. Ejemplo de esto es el siguiente fragmento de una crónica

de Leila Guerriero sobre el escritor Rodolfo Fogwill :

De pie, en la cocina, Fogwill calienta agua para el té en medio de un paisaje como los

que dejan las inundaciones cuando las aguas se retiran. En el suelo, en la mesada,

sobre la heladera, hay tostadas, servilletas de papel, yerba, fideos secos, ollas, pavas,

jarras, restos de comida, saquitos de té, carnets de afiliación a clubes, pomos de crema

Vichy vacíos. En el lavatorio, lleno de agua oscura, flotan, o se hunden, tazas, vasos,

platos, tenedores. En el living hay ropa, diarios, partituras, zapatillas, un telescopio,

binoculares, botellas de coca cola vacías, rollos de cables, rollos de soga, libros, cedés,

una estufa eléctrica, una estufa a gas. De una escalera que conecta con el entrepiso

cuelgan dos helechos y un racimo de perchas con suéteres, camisas, pantalones, bolsas

de tintorería y una computadora, la pantalla y el teclado cubiertos por grumos

endurecidos de polvo, tiempo, mocos. Pero Fogwill dice que es chocolate con saliva.

Leila Guerriero: “Máquina Fogwill”. Diario “El País” 19 septiembre 2011

Aunque hay una preocupación por la forma, no debe descuidarse la cuestión del

contenido. Así, por ejemplo, temas vinculados a la culpa, la poesía y la muerte son

tematizados en la crónica titulada “La última tarde con Seamus”, aparecida en la revista

cultural “El malpensante” poco después de la muerte del escritor irlandés Seamus

Heaney. El autor del texto mantuvo una estrecha amistad con el escritor premiado con el

Nobel de Literatura y así iniciaba su crónica:

Ya había caído la noche cuando salimos a la calle y caminamos despacio, charlando,

hasta llegar adonde había dejado parqueadero su carro. Al despedirnos, me agarró

súbitamente con fuerza y dijo: "No dejes de escribirme, aunque no te conteste".

El gesto me tomó por sorpresa. Estaba acostumbrado a su gran calidez, pero los

hombres del norte de Irlanda no suelen ser tan efusivos. Y Seamus era

inconfundiblemente un hijo del Ulster. Me sorprendió también lo que acababa de decir.

Él había respondido siempre a cuanta carta le hubiese enviado a lo largo de muchos

años. ¿Por qué no me iba a contestar ahora? De repente tuve plena conciencia de lo

muy cansado que se veía. Había un aire final, de adiós para siempre, en ese abrazo. De

hecho, desde el momento en que, unas horas antes, había desaparecido en el lobby del

hotel donde nos habíamos citado en Dublín, lo vi bastante envejecido comparado con

la vez anterior que estuvimos juntos, unos cinco años atrás. Claro que él, sin duda, me

habrá visto envejecido también a mí. Uno tiende a creer que es solo la otra gente la que

envejece. El tiempo nos devora a todos, de a poquitos. Alguna vez Seamus se refirió a

esto en una carta, citando al autor satírico Henry Reed y a su parodia de T. S. Eliot:

“As we get older we do not get any younger” (“En cuanto nos vamos envejeciendo, no

nos rejuvenecemos”).

Broderick, Joe: “La última tarde con Seamus”. Revista “El Malpensante”. Septiembre

de 2013- Edición Nº 145

El fragmento anterior da cuenta de un comienzo que atrapa al lector. En efecto,

el inicio de toda crónica debe ser potente, debe plantearse con firmeza de tal manera que

permita anticipar el carácter de este género. Eso ocurre en el siguiente ejemplo:

Yo, de entre todos los hombres. Yo, nacido en Lota, Chile, un pueblo que fue mina de

carbón y ahora es historia. Yo, cincuenta años recién cumplidos en una ciudad al sur

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del mundo en la que llevo ocho meses y que aún no conozco. Yo, de entre todos los

hombres. Yo, que soñaba en Lota con telas exquisitas, y que marché a París, tan joven,

para estudiarlas, para vivir con ellas. Yo, las manos hundidas en este terciopelo

bordado ochenta años atrás por hombres y mujeres que sabían lo que hacían. Yo, aquí,

en este espacio circular, solo, atrapado, mudo, las puertas cerradas por candados para

que nadie sepa. Yo, el más odiado, el más oculto, el escondido. Yo, de entre todos los

hombres, paso las manos por esta tela oscura como sangre espesa que se filtra en mi

sueño y mi vigilia y le digo háblame, dime qué quisieron para ti los que te hicieron. Yo,

Miguel Cisterna, chileno, residente en París, habitante pasajero en Buenos Aires, solo,

oculto, negado, tapiado, enloquecido, obseso, soy el que sabe. Soy el que borda. Yo soy

el hombre del telón.

Leila Guerriero: “El hombre del telón”. Publicado el 24 octubre 2008 en:

https://cronicasperiodisticas.wordpress.com/2008/10/24/el-hombre-del-telon/

La cónica prioriza la narración, no obstante, junto a ella aparecen segmentos

descriptivos, dialogales y comentativos, tal como se observa en la crónica que narra la

historia que hay detrás de la última novela póstuma de Roberto Bolaño titulada “El

espíritu de la ciencia-ficción” de la cual se reproduce un fragmento:

Cuando Roberto Bolaño visitó a Nicanor Parra en su casa de Las Cruces, en 1998, las

primeras palabras que el poeta le dirigió fueron en lengua inglesa. Era la bienvenida

con la que los campesinos de Dinamarca reciben al príncipe Hamlet. Aquel día,

Nicanor Parra y Roberto Bolaño hablaron de la vejez; de los fantasmas y la locura de

Shakespeare; de los accidentes de coches; de Nueva York y de los amigos muertos; de

los poetas y la nueva narrativa chilena; de México; de los Mapuches; de Pinochet. En

un momento de la visita, Parra condujo a Bolaño hasta la terraza, desde la que se veía

el océano y, al otro lado de la bahía, un bosque.

—¿Ves ese bosque? —preguntó Parra.

—Sí, lo veo —dijo Bolaño.

—¿Cuál bosque ves, el que está arriba o el que está abajo?, ¿el de la derecha o la

izquierda?

Bolaño no advertía nada especial, excepto algo parecido a un paisaje lunar. Tras 25

años de exilio, hasta los troncos de los árboles chilenos debieron parecerle

irreconocibles. Nicanor Parra insistió. Le sugirió que mirara el bosque de la izquierda.

—¿La ves? —inquirió. Bolaño vio algo que parecía un arañazo, una carretera o un

camino vecinal y, algo más arriba, un bosque. Parra le pidió que mirara de nuevo un

claro de árboles, algo más arriba.

—Es la tumba de Vicente Huidobro —dijo. Luego, Nicanor Parra le dio la espalda y

caminó de vuelta al salón.

Karina Sainz Borgo: “Roberto Bolaño, el inmortal”. Revista “Gatopardo”. Disponible

en: https://www.gatopardo.com/reportajes/roberto-bolano-inmortal/

Si bien, se suele recurrir a la primera persona gramatical, se aconseja no hacer

abuso de esta opción. Esto ocurre en el siguiente ejemplo:

Una noche, cuando tenía unos veintitantos años, regresaba a casa de mi hermana,

quien vivía entonces en un departamento sobre un cine de porno gay de Nueva York.

Era muy tarde y tomé un taxi que subía por Park Avenue hasta el Upper East Side.

Como sabe cualquiera que ha jugado Monopoly, Park Avenue es la avenida más rica y

tradicional de la ciudad, el patrimonio de esa época cuando las más fastuosas fortunas

sobre la faz de la Tierra eran las de los Rockefeller y los Getty. De noche, por esa

avenida, los taxistas van muy rápido porque casi no hay tráfico. Intentan pillar todos

los semáforos posibles en verde y, con suerte, pueden avanzar más de veinte calles sin

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tener que detenerse una sola vez. Muy cerca de donde está el Empire State, entre las

calles treinta y treintaicinco, de pronto el taxista tuvo que frenar. Sin pensar en nada,

frente a un semáforo en rojo, miré por la ventana y allí, apenas a unos diez pasos de

mí, en la acera, estaba Andy Warhol.

No era una escena muy feliz. Iluminados por los faroles de la avenida, detrás de

Warhol había cuatro o cinco japoneses, todos con cámaras y de corbata, haciendo unas

muecas de horror. Estaban inclinados abruptamente hacia atrás, con un gesto entre la

sorpresa y el miedo porque un forajido se estaba lanzando contra ellos. Era un hombre

espantoso y enorme, desgreñado y barbudo como un Rasputín, vestido en trapos, el

típico homeless enloquecido que dormía sobre las veredas, que nunca se bañaba y que

llevaba encima capas de todos los tipos de ropa, fuera verano o invierno. Ese hombre

se lanzaba hacia Warhol, y éste, como si fuese un dibujo animado —con su delgadez y

finura, su albinismo androide y pelo platino— se tiraba hacia atrás boquiabierto. Los

japoneses también. El efecto visual los presentaba como haciendo una ola en

miniatura, pero hacia atrás, y en un cuadro con una escena congelada. Esta vez

Warhol no era el pintor, era el retratado, y eso mismo, curiosamente, le daba un

aspecto de kitsch icónico. No acababa de asimilar la escena cuando de súbito el

semáforo cambió, y el taxista, queriéndose apartar de lo que parecía un lío callejero,

apretó el acelerador partiendo de esa esquina a gran velocidad.

Jon Lee Anderson: “Un Warhol de Horror”. “Etiqueta Negra” 100 . Febrero de 2012.

El estilo libre obliga al cronista meterse en la cabeza del personaje, incorporar

aromas y sensaciones, matizar los datos duros para interpelar al lector. Sergio Vilela

aprovecha estas licencias para contar el modo en que hace más de cincuenta años

anduvo tras los pasos de Mario Vargas Llosa. De ese periplo, surgieron estos párrafos

que conforman el inicio de su crónica:

“¿Quién te pegó más fuerte?”, le preguntó uno de sus verdugos. El cadete Vargas

Llosa miró nervioso a los dos alumnos de Cuarto Año que tenía frente a él, y respondió

como un novato que desconocía las reglas. “¡Usted, usted!”, dijo con obligada firmeza,

haciendo una seña al que le había preguntado. “¡Ah! ¿O sea que yo no te pegué tan

fuerte?”, reclamó el otro. “A ver, vamos a ver”.

Quería superar el golpe que su compañero había descargado contra el brazo del joven

cadete, a quien estaban bautizando cumpliendo ese ritual del que eran víctimas todos

los que ingresaban en el colegio. Al mismo tiempo, en el estadio, en los patios, en las

cuadras, en los baños, por todas partes, decenas de cadetes del Cuarto Año se divertían

dándoles una bienvenida de puñetes y patadas a los recién ingresados, los de Tercer

Año, los perros. Durante doce meses los nuevos cadetes cargarían la cruz más pesada

que existía en el Colegio Militar Leoncio Prado: ser perro era quedar confinado al

último escalafón de esa jungla escolar donde reinaba el más macho.

“¿Y ahora, quién ganó?”, le preguntó el otro de Cuarto Año, sin dejar de enseñarle los

puños.

“Sí, ahora usted”, dijo Vargas Llosa, presintiendo lo que vendría.

“¡Ajá! ¿Y yo nada? ¿O sea que yo nada?”, replicó el primer verdugo. “Pues vamos a

empatar la cuenta”.

Sergio Vilela: “El escritor y los perros”. “El Malpensante”, Junio de 2002- Edición Nº

39.

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4. ESTRATEGIAS DISCURSIVAS DE LA CRÓNICA CULTURAL

El sistema lingüístico es un amplio sistema de opciones a las que podemos

recurrir según los diferentes fines comunicativos. En el caso de la crónica, es posible

acudir a una variedad de estrategias discursivas.

Veamos qué ocurre en la siguiente crónica aparecida durante 2017 en la Revista

venezolana “Marcapasos” (http://revistamarcapasos.com/7897/raul-cardozo-el-

miniaturista-de-el-calvario/):

RAÚL CARDOZO, EL MINIATURISTA DE “EL CALVARIO”

Raúl Cardozo, el padre, pinta paisajes en cabezas de alfileres, granos de arroz, cáscaras de frutas y ha recreado escenas de la comunidad hatillana en piezas tridimensionales de pequeña escala. El ser creativo y divertirse con su oficio hace que la sonrisa nunca lo abandone. POR: LEONCIO BARRIOS. FOTO: IRAMA GOMEZ. AUDIOGALERÍA: GERARDO ÁLVAREZ

Si se googlea a Raúl Cardozo, artista plástico de El Hatillo, aparece un joven como de 30 años, con lentes, pelo y bigotes negros, barba al estilo Van Dyke, que crea piezas al estilo Pop Art, ese movimiento artístico que transforma lo cotidiano. Con esa información tocamos el timbre de la casa-edificio de los Cardozo, a la entrada de El Calvario. Alguien atiende a través de la reja:

—¿Viene al taller de Raúl? —Sí. —¡Raúúúúúl!

Y llega Raúl Cardozo, un hombre como de 60 y pico de años, sin lentes, el pelo

y bigotes grises, sin barba, que crea piezas precursoras del Pop Art, transforma los objetos cotidianos. ¡Increíble lo desactualizado del perfil en Google!, pero no es así.

“Aquí somos todos Raúl, mis dos hijos, Raúl Jesús y Jesús Raúl, diseñadores, artistas plásticos, y yo, Raúl Toribio, que me la paso inventando”, sonríe, lo que le da un aire amable, gentil.

Con su hablar pausado, aclara: “El que aparece en Google es Raúl, el mayor de mis hijos, a mí no me conoce nadie”, sonríe.

Precisamente, al que buscamos es a él, a Raúl, el viejo, el miniaturista, al desconocido, al fundador de esta dinastía de artistas.

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Raúl nos conduce escalera arriba y al entrar a la casa número 5, una fragancia se apodera del recién llegado, pero no es un aroma de Chanel. No se sabe si viene de un cuerpo o de la pulcritud del lugar, no hay jardín, pero una cierta alquimia debe producirse allí. No en vano Yudis, la esposa de un Raúl y madre de los otros dos Raúles, trabaja con fragancias. Además de las que vende en frasco pequeño, se respira en el ambiente una que se desprende de la generosidad y afecto de los habitantes de esa casa, como es habitual en los pobladores de El Hatillo.

“Esta casa es pegajosa”, dice Raúl, padre, quien ha oído decirlo de visitantes. Y sí, provoca quedarse allí entre tanto amor, cuido y dedicación que transmite cada detalle de aquel hogar (...)

Raúl, padre, se define como “toero” y cuando se le pide precisión, indica: publicista (por mucho tiempo pintó letras para avisos), herrero, mecánico, carpintero, dibujante, pintor, alfarero, diseñador industrial, juguetero. Todo eso sin asistir nunca a escuelas o institutos, solo viendo lo que otros hacen, practicando e inventando. Es un creador.

Eso se siente en su taller, una suerte de caja de Pandora donde van apareciendo sopletes, sierras, alicates, llaves maestras y cuanto instrumento pudiera servir para trabajar madera, alambre, hierro, arcilla, cartón, lo que tenga al alcance. Allí elabora rejas y muebles, arregla aparatos y crea piezas de arte, sobre todo, en miniatura, que él guarda en “el cajón de los recuerdos”: varias cajas identificadas ordenadamente desde donde extrae pequeñas obras que reconstruyen su memoria personal y parte de la de El Hatillo.

Raúl tiene la capacidad de arreglar piezas por intuición: “Yo resuelvo ‘cangrejos’, la gente me trae motores, aparatos, que no sabe cómo arreglar y se los reparo”. Pero también, como un alquimista, transmuta los objetos. “Yo tengo un don: veo las cosas antes de hacerlas, se me proyectan y las hago. Tengo celajes”. Así, entre otras muchas cosas, a un tripoide de automóvil lo hizo campana, el trípode de una cámara fotográfica es su ayudante de albañilería y un viejo “gato” para cauchos de camiones es una sorprendente prensa hidráulica para trabajar metales.

Siempre ha sido curioso, no para de averiguar, de buscar. Hace como 40 años, fue a la plaza de los artistas en la avenida Casanova de Caracas y conoció a Oscar Espinoza, uno de los pocos miniaturistas venezolanos que quedaban de la escuela de Raúl Santana, ese artista que al principio del siglo XX plasmó en miniaturas –un arte medieval, casi en extinción– escenas de la vida caraqueña que hoy se exponen en el Museo Criollo del Ayuntamiento Capitalino. Con esas enseñanzas, Raúl pinta paisajes en cabezas de alfileres, granos de arroz, cáscaras de frutas y ha recreado escenas de la comunidad hatillana en piezas tridimensionales de pequeña escala.

Esos trabajos dejan ver a un Raúl detallista, minucioso, inquieto. “No puedo tener las manos tranquilas”, y pareciera que la mente tampoco. Esa inquietud le viene de su padre, Luis Gabino Cardozo, agricultor, experto en hacer “chinas” para cazar pájaros, trompos de tapara (“de los mejores que había por su sonido”) y papagayos. “A él le gustaba inventar cosas. Además, era botánico: curaba el mal de ojo, mucha gente venía a consultarlo. Iba al jardín agarraba un sapo, le sacaba la piel y con eso curaba la erisipela. Muy bueno con las sobas. Recibía una vela por pago. A mí tampoco me gusta cobrar, nunca he vendido una pieza. Más adelante, papá fue barbero, de los primeros de El Hatillo y el último que afeitó a Bolívar –asegura Raúl con cierta malicia– y ante la sorpresa del entrevistador, complementa: “…después aumentó a dos bolívares y después a tres”, acentuando la sonrisa como cada vez que dice algo que le gusta.

Luis Gabino Cardozo, padre y abuelo de estos Raúles, fue uno de los fundadores de El Calvario. La magnitud de la casa que legó a sus cinco hijos permitió transformarla en un holgado apartamento para cada uno de ellos en lo que puede ser un edificio que bautizó Mi Arbolito y yo. Raúl ha replicado esa construcción en una maqueta a escala, ensamblada, que permite ver el interior de cada apartamento con las decoraciones que reflejan las características de cada una de las cinco familias Cardozo que ocupan el edificio.

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Su amor por El Calvario también lo llevó a crear una réplica, en arcilla, de la capilla del Nazareno en un antes y un después de la remodelación y es que el taller de Raúl, padre, es cálido, nostálgico.

Bajar la escalera del taller del padre no es solo dar un salto en el espacio sino en tiempo, al entrar en el de los hijos donde todo es tecnología: en ese recinto ellos imparten talleres para estudiantes de diseño y crean obras tipo Pop Art, ese movimiento que transforma los objetos cotidianos en arte; de alguna manera como también lo ha hecho, ingenuamente, sin saberlo, Raúl, padre (...)

Yudys expresa orgullo por el marido “que vive haciendo cosas por allí” y por los hijos a quienes quería hacer militares. “Pero quizás yo misma lo eché a perder porque cuando no se querían levantar, les decía: ‘Los voy a mandar para el cuartel’, y cuando llegaron a la edad de mandarlos para allá, por supuesto, ninguno quiso ir”, se ríe.

Raúl aspira a hacer algo de lo que hacen sus hijos: dictar talleres a los niños y jóvenes de El Hatillo. Y aún cuando a manera de lamento, dice: “la tecnología me pasó por encima”, tiene el poder del rey Midas de transformar objetos. Nada es igual después de pasar por sus manos. Ese ser creativo y divertido con su oficio, hace que la sonrisa nunca abandone a Raúl.

En el texto anterior, podemos observar las siguientes estrategias discursivas:

Creación de escenas a partir del efecto de “estar allí”

Raúl nos conduce escalera arriba y al entrar a la casa número 5, una fragancia se apodera

del recién llegado, pero no es un aroma de Chanel. No se sabe si viene de un cuerpo o de

la pulcritud del lugar, no hay jardín, pero una cierta alquimia debe producirse allí. No en

vano Yudis, la esposa de un Raúl y madre de los otros dos Raúles, trabaja con fragancias.

Inclusión de diálogos de gran realismo

Alguien atiende a través de la reja:

—¿Viene al taller de Raúl?

—Sí.

—¡Raúúúúúl!

Y llega Raúl Cardozo(...)

Yudys expresa orgullo por el marido “que vive haciendo cosas por allí” y por los hijos a

quienes quería hacer militares. “Pero quizás yo misma lo eché a perder porque cuando no

se querían levantar, les decía: ‘Los voy a mandar para el cuartel’, y cuando llegaron a la

edad de mandarlos para allá, por supuesto, ninguno quiso ir”, se ríe.

Uso abundante descripciones muy significativas

Si se googlea a Raúl Cardozo, artista plástico de El Hatillo, aparece un joven como de 30

años, con lentes, pelo y bigotes negros, barba al estilo Van Dyke, que crea piezas al

estilo Pop Art, ese movimiento artístico que transforma lo cotidiano.

Uso de metáforas, analogías, símbolos y referencias intertextuales

“Esta casa es pegajosa”

La magnitud de la casa que legó a sus cinco hijos permitió transformarla en un holgado

apartamento para cada uno de ellos en lo que puede ser un edificio que bautizó Mi Arbolito

y yo.

(...)tiene el poder del rey Midas

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Cuidada adjetivación. Siempre ha sido curioso, no para de averiguar, de buscar. Hace como 40 años, fue a la

plaza de los artistas en la avenida Casanova de Caracas y conoció a Oscar Espinoza, uno

de los pocos miniaturistas venezolanos que quedaban de la escuela de Raúl Santana, ese

artista que al principio del siglo XX plasmó en miniaturas –un arte medieval, casi en

extinción– escenas de la vida caraqueña que hoy se exponen en el Museo Criollo del

Ayuntamiento Capitalino. Con esas enseñanzas, Raúl pinta paisajes en cabezas de alfileres,

granos de arroz, cáscaras de frutas y ha recreado escenas de la comunidad hatillana en

piezas tridimensionales de pequeña escala.

Empleo de la ironía y el humor

(...)como un alquimista, transmuta los objetos. “Yo tengo un don: veo las cosas antes de

hacerlas, se me proyectan y las hago. Tengo celajes”.

(...) el último que afeitó a Bolívar –asegura Raúl con cierta malicia–

Palabras y frases que suenan

Eso se siente en su taller, una suerte de caja de Pandora donde van apareciendo sopletes,

sierras, alicates, llaves maestras y cuanto instrumento pudiera servir para trabajar madera,

alambre, hierro, arcilla, cartón, lo que tenga al alcance.

Caracterizaciones complejas de los personajes

Esa inquietud le viene de su padre, Luis Gabino Cardozo, agricultor, experto en hacer

“chinas” para cazar pájaros, trompos de tapara (“de los mejores que había por su

sonido”) y papagayos. “A él le gustaba inventar cosas. Además, era botánico: curaba el

mal de ojo, mucha gente venía a consultarlo. Iba al jardín agarraba un sapo, le sacaba la

piel y con eso curaba la erisipela. Muy bueno con las sobas. Recibía una vela por pago

Lenguaje muy urbano

Y llega Raúl Cardozo, un hombre como de 60 y pico de años, sin lentes, el pelo y bigotes

grises, sin barba, que crea piezas precursoras del Pop Art, transforma los objetos

cotidianos.

¡Increíble lo desactualizado del perfil en Google!, pero no es así.

5. PASOS PARA LA ESCRITURA DE UNA CRÓNICA CULTURAL

Para la producción de una crónica cultural, se parte de considerar que la escritura

es un proceso y, por lo tanto, existen una serie de etapas que se deben cumplir. A

continuación, damos cuenta de ellas:

a) ETAPA DE PLANIFICACIÓN

En esta etapa es necesario decidir qué se va a contar y desde qué punto de vista.

Cuando se trate de una crónica cultural, el periodista podrá realizar la cobertura

periodística de una presentación de un libro, la visita a un museo, un encuentro de

escritores, una exposición de arte y otra actividad cultural que será objeto de la

crónica. También es posible escribir la historia o trayectoria de un artista de la

región. Esto supone encarar antes un trabajo de campo y consulta de fuentes de

Periodismo Cultural, por lo tanto es conveniente buscar información sobre el tema,

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leer, fichar y sistematizar lo leído, reconocer antecedentes del hecho, consultar

archivos, etc. Concluidas estas actividades, se estará en condiciones de asistir al

lugar del evento cultural y/o acordar una entrevista (o más de una) con el artista o

colectivo artístico seleccionado.

Una vez allí, se debe observar todo; grabar y registrar lo más que se pueda

(formas, colores, texturas, ritmos, atmósferas, movimientos, olores, sabores)

habilitando todos los sentidos y anotando el producto de la experiencia mediante

una descripción densa. Será la oportunidad, además, de realizar otras entrevistas y

de recabar información.

A estos elementos, hay que añadir reflexiones sobre el arte y la cultura;

comentarios y experiencias personales (lecturas, vivencias, anécdotas);

comparaciones; analogías; etc. Luego, llega el momento de pensar cómo se

dispondrán los datos en una crónica, lo que supone revisar la estructura de este

género y decidir cuál será el objetivo de la crónica, el tipo de narrador, los

personajes, las estrategias discursivas, el pacto que se requiere construir con el

lector, el punto de vista que se adoptará, entre otras cuestiones retóricas. Se puede

hacer un mapa, esquema o índice para no perder de vista estas decisiones estéticas.

Un posible índice a completar es el siguiente:

ÍNDICE/ESQUEMA

Bajada

Titular:

Copete:

Elementos paratextuales:

Introducción de la crónica

Párrafo 1: idea a desarrollar – estrategias discursivas /recursos estilísticos

:

Cuerpo de la crónica:

Párrafo 2: idea a desarrollar – estrategias discursivas /recursos estilísticos

Párrafo 3: idea a desarrollar – estrategias discursivas /recursos estilísticos

Párrafo 4: idea a desarrollar – estrategias discursivas /recursos estilísticos

Párrafo 5: idea a desarrollar – estrategias discursivas /recursos estilísticos

Párrafo 6: idea a desarrollar – estrategias discursivas /recursos estilísticos

Párrafos subsiguientes: ídem

Cierre:

Párrafo final: idea a desarrollar – estrategias discursivas /recursos estilísticos

b) ETAPA DE REDACCIÓN

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Consiste en textualizar las ideas del índice o esquema anterior. Se recomienda

escribir “de un solo tirón”, sin considerar por el momento aspectos normativos que

impiden centrar la atención en las ideas.

c) ETAPA DE REVISIÓN

En esta etapa, se debe reescribir el borrador inicial producido en la faz anterior

las veces que sea necesario. La corrección del texto se realizará en sus diferentes

niveles (textual, oracional, lexical, normativo)

d) ETAPA DE EDICIÓN

Tras las correcciones y la obtención de una versión final, corresponde procesar

el texto mediante un programa informático para la selección adecuada de la

tipografía de los títulos y subtítulos, el diseño, el tamaño de la fuente, los colores,

etc. Se agregarán imágenes, infografías, videos y/o hipervínculos que propongan

una lectura amena de la crónica.

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ANEXOS: EJEMPLOS DE CRÓNICAS CULTURALES

El mercado del arte

DUDÚ, LA BARONESA DE ARTE BA Por Camila Bretón - Ilustración Mario Franco

Crónica aparecida en la Revista “Anfibia” (Disponible en:

http://www.revistaanfibia.com/cronica/dudu-la-baronesa-de-arte-ba/)

En su departamento de Barrio Norte, Gudrum María Franziskca Huberta Von

Thielmann tiene cientos de obras acumuladas con estética de saturación. Algunas

personas de su misma clase podrían creer que es kitsch, otros pensarían que así se

construye el buen gusto. “Dudú”, como la llaman, no se considera una excéntrica

aunque representa un tipo particular de coleccionista. En un mercado de arte sin

políticas públicas firmes, ella funciona como un motor de artistas emergente. Los

objetos que atesora, dice un coleccionista, la construyen como personaje y le sirven,

también, para valorizar su Fundación.

Al volver del baño, el hombre le preguntó: —¿ De quién es ese cuadro que tenés colgado frente al inodoro? Y Gudrum María Franziskca Huberta Von Thielmann, “Dudú”, dijo: —De un artista turco de los años 70. Me costó veinte dólares. El hombre, que era turco, le comentó que esa obra era muy buscada por un coleccionista de su tierra. Le propuso, por qué no le sacaba una foto y se la mandaba. Dudú lo hizo. Y, excéntrica, fina, audaz, con un gran instinto por la calidad artística, según dice, la vendió en miles dólares.

Dudú entra al barrio joven de arteBA, la muestra de arte más importante de la Argentina, toma una copa de champagne y saluda. Se mueve cómoda, con la postura natural que tienen las señoras elegantes pero sin el acartonamiento que puede verse en otras personas que andan por ahí. Mira los stands con curiosidad, busca a los artistas, habla con ellos. Dice que volverá. Y vuelve, una, dos, tres veces hasta que en algún momento se detiene frente a una obra neo art que la emociona. Se ve identificada, siente una mezcla de adrenalina y dolor en la panza; un síntoma que reconoce y sabe, no se irá si aquello que está frente a sus ojos no pasa a ser suyo. Entonces la compra. Vive en un departamento en Barrio Norte en el que acumula más de mil obras de arte. Obras que están en las paredes, los techos, dentro de los baños, apoyadas en el piso, o afuera, en los balcones. Son pinturas, esculturas, fotografías, instalaciones que se mueven, estructuras neo art que encandilan o columnas intervenidas. Obras de artistas como León Ferrari, Marta Minujin, Le Parc, López Armentía, Stupia, o García Uriburu. No las vende; dice que compró muy barato. —Over the years me di cuenta de que tengo un buen ojo y que las cosas que he comprado han subido de valor, por eso ahora estoy haciendo una lista de todo lo que tengo para mis chicos, porque no creo que ellos quieran seguir viviendo con todo esto.

A las cinco de la tarde de un martes, Dudú, de pelo corto plateado, ojos bien claros y rasgos anglosajones, está sentada en uno de los sillones de su living. Toma café Nespresso y ofrece masas

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secas. Frente a ella hay una mesa de vidrio, con parte de la colección de novecientas representaciones de manos hechas de marfil, madera, piedra y metales. Símbolo de protección de la cultura árabe, que el museo Jeu de Paume de París ofreció comprarle pero que ella no aceptó. También, alguno de los libros publicados por Ediciones Larivière, una de las pocas editoriales argentinas que publica trabajos fotográficos de la que ella es fundadora junto con Jean Louis Larivière, socio y amigo con el que suele ir a muestras, ateliers, cenas y viajes. Hija de un barón, que era primo de la familia real de Inglaterra, pasó su infancia en un castillo en Bavaria, Alemania, hasta que a los 21 años, en una fiesta en Munich, conoció a otro barón- Hubertus Von Thielmann- un hombre que, lejos de los castillos de la realeza, había estudiado comercio exterior en Hamburgo y era el responsable de abrir nuevos mercados en países subdesarrollados para la compañía farmacéutica y de productos químicos alemana, Hoechst. Esa noche bailaron juntos y él, sin darle ni un solo beso, la invitó a visitarlo en Beirut. Ella, sorprendida por la invitación pero cautivada por el sentido del humor y la sabiduría del barón, fue y a los pocos meses se casaron y tuvieron dos hijos: Florian y Constantin. Enviados por la empresa donde trabajaba su marido, que murió en 2012 tras sufrir cáncer, los Von Thielmann vivieron en Egipto, Irán, Turquía, el Cairo, El Líbano y por último en Buenos Aires. Desde entonces Dudú pasó a ser un agente fundamental para el crecimiento del arte en Argentina. Apoya a jóvenes que están comenzando con su carrera artística. Lo hizo con Carlos Regazzoni en los 80′, recomendando su obra en toda reunión social cuando nadie lo conocía; con Guillermo Kuitka en 2002, llevándolo a exponer a Berlín, gracias a su amistad con el alcalde de la ciudad europea y ahora con Eduardo Basualdo. Además es socia de Nueva Editorial, del dibujante Ricardo Siri, Liniers, parte del comité Internacional de ArteBA y todos los años organiza torneos de bridge en las embajadas y eventos a beneficio para la Fundación de Esclerosis Múltiple Argentina (EMA) de la que es fundadora. —Empecé a comprar arte en el año 71, cuando tenía 26 años y vivía en Estambul. No me preguntes por qué, pero ahí, en los bazares, compré por veinte, treinta dólares cosas que me gustaban. A mi marido le gustaban menos porque de a poco llené todas las paredes. Nada muy dramático en ésa época. En algún cajón de este departamento sobrecargado de objetos hay una foto guardada donde se ve a Dudú junto al artista argentino Carlos Regazzoni. Es 1982 y la fotografía fue tomada en un pequeño taller, en los galpones ferroviarios que el artista argentino que comenzó como linyera ocupa detrás de la Villa 31. Allí compró su primera obra argentina. Una noche en la que un amigo la llamó y le dijo: “Dudú, acá hay un hombre que es muy talentoso, porqué no venís a ver”. Ella, curiosa, fue a tomar unas copas de vino y algo de la estética y del ambiente bohemio del lugar la cautivó. —En aquellos años había muy poca gente comprando arte contemporáneo argentino. Estaba Eduardo Constantini, Ricardo Esteves, de quién compré mucho cuando se orientó hacía el arte más abstracto, y Carlos Pedro Blaquier (uno de los mayores coleccionistas en el país, imputado por presunta participación en secuestros y otros delitos ocurridos en la última dictadura militar) pero ellos coleccionaban sin una línea lógica. No había ferias, ni grandes eventos de arte. Imaginate que ArteBA solo tiene 23 años. El coleccionismo privado de arte empezó como una práctica aristocrática de la elite dirigente en la Argentina a fines del siglo XIX y casi siempre terminaba con su donación, por ejemplo, al Museo Nacional de Bellas Artes, con la idea de contribuir al desarrollo de la alta cultura en el país. Mariana Cerviño, Becaria del Conicet, en su trabajo No, yo tampoco. El amor al arte, probablemente. Notas sobre el coleccionismo de arte contemporáneo argentino, explica que en aquel entonces los espacios de consumo de arte eran lugares de sociabilidad, donde se encontraba la elite y los aspirantes a pertenecer. No parece algo muy distinto a lo que pasa hoy. Pero a fines del siglo XX, sobre todo en la década del 90, apareció un nuevo coleccionismo de banqueros o empresarios que destinan parte de sus ahorros a la compra de obras contemporáneas, guiados por sus gustos personales y la adaptación de esas obras a su vivienda particular. En los 90 también se sumaron otros al esquema clásico de elite: algunos de los más importantes fueron Amalita Lacroze de Fortabat y su nieto Alejandro Bengolea, Nelly Arrieta y Carlos Pedro Blaquier, Eduardo Constantini, Jorge Helft y Mauro Herlitzka.

Cristina Carlisle además de ser una de las mejores amigas de Dudú es la representante en la Argentina de la casa de subastas internacional Christie’s. Cristina lleva un look parecido al de todas las ejecutivas exitosas que almuerzan en hoteles cinco estrellas del micro-centro: tallieur, stilettos, pañuelo de seda, pelo carré y un cuerpo estilizado. Estudió historia del arte, museología en París y por 18 años escribió en la sección Art News del New York Times. Cristina conoce a todos los

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grandes compradores de arte en Argentina. Su trabajo consiste en ir a casas y departamento a tazar obras, vender, comprar y conectar a sus clientes con especialistas de Hong- Kong, Berlín o Nueva York. Conoció a Dudú en Francia, en los años 70, por amigos en común. “Después, cuando vino a vivir a Buenos Aires nos reencontramos y nos hicimos muy amigas. Ella es un personaje muy especial, divertida, con un poder de convocatoria como ninguna otra persona que yo conozca. Las largas cenas en su casa son famosas en el ambiente”, dice mientras toma un té, sentada frente a una mesa en un bar boutique a la vuelta de su oficina. Cristina Carlisle, sin dar nombres, como si esa información fuera sólo para elegidos, gente especial, “gente como uno”, confiesa que existen más coleccionistas en el país de lo que se cree. Y que Dudú es un referente, no tanto por su colección, sino por sus contactos y conocimientos de arte contemporáneo.

Las famosas comidas en lo de Dudú las prepara Marta, la ama de llaves que hace más de 30 años trabaja en la casa de los Von Thielmann. Muchas veces es ella quien se encarga de llamar por teléfono a los amigos galeristas, artistas o coleccionistas de su jefa, para agasajarlos con goulash o risotto y abundante vino tinto. El fotógrafo Marcos Zimermann, cuenta que una de las tantas veces que cenó en la casa de la baronesa, comió con el embajador de Francia y una pareja de jóvenes músicos que Dudú había conocido esa misma tarde, cuando tocaban en una de las calles del Abasto. “Ella es la personas más generosa que yo conocí en mi vida. Si viene a mi casa y se va en taxi, estoy seguro de que al otro día el taxista estará cenando en su casa también”, bromea Zimermann.

En este departamento, una vez por año, se organizan algunas de las reuniones privadas para los visitantes internacionales de ArteBa. Cada vez es más frecuente que los coleccionistas que conviven con sus obras, abran sus casas como espacios de exhibición. Las razones son filantrópicas y marketineras: entre empanadas de carne y copas de champagne, los anfitriones generan consensos y promocionan a sus artistas. Estos encuentros en lo de Dudú son para 12 o 14 personas: directores de museos, galeristas o coleccionistas extranjeros, que sin mucho lugar para moverse, hablan de arte y exposiciones pero nunca de dinero.

Aunque no haya estudios cuantitativos sobre el coleccionismo en el país, según los artistas plásticos consultados, se calcula que existen alrededor de 40 coleccionistas activos que compran, venden y acumulan obras de arte argentino. De ellos, solo 15 buscarían asiduamente arte contemporáneo. Sin embargo, en los últimos años han aparecido nuevos actores en el campo artístico que se animan a entrar en el mundo del arte. La mayoría son jóvenes profesionales con carreras ascendentes, herederos millonarios o nuevos ricos. —A (León) Ferrari, que tengo uno ahí abajo, después te muestro, le compré un cuadro a dos mil euros, que en ese momento me pareció so expensive y hoy me ofrecen doscientos mil dólares. Pero yo no vendo Latin American Art. De argentinos, uruguayos o chilenos no vendo nada —dice Dudú, con un ligero acento alemán. Habla sentada en el living de su casa, decorada con una estética de saturación que para muchos puede ser kitch y para otros la construcción del buen gusto. Es tanta la obra reunida en esos cuartos que contrató a una persona para registrar cada obra con nombre, fecha, autor, precio, porque “hay que guardar todo”. —¿Dónde buscás a los artistas que aún no son tan reconocidos? —Voy a Espacio Forest, en Palermo, a la galería de Naty Sly o a Miau Miau, aunque donde más me gusta ir es a los talleres y conocer al artista en su ambiente, como en el Open Studio de Ricardo Rozemblum. Allí conocí a Eduardo Basualdo que hace tres años nadie sabía quién era y ahora está exponiendo en Berlín.

BSM Art Building queda en una ex fábrica de tanques de oxígeno en el Barrio de Once. Por fuera el edificio de techos altos y paredes despintadas parece abandonado. El propietario es Guillermo Rozemblum que, a cambio de obras, les da a futuras promesas del arte un espacio para trabajar. Aquí crean Las Conchetinas, Oligatega Numeric, Provisorio Permanente, Nicanor Aráoz, entre otros. Y aunque muchas veces no haya luz ni agua, a la noche, cuando se hacen los “Open Studios” un guardaespaldas vestido con traje oscuro da la bienvenida en la puerta de entrada y cuida que ninguno de los manteros de la zona se confunda y entre a la exclusiva muestra de arte que nunca sale publicada en los medios. En este lugar, subiendo las escaleras hasta el segundo piso, Eduardo Basualdo, artista plástico, ganador de la beca Kuitka 2010, tiene su taller. Sentado frente a una mesa de dibujo con bocetos de obras que todavía no hizo, cuenta que el ambiente en la Argentina lo sostienen las clases altas. “El estado todavía no pone un peso y eso nos vuelve muy dependientes

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de ideologías únicas. Ese grupo pequeño es quien banca hoy nada menos que la historia del arte local”. Existen distintos tipos de coleccionistas: los que acumulan y guardan, los que renuevan constantemente y venden, los que exponen y dejan todo a sus hijos. Hay colecciones en movimiento, estáticas, privadas y públicas. Están aquellos que coleccionan varias obras de un solo artista y otros que compran un solo ejemplar de cada uno. Pero la alianza entre artista y coleccionista es fundamental para cualquier argentino que esté comenzando una carrera y quiera vender su obra. “Para poder instalar el arte contemporáneo de nuestro país fuera del territorio son necesarias redes y personajes, como Dudú, que se convierten en un agente fundamental. ArteBA, que es el espacio de mayor visibilidad de arte contemporáneo del país, es dirigido, entre otros, por Facundo Gómez Minujin, (hijo de Marta Minujin y Presidente regional del banco J.P Morgan), la Sociedad Rural y muchas de sus reuniones privadas son organizadas en la casa de Dudú,” dice Basualdo.

Es 1987, la empresa donde trabaja el barón Von Thelmann destina al empresario al Extremo Oriente pero Dudú decide quedarse en Buenos Aires. Dejan su casa quinta en Las Lomas de San Isidro y se mudan a un departamento en Recoleta. “Ese año que mi marido se fue pude hacer locuras, empecé a comprar mucho, aquí, en Chile, en Uruguay”, cuenta. Ese mismo año, también, la casa de remates Sotheby´s le ofreció ser la representante en Argentina de arte latinoamericano. Esto implicaba entrar en el negocio: comprar, vender, ser el nexo con otras partes del mundo. Y a pesar de que nunca antes había trabajado, aceptó. “A mí la idea me fascinó. Recuerdo estar estudiando con catálogos, tapando los nombres para aprender de memoria de quien era cada obra”, cuenta Dudú. Pero sus constantes viajes, acompañando a su marido por Birmania, Japón o Filipinas hicieron imposible continuar con su trabajo en la casa de remates internacional y decidió renunciar.

Carlos, que prefiere no decir su apellido, tiene 68 años, es agente de bolsa, vive en San Isidro y es socio del Náutico. En el living de su casa, entre otros cuadros, tiene colgada una obra del artista argentino Quinquela Martín. Dice que la compró porque le gustó, porque es un lugar más donde invertir su dinero. A Carlos no le interesa fomentar nuevos artistas ni comprar obras de personas que nadie conoce. Tampoco ir a eventos de moda ni muestras de fotografía. A Carlos le interesa que su casa esté decorada con buen gusto y que el día de mañana esa obra (y otras tantas que guarda en el altillo) pueda venderse a un mejor precio de lo que la compró. Sabe quién es Dudú, la conoce por su trabajo en la Fundación de Esclerosis Múltiple y opina que los objetos que la baronesa atesora en su casa la construyen y le dan valor a ella como personaje. “Eso es importantísimo para personas que buscan fondos en instituciones y fundaciones”, dice. El nexo entre arte y ONGs es visible. En 2006, por ejemplo, la exposición Cow parade desparramó a este simpático animal por distintos puntos de Buenos Aires durante tres meses. Cada animal fue concebido por distintos artistas. Finalmente, las vacas se subastaron y la recaudación fue donada al Instituto Leloir y la Fundación de Dudú, EMA. En una nota publicada el 29 de junio de 2006 en el diario La Nación, Alicia de Arteaga escribe: “Solo el imbatible espíritu de la baronesa bávara Dudu von Thielmann, integrante de la comisión directiva de EMA y organizadora del Cow Parade, y de Fernando Echagüe (Fundación Leloir), hizo posible la extraordinaria recaudación del remate”. Se superaron los cálculos más optimistas: las vacas se vendieron a un promedio de 18.000 pesos cada una. Gente como Carlos, no se ve en la inauguración de la muestra de los fotógrafos Diego Alezandre y Estefania D Esperies. Hoy, en el Centro Cultural Borges, solo hay gente con perfil alto. Están los actores Mike Amigorena, Julieta Cardinalli, Miuki Madelaire, el relacionista público Wally Diamante y cinco minutos después llegarán Jean Louis Larivière y Dudú Von Thielmann. Ella, con sweter y aros rojos, él con saco cruzado, corbata y pañuelo también rojos, saludan amigables y con una copa de vino en la mano, se quedan veinte minutos en la recepción, rodeados de invitados, felicitan al artista y se van, apurados, a un concierto de tango. Susan Thornton, en su libro Siete días en el mundo del arte (2008, Edhasa), explica que a los miembros de ese universo les resulta de especial importancia coleccionar por motivos “correctos”. Entre los motivos “aceptables” están el amor al arte y el deseo filantrópico de apoyar a los artistas. Los coleccionistas establecidos detestan a los trepadores sociales que solo piensan el arte como inversión. Lo importante, para cualquier coleccionista de arte contemporáneo, es ser los primeros en visitar el taller de un artista, los primeros en comprarle obras y los primeros en exhibirla. Así formarán parte de su vida y del camino profesional que tomarán. Es un compromiso mutuo: los artistas emergentes primero muestran sus obras a los coleccionistas atentos a su trabajo y después las exponen en público. Esto significa que muchas veces en las Ferias como ArteBa, las obras exhibidas estén reservadas antes de la inauguración.

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El hijo mayor de Dudú, Florian, llega a la casa quinta de Jean Louis Larivière en un Renault break viejo. Aquí tiene su consultorio privado de osteopatía y es dónde su madre guarda la colección de arte popular. La casa, de una sola planta rodeada de un jardín que ocupa casi toda la manzana de un barrio residencial en Zona Norte, está decorada con máscaras mexicanas, plumas brasileras, objetos de barro peruanos y fotografías argentinas. Los desnudos de Marcos Zimermann en la cocina o el retrato de Mirtha Legrand con el ex presidente Carlos Menem del fotógrafo Marcos López en el pasillo, son algunas de las imágenes que se ven antes de pasar al living y el comedor. —La curadora que está categorizando todas las obras de mamá todavía no vino a esta casa. Falta pensar que evolución va a tomar eso, si conviene tenerlo todo colgado, o hacer algo para que pueda acceder el público, no sé —dice el hijo mayor de Dudú, de 42 años, con un acento extraño, entre alemán, español e inglés. Florian nació en Turquía y después de terminar el secundario en el colegio pupilo St. George´s College de Quilmes, hizo el servicio militar en Alemania, vivió en París, estudió comercio exterior en Hamburgo, consiguió su primer trabajo en Rusia y terminó en Ibiza, desde donde trabajó para una marca internacional de motos de Rally. Volvió a la Argentina hace cuatro años y sin estar muy seguro de qué hacer, se instaló en el departamento de su madre para cuidar a su padre enfermo y estudiar osteopatía. Ahora atiende a no más de cinco pacientes por semana en su consultorio de Palermo, y hace pocos meses se anotó en un curso de sanación pránica en la Universidad del Salvador. –¿Cómo es convivir con una madre coleccionista? —Ella aumentó el caudal de arte cuando nosotros ya nos habíamos ido de la casa. Yo creo que es algo medio compulsivo, no es muy normal. A veces pienso, ¿a dónde va su viaje?, ¿para qué tanto?, porque… ¿qué es acumular? Si pensamos un poco tiene que ver con algo que no podés soltar del pasado. Hoy ya me cuestiono qué vamos a hacer con todo esto. La primera medida que tomamos con mi hermano este año fue emplear a una curadora para que haga un stock con un programa que trajimos de Suiza especial para colecciones privadas y así tener todo catalogado.

Con su hermano Constantin, radicado en Viena, se encuentran en Punta del Este. En la misma casa frente al mar que en 2008 les alquiló Ralph Lauren, la familia pasa las fiestas cada año. Era el lugar preferido del Sr. Von Thielmann, quien ocupaba sus días entre la escritura y el golf mientras su esposa iba a muestras, inauguraciones y organizaba cenas con amigos que veranean en la misma costa uruguaya. —Recuerdo ver gente que llegaba a las ocho de la mañana con una botella de champagne en la mano porque sabía que era una casa que siempre estaba abierta. Igual, generalmente, ella se queda hasta el 20 de enero y después viaja a Francia o a algún lugar exótico. Pero mi padre se quedaba todo el verano, hasta marzo —cuenta Florian.

En 1992, Dudú y Jean Louis Larivière, conocido coleccionista de fotografía Latinoamericana, crearon Ediciones Larivière y publicaron el libro de fotografías Estancias Argentinas. Le siguieron Jardines Privados de Buenos Aires, Puerto Madero y Grandes Residencias de Buenos Aires, entre muchos más. —La mayoría son libros de fotografía porque creemos que si no lo hacemos nosotros va a faltar una documentación. No son libros que se vendan muy bien porque ¿cuántos coleccionistas de fotografía hay en la Argentina? Muy pocos y con el gobierno que tenemos es muy difícil sacarlos del país así que estamos en un momento complicado —dice Dudú. Hoy la editorial cuenta con la publicación de los trabajos de artistas como Sara Facio, Adriana Lestido, Marcos López, Marcos Zimmerman, Gaby Messina o Facundo de Zubiría; y desde 2011, junto con el dibujante Ricardo Siri, Liniers y su mujer Angie Erhart Del Campo crearon La Editorial Común donde publican novelas gráficas de escritores y dibujantes argentinos. En un mail, Liniers describe a su socia: “Cuando la conocés te queda prendida al cerebro, es imposible que pase desapercibida. Creo que su pasión por la vida queda explícita ante su pasión por el arte. Necesita vivir cosas nuevas constantemente como viajar, ver, conocer y el arte es un medio perfecto para el que necesite eso”.

Después de terminar su Nespresso, Dudú se para y dice: “Vení, vení que te muestro”. Y entusiasmada comienza a recorrer la casa, encendiendo luces y abriendo puertas. Es poco el espacio que queda para caminar. A donde uno mire hay libros, marcos, lienzos, fotografías, ilustraciones, vasijas, cuencos, plumas, tejidos y muebles que generan un clima de decoración

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neohippie. Son tantas las obras expuestas una al lado de la otra que todas juntas crean una estética de saturación única y particular. ¿Cuántas horas de trabajo y dedicación se necesitan para comprar todo esto?, ¿cuántos países, talleres y artistas hay que conocer y recorrer para cubrirlo todo y no dejar ni un solo lugar blanco en la pared? Los textos más teóricos sobre el coleccionismo relacionan esta actividad con los conceptos de permanencia y finitud. Las colecciones siempre sobreviven al coleccionista. En el psicoanálisis, por ejemplo, la actitud de acumular obsesivamente objetos, es la forma que los coleccionistas encuentran para defenderse de la muerte. Tener todo ese material, dice su inconsciente, los protegería contra la pérdida. —Esta columna es de García Uriburu, todo el mundo la quiere porque él no vende más; esta es de Eduardo Basualdo, es un huevo con luz que me encanta, pará que la enciendo; esto es de Nicola Constantino ¿la conocés?, acá tenés a Marcos López, esta foto nunca se vendió en Argentina porque a la gente le daba shock. En la imagen que ocupa toda la cabecera de su cama matrimonial se ve a un hombre recostado con el pene sobresaliendo del calzoncillo. La foto es una versión de “La buena fama durmiendo” de Álvarez Bravo, de 1938. —Cuando la compré Marcos me dijo: “Vos sos la única que se animó”. Y años después se vendió en Nueva York, en todos lados. Yo la quería en el living… pero bueno. Acá en el balcón, vení, vení, ¿ves? —Dudú sale al balcón y señala con el dedo al techo— Eso es Liniers, lo compré cuando él lo quería vender por pedacitos pero yo le dije no-no-no, me lo vendés todo o nada. A él lo conocí por su suegra, Cristina Erchart del Campo que trabajaba conmigo en EMA . Esto que está acá lo compré ahora en el barrio joven de ArteBA, creo que lo pagué ocho mil pesos, es de un artista tucumano que no se cómo se llama pero me encantó, esto es pará, pará, quedate ahí, no pases, esperá —dice y camina hacía el balcón del departamento lindero, enciende una gran estructura con forma de arco, cubierta por lamparitas rojas que titilan y lo iluminan todo- los sillones con sus mantas tejidas a mano y almohadones multicolores, las macetas pintadas de fuxia, las esculturas en hierro y las figuras de dos parejas de hombres abrazándose, realizadas con luces de neón. —Podés creer que desde que puse esto afuera me llaman del Palacio Duhau, que está ahí enfrente, porque sus clientes piensan que es un night club y quieren subir. Al poco tiempo de mudarse al edificio, Dudú compró el departamento de al lado y unió los dos balcones. Lo hizo para que allí se instalara su marido cuando se jubiló y cada uno pudiera tener su espacio. —Al principio a él la idea de vivir en dos departamentos le pareció un poco complicada pero al final me dijo “ok, yo me instalo acá, pero vos no me invadís con tus obras”. Pero yo, cada vez que él se iba a jugar al golf, tac, tac, tac, clavaba un cuadro. Entrando por la puerta-ventana del departamento donde vivió el Sr. Von Thielmann, se ven otros livings, otros dormitorios, otros baños y más obras de arte tapizándolo todo. —Acá tengo a Antonio Seguí, de los años 60, que el año pasado vino a visitarme y se sorprendió cuando lo vio porque no sabía que lo tenía yo. Esto acá al lado es de López Armentía y esto, que está apoyado, es de Marta Minujin que lo tendría que poner afuera o no se, hay que ver. En un ámbito en el cual hay que tener cierta sensibilidad por lo material y ojo para reconocer cuales son las obra sintomáticas de un artista, Dudú prefiere el arte de los vivos, el arte de su época y piensa que el arte contemporáneo en América Latina es interesante porque todavía es “barato” y de muy buena calidad. -Creo que hay un futuro próspero para los artistas argentinos emergentes. Yo compré obras por doscientos o trescientos dólares que hoy están a cincuenta, sesenta mil dólares. Por eso cada vez hay más jóvenes que empiezan a coleccionar, cosa que antes no pasaba. Latin American Art está por despertarse. El mundo entero está mirando hacia acá porque la gente se da cuenta que las obras son fantásticas y están a mitad de precio que en Nueva York o en el Extremo Oriente. Ya son las siete de la tarde y Dudú dice que tiene que prepararse para salir. Unos días después de la entrevista viajará a Europa y se quedará allí cuatro meses. Visitará a su hermana en el castillo de Baviera, a su hijo Constantin en Viena, pasará por París y presentará en Alemania la última novela que escribió su marido antes de morir. Después regresará a Buenos Aires, irá a distintas muestras, exposiciones, ateliers y seguirá viajando con Jean Louis Larivière en busca de nuevos artistas, para agregar obras a su colección, aunque ya no le quede mucho espacio y no sepa dónde ponerlas.

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ETIQUETA NEGRA 104 SEPTEMBER 19, 2012

GAY TALESE VA A LOS TOROS El cronista que convirtió un resfrío de Frank Sinatra en un gran acontecimiento

visitó Madrid. Allí, luego de pasear por escenarios de toreros y pintores,

el señor que hace demasiadas preguntas no obtuvo todas las respuestas.

¿Qué aburre a un maestro de la curiosidad?

Una crónica de Pablo de Llano

Ilustraciones de Omar Xiancas

A sus setenta y nueve años, Gay Talese, el mayor cronista vivo de Estados Unidos, quería ir a

una corrida de toros. Tras una hora en la plaza de Las Ventas de Madrid, después de ver matar a

cinco animales, a un torero con un muslo ensangrentado y a otro lanzarse de cabeza por detrás

de la barrera del ruedo perseguido por una bestia de cuatrocientos kilos, su esposa aprovechó el

descanso previo al último toro de la tarde para decirme algo en voz baja. «Gay pregunta si ya

nos podemos ir». Él estaba de pie a su lado, listo para huir lo antes posible. Tenía puesto su

sombrero panamá de color camel y se había metido bajo el brazo un periódico que había tomado

prestado del bar de su hotel. Pero un toro más salió al ruedo, los veinte mil espectadores de la

plaza volvieron a callarse, y Talese tuvo que sentarse otra vez sobre su almohadilla de plástico.

Diez minutos más tarde acabó la función. En el camino de salida, Talese, vestido con unos

mocasines y un traje a medida como del siglo pasado, miró de nuevo al ruedo. Un carro de

caballos arrastraba hacia fuera el cadáver del sexto toro que dejaba un rastro de sangre en la

arena. «¿Ahora lo cortarán en pedazos?», preguntó. Dijo que aquello le recordaba a Floyd

Patterson, un excampeón de los pesos pesados que le había contado que no se sentía capaz de

odiar a sus rivales. «Los toros me han dado lástima, como cuando Liston o Ali le pegaban a él

aquellas palizas». Al maestro de los cronistas del detalle, el mundo de la tauromaquia —que

había excitado el pincel de Picasso y la máquina de escribir de Hemingway— sólo le provocó la

duda de un carnicero y el recuerdo de un boxeador al que no le gustaba dar golpes.

De niño, Talese fue un estudiante mediocre. «Yo era bueno en una cosa para la que no había

calificación —dijo en otra entrevista—: la curiosidad». Como todos los niños, se distraía en la

escuela centrando su atención en objetos menores, como una tiza o un borrador, o mirando a la

joven sustituta de la maestra de Composición en inglés. En su adolescencia, espiaba a las

parejas que se juntaban de noche al borde del mar de su pueblo, Ocean City, y el sacerdote de su

parroquia pronosticó que el futuro autor de La mujer de tu prójimo, un libro sobre la liberación

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sexual de los setenta que Talese documentaría dirigiendo en persona una casa de masajes, sería

un degenerado. En la escuela secundaria, escribió en un semanario de su pueblo sobre las

derrotas de los equipos de fútbol y béisbol de su colegio. En la universidad escribió una historia

sobre un estudiante de más de dos metros y diez centímetros que se negaba a hacer una prueba

con el equipo de baloncesto porque prefería podar árboles, y también sobre un anciano que

atendía los casilleros del equipo de fútbol y al que los jugadores le pasaban la mano por la

cabeza antes de salir al campo para que les diese buena suerte. Cuando trabajaba en The New

York Times publicó ‘Don Malas Noticias’, un perfil dedicado a Alden Whitman, un hombre

tímido y bajito que escribía con anticipación necrologías de personajes públicos y que vivía

pendiente de que estos muriesen para poder publicarlas. En aquel tiempo persiguió gatos

callejeros por Nueva York para clasificarlos según sus costumbres como salvajes, bohemios o

gatos de media jornada en tiendas y restaurantes. Una tarde de 1999, mientras hacía zapping en

el sofá del salón de su casa, se encontró con la final del mundial de fútbol femenino entre China

y Estados Unidos, y vio a una defensora del equipo asiático fallar un penalti decisivo. Le intrigó

tanto saber si lloraría en el vestuario o si sus compañeras la consolarían o la dejarían sola, qué le

diría su familia al regresar a Pekín y cómo la recibirían los burócratas del deporte chino, que

Talese se pasó seis meses buscándola para contar cómo era la vida de una futbolista china

después de un fracaso. Cuando visitó Madrid, en 2011, llevaba buen tiempo con su curiosidad

ocupada en un asunto misterioso: un reportaje para entender sus cincuenta años de matrimonio.

El día antes de ir a los toros, un domingo por la tarde, Nan Talese, su esposa, la prestigiosa

editora de Doubleday, quiso conocer el Museo del Prado. Había una cola tan larga para entrar,

que ella y su marido decidieron postergarlo. Al lado del museo estaba el jardín del hotel Ritz y

merendaron allí. Mientras hablábamos en la mesa, Gay Talese me preguntó: «Dime, ¿cuando

sales a cenar con una chica tú pagas la cuenta?». Dos horas antes, sentado en una butaca dorada

de la suite de su hotel, me había preguntado: «¿Vives solo en Madrid?», «¿Cómo te pagas el

alquiler del piso si no tienes un sueldo fijo?». Tenía las piernas cruzadas, y de cuando en cuando

elevaba la punta de uno de sus zapatos de piel, fabricados por un artesano ruso de Brooklyn.

«¿Eres hijo único?», «¿Tu hermano es mayor o menor que tú?». En un reportaje se describía

cómo Talese acudía a ver La Traviata, de Verdi, al Metropolitan Opera de Nueva York y en un

entreacto le presentaban a un banquero al que de inmediato comenzó a preguntarle por su

matrimonio. Quería saber cuándo conoció a su mujer, cuánto tiempo llevaba casado, por qué

ella no estaba con él en la ópera, hasta si seguían siendo felices. El caballero que quería

entender su matrimonio deseaba saber todo de aquel desconocido.

Talese es un maestro de la curiosidad por el detalle, y a veces esta curiosidad se confunde con la

indiscreción. Su incontenible atracción por la intimidad le permitió enterarse de que la esposa

del mafioso Bill Bonanno dejaba la ropa limpia de su marido a los pies de la cama para no tocar

la cómoda donde él guardaba sus cosas, y de que vivía tan amargada por no tenerlo nunca a su

lado, que llegó a tener celos de su suegro, el viejo y reservado capo de la familia; o que el

beisbolista Joe DiMaggio seguía enamorado de Marilyn Monroe tres años después de su muerte.

Talese pregunta a la gente lo que en apariencia a nadie le importa sólo para descubrir lo que no

sabíamos que nos importaba tanto, esas claves triviales que definen a las personas. Luego las

revela y el efecto es vernos descubiertos en un espejo. El chismoso se entera para contarlo; Gay

Talese, para entenderlo. Es un dandi inquisitivo que creció como voyeur detrás de los

mostradores de la sastrería de sus padres, donde su madre atendía tardes enteras a señoras

enguantadas de blanco para quienes la tienda era también un diván.

La minuciosa insistencia de Talese en conocer rasgos sencillos de las personas recuerda al

laborioso y melancólico oficio del sastre, practicado por varias generaciones de su familia en el

sur de Italia y que su padre intentó contagiarle sin éxito, pese a la admiración que le provocaba

verlo trabajar. «Él hacía cada traje puntada a puntada, sin usar máquina de coser, porque quería

sentir la aguja en sus dedos mientras penetraba en una pieza de seda o lana y se movía a la

velocidad de un gusano a lo largo de la costura de un hombro o una manga», recuerda Talese en

Vida de un escritor. El hijo no quiso ser sastre, pero ha elegido tardar años en acumular detalles

y escenas para reportar y escribir cada uno de sus libros. De su padre heredó la persistencia en el

detalle; de su madre, la capacidad de escuchar. En sus comienzos en The New York Times,

Talese se fijaba en los libros que llevaban sus compañeros mayores cuando subían por el

ascensor del periódico y espiaba a oídas las discusiones sobre esos libros cuando iba a su

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cafetería. Es un hombre de orejas bien abiertas que no ve los restaurantes como sitios para

disfrutar de la comida, sino como «cámaras de resonancia» donde puede captar conversaciones

ajenas. Este señor elegante al que le nacen ímpetus inquisitivos ante cualquier desconocido es

un venerador de las más disimuladas y azarosas formas populares de la intromisión. «Entre los

hombres mejor informados de Nueva York están los ascensoristas, que rara vez conversan

porque siempre están a la escucha; igual que los porteros», nos recuerda en Nueva York, ciudad

de cosas inadvertidas. Gay Talese es, ante todo, un hombre atento.

Esa tarde de domingo, al final de la merienda en el Ritz, él y su mujer se detuvieron otra vez

delante del Museo del Prado. Talese se sorprendió al ver un cartel que anunciaba una exposición

de José de Ribera, el pintor español del siglo XVII autor de La mujer barbuda. «Era de

Nápoles», me dijo el italoamericano. «¿Podemos entrar?». Visitó la sala de Ribera con la

impaciencia de un niño obligado a seguir a sus padres por los templos turísticos de una vieja

capital europea. Al cabo de veinte minutos de recorrido, una vez satisfecho su compromiso

sentimental de ver la obra de un pintor que imaginaba que había nacido en Nápoles, cerca de la

región de origen de su familia, y en el momento en que su esposa admiraba la sala de los

pintores flamencos, el gran observador de la vida de las personas sintió que ya había visto

suficiente historia del arte. «Okey —nos dijo—, ¿ya nos podemos ir?». Talese caminó a paso

ligero hacia el tráfico del Paseo del Prado, y Nan se quedó dos metros rezagada. Él buscaba un

taxi y se dio cuenta de que no la tenía a su lado. Sin siquiera darse la vuelta para verla, estiró un

brazo hacia atrás y abrió la palma de su mano.

Al día siguiente, mientras bajaba las escaleras huyendo de la plaza de toros, a Gay Talese lo

invitaron a ver las fotos de las celebridades que han pasado por Las Ventas. Se detuvo a mirar

los retratos de Ava Gardner, el Che Guevara, Orson Welles y Sofía Loren achicando sus ojos

como un calibrador de diamantes. Gay Talese ha descrito los dedos de Frank Sinatra, que «eran

nudosos y despellejados, y los meñiques sobresalían, tan tiesos por la artritis que a duras penas

los podía doblar»; la obsesión del actor irlandés Peter O’Toole por ciertos calcetines,

«únicamente usa medias verdes, hasta con un esmoquin»; la coquetería de Fidel Castro, «el

cuidado que se pone a sí mismo puede medirse desde las uñas arregladas hasta sus botas de

puntera cuadrada, que no tienen raspaduras y brillan suavemente». Es un elegante que se

entromete en el atuendo de los demás. En la suite de su hotel, me preguntó si en mi casa tenía

una chaqueta, una corbata y una camisa. «Pareces un niño que vende fruta en la calle», me dijo.

Su padre era el único italiano de Ocean City que usaba traje y corbata, y desde niño Gay Talese

también vestía de traje. De haber sido un portero en Nueva York, él habría tenido algo de los

«porteros del lado este», a quienes describió orgullosos como un noble, y otra parte de los

«porteros de hotel», especialistas en recordar apellidos y evaluar la calidad de equipajes de

cuero. «Tú te sientes cómodo con lo específico y yo con lo brumoso», le dijo su mujer en un

reportaje de la revista New York dedicado a su matrimonio.

Antes de que Talese saliera de la plaza de toros, le presentaron a un crítico taurino. Después de

saludarlo se quedó mirándolo. Era un español de unos setenta años, moreno y con bigote, que

vestía una camisa y unos jeans corrientes. «¿Han visto sus zapatillas?», preguntó de repente,

mirando el calzado que llevaba. «¡Miradlas, son las más brillantes de todas!». Durante dos días

Gay Talese había paseado por Madrid por primera vez en su vida. Había visitado uno de los

museos de arte antiguo más memorables del mundo. Había sido espectador de una corrida de

toros con peligro, emoción y sangre. Hasta ese momento del viaje, el caballero de la curiosidad

no nos había pedido que nos fijáramos en nada. Lo hipnotizó el fulgor de las zapatillas de un

crítico taurino.

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ESTHER ALZAIBAR, PASIÓN POR LA ARCILLA Tras la reja de la quinta Barro y Fuego, en la Calle C de El Hatillo, funcionó desde 1973, y durante 37 años, un espacio para la enseñanza del arte de la cerámica: el Taller Escuela de Cerámica fundado por Esther Margarita Picardo de Alzaibar, o como se la conoce, Esther de Alzaibar, nacida hace 84 años en Puerto Rico. Es uno de los #RostrosElHatillo de este año, proyecto de crónicas, fotografías y videos realizado con la Alcaldía de El Hatillo. POR: ILEANA HERNÁNDEZ GRILLET FOTO: MARIANELLA PERRONE

(Crónica aparecida en la revista “Marcapasos”. Disponible en: http://revistamarcapasos.com/7692/esther-alzaibar-pasion-por-la-arcilla/)

La reja de la quinta Barro y Fuego hace un sonido áspero al abrirse, que contrasta con el ronroneo del gato mimoso que recibe a los visitantes. Allí en esa Calle C de El Hatillo funcionó durante 37 años el Taller Escuela de Cerámica fundado por Esther Margarita Picardo Román de Alzaibar, o como se la conoce Esther Alzaibar, nacida hace 84 años, en Puerto Rico, en el pueblo llamado San Sebastián del Pepino. Ahora, cerrada la escuela de cerámica, la reja luce un candado y Esther solo recibe y trabaja por encargo. El que Esther se hubiera dedicado a la cerámica surgió de una manera casual. Al estar pasando por una situación difícil, (después de divorciarse del padre de sus cuatro hijos), aceptó la sugerencia de una amiga de tomar clases como paliativo y olvido de las penas de amor. Para ese momento Esther –graduada de maestra en la Escuela Gran Colombia, con un diploma firmado por Rómulo Gallegos– sabía muy poco de la loza, como ella la llamaba, pero eso fue suficiente para animarla a convertirse en alumna asidua y fervorosa de las clases de cerámica en la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas de Caracas. Dejó atrás lágrimas, traición y abandono. ¡Había renacido! Tenía una ilusión, que luego se convertiría en pasión, la de convertir la arcilla en objetos, obras de arte o utilitarios. La cerámica, confiesa, le dio un giro a su vida, y a la cual aún está ligada. Cuatro años en la escuela de arte absorbiendo del profesor Sergio González, un venezolano estudiado en México y recién llegado de vuelta del exilio, todos los conocimientos que generosamente él brindaba a sus alumnos, hicieron de Esther no solo una ceramista de escuela, sino que prendieron de nuevo su luz como docente, oficio que había dejado para dedicarse por entero a la familia.

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Al graduarse de maestra en la Escuela Gran Colombia en el año 1948, Esther, aún soltera, trabajó durante cuatro años en la Escuela República de Bolivia, ubicada en La Pastora y cercana a su casa. Ahora catorce años después de dejar la docencia, tenía la oportunidad de transmitir todo lo nuevo que estaba aprendiendo. Así, en paralelo con sus estudios en la Cristóbal Rojas, daba clases de cerámica en el Liceo Fermín Toro y en el Santos Michelena. En 1966, ya graduada de ceramista, dio clases en la misma Cristóbal Rojas y en el Instituto de Diseño Hans Neumann, un referente en escuelas de diseño para aquellos años. Dos años después contrae nuevo matrimonio, con el ahora fallecido José Jesús Alzaibar Belfort, médico veterinario, y quien había sido su primer novio. La ilusión por una vida nueva quedó así completada. Los clarísimos ojos azules de Esther, enmarcados por sus cejas pintadas, se iluminan al recordar esos tiempos. Sus 84 años de edad, no han dejado mayores huellas en su piel blanquísima, y no son obstáculo para inclinarse y tocar la punta de sus pies, ni para que al igual que en un pozo de recuerdos, estos salgan a flote una y otra vez, tirados por la cuerda invisible de la nostalgia. No se muestra evasiva con las preguntas que indagan sobre su familia materna originarios de Puerto Rico, ni acerca de sus padres, quienes se enamoran en una iglesia de esa isla donde su padre de origen español, pero venido a Venezuela muy joven, estudiaba para ser pastor presbiteriano. Habla del regreso del padre a Caracas a comenzar su apostolado, con la esposa y ya con una hija. Esther es la tercera de nueve hermanos, criados bajo las estrictas normas del padre. Con ascendencia italiana y alemana, por sus abuelos paternos. Eso sí, sus respuestas siempre prudentes, vienen adornadas con otros y otros cuentos, y así se hacen barrocamente deliciosas y desordenadas. Su enamoramiento total de la cerámica y de todo lo que se puede hacer desde la arcilla, la llevaron en 1973, a fundar el taller Barro y Fuego, un espacio para la enseñanza del arte de la cerámica, y ubicarlo en su casa actual de El Hatillo, la cual había sido comprada 57 años atrás, durante su primer matrimonio, cuando ese sitio aún era aislado y rural. En la escuela recibía a alumnos y a profesores extranjeros que venían a dar charlas y talleres. También allí comenzó un tímido proceso de comercialización con lo que fabricaba, y abrió una tienda anexa. En el galpón-taller se amontonan con cuidadoso desorden anaqueles llenos de piezas terminadas, utensilios como estecas, rastecas, tornetas, balanzas, hornos eléctricos, planchas para el secado de los cacharros, y el gran horno a gas. Un arsenal completo que da al lugar el sello de ser sitio de creación y trabajo. El taller le ha dado trabajo y satisfacciones. Daba clases con la misma generosidad que ella recibió las suyas del profesor González en la Cristóbal Rojas: sin guardarse los secretos. Para avanzar en su labor docente empieza por importar desde Japón los primeros seis tornos marca Shimpo, que le facilitarían su oficio y el de los alumnos. La cerámica es un escape que le da ánimos, reconcilia y da paz. La enseñó a tener paciencia, porque como Esther afirma: el apuro está reñido con la arcilla, ella se toma tiempo para todo. Desde que la masa está lista para trabajar, hay que acariciarla, amasarla, alargarla. Se debe humedecer con precisión, ni mucho ni poco, o perderá plasticidad y se volverá pegajosa. Se debe cuidar de que no queden huecos, ni piedras en esa masa, ya que por allí entra el aire y si la masa entra en el horno con aire, la pieza explota dentro de él y puede producirse un efecto dominó y todo lo que allí esté se reventará. Esther deja a un lado sus lentes y los pone sobre una mesa auxiliar, se sienta en un banco bajo frente al torno con las dos piernas semiabiertas. Como si lo quisiera abrazar. Se inclina un poco y coloca la masa de barro a trabajar muy centrada y fija sobre el plato del torno. Es la sumisión a la tarea que está por hacer. El taller-galpón se vuelve un templo a la espera de la creación. Coloca el pie derecho sobre el pedal y solo se oirá el zumbido constante del torno eléctrico. Es un movimiento casi hipnótico.

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Se abre el barro en el centro de arriba hasta casi un centímetro desde donde se puso el plato, para marcar la forma de la pieza que se desea hacer. Siguen las dos manos sobre la masa, casi al borde. Una adentro y otra afuera, se ayudan como dos amigas y van moldeando y estirando. La pieza va tomando la forma que la creadora quiere. Se ha establecido la comunicación entre el barro y la alfarera. La concentración y experiencia son esenciales. Lo importante está girando sobre el plato del torno. Lo demás, lo que está pasando afuera de ese círculo, puede esperar. Esther con voz pausada narra lo que hace, da la explicación que ella ya se sabe por reflejo, por haberlo hecho ya miles de veces. Esas manos que momentos atrás volaban para cortejar e hilvanar sus historias, ahora están precisas sobre la pieza que va girando y sus dedos, algo deformes, muestran las huellas que ese oficio les ha dejado. Sus manos, consustanciadas con la pieza, se separan por momentos y mientras una toma una esponja y humedece abajo y afuera, otra la modela con una torneta desde adentro, y le quita lo que sobra. Esther ya no es zurda, sino que se volvió perfecta ambidextra trabajando la arcilla. La masa de barro ya cobró cuerpo, es una vasija de boca ancha y cerca de 30 cm de alto. Aún falta separar la pieza del plato del torno. Con un hilo de nailon se va cortando de un lado al otro para desprender la pieza del cabezal del torno. La operación se repite en el borde de la pieza. Se humedece y se vierte agua en los espacios que separan la pieza del plato, para ayudar a desprenderla. Con la esponja húmeda se redondean las orillas. Con una aguja fina se ayuda al hilo que se pasa de un lado a otro de la pieza. Hay que asegurarse de que la pieza pueda ser removida sin que se quiebre o deforme. El proceso de secado de las piezas toma varios días. Mientras el horno a gas, mantenido por un tanque industrial de 100 litros, espera impaciente para la última hornada, de hasta diez horas, hay cuatro hornos eléctricos que se afanan en hacer la primera cocción o bizcocho, a menores temperaturas. Luego vendrá la fase final de esmaltado, o pintura y la hornada a gas a altas temperaturas de hasta los 1.300 grados centígrados. Este fue el día a día de la docencia en la que Esther perseveró por 37 años, moldeando con amor y pasión la arcilla, con la misma tenacidad con la cual ella plantó muchos de los árboles que rodean su casa, y en la que ha vivido desde 1970 como fiel vecina de El Hatillo. Su casa, lo que fue su taller-escuela, son su querencia y allí se queda. Muy atrás quedan los días en que siendo niña, sin intuir su futuro, Esther jugaba moldeando figuras de pasta con agua. Ahora es un orgullo y una referencia en El Hatillo, y a Esther de Alzaibar se le reconoce un legado como docente y pionera en el arte de la cerámica. Avalado por ser una de las fundadoras de la Asociación Venezolana de las Artes del Fuego, con la gratitud de sus muchas alumnas y en las piezas que forman parte del patrimonio del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas.

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Un náufrago en Veracruz En este retrato inédito, Elena Poniatowska escribe sobre la obra narrativa del escritor veracruzano Sergio Pitol, uno de los grandes nombres de las letras mexicanas.

Por Elena Poniatowska (Crónica extraída de la Revista “Gatopardo”. Disponible en https://www.gatopardo.com/reportajes/sergio-pitol-elena-poniatowska/)

Esta era una abuela con su nieto; vivían ambos en una hacienda de tierra caliente, vainilla y especias, cañaverales y zopilotes y gallos intolerables por su insistencia. La abuela le leía libros al niño enfermo de todas las calenturas —las tropicales y las literarias—, y, entre tanto, éste crecía bajo las sábanas, larguirucho, secreto, palúdico, complejo, ojón, curioso, desgraciado porque creía que la gracia le había sido negada. Este niño renacentista, inapresable, encantador, sonámbulo, segregado, descendiente de los Capuletos y los Montescos, pero sobre todo de los Deméneghi, los Buganza, los Sampieri y los Pitol.

Mientras la abuela leía, Sergio Pitol empezó a vivir su propia vida de fantasía y nunca ha salido de ella. Nunca ha estado Pitol en otra realidad que no sea la de la literatura. Sus viajes han sido una continuación de ese cuento infinito de Catalina Deméneghi, su abuela cuyo hilo fue desenvolviéndose y lo llevó a los confines del planeta. Pitol llegó a Polonia, por debajo de la corteza terrestre y emergió en Kanal, la película de Andrzej Wajda, cubierto por el gran manto negro del que vive en las entretelas y regresa del infierno. El “Vals de Mefisto” lo bailó Sergio en el Hotel Bristol antes de escribirlo, o en el Peras Palace de Estambul, en el Ritz de Madrid se derritió como un cirio en brazos de la Pasionaria, y en Barcelona abrazó a Marieta Karapetiz y la meció en todos los valses perversos y liberadores, miles de valses al borde del Rin, los mismos que hicieron girar al viejo y maravilloso Giuseppe di Lampedusa en la Italia de Garibaldi. Checoslovaquia, Hungría y Rusia le brindaron las mismas nieves, el mismo sonambulismo, Asia central no lo sacó de sí mismo, inmerso en sus enfermedades y en sus convalecencias, en sus larguísimos diálogos con otro aparecido-desaparecido, el escritor Juan Manuel Torres, en improbables escenarios que se prendieron a su traje como la miseria se prende al mundo.

Todos los personajes de Sergio Pitol o casi todos, despiertan en el hospital, y cuando no, todos pierden interés en lo que se proponían, que es también una forma de hospitalizarse. Sus cuentos son siempre un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos, nunca nada es directo, uno tiene que girar con él, o cuando bien le va, desenvolver el cuento, muñeca rusa, caja de sorpresas, “Jack in the box”

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impulsado por un resorte, broma que salta a la cara, chorro de agua que te empapa, pastelazo, víbora que pica cuando el autor está a punto de domesticarla.

Extraño personaje, Sergio, entre más escribía, más inasible, remoto, entre más adelgazado entre los límites entre los fantástico y lo real, más imprescindible. Resultaba menos desarraigado Pitol cuando estaba lejos y podía encontrársele como lo hizo Margarita García Flores en París, en su departamento del Trocadero, a un paso del Bois de Boulogne.

Foto: Pedro Valtierra / CUARTOSCURO.COM

Más tarde, con el Premio Cervantes pintado en su sonrisa, caminó en las calles de Jalapa y todos lo saludaron, lo abrazaron, lo felicitaron, lo reconocieron de “reconocimiento” porque le agradecieron haberlos premiado y seguir al alcance de su abrazo mexicano, mejor dicho jalapeño. Su madre Cristina Deméneghi se ahogó en el río Atoyac, en un día de campo. Sin saberlo, la madre le legó al hijo su condición de náufrago y ésta nunca lo ha abandonado. Siempre hay en Sergio Pitol de mar y de marino. Siempre regresa pero hasta ahora nunca se había quedado en México. Permanecer debe haber sido para él una forma de muerte, y la Ciudad de México un puerto de catástrofe, asentarse, algo igual a momificarse porque Pitol quemó todas sus naves. Desde que Sergio publicó su primer cuento, sus héroes y sus heroínas siempre me parecieron extravagantes porque si Sergio parodia, nunca nos da la clave, la Falsa Tortuga puede ser y no la novelista María Luisa Mendoza, Marieta Karapetiz puede ser y no la latinista Mathilde Lemberger. A Sergio Pitol no le interesa revelar algo, mucho menos dar explicaciones. Avienta su libro y ya. Lo demás es cuestión de tipografía. ¡Ah, y de Sacha que así se llamaba su perro y también uno de los personajes de su novela Domar a la Divina Garza! Nunca puede Pitol interesarse en alguien que no escriba o no ame los libros, y Sacha, como Jan Kott, fue especialista en Shakespeare. Sergio Pitol, aristócrata hasta la punta de los cabellos, fabricante de ilusiones, “bon vivant”, propietario de caballerizas llenas de unicornios, gran conocedor de pintura, amateur de muebles antiguos y descubridor de obras de arte en Polonia y en Estambul, solía caminar con su bastón (que no necesitaba pero subrayaba su

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elegancia) por tierras de su natal Jalapa, estado de Veracruz, como el marqués de Carabás y señalaba: “¡Aquellos maizales son míos!”. Autor de un extraordinario El mago de Viena, muy pronto se convirtió en nativo de Polonia de tanto amor a su gente y a su literatura, y encontró tiempo para escribir libros de cuentos y novelas que lo hicieron acreedor al Premio Cervantes en 2005.

Foto: Pedro Valtierra / CUARTOSCURO.COM

Recuerdo su enojo cuando me dijo que “los izquierdistas mexicanos van a Moscú a buscar fórmulas que quepan dentro de sus credos inamovibles”. Le irritaba que le dieran clases de socialismo con manuales pre-establecidos y punitivos. Me explicó que al llegar a Polonia —donde él fungió como agregado cultural— la realidad era totalmente distinta “porque la vida es muchísimo más fuerte, las circunstancias nacionales se manifiestan de una manera diferente a las que aparecen en los libros socialistas que leemos en México”. En zonas menos insalubres —como insalubre era la Córdoba de su infancia— se mueven los personajes de Vals de Mefisto en el que cuatro cuentos se llevan la palma, “Nocturno de Bujara”, “Mephisto-Waltzer”, “Asimetría” y “El Relato Veneciano de Billie Upward”. En alguna ocasión, Sergio le dijo a Margarita García Flores una frase clave para entender su obra: “Por lo general, cuando escribo un relato, hay una zona de vacío, una especie de cueva psicológica que no me interesa llenar”. Hay cosas que a Sergio simplemente no le interesa hacer y uno tiene que conformarse o aventarse con él, unírsele secreta o subterráneamente, aceptar su misteriosa, su especial vibración literaria, a pesar del trabajo que exige. Claro que después quedará uno atrapado con su lenguaje, en su escritura que engarza reflejos y entrar a ese lóbrego bar de Varsovia, buscar el horizonte frente al mar de Sopot y darse cuenta de que también los hombres y las mujeres son escenarios en los que se juegan comedias o tragedias. Nunca hay diálogo en Pitol, sólo afinidades y sólo cabe “disfrutar de la belleza de ciertas frases”. El mago de Viena es un libro que encanta, un libro niño en el sentido de su naturalidad, un libro de brazos abiertos, un libro que viene cantando como un río. Fluye. Distintos arroyos confluyen en él en una armonía perfecta y Pitol, el gran mago, orquesta las aguas, traza su camino sobre la tierra, profundiza su lecho, acendra sus reflejos y a veces juega y nos zambulle en medio de carcajadas porque siempre es saludable ahogar un poco a quienes creen que pueden remontar la corriente.

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CRÓNICAS

Liliana Bodoc y el conjuro de Mendoza

18/04/2018 Mendoza, San Luis, Santa Fe (Texto aparecido en la revista “El faro”. Disponible en http://revista.cultura.cfi.org.ar/articulos/liliana-bodoc-y-el-conjuro-de-mendoza/)

Por Fernando G. Toledo El autor de la nota va detrás de las huellas que dejó Mendoza en la vida y obra de Liliana Bodoc. Un sutil entramado de infancia y misterio, con el viento Zonda agitando la atmósfera y un último viaje a la tierra de los confines. «No importa los malabares que hagamos o cuán lejos situemos nuestra historia, siempre escribimos desde lo que somos y especialmente desde lo que nos falta» (L. B.)

1 Había que creerle a Liliana Bodoc cuando decía que desde chica sintió que nunca le alcanzaba la realidad. Pero de a poco fue dejando que la realidad se filtrara por sus palabras como una lluvia anhelada. En distintos tiempos, de distintos modos, Liliana dejó entrever a Mendoza en sus textos. «Aunque las correspondencias entre mi vida y lo que escribo no sean tantas, esas correspondencias sí son profundas», nos había confesado.

2 Se levanta el polvo como se levanta, metros más allá, esa mole gigante alrededor de la que todo orbita: la cementera Minetti. Las calles que la rodean son, no obstante, casi todas de tierra. A ese barrio lo habitan los empleados de la fábrica y sus familias. Está allí, en el centro de un lugar descentrado: Panquehua, núcleo fundacional del departamento mendocino de Las Heras. La década de 1960 va rumbo a su primera mitad. En esa parte del planeta, el paisaje tiene, al fondo de todo lo posible, unas montañas de piedra infinita llamadas “los Andes”. Delante de ellas, como un eco, se alzan las torres de la fábrica que muelen una piedra ya hecha finita, unos hornos que hacen más polvo el polvo. Y acá, más adelante aun, la estafeta postal frente a la que se detiene el colectivo de la línea 6. El paisaje es tranquilo y de rituales predecibles. Sin embargo, ahora el colectivo arranca y en la vereda de la esquina se rompe la secuencia con algo inesperado: una niña (lacios cabellos negros, revueltos por el viento, irregulares sobre la frente) salta una vez. Y salta otra vez. Y una vez más. Como en un ritual secreto pero de pronto abierto a los ojos de los que van sobre el micro, la nena lanza un hechizo extraño: «pin pancuí» dice una vez. «Pin pancuí», dice otra

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vez. «Pin pancuí», una vez más. Ya el micro que va hacia el centro de Mendoza se aleja, pero el último pasajero alcanza a ver que la pequeña concluye allí su atropellada liturgia, para seguir haciendo lo que hacía antes: caminar entre el polvo, seguir en su excursión de tierra, cactus y piedra caliza.

3 Esa niña comenzó de pronto con esos ritos. Sintió que el conjuro le nacía de las tripas, sin saber por qué, y debió ponerle palabras que tuvieran una música especial y que significaran algo, al menos para ella y su código privado. La nena de ojos oscuros había nacido en Santa Fe, en el invierno de 1958, tercera hija de un químico y una ama de casa. La llamaron Liliana Chiavetta. Junto al Paraná aprendió a hablar, pero el trato con el mundo comenzó en el desierto: antes de cumplir los cinco años, ella y su familia se mudaron a Mendoza. El padre, un ateo, de formación comunista y muy reputado en su profesión, había sido contratado por la renombrada cementera que iba a proveer de cimientos también a la nena, y no sólo hechos de concreto.

4 El sitio al que llegó Liliana era tan áspero y seco, como fascinante. Un barrio con pocos niños, pero que cualquier niño podría pedir como un deseo. Había calles tan solitarias que daba ganas de ponerles nombres nuevos y ella, que amaba usar las palabras, le buscaba los más hermosos que podían salirle. Había también amplios terrenos baldíos, espinos, cactus, tierra y piedras, muchas piedras acumuladas por todas partes que formaban montañas que, para Liliana y sus pocos amigos, eran igual que aquellas que más atrás vigilaban todo desde antes de que alguien fuera capaz de mirarlas.

5 El sol parece ser más fuerte en Mendoza. En Panquehua, junto a una fábrica de cemento con hornos voraces, el sol se agiganta. Quizá por ello las sombras andan con disimulo, pero cuando llegan, cuando asientan sus siluetas junto a los cuerpos que las proyectan, son más oscuras que el interior de una piedra. A la nena de los conjuros la pisó una sombra un mediodía, al volver del colegio en el colectivo de la línea 61 ante el que había saltado tres veces, ante el que tres veces había dicho «pin pancuí» cuando lo vio aparecer. La sombra fue fugaz pero poderosa. Cuando llegó a casa y su madre le abrió la puerta, cuando su madre le

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dijo «pasá, no me siento bien», cuando su madre cayó al suelo escurriéndose por entre sus brazos y cerró los ojos como nunca, para siempre, la niña entendió que había una Sombra entre las sombras, más negra y veloz que cualquier otra. Lo que no entendió es que, muchas veces, el roce de la sombra hace que la sombra anide en el corazón para velarlo así, rápidamente, un día cualquiera.

6 Liliana creció en esa familia ahora más pequeña y más desamparada a la que el padre debió apuntalar con la química del duelo disimulado, del esfuerzo doble, de la resignación. Liliana siguió entrando y saliendo de Panquehua, de la órbita del cemento y de las calles de tierra, a golpes de «pin pancuí». Cuando pasaron los años, cuando ya, incluso, Panquehua fue pasado reciente, y la Ciudad de Mendoza su lugar de residencia, Liliana Chiavetta sintió inquietudes irrefrenables y quiso reinventarse. Dejó la secundaria en cuarto año, partió hacia su lugar de nacimiento y se perdió por un par de años en aventuras sin destino. Hasta que volvió a Mendoza, allí donde aunque no hubiera nacido, se había fundado lo que era. Y fue tiempo de refundarse. Se cruzó con Jorge, se enamoró y se casó: todo ello en dos meses, todo ello para toda la vida. Para toda la vida, además, empezó a usar un nuevo nombre, más sonoro, acaso: Liliana Bodoc.

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Nacieron dos hijos y tras la primera crianza, se dio cuenta de que había algo que seguía fascinándola: la palabra. Esa fascinación –como la que le hacía saltar con un hechizo en la boca o bautizar las calles con nuevos nombres– la llevó a querer hacer de la palabra un objeto de estudio. Para eso, terminó primero la escuela secundaria. No era fácil aprobar en el Liceo Nacional de Señoritas que llevaba el nombre de un poeta insigne, Alfredo Bufano. No era fácil, además, ahora que ella se parecía tan poco a la chica que cursó hasta cuarto año en ese hermoso edificio de la calle Chile, con la plaza Independencia enfrente. Así que rindió libre y con el título secundario listo se encaminó hacia el parque San Martín. Una nueva aventura, tan distinta a las que de niña le deparaban las compactas tardes de Panquehua, junto a la cementera, la esperaba allí: la Facultad de Filosofía y Letras de la UNCuyo, donde podría aspirar a convertir en profesión eso que la apasionaba: las palabras. Las que leía o las que, en secreto y desde hace tanto, pronunciaba como un embrujo o escribía para sí misma.

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Liliana Bodoc ya no saltaba ante los colectivos cuando estos le pasaban por delante en la transitada calle Pedro Molina, de Mendoza, donde estaba el colegio Martín Zapata en el que ya enseñaba con pasión eso que la apasionaba. ¿Decía para sí de nuevo ese conjuro («pin pancuí…»)? Quizás no. Quizá lo había cambiado por otras obsesiones, como la simetría. O el cuidadoso, cuando no celoso, cultivo de sus hijos: celo en lo que leían, celo en si atendían sus

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recomendaciones. A ese celo le gustó poco sorprender a su hijo Galileo sumido en la lectura de un libro que ella no había propuesto: El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien. «¿Qué estás leyendo?», le preguntó al chico. «Lo mejor que leí en mi vida», le contestó el pequeño. Por el enojo, azuzado por la curiosidad, leyó también ese libro. Y allí, acaso en un recreo, en la sala de profesores del Martín Zapata, Liliana Bodoc encontró una clave inesperada para abrir las jaulas de su propia escritura: la épica. A los 40 años, se convirtió en escritora. Lo hizo traduciendo a su propio idioma, a su propio influjo, al filtro de su propia infancia, a la sombra de sus propias sombras, una épica particular. Liliana Bodoc llevó su novela inicial (primera de la Saga de los confines) a ojos abiertos de amigos mendocinos, que la saludaron con elogios. Y la paseó por ojos cerrados de editoriales porteñas, que la despidieron con desinterés. Hasta que el azar, o acaso la suerte acumulada de tantos hechizos lanzados al aire, hizo que unos ojos se abrieran en el momento justo, en el primer párrafo, en esa fulgurante advertencia inicial («Y ocurrió hace tantas Edades que no queda de ella ni el eco del recuerdo»). Y en ese momento, una nueva literatura quedó fundada por ella, para dejar ecos nuevos en el recuerdo del futuro.

9 En los 18 años que le siguieron a esa primera publicación (noviembre de 2000), Liliana trazó un largo hechizo conformado por novelas largas y breves, cuentos, historias para grandes o para chicos. Incluso poemas (la poesía era el hechizo en el que firmemente creía). Fue premiada, alabada, amada. Y, también, como había hecho en su adolescencia, salió de la Mendoza a la que llegó para instalarse junto al horno y al cemento. Primero eligió la furia de Buenos Aires, suponiendo que los compromisos profesionales se iban a llevar bien con el hecho de que ella estuviera sentada en el epicentro de las cosas. Pero no le fue soportable, así que cambió a lo contrario: a una casa en el Trapiche, San Luis, cerca del río, las piedras y el recuerdo de sus primeras vacaciones. Desde allí fue y volvió a Mendoza, donde estaban los cimientos, el portland de las palabras que tenía prestas para soltar al aire.

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En la literatura de Liliana Bodoc, Mendoza casi siempre está escondida. Es, antes que un paisaje, el polvo que flota como cuando, tras el viento Zonda, los cuartos asfixiados dejan ver al sol las motas que caen en una árida niebla. En los tres libros de la Saga, por ejemplo, no hay otro interés más que el de la construcción de un paisaje, unos personajes y un carácter tan minuciosamente diseñados que es difícil encontrar allí algo del lugar en que casi todos esos libros fueron escritos. En Memorias impuras, donde late otra épica (diferente, pero no menos intensa), sucede algo similar, aunque un ramalazo de su tierra se percibe cuando Liliana decide rebautizar los nombres de los meses del año y a «marzo» lo cambia por «Vendimia»: la épica más llevadera de la fiesta popular de Mendoza se deja ver. Mucho después de ello, cuando a la escritora le toque escribir el guion de la fiesta de 2015 (Postales de un oasis que late), le pondrá su caligrafía lírica a la celebración: «La vida, que ha estado refugiada en el misterio, regresa a recordarnos que hay tantos comienzos como madrugadas, que se puede nacer muchas veces. Gira que gira el círculo, y nos regresa al punto del florecimiento. ¡Contracara del gris! El año se complace en su gran serenata». En uno de los últimos libros –esa brevísima gema titulada Un mar para Emilia– la protagonista es una niña montañesa a la que la realidad le resulta insuficiente y quiere derribar esas montañas para hallar el mar. Como si de un salto desde Mendoza por sobre la cordillera, se quisiera llegar al Pacífico. En otra de sus mejores historias, El espejo africano (premio El Barco de Vapor, 2008), el objeto que anima las páginas se talla en un lugar de África, se instala en Valencia (España) y arriba finalmente a la Mendoza en la que un tal José de San Martín prepara la gesta en la que todo héroe argentino querrá mirarse.

11 Pero será en el primer libro que Liliana Bodoc escribió fuera de La saga de los confines donde se permitirá hacer que la realidad se toque con sus ansias por excederla. En Diciembre, Súper Álbum estará resumida su manera de lidiar con lo que es y lo puede ser, con lo que se puede imaginar y lo que se entromete contra toda voluntad. Entre la ficción y la realidad se debatirá, además, la historia de uno de sus libros más brillantes: una novela en la que la ficción se desdobla en otra y en otra: se cuenta la historia de una historieta y de los que la escriben,

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hasta que en un punto los confines de una y otra se hacen difusos. Como en un juego magnífico, como en un conjuro que ha hecho efecto de pronto se dibuja el nombre de un pueblo llamado San Jerónimo que no es otro que la Panquehua de aquella nena de los 60 que iba a ser escritora: está allí la cementera, están las calles polvorientas, está el colectivo que se detiene y lleva y trae gente, está la muerte temprana e inesperada. En 2008, un animoso cineasta quiso retratar a Liliana Bodoc en un documental (La madre de los confines) que explorara, justamente, las huellas de Mendoza en la obra de esta autora. De vuelta al barrio Minetti y a la casa de su infancia en Panquehua, que ya no era la misma (el barrio estaba cuasi cercado, la cementera ya no funcionaba), la escritora pisó otra vez el umbral aquel en que su madre se abrazó con la Sombra aquella vez. Tocó, al entrar, la columna en que su madre se apoyó en su último suspiro y, de pronto, una pequeña piedra se desprendió y se escurrió también entre sus manos. Ese momento, pero también ese barrio y esa cementera reconstruida poéticamente en Diciembre, Súper Álbum, es acaso la mejor manera de entender la persistencia de un lugar en las palabras de una escritora.

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También hay otra manera de entender esa persistencia. A fines de 2017, Liliana Bodoc leyó desde su casa en Trapiche la invitación que la Secretaría de Cultura de Mendoza le hacía para viajar a Cuba, un lugar idealizado por ella y por su padre, con motivo de una Feria del Libro a la que iba a viajar en representación de la literatura de su provincia. Y hacia allá fue. Cuando volvió de la isla, el febrero de 2018 estaba declarado y pasar una noche en la ciudad del Liceo de Señoritas, de la Facultad de Filosofía y Letras, del colegio Martín Zapata, de la casa aquella en que se escribió la Saga de los confines, resultó el plan elegido antes de regresar a San Luis. Aquella vez, la Sombra no temía ser vista. No en Santa Fe, donde nació. No en Cuba, de donde venía. No en Trapiche, donde vivía. Fue en Mendoza. Allí, donde tantos conjuros lanzó, Liliana Bodoc (lacios cabellos negros, revueltos por el viento) dejó reposar su hechizo de palabras, por última vez.

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ETIQUETA NEGRA 100 FEBRUARY 07, 2012

OÉ Y SU MAMÁ Un encuentro de Juan Villoro

Kenzaburo Oé estuvo en la Casa de Asia de Barcelona para presentar “Salto mortal”,

novela donde explora las condiciones en que prospera el terrorismo religioso. Partidario

de una fe ajena al fanatismo y a la noción canónica de iglesia, en la última línea del

libro define su idea de altar: «un lugar donde las almas tienen campo abierto». Esto

ocurría poco después de los atentados de Al Qaeda en Madrid. El interés literario se

mezclaba con la necesidad de oír a un gurú dotado de una llave espiritual en medio del

desconcierto. El novelista habló de su trayectoria y dijo las cosas comunes que puede

decir un escritor en nombre de la paz. La revelación ocurrió en forma tangencial a su

ponencia. Oé contó dos veces lo mismo, de manera distinta. La primera en inglés, como

anécdota curiosa; la segunda, como perfecta fábula en japonés.

Desde el principio de la conferencia se proponía decir algo especial, pero quizá no había

encontrado el modo de contárselo a sí mismo. Comentó que se había encontrado con

Pasqual Maragall en la Generalitat. Elogió al president con elaborada cortesía, sacó la

tarjeta de visita que le había dado, leyó dos o tres veces su nombre, dividiendo las

sílabas como si golpeara una pelota de ping-pong.

«Pas-ca-Ma-ra-ga-lliu».

Pero sobre todo, le daba gusto estar en la Sala Tagore, el autor favorito de su madre.

Cuando recibió el Premio Nobel, un equipo de televisión viajó a la remota aldea donde

ella vivía para conocer sus impresiones. La señora Oé dijo con orgullo que el Premio

Nobel había sabido distinguir el genio de Tagore. Sorprendido, el entrevistador comentó

que también lo habían obtenido dos japoneses, uno de ellos hijo suyo. Ella respondió:

«Kawabata no me interesa; en cuanto a Oé, es una basura». El conferencista sonrió,

resignado a la felicidad vicaria de hablar en la Sala Tagore, consagrada al autor que su

madre sí apreciaba. Avanzada la charla, la femenina figura tutelar volvió a hacerse

presente. Oé tuvo un hijo discapacitado y su madre se ofreció a cuidarlo, rompiendo un

distanciamiento de varios años. Excéntrica, autoritaria, afectuosa a pesar de sí misma, la

madre se dibujaba como un personaje definitivo para un narrador proclive a la

autobiografía. Después de la conferencia hubo una reunión de unas veinte personas en

las que se habló en desorden de mil temas. Estábamos por despedirnos cuando Oé sintió

necesidad de dirigirse al grupo entero, esta vez en japonés. La presencia de una

traductora le permitió desarrollar con mayor soltura la historia esbozada horas atrás.

Parecía haber pensado en ella mientras hablaba de otras cosas. «Es la primera vez que

cuento esto», dijo, con una intencionalidad que acaso significara que también él la oía

por primera vez. El relato comenzó por la misma punta: estaba conmovido por su visita

a Maragall. Luego precisó las razones de su simpatía. Maragall le mostró un discurso en

el que citaba un texto de Oé sobre la desaparición de cuarenta familias en Hiroshima.

No quedó huella de esa gente. Hacer literatura significaba imaginar un destino para lo

que desaparece. «La mención de Hiroshima y el nombre de Tagore me recordaron

algo», el novelista abrió una pausa.

El destino se deja influir por autores inesperados. El episodio autobiográfico de Oé

parecía más próximo a la imaginación de Tanizaki que a la suya. Cuando era niño, su

madre mantuvo una relación con una mujer más joven. «En el Japón de la época podía

pensarse que se trataba de una relación ilícita», sonrió el novelista. Después de un

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tiempo, la joven decidió casarse y se mudó a Hiroshima. Como regalo de despedida, la

madre de Oé le dio un pino italiano. El niño no olvidó ese árbol insólito, de madera

rojiza. Cuando la bomba cayó en Hiroshima, la madre tomó un bote para buscar a su

amiga, río arriba. En el sitio donde ella había vivido, encontró un erial sin rastros.

Oé fue a recibir a su madre a su regreso en el puerto de la montaña. La vio llegar bañada

en lágrimas y le preguntó con sorna: «¿Encontraste el pino italiano?». Ella lo vio con un

odio superior a las palabras. «Por eso, cuando gané el Nobel y le preguntaron qué

opinaba de mí, dijo que yo era…», y Oé pronunció una palabra japonesa. La traductora

se negó a decirla. Él tomó mendrugos de la mesa para indicar a qué se refería:

«Basuritas». La traductora guardó silencio. Kenzaburo Oé podía insultarse; ella no

podía traducir que eso se refería a él.

Oé ha dedicado una porción significativa de su obra a narrar las vidas rotas por la

masacre de Hiroshima. El amor proscrito de su madre encontró un significativo espacio

en su literatura, no a través de la persona que ella amó y que ahí desapareció, sino como

un territorio devastado, un agujero del mal. ¿Hasta qué punto el novelista había

desplazado el dolor de su madre a un interés general? ¿Era una forma de reparar la

tensión y el sufrimiento que él le había provocado? ¿Se trataba, por el contrario, de una

superación del tema, una manera de mostrar que había calvarios superiores a las

veleidades de una mujer autoritaria?

Esa noche la tierra baldía de los que murieron sin historia y los destinos secretos de los

sobrevivientes regresaba, convocada por dos palabras: Hiroshima y Tagore.

De manera indirecta, la trama respondía interrogantes de la hora española. Bajo la

diáfana superficie del relato, circulaban tensas líneas de fuerza: el origen, el exterminio,

la preservación de las cosas. Oé buscó ese tema de muerte y redención en dos versiones

a lo largo de la noche.

«Basura», repitió con una sonrisa feliz.

La palabra había cambiado de signo. La traductora hizo bien en no decirla, no sólo por

pudor, sino porque ahí cristalizaba una verdad alterna, contradictoria, ajena al traslado

literal. Hubo un silencio. Segundos después todo mundo se pondría de pie y recuperaría

sus caminos. Atrás quedarían el salón, las migas en el mantel, la presencia movediza del

humo y de las sombras, y apenas perceptibles, dos espirales a punto de tocarse.

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MARIO TESTINO. UN SIMULACRO VERDADERO

Por Ana Wajszczuk y Raúl Trujillo

Ilustración Walter Montes de Oca

http://www.revistaanfibia.com/cronica/un-simulacro-verdadero/

Después de haberle sacado una foto sin zapatos a Lady Di, empezó una relación

con la familia real británica que lo llevó a alcanzar el cargo de oficial honorario de

la Orden del Imperio Británico. El fotógrafo peruano Mario Testino se insertó en

el dispositivo simbólico del sistema de la moda para potenciar la idea de lo

aspiracional: ilumina con su flash un estereotipo de lujo y elite que esconde por

detrás el de la pobreza. Más de cuarenta y cuatro mil personas fueron al Malba a

ver la muestra In your face. Para esta crónica anfibia, la cronista Ana Wajszczuk y

el experto en moda Raúl Trujillo siguieron la carrera de un hombre que se ocupa

hasta de los tragos y las flores que habrá en la presentación. Nuestra portada es

una obra del artista WMDO, virtuoso de las tramas digitales y la ilustración en

3D; una trama generada con logotipos de marcas fetiche en el mundo del fashion

reconstruye los rasgos de Kate Moss en una de las fotos más conocidas de Testino.

Mario Testino saca una cámara pocket del bolsillo de su saco azul marino. Antes de

que empiece la conferencia de prensa apunta al público del auditorio del MALBA: un clic, y la luz del flash. Risas. Aplausos. El gesto halaga, aunque, como en cualquier rockstar que se precie, esto no es un rapto de espontaneidad. Es algo que Mario Testino repite cada vez que enfrenta a la prensa. Cámara pocket, flash, risas y aplausos: el encadenamiento de un gesto signature. Y así la fiebre por Testino, como dirá luego algún medio, acaba oficialmente de empezar.

Los periodistas, que vinieron a ver el centenar de fotografías que componen In Your Face, la exhibición retrospectiva que Testino seleccionó y curó a pedido del Museum of Fine Arts de Boston en 2012 y que ahora se presenta en Buenos Aires, son editores de suplementos de tendencias y de revistas dominicales, críticos de arte, estilistas de moda, periodistas de revistas femeninas y de revistas de negocios que se sirven medialunas y café esponsoreado.

Hay camisas de seda -o que parecen de seda-, stilettos, joyería recargada. Botinetas, leggins de cuero, anteojos de montura, carteras Louis Vuitton originales o truchas: todos los ítems de la temporada otoño-invierno que está comenzando. “Las bloggeras ya están todas arriba, fueron las primeras en subir”, dice una periodista mientras toma café y una asesora de moda se nos acerca cargandoKate, el libro de fotografías extra large –dos kilos, ochocientos gramos- que Mario Testino le dedicó a Kate Moss, una de sus musas. “Me lo regaló mi marido para mi cumpleaños, y se lo traje a Testino para que lo firme”, dice exultante.

Otros periodistas hacen malabares con los dos kilos que pesa otro libro: el catálogo de In Your Face. La portada deja ver parte del rostro de una modelo apretando su propia mandíbula: labios rojo shocking, uñas carmesí, parte de un tocado naranja que le cae sobre los ojos. Se expone en la vitrina de la tienda del museo. Precio: 895 pesos.

Guadalupe y Fernando, del departamento de prensa del MALBA, repiten desde hace meses a todos los que pedimos nota que el fotógrafo no dará entrevistas, que sólo estará tres días en Buenos Aires, que ellos no pueden hacer mucho. Antes de llegar sí dio notas. Dos o tres. Una telefónica a Harper´s Bazaar, uno de los medios donde colabora habitualmente, y que a falta de una versión local deVogue – la revista para la cual ha hecho más de cincuenta tapas desde los años 80’- es el lugar obvio para que Testino elija desembarcar mediáticamente en el país. También está la nota de tapa que dio para la revista dominical de La Nación, el diario que es el “media partner” de la muestra.

En el primer piso, tras los pesados cortinados negros de terciopelo que separanIn Your Face de ese cubo blanco lleno de luz que es el resto del MALBA, están los periodistas, los bloggeros, los fotógrafos. La asesora de moda va frenética de una a otra sala: “¿Vieron? ¿No es genial?”, repite. Los fotógrafos retratan a los periodistas frente a las fotos, los bloggeros van con sus celulares haciendo paneos de 360 grados por las salas. Son cinco las que componen la muestra, cinco salas que en realidad son una, pero ahora, dividida por falsas molduras de madera pintada de blanco, y con las paredes de un verde botella que vira al azul marino -el color favorito de Testino- se asemeja a esos museos europeos del siglo XIX, esas galerías que comunican unas con otras como en la película El arca rusa: en Buenos Aires Testino creó su

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pequeño Hermitage particular. Abundan los flashes.Todos –los cronistas, los fotógrafos, los bloggeros- quieren una selfie con las fotografías antes de bajar a la conferencia. Lorena Pérez, periodista de Bloc de Moda, uno de los blogs más prestigiosos y visitados en su género, dirá luego: “La gran repercusión de la conferencia de prensa fue en Instagram: todos los invitados postearon sus fotos con él”.

Testino entra al auditorio con las canas que a esta altura le quedan sexies, pantalones blancos, bronceado de esos que se consiguen sobre un velero en alta mar. Abraza al modelo y conductor Iván de Pineda, su íntimo amigo, vestido de traje y corbata in black. Ambos son altísimos. Entrevistador y entrevistado se sientan en dos sillones ante una mesa baja, con rosas blancas y agua Perrier. Cruzan las piernas, miran al público. Y la conversación comienza mientras algunos periodistas, con las cámaras de sus celulares, graban o disimuladamente toman las fotos que Guadalupe y Fernando pidieron por favor no sacar.

*** Mario Testino, el chico que se hacía entallar el uniforme del colegio por el sastre de su

familia en Lima, que traía diez valijas de ropa de los viajes de trabajo con su padre a Nueva York; el chico flaco y alto que desfilaba sus atuendos extravagantes para Lorenzo y Pepita, una de las casas de modas de esa Lima señorial de fines de los años sesenta; ese chico de pelo rosa que era un escándalo en un círculo social todavía con costumbres virreinales, huyó a Londres a mediados de los setenta para estar más cerca del glamour cosmopolita. Para salir de lo provinciano.

“Para encontrar quien tú eres”, dirá en la conferencia de prensa. De niño había querido ser cantante o sacerdote (“Papa, más bien”), pero se encontró

fotógrafo de modas, como cuando hacía de estilista de sus hermanas. Trabajaba de mozo y por 25 libras vendía portfolios a sus colegas que, como él, eran

todos aspirantes a artistas. En 1983, publicó su primer trabajo en Vogue sobre un salón de belleza y desde ese

momento impuso su marca a la fotografía de moda: ese lograr que los artistas y las celebridades queden rendidos bajo sus encantos, ese borde barroco, transgresor pero nunca tanto como para no ser publicitario.

Hoy es un señor de casi sesenta que coquetea en un español neutro y florido a la vez, con muchos “guau” e “increíble”, y nos mira, y provoca otra de las muchas risas y aplausos que irán puntuando la conferencia de prensa. Un señor que ríe con lo que Francis Scott Fitzgerald llamaba “risa de sociedad” en sus personajes, como si fuésemos sus íntimos a quienes cuenta un secreto porque “somos sudamericanos, y nos podemos relacionar”.

Mario Testino podría ser perfectamente un personaje de Fitzgerald: detrás de este limeño hoy oficial honorario de la Orden del Imperio Británico (un reconocimiento que el Ministro de Cultura de Inglaterra le dio en enero pasado por sus aportes “a la fotografía y la caridad”), y a quien curadores y directores de museos no dudan en comparar con John Singer Sargent -el gran retratista que en sus acuarelas plasmó, con estándares subidos de tono para su época, el lujo de los salones eduardianos- está el sueño americano de un self made man, un Gatsby que prácticamente inventó el concepto de branding de sí mismo. Lo ha dicho: la clave de su trabajo es la palabra “acceso”. A la aristocracia y la alta sociedad. A las modelos y a los diseñadores y al mundo editorial de la moda. A las celebrities que él mismo ayudó a convertir en glamorosas. No sólo con su cámara pocket sabe Testino hacer clic, y encandilar. Ser

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fotógrafo, dirá, es pura seducción: “Tienes que seducir a la gente para que te de algo que no le da a otros”. —Un editor para el que yo trabajaba me dijo: las modelos te van a dar lo que le dan a todo el mundo. Para que la foto sea tuya, se tiene que generar una relación que otros no han logrado.

A Testino, que durante la hora que durará la conferencia pronunciará a cada rato las palabras “sudamericano” y “latino”, le tomó su tiempo darse cuenta que no era un lord inglés, fascinado por “la cultura” de las socialités, los artistas y las celebridades que frecuentaba. Testino dirá que aceptó que era peruano, que era sudamericano, y que su estética “era así”, y que le interesa “la desnudez”, “la sensualidad”, “la controversia”. Un estandarte de latinidad equivalente a desprejuicio que levantó para poder ver lo que estaba pasando en esas capitales señoriales y europeas. Dos mundos por donde se mueve cómodamente, entre el recurso al encanto latino para acercarse –a sus fotografiados, a su audiencia hoy- y los modales aristocráticos que tan bien pegan con esa versión del esnobismo local, insustancial y ligero, conocido como “tilinguería”. Nos confiesa, incluso, una historia que se publica en su biografía oficial en laVoguepedia, que han leído miles de personas pero que él narra ahora como si fuéramos exclusivos y dice que “no la cuenta mucho”, pero que tendremos el honor de oírla porque “somos sudamericanos”: es sobre una clarividente a la que consultó empujado por su amigo Christian Lacroix, y que le pronosticó un gran futuro. Mario Testino controla hasta los tragos y las flores que esta noche engalanarán el MALBA para el pre opening al que sólo se accederá por invitación, pone patas arriba el orden que sus ayudantes le dieron a la exhibición, cincela la cerradura por la cual nos deja mirar lo que quiere mostrarnos de su vida. Los suyo son los discursos editados. El formato no importa.

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Hay un año clave en la carrera de Mario Testino. 1997 es el año en que fue comisionado para tomar unas fotos de Diana de Gales, ya separada de su marido, para Vanity Fair. La princesa quería vivir: había sido despojada de su título de Alteza Real y quería mostrar los vestidos que iba a donar para caridad. Testino la fotografió por primera vez recostada en un sillón, sin zapatos, relajada. Un look que creó para ella retratándola como un amigo más que como un fotógrafo de la plebe. Fue el comienzo de su relación con la familia real británica, y el inicio de una fama que trascendía los editoriales de moda. Esas fotos son un vértice de la trilogía que fue una bisagra en su carrera: los otros son las que hizo en 1995 a Madonna para la campaña de Versace, donde por primera vez fue nombrado como una celebridad más (“Versace presents Madonna photographed by Testino”, decía el aviso) y las fotos que compuso junto a la estilista Carine Roitfeld para Gucci por la misma época. Por ejemplo, esa toma porno soft de una modelo arrodillada junto al vello púbico de otra, rapado en una G, que puede verse en esta muestra, creadas de la mano del diseñador Tom Ford para calentar las ventas de la hasta entonces conservadora casa italiana. De Lady Di, esa Sissí emperatriz del siglo XX, en In Your Face no hay ni una instantánea. Cuando le pregunten, Testino dirá, con el pudor de un fotógrafo de corte, que este no es el lugar para ella.

El lugar para Diana de Gales está en MATE, el museo que él mismo creó en Barranco, el barrio cool de Lima, para exponer su obra y su colección de arte cuando se dio cuenta de que comprar una casa allí costaba igual que el alquiler del depósito donde la guardaba. Un lugar al que seguramente aspiraba otra amiga de Testino: Dina Paucar, “la diosa del amor”, la cantante peruana adorada por las masas de compatriotas inmigrantes, la autodenominada “chola fashion” que el fotógrafo invitó en 2007 a la presentación de su libro Lima- Perú. Editado por Mario Testino. “Entré cantando el tema ‘Qué lindos son tus ojos’ y él quedó encantado”, contó Paucar a los medios en ese entonces. “Me dijo: ‘Qué linda eres, qué lindo tu vestuario’. Así que me fui al baño, me lo quité y se lo regalé sin pensarlo dos veces. Ese traje tiene un valor sentimental para mí pero sé que estará en buenas manos”. Testino le contestó, siempre según la cantante:” ‘Eres más maravillosa aún. ¡Ay, mis Daianas!’, recordando cuando la princesa Diana también le obsequió uno de sus vestidos”.

La sesión de fotos que esta otra lady esperaba que Testino le hiciera despertó una pequeña polémica en Perú: que sí se lo había prometido, que porqué no lo había hecho. En 2010 los medios reiteraban el deseo del fotógrafo de retratar a Dina Paucar. Pero la sesión de fotos todavía no se realizó. Seguramente, nunca se haga. Lady Di hay una sola.

*** Los periodistas le agradecen a Testino tan linda charla, le dicen que es un placer

tenerlo acá, le preguntan cómo es trabajar con Kate Moss, qué celebridad fue más difícil desacartonar, cómo afecta el paso del tiempo a sus fotos, qué piensa de la democratización

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que impone lo digital en el mundo de las imágenes, si colecciona fotografía, si siempre lleva una cámara encima. —Ahora mismo me pueden dar una reacción si quieren, levanten los brazos, así yo puedo hacer algún día mi exhibición con fotos de las entrevistas que he hecho. ¡A ver cómo son los argentinos! Saca la cámara nuevamente y, otra vez, las risas del público. —¡Perfecto! Y otra vez, de nuevo por favor.

Más risas. “Última pregunta”, dice Guadalupe, la encargada de prensa del MALBA. —Mario, soy Andrea del Río, de El Cronista Comercial. Quería preguntarte por MATE. — Yo me he sentido super orgulloso toda mi vida que tú lees mi nombre en cualquier parte del mundo y dice siempre “el fotógrafo peruano Mario Testino”, como si fuese una cosa rarísima (risas), entonces yo pensé que era importante que mi trabajo viviera en mi país, porque además mucha gente en el Perú me veía sólo en una foto del periódico donde salía en smoking. Era importante no para que digan “guau” por mi trabajo sino para que vean de que en verdad cualquier latino…cualquier persona puede, porque durante mucho tiempo el peruano miraba al extranjero como una cosa mejor que el Perú. Quiero promocionar la cultura…y en general ser parte de mi país, que es increíble.

A Mario Testino los ojos se le humedecen, le tiembla la voz como dice que le pasa cada vez que habla de cosas que le tocan. Los aplausos de siempre.

“Todos se entregaron a la lente de Mario…y el star system local quiso ser parte de esa complicidad”, dirá la revista Hola sobre el evento exclusivo de esa misma noche, con foto de Testino flanqueado por modelos. El fotógrafo de lo aspiracional nos dejará a la mayoría de los periodistas aspirando a nuestros quince minutos a solas con él.

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Los miércoles los estudiantes entran gratis al MALBA. Son las cinco de la tarde y parecería el momento ideal para encontrar un verdadero malón visitando In Your Face porque hoy hay visita guiada. Una chica de prensa del museo dice que en estos cinco días ya pasaron por la muestra ocho mil personas. Pero hoy no hay multitudes haciendo cola sobre Figueroa Alcorta. Apenas una fila discreta de algunos estudiantes, muchos turistas desprevenidos, señoras de sesenta en grupo, una familia de papá, mamá e hija adolescente y algún que otro fashion freak como los chicos de chupines, blazer y bombín que vienen a ver, como nosotros, por qué ésta muestra, según el dueño del museo Eduardo Constantini, “nos pone a la par de las grandes capitales del arte”.

Por casi tres meses, la agenda del MALBA será tal como se organiza en esas grandes capitales lejanas: estará repleta de disertaciones, conferencias, talleres y conciertos con DJs donde el glamour que Testino inventó para la moda como espectáculo se mostrará en la ciudad.

Antes de pasar el cortinado, la pequeña multitud se detiene ante una pantalla de televisores en zapping con imágenes de Testino en aviones, Testino en la red carpet, Testino en estudio, Testino en aeropuertos, Testino con Jennifer López, con Gwyneth Paltrow, con Emma Watson, Testino en pleno trabajo chocando los cinco con la modelo en bikini que acaba de brindarle la foto perfecta. Un mundo feliz que se ajusta a lo que rubrica Anna Wintour, su jefa en Vogue, en el prólogo del catálogo: “Nadie luce más sexy, espléndido, luminoso y

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subversivo que cuando es capturado por la cámara de Mario”. Subversivo para los cánones de la moda, claro está.

Adentro, las gigantografías en colores saturados de editoriales para Vogue, VMan o Vanity Fair más ensayos personales– “Hace de cinco a seis fotos por día con un equipo de entre doce a ciento veinte personas, seis días de la semana”, dirá el guía -, saturan las salas en formatos que apabullan mucho más que si se vieran, como se han visto, en las revistas. En ese horror vacui característico del barroco -un barroco siglo XXI que le da al consumo, a la belleza y a la celebridad un tamaño monstruo- estos editoriales conviven con las instantáneas en blanco y negro del jet set que vino a reemplazar a la realeza de la época de Sargent Singer: Donatella Versace y Beyoncé, Stella Mc Cartney, Tom Ford, Kate Moss siempre. Son imágenes en pequeño formato, la intimidad como espectáculo de esos lugares donde no figuramos en la lista de invitados. Para Testino son ejemplos de lo que él denomina “la verdad del instante” que tiene el fotoperiodismo, esas fotos de su cámara pocket que utiliza, dice, como un cowboy que dispara para atrapar lo que una milésima de segundo después ya no existirá.

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Mario Testino ha producido para el planeta mediatizado buena parte del imaginario donde, entre hedonismo y sociedad de consumo pop, se genera el estatus de lo hiperreal en términos que -en la misma época en que él llegaba a Londres- definía Jean Baudrillard: “El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero”. Algo que las chicas que se hacen fotos con las fotos exhibidas emulan en las redes sociales. “Hagamos una selfie con Kate para instagram”, dice una rubia en degradé, con el collar enorme sobre la blusa abotonada que parece hurtada a su abuela, combinada con minishort de encaje escalofriante y borcegos. Fotos con las fotos de Testino que días después hasta Marcelo Tinelli se sacará (en visita privada, claro). Los hashtags #mariotestino, #inyourface y #testinoenmalba se reproducirán en las redes sociales a la velocidad de la luz, y algo de esos selfiesse asemejan en su hiperrealidad a las fotos expuestas. Autorretratos de gente anónima que nunca se exhibirán en Vogue, pero siempre tendrán las redes sociales para exhibirse y cumplir, de alguna manera, con lo que el mismo Testino asegura en el texto impreso en la pared que introduce a la sala: “La moda dejó de ser un medio de exhibición de prendas de vestir para pasar a ser parte de un estilo de vida general”.

El hombre que escribió esa frase es el mismo que vivió la expansión masiva del consumo y la ganancia económica veloz en tiempos de Ronald Reagen. Testino está instalado en el origen mismo de la globalización. Testino es Reagan. —Vamos a tratar de ver de dónde viene su éxito- nos arrea Diego, el guía, y unos treinta nos acercamos a una gigantografía del rostro de Kate Moss que aparece pintado con los dedos como en un rito tribal.

Lo primero que nos informa Diego es que el discurso que acompañará el recorrido por los hitos de su carrera –de nuevo: Londres, Madonna, Lady Di, Perú, las horas extenuantes de trabajo, el trabajo en equipo con él como director artístico- fue armado en colaboración con el propio Testino. El fotógrafo en cada uno de los detalles, en la construcción de cada escena. Bajo las imágenes, antepechos con los datos de cada una nos cuentan para qué medios y quiénes son las celebrities y locaciones que aparecen allí. De sus primeros tiempos, solo anécdotas que repite nuestro guía, imágenes nada.

Tampoco hay registro de sus producciones con trajes folclóricos, homenaje no tan velado a uno de sus referentes, el fotógrafo peruano Martín Chambi. La imagen más antigua es de 1992 –Kate Moss retratada por primera vez como una diosa de ojos gatunos y no como una heroinómana chic- pero cualquiera de estas imágenes podría haber sido tomada ayer, puro pop, pura contemporaneidad que sin embargo deja anclada una atmósfera de época. Como ésta, sí hay muchas fotos del “divasterio” de top models de los noventas con nombres de sigla y copyright que Testino mismo consagró: Linda, Naomi, Christy, Claudia, Cindy. Y varias de su descubrimiento latinoamericano para el mundo: la brasilera Gisele Bündchen, tapa de su libro Mario de Janeiro (2009).

Los desnudos perfectos, de cartel publicitario, en blanco y negro algunos, son otra parte importante de la muestra. Son todos tan ricos y tan lindos, dice una señora bajita de pelo lacio y maquillaje recargado que persigue el primer lugar junto al guía. Ya el porno soft había sido la carta de presentación de varios fotógrafos antes que Testino: Richard Avedon, o las imágenes de David Hamilton que con un filtro difusor reflejaba intimidad y a la vez proponía desdeñar los objetos. El estilo Testino conserva algo de eso pero le suma la impertinencia que caracteriza a lo peruano y un detalle fino y casi morboso por los productos, convirtiéndoles en fetiches. Como la gastronomía de su país, reconocida por híbrida, que mezcla con atrevimiento

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los sabores y saberes culinarios en un barroco latino que Testino testimonia, la sorpresa se asoma en cada imagen: vemos por ejemplo el culo escuálido de una Lolita con bombacha rosa…hasta que nos acercamos y el vello tupido señala que ese es un derriere masculino.

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Entre los visitantes que siguen la guiada hay un fotógrafo y sus alumnos. Alejandro Lipszyc se aleja un poco del grupo y de sus estudiantes. Dice que cada tanto los lleva a ver muestras, para poder opinar con fundamento. ¿Le interesa ésta? Piensa un poco. No, dice. “No le creo, no me conmueve la puesta en escena. Se sostiene muy bien a nivel editorial y publicitario, pero el arte tiene otro código….acá no hay ningún misterio”. Una cineasta nos dice que el arte genera inquietud y preguntas, y que ninguna de esas cosas están presentes aquí. Gaby Herbstein, una de las más reconocidas fotógrafas de moda argentinas, que desde hace veinte años trabaja con músicos, modelos y celebridades para sus famosos calendarios, dirá: — Me gusta mucho el trabajo que hizo homenajeando a Martin Chambi, que me deslumbró más que nada por toda la historia: le pidió a la viuda de Chambi los fondos de tela que él usaba e hizo las fotos con esos mismos fondos, la misma luz…Pero la muestra: bueno, es la obra conocida. Las fotos con celebrities no son mis favoritas. Y las fotos de “In Your Face” no me sorprendieron porque ya las conocía a todas, pero entiendo que era un pasaje por la carrera de él.

A Herbstein le parece genial lo que llama el “valor agregado” al talento de Testino: el modo encantador de insertarse en la cumbre de la moda mundial, cómo siendo peruano pudo acercarse a las editoras que lo encumbraron: Lucinda Chambers, Anna Wintour.

Lo que Herbstein llama valor agregado podríamos definirlo también como la picardía peruana de insertarse en el dispositivo simbólico del sistema de la moda para potenciar la idea de lo aspiracional. Para ello podemos acudir al pensamiento de la antropóloga mexicana Rossana Reguillo: compara la sociedad de la moda pop con una reversión del modelo feudal. Desde ese punto de vista la construcción de Testino apela al uso de los lideres de imagen –Madonna y todo el star system— que actúan como señores. El consumidor de este sistema de la moda queda en el lugar del siervo y el vasallo, que se mece al ritmo de las olas creadas por los medios. Testino interpreta como nadie el simbolismo de estos iconos deseados y seguidos por millones de jóvenes fashion victims que aspiran a ser como ellos, pertenecer a esa nueva realeza que el logra retratar con su lente sudamericano. Testino ilumina con su flash un estereotipo de moda, lujo y elite que esconde por detrás otro mucho más trágico: el de la pobreza, la misera y los desplazados del mundo.

La visita guiada termina cuarenta minutos después en la última sala, frente a la única foto que refiere a Perú: una producción para Vogue en Cuzco con modelo entre llamas, cholas y altas montañas donde al fondo luce una carpa de explorador. El guía da algunos detalles finales y dice: ¿alguna pregunta? — Sí — dice la señora bajita del maquillaje recargado —¿Mario Testino cuántos años tiene?

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Uno de los argentinos que más lo conoce es el artista plástico Grillo Demo, cuyos collages cuelgan en las colecciones privadas de estrellas como Madonna o Kate Moss. Hace trece años que son muy amigos. Testino vacaciona en Ibiza, donde Demo tiene una de sus residencias, y han colaborado en exposiciones y editoriales, como el especial de Argentina que Vogue Francia realizó en 2005 donde Demo intervino fotos de Testino con jazmines.

El crítico y traductor Daniel Gigena, amigo de Demo, reseñó In Your Face para el diario Página/12en uno de los textos más interesantes de los que inundaron los medios desde la inauguración. Dice, entre otras cosas: “Ciertas imágenes [de Testino], que a primera vista podrían ser consideradas de moda o del universo glamoroso de las celebridades o la gente vip, funcionan, con el paso del tiempo, como documentos de una tribu occidental amante del lujo, de la lujuria y, por qué no, también del ridículo. En ese sentido, que no es sólo simbólico, la sede del Malba parece el lugar apropiado para la muestra. Meeting point de (aspirantes a) ricos, famosos e ilustrados, ha sabido entrelazar el arte con el espectáculo (y con el rendimiento económico), una fórmula sobre la que Testino podría dar cátedra ante ejecutivos de multinacionales”. Por transferencia, quizá, al menos esta reseña no pasó desapercibida a los ojos del fotógrafo. Pocos días después, Daniel Gigena recibía el catálogo carísimo, una caja de chocolates gourmet y una esquela donde bajo el nombre Mario Testino impreso (aunque con el aristocrático gesto de tachar con una línea de lapicera de tinta su apellido), el fotógrafo había escrito de puño y letra:

“Estimado Daniel, gracias por la atención.Mario”.

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Testino, en cada uno de los detalles.

*** A un mes de inaugurada, según los datos del MALBA cuarenta y cuatro mil personas

pasaron por In Your Face. No es raro. En 2002, la primera retrospectiva de Testino batió records de visitantes en la National Portrait Gallery de Londres. En 2005, por la exhibición de la sesión de fotos con Lady Di, en el Palacio de Kensigton, pasaron más de 250.000 personas. “Me parece que este fenómeno se debe a que la mezcla de moda con personajes tan populares, en situaciones privadas y divertidas, hacen del conjunto una explosión de sensaciones muy atractivo a un público sediento de imágenes fabulosas”, dice Grillo Demo.

En esa primera retrospectiva de 2002, la polémica se instaló en los medios ingleses. Mario Testino contó así la controversia de que sus fotos de moda llegaran al museo: “En un programa de televisión criticaron al director del museo, le dijeron por qué exhibía a un fotógrafo de moda, y sobre todo a un fotógrafo que ha sido comisionado por su trabajo. Y el director del museo dijo: los retratos están desde la época en que existe la pintura, y definen la época en que fueron pintados por cómo se viste la gente. Y en todos los retratos que están en este museo, alguien ha pagado para que un pintor los pinte. Eso es lo interesante de la moda, yo creo. A veces la gente la lee como una cosa fría, banal, superficial…pero es una de las cosas más importantes de nuestro día a día, de cómo nos sentimos y qué cosa queremos comunicar”. La fiebre por Testino se enmarca en un momento donde la fotografía de moda, entre la creación artística y el comercio, ha accedido al lugar clásico de legitimación de cualquier arte: el museo. Grillo Demo no opina lo mismo: “Me parece que la fotografía de moda no gana ningun status al acceder a los museos, ya tiene el suyo propio. Simplemente, en los últimos veinte años las imágenes de moda son muy importantes en la vida de la cultura cotidiana. Están en todas partes, imposible no verlas. Así que no me sorprende que hayan llegado a los museos”.

Desde la mesa blanca de su oficina, en la planta alta de un enorme cubo de cemento que atraviesa toda una cuadra en Caballito y es su estudio, Gaby Herbstein dirá algo parecido: que la fotografía de moda es arte, y no porque ahora lo diga la institución museo. “Empezó con toda esta movida de los diseñadores, cuando el Metropolitan Museum of Arts se dedicó a grandes muestras de diseñadores, como la de Alexander McQueen o los diálogos imaginarios entre Miuccia Prada y Elsa Schiaparelli. Cuando fui a la muestra de McQueen hace tres años, salí llorando. No estaba en el subsuelo, en el Costume Institute, sino en el segundo piso. Eso ya me emocionó, pasabas por entremedio de esculturas de Rodin para acceder. Y era la muestra más visitada del museo. No había dudas de que eso era arte. Siempre lo fue, pero ahora los museos empezaron a incorporar la fotografía de moda en sus colecciones. Ahora está legitimado por los curadores de los museos, pero no por eso antes no era arte y ahora sí”. Y eso, dice, le parece genial.

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Las instantáneas de In Your Face siguen amontonándose en las redes sociales día a día, la “fiebre por Testino” en Buenos Aires continúa.

Mario Testino está hoy en Perú, como presidente del World Monuments Fund para su país. Mañana no se sabe: nunca pasa más de cuatro días en un mismo sitio. Puede estar viajando a cualquier parte del mundo por sus encargos de trabajo, saltando de primera clase en primera clase. Puede estar en Londres por sólo un día rodeado de sus cinco guapísimos asistentes, sonrientes como modelos en pose para la foto. O de vuelta en un shooting exprés para su nueva serie, donde las modelos son retratadas con una toalla en la cabeza como la famosa imagen que el fotógrafo Herb Ritts le hizo a Elizabeth Taylor. Pero aunque la ubicación cambie, el mundo encantado que Testino controla hasta el último detalle, esa serie de instantáneas de su vida que podemos seguir a través de su Instagram, ese barroco latinoamericano que creó para el mundo a través de sus fotos, el que nos deja ver a través de la cerradura, impertinente y glamoroso, no cambiará jamás. Imágenes de la muestra In your face de Mario Testino: Prensa Malba.