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cartas abisinias

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Page 1: 1er Capitulo CARTAS ABISINIAS Rimbaud

cartas abisinias

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Arthur Rimbaud

cartas abisinias

Edición de Lolo Rico

e d i c i o n e s d e l v i e n t o

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“Para mantener la leyenda (de Rimbaud) uno tiene que ignorar estasdecisivas cartas. Son sacrílegas como a veces lo es la verdad.”

albert camusL’Homme Revolté

“¡Rimbaud!, un solo Rimbaud, pero dos veces grande, grande por lapoesía y grande por el silencio.”

alain borerRimbaud en Abisinia

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Versión española según la edición de Éditions Gallimard, bibliothèque de la Pléaide, 1972

Traducción, notas, prólogo y epílogo de Lolo Rico

© Ediciones del Viento, 2010

ediciones del viento s.l.Avda. Fernández Latorre, 5 - 9, 2º e / 15006 La CoruñaTel: 981 244 468 / e-mail: [email protected]

www.edicionesdelviento.com

Diseño gráfico: David Carballal

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legal-mente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma decesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase acedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar

o escanear algún fragmento de esta obra.

isbn: 978-84-96964-69-3

Depósito legal:

Impresión:

Impreso en España / Printed in Spain

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Prólogo 11

Adén 2317 de agosto de 188010 de noviembre de 1880

Harar 3513 de diciembre de 18809 de diciembre de 1881

Adén 5718 de enero de 188220 de marzo de 1883

Harar 856 de mayo de 188314 de enero de 1884

Adén 10724 de abril de 188418 de noviembre de 1885

Índice

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Page 6: 1er Capitulo CARTAS ABISINIAS Rimbaud

Tadjourah 1353 de diciembre de 188515 de septiembre de 1886

Entotto (Choa) 1517 de abril de 1887El Cairo26 de agosto de 1887

Adén 1758 de octubre de 188710 de abril de 1888

Harar 1993 de mayo de 188820 de febrero de 1891

Diario 221Itinerario de Harar a Warambotmartes, 7 de abril de 1891viernes, 17 de abril de 1891

Epílogo 229

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De este modo describe J.M. Le Clézio en la primera página de LaCuarentena 1 a Arthur Rimbaud:

Apareció de repente en la sala llena de humo, iluminada por losquinqués. Abrió la puerta, y su silueta se recortó por un momentosobre la noche. Jacques no lo había olvidado nunca. Era tan alto quela cabeza rozaba la chambrana, y tenía el cabello largo e hirsuto, elrostro de tez muy clara y rasgos aniñados, los brazos largos y lasmanos anchas y el cuerpo embutido en una chaqueta demasiadoceñida, abrochada hasta muy arriba. Llamaba la atención, sobretodo, su aspecto extraviado, sus ojillos malévolos, nublados por laembriaguez. Permaneció inmóvil junto a la puerta, como si vacilara,y luego, mostrando los puños, empezó a proferir insultos y amenazascontra la clientela. Entonces el silencio se adueñó de la sala.

Aquella noche, la atmósfera de la taberna, los gritos, las voces chi-llonas de los poetas alcohólicos y las chirigotas y blasfemias de losestudiantes de medicina deben de ser particularmente de su agrado.Señala Jaques a un hombre sentado junto a una mesa situada en elotro extremo de la sala, un caballero más bien bajo y algo llenito, unpoco calvo, de barba cuidada y que fuma en una larga pipa. «¿Ves?

Prólogo

1. La Cuarentena, J.M.G. Le Clézio. Tusquets Editores. Barcelona, 1998.

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Ése es Paul Verlaine, un gran poeta.» Entonces es cuando la puertadel café se abre con violencia y aparece en el umbral un joven, unmuchacho de rostro aniñado. Es alto, tiene una expresión brutal y lamirada nublada por el alcohol. Desde el umbral, profiere insultos,amenazas, provoca a la concurrencia como un luchador de feriamostrando los puños. Dos camareros tratan de echarlo a la calle, peroél los rechaza, la emprende a golpes con ellos. El desvarío enturbia lamirada del muchacho, que se yergue delante de la puerta, sus gritosretumban en el silencio de la sala. Después, el caballero barbudo sen-tado en el otro extremo del local se pone en pie. Lleva un gabán muylargo y elegante, y luce una chalina de un tamaño desmesurado. Sedirige tranquilamente hacia la puerta, habla con el muchacho. Nadieoye lo que le dice, pero consigue calmarlo. Lo toma del brazo y salenjuntos a la oscuridad de la noche. Antes de abandonar el local, elmuchacho se vuelve. Tiene el cabello desordenado y un descosido enla sisa de la chaqueta. Examina una vez más a la concurrencia conmirada cerrada, amenazadora. Cuando los dos hombres se alejan,sólo queda la bocanada de aire helado que se expende unos instantespor la sala. «¿Quién es?», pregunta Jacques. «¿Ése? Nadie, sólo ungolfo.» Estoy seguro de que mi abuela Suzanne, cuando habló deRimbaud, utilizó esos términos: un golfo. Pero en múltiples ocasionesme leyó los versos que había escrito ese golfo, una música extrañaque no acababa yo de comprender, turbia como la mirada que reco-rrió la sala de la taberna.

Para hablar de Rimbaud, habrá que partir de 1854 en Charleville,en el seno de una modesta familia de cuatro hijos: Vitalie —falleci-da siendo muy joven—, Frédéric, Isabelle y Arthur que quedaron acargo de su madre cuando el padre, Frédéric Rimbaud, capitán delejército en la Guarnición de Mézières que participó en la batalla deArgelia, donde obtuvo la Mención de Honor, los abandonó. Nuncaregresó al hogar. Jamás volvieron a verlo ni Rimbaud ni sus herma-nos. Sin embargo, la ausencia paterna no impidió que recibieran unaeducación severa y rígida. En una carta escrita por Madame Rimbaud

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a Georges Izambard, profesor de su hijo Arthur, tras agradecerle susatenciones, sus consejos y el tiempo que dedica a su formación fuerade las horas de clase, le pide lo siguiente:

Hay una cosa que no puedo aprobar, por ejemplo la lectura de unlibro como el que usted le ha dado hace pocos días, Los Miserables,de V. Hugo. Debe usted saber mejor que yo, señor profesor, que esmuy importante tener cuidado al escoger los libros que se ponen antelos ojos de los niños. Pienso que será ciertamente peligroso paraArthur permitirse semejantes lecturas bajo su protección.

Leyendo los primeros poemas de Rimbaud, que escribió a los cator-ce años aproximadamente y que incluyen sus Versos Latinos, uno nose lo imagina en una pequeña y convencional ciudad de provincias yen un hogar aún más mezquino y tedioso que la ciudad. A este res-pecto, Rimbaud escribe desde Charleville al profesor Izambard el 25de agosto de 1870:

¡Señor, usted es feliz, de no vivir en Charleville! La estupidez de miciudad natal despunta sobremanera entre las demás villas de la pro-vincia. Sepa usted que sobre este tema no me hago ilusiones.

Cuando uno se pregunta con extrañeza cómo fue posible quealguien pudiera desarrollar su talento en esas condiciones, barajamuchas hipótesis. Una de ellas, que parece insólita pero que sinembargo es bastante real, la expone Pere Gimferrer en Rimbaud yNosotros 2. Dice así:

Rimbaud surge de tres coordenadas, de tres fuentes a mi juicio muyclaras, que quizá fuera del ambiente estrictamente académico y uni-versitario no sean percibidas por el lector común. El lector común per-cibe a Rimbaud como una especie de milagro de la naturaleza, como

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2. Rimbaud y Nosotros, Pere Gimferrer. Amigos de la Residencia de Estudiantes. Madrid, 2005.

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una especie de milagro espontáneo; no lo es en absoluto. Es espontáneoel don, la facilidad para escribir poesía que tiene Rimbaud, o cualquierotro poeta excepcionalmente dotado. Pero Rimbaud no surge de lanada, no es una especie de iluminado aunque escribiera de ilumina-ciones. Surge de tres lugares, de tres fuentes: la educación que recibió,el ambiente literario de su país y de su tiempo, y la circunstancia deque escribió su obra entre los quince y los veinte años. Es también elfruto de un ambiente literario singular. El ambiente literario y, másparticularmente, el ambiente poético en la Francia de la segunda mi-tad del siglo XIX, y más acentuadamente, en la Francia del último ter-cio del siglo XIX, es en aquel momento, el ambiente literario —y sobretodo poético— más adelantado e importante del mundo occidental, sinla menor duda.

¿Es consciente Rimbaud de este dato? ¿Anhela irse a París paraconocer a los grandes poetas como Verlaine, cuya obra recomiendaa su profesor Georges Izambard en una de sus cartas tachándola de“extraña, divertida y adorable”? ¿Es el deseo de alejarse del profundofastidio que le producen su ciudad y su casa? ¿Es su afán de aventuralo que le empuja a abandonar su hogar e irse a París en una caminatade seis días para reunirse con los combatientes de la Comuna, y enro-larse después en los Francotiradores de la Revolución? Estas actitudes,como tantas otras de Rimbaud, pueden suscitar contradicciones perono nos sirven para despejar la incógnita de su conducta.

Mientras traducía la palabra, e intentaba asimilar el pensamiento deRimbaud, he ido llegando a la conclusión de que los motivos por losque comenzó a escribir a los catorce años tienen su origen en la lucidezque acompañó siempre a su gran talento y que le hizo ver desde muypronto el mundo adulto, Francia, Charleville y a su propia familia deuna manera crítica y con la más absoluta rebeldía. Rimbaud se aburría.Nada le parecía lo suficientemente excitante para mitigar sus deseos deprodigio, su imaginación creativa y su violenta rebelión interna.

El 24 de septiembre de 1870 Madame Rimbaud escribe de nuevo aGeorges Izambard:

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Señor, estoy muy inquieta y no comprendo esta prolongada ausen-cia de Arthur; él ha debido entender por mi carta del día 17 queno debía seguir un día más en Douai; por otra parte, la policía haceinvestigaciones para saber qué es lo que pasa, y yo temo que antes derecibir esta carta, la broma volverá a repetirse; pero no habrá nece-sidad de que venga porque juro que en mi vida volveré a recibirle.¿Cómo es posible comprender la tontería de este niño, tan prudentey tranquilo habitualmente? ¿Cómo ha podido llegar a su espíritusemejante locura? ¿Se la ha metido alguien en la cabeza? No, yo nodebo creer eso. Se es injusto cuando se es infeliz. Sea usted buenoy adelántele diez francos a ese desgraciado. Y ordénele que vuelvainmediatamente.

Le Clézio cuenta en La Cuarentena cómo recorrió todas las callesdonde Rimbaud había estado:

Vi todos los lugares donde había vivido, la rue Champagne —pre-mière—, de la que no queda nada, luego el Barrio Latino, la rueMonsieur —le Prince—, la rue Saint-André des-Arts, la rue Serpente,la casa de la esquina de la rue Hautefeuille, el Hotel de Lys, con elfarolillo de hierro comido por la herrumbre que debió iluminar suspasos y las fachadas de las casas tal y como él las vio. En el HotelCluny, situado en la rue Victor-Cousin, incluso alquilé una habitaciónen el último piso, un cuarto estrecho de paredes convergentes y suelotambaleante. Soñé que era la habitación que Rimbaud ocupaba aquelaño de 1872, cuando en París todo el mundo le daba con la puerta enlas narices. Las mismas paredes, la misma puerta, la misma ventanaalta que da a un patio por encima de los tejados, y por donde entrabael sol por las tardes despertándolo. Recorrí las calles aledañas una yotra vez, como ausente, sin ver los coches, sin mirar a la gente, como siverdaderamente alcanzara un inicio del tiempo.

Sin duda, Rimbaud caminaría por todas esas calles de madrugada,iría a dormir a su buhardilla o, desorientado por los efectos de la

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absenta, se tumbaría en cualquier acera como un vagabundo más. Esposible que en la duermevela deseara continuar viajando, buscandoalgo que ni él mismo sabía qué era. París se le había quedado pequeñoy del mundo sólo conocía los rigores de su pequeña villa y las tabernasde la gran ciudad. Entre lo uno y lo otro, trenes de cercanías con asien-tos de hule y el miedo a la presencia del revisor que podía reclamarle elbillete que no tenía. Lo que Rimbaud busca posiblemente no tienenombre. Debía ser algo ligero como una pluma, pequeño como unamota de polvo y hermoso como un canto de fe. Se busca a sí mismo, ylo hace como quien persigue un deseo, que en su caso le propone lamás arrebatada imaginación y el más exaltado corazón. Necesita volar.Alejarse de Verlaine, que ha marcado definitivamente su vida, que le haenseñado lo que sabe y hecho olvidar lo que ya sabía, con el que hapeleado hasta la desesperación y al que ha llegado a disparar corriendoel riesgo de ser detenido y llevado a prisión, para estar tan solo comoseguiría estando durante toda su vida. Pero antes recorrerá Europatodavía con ilusión, aunque posiblemente ya sin esperanzas.

Cuando Eduardo Riestra me ofreció la posibilidad de hacer la tra-ducción de las Cartas Abisinias de Arthur Rimbaud para Edicionesdel Viento, me produjo una gran alegría. Traducir me disciplina y meobliga a sentarme ante el ordenador todos los días, con ganas o sinellas. Se trataba además de Arthur Rimbaud, que en los años sesentapara mí, como para todo joven que se preciara de progresista, era unalectura imprescindible. No sólo me complacía, también me halagabatraducir al castellano bajo mi firma la prosa de tan mítico poeta. Loprimero que hice fue leer lo que pude encontrar sobre su vida. Mifrustración se hizo patente y la traducción se convirtió en un intentode entendimiento, tanto de las cartas como del poeta y del hombre; esdecir, por qué Rimbaud era Rimbaud. Pronto el personaje se apoderóde mí. Comenzó produciéndome una vaga y confusa emoción pareci-da a la ternura que surgía de no se sabe dónde y alcanzaba mi corazóncon no se sabe qué. Intenté mantenerme firme, sin dejarme conmover,esgrimiendo la vida disoluta del poeta, su afición al dinero, a la absen-ta y los narcóticos, su abandono de la literatura, su obsesiva dedica-

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ción al comerció de café, de pieles, de perfumes, de marfil, de oro…,su temprana huida de la familia, su deslealtad con los amigos, su des-preocupación política, su salida de Chipre hacia Egipto para escapar-se de las consecuencias que le podía acarrear el haber dado muerte deuna pedrada a un indígena de la empresa en la que estaba empleado, sibien es cierto que en aquel acto no había tenido mala intención.

Sin embargo, fue precisamente en África donde Rimbaud cambióradicalmente. A los veinticinco años pisó por primera vez el Golfo deAdén, hasta donde le había llevado la inquietud de conocer nuevoslugares y de emprender, viajero incansable, largos y complicados via-jes lo más lejos posible de donde se encontrara, con la ilusión quesiempre imprimió a todas sus acciones y también con la esperanzaque al fin había conseguido tener, y que no le hizo perder el riesgo delas caravanas que condujo por terrenos alejados de la civilización, nilos caminos que recorrió solo o a caballo con inclemencias climáticasy grandes incomodidades.

Arthur, hijo mío, tu silencio es prolongado. ¿Por qué este silencio?Felices aquellos que no tienen hijos, o bien felices aquellos que nolos aman: son indiferentes a todo aquello que les puede suceder. Yoquizá no debería inquietarme; el año pasado, por esta época, habíasdejado ya pasar seis meses sin escribirnos y sin contestar a ninguna demis cartas; pero esta vez hace ya ocho largos meses que no tenemosnoticias tuyas. Es inútil hablarte de nosotros porque lo que nos con-cierne te interesa poco. Sin embargo, es imposible que nos hayas olvi-dado de esta manera. ¿Qué es lo que te pasa? ¿No tienes libertad deacción? ¿O bien estás enfermo hasta el punto de no poder sujetar lapluma? ¿O no estás en Adén? ¿Te has marchado al imperio chino?De verdad, enloquecemos buscándote; y esto me hace decir: felicesaquellos que no tienen hijos o que no los aman. (…)

Esta es la carta que la madre de Rimbaud escribe a su hijo desdeRoche el 10 de octubre de 1885. Parece salir de la pluma de una madreafable que envidia a quien no tiene hijos porque ella quiere al suyo

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demasiado. Sin embargo, la realidad debió ser diferente. La imagenque nos ha llegado de Madame Rimbaud es la de una pequeña bur-guesa de familia campesina, autoritaria y rígida que, deseosa de respe-tabilidad, prohibió a sus hijos jugar en la calle, mucho menos con loshijos de los obreros; que obligaba a sus cuatro hijos a ir en fila a laiglesia todos los domingos. Según parece, a Rimbaud le oprimía latiranía materna, tanto que se fugaba constantemente, pero siempre eraobligado a volver a Charleville, al nordeste de Francia, a una casa sinpadre donde el joven Rimbaud languidecía de aburrimiento.

Puede ser que el afán de emular a su padre, que había ganado tanimportante consideración, le hiciera desear para sí mismo honores ypremios con la poesía. El mundo de artistas e intelectuales de París leabrió las puertas y él entró de la mano de Verlaine. Es de suponer queen aquel ambiente Rimbaud debió también sufrir, porque no creo queaparcara nunca su lucidez. Sin embargo, aquel nuevo mundo le ofre-cía todos los bienes de que disponía y Rimbaud debió aceptarlo sinreservas. En fotografías de la época le vemos apocado y dulce, con sushermosos ojos azules, límpidos, que nos miran con benevolencia, casicon gratitud. Así debió mirar él a Verlaine y a sus amigos desde laorgía, la absenta y los estupefacientes. La historia acaba mal: una terri-ble pelea entre ambos les separa definitivamente y el joven poeta huyepara siempre. Rimbaud escapa de su familia, de Charleville, de Ver-laine, de Francia…

Tardará un tiempo en llegar a África, instalándose primero en Adén(Yemen) en 1880. Desde entonces se centró en el comercio, cambian-do los versos por los colmillos de elefante, la nuez moscada y otrosproductos, entre los cuales un capítulo importante de los once añosque pasó en África fue el comercio de armas; y si bien es cierto que enuna de sus cartas él afirma que jamás un europeo sería capaz de trafi-car con esclavos, se considera que si no lo hizo, sí que los utilizó ensus caravanas.

Sorprende la cantidad de libros que pidió a Francia, todos ellossobre distintos oficios: Álbum de las serrerías forestales y agrícolas, Ellibro de bolsillo del carpintero, del armero, carretero o comandante de

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vapor… por citar algunos temas y títulos que parecen hablarnos delinterés por saber qué hacer con su vida. Al menos eso fue lo quesupuse cuando me enfrenté con las primeras cartas; pero ahora piensoque no, que él se sentía de paso en todas partes, como si dispusiera demuchas vidas y quisiera saber qué hacer en cada una de ellas…, jamásliteratura. Nunca quiso un libro de poesía, ni siquiera el que le publi-có Verlaine, ni el dedicado a los poetas malditos entre los que figura-ba. Quizás se pueda deducir que le disgustaba la vida bohemia quehabía llevado en Europa y que tanto lamentó haber malgastado, comosi le avergonzara su entrega a la poesía. Tal vez dejó de escribir tem-pranamente porque su obra estaba ya terminada, como afirma el pro-pio Gimferrer en el libro antes citado.

En definitiva, con cada carta que traducía, mi ánimo cambiaba derumbo. Unos días lloraba por él, otros le detestaba, las más de lasveces me irritaba hasta no poderlo soportar. No lograba entendernada, ni de su manera de ser, ni de su trayectoria vital. ¿Cómo sepuede pasar de pensar los versos con tal fuerza y brillantez como pararevolucionar la poesía, a sólo pensar en los negocios y en el dinero?Sus cartas prácticamente se limitan a hablar de gastos e ingresos. Noobstante, es cierto que llegó a ganar mucho dinero y también lo esque su madre y Frédéric, el hijo preferido, se lucraron a su costa sinningún pudor.

Mientras traducía he debido ir perdiendo lucidez porque cada vezque leo sus últimas cartas, aparentemente con el único objeto decorregir la traducción, no puedo evitar conmoverme hasta el punto dellorar. Me es imposible no abrigar hacia este gran poeta los sentimien-tos más tiernos de mi corazón, la necesidad imperiosa de mi inte-ligencia por conocer tantos porqués que ya nunca podré dejar enel olvido. Sigo buscando libros sobre su vida y su obra, esperandoinútilmente que me aclaren algo. Querría continuar traduciéndole, megustaría haberle conocido para poder preguntarle el porqué de tantoesfuerzo cuando su mala salud le hacía exclamar con frecuencia: “¿Porqué me persigue la fiebre?”. Con el paso del tiempo Rimbaud cambiótanto que Delahaye, el único intelectual con el que mantuvo corres-

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pondencia, lo describe así la última vez que lo ve en aquellos años:«Sus mejillas, otrora tan redondas, estaban ahora hundidas, marcadas,endurecidas; en el intervalo de dos años había trocado aquella tezfresca, sonrosada y de niño inglés que había conservado tanto tiempopor el tono oscuro de habitante de la Kabyria; y en su piel atezada,una novedad que me divirtió, los rizos de una barbita de color rubiooscuro… Su voz había perdido el timbre chillón y un tanto infantilque yo le había oído hasta entonces para tornarse grave, profunda eimpregnada de intensa energía».

Fue Mozart quien me hizo posicionarme con respecto a Rimbaud,cuando tuve que ver de nuevo la película Amadeus por motivos pro-fesionales. Durante las casi tres horas que duró la proyección perma-necí frente a Mozart recordando a Rimbaud, sí, a Rimbaud, que nofue músico sino poeta, que tampoco era austriaco, que no perteneció ala misma época. Rimbaud me recordaba a Mozart sin yo pretenderlo.A Mozart que no pisó África, que no pensó nunca en ser albañil, queno se arrepintió de ser músico ni siquiera cuando serlo le hizo sufrir.Mozart murió por su música mientras que Rimbaud dejó morir lapoesía por su vida. Sin embargo los dos fueron desmedidos, desenfre-nados durante una época de su existencia, egocéntricos y desconsi-derados, también prodigiosos. Lo cierto es que a ambos les mató suépoca, la sociedad, el sufrimiento. A Mozart la Corte de Viena, enca-bezada por el Emperador, y a Rimbaud, los intelectuales de París con-virtiéndolo en maldito. En ambos casos colaboró la familia y la trai-ción de los amigos. Tanto el uno como el otro se rebelaron y no tran-sigieron con los poderosos; los dos nadaron contracorriente y pade-cieron lo suyo al pretender combatir la injusticia a su manera. Los dosmurieron solos: los dos fueron genios, reconocí al fin.

Ni la música después de Mozart ha sido la misma ni tampoco lapoesía ha vuelto a ser como lo fue antes de que Rimbaud escribieralos primeros versos. Con él se acabó la rima y el metro regular, losalejandrinos que detestaba y los grandes temas magníficos y preten-ciosos. De su atrevimiento, de su frenesí vital, de la rebelión que mar-có su lucha nació una nueva manera de hacer y crear que alimentó,

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desde entonces hasta la fecha, todos los movimientos vanguardistasque gestaron la poesía moderna. Quedó un antes y un después. Meconmueve pensar que se avergonzó de su pasado y que debió aborre-cerse a sí mismo, despreciando y renunciando, tal vez ignorando, queera un gran innovador y un hombre valiente. Porque no cabe duda deque se enfrentó a una vida que podría definirse con el título de una desus mejores obras: Una temporada en el infierno.

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Adén17 de agosto de 1880

10 de noviembre de 1880

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rimbaud a los suyos

Adén, 17 de agosto de 1880

Queridos amigos,

Dejé Chipre con 400 francos después de casi dos meses de los alterca-dos que tuve con el pagador general y mi ingeniero. Si me hubieraquedado, podría haber conseguido una buena situación al cabo deunos meses. Pero no obstante puedo regresar.

He buscado trabajo en todos los puertos del mar Rojo, en Djeddah,Souakim, Massaouah, Hodeidah, etc. Vine aquí después de haberintentado encontrar algo en Abisinia. Caí enfermo al llegar. De mo-mento, estoy empleado en un comercio de café aunque sólo por sietefrancos. Cuando tenga algunos centenares de francos más, me iré aZanzíbar, donde, según dicen, hay más posibilidades.

Denme noticias suyas.3

Arthur RimbaudAdén-Camp

El franqueo es más de 25 céntimos. Adén no pertenece a la UniónPostal.

A propósito, ¿me han enviado los libros a Chipre?

3. Se ha optado por utilizar el Vd. tal y como hace Rimbaud en su correspondencia. En Francia esun tratamiento generalizado, en ocasiones incluso en el seno de la familia. Se tutea, sólo en la inti-midad, a aquellas personas que la comparten. Es improbable que fuese de otra forma en 1880.

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