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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVI, N o 72. Lima-Boston, 2 do semestre de 2010, pp. 253-275 AGON : LA IMAGINACIÓN MELODRAMÁTICA DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS José Alberto Portugal New College of Florida Resumen Este artículo introduce la noción de una “imaginación melodramática” como marco para entender el tipo de sensibilidad y visión artística que modela el tra- bajo novelístico de Arguedas. Se parte de la descripción un tipo de “atención” característico de su narrativa (su interés obsesivo en la figura del “señor”) y de la manera en que esta atención configura una “mirada” desde la cual, de un la- do, se construye en el señor la figura del mal, y, de otro lado, se encarna o ates- tigua la emergencia de una subjetividad oponente. Se sostiene que de esta ma- nera se constituye la escena matriz, la lucha (agon) que le da impulso y forma a la construcción de una narrativa. Palabras clave: melodrama, imaginación melodramática, agon, tinku, lo moral oculto. Abstract This article introduces the notion of a “melodramatic imagination” as the frame to understanding the kind of sensibility and artistic vision that models Ar- guedas’ novelistic work. The point of departure is the description of a charac- teristic type of “attention” in his narrative: its obsessive interest in the figure of the “landlord.” This attention configures a “gaze” that, on the one hand, cons- tructs the ‘landlord’ as the figure of evil and, on the other hand, it incarnates or testifies to the emergence of an opposing subjectivity. The contention is that this process constitutes the “matrix scene”, the struggle (agon) that gives im- pulse and form to the construction of a narrative. Keywords: melodrama, melodramatic imagination, agon, tinku, the moral occult. El drama de recepción de Todas las sangres y sus lecciones La lectura de la narrativa de Arguedas nos plantea siempre el re- to de sus idiosincrasias, sus excentricidades. El hecho tuvo su mani-

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVI, No 72. Lima-Boston, 2do semestre de 2010, pp. 253-275

AGON : LA IMAGINACIÓN MELODRAMÁTICA

DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

José Alberto Portugal New College of Florida

Resumen

Este artículo introduce la noción de una “imaginación melodramática” como marco para entender el tipo de sensibilidad y visión artística que modela el tra-bajo novelístico de Arguedas. Se parte de la descripción un tipo de “atención” característico de su narrativa (su interés obsesivo en la figura del “señor”) y de la manera en que esta atención configura una “mirada” desde la cual, de un la-do, se construye en el señor la figura del mal, y, de otro lado, se encarna o ates-tigua la emergencia de una subjetividad oponente. Se sostiene que de esta ma-nera se constituye la escena matriz, la lucha (agon) que le da impulso y forma a la construcción de una narrativa. Palabras clave: melodrama, imaginación melodramática, agon, tinku, lo moral oculto.

Abstract This article introduces the notion of a “melodramatic imagination” as the frame to understanding the kind of sensibility and artistic vision that models Ar-guedas’ novelistic work. The point of departure is the description of a charac-teristic type of “attention” in his narrative: its obsessive interest in the figure of the “landlord.” This attention configures a “gaze” that, on the one hand, cons-tructs the ‘landlord’ as the figure of evil and, on the other hand, it incarnates or testifies to the emergence of an opposing subjectivity. The contention is that this process constitutes the “matrix scene”, the struggle (agon) that gives im-pulse and form to the construction of a narrative. Keywords: melodrama, melodramatic imagination, agon, tinku, the moral occult.

El drama de recepción de Todas l as sangr es y sus lecciones La lectura de la narrativa de Arguedas nos plantea siempre el re-

to de sus idiosincrasias, sus excentricidades. El hecho tuvo su mani-

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festación más intensa en vida del autor en aquel año de 1965, duran-te el proceso de recepción inicial de Todas las sangres en el ámbito pe-ruano. Este “drama de recepción” le da forma a un momento de crisis abierta, que permite apreciar la magnitud del conflicto del au-tor con su medio y la complejidad de los términos con que la obra se articula con su tiempo. La lectura inicial de Todas las sangres le plantea a críticos literarios y a científicos sociales problemas tanto en lo que se refiere a la representación de la dinámica social perua-na, como a la configuración formal de la novela, problemas que cristalizan de manera específica en la constitución de ciertos perso-najes –con la figura de don Bruno Aragón de Peralta como para-digma–. El carácter problemático y polémico que caracterizó a ese momento fue recogido en el discurso crítico de la década siguiente, durante el proceso de construcción de la fama póstuma del autor, y de allí en adelante ha caracterizado nuestras aproximaciones a esa obra.

Si pensamos en algunas de las respuestas críticas negativas más reconocidas (las más compartidas y exitosas) –por ejemplo las de Mario Vargas Llosa (1974, 1978, 1981, 1996), las de Luis Alberto Sánchez (1981) en su reiterada Literatura peruana, o las de Alejandro Losada (1978), para que se vea que la reacción se distribuye a lo lar-go del espectro ideológico–, estas entienden Todas las sangres como una novela aquejada por excesos retóricos, por una cierta gesticula-ción teatral, por la incoherencia psicológica de los personajes; y des-tacan el esquematismo de los personajes (que son malos-malos, o buenos-buenos; y que en el colmo son malos-malos, pero sufren una conversión radical-milagrosa que los hace buenos-buenos) y la intensificación antitética de las posiciones que estos representan. Es decir, una falta de complejidad que se expresa a través de polarida-des extremas, maniqueísmo moral y la distorsión de los vehículos de significación. Visto el fenómeno en términos descriptivos –y no fundamentalmente valorativos– se trata de aspectos centrales de lo que Peter Brooks caracteriza, en su estudio de la imaginación melo-dramática, como “el modo del exceso” (Brooks 199, las traduccio-nes son mías).

Este tipo de sanción en el plano de lo artístico tuvo su correlato en el fracaso que fue la recepción de Todas las sangres desde la pers-pectiva científico-social, ya que observaban sus críticos una distor-sión histórica de la dinámica económica, social y étnica en la repre-

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sentación novelesca del mundo peruano, cuya matriz parecía ser o la persistencia de una suerte de indigenismo paternalista en la visión que sostenía Arguedas sobre el mundo andino, o una fundamental distancia e incomprensión de lo que significaba la experiencia del sector moderno costeño. Aunque la justeza de estas caracterizacio-nes ha sido disputada, la dificultad artística e ideológica no ha sido totalmente disipada. ¿Qué es lo que explica este tipo de reacción?

Es claro que esta situación nos informa, ante todo, sobre la natu-raleza del sistema de expectativas internalizado desde el cual se juz-ga; esto es, la particular idea de (la práctica y la lectura de) la novela que define el marco de recepción, que en este caso se ve dominada por la emergencia de la nueva novela latinoamericana, y por el as-censo de las ciencias sociales (de la sociología y la economía en par-ticular) y su influencia en la redefinición del campo intelectual. Se desprende de esto una forma particular de control del estatuto y del rol de las ficciones en ese ámbito cultural, que se plantea como un conflicto de dominios, esto es, como una disputa sobre la novela y con la novela respecto a lo que constituye y a cómo se construye una representación válida de la “realidad”.

Ahora bien, es claro que el rechazo estético y el rechazo intelec-tual de Todas las sangres nos permite apreciar la dimensión del desen-cuentro de la novelística de Arguedas con el discurso institucional de su tiempo; sin embargo, al hacerlo, abre la posibilidad de que veamos el asunto de otra manera. Para comenzar, esto debería hacer evidente que la obra de Arguedas está cargada de lo que Frank Kermode llama “invitaciones a tomar licencias interpretativas”; es decir, debería funcionar como una invitación y una autorización pa-ra leerla como obra idiosincrásica, para de ese modo poder dar cuenta adecuadamente del sentido de sus “excentricidades” narrati-vas (ideológicas y estilísticas). Si asumimos esta perspectiva vamos a observar de inmediato que allí donde se han identificado los pro-blemas mayores de esta narrativa (ya sea que se los atribuya a la im-pericia técnica, a las ambivalencias ideológicas, o al mal gusto del autor) es precisamente donde podemos encontrar el punto en que los textos de Arguedas alcanzan, normalmente, su nivel más alto de rendimiento simbólico y realizan sus más interesantes conquistas expresivas, formales.

Por lo tanto, me parece apropiado insistir en esta suerte de aproximación “paradójica” a la obra de Arguedas como vía para

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apreciar y para intentar explicar, en diálogo con ella, tanto las parti-cularidades de la práctica literaria en la que se funda, como el peso y la gravitación que ese cuerpo de textos (pero el cuerpo todo, no só-lo las ideas y los valores) sigue teniendo entre nosotros. Es decir, para tratar de entender la continuidad de esta obra y la de la imagen de su autor como espacios de simbolización: ¿Por qué nos siguen incitando? ¿Por qué nos siguen irritando? ¿Por qué nos siguen obse-sionando? De modo que si Arguedas se constituye en un “clásico peruano” no es o no será porque hemos tenido éxito ignorando, expurgando o superando las excentricidades de su obra, sino en vir-tud de que nos entendemos mejor con ellas.

En este artículo quiero sugerir algunas coordenadas básicas para otra incursión en la naturaleza de la narrativa de Arguedas, en la na-turaleza de esa particular forma de pensar y de configurar discursos. Me interesa aquí un aspecto central de la imaginación de Arguedas que, en mi opinión, es el fundamento de su capacidad para articular artísticamente profundas tensiones personales, internas, con la cap-tación de núcleos problemáticos del imaginario peruano. Se trata de un tipo de atención que le es característico y le da impulso y forma a su narrativa: su interés (su obsesión) por la figura del “señor” y, a partir de ello, la manera en que esta atención configura una “mira-da” desde la cual, de un lado, se construye al señor como figura del mal, y, de otro lado, se encarna o atestigua en ella la emergencia de una subjetividad opositora –por ejemplo, en la figura del adolescen-te liminal o la del héroe míticamente constituido–: la matriz de una lucha (agon) fundamental.

Como marco para entender la imaginación artística que le da forma al proyecto narrativo de Arguedas, quiero proponer en rela-ción con este tipo de atención las nociones de “melodrama” e “ima-ginación melodramática”, en el sentido modal que les dieron C. Prendergast y P. Brooks: melodrama como un “modo” más que como “género” formal, en tanto que se constituye en la articulación transgenérica de dispositivos técnicos y convenciones artísticas (Prendergast 6); melodrama “como un modo de concepción y ex-presión, como un sistema ficcional para darle sentido a la experien-cia, como un campo de fuerza semántico...” (Brooks xiii).

Pienso que las principales reacciones críticas negativas (ideológi-cas y estético-psicológicas) hacia la obra de Arguedas se refieren a este tipo de fenómeno y constituyen una reacción contra un tipo

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particular de sensibilidad, contra una forma de la imaginación. Su-giero, por lo tanto, adoptar categorías descriptivas para pasar, por ejemplo, de la sanción negativa sobre el “maniqueísmo moral” de la narrativa de Arguedas (cargo levantado frecuentemente contra Todas las sangres) a entender la insistencia arguediana en la figura de un conflicto central (la lucha entre el bien y el mal) como respuesta a la necesidad percibida de representar el drama ético fundamental de su época. Esto nos permitirá caracterizar los términos en los que esta “visión” define la naturaleza de la representación artística –su expre-sionismo, su gestualidad teatral, sus excesos retóricos, su apelación al sustrato mítico-ritual, etc.– y, a partir de ello, entender la medida en que el modo melodramático funciona en esta novelística y desde ella como una forma de la conciencia moderna y de lo moderno.

La centralidad de la figura del señor

La fascinación por la figura del “señor” se establece con claridad

desde el inicio mismo de la narrativa de Arguedas. De allí la impor-tancia, la centralidad incluso, de personajes como don Silvestre en “El vengativo” (uno de los primeros textos publicados, ¿concebi-dos?, por Arguedas); de don Braulio, don Froylán y don Ciprián en la trilogía de Agua, con don Ciprián conectando el mundo de “Los escoleros” con el de “Los comuneros de Ak’ola”; de don Julián en Yawar fiesta; de don Aparicio en Diamantes y pedernales; de don Juan y don Eloy en “La muerte de los Arango” y “el viejo” en Los ríos pro-fundos; de don Bruno en Todas las sangres y “el caballero” en Amor Mundo (“El horno viejo”).

En sus rasgos más generales, el fenómeno ha sido observado y descrito. Sin embargo su apreciación y valoración han sido proble-máticas. Por ejemplo, César Lévano (1969) le critica a Arguedas el tipo de atención casi simpática que él ve puesta sobre el personaje de Don Julián, la figura del terrateniente tradicional en el Puquio de Yawar fiesta. Y Diamantes y pedernales, la primera novela de Arguedas en cuyo centro se encuentra la figura del gamonal –su pasión, su de-seo desatado–, fue ignorada por el jurado de un concurso de novela peruana (el premio fue declarado desierto, hecho que Arguedas re-gistró como un agravio personal). Por su parte, Alejandro Losada (1978), al comentar Todas las sangres, le atribuye a Arguedas nostalgia por un mundo que desaparece (el mundo señorial andino) y la inca-

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pacidad de entender la dinámica de su tiempo, y su crítica se monta significativamente en la fascinación (la identificación) de Arguedas en esa novela con la figura de Don Bruno. Y en la creación de Don Bruno se concentra también Mario Vargas Llosa (1978, 1981, 1996) para destacar la incongruencia ideológica y formal de la novela de Arguedas.

La importancia de la figura del señor y la compleja relación que se establece con ella está asimismo bien documentada en el discurso autobiográfico-testimonial de los años 60. Uno de los momentos más claros a este respecto se produce en la entrevista que Arguedas tuvo con Sara Castro-Klaren en 1966, la que ofrece material intere-sante para pensar, una vez más, en la fricción entre discurso auto-biográfico y discurso ficcional en Arguedas. El pasaje que comen-tamos a continuación ha sido analizado por otros críticos (por ejemplo, López-Baralt y Meneses) como evidencia de la función del hermanastro de Arguedas como modelo-arquetipo de la figura del “señor/gamonal” en su narrativa de ficción. En la entrevista con Castro-Klaren, Arguedas ahonda en una historia personal que había sido hecha pública en el momento testimonial que fue parte del primer encuentro de narradores peruanos ocurrido en Arequipa. La intervención de Arguedas en esa oportunidad –Arequipa, 1965– es conocida hoy a través de su transcripción en 1969 con el título de “Yo soy hechura de mi madrastra”. En la entrevista con Castro-Klaren la atención se va a concentrar en la figura del hermanastro:

Cuando llegó mi hermanastro de vacaciones, ocurrió algo verdaderamente terrible [...] llegó e inmediatamente se convirtió en el personaje central del pueblo. [...]Él era un sujeto de aspecto desagradable. Por lo menos causaba cierto temor porque tenía una expresión de engreído, de los que hacen lo que les da la gana. Yo le cogí temor. [...] Yo fui relegado a la cocina e in-cluso cuando mi padre no estaba, quedaba obligado a hacer algunas labores domésticas [...] (en Oquendo 202). Este pasaje ciertamente corresponde a la importancia que tiene,

por ejemplo, la figura del “caballero” en el pueblo de “El horno vie-jo” de Amor mundo (que es de 1967), novela cuya producción y pu-blicación es contemporánea a la emergencia testimonial de esta his-toria, por lo que conviene recordar en este punto que Arguedas se refirió a la función terapéutica de la escritura en torno a la creación de Amor mundo, como lo hará luego con la de los Diarios en El zorro...

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La caracterización del hermanastro/caballero guarda relación también con la manera en que ya en Diamantes y pedernales (que es de 1954) se presenta a Don Aparicio:

El hijo de la señora era alto, cejijunto, de expresión candente e intranquila. Cuando venía con su madre excitaba al vecindario. Invitaba siempre cham-paña a sus amigos, hasta emborracharlos; y se reía de ellos en forma escan-dalosa. Sus risotadas se escuchaban a gran distancia. El pueblo se divertía con este espectáculo. Y duraba algunos días la vergüenza de los “caballe-ros” bebedores de champaña (Arguedas, Diamantes y pedernales 5). Y es similar no sólo en su condición de convertirse en “persona-

je central” a su arribo al pueblo, sino también en su disposición malvada en general (como corruptor, burlador, violador) y particu-larmente en su vileza y ambivalencia con el “huérfano” (el wakcha) de la historia: el niño Arguedas del testimonio, el niño Santiago de Amor mundo, el arpista Don Mariano en Diamantes y pedernales que re-presenta como “upa”, al igual que los adolescentes, una compleja figura de liminalidad.

En cuanto al “aspecto desagradable” del hermanastro, es tam-bién un rasgo importante en la presentación de Don Aparicio, quien asimismo infunde temor y turbación, en particular visto desde la perspectiva de las mujeres “forasteras” en quienes se concentra la mirada (el deseo) del señor: “Sólo su nombre es horrible; y sus cejas –dijo la forastera, en voz baja–. Y su corpulencia... Pero... ¡qué alma, qué alma!” (Arguedas, Diamantes y pedernales 17).

Como en el recuerdo infantil de Arguedas, en el caso de las no-velas tanto Santiago como el upa Don Mariano se convierten en “lacayos” del señor y ocupan un espacio en la casa destinado a la servidumbre. En esto, tanto el testimonio como los relatos de fic-ción de los 50 y 60 nos remiten a los textos de la primera etapa crea-tiva de Arguedas (a un relato como “Los escoleros” por ejemplo) en los que el protagonista ocupa una posición similar. Más aún, la ima-gen del hermanastro/caballero/Don Aparicio está prefigurada en el Don Ciprián de “Los escoleros” y “Los comuneros de Ak’ola”. Di-ce Arguedas en la entrevista con Castro-Klaren: “Yo lo que sentía cuando llegó este hombre [el hermanastro] era que la madrastra no trataba mal a los indios, pero que este hombre impuso un cambio. Era un criminal, de esos clásicos. Trataba muy mal a los indios. Y esto sí me dolía mucho y lo llegué a odiar como lo odiaban todos

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los indios. Era un gamonal” (en Oquendo 203). El niño Arguedas del recuerdo, así como el niño protagonista de “Los escoleros”, es el niño blanco que se identifica y es identificado (tratado) como indio; y así como hay “amor de niño” en ese mundo, hay también “odio de indio”, que es el otro aspecto del Arguedas “niño-indio”. Se van configurando la escena del drama psíquico del individuo y su signi-ficación ética.

Y como el hermanastro/caballero/Don Aparicio, don Ciprián es un gamonal criminal, es “rey en Ak’ola, rey malo”: “Por la plata ma-ta, hace llorar a los viejitos de todos los pueblos; se emperra; mira como demonio, ensucia sus ojos con la mala rabia; llora también por la plata no más. ¿Dónde, dónde estará el alma de los principa-les?” (Arguedas, Obras completas I, 96). De manera particularmente interesante se observa en el testimonio que el peso de la figura del señor se da en el juego de ausencia/presencia que lo caracteriza tan vívidamente –esto es, en cuanto a los cambios que se producen en el mundo del protagonista a la llegada/salida del señor–. Así tam-bién en “Los escoleros”:

Esos días en que el patrón recorría las punas eran los mejores en la casa. Los ojos de los concertados, de doña Cayetana, de Facundacha, de toda la gente, hasta de doña Josefa [la esposa del gamonal, conectada a la figura ambivalente de la madrastra del testimonio citado arriba], se aclaraban. Un aire de contento aparecía en la cara de todos; andaban en la casa con más seguridad, como dueños verdaderos de su alma. Por las noches había juego, griterío y música, hasta charango se tocaba. Muchas veces se reunían algu-nas pasñas y mak’tas del pueblo, y bailaban delante de la señora, rebosando alegría y libertad.

De dos, de tres días, el tropel de los animales en la calle, los ajos roncos y el zurriago de don Jesús, anunciaban el regreso del patrón. Un velito tur-bio aparecía en la mirada de la gente, sus caras se atontaban de repente, sus pies se ponían pesados; en lo hondo de su corazón temblaba algo, y un te-mor frío correteaba en la sangre. Parecía que todos habían perdido su alma (Arguedas, Obras completas I, 97-98). En virtud de esto, Silverio Muñoz ha destacado con justeza la

centralidad de la figura del señor en este cuento al observar que “las ausencias del patrón no sólo escinden la actividad lúdica de los ‘es-coleros’. Lo escinden todo. Porque todo el cuento en rigor ha sido diseñado en función de la ausencia o presencia de éste” (88).

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Melodrama y agon : la extensión de los conceptos Es a partir de este particular fenómeno (la intensa atención sobre

la figura del señor, etc.) que quiero establecer la conexión entre la narrativa de Arguedas con las cualidades del “modo melodramáti-co” y la configuración de una “imaginación melodramática” en la línea en que éstos fueron razonados y estudiados por Peter Brooks y Christopher Prendergast en relación con las novelísticas de H. Balzac y H. James. La conexión, me parece, puede ser muy produc-tiva si estamos interesados en caracterizar el tipo de imaginación novelística que le da forma a la narrativa de Arguedas, entendiendo que la capacidad expresiva de las novelas de Arguedas depende de las cualidades de su idea de la novela, de su particular manera de en-tender el potencial y el poder de la novela.

Para comenzar, la noción de “imaginación melodramática” nos pone en dirección de precisar el curso novelístico con el que en-tronca Arguedas: una veta conformada por autores que, trabajando en lo que es aparentemente un contexto de “realismo”, parecen más bien orientados a la representación de un drama radical, hiperbólico, “refiriéndose a conceptos puros y extremos de oscuridad y luz, sal-vación y condena” y ubicando a sus personajes “en el punto de in-tersección de fuerzas éticas primarias y confiriéndole a su actuar una carga de significado referida al choque de estas fuerzas” (Brooks ix). Se trata, pues, de una forma de darle contenido específico a la idea propuesta por el propio Arguedas y aceptada por la crítica según la cual, en términos formales, la novelística de Arguedas recoge lo fundamental de la novelística europea del XIX y se mantiene en deuda con ella.

Del melodrama como género propiamente dicho hay ciertos ras-gos que sin lugar a dudas interesa retener en la medida en que inter-actúan de manera poderosa y formativa con el desarrollo de una importante forma de la imaginación novelística europea y anglo-americana, representada en los estudios críticos que he mencionado por Balzac y James, pero que se extiende sin dificultad a las novelís-ticas de Dickens, Dostoievski, Proust, Faulkner…, autores que en definitiva o con toda probabilidad son parte de la biblioteca de Ar-guedas. Uno de los rasgos que interesa mantener en mente es el fondo de crisis del cual emerge el melodrama en la coyuntura de cambio de siglo, entre el XVIII y el XIX. Se trata en ese caso de una

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crisis marcada por el derrumbe de horizontes mentales –la conse-cuencia de profundas y abruptas transformaciones económicas, so-ciales y políticas– y por un sentido de la insuficiencia del lenguaje y desconfianza en su capacidad para comunicar contenidos intelectua-les y emocionales fundamentales (Brooks 65-67). El melodrama sur-ge, pues, en un momento de desarticulación del orden tradicional y de radical apertura, donde todo parece potencialmente permitido y, por lo tanto, “se requiere una nueva demostración de la posibilidad de un orden moral” (201-202): la vislumbre de lo que serán las con-diciones que caracterizan la emergencia de la narrativa de Arguedas.

De modo que, si bien hay muchas diversas avenidas de entrada para establecer conexión con el melodrama –como ahondar en la concepción del lenguaje o, igualmente importante y relevante en el caso de Arguedas, ahondar en el rol de la música, la gestualidad, la puesta en escena, etc.–, la característica más notable del melodrama propiamente dicho –en torno a la cual se organiza el modo o la ima-ginación, aquella que lo conecta con más fuerza a su contexto de origen y que, por lo tanto, es el aspecto fundamental a través del cual se extiende su “influencia”– es la idea de la lucha entre las fuer-zas del bien y el mal (lucha que típicamente conduce al triunfo final de las fuerzas del bien) como motivo organizador y estructurante, y como la “rama dorada” que nos permitirá el acceso a una particular forma de la sensibilidad moderna. Es a través de la representación de esta lucha (agon) que las intenciones morales del melodrama se manifiestan abiertamente: de un lado se expresa en él la necesidad de identificar el mal; de otro lado, se afirma en el melodrama la convicción de que hay que combatirlo.

Con respecto a lo primero, en el melodrama el bien y el mal no son fuerzas abstractas, sino que tienen nombre propio. De modo que la representación del encuentro y confrontación entre indivi-duos se entiende como el ámbito más concreto para visualizar la na-turaleza de la lucha, como aquellos “momentos de confrontación simbólica que articulan plenamente los términos del drama” (Brooks 3). De esta manera, la atención sobre la figura del mal (la figura del señor, en el caso de Arguedas) podría ser pensada como una forma de representar lo que Zizek define como “violencia sub-jetiva”, aquella que es “realizada por un agente claramente identifi-cable”, pero donde los mecanismos de representación permiten pa-sar del “espectáculo fascinante” de la violencia subjetiva a la percep-

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ción de “los contornos del trasfondo que genera esas explosiones” (Zizek 1).

Con respecto a lo segundo, la lucha busca restituir un orden amenazado o destruido, y en el “estilo” fundamental del melodrama la articulación expresiva de antítesis e hipérbole (sus dos mecanis-mos básicos) estructura el patrón de respuesta característico del gé-nero: el melodrama le habla a nuestra ansia por un universo moral-mente ordenado, al deseo de alcanzar un máximo de claridad moral. Expresa un ansia también por la agregada satisfacción que produce la reafirmación en la corrección de nuestros valores, que se consigue en el espectáculo del triunfo del bien. Como nos dice Northrop Frye, dos temas son importantes en el melodrama: el triunfo de la virtud moral sobre la villanía y la consciente idealización de la pers-pectiva moral que, se asume, es la que sostiene la audiencia (Pren-dergast 12). Rastreado este fenómeno a su contexto de origen en la primera gran crisis de la modernidad occidental, y vista su persisten-cia e influencia como modo de la imaginación moderna, nos permi-te pensar esta característica fundamental del melodrama como una forma de crear, inventar o re-invocar un sentido de comunidad, de cara a la experiencia de pérdida de cohesión social. En este “modo”, el maniqueísmo moral funciona como una visión del mundo social, mundo al que se entiende como la escena en la que se plantean dramáticamente la necesidad de optar entre drásticas alternativas morales. Su razón de ser es localizar y expresar lo que Brooks llama “lo moral oculto” (the moral occult): “el dominio de valores espiritua-les operativos que está a la vez indicado en la superficie de la reali-dad y enmascarado por ella” (Brooks 5).

Por su parte, agon se entiende aquí, como vamos viendo, en el sentido de lucha, rivalidad, competencia. La importancia de esta fi-gura en la imaginación de Arguedas es clara y se manifiesta de dis-tintas formas, tanto en lo que se refiere a sus múltiples facetas (lu-cha, competencia, rivalidad), como a la multiplicidad de dominios en que se percibe y realiza (juego, ritual, dinámica social).

Me parece que fue Sara Castro-Klaren la primera en observar la importancia del “modelo agónico” en la narrativa de Arguedas al observar como rasgo fundamental de la configuración de Los ríos profundos “su firme enraizamiento en el tema total de la lucha entre el bien y el mal”. En términos que me parece nos permiten ahondar la conexión con el modo melodramático, Castro-Klaren concluye en

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esa oportunidad su valoración positiva de Los ríos profundos desta-cando la función “de este elemento estructural” en superar las “difi-cultades del patrón, enfoque y naturaleza episódica” presentes en la novela, y observando que en ella Arguedas realiza “una feliz integra-ción entre sus poderes de creación y una visión penetrante y cohe-rente de un mundo infiltrado, saturado por el mal y redimible sólo gracias a un ciego amor cósmico” (Castro-Klaren 152).

Un poco más tarde, Mercedes López-Baralt va a pensar el asunto a partir de la noción de tinku, que ella considera que es una de la “tres llaves andinas (las otras dos, wakcha y pachakuti) para acceder a la escritura de Arguedas”. Para entender esta categoría, López-Baralt parte de la definición que ofrece el Vocabulario de la lengua Aymara de Ludivico Bertonio (1612) en la que tinku “es el nombre de las peleas rituales en las que combaten dos bandos opuestos”. López-Baralt elabora a partir de esta idea y señala que, a diferencia de wakcha y pachakuti, “el tinku –más que articularse en momentos específicos–

marca la totalidad de la escritura de nuestro autor, pues cabe leer su obra como un gran tinku literario […]. La escritura de Arguedas constituye un singular ejemplo del tradicional tinku andino, en pala-bras de Franklin Pease, aquel lugar de encuentro ritual donde la ba-talla entre fuerzas opuestas engendra la compleja totalidad” (320-321). Y propone incluso que entendamos la literatura de Arguedas como un asedio obsesivo de esta categoría andina (322).

En otro trabajo yo también he tratado en detalle la importancia de este aspecto de la novelística de Arguedas (Portugal, Las novelas de José María Arguedas) partiendo de los trabajos de Víctor Turner, quien introduce la noción de un “modelo agónico” para explicar su idea del “drama social”, con la que apunta a interpretar procesos re-currentes de tensión y conflicto social y darle forma a lo que él ob-serva como “situaciones agónicas recurrentes” (Turner 147). Como en ese estudio, pienso también ahora que la importancia del “mode-lo agónico” como matriz narrativa en la novelística de Arguedas re-side en el potencial que este ofrece para aproximarse al drama social y articularlo con el drama moral del sujeto y las implicaciones éticas de su drama psíquico; esto es, crea la posibilidad de una presenta-ción honda, compleja, del ámbito de la imaginación moral de una época y un mundo.

En su estudio sobre el ámbito cultural del “juego”, Roger Cai-llois analiza el contenido de lo que a su entender son las categorías

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fundamentales de este dominio, siendo la de agon, entre ellas, la más persistente. Caillois la explica de la siguiente manera:

Todo un grupo de juegos parecerían ser competencias, es decir, como un combate en el cual se crea artificialmente una situación de igualdad de oportunidades, de modo que los adversarios se confronten unos a otros bajo condiciones ideales, susceptibles de otorgarle un preciso e incontes-table valor al triunfo del vencedor. Se trata, entonces, siempre de una rivali-dad que pende de una sola cualidad [...], ejercida, dentro de límites definidos y sin asistencia externa, de tal manera que el ganador parece ser mejor que el perdedor en una cierta categoría de actividades (14). En su forma más pura y cabal –esto es, en la forma más próxima

a las características planteadas por Caillois– la atención de Arguedas identifica este fenómeno en el dominio de lo ritual, o desprendién-dose de él o reintegrándose a él. Es el caso de su interés en lo que él designó “danza de las tijeras”, y la manera como esto interviene en su literatura: de la presencia de danzantes en su narrativa, a la forma como esta figura le da marco y estructura a sus textos (“La agonía de Rasu Ñiti”, El zorro de arriba y el zorro de abajo, etc.). Se ve también muy temprano como forma seria de competencia a través del juego o el rito (los wikulleros de “Los escoleros”, la competencia entre las comunidades de Puquio en Yawar fiesta, etc.). Sin embargo, así como entiende el campo cultural del “juego” (que yo extiendo al de lo ri-tual) como el ámbito puro para la manifestación de agon (y las otras categorías básicas), Caillois identifica también el proceso de su co-rrupción –y este aspecto me parece clave–:

Si jugar consiste en proveer una satisfacción formal, ideal, limitada y esca-pista para [...] poderosos impulsos, ¿qué ocurre cuando toda convención es rechazada?, ¿cuando el universo no está herméticamente [tightly] cerrado?, ¿cuando está contaminado por el mundo real en el que cada acto tiene con-secuencias ineludibles? Para cada una de las categorías básicas hay una per-versión específica que es el resultado de la ausencia tanto de control [res-traint] como de protección. Cuando la ley [rule] del instinto se hace otra vez absoluta, la tendencia a jugar se extiende a la vida diaria y tiende a subordi-narla, tanto como sea posible, a sus propias necesidades. Lo que solía ser un placer se convierte en una obsesión. Lo que era un escape se convierte en obligación, y lo que era un pasatiempo es ahora una pasión, una compul-sión y una fuente de ansiedad (44).

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Las diferencias entre el mundo del juego y el de la vida real, que tendrían que ser claras y netas, se hacen porosas o se diluyen: “El principio del juego se ha corrompido” (45). Hay textos de Arguedas que parecen estar concebidos como ilustración de la tensión entre el ámbito puro de agon –el juego, el rito– y su corrupción: pensemos en “Los escoleros” y en Yawar fiesta, por ejemplo.

Un texto como “Los escoleros”, muy bien caracterizado por Sil-verio Muñoz como “un cuento poblado de juegos” (para el desarro-llo específico de esta idea, en Muñoz 84-87), parece estar diseñado para representar, de un lado, la neta separación del universo del “juego” y el de las interacciones sociales. De otro lado, permite vis-lumbrar también el costoso paso de un ámbito de “rivalidades per-fectas y precisas” a otro en el que las rivalidades son “insidiosas, in-cesantes e implacables, y permean todos los aspectos de la vida”. Fuera del espacio cerrado y aislado y del tiempo privilegiado “regido por las estrictas, gratuitas e irrefutables leyes del juego [...] empieza la verdadera perversión de agon”. En el ámbito de la dinámica social, la competencia reasume “su brutalidad original tan pronto como en-cuentra una fisura en los sistemas de control moral, social y legal, que tiene límites y convenciones comparables a los del juego” (Cai-llois 46).

“Los escoleros” pone en evidencia, a través del contraste entre la conducta de los escoleros/comuneros y la del gamonal, la amenaza, el peligro que asuela a la comunidad cuando “la ambición desqui-ciada y obsesiva” es aplicada a cualquier dominio en el que no tie-nen vigencias las reglas del juego. Este es el “descubrimiento” reali-zado por la imaginación melodramática en la narrativa arguediana que, pienso yo, hace necesaria la intervención de la imaginación ri-tualista. De allí Yawar fiesta y su celebración de la capacidad de la cultura de la comunidades de Puquio para crear el espacio simbólico que hace posible la existencia de una sociedad tensa y fragmentaria; de allí la necesidad de apelar a formas rituales de la cultura indígena para contener el avance de la peste en Los ríos profundos, o para con-trolar la expansión del impacto destructivo del desenfreno del señor en Diamantes y pedernales y Todas las sangres. Y este triunfo de la imagi-nación ritualista es uno de los mecanismos privilegiados en la narra-tiva de Arguedas para abrir el camino, el acceso, a “lo moral ocul-to”: de un lado la identificación del conflicto (representado ya como hecho singular, ya como hecho recurrente) que conduce a la crisis, a

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la apertura del drama social; de otro lado, la emergencia del “mun-do” indígena –negado, desconocido, oculto– en su potencial simbó-lico como “dominio de fuerzas e imperativos espirituales que no son claramente visibles en la realidad, pero que [el autor entiende que] son/pueden ser operativos allí, y que demandan ser descubier-tos, registrados, articulados” (Brooks 20-21).

El sentido de los finales

El enganche del melodrama con un ansia por un mundo orde-

nado, discernible moralmente, se nos ofrece como rasgo particu-larmente apto y atractivo para caracterizar el tipo de valores y sensi-bilidad que la obra de Arguedas expresa, o que nosotros proyecta-mos en ella. Pero en la experiencia de lectura, la narrativa de Argue-das tiende a enfatizar, aparentemente, el “ansia” por encima de la “satisfacción” ya que la tendencia al final feliz, al final de triunfo, no es, en sentido estricto, una característica de los textos arguedianos. Es más bien característico en la obra de Arguedas una resistencia al cierre narrativo satisfactorio, y en gran medida esto es así porque sus textos interpelan a su tiempo de manera más radical, a través de sus formas. Sin embargo, también hay variantes dentro del “melo-drama” que no exigen happy end. Por ejemplo, James Smith sostiene que las emociones básicas del melodrama (que inciden en la natura-leza de los finales) son “triunfo”, “desesperación” y “protesta”, y que lo que importa es que los conflictos extremos representados llevan a finales igualmente extremos –aunque no todos de un mis-mo tipo (Smith 8-9)–.

Ahora bien, siempre ha existido preocupación por tratar de “en-cuadrar” los finales de los cuentos y novelas de Arguedas dentro del marco de una lectura ideológica consistente. Esto lo vemos con cla-ridad, por ejemplo, en los esfuerzos del discurso crítico por explicar la naturaleza del final de cuentos como “Agua” o, especialmente, “Los escoleros”. Y es que, en particular a lo largo de los primeros textos de Arguedas, somos confrontados continuamente con el es-pectáculo del señor perpetrando el mal y generando desorden: en el centro de esas narraciones encontramos la escena en que éste ejecu-ta su acto de violencia más cruel y más vil, y aunque el gamonal es en algún caso retado, e incluso alcanzado por la rabia de sus oposi-tores, no es castigado, en el sentido de que no es destruido o expul-

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sado. Consecuentemente, no hay restitución de un sentido de orden que haya sido amenazado o afectado, sino la afirmación de un orden de cosas en el que el triunfo del bien no parece posible “allí-entonces”. Triunfa la villanía.

Encontramos esta preocupación y esta línea de explicación, por ejemplo, en Cornejo Polar (49-50) y en Silverio Muñoz (71-73 y 89, donde apunta a un sentido de final más satisfactorio). El argumento que presentan los críticos es razonable y “realista” en el sentido de que afirma la concordancia del final literario con el típico “cierre” de la dinámica social: la injusticia persiste; el éxito de la revolución o rebelión no es aún posible. El hecho destaca más aún si se contrasta esta literatura con otro modelo novelístico contemporáneo, el del “realismo socialista” soviético, que está entonces, en los años 30, en proceso de afirmación; esto es, si se compara el relato arguediano con el modelo de trama y desenlace que se impone en la literatura de una revolución triunfante en proceso de crear su propia mitolo-gía (Clark 42-44).

Sin embargo, esta preocupación de los críticos y la correspon-diente línea de explicación plantean de inmediato la necesidad de considerar las variantes de representación presentes en la narrativa temprana de Arguedas. Por ejemplo, la rebelión de “Los comuneros de Ak’ola” y su fracaso (su derrota) también se ajusta en la ficción a un final/cierre consistente con lo que sabemos de la dinámica social de su época. El joven Arguedas, sabemos, escribe sobre un mundo convulsionado por grandes rebeliones indígenas (por ejemplo, el sur andino en la coyuntura de 1920-1923) y desde un mundo convulsio-nado por la irrupción de la masas en la política nacional (por ejem-plo, la coyuntura de 1930-1933 a nivel nacional) y la barbarie de su represión (Burga y Flores Galindo 185-191). Pero esa que fue parte de su atención inicial pasó a ser, como sabemos, “olvidada” –o su-perada, si pensamos, como hemos visto, en el triunfo de la imagina-ción ritualista a partir de novelas como Yawar fiesta–. Esto se puede explicar, en cierta medida, por la actitud emocional de Arguedas hacia lo que él llamó la época de los sombríos “fúnebres alzamien-tos” indígenas y su represión –época cuyo fin auguraba con el suyo, en el ¿Último diario? de El zorro… (Oquendo 186)–.

Arguedas tampoco va a insistir en poner al centro, de manera decidida como lo hace en “Los comuneros de Utej Pampa”, la re-presentación de las comunidades y culturas de resistencia. Hay algo

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de eso –una cala en la dimensión de la espera/esperanza mesiánica–

en la “rabia” con que fueron escritos los primeros textos. Pero le va a tomar hasta la primera novela (Yawar fiesta) para comenzar a calar hondo en el mundo de la violencia social y los caminos que la cultu-ra indígena abre para conjurarla, y no va a ser hasta Todas las sangres que Arguedas enfrentará cabalmente el asunto de la rebelión indíge-na, su derrota y su proyección e inscripción en el horizonte mental de la sociedad peruana –y ya sabemos de las complicaciones que se dieron en la recepción crítica de esos libros–.

Ahora bien, la línea de explicación que privilegian críticos como Cornejo Polar y Silverio Muñoz, más allá de su esfuerzo por redimir ideológicamente a los textos tempranos de Arguedas, nos debería ayudar a ahondar en lo que se encuentra en el centro de esta “for-ma” de representación. De un lado, ahondar en el tipo de atención allí presente que crea “un mundo” que funciona como signo de lo que puede venir (no sólo lo que es, sino lo que debería ser) y la creación con ello de lo que Brooks llama, usando un término de Barthes, un “espacio dilatado”; esto es, una zona formal de juego (29). De otro lado, ahondar en la importancia del efecto que esto tiene en la lectura, que se constituye también en un espacio dilatado: la importancia que tienen los textos arguedianos tempranos, al crear la suspensión o la dilación de la descarga satisfactoria, en dinamizar la operación de lectura que apunta a la valoración de ese mundo e incentiva y premia un nuevo tipo de atención (Brooks 31-32).

El reto que le plantea la forma del relato arguediano al tipo de atención pre-existente nos recuerda que ésta es una literatura que se concibe y produce en un momento de severa crisis social, de de-rrumbe de parámetros y de “contratos” sociales y estéticos: una cri-sis de formas de sentir e imaginar. En este contexto, el novelista ha de ser, al decir de Henry James, como “un instrumento tan sensiti-vo/sensible que todo deja su marca en él, con el que todo establece correspondencia”, alguien que no se conforma con observar la su-perficie de la vida (con describir el “pogoso”, dirá Arguedas en “Un narrador para un nuevo mundo”), sino que se siente en la obliga-ción o la necesidad “de hacer evidente, incluso darle ser a la sustan-cia moral de la vida” (Brooks 22-23). Estas son las coordenadas de un tipo de sensibilidad, como la de Arguedas, que articula e impreg-na mundo, drama social, drama psíquico.

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En cuanto a la naturaleza del final, y atendiendo a las demandas y angustias de una lectura política, vayamos a lo más obvio. Smith nos recuerda que en el caso de lo que él llama “melodramas de pro-testa”, ya sea en triunfo o en derrota cumplen con su objetivo de movilizar apoyo. En el caso de un final de derrota, por ejemplo (pensemos en “Los escoleros”), se produce también la catarsis de emociones específicas: “despierta una furia justificada [righteous] con-tra la injusticia del mundo, no mitigada por el pensamiento de que nosotros también podemos ser culpados de ella” (72). Otra vez, el aspecto estético de la famosa “rabia” con que Arguedas escribe sus primeros textos. Y el caso específico del “melodrama de derrota” permite de un lado la introducción de un héroe que no es aún due-ño de su propio destino –o un héroe que se encuentra en camino hacia la conciencia de su rol, en el caso de un bildungsroman politiza-do, leído en la veta social-realista o progresista-revolucionaria (Clark 17, Muñoz 87-89)–, y que, en sentido estricto, no merece o no es responsable por su sufrimiento (Smith 64). De otro lado, permite la introducción de la villanía humana como agente de la destrucción del bien y del bueno (Smith 58).

En cuanto a la concepción del héroe, los “melodramas de derro-ta” típicamente apuntan a la función no sólo de librarnos a nuestra compasión por el protagonista, sino que la identificación con el pro-tagonista hace que nuestra compasión se mezcle con el sentimiento de autocompasión (mecanismo que en el caso de Arguedas se ve reforzado en la problemática emotivo-identitaria del protagonista en conexión con la figura del indio). El camino hacia la autocompasión tal vez se ve impulsado por el hecho de que este tipo de melodrama (de “derrota”) pone en escena aquellas miserias que caen sobre no-sotros impulsadas por fuerzas hostiles (naturaleza, política, guerra, crueldad o ambición de individuos poderosos) simplemente porque somos niños, indios, cholos, o nos encontramos en el lugar equivo-cado en mala hora (Smith 62). En el caso del protagonista arguedia-no, este se ve “enriquecido y profundizado por la vislumbre de un conflicto interior” (Smith 66): el drama de la identidad y la perte-nencia (aspectos de lo cual Cornejo Polar presenta como la cuestión de la “doble marginalidad”, por ejemplo), o su carácter liminal, de sujeto en tránsito (algunos de cuyos aspectos Muñoz presenta como el proceso de toma de conciencia). Si pensamos en términos de la

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historia social, se establece la conexión con el drama de los migran-tes de la época (Burga y Flores Galindo 172-173).

La fuerza que moviliza la forma

Ahora bien, no es un accidente que haya sido con Todas las san-

gres que se manifestara el drama de recepción con toda su fuerza, y no es tampoco un accidente que haya sido la figura de don Bruno Aragón de Peralta la que suscitara los mayores problemas, pues se trata tanto de la novela como de la figura que revelan en su forma más acabada ese aspecto fundamental de la imaginación de Argue-das que define un tipo de atención que le es característica y que, como he dicho, le da impulso y forma a la narrativa: su interés obse-sivo en la figura del “señor”.

En su estudio sobre ficción y melodrama en Balzac, Christopher Prendergast ve una mayor complejidad en la estructura de lo que identifica como la “fantasía melodramática”, y llama la atención so-bre el hecho de que si bien es cierto que el triunfo del bien sobre el mal es característico en el melodrama, más allá de todas sus preten-siones morales, la verdadera fuerza movilizadora de la forma es el villano:

Porque el espectáculo demoníaco del puro mal en el melodrama excita no meramente miedo y repulsión (las reacciones demandadas por las abiertas intenciones morales del melodrama) sino también y de manera más descon-certante, fascinación y complicidad vicaria. Podemos desear la destrucción del malhechor y la convención le da su lugar a ese deseo– pero al mismo tiempo (y el proceso es, claro está, más bien inconsciente) el mal y el desor-den que el perpetra pulsan una cuerda en nuestras fantasías de crueldad y destrucción (Prendergast 9). Si bien uno podría pensar que Arguedas lucha con el significado

de esta figura a lo largo de su obra y pugna por identificarlo (nom-brarlo) y confrontarlo –y también castigarlo, destruirlo–, vamos a tener que esperar hasta Todas las sangres para que esto ocurra de ma-nera más o menos “apropiada”; y aun así, la constante en la narrati-va de Arguedas es que el señor/el mal no sólo sobrevive a su acto, sino que él y la memoria de sus acciones dominan y contaminan la atmósfera. Esto es particularmente claro en textos tempranos como “El vengativo” y la trilogía de Agua, y penetra el mundo de Los ríos

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profundos y los textos de su entorno, hasta Amor mundo. ¿Es acaso el espectáculo y la memoria de esa maldad, de esa injusticia y crueldad, de ese abuso, lo que magnetiza, lo que obsesiona? Ser testigo del mal, ansiar su castigo y la restitución del orden, mas sentirse como obligado, forzado, a adentrarse en la violencia que lo amenaza, ¿es también ser forzado a gozar de esa violencia de manera vicaria?

Prendergast propone una fórmula interesante y extrema para es-te peculiar estado: “Genuflexión ante la virtud y complicidad con lo demoníaco”. Aquí encontramos vocabulario, creo yo, para describir la escena atroz –escena primaria de la narrativa de Arguedas– narrada en “El horno viejo” (Amor Mundo), donde el niño es forzado a ser testigo impotente de la maldad, de la violencia sexual del señor (“el caballero”), que se fuerza sobre una mujer casada, en la semioscuri-dad de la habitación que ésta comparte con sus hijos, y acusa al niño de estar gozando de manera vicaria con/en el acto:

El hombre empezó a babear, a gloglotear palabras sucias, mientras ella lloraba mucho y rezaba. Entonces el chico sintió que se le empapaba el rostro. Casi al mismo tiempo, su mano derecha resbaló hacia su propio vientre helado. No pudo seguir de pie; empezó a rezar desde el suelo, el cuerpo helado sobre la tierra: Perdón, mamacita, virgen del cielo, virgencita linda, perdón… —Tu voz es de que estás gozando, oye, aunque estás rezando; oye…—habló el hombre (Obras completas I, 223). Y ésta es una escena que se ha estado abriendo paso desde aque-

lla que, treinta años antes, había sido inscrita en “Warma kuyay”, donde se narran las incursiones nocturnas del Kutu y del narrador protagonista al corral del patrón, don Froylán, para vengarse de él azotando a sus becerros, los “más finos, los más delicados”, que “se retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas, lloraban” ante el fe-roz e implacable castigo del indio: “uno, dos, tres… cien zurriaga-zos”. “¿Y yo?”, se pregunta el narrador: “Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba. [...] Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres horas” (Obras completas I, 10-11). En esta tensión (en esta lucha) interior hay una clave que nos conduce a la complejidad que se oculta en la aparente simplicidad del diseño melodramático. Es una tensión emocional y moral que acosa el espacio de simbolización, que se ubica en el cen-

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tro de lo que constituye su ambigüedad fundamental. ¿Cómo se lidia con esto?

Una de las formas en que la imaginación de Arguedas lo hace es a través de la construcción en la figura del niño narrador-protagonista del sitio del sufrimiento y lucha interna y, a la vez, del sitio de la “sensibilidad” que produce la imaginación, los gestos, el lenguaje, todo el aparato expresivo que apunta en la dirección de “lo moral oculto”: ese lugar

de intensas fuerzas éticas del cual el hombre se siente cortado, pero que sin embargo siente que tiene una existencia real en algún punto detrás o más allá de la fachada de la realidad y que ejerce influencia sobre su existencia secular, [que] se yergue como un abismo o un golfo cuya profundidad debe ser sondeada cautelosamente y con riesgo (Brooks 202). Con “Los escoleros” al inicio, Los ríos profundos constituye el

momento paradigmático de esta estrategia, en el que se articulan el drama ético social y las implicaciones éticas del drama psíquico del sujeto.

La otra estrategia de la imaginación de Arguedas pone en juego el modelo del intenso drama interno “en el que la conciencia [como dice Brooks] debe purgarse y asumir la carga de la santidad moral” (202). La vemos al inicio, en su forma más primitiva, en “El venga-tivo”, mientras que en Diamantes y pedernales se constituye un mo-mento clave en el proceso que conduce a Todas las sangres, con don Aparicio anticipando aspectos de don Bruno. A través de mecanis-mos como la “confesión” y la “conversión’ el señor se transforma en estos textos en la fuerza que castiga al mal y, al mismo tiempo, revela el potencial oculto de las prácticas tradicionales y reactiva la vitalidad de las formas rituales y colectivas del mundo andino.

Contra el temor que despierta esta simpatía con el diablo, habría que pensar que cuando Arguedas sostiene que Todas las sangres es su proyecto más ambicioso, está afirmando el triunfo de la imaginación melodramática, que es el/su “modo” (la forma necesaria) de enten-der la novela: una vez más, la exploración cautelosa y arriesgada del vacío que se abre ante él; el precario esfuerzo por construir un cen-tro de comprensión, de sentido de la experiencia. Y en la variedad de estrategias y en el experimento continuo (lo que en otro estudio he llamado “la inestabilidad formal” de la narrativa de Arguedas) tenemos a la vez la afirmación de la posibilidad del proyecto y la

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conciencia de la precariedad de sus logros. La crisis de la imagina-ción melodramática se expresa agónicamente en la dificultad de pensar (concluir) El zorro… como “novela”.

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