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Bases fisiopatológicas de la obesidad PROFESORADO ONLINE - POL Introducción: bases terminológicas y conceptuales El término obesidad deriva de la expresión griega ob-edere, que significa “sobre-ingesta”, considerándose durante siglos como sinónimo de glotonería y expresión de un consumo excesivo de alimentos. Su etiopatogenia sigue estando sometida a estudio, pudiendo ser considerada como poco conocida y se implican múltiples factores de tipo social, ambiental, cultural, metabólico y genético. En nuestros días se está viviendo un incremento de la prevalencia de obesidad en la población debido a un mayor porcentaje de grasa corporal (Wilkinson et al, 2007) en los individuos. Este incremento se ha relacionado con una mayor tendencia al sedentarismo (Jebb y Moore, 1999). La importancia de esta alarmante situación es la prevalencia de obesidad en todas las edades y los tintes epidémicos que ha adquirido (Poirier et al, 2006). Ha sido estimado que España está a siete años de tener el mismo estilo de vida que los estadounidenses y con esto de adquirir los mismos problemas de salud. No obstante, ya se conoce que la prevalencia de obesidad española se cifra en un 15.5% de la población total. Según el estudio DORICA, el 17.5% corresponde al sector femenino y el 13,2% al masculino ( Aranceta et al 2005),. En la población que supera los 55 años los datos se sitúan en un 21.58% en varones y un 33.9% en mujeres (Aranceta et al 2005), sin embargo más recientemente se ha detectado que el sector población que supera los 60 años tiene una prevalencia de sobrepeso de 49% para hombres y de 39.8% para mujeres, mientras que la obesidad la padecen un 31.5 % de hombres y un 40.8% de mujeres (Gutierrez et al., 2004). Los datos en la población infantil tampoco son alentadores puesto que existe una evidente tendencia al incremento de la prevalencia al igual que en el resto de países europeos (Livingstone, 2001; Serra y cols., 2003).

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Bases fisiopatológicas de la obesidad

PROFESORADO ONLINE - POL

Introducción: bases terminológicas y conceptuales

El término obesidad deriva de la expresión griega ob-edere, que significa

“sobre-ingesta”, considerándose durante siglos como sinónimo de

glotonería y expresión de un consumo excesivo de alimentos.

Su etiopatogenia sigue estando sometida a estudio, pudiendo ser

considerada como poco conocida y se implican múltiples factores de

tipo social, ambiental, cultural, metabólico y genético.

En nuestros días se está viviendo un incremento de la prevalencia de

obesidad en la población debido a un mayor porcentaje de grasa

corporal (Wilkinson et al, 2007) en los individuos. Este incremento se ha

relacionado con una mayor tendencia al sedentarismo (Jebb y Moore,

1999). La importancia de esta alarmante situación es la prevalencia de

obesidad en todas las edades y los tintes epidémicos que ha adquirido

(Poirier et al, 2006). Ha sido estimado que España está a siete años de

tener el mismo estilo de vida que los estadounidenses y con esto de

adquirir los mismos problemas de salud. No obstante, ya se conoce que

la prevalencia de obesidad española se cifra en un 15.5% de la

población total. Según el estudio DORICA, el 17.5% corresponde al

sector femenino y el 13,2% al masculino (Aranceta et al 2005),. En la

población que supera los 55 años los datos se sitúan en un 21.58% en

varones y un 33.9% en mujeres (Aranceta et al 2005), sin embargo más

recientemente se ha detectado que el sector población que supera los

60 años tiene una prevalencia de sobrepeso de 49% para hombres y de

39.8% para mujeres, mientras que la obesidad la padecen un 31.5 % de

hombres y un 40.8% de mujeres (Gutierrez et al., 2004). Los datos en

la población infantil tampoco son alentadores puesto que existe una

evidente tendencia al incremento de la prevalencia al igual que en el

resto de países europeos (Livingstone, 2001; Serra y cols., 2003).

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Específicamente en España se puede destacar que un 13.9% de los

jóvenes entre 2 y 24 años son obesos y un 12.4% tienen sobrepeso

(Serra y cols., 2003).

Figura 1. Distribución geográfica de la prevalencia del sobrepeso-obesidad en la

Comunidad Europea. (Tomado de Varo et al., 2007)

Esta situación ha generado preocupación y un mayor estudio de las consecuencias negativas que puede provocar la obesidad sobre la salud del individuo (Poirier et al, 2006; Flegal y cols., 2005), y sobre la

sociedad en general (Popkin et al., 2006). La evidente preocupación por estas cifras se ha plasmado en programas contra la obesidad, como es caso de la Estrategia para la Nutrición, Actividad Física y Prevención de la Obesidad (NAOS) en el contexto español. Estas y otras intervenciones planteadas contra esta particular y peligrosa situación integran el ejercicio físico como una herramienta de control y reducción de la obesidad y las patologías subyacentes a la misma. Parece estar consensuado que resulta necesaria la prescripción de ejercicio físico que conlleve la aplicación de una adecuada dosis del mismo que garantice adaptaciones progresivas e instaure hábitos y comportamientos de por vida.

Por tanto, el tratamiento de la obesidad es un auténtico desafío, donde

los resultados con las mismas pautas pueden ser totalmente diferentes

de unos sujetos a otros, y rotundamente desalentadores cuando se

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analizan a largo plazo; de modo que se presenta como una paradoja

sorprendente, en la que la aplicación de un remedio aparentemente tan

simple como es el dejar de comer, se convierte en una experiencia

tremendamente penosa en donde las gratificaciones son cortas y los

fracasos incontables.

Por todo ello, la obesidad debe contemplarse como un problema cuyo

abordaje pasa por la instauración de medidas educativas de carácter

preventivo desde la época escolar, y por otro lado, cuando se establece,

en simultanear distintas opciones terapéuticas, aparentemente muy

sencillas como dieta y ejercicio, que junto al tratamiento conductual y el

uso ocasional de fármacos, constituyen el arsenal terapéutico habitual

disponible para abordar el problema, quedando relegada la cirugía para

grandes obesidades resistentes a las medidas convencionales.

Ante la proliferación de evidencias científicas entorno a la utilización de

estrategias y metodologías apropiadas para el logro de tal objetivo, en

este curso intentaremos abordar una revisión de la literatura y la

elaboración de un consenso sobre el ejercicio físico y la obesidad.

El sobrepeso y la obesidad están vinculados a enfermedades crónicas

(Kopelman, 2007), como por ejemplo la dislipidemia (SEEDO, 2000;

Bellido, 2006), las enfermedades neoplásicas (Luengo y cls., 2005), el

síndrome metabólico, la diabetes (Oguma y cols., 2005), las

enfermedades y episodios cardiovasculares por aterosclerosis (Krauss,

Winston,1998; Olson y cols., 2006), las vasculopatías periféricas

(Bellido, 2006), problemas osteoarticulares (Ding et al., 2005; Wearing

et al., 2006), el incremento del riesgo de lesión (Janney, Jakicic, 2007),

el incremento de la morbilidad apnea del sueño (Poirier et al., 2006), la

hipertensión (Krauss, Winston, 1998) y las alteraciones en la piel

(Yosipovitch, DeVore, Dawn, 2007).

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La obesidad se puede considerar como un estado inflamatorio

caracterizado por el aumento de proteína C-reactiva, a la vez que

pretrombótico, por elevación del inhibidor del activador del

plasminógeno (PAI-I) y homocisteína, lo que contribuye al aumento del

riesgo cardiovascular (Aranceta et al., 2003; López Mojares en López

Chicharro (coord..), 2006). Aunque parece estar asumido que la

obesidad debe ser considerada como un factor de riesgo independiente

en los episodios cardiovasculares, principalmente debido a los

resultados expuestos en el estudio Framingham (Poirier et al., 2006),

puesto que la aparición de estos es debida a la co-existencia de otros

factores. Entre estos cabe destacar la hiperinsulinemia y/o diabetes

mellitus tipo 2, la hipertensión y la dislipidemia (síndrome metabólico),

situaciones que parecen estar asociadas con la distribución de grasa

corporal. En este sentido, la obesidad central o abdominal correlaciona

más fuertemente con estos riesgos de enfermedad cardiovascular

(Krauss, Winston, 1998).

El síndrome metabólico es una constelación de factores de riesgo

asociados a la obesidad abdominal que incluyen la dificultad en la

utilización de glucosa (resistencia a la insulina), dislipemia aterogénica

e hipertensión arterial. El síndrome metabólico puede considerarse una

entidad clínica especial que confiere un alto riesgo de enfermedad

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cardiovascular y/o diabetes. Si bien la patogénesis del síndrome

metabólico y de cada uno de sus componentes es compleja y no

suficientemente conocida, la obesidad central y la resistencia a la

insulina han sido considerados los ejes centrales del síndrome. (

SEEDO, 2007)

Más recientemente están tomando fuerza los criterios establecidos por

la International Diabetes Federation, donde se especifican puntos de

corte para el perímetro de la cintura propios de la población europea (y

otras poblaciones) y, además resulta ser una clasificación de uso clínico

fácil y asequible.(SEEDO 2007)

La obesidad localizada preferentemente en el hemicuerpo superior se

asocia, pues, a un aumento de morbi-mortalidad cardiovascular y mayor

incidencia de enfermedades tales como diabetes mellitus (DM), HTA,

dislipemia, patología de la vesícula biliar y neoplasias (Kannel,

Anderson, Wilson, 1993; Pouliot et al. 1994).

La grasa abdominal puede dividirse en subcutánea e intraabdominal y

ésta última en retroperitoneal (el 25% aproximadamente) y visceral o

intraperiotoneal (aproximadamente el 75%). Esta grasa visceral

aumentaría con la edad en ambos sexos y de forma especialmente

acelerada en mujeres postmenopausicas.

La obesidad visceral se asocia con la resistencia a la insulina,

hiperinsulinemia, aumento de Apo B, aumento de los triglicéridos en

plasma, menor tamaño de las lipoproteínas de baja densidad (LDL) y

menor tasa de colesterol asociado a las lipoproteínas de alta densidad

(HDL-C), lo que hace que se incremente el riesgo de sufrir

enfermedades cardiovasculares (Deprés y cols., 1993; López Mojares

en López Chicharro (coord.), 2006). La acumulación de grasa visceral

con el aumento de producción de algunas sustancias como: factor de

necrosis tumoral alfa (NTF-α), interleucina 6 (IL-6) y aumento de flujo de

ácidos grasos hacia el hígado son factores determinantes en la

resistencia insulínica y en la producción aumentada de lipoproteínas de

muy baja densidad (VLDL) que produciría hipertrigliceridemia, descenso

de HDL y aumento de LDL con gran poder aterogénico.

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Además, en el músculo del obeso existirá un mayor contenido graso,

pero además coexistirá con una alteración de los marcadores

metabólicos de éste con respecto a la utilización de ácidos grasos (lo

que facilitará la tendencia al su depósito).

El primer paso en la concienciación de la obesidad, es diagnosticarla.

Para ello hay que conocer que la obesidad según la Organización

Mundial de la Salud (OMS) debe ser definida como una enfermedad por

si misma en la que el exceso de grasa corporal se ha acumulado en un

grado en que la salud puede verse afectada adversamente.

El criterio base sobre el cual fundamentar el diagnóstico podría ser el

índice de masa corporal (IMC de ahora en adelante), considerado un

Golden Standard (Klein et al., 2007). Este índice es el resultado de la

división del peso por la altura al cuadrado. Se considera obesidad

cuando este índice es igual o superior a 30 kg/m2

(Jebb y Moore, 1998;

Conoy y Buchan, 2007), tal como se puede observar en la tabla 1, donde

se detallan los criterios para definir los distintos tipos de sobrepeso y

obesidad.

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A la hora de buscar mayores precisiones se atiende a otros factores

como el % de grasa corporal o la distribución de la grasa mediante el

perímetro abdominal, el cual correlaciona mejor que el IMC con la

cantidad de grasa corporal (Smith, et al., 2005). En este sentido, la

National Institute of Health (NIH) determina el incremento de riesgo de

padecer alteraciones metabólicas y problemas cardiovasculares ante

distribuciones centrales de la obesidad. Si el perímetro de cintura es

igual o superior a 102 cm. en hombres, o si se trata de 88 para las

mujeres (Klein et al., 2007)

Si se aplica el porcentaje de grasa corporal se entiende que mayores

porcentajes de 25% implica un riesgo potencial. Existen

estratificaciones como la presentada en la tabla 2 sobre el porcentaje

de grasa y el estado de salud.

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En los últimos años se han planteado algunas controversias en el

campo de la investigación epidemiológica y la cineantropometría sobre

la validez de este indicador (IMC) para diagnosticar la presencia de

obesidad, especialmente entre sujetos activos, que presentan un

importante aumento de peso corporal asociado a una mayor proporción

de masa magra (Eston, 2002). Sin embargo su aplicación está muy

extendida tanto en el campo científico como para el campo práctico.

Analizando el papel diagnóstico de todos estos indicadores, se empieza

a cuestionar que la compleja clasificación del IMC y del ICC no es una

herramienta demasiado útil en el ámbito de la promoción de la salud

(Seidell, 2000). Debido a este conflicto ha sido propuesto un nuevo

esquema que combinada el IMC y el ICC, donde la combinación de

sobrepeso (IMC entre 25 y 30 Kg/m2) o de obesidad grado I (IMC entre

30-35 Kg/m2), unida a un perímetro de cintura elevado (mayor o igual a

102 en el hombre y a 88 en la mujer), es considerado como un RCV

añadido (Klein et al., 2007).

Para la infancia y la pre-adolescencia los valores son diferentes, y se

aplican los nomogramas de los Centres for Disease Control and

Prevention según el IMC específico para la edad y el sexo (Luengo et

al., 2005) clasificándose en función de los percentiles obtenidos, ver

tabla 3.

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Como ya hemos visto, la causa de la obesidad tiene un evidente

carácter multifactorial (Department of health public health research

consortium, Law y cols., 2007), donde se unen los factores endógenos

(genética, hormonas, actividad física, ingesta calórica) con los

exógenos, ambiente obesogénico (Lowe, 2003), además existe una

clara relación con la inactividad física (Vuory, 2004). A este último

respecto, Sánchez-Villegas et al. (2002) muestran por ejemplo que la

mayor exposición a la televisión y la siesta son determinantes en la

ganancia de peso entre los ciudadanos de los países occidentales del

siglo XXI. No obstante, para profundizar en otros aspectos

determinantes en el incremento de la grasa corporal se pueden

consultar otros trabajos más exhaustivos y específicos (Trayhurn, 2005;

Bellido, 2006).

La realización de una correcta anamnesis, medida de la presión arterial,

circunferencias corporales, analíticas generales, impedancia

bioeléctrica tetrapolar, ecografia abdominal, estudio del sueño

(polisomnografía), pruebas funcionales respiratorias (SEEDO, 2007) y

pruebas de la aptitud neuromuscular pueden ayudar a definir el riesgo

cardiovascular (RCV) del paciente con obesidad.

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A pesar de los grandes avances en la comprensión de la génesis de la

obesidad en sus aspectos genéticos, neuroendocrinos y metabólicos, la

sobreingesta y/o el desequilibrio en el balance energético, sigue siendo

el principal factor en el origen del aumento de grasa corporal

habiéndose descrito que el 90-95% de los pacientes que pierden peso,

lo recuperan al final de varios años (Lópes-Marques, 2002; Wooley;

Garner, 1994; Van Gaal, 1998).

Así pues, inicialmente, el tratamiento de la obesidad puede parecer

simple, ya que se basaría en desequilibrar la balanza a favor del

consumo energético, es decir, consumir más calorías de las que se

ingieren (López Mojares en López Chicharro (coord), 2006). Sin

embargo, la aplicación de tal teoría no debe ser tan sencilla cuando nos

encontramos a uno de los problemas más importantes en nuestra

sociedad actual y frente al que cualquiera que haya intentado abordarlo

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es consciente de la complejidad real del mismo.

Control del peso corporal: comprensión de los procesos

implicados en el balance energético.

Se puede considerar que el control del peso corporal dependería de 3

ejes fundamentales, con un grado de independencia, pero con un gran

nivel de interacción entre si:

1. Laingesta

2. El gasto, termogénesis y metabolismo de nutrientes

3. Las reservas adiposas

La interacción entre estos 3 ejes permitiría una regulación de la ingesta

de nutrientes según el grado de gasto energético y de las reservas

energéticas y una regulación de dicho gasto depenediendo de la ingesta

de macronutrientes y de las reservas de energía (Milagros y Marques,

2002).

Dichos ejes de regulación corporal estarán determinados por la

interacción, a su vez, de factores genéticos, ambientales y

psicosociales, que determinan la ingesta y el gasto energético. Esto

significará que desajustes puntuales del balance energético serían

compensados por otros mecanismos más a largo plazo. A este respecto

se han postulado una serie de señales humorales que son generadas

en proporción a la adiposidad, y que actúana nivel de SNC para modular

la ingesta y el gasto energético (Milagros y Marques, 2002).

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A nivel de ingesta, se conocen diversos factores moduladores que

influyen y regulan la misma. Dichos factores se integran a nivel de SNC,

fundamentalmente en el área hipotalámica, y conducen a determinados

hábitos alimentarios que, en última instancia, condicionan el balance

energético.

El hipotálamo recibe señales de casi todo el organismo a nivel interno y

externo y produce señales eferentes anabólicas o catabólicas, bien a

favor de la ingesta de nutrientes y acumulo de energía, bien limitando el

consumo de alimentos y favoreciendo el gasto energético. En el

hipotálamo ventromedial reside el centro de la saciedad y en el lateral

el centro del hambre.

El sistema neurofisiológico que controla la ingesta de alimentos se

puede dividir en distintos componentes (Leibowitz y Hoebel, 1998;

Kakra y cols., 1999, Milagros y Marques, 2002):

- El ritmo circadiano

- Señales que reflejan la utilización de sustratos energéticos por

el cerebro y visceras

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- Señales que indican la distensión gastrica y duodenal

- Reservas corporales de nutrientes: glucógeno hepático y

muscular, contenido graso del tejido adiposo, etc.

- Péptidos gastrointestinales que orientan sobre la ingesta de

nutrientes (colecistoquinina, enterostatina y péptido liberador de

gastrina)

- La palatabilidad, el sabor y el contenido de nutrientes (lípidos e

hidratos de carbono) de los alimentos.

- Factores emocionales (aspectos socio-laborales, estados

depresivos, estrés, etc..)

- Metabolismo de los nutrientes

- Señales neuroendocrinas provenientes del SNC y terminaciones

periféricas: neurotransmisores, péptidos, neurohormonas y otras

sustancias con efectos a nivel de SNC. La precisión de la

regulación del peso corporal (a menudo ± 1% durante años)

requiere poderosos mecanismos de feedback, que controlen la

masa grasa y será un desequilibrio continuado entre la ingesta y

el gasto energético en la vida diaria quien contribuirá de manera

determinante al desarrollo de la obesidad, aunque puede

asumirse que el peso corporal esta finalmente determinado por la

interacción de factores genéticos, ambientales (hábitos dietéticos

y de actividad física) y psicosociales que actúan a través de

diferentes mecanismos fisiológicos del apetito y del metabolismo

energético.

Consideraciones al respecto de la ingesta calórica y ejercicio físico

La ingesta de alimentos supone el desarrollo de distintas señales de

ritmo circadiano, señales gastrointestinales y de nutrientes, las cuales

modularán el apetito, hambre y saciedad a través de mecanismos

específicos que implican diversos neurotransmisores. Por otro lado, el

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sistema nervioso autónomo (SNA) y diversas hormonas circulantes

(insulina, leptina, cortisol, hormona de crecimiento) están implicados en

las respuestas metabólicas a la ingesta de alimentos (Milagros y

Marques, 2002). Todas estas señales, originadas por la ingesta de

alimentos, generan mecanismos eferentes que conllevan al ajuste

cuantitativo y cualitativo, no solo a nivel de ingesta sino también del

metabolismo energético y de nutrientes, por lo que constituye un

proceso de control multifactorial (Schwartz, McDonald, 1998). La

ingestión de nutrientes durante y post ingestión de alimentos estimula

la segreción de péptidos gastroenteropancreáticos, que no solo

coordinarán las funciones digestivas, sino que transmitirán señales de

saciedad. A su vez el SNC libera neuropéptidos en respuesta a la

entrada de nutrientes que regulan, tanto la ingesta, como la utilización

de dichos nutrientes, así como el gasto energético.

Los neurotransmisores son un elemento básico en la regulación de la

ingesta. El balance preciso entre muchos neurotransmisores,

incluyendo los neuropéptidos, parece ser el responsable de la

regulación de la ingesta y el peso.

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La mayor parte de las personas, mantienen estable su peso corporal

durante largos períodos de tiempo, a pesar de las oscilaciones diarias

en la ingesta energética. Ello nos llevaría a admitir que el aporte

energético se ajustará al gasto. Por otro lado, el aumento de la ingesta

energética tiene efectos diferentes en las personas según sean

delgadas u obesas, llegándose a observar que las primeras estabilizan

más rapidamente su peso sin apenas ganancia ponderal, frente a

fluctuaciones cotidianas (Labayen, Martínez, 2002).

En el desarrollo de la obesidad se pueden distinguir entre fases

estáticas (con peso esencialmente constante) que vienen sucedidas por

fases dinámicas durante las cuales se gana peso. Este incremento se

acompañaría de un aumento en el gasto energético de forma que la

diferencia entre gasto-ingesta disminuye profresivamente para, con el

tiempo, alcanzarse un nuevo equilibrio o “meseta” con un mayor peso

corporal (Labayen, Martínez, 2002).

De esta manera será posible entender que no sucede el que, tras una

comida copiosa, tengan lugar cambios sustanciosos en la composición

corporal de manera inmediata. Debemos entender el proceso a corto,

medio y largo plazo y concebir dichos procesos como balances que

provocan reajustes y, que por tanto no existirá gran infuencia por

acciones puntuales.

La regulación del balance energético a corto plazo parece alcanzarse

mediante cambios en las tasas de utilización de los nutrientes, mientras

que a medio plazo el mantenimiento del peso y la composición corporal

parecen depender de la regulación de la ingesta. Dicha contribución

relativa entre procesos de mantenimiento del peso y composición

corporal son difíciles de establecer, debido a la participación de factores

no fisiológicos que influirán decisivamente a la estabilización o

alteración del consumo de alimentos (Labayen, Martínez, 2002).

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Así pues la homeostasis energética del organismo permitirá establecer

una estabilización del peso corporal y de la masa grasa a través de una

red compleja de sistemas fisiológicos que regularán el aporte, el gasto

y el almacenamiento de reservas energéticas (Simón, Del Barrio, 2002).

Para llevar a cabo este proceso, ya hemos nombrado algunos

mecanismos que se encargarían de señalizar el nivel de reservas

energéticas y mandar una señal que pueda transmitir a los centros

reguladores del organismo. La existencia de un sistema de regulación

del acúmulo graso a través de una señal producida por los propios

adipocitos fue propuesta hace más de cuatro décadas por Kennedy

(1953). Esta teoría lipostática establece la existencia de un factor

humoral procedente del metabolismo del tejido graso que, a través de

su acción hipotalámica, informa al SNC sobre el grado de adiposidad

corporal modulando el balance de energía. Sin embargo, las bases

moleculares de esta hipótesis lipostática no fueron establecidas hasta

el descubrimiento de la proteína ob y de sus receptores. Ese trabajo de

Kennedy puso de manifiesto diversas conclusiones como el hecho de

que el porcentaje de grasa corporal es un fiel reflejo de los cambios

sufridos en el balance energético a lo largo del tiempo. Por otro lado, el

hecho de que la masa grasa corporal se mantenga relativamente

estable en el tiempo hace pensar en la existencia de mecanismos

reguladores que permitan equilibrar las entradas y las pérdidas

energéticas. Por último, este autor observó que la lesión del núcleo

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ventromedial hipotalámico o centro de la saciedad produce hiperfagia y

obesidad (Simón, Del Barrio, 2002).

Tras toda esta investigación se empezó a concluir de la existencia de

alguna sustancia con poder saciante a nivel central, cuya ausencia o

falta de actividad sería responsable, al menos parcialmente, de las

alteraciones observadas en los modelos de obesidad genética. Estos

estudios encontraron una confirmación evidente con el descubrimiento

de una hormona adipostática con poder saciante a finales de 1948, que

se denominó leptina y sobre la que aún hoy se sigue investigando.

El producto del gen ob se denomina leptina, que proviene de la palabra

griega leptos, “delgado”. La leptina es un péptido de 167 aminoácidos,

con una secuencia señal de 21 aminoácidos que se escinde antes de

que la leptina pase al torrente circulatorio.

La leptina presenta un ritmo circadiano relacionado, entre otros, con la

pauta de ingesta, aumentando a lo largo del día en humanos (de hábitos

diurnos) y reduciéndose en el caso de roedores (de hábitos nocturnos).

La secreción es pulsátil y está modulada por la insulina y otras

hormonas. No se conoce exactamente el mecanismo responsable del

valor máximo de leptina a lo largo del día en los humanos, aunque

parece estar modulado por el régimen de horas de luz/oscuridad, la

ingesta y las horas de sueño del individuo.

Una vez secretada al torrente circulatorio, la leptina circula parcialmente

unida a proteínas plasmásticas. Los niveles séricos de leptina en

personas con normopeso oscilan en el rango de 1-15 ng/ml, aunque en

individuos con un índice de masa corporal (IMC) superior a 30 se

pueden encontrar valores de 30 ng/ml o incluso superiores. El

aclaramiento de la leptina es rápido, con una vida media de unos 25

minutos en el caso de la endógena y de 90 minutos aproximadamente

en el caso de la leptina exógena. Este tipo de eliminación lleva a pensar

que existe una secreción continuada de proteína ob por las células

adiposas. La eliminación se produce, en gran parte, a nivel renal

(Simón, Del Barrio, 2002).

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La síntesis de la proteína ob ocurre principalmente, aunque no de forma

exclusiva, a nivel de tejido adiposo blanco (TAB), lo cual llevo a postular

que la secreción de leptina actúa como señal al cerebro, informando

sobre el tamaño del tejido adiposo y actuando como factor saciante.

Aunque el tejido adiposo marrón (TAM) también sintetiza leptina,

aunque la expresión del gen ob es inferior al del TAB, el papel de la

leptina secretada en el TAM no está tan claro (Simón, Del Barrio, 2002).

Entre los efectos fisiológicos de la leptina encontramos el papel de la

misma como factor saciante y regulador de la ingesta. Se ha descrito un

aumento de los niveles de leptina en situaciones de balance energético

positivo, pareciendo intervenir en la homeostasis energética evitando un

incremento excesivo del porcentaje graso. De igual manera, un balance

energético negativo se acompaña de una reducción del nivel de leptina,

sin una modificación inicial del tejido graso.

Según las investigaciones no parece existir una alteración del gen ob

en la mayoría de situaciones de obesidad humana. De hecho, parece

que un gran porcentaje de los casos de obesidad humana cursa con

niveles elevados de leptina aunque se observa, sin embargo, una

relativa insensibilidad a esta leptina endógena. Por eso la

administración de leptina podría ser eficaz solo en menos del 5% de los

obesos, siendo muy optimistas (Simón, Del Barrio, 2002).

Al parecer que aquellos individuos genéticamente predispuestos a la

obesidad podrían presentar una oxidación lipídica alterada en

situaciones de postobesidad. Por tanto, el ajuste individual entre la

composición de la mezcla de sustratos asociada a la distribución de

macronutrientes de la dieta podría jugar un papel crucial para permitir la

estabilidad del peso a corto y largo plazo. Así pues, el aumento de peso

también parece depender, en cierta medida, de distribución de los

sustratos energéticos de la dieta, ya que pueden tener un impacto

diferente sobre el metabolismo y el apetito así como sobre la respuesta

del sistema nervioso simpático y, por tanto, en el balance energético y

en el peso corporal.

Una vez conocemos aspectos relacionados con la ingesta del cliente y

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con respecto al posible grado de restricción energética en programas

de pérdida de peso, se hace necesario tener en cuenta el peso que se

desea alcanzar y el ritmo de adelgazamiento, los cuales dependen de

varios factores como son: la edad, enfermedades asociadas y otras

condiciones individuales y aunque los objetivos de la pérdida de peso

se deban individualizar, por norma general se debe pretender una

pérdida de peso inicial (primera fase) de alrededor del 10% del peso

corporal al inicio del tratamiento. El ritmo deseable de esa pérdida de

peso se sitúa entre 0,5-1 Kg por semana, aunque durante el primer mes

se pueda producir una pérdida superior, toda vez que parte del peso

inicialmente perdido está constituido por glucógeno y agua.

Las estrategias alimentarias cuyos objetivos son pérdidas iniciales de

peso más rápidas,generalmente aquellas con eliminación o reducción

de hidratos de carbono y /o grasas deben estar bajo un estricto control

médico. La cetosis asociada a estas dietas conduce a diuresis excesiva

por pérdida de sodio, con disminución acusada de agua intra y

extracelular. La mayoría de las dietas extremas (cualquiera que sea su

proporción de macronutrientes) produce pérdidas de adscripción muy

importantes con el tiempo, porque los sujetos se cansan de seguir las

mismas recomendaciones. El objetivo de una planificación alimentaria

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es conseguir que el paciente tenga una adherencia durante el mayor

tiempo posible y que la variedad de alimentos que se ofrezcan permita

establecer una planificación educativa con suficiente margen para que

el sujeto asimile las modificaciones propuestas y se adhiera al plan

dietético con el mínimo esfuerzo.( SEEDO, 2007)

Las pérdidas de peso rápidas no son recomendables en la mayoría de

los casos ya que inducen a una pérdida superior de masa magra. Por

otro lado, la pérdida de peso excesivamente lenta tampoco es

recomendable teniendo en cuenta la posible desmoralización del

cliente. Para alcanzar estos objetivos, la ingesta diaria del paciente

obeso deberá estar restringida entre 500-1.000 kcal con respecto a la

ingesta anterior al tratamiento.

Parece que el nivel de ejercicio regular no afecta de manera sensible a

la ingesta de alimento ni cuantitativa, ni cualitativamente (King y cols.,

1997; López Mojares en López Chicharro (coord.), 2006)

Respuesta del obeso al ejercicio fisico: necesidad de programas

de ejercicio cardiovascular y neuromuscular.

El descenso de peso, sin actividad física, solo mediante dieta, suele

suponer la pérdida de tres cuartos de grasa y un cuarto de masa magra.

Estas pérdidas de masa magra se minimizarían por el ejercicio y la

adecuada alimentación, máxime cuando se conoce que el ejerció físico

regular es la mejor garantia para el mantenimiento a largo plazo del

peso óptimo (Votruba y cols., 2000; Miller, 2001), de la misma manera

que no es menos cierto que la cantidad de peso que se puede perder

cuando se utiliza únicamente el ejercicio físico como tratamiento es

limitado.

De la misma manera, parece existir cierto consenso generalizado al

respecto del papel del ejercicio físico en el mantenimiento de la

reducción de peso (Wing y sols., 1999; Votruba y cols., 2000; Miller y

cols., 1997; Schoeller y cols., 1997).

El primer aspecto a considerar es la necesidad de comprender que el

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desarrollo de una actividad física ligera, de manera puntual y sin control

y programación no puede suponer adaptación alguna en sujetos con un

mínimo de condición física y será pon tanto el ejercicio físico (importante

remarcar dicho concepto entendido como actividad que supone un

incremento del gasto energético pero realizado de manera controlada,

programada y sistematizada) el que constituya, inicialmente, una

herramienta fundamental en el tratamiento multidisciplinar de la

obesidad, ya que permite un adecuado control en la composición

corporal y la posibilidad de incrementar el consumo energético diario

durante el mismo ejercicio y posteriormente al mismo (post-ejercicio).

El fenómeno de incremento en el consumo energético post-ejercicio

parece deberse a la refosforilación de la creatina y el ADP, la

restauración de los depósitos de glucógeno, la elevación de las

catecolaminas séricas, el reciclaje de triglicéridos y ácidos grasos, y la

elevación de la temperatura (López Mojares en López Chicharro

(coord.), 2006), pudiendo aparecer tanto tas sesiones de ejercicio

aeróbico como de fuerza.

El Sistema Nerviosos Simpático (SNS) jugará un papel determinante en

el control del peso mediante su doble efecto sobre la ingesta de

nutrientes y el consumo energético.

Las catecolaminas estimularán la lipolisis en los triglicéridos y la

termogénesis en la grasa parda y en el músculo, por el contrario una

baja actividad puede facilitar la obesidad.

Además se ha observado que bajos niveles de función simpática se

relacionan con bajos niveles de oxidación de grasas. Cuando se gana

peso, se produce un incremento de la actividad simpática y, por tanto,

los mecanismos homeostáticos intentarán normalizar el peso

aumentado. La actividad de los receptores beta-adrenérgicos β-3

(responsables de la termogénesis adrenérgica de la grasa parda y de la

lipólisis de la grasa blanca en humanos) parece encontrarse deprimida

en obesos (López Mojares en López Chicharro (coord.), 2006), lo que

facilitaría la acumulación de grasa.

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En la obesidad estaría alterada la regulación hormonal del metabolismo

de los triglicéridos del adipocito y especialmente en la obesidad de

predominancia central (López Mojares en López Chicharro (coord.),

2006). Aparece cierta resistencia a la estimulación de la

Lipoproteinlipasa (LPL) a cargo de la insulina, pero la actividad de dicha

LPL a en el obeso en ayunas está aumentada y se mantiene incluso tras

la pérdida de peso. La lipólisis inducida por catecolaminas se encuentra

incrementada en la grasa visceral, pero es menor en la grasa

subcutánea. Así pues, en definitiva, encontramos que la transformación

de glucosa en grasa estaría aumentada en los adipocitos de dichos

sujetos obesos, mientras que la de la LPL del tejido adiposo está

aumentada, y ese incremento es un factor de riesgo adicional para la

ganancia de peso (Poirier y cols., 2000; López Mojares en López

Chicharro, (coord.), 2006).

Este metabolismo es uno de los responsables de que ciertas personas

ingieran mayores cantidades de calorias y sean menos propensos que

otros a aumentar de peso. El metabolismo basal no es igual en cada

uno de nosotros. La situación de nuestro organismo (estabilidad

metabólica actual) y sus posibilidades de modificación (potencial de

adaptación metabólica), tal y como visto, vendrá en gran parte

determinado por lo que hacemos, nuestros hábitos y como hemos

explicado anteriormente por lo que hemos hecho en las primeras fases

de nuestra vida.

Varios factores influyen en el metabolismo basal como el tamaño

corporal, la distribución de la masa magra y grasa, la edad, el sexo,

situaciones especiales como embarazo, fiebre, algunas enfermedades,

factores genéticos, actividad del sistema nervioso simpático y la función

tiroidea, entre otros:

Movimiento humano (ejercicio o actividad física): Después de

una sesión de ejercicio, el metabolismo basal se mantiene

elevado por un período de tiempo.

Tamaño y constitución del cuerpo: El metabolismo basal es mayor en individuos con una constitución física musculosa, y es

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menor en personas obesas; esto se debe a que los músculos son

tejidos relativamente activos en comparación con el tejido adiposo, el cual es de escasa actividad metabólica.

Efecto termogénico de los alimentos (acción dinámica

específica): Después de ingerir una comida aumenta el metabolismo; esto es causado principalmente por las distintas reacciones químicas asociadas con la digestión, la absorción y el

almacenamiento de los alimentos en el organismo.

Edad y crecimiento: Los niños tienen un elevado metabolismo basal; esto se debe a la gran intensidad de las reacciones celulares, y a la rápida sístesis de material celular y al crecimiento del organismo. Por el otro lado, en la edad adulta el metabolismo basal desciende porque decrece la masa celular activa y porque en muchos casos aumenta la grasa corporal total.

Sexo (Género): Por lo regular, el hombre tiene un mayor metabolismo basal que la mujer, porque éste cuenta con menos cantidad de tejido adiposo y más masa muscular, comparado con

la mujer.

Secreción de hormonas por ciertas glándulas endocrinas: La tiroxina (hormona producida por la tiroide) aumenta el

metabolismo. Si la secreción de esta hormona disminuye

(hipotiroidismo), el metabolismo basal se reduce también. Además, la adrenalina causa una elevación en el metabolismo.

Clima: El metabolismo basal es mucho menor en regiones

tropicales que en las frías.

Sueño: Durante el sueño el metabolismo disminuye, debido a un

mayor grado de relajamiento muscular y emocional.

Desnutrición: Una desnutrición prolongada puede disminuir el

metabolismo drásticamente, debido a la falta de alimento en la

célula.

Fiebre: Cualquiera que fuera su causa, la fiebre aumenta el

metabolismo basal.

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Embarazada: Durante el último trimestre de la embarazada hay un aumento en el metabolismo basal, ya que el feto y la placenta incrementan su actividad metabólica (debido a que van creciendo)

y porque los tejidos maternales lo hacen de igual modo. El gasto

diario de energía desciende progresivamente a lo largo de la vida adulta. En los individuos sedentarios, el determinante principal del gasto de energía es la masa magra, la cual declina alrededor de un 15% entre los 30 y los 80 años, contribuyendo a crear una

proporción de metabolismo basal más baja en los adultos

mayores. La excreción de creatinina en 24 horas (un índice de la masa muscular) está estrechamente relacionada con la proporción del metabolismo basal de todas las edades. Las encuestas de nutrición en quienes tienen más de 65 años

muestran una ingesta energética muy baja en los hombres (1400

kcal/d; 23kcal/kg/d). Estos datos señalan que la preservación de la masa muscular y la prevención de sarcopenia pueden ayudar a evitar el descenso en la tasa de metabolismo Existe un buen

registro de la pérdida de masa muscular (sarcopenia) con la edad. La excreción de creatinina urinaria, lo cual refleja el contenido de

creatinina del músculo y la masa muscular total, disminuye aproximadamente en un 50% entre los 20 y los 90 años de edad. La tomografía computarizada de los músculos de un individuo

muestra que después de los 30 años, se da una disminución en las áreas transversales del muslo, un descenso en la densidad

muscular y un aumento en la grasa intramuscular. Estos cambios son más evidentes en las mujeres Estudios de tomografía y ultrasonidos realizados en miles de hombres y mujeres revelan un

aumento de grasa y tejido conjuntivo en el interior de la célula muscular asociados al envejecimiento (Goodpaster y cols., 1001;

Trappe y cols., 2001; Izquierdo en López Chicharro (coord.), 2006) Aunque parece demostrado que pese a la pérdida de masa muscular en personas mayores que se mantienen activos

físicamente, la calidad de la masa muscular se mantiene, conservando la capacidad de las fibras musculares y no

disminuyendo excesivamente la actividad de las enzimas oxidativas musculares. Estos hallazgos sugerirían que el envejecimiento no altera de forma muy notable la capacidad de

adaptación muscular a actividades de resistencia aeróbica.

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La sarcopenia es un fenómeno multifactorial en el que confluyen un

descenso de la producción de hormonas anabólicas, una actividad

creciente de las citoquinas de tipo inflamatorio que tienen un efecto

catabólico sobre el tejido muscular (interleukinas 1 y 6, factor de

necrosis tumoral α), pérdida de apetito y reducción actividad física.

El papel del IGF1 es fundamental en el desarrollo de la sarcopenia, de

manera que la disminución de masa muscular coincide con una

disminución de la producción de dicha IGF1.

Se ha mostrado que varios factores influencia la tasa metabólica. La

mayor correlación se ha hallado entre la masa magra del individuo y la

tasa metabólica basal. Se ha propuesto que el incremento en la masa

magra corporal incrementa la tasa metabólica basal, y por lo tanto se

incrementa el gasto energético total (Dolezal, et al. 2005).

Esta pérdida de masa muscular que sucede con la edad, lleva parejo

cambios progresivos a todos nos niveles: neuromuscular, anatómico,

cardiovascular, y metabolico, ya que el músculo es una estructura activa

(consume energia) y tiene un papel protagonista en ese metabolismo

basal. El entrenamiento de fuerza parece haber mostrado ser muy útil

para aumentar el ritmo metabólico de reposo en jóvenes y ancianos

(Ryan et al., 1995; Reuth et al., 1995; Dolezal, Potteiger, 1998 en

Jiménez, 2003).

Dado que la tasa metabólica basal viene a representar el mayor

porcentaje de el gasto energético diario de un individuo (~60-75% del

gasto energético total), es interesente indentificar las intervenciones que

pudieran potenciar el incremento de dicha tasa metabólica basal y en la

tasa metabólica de reposo para facilitar la pérdida de peso (Dolezal et

al, 2005). Además de considerar el proceso de sarcopenia e incluir en

el programa intervenciones simultáneas al respecto.

Dietas y alimentación “milagrosa”

Aunque ya será tratado en el capítulo pertinente, en lo referente a las

posibilidades de intervención dietética en la obesidad se debería

caracterizar no sólo por la implantación de un régimen dietético sino

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también, y de manera todavía más adecuada e indispensable, por la

modificación de los hábitos alimentarios y estilo de vida, que incluyen

cambios en la actividad física diaria, situaciones de sobreingesta

puntual, ingesta impulsiva, o no planeada, así como cambios en la

composición de los macronutrientes de la dieta, como por ejemplo la

disminución del consumo de lípidos.

Existen un gran número y tipos de dietas, las cuales deberían estar

adecuadamente controladas por especialistas, debiendo ser

equilibradas y garantizar el aporte de macro y micronutrientes

necesario.

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Ayudas ergogénicas en la pérdida de grasa e incremento de masa

muscular.

Muchos han abusado del sustento científico para recetar de forma

equivocada algunas sustancias que “supuestamente” pueden beneficiar

en la reducción del peso graso o en la ganancia de masa muscular.

Sobre algunas sustancias de gran aceptación popular como

“quemadores de grasas” (principalmente la Carnitina), debemos

conocer que la carnitina es un aminoácido sintetizado en hígado y

riñones a partir de la lisina y metionina. La L-carnitina o butirato (beta-

hidroxil[ganma-N-trimetilamonio]) es un cuerpo indispensable para la

penetración de los ácidos grasos de cadena larga en las mitocondrias

de las células, donde con posterioridad sufrirán la oxidación. Una vez

dentro de dichos organelos la carnitina se transforma en acilcarnitina,

mediante la acción de la aciltransferasa. Para que los ácidos grasos

puedan sufrir la beta-oxidación necesitan separarse de la carnitina, a lo

que colabora otra aciltransferasa. Por último, la carnitina libre debe

abandonar la célula, lo que hace con la ayuda de la carnitina

translocasa. La beta-oxidación de los ácidos grasos libera grupos

acetilos que penetran en el ciclo de Krebs. Hoy sabemos que la carnitina

favorece la oxidación de los aminoácidos de cadena ramificada

(Villegas, 2006)

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Durante el ejercicio hay una redistribución de carnitina libre y

acilcarnitina en el músculo, lo cual no quiere decir que se pierda

carnitina que haya que reponer. No hay estudios serios de aumento del

VO2 máx. No mejora la oxidación de ácidos grasos in vivo, ni ahorra

glucógeno ni postpone la fatiga. La dosis a emplear sería de 2 a 6 g/día

(Villegas, 2006)

Sin embargo, sabemos que una ingesta de proteínas de alta calidad

suficiente (2 g/kg/día) nos suministra suficiente lisina y metionina como

para sintetizar la carnitina necesaria para el transporte de ácidos grasos

al interior de la mitocondria.

Los estudios más rigurosos (Heinonen OJ.et al 1996); ( Juhn MS. 2002);

(Koh- Banerjee PK et al., 2005 citados por Villegas, 2006) demuestran

que:

1) Los suplementos de carnitina no mejoran la oxidación de las grasas

in vivo, ni mantienen las reservas de glucógeno ni postpone la fatiga

durante el esfuerzo. 2) No reducen la grasa corporal

3) No induce una activación del complejo piruvato deshidrogenada (que

es muy activo de por sí durante el ejercicio). 4) No afecta al VO2máx 5)

No hay deficiencia de carnitina demostrada en esfuerzos deportivos

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Pero es que además sabemos que nuestro organismo se adapta a las

situaciones que le vamos proponiendo, si realizamos una dieta

normalmente restrictiva y desequilibrada, ocurrirá una disminución de

peso, pero como lo más común es dejar dicha dieta (por eso

deberíamos buscar mejor instaurar hábitos de manera progresiva, que

realizar dietas imposibles) el organismo recuperará sus reservas y,

posiblemente, algo más (para el caso de que vea sometido a un nuevo

período de restricción).

¿Ejercicios “milagro”?

Al respecto de supuestos ejercicios “milagro” que nos puedan conducir

a pensar en eliminar la grasa de manera “localizada” con ejercicios

(normalmente de fuerza y con elevado número de repeticiones),

debemos entender que la movilización de AGL desde el tejido adiposo

es un fenómeno que depende de muchas variables, pero las

neuroendocrinas tienen un rol sobresaliente en este sentido. Tal como

se ha visto en otros capítulos de este libro, las hormonas, al viajar a

través del torrente sanguíneo, modularan la movilización de ácidos

grasos en dependencia del flujo sanguíneo que presente una

determinada región adiposa. El flujo sanguíneo sobre el tejido adiposo

podría modificarse con ejercicio físico (pero no en forma localizada), en

dependencia del ritmo metabólico que presente este. Por tanto, el ritmo

metabólico de un determinado depósito adiposo determinará su ritmo

de flujo sanguíneo, lo cual determinará el ritmo de envío de hormonas

lipolíticas, a estas regiones, pero este envío no dependerá del grupo

muscular ejercitado. Por esto, la creencia popular sobre la movilización

localizada del tejido adiposo no tendría una base científica y debe ser

erradicada (Ramírez, 1996). Por tanto, la utilización de la grasa corporal

localizada no depende de involucrar a dicha zona mediante ejercicio,

teniendo los mismos, además, un carácter localizado que conllevan un

bajo gasto energético (Brungart, 1993; Katch, et al, 1984 )

Al respecto de la utilización de algunos aparatos destinados a un

supuesto entrenamiento “pasivo”, debemos considerar que los

protocolos de entrenamiento que no promuevan una modificación del

ambiente hormonal (catecolaminas, insulina) durante el ejercicio físico

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no serian tan efectivos con respecto a la reducción del contenido graso

de los adipocitos. Así por ejemplo, la utilización de electroestimulación

no parece resulte tan efectiva con respecto a la modificación del

ambiente hormonal (Maughan, R.J., Shirreffs, S.M., 1996).

Conclusiones al respecto de intervenciones positivas en relación

a la variación en la composición corporal.

En la mayoría de sujetos, el objetivo inicial debería ser perder el 10%

del peso corporal en los primeros 4-6 meses para después realizar

ajustes con inclusión de fases de mantenimiento, si bien esto supone

en ocasiones una menor motivación y adherencia de los sujetos. Este

planteamiento supondría perder unos 0,5 a 1 Kg por semana, siendo la

pérdida más acentuada asociada a la pérdida de agua inducida por la

reducción de los depósitos de glucógeno (López Mojares en López

(coord), 2006)

Se ha aconsejado que bajo condiciones de igual déficit calórico, la

restricción calórica es más efectiva en la reducción de peso corporal,

pero el incremento de ejercicio físico es más efectivo en la pérdida de

grasa corporal y en el mantemiento de la masa libre de grasa. Además,

el ejercicio lleva a un más deseable perfil lipídico que la dieta (Tsai y

cols., 2003)

Por otro lado parece que el nivel de ejercicio regular no afecta

sensiblemente a la ingesta de alimientos ni cuantitativa, ni

cualitativamente (king y cols, 1997), pese a que a este respecto se

muestran algunas nuevas evidencias que podría ser necesario

conosiderar.

La inclusión de ejercicio en los programas de control de peso también

puede influir favoreciendo la tolerancia psicológica de las dietas

hipocalóricas y por tanto, mejorando la adherencia (Baeete y cols,

1995). Se ha apuntado la posibilidad de que el ejercicio incremente el

consumo energético de reposo y ha sido tema de discusión con

resultados a favor y en contra (López Morajes). No obstante, y a pesar

de que esto pudiese ocurrir en sujetos con peso adecuado, en obesos

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parece no ser así. Por un lado, porque en sujetos obesos, generalmente

con patologías asociadas como cardiopatías o transtornos respiratorios

o articulares, resulta muy poco probable que realicen ejercicio a una

intensidad y duración suficiente como para inducir el cambio, y además

porque estos sujetos suelen sufrir transtornos en la respuesta de las

catecolaminas , con menores cifras de adrenalina (no así de

noradrenalina) y una menor resistencia a la insulina tras el ejercicio

(Saltzman y cols, 1999; Berggren y cols, 2004).

Al respecto de la intervención con programas de ejercicio físico, se debe

atender a unos criterios básicos de prescripción (ver capítulo 7),

apoyado por una adecuada intervención a nivel nutricional (entre las

múltiples estrategias) a corto y medio-largo plazo, apostando por una

modificación en los hábitos nutricionales, todo ello apoyado en un

adecuado control biomédico y psicológico (lo cual hace más que

necesario el entender el proceso desde la necesidad de interrelacionar

a especialistas de la medicina, psicología y ciencias del ejercicio físico).

Obesidad y ejercicio

La obesidad es entendida como una enfermedad crónica donde la

acumulación de tejido adiposo en el cuerpo, por encima de ciertos

niveles, pueden afectar a la salud de manera negativa. El término de

“enfermedad crónica” es utilizado debido a que es considerada en el

grupo de enfermedades que son difícilmente recuperables con el

arsenal terapéutico del que se dispone actualmente (Barbany; Foz,

2002).

De acuerdo a los datos de la organización mundial de la salud, la

obesidad y el sobrepeso ha alcanzado caracteres de epidemia mundial:

más de mil millones de personas adultas tienen sobrepeso y de ellas al

menos 300 millones son obesas. La creciente preocupación por la

obesidad se debe sobre todo a su asociación con las principales

enfermedades crónicas de nuestro tiempo (enfermedades

cardiovasculares, diabetes, hipertensión arterial y ciertos tipos de

cáncer).

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Además, no parece que la simple ecuación: comer menos + hacer

ejercicio sea igual a pérdida de peso, considerando la misma como

reducción de la grasa corporal. El balance calórico negativo acentuado

parece informar a nuestros genes que estamos en período de escasez

alimentaria y moviliza nuestro organismo a conservar la energía

almacenada (Simón, Del Barrio, 2002; Campillo, 2007, Gale et al.,

2004). Así se entendería la entrada en un proceso de resistencia a la

pérdida de peso determinado por un desequilibrio en el funcionamiento

bioquímico de regulación de la actividad del adipocito.

Claro ejemplo de ello son los comentarios de A. J. Stunkard (1972), “la

mayor parte de las personas obesas no se tratan su obesidad. De

aquellos que se tratan, la mayor parte no perderá peso, y de los que

pierden peso la mayor parte volverá a recuperarlo”. Un estudio

retrospectivo de las publicaciones en los últimos 70 años, llega a la

conclusión de que a los 5 años el 90-95 % de los individuos ha

recuperado el peso inicial (Ayvad y Andersen, 2000)

Mientras el déficit de un solo factor en el circuito catabólico conduce a

una acusada obesidad, en el circuito anabólico parecen existir varios

sistemas redundantes relacionados con la existencia de ciertos

mecanismos defensivos ancestrales para luchar contra la escasez de

alimentos, cuya expresión práctica es el “genotipo ahorrador” (Campillo,

2007). Pero si esta herencia tiene un papel decisivo, son los factores

ambientales quienes los actualizan.

Por todo ello vamos a iniciar un proceso orientado, fundamentalmente

a desarrollar algunas conclusiones y aplicaciones prácticas para

profesionales del ejercicio físico, en base al estado actual de

conocimientos entorno a las posibles interacciones entre:

El tejido adiposo, como principal protagonista de nuestro objetivo y en relación a los últimos posicionamientos en los que se

determina un papel dinámico y activo que va más allá de suponer un mero elemento energético.

Los sistemas metabólicos y neuro-endocrinos, en su relación

con dicho tejido adiposo y su respuesta adaptativa a determinados

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estímulos (como por ejemplo el ejercicio físico).

El sistema neuro-muscular y su respuesta al proceso de envejecimiento, con las repercusiones a nivel fisiológico y su clara influencia, tanto en lo referente a repercusiones por las alteraciones originadas por el exceso de grasa, como por su acción directa en el metabolismo basal y gasto energético. Todo ello nos conducirá, inicialmente, a entender y replantear la obesidad como algo que va más allá de un exceso de grasa corporal y que quizás debería empezar a abordarse como un estado inflamatorio sistémico que contribuye a los riesgos cardiovasculares y a la vasculopatía asociados con dicha problemática y a desarrollar propuestas adecuadas en relación a una dosis óptima para el logro del objetivo pretendido

(entendiendo así mismo, que en el presente artículo únicamente se abordará la perspectiva del ejercicio físico, debiendo completarse el tratamiento con un adecuado abordaje a nivel de educación en hábitos nutricionales y dietoterapia, sobre las que solo se harán comentarios que complementen nuestra

intervención, correspondiendo el adecuado tratamiento de dicha parcela por parte de los profesionales de la misma).

Obesidad: algo más que la acumulación de tejido adiposo

El tejido adiposo, clásicamente considerado como un reservorio de

energía, además de sus funciones metabólicas, constituye un órgano con una gran capacidad de recibir y generar información de su medio ambiente. En las últimas décadas se ha observado como varias sustancias secretadas por el adipocito han sido involucradas en diferentes funciones biológicas tales como la homeostasis energética, sensibilidad a la insulina, metabolismo de los lípidos, inflamación e inmunidad (Mahecha y Rodrigues, 2008). Considerando el tejido adiposo

como un órgano secretor activo, que responde a señales que modulan el apetito, el gasto energético, la sensibilidad a la insulina, el sistema endocrino, el sistema reproductor, el metabolismo óseo, la inflamación

y la inmunidad, podemos empezar a vislumbrar la realidad de entender la obesidad como una enfermedad inflamatoria, donde existiría un desequilibrio funcional de dicho adipocito. El proceso inflamatorio local que se asocia a estos cambios en el tejido adiposo altera su funcionalidad tanto metabólica como endocrina. Y estas modificaciones

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ya se pueden apreciar en las etapas tempranas de la vida en niños y

adolescentes que presentan un cierto grado de obesidad.

En este sentido, debemos atender a las evidencias actuales en las que

ha sido demostrado que el tejido adiposo produce moléculas

inflamatorias e inmunes que pueden estar involucradas en las

complicaciones relacionadas con la obesidad (Clement et. al., 2004;

Mahecha y Rodrigues, 2008). Así dicha obesidad, especialmente la

visceral, está asociada con una inflamación crónica sub-clínica,

indicada por el aumento de los marcadores inflamatorios. De esta

manera la obesidad se caracterizaría por una acumulación de

macrófagos en el tejido adiposo, y agregan una nueva dimensión en la

manera como debemos entender e interpretar la génesis de la obesidad

y su fuerte relación con los procesos inflamatorios que ocurren

simultáneamente en el tejido adiposo. Los macrófagos en el tejido

adiposo definitivamente contribuyen a la producción de mediadores

inflamatorios en conjunto con los adipocitos, lo que sugiere una

potencial e importante influencia de dichos macrófagos en promover

resistencia a la insulina.

Los individuos obesos presentarían niveles elevados, entre otros, de

proteína C-reactiva (PCR), factor alfa de necrosis tumoral (TNF-α) e

interleucina-6 (IL-6) en comparación a individuos delgados (Fantuzzi,

2005), coexistiendo con una reducción en los niveles de adinopectina

(adipocitoquina antiinflamatoria muy relacionada con los niveles de

TNF-α, cuyo aumento y la hipertrofia adipocitaria podrían inducir a la

disminución de los niveles de dicha adinopectina, junto a incrementar el

riesgo de desarrollar una resistencia a la insulina). La función más

importante de la adinopectina está relacionada con la disminución en la

unión de los monocitos a las células endoteliales, fenómeno siempre

presente en la aterosclerosis. También tiene acción de modulación

sobre estímulos inflamatorios e inhibe la adhesión de monocitos y

macrófagos. Podría ser preventiva de la formación de ateromas

endoteliales y jugaría un rol importante en la resistencia insulínica.

Además, dicha adinopectina, parece disminuir los niveles de

triacilglicéridos (TG) en músculo e hígado, actuando principalmente

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sobre el primero aumentando el flujo y oxidación de AG (Ouchi et al,

1999; Recasens, 2004). Ello nos hace conscientes de la importancia de

que su concentración plasmática esta disminuida, como ocurre en el

caso de la diabetes tipo II y en obesidad.

En el individuo obeso, el incremento en la producción de TNF-α, parece

indicar que sería la principal responsable al alterar la regulación de la

actividad de otras adipocitoquinas producidas en el adipocito como la

IL-6.

La IL-6 producida durante dicha inflamación parece ser una activadora

importante del eje hipotálamo-adrenal, llevando al aumento de la

producción de cortisol por la corteza adrenal (Björntorn, 1997; Ljung et.

al., 2002). Dicha hipercortisolemia en individuos obesos parece estar

relacionada con diversas señales y síntomas característicos de la

obesidad como la compulsión por alimentarse y por los dulces,

irritabilidad, alteraciones del sueño, debilidad, etc. Algunos autores

(Pascuali et al., 2006;Mahecha y Rodrigues, 2008) encuentran que

mientras mayor sea la restricción calórica y los intervalos de

alimentación, mayores serán los niveles de cortisol y que dicho cortisol

en exceso podría ser un factor importante de resistencia a la pérdida de

peso.

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Mecanismos potenciales para la activación del proceso inflamatorio en el tejido adiposo.

Tomado de Bastarrache et. al., 2007.621

Todo este proceso inflamatorio parece estar muy determinado por

factores como la inactividad física, la mala alimentación y la exposición

a ciertas toxinas, que tiene impacto directo en el funcionamiento del

sistema inmune (Duncan y Schmitd, 2001) y parece estar relacionada

con un aumento en el riesgo de aterosclerosis, hiperlipemia, resistencia

a la insulina y diabetes mellitus tipo 2, principalmente en los casos de

adiposidad visceral (Valsamakis G et. al., 2004)

Se sabe que existe una regulación muy fina controlada por el sistema

neuroendocrino respecto al mantenimiento del peso corporal. Así,

incluso en aquellas situaciones donde puedan haberse inducido

cambios importantes en los almacenes de grasa del organismo, sea por

restricciones dietarias o abusos en las mismas, la necesidad del

organismo por mantenerse en una zona estable generará una serie de

eventos para recuperar el valor inicial del mismo. A partir de este

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conocimiento entonces, queda claro que en las personas con exceso de

peso graso algún fenómeno ha alterado en uno o en diferentes sitios los

mecanismos regulatorios y por ello se ha perdido la homeostasis en el

control del peso corporal y sobre todo de las proporciones de los

diferentes compartimientos del cuerpo (Heredia et al., 2008).

Desde nuestra posición de profesionales de la actividad física, nos cabe

conocer aspectos fundamentales del metabolismo del tejido adiposo y

de su rol hormonal, de sus potenciales complicaciones de orden

metabólico y de su capacidad para afectar otros tejidos comprometiendo

de esta manera la salud, como puede ser al incidir negativamente sobre

el músculo esquelético. Y justamente aquí, el reconocer los mejores

ejercicios para poner al tejido muscular a trabajar con fines tanto

preventivos como potencialmente curativos, puede establecer la

diferencia entre un “hacer por la salud” o un “perjudicar por inacción”

(Roig y Moral, 2008).

Sarcopenia (dinapenia) y su papel en la problemática de la

obesidad.

Dado que la tasa metabólica basal (TMB) viene a representar el mayor

porcentaje del gasto energético diario (GED) de un individuo (~60-75%

del gasto energético total), es interesante conocer algunos de los

factores que van a influir en dicha TMB a fin de identificar las

intervenciones que pudieran potenciar el incremento de dicha TMB y,

por ende en el GED para facilitar la pérdida de peso (Dolezal et al,

2005).

El gasto diario de energía desciende progresivamente a lo largo de la

vida adulta. En los individuos sedentarios, el determinante principal del

gasto de energía es la masa magra, la cual declina alrededor de un 15%

entre los 30 y los 80 años, contribuyendo a crear una proporción de

metabolismo basal más baja en los adultos mayores. La excreción de

creatinina en 24 horas (un índice de la masa muscular) está

estrechamente relacionada con la proporción del metabolismo basal de

todas las edades. Las encuestas de nutrición en quienes tienen más de

65 años muestran una ingesta energética muy baja en los hombres

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(1400 kcal.día-1

; 23 kcal.kg-1

.d-1

). Estos datos señalan que la

preservación de la masa muscular y la prevención de sarcopenia

pueden ayudar a evitar el descenso en la tasa de metabolismo

Existe un buen registro de la pérdida de masa muscular (sarcopenia)

con la edad. La excreción de creatinina urinaria, lo cual refleja el

contenido de creatinina del músculo y la masa muscular total, disminuye

aproximadamente en un 50% entre los 20 y los 90 años de edad. La

tomografía computarizada de los músculos de un individuo muestra que

después de los 30 años, se da una disminución en las áreas

transversales del muslo, un descenso en la densidad muscular y un

aumento en la grasa intramuscular. Estos cambios son más evidentes

en las mujeres.

Estudios de tomografía y ultrasonidos realizados en miles de hombres

y mujeres revelan un aumento de grasa y tejido conjuntivo en el interior

de la célula muscular asociados al envejecimiento (Goodpaster et. al.,

2001; Trappe et. al., 2001; Izquierdo en López Chicharro (coord.), 2006).

Independientemente de la disminución, se produce también un cambio

en la composición del tejido muscular, llegando a aumentar el tejido

graso y conectivo dentro del músculo en más de un 80%, si éste no es

sistemática y adecuadamente estimulado. Además disminuye en mayor

proporción la cantidad de fibras del tipo II y si consideramos que este

tipo de fibras es la que posee mayor cantidad de GLUT-4 y depósitos

de glucógeno, la perdida de este tipo de fibras, predispone aun más a

la insulino resistencia, porque además también son las que presentan

mayor densidad de receptores insulínicos. En las mujeres, cuando

sobreviene la menopausia, a la perdida de la masa muscular se le suma

la disminución de los estrógenos, lo que agrega un factor adicional de

riesgo cardiovascular (y está potenciada la multiplicación de alfa

receptores adrenérgicos y con ello el depósito de grasa y una menor

utilización de la misma).

Como vemos, la sarcopenia es un fenómeno multifactorial, en el que

además va a confluir un descenso de la producción de hormonas

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anabólicas, una actividad creciente de las citoquinas de tipo inflamatorio

que tienen un efecto catabólico sobre el tejido muscular (interleucinas 1

y 6, factor de necrosis tumoral α), pérdida de apetito y reducción

actividad física.621

El papel del IGF1 es fundamental en el desarrollo de la sarcopenia, de

manera que la disminución de masa muscular coincide con una

disminución de la producción de dicha IGF1 (asociado directamente a

la acción de la GH sobre el hígado, la que desciende en su producción

y liberación con el avance de la edad).

Así debemos considerar dicha pérdida de masa muscular que sucede

con la edad y que conllevará cambios progresivos a todos los niveles:

neuromuscular, anatómico, cardiovascular, y metabólico, ya que el

músculo es una estructura activa (consume energía) y tiene un papel

protagónico en ese metabolismo basal. Como ya veremos en el

apartado correspondiente, todo indica que el entrenamiento de fuerza

parece haber mostrado ser muy útil para aumentar el ritmo metabólico

de reposo en jóvenes y ancianos (Ryan et al., 1995; Reuth et al., 1995;

Dolezal, Potteiger, 1998 en Jiménez, 2003).

Finalmente sería interesante mencionar que en los sujetos con

sobrepeso e incluso con obesidad no mórbida, la capacidad de trabajo

muscular o capacidad funcional del tejido muscular juega un rol mayor

en la prevención y tratamiento de alteraciones metabólicas o

cardiovasculares. Esto significa que los sujetos que no modifican su

peso pero sí la capacidad funcional de su tejido muscular o su cantidad,

podrían prevenir dichas alteraciones (Saavedra, 2003).

Consideraciones básicas respecto a la mujer y su fisiología

Desde unos años atrás surgen los centros de fittness femenino con el

fin de cubrir las demandas “especiales” que la mujer requiere en cuanto

a la practica de ejercicio físico. Debemos preguntarnos si esas

demandas vienen impuestas por los mitos y creencias populares (no

hacer pesas puesto que aumento de talla, hacer abdominales para

perder grasa de forma localizada, solo ejercicio aeróbico...) o

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cuestionarnos si es verdad que existe una demanda diferente a tenor

de las diferencia anatomo-fisiologicas entre el hombre y la mujer. Quizás

el marketing de dichos centros no deje ver la realidad realidad biológica.

Las diferentes etapas biológicas de la mujer vienen marcadas por

procesos exclusivamente femeninos como la menstruación, el

embarazo o la menopausia. Ello acontece con riesgos específicos para

la salud de la mujer en cada etapa de su vida. Aunque como veremos

las adaptaciones que se producen al ejercicio son similares en ambos

sexos, en la mujer existe una necesidad de adaptar el ejercicio a cada

una de las diferentes etapas biológicas. Igualmente existe una

necesidad de adaptar la nutrición a dichos períodos durante la vida

(aunque no es el objetivo de esta conferencia).

El termino sexo deriva de las características biológicamente

determinadas, dadas por los genes, relativamente invariables del

hombre y la mujer. Es algo inmutable, que nos diferencia y sin duda

ligado a la carga cromosómica.

Así el determinismo genético de los cromosomas XX y XY es el punto

de partida básico y es que los efectos biológicos de dichos cromosomas

se manifiestan a través de sus respectivas hormonas sexuales. Es decir,

que las diferencias entre ambos sexos en cuanto a su morfología,

fisiología y las respuestas y adaptaciones al ejercicio físico,

enfermedades ligadas al sexo o su mayor prevalencia, pueden deberse

a una “diferencia genética” natural: la presencia del cromosoma Y, que

justifica resistencia y debilidades del hombre frente a la mujer.

La mujer debido a aspectos diferenciales en su fisiología presenta

respuestas desiguales al ejercicio. No es hasta alrededor de la pubertad

(12-14 años) cuando los niños y la niñas presentan grandes cambios en

estatura, peso, curvas, anchura de los huesos y pliegues cutáneos. Es

el estallido puberal el que empieza a marcar rasgos en la morfofisiologia

femenina. En este momento la hipófisis segrega hormonas

gonadotroficas (FSH y LH) que estimulan las gónadas (ovarios y

testículos) desencadenando toda la serie de acontecimientos que

convocan la maduración sexual y los caracteres propios del género. Su

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secreción normal junto con otras recientemente descubiertas

desencadenan el desarrollo de los ovarios y la secreción de estrógenos.

En el caso de los hombres los testículos secretan testosterona la cual

ocasiona una mayor formación ósea y por lo tanto hueso más grandes.

Además esta hormona produce un aumento de la síntesis proteica lo

que resulta en una mayor masa muscular. En consecuencia y como

podemos observar merced al papel que tienen cada una de estas

hormonas (estrógenos y testosterona) sobre los tejidos, da como

resultado que los hombres adolescentes sean más grandes y

musculosos que las mujeres, siendo estas características mantenidas

durante la edad adulta.

Composición corporal: grasa y mujer. Mitos y realidades.

Bien sabida es la “quejaadiposa” de la mujer de siempre acumular la

grasa en las caderas, los muslos, la “ maldita” celulitis, es definitiva, toda

esa topografía grasa que a la mujer tanto trae de cabeza. Pero sobre

esta realidad fenotípica, en la cual entraremos después con mayor

detalle, subyace que la prevalencia de obesidad es mayor en mujeres

que en hombres en la mayoría de países de todo el mundo. Aunque se

ha sugerido que las presiones evolutivas predisponen a las mujeres

para almacenar el exceso de grasa para la reproducción y la lactancia,

los factores que impulsan la mayor propensión de exceso de peso

corporal en las mujeres no se comprenden bien.

La disminución del gasto energético en reposo con la edad parece ser

mayor en mujeres (-80 kJ d-1, año-1) que en los hombres (-46,9 kJ d-1,

año-1) lo que denota un mayor riesgo de padecer obesidad con el

envejecimiento.

En hombres además el ejercicio físico se relaciona con una mayor

perdida en el porcentaje graso que en mujeres. Por tanto, programas de

ejercicio fisico resultan en reducciones menores de peso corporal y

grasa en mujeres que en hombres. Esto puede deberse a algunas

sutiles diferencias sexuales en la respuesta metabólica al ejercicio físico

así como la mayor ingesta calórica pos- ejercicio en mujeres que en

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hombres.

Una línea de la investigación se ha centrado en las hormonas

gonadales, su influencia sobre los mecanismos periféricos y centrales

que controlan el apetito y el peso corporal. Otra línea de investigación

se ha centrado en las diferencias sociales y de comportamiento entre

hombres y mujeres que se relacionan con conductas de comer o

actividad. El embarazo y la menopausia también tienen consecuencias

fisiológicas y de comportamiento sobre el apetito y la regulación del

peso que confieren riesgo de obesidad elevada en muchas mujeres. A

pesar de ello, el riego cardio-metabolico asociado a la grasa visceral es

mayor en los hombres, donde esta se encuentra en mayor cantidad. Las

mujeres premenopausicas dados los acontecimiento de redistribución

de la grasa aumentan su riesgo en esta etapa de su vida.

La acumulación de tejido adiposo en la región intraabdominal,

representa el 21% del total de la masa grasa en el hombre y sólo el 8 %

en mujeres. Así las mujeres tienen más grasa corporal que los hombres

para un mismo BMI o IMC (Body Mass Index o índice de masa corporal.

Los depósitos de las mujeres

constituyen el 40% del total del peso corporal en comparación con el

28% de los hombres. Fue Vague (1956) quien sugería que lo importante

no era sólo la cantidad total de adiposidad corporal, sino el sitio donde

se acumula. Así la mujer pese a tener una mayor grasa que el hombre,

este último padece más enfermedades asociadas a la misma. Este

científico describió la existencia de dos patrones generales de

distribución regional del tejido adiposo, ginoide y androide. (Vague,

1956). (Figura 1)

La desigualdad cantidad y disposición sexual de la grasa representa una

adaptación metabólica y mecánica útil para la especie. Cada vez son

mayores las pruebas que sugieren el efecto protector de la grasa glúteo-

femoral.En mujeres la disposición glútea le permite equilibrar la

vasculación pelviana cuando sobreviene el embarazo. Además

representa un almacenamiento graso metabolitamente no “peligroso” y

mecánicamente adecuado, necesario para asegurar el soporte

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energético para la gestación y lactancia. En las mujeres predomina en

la región inferior del cuerpo (distribución ginoide) y en el territorio

subcutáneo mientras que en los varones lo hace en la mitad superior

con mayor tendencia al depósito en las regiones abdominales profundas

(distribución androide), La grasa masculina queda por encima de la

línea horizontal que pasa por el ombligo y por el disco L4-L5 mientras

que la femenina lo hace por debajo de esta línea. Existe con la edad

una tendencia hacia una redistribución centralizada de la adiposidad,

especialmente marcada en las mujeres postmenopáusicas (Pancini y

cols, 2008). También se ha descrito patrones caracterizados como

central periférico o troco-extremidades.

El aumento de la masa grasa del muslo en mujeres está relacionado

con la hiperplasia de los adipositos en vez del aumento de su tamaño

(21, OB.REV)

Los hombres desarrollan, en paralelo a una condición endocrina con

crecientes concentraciones de testosterona, una mayor componente

“no graso”, y este suele ser en proporción más troncal. Los estrógenos,

hormonas ováricas, por el contrario actúan sobre la maduración ósea,

balance hídrico y componente graso. De este modo el componente

graso se incrementa más de un 100% en el caso de las niñas en su

transición puberal (Cabalas et al, 2010) El inicio de la función menstrual

y su mantenimiento demanda este nuevo estatus. El acumulo graso en

forma de panículo adiposo es una fuente indirecta de obtención de

estrógenos no ováricos ya que él se potencia la aromatización de

hormonas andrógenas.

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Un hecho importante antes de considerar los patrones de distribución

grasa y en relación al control de peso, es que en líneas anteriores

hemos descrito como la mujer presenta una mayor masa grasa y menor

masa magra que los hombres. El músculo es un tejido metabolicamente

muy activo, representado una alta tasa metabólica en relación a su

cantidad. Así algunos estudios han demostrado que la cantidad de

calorías gastadas diariamente por la mujer representadas por su

metabolismo basal son menores que las del hombre

Factores que determinan el patrón de distribución graso.

El almacenamiento y la utilización de la reserva energética contenida en

las gotas lipídicas de los adipocitos viene determinada por sistemas

reguladores multifactoriales que actúan de una manera coordinada para

originar una respuesta celular adecuada a los estímulos extracelulares,

caso del ejercicio como esíimulo estresor del organismo.

La adiposidad la podemos “reducir” a un balance entre la energía

entrante y la energía saliente. Aunque la ecuación energética a priori

parece sencilla, resulta tremendamente difícil dada la cantidad de

factores que intervienen en el control del “set point” adiposo, un objetivo

más deseado en la mayoría de las mujeres.

Con el fin de entender la prescripción de ejercicio con fines de

enmagrecimiento debemos antes recabar cuales son los aspectos

fisiologicos que conducen a tales efectos.

Un primer factor que determina la cantidad y la distribución de grasa es

el bagaje genético (Comuzzie et al., 1998). Pero además la interrelación

de múltiples genes, factores medioambientales, fisiológicos y el propio

comportamiento del individuo, determina la distribución de grasa. Cabe

llamar la atención el rol de las hormonas en todo este proceso. Así

sabemos que el “entorno hormonal” repercute notablemente en la

topografía de la grasa corporal y por tanto en la adiposidad. Vamos a

empezar viendo y describiendo como determinadas hormonas accionan

el mecanismo lipolitico o lipogénico y la relación existente con el

ejercicio físico.

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Son varias las hormonas que regulan el tejido adiposo. Entre las

principales se encuentran las catecolaminas, el cortisol, la GH, las

hormonas tiroideas, glucagón, la insulina, los andrógenos y los

estrógenos.

Prácticamente todas las hormonas mencionadas se relacionan entre sí

y responden al ejercicio físico. Por lo tanto el ejercicio es uno de los

principales puntos de conexión entre los moduladores hormonales de la

ingesta y el gasto de energía.

Lipólisis/lipogénesis y entorno hormonal

El balance entre la movilización lipídica, proceso controlado por la

actividad de la lipasa sensible a hormonas (LSH), y el almacenamiento

de ácidos grasos procedentes de la hidrólisis de los triacilglicéridos de

las lipoproteínas circulantes (quilomicrones y VLDL), que viene regulado

por la acción de la lipoproteína lipasa (LPL), lo que constituye una diana

clave para el control coordinado del metabolismo lipídico de los

depósitos adiposos, en respuesta a diferentes situaciones fisiológicas

(Samra, J.S., 2000) y depende tanto de la localización anatómica del

tejido adiposo como del entorno hormonal (Hellmer, J. et al, 1992;

Rubuffe-Srive, M et al, 1989). El proceso lipolítico mejor caracterizado

hasta el momento es el mediado por catecolaminas el cual se sabe se

encuentra alterado en la obesidad (Lafontan y Langin, 2009). Las

catecolaminas accionan sobre receptores alfa y beta adrenérgicos

provocando respuestas diferentes en ambos casos como veremos a

continuación.

El balance entre los distintos receptores adrenérgicos beta1, beta 2,

beta 3 y alfa 2 en los adipocitos, así como la afinidad de las

catecolaminas por los diferentes tipos de receptores adrenérgicos

constituyen puntos clave en la regulación del metabolismo lipídico. De

esta forma los receptores alfa 2 tienen acción antilipolítica, mientras que

los beta1 y beta 2 son lipolíticos. Destacar por tanto que el efecto de las

catecolaminas sobre el tejido adiposo dependerá del balance funcional

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entre sus receptores alfa y beta, siendo y pudiendo ser modificado por

la obesidad, ayuno, diabetes, hipertiroidismo, ejercicio físico, etc.

Se evidencia que en hombres, los adipocitos de la región visceral son

más sensibles a la estimulación beta-adrenérgica que los adipocitos de

la región subcutánea (Hellmer, J. et al, 1992; Rubuffe-Srive, M et al,

1989; Mauriege, P., et al, 1987) al contrario de lo que ocurre en mujeres

premenopausicas (Rubuffe-Srive, M et al, 1989). En mujeres, las

diferencias en la respuesta catecolaminérgica entre adipocitos de la

región subcutánea y la visceral son atribuidas al mayor número de

receptores alfa2 presentes en los depósitos de la región inferior,

principalmente de naturaleza subcutánea (161,174-178).

Los efectos “estresantes” tanto a nivel fisiológico como psicológico

causan la activación del SNS y la liberación de catecolaminas. Estas

actúan sobre receptores beta adrenérgicos desencadenando la

activación de proteínas Gs que a su vez induce la actividad de la

adenilato ciclasa produciendo un aumento del AMP cíclico citosólico. El

AMPc se une a la PKA quien fosforila a la HSL produciendo su

translocación desde el citosol a la superficie de la gota lipídica donde

ejerce su función (Brasceule et al, 2000). Pero a pesar de ser una

protagonista indiscutible del proceso lipolítico, la HSL no es la única

lipasa que media el proceso. Así en el 2004 varios fueron los grupos de

investigación que dieron cuenta de otra lipasa a la que denominaron

lipasa de triglicéridos de adipositos (ATGL), desnutrina o fosforilasa A2

(Jenkins et al, 2004; Villena et al,2004; Zimmermann et al.,2004). Esta

enzima presenta una especificidad de sustrato 10 veces mayor para los

triglicéridos que para los diacilgliceridos, por lo que se ha sugerido que

el primer paso de la lipólisis es llevado a cabo por esta enzima mientras

que la conversión de diacilgliceridos en

monoacilgliceridos es llevada a cabo por la HSL (Zimmermann et

al,2004). A partir de aquí la lipasa monoacilglicerido lleva a vabo la

hidrólisis que dará como producto final ácidos grasos y glicerol

(Fredrikson et al.,1986).

La PKA además fosforila a la perilipina A. Esta proteína se encuentra

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de forma constitutiva recubre la gota lipídica en toda su superficie a

modo de armazón haciéndola inaccesible a la acción de las lipasas y

por tanto siendo critica en los procesos lipolíticos. En condiciones

basales la perilipina esta unida a una proteína (CGI-58) activadora de la

lipasa de triglicéridos de adipositos. Por lo tanto el accionado

catecolaminergico produce la fosforilación, vía PKA, de dicha proteína

lo cual produce un cambio en su conformación dejando libre a CGI-58 y

activando está a la ATGL (Gunneman et al.,2007; Miyoshi et al.,2007;

Sabrammanian et al;2004; Yamagachi et al.,2007). La bajada de los

niveles de AMPc dan lugar a la disociación de ATGL y CGI-58

uniendose ésta última a la perilipina A y disminuyendo la tasa lipolítica

celular (Lafontan y Langin, 2009)

Figura: “On-catecolaminergico” de los beta receptores en el adipocito

Los estrógenos inducen la síntesis de la LPL al menos en la región

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glúteo- femoral, que se caracteriza además por contener un elevado

número de receptores alfa2, lo que implicaría una acumulación

preferencial de ácidos grasos en la zona glútea, contrariamente a lo que

ocurre en el sexo masculino. Esta distribución se torna diferente en la

menopausia.

Durante el embarazo y la lactancia la actividad LPL femoroglutea

disminuye y al mismo tiempo se incrementa la lipólisis en esta región,

indicando que esta grasa tiene vinculación casi exclusiva con el

sostenimiento energético durante la gravidez y la lactancia. Igualmente

la prolactina actúa promoviendo la adipogenesis (Freemark et al.,2001)

remodelando el tejido adiposo durante el embarazo y la lactancia (Flink

et al.,2003).

La LPL adiposa aumenta en la obesidad y paradójicamente lo hace

luego de la perdida de peso en respuesta a la realimentación. Esto dota

a la LPL como posible enzima reguladora del “set point graso del

adipocito”. Sin embargo el aumento de la LPL en respuesta a la

alimentación se debe a un mecanismo de tipo postranscripcional,

mientras que el debido a la perdida de peso se debe a un aumento de

la síntesis de la enzima, indicativo de diferentes mecanismo regulatorios

de la lipgénesis (Kerr PA, 1996).

La actividad lipolitica como anteriormente se comento esta

principalmente regulada por la acción de las catecolaminas sobre los

receptores adrenergicos beta que mediante una cascada de

señalización intracelular activan la LHS (lipasa hormono sensible)

llamada así por que su actividad es regulada por las catecolaminas, GH,

glucagón, corticosteroides, ACTH y la insulina que se opone a la acción

de los anteriores. La lipólisis es estimulada además por el frio, el

ejercicio y la hipoglucemia a través de la estimulación hipotalamica del

sistema simpatico, cuyas terminaciones liberar noradrenalina en los

tejidos efectores, estimulando los receptores beta.

Existe cambios asociados a la edad siendo los momentos criticos para

el desarrollo del tejido adiposo a los 2, 10-11 años, con la pubertad,

durante la adolescencia y después de los 50 años con el advenimiento

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de la menopausia donde se produce un centralización de la grasa.

Figura: Importancia de la regulación de la LPL

Si bien el balance lipolisis/lipogénesis es altamente relevante no menos

importante es el papel de los estrógenos. Así estudios en animales

demuestran como los machos tienden a acumular grasa en la zona

visceral y menos subcutánea que las mujeres. Ratas ovarictomizadas

denotan un aumento de la grasa visceral y una disminución de la

subcutánea. ¿Cómo actúan las hormonas sexuales?

Es importante el considerar la relación existente entre el porcentaje de

grasa en la mujer y el mantenimiento de la función menstrual (López

Chicarro, 2006).

Así la creencia de cuanto menos grasa mejor es un error de

considerable magnitud. Ya en la era prehistórica existía el conocimiento

intuitivo de que la grasa en la mujer era señal de fertilidad y capacidad

para poder atender el climaterio y la lactancia. A las funciones clásicas

de la grasa como almacén energético, función mecánica, aislante

térmico y determinante de la morfología se le añade con el

descubrimiento de la leptina en 1994 (hormona producida por el tejido

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adiposo con numerosas funciones en la regulación ingesta alimentaria,

reproductora, etc.) una función endocrina esencial. Así el TA produce

gran cantidad de hormonas conocidas en su conjunto como adipocinas

que regulan funcionen tan importantes como la reproducción. Existe un

nivel crítico de grasa corporal necesario para no interrumpir el eje

hipotalamo-hipofisis-gonadal lo que conlleva el cese de la menstruación

(López, 2006).

Figura:_La Venus de Willendorf, pequeña figura de piedra de 11 cm (circa 25.000 a.C), representa para muchos antropólogos y críticos de arte una de las primeras muestras de la relación entre la forma del cuerpo de una mujer y la función principal que de ella se esperaba, la fecundidad y procreación (Naturhistorisches Museum, Viena; fotografía de Erich Lessing)

Continuando el papel de la leptina resulta llamativa la progresiva

elevación de la misma durante el desarrollo, como podemos observar

en la figura_.Esta leptina es el aviso de que ya está el organismo

preparado para la pubertad y eventualmente para la gestación y la

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nutrición.

Existe una relación entre el peso total, la masa muscular u el contenido

de grasa relacionandose con la DMO.

Destacable el papel que tiene el TA en la conversión de andrógenos en

estrógenos lo que puede proporcionar una protección importante de la

masa ósea cuando la producción de estrógenos ováricos disminuye en

la mujer (Perel y cols,1979).

Se ha apreciado desde su descubrimiento que la leptina disminuye la

adiposidad, tanto por la menor ingesta de alimentos así como por el

aumento del gasto energético periférico. Se muestra como la leptina

ademas ejerce varios efectos positivos mediante la activación de la

AMPK.

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