calamari emilio ruiz barrachina

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«Los Santander siempre peleamosal lado de los rebeldes». Con estaspalabras, pronunciadas poco antesde morir, Gustavo Santander delegaen su único nieto, Álvaro, suobsesión por completar los espaciosvacíos en el árbol genealógico de lafamilia: a veces son simplesnombres, pero también hay historiasy secretos cuya investigaciónobligará a Álvaro a viajar a la ciudaddonde empezó todo: Calamarí, laactual Cartagena de Indias. El jovense sumergirá en las estrechas callesde una ciudad señera en la América

del siglo XVI, las mismas por dondetransitaron, lucharon y murieronpersonajes inmersos en una épocaconvulsa de guerras, invasiones yesclavitud. Como Lorenza deAcereto, hija del pirata Drake y de laespañola María de Espinosa, cuyahistoria fascina sobremanera aljoven Álvaro.

Con la ayuda del padre Ferrer, unsacerdote jesuita amigoincondicional de su abuelo, Álvaro seadentra en la vida de la hermosaLorenza. Huérfana desde los ochoaños, Lorenza creció entre dosmundos antagónicos: el regido por

los ritos y la magia africana de losesclavos y el de la doctrina católicaimpuesta por los conquistadores. Undía, llega a sus manos un misteriosopergamino escrito en latín quecambiará su destino y el de susdescendientes para siempre. Casicuatro siglos después, la obsesiónde Álvaro por descifrar el texto yencajar la última pieza que falta enel complejo rompecabezas lo lleva acometer más de una locura. Pero,en esta ocasión, ¿estará el destinode su parte?

Emilio Ruiz Barrachina

Calamarí

ePub r1.0Mina815 26.08.14

Título original: CalamaríEmilio Ruiz Barrachina, 1998

Editor digital: Mina815ePub base r1.1

América mágica

—¿Me puede decir qué es eso?Lancé mi pregunta sin saber muy

bien quién era mi interlocutora. Estabasentada en el suelo, con un bombínmarrón cubriéndole la cabeza y dostrenzas canas saliendo por los costados.Cuando levantó su mirada y dejó queviera su rostro andino cruzado dearrugas, me sobrecogí.

—¿Esto, señorito?De un zarpazo, la anciana —supuse

que lo era, aunque me fue imposibleestimar su edad— alcanzó aquel extraño

esqueleto que tanto había llamado miatención. Colgaba en medio de unmuestrario infinito de cajas de colores,frascos llenos de hierbasinidentificables y añejos prospectosescritos en los idiomas más dispares. Loque me atrajo parecía un pájaromomificado. Tenía las alas replegadascontra su minúscula caja torácica yestaba provisto de unas cavidadesoculares enormes. Miré el rostro severode mi interlocutora y asentí.

—Es un feto de llama —sonriómaliciosa—. ¿Quiere uno?

Fue el instinto lo que me obligó adar un paso atrás. De repente, me sentí

un estúpido.—¿Le ocurre algo? —susurró,

acercándome aquello al rostro—. ¡Ah,ya! Es la primera vez que está en elmercado de los brujos… Pobrecito. Nose preocupe. Con uno de éstos podráprotegerse de los hechizos. Nada le harádaño.

—¿Cuánto vale?—Para usted, sólo diez dólares.Recuerdo lo mucho que me costó no

comprar aquel despojo animal. Era laprimera vez que pisaba el cono suramericano, y aunque iba preparado paraencontrarme de bruces con la magia,ignoraba que en Bolivia ésta hubiera

dado lugar a todo un mercado dehechizos y sortilegios en el centro de LaPaz. De repente, tuve la impresión dehaber caído de bruces en plena EdadMedia europea. ¿Cómo era posible?

Tras aquel viaje, visité otros parajesidénticos en Perú, Brasil, Costa Rica oPanamá. En todas partes encontré rastrosvivos de esa poderosa magia en la quemiles de personas todavía creen aciegas. Llegada en algunos casos delcorazón de África gracias a los esclavosnegros, y en otros conservada desde lostiempos de los pobladoresprehispánicos, la magia en Américaconserva las mil y una caras que perdió

en el Viejo Continente. En los Andes,junto a La Paz, toma formas heredadasde los incas. Allá mascan hoja de coca—sagrada, de la que incluso distinguenlas hojas macho de las hembras—; enBrasil, la ayahuasca o «soga delmuerto» lleva a los chamanes a estadosalterados de conciencia en los que creenhacerse uno con la naturaleza. Y eso porno hablar del Caribe, donde a la magiale suman el ritmo de la música y losvapores etílicos, en una confusión decreencias cristianas y animistassorprendente. Hans Staden, en 1557, yadescribió el uso de maracas enceremonias vudú brasileñas, y

aseguraba que sus brujos «visitandotodos los pueblos, de choza en choza,anuncian que un espíritu venido de lejosconcederá a quien lo desee el poder dehacer hablar a las maracas y habitará enellas».

Inexplicablemente, nada hacambiado desde el siglo XVI. Y estanovela, Calamarí, que narra el poderosomestizaje entre cristianos y animistas, lodemuestra.

La historia de su protagonista bienpudo haber sido real. Es el relato de unaniña que se va adentrando en losvericuetos del vudú y de la magiaafrocaribeña de la mano de sus nodrizas.

Su trasfondo histórico es rigurosamenteexacto; muchos de sus caracteres,escenarios y hechos públicos existieronrealmente. No en vano, su autor dedicóvarios años a recorrer las calles, playasy tugurios por los que ahora desfilan suspersonajes. Los cometas quepresagiaron desgracias, las ceremoniasde los hungan (jefes espirituales) quesalpican estas páginas, o las referenciasa los manuales inquisitoriales como elMalleus Maleficarum, también sonreales, y dan como resultado una mezclasabrosa de colores y aromas capaz detransportarnos a un continente donde lamagia es aún perceptible.

—Llévese este feto a casa —volvióa insistir la anciana del bombín al dejarel mercado de los brujos—. Leprotegerá. Hágame caso. No habrámagia que pueda con usted.

Tanto perseveró, que recuerdohaberle dado sus diez dólares y haberarrojado su macabro amuleto en lapapelera de mi habitación de hotel.

Hice mal. Muy mal. La magia de laque debía cuidarme terminóhechizándome de nuevo. Y este librotuvo la culpa.

Javier Sierra

A María Fernanda

Mis sinceros agradecimientospara José María Domenech y

Álvaro Paredes

¡Alma Humana, cómo teasemejas al agua!

¡Destino humano, cómo tepareces al viento!

GOETHE

Capítulo 1

Estaba absorto en las últimas palabrasque masculló mi abuelo poco antes demorir, cuando el Caribe acabó detragarse el sol. «Los Santander siemprepeleamos al lado de los rebeldes». Nadamás cierto. El abuelo hizo tal afirmacióndespués de haber trepado lentamente pornuestro árbol genealógico. Subió hastauna de las ramas más altas, lacorrespondiente a Francisco de PaulaSantander Omaña, y allí se quedómirando nuestras glorias y tristezas,nuestras victorias y derrotas, todas

ganadas o perdidas desde el bandorevolucionario.

A los veintiocho años pude conocerla tierra de mis antepasados. El sábadoprimero de marzo de 1997, el avión queme tuvo tensionado doce horas aterrizóen la tarde de Cartagena de Indias.Madrid iba quedando en una lejanarealidad, y desde los primerosmomentos me sentí invadido por esaensoñación que flota en el aire de lacosta atlántica colombiana. Llegué alhotel Santa Clara, antiguo convento demonjas, recientemente recuperado parabien y disfrute de los turistas y de lospropios cartageneros. Quería

despejarme, sacudirme el aturdimiento.Me di una ducha rápida y salí a recorrerlas últimas horas del día. Caminé por loalto de la muralla hasta una esquinarematada con un torreón, donde pudecontemplar la enigmática puesta del solcaribe, un sol distinto al de otras partes,como si en verdad se sintiera dios. Allí,en toda su inmensidad, viéndole haceruna reverencia a la noche, añoré alabuelo.

Toda mi vida está repleta de lapalabra abuelo: con él jugué mis años deinfancia; de su mano atravesé laadolescencia; en sus consejos basé mijuventud; por su muerte me aferré a la

memoria. Gustavo Santander Paredesnació en Colombia en 1907, en el senode una familia de pudientes industrialesmadereros. Ya desde pequeño leinculcaron el orgullo de serdescendiente de uno de los padres de lapatria: el general Santander, «el hombrede las leyes». Con esta insignia hemosnacido y vivido siempre en la familia.

Desde Francisco de Paula, muerto en1840, hasta mi abuelo Gustavo,fallecido hace apenas dos meses, hanpasado por este mundo unas cuantasgeneraciones de Santanderes peleones.Unos lucharon en guerras deindependencia, otros en revueltas

campesinas, otros se bebieron entera laépoca de la violencia, otrossimplemente participaron en reyertaspueblerinas, incluso algunos pelearoncontra sí mismos, locos también hubo, ysiempre, todos, del lado que noostentaba la mayoría. Del árbolgenealógico familiar desconocemos lostallos más lejanos. El abuelo se cansóde trepar. La muerte lo sorprendió a losnoventa años sentado en la rama delgeneral, intentando saber quién era élmismo. Supuestamente me encontraba enCartagena aquella tarde cálida parallevar a cabo esa labor inconclusa: subira la copa americana de nuestro árbol.

En casa pensamos que los árbolesfamiliares están mal hechos. Las raícesno son los antepasados, sino nosotrosmismos que cada día con la sabia delrecuerdo vamos alimentándolos ymanteniéndolos vivos. Y así como loentendíamos, el abuelo había dibujadoel nuestro sobre una cartulina en lapared de su despacho. Cada vez queinscribía un nombre, me llamaba a sulado y lo celebrábamos con desfiletriunfal hasta la nevera. Él se bebía elvino, yo la coca-cola. Pero a los quinceaños agarré mi primera borracheragracias a la esquiva prima de unatatarabuela, el primero que pude festejar

con cerveza porque el abuelo noadvirtió los colores de la botella… lascataratas y esas cosas. Después uno delos instructivos regaños de mi madrecuando tuvo que caldearme la resaca.

Gustavo Santander no fue el rebeldeestereotipado de bandolera al cinto ypistolas al aire. Rebelde sí, políticocolombiano obligado a exiliarse enEspaña durante los años sesenta. Y allíquedó para siempre, escondido trasgigantescas torres de papel que escribíay utilizaba para atrincherarse del mundo.Muchos días me sentaba al pie de suescritorio durante largas horas a lasombra del castillo de hojas blancas,

estudiaba o leía, pretextos. El abueloescribía folios y folios. Una mañana,cuando las torres tocaron el techo, lepregunté el porqué de todo aquello.

—Estoy haciendo literatura.En aquel momento, ante la postura

solemne que adquirió, sentí cobardíapara continuar averiguando. No capté larespuesta, entonces no me interesaba,alguna chifladura, hasta que una semanaantes de morir, en medio de losdesvaríos de su postración, mientrasestaba apoyado en su cama leyéndole elperiódico, me acercó la cabeza a suboca y me dijo con aliento de muerte:

—La literatura es rebeldía; el que

escribe protesta, o critica, o tiene algoserio que decir.

Mi abuelo, que nunca publicó nada,que nunca tuvo la más mínima intenciónde dar a conocer sus escritos, encontródurante veinte años su propia revolución«haciendo literatura», eso dijo. Lamayoría de sus eternas disquisicionesson ilegibles.

Su gran sueño era viajar conmigo aColombia en busca de los eslabonesfaltantes de nuestra cadena ancestral.Nos habíamos propuesto encontrar alprimer español desembarcado en elNuevo Reino de Granada con apellidoSantander. Pero los achaques propios de

la edad le tuvieron bastante desalentado.Un mes antes de fallecer me llamó.Madrid oscurecía cubierto de nieve.

Estaba sentado en su poltrona favoritajunto al radiador. Se quitó las gafas, mehizo sentar frente a él y me entregó unsobre.

—Los dos sabemos que me quedapoco tiempo. Tu abuela debe de tenerbuenas influencias donde esté, no hadejado de reclamarme desde que murió.Antes de irme quiero hacerte un regalo.—Sacó un sobre del bolsillo de lachaqueta de lana y me lo entregó—. Estesobre contiene una carta derecomendación para un gran amigo y un

billete de avión a Cartagena. —Me mirócon nostalgia, no podía mirarme distinto—. Aprovéchalo, porque me ha costadomucho convencer a tu madre.

Sorpresa y tristeza se abrazaron.Procuré en vano evitar una lágrima delabuelo. Tras los agradecimientosllegaron las explicaciones: la carta ibadirigida al padre José María Ferrer,Parroquia de San Pedro Claver,Cartagena de Indias. El cura habíatenido las mismas fiebres vitales que miabuelo: la política y la historia. Habíancoincidido en complicados procesospolíticos de diferentes países latinos: miabuelo representando a Colombia en

calidad de senador de la república, y elpadre Ferrer como agente secreto delVaticano, por decirlo de algún modo.Desde un principio me llamópoderosamente la atención este jesuita,encargado de hacer trabajos para lacongregación católica por debajo decuerda. Su misión no fue criminal, niinquisitorial, ni siquiera ilegal. El padreFerrer estuvo a cargo durante treintaaños de resolver las intrigas políticas dela Iglesia con los diferentes gobiernoslatinoamericanos en las cuales losobispos, cardenales o demásfuncionarios eclesiásticos no podíanfigurar por su calidad de hombres

públicos. Catalán atávico y viajeroirredimible, su residencia principalnunca estaría en su adorada Barcelona,sino en Ciudad de México. Desde hacíaonce meses disfrutaba, a los setenta y unaños, de un supuesto descanso en elCorralito de Piedra.

—Además de recomendarte, le pidoa José María que te ayude a investigar lode nuestros antepasados. A él leresultará fácil hacerlo ahora que viveallá.

Aunque en alguna charla habíasalido el nombre del padre Ferrer, hastaese día no tuve una información precisasobre él.

El billete de avión tenía las fechasabiertas. Mandé la carta y quedé a laespera de una contestación para fijar eldía del viaje.

El jesuita, presto en sus diligencias,no tardó en enviarme una misivaaccediendo a todas las solicitudes quese le hacían, y deseando a su amigoSantander una rápida recuperación. Losdeseos de mejora llegaron dos díastarde. Me dolió sobremanera tener quenotificar al sacerdote la muerte de suantiguo aliado.

El abuelo marchó tranquilo despuésde haber ganado sus rebeliones ydespedirse de la familia con la que

compartió más de la mitad de su vida:mi padre, mi madre y yo. No tuvohermanos ni más hijos que miprogenitor, ni más nietos que elpresente.

Cuando Gustavo Santander salió deColombia por haber apoyado revueltasimportadas con causa perdida, ya erapadre de Rafael Santander Rincón. Miabuela Marta, costeña como mi abuelo ymi padre, dio a luz en 1945 mientrasescuchaba en la radio la noticia del finde la guerra.

Como nunca regresaron a América,la abuela Marta fue enterrada contra susdeseos en el madrileño cementerio de la

Almudena. El abuelo yace junto a ella,aunque ambos preferían reposar en sutierra natal. Pero mi padre es un hombrede ideas prácticas, y de igual forma queno quiso complacer a sus padres,tampoco volvió a visitar su país deorigen. Argumenta que, salvo habernacido allí, nada le ata a aquellosparajes. No tiene amigos, ningúnfamiliar vivo, no se vanagloria de sucarrera de abogacía estudiada enBogotá, ni siquiera mantiene el acentocaracterístico de la costa caribe. Cuandollegaron a España ya venía con susestudios universitarios concluidos. EnMadrid aprobó las oposiciones al

Estado y pronto se casó con TeresaAdel, valenciana de intachable conductaaprendida en colegios de monjas de losque ya quedan pocos, tal vez ninguno. En1969 nacería yo, su único hijo. Mitemperamento volvió a ser el del abuelo.La genética hizo un paréntesis con mipadre, que a pesar de su carácter debede guardar en algún rincón las semillasde la rebeldía, y me devolvió lajovialidad de los Santander.

El chapoteo de los pelícanoslanzándose en picado al mar me regresóa la incipiente noche cartagenera. Labrisa se había levantado para abanicarla ciudad amurallada. El cansancio me

iba venciendo, así que me dirigí al hoteladentrándome por las estrechas callesque comenzaban a seducirme bajo latímida luz de los faroles.

Telefónicamente había concertadocon el padre Ferrer una cita al díasiguiente por la mañana.

Entré al hotel, fui a recepción, yreclamé mi llave.

—¿Número de la habitación? —mepreguntó el conserje, un negritosimpaticón que contrastaba con eluniforme blanco.

—Álvaro Santander Adel.—El señor pase buena noche.

Aunque en España ya se usara comonombre común para la ciudad el deCartagena, los lugareños gustaban seguirllamándola Calamarí, que en lenguaindígena significa «cangrejo». El día 1de junio de 1533, en el mismo sitio queocupaba la aldea de Calamarí, Pedro deHeredia fundó oficialmente, con todoslos requisitos legales, la capital de sugobernación, denominada Cartagena dePoniente, para diferenciarla deCartagena de Levante en la Península. Elrey Felipe II, en el año de 1574, leotorgó la categoría de «ciudad», y ladotó de escudo de armas y del título«muy noble y muy leal». De alguna

forma tenía que agradecer el oro queabastecía al Imperio.

Poco antes del nombramiento, el reyse había preocupado de enviar a susterritorios de ultramar una ordenanzacon un modelo para construir lasciudades: «… cuando hagan la plantadel lugar, repártanlo por sus plazas,calles y solares a cordel y regla,comenzando desde la plaza mayor, ysacando desde ella calles a las puertas ycaminos principales, y dejando tantocompás abierto, que aunque la poblaciónvaya en gran crecimiento, se puedasiempre proseguir y dilatar en la mismaforma». Vías paralelas espaciadas con

regularidad y cruzadas por otras enforma similar. Los edificios religiosos yadministrativos en la plaza mayor. Devez en cuando una cuadra ajardinadapara verdear el ambiente. Y con estaforma hipodámica quedó diseñadaCartagena, al igual que tantas otraspoblaciones coloniales.

A finales del siglo XVI habitaban laciudad unas cuatro mil almas, aunquemuchos españoles dudaban si los más dedos mil negros e indios la tenían. Lasconstrucciones oficiales y de la genteprincipal ya eran de piedra. Los vecinosde menores recursos iban poco a pococambiando sus casas de paja y

bahareque por otras más sólidas. En laPlaza Mayor se trabajaba sin descansopara concluir la catedral. Podríamosdecir que Cartagena estaba en obras.

Un puente, única vía de acceso,separaba el puerto de la ciudad.Calamarí estaba rodeada de agua porcasi todas partes. Incipientesfortificaciones con empalizadas demadera la defendían. El rey Felipe II seasomaba todas las mañanas a la ventanade su dormitorio en El Escorial para versi ya podía observar desde allí lasmurallas de Cartagena. Moriría antes dellegar a verlas.

Acabando 1585, en Londres, junto a

los muelles del Támesis, la reina IsabelI despedía con bombos y platillos a laescuadra de piratas que bajo las órdenesde sir Francis Drake ponía rumbo a lascostas del Nuevo Reino de Granada. Lacomitiva de despedida estabacompuesta, entre otros, por el conde deEssex, el duque de Florencia, los condesde Pembroke y de Leicester, y elmismísimo alcalde mayor de Londres,sir Thomas Lodge. El primer navío enzarpar fue el Golden Hind, con Drakealzando los brazos y saludando a lachusma que se agolpaba en las orillasdel río. De la madera de este barco sefabricaría una silla que hoy se conserva

relicariamente en la Universidad deOxford: de semejante tamaño era laadmiración que al pirata tributaba la«reina virgen» (que por aquellas fechasya no debía de serlo).

En enero de 1586 el gobernador deCartagena, Pedro Fernández de Busto,recibía una carta urgente de la isla deSanto Domingo. En ella se advertía delfatal peligro que corrían las ciudades deRiohacha, Santa Marta y Cartagena, pueslos galeones españoles habían avistadoa la escuadra inglesa del pirata Drakecon rumbo a las playas de la provinciade Castilla del Oro. El gobernador noera hombre de guerra, así que dejó la

organización de la defensa en manos delos oficiales militares y del obispo JuanMontalvo.

Los fuertes se proveyeron de agua,alimentos y munición. La tropa estabacompuesta por quinientos indios de lospueblos circundantes, armados conarcos y flechas envenenadas, a los quese encargó defender el puerto desde losmanglares cercanos, dondesupuestamente desembarcarían losherejes; un nutrido grupo de negros conarmas blancas, al mando de veinteespañoles, se apostarían delante delpuente levadizo que permitía el acceso ala ciudad; y la tropa militar, con los

pocos soldados acuartelados enCartagena, reforzados por cientocincuenta más llegados de Tolú,Mompós y Tenerife, villas próximas, seocuparían de organizar la defensa de lapoblación. Los piratas venían arrasandola costa, por lo que no se esperabamayor ayuda de ningún otro enclavevecino. No había forma de contrarrestarel ataque por mar. Unas pocas piezas deartillería no eran suficientes paramantener a raya veintitrés navíos, asíque la estrategia se esperanzó en lalucha cuerpo a cuerpo. Los indiossembraron playas y caminos de púasimpregnadas de hierbas venenosas que

producían la muerte en menos de seishoras. En el agua, las únicasposibilidades eran dos galeras bajo lasórdenes del general valenciano PedroVique, anclada una frente al puerto yotra frente a la ciudad. El resto de lapoblación buscaría refugio en iglesias yconventos.

El noveno día de febrero, Miércolesde Ceniza, amaneció brumoso y conneblinas que se esparcían por toda labahía. Los cartageneros aguardabaninquietos en los puestos asignados,tratando de escudriñar entre la bruma lasvelas enemigas. El obispo, seguido de lacorte eclesiástica, pasó por cada uno de

los baluartes y posiciones estratégicas aimpartir la ceniza de tan sacraconmemoración, y a infundir valorasegurando la presencia divina. Todoslos indios se arrodillaronfervorosamente y quedaron con otraseñal: la cruz cenicienta en la frente. Latensa espera se rompía con el murmulloconstante de lenguas indígenas yafricanas, y algunas órdenes esporádicasde los españoles.

De repente, un silencio sepulcral.Una tras otra aparecieron en el

horizonte las banderas negras de losveintitrés navíos ingleses en formaciónde media luna. Al frente de la escuadra,

en un patache, el mismísimo Drakesondeando la profundidad del mar.Alentaba a sus tres mil hombres congritos de ánimo e insultaba a losdefensores en aceptable castellano(aprendido cuando pasó su juventud enEspaña como sirviente de la duquesa deFeria).

La mayor parte de la mañana lospiratas avanzaron lentamente. El calorcomenzaba a ser inaguantable. Elpatache se acercó hasta las reventazonesde las olas. Detrás seguía la mayor partede la flota con las banderas tendidas,flámulas y gallardetes, todo del másriguroso color negro. Dos tiros gruesos

fueron disparados al agua desde laplaya. Drake hizo virar la embarcación ala derecha y paseó por delante de lacosta a prudente distancia, pasandorevista a las formaciones enemigasapostadas en la playa, examinando elcampo de operaciones hasta darsecuenta de que no podía entrar por elfrente hacia la urbe, como era su deseo,pues los españoles habían tendido unacadena, mantenida a flote con barriles,que cruzaba toda la bahía. Hizo señascon los brazos, de tal forma que quincebarcos viraron y siguieron al patachehasta la Punta del Judío, a una millaescasa de Cartagena, donde

tranquilamente más de mil quinientospiratas luteranos desembarcaron en eltranscurso de la tarde. Las navesrestantes anclaron en la Bahía de lasÁnimas, frente a las empalizadas, conlos cañones prestos a disparar.

Al caer el sol, dos esclavos negrosaparecieron ante los ingleses hincadosde rodillas. No tardaron mucho en llegara un acuerdo con Drake: ellosmostrarían el camino hasta el puentelevadizo, a cambio de la libertad ypermiso para enrolarse en las filascorsarias.

Con la noche perfectamente cerrada,sin luna, Francis Drake ordenó la

marcha de su tropa, conformada pormosqueteros, espingarderos,arcabuceros y piqueros, veteranossoldados, la mayoría pertenecientes a lareal armada inglesa. Como un cortejofúnebre, a la vanguardia iban treintapiratas separados uno del otro a ladistancia de un tiro de arcabuz, por laorilla del mar con el agua a las rodillasy antorchas encendidas bien altas, elbrazo estirado, de tal forma que si loscristianos disparaban apuntasen a lacumbre de las mechas.

Dos vigías de a caballo atravesarona todo galope el puente. «¡Ya vienen lospiratas, ya vienen!». Cornetas y

tambores tocaron a rebato. Los herejesvocingleros se detuvieron poco antes dellegar a las posiciones de los indios.Inesperadamente un trueno, una estela defuego, partió de una nave inglesa, cruzóla bahía y se clavó en tierra por mitadde las palmeras. Saltaron por los airesindios, mangles, selva, agua, barro. Sóloun cañonazo bastó para acabar con laresistencia indígena. No alcanzaron adisparar una azagaya. Los indios,despavoridos, corrieron por la selvadando gritos ancestrales, suplicando atodos sus dioses. Esta vez el dioscristiano les había jugado una malapasada.

Superado el primer obstáculo, lospiratas siguieron avanzando. Las navesinglesas abrieron fuego definitivo sobreCartagena y sobre las dos fragatasespañolas. Los barcos cristianosintentaron la respuesta, pero pronto unoscuantos sobrevivientes se veían en elfango con el agua al cuello, rodeados demaderas, telas, oscuridad y cadáveres.

Negros, mulatos, criollos,españoles, se afianzaron a las saetas,jiferos y arcabuces, cuando divisaronlas primeras antorchas que subían delpuerto. Algunos, contagiados del miedoanárquico de los indios, abandonaronsus posiciones y corrieron a esconderse

de la muerte. Muchos esclavos,invitados gentilmente por Drake aobtener la libertad si cambiaban debando, no dudaron en hacerlo. Losespañoles, con las filas extremadamentemermadas, y los ingleses con unoscuantos agregados, se enredaron en unpandemonio sin límites. La lucha fue amuerte. El improvisado ejércitocristiano se defendió a la españolausanza: testicularmente. A pesar de laminoría, la primera escaramuza se librócon siete bajas castellanas pordoscientas sajonas. Pero los piratas eranmillones, eso parecía. Tras la primerahorda atacaron muchas más. Negros

horros, truhanes de barriada, soldadosde fortuna, colonos, gente sin ley,vendieron a muy alto precio un áridopresente que no auguraba porvenir.

Las naves piratas cañonearon conregularidad la población durante toda lanoche, afortunadamente sin gran acierto.En tierra se disputó cada metro, cadapaso. Los últimos veinte defensores delpuente, al mando del capitán MartínPolo, sucumbían al crepúsculo. Losinvasores entraron a la ciudad por laPlaza del Muelle, encontrando másmuertos, unos de verdad y otros depavor, que resistencia armada. Calamaríestaba herida en todos sus flancos; pero

tuvo la entereza de caer, no deentregarse.

La luz del alba reveló un panoramadeleznable. La mezcla de humo y nieblano permitía ver con claridad, el olor aquemado y a muerto no hacía posible larespiración, la realidad no dejabatocarse. Despacio, la gente refugiada eniglesias y conventos fue saliendo arecorrer las calles, una mínimaesperanza de encontrar a sus seresqueridos. Quienes seguían con ganas depelea terminaron confinados enimprovisadas cárceles de barrotes decaña. Los ingleses permitieron a loscristianos enterrar a sus muertos. Ellos

hicieron piras en la playa e incinerarona los suyos; luego esparcieron lascenizas en el mar.

Hasta el medio día hubo tiempo dellorar las pérdidas. Los incendios fueronsofocados. Y Cartagena quedó lista paraafrontar el saqueo. Lo primero quehicieron los piratas fue dividirse encuadrillas y peinar la ciudad casa porcasa, tomando cuanto de algún valorencontraban. Se arrancaron puertas yventanas de las viviendas, nadie podíatener privacidad. Las mujeresencerradas en la catedral, los hombres acargo de hijos y ancianos.

Al anochecer las hembras

comparecieron desnudas en la PlazaMayor, más de quinientas, de toda clase,raza y condición: desde la esposa delgobernador a las abadesas de losconventos, señoras, señoritas, damas decompañía, putas, y hasta doncellas, quedespués de aquella noche no quedaríaninguna. Blancas, negras, indias,mestizas, mulatas, zambas, cuarteronas,pardas, criollas…

Sir Francis Drake, en lúbricoreconocimiento, separó las diez quemejor le parecieron. El resto quedó amerced de la tripulación: cuatro marinospor mujer. Drake finalizó su particularconcurso de belleza. La fortuna de tener

que contentar sus lujuriosos deseosrecayó en una de las mujeres máshermosas de Calamarí: María Pérez deEspinosa, nacida en Valladolid, decarnes prietas y mirada insinuante,solitaria esposa del marinero portuguésGiácomo de Acereto.

Aquella noche los hombres tuvieronque ver desde las casas, los que aún latenían en pie, cómo abusaban de lasmujeres sin piedad ni distinción. Hastalas meretrices se sintieron ofendidas.Olía a bucán ardiente, a ron, a capón ytasajo, a óbito y herida, a carnaval deagravios.

Sólo una mujer no se sintió

mancillada: María Pérez disfrutóaquellas horas, y muchas otras, de lahúmeda compañía de sir Francis. Entanto, el marino lusitano recorría loscálidos mares tropicales ignorando laexcitante aventura emprendida por suseñora (ésta no fue la primera ni sería laúltima, aunque sí la más sonada).

Las naves, a medida que erancargadas con el botín, partían en flotillasde tres o cuatro hacia Jamaica, dondetenían previsto reunirse de nuevo pararegresar juntas a Inglaterra.

Los negros, horros y esclavos, tantolos que pelearon del lado español comolos que se unieron al enemigo, fueron

hacinados en los ergástulos navierospara ser vendidos a los plantadores delas Antillas. Las gentes principales y elobispo se refugiaron en Turbaco, puebloaledaño.

Durante la permanencia en tierrafirme, Drake concentró sus esfuerzos enMaría. Se enamoró, dicen. Su frenéticapasión por la mujer y por el oro le ibanproporcionando ideas dilatorias paraabandonar la ciudad. Una de ellas fuesolicitar la suma de cuatrocientos milducados a cambio de no arrasar hastalos cimientos. Como magnánima pruebade fuerza, cañoneó sin piedad lacatedral.

No pasaban dos días sin que elobispo Juan Montalvo, otra vez al frentede la organización cristiana, se acercaradesde Turbaco con nuevas propuestas ysolicitudes de clemencia. Los vecinosapenas pudieron reunir ciento siete milducados, la mayoría en joyas y piedraspreciosas.

Ya no quedaban muchos piratas,pero una tras otra, cada tarde, sequemaban unas cuantas casas con el finde presionar el pago del rescate. Y cadaanochecer se repetía la bacanal con lasmujeres.

Drake no cedía a ninguna de laspeticiones del obispo. Una noche,

mientras el luterano cabalgaba sobreMaría encima del escritorio delgobernador, leyó la carta que desdeSanto Domingo habían mandado a donPedro Fernández de Busto anunciando laposible llegada a Cartagena del «piratay hereje Drake». La cólera inglesacomenzó a rebosarle por la boca. ¡Piratay hereje! Se sintió ofendido en cada unode sus títulos nobiliarios. Desnudo,encima de la mesa, comenzó a gritardesaforadamente y a maldecir contra elrey Felipe II y toda la corte celestial,católica, por supuesto. Alarmados, losmarinos corrieron a la Gobernación.Endemoniado sir Francis la emprendió a

puntapiés contra todos los objetos quehabían sobrevivido al embate amoroso.Volaron por la sala plumas, tinta,tinteros, papeles, misivas. La única quepudo calmarle fue su lovely Mary. Serelajó cuando su amada le acarició elcabello, el pecho, el vientre, y le colocólas manos en sus partes pudendas.

—Pachito, ¿por qué no accedes a lassolicitudes del señor obispo? Prontollegarán nuestros barcos, y no quieropensar lo que puede pasarte si teagarran. Sé clemente, prometorecompensarte por ello. Puedo pagar losfaltantes con mucho amor.

—No tengo tiempo para cobrrarr

tanto amorr —respondió el británicoarrastrando cada una de las erres.

La vallisoletana le estrujó lasgónadas y le dijo al oído, pacito: «Oaceptas la propuesta de don Juan, o telas arranco de cuajo».

La tripulación observaba expectantesin atreverse a nada. El corsario, pálido,aguantó el dolor con gallardía. Un brevesilencio. Agarró las carnosas nalgas deMaría y le contestó:

—Así gustarrr a mí hembrrras, withagallas, como my queen Elizabeth.

Al despuntar el alba, el corsariofirmó un recibo por los ciento siete milducados. Sin embargo, dos días después,

entre el nerviosismo creciente de lospiratas ante el inminente arribo de algúngaleón español, Drake reclamó lapresencia del gobernador y del obispo yles exigió unos cuantos miles deducados adicionales por el convento deSan Francisco y algunas haciendas queestaban fuera del perímetro urbano. Losfranciscanos y los propietarios de losterrenos accedieron al pago. De igualforma, cada familia tuvo que pagar unrescate por los que aún seguíanprisioneros.

Más de un mes había pasado desdela toma de la ciudad, cuando los últimoscinco navíos partieron rumbo a Jamaica.

En ellos cargaron ochenta piezas deartillería que nunca habían conocido elolor de la pólvora, las campanas detodas las iglesias (útiles para fabricarcañones), muebles, agua, alimentos ytodo lo que pudiera ofrecerles algúnservicio.

Los marinos increpaban a sucomandante, incapaz de despedirse desu amor. Pero él sabía perfectamenteque las mujeres daban mala suerte enalta mar, y que «Mary» no podíanavegar a su lado. Con apasionadascaricias a la vista de las multitudes, losamantes se desligaron para siempre. Lospiratas marcharon desplegando su negro

traperío, como había sido el color decada instante, como la vestimenta y elalma de Drake.

El pueblo quedó con la mirada fijaen María Pérez, de quien todos yadecían calmó con un conjuro la furia deldemonio inglés la noche que, en eldespacho del gobernador, arrojó fuegopor los ojos y por la boca. Ella cruzóaltiva la explanada del puerto en mediode los derrotados conciudadanos,mientras la escrutaban de arriba abajocon mezcla de agradecimiento y detemor. ¿Cuál sería el castigo de Diostodopoderoso por los actosconcupiscentes y blasfemos de aquella

bruja, que había copulado sin pudor conLucifer?

Al día siguiente, por fin libres de loscorsarios, atracó en la Bahía de lasÁnimas el primer galeón ibérico.Provenía de La Española. El mal tiempohabía retrasado su llegada, mala suerte.Entre la tripulación, el marineroGiácomo de Acereto.

Quedaron estupefactos ante ladesolación reinante en el puerto y laciudad. Rápidamente descargaron losavituallamientos y prepararon la navepara regresar a La Española en busca demayores auxilios. Zarparían al cabo dedos jornadas.

Aquellas cuarenta y ocho horas seconvirtieron en un infierno para MaríaPérez. El marido le propinó toda clasede golpes, la fustigó con execrablesvejaciones e insultos. No había tardadomucho en averiguar la hazaña de sumujer. De otras ya sabía, pero siemprese hizo el tonto; a diferencia, ésta erauna afrenta pública que lo dejaba muymal parado ante la comunidad. El deAcereto partió en el galeón con idea deno volver jamás (aunque lo haría un añodespués).

Poco a poco comenzó lareconstrucción de Cartagena. Desdeentonces a la gente ya no le gustó llamar

a la ciudad Calamarí. Intentaron rompercon los ontológicos recuerdos de aqueldesastre. El nombre de Cartagena quedólabrado en todas las piedras grisáceasque se colocaron en las casas nuevas.Calamarí se redujo al arrabal del puerto,donde se concentró la grey de desecho,los negreros, los desadaptados, lospescadores, las cansadas tripulaciones,las putas, los libertinos, los borrachos,los que no pudieron olvidar ni recuperarel honor ni la decencia, los que seescondían de la justicia y de sí mismos,los que se refugiaban en amoresilegales. La juerga, las cantinas, lasfritangas a cuarenta grados, las casas de

madera, la playa, el bullicio, losesclavos, la brujería, la hechicería, losdemonios, la vida en el barro. El másfascinante y mágico puerto de mar sobreel Caribe.

Cartagena se divorció del mar.Calamarí se fundió con él.

A los nueve meses, María Pérez deEspinosa tuvo una hija rubia como elcolor del oro robado por el pirata, la tezblanca, resplandeciente, y los ojosclaros de color miel. María se apresuróa bautizarla y darle nombre y apellido.En la pila bautismal de una calcinadacapilla con el techo derruido, junto a laplaya, en medio de los manglares,

rodeada de indios, esclavos y la élite dela más alta alcurnia arrabalera, fueentregada a Dios antes que al diablo lapreciosa Lorenza de Acereto.

Una de piratas. Increíble. El padre JoséMaría Ferrer me recibió con una historiade piratas.

—Lo que te acabo de narrar no esmás que una adaptación a vuelapluma delas crónicas de fray Pedro Simón, eso sí,con algunos añadidos de mi cosecha.Pronto te darás cuenta que tiene muchoque ver con tus antepasados y contigomismo. Ten calma y déjate guiar. A

pasos se anda el camino, y verás que nosadentramos en un terreno por el que nose debe correr.

Además de los piratas, misterios.Menuda bienvenida.

Pero retrocedamos un poco en eltiempo. Me había despertado temprano.En el trópico amanece a las cinco ymedia de la mañana. A las seis, por ladiferencia de horario con Madrid, ya notenía sueño. Deshice la maleta. Meduché y me vestí con unos vaqueros yuna camiseta, lo habitual. Admiré ladecoración del cuarto, época de lacolonia, rústica pero con toques de buengusto, azules y amarillos en telas y

paredes. Bajé a desayunar. El comedor,antiguo refectorio de las monjas, loencontré en el ala izquierda: un claustrode dos pisos con soportales cubiertos,adornados por arcadas de piedra blanca.Las fachadas y paredes de todo el hoteleran color café claro. El patio cubiertode espesa vegetación tropical y, en elcentro, dueño de su mundo, un viejopozo seco. Caminando entre las mataspodía uno toparse con fastuosos torsosen bronce (bueno, estatuas, sólo estatuasde bronce, sí, tal vez la memoria meobligue a magnificarlas), y algunasmesas con un candil para alumbrar lossuspiros de los silentes fantasmas (tenía

que haberlos, seguro). En la planta dearriba las oficinas administrativas.Abajo, además del restaurante, un salónde lectura, un bar y una puerta quecomunicaba con la antigua iglesia, hoyconvertida en salón de exposiciones ysala de juntas. El ala derecha deledificio la conformaban (laconforman… el edificio debe de seguiren pie, supongo) tres pisos dehabitaciones con interminables hilerasde ventanas cuadradas, todo del mismocolor blanco y café claro. Los cuartosdaban a un patio mucho más grande queel otro, con una inmensa piscina en lamitad: la alberca le decían. Los

primeros bañistas apilaban ingentes filasde bronceador junto a las tumbonas.Detrás de la piscina, una escaleraamplia con barandas de mármolconducía a una terraza sobre la muralla,desde la que tendría ocasión en díassucesivos de deleitarme con quiméricaspuestas de sol sobre el mar…¿quiméricas?

Con el estómago agasajado por lasarepas, café y jugo de papaya, meencaminé hacia San Pedro Claver. Elrecepcionista me obsequió con un plano.Tenía que cruzar la ciudad de extremo aextremo. Podía caminar por la muralla oatravesar el centro. Opté por el paseo a

vista del agua: la muralla. Gran cantidadde morenitos de pelo chuto cobrizo, asíme dijeron que era su pelo, jugaban enla orilla. Tardé quince minutos. Laimpresión ante la iglesia, en el marcodel convento, fue de serena austeridad.El exterior, de áspera piedra, parecíainfranqueable. Hallé la entrada y lasacristía, por casualidad, en uno de loslaterales. Empujé el portón y al penetraren la fresca estancia con olor a moho,encontré al octogenario párrococolgando la casulla dentro de un armarioestrepitoso.

—Buenos días. Por favor, ¿el padreJosé María Ferrer?

—En su despacho.Se volvió, sacó un paquete de tabaco

del bolsillo de la sotana, prendió uncigarro y me señaló una puerta.

—Por ahí sales al claustro. Laoficina que verás puro al frente es la delpadre Ferrer.

El azote que recibí en la nariz deaquel rompepechos sin filtro no me dejóninguna duda que debía de estarelaborado con amoniaco y hebras depatata. El padre Manuel Castillo podíafumar ese veneno con la mismatranquilidad que había afrontado todoslos avatares de la vida. Aragonés, tercocomo una mula, con sesenta años de

apostolado en diferentes partes deColombia, la Compañía le habíarecompensado con una de sus parroquiasmás tradicionales: San Pedro Claver.

Crucé el patio. El despacho tenía laspuertas abiertas. Siempre las tuvo.Entré, congestionado.

—Hola. Ya veo que el padreCastillo te ha saludado con susparticulares señas de humo. —El padreFerrer se levantó y me tendió la mano—.Te pareces mucho a tu abuelo.

Desde el primer momento la figuradel jesuita me infundió respeto. Noaparentaba ni mucho menos los setenta yun años que tenía. De talla esbelta,

fornida, cabello claro pero no canoso,ojos verdes oscuros, facciones adustassin dejar de ser gratas, toda su personaemanaba una espiritualidad y unaconfianza entrañables. Aquel domingopor la mañana iba de pantalón negro ycamisa blanca. Vestía impecable, ropasin arrugas, sin una sola arruga, elblanco, blanco, y el negro, uniforme. Lasmancornas de oro y el Rolex daban fe desuculentos estipendios; no cabía duda deque los contables eclesiásticos lo teníanbien considerado.

Las paredes estaban atiborradas delibros, de vez en cuando una figura, unaplaca o los simples recuerdos del

pasado. Música clásica: Rachmaninov.Y en el centro de la sala la única mesa,redonda, gentilmente redonda, abrazadapor ocho sillas. Todo dispuesto segúnsus indicaciones. El padre Ferrer nuncatuvo un escritorio tradicional. Desdemuy joven mandaba colocar en todos susdespachos una mesa redonda. Para él,conciliador innato, la mesa cuadradageneraba un espacio muerto entre losinterlocutores. La mesa redonda, comodijera el rey Arturo —al rey Arturo seremitió—, no tenía cabeza ni pies; todosiguales cuando se sentaban alrededordel círculo: nadie era más, nadie eramenos. La verdad, me hubieran

presentado al padre Ferrer como el reyArturo, y me lo hubiera creído.

Pero dejemos Camelot y volvamos aCartagena. Cuando nos sentamos mandótraer un tinto (no se trata de un riojamañanero, sino que al café lo llamanasí: tinto). El padre sacó una pluma y searmó de papel. Tenía la costumbre dehablar y dibujar a la vez, siempre conestilográfica.

—La pluma es una prolongación delos dedos. Cuando vayas a escribir algotrascendente, hazlo con pluma —me dijoacomodándosela entre los dedos.

Una negrita simpática entró, bandejaen mano, y nos sirvió. Aspirando el

aroma de café suave que se apoderó delcuarto, el sacerdote comenzó a relatar lahistoria de piratas, entonación pausada yacento rayado de catalán y mexicano,mientras la pluma se deslizaba sobre laprimera hoja.

Y así estuvo, hablando y dibujandohasta el bautizo de Lorenza de no sé qué.

Concluyó. Se esparcían sobre lamesa diez folios repletos de mapas,croquis, esquemas, con larepresentación del encarnizado fragor dela batalla.

Me halagó la comparación física conmi abuelo; las mujeres lo trataban comohombre de buen parecer. Seguramente

yo no era tan apuesto, pero nunca reparédemasiado en mis dotes corpóreas.Buena estatura, cabello y ojos castaños,delgado, suficientes atributos, creo, queunidos a un activo mundo interior, mehabían permitido coronar algunasconquistas amorosas, ninguna definitivahasta el momento.

—¿Dónde estudiaste? —me preguntóel padre José María.

—En el colegio con los escolapios.Luego hice la carrera de periodismo enla Universidad Complutense de Madrid.

—¿Y de trabajo?—Nada que merezca la pena.

Corresponsalías esporádicas, artículos

en varios periódicos, colaboraciones enemisoras de radio y una gigantescaexperiencia en producción y envío decurrículos.

—Pero Gustavo me dijo que lo tuyoera la literatura.

—Apreciaciones del abuelo.Todavía camino por la cuerda floja quesepara el periodismo y la literatura.

—¿Algo en marcha?—Estoy rumiando una novela desde

hace rato, un proyecto quizá fuera detiempo: se requiere madurez. Por lodemás, cuentos, ensayos, poesías denovato y esas cosas.

Regresó la chica del tinto con más

café. Miré hacia la calle y quedé porunos instantes atrapado en la historia depiratas

—Padre —pregunté mostrando elinterés que él estaba esperando—, ¿laciudad siempre ha sido como se veahora?

—Sí en su diseño, pero no en suaspecto. Lo del trazado en cuadrículasya te lo comenté; sin embargo, desde latoma de Drake su cara es otra. Sesustituyó la paja, madera y bahareque,por piedra coralina. Se amurallótotalmente, se levantaron castillos,fortalezas, baluartes y muchos otrosedificios a lo largo de cuatro siglos. Por

ejemplo, la Plaza Mayor vendría siendolo que hoy es la Plaza de Bolívar, pero aprincipios del XVII era mucho másgrande y no existían ni el Palacio de laInquisición ni varias de lasconstrucciones que hoy se aprecian. Dela vieja catedral no queda nada.También son de la época la mayoría deiglesias y conventos. Un día de estasemana damos una vuelta y te amplíodetalles.

—¿Por qué dijo que Cartagena sedivorció del mar?

—Básicamente por dos razones: laprimera, porque la muralla aisló laciudad de sus aguas. La segunda es

mucho más sutil: los primeros habitantesno fueron precisamente la flor y nata dela corte española, casi todos habíandesfilado por alguna cárcel o presidioen la Península, y como ordenaba la ley,los reos eran marcados con hierrocandente en la espalda. Cuando llegarona estas tierras, recuperaron de algunaforma la dignidad y el prestigio, unasegunda oportunidad, ya sabes. Así queno iban a la playa, no porque no lesgustase, sino porque nadie queríamostrar la piel marcada. Luego seimpuso la moda de que la piel blanca essinónimo de hidalguía, y a mayorclaridad, mayor cantidad de sangre

española en las venas… la pureza deraza y esas idioteces.

Me fijé en los libros de lasestanterías: grandes clásicos, historia,política, amén de algún que otro títulode actualidad. El padre se levantó y sepasó el pañuelo por la frente.

—Acompáñame, necesito que meeches una mano. ¿Te importa?

Le seguí por la sombra del claustrohasta la esquina de enfrente. En el rincónhabía una barquilla de mimbre con unagran lona de colores adentro.

—Ayúdame a estirarlo —me indicó.Desenrollamos la tela a lo largo del

soportal, la extendimos y mi asombro

volvió a hacerse notorio.—¡No pongas esa cara! —me

increpó sonriente—. ¡Como si en tu vidano hubieras visto un globo!

Me parecía imposible que unhombre con sus características y su edadtuviera la afición de volar en globo. Loimaginaría coleccionando sellos decorreos, fósiles, documentos políticosde anticuario, incluso la revistaPlayboy.

—Esto es lo único que me faltabapor hacer en la vida, de lo permitido,entiéndeme —aclaró—. La semanapasada terminé el curso e hice miprimera ascensión en solitario. Es una

experiencia única, inolvidable. —Perono aprecié en sus ojos el brillo delentusiasmo—. Ahora hay que hacerle unpequeño mantenimiento.

El padre trajo dos butacas, nossentamos y me pidió el favor desostenerle la tela mientras él comenzabaa tejer un remiendo. Definitivamente nome encajaba aquella afición: debía deobedecer a cierta laguna senil delentendimiento.

El año 1587 fue muy difícil paraCartagena. La reconstrucción se llevó acabo con paciencia y arduo trabajo.

Felipe II se rasgaba los tafetanes negroscada vez que tenía que firmar una ordenpara enviar suministros a susdesbastados territorios americanos, ymaldecía mil veces contra el pirataDrake y su execrable reina Isabel.Harto, despachó al mejor de susingenieros, Bautista Antonelli, con elencargo de elaborar el plan general defortificación de la ciudad. Ademásamplió sin pudor los «asientos», queeran cédulas reales que permitíanvender al año en el Nuevo Reino undeterminado número de cargamentos denegros africanos en calidad de esclavos.

Se levantaron casas y se

refaccionaron iglesias. Se arregló elpuerto, se construyó un nuevo puente, seempedraron las calles. Las fincas y lashaciendas, sembradas de esperanza,acogieron hatos esporádicos ynumerosos esclavos. La desidia de losespañoles y la belicosidad de losindígenas fueron cediendo espacio a losafricanos; su creciente afluenciacomenzó a ser notoria.

Los indios, sumando derrota trasderrota, agacharon la cabeza y perdieronla alegría en la mirada para siempre.Desde entonces la mantienen así, baja.No había muchos en el sector urbano,apenas los que integraban el servicio

doméstico de algunas familias. Losúnicos que seguían en pie de guerra,habitando los rincones de la selvacercana a Turbaco, eran los ferocesmachanaes, raza feroz y guerrera que noestaba dispuesta a recibir la doctrinacristiana. Su credo permanecíaencerrado en la manigua, y allí loconservarían durante varios años más.

Cuando Lorenza comenzó a gatear,ya se habían restituido las heridasfísicas de la ciudad y de los hombres,pero no las espirituales: el orgullocontinuaba fustigado. Cartagenaalbergaba más de tres mil habitantes,aunque en el futuro la cifra aumentase en

más de dos mil personas anualmente, lamayoría esclavos del África. Era lapoblación más grande del Nuevo Reino,incluyendo la propia capital Santa Fe.

María Pérez logró mantenerse aflote. Desde la ida de su esposo se lashabía ingeniado para conseguir alimentoy ciertas comodidades. Vivía con su hijaen una pequeña casa de dos habitacionesjunto al puerto, bajo la sombra de laspalmeras y la playa como jardín. Drake,Pachito, no le había regalado nada, sincontar a la niña, pero tampoco le habíaquitado. Los favores amorosos demarinos y comerciantes fueron laprincipal fuente de ingresos. Además

contaron siempre con la protección delos maleantes de Calamarí, quienespagaron con gratitud la admiración porsu belleza y su arrojo.

A principios del ochenta y ocho,enero o febrero, no sé, Lorenza intentabaatrapar un escarabajo en la puerta de lacasa cuando fue alzada por un marinerocon apestoso olor a vino y sufrimiento.Era Giácomo de Acereto. Volvió,volvió a pesar del juramento, quizáúnicamente por la curiosidad de saber sila niña era suya o del inglés. Le miró losojos claros, el cabello rubio, la pielblanca, y la comparó instintivamente consu pelo negro, sus ojos negros, sus

entrañas negras y su piel oscura paraconfirmar la evidencia. Lorenza leregaló una sonrisa, Giácomo la devolvióa la arena. María observaba desde ellavadero, aterrada ante la posibilidad deotra zurra del tamaño de la última. Elportugués entró a la casa, recogióalgunas pertenencias, pocas lequedaban, y salió sin mediar palabra.Sólo cuando retomaba el camino delpuerto gritó:

—Cuando tu hija me necesite, aquíestaré.

María supo entonces que no volveríaa verlo. Desde que habían contraídomatrimonio, cuatro años atrás, fueron

constantes las amenazas de abandono.Pero él siempre regresaba pasadosalgunos meses, aguantaba en el chiribitilde la playa unos días, y a la primeraoportunidad de bronca, cosa normal,volvía a enrolarse y a desaparecer otratemporada.

Nunca mostró celos desmesurados,aunque las veces que sorprendió a sumujer con otro, golpeaba sin cuartel alos amantes más por descansar suconciencia que por castigar lainfidelidad. Los problemas jamás sedesorbitaron. Inclusive, buscando losfavores del capitán de su barco, muchasnoches le invitaba a cenar después de

haber recorrido los burdeles del puertoy se emborrachaba con más facilidad dela acostumbrada, de modo que, vencidopor el sueño, la esposa asumía laresponsabilidad de hacer hospitalario elhogar.

María y Giácomo se habíanconocido en Lisboa; entonces Portugalpertenecía a España. Ella, a susveintidós años, tuvo que huir con sumadre y una tía a la capital lusitanaperseguidas por la justicia, el hambre, laInquisición, las necesidades y lasprivaciones. En Valladolid quedaban laabuela y una prima a recaudo de loscarceleros, acusadas de prostitución y

robo. Llegaba a su fin la agitadajuventud por los lupanares castellanosentre triscas y marimorenas. En lafamilia de María no hubo hombrespermanentes. Llegaban, entregaban susansias, y las Pérez de Espinosa recibíanlos favores y el dinero. Todas llevaronlos mismos apellidos. Los que nacíanvarones duraban poco en el senofamiliar, como el tío Luis Gómez deEspinosa, primo de su madre, que atemprana edad tomó los hábitos ymarchó a las Américas a poner a Cristocomo recaudador de sus trapicheos.

Nunca se supo quién fue el padre deMaría, por consiguiente sería ligero

hacer hipótesis sobre su limpio origen.Con tan prístinos antecedentes, sepresentó en el puerto lisboeta. Conocióa Giácomo de Acereto mientrasdespojaba de sus abalorios en unataberna de mala muerte a las mozas queasistían a los parroquianos. El deAcereto, treintañero medianamenteapuesto, la sorprendió, y en lugar dedelatarla, mandó a paseo a lapelandusca que le acompañaba e invitócortésmente a la española a servirseunos vinos. Aquella noche de verano seocupó del resto. En menos de quincedías celebraron los esponsales, y notardaron mucho en convencerse

mutuamente que el futuro se encontrabaal otro lado del océano. Tenían dóndellegar: a Calamarí, con el tío Luis.

Se enrolaron en un cascarón quealcanzó su destino de milagro,navegando en la retaguardia de la flota,vapuleado por las estelas de lospoderosos galeones.

En tierra inmóvil, no tanto firme,poco les costó conseguir lote.Construyeron la casucha de la playa.Terminada, Giácomo apenas aguantó unmes sin viajar, rodeado de todos losvagos y perdonavidas que merodeabanpor la ciudad. María siempre dijo queno podía estarse quieto porque tenía

hormigas en el culo. Así que la soledadde la bella mujer comenzó a sercompensada en las vastas ausencias delmarido por la compañía de cuantomarinero tenía algo interesante queofrecerle, aunque sólo fuera amor.

La madre de Lorenza, o Lorenzanacomo muchos la llamaron, siempreestaba risueña, alegre, juguetona, o asíparecía. Lamentaba aún la definitivamarcha de Giácomo cuando una ola decalor se apoderó de Cartagena. Nunca ellitoral viviría un momento tan ardoroso,tan devastador. Las paredes de las casasse agrietaron, el suelo prendía los piescurtidos de los esclavos, la sequía

devastó los campos, el agua potabledisminuyó alarmantemente y el mar secalentó hasta semejar un pozo estancadoa punto de hervir. Las moscas y las ratasse enseñorearon de la ciudad y delpuerto. Más de seis meses de sopor.

Para colmo de males, la peste de laviruela apareció de la huesuda mano dela parca, matando sin piedad indios,esclavos y algunos vástagos de lasclases favorecidas.

Calamarí no tenía fortuna: primerolos piratas, más tarde la sequía y lapeste.

La ignorancia popular pronto señalóa Lorenza de Acereto como provocadora

de tales desastres. Una ronca acusaciónse desató contra los amores del inglés yla castellana. La ciudad buscaba entre suimpotencia una causa, tal vez unarevancha.

Los alguaciles se presentaron muyde mañana en casa de María, laobligaron a recoger a la niña y llevarla ala Plaza Mayor. Tomó en los brazos a suhija y caminaron. Gran cantidad de gentese había reunido en torno al rollo,cilindro de piedra utilizado paraimpartir látigo a los esclavosdesobedientes. Un doctrinero de bajaestofa gesticulaba y emitíadesproporcionados gritos desde las

escaleras de la catedral. Cuandoentraron en la plaza, el predicadorseñaló a María y a Lorenza.

—¡Esa criatura, fruto del diablo,engendro infernal, es la causa denuestros males! —sentenció el cura sinmás ni más—. ¡Sólo el fuego purificadorde la hoguera nos librará del pecado!

María tembló de pánico. La greyestaba enardecida. La golpearon, latiraron al suelo. Lo único que pudohacer fue proteger con su cuerpo aLorenza. La niña berreaba. Losalguaciles intentaron varias vecesquitársela, pero cualquier esfuerzoresultó inútil. María reclamaba con

gemidos la inocencia de la pequeña.Hasta que una cruel patada en el costadodejó a la madre tendida en el piso y a laniña en brazos del acusador.

Las autoridades no aparecieron porningún lado. El acto se desarrollaba, sinlugar a duda, bajo su aprobación. Deotra manera no se hubiera entendido laparticipación de los alguaciles.

Cuatro esclavos amontonaban leñaal pie del rollo.

De pronto, por la esquina norte,entró el obeso tío Luis. El canónigo sehacía acompañar de Margarita,descomunal esclava mulata inundada enlágrimas. Se abrieron paso entre la

multitud hasta los peldaños de laescalinata. Don Luis levantó los brazosy acalló a la muchedumbre. Lerespetaban, todos le debían algo…dinero principalmente.

—No es por culpa de María Pérezque Dios omnipotente nos hayacastigado con las plagas de la sequía yla peste. Pero sí es por una intervencióndiabólica que estamos penando nuestroinfortunio. Lorenza de Acereto no es hijade Lucifer. El pirata Drake al únicodemonio que puede tratar es a su reina.Además, tengo entendido que María nofue la única preñada por los ingleses, ¿ome equivoco? Escuchad un momento a

Margarita, aquí presente, antes decometer un grave error.

Habló la esclava entre sollozos:—Hace unos meses, una de las

negras bozales que entraron al serviciode don Luis, en nuestra casa, parió uncambrón. Ella misma me confesó quehizo el amor con su demonioRompesantos la noche del Jueves Santo.Desde entonces, el tambo se llenó deinsectos inmundos, de culebras, devíboras, de miles de bichos que no nospermiten acercarnos a la criatura.

Total expectación. Los rostros de laturba mudaron de la rabia al pánico.Don Luis retomó la palabra:

—¡Ésa es la señal que avisa laculpa! —dijo en tono vibrante—. Uncambrón, un hijo de diablo y mujer, elengendro del maligno rodeado de todosu séquito de podredumbre. ¡Dejad a esaniña y a su madre en paz!

María se arrastró hasta la escalera yrecuperó a su hija. Margarita lasocorrió. En tanto, el doctrinero conaires cardenalicios envió a los dosalguaciles a buscar al cambrón.

Transcurridos no más de veinteminutos, los soldados regresaronjadeando, azarosos, como si les llevarael alma el diablo (y puede que se lallevara). Explicaron que no habían

pisado siquiera el patio de los esclavos,cuando fueron atacados por millones deavispas, abejas, iguanas, ratas,serpientes, babillas y reptiles de todotipo. Desencajados, buscaronafanosamente agua del abrevadero paraaliviar mordiscos y picaduras.

Don Luis, maestro de negocios,invitó al pueblo a entrar en la catedral yrezar. Sabía perfectamente que nadie sepreocuparía por acosar al cambrón: elmiedo era superior a la ignorancia. Seencaramó en el altar y comenzó a recitaroraciones de su improvisado repertorio,latinajos de medio pelo, queafortunadamente nadie entendió.

Acabada la farsa, incapaz de inventarmás, se volvió al pueblo y dijo:

—Dios está satisfecho. Dominusvobiscum. —Y les arrojó una desabridabendición.

No había terminado de arrear laúltima frase cuando gran estruendo depitos y tambores estalló en la ciudad: laarmada de galeones desplegaba suvelamen frente al puerto.

Las provisiones, el regocijo, laslluvias que pronto caerían, la débilmemoria, aplacaron los ánimos.Menguaron los brotes de viruela. Seolvidaron de la hija del pirata y delcambrón.

Para Lorenzana, sus recuerdos deinfancia siempre fueron felices,elementalmente felices. Creció junto asu madre en la absoluta libertad de laplaya, o en el campo jugando con todoslos pelafustanes del puerto. La pobrezanunca afectó su inefable mundo pueril.Desde que aprendió a caminarcorreteaba por la arena embadurnadacon aceite de coco y pez que preparabaMaría para protegerla de los rayossolares. Los negritos, únicos habitantesde aquel tramo de costa, la obsequiabancon caracolas y estrellas de mar. Suacontecer diario eran la playa y sumadre. Cuando el calor apretaba se

desnudaban y se lanzaban al agua.Construían castillos de arena, y si lasolas derrotaban las frágiles murallas,reían y se revolcaban sobre losescombros. Buscaban frutas silvestres ymantenían un coloquio permanente conla naturaleza.

Por la tarde solían acercarse alpuerto. María llevaba trajes vaporosos yamplios que no pocas veces la brisalevantó pícaramente. Los marineros sedeshacían en piropos y ella contestabasin sonrojarse con acertado descaro.

De noche, las dos compartían cama.Lorenza se acostumbró a dormir entrelos saltos, jadeos, maromas y sudores de

los lances amorosos que su madremantenía frecuentemente. Al principioquedaba en vigilia sorprendida por elpasional ajetreo. La fuerza de lacostumbre acabó venciéndola. Nuncarecibió castigos ni sanciones, salvocuando despertaba en momentosinapropiados… Aunque los coscorroneseran más admonitorios quemortificantes.

Si la miseria apretaba más de lacuenta recurrían al tío Luis. María sepresentaba vestida de negro, con su hijade la mano, fingiendo ponderación ymesura. El abate, conocedor de lasligerezas de su medio sobrina, se

enfrascaba en eternas homilíascondenatorias de los actos impropios demujeres recatadas.

Y María, sabedora de las orgías queel presbítero organizaba con lasesclavas, respondía con hipócritadulzura a los sermones.

Cuando ambos llegaban al puntomuerto de la negociación, el adineradotío Luis buscaba una moneda perdida enel hábito y se la entregabamisericordiosamente. El óbolo erasuficiente para calmar las ansiasagiotistas de los abaceros.

Así pasaron los días: tranquilos,plenos, felices.

Faltaban tres meses para queLorenza cumpliera siete años. Lasnecesidades habían aumentado porqueMaría comenzó a padecer serios doloresen la región lumbar. Muchas veces, lasmás, no podía levantarse de la cama.Lorenzana asumió las tareas propias delhogar, pero los recursos se ibanagotando. Como sobraba una habitación,decidieron arrendarla para procurarsealgún ingreso.

Arribó la flota de galeones del añonoventa y tres a finales de septiembre.Como era costumbre, fue recibida conextremo alborozo. Por primera vez,María y Lorenza no pudieron correr al

puerto a dar la bienvenida a lasembarcaciones.

Circularon la voz sobre el alquilerde la habitación. En cuarenta días nadiese interesó.

Sorpresivamente, una tarde a finesde noviembre, un hombre golpeó lapuerta. La pequeña abrió y le hizo seguirhasta el dormitorio donde su madre seretorcía de dolor. El forastero hablabacon marcado acento francés. Saludó coneducados modales, y por su compostura,María se percató que aquel visitanteprovenía de altos estamentos sociales.

—Madame, estoy interesado en elhabitáculo.

Lorenza rió ante su extraña forma depronunciar. Rápidamente llegaron a unacuerdo: el gabacho ofreció casi eldoble de lo que pedían y pagó el primermes por anticipado. No se hable más.

Vestía finos ropajes venidos amenos, zaragüelles raídos de un colorparecido al verde y jubón que ayerdebió de ser colorado. Por la pinta,podía tratarse de quien instituyó la ropade colorines en el trópico. Se recogía elpelo, blanco, en una coleta. Su aspectodescubría los grandes esfuerzosrealizados en la última etapa de su vida.No daba sensación de aventurero ni deimpertérrito viajante, así lo fuera.

Extremadamente flaco, apenas podíaarrastrar un baúl de cuero que logróacomodar finalmente entre su cama y lapared.

El extranjero se identificósimplemente como Jean Aimé. Nuncaquiso dar su apellido, pero a María nole extrañó: aquellos parajes estabanllenos de gente con problemas, seríaotro del montón. Las normas portuariassugerían no esculcar en el pasado denadie.

No tardó en acomodarse. Seentretenía leyendo a la sombra de laspalmeras y jugando con Lorenza.Arregló algunos desperfectos de la

vivienda y aportó mayores beneficiosque molestias.

La cortesía y los buenos modos seapoderaron del cuchitril, un juego. JeanAimé confesó tener los estudioscompletos de medicina y ser aficionadoa la astronomía y a la astrología. Noobstante, era parco en palabras.

No perdía a Lorenzana de vista.Observaba a la niña con atención desdesu hamaca bajo los árboles.

En repetidas ocasiones ofreció aMaría sus servicios médicos, pero latestaruda castellana no aceptaba,alegando que sus dolencias se debían«al golpe recibido el día que los

hideputas curas pretendían achicharrar ami hijita».

Los pinchazos en el costado llegarona ser inaguantables, como los gritos quedaba, y el galeno tuvo que intervenir a lafuerza. Al terminar el examen tomóasiento en la cama y le dijo gegeando:

—Marie, te hablaré con sinceridad.Lo que tienes es grave. Los riñonesapenas te funcionan. Tu sangre estádañándose. No puedo curarte ni con lascosas de Dios, ni con las de loshombres, ni con las del diablo, que delas tres conozco. Pero mitigaré tusdolores con algunos brebajes. —Letomó la mano—. C’est dommage…

María presintió la desgracia; se latragó, la analizó, intentó escupirla y nopudo. Se aferró a la vida por la únicajustificación que halló: su hija. Lloró susojos sin encontrar consuelo.

El viejo francés se internó esamisma tarde en la selva acompañado deLorenza, a buscar hierbas, dijo a María.La pequeña estaba en la edad depreguntarlo todo.

—¿Y cuántos años tienes?—Muchos. Creo que ya he perdido

la cuenta… ¿Setenta y cinco?—¡Tantos! —exclamó Lorenza.—Tantos… Très larges ! —suspiró

Jean Aimé.

A la jovencita le interesó aquello deconocer el uso de las hierbas.

—¿Me puedes enseñar?—La ciencia se adquiere durante

muchos años de práctica. Pero estoyseguro de que algo aprenderás en estosdías.

—¿Por qué viniste a Calamarí?—A buscarte —caviló un poco antes

de responder—. Tengo una misión quecumplir… Después moriré aquí,tranquilo, en los albañales del mundo.—Levantó los brazos en gesto irónico—. Monde cruel!

—¿Me vas a matar? —preguntóLorenza con la exageración que agregan

los niños a su existencia.—Por supuesto que no. —Se agachó

a la altura de la pequeña—. En sumomento te entregaré una encomienda,porque tú serás una mujer muyimportante.

—¡Un regalo!—Algo así. —Le tocó la nariz con el

dedo índice y se irguió.Volvieron a concentrarse en las

plantas, había muchas. Qué nombres tanextraños.

Regresaron entrada la noche.Jean Aimé mezcló ante los ojos

atentos de Lorenza las hierbas,previamente machacadas en el mortero,

con polvos de colores que extrajo de subaúl. Puso las manos sobre el ungüentoy conjuró en francés antiguo.

—¿Qué es eso? —Lorenzacontinuaba ávida de conocimiento,pesada.

—Magia. Magia para curar a tumamá.

Llevaron la humeante totuma a laenferma. María sorbió el bebedizo.«Carajo, está hirviendo, pero el dolor secalma».

—Se lo agradezco mucho —le dijoal herbatero.

—De rien. —Le puso la mano en lafrente—. Ahora descanse.

—Hace rato quería preguntarle algo—trató de intimar María—. No hacefalta que me conteste si no quiere, perosiendo francés, ¿no tuvo muchasdificultades para venir en la flotaespañola?

—No vine en la flota española. —Tomó asiento a los pies de la cama—.Me embarqué con los ingleses hastaJamaica y desde allí naveguéfurtivamente a tierra hispana. En estemomento la situación entre Francia yEspaña es tensa, pero aguanta. Tras lafirma del tratado de Wervins hace cuatroaños entre Felipe II y Enrique IV no sehan suscitado nuevas agresiones. Pero su

monarca no quedó muy contento al tenerque devolver todas las conquistasrealizadas en territorio francés, y menosaún cuando se enteró que los inglesesapoyaron a Enrique de Borbón, y que asu vez éste favoreció a los rebeldes enHolanda. —Frunció el ceño—. Encualquier caso, le puedo asegurar que elrey español nunca ocupará el trono deFrancia. Es más, la dinastía borbonaarrebatará el poder a la Casa de Austria—sentenció gravemente, como si deantemano lo supiera.

—Con nosotras no tendráproblemas. —A María la política leimportaba un ardite—. No es el primer

enemigo de España que viene a parar aestas tierras. Mientras no vengan muchosjuntos, no pasa nada. Por aquí cada cual,si persigue algo, es un techo y comida,lo demás importa menos. Puede robarleel báculo al gobernador si le apetece,pero no intente robar una presa de pollo.No arme mucha bulla, no vaya a laciudad, quédese en el puerto y pasaráinadvertido. Además, es persona grata yhabla buen castellano.

—Mi madre era navarra. Yo soy delPirineo francés, medio ibérico. Conozcoel idioma desde pequeño, aunque mipronunciación no sea óptima. Hablo treslenguas más, así que no sería difícil

esconder mi origen en caso dado. —Sonrió mostrando seguridad.

En días sucesivos charlaronabiertamente sobre la niña, el portugués,la toma de Drake y otras cuestiones queahuyentaron la desidia.

Jean Aimé iba solitario algunastardes al embarcadero. Abría la bocajusto lo necesario, a decir verdad, casinada, pero nunca fue tildado deindividuo hostil. Hizo algún que otroamigo de vaso largo. El grueso de lapoblación le permitía escabullirse en elanonimato.

Lorenza dedicó mucho tiempo alinquilino. Por las mañanas, él leía bajo

las palmeras en voz alta, traduciendo,inventando a veces, antiguos poemas queencantaban a la niña. Ante la postraciónde María, el viejo y la chiquillaasumieron también los asuntos de lacocina. Pero consagraban las horas deoscuridad a estudiar las estrellas desdela playa. Ella quedaba absorta en eltintineo de los astros. Aprendió de sumaestro la posición de lasconstelaciones, el hipnótico movimientode la bóveda celeste, y a descubrir losmisteriosos guijarros que siembra eldestino en el universo.

—Attendez! Siempre que quierasobservar las estrellas, hazlo sola, nunca

acompañada. Y si algún día te hablan,no desveles lo que dicen —le advirtió elanciano—. De lo contrario, tu mourrasau feu.

El gabacho y la niña acabarondesarrollando una peculiar camaradería.

El día de su séptimo cumpleañosLorenza se despertó pletórica, llena deilusión, con sus ojos garzos del color dela panela abiertos como magnolias.Sabía que los galopines del puerto letraerían obsequios. María, no hagalocuras, advertida estaba, pero selevantó a preparar un pastel para su hija.El forastero, ante la terquedad de laespañola, procuró los ingredientes. Los

tres almorzaron en la playa, con lamuerte rondando los desechos.

Al refresco de la tarde, Jean Aimésolicitó a Lorenza desde la orilla delmar. La pequeña acudió de inmediato.Se sentaron en la arena. Observaron unrato, en silencio, la puesta de sol y eldevenir de las olas.

—¿Recuerdas cuando fuimos arecoger hierbas y te dije que tenía algopara ti?

Lorenza se encogió de hombros.—Ha llegado la hora de

entregártelo.Jean Aimé sacó del bolsillo un

pergamino enrollado.

—Me costó mucho encontrarte:varios años más de los que hoy cumples.Mi encomienda era entregar estemanuscrito a una niña inglesa nacida enla tierra española del nuevo mundo. C’est difficil! ¡Qué locura, una hereje ensuelo hispano! Casualmente descubrí tupista: la famosa historia de la hija delpirata. Ahora estoy seguro de que tú eresla indicada. Tendrás, Lorenza, queguardar y proteger siempre estepergamino. —Le puso la mano sobre lacabeza y le mostró el documento—.Encierra cosas muy importantes quemarcarán el destino y la existencia detus descendientes. Se hará venganza de

todos nuestros oprobios… Trèsimportant! Nadie debe verlo. Nadiedebe conocer su existencia. De ellodepende tu propia vida. Será nuestrogran secreto. Lo revelado deberácumplirse. Mon message est dit.

Lorenza miraba al viejo con los ojosentrecerrados, queriendo asimilar.

—¿Me has entendido?—Creo que sí; pero léemelo.—Ahora no debo. —Movía el dedo

de la mano negativamente—. Esa tareano nos corresponde. Prométeme queharás lo que te he pedido.

—Lo prometo —dijo Lorenza apesar de todo.

Le miró a los ojos, y confió.—Ven, mira, aquí he escrito mi

nombre para que no me olvides. —Señaló en el pergamino unas frases condistinta caligrafía.

Ella nunca atinó a pronunciarcorrectamente el nombre del francés.

Jean Aimé desenrolló el manuscritoy lo plegó en cuatro para facilitar aLorenza su manejo. Se lo entregó.

—¿Si aprendo a leer, sabré lo quedice?

—Algún día intentarás descifrarlo,pero las estrellas no auguran que loconsigas.

—Sí lo haré —afirmó convencida

mientras observaba las letras de limpiotrazado.

Con el transcurrir del tiempoLorenza se daría cuenta de que leer yescribir era una costumbre muy malvista en las mujeres de la época. Sinembargo, desde aquel instante habíaquedado establecido un reto consigomisma.

Guardó el manuscrito bajo la polleray tomó su juramento con el sublimecompromiso que adquieren los niños ensus juegos. Asumió la tarea con lamisma férrea decisión que mostraría entodos los actos de su vida.

Tres días después, a media mañana,

Lorenza fue a buscar a Jean Aimé a laplaya. El anciano permanecía tumbadoen la arena con la cara tapada por unlibro. La niña lo zarandeó para que laacompañase a la cocina. El viejo no sevolvió a levantar jamás. Murió sinavisar, y fue enterrado, como predijo,junto a un manglar olvidado de Dios, enlos «mismísimos albañales del mundo».

El sol en su cenit: las doce en punto.Exacto como un reloj, el padre Ferrerlevantó la cabeza cuando sonaban lascampanas en la torre de la iglesia. Avista del remiendo se deducía fácilmente

que la costura no era su fuerte.—Aguantará —afirmó, pero no

debía de estar muy convencido.Yo no lo estaba.Guardamos el globo en silencio.—Si te apetece, te invito a comer.

Hay un restaurante cerca donde preparanbuen marisco.

—Gracias —acepté gustoso, faltabamás.

Salimos a la calle por la sacristía.El sol caía de punta, dañaba. En elcamino, el padre José María, las manosen los bolsillos, volvió al tema deLorenza en forma deshilvanada, dandopuntadas aquí y allá, como si continuara

con el remiendo.Comencé a intuir una sediciente

admiración por aquella niña, comohabía quedado intrigado por el viejoJean Aimé y el asunto del manuscrito.De alguna forma entendía que aquelloselementos podían resultar importantes,no sabía entonces para qué, unacorazonada.

—¿Quién era el francés?—No lo sé —me respondió el padre

Ferrer con franqueza y desasosiego—.No he logrado averiguar más, pero estoyseguro de que en algún momentovolveremos a tropezarnos con él. —Calló nuevamente unos segundos—. De

cualquier modo, no nos adelantemos alos acontecimientos. Calma, calma,calma…

Sobre el pergamino recibí similarcontestación.

El restaurante estaba decorado enmadera, imitando un viejo navío.Agradecimos el aire acondicionado,casi rezamos.

—¿Qué quieres? —me preguntócuando se acercó el camarero paratomar el pedido.

Tímidamente pedí una trucha.—Traiga dos langostas —ordenó el

cura.El padre Ferrer debió de verme otra

vez cara de estúpido, así que optó porhacer un chiste:

—¿Tú no sabes que los jesuitas nomorimos nunca?

—No, ¿por qué?—Porque es imposible que pasemos

a mejor vida.Tuvimos que reírnos. La verdad es

que me gustó; posteriormente herepetido ese chiste a mis amigos hasta lasaciedad.

Mientras almorzábamos, el padreFerrer me contó anécdotas, inolvidablesdijo, que vivió junto a mi abuelo.Incluso me comentó algunos aspectos desu actividad profesional. No lo

esperaba.—Las cuestiones más complicadas

en las que coincidí con Gustavo seprodujeron en Argentina, con losgenerales, durante la dictadura militar, ydespués en México… ¡Ah, sí, la deMéxico fue simpática! Tu abuelo asistíaen calidad de veedor internacional, yocomo garante encubierto de la Iglesia,ambos con la finalidad de garantizar latransparencia de las eleccionespresidenciales. La jornada habíatranscurrido con normalidad aparente.Por la noche decidimos dar una vueltapor la Televisora Nacional, sede centraldel recuento de votos. Al principio todo

parecía en orden. Eramos los únicosobservadores trabajando; los demáshabían dado por finalizada la tarea ydisfrutaban de una magnífica fiestapreparada en el Hilton por grupos de laoposición. Serían las tres de lamadrugada cuando se me acercó tuabuelo y me dijo: «José María, aquí haydemasiada gente armando barullo». Eracierto: se abrían y cerraban puertas,entraban y salían personajes oscuroscargados de papeles, cuchicheossiniestros, miradas temerosas…Sospechoso. Más de una hora estuvimosindagando. Al fin me decidí a coger elteléfono y marcar el número del Palacio

de la Presidencia. Mandé despertar alpresidente y le dije: «Señor Presidente,le están robando las elecciones». ¡Eranlas cuatro de la madrugada! Tu abuelome daba codazos, temía haber metido lapata. ¡Pero qué va! —Rió con lasatisfacción que dejan las buenasaventuras—. En menos de diez minutosel recinto se llenó de policías, militares,ministros en pijama, funcionarios enbata y zapatillas, y hasta el primermandatario con traje mal abotonado ypantuflas. Se descubrió que, en efecto,estaban preparando un tongo de padre ymuy señor mío. El presidente, comomuestra de agradecimiento, quiso

condecorarnos, hacernos ciudadanosilustres, hijos predilectos, no sé cuántascosas más. Pero mi trabajo no mepermite aparecer en público. Tu abuelofue quien se gozó los agasajos. ¡Hizobien, caramba!

—¿Usted ya se retiró?—No del todo. Solicité una pequeña

licencia. Mi trabajo se acaba con unomismo, no tiene jubilación.

—Pero todos tenemos derecho adescansar algún día.

—Mi profesión me ha permitidodescansar durante grandes temporadas, yluego volver a la carga. Me siento útilhaciendo lo que hago, así no sea una

labor reconocida. Da igual. Estoy agusto como estoy y con lo que soy. Esoes lo importante.

—Cuando mi abuelo se refirió austed me dijo que era un hombre conmucho poder.

—Quizá; pero eso nadie lo sabe, ynadie debe saberlo. Digamos que tengobuenos contactos y muchos amigos.

Hábilmente desvió la conversación.Intenté profundizar un poco más por otrocamino.

—¿Acaba de concluir algún asuntoimportante que le ha permitido venir adescansar a Cartagena?

—No exactamente. Terminé una

misión de poca importancia en Brasil elaño pasado y decidí venir a ayudar alpadre Manuel con algunos problemillasinternos. Tengo una gran ventaja en misdesplazamientos: en todas partesencuentro lugares de la Compañía deJesús donde hospedarme.

Volvía a eludir la pregunta. Tuveque entrar por el frente (a riesgo detoparme con cadenas, como Drake).

—Los problemillas son, como sunombre indica, cosas sin importancia,que no demandan mucho tiempo. ¿Qué leimpulsó a quedarse en Cartagena?

El cura sonrió ante el acoso. Sacó unpaquete de cigarrillos mentolados y

comenzó a fumar.—Éstos no son como los del padre

Castillo. —Miró de soslayo la caja detabaco y la dejó sobre la mesa—. Tienesmadera para el periodismo, pero nohagas la carrera diplomática. Voy a serfranco contigo. —Las facciones se lemutaron serias—. Recibí la carta de tuabuelo, me solicitaba que te ayudase alocalizar unos antepasados, y me puse enla tarea. Disponía de tiempo, me sentía agusto en Cartagena y, sobre todo, era unfavor que me pedía Gustavo. No resultódifícil encontrar los ascendentes deFrancisco de Paula Santander, aunquetodavía los historiadores colombianos

no llegan a un acuerdo al respecto: cadacual está interesado en ponerle unosabuelos distintos, todos dignísimosseñorones. Pero topé con alguien que noera precisamente el tatarabuelomodélico que los acartonados letradosdesearían reconocer como predecesordel «hombre de las leyes». Algún día tedarás cuenta de que la historia deColombia se hizo acomodándolasiempre a determinados parámetrosimpuestos por el historiador de turno, yque, en ocasiones, no se correspondencon la realidad. Y es que se fuedesarrollando de forma escalonada, esdecir, un autor se basaba en el

inmediatamente anterior y daba porcierto lo que leía en los libros másviejos. No hubo investigaciones. Te voya poner un ejemplo: si lees cualquierhistoria tradicional del país, te daráscuenta de que a la luz de lo expuestotodos los presidentes que ha tenidoColombia deberían estar ya elevados alos altares, sí, todos santos, porque nose les reconoce error ni pecado alguno.Nadie se ha preocupado por averiguar siciertamente fueron buenos o malos:mucho miedo o mucha lambonería. Ésees precisamente el problema queenturbiaba la claridad sobre la rama másalta de tu línea familiar. —Bocanada de

humo—. Al final, como te decía,encontré al personaje en cuestión,fascinante, y éste me llevó por senderosque nunca hubiera podido imaginar.Ahora, he vuelto un poco atrás pararecogerte y para que me acompañeshasta el final. Por eso te solicité algo depaciencia.

Dibujaba con la pluma en unaservilleta de papel.

Charlamos también de mi vida, mispadres, mis intentos literarios, mimundo.

Ya en las cartas y conversacionestelefónicas nos habíamos conocidosomeramente, por lo que aquel encuentro

fue bastante amistoso… sorprendente.La presencia sentimental de mi abuelo lollenó de cordialidad.

Pagada la factura, Señor te damosgracias, volvimos al calor de la calle.

En la puerta de la iglesia nos íbamosa despedir. Pero el sacerdote se diocuenta de que yo trataba de asomarme alinterior y me invitó a entrar.

Me impresionó la severidad de loselementos arquitectónicos. Si tuvieraque definir la iglesia de San PedroClaver en dos palabras serían «armoníay serenidad». Fresca y oscura, invitaba ala reflexión.

El padre Ferrer me señaló bajo el

altar una urna con el cuerpo incorruptodel santo.

—Algunos de los jesuitas que estánaquí enterrados resucitarán en nuestrahistoria.

—¿También el padre Claver? —pregunté.

—No. Pedro Claver llegó con unpoco de retraso. Hubiera sidointeresante que coincidiera con Lorenzade Acereto, pero no fue así.

La ornamentación era escasa. Elbarroco no penetró en esta iglesia.Líneas simétricas, estilo casi herreriano.En cierta forma me recordó El Escorial(también tendría que ver en la historia).

El sacerdote me confesó queañoraba el ejercicio de la eucaristía;casi había olvidado las formas delritual. No celebraba misa desde hacíamás de treinta años. Igualmente, lasvestiduras clericales habíandesaparecido de su armario, apenasguardaba la empolvada sotana con laque se ordenó, como recuerdo de que enalgún momento fue un religioso normal ycorriente.

La luz de las velas mistificaba elentorno. Traté de buscar al cura en suterreno.

—¿Qué le atrae de Lorenza deAcereto?

Tardó en responderme. Se oía elcrujir de la madera y el crepitar de loscirios.

—Su decisión de supervivencia. Fueuna superviviente, como Calamarí, comoColombia, como Sudamérica… unapieza del destino que se antojócaprichosa en su deseo de salir adelante,de defenderse de la propia vida, deemerger de la soledad.

El futuro tendría que ser elencargado de explicarme su parecer.

Nos despedimos bajo el pórtico.Quedamos para el martes siguiente en lapuerta del hotel a las diez de la mañana.Tendría el lunes para disfrutar la ciudad.

Me encaramé a la muralla pararegresar al hotel. Cuando comencé acaminar escuché a mis espaldas:

—El próximo día te explico lo delglobo.

Alcé la mano derecha para asentirmi conformidad.

—Y recuerda —agregó—, Calamaríentonces no tenía murallas.

Capítulo 2

El lunes por la mañana compré elperiódico en la librería del hotel. ¿Unlibro o el periódico? El periódico.Luego me sumé al pelotón de turistasque junto a la piscina eran fusilados porlos rayos del sol y leí. Un grupo decanadienses ya presumía de naturalbronceado camaronero, que pocas horasdespués los tendría tumbados bocaabajo en las habitaciones con paños devinagre en la espalda para aminorar eldolor de las quemaduras.

Pasó rápida la mañana. Almorcé.

Una siesta para esconderme del calor.Y por la tarde, aprovechando el

sereno, me aventuré hacia la parte nuevade la ciudad. Pocos metros después deabandonar el recinto amurallado, miles,millones quizá de negritos saltimbanquisme rodearon haciendo malabarismo condiez pares de gafas en cada mano.«Mono, le vendo las Rayban. Baratas».Tan sólo a un morenito genuinamentedescarado le cogí un modelo que mellamó la atención. Al pasarle un dedopor la marca, se borró. El negritomarchó jurando, de todas formas, queeran auténticas.

Gentío aglomerado frente a los

puestos de vendedores ambulantes, lasterrazas de las cafeterías a rebosar, eldesfile de bronceados… no era unpanorama muy distinto al que se vive enuna típica ciudad veraniega de cualquiercosta.

Debo confesar que no me gustan lospaseos solitarios. Tengo ciertaanimadversión a la soledad peatonal, asíconstituya un elemento necesario paralas pretensiones de un curioso. Prontome sentí incómodo entre la turba.Regresé a la tranquilidad guardadadetrás de las murallas. A pesar delajetreo, del griterío, de las maromas delos negritos, de la vertiginosa carrera de

las olas, de los autobuses con la radio atodo volumen, del fresco nocturno en sudespertar, de las idas y venidas de losecos, a pesar de todo, la vida iba muydespacio. No sé si todos aquellos sereshumanos sentían lo mismo. Supongo queno, que a cada uno la vida le marchacomo se le antoja. Pero yo siempre hetenido la contravenida sensación de quela vida se mueve mucho más lenta quemis anhelos, que mi mundo interior. Poreso, ya en el Santa Clara, a ver sifrenaba un poco, me senté al alivio delas teas del claustro a escribir unosversos. Pero me di cuenta de que aquel,como tantos otros escritos míos, sólo era

un ilusorio mazamorreo de palabrasbuscando sueños imposibles.

A las diez de la mañana del díasiguiente, tal como habíamos acordado,el padre Ferrer pasó a recogerme. Bajéde mi habitación y le vi charlando en elhall con un empleado del hotel (digoempleado porque tenía un identificador,un carnet si no recuerdo mal, colgadodel bolsillo de la camisa).

—Hola, Álvaro, buenos días —mesaludó el padre, animoso—. Te presentoa Maurice, el gerente de alimentos.

Me estrechó lánguidamente la mano.El galo, de formas un tanto amaneradas,resultó ser mucho más cordial de lo que

a menudo son los parisinos: ya estabainvadido de trópico. Nos invitó aconocer el bar, recién inaugurado, dijo,el que está en el patio del ala izquierda.La ambientación se había logrado conartilugios marinos, no entiendo muchode marinería, así que no los describiré.El local todavía estaba cerrado, sinasear, y él mismo nos sirvió dos jugosde guanábana. Parecía, a la luz de laconversación, que el padre Ferrer lohabía conocido años atrás, en Aruba, enotra hostería de la cadena francesa.

—Quiero que vean algo interesante—éste también vapuleaba las erres,como Jean Aimé.

Maurice nos pidió que leacompañáramos. En el centro del bar,una angosta escalera de piedradescendía hasta una reja cerrada. Abrióel candado y prendió una bombilla deescasa potencia… ruina de bombilla.Una bóveda fría y húmeda se iluminóante nuestra sorpresa.

—Ésta es la cripta donde enterrabana las monjas —comunicó alegremente,como si hubiera finalizado un truco demagia.

Estaba limpia de restos, pero nodejaba de infundirle al cuerpo ciertasensación de escalofrío.

—¿Qué piensan hacer aquí? —

preguntó el sacerdote.—Posiblemente una discoteca, ¡para

que la gente venga a mover el esqueleto!—respondió muerto de la risa.

Las vueltas que da la vida, pensé. Alpadre Ferrer no le hizo ninguna gracia elchiste, pero tampoco lo recriminó.

—Como dijo Virgilio, varium etmutabile —comentó el padre Ferrermientras subíamos de nuevo la escalera.

El hostelero de suaves maneras tuvoque atender sus obligaciones, así quenos obsequió con la placidez del bar.Allí nos sentamos a sorber el jugo.

Los siete años no sorprendieron aLorenza con la única muerte de JeanAimé. A los pocos meses, María dejó deluchar contra el sufrimiento. Sin laspócimas del francés su salud se habíadeteriorado rápidamente.

Pocas horas antes de morir, por elánimo de confortar a su madre, quizá deevitar una muerte anodina, sin nada queterminase de unirlas, Lorenza le mostróel pergamino. Haciendo sublimesesfuerzos, acallando el dolor, Maríalevantó la cabeza para observar elmanuscrito. No sabía leer, pero, por la

disposición de las frases, indicó a suhija que debía de tratarse de una bellapoesía.

—Guárdalo bien. Un poema es delas cosas importantes que una mujerdebe atesorar. Algún día alguien te lopodrá leer.

—Pero me dijo que no se lomostrara a nadie. Yo aprenderé a leer.

—Si ésa es tu decisión, me parecebien. Pero tendrás dos secretos queguardar: uno, el poema, y otro, quesabes leer.

—No importa.Lorenza volvió a esconder el

pergamino bajo la pollera y sintió el

consuelo de haber compartido conMaría algo realmente trascendental. Sesentó al pie de la cama para hacercompañía a su madre mientras llegaba laMuerte. Rondarían las diez de la nochecuando ésta hizo su entrada sigilosa,silbando como el viento, con el mantonegro cargado de luceros. Tomó de lamano a María, y con dulzura, conamarga dulzura, apartó a Lorenza de sucamino. Atravesaron el quicio de lapuerta y se dirigieron a la orilla del marcogidas de la mano. María estabadesnuda, ebúrnea a la luz de la luna; segiró y mandó un beso a su hija. Luego laMuerte la cubrió con el manto y se

calmó la brisa.Los primeros vecinos acudieron al

medio día siguiente, extrañados de nover a la pequeña jugar en la playa.Encontraron a Lorenza durmiendo sobrelas piernas rígidas de su madre. El coloramarillo intenso en la piel del cadáverasustó a los acudientes, y con la prisaque otorga el miedo, organizaron unpobre, ni siquiera triste, e improvisadoentierro. La metieron en un cajón detablas sin pulir y algunas gentes delpuerto que la conocían, la mayoríarufianes y marineros, la enterraron juntoa la ermita de los manglares, la mismadonde habían bautizado a su hija, que

gracias al esfuerzo de un cura criolloestaba cubierta ya por una goterosatechumbre de palma. La pequeña iglesiano tardaría en ser devorada por lamanigua; nunca llegó a tener nombre.Lorenza no pudo asistir al sepelio de sumadre. Estaba desnutrida y anémicacuando la encontraron los vecinos. Nohablaba, no gemía, respiraba lonecesario; pero había serenidad en susojos.

Pasó un mes completo sentada en laarena, a la sombra, delante de la puertade la casucha. Las golondrinas y loscuervos la alimentaron: raíces, insectos,pedazos de torta, migas de pan, hierbas,

agua que derramaban en su boca. Losnegritos de la playa observaban desdelejos, sin osar acercarse, cómo suamiga, petrificada, con la melena doradaa merced del aire y la mirada perdida enla línea del horizonte, dejaba agotarselas horas en el vuelo de las aves.Muchos contaron que los pájarosdescendían de vez en cuando y batían lasalas a su alrededor para evitar que el solle abrasara la piel. Por las nochesdormía allí mismo, a la intemperie.Nadie se hizo cargo de ella, ni siquierael tío cura, no se había enterado, o no sehabía querido enterar, del fallecimientode su sobrina.

Cuatro semanas permaneció Lorenzaausente de la vida, moviéndoseúnicamente para comer, evacuar elcuerpo y reacomodar el pergaminocuando le molestaba bajo la falda. Hastaque una ventosa mañana de lluvia unhombre la sacudió y la devolvió a larealidad. Estaba emparamada, con lasaya hecha jirones, goteándole lasoledad por el cabello. Al levantar lavista chocó con la mirada etílica deGiácomo de Acereto. No era una miradade compasión, sino de cumplimiento.Había regresado, Dios sabrá por qué.No tenía deber alguno de hacerlo, salvoel honor de acatar la palabra empeñada

ante su mujer el día de la partida.Tampoco se sabe quién le dio la noticiade su muerte. Lorenza afirmaría añosdespués, frente al Tribunal de laInquisición, que habían sido lasgolondrinas y los cuervos.

Giácomo envolvió las ropas ypertenencias que halló de Lorenza. Lióun petate, lo colgó del hombro de la niñay prendió fuego a la casa.

La tomó del brazo, en silencio laalejó de su niñez con bruscosbamboleos. Se dirigieron al puertobordeando la playa. Lorenza volvió lacabeza dos veces para ver la columna dehumo elevándose al cielo. La lluvia caía

demencialmente.En Calamarí un color opaco se

extendía por el muelle hasta perderse enun mar huraño, sin sentimiento. Elportugués se detuvo varias veces paraapurar un sorbo de licor que llevaba enun zaque, al lado de la faltriquera.Cruzaron el puente y subieron hasta laciudad. El destino final era inevitable:la casa del tío Luis.

Atravesaron Cartagena de punta apunta. La residencia del abate era una delas más alejadas, al lado opuesto delbullicio portuario, colindante con laselva.

Se plantaron frente a la puerta y el

marino golpeó duro la aldaba. Abrió unesclavo cuarterón de ojos saltones.

—Dile a don Luis Gómez queGiácomo de Acereto reclama supresencia.

Seguramente al presbítero no lecostó mucho adivinar el motivo de lavisita del portugués, anunciada por suesclavo en húmedos tonos. Hizo seguiral marino y ordenó que la niña esperaseen el zaguán.

Giácomo fue conducido al segundopiso, hasta la sala de lectura en la quedon Luis despachaba un viejo mamotretosentado en una poltrona de cuero.

—Mal día para andar haciendo

visitas —el mastodóntico cura saludó,por saludar, al marino: jamás le habíaperdonado el gozo de los placeres delcuerpo de su medio sobrina, que élsiempre persiguiera con la sutileza quepermiten los hábitos, pero nuncaalcanzó. Y menos aún que los hubieradesperdiciado largándose a la buena deDios.

—Los hay peores —respondióGiácomo ignorando los protocolos—.Mi visita no obedece a ningún fervor dela amistad ni al requerimiento de ningúnservicio religioso.

—¿A qué debo entonces vuestrainesperada presencia, si no son asuntos

continentes a mi clerecía?—Negocios. Simples negocios.—Y… ¿cuál es la mercancía motivo

del supuesto… negocio? —inquirió elabate con sorna, mientras invitaba almarino a sentarse frente a él en una sillade madera, rústica, bastante menor quesu poltrona.

—La hija del pirata —tajó el deAcereto.

—No sé por qué, me lo estabaimaginando. Valiosa mercancía la queme ofrecéis. Si algún día la salvé de lasllamas fue por su madre, no por ella. —Al cura le hubiera gustado levantarse eir hasta la ventana, pero en ese momento

el cuerpo parecía pesarle casi tantocomo la conciencia.

—Yo no soy su padre. La niñatampoco tiene culpa de ser quien es. —Al fin un poco de caridad—. Ustedrepresenta la familia más cercana y elúnico en capacidad de darle sustento.Yo, aunque quisiera, no podría ofrecerlefuturo alguno. En los barcos las mujeresatraen las tempestades, dan mala suerte.Usted ya sabe…

—¡No me venga con idioteces! Lasmujeres dan mala suerte en cualquierparte. —Don Luis andaba sulfurándose.Secó su cuello (aparentemente no tenía)y la inmensa calva, ahorro de la tonsura,

con un pañuelo de seda verde. A pesarde la lluvia, el bochorno era espantoso.Desabrochó el primer botón de la sotanay resopló como un caballo—. Venga, algrano. ¿Cuál es su propuesta?

—Quédese con la niña.Recompensaré su alma caritativa conuna buena cantidad de oro. —Es posibleque dijera «arca» en vez de «alma».

—Mi alma, mi alma… ¿dónde estarámi alma? —bromeó el cura, conocedorde los paraderos de su alma.

El lusitano descolgó del cinto unabolsa y la vació sobre la mesillainterpuesta entre los dos. Las monedas,relucientes, se reflejaron en las pupilas

negras de don Luis.—Estos tejuelos de oro son suyos si

acepta a la niña. Es todo lo que puedoofrecerle.

El cura los contó de un vistazo, sintocarlos con los dedos.

—¡Hecho! No se hable más. Lamocosa se queda —volvió a resoplar—.Para algo servirá.

Estrecharon la mano en señal de«Dios quiera no vuelva a toparme convos», bajaron las escaleras que moríanen el patio junto al zaguán y sedespidieron con la misma frialdad conla que se habían saludado.

Giácomo de Acereto se diluyó en la

tormenta. Lo verían morir años despuésconsumido por el humor gálico en lacubierta de un navío con derrota aBrasil. Concluyó su tiempo comoempezara: entre la proa de un bajel y elfondo de una botella de vino. Su cuerpolo tiraron al océano, «a ver si algúntiburón se lo come y el maldito animalrevienta de lúes».

Una mulata corpulenta, sesentona,con el turbante blanco de las esclavas yun sayal colorado como sus labiosajados, encontró a Lorenza temblando,acurrucada en una esquina del patioresguardándose de la lluvia. La cubriócon una burda mantilla de algodón. El

tío Luis se acercó hasta donde la mulatatrataba de darle calor con sus escurridascarnes, otrora lozanas y prietas.

—Señor, la pobre está como unpollito. ¡Tan linda que es!

—Pues ya que te has encariñadotanto y tan rápido, ocúpate de cuidarla.Búscale un sitio en la casa, lejos de mí.

—¿Para que viva entre la negrería,amo?

—Con que viva es suficiente. Elresto es cosa tuya.

—La cuidaré, señor; pero no seolvide de ella…

El tío Luis ya había dado la vuelta yregresaba a las estancias del piso

superior.Margarita era la misma que años

atrás liberase a Lorenza del pasto de laira en la Plaza Mayor. Su madre fue unade las primeras negras llegadas allitoral, de raza mandinga y credo vudú.De ella aprendió la pobre Margarita,pobre y fea, todas las artes de lahechicería. El padre pudo ser cualquierade los cientos de blancos que ejercieronel derecho de pernada. Madre e hijaquedaron separadas en un rematecualquiera, una tarde cualquiera de undía cualquiera, de un año cualquieraperdido en la memoria. Pero Margaritano heredó el cuerpo sensual y altivo de

su progenitora. Ni siquiera los amos másborrachos, rebozados en el lodo de lalubricidad, abusaron de ella. A lossesenta años no recordaba si alguien,alguna innominada noche, la habíadesvirgado. Con más de treinta años alservicio de don Luis, Margarita era elenlace entre el amo y el mundosometido; pero la mulata era, ante todo,una especie de sacerdotisa regentadorade la magia africana de los esclavos.

Cargó los corotos de Lorenza ycruzaron la puerta que conducía al patioposterior de la casa. Atravesaron ellímite entre el mundo blanco y el mundonegro. Detrás se apiñaban las barracas

de los esclavos, a la izquierda el galpónde los quince hombres, a la derecha elde las mujeres y los niños, en total unaveintena. Los negros, cuarterones yzambos, sin distinción de sexo ni edad,dormían en el suelo sobre esteras decáñamo. Dos indias para el serviciopersonal del amo gozaban del privilegiode descansar en hamacas. Tressirvientas criollas y una mestiza teníanalojamiento en uno de los cuartos de laplanta baja de la casa, la zona blanca.Lorenza, rechazando los ofrecimientosde su aya para acondicionarle unchinchorro, señaló el suelo y exigiómudamente un lugar junto al de

Margarita, sobre el suelo limpio,barrido con escobas de azahar paraalejar la mala suerte… ¿Cuál peorsuerte que la de aquellos cautivos,arrancados de sus ancestros, digeridosen intestinales barcos negreros,ablandados por los jugos de unaincomprensible religión y cagados enunos barracones para hacer la vidaagradable a un cura gordo que selimpiaba las babas con sus esperanzasde libertad?

El cielo iba despejándose y a lasnubes de lluvia siguieron las nubes dezancudos. El presbítero mandó colgar ensu habitación ristras de ajos para

ahuyentar los molestos insectos y, depaso, los malos espíritus. Los esclavosquemaron bosta, que además eliminabapulgas, piojos, chinches y sanguijuelas,así los cobertizos se llenasen de unhumo denso que Margarita aderezabacon esencias aromáticas.

En mitad del sahumerio todas lasesclavas desvistieron a Lorenza, labañaron, le peinaron la rubia melenalisa, la vistieron con un refajo de lienzo,la alimentaron con carne de armadillo yla consintieron. Margarita le colgó delcuello un collar de piedras y conchas.Lorenza miró a las morenas y les señalóa la cabeza: también quería un turbante

blanco. La negra Martina le recogió elpelo y le colocó el turbante. Lorenzaagradeció la hospitalidad con unaescueta sonrisa, la única que lepermitieron sus menguadas fuerzas, y setumbó a dormir escondiendo bajo laestera el pergamino mojado.

Despertó al día siguiente cuando losesclavos ya ejercían sus labores. Saliódel tambo y se regocijó en la claridad dela mañana. Detrás de los barraconesestaban las cuadras de los animales:caballos, cerdos, ovejas, cabras,gallinas, vacas… Y tras las cuadrasunos cuantos árboles frutales y el campocon los sembrados. Al fondo, muy al

fondo, se atisbaban las primerasespesuras de la selva. A la derecha,lejano, asomaba el Cerro de la Popapara los blancos, o Monte de losTrasgos para los negros, y para unos yotros, el sitio donde se refugiaban de laluz todos los diablos y engendros delmal a la espera de la oscuridad de lanoche. Rodeando el cerro,extendiéndose en centenares de millas,las ciénagas enigmáticas y pestilentes.Pero no estaba el mar. Lorenza buscó elmar en todas direcciones; por primeravez no pudo dar los buenos días alocéano.

Extrañó a Margarita. Entró en el

patio de la casa. Los cuartos de abajoestaban dedicados en su mayoría albodegaje de granos, alimentos yartículos de granjería. En la habitaciónde las blancas no se oía ruido. Al pisode arriba ya le había advertido su ayaque «ni de fundas». Por fin la encontróen la cocina, orquestando un sancochode pollo entre la algarabía de lascriadas más jóvenes, las favoritas delamo. Volaban plumas por doquier.

—¡Hola, mi amor divino! —Losbrazos de carnes colgantesapachucharon su frágil cuerpo.

Lorenza agarró la falda de lamulatona y tiró de ella.

—¿Qué quieres tú, mi niña, que teacompañe? Pues ea, mijita, tira palante;a ver qué se le ofrece a la princesa… —Su cuerpo caía a un lado y otro alcaminar.

La condujo hasta el cobertizo depalma. Ya en el interior, se sentó eindicó a Margarita que también lohiciera. Quedaron frente a frente. Semiraron a los ojos.

—Quiero darte las gracias —dijoLorenza en voz queda, desacostumbradala garganta. Luego de aclarar la voz ylas ideas narró acongojadamente lossucesos remotos y próximos de sus sieteradiantes años hasta la muerte de su

madre, incluyendo la historia de JeanAimé, el inquilino que curaba conhierbas y conjuros, leía en las estrellas yle fundiese la vida a un enigmático trozode papel. Se abrazó al cuello deMargarita y el turbante resbaló por laespalda.

La mulata también lloró. Desdeaquel instante se sintieron unidas, comosi ambas fueran iguales, ni blancas ninegras: parias.

Lorenza tragó con amargura la mielque le caía de los ojos.

—Necesito un favor —rogó la niña.—Lo que pidas, mi muchachita.—No sé dónde guardar el

pergamino. —Se lo mostró—. Mi madredijo que era un poema y que haría bienen protegerlo. Porque un poema es untesoro para una mujer. Y yo soy unamujer…

—¡Una mujer… mujer y con mandasque cumplir! No te preocupes, Margaritasabrá cuidar tu promesa. Quítate lasayuela.

Lorenza quedó desnuda.—Estás muy grande para tu edad, mi

niña —rió con los pocos dientes que lequedaban—. ¡Vas a traer de cabeza amuchos hombres, caramba que sí! Másde uno va a perder el jopo por esecuerpo.

Volteó el vestido y con tela delmismo tono cosió en el interior del bajoun bolsillo donde metió el manuscrito.

—Aquí estará seguro. Mientrasnadie te levante la saya quedará a salvotu secreto… y alguna cosilla más.

Margarita cuidó a la muchacha comosi fuera la hija que nunca tuvo. Con eltranscurrir del tiempo Lorenza seincrustó en el mundo de los esclavos, ylos negros a su vez se colaron por lasrendijas de su alma hasta ocuparla toda.Se pintaba la cara, los brazos y laspiernas con tizne de carbón. Asistía enla casa durante las horas diurnas conigual diligencia que los demás. Al

negrear la noche se reunían en el patio,entre las dos barracas, y al son de lostambores y la luz de las velas bailabanfrenéticos ritmos africanos hasta caerextenuados por el cansancio. Lorenzarápidamente mostró tal maestría en lascontorsiones del mapalé que antecualquier desconocido hubieran pasadocomo propias de su naturaleza. Asumiólas costumbres negras, los diosesnegros, las danzas negras, el erotismonegro y las pasiones negras.

Las negras pobres y desposeídas lallenaron de afecto. Su existencia seconcentraba en el patio trasero, salvoalgunas escapadas a la recámara del tío

Luis, donde había descubierto lairresistible atracción que un espejopuede obrar sobre una mujer. Unanegrita, Catalina, contraviniendo lasórdenes de Margarita y aprovechando laausencia del amo, permitió subir aLorenza a la planta superior para que leayudase a tender la cama. Desde esemomento, y ante la fascinación delmueble, único en la casa, Lorenzaaprovechaba cualquier descuido parafugarse a bailar tiznada sólo para ella; ajugar con sus ilusiones.

El presbítero no influyó ni aportómayor cosa a la vida de Lorenza. Ella lorehuía y a su turno él no la buscaba,

hasta el día que la sorprendió en suhabitación danzando obscenamentedelante del espejo. El abate llamó aMargarita, la reprendió con severidad ymandó bañar de inmediato a la niña. Larestregaron con estropajo para intentardisolver el tegumento carbonífero; perosólo consiguieron blanquearla por fuera.

Aquella noche Lorenza ayudó conrabia a cerrar las heridas y mitigar eldolor en la espalda de su aya,producidos por los cuarenta latigazosque había recibido en atención a sudesobediencia.

Del nutrido conjunto de prácticas,los esclavos desarrollaron con magistral

dominio el arte de la mentira. Se cubríanunos a otros, inventaban cuanta historiade terror, brujería o muerte que pudierainfundir en los españoles una mínimagota de inseguridad o miedo. Se hicieronfuertes en los terrenos oscuros que a losblancos horrorizaban. Desarrollarontodo un sistema de engaños y mediasverdades. La única ley en el enmarañadojuego de las añagazas era que entre ellosno podían utilizarse: un negro jamásmentía a otro; un esclavo siemprehablaba con la verdad a sus similares. Ytodo eso Lorenza también lo aprehendió.

Los esclavos eran sigilosos, comolos gatos, mejor dicho, como la muerte.

Los amos les temían, dormían con laspuertas trancadas. El tío Luis no era unaexcepción; incluso mandó llevar a surecámara los artículos más valiosospara que no le robasen.

Una mañana, Lorenza recordó elcuento del cambrón y todo ese jaleoarmado en Cartagena cuando ella nació.Su madre le había relatado muchasveces los acontecimientos, pero hastaahora venía a caer en cuenta que nuncahabía visto al famoso «hijo deldemonio».

Las negras mayores tejían en lapuerta del cobertizo. La techumbre sehabía llenado de guacamayas.

—Margarita —indagó antes quenada—, ¿la historia del cambrón y deque tú me salvaste, y todo eso quedicen… son cosas ciertas?

—¡Claro que sí! Tan ciertas comoque La Mojana nos llevará a todos el díamenos pensado. —Le acercó la cara yabrió mucho los ojos—. Es cierto,aunque nos pese, es cierto, mi niña. —Señaló a una esclava, más azul quenegra, y le cuchicheó al oído—: Carlotaes la madre de ese mal bicho.

Carlota había sido capturada enÁfrica diez años atrás. Aún tropezabacon el idioma, pero no era ésa la causaque la mantenía en silencio sepulcral. La

vergüenza, una gigantesca y losariavergüenza, era el motivo. Nunca leperdonaron parir al hijo de un diablo.En casa de don Luis apenas lasoportaban las esclavas viejas, aquienes la edad permitía restarle a lasfaltas algo de culpa.

Lorenza examinó a Carlotapormenorizadamente. Escrutó en suspupilas sentenciadas, y al final osópreguntarle:

—¿Se goza más con un cristiano ocon un demonio?

Las mujeres casi se caen de losescabeles. Carlota frenó la mano deMargarita, que ya volaba en dirección a

la boca de la niña.—El demonio tiene el falo más

grande, pero su semen es frío, helado, ycuando penetra en tus entrañas sientes undolor horrible que acaba convirtiéndoseen un desalmado placer —le contestó—.Pero tú no debes preocuparte de eso. Túno serás de un diablo ni de un negro,sino de un blanco.

—Yo seré de quien yo quiera.Margarita dio por concluida la

conversación. Aquéllos no eran términospara poner en oídos de una cría. Pero lamulata no imaginaba cuánto conocíaLorenza de los placeres del sexo,gracias a las descarnadas

conversaciones de las siervasadolescentes y a los instructivos paseosnocturnos por el huerto, donde frutas yhortalizas maduraban con el abono delos amores furtivos de los esclavos conlas esclavas y de los esclavos con lascabras.

Una pregunta seguía rondando aLorenza: ¿dónde estaba el malditocambrón? Observó atentamente cada unode los movimientos de Carlota. Tresveces durante la jornada se perdíadetrás del cañaveral, al fondo de lahacienda, con una múcura entre losbrazos.

Dejó pasar unos días.

Decidió seguirla.¡Hasta que por fin descubrió el

misterio! Allí estaba el hijo del diablo,sentado al pie de un manzanillo, rodeadode miles de piraustas revoloteando. Laspiraustas son unas míticas mariposasque viven en el fuego, de color negrocon un diminuto punto rojo en cada ala.La madre le dejó la múcura con plátanoasado y ñame, le acarició el cabello y sefue sin hablarle.

Una barrera ponzoñosa de insectos,alimañas y reptiles lo protegían. Tomás,el hijo de Rompesantos y Carlota, teníala misma edad que Lorenza, siete años,casi ocho. Por lo feo y lo perverso le

llamaban Cacanegra. Era tan bizco quelas niñas de los ojos se conocían. Susaplanadas narices se desparramabansobre los pómulos. La boca era grande,los labios carnosos, las orejaselefantiásicas y el pelo crespo delmismo color que la piel: tinto. Se reíaintermitentemente, a plazos. A menudopodían verle haciendo cabriolas,expresión inequívoca de su grandinamismo, de su agilidad felina y lafuerza de un hombre adulto. Los negroslo expulsaron de las chozas; los indiosle huían; los blancos se santiguaban a suvista. Don Luis le había prohibidoacercarse, porque los perros se atacaban

de rabia y el ganado se agusanaba.Dormía bajo el manzanillo, y a susombra acudía tres veces al día pararecibir alimento de su madre; fue laúnica concesión que se le hizo, gracias ala piadosa intervención de Margarita:«Al fin y al cabo es un niño».

Lorenza volvió a la casa.—Hoy he visto al cambrón.—¡No te acerques a ese engendro!

—Margarita se llevó las manos a lacabeza—. ¡Ese malnacido es capaz dearrancarte la lengua para darle de comera las víboras!

Justo la recomendación que Lorenzanecesitaba. En los albores de la

siguiente mañana la muchachita estabaparada frente a Tomás Cacanegra.

—Hola. Soy Lorenza.—Ya sé quién eres. Te he visto

muchas veces bailando con los esclavos.Maridaje perfecto. No hace falta

contar más. Tomasito se convirtió en elamigo inseparable que a todos recorre lainfancia. La miríada de fechorías queejecutaron en aquel entonces pusieron enjaque a la población. No seamedrentaron ante ninguna tesitura ni lamayor pillería les pareció excesiva. Losdomingos, durante la misa, Tomás hacíadeslizar varias serpientes por lasbaldosas de la catedral. Entre 1594 y

1598, pocas fueron las ceremoniascelebradas completamente.

Sin ir más lejos, en el baile dedespedida del gobernador lograronentrar a la cocina gracias a la amistad deLorenza con las esclavas y, en undescuido de ellas, pendientes deCacanegra, la pequeña metió hierbaspurgantes en la olla de la sopa. El ágapefue breve.

Otra pilatuna sonada fue cuandollenaron el colchón nupcial de la hijadel herrero Juan de Encinares conespinas de rosa. Tomasito se opusorotundamente a introducir también lospétalos.

Junto a Tomás Cacanegra, Lorenzasalió a las calles en plena libertad.Escapaban por un agujero en el muroque daba a la calle de los Artesanos.Entonces Cartagena estrenabapavimento: por el centro de las callescorrían los caños destapados, donde seestancaban y fermentaban lasexcrecencias. A una hora convenida deldía, momento subyugador para las ideasdel cambrón, se vaciaban los bacines enlas cloacas. Los días de mucho calor,cuando apretaba la sequedad o no corríael viento, la pestilencia de los miasmashacía poco menos que imposible eltránsito, salvo en un caballo veloz o en

un landó de buena rueda.Una tarde, cuando volvían festejando

las carreras del cabildo gubernamental,atacado por un enjambre de avispas queobligó a los burgomaestres a saltar decabeza en el abrevadero, Lorenzaencontró en el cañaveral a la jovenesclava Bernarda (que las Bernardas apesar del nombre alguna vez en su vidatienen juventud) tendida en el suelo conlas piernas abiertas llenas de sangre.Era evidente que acababa de parir.Bernarda miró con súplica a Lorenza. Laniña se quitó el turbante de la cabeza ylo colocó entre los muslos de la zamba.Crujieron las cañas, apareció el negro

Juan de Dios con un fardo en las manos.Venía susurrando «Ya está… ya está, yano respira…». Lorenza acató la exégesisdel asesinato y comprendió, o al menosasumió con lacerante estupor, que losesclavos mataban a sus hijos reciénnacidos para liberarlos de una vida sinfundamentos. Y todo, como le explicóBernarda, con el consentimiento de donLuis, quien mantenía el derecho dedictaminar si la criatura podía quedarseen la casa o debía morir, aunque en lamayoría de los casos ni siquiera llegabaa saber del parto ni de la muerte de losrecién nacidos.

Lorenza se dirigió con paso ciego al

manzanillo. Miles de ojos brillantesrodeaban a Tomás. Solicitó ayuda de sucamarada, y tras relatarle lo acaecido,pusieron rumbo militar hacia la casa. Nose dejaron ver. Margarita iba y veníapreguntando a todo el mundo por «supeladita», angustiada por la tardanza dela niña. Se colaron al patio principal y,protegidos por la noche, subieron ahurtadillas al segundo nivel. Risas ychillidos podían escucharseprovenientes de la recámara delsacerdote. Tomasito condujo a Lorenzapor un estrecho pasillo, empujó unaportezuela y se encaramaron por unaescalerilla a los travesaños de la

techumbre. Gatearon por las vigas hastala habitación del tío Luis. Bajo elmosquitero, el abate desarrollaba susjuegos seviciosos con tres maritornes alas que tenía puestas a cuatro patas, unajunto a la otra, y a las que en rigurosoturno asestaba con la mano traviesaspalmaditas en las posaderas.

Tomás emitió un sonido apagado,como un quejido, e inopinadamentecentenares de murciélagos entraron porlas oquedades de la estancia. Esclavas ypresbítero corrieron en cualquierdirección buscando resguardo de loschupasangres. Los cuatro terminaronreclamando auxilio, aullando en pelota

picada en mitad del patio de losesclavos, ante la diversión de losfámulos y la algarabía de las cotorrasque interrumpieron el sueño parasumarse a la fiesta.

Margarita reprochó a Lorenzaúnicamente la demora, y aunquesospechaba de la intervención deCacanegra en aquella pendencia, no laamonestó por ello.

Entre picardías y travesuras,servicio y baile, castellano y dialectosafricanos, discurría una época decontrastes para la chiquilla a rebufo desu compinche Tomasito y de su aya.

Lorenza de Acereto descubrió junto

a Margarita Mandinga el manejo condiscreta maestría de los hilos queenlazaban los mundos de la casa del tíoLuis: el blanco y el negro, el libre y elesclavo, el de la luz y la sombra, el deDios y el del demonio, aunque la mulatacuidó a la niña de este último… InventoCristiano.

Al padre Ferrer no le gustaba conducirdespacio. Abandonamos el Santa Claray tomamos la Avenida Santander,rodeando la ciudad por el exterior, entreel océano y la muralla. Estabapensativo, como en otra parte. Le

hablaba y la mayoría de las veces no meprestaba atención. Hasta que abrió laboca:

—Voy a ser el primero en avistar elcometa.

Lo peor es que lo dijo en serio. Nosupe qué contestarle: si decirle queestaba loco, o por respeto quedarmecallado.

— E l Hale-Bopp. El cometa demayor magnitud de cuantos han pasadocerca de la Tierra. Un espectáculo sinparangón, muchacho. —Me miródesafiante—. Ésa es la explicación delglobo. Hay que elevarse en medio de lanoche para verlo con nitidez. El quince

de marzo ascenderé a tomar algunasfotografías.

—Un momento —interrumpí—,barájemela más despacio, padre. No mediga que un personaje anónimo comousted, y a su edad, de buenas a primerasse arriesga a montar en globo una nochede astrónoma primavera cartagenerapara ver de cerca un cometa…

Tuve que poner cara de regodeo,seguro.

—No me estoy riendo de ti. Te doymi palabra. —El cura se mantuvo serio—. Voy a proporcionarte un datosignificativo: en 1587, recién nacidaLorenza de Acereto, otro cometa, sin

nombre, el que se creía más grande hastahoy, pasó también muy cerca denosotros. En Occidente le achacarongrandes males y le atribuyeronenigmáticas propiedades. Muchoscreyeron que predecía el fin delmundo…

Me estaba retando. No se burlaba.Me picaba la curiosidad, me tendía unacelada burlona para que me zambullerade pleno en la investigación que élmantenía adelantada. Me proponíaapresurarme un poco para ponerme a sualtura. Necesitaba mi ayuda, quizá mirelevo. Algo le estaba inquietandoprofundamente.

Bajó el frío del aire acondicionado.El flamante coche japonés azul marinoquebraba los remolinos de arena quesobre la carretera formaba el viento.

Pronto aparcamos frente al Muellede los Pegasos, donde raudas lanchas,voladoras las llaman, repletas deturistas partían hacia las Islas delRosario.

Descendimos del automóvil. Elpadre Ferrer se puso las gafas de sol yme señaló hacia la bahía.

—Éste era el puerto: Calamarí. Poraquí entró en América lo que tuvo queentrar… Aquí conoció el mundoLorenza. Aquí desembarcaron tus

antepasados. Éste era el puerto… —lodijo con cierta nostalgia—. ¿Sabes loque más le dolió a este mar?

—Supongo que muchas cosas.—Sí, pero una sobremanera: la

esclavitud, la sangre de los esclavos, eltrozo de África que arrancaron paratraerlo a estos lugares. Ese dolor aúnsigue en el fondo. Date cuenta de quetodo el Caribe es cristalino, diáfano…menos esta Bahía de las Animas y el marque golpea la ciudad, que es oscuro,hosco… Todavía protesta por todo elllanto que le vertieron… ¿Sabes quiénpronunció la frase «el mundo seguirásiendo un infierno, mientras exista en él

un hombre encadenado»?—Martin Luther King, o Nelson

Mandela, o fray Bartolomé de lasCasas…

—Cualquiera de los tres pudo habersido. Pero no, no fue ninguno de ellos.La cita es de Camus. La dijo con algunossiglos de retraso, pero la dijo al fin y alcabo.

—Ya podía haberla dicho frayBartolomé de las Casas.

—No sé. Fray Bartolomé abogó porla libertad de los indios, y medio laconsiguió de Felipe II en 1542, aunqueuna libertad muy relativa, porque losindios siguieron sirviendo a los blancos.

Se libraron de los trabajos pesados, esosí; pero el bueno de fray Bartolomé seequivocó de cabo a rabo. Liberó a losindios y jorobó a los negros. De suautoría fueron las recomendaciones alrey, por sugerencia de losencomenderos, de cambiar cada indiopor doce esclavos negros. Luego searrepintió… ¡a buenas horas mangasverdes! —Levantó la mirada—. Éste fuedurante muchos años el único puertoautorizado por la Corona paradesembarcar y vender esclavos enAmérica.

El mercado de esclavos fueampliamente liderado por los

portugueses, conocedores y propietariosde gran parte de la costa atlánticaafricana. Pero quienes mayor provechosacaron fueron, sin duda, los ingleses.La reina Isabel no sólo se contentó conlas actividades de la piratería, sino queencontró en la trata de africanos la mássuntuosa empresa para su gobierno.Negreros como sir John Hawkins, cuyoescudo de armas era un negroencadenado, sir Walter Raleigh, oGeorge Clifford, conde de Cumberland,al mando de navíos de la Armada Realinglesa, como el Jesus of Lubeck o elMinion, se presentaban en el litoral deCastilla del Oro con las bodegas

cargadas de esclavos robados agaleones lusos en alta mar. Medio millarde negros por barco que obligaban a losespañoles a comprar forzosamente, sopena de ver cañoneada la ciudad. Lamercancía inglesa llegaba bastante másdeteriorada que la portuguesa, y por elestilo del negocio, salía costando másdel doble.

Uno de los momentos másimpactantes en la vida de Lorenza fuecuando Margarita la llevó a conocer la«Feria del Negro». La niña cruzó laciudad con la ilusión de volver a ver elescenario de su infancia. No paró dereferirle a la mulata las aventuras de un

pasado maternal. Iba llena de recuerdose ilusiones, de posibles reencuentrosadormecidos.

Pero la primera visión del puerto nocorrespondió con la que guardaba en lamemoria. ¿De dónde había salido tantasuciedad, tanto ruido, tanta gente, tantaangustia?

Dos horas antes, en el crepúsculo,tres armazones negreras habíancomenzado a escupir de las bodegas milcuatrocientos esclavos. Ya habían sidoseparados los sanos de los enfermos.Los muertos fueron arrojados por laborda durante la madrugada. Cientos decuerpos, hinchados por el agua, rodaban

en la playa arriba y abajo al vaivén delmaretazo. Los carroñeros, aves ymendigos, se espantaban mutuamente,unos en busca de alimento, otros deamuletos y colgantes, propios paravender a brujas y hechiceros.

Lorenza atisbo al hijo deRompesantos caminando entre losgallinazos. La maldad, la suerte o elmiedo le habían hecho libre. Nadie lequería como esclavo; tampoco comoamigo. Tomás Cacanegra vagaba en lasoledad de su albedrío.

Los factores iban formando lotes,alistando la mercancía para el palmeo.Ya no era bueno lacerarla ni golpearla.

Una tonelada, el lugar que ocupaban dostoneles de agua en un barco, era el loteideal. La componían tres negros adultos,robustos, sanos, sin tachas físicas nimorales, y de altura mínima de un metrocon cincuenta. Si el trío quedabaincompleto, se organizaba una pieza deIndias, en la cual se sustituía un hombrepor una mujer más un niño de pecho, odos muchachos de buen aspecto menoresde nueve años llamados muleques.

Distribuida la negramenta se lesembadurnaba el cuerpo con aceite depalma. Los morenos músculosresplandecían con las primeras luces delalba.

Margarita no abría la boca porvergüenza de haber sido parte de aquelmercado como ñapa de un lote adquiridopor don Luis bastantes años atrás.Lorenza observaba muda de estupor yrabia. Aquello era parte de su mundonegro. Miró a Margarita, pero su aya nole devolvió la mirada, aun a sabiendasde que le estaba pidiendo explicacionescon los ojos.

—Margarita, te espero al amaneceren la Plaza del Muelle —le había dichoel abate la noche anterior—, quierocomprar algunas esclavas y necesito queme ayudes a escogerlas.

La mulata conocía muy bien la

intención de su amo: renovar el conjuntode mancebas para sus fantasías eróticas.Antes de que la mercancía saliera asubasta, Margarita debía haber separadoel lote más conveniente para susaspiraciones.

—¿Puedo llevar a Lorenza? —preguntó antes de retirarse.

—Valiente espectáculo para unaniña. Haz lo que quieras. Que vayadándose cuenta de lo que vale tener lapiel blanca…

Margarita vistió a Lorenza con lamejor saya que pudo tejerle. Blanca, unasayuela blanca como su piel, con unaescarcela para el pergamino. Cogió a la

niña de la mano y paseó entre las filasde africanos que esperaban ser herradosen el hombro con el sello del traficante.Más tarde serían marcados también en laespalda con la inicial del nombre delprimer dueño. Examinó los grupos:viáfaras, minas, lucumíes, mandingas,yolofos, congoleños, araraes, angoleños,sereres, cazangas, caravalíes, branes,guineos… No se entendían. No podíanexplicarse qué sucedía. Un grito agudopor el hierro candente. Un disparo anteun intento de fuga. Aquél era eltrasfondo del teatro, el preparativo de lagran fiesta.

Los doctrineros amontonaban los

negros de diez en diez. A cada montónles daban el mismo nombre y porapellido el de la tribu a la cualpertenecían. Así quedaron nominadoslos Domingo Folupo, Ignacio Angola,Diego Caravalí, José Monzolo,Francisco Yolofo, Pedro Soso… Lescolgaban del cuello un escapulario queellos analizaban con desconfianza; era lamarca menos dolorosa que iban arecibir. El bautizo se completaba cuandolos curas asperjaban el agua benditasobre quien cayera, que en teoría debíaser sobre todos, si bien la mayoría seapartaba por si quedaban encantadoscon aquella especie de sortilegio.

El rito del bautismo: muchos ya lohabían recibido antes de ser embarcadosen las costas de Cabo Verde o Ghana, ovaya usted a saber de dónde. Algunosintérpretes trataban de explicar laspalabras de los doctrineros. Nadie seenteraba de nada, absolutamente denada.

Los enfermos fueron puestos de pie ysostenidos artificialmente hasta terminarla puja. Los que no pudieron tenersefueron rematados, no en la subasta, sinoa tiros.

En la Plaza del Muelle aguardabanlos pujadores, la clientela: militares,altos cargos civiles, prestamistas,

comerciantes, agricultores, dignatarioseclesiásticos, mezclados con lostragadores de fuego, los titiriteros, losproveedores de ron y aguardiente, losvendedores ambulantes, los bufones. Lasputas quedaban acechantes en unaesquina mientras los hombres sedeleitaban con los esculturales cuerposdesabrigados de las africanas, segurasde ser el consuelo de los que noconsiguieran género fresco. El tío Luisse apostó discretamente en uno de loslaterales, sobre las andas de terciopelorojo a hombros de cuatro esclavos.

Margarita buscó mujeres de su etnia.Quizá no fueran las más bonitas, pero no

dudaba de sus intuiciones sexuales,además de la ventaja que suponía elconocimiento del idioma. Cuando huboatisbado un buen cuarteto, llamó alnegrero y las separó del grupo. Acordóque aquellas hembras no salieran asubasta. La mulata entregó el sello de suamo con la letra L, y las mandingasquedaron marcadas en medio deberridos desgarradores. Las argollaron,las vistieron con una saya y fueronsacadas por «la puerta de atrás». Elnegocio era más costoso, pero iban a lafija. Margarita fue a buscar a don Luispara solicitarle el oro acordado,mientras Lorenza quedó al cuidado de

las cuatro negras de ojos inescrutables ypelo ensortijado y corto.

No sabía a quién odiar ni cómohacerlo, pero el odio le asfixiaba másque el hedor de la esclavitud. Trató decalmar varias veces a las morenas, treso cuatro años mayores que ella, conalgunas palabras que había aprendido desu aya y otras que improvisaba ogesticulaba. Las esclavas procurabanentender. Ante el fracaso comunicativo,Lorenza recurrió a la última argucia quele vino a la mente; se levantó la saya ycomenzó a bailar. Las mandingasreconocieron sus danzas. Abrieron uncanal, si no de entendimiento, al menos

de buena voluntad. Margarita regresópronto con la bolsa y pagó lo convenido.

En tanto, la subasta había comenzadoen la plaza. Gritos, pujas, señas,enfados, insultos, broncas, riñas,silbidos, hierros y ánimos al rojo vivo.El martillero mostraba la mercancía; lesabría la boca, les hacía levantar carga,les hacía reír y cantar, saltar, bailar yarrodillarse.

—Esta negra no padece mal decorazón, gota, ni otra enfermedadpública ni secreta —gritaba mientrasenseñaba a la concurrencia los dientesde la aterrada morena—. No es prófuga,ladrona, borracha, ni tiene otro vicio,

tacha ni defecto que le impida servirbien, ni ha cometido delito que merezcapena capital, y por tal la aseguro y fijocomo precio de partida la cantidad deciento cincuenta pesos. ¿Alguien damás?

El tío Luis no se retiró hasta que seacabaron las hembras. Luego llamó aMargarita y verificó que sus nuevascriadas estuvieran bautizadas, ya que erapecado grave acostarse con gentes novenidas a la fe: aún se discutía si laidolatría era contagiosa a través delsexo.

Algunos alcanzaron a mirargravemente, incluso a insultar, a la hija

del pirata, por lo que el presbíteroordenó a Margarita que alejase delgrupo a la niña y se retrasara unospasos, a comedida distancia. Don Luissaludaba a la vecindad desde las alturas.

Finalizada la subasta, los amos, consus nuevos esclavos colgando de unacadena, se dirigieron a la catedral. Elrecinto estaba acondicionado desde lanoche anterior con turíbulos que loinundaban de un humazo espeso y unolor penetrante a incienso.

El Concilio de Trento había dejadoabiertas, años atrás, las puertas delbarroco, pomposo exaltador de lanaturaleza y del espíritu. Formas

dinámicas y alborotadas en cuadros ytallas. La imaginería religiosa causabaen los negros un pavor absolutista.Santos martirizados chorreando sangre,Cristos de ojos volteados implorando alcielo, como se sentían ellos, como sevieron clavados en algún madero. Noles cabía duda que ése debía ser su fin,saladas sus carnes al sol, como hacíanalgunos nativos en África con susenemigos antes de pasarlos a la cazuela.

Los negros bozales que entraban porprimera vez aquella mañana en labasílica se tiraban al suelo, se apretabanunos contra otros unidos por la vejatoriacondición, buscaban entre la humareda a

los de su tribu, lanzaban señalesacústicas sobre las notas pesadas delórgano, que eran respondidas desderincones imperceptibles.

Los rayos de sol no podían penetrarla densa atmósfera. El obispo, a lo suyo,cantaba en latín de espaldas al rebaño.Quince negros ladinos, dispersos por laiglesia, intentaban en diferentesdialectos traducir y explicar a losrecientemente cristianizados ladiferencia entre el bien y el mal, entreDios y Satanás. Y en la breve yapabullante catequesis, como en cadaconversión de esclavos que aconteciódentro de los muros catedralicios,

sucedió lo que tenía que suceder: losafricanos, ancestralmente politeístas,asumieron a Dios y a Satanás comodioses distintos, igual de poderosos,cada cual con sus propiedades yjurisdicciones. Dios, señor de losblancos, señor de sus amos, del reyFelipe II, de su presión y su desgracia,de su terror pantagruélico, no les cautivóen demasía. Al otro, al tal Satanás, notuvieron oportunidad de conocerlo enese momento, pero sin duda lo haríanmás tarde.

Lorenza no escapó de las sombrasdel miedo. Nuevamente vio a Tomás,culebreando por la nave lateral, con una

pirausta revoloteándole enloquecidasobre la cabeza. Luego fijó la vista en lapintura de un martirio, un santoacongojado que la miraba cruelmentemientras lo achicharraban al calor dehierros y carbones. El aire olía a pielquemada. Sería una de las pocas vecesen su vida que perdiera los estribos.Cuando la presión de la angustia y eldesamparo se hizo insostenible, sedesgañitó en un grito único, redondo,antológico, acallador. Se hincó derodillas y se tapó los ojos de miel con labasquiña de su aya.

Los puestos de jugos, siete u ocho, alborde del agua entre el Muelle de losPegasos y la muralla, mostrabanrefrescantes los mangos, las patillas, loslulos, las guanábanas, los bananos, laspapayas, las naranjas. Directamente dela batidora nos habían servido dos engigantescos vasos de aluminio. Más allálos tenderetes con fritangas: chunchullo,morcilla, arepaehuevo, pasteles dearracacha… impensables en esa horatórrida de la mañana.

—Don Luis estaba un poco salidillo,¿no? —afirmé olvidándome de las

sotanas.—No era muy distinto de otros

religiosos venidos para hacer lasAméricas —me contestó el padre Ferrer—. Ten en cuenta que ni siquiera elConcilio de Trento, en 1563, habíaaclarado lo del celibato. La únicaexigencia para los curas era que no secasasen. Pero nadie les había prohibidoacostarse con una mujer, esclava o libre,siempre y cuando estuviera bautizada…y ése era un pecado venial, sinimportancia. Lo que sí era perseguidopor el mismísimo Santo Oficio era lasolicitación; es decir, cuando se usabael confesionario o la penitencia para

acceder a los servicios amatorios de unadama. Por lo demás, todo el monte eraorégano… Aunque no creas que justificoa don Luis, un impresentable.

Entramos al parque en el que moríala rada, junto al casco antiguo. Aún nome sentía suficientemente ilustradocomo para sumergirme en los vericuetosde la crónica, así que me limitaba apreguntar y seguir escuchando conatención, tratando de recrear un mundofantástico, no obstante cercano, que meiba taladrando como la carcoma.

—Éste es el Parque del Centenario—me indicó el padre Ferrer—. Allá, alfrente, Drake ancló las naves que

cañonearon la ciudad. Y aquí mismo,justamente donde estamos, se levantabael poblado indígena de Calamarí. Éstaes la fuente de nuestra historia.

La muralla se interrumpía a nuestrasespaldas sobre un parqueadero de taxis.

—Alguna lumbrera de alcaldepermitió tumbar la parte posterior paraconstruir un barrio nuevo, La Matuna. —El padre miró al cielo y juntó las manos—. Señor, perdónalo porque no sabía loque hacía… No, Señor, mejor no loperdones, esto no tiene perdón…

No, no tenía perdón. Estuve encompleto acuerdo con el sacerdote.

A la izquierda el sector de

Getsemaní, los arrabales de Getsemaní,con el moderno Centro deConvenciones. A la derecha la Torre delReloj, principal entrada al recintoamurallado.

—Allí abajo debía quedar el famosopuente que separaba la ciudad delpuerto. —El padre Ferrer marcaba unpunto equidistante entre el muelleturístico y la puerta de la torre.

Me concentré intentando imaginaraquel cuadro en las postrimerías delsiglo XVI.

Lorenza, aquella misma tarde, recibió

con estoicismo y nervio templado losdiez latigazos que le mandó impartir eltío Luis por su vergonzosocomportamiento en la catedral.

Concluido el castigo no se dejócurar las heridas, se cubrió la espalda yayudó a preparar la cena como si nadahubiera pasado. Con toda la soberbiaque pudo reunir se caló el turbante ysolicitó permiso a Margarita para servirlas viandas al canónigo. Agarró conprecaución la sopera y caminó hacia elpatio principal de la casa. Buscó lapenumbra del zaguán y, asegurándoseque nadie la veía, se levantó el polleríny orinó en el caldo. Rápidamente

compuso sus vestimentas y llevó la sopaal comedor.

Después de la cena, a la luz delcandil, comenzó el baile en el corral delos esclavos. Las mandingas habían sidolavadas a cubetazos de agua fría y unade ellas fue tratada por Margarita de unprincipio de escorbuto. Ellas bailaroncon los demás a pesar de la molederapor la travesía. Sin embargo, losesclavos no danzaron hasta laextenuación como otras veces. Antes dela media noche, cuando se apagaron laspalmatorias de la habitación del amo,los negros tomaron algunas mantas,velas, potingues y tamboras, y de

puntillas marcharon hasta las ceibas quedibujaban el límite de la selva. No erala primera vez que Lorenza se percatabade su ausencia. Normalmente Margaritala dejaba acostada, o se iba de última,en tanto a la niña le vencía el sueño.Pero aquella noche del día de la Feriadel Negro la mulata no permitió quedurmiera. La agarró por los hombros yle miró fijamente a los ojos, como hacíasiempre que tenía algo importante quedecirle.

—Mijita, lo que hoy veas deberásguardarlo con el mismo celo con el queguardas ese papel que andas cargando.De tu silencio no sólo dependerá tu

vida, sino la de todos nosotros. Ya estásmayorcita para entender lo que te estoydiciendo, sé que no me vas a fallar. Tehe cuidado como a una hija, como a mipropia hija, y te aseguro que los azotesque hoy te han dado me han dolido comosi los hubiera recibido en mis lomos. Yya que has sufrido un trato de esclava,de negra, es justo que también conozcaslas armas que nosotros tenemos. Oyebien esto, mi niña: serás la única mujerblanca con poder sobre blancos ynegros, libres o esclavos. A los blancosy criollos es fácil manejarlos. Esaenseñanza te la dará el tiempo. Pero alos negros no los dominarás con las

solas herramientas que te ofrece la vida.Desde hoy, aprenderás a usar la fuerzadel kwa-vudun.

Evidentemente Lorenza no se enteróde lo que su aya quería decirle. Noobstante, sabía cuándo la queríainvolucrar en algo relevante. Se dejólimpiar la espalda, sólo con las hierbasmaceradas que ella misma aprobó,basándose en la sabiduría heredada deJean Aimé.

Iba a ponerse ropa habitual, peroMargarita le alcanzó un vestido de gasade algodón blanca, traslúcida, con unturbante del mismo tejido. La mulata,igual que las demás, también se cubrió

con el blanco atavío. Los hombres ibancon pantalones pesqueros de similartono, o con guayuco.

Cuando llegaron bajo las ceibas, enun claro de la selva, otros negros, horrosalgunos, ya estaban sentados en círculoalrededor de extraños dibujos, comoestrellas, pensó al verlos, pintados concal en la hierba y velas prendidas en lasaristas. Un moreno fornido, escultural,cuarentón, con las sienes canosas,presidía la reunión adornado con unacapa verde olivo.

—Ése es el hungan, el gransacerdote —le indicó Margarita.

Lorenza observaba aquello con la

frialdad recuperada que le habíatraicionado esa misma mañana. Cuandotodos estuvieron acomodados, elhungan comenzó su jaculatoriaalargando los brazos sobre vasijas yrecipientes multiformes colocados enuna mesa improvisada, entre doscráneos humanos y una rudimentaria cruzde palo. En un momento determinadollamó a las mambo, las sacerdotisas.Margarita y dos mujeres mayores selevantaron y quedaron de pie en mediodel círculo. El maestro continuó elmágico ritual. Una de las mambo seacercó a la mesa y tomó un ánforaalargada. La fue pasando uno por uno

para que todos bebieran. Lorenza no laprobó hasta que Margarita le dio suaprobación con una ligera inclinación decabeza. El temor y la amargura delbebedizo, a base de guarapo fermentado,sólo le permitieron pasar un trago. Antesde que la sacerdotisa culminara laronda, la muchacha empezó a marearse.Le pareció adivinar los ojos fugaces deTomás Cacanegra entre las ramas de losárboles. En el sopor del mareo escuchóa Margarita solicitar al hungan lainiciación de su protegida. Unadiscusión se entabló entre losconcurrentes por el color de su piel.Palabras foráneas surgían enredadas con

el castellano. Al final, parece que elpeso de Margarita fue superior al de susoponentes. El gran sacerdote no quisoopinar, se limitó a admitir a la iniciadauna vez calmadas las disquisiciones.Lorenza fue situada en el centro de laestrella junto a seis iniciados más, entreellos, las cuatro esclavas nuevas del tíoLuis y dos varones jóvenes arribadostambién esa jornada.

No era el único grupo celebrante enla periferia de Cartagena.

Desde que llegó, Lorenza estabaobsesionada con el gran sacerdote.Aquel hombre le producía un cosquilleoen el vientre. Lo exploró de arriba

abajo, de abajo arriba, se regocijó ensus brazos, en su pecho, en sus muslos,en sus manos. Ahora, en el centro delcírculo, miraba sus ojos pardos, suspupilas dilatadas, y a través del sudorque le corría por las pestañas, lo admirócomo macho.

Sonaron las tamboras. Las mujeresse desprendieron de la parte superiordel vestido y del turbante, y comenzarona bailar. Lorenza las imitó. Desnuda decintura para arriba, a sus diez años,dejando ver un cuerpo que no terminabade abandonar la inocencia de la niñez,pero que marcaba la curvatura hacia lahermosa mujer en que se convertiría,

danzó con tal intensidad y dominio queno volvieron a cuestionarla nunca.

El ritmo aceleraba; el baile seendurecía. El hungan elevaba la vozsobre los tambores. Colocó un gallosobre una roca. De un certero golpe demuñeca, la cabeza del animal saltó porlos aires. Un chorro de sangre le cubrióel torso. La otra mambo recogió el restode la sangre en una jicara, y trasmezclarla con unos polvos que tomó deun plato del altar, la paseó por elconjunto de danzantes ofreciéndola parabeber. El hungan se sumó a losbailarines agitando el gallo por encimade sus cabezas. La sangre rociada

escurría por los cuerpos desnudos.Lorenza tomó la jícara y bebió hasta queel fluido le desbordó la comisura de loslabios y le chorreó los incipientes senosde rojos caudales. Veía girar losluceros, desordenarse el firmamento.Escuchaba la voz del hungan adorar aShango, a Legba, a Dambaya (el amo dela lluvia), a Erzilie (versión pagana dela Virgen María), a los loas. Y los loas,los espíritus, se mezclaron con ellos enla danza. Lorenza los sentía acariciandosu cuerpo, dándole consejos, curandosus laceraciones. El eco de losfrenéticos tambores llevaba su mentepor las enredaderas de la manigua. Miró

la noche como la ven las ceibas, consolemnidad. Deseó al negro.

Margarita, en trance, amenazaba,profetizaba, adivinaba la suerte de losque la rodeaban y atravesaba muñecosde barro con astillas de caña.

Lorenza no recordaría más de suprimer contacto con el vudú. Sólo queantes de dormir profundamente losnegros de la hacienda se lavaron en elabrevadero de las cuadras, y que su ayala zambulló en el agua para limpiarlacon la ayuda de los esclavos que laportaron desmayada en los brazos.

—Fíjate, Álvaro, qué cuestión máscuriosa. El vudú llegó a este litoralantes que a Haití. No se desarrollómucho. Pero el primer contacto de lareligión africana con América seprodujo acá, en el extrarradio deCalamarí.

Atravesamos la Plaza de los Coches,tras la Torre del Reloj, y nosadentramos en la plaza contigua, la de laAduana. San Pedro Claver quedaba a lavista.

—En esta explanada vendían a losesclavos. No sé si ya entonces era

triangular como ahora, supongo que no,porque la muralla aún no la delimitaba—elucubró el padre Ferrer.

Continué en tono prudente, dealumno, callado.

—A menudo sigo pensando en laforma como los esclavos asumieronnuestra religión —siguió explicando—.En el pensamiento africano no existía ladualidad del bien y del mal, cuerpo yespíritu, Dios y diablo. Para ellos, en elÁfrica occidental, nada era del todobueno ni del todo malo. Cada negro quellega, cada tribu, tiene además su propiacosmovisión. Y todo ese maremágnumlo cogemos, me incluyo por ser parte de

la Iglesia, lo despreciamos, y de buenasa primeras nos empeñamos eninculcarles unos valores y unas ideas acontrapelo de sus creencias. A vista delos resultados no cabe duda que loconseguimos, pero esta cuestión creó unposo oscuro debajo de la realidad, unsubmundo discordante, levantisco,tenebroso. Esos primarios brotes devudú no tardaron mucho en desaparecer,porque la Iglesia, enterada de lasprácticas rituales, pocos años despuésde la iniciación de Lorenza desterró atodos los negros que lo practicaban, lamayoría mandingas, a las minas decarbón de Antioquia. Su doctrina se

derrumbó con ellos y con las galerías delos yacimientos. Los restos, losfundamentos, se mezclaron con labrujería y hechicería españolas, con lasreligiones indias y con otras delcontinente africano. En este sincretismotuvo mucho que ver Lorenza de Acereto.

Dos años antes de aquella noche devudú, en el noventa y cinco, y tres mesesdespués del fallecimiento del obispoJuan Montalvo, la flota de galeones trajoa Calamarí a su reemplazo: el dominicofray Juan de Ladrada. Un pequeño grupode esclavos venía a su servicio,

liderados por un moreno bien parecido,alto, medía casi dos metros. Ejercíasobre sus compañeros un indiscutibletutelaje. Nacido en Dahomey, se adaptóa América sin dificultad, y pronto sucaudillaje se extendió a casi toda lagente de castas de la región. Por lomenos una vez por semana se arrimaba ala selva, con los negros, para llevar acabo prácticas ceremoniales. Domingodel Señor Dahomey corría como ungamo, ni las cercas ni las cañadasconstituían vallas para él. Sobre susespaldas hercúleas se cimentaba igualun carruaje descachado que el troncocaído de un árbol. En los rituales su

presencia sacerdotal se imponía frente ala negramenta genuflexa ocontorsionada.

Las heridas de Lorenza cicatrizaroncon prontitud. La vida continuó con lacomplicidad de la rutina. Pero laprimera noche de vudú, repetida enadelante cada semana, le dejó abiertauna herida mayor, interna, profunda: elprimer amor, el platónico, el delmaestro. Y se apoderó de su alborotadocorazón escurriéndose por los nacientesavisos de la adolescencia. No desveló aMargarita su pasión por el gransacerdote. Su aya vivía repitiéndolehasta la saciedad que sólo sería mujer

de un blanco. Traicionar suintransigencia podía acarrear gravesinconvenientes.

Siempre encontraba el momentooportuno para hacerse acompañar deTomasito hasta la tapia del obispado, enla Plaza Mayor. Encaramada en lasramas de un naranjo se deleitaba con elcuerpo viril de Domingo del Señor,dominador incomparable del yunque, dela guadaña y de la azada.

El dahomeyano no tardó endescubrir las asechanzas de la rubita.Con el tiempo, las visitas no serealizaron furtivas, sino personales,amistosas. Se reunían en el patio de la

casa vecina, un caserón deshabitado,fantasmagórico y asustador, que doceaños después sería la primera sede delTribunal de la Inquisición. Cacanegra,posesionado de su rol de chaperón, noabandonó jamás a su amiga. Domingodel Señor les hablaba de su tierra, de sufamilia, de su rey (quien vendió a todossus súbditos a los portugueses), de susañoranzas, de sus credos, de lamultiplicidad de seres que los rodeaban(representados por el rayo, el mar, lastormentas), de los castigos que enviabanlas criaturas superiores, y de cómo suscongéneres habitaban en derredor de unmundo lleno de fetiches, maleficios,

brebajes y fórmulas mágicas. Pero éseno era el mundo del diablo, comopredicaban los curas católicos, ése erasu mundo, su espacio pequeño yparticular, negro, de los loas, del vudú.Les enseñó que el vudú no sólo eradanza, como muchos pensaban: era unconjunto de prácticas y creencias con lasque se rendía homenaje a la fuerza delos dioses y se colocaba al hombre enarmoniosa relación con ellos. El vudúno tenía una teología formal; muchasveces absorbía preceptos y ritos deotras religiones. El baile para elvuduista era lo que la misa para elcristiano.

Misas cristianas a las que Lorenzatambién asistía con la periodicidadestipulada por la Santa Madre Iglesia.Para un esclavo no asistir a la misadominical, no acudir a catequesis unavez a la semana, o no confesarasiduamente, suponía un castigo deveinticuatro latigazos y una buenareprimenda para el amo. Así que unos yotros se cuidaban de no transgredir lasseveras normas eclesiásticas. En la casadel tío Luis se acudía en grupo a la Misade la Misera, la que se celebraba antesde la aurora. La escasa iluminación y laoscuridad de la madrugada disimulabanlos harapos con que se cubrían los

miembros de algunas distinguidasfamilias venidas a menos y, en el casode los esclavos, no era difícil ocultar elguayabo cuaternario que dejaba lasesión de vudú de la noche anterior. Laparroquia, cerca de la casa, SantoToribio, causaba la misma sensación depánico en los negros que la catedral. Nohay nada más tétrico que una iglesia enlas horas nocturnas.

El fresco del alba restablecía losánimos. Las cuatro nuevas esclavas sehabían acostumbrado al acontecerdiario, a veces en la cocina, a vecesbailando en el patio, a veces en la camadel amo. No tardaron, con ayuda de

Margarita, en aprender castellano.Hicieron buenas migas con Lorenza. Amenudo hablaban sobre las mujeres desu estirpe. Platicaban sobre sexo,libertad y magia en aquel remotocontinente negro, fantástico a los oídosde los españoles, afable y natural paraellas.

La sexualidad, enérgicamentereprimida por la moral católica,comenzaba a ser buscadasubrepticiamente por blancos y criollosa través de los poderes mágico-eróticosque manejaban los negros; atractivoansiado por los hispanos a pesar delmiedo que a lo sobrenatural profesaban,

y que los negros no dudaron enapropiarse como defensa y revulsivocontra sus amos. Para indios y negros elsexo era parte de su vida; para loseuropeos, sinónimo de corrupción ypecado.

Los negros se sintieron fuertes en lamagia, superiores a sus patrones. Era elúnico campo en que descubrieron a losblancos suplicantes. Allí mandabanellos.

Los nuevos acontecimientos noapartaron a Lorenza de sus juegos ytravesuras; ahora contaba con mágicosalicientes.

Tres calles abajo de la casa del tío

Luis estaba el primer convento quehabitaron las clarisas, anterior al deSanta Clara. Lorenza observó enmúltiples ocasiones a las monjasrealizar penosamente sus tareas,aburridas, cabizbajas, con caraslánguidas. Repetidas veces habíapreguntado a Margarita cómo unapersona podía estar siempre triste. Suaya le contestaba que seguramente pormal de amores, que era el único mal querompía el alma. La lógica le llevó adeducir que las monjas necesitabanamor. Todo encajaba perfectamente: semorían de tedio porque no conocían losfavores amatorios. Explicó con toda

claridad su teoría al camarada Tomás.Éste se mostró plenamente conforme:había que poner remedio a la postraciónmonjil. Ambos conocían bien laefectividad de filtros y pócimas.Lorenza procuró entresacarle aMargarita alguna fórmula para remediarel mal de amores.

—No, mijita, usted no tiene todavíaedad para manejar esas cosas. Aprenda,que es su deber. Tiempo le quedará parahacer y deshacer entuertos.

Insistía, insistía, insistía… y nada.El tío Luis vociferó una tarde desde

su cuarto reclamando la presencia de lamulata. Algún esclavo vengativo le

había colocado un muñeco pinchadodebajo de la cama. Aquellas cosasdemoníacas ponían al canónigoextremadamente nervioso. Margarita,sabedora de los inconvenientes que lecausaba a una esclava vieja quedarse sinamo, intercedió para que el abatecalmara los ánimos y los dioses nodispusieran sus maleficios.

—Venga, mi niña, acompáñemerápido a la quebrada —apuró a Lorenza.

Las aguas corrían turbias.—Mire, peladita, cuando alguien le

quiera hacer algún mal, corra con elmandado y sumérjalo en una corriente deagua. El agua se lleva lo malo. El agua

limpia y purifica.El riachuelo cubrió el panzudo

monigote rojo con una puntilla clavadaen el corazón.

De regreso, Lorenza encontró elmomento propicio para reclamar lafórmula enamoradiza. Margarita estabaazorada, bajas las defensas.

—¡La madre que te trujo, niña! —refunfuñó—. Coge un corazón de sapo,cuatro ojos de murciélago, un huevo deiguana, las uñas de un gato y polvos decalavera. Machácalo todo en un morteroy viértelo en la comida de quien quierasenamorar.

Margarita le había soltado lo

primero que se le vino a la cabeza,asegurándose que tuviera entretenida aLorenza un buen rato. Desde luego, noera el tipo de filtros que ella utilizaba.Cuando la niña se alejó, rió de lasimpleza que le había largado, propia delas guarrerías de la hechicería blanca.

La mulatona no imaginaba que loselementos recomendados eran fáciles deconseguir por el cambrón. En menos deuna hora, a la sombra del manzanillo ylas piraustas, los jovencitos triturabanuna plasta maloliente, con parietalincluido, seccionado de una pedrada auno de los cráneos que Domingo delSeñor utilizaba en el altar. Depositaron

la viscosidad en una botellita de barro.Dichosos por el favor que le iban ahacer a las monjas, encaminaron suspasos al convento. Entraron en la cocinadisimuladamente. Permanecieronescondidos tras unos baldes y esperarona que la hermana Patata, bautizada asípor Tomasito en aras a la forma de sunariz, se ocupase en la alacena. Elcontenido del frasco cayó completo enel sancocho. ¡Pies, para qué os quiero!

Lorenza había culminado su primergran acto de hechicería.

Las monjas clarisas estuvieron apunto de sucumbir. Corrían de un ladopara otro tratando de contener el

intestino. Las letrinas no daban abasto.Cavaban un hoyito en mitad del claustroy se despachaban como buenamentepodían. El médico no encontró la causade tan descomunal epidemia. Laschurrias acabaron con los oficiosreligiosos, con los hábitos, buenos omalos, y hasta con los de vestir. Lamadre superiora creyó morir, hasta queuna semana después murió.

—Margarita, ¿el amor producecagalera?

Regresamos en coche hasta el hotel. Nopuedo negar lo ilustrativo del paseo. El

almuerzo y la tarde los dedicamos atemas distintos. Nos olvidamos un pocodel cuento de Lorenza y volvimos anosotros mismos, nada profundo.Quedaría con el padre Ferrer el viernes,una visita inesperada lo tendría ocupadohasta entonces.

Aquella noche no pude quitarme aLorenza de Acereto de la mente. Laimaginaba una y otra vez, entre sueños,danzando sicalípticamente cubierta desangre. Rumiaba la historia, le dabavueltas, la digería y la regurgitaba paraseguir masticándola.

Al día siguiente comencé a tomaranotaciones; no quería arriesgar la

pérdida de datos importantes. Mientrasaparecían en escena mis antepasados,pretendí empaparme de la cautivadorabiografía de Lorenza. De algo serviríaen el futuro.

No fue una jornada de sol intenso.Los nubarrones opacaron el ambiente yenfriaron la atmósfera. La playa estuvomás desierta que de costumbre.

Oscureciendo, un grupito de jóvenescosteños aparecieron en la arena.Pantalonetas y camisetas de colores,ellos; vaqueros ajustados y ombligueras,ellas. Al principio tomaron aguardientey ron blanco. Luego, entonados, sedieron a la parranda vallenata. Yo había

permanecido toda la tarde en lo alto dela terraza, escribiendo a mis padres yleyendo. Puse atención a las letras. Megustaron; debo reconocer que mellamaron la atención. Letras consentimiento, profundas, sentidas. Nopuedo afirmar que sea un experto enmúsica caribeña, pero desde entoncessoy un buen aficionado a los vallenatos.

La herida que llevo en el alma nocicatriza.

Inevitable me marca la pena, que esinfinita.

No tardé en animarme a bajar. Cincochicas y cinco chicos, entre los quince ylos treinta, digo por no equivocarme,

conformaban la pachanga. En Colombiatodo se hace por parejas. Tres morenostocaban el acordeón, la tambora y laguacharaca.

—¿Quihubo?Al poco tiempo trataba de imitar con

torpeza los precisos movimientos decadera de los costeños. Deprimente.Tenía más expresividad el palo de unaescoba.

Quisiera volar muy lejos, muy lejos,sin rumbo fijo.

Buscar un lugar del mundo sinodio,

vivir tranquilo.—¡Ay hombre…! ¡Un traguito de

Tres Esquinas. Fondo blanco, chapetón!Chapetón, en chibcha, significa

«tomate». Así llamaron los indígenas alos españoles cuando desembarcaron, yasí nos siguen llamando hoy loscolombianos. Dos, tres, cuatro tragos…

Eliminar la tristeza, las mentiras ylas traiciones.

No importa que nunca encuentre elcorazón

lo que ha buscado de verdad.No importa el tiempo, que ya es

muy cortoy las ansias largas de vivir.Me dejé guiar por la trigueña. ¡Qué

cuerpo! Después otra gente se pegó a la

rumba.Cualquier minuto de placer, será

sentido en realidad,si lleno el alma,si lleno el alma,de eternidad…Mi pareja me indicó que la canción

se llamaba Sin medir distancias, deDiomedes Díaz, y que era uno de losvallenatos más populares, además, quesu intérprete «de puro levantao», sehabía mandado incrustar un diamante enun diente. «¡Qué vaina, a Diomedes se leperdona todo, hasta que no se presente alos conciertos!».

Es muy cierto que la noche es tan

larga con mi desvelo.Rayito de la mañana, tú sabes,

cuánto la quiero…Vi girar los luceros, desordenarse el

firmamento… Miré la noche como laven las ceibas, con solemnidad, y sentíque tenía clavados los ojos de Lorenza.

Menos mal, tuve tiempo paraconsentir la resaca. El viernes me habíacitado el padre Ferrer para almorzar enel restaurante El Bodegón de laCandelaria, en la calle de las Damas. Alentrar pregunté por una mesa reservadaa nombre de José María Ferrer. Elcamarero, atento, me acomodó en el pisode arriba, junto a un ventanal desde el

que podía divisar parte de la ciudadantigua y el comienzo del sector playerocon impresionante escenografía marinade fondo.

—¿Es usted el doctor ÁlvaroSantander? —inquirió el maitre.

—Sí señor —respondí extrañado dela palabra «doctor».

—El padre Ferrer ha dejado estesobre para usted. Me pidió que se loentregara cuando viniese.

—Gracias.—A la orden.Tardé en percatarme de que en

Colombia todos somos «doctores», asíno hayamos estudiado medicina. México

está plagado de «licenciados», yEcuador y otros países latinos de«ingenieros».

Abrí la carta.

Estimado Álvaro:Quiero pedirte sinceras

disculpas, pero un enredo deúltima hora me impideacompañarte en estos momentos.Sin embargo, no quiero quedesperdicies tu almuerzo ni quedejes de visitar esta tarde elCerro de la Popa.

Mientras te sirven, trataré deexplicarte brevemente lo que

estaría contándote en estosinstantes.

La edificación en la cual teencuentras tieneaproximadamente cuatrocientosaños; es decir, ya existía en elmundo de Lorenza. Pertenecióinicialmente a Alonso Álvarezde Armenta, importantemercader, quien sostuvonegocios, turbios algunos, condon Luis Gómez de Espinosa.

Cuenta la leyenda que en esacasa la Virgen de la Candelariase le apareció al monje agustinofray Alonso de la Cruz y le

impartió instrucciones para quearrojase a los demonios delCerro de la Popa y en la cimaconstruyera un monasterio.

Fíjate, a la salida, en lapuerta. Tiene esculpidos cientocuarenta y siete leoncillos enbronce. Hay uno más grande queel resto. Al tocarlo, pensabanantes, concedía la gracia desalvar de las persecuciones aquienes eran requeridos por laInquisición o por motivospolíticos.

Estás, como podrás apreciar,en el génesis del Monasterio de

la Popa.Cuando termines de comer,

un chofer con mi auto te estaráesperando. En la Popa, preguntapor Sacabuches, el jardinero.

Te espero mañana a las seisen mi despacho.

No te preocupes por lacuenta. San Pedro Claver invita.

Buen provecho. Un abrazo,

JOSÉ MARÍA FERRER S. J.

El chofer me saludó cordialmente.Era un cartagenero serio, callado, de lospocos que pueden aguantar más de un

par de minutos sin hablar, acostumbradoa la discreción. Tenía bigote y cabellogruesos, negros.

Atravesamos barrios populares enestéreo, con la FM a todo volumen,repletos de muchachos de mococolgando que tendían cuerdas de lado alado de la calle para obstaculizar eltráfico y pedir «una moneita».

En primera, forzado el motor,escalamos la seseada y estrechacarretera que conducía a lo alto delcerro. Pedro Argemiro, el conductor, asídijo llamarse, esperó dormitando en elparking. Compré la boleta de entrada yseguí a un guía que recitó un parlamento

como un papagayo, estancia porestancia, a toda velocidad y sinvocalizar. En diez minutos habíamosterminado la visita.

Pregunté a una vendedora dehelados, «paletas» gritaba que vendía,por el jardinero Sacabuches.

—El Sacabuches, avemaría…, ésedebe andar pendejeando por el huerto deatrás.

Bordeé el recoleto monasterio. Losclaveles y geranios rojos contrastabancon el blanco de las paredes y el negrode las rejas de las ventanas. Desde elmirador pude observar la ciudad en todasu dimensión: a la derecha el casco

viejo, el Corralito de Piedra; al fondoBocagrande, el Laguito, CastilloGrande, la zona turística; al pieLoamador, Torices, Chambacu, LaQuinta, Chino Barrio, y tras el CañoBasurto, la isla de Manga con susmansiones criollas; la Bahía de lasAnimas en su calmo esplendor; a laespalda la Ciénaga de la Virgen, y ensus orillas, los más pobres: las casuchasde tejado de zinc o de palma, las callessin pavimento, los peces muertos.

Abrí la cancela de entrada alpequeño huerto. Un hombre enjuto,moreno, de cabello blanco crespo,labios abultados y orejas grandes,

arrancaba con el azadón las malashierbas.

—¿Sacabuches? —pregunté convergüenza por llamar así a alguien.

—A la orden.—Vengo de parte del padre José

María Ferrer, de San Pedro Claver.—¡Eche… el cura rico! Ea, pues…

esos curas sí tienen plata, ¿no? —Aparcó el azadón y me estrechó la mano—. Venga pa’cá y charlamos un rato.¿Un aguardientico?

Sacó media de Néctar que cargabaen el bolsillo trasero de la pantaloneta yme la ofreció. Hice que tomaba, pero elsol decadente de las cuatro no me

provocó del licor. Nos sentamos en elmuro, a la vista de la ciénaga dorada yel ocre despeñadero que se abría bajonosotros.

—Cuente, sardino, ¿en qué puedoserle útil?

—Me gustaría saber sobre el Cerrode la Popa, su historia, alguna anécdota.Algo que pueda decirme…, supongo queel padre Ferrer ya le habrá contado…

—Pero el cura, cuando ha venido, nose ha interesado por el cerro… —Achicó la mirada.

—¿Por qué entonces?—¡Por el Monte de los Trasgos! Que

es algo muy distinto, mi chino. —

Levantó el dedo índice sentando cátedra—. Unas cosas son del cielo, y otras delinfierno.

El dómine gesticulabaconstantemente, con exageración ydemasía.

—Antes que hogar de Dios, el cerrofue escondite del demonio y toda sucorte. —Otra chupadita.

No recuerdo exactamente laspalabras con las que narró la historia,enzarzada de cartagenero apretado, peroen esencia, he podido rescatar losacontecimientos.

—En el Monte de los Trasgos vivíanen las horas diurnas, las de su descanso,

todos los fantasmas, endriagos,apariciones y espantos. La Mojana, lamuerte, era la guardiana del lugar. Sinrostro visible, de figura imprecisa,larga, prolongada, no se distinguía sillegaba o no a la tierra. —Sacabuches,en pie delante de mí, escenificaba congrandilocuentes aspavientos—. Uncayado tosco se enredaba entre lospliegues de sus manos. Con él sesgabael paso y la vida de todos los queosaban adentrarse en estos terrenos.Además de La Mojana, estaba Canicubá,un diablo pícaro dueño del río Atrato;Taravira, el demonio sodomita;Antomiá, el maligno que actúa en

armonía con la Parca; la Marimonda,con sus endriagos montaraces; Dabeiba,dominadora de los fenómenos naturales;el Bracamonte, fantasma pastoril.Podían sentirse al anochecer, cuandodespertaban, los alaridos del Gritón y dela Patetarro, los pasos de la Mancarita,el deslizar de la Patasola, los fulgoresde la Candileja, los cánticos de laSombrerona, el husmear del Ayudado, elDuende y la Madremonte, los gemidosde la Llorona, la Madreselva y el ÁnimaSola, la presencia del Pollo del Aire,Lórmala y el Monicongo, el olorazufrado del Hojarasquín del Monte. Porla noche se dispersaban por todo el

litoral. La gente se escondía de ellos, yde los otros: la Madrediagua, la Mula deTres Patas, el Cura sin Cabeza, laTarasca, el Coco, la Viudita, elEnyerbao, el Muan, la Madre del Río, elPerro Negro, el Jinete Negro y laSombra Negra…

Intermedio. «Visite nuestro bar».Chupito.

—Algunos habían nacido aquí, en lacosta, otros llegaron del interior, y otrosvinieron camuflados en los barcosespañoles o en las armazones negreras.Hasta zombis había, resucitados por losafricanos. Pero sobre los engendros delmal, estaban los diablos mayores:

Rompesantos, padre de un cambrón quecausó estragos en Cartagena, y Buziraco,la personificación de Satán, con formade macho cabrío. Nadie, jamás, regresódel Monte de los Trasgos. Ni los brujos,ni los hechiceros, ni los zahoríes, ni loscuras, ni los ricos, ni los pobres, ni losmaleantes, ni los vagabundos, ni losaventureros, ni los locos, se atrevían apisar estos contornos. Tan sólo unapersona, un hombre, o medio hombremás bien, podía entrar y salir con plenalibertad: Cacanegra, el cambrón, hijo deRompesantos y una esclava. ¡Hastabuena papa resultó el sardino!

—¡Un momento! —interrumpí. La

aparición de Tomás Cacanegra mesobrecogió—. ¿Se refiere usted a queera buena persona?

—¡Eche… cipote vaina! Ni buena,ni mala…, digo yo. —Se detuvo arazonar unos segundos—. Los hijos deSatanás no son ni buenos ni malos. Si seportan bien, faltan a sus obligaciones, yeso sería malo. Si se portan mal,estarían actuando con responsabilidad,según su naturaleza y educación, y nosería lógico motejarlos de perversos. —Se rascó la cabeza—. ¡Éstas son vainasjodidas, doctor! Yo se las cuento, perono me pregunte.

Recobró la pose teatral.

—Le decía que el único que entró ysalió de aquí fue Cacanegra. Siempreiba rodeado por serpientes que teníanmás cascabeles que un carillón, iguanasde cresta verde, arañas pollas, saposgordos, alacranes y mariposas negras.De vez en cuando algún animalitohambriento se papeaba a otro, ya meentiende: ñam-ñam. El cambrón extrajode estos montes los secretos del averno.No duró mucho en Cartagena. Se enredóen una pelea con el hijo de un rico ytuvo que salir por patas. Todo estohubiera importado un carajo si esossecretos no los hubiera compartido,antes de largarse, con una pelada de diez

u once años que vivía en su misma casay llegó a ser una bruja de armas tomar.Ahorita no caigo en el nombre… y esoque el otro día me lo recordó el curarico…

—Lorenza de Acereto.—¡Ésa, miérrrrr…coles! Ésa es la

bruja. —Puso los brazos en jarra—.Claro que fue mucho más que una simplebruja. Mucho más…

Cambió de tema bruscamente. No sési lo hizo por desconocimiento de losdetalles de la vida de Lorenza o porocultamiento premeditado. Quizá elmismo padre Ferrer le había pedido queno lo hiciera.

—Un día, en una casa de la calle delas Damas, hoy restaurante de ésos paraturistas, la Virgen de la Candelaria se leapareció al religioso Alonso de la Cruz,le ordenó expulsar a todos los engendrosmalignos del Monte y levantar unmonasterio en su honor en todo lo altopara que no pudieran volver. El agustinolo pensó mucho, vaina de encargo. Sededicó a la oración y al ayuno…¡Hombre de Dios, si lo que tenía quehaber hecho es tomar unas clasecitas deesgrima! —El jardinero desenvainó unaespada imaginaria y comenzó a batirla—. Imagine usted, el monje se presentóuna noche, crucifijo en mano, de los

grandotes, eso sí, a enfrentar a LaMojana. Fue pelea de cruz y cayado, agolpe limpio… Y parece que la venció,o por lo menos la sacó corriendo. FrayAlonso no paraba de rezar. Se internó enla espesura y uno por uno fueexpulsando a los espíritus del mal, apunta de batacazos o de oraciones, lomismo da, pero los iba largando. Yluego se dispersaron por toda lageografía del país, digo yo…

Pude recrear cada uno de loscombates en las gesticulaciones deSacabuches.

—Cuando llegó a la cima, elmismísimo Buziraco le salió al

encuentro. El macho cabrío, armado deespada, tiró con dureza variasestocadas. El pobre monje, como pudo,las esquivó anteponiendo la cruz. Sesintió desfallecer y retrocedió unospasos. Asió firmemente el crucifijo porel palo corto, lo volteó, cerró los ojos, yorando y repartiendo mandobles entodas direcciones arrinconó a Buziracocontra el cantil del despeñadero. Mire,contra éste, justito aquí donde estamos.—El jardinero señaló el terraplénvertical que tras el menguado muro caíahasta el pie del cerro—. El últimocristazo, y el diablo se desplomó por elprecipicio: chao candao. Desde

entonces, a esto se lo conoce como elSalto del Cabrón. Un par de añosdespués, fray Alonso de la Cruz fundó elMonasterio de la Candelaria.

La última frase pronunciada porSacabuches, dramático, antes dedespedirnos, fue: «¡Atento, los trasgospueden volver pronto!».

El padre Ferrer cacharreaba con elordenador, o computador como le dicenen Latinoamérica, bajo la luz halógenade la mesa redonda fumando suscigarrillos mentolados. El resto delestudio se mantenía apagado. Saludos,

preguntas, risas, y el tema lógico eimpuesto: la visita al Cerro de la Popa yla conversación con el jardinero.

—Es un tío increíble, ¿verdad? —Elsacerdote movía los brazos tratando deimitarle.

—Desde luego. No sé por qué losjardineros siempre resultan tiposbrillantes. Pero no está quieto un minuto;acaba uno mareado con tanto aspaviento.

—Es un cuentista memorable. —Sonrió.

Le puse al tanto de mis recientesaficiones musicales, del cuaderno deapuntes, del halo mágico y misteriosoque empezaba a interiorizárseme, de mis

conclusiones hasta la fecha, de misinquietudes, de todo un poco, menos delheterónimo influjo de los ojos deLorenza.

El padre me ponía atención sindescuidar las tareas informáticas, hastaque de pronto se bloqueó y solicitó miayuda.

—¿Tú entiendes de esto?—Algo —confirmé—, lo

imprescindible.—Ven a ver si puedes ayudarme.

Estoy intentando copiar este ficherodentro de otro; el programa es nuevo yno lo domino todavía.

No era complicado. Aproveché para

darle un vistazo a la pantalla: el padreFerrer escribía sobre Lorenza deAcereto; en el administrador de archivospude corroborarlo. Un sinfín de ficheroscon vocablos que me resultaronfamiliares se agrupaban en un solodirectorio llamado Calamarí: Bruja,Helena, Cruz, Alonso, Tío, Francés,Lorenza, Madre, Feria, Vudú, Indios,Diablo, Machanaes, etc… Dos palabrasme llamaron la atención en esemomento: Pergamino y Delfín, quizáporque tuvieran todas las letras enmayúscula, o quizá, simplemente, porfigurar últimas de la lista.

El puerto y la ciudad ibandistanciándose cada vez más. Prontoperderían la visión mutua. La murallaiba tomando altura.

Bautista Antonelli, ingeniero militaritaliano, había entrado al servicio deFelipe II en 1570. Llegó a Cartagenapoco después del asalto de Drake,encargado de concebir y dirigir lasobras de fortificación de la urbe. Era unhombre amable, sin trazas castrenses,rubio, de mediana edad, con barba ybigotes acicalados, vestido siempre alitálico modo, demasiado abrigado paralos calores tropicales. Con frecuenciaarrimaba a la vivienda de don Luis

buscando piedra coralina, argamasa, caly otros materiales de construcción que elabate estaba en capacidad deproporcionar a bajo costo.

El tío Luis, por aquellos días,mostraba síntomas de unos deliriosperseguidores que lo recluían a cerrojoen sus dependencias. La noticia devarios asesinatos de españoles por partede sus esclavos, así como las constantesfugas de negros cimarrones, lo teníantemerosamente alterado. Cargaba plenaconciencia del mal trato otorgado a suservidumbre. El encierro permitió aLorenza amplias libertades parainfiltrarse en la zona blanca, e incluso

acercarse a los frecuentes visitantes, unode ellos, el más cordial, BautistaAntonelli. El italiano, que nunca pudoconcebir hijos, se encariñó con latraviesa Lorenza, descrestado por suingenio, vivacidad y ansias deconocimiento. Antonelli y su esposajugarían un papel importante en su vida:tuvieron la paciencia y el atrevimientode enseñarle a leer y escribir.

Tomasito esperaba pacientementeuna o dos horas al día cada vez que suamiga le pedía el favor de acompañarlaa la mansión de los italianos, en la callede la Necesidad. Rodeados de sobriosmuebles de caoba, a veces el ingeniero,

a veces su esposa, dictaban las clases ala joven, quien más gustaba de lascoloridas ilustraciones que de la letragótica de los códices miniados en losque aprendía esmeradamente.

La autopromesa y el deseo deconocer el texto de su pergamino laimpulsaron a reclamar el aprendizajecon vehemencia. En diez meses sedefendía en la lectura y elaboraba unostrazos imperfectos pero legibles.

El matrimonio se cuidaba de dosasuntos incómodos: las mentiras deLorenza y la proximidad del cambrón.

Los Antonelli sentían, al cabo de unaño, sutil agobio ante la exaltación de

Lorenza por las dilatadas sesiones.Afortunadamente, entrando a considerarcómo zafarse de ella, la niña,complacida por el nivel alcanzado, dejóde frecuentar la casa. Continuóasistiendo esporádicamente, reclamandolas exquisitas tazas de cacao quepreparaba la señora Antonelli, y arepasar, preguntar dudas o sentarse aleer algunas publicaciones queatesoraba el ingeniero. Esto permitióque las relaciones volvieran al tono dela cordialidad y continuaran en eltiempo, al punto que, ocho años después,Lorenza de Acereto podría tener en susmanos uno de los ciento tres ejemplares

de la primera edición de El Quijote queen 1605 llegaron a América, adquiridopor Bautista Antonelli en la librería deSebastián Huidobro.

A la vuelta de sus secretaslecciones, Lorenza extraía el pergaminodel saquillo y lo estudiaba condetenimiento sin poder organizar lasletras. No se formaban palabras, almenos tal como ella las conocía. Notomaban significado. ¿Por qué era capazde entender sin dificultad los libros, yno el texto del manuscrito?

Aprendió de memoria una palabra,«nuntius», y se la consultó al maestro.

—Eso no es castellano, Lorenzana,

es latín —le comentó Antonelli—. Ésees lenguaje de clerecía. Algún curaletrado, no hay muchos, podrácomplacerte.

No se atrevió a recurrir al tío Luis.Supuso que el abate, de latín, pocón. Apesar de alargarse la espera paradescifrar el pergamino, no dio porperdido, ni banal, el esfuerzo realizadoen el aprendizaje de la lectura. Estabaun escalón arriba del resto de lasmujeres. Y de muchos hombres también.

Entre lección y lección, Lorenza yTomasito escapaban a la Plaza Mayor,al anochecer, buscando elentretenimiento de los títeres,

malabaristas o ciegos cantores que alrefresco presentaban sus funciones.Estaban en cierta ocasión embobados enun cantar de gesta recitado por uninvidente, cuando el barullo interrumpióel acto y concentró a la muchedumbre enel corazón de la explanada: fray Juan dela Cruz hacía su entrada triunfal trashaber derrotado al diablo y haberexpulsado del Monte de los Trasgos atodos los malignos.

Tomás Cacanegra sintió un latigazofulminante. Lorenza captó de inmediatoel abatimiento de su amigo. Al fin y alcabo, acababan de atentar contra supadre. Marcharon al mar, más allá del

puerto, cerca de la casucha incineradade la playa.

El cambrón no articuló palabra. Serefugió en el silencio, sentado en laarena mirando al frente.

Así permanecieron hasta lamadrugada, inermes, despreocupados delas obligaciones, cómplices en ladesgracia, igual que habían sidosiempre.

Lorenza se concentró en lasestrellas, siguiendo su curso, como lehabía enseñado Jean Aimé.

—Tomás —dijo sin apartar la vistadel firmamento—, debes estarprevenido, las estrellas no están de tu

parte.—Pamplinas —balbuceó el

cambrón.El océano estaba en reposo, con la

marea más baja de lo normal por elinflujo de la luna llena. Algunasluciérnagas alternaban con las piraustas.

De repente, Lorenza tocó el brazo deTomasito. Alzaron la vista. Un velamenblanco se dibujó en el horizonte. Amedida que remontaba la curvatura de latierra era más nítido. Se levantaron. Elnavío no tomaba la entrada del puerto.Se dirigía en línea recta hacia la playa.Era un extraño galeón plateado. Noestaba construido de madera, como

todos los conocidos. No emitía ningunaclase de ruidos ni crujía. Parecía todode nácar. A medida que la proximidadse lo permitió, vislumbraron algunosfaroles en cubierta, pero nodeterminaron hombre alguno. Elfantasmagórico navío ancló muy cercadel rompezón de las olas, sin encallar.

—Es todo de conchas marinas —apreció el negrito.

—No son conchas, Tomasito, sonuñas —rectificó Lorenza y se guardótras la espalda del cambrón.

Efectivamente eran uñas, uñas deahorcado para ser más exactos.

—¡Escondámonos antes de que nos

vean!Corrieron tras los arbustos, donde

pudieron fisgar cautelosamente.Un bote de iguales componentes

partió de un costado de la nave.Distinguieron dos personas a bordo.Remontado por la espuma, el bote chocócontra la arena. Primero bajó un tipoescueto, delgado, de finísimos rasgos yexquisita compostura, con la carablanqueada con polvos de arroz y elcabello claro recogido en una coletilla.Vestía jubón y calzas de un verdosoesmeraldino con brocados en oro.Detrás saltó a tierra un gordo rapado,con una argolla en la nariz y pinta de

pocas amistades. Portaba en loshombros un aparatoso fardo del quependían algunos instrumentos de cocina.

Los muchachos se dirigieron alpuerto, sin ser vistos, eso creían,mientras el bote regresaba solo y elgaleón levaba anclas y viraba a laderecha para volver a perderse en elmar.

Al día siguiente, entre los esclavos,en las calles, a la salida de misa, en laplaza, todos comentaban: «El DelfínVerde se encuentra en Cartagena».Estaban pletóricos de felicidad poralbergar sangre real en la villa.

Felipe II, antes de caer enfermo en

El Escorial, había logrado deshacersedel hermano de Juan de Austria, elDelfín Verde, como cariñosamente loapodaban las damas de la corte; el«hideputa que se ha follado a mi mujer»,como lo tildaban los esposos de lasdamas de la corte. El monarca nohallaba el momento de expulsar a aqueldesgraciado de los límites delmonasterio. El Delfín Verde contaba ensu palmarés cuatro embarazos nodeseados, duelos a diario que habíancostado la vida a algunos de los másvaliosos allegados del soberano, ritosde brujería sobre los mármoles delpudridero y toda una serie de fechorías

que habían alborotado a las señoras,enfurecido a los maridos, desquiciadolos nervios del rey y puesto en jaque a lanobleza.

Tuvieron que unirse las fuerzas detodos los ofendidos para desterrarlo. Elúltimo día, antes de partir, habíarecibido los guantes de treinta y sietecaballeros. De aquel duelo no iba a salircon vida, así que tomó las deVilladiego.

Y reapareció, ufano y orondo, alotro lado del charco dispuesto a dejarmuy en alto su fama de galán,conquistador, amante, jugador, fullero,espadachín y, sobre todo, a pavonear su

realeza.Arrendó una casa en la calle del

Porvenir, y allí se instaló con su criado.A los quince días ya era asiduo clientedel tío Luis, quien le proveyó de licorestraídos de Escocia, adquiridos acontrabandistas napolitanos.

La oportunidad que aprovechóLorenza para entablar contacto con elmisterioso personaje se presentóacompañando a la esclava Isabel delÁngel de la Guarda a entregarle un odrecon vino casero que le enviaba elcanónigo. Aquel vino era ácido y malocomo la peste, pero el de crianza sepicaba en el trópico y el llegado de

España no aguantaba la travesía sinavinagrarse. Las uvas cultivadas en lahuerta no tenían suficiente azúcar. Detodas formas, el Delfín lo recibió debuena gana.

—A falta de pan, buenas son tortas—dijo tras la cata.

La casa apenas tenía mobiliario nidecoración. Las paredes aparecíandesnudas, frías, la piedra demasiadoexpuesta. Lorenza se fijó en el únicoobjeto que merecía la pena: un libroempastado en cuero negro repujadoencima de la rústica mesa del comedor.En la tapa, el título: MalleusMaleficarum. Lo abrió, leyó lo que

pudo y la sorprendieron los dibujos.Cuanto hechizo, conjuro o filtro, diablo,trasgo, aparición, ser maligno o asuntorelacionado con la magia, hechicería obrujería eran conocidos, desfilaban porsus páginas. Sin embargo, no sería elúnico ejemplar que leyera: en 1605 laCompañía de Jesús se estableció enCartagena, y en su biblioteca estabatambién el Malleus Maleficarum, ElMartillo del Diablo, el libro negro delConcilio de Trento, donde dos jesuitas,Kraemer y Sprenger, en 1486, habíanrecogido todas las modalidades denigromancia que pululaban por elmundo. Lorenza lo estudió con fervor

siempre que lo tuvo a su alcance.En sucesivas visitas, el Delfín Verde

no otorgó importancia a las incursionesde la muchacha en el libro, ignorante desu educación lectora, figurándose quelas ilustraciones eran las que captabansu atención. Lorenza no sólo aprovechóla candidez del noble para leer cuantaspáginas se le antojaron, también leentresacó información oral a través depreguntas aparentemente inocentes queel Delfín tomó como un juego. Sedivirtieron gateando por la brujeríablanca.

El padre Ferrer dejó de hacer argollascon el humo del tabaco y se levantó. Fuehasta la librería para mostrarme unaedición facsímil del Malleus.

—No me extraña que a Lorenza leimpresionara —expresé analizando eltomo.

—A mí tampoco, no es para menos—asintió—. El papa encargó a laCompañía de Jesús la investigación yelaboración de un tratado sobre lademonología existente en la época, ydespués fue utilizado en Trento. A laIglesia se le estaban empezando a salir

de las manos los problemasconcernientes a la brujería. Había queprofundizar en los pormenores delextenso y enigmático terreno de Lucifer.Los jesuitas asumieron la tarea. ElConcilio aplaudió la calidad del trabajo,pero el libro acabó sirviendo más comomanual a los propios brujos, que comoinstrumento orientador para loseclesiásticos. A pesar de todo, siguesiendo un volumen infalible en lasbibliotecas de la Compañía. Observaesta página. —Me la marcó en el libro.

La estudié con atención, y no conmenos sobresalto. El dibujo mostraba ungaleón nacarado, acompañado de un

texto que ofrecía las explicacionesoportunas: el Barco Demonológico,fabricado con uñas de ahorcado,tripulado únicamente por Nisgrov, elcocinero del diablo.

Me reservé los comentarios; nohubiera podido hacerlos. Miracionalismo estaba empezando a sercatapultado.

—Otra curiosidad —comentó eljesuita con la mano derecha sobre ellibro abierto—. Fíjate que Buziraco eraun trasgo, o un diablo, perteneciente a latradición india. En la tradición católica,sin embargo, aparece con forma demacho cabrío. ¿Desde cuándo los

indígenas tuvieron demonios con esaforma? Nunca. La Iglesia europeizó lademonología negra e indígena. Laacomodó a sus creencias, como pasócon muchas otras cosas.

El claustro de San Pedro Claverdescansaba. El viejo párroco tambiéndormía desde temprano, pues deberíalevantarse a celebrar la misa de seis.

El padre Ferrer pidió un tinto a laúnica chica del servicio despierta, laencargada de fumigar las habitaciones.El globo seguía inquietándome desde suesquina, tanto como el libro que acababade cerrar el padre Ferrer.

—Ya ves cómo Lorenza va

absorbiendo de los negros y los blancos.—Probó el café—. De los indiostambién, por supuesto. Es como unaesponja. Coge de aquí y de allá…

La feroz tribu de los indios machanaesseguía con ánimo belicoso. Pocos eranlos miembros que habían entrado alservicio de los blancos, la mayoríamujeres. Otros habían sido apresados,juzgados y desmembrados en la PlazaMayor por cometer pecado nefando ybestialidad; es decir, por bisexuales ycaníbales. Los indios eran amarradospor sus cuatro extremidades a las sillas

de igual número de caballos. Arreabanlas bestias, y el cuerpo de los indios seestiraba hasta descoyuntarse y separarselos miembros. Los asistentes a lasejecuciones aplaudían a rabiar cuando lapena se ejecutaba con pulcritud. Lasextremidades debían desprenderse almismo tiempo. No era considerado debuena factura que un brazo o una piernaquedase pegada al tronco, o que loscaballos tirasen descoordinadamente.

Los machanaes tenían como sagradacostumbre abandonar a los enfermos ymoribundos en las riberas de la ciénaga,con un poco de pan y agua. Allí moríansolos; los tremedales se convertían en

económico cementerio. Margaritaconocía esta tradición, y cuando la indiaque estaba al servicio de don Luis,María de los Ángeles, Musinga, enfermógravemente de pelagra, la mulata no lallevó al hospital de San Lázaro, sino quela acompañó a la ciénaga. Lorenza se lespegó, cargando los alimentos, mientrasMargarita hacía lo imposible por nodejar caer a la debilitada mucama.

La niña quedó con ella un rato, lecolocó el pan y el agua a prudentedistancia. Musinga le acarició la melenay le pasó los dedos por la cara.

—Toma esto, Lorencita. —Se quitóun colgante con forma de diente y se lo

puso al cuello sobre el escapulario y losabalorios negros—. Si alguna veznecesitas algo de mi gente, muéstraleseste amuleto. Te tratarán como a uno deellos.

Musinga moriría entre laspestilencias del barrro. Nadie la volvióa ver.

Lorenza, el día que asistió a laejecución de unos machanaes, terminóvomitando. Tomasito no es que dierasaltos de alegría, pero descartado elasqueamiento, no le pareció queaquellas muertes fueran más crueles quelas habituales, en la calle o en lacantina, donde los marineros caían al

suelo con la garganta abierta y la lenguaasomando por el corte del machete.

La vejez de Margarita, el grado deconfianza, exagerado tal vez, habíanampliado notoriamente la libertad demovimiento de los chiquillos.

Lorenza y el inseparable Tomás, porintermediación de algunos fámulosindígenas, a vista del amuleto, pudieroncontactar con un pequeño grupomachanae que vivía escondido en laselva, a una hora de Cartagena. Era laavanzadilla de la tribu, los que avisabande la organización de las «entradas» delos españoles contra su territorio.Pudieron comprobar que no eran

caníbales, así comieran carne cruda;pero una cosa era hincarle las muelas auna pata de mico, y otra, bien distinta,degustar pata de cristiano. Así mismoverificaron que la otra mitad de laacusación era cierta: practicaban lasodomía. Para evitar que de una u otraforma se lo comieran, Tomasito preferíaesperar, cobijado por sus alimañas, enla espesura de la selva y rescatardespués a su amiga de los mareos de lacoca, refrescándola en el agua delriachuelo antes de devolverla a casa.Margarita achacó los sudores de algunastardes a la posibilidad de la primeraregla, y no le dio la mayor importancia.

Lorenza era además una niña sana; nopadeció enfermedad alguna, ni siquieralas típicas de la infancia.

Ella se mezcló con los indios comolo había hecho con los negros, quizá enmenor intensidad, porque la convivenciafue corta, intermitente, nunca un díacompleto. Se embijó, bailó, ayudó,mascó coca mezclada con cenizas deyarumo, oró a los chamanes, observó ycaptó su esencia.

No se despegaba del brujo. Lefascinaba husmear en la cabaña delhechicero. La magia india le pareciómuy distinta de la negra y la blanca,aunque igual de efectiva e interesante, y

a las tres unía ya un salpicón deelementos cristianos. El brujo guardabaen el estante más alto un frasquito conuna poción que le sugería ideasmaliciosas. Sabía que el líquido rosadode la botellita hacía que los hombresgustasen de los de su especie. Elcompinche Tomás, informado del magnodescubrimiento, se escurrió una tardehasta el interior de la choza, trepó aescondidas por el mástil que la sosteníay alcanzó el bebedizo. Mientras,Lorenza, en el exterior, entretenía alvetusto curandero.

La poción fue a parar a las cubas deagua potable de Cartagena que se

repartían temprano, puerta a puerta, alomo de mula. No tardó en hacer efecto.A medio día el diablo Taravira brincabade entusiasmo por las calles de laciudad. Comenzaron las picadas de ojosentre fornidos varones, besitosmandados con la mano por querendonesbarbudos, flirteos y silbidos desde losbalcones a los muchachos de la guardia,quienes devolvían los agasajos contiernos requiebros de muñeca. Losoficiales del ejército cambiaron el pasomilitar por el contoneo de caderas.Políticos y comerciantes presumían de ira la última moda, ataviados con losmejores y más escotados vestidos de sus

esposas. El tío Luis prefirió encerrarseen el cuarto con los esclavos, y losperseguía por los corredores, ataviadocon unas enaguas de Margarita.

Al cabo de un mes el único que nosufría los efectos del hechizo, advertidopor Lorenza, era el Delfín Verde,además de los esclavos, que recogían elagua directamente de las quebradas. ElDelfín aprovechó la circunstancia paraasaltar la cama de las desconsoladasesposas. Los únicos rivales serios queencontró fueron los propios indiosmachanaes, quienes puestos al corriente,entraron en la ciudad y secuestraron unabuena cantidad de damas a las que

dieron gusto en sus campamentos.Taravira, por su parte, con forma de

negro tripodial organizó… no, más biendesorganizó, las juergas de lostravestidos parroquianos.

La ciudad estaba desprotegida. Elataque de los corsarios, o los propiosindios, podía ser inminente. El DelfínVerde tomó cartas en el asunto. Harto detanto amor y tan poca guerra, oxidada laespada, lubricado el hastío, exigió aNisgrov una solución pronta. Elcocinero del diablo demoró tres días enpreparar un antídoto que anulase losefectos del hechizo y expulsara al diabloTaravira de Cartagena. Las esclavas se

encargaron de distribuirlo, tambiéncansadas de que sus negros tuvieran queatender los requerimientos ardientes desus dueñas. Recuperada la hombría, losvarones se armaron nuevamente contodo tipo de corazas, y hasta de valor.Los que resistieron el trote del caballo,arremetieron violentamente contra losmachanaes y, tras una encarnizadabatalla, rescataron a las mujeres ydieron muerte a los naturales. Algunasno querían marcharse.

El brujo pereció con los demás. Alos nueve meses nacieron un montón derubitos, mestizos y mulatos: laverdadera mezcla de las razas.

—La historia me la contó tambiénSacabuches. No puedes imaginar lo queme divertí cuando relató lo de loshombres en plena efervescenciahomosexual. El tipo casi me acaba de larisa con tanto meneo… —El padreFerrer movía los brazos de derecha aizquierda, de izquierda a derecha—.Pero tómalo como algunos pasajes de laBiblia… hay que saber interpretarlos.

No sé por qué, a mí se me vino a lacabeza Maurice, el gerente de alimentos.

—¿Sabes lo que me dijo cuando lepregunté por el Delfín Verde?

—Ni idea.

—Que era la prueba viva de que loscartageneros tenían sangre real en lasvenas.

El cuento de los indios machanaesdistendió bastante la carga oscura por laque discurría la historia. En ningún librofigura este episodio, pero la tradiciónpopular lo narra con lujo de detalles.Más tarde tuve oportunidad de oírlorepetido, no por Sacabuches, sino por unlimpiabotas y una camarera del hotel.Ambos vivían en el barrio de la Ciénagade la Virgen, donde el jardinero, dondelos peces muertos, donde se desplomóBuziraco.

El humo del cigarrillo había

espesado la atmósfera. El padre Ferrervació el cenicero en la caneca paravolver a llenarlo de ceniza y puchos.

—Mi pequeña Lorenza, no sigasdiciendo disparates. —Domingo delSeñor le tapó cariñosamente la boca.

—Pero lo que te acabo de confesares cierto. Lo siento dentro, muy dentro,en mi corazón. Todas las veces que hevenido a buscarte es porque necesitabaverte, tocarte, oírte, estar contigo. Ymoría de impaciencia y de ganas decontártelo. Hoy pude venir sin Tomasito,y tú estabas solo, aquí, en el establo, y

he tenido la oportunidad y el valor dedecírtelo…

—Y me lo has dicho con los ojoscerrados —apuntó Domingo, sentándosesobre un poyo adosado a la pared,invitando a Lorenza a acompañarlo.

—Por la vergüenza.—Lo que me pides no puede ser. —

Domingo del Señor se atragantó, laangustia se le anudaba en el gañate. Unaangustia que no correspondía solamentea la declaración impetuosa de una niñaenamorada de su maestro, el gransacerdote.

—Te he deseado en cada ritual devudú. Me he embotado con tu cuerpo; he

soñado con él, dormida y despierta.Después de mucho pensarlo, he decididoque tú, sólo tú, debes ser el primerhombre que me posea.

—No sigas.—¿Acaso he dicho algo que te

moleste?—No, Lorencita. Tú no tienes la

culpa. Eres bella, muy bella. Cualquierhombre daría su vida por tenerte. Yotambién. No sé si ahora es el momentooportuno, quizá todavía seas muy joven;pero tienes voluntad de negra, y lasnegras pierden la virginidad antes de losdiez años. Compartes la vida con losnegros, y la seguirás compartiendo…

hasta que te cases… con un blanco…—Yo no te estoy pidiendo que te

cases conmigo. Simplemente, me gustanlos negros.

—¿Por qué te gustamos?—Tal vez porque saben fornicar

mejor…—¿Fornicar?—Sí… fornicar.—¡Tú qué puedes saber, Lorencita!

—Rió el negro tratando de zafarse laangustia—. Todavía eres virgen… ¿Ome equivoco?

—No te equivocas. Pero he vistocómo lo hacen —le dijo con pena de símisma.

—¿A quiénes has visto?—A los blancos, a los negros y a los

indios. Y me gusta más como lo hacenlos negros.

—Bueno, en eso no te voy a quitar larazón. Yo también prefiero a las negrasque a las blancas.

—Entonces, ¿me rechazas porquesoy blanca?

—No, mi niña… tú no eres blanca…—¿Lo haremos?—No puedo. —Aumentaba el

estrangulamiento en la garganta.Lorenza intentó levantarse airada,

ofendida por un negro arrogante al quehabía ofrecido con todo su amor, o lo

que ella creía que era amor, lainmolación de su doncellez.

—Un momento, no te vayas. —Lasujetó por el brazo—. Quiero contartealgo que desconoces. —Trató derelajarse—. ¿Has oído hablar de loscimarrones y de los palenques?

—Sí, los esclavos que se escapan yse refugian tras empalizadas de maderaen la selva. De vez en cuando regresanpor la noche a robar o a vengarse de susamos.

—Correcto. Yo fui un negrocimarrón, Lorencita. A los seis meses deaguantar el encierro, ahogado por lafalta de libertad, agachando la cabeza

ante los sermones y regaños del obispopor practicar mi religión, deshonradopor los latigazos y los castigos, escapéal palenque de San Jacinto, donde otrosde mi tribu habían buscado refugio de laesclavitud. Querían recuperar la vida sincondiciones, sin amos, sin límites, comoen Dahomey. En el palenque volví a serel gran sacerdote, el guía espiritual.Casi vuelvo a alcanzar la felicidadluchando por la emancipación de otroshermanos. El palenque iba creciendo.Logramos llevar algunas mujeres queparieron niños en estado libre.

—¿Y qué pasó entonces? ¿Por quévolviste al servicio del obispo?

—El ejército español nos tomó porsorpresa una noche de danza. Los loasnos avisaron cuando los soldadosestaban demasiado cerca, cuando losperros de presa se abalanzaron aarrancarnos la carne a dentelladas. Notuvimos oportunidad de defendernos,desarmados por los efluvios del guarapoy la chicha. Nos apresaron, quemaron elpalenque y nos trajeron encadenados aCartagena. Las mujeres fuerongolpeadas en la Plaza Mayor. Los niñossubastados. Los hombres corrimos peorsuerte: uno por uno fuimos castradosentre los insultos y las burlas denuestros amos. «¡Para que no nazcan

más hideputas que vengan a matarnosdespués de alimentarlos bien!». Ydesmayados por el dolor nos dejaroncon la herida untada de panela para quecicatrizara, tirados en los potreros delas casas. Algunos, los que gozábamosde mejor salud, logramos sobrevivir.Los demás murieron. Nuestros testículosestuvieron colgando de un poste en laplaza hasta que se pudrieron y se loscomieron los gallinazos. Yo todavíaestoy en lenta recuperación. Mi voz,como muchas partes de mi cuerpo,comienza a deteriorarse.

Lorenza odió aquella sociedad, y almonarca, y a España, y a América, y a

Cartagena. Los odió porque le habíanrobado su primer amor, su primerapasión, su primer deseo.

Y también odió a Domingo delSeñor, haciéndole inconscientementeculpable de su desilusión. Lo volvió aver en las celebraciones de vudú, perono se le acercó. El sacerdote nuncapermitió que nadie la tocase cuando elparoxismo de los rituales terminaba enalicorados estrechamientos carnales.

Pronto los dahomeyanos, y el gransacerdote con ellos, fueron enviados a lamuerte en las minas de Antioquia.

El rey mandó una cédula que, comomuchas, llegó tarde, o se perdió en el

camino, o simplemente pasóinadvertida:

«El Rey. Por cuanto nos somosinformados que en la provincia detierra firme, llamada Castillo del Oro,hay hecha ordenanza usada yguardada, para que los negros que sealzaren se les corten los miembrosgenitales, y que ha acaecidocortárselos a algunos y morir dello. Locual, a más de ser cosa muy deshonestay de mal ejemplo, se siguen otrosinconvenientes. Y visto por los denuestro Consejo de Indias, fueacordado que debía mandar esta micédula en la dicha razón. Por la cual

prohibimos y defendemos que ahora yde aquí adelante en manera alguna, nose ejecute la dicha pena de cortardichos miembros genitales, que sinecesario es, por la presenterevocamos cualquier ordenanza quecerca de lo susodicho esté hecha».

El 13 de septiembre de 1598falleció de gota el rey Felipe II en suhabitación de El Escorial junto al altarde la basílica. Cartagena, enterada de lanoticia con un mes de retraso, vistió deluto.

Fue celebrado un funeral por lamuerte del soberano al que asistió todala población. Terminado el oficio,

Lorenza y Tomás acompañaban al DelfínVerde en el pórtico de la catedral. Elnoble parecía el único alegre ante lasolemnidad de los actos fúnebres. Untrío de acomodados mozalbetes criollos,de terciopelo negro y gola almidonada,se acercaron risueños. Uno de ellos,poniéndose al lado de Lorenza, secontorsionó burlonamente tratando deimitar la danza africana. Tomás, rápidocomo una víbora, agarró una estaca ygolpeó desde el suelo la parte trasera delos pies del joven bromista, que cayó atierra dando alaridos y agarrándose lostalones. Cacanegra intentó la fuga, peroel padre y los sirvientes del herido

estaban demasiado cerca. Lo atraparonantes de que pudiera realizar cualquiermaniobra evasiva. Había desgraciado almuchacho para el resto de su vida. Lehabía roto sin misericordia el talón deAquiles. El progenitor montó en cólera,y arrebatando un portacirios almonaguillo, arremetió a bronzazoscontra el cambrón. Le propinó golpes enla cabeza, la cara y las costillas, hastaque el Delfín Verde logró mediar lasfurias.

—Llévatelo, Lorenza, y espérameesta noche donde me viste llegar —indicó mientras desenvainaba la espada.

El Delfín no tuvo más remedio, para

atajar la brutalidad, que mandar alpecho del iracundo padre la punta delacero.

Tomás rodó escaleras abajosangrando profusamente, y como pudo,recostado en Lorenza, se perdió por lacalle que bajaba al mar.

Permaneció sumergido en el agualargo tiempo, hasta el asomo de lasestrellas.

—El agua del mar cura las heridas—fue todo lo que dijo a Lorenza.

Después, se tumbaron en la arena.Tomasito estaba despidiéndose a sumanera, en silencio.

El Delfín Verde apareció con

Nisgrov poco antes de la medianoche.—¿Te marchas? —preguntó

Lorenza.—Es tiempo de partir. Voy a buscar

el alma del rey —farfulló.—¿Te llevarás a Tomasito?—Es lo mejor. Por estas tierras no

duraría vivo mucho tiempo.Los chiquillos se fundieron en un

abrazo y se miraron tristemente a losojos. El mutismo del negrito y unalágrima de Lorenza lo dijeron todo. ElBarco Demonológico horadó la brumadel Caribe hasta la arena. El boterecogió al Delfín Verde, a Nisgrov y aTomás Cacanegra. El hijo del diablo y

de Carlota partió rodeado de suspiraustas. Las alimañas y reptilesquedaron en la playa, y luego sedispersaron en todas direcciones.

Adiós, Tomás.Con su amigo del alma marchaba

también el resto de su niñez. La vida sele estaba llenando de fantasmas,fantasmas vacíos como el humo.

Cartagena estaba embrujada. Los negroscon sus religiones, ritos, danzas,bongoes, erotismo, bebedizos, magiasamatorias; con reuniones nocturnas,dioses africanos y esclavitud. Los indios

con su idolatría, sus trasgos perversos,supersticiones, pócimas, espíritus, susmuertos que nunca llegaban a morir parano dejar vivir tranquilos a los vivos; consus miedos y creencias ancestrales. Losblancos con su demonología europea:cada barco anclado era un depósito defantasmagoría y leyenda.

Para la gran ignorancia reinante, eramás fácil llegar a la elementalidad deSatanás que a la complejidad de laapologética.

El punto de contacto entre blancos,negros e indios eran las confluenciasmágicas. Unas confluencias llenas depicaresca, entreveradas con la miseria,

consumidas por la incultura, sinpersonajes que supieran magnificar lasviolaciones sacrílegas y laconcupiscencia. Una brujería delsubdesarrollo.

Calamarí estaba embrujada.

Capítulo 3

Si el marqués, a su edad, no se hubieraempeñado en hacer mojigangas,seguramente aún estaría vivo. Alsargento mayor Santander le temblaba lavoz cuando trataba de explicar lamanera tan estúpida en que el marquésde Torrealta encontró su fin. Rara, lamuerte, había sido. Nadie le creyócuando encontraron al noble ensartadoen su propia espada.

Asomado por la borda del galeónGran Capitán daba vueltas en sumemoria, una y otra vez, a los

disparatados acontecimientos que dossemanas antes le habían impuesto lacuerda necesidad de engrosar las filascastrenses de los nuevos territorios deultramar.

El duque de Lerma, valido del nuevorey Felipe III, ofrecería un gran baile decelebración por la resonada victoria enla batalla de las Dunas, batallamemorable en la que el archiduqueAlberto había expulsado a las fuerzas deMauricio de Orange de los territorios deNieuport. Y justo la noche anterior albaile, el sargento y la esposa delmarqués de Torrealta mantuvieron unencuentro furtivo, como tantos otros en

las últimas semanas, arropados por losfrondosos jardines del palacete familiarde los marqueses, próximo a la calle deSegovia. Madrid cobijaba los primeroscalores del verano, atizando los efluviosdel escaso río Manzanares. A pesar delriesgo, Francisco Santander prefería irataviado con el uniforme militar, al queatribuía dones atrayentes si nomagnéticos o afrodisíacos, para lucirlodelante de las damas de la villa y corte.Los amantes habían acordado,arriesgándose en la fantasía de losjuegos que gustaban saborear, cómo ellaasistiría al baile sin ropa interior,ocultando su secreto en las amplias y

festivas cavidades del miriñaque y losespaciosos andamios del traje de época.A la marquesa se le hizo caprichosa laexigencia, pero sólo de imaginarla se lehabían humedecido las intenciones. «Yoestaré allí, mirándote, fantaseando».

El Alcázar Real vestía sus mejoresgalas a la luz de las antorchas. Porencima de las torres todavía sevislumbraban las últimas nubes violetasdel atardecer madrileño, del paso haciala oscuridad, que sólo Madrid sabeteñirlo de ínclito morado. Lasrecepciones oficiales adolecían de lapomposidad y el refinamiento quetendrían en años posteriores. El marqués

de Torrealta, cercano a los ochentaabriles, apenas podía soportar en subrazo la hermosura comprada de sutreintañera esposa, por demás, anheladay repartida en las más nobles yacijaspalaciegas. Cada vez que el vetustomarido inclinaba la cabeza para besar lamano de alguna conocida, unos cuantosguiños, besos y alzada de cejas volabanhacia el moreno rostro de la marquesa.

Ella buscó al soldado por el salón;intuía su presencia desde algún enclaveestratégico.

Con poca fuerza y menos empeño dehabilidad, la joven pudo conducir alabuelete hasta la puerta entreabierta que

el día anterior le había indicado elsargento para averiguar el curso delerótico entretenimiento que se traíanentre manos, o, mejor dicho, entrefaldas. La desnudez oculta bajo losbrocados proveía sus ojos de unaelevada dosis de pícara lujuria, nodisimulada a las miradas frenteras delos hombres, favorecidos o no, queatestaban el salón de los espejos.

Las primeras notas de los músicoscaptaron la atención de los concurrentes,que irrumpieron en refinados, ridículos,aplausos. En ese instante, la marquesa,de espaldas a la puerta, sintió cómo sufalda era levantada con disimulo. Siguió

aplaudiendo. Unas manos se aferraron asus rodillas, bajaron despacio hastaposarse en los tobillos, y con sumadelicadeza, le alzaron los talones,primero de un pie, luego del otro, paradespojarla de los zapatos. Sintiócontrastar el frío mármol en sus plantascon el calor húmedo que le bajaba porlos muslos. Conoció el bigote bienrecortado del sargento subirle enescalofrío desde la parte trasera de lasrodillas hasta las nalgas. Los dedosfinos jugaban por todas partes.

—¿La marquesa me concede estebaile?

Un gemido apagado escapó de su

garganta. Sudaba. Carraspeó,justificante.

—No…, gracias. Estoy un pocosofocada. Debe de ser el calor. —Seabanicó, el aire excesivamenteperfumado.

Francisco esgrimió una sonrisa pararecompensa de sí mismo, tratando deseparar un poco las piernas de la prieta,preciada, pretendida, preocupada,premiada, prestada, prevenida, y entodos los sentidos apurada, amante.

Los gemiditos empezaban a inquietara su esposo, inundándola de reojazos.Atacada por el inevitable grito cimero,acallado venturosamente por los

estruendosos acordes de un allegromusical, no tuvo otra alternativa quesolicitar permiso para retirarse a lahabitación contigua a tomar un poco elfresco. Como pudo, tropezando con elbajofaldero cuerpo del sargento, alcanzóel pomo de la puerta. Cerró. Trascerciorarse de su soledad, estaba en labiblioteca, dio aviso a su amante paraque abandonara los faldones.Despeinados los cabellos azabaches,otrora marcialmente ajustados con grasa,el sargento trató de culminar la faenacon una serie de besos desaforados quela marquesa recibió con temeroso gusto,sin perder de vista la puerta. Concluido

el lance de besos al natural, Santanderdescendió por el cuerpo de la marquesahasta ponerse de rodillas a sus pies.Besó cada uno de sus dedos y metió lalengua en las cavidades que losseparaban. Y justamente, cuando tratabade hacer lo más fácil, lo más ingenuo ymenos peligroso, calzarla, Torrealtairrumpió en la estancia reclamando a sumujer.

—Se me rompió una hebilla delzapato y este joven guardia trata decomponerla —intentó exculparse.

Pero los arremolinados cabellos delsargento, el armador desabrochado y,sobre todo, el colorete rojo que le

desdibujaba la boca, incitaron al maridoa desenfundar el acero. FranciscoSantander, hábil espadachín, tanteandolos oxidados espadazos de sucontrincante, se limitó a esquivarlo y atorear un rato su anquilosada esgrima,esperanzado en que sus fuerzas tuvieranmenos resistencia que su ira. Paradivertirse y no ofender al atacante, sólole tocó con la punta de la espada: unbotón arrancado por aquí, un descosidopor allá, un pinchazo benigno, sin herir,en una pierna o un brazo. «Ay, ay,ay…», y saltos. El marqués agotaba susenergías cuando sobrevino la tragedia.En el último ataque, quizá el único

peligroso de toda la justa, tras un quitedel sargento, el anciano tropezó con laesquina levantada de la alfombra, contan mala fortuna, que soltó la espadapara intentar parar la caída con lasmanos, y el acero, amangualándose conla gravedad, quedó sostenido de punta eltiempo necesario para que el deTorrealta se desplomara sobre él,atravesándose el pecho de lado a lado.

El estrépito convocó a los invitados.Ninguno creyó la versión del sargentomayor: había dejado su arma en el suelopara socorrer al herido. La lógicadictaba que la espada homicidapertenecía al soldado, y que la del

marqués reposaba sobre los mármolesde Carrara. Nadie podía imaginaralguien tan idiota como para acabarensartado en su propio estoque. Sólo elempecinamiento de la marquesa logrósalvar a Francisco Santander Rivamontede ser ejecutado allí mismo.

Su gran amigo, el capitán GonzaloSarrazola de Vera, consiguió su trasladoinmediato a tierras del nuevo mundo,antes de que los partidarios del finadose cobraran venganza en algún antro dela calle Toledo. En menos de siete díashabía preparado sus escasaspertenencias y había corrido a Sevilla,justo a tiempo de abordar los navíos de

la Carrera de Indias del noveno mes delaño de mil seiscientos.

Aquellos mares tropicales quesurcaba el Gran Capitán, en medio deuna flota de cuarenta embarcaciones, nose parecían en nada a los de su tierranatal. Frías, encrespadas, oscuras, lasaguas del Cantábrico habían mojado susprimeros años de existencia, susprimeros, críticos, desgraciados,hambrientos e incomprendidos años demiseria. Las guerras de España,empeñadas en sostener y agrandar unimperio en decadencia, habíanprocurado batallones de huérfanos.Francisco fue uno más de ellos,

incógnito, olvidado, miserable,destetado por la vida (la primera tetavino a verla a los once años, y no era desu madre, a la que no conoció, sino deuna puta cincuentona de Burgos que lehizo el favor de enseñarle por primeravez los placeres del sexo y la rasquiñade una suave gonorrea que pronto curó).

Se crió en el orfelinato de Santillanadel Mar, donde lo dejaron abandonado alos pocos meses de nacer, no se sabequién ni por qué motivo. Así quecualquier supuesto sobre susantecedentes serán también baldíasconjeturas. Las monjas lo acogieron,obligadas, como a muchos otros, y lo

alimentaron y cuidaron como malamentepudieron. Desnutrido, pero guapo,Paquito salió adelante gracias a lapicaresca cursada junto a suscompañeros de infortunio. Los estudiosno vinieron a él, ni él fue a los estudios.Apenas aprendió a medioleer ynadaescribir.

A los diez años tomó el petate y selargó a la corte, sin despedirse de nadie,porque de nadie se había encariñado, nisiquiera de la monja que le regalabamendrugos de pan mientras le acariciabael trasero. «Sois un sol, y a fe que osconvertiréis en el hombre más galanodel imperio». «Vive Dios, hermana,

pero dadme el pan y dejad de tocarme elculo».

Hizo el camino a pie. Tardó cuatromeses en llegar a Madrid: un viaje quele enseñó grandes cosas de la vida. Lasmás grandes, las de la burgalesa.

Sobrevivió en el fango de la capital,ya es mucho decir.

A los quince años un inclusero teníatres opciones: morirse, tomar los hábitoso vestir el uniforme militar. Lo primerono estaba en los planes de Paquito. Delas otras dos alternativas eligió laúltima, más acorde con su buena pinta,aunque reconocía que era más fácilremangarse una sotana que

desabrocharse las presillas de losmarciales calzones.

A la hora del reclutamiento cayó encuenta que su nombre era como era, y sellamaba como se llamaba, porque lasmonjas le habían bautizado el día de SanFrancisco, y que sus apellidos eranSantander, porque Santillana del Marpertenecía a esta región, y Rivamonte,porque el orfanato estaba situado en larivera de un monte. Así de simple.Debía darse por contento de habercorrido mejor suerte que PedroSingarrala, quien recibiese tanextraordinario apellido porque depequeño, en mitad de una cena en la

inclusa, metió el dedo en el pico de unabotella y al sostenerla en el aire tuvo laocurrencia de gritar: «Mirad, sin garralay no se cae».

No luchó en ninguna guerra. Noconoció el fragor de la batalla. Sucuerpo no fue condecorado con el honorde las cicatrices. No ganó títulosnobiliarios por destacarse como héroe.«¡Gracias, Señor, por haberme libradode estas glorias!».

—¡Tierra, tierra…!Ya se escuchaban las chirimías en el

puerto. La flota penetraba en lascalmadas aguas de la Bahía de lasÁnimas. El sargento mayor se miró los

codos del armador, raídos de tantoapoyarlos en las barras de los mesones,y a sus veintidós años se sintió víctimade una disparatada y tragicómica piruetadel destino.

El teniente Rufino Quiñones llamó aformar, y la tropa se cuadró en cubierta,lista para el desembarque.

La paranoica desconfianza a losesclavos había encerrado al tío Luis acal y canto en sus aposentos, a pesar deque siete meses atrás el último negroprocurase su libertad en un arcabuco.Sin embargo, el abate los sentía

acechando, rascando la puerta,conjurando, conspirando, y hastavolando.

Margarita daba largas a la muertepor el solo hecho de permanecer unpoco más al lado de su entenada, almenos lo suficiente para verlaencarrilada con un buen hombre: blanco.Si en horas de oscuridad la visitaba LaMojana, se las ingeniaba para enredarlelas intenciones o convocaba a los loaspara que intercedieran por ella, y acambio de un pedacito de vida, estirar laagonía unas semanas. Si la cosa se poníadifícil, se incorporaba y la enfrentabacon cara de perro. La muerte sonreía y, a

la media vuelta, se iba al acecho delpresbítero.

Las ruinas gobernaban la casa. Lasguacamayas habían sido sustituidas porlos gallinazos, en festivo banquete porlos animales fallecidos. Permanecíanposados sobre la techumbre medioderruida del barracón de las esclavas,donde seguían durmiendo Lorenza, lamulata y una de las cuatro mandingas,Catalina de los Ángeles, quien no partiócon los demás por fidelidad a su amigablanca. Entre las dos cuidaban aMargarita y al tío Luis. Eraninseparables, y de alguna forma, aquellaamistad había paliado en Lorenza el

hueco que le habían abierto losfantasmas.

—Mi niña, no dejen de ir a recibir ala flota. Buenos mozos llegan en losnavíos, y ya va siendo hora de que tearrimes a alguno, no sea que me lleve laparca y cometas la estupidez deenamorarte de un negro.

Haciendo caso a la mulatona,acudieron al puerto cuando repicaron lascampanas de las iglesias.

Nunca habían visto tal cantidad debarcos. ¡Cuántas velas, cuántos colores,cuánto ruido, cuántos hombres!

Centraron la atención en eldesembarque militar, el más esperado,

el de mayor envergadura en muchosaños. Ballesteros, piqueros,alabarderos, arqueros, lanceros de a piey de a caballo, la arcabucería, laslombardas arrastradas por mulas. Laflamante soldadesca alineada en la plazadel puerto, deslumbrando con losreflejos del sol en las moharras, lascorazas y los morriones. La flamantesoldadesca derritiéndose a cuarentagrados bajo el esplendor de la pulidalatonería.

Lorenza, aquella semana, se habíacalzado por primera vez. Pateabainvoluntariamente el empedrado,provocándose indignación. Esos cueros

carcelarios, atentado contra lacoquetería impuesto por su aya, no sólola privaban de belleza y libertad, sinoque la obligaban a moverse con el garbode los patos. Acabó quitándoselos ycargándolos en las manos.

Al grito de «rompan filas», lossoldados se dispersaron en pequeñosgrupos festejantes de su arribo. Lorenza,trepada con su compañera en unosescalones, quedó petrificada cuando lodistinguió entre la caterva. Ni siquieralas golondrinas, que rozaban en el vuelosu cara con la punta de las alas, lograronsacarla del aturdimiento. Delgado, alto,gallardo, con el bigotillo bien perfilado

y el cabello negro peinado hacia atrás,ojos negros, el sable en una mano y elmorrión en la otra, de alegres modales,no importa si refinados o no, pasó pordelante y cruzaron una mirada fortuita;ella trató de aquietar el corazón, soltóuno de los zapatos y apretó el brazo deCatalina de los Ángeles: «¡Ay papito!».

El sargento se aproximó, recogió elzapato y con una ligera venia lo entregóa la turbada Lorenza. Rescatando unpenoso desparpajo del fondo de suestómago, le dio las gracias y esbozóuna sonrisa delatadora. El soldado sedespidió retrocediendo, con la cabezainclinada, pensando si ese calzado iba a

devolverle todo lo que el de lamarquesa le había quitado.

—¡Respire, niña Lorenza, que va aahogarse todita! Parece que hubieravisto al diablo.

—No te preocupes, Catalina, que aése ya le he visto y no me ha causadotanta impresión. —Suspiró inocente.

Singular novedad constituía latarima montada para representar unaobra de teatro. Bueno, más que una obracompleta, algunos pasos de Lope deRueda. En Calamarí no había compañíasde comedia estables ni profesionales,así que unos cuantos aficionadospretendían entretener aquella tarde a los

ilusos recién llegados, que miraban entodas direcciones tratando de atisbar elbrillo del oro prometido. Unimprovisado patio de butacas, butacasen todo el sentido de la palabra, rústicase incómodas, albergaba el chirriantegallinero de damas y maritornes y,mutando los cánones que marca latradición en los corrales, los hombres,en pie, pendientes de las hembras másque de los actores.

—¡Oh!, bendito sea Dios que me hadejado escabullir un rato de aquesteimportuno de Valiano, mi señor, que noparesce sino que todo el día estápensando en otro, sino en cosas que

fuera de propósito se encaminen.El paso se titulaba de Polo y Eulalla

negra, un diálogo entre el lacayo Polo ysu pretendida, una negra querendona quehabía teñido de rubio sus cabellos y nose atrevía a asomarse a la calle.Además, el amo de la negra queríacasarla con otro, y el pobre Polo sufríaante tamaña desventura. El actor era unhombre joven, bajito y regordete,maquillado en exceso y mal instruido enlas artes escénicas. Ella, a pesar delsobrenúmero de morenas en la ciudad,estaba representada por una blancapintada de negro.

—¡Ay, amarga se vea la madre que

le pariós! —exclamaba Eulalla,mientras Lorenza, rememorando sustiznadas danzas ante el espejo, volvió atropezarse con la mirada berroqueña,esta vez sostenida, del sargento mayor.

—Mi reina, ¿pues aquesto medices? No te podría yo dejar, queprimero no dejase la vida.

El bochorno caía a pedradas. Losafeites de los comediantes chorreabanpor su rostro confundiendo los órganosde la cara y, antecediendo muchos siglosal surrealismo, dibujaban en las ropas yen el aire impresionantes figurastornasoladas que divertían a lossofocados espectadores, atentos a

esquivar las gotas multicolor quevolaban entre las carcajadas.

—Señor Polo, traígame paramañana un poquito de mozaza, y unpoquito de trementina, de la que yamande puta.

—De veta querrás decir. ¿Y paraqué quieres todo eso, señora?

—Para facer una muda para lasmanos y los cabellos.

—Que con esa color me contentoyo, señora; no has menester ponertenada.

—Así la verdad. Aunque tengo lacara na morenicas, la cuerpo tengocomo un terciopelo dobles.

—A ser más blanca, no valías nada.Adiós, que así te quiero para hacerreales.

—Guíate la Celestinas, que guiabala toro enamorados.

La gente aplaudió el final del paso.El sargento seguía mirando.—Niña Lorenza, ¿ése no es el

soldado que os recogió el zapato antes,y que os hizo poner como un tomate? —incordió Catalina.

—El mismo que viste y calza —nunca mejor dicho—, pero calla, pareceque tiene intención de acercarse. —Lorenza guardó las pupilas.

—Perdonad mi intromisión —

interrumpió el militar—. La diosaFortuna ha querido premiarme con otrograto encuentro de vuestra persona. Veoque seguís haciendo ascos a los zapatos.Disculpad si os miré fijamente; pero nosoy ajeno ni puedo despreciar el encantobrindado por vuestra hermosura. Yexcusad mi atrevimiento de venir aimportunaros: acudí al llamado devuestros ojos.

—Yo no he llamado a nadie.—Sí lo habéis hecho. Como lo hacen

las reinas, con el alma asomándose a losojos.

Lorenza, sorprendida por laincomodidad que produce la seducción,

lo miró con descaro.—Me llamo Francisco Santander

Rivamonte, sargento mayor del ejércitoespañol, a vuestro servicio.

—A mi servicio… ¿el ejército, o tú?—Le divertía su marcial forma deacuartelar el idioma.

—Depende a quién descubráisvuestro nombre, si a mí, o a todo elejército.

—Mi nombre es Lorenza deAcereto, y no estoy para serviros ni a tini al ejército —respondió a lafanfarronada con insolencia.

—Ni falta que hace, su merced. Sólocon dejar que os mire, me doy por

servido.Las voces de los compañeros de

Francisco lo reclamaban desde el otrolado de la plaza.

—Señorita, el deber me llama —sedespidió dando un toquecito con losdedos en el morrión.

—¿Podré verte de nuevo? —preguntó Lorenza casiinconscientemente.

El soldado se detuvo unos instantes,pensativo, y al fin contestó:

—No os preocupéis, os avisará elfuego.

Se alejó con tranco largo, entre laalteración de Lorenza y la risita

puntiaguda de Catalina de los Ángeles.

¿Por qué emerges desde el fondo de mialma, como si allí hubieras estadodurmiendo desde hace una eternidad?

Te llevas mi corazón paseándolocon malicia por calles deincertidumbre… Mejor dicho, te doy micorazón, lo entrego en un descuido,traicionando mis íntimas severidades deforma incongruente, bailando en eltiempo con la idílica miel de una tardeen las candilejas del absurdo.

No te pongas los zapatos. No dejesinterponer el repujado cuero de los

hombres entre el color de la hierba y tusplantas aladas. ¡Cuánto hubiera dado porcalmar tus pies desnudos! Cuánto porhaberlos acariciado con la palma de lasmanos, con los dedos, con los labios,con la memoria.

Remonto la figura de tu cuerpoeterno. Eterno porque quieroinmortalizarte, aquí y ahora, con unapluma a traición enamorada.

El fuego, el melancólico yentrañable fuego, marque la distanciaque nos aleja y nos une.

He cruzado el mar para caer presode una realidad etérea.

¡Cuánto hubiera dado por cubrir tus

pies con algodón!

—Ahí tienes por fin a tu antepasado:Francisco Santander Rivamonte,conociendo a nuestra Lorenza,convertida ya en una atractiva mujercitade catorce años —me dijo el padreFerrer a la sombra de la ceiba delparque de la Plaza de Bolívar.

Me acordé del abuelo, pero, sobretodo, experimenté una sensación deangustiosa proximidad al escuchar a mimentor narrando la historia del sargento,al que de inmediato me identifiqué porla cercanía de algunos pensamientos.

Estaba deseando volver al hotel paracomparar ciertas expresiones deFrancisco con otras que yo habíaanotado en mis cuadernos días atrás.

También percibí, por el tonoenvolvente del sacerdote, que acababade situarme en el primer nudo de lahistoria. Y los dos formábamos parte deaquel atado: sogas apretándose.

—Me hubiera encantado disfrutareste momento con el abuelo.

Imaginé la grandiosidad con quehubiéramos asaltado la nevera. Eldescubrimiento merecía el mejor de losvinos y, soñando, brindé con el viejo.

—No te preocupes, a lo mejor

Gustavo ya conoce en persona aFrancisco, y quizá a Lorenza.

—¿Estarán en el cielo, en elinfierno… al menos en el mismo lugar?

—Sinceramente, no lo sé. Sólopuedo decirte que todos están muertos, ycon la muerte, terminan las distancias enel tiempo. Si están o no en el mismositio, sólo Dios sabe.

No recuerdo bien si era martes omiércoles cuando volví a encontrarmecon el padre Ferrer. Caminamos desdetemprano por las calles dormidas y, alllegar bajo la ceiba, nos sentamos en unbanco a seguir escarbando en el pasado.

Margarita empeoraba por días. Se ibaopacando despacio, calmada, dejándosearrastrar a pedacitos hasta la tumba. Lascarnes fofas ya no tenían dóndeagarrarse, se desparramaban por elsuelo al lado del esqueleto. Lorenza nose atrevía a confesarle su encuentro yarrebato por el soldado, sabiendo queesa confidencia era lo único queesperaba para morir en paz.

¿Cuál fuego habré de atravesar parallegar a él? ¿Cómo hará paraencontrarme? La impaciencia,transcurridas unas semanas, se convirtióen desesperanza. Se había enamoradocon la fuerza que sólo proporcionan la

ausencia o la distancia. Porque en estoscasos, el amor se enreda en un ideal:como la hiedra.

Lorenza tomó asiento en el patiopara escuchar a las estrellas. Las vocesdel tío Luis repeliendo espíritus ya sehabían callado. La casa dormía sobresus piedras deslomadas.Repentinamente, el aldabón golpeó lapuerta principal. Como estaba absortaen el camino de los astros no lo escuchó.Volvieron a golpear. Ahora sí. Intrigadase dirigió al zaguán. Abrió el portón. Nohabía nadie en la calle. Miró en todasdirecciones, hasta fijar la vista en elmacadán. Dos hileras de velas

prendidas formaban un sendero que seperdía tras el recodo de la esquina. ¡Meavisaría el fuego!

Entornó cautelosa el portón para nodespertar a nadie y se adentró en lasenda de espermas. Fue apagándolas unapor una, solicitando deseos, prendiendoilusiones. Dobló la calle. El río decandelas moría al final de la cuadra alos pies de una carroza azul marinotirada por dos caballos blancos. Uncochero esperaba paciente. Ella seacercó muy despacio, saboreando suconsagración, soplando cada llamita conaire travieso. El cochero, con la capaembozada, abrió la portezuela y con un

movimiento gentil de mano la invitó asubir. Al arrancar, vio los hilos de humoque trepaban por las sombras hasta laLuna.

Cruzaron toda la ciudad, atravesaronel puerto, y cuando el carruaje hirió laorilla del mar, el cochero hizo restallarel látigo. Liberada la ansiedad de loscorceles, corrieron a todo galope por elespumadero de las olas. Lorenza asomóla cara por la ventanilla en busca delviento y las salpicaduras del agua. Lacapa del cochero se extendía por encimade la carroza, cobijando sus pálpitos.

Los caballos aminoraron lavelocidad hasta detenerse en la Punta

del Judío, donde terminaba la playa ycomenzaban los infinitos jardines deNeptuno. El cochero bajó del pescante,alcanzó una mano a la pasajera y laayudó a posarse sobre el agua, tibia ypenetrante en la madrugada.

—Menos mal que no habéis traídolos escarpines —apuntó él.

—Sobre el amor no se puede pisarcalzada.

Lorenza había reconocido sindificultad a Francisco bajo el embozo.

—Puedes quitarte la capa. Tampocodeben ocultarse los buenos sentimientos.

—¿Quién te ha dicho que missentimientos son buenos?

—Las estrellas…—¿Las estrellas…? Traidor correo.—Tanto como vuestra sonrisa.—Tanto como vuestros ojos.Francisco dejó caer la capa sobre

las olas, abrazó a Lorenza y se ataron enun beso incalculable.

Ella se apartó suavemente. Caminóde espaldas sobre la arena mientras seiba despojando de la blusa conparsimonia. La melena dorada sedescolgó por los hombros desnudos.Permaneció un rato así, distraída en losremolinos que la brisa le moldeabasobre el pecho. Francisco no perdíadetalle de aquel cuerpo perfecto,

ineludible, tan acogedor como elterciopelo de un trono, tan radiantecomo la aurora de un pensamiento, tansutil como la lógica de las azucenas. Lafalda se desprendió de las caderas. Elladio media vuelta y retornó a sus brazoscon la misma cadencia, midiendo losespacios del enamoramiento, orgullosade su desnudez y de su entrega, rodeadade un halo de palabras entrelazadas:cariño, pasión, sensualidad, sinfonía,deseo, caricia, corazón, danza, alas,fuego, luz, alma, ternura, blanco, negro,mujer, amor… muchas inclusodesconocidas.

Fue suya con la intensidad que sólo

otorga una dama: por siempre y parasiempre, sin límite.

Fue suyo más allá del cuerpo: en lainmensidad que concede el espíritu ydelimitan los calendarios y lasimposiciones.

Sin medir distancias.

—Es posible, aunque no conste, quehubieran tenido algún otro encuentroanterior a la noche de la playa —medijo el padre Ferrer absorto en el raspaode tamarindo que acabábamos decomprar.

«Es seguro —pensé—, Lorenza no

se hubiera entregado con tantafacilidad».

—¿Qué le preocupa? —traté desonsacarle.

—Nada grave. Vagos recuerdos delpasado, evocaciones traicioneras.

—¿Algo íntimo?—Bastante, aunque no tanto como

para no contártelo. —Hundió la miradaen el hielo. Por su expresión, adivinéque se engañaba, que me iba a poner enconocimiento de algo que yo no teníapor qué saber. ¿O acaso habíamosentrado ya en un espacio tan apretado,que sin darme cuenta resultabamerecedor de confidencias extremas?—.

El amor y la muerte, Álvaro, soningredientes que cuando se mezclan hayque manejarlos como si fueranexplosivos. —Respiró hondo—. Tuveque permanecer algunos días en uncampamento guerrillero, por unasnegociaciones con el ELN. Desde mitienda de campaña, en medio de laselva, escuchaba las últimas órdenesque aquel cura descarriado, jefe de laguerrilla colombiana, impartía a sushuestes adormecidas alrededor de lahoguera. Era mi segundo día allí,encargado de escuchar las solicitudes delos alzados en armas para transmitirlasal Vaticano. El cura pretendía que sus

antiguos compañeros en Cristo, cuandoaún no le había puesto cartucheras alSeñor, le avalásemos unas posiblesconversaciones de paz con el gobiernonacional en México, país que se habíaofrecido como garante del encuentro.Por las mañanas, el cura reunía a suejército en torno a un altar. Arrancabanla jornada con una misa, muy a sumanera, y terminada la ceremonia,recogían los instrumentos litúrgicos ysobre el mismo altar desplegaban losmapas militares y señalaban los pueblosque serían tomados en las próximashoras, o planeaban secuestros paramantener llenas las arcas. Luego se iban

los que tenían alguna misión que cumpliry el resto se ejercitaba en las armas,incluidos niños y niñas de siete años enadelante; chiquillos nacidos en el senode la guerrilla, para los que disparar unfusil era más importante que losestudios. Gente ruda, Álvaro. Losguerrilleros esperaban a la noche con lasimple impaciencia de contar losmuertos. «Esos hijoeputas hoy se hanbajado a tres». Mientras los escuchaba,entre orden y orden, alcanzaba apercibir leves gemidos… amantesmuertos, novios o novias desaparecidoso capturados por los gruposcontraguerrilleros. Una sombra vino

directamente hacia mi tienda por elfrente. Corrió la lona. Al principio creíque se trataba de un muchacho portadorde algún mensaje. Entró sin pedirpermiso y me ordenó apagar la lámparade gas. A oscuras, con los escasosreflejos de la fogata, vislumbré un pechoabultado y unas caderas curvilíneasescondidas bajo el pantalón decamuflaje. «Tengo permiso de micomandante —fue su presentación— asíque desnúdese, cura de mierda, yhágame el favor de portarse a la altura.Hace rato que tengo ganas de tirarme aun curraca». Antes de que pudierareaccionar, tenía clavado en la frente el

cañón de un fusil.—¿Iba usted vestido de sacerdote?

—pregunté.—¡No, qué va! Pero no le sería

difícil averiguar mi condición. Allítodos sabían todo. Tenían un increíblesistema de comunicación soterrada. Túdecías algo en un extremo delcampamento, y aunque lo cruzarascorriendo, llegaba el mensaje al otroextremo antes que tú. Es como si losárboles de la selva también hablaran.

—En cualquier caso, el presuntomuchacho resultó ser una chica… —retomé el hilo.

—«No me mire con esa cara,

padre… como se llame, que, aunquelleve el pelo corto, tengo puchecas ycuca… y bien grandes».

—¿Por qué le dijo que tenía permisode su comandante? —Me interesó lapeculiar forma de ejercicio de poder.

—«No me saque la piedra, hermano.O se quita ya mismo la ropa o le metouna bala en el cerebro. Le repito quetengo autorización de mi comandante, yeso significa que si se niega aobedecerme puedo matarlo cuando meprovoque».

«—¿Tanto dependes de tucomandante, que hasta para hacer elamor tienes que pedirle permiso?

»—Aquí todo pasa por micomandante. Si uno quiere ennoviarse,hay que contar con la aprobación de micomandante. Si uno quiere tirar, hay quepreguntarle a mi comandante. Si unoquiere jugar, hay que decirle a micomandante. Si uno pretende tener unhijo, hay que notificarlo a micomandante. Si uno quiere leer, pasear,comer o mear, tiene que ser con laaprobación de mi comandante.

»—Para morir ¿también le preguntasa tu comandante?

»—Sí. Por si quiere matarme élmismo o que me mate el enemigo.

»—¿Y serías capaz de morir

voluntariamente?»—Claro —respondió sin titubear

—. Hoy, sin ir más lejos, me hepresentado para atentar contra uncongresista… una bomba pegada alcuerpo. No sé si me elijan.

»—¿Por qué no habrían de hacerlo?»—A mi comandante le gusta tirar

conmigo.El padre Ferrer continuaba con la

vista perdida en el congelado dulzor deltamarindo.

—Sentí la presión del fusil entre lascejas. Me fui quitando la ropa despacio.¡No con ánimo seductor, no vayas acreer! Aterrado. Estaba aterrado… y no

era por el arma.»—No me digas que eres un curraca

virgen. ¡Qué chévere!»—Temo no poder ofrecerte mi

virginidad… como te llames…»—Me llamo Laura.»—Pues, Laura, te pido disculpas si

en mi juventud gocé de los placeresterrenales propios de esa edad, cosa queno sé si tú habrás podido disfrutar con lalibertad, esplendor, comodidad y amorcon que yo lo hice.

Se pasó el vaso de raspao por lafrente, bien para congelar el sudor, bienpara refrescar la memoria.

—Creo que le toqué la fibra

sensible. Sentí un ligero temblor en lapunta del cañón aún entre mis ojos. Noalcanzó a desabrocharse toda la camisa,a mí ya me tenía en calzoncillos. Tratópor última vez de hacerse la dura.

»—No me saque la piedra yempelótese, ¡carajo!

»—¿Me deseas como un trofeo,como botín de guerra, como premio deuna apuesta o simplemente comoremiendo de algún roto en tu interior?

»—A mí no se me ha roto nada. —Pero ya le escurría un lagrimón, casi dehombre.

»Con la palma de la mano secó susmejillas, se sonó los mocos y se limpió

en el pantalón. Apartó unos centímetrosel fusil, y yo, sacando provecho de ladebilidad, lo aparté definitivamente. Yluego, Álvaro, la tortilla se volteó. Pusoel fúsil en mis manos y se introdujo elcañón en la boca.

»—Dispare —rogó la guerrillera.»—¿No deberías antes pedir

permiso a tu comandante, por si quierehacerlo él?

»—¡Dispare! Puta vida…El padre Ferrer llevó el dedo al

gatillo.—¿La mató?—No, Álvaro. Por supuesto que no.

Pero la acerqué al borde del abismo, y

al comprobar que no cerraba los ojos,sino que los abría con pavor, supe queno deseaba morir, tan sólo fugarse delinfierno en el que el amor y la muerte nose distinguen.

»—Hace dos meses tomamos unpueblo, no importa el nombre… ni lorecuerdo. Entré con mis compañeros enuna casa. Los piscos veían la televisióntranquilamente. Ni siquiera se habíanescondido al oír el estruendo cuandovolamos la bóveda de la Caja Agraria.“Estamos acostumbrados a que vengan ajodernos. Tomen lo que quieran”. Yahabíamos pasado al papayo a lospolicías, así que la cosa no iba con

ellos. Nunca había visto la televisión…bueno, había visto algunos noticierosgrabados que nos ponen en elcampamento. Me fijé un rato en lasimágenes, porque estaban hablando delas conversaciones de paz y de que elpresidente estaba indeciso porque uncomando guerrillero había emboscadouna patrulla del ejército en Cáqueza. Eseataque lo dirigía Usarmy, mi novio.

»—¿Usarmy? Bonito nombre.»—Es que a su padre, que vivía en

un barrio de invasión en Bogotá, le gustócuando lo vio pintado en un helicópteroamericano de antinarcóticos que aterrizócerca de su casa. Quedó impresionado

por el aparato, y cuando leyó las siglas,pensó que ése era el nombre que debíaponer a su futuro hijo. Luego lo mataronlos de la DEA. Ya ve usted…

»—¿Y qué pasó con las imágenes dela televisión?

»—Cuando mostraron a losguerrilleros que habían matado, allíestaba Usarmy con el pecho acribilladoa balazos y el tiro de gracia en la sien.

»—¿Y por eso querías vengarte demí? ¿Violándome, avergonzándome porser parte de otro mundo quesupuestamente es tu contrario?¿Escondiendo tu impotencia tras unfusil? ¿Cargando en mí tu enfado y tu

miseria?—¿Todavía sostenía usted el fusil en

las manos?—Lo sostenía, y continuaba

apuntándole a la cara. Ni sabía cómofuncionaba ese trasto. —Esbozó unasonrisa desvalida—. Poco a poco, Laurase me hizo más nítida en las tinieblas.

»—No me lo dijeron. Nadie meavisó. Tuve que enterarme por elmaldito televisor —volvía a llorar—.Mi comandante, en vez de darme lanoticia, me obligó a bajarme lospantalones en el río y a dejarle que seviniera sobre mí. Por eso queríamatarlo. Sé que su misión es intervenir

en favor de las conversaciones de paz.Quería matarlo para que todos sejodieran y este país termine de irse alchorizo, a ver si de una puta vez hayalguien que gane o alguien que pierda ysalimos de esta embarrada de tantosaños. —Intentó componerse—. Yahemos contado demasiados muertos enesta guerra eterna.

»—No entiendo todavía por quépretendías hacer el amor conmigo.Sabías que era imposible.

»—No quería tirármelo. Ya le hedicho que quería matarlo. No contabacon que usted iba a ser tan berraco. Creíque como cualquier curraca se iba a

negar en redondo… y con ese pretextome lo iba a bajar. Pero cuando empezó aempelotarse y a hablarme, me di cuentade que usted era cuento y aparte… Meentró un culillo tremendo.

»—No tenías permiso de tucomandante, ¿verdad?

»—¡Coma mierda…!Cogió su fúsil y salió pitando. Las

últimas voces se apagaron con el fuego.—Me hubiera gustado ayudarla.

Estaba vuelta una nada. Permanecí dosdías más en el campamento, pero novolví a verla. Es difícil conocer loscomplicados vericuetos a los que llevanel amor y la muerte cuando van de la

mano.—Es difícil… Tanto como separar

el alma de Calamarí y el de la Colombiaactual. —Miré el vaso con el hielogranizado, y en las últimas gotas detamarindo, intensas, traslúcidas, estabanlos ojos de Lorenza. Me vinieron a lamente unos versos que aprendí en unpequeño libro escolar de mi madre conmanidas páginas de papel biblia, elautor, Gutierre de Cetina, y su título,escueto, Madrigal: «Ojos claros,serenos…».

La relación entre Francisco y Lorenza,

durante más de dos años, se llevó a cabocon nocturnidad y alevosía, con lamisma profundidad que los crímenespasionales. La costa, desde Calamaríhasta la Guajira, era vergel suficientepara regarlo de amores. Cada noche seprodujo el encuentro entre los amantes.Cada noche coincidieron en horasfurtivas. Cada noche se milimetraron lapiel. Cada noche el sargento, ascendidoa rangos principescos, acudió en sucaballo a liberar a la mujer —no creoque evocara el término «princesa»—secuestrada por el dragón. Cadanoche… menos los viernes. Los viernesel dragón despertaba, y la princesa,

convertida en una de sus discípulas, locomplacía con sus danzas y ritualesmágicos.

Pocas veces se vieron a la luz deldía. No porque tuvieran intención deocultar su relación, más bien losquehaceres diarios no les permitieronacordar citas diurnas. Si alguna vez lohicieron, se sonrojaron al verse.

Cuando Francisco tuvoconocimiento, fortuitamente, de queLorenza sabía leer y escribir, sólo dejóescapar una trémula mueca deindiferencia. «¿Servirá eso de algo?».Ella le dejó saber lo que debía, y ocultóherméticamente los demás secretos: el

pergamino y las veladas rociadas desangre de gallo. Él nunca la interrogó.Estaba bien que una vez a la semana lamujer se entregara a sus cultosreligiosos, sin sospechar de qué tipo, yque el hombre recorriera las tabernasdel puerto haciendo honor al uniforme,narrando batallas inexistentes a lasboquiabiertas pelanduscas, quienesfingían sorpresa a cambio de algunamoneda y un trago de fantasías.

Como los pinos que nacen torcidos yen algún momento se juntan para buscarla verticalidad, Francisco y Lorenzalograron darse el apoyo necesario enaquel bosque de incertidumbres

luctuosas.Catalina de los Ángeles había

sugerido a la niña Lorenza trasladar aMargarita al interior de la casa. Entrelas dos arrastraron el desfallecidocuerpo de la mulatona hasta lahabitación que antaño ocuparan lasmestizas.

—No me escondan mucho, a lomejor no me encuentra La Mojana —había bromeado la esclava.

Pero la muerte la encontró rápido,gracias al rastro marcado por Lorenzadesde el chamizo derruido hasta elcuarto del patio interior.

—Tengo algo que confesarte —dijo

a su aya.—Dime, niña. Es lo único que ya

puedo hacer por ti, escucharte.—He conocido un hombre.—¿Blanco?—Blanco.—¡Ay, mi amor, qué dicha tan

grande! Cuánto siento no poderlevantarme a abrazarte. Mi diosito, cualsea, te colme de bendiciones. Fíjate,ahora que soy libre y no tengo a quiénservir, estoy esclava de mí misma, deestas carnes cansadas. En verdad meregalas una tranquilidad muy grande. —Se quedó mirando el reboque de lasvigas, donde la humedad permitía

florecer verdes lamparones de moho—.De haber vuelto, no sé si hubiera podidoengañarla otra vez.

—¿A quién?—A nadie, mi niña, a nadie… Pero

¿me vas a decir cómo es?Y Lorenza le contó, y le contó, y le

contó como sólo se atreve a contar unamujer enamorada. Poco después seoyeron los cuatro golpes en el aldabón,contraseña pactada para avisar lallegada de Francisco. Catalina de losÁngeles, cómplice devota, abrió elportón e indicó con la mano al soldadoque entrase sin hacer ruido. Lo llevóante la presencia de su amiga-ama,

incorporada junto al camastro deMargarita, que se había dormido en larecámara iluminada por la Luna.

—¿Os sucede algo? —preguntó elsoldado en voz baja.

—No. Sólo quería que conocieras ami aya antes de su partida.

—Por el estado en que la veo, nocreo que tenga intención de ir muy lejos.

—No son oportunas las burlas.—Perdonad. ¿Qué me queréis decir

entonces?—Que se va para siempre. La

muerte ya viene por ella.—¿Cómo podéis saberlo?—Yo misma la avisé esta tarde.

—No os comprendo.—Ya lo sé. Es difícil de entender.

Sólo quería que la vieras. Ha sido misegunda madre, mi amiga y mi maestra.

—Suerte que tenéis. Habéis tenidodos madres, yo ninguna.

—Así tampoco tienes fantasmas.—¿A qué os referís?—A los vacíos que dejan cuando se

marchan.—¿Y si todo lo que tienes es un gran

vacío?—Habrá que hacer lo posible por

llenarlo.—¿Con qué?—Quizá con estrellas. —Lorenza

miró por el ventanuco a los pies de lacama—. ¡Mira cuántas! Me inquietatanto lo que dicen.

—La primera vez que os vi, tambiénlas nombrasteis.

—Me dicen cosas.—Cosas… ¿como cuáles?—Cosas que pueden pasar. Como de

ti y de mí.—¿Y qué dicen de nosotros?—Eso es precisamente lo que me

azora. No son claras. Saltan. Saltan deun lado para otro, pero no concluyennada. Habré de ser paciente.

—La paciencia es la madre de laciencia.

—Anda, déjate de refranes y vamosfuera. —Lo empujó revoltosa.

Margarita entreabrió el rabillo delojo y dejó en la boca un rictus deconformidad.

—¡Atrás, negros ladrones, hijos deSatanás! ¡Todo es mío, mío, y conmigoviajará a España, lejos de vuestrassucias manos! —gritaba el abate desdesus confines.

—No le hagas caso. —El sargentohabía echado mano a la empuñadura—,es el tío Luis. Ya te he contado que estámedio loco. No ha vuelto a salir de suhabitación, incluso tenemos que dejarlela comida en la puerta. Ni siquiera sale

para hacer sus necesidades. Piensa quelos esclavos entran en su recámara arobarle los tesoros. Pero los esclavos,como te das cuenta, se fueron hacetiempo. Ahora le ha dado por gritar queparte a España… Será el último de misgrandes fantasmas.

Antes de irse, Lorenza encargó aCatalina la vigilancia del canónigo y,sobre todo, el cuidado de la enferma.

—No se preocupe, niña Lorenza, lacuidaré bien. Vaya tranquila.

No quería presenciar la llegada dela muerte. Se lo prohibía el recuerdo delmanto cubriendo a su madre en la orilladel mar.

Cabalgaron al abrigo de la playa, y alomos de un caballo tordo trataron decomunicarse en el silencio. Retardaronla vuelta lo más posible, hasta que sehizo inevitable.

—Niña Lorenza, se fue sonriendo,despacio, muy feliz —anunció Catalinade los Ángeles cuando regresaron aldespuntar el alba—. No debe llorar,niña. Margarita me dijo que no lohiciera, que nunca la dejase estar triste.

—¿Pudiste hablar con ella?—Claro; la acompañé hasta el claro

de la selva…, usted ya sabe dónde. Allíse despidió. Estaba rejuvenecida, comosi la muerte le hubiera llenado el cuerpo

de vida. La Mojana la envolvió con sumanto y la metió en el tronco de la ceibagrande.

—Francisco —dijo Lorenza—, esmejor que te vayas. Debo subir acomunicarle al tío que ya no quedanadie.

Cuando se quedaron solas, Catalinasacó del bolsillo un collar de cuentasazules y naranjas, y se lo dio a su ama.

—Margarita me pidió que se loentregara.

—Sus amuletos…—Ahora son suyos, niña Lorenza, el

poder de los loas, su herencia.Se colgó los abalorios al cuello y

atravesó la finca hasta el claro de laselva. Abrazó el tronco de la ceibagrande. Una intensa y cálida energía lerecorrió el cuerpo. La madera sehumedeció con su llanto, fue una con lamanigua.

Al alejarse, el árbol tambiénlloraba. Hilos de agua surcaban lacorteza hasta esconderse bajo la tierra,donde se mezclaban con las lágrimas deLorenza.

—Don Luis está muy inquieto. Hatirado la bacinilla por la ventana y haroto los vidrios. Amenaza encerrar a losesclavos en la casa y prenderla fuegocon ellos dentro. Dice que así partirá

tranquilo a España —advirtió asustadala mandinga al divisar a su ama en elpatio nuevamente.

—Pues habrá que hacer de tripascorazón. No será el mejor momento,pero hay que avisarle tarde o temprano.Voy a subir… —dijo resignada mientrasse limpiaba la cara.

Al escuchar el crujido de losescalones, el clérigo comenzó a gritar.Presentía el grupo de negros en otraintentona de asaltar su baluarte.

—¡Vade retro, maleantes! Si osáistirar la puerta abajo, os ensartaré en estaespada de buen acero toledano, que asíno tenga práctica en las lides de la

esgrima, me bastará un poco de empeñopara estocaros de parte a parte… ¡A míla guardia del Señor! ¡Suenen lastrompetas del Apocalipsis!

—Abra, tío. Soy su sobrina. —Golpeó con los nudillos.

—¿Qué sobrina? No tengo sobrinaalguna. Sois ilusos si pensáis engañarmecon tan pueriles añagazas.

—Soy Lorenzana. Abra, por favor.Tengo urgencia de hablarle. Algo graveha sucedido.

—No conozco ninguna Lorenzana.Vaya con Dios, señora. A propósito,dígale a su marido que me debe tresodres de vino —desvarió.

—Don Luis, justamente vine con talpropósito —pensó rápido la argucia—.Aquí le traigo la plata.

—Entonces podéis seguir, el dineronunca ha sido mal recibido en esta casa.

El abate corrió la tranca y sollozótímida la puerta de doble hoja. Lorenzaasomó la cabeza, prevenida. Seintrodujo con un pasito corto, tratandode evitar sorpresas. El cura estaba depie en un rincón junto a la cama, elcolchón herido de muerte, rebosandolana por los cuatro costados. La sotanaraída tenía más huecos que color, y elaspecto lacerado del doctrinero hacíaparecer que verdaderamente se hubiera

dedicado a las labores propias de sutítulo. La muchacha tuvo que taparse laboca y la nariz con las manos, porquelos efluvios pestilentes intentabanmeterle los dedos por las fosas nasales yla garganta para vaciarle el estómago.Don Luis permanecía firme, empuñandoun palo, el mismo que hacía un instantepasaba por distinguida espada con forjay sello toledanos.

—Lorenzana, ¿por qué no me dijisteque eras tú? —Sorprendentementerecobró algo de cordura.

—Venga, tío. Salga un momento.—¡Por Dios, sobrina! Esos

malandrines deben estar al acecho.

—No, tío, no. No hay malandrines,ni esclavos, ni ladrones… No hay nadamás que ruinas. Ruinas por todas partes.

—¿Ruinas?—Asómese al corredor.Lorenza se apartó para dejar salir al

abate. Se destapó la boca y la narizcuando el hedor guardó las manos en losbolsillos. El desencajado esquizofrénicotardó un buen rato en pisar el balcón.Detrás de él salieron, con igualdesconfianza, los ogros de suentendimiento. Examinó los restos de lacasa con solemnidad. No interrogó aLorenza. Se limitó a preguntar porMargarita.

—Murió anoche.Dio un respingo, como si algo le

hubiera pinchado dentro. Se giró, volvióal cuarto, y antes de cerrar dijo: «Mevoy a España. Pero antes, te dejaréorganizada». La frase sorprendió a lamuchacha, pero hubo de ponerla enremojo.

El tío Luis no volvió a recluirse.Mandó subir una palangana con agua.Pasadas unas horas apareció en el patiode los esclavos, afeitado y con sotanalimpia. Entonces se dieron cuenta de loflaco que estaba, chupado, pero con elvientre abultado en exceso. Parecía elcura badajo de la sotana. Caminaba

encogido, seguramente por causa dealgún dolor intestinal.

—Volveré pronto —hizo un gesto de«hasta luego» con la mano y salió a lacalle.

Francisco seguía golpeando eleslabón cuatro veces cada noche. Sinembargo, la tristeza se desparramósobre la vida, y espesó con la noticia deun posible traslado del sargento mayor ala vecina población de Riohacha.

—Hoy te corté una flor en el camino.—El soldado la ofreció a Lorenza.

—Es una adelfa.—No sé mucho de plantas.—Esta flor se convierte en un fruto

venenoso.—No lo sabía. Disculpad si es

considerada mala hierba. Me llamaronla atención sus colores.

—La has cortado a tiempo. Aúnsigue siendo una bella flor.

—Cómo se van enredando lospersonajes por ahí dentro, ¿no leparece? —dije al padre Ferrer cuandovolví a sentarme después de tirar elvaso del raspao en una caneca.

—Sí… Los va uno interiorizando,sin querer, haciéndolos propios,familiares.

—Me ha dejado usted hecho polvocon lo de la muerte de Margarita. Creoque le iba tomando cariño.

—¿Tanto como a Lorenza?Me apabulló el interrogante. ¿Había

demostrado en alguna oportunidad unsíntoma incontrolado que desvelara miinquietud por ella? Traté de rescataruno, pero no lo encontré. Ni siquieraestaba celoso de mi antepasado. ¿Cómopodía estarlo, si todo aquello era unaexcavación de arqueología espiritual?Algo se movía en el subsuelo de suspalabras.

—A veces los pinos se cruzan. Trasla ayuda mutua, cada cual sigue su

ascenso hacia las nubes, con la mismadirección, aunque por rutas diferentes.—El sacerdote observaba por encima demi hombro el Palacio de la Inquisición.

A los ocho días del mes de noviembrede mil y seiscientos y diez años, en laantigua Casa de la Inquisición, la mismadonde Lorenza se encontraba años atráscon Domingo del Señor antes de serocupada por los hermanos del SantoOficio, el negro Juan Lorenzo,«hechicero, brujo, sortílego herético ycómplice de la dicha doña Lorençana deAcereto», rendía declaración ante el

Tribunal. El inquisidor general habíabloqueado el sol de las cuatro de latarde cerrando las contraventanas de lasala. Una fina raya de luz caía sobre susmanos y el resto de la mesa, partiéndolaen dos. El reo sólo alcanzaba avislumbrar en las tinieblas los ojosinescrutables del dominico. El escribanohabía comenzado a redactar eltestimonio:

«Dixo que por el año de mil yseiscientos y cuatro, tratando estedeshonestamente con Juana deHortensio, por otro nombre la Colorada,fue a verla y la halló vaylando en cassade Elena de Vitoria una noche, y con

ellas muchas negras y algunas blancas, yllamando a la dicha Juana de Hortensio,le preguntó qué vayle era aquel y lasusodicha le respondió que se estavaentreteniendo y, entendiéndolo la dichaElena de Vitoria, y las demás que allíestaban, salió de entre todas y habló conéste y le dixo que en todo lo que hubieselugar le avía de servir allí y viéndoseéste otra noche con la dicha Juana deHortensio y hablando acerca de losbayles que se hacían en cassa de Elenade Vitoria, le confesó la dicha Juana deHortensio que todas cuantas allí acudíaneran brujas. Y ella también lo era, de loque éste se escandalizó y la riñó mucho

y después, passados algunos días,llebado de la curiosidad de saver lo quedespués pasaba en aquellas juntas, ledixo a la dicha Juana de Hortensio quele avisase en qué noche se juntaban parasus brujerías, que le avisase, que queríayr a verlas y la susodicha le manifestóque los viernes en la noche se hacían enlos mançanillos de la ciénaga, xunto a laceiba grande del claro y, avisado de estaforma se fué un viernes en la tarde acassa de la dicha Elena de Vitoria yhallando a esta negra sola en el portal,le dixo que quería hallarse en una de lasjuntas de las que hacían y que venía paraaquel effecto y la susodicha le respondió

que se fuese acia los mançanillos de laciénaga, lo cual hizo éste y llegaron casitodos y este rreo a un tiempo como a lasnueve horas de la noche, poco más a suparecer, y, estando éste apartado, lellamó la dicha Elena de Vitoria y le dixoque llegase y éste llegó. Tomándole lamano la dicha Elena le llebó a una partedonde estaba un trono negro muysumptuoso, debaxo del cual estabaLucifer, muy feo y abominable, conforma de negro enorme aviado devestiduras obispales. A su lado avíaotras muxeres, entre ellas doñaLorençana de Acereto, que vi en primeravez y me turbó la mente su hermosura, y

destacava sobre todas las negras queallá avía. La dicha Lorençana tenía granpoder entre todos. Sus vayles fueronmuy alavados de los otros, y el diabloregocijóse mucho en ello. Luego ladicha Elena de Vitoria le dixo a Lucifer:aquí te traygo un discípulo más quequiere ser tuyo y de su gremio, a querrespondió el dicho Lucifer, con una vozronca, como si pusiera la mano en lavoca, que fuesse en hora buena, pero quepara ser suyo avía de rrenegar de Dios yde sus sanctos y de la Virgen NuestraSeñora y del Bauptismo y chirsma queavía recibido y que le avía de reconocerpor su Dios y Señor poderoso para

salvarle y darle la gloria y muchosbienes en esta vida y éste, llebado de lacodicia de lo que le avía prometido eldiablo, creyó todo lo que le avía dicho yhizo el rreniego en la forma siguiente:Puesta a su lado la dicha Elena deVitoria, como su madrina, y este rreopuso la mano yzquierda sobre la deldiablo y dixo: Yo, Juan de Lorenzo,reniego de Dios y de sus sanctos y de laVirgen María Nuestra Señora y delbauptismo y chirsma que he recibido yreconozco a tí, por mi Dios y Señorpoderoso para salvarme y darme lagloria y muchos bienes en esta vida; conlo cual se apartó de la ley ebangélica de

nuestro Redemptor y SalvadorJesuchirsto y se pasó a la maldita sectade los brujos, creyendo, como creyó,salvarse en ella y ser la buena para lasalvación, no obstante que supo yentendió que la una era la contraria a laotra. Y acabado el dicho reniego, le diópor compañero a un diablo llamadoTaravira, el qual estaba en figura dehombre enano, vestido como yndio, elcual le mandó hazer una cruz en el suelocon el pie yzquierdo y que la borrasecon el trasero y éste se acussa lo hizosegún que se lo mandó el dicho diablo.Luego el demonio llamó a su altar a ladicha Lorençana, y le dixo por qué era

su idea de volar, a lo que dixo que suamado avía sido llevado al Rio de laHacha, que era soldado, y el vuelo enescoba la llebaría a su lado. El diabloalavó que le servía bien, y para darleese don devía conocerla carnalmente, alo que la dicha Lorençana dixo no estardispuesta y que su doncellez tenía amo,y luego el diablo la apartó en paz, y ellavayló desnuda del lado de la ceibagrande con los otros en forma distintasin dejarse conocer de nadie. Concandelillas en las manos andubieronbaylando al rededor de un cabrón, alqual le vesaban en el trasero y esto lohiço el rreo al dar la buelta, como los

demás y luego pussieron unas messaspara cenar y cenaron y éste alcanzó unbocado de arroz sin sal y desabrido y,apagadas las candelillas se juntó éstecon su diablo y lo tomó por el vasotrasero, conociéndole, una vez acabadolo cual se volvieron a sus cassas ydeclara que cuando se juntó con sudiablo Taravira, y le conoció por detrástubo mucho gusto en él, más que siestubiera con una muger».

—¡Cómo se lo pasaría el enano; y cómosufriría la pobre cabra! Aquellosdiablos querendones de Calamarí,

definitivamente, eran muy divertidos.Auténticos compadres de don Cleofás,el Diablo Cojuelo, quien perfectamentehubiera podido husmear tras lasesquinas de esta ciudad —exclamó elpadre Ferrer—. A la larga, acababanofreciendo sus favores por un plato decomida, un conocimiento carnal, y hastapor el simple orgullo de reclutaradeptos. No eran como los europeos,que de entrada exigían el alma. Perofíjate cómo la doctrina católica desplazóa la africana, al principio mezcladas, ypoco a poco venciendo una sobre otra.Los loas sucumbieron ante los diablosmenores, las mambo ante las madrinas,

la sangre de gallo ante el arroz sin sal.Los mismos curas, con sus ideaspremeditadas sobre los ritos satánicos, afuerza de machacar la conciencia de suscatecúmenos, terminaron causando elefecto contrario al pretendido. Losafricanos, acompañados ya de muchosblancos, asumieron las formas del ritualdemoníaco que tanto exaltaban y hacíantemer a los doctrineros. Lorenza, a pesarde tener algo más de educación, no eramenos ignorante que los demás, por esoasumió también las modas que ibanimponiéndose en las juntas. Huyeron susespíritus negros, sus ídolos indios, ydejaron el espacio libre a las

supersticiones blancas, a las oracionesimprobables, a los filtros inútiles… a lanecesidad de calar en una sociedadabsurda para alejar las soledades.

En pie, caminamos por la calle delos Santos de Piedra en dirección alSanta Clara, huyendo del bullicio de laPlaza de Bolívar. Al pasar frente a unaoficina de Adpostal, el padre Ferrerparó y me dijo: «Mensajero. La palabranuntius significa “mensajero”».

Aunque sabes leer, no creo que miscartas puedan llegarte a las manos. Entreotras cosas, porque no tienen cuerpo. Yo

diría que ni siquiera existen. Laspalabras son palabras, extintas ypoderosas, como los dioses de antaño.Por si acaso, escribo y leo en voz altaasomado a la ventana. Debemosobedecer al tiempo. ¿Quién eres,Lorenza, tan lejana y tan mía? Ahoratengo la oportunidad de adormilarme enel vuelo de las golondrinas, les ruegoque te entreguen, si te encuentran, laspocas palabras que puedo colgar en susalas. ¡Mis fieles mensajeros!

Extraño es el conjuro por el cual medominas. No tengo motivos para haberteseguido hasta el pasado. No tengodisculpas por no haberte rodeado sin

despeñarme en tu impalpable corazón.No entiendo el poder que me incita aenamorarme de mis propias creaciones,si no eres más que eso. Sé que existes,aunque no tengo claro si estás dentro demí porque te imagino a mi manera y teme escapas, o vienes desde fuera y teatornillas en mi pensamiento como laúnica idea perfecta del amor. ¿Me estásllamando, o lo estoy haciendo yo?

Desde el traslado de Francisco, Lorenzasumergía la soledad en estratégicasincursiones a la alta sociedadcartagenera. Buscaba alternativas que la

acercasen a la posibilidad de manejar eldestino de su amado. Era fácil arrimarsu mágica reputación a las aburridasespañolas, hartas del misal y la mantilla,ávidas de adentrarse en esotéricasaventuras que las transportaran a lagloria, o simplemente lejos del marido,sin reparar en los medios empleadospara conseguir el cometido. Además debeata, como imponían las iletradasnovedades, había que ser bruja, o almenos, si la estrecha vigilancia delesposo lo permitía, hechicera. Y nadamejor que la proximidad de la famosaLorenzana, educada, bañada en lasmejores artes nigrománticas, según

rezaban las malas lenguas, para ostentarante el vecindario el preciado y oscurocalificativo. Una bruja blanca, comoellas.

La esclava de color Elena de Vitoriaacaudillaba a todas las morenas deCalamarí; era reconocido su dominiosobre la legión de brujas negras.Bárbola de Esquivel, esposa delgobernador de turno y ama de la Vitoria,había conseguido iniciar en las prácticasde su fámula a un nutrido grupo deamigas, tan carcomidas por la inculturay los años como ella. «Tú no sabes,mijita, lo que es tener a los cincuenta unnegrote de esos encima». «Imagínate,

desde que aprendí la Oración de laEstrella, el capitán de la guardia muerepor mí». El negro Juan Lorenzo no era elúnico hombre adepto a los ritosprohibidos. Sin embargo, blancos,varones, no había.

Lorenza, heredera de la mambogrande, Margarita, tenía el respeto delas negras y la admiración de lasblancas. En ella el poder, la libertad, elmiedo, la belleza, el modelo, la envidia,el fanatismo, el descanso, la fama, lamagia, el sexo, el amor, las oraciones, elconsuelo… el consuelo.

Antes de acudir a la cita programadacon doña Bárbola, Lorenza leyó con

dificultad una carta sellada en el cuartelde Riohacha. Por encargo del sargentomayor Santander, el cabo Pedro JoséMeneses, con borracha caligrafía,«tomaba atrevimiento de escribir aldictado de su superior». Aparte de lasgastadas fórmulas amatorias queseguramente había reclutado de entretodos los compañeros, dos párrafoscaptaron su atención. Uno decía:«Respecto a vuestro encargo deaveriguar el significado de la palabranuntius, el cual no pude cumplir por mipresurosa salida de Cartagena, he decomunicaros que gracias a labenevolencia de mi buen amigo el padre

Vanegas, capellán del acuartelamiento,la susodicha palabra se traduce alcastellano por mensajero. Esperohaberos servido en vuestros alocadosdeseos». El otro, en mano másalcoholizada y por tanto peor escrito,rezaba: «Acaba de acariciar nuestrosoídos el inspirado vate, horror de musasy demás féminas, pero buen declamador,Diego López de Ortuño, con un madrigalque habla de ojos y, escuchándolo, mehan sugerido los vuestros. Por ello hesolicitado al cabo Meneses que lo copiepara vuestro disfrute, y sentid, así yo loquisiera, que os lo digo rendido antevuestra persona:

Ojosclaros,serenos,

si de undulce mirarsois alabados,

¿por qué, sime miráis,miráis airados?

Si cuandomás piadosos

más bellosparecéis aaquel que osmira,

no me

miréis con ira,porque no

parezcáismenoshermosos.

¡Ay,tormentosrabiosos!

Ojosclaros,serenos,

ya que asíme miráis,miradme almenos».

—… ya que así me miráis, miradmeal menos —yo mismo terminé derecitarle al padre Ferrer los versos delmadrigal.

Otra vez el estupor se me habíatrepado al rostro. No podía creer queFrancisco Santander, mi antepasado,enviara en su carta el mismo poema queyo acababa de recordar minutos antes enel color del tamarindo. ¿Por qué, entrelos millones de poesías que campeanpor nuestras letras, la de Gutierre?

—Me alegra que lo conozcas —aplaudió el sacerdote—, es uno de lospoemas más bellos que se han escrito.Su autor falleció en 1560, poco antes de

que Lorenza viniera al mundo.—¿Está seguro de que ése era el

poema, justamente ése, y no otro?—La carta está conservada en el

Archivo Histórico Nacional de Madrid.Cayó en manos de la Inquisición y fueadjuntada al proceso. Conseguí unacopia. Te la mostraré en mi despachocuando tengamos ocasión.

Lorenza se escondió en el cañaveralpara cotejar las formas de los versos dela carta con los del pergamino. Eraniguales. Lo del manuscrito, como dijo sumadre, debía ser un poema, así estuviera

escrito en latín. Y ya tenía la primerapalabra: mensajero. Memorizó tres máspara destaparlas a la primeraopor tuni dad: Cometes, coniuratio,sanguis.

Cuando llegó a casa del gobernador,doña Bárbola esperaba abanicándose laegolatría, acompañada en la sala pordoña Ana María de Olaneaga, órganodifusor por excelencia de losacontecimiento ocurridos tras lasherméticas paredes de la ciudad, einvaluable canal para dar a conocercuanto chisme interesase circular en lasreuniones. Dicho de otra manera, unacotilla sin parangón, o quizá, la primera

periodista social de Calamarí.La jetona y descarada Elena de

Vitoria merodeaba felina el perímetrodel salón, temerosa de las artes de labruja blanca. Tras un chorrero debanalidades, capoteadas por Lorenzacon riguroso aburrimiento, laconversación dio un brinco al informardoña Ana María sobre la estupendanoticia que la jornada anterior habíasorprendido a la distinguida sociedadcartagenera: «El escribano está dichoso,celebrando por las tabernas el acuerdocerrado con don Luis».

—¡Estaréis contenta! No todos losdías se pesca un mozo como Andrés del

Campo, tan distinguido, tan galante y…tan rico —ironizó doña Bárbola.

—¿De qué me están hablando? —seasustó Lorenza.

—Mijita, no vengas a decirnos queno estás enterada de tu propia boda…—Arqueó las cejas doña Ana María,plegó el abanico y se ufanó al habercumplido la tarea de informar a ladesconcertada jovencita sobre el cambioineludible que iba a producirse en suvida.

Las urracas colmaron a la invitadade felicitaciones. Secundadas por elinterés de ganar su confianza, la esposadel mandatario le prometió como regalo

«un vestido de gran señora,confeccionado en Barcelona con lasmejores telas, para que puedas quemaresos andrajos de esclava y entres en lanobleza por la puerta grande. Ahora vasa ser una de las nuestras». «Aunque lamona se vista de seda, mona se queda»,imaginó Elena de Vitoria. «¡Ja, esoquisierais vosotras!», pensó Lorenza.

—Acérquese, Elena —ordenó laanfitriona—. Díganos esa oración de laEstrella que usted sabe. No le vendrámal a Lorencita aprenderla… aunqueella conoce muchas más —bajó la vozen confidencia y echó el cuerpo haciadelante—. Mijita, como ésta, ninguna

para domesticar a los hombres —dijocolmada de rancia pillería.

—«Estrella luminosa, linda eres ybella, una merced y un don me has deotorgar, esas dos que a tu lado están, porcompañeras te las doy; de la otra partede la mar iréis; los cuchillos de lascachas negras llevaréis; en el monteOlibete entraréis, tres baritas de cedronegro cortaréis, en la piedra de Satanáslas amolaréis, y en la paila de Barrabásles sancocharéis y al corazón de fulanoo fulana se las pasaréis, para que semuera por mí, queriéndome bien».

—No falla. Dile, Ana María, cómotraes a tu capitán… de cabeza, como lo

oyes, de ca-be-za.Lorenza se levantó, dio unas gracias

someras arrastrando una excusa, yencaró furiosa la calle de los Estribos alencuentro de su patético tío.«Enloqueció del todo». Ahora sabía quéestaba pensando cuando dijo aquello de«dejarla organizada». ¿Qué pretende esecura chanchullero? La había ignoradotoda la vida abandonándola a su suerte,relegándola a los confines del olvido. Yde pronto, seguro a cambio de un buendinero, asume la tutoría embalsamada yla arroja en los brazos de algún cretinoque tiene necesidad de comprar esposa.¿Dónde iban a parar sus amores con

Francisco? ¿Dónde la libertad quesiempre había disfrutado? ¿Dónde suderecho a tomar las más importantesdecisiones?

—Lo siento, Lorenzana. El trato estáfirmado.

—Y cobrado.—¡No seas insolente!—Es la educación que he recibido.—No me interesan tus reproches ni

tus monsergas. Soy oficialmente tu tutor,y por tanto, puedo disponer de todo loque te convenga.

—¿Sin consultarme?—Cuando cumplas veinticinco años

tendré obligación de consultarte.

Mientras, harás cuanto se te ordene. Laboda será en diez días.

—Va usted a casarme con undesconocido al que no deseo.

—Tiempo tendrás de conocerlo… yde desearlo.

—Pero yo amo a otro hombre. Unhombre al que he entregado mi amor. Unhombre por el que fui desdoncellada —se arriesgó.

—Eso tampoco es problema. Laremiendavirgos puede componerlo. Seacabó la discusión. Tú te casas y yo mevoy a España con viento fresco.

Una brisa gélida cruzó la estancia.Nada pudo hacer Lorenza para

impedir el matrimonio. Las leyes dabanla razón al canónigo. Aprendía pormomentos la necesidad de colarse pordebajo de los códigos, de escondersedetrás de los manuales.

El regalo que le dio el abate fue laesclava Catalina de los Ángeles. «Paraque te sirva». «Ya… una esclavasirviendo a otra».

La ceremonia se celebró en lacatedral, «donde se casan los ricos».Previamente Lorenza había recurrido alas cautivas para averiguar sobre laintegridad de su futuro cónyuge.Integridad hipotética, derrumbada confacilidad por el ariete informativo de las

confidentes. Niñato de buena familiasalmantina, apuesto, codicioso,acaudalado y aventurero, entre losmejores adjetivos. Rijoso, asaltacamas,borracho, fallero, tramposo ypendenciero, entre los peores. Hábilextorsionador de los incautos que pordesgracia aparecían inculpados enalguno de los papeles que debía notariaren su calidad de escribano. Cizañerocontrincante, mal enemigo, peor amigo.Se debía, por ser vos quien sois, a sufortuna, al vino, a las mujeres, y muy devez en cuando, al trabajo. Trabajo quenormalmente le resolvían lossubalternos.

Si el opíparo estipendio recibidopor la boda con la de Acereto eraacompañado, como pregonaban, por lahermosura de la mercancía, nunca severía igual de chispeante al escribanopor haber firmado tan lucrativo negocio.

La novia, el día de la boda, vestía eltraje obsequiado por doña Bárbola deEsquivel. La cacatúa, ufana, aireabadesde el primer banco las migajas de suinmodestia con el abanico. Lorenzabuscaba desde el altar su coro deesclavos, sus amigos, sus fantasmas,algo que le fuera conocido, que ledevolviera una pizca de cuerda realidad.Pero estaba sola, sola como siempre…

sola como nunca.Bajo las finas telas había escondido

sus collares, de vez en cuando losacariciaba con disimulo. Se fijó en lasmiradas de los Cristos, vírgenes ysantos, y observó que la observaban conmisericordia, como no lo habían hechoantes. ¿Por qué el miedo se disfrazabade ternura?

Por fin reparó en el novio, bajito, debuena planta, debía acercarse a latreintena. A simple vista el hombreparecía inocente; sin embargo, estabaprevenida por las bocas de sus negras.Cautivador, no era raro que se hubieraconvertido en el niño mimado, el

juguete, de aquellas momiasenmantilladas que suspiraban celosas enlas primeras filas.

El obispo Juan de Ladrada celebróel sacramento. La novia evadió loslatinajos como pudo, luchando contraellos con gratos recuerdos, con fuego.En mitad de la ceremonia el obispo letocó el brazo para que dijera «sí». Dioun «sí» mecánico, carcelario, digno dela ocasión. El novio lanzó un «porsupuesto» exorbitante. La belleza de lamuchacha era más de lo que podíaesperar. «¡Qué luna de miel me aguarda,vive Dios!». «Este imbécil va a pasar lanoche a dos velas».

Una pirausta sobrevoló la llama deun cirio y, persiguiendo su vuelo, ella sedespidió de una juventud deshilvanada,próxima y a la vez remota. Don Juan deLadrada les bendijo. «Puedes besar a lanovia». Lorenza apartó los labios, y trasrecibir el beso en la mejilla, le susurróal oído: «Lejas casas de mí estás.Criados tienes y no me los envías, yo lostengo y quiérotelos enviar. Tres galgoscorrientes, tres liebres prudentes, tresdiablos patentes». Advertido quedaba.Un sudor frío le corrió a Andrés delCampo por la espalda. «¡Vaya con lahembrita! Ni en la casa del Señor guardalos conjuros. Pues bruja o hechicera, a

ésta la domestico yo con la correa, asítenga que romperle trescientas en ellomo».

Lorenza disimulaba a duras penas eldolor que le causaban los trabajos quela noche anterior le había realizado laremendera entre los muslos.

—Aguantará. Tu marido va a tenerque meter los riñones para derribarlo. Site duele un poco, sufre. Debe habersangre para que no sospeche.

El tío Luis no estaba entre losinvitados.

Catalina de los Ángeles lloró con lanovia… de tristeza.

Andrés del Campo no permitió que

su esposa llevara al nuevo hogar lastúnicas de esclava ni sus antiguaspertenencias.

—Desde hoy te vestirás como unadama. Serás digna de portar mi apellidoy de pertenecer a una de las familias demayor tradición en las Españas. —Learrancó los abalorios del cuello y losarrojó al suelo delante de todo elmundo.

Miles de cuentas llovieron por lasescaleras del altar, ruidosas, perdidas.Ella congeló la impotencia en los dedosapretados contra la única cuenta quepudo retener.

Catalina de los Ángeles, alertada

por la desaparición del canónigo, volvióa la casa antes del banquete. La puertade la recámara estaba con el trancocorrido. Llamó varias veces sin obtenerrespuesta. Angustiada pidió ayuda a losvecinos, entre ellos, el médico GasparÑuño. Empujaron los batientes hasta quecedieron. Allí estaba don Luis, sentadoen la bacinilla, tieso como la mojama einflado como un balumbo. El últimopliego de la capa de la muerte resbalabahacia el exterior en el marco de laventana abierta. Lo examinó el galeno.«Acaba de fallecer. Este hombre llevabapor lo menos tres meses sin cagar. Hamuerto envenenado en sus propios

excrementos».

—¿Francisco no hizo nada?—Cuando Francisco recibió noticias

de Lorenza, ya era la esposa delescribano.

—Supongo que montaría en cólera.—No lo sé; estoy por afirmarte que

lo dudo. Después de conocer los hechos,tu querido antecesor tardó bastante envolver a Cartagena.

La fachada del hotel truncó laconversación, pero no he podido olvidarel tono rabioso con que el padre Ferrerpronunció la última frase.

Nos despedimos. Subí a mihabitación inquieto. Antes de coger miscuadernos reparé en el teléfono. Caí encuenta que aquel aparato podíaconectarme con una existencia paralela.Hablé con mis padres. No les expliquénada de mis incursiones en el pasado.Más bien me limité a comentarles lastípicas turistadas del hijo que marcha deagradables vacaciones, así nocomprendieran todavía qué interés podíaimanarme en aquellas tierras deantepasados. «¿Qué narices habráperdido allí Alvarito?». Los dejétranquilos.

Tomé mis apuntes, ávido de

encontrar en ellos una parte deFrancisco Santander. Allí estaban, conmi letra, muchos de sus pensamientos.Ojos claros, serenos…

Capítulo 4

Tuvo la habilidad de embriagarle lasintenciones al esposo. «¡Esposo…maldita sea mi sombra!». Unas cuantastriquiñuelas no exentas de forzadacoquetería, y vino, mucho vino, habíansido suficientes para dormir lasnupciales intenciones del escribano,deseoso de caer entre los muslos de sumujer, tal como lo expresara a losamigotes durante la celebración. Todosellos estuvieron de acuerdo que la mujerdebía ser una dama en la casa, unaesclava en la cocina y una puta en la

cama. Por ello brindaron. Por ello… ypor las piernas de Lorenza.

Salvó la primera noche. De todasformas no pudo conciliar el sueño,acongojada por la angustia; triste, muyen el fondo, por la muerte del tío Luis;aterrada por la vertiginosa carrera queacababa de pegar su destino; incómodapor el cuerpo de un hombre sudorosoque roncaba a su lado en una cama consábanas —novedad para ella—, sábanasajenas, impuestas. «El cuerpo deMargarita olía a frutas. Siempre olía afrutas. El de Andrés del Campo aengaño». Al amanecer se tumbó en elsuelo, sobre la estera, y pudo descansar

hasta que el señor despertó renegandocontra el dolor de cabeza.

—¿Me porté bien anoche? —preguntó aún dormido.

—A la altura de las circunstancias—respondió Lorenza desde el piso.

Andrés se volteó y, sin determinar laausencia de su mujer en el lecho, siguiódormitando hasta bien entrada lamañana.

Al desperezarse exigió a voces uncaldo de costilla. Lorenza ya se habíalevantado para inspeccionar la casa.Ayudada por Catalina de los Ángelesconoció a la servidumbre. De las cuatronegras que atendían el hogar le llamó la

atención Rufina Biáfora, mulataintrigante, chepuda, agazapada en elrincón de la cocina como un gato. Alprincipio pensó que era muy tímida.Luego descubriría que era muypeligrosa. Pero aquella mañana no tuvotiempo de mayores indagaciones; elesposo demandaba el caldo de costilla,y antes de que le partiera la primera delas suyas, agarró la bandeja y corrió.

La casa era oscura y húmeda. Depiedra, sin patio, lujosa, recargada demuebles gruesos, las paredes blancas, eltecho con vigas de madera, las ventanasescuetas aunque numerosas. Los dospisos estaban unidos por una escalera

con pasamanos de piedra. Abajo lacocina, el comedor, la sala, losdormitorios del servicio y el despachodel escribano, todos rodeando unrecibidor al que daba directamente lapuerta de entrada. Por la cocina seaccedía a un traspatio que igual servíapara tertuliadero de esclavos, peladerode patatas o letrina comunal. Arriba unsalón de lectura y un cuarto dehuéspedes a un lado del pasillo, y alotro la extensa habitación que ahoraacogía al matrimonio. Andrés delCampo pensó cambiar la cama, pero alser de gran tamaño y buena madera seabstuvo de hacerlo (a pesar de los

remordimientos de conciencia y delmiedo que le producía el hecho de queel colchón alguna vez hablara). Limitósu impulso a quemar todas las sábanasviejas y encargar nuevas.

Según ascendía por la escalera,Lorenza percibió un aire frío; era elmiedo acariciándola, el miedo quenunca antes había conocido, el miedolatente, subcutáneo, el que no seahuyenta con una carcajada. Iba a entraren la habitación… Pero se arrepintió,llamó a Catalina. La negra subiórápidamente y escuchó con asombro lasinstrucciones de su ama.

—¿Está segura, niña Lorenza?

—Hazme este favor y sabrérecompensarte.

—Pero el señor me va a mandarazotar.

—Toma, esta joya pagará el dolorde los azotes.

—Pero, niña…, si éste es el brocheque le regaló ayer la esposa deltesorero… todito de oro.

—Pago con gusto el favor que tepido.

—Ya supongo, niña, que lo estápasando muy mal con todos estosdesórdenes; pero no se preocupe,saldremos adelante. Piense que noestamos solas.

«No estamos solas… Quisieracreerlo». Catalina golpeó la puerta yentró en la recámara. Se acercó mirandoel suelo, buscando la estera. Cuando laencontró, metió un pie debajo fingiendoun tropezón. El caldo de costilla,hirviendo, cayó justo en el objetivo. «Almenos tres noches más de esperanza». Alos gritos desaforados del escaldadoacudió Lorenza. El escribano,agarrándose las partes nobles, saltaba enla cama alejando con los pies lassábanas chorreantes.

—¡Vive Dios, negra del demonio,que voy a despellejarte la espalda conun alambre de púas! —fue la amenaza

más suave.Y tan ofendido estaba en su orgullo,

que esa misma noche, aún sinrecuperarse de las quemaduras, en elpatio trasero cumplió el castigo. «Ayniña Lorenza, por no dejarse quebrar elvirgo cosido me han roto a mí la espalday ahora también habrán deremendarme».

Al día siguiente Rufina curó lasheridas de la mandinga. Catalinaexplicaría más tarde a su ama la extrañasuavidad con que la enjuta Rufina lehabía aliviado los dolores:

—Casi no sentía sus manos. Iban yvenían sobre mi piel cerrando las

heridas con los dedos untados de unemplasto de hierbas. A la vez rezaba aun montón de gente que nunca anteshabía escuchado. No me atrevo a decirque fueran santos del santoral, porquepor los nombres más parecieran diablos.Cuando terminó, la espalda no mesangraba ni me dolía. Luego se marchócon sus hierbas sin escuchar misagradecimientos y no la he vuelto a veren todo el día. Aunque un africano vinoesta tarde a traer una alquitara y me dijoque la Rufina es gran herbatera y que latienen de correveidile las grandes brujasde Cartagena. Me dijo también conocermuchas oraciones y hechizos de gran

provecho.A una de las negras, Potenciana, le

trajo piedra de ara para amansar a suhombre, porque la pega y soliviantamucho.

—¿Quién es ese africano que sabedomesticar a los hombres? —preguntóLorenza interesada.

—Se llama Juan Lorenzo. Habló dehaberla visto bailar en las juntas. Y laadmira mucho a usted por su hermosuray saberes.

—¿Y a quién sirve el tal JuanLorenzo?

—A fray Antonio de Cisneros, delconvento de San Francisco.

Lorenza tomó buena nota y le dio uncodazo al miedo. Pero no tardó muchoéste en devolvérselo. El escribano salióde su despacho exigiendo la cena. Ledio una palmada a su mujer en el traseroy mandó a la esclava a la cocina, noquería volver a verla.

El matrimonio tomó asiento, cadacual en una cabecera de la mesa, aimitación de los nobles y pudientes que,por no poder, no podían ni sentarsejuntos a comer. Lorenza no podíaacostumbrase a los vestidos amplios,tiesos, que debía lucir en presencia delescribano. Se rebullía en la butacaevitando las costuras: la incordiaban

tanto como las miradas fijas y líquidasdel funcionario. Mientras la esclava másgorda, Potenciana, servía las viandas,Rufina terminaba de colocar loscubiertos. Lorenza persiguió cadamovimiento gatuno de la contrahecha,quien, al sentirse observada, colocó elúltimo tenedor y la encaró desafiante.Andrés hablaba sin tregua, nadie leatendía. Lorenza sostuvo la miradapeguntosa de la mensajera de las brujas,hasta que la doblegó. «Estás marcadapor el Destino. Alguien te proteja deÉl», pareció decirle Rufina sin hablar.Metió el cuello en la chepa y volvió a lacocina.

Tres eran las grandes madrinas enCalamarí: Elena de Vitoria, superior delas brujas negras, así militasen algunasblancas en sus filas, como doña Bárbolade Esquivel o Ana María Olaneaga;Paula de Eguiluz, aunque negra, caudillode las brujas blancas —nadie, salvoRufina, podía acudir a sus juntas si noera de piel clara—; y Lucía Tasajo,madrina de las brujas del puerto,blancas o negras y hasta verdes si lashubiera. Todas estaban unidas por unaambición desmedida, unos malosamores, el libertinaje, laconcupiscencia… y por Rufina, supostillón.

Andrés dio un golpe seco con lajarra sobre la mesa.

—¡Cuando yo hablo, se me atiende!—Disculpa, estaba distraída… —

Pensaba la mejor forma de intervenir elcorreo; tenía que ganarse a Rufina.

—El gobernador ofrecerá una fiestaen nuestro honor. Hasta entonces harásun esfuerzo para aprender a comportartecomo Dios manda, porque de éldependen mis ascensos y misestipendios.

¿Cómo ordenará Dios ir a lasfiestas? Poco sabía Lorenza de Dios, ymenos de fiestas.

Terminada la cena, Andrés la obligó

a subir al cuarto. Se desvistió, examinóla zona siniestrada, chasqueó la lengua yse metió en la cama.

—Estúpida negra. Tenía que haberlamatado —murmuró entre dientes antesde taparse—. Buenas noches.

Lorenza no respondió. «Me libré».Dejó manosearse los senos. Él, inquieto,quedó mirando al techo un buen rato.«El caso es que no me acuerdo de nada.¡Mira que habérmela tirado y nohaberme dado ni cuenta!».

—Lorenzana, ayer estuvisteestupenda. ¡Todo un acontecimiento! —felicitó a su esposa, intentandoconvencerse a sí mismo. Dio media

vuelta y quedó dormido.Ella esperó, y al primer ronquido,

bajó a la estera.A medianoche escuchó pasos

menudos recorriendo la casa. Lorenza,todavía en vigilia, salió del cuarto sinhacer ruido. Descendió por la escalera.Persiguió los ruidos de las tablas hastala sala. Desde la puerta, escondida, vioa Rufina cubrir con un trapo negro laestatua de la Virgen María, imagen detamaño natural que presidía la estanciadesde una esquina. Había cubierto conanterioridad un cuadro de San Cristóbalen el comedor. La esclava adivinó lapresencia de su nueva ama y sin volver

la cabeza dijo: «La noche no es paraellos». Pasó por delante de Lorenza,erguida, ágil, y saltó a su cuarto.¿Rejuvenecida? Como si la noche leprestase los años perdidos.

Antes de volver a la estera, Lorenzaentró en el salón de lectura (sin rango debiblioteca, porque al escribano no legustaban mucho los libros), se parófrente al espejo, casi irreal a la luz de laluna, mirándose una y otra vez,intentando reconocer a la personita quedanzaba pintada con carbón en lacámara del abate. Y le costóencontrarse.

Debería de andar cerca de los veinte

años, pero aún sentía aquella niñacascabelera sonándole en el interior,asustada, escondida. «Lo que hace elmiedo». Se pasó la mano por la melenadorada, cada día más rubia, y se vio tanmujer, tan fuerte y tan débil, que noencontró término medio para animarse.¿Por qué no aparecía Francisco? ¿Porqué la abandonaba su pasado? ¿Por quétantos porqués?

Transcurrieron los días justos paraque las quemaduras del caldo dejaran dehacer efecto. Y según lo previsto, llegóel momento en que el escribano, trasrealizar la inspección nocturna de susdolidos genitales, esbozó una sonrisa

espumosa. Por más que ella tratara derefugiarse en las cobijas, la fuerza delhombre apartó los impedimentos hastadesnudar a su mujer y someterla. «Hoycorono, y además, consciente». ALorenza se le atragantaron todos losrecursos, desde los loas hasta elrecuerdo del sargento mayor. Sujeta porlas muñecas y con el jayán encima, pocaresistencia pudo ofrecer. Tampoco quisoarmar escándalo, temía uno de losataques de barbarie del esposo, queseguramente le provocarían más dañosde los que en realidad iban a causarleaquellos amores conminados. Elescribano, cegado en sus ímpetus,

mitigado el dolor por el deseo, embistiósin misericordia la cerrada, zurcida,cavidad de Lorenza. Ella mordía laalmohada mientras sentía romperse unopor uno los hilos de su falsa virginidad,de su impuesta inocencia.

Concluyó orgulloso el escribano laproeza. Al incorporarse vio las sábanasregadas de sangre. Se miró por si erasuya y luego reparó en la fuente quebrotaba entre los muslos de su mujer.Entonces cayó en cuenta de la chanza:«Estuviste a la altura de lascircunstancias».

—¿Así que la noche de bodas… nopasó nada? —preguntó con todo el mal

humor condensado en las venas de lafrente.

—Ya no me acuerdo —respondióLorenza sin hacerle caso, pendiente desus heridas físicas y morales.

—Pues sirva este escarmiento paracompensar la omisión. ¡Si no hasquedado bien desvirgada, venga Dios ylo vea!

—Antes de que venga Dios a verlo,mejor un médico. —Lorenza sedesvanecía.

El escribano, algo asustado, quizáconmovido por la sangre, corrióescaleras abajo y despertó a laservidumbre. Las cinco esclavas

acudieron en tropel.—Rufina, tú sabes de curaciones,

sube a la recámara principal y atiende ala señora. Las demás sigan durmiendo.

Catalina no quiso regresar a lahamaca. La jorobada aceptó la ayuda dela mandinga. «Siempre en estos casoshay que calentar agua y cocer hierbas».

—El señor espere fuera y tú, anda yprende los fogones. —Rufina extrajo losrestos de costura. Abandonó lahabitación y regresó al rato con unapequeña vasija de barro—. Esto va aescocerle, pero en pocos días habrásanado. —Soltó una ininteligiblejaculatoria mientras aplicaba una crema

viscosa—. Al señorito le hubiera dadoigual si su merced era o no doncella. —Se chupó el dedo cuando terminó—. Encualquier caso, hubiera sido más fácilguardar una bolsita con sangre decordero en la mano que haberse dejadoapañar por la remendera… Algunasveces, mejor coser otros labios. —Yvolvió al silencio del que pocas vecessalía.

En cuanto bajó el escribano a sudespacho, a la mañana siguiente,Lorenza requirió a Catalina de losÁngeles.

—¿Puedes hacer venir a ese africanodel que me hablaste?

—¿Juan Lorenzo?—El que sabe domesticar a los

hombres.—Ahoritica mismo lo consigo.—Pero cuida que al llegar no esté el

señor en casa.—Así será. Ya mismo voy a hablar

con Potenciana, ella sabe cómo traerlo.Después de almorzar, a la hora del

calor, llegó Juan Lorenzo a casa delescribano en la calle del Candilejo, allado del Colegio de los Jesuitas. Laseñora no había podido levantarse.Catalina y Potenciana acompañaron alnegro hasta el piso de arriba. Medianaedad, alto, delgado, perdido en el ancho

de la pantaloneta, casi provoca la risade Lorenza cuando vio aquellosespárragos largos y corvos nadar en lasbermudas. «Más carnes tiene unmosquito».

—Dejadnos a solas —ordenó laseñora—. Acércate, Juan Lorenzo,siéntate aquí —le ofreció el borde de lacama—. ¿De dónde eres?

—Soy etíope. —El esclavo hablababien castellano. Había sido capturadomuy joven, aunque, por sus artes ydesempeños, parecía nacido entreespañoles.

—¿Y allí son todos igual de gordos?—Parecidos, mi señora. En mi tierra

corremos todo el tiempo. Corremos deun lado a otro sin parar. Nuestraspiernas son el único medio detransporte. Mientras corremos nosalimentamos, hablamos, pensamos,cazamos y dormimos. Por eso estamosdelgados.

—Entiendo, disculpa, era unabroma. Vayamos al grano. Te hemandado llamar porque me han dichoque mucho conoces de oraciones yhechizos.

—Sí, señora. Conozco hartas cosaspara todo lo que quiera, que es negociode gran espacio.

—Necesito algo para apaciguar al

que me impusieron como marido.—Os enviaré hoy mismo un vidrio

chico con un remedio.—¿Qué remedio?—Un aceite muy bueno y de gran

provecho, óleo de romero, que traerácalma a don Andrés.

—¿Y qué he de hacer con el óleo?—Debe tomar la señora una pluma,

sin llegar al aceite con la mano, yuntarse el rostro. Pero antes deberáconjurarlo con la oración de SantaMarta.

Marchó el negro y, efectivamente,llegó el frasquito de aceite antes que elmarido. Lorenza siguió las instrucciones

del hechicero: sola, frente al tocador,destapó el vidrio y rezó la oración:

—Marta, Martilla, a la diabla, queno a la santa, suertes contigo quieroechar. Si tú me las ganares, yo te ladaré. Uno para ti, uno para mí; dospara mí, dos para ti… Yo te gané a ti,tú me lo darás. A la caballeriza deLucifer irás. Allí tres jáquimoscolgados hallarás, y tres frenoscolgados, y a Andrés del Campohallarás. Allí me lo enjaquimarás, yenfrenarás y me lo espolearás, y me locorrerás, y por las puertas me loentrarás manso y humilde sujeto a mimandato.

Terminó de untarse el aceite con unapluma azul justo en el momento queescuchó al escribano subir por laescalera. Se apresuró a ocultar el frascoy a meterse en la cama. Andrés veníarenegando de su mala suerte. «Estanoche en dique seco». Pero comprendíaque la faena del día anterior clamabarecuperación. Y como también hay quesaber dar contentillo, subía con una floren la mano.

Lorenza agradeció el detalle, unpoco mustio, y cuando bajó a la esterallevaba en la boca cierto sabor a triunfo.¡Cuán equivocada estaba!

Era jueves, éste sí lo recuerdo: el juevesanterior al sábado de ascensión… la delpadre Ferrer en globo, por supuesto.Recogí temprano al sacerdote. El día,como todos, abrasador. Me saludócontento y nos dirigimos al Colegio delos Jesuitas, cruzando la plaza.Timbramos. Abrió un cura de barba,joven, con el alzacuellos jugándole alaro en el pescuezo. Saludó en tonocordial, sumiso diría, y nos hizo seguirlepor los corredores repletos de aulassimétricas. Al paso de cada puertapodían oírse a los profesoresaderezando conocimientos.

—Nunca te fíes de los hombres con

barba —me dijo el padre Ferrer aespaldas del esmirriado sacerdote—,algo esconden.

No sé por qué, pero imaginaba alcura de igual contextura que JuanLorenzo, en negativo, blanco en vez denegro. Quizá a éste también lo teníancorriendo todo el día. Nos detuvimos enel rellano de una escalera, ante la puertaabierta de una habitación. El largarutose detuvo un momento para mostrarnosel cuarto de San Pedro Claver.

—Desde aquí veía entrar los barcosnegreros en la bahía. Recogía frutas ymantas, y bajaba al puerto a bautizar alos esclavos.

La austeridad del habitáculo nocoincidía con mis ricos conceptos, en elmaterial sentido, sobre los jesuitas.

El atlético fray Fideo subió losescalones de dos en dos. Lo alcanzamosen el penúltimo resuello.

—No olvide usted que tengo setenta.—Perdone, es que los peldaños me

quedan cortos.Frente al despacho del rector, el

padre Ferrer indicó a nuestro guía queme acompañara a la biblioteca.

—Espérame allí, Álvaro. Arreglounos asuntillos y de inmediato estoycontigo.

Me abandonó en aquella

tranquilidad de suelos de mármol blancoy negro. Hasta la estancia rodeada deanaqueles con libros subía elindescifrable olor a colegio. Todos loscolegios huelen igual. He llegado aconcluir que el olor en los centrosescolares no los produce la tiza, la tinta,el encerado, los textos, el sudor, ni ellaboratorio de química; los colegioshuelen a infancia, no diría que a purezao a inocencia… a infancia; un tufilloagrio pero cordial.

Por la ventana podía divisarse el aladel colegio encabalgado a la muralla, ymás abajo el puerto… el puerto deCalamarí.

Esos efluvios pueriles me hicieronacordar del primer día de universidad,justo cuando dejé de olerlos. Las rígidasnormas de mis años escolares nopermitían la enseñanza mixta, y loscentros que habían decidido implantarlaatravesaban dificultades por las críticasde los estrictos y dictatorialesprogenitores. «Mi niña, mi pequeñita,con sólo quince años, expuesta a lospeligros mundanos (léase sexuales) detodos esos gamberros». «Tú ya sabes,hijo, a por ellas; pero ten cuidado queno te carguen ningún muerto(embarazo).» Cada cual juzga por sucondición. La verdad, al menos a

nosotros, no nos pasaban esas cosas porla cabe za… Y no pasaban porqueapenas las conocíamos. Sólo eranrumores. Tratamos de descubrirlas enaventuradas excursiones a la puerta delcolegio de la Divina Pastora (lasBorregas), sin resultados satisfactorios.Y cuando averiguamos qué había quehacer, no sabíamos cómo hacerlo, pormucho que se nos endurecieran lasintenciones. «Qué buenos son los padresescolapios, qué buenos son que nosllevan de excursión», cantábamos hastalos dieciséis nada menos. Y el primerdía de universidad, aparentemente sin eltemor de los progenitores, porque sus

hijos ya eran «adultos», nosencontramos nueve hombretones hechosy derechos, aturdidos, en el últimobanco del aula, mientras una veintena dealborotadas mujeres reíantranquilamente y nos dirigíanencubiertas miradas selectivas. Algosonó dentro de mí, no sé si se me habíaquebrado el tarro de la idiotez, o se mehabía roto la infancia. En cualquiercaso, desde aquel día tuve que agarrar elvolante del destino, porque ya no podíadejarme llevar por él.

Esto le sucedería también a Lorenza.Siempre caminando de la mano de laVida por un sendero plácido, con

piedras, pero transitable. Ahora se dabacuenta de que la Vida era tan alta comoella, y en una encrucijada de caminos, suúltimo gran fantasma, el tío Luis, lasempujaba por un sendero escabroso.Para no tropezar con los obstáculos,Lorenza la agarraba de una oreja eintentaba llevarla por donde mejor lepareciera, así entre ellas, Vida y mujer,cambiaran, aparentemente, los papeles.

El padre Ferrer demoró apenasveinte minutos.

—Bonita vista. Ven, aprovechemosel fresquito, siéntate. Ha llegado elmomento de resucitar a alguno de lossacerdotes enterrados en la iglesia.

Olvídate de este colegio. No existía. Elprimer colegio estaba cerca de la PlazaMayor, en una casona arrendada, justo allado de la casa del escribano. No teníamayor capacidad que para setentaalumnos; setenta muchachos de la élitecriolla.

—Ustedes no han cambiado enquinientos años —interrumpí.

—¡Ni pienses que a estas alturasvayamos a hacerlo! —confirmó—. En1605 llega, proveniente de Lima, elpadre Alonso Sandoval. Un año antes yahabían arribado otros jesuitas con unpermiso otorgado por Felipe III paraabrir el colegio. Lo extraordinario del

padre Sandoval es que se aparta prontode la enseñanza para dedicarse a losesclavos y desvalidos.

—La excepción que confirma laregla —volví a interrumpir.

—Hoy estás muy sarcástico —apuntó algo molesto.

—Disculpe. A veces me paso de laraya… —Es cierto, ya me habíanamonestado en repetidas ocasiones pormi toxicidad verbal. Aceptó lasdisculpas.

—La educación estaba fundamentadaen las disposiciones de Trento ydeterminada por la ideología de lacontrarreforma. Era una educación

especulativa y religiosa, a imagen de launiversidad española, decadente yaislada, con sus puertas cerradas aEuropa. El padre Sandoval optó por otradocencia más práctica y menosenclaustrada. Fue el predecesor delpadre Claver, quien no llegaría hastaalgunos años después. Lorenza conocióal padre Sandoval gracias al provisor dela catedral, Bernardino de Almansa.

Desde que la obligara el marido,Lorenza asistía a confesión una vez porsemana con el provisor Bernardino deAlmansa, amigo de estudios de Andrés

del Campo. La esposa del escribano sehabía negado en rotundo a arrodillarseen el confesionario. El padre Almansa,por no contrariar a su ex compañero deSalamanca y tratar de conectar con supenitente, accedió a darle el sacramentoen circulares paseos por las navescatedralicias. Hasta el momento, todaslas confesiones habían terminado deforma similar.

—Algún día, querida Lorenza,tendrás que confesarte de verdad.Ambos sabemos que los pecadillos queme cuentas son la mitad mentira y la otramitad inventados. Tu fama nocorresponde a las banalidades que

confiesas.—Crea fama y échate a dormir —

protestaba Lorenza.—Cuando el río suena, agua lleva —

dictaminó el provisor—. Te veré dentrode siete días. No te daré la absoluciónsobre faltas no perpetradas. Vete en paz.

Una vez, al girarse para salir, apagósin querer con las hopalandas las velasque iluminaban a san Judas. El padreAlmansa le caía bien, mejor dicho, leinfundía respeto, pero no un respetotemeroso, sino amable.

Lo único reconocido por Lorenzaante Bernardino de Almansa era quesabía leer; entre otras cosas, porque leer

estaba mal visto en las mujeres, pero noconstituía pecado ni falta grave, así queel confesor trató de sacarle cristianopartido a las osadas habilidades de lamuchacha. La remitió al padre Sandoval,del vecino Colegio de los Jesuitas, paraque le permitiera entrar en la bibliotecay le siguiera dando instrucción, porsupuesto, religiosa. Al padre Sandovalno le costó entablar buenas relacionescon ella. Desde el primer día la dejósola en la biblioteca con un catecismoen las manos. Y también desde el primerdía, Lorenza encontró el MalleusMaleficarum, el mismo libro que yaconocía gracias al Delfín Verde. En

cuanto el sacerdote desaparecía por lapuerta cambiaba los textos. Leyó condetenimiento los capítulos dedicados ahechizos y conjuros para amansar, y lossortilegios para atraer personas lejanas.A escondidas llevaba papel, pluma ytintero, para copiar cuanto encontraba deinterés.

Tampoco desaprovechó laoportunidad para preguntarle al padreSandoval el significado de las palabrasen latín que había memorizado delmanuscrito.

—Curiosas inquietudes las tuyas,Lorenzana.

—Encontré las palabras en un texto

y me llamaron la atención.—Pues, déjame decirte que no

parecieran sacadas de un textoeclesiástico.

—No, padre, son de unos libros quehay en casa.

—¡Ah, bueno! Porque ¿no estaráscogiendo en la biblioteca librosdistintos a los que te indico?

—¡Padre, cómo se le ocurre!—Siendo así, no tengo inconveniente

en traducírtelas. Cometes quiere decircometa, esas grandes bolas de fuego quesurcan los cielos. Coniuratio significaconjuración o conjuro, lo que utilizan lashechiceras para activar sus pócimas…

—El padre la miró acusatoriamente yLorenza arqueó las cejas comodisculpándose—. Y sanguis, es sangre.

El padre Sandoval sabía queLorenza tomaba libros distintos alcatecismo, pero nunca sospechó que elmás consultado fuera el Martillo delDiablo, aunque, por haber servido alConcilio de Trento, no estaba tildado depeligroso ni prohibido. También sabía,por las salpicaduras de tinta sobre laparte de la mesa que habitualmenteocupaba, que andaba tomando notas. Noobstante, librepensador y confiado, dosatributos que suelen ir de la mano,permitió que Lorenza encontrase respiro

y libertad en la biblioteca. Allí, dándolevueltas y vueltas, montando ydesmontando palabras, adivinó elsentido de algunas frases de supergamino, ayudada, no sólo por los tresvocablos traducidos por el padreSandoval, más el que ya conocía, sinopor el diccionario de latín encontrado enuno de los anaqueles pegados al piso.Como no era docta en la lengua latina, nisiquiera en la castellana, apenas pudoamasijar un engrudo de palabras.Cuidadosamente las iba copiando en unpapel en el mismo orden que aparecíanen el manuscrito. El desconocimiento delas declinaciones, la ortografía y la

gramática, y, sobre todo, el galimatíasde la composición de las oraciones,evitó que descifrara el contenido exactodel documento.

—Ya se lo había pronosticado JeanAimé. —El padre Ferrer abrió lasmanos y las dejó caer sobre la mesa—.Sin embargo, Álvaro, algunas frases noshan llegado. Muy pocas, ya que, comobien sabes, ella guardó celosamente elsecreto de su pergamino. Pero tuvopequeños deslices con una persona demucha confianza, y esas pequeñasconfidencias serían su perdición.

El padre se levantó y se acercó a unade las ventanas con las manos metidasen los bolsillos. Dándome la espalda,mirando las nubes, siguió hablando.

—El cometa, Álvaro, el cometa…Ya me había anticipado que el

mayor de los conocidos había pasadocerca de la Tierra cuando nacióLorenza. También sabía que ahora el Hale-Bopp estaba cerca. Y sabía que uncura aparentemente cuerdo, casi perfectome atrevería a afirmar, estaba empeñadoen estudiar el fenómeno subido en unglobo.

—Tiene que existir algunarelación… En fin, el sábado lo

sabremos. —Volvió a sentarse frente amí. Estuvimos un rato en silencio—.¿Sabes?, el pergamino nunca apareció.Y estoy seguro de que Lorenza lo guardóen algún sitio. No está en el proceso dela Inquisición, ni entre los objetos que elSanto Oficio guardó de ella, ni en loslugares por los que pasó… Sin embargo,tengo una corazonada… —Seinterrumpió, como adivinando un peligro—. Te la diré en su momento…

—¿Con qué frases o palabrascontamos? —pregunté un poco harto detanto misterio.

—Frases concretas o con algúnsentido… pocas. —Sacó una libreta del

bolsillo trasero del pantalón—. Unaposible: El mensajero llevará… aquífalta algo… luego aparece la palabrapergamino… y acaba diciendo… con elconjuro de las puertas.

—¿Ha averiguado si existe o existíaalgún conjuro con ese nombre?

—He preguntado a estudiosos, heconsultado el Malleus, he visitadobrujos y curanderos… pero nadie haoído nunca de él.

—Puede que no sea un conjuroconocido.

—Eso está claro. Quien escribierael manuscrito lo inventó, o lo tomó deotra cultura, o de otra religión.

—¿Por qué lo dice?—Más tarde, Lorenza haría un

comentario sobre unas palabras quetampoco estaban en latín, sino en«lenguas raras». ¡Vete a saber en quéidioma!

—Quedan descartadas las lenguasindígenas, supongo. Jean Aimé trajo elpergamino de Europa.

—Es posible, aunque yo nodescartaría ninguna opción. —El padreFerrer devolvió la libreta a su bolsillo—. Centrémonos en la frase que te dije:en primer lugar, establece la existenciade un mensajero; una persona queentregará el pergamino a otra. Por

medio, hay un conjuro, el de las puertas,que seguramente al ser pronunciadocausaría un efecto. Por otro lado, esposible que la aparición de cometas enaquel tiempo, y en éste, signifique que loque deba suceder, sucederá en estosdías. Y sobre la sangre, si quiere decirque se va a derramar, no es nadahalagüeño…

Lorenza volvía de la biblioteca jesuita,entró en casa alborotada, feliz, no sinligero desconcierto, por sus avancessobre el manuscrito. En el recibidor setopó con Rufina.

—¿Tú has visto alguna vez unaaparición, como la Madremonte, laPatasola o el Cura sin Cabeza? —preguntó a la esclava

—Varias veces, pero hace tiempo,antes de que los echasen del cerro,cuando bajaban por las noches…

—Pues algún día volverán losendriagos al monte —dijo, alegre por suamigo Cacanegra…, impalpablerecuerdo.

—¿Cómo puede saberlo?—Hoy lo supe. —Le brilló la miel

de los ojos y subió las escalerasprotegiendo el pergamino y los objetosde escribanía.

Rufina quedó perpleja. «Mucho sabeésta».

Le resultaba fácil ocultar sussecretos entre los pliegues de losampulosos vestidos. Requirió lapresencia de Catalina desde el salón delectura y le dijo que mandara llamar aJuan Lorenzo. La propia Catalina,escalando a Potenciana, se personó en elconvento de San Francisco en busca delhechicero. Al rato estaban de vuelta. Elfamélico etíope siempre acudía a lallamada del dinero, y doña Lorenzana,ahora, tenía bastante. Lo recibió en lasala, el viento entraba por las ventanasformando una agradable corriente que

mitigaba el ardor del sol.—Tengo una amiga —comenzó

engañando Lorenza— que necesita traerde lejos a una persona que marchó de sulado.

—¿Ya no la quiere…? —trató deaveriguar el conjurador.

—Sí la quiere; pero está en otraciudad.

—¡Ah, ya…! —Entendió con lasentendederas que otorgan los chismes:se dio cuenta de que hablaba delsargento mayor, comidilla popular enCalamarí antes y después de la boda conel escribano: «Pobrecita, debe de tenermal de amores», decían unas. «¡De

menudo sinvergüenza se ha librado!¡Bien compuesta quedó con el arreglodel tío!», decían otras.

El estirado brujo analizómentalmente su repertorio de fórmulas.

—Le tengo un sortilegio que ha deservir mucho. Dígale a su amiga… —loexpresó con guasa, incomodó a laseñora— que no hay mejor suerte que lade los papelillos trenzados en el pelo.Pero deberá conseguir, para echarlacomo es debido, una camisa de varón,mejor si es del ausente, si no, cualquieraotra. Y tendrá que fumar un tabaco desabor negro mientras conjura.

Esa misma tarde estaba Lorenza

encerrada en la habitación con unacamisa del escribano, por no tenerninguna de Francisco, cogiéndose elcabello y prendiendo de la trenza seispapelillos blancos con la oración que elnegro le había dictado. El puro se loconsiguió Catalina. «¡Ay, niña, cuidadocon lo que hace!».

Abrió la ventana para evacuar lapeste del tabaco. En mitad del cuartorecitó la oración antes de aspirar laprimera bocanada:

Señor de lacalle, señor dela calle,

señorcompadre,señor cojuelo,

que hagáisque FranciscoSantander

se abrasepor mí,

y que mequiera y queme quiera

y si esverdad que meha de querer

venga a milado,

y ladrecomo un perro,rebuzne comoasno,

o cantecomo gallo.

Y se tragó el humo. Como nunca lohabía hecho antes, el ataque de tos casila ahoga. Tropezó con el tocador ycayeron los cepillos de plata al suelo.Acudieron Potenciana, Catalina, otra delas esclavas y, desafortunadamente,Andrés del Campo (había llegadopronto, cansado después de tomartestimonio a la señorita Melchora,

vecina incorregible, que por quinta vezen la semana le hacía «tomartestimonio» con ella sentada en lasrodillas). Furibundo, mandó desocuparla estancia. Cuando estuvieron solos, élde pie sobre Lorenza tendida en el piso,echó mano de la correa.

—Te advertí que no quería brujeríasen mi casa. Pero ya veo que no entiendespor las buenas. Veamos si como a lasesclavas, el cuero te domeña.

Y descargó el cinturón una, dos, tres,cuatro… veinte veces sobre el cuerpode Lorenza, que sólo pudo acurrucarse ycubrirse la cara con los brazos para noquedar marcada.

De nuevo Rufina intervino, comosiempre a posteriori, pero la salvó demayores tormentos y le deparó unasanación oportuna.

Desde su convalecencia, otra vez encama, repasó con ira los apuntestomados en la biblioteca del colegio.Algún embrujo «especial» debía existir.Al menos, si no destacado por sueficacia, por su sacrificada realizacióneligió el de las avellanas, muy«recomendado para esclavizar»:

«Hay que tomar sangre del mes atercero día y cinco abellanas, las quehan de tragarse sin mascar y han de ircon cáscara; y, bueltas a hechar por

abajo, las tiene que limpiar y partirlasmuy sutilmente, por medio de laendidura, sin que se quiebre el granode dentro, y picándose el dedo delcoraçón, con el dedo hacer una cruz encada partidura de abellana y hecharuna gota de sangre del mes en cadauna y tornarlas a juntar, de maneraque bolviendo a ser enteras lasabellanas no salga fuera dellas gotaninguna de sangre y, hecho esto,atallas y emboluerlas en un trapico yponerlas al lado del coraçón, entre lacamisa y la carne, y han de sudarse allínueve días, y al fin de esto se han demoler las abellanas y hechárselo en el

caldo o bevida a quien se deseaesclaviçar».

Tuvo que esperar a que le viniera laregla, tomar sangre del tercer día,procurarse las avellanas, tragárselasenteras y acallar la asfixia que casi leproducen, soportar la indigestión conestoicismo, expulsarlas con dolorirreductible, limpiarlas, pincharse eldedo, hacer la señal de la cruz, volver ajuntar los frutos secos (ya no tanto),atarlos, envolverlos y guardarlos en elpecho.

Aún portaba las avellanas junto alcorazón cuando asistió con el escribanoa la fiesta ofrecida por el gobernador,

señor de la Vega.Los homenajeados entraron entre los

aplausos de la concurrencia. Elmandatario y su esposa, doña Bárbola,les recibieron en la entrada de la Casade la Gobernación. Después tuvieronque saludar a todos los otros aspirantesa conformar la nobleza criolla. A lamayoría de las damas Lorenza ya lasdistinguía, merced a luciferinasreuniones, pero todas la saludaron comosi aquélla fuera la primera vez que seencontraban. «Te queda estupendo esevestido rojo y oro». Brindaron,comieron, chistearon, cotillearon yllenaron el hacinado aposento de olor a

jactancia. Martirizada por las avellanasen el busto y el resquemor de loscorreazos, trató de escaparse un rato delpestilente bochorno. «No entiendo cómopueden aguantar los hedores». Buscandola salida se encontró con el gobernadoren una esquina. El señor de la Vegaestaba solo, concentrado en atrapar unaaceituna con el dedo metido en la copa.

—Disculpe, señor gobernador —interrumpió Lorenza.

El pobre hombre se pegó un susto demuerte. Sacó rápidamente el dedo delvino y lo limpió en una manga.

—Ah… perdón, es que me encantanlas aceitunas, pero esta condenada no se

deja atrapar…—Excúseme si le aparto un instante

de su cacería. ¿Podrá usted indicarmealgún sitio para tomar el fresco?

Como Lorenza se llevó una manobajo el pecho para desplazar un poco elenvuelto de las avellanas, el vejetesupuso que le hacía una proposiciónindecorosa. «Ya me habían advertidoque ésta era de mucho cuidado. ¡Y noestoy yo para rechazar semejanteyegua!».

—Venid, seguidme, enseguida osindico un lugar seguro. —Y le guiñó unojo.

El anciano caminaba como una

mirla, dando saltitos. «¿Qué habrápensado el vejestorio? ¿Dónde melleva?». El gobernante esquivó unoscuantos invitados y la condujo hacia lasescaleras.

«¡Si este pobre hombre ya no puedeni con los gregüescos!». «No sé yo sicon lo oxidado que tengo el mecanismovoy a poder levar anclas…, porintentarlo que no quede». Lorenza llamódisimuladamente, la mano pegada alvestido, a Rafaela de Adviento, una delas esclavas de la casa, bien conocidatambién en las juntas.

—Síguenos hasta donde me lleve elgobernador. Quédate detrás de la puerta

por la que entremos, y cuando escuchesdos golpes en ella, entra como untorbellino.

—¿Y si está cerrada?—Estará abierta, yo me ocuparé. No

me falles…La advertencia, en boca de una

mujer tan poderosa (y no lo pensabaporque fuera la esposa del escribano)era una amenaza, así que mejor cumplir.La negra se apostó tras la puerta de lasala de estar.

—¿No va usted a dejarme sola? —preguntó Lorenza.

—¡Ni lo soñéis, querida! ¡Acepto elreto! —exclamó el gobernador mientras

giraba la tranquilla.—¿A cuál reto se refiere? —Ella lo

empujó levemente y se colocó delantede la cerradura para evitar que quitasela llave y la guardara.

—Veo que os gusta jugar.«Pues vista la situación, habrá que

sacarle partido al señor gobernador».—Si en realidad me gustase jugar…,

¿qué pagaríais por participar en algunode mis juegos?

—Lo que me pidierais…, siempreque sea razonable, claro. No podrédaros la mitad de mi reino, porque no lotengo; ni mi alma, que ya se la debe dehaber vendido mi mujer al diablo; ni

riquezas, porque con tantos gastos,pocas he podido atesorar.

—¿Y si os pidiera un pequeñofavor?

—¿Qué tan pequeño?—Minúsculo.—Decidme pues. —El gobernador

la perseguía despacio alrededor de lamesa ovalada.

Ella se movía continuamente hacia ellado opuesto.

—¿Podríais conseguir el traslado deun soldado?

—Si está dentro de mi jurisdicción,no hay problema.

—Está en Riohacha, pero lo quiero

aquí.—Decidme el nombre.—El sargento mayor Francisco

Santander Rivamonte.—¡Ajá…, luego no eran falsos los

rumores!—¿Qué rumores?—Los que tantas veces he oído en

los conciliábulos de mi esposa, acercade vuestros… amoríos.

—Eso no es de su incumbencia. —Seguían dando vueltas a la mesa—. Siqueréis que me detenga, prometedme eltraslado del sargento.

—Sea pues como decís. Tendréis avuestro sargento.

Ella se detuvo y con gesto atrevidose desabrochó un botón. «O me suelto elbotón, o las dichosas avellanas meatraviesan el costillar». La atrapó eldignatario cerca de la puerta. Con granhabilidad le desabrochó los gregüescos,dejándole al descubierto unos ridículoscalzones morados. Le acarició la calvaalargando el brazo, en tanto giraba lallave con el otro. Luego corrió al ladoopuesto de la sala y rodeó nuevamentela mesa. El gobernador, bajito, gordito ybarrigón, corría tras la jaca como unpingüino, con los gregüescos en lostobillos. Lorenza pasó junto a la puerta ydio dos golpes con los nudillos. Rafaela,

atenta, abrió. Al entrar encontró a suamo en paños menores persiguiendo a laesposa del escribano. Se llevó la mano ala boca para contener la sorpresa… larisa. El gobernador, estupefacto, se tapócomo pudo. «Juraría que cerré la puertacon llave».

—Señor gobernador, debe ser ustedmás cuidadoso con las cerraduras —recriminó Lorenza.

Al pasar junto a él para retirase, lesusurró al oído: «Espero ver pronto alsargento, si no quiere que se lea esteincidente en los humos del tabaco».Abandonó la estancia y, al salir, dio lasgracias a la esclava y le advirtió:

—Rafaela, de esto ni palabra.—Como una tumba, mi señora. —Se

santiguó los labios.En adelante, siempre que se cruzaba

con su amo se llevaba una mano a laboca. El gobernador nunca supo si lohacía por vergüenza o por amargarle laexistencia.

Una semana después Lorenza moliólas avellanas y las espolvoreó en lasopa del marido.

A los catorce días del mes de noviembrede mil y seiscientos y diez años, elinquisidor había mandado subir a la sala

de interrogatorios a Potenciana Bioho,«esclava negra, hechicera, sortílega,heretical, al servicio de Andrés delCampo». Pocos días antes habíainterrogado al negro Juan Lorenzo enrelación con el mismo proceso.Potenciana declaró durante más de seishoras, todas de pie, todas temblando,todas en la penumbra impuesta por elinquisidor, con el rayo de luz cayendosobre la mesa. Ya había relatado variosepisodios: el del caldo de costilla, eltrabajo de la remiendavirgos, las visitasde Juan Lorenzo a la casa, la trenza conlos papelillos y los correazos… cuandonarró el posible envenenamiento de

Andrés del Campo. El escribano deltribunal seguía tomando nota, a su modo,de cuanto escuchaba:

«… y luego de cenar fue hallado donAndrés por esta rrea en el corredor dearriba con gran calentura, diciendo mildisparates, fuera de sí, y que auía venidoadmirado y le dixo a esta declarante queno podía ser sino que eran hechiços.Luego la dicha doña Lorençana, puestodon Andrés en yacija, habló para sí deunas abellanas. Los otros días siguientesse le veía que siempre y en todas partesestava durmiendo y que el recaudo leabía entorpecido el entendimiento. Ydixo que no encontrando la quietud de su

marido, la dicha Lorençana leadministró en las viandas una hierbatraída por el negro Juan Lorenzo,berengenas de plaia, en las que abíapuesto unos polvos que abía embiadodoña Bernavela, mujer de Villalpando,amiga de la esposa del señorgobernador, y que esas viandas fuerontambién catadas por el official mayor dedon Andrés, Sebastián Pacheco, queprobolas por invitación del dicho donAndrés que lo abía llebado a comer.Ambos los dos tubieron una semana demales del intestino, sin poder travajar nialçarse de la cama. El dicho SebastiánPacheco, lebantado del mal, acudió

donde doña Lorençana y por las iras quetraía adentro sacó la espada y la puso alcuello de la dicha doña Lorençana.Visto ésto por don Andrés, sacó laespada y se batieron. Y salieron deldespacho de don Andrés otrosofficiales, Jerónimo de Samaniego yPedro de Alarcón y pussieron fin a ladisputa. Dixo la declarante que el dichoSebastián Pacheco abía sido mandadodesterrar de Cartagena por el oidor delrreino. Luego de ésto conffesó la rea quemuchas mugeres acudían a casa delescribano a ber a la dicha Lorençana,con mucha fama de hechiçera y bruja. Yque la dicha Lorençana se abía ganado a

la esclaba Rufina Biáfora, que era brujahereje apóstata, y que saliendo unanoche a beber agua, vido a la dichaRufina en çapatillas, arrastrando la sayay se metió en un apossento que está amano yzquierda y a cavo de rrato oyóésta dar azotes, al rruido de los cualesse puso la rrea a la puerta de talapossento. Vido a la dicha Rufina con laluna que hacía, que era bien clara y vidoque tenía un Christo en la mano, comode media vara, poco más, con su cruz, alque azotaba estando en pie y dando unazote decía, dos fragatas, ya está aquí,ya está allí, y todo es embuste… y estocontinuando en azotar al Christo, y

aviendo visto semejante maldad sevolvió ésta al aposento. Y que luego ladicha Rufina salió a la calle, y la rrea lasiguió con cautela, y que la dicha Rufinaiba convidando en todas las cassasconocidas a las mugeres y barones a laxunta del viernes, y que luego dexó lamuralla y fue a cassa de Paula deEguiluz, y que allí la rrea vido un bulto yque llegó a él y quera la dicha Paula deEguiluz y que la mitad del cuerpo, de lasintura para abajo, estaba en figura debaca y de la sintura arriva, su mismafigura con una gran cornamenta ensimade la caveza, y la dicha Rufina le abíadicho que su ama doña Lorençana la

mandaba llamar con grande apremioporque las aojadoras de la villa de Tolúiban a ojear la ciudad de Cartagena. Yenllegando de nuevo a cassa delescribano no estaba la dicha Rufina, yque a cavo de rato vino un morsiélagobolando y se entró dentro del apossento,y a rato vino la dicha Rufina desde lasala, persuadiéndose la rrea que la dichaRufina era el morsiélago porque aúntenía membranas entre los dedos de lasmanos».

«¡Mira que son pesadas!». Por finmarcharon doña Isabel de Carvajal y

Teresa Sánchez, asiduas clientas,compradoras de quiméricasmansedumbres perdidas hacía muchotiempo, empedernidas consumidoras defiltros amorosos para conquistar jóvenescapitanes (de ese grado para arriba) delejército español. «Está bien mientrassueñen». Pero no eran las únicassoñadoras que a diario acudían a casade la mujer del escribano, «quien da losmejores recaudos». Un buen grupo demujeres, las blancas por la puertaprincipal y las negras por la de servicio,solicitaban los favores de la hija delpirata. «Con sus antecedentes, bruja máspoderosa que ésta no debe de haberla».

Lorenza debía manejar con sumocuidado los horarios de «consulta», o seexponía a los berrinches y maltratos delescribano. Agradeció que las últimasparroquianas se largaran, porque teníanecesidad de hablar con Juan Lorenzo.No entendía por qué los conjuros ysortilegios recientemente empleados nocausaban efecto; no sólo los aplicadosal marido, que en vez de amansarlo casilo matan, sino también los de atraer,esclavizar o enamorar.

El negro llegó bufando como uncaballo a la sala de lectura en el pisosuperior.

—¿No corrían tanto en África?

—Señora, vengo acosado desde laPunta del Judío para no encontrarme condon Andrés.

Refrescado con un vaso de agua decoco, escuchó las inquietudes de doñaLorenza. «Mal asunto es que nofuncionen los conjuros». Para averiguarel motivo, optó por la suerte del pan, laúnica que servía, y dicen que todavíasirve, para conocer si a alguien le hanechado mal de ojo.

—Puede mi señora que alguno larevolviese con su marido, porque mishechizos son todos positivos. Mandeusted subir un pan de a real, un cuchilloy un clavo de especia, y enseguida

averiguamos.Reunidos los instrumentos por

Catalina, ambos se sentaron en el suelo.Juan Lorenzo bendijo el pan con variascruces en nombre de la SantísimaTrinidad, metió el clavo en el centro delpan redondo dejando la cabeza fuera.Luego puso el cuchillo en equilibriosobre el clavo, e indicó que cada unosostuviera con las dos manos la hogazapor su lado.

—Si el cuchillo gira hacia usted,alguien está aojando. Si gira hacia mí,otro será el motivo.

Fijaron la vista en el cuchillo.Comenzó a moverse hacia el africano,

pero en un cambio brusco de direccióntornó hacia Lorenza. Después comenzó adar vueltas como un trompo sobre elclavo hasta salir despedido contra lapared.

—¡El cielo nos asista! —gritó elnegro, pálido (si cabe).

—¿Qué significa esto?—Cuando el cuchillo da muchas

vueltas en redondo quiere decir quesomos varios los aojados, o vamos aestarlo muy pronto… Será ciertoentonces lo que andan diciendo por losmentideros sobre las de Tolú: quepretenden echar mal de ojo a Calamarí.

—¿Podemos hacer algo nosotros?

—Atajarlas, mi señora. Correrlascomo a chulos… Tendrá que ser en lasafueras, sobre la ciénaga, antes de quevuelen por encima de nuestros tejados.

Lorenza, esa misma noche, ordenó aRufina convocar a las tres madrinas.Como existía gran enemistad entre ellasy pugna acérrima por la adhesión de lasdiscípulas o cofrades (entonces eracomo pertenecer a un club o a otro), leindicó que las citara al atardecer delsiguiente día en la ceiba del claro de laselva, lugar común para todas, concierto espacio de tiempo entre una y otrapara tenerlas mansas. «Del escribano nose preocupe, mañana irá temprano a

dormir». Rufina salió, cobijada por laoscuridad, a citar a las brujas. Desdeesa noche, Lorenza no supo por quéPotenciana nunca volvió a arrimarse a lajorobada.

—¡Logró unificar a las tres madrinas!Utilizó como excusa el posible ataquede las brujas de Tolú para convencerlas.En adelante, manejó los hilos trasbambalinas con habilidad —me dijo elpadre Ferrer mientras subíamos a suauto.

—No le sería fácil escurrírsele almarido. —Qué le voy a hacer, le había

cogido manía al escribano.—Supongo que no. Pero fue

ingeniosa. Movió las fichas a través deterceros: Rufina, Catalina, Potenciana,Juan Lorenzo, Bárbola de Esquivel, AnaMaría Olaneaga, etc… toda unaorganización. Además se aprovechó delgobernador, del provisor de la catedral,de algunos curas… de cuanto medioestuvo a su alcance.

—No pongo en duda que lo hizo,pero todo ello ¿con qué fin? —Yahemos hablado acerca de su luchaenconada contra las circunstancias quela rodeaban. No obstante, creo quetodavía no lo hemos descubierto en su

totalidad.—¿Hemos?—Hemos.—¿Nosotros?—¿Quién más si no…?Tomamos la Avenida Santander

hacia Tolú, aquella misma tarde deljueves. El padre Ferrer queríaentrevistarse con una especie depitonisa, expendedora del famosoBálsamo de Tolú, al que desde épocasdel pirata Drake, y hasta nuestros días,se le atribuyen dones milagrosos (otrosíntoma de lo poco que han cambiadoalgunas cosas desde entonces).

Fue la primera vez que pude

acompañarle a un sitio donde teníamosalgo para descubrir juntos. O eso creía.

El aire acondicionado y la radioacortaron el trayecto.

—Santiago de Tolú… —dijo alvislumbrar las primeras casas.Buscamos la antigua calle delCampanario, curiosamente, no estabacerca de la torre de la iglesia, sino enuna de las salidas del pueblo haciaCoveñas, en la parte occidental.

—Preguntando se llega a Roma —exclamó el padre al doblar la esquina dela calle.

—Poco nos ha faltado —asentí.Aparcamos frente a una casa de

fachada blanca, simple. El sacerdotecorrió la tela de colorines en la entraday gritó el consabido saludo: «¿Hayalguien en casa?». No respondió nadie,pero enseguida se escucharon pasoslentos acercándose. Tuve tiempo paradetallar la estancia: un cuchitril deparedes gruesas, frescas sin muchaventilación, techo de paja desmelenaday armazón de bahareque visible en losdesconchones que herían el estucado poraquí y por allá. Un ventilador como lospasos, cansado, parecía aspirar el aireen vez de soplarlo. El suelo, ecológico,de arena barrida. La mesa, los cojinesde las sillas, las cortinas de las

ventanas… todo tenía flecos de colorrojo. La luz, natural: velas (todavíaapagadas).

¡Apareció la diosa del chicharrón!,una morena inmensa, como los supuestosefectos del bálsamo. Sonrió y sus labiosestirados me inspiraron calidez (no digoconfianza). Las pestañas, de grandes, letapaban las patas de gallo. Una negraexagerada. Toda ella era exagerada: losojos exageradamente grandes yamarillos, la boca exageradamentecarnosa y roja, los senosexageradamente abultados, las carnesexageradamente escurridas, los piesexageradamente hinchados, los dedos

también exagerados, como morcillas, ysus gestos, exagerados. Rebosabaamabilidad en iguales proporciones. Sunombre, creo recordar, Ana de Mena.Antes de entrar en materia, el padreFerrer la tanteó un poco para ver pordónde le rompía las defensas: el calor,el verano, los turistas… ya saben.

Según me había explicado en elcamino, nadie como ella contaba lahistoria de la Guerra de la Piedra delUebo. Historia aprendida de su madre,abuela, bisabuela y demás mujeres, líneadescendiente de una de las brujastolueñas que participaron en la batalla.

Nos invitó a seguir al otro

habitáculo, pegado al descrito.Guardaba idénticos cánonesdecorativos, a excepción de unaestantería repleta de frasquitos verdes,todos marcados con una etiquetaamarilla: «Bálsamo de Tolú».

—Yo misma lo preparo —me aclarócuando tomé uno para intentar olerlo.Supuso que debía conocerlo, por lo queno me dio mayores explicaciones.

Nos sentamos en unas sillas demadera, almohadones rojos con flecos,en torno a una mesa circular. Salvandoel hiriente mantel colorado…, la mesapredilecta del padre Ferrer.

Agucé el oído por si escuchaba a

alguien más en la casa. Aparentementevivía sola.

—Soy viuda. Por mucho que traté alpobre Jacinto con bálsamo y hierbas,nunca salió de aquel mal catarro. —Sellevó una mano al pecho, consentimiento, como entonando unvallenato—. Sólo tengo un hijo quemarchó a trabajar a Bogotá hace más decuatro años —aclaró. Miré una fotosobre la cómoda, una cara gordísimaque no cabía completa en el marco—.Ese del retrato es precisamente miPochito. ¡Hace tanto que no lo veo!

Luego fue a la cocina y regresó conjugo de limón.

—Aquí les traigo limonadita para lacalor.

—Gracias, muy amable.Se puso a fumar.—Ustedes vienen de Cartagena, ¿no?—Sí, señora —dijo el padre Ferrer

—. La telefoneé la semana pasada, no sési recuerda… Queríamos que noscontara lo de la Piedra del Uebo, lasbrujas y todo eso…

—Ya, ya, si ya me acuerdo…, tengomemoria de elefante.

Reprimí las estúpidas ganas dereírme. Para entretener las malas ideasbusqué el teléfono. No podía imaginaraquel cuchitril tan avanzado en

comunicaciones. No lo encontré, perosupuse que también estaría adornado consus flecos correspondientes.

—No les pude atender antes porquehe tenido mucho trabajo. Estos días elpueblo está lleno de canadienses, de losque pagan con dólares.

Acomodó su cojín. Terminó elcigarrillo y pidió otro al padre Ferrer.Se algodonó la atmósfera. Sólo entoncescomenzó su relato, bajo mi levesospecha, por el tono empleado, de queya había adelantado al jesuita parte de lahistoria por teléfono.

—Serían las diez, noche cerrada demarzo, cuando salieron de Tolú cien

brujas blancas volando en sus escobastras Elena de la Cruz, nuestra gran brujamadre, acompañada del diabloMantelicos. A las afueras de Calamaríesperaban cien brujas negras, que trasElena de Vitoria, Paula de Eguiluz yLucía Tasajo, levantaron el vuelo aldivisar a las nuestras. Las brujas negrasestaban dirigidas por una blanca:Lorenza de Acereto.

—¿Lorenza no volaba? —mepreocupé, intentando elevar su honor.

—Lorenza se quedó en tierra, sobrela yegua Cambalache, la montura deldiablo. Un animal bravo, de piel negra,veloz como el rayo. Igual que los

mariscales de campo, dirigió la batalladesde la retaguardia. ¡Tan bella!

Mi repentina preocupación porLorenza no me hizo olvidar lo de «lasnoches de marzo». Negro o no, como elde las brujas, había gato encerrado.

—Se encontraron sobre el paraje dela Piedra del Uebo. Surcaron los airestoda clase de conjuros, hechizos,insultos, acosos, derribos… Al rato unasvolaban convertidas en cerdo, o mediocuerpo de burro, de sapo o de lechuza.Otras tenían cuernos de ciervo, orejasde asno o rabo de toro. Las que perdíanla escoba caían al fango. Los demoniosde uno y otro bando recogían las

escobas que seguían volando solas ybajaban al lodazal para devolvérselas asus dueñas. Remontaban el vuelo, y otravez a la pelea… Así hasta el amanecer.—Tosió por una mala bocanada yconcluyó entre gallos—: ¡Imaginenustedes, la primera batalla aérea de lahistoria se dio aquí, en Colombia!

—¿Y al final quién ganó? —Elpadre Ferrer estaba inquieto, como sidel resultado de la batalla pendiera unaapuesta.

—Las de Calamarí —lo dijo condesgano, tristeza y un enfadillo incierto.

—¿No murió nadie? —En tanencarnizada batalla, pensé, lo lógico era

que algo de sangre hubiera salpicado.—No se echó en falta a ninguna, ni

en Tolú ni en Calamarí.—¿Y después de la victoria…?—Nada memorable. Sólo algunos

afirmaron haber visto a Lorenza deAcereto y algunas otras brujas atravesarla Plaza Mayor al despuntar el alba conel torso desnudo y una pañoleta blancaen la cabeza. Las de Tolú regresaron asu casa con el rabo entre las piernas.

—¿Y qué pasó con el marido deLorenza? —Yo seguía erre que erre conel escribano. Como decía un maestro enmi colegio, don Juan Queiruga: «Leña almono hasta que se aprenda el

catecismo».—Puede que no consiguiera

amansarlo, pero sí dormirlo cuando levino en gana. ¡Menuda era ella! —Hizouna sardineta en el aire con los dedos.

Respondió otras cuestionesintrascendentes. Cuando Ana de Mena selevantó para despedirnos, atisbé unbulto debajo de la goma que le ceñía lafalda, como si intentara asomar un rabode cerdo. El padre Ferrer se habíaadelantado hacia la puerta, no lo vio. Alno tenerlas todas conmigo, evitécomentarios posteriores.

Nos despedimos dejando atrás lanube de humo. La calle estaba un poco

embarrada y nos sacudimos los zapatosantes de subir al coche. No habíamosrecorrido cien metros cuando ya leestaba preguntando por la curiosacoincidencia de «las noches de marzo».

—No es casualidad. —Lo sentíincómodo—. Varias veces he dicho queparecen conjuntarse algunos elementos,apuntando marcadas coincidenciastemporales.

—Hablando en cristiano quieredecir…

—Quiere decir que el cometa, elmes de marzo, el día exacto… —Secortó—. En fin, Álvaro, hay datos queme hacen sospechar la cercanía de algún

suceso que tiene que ver con Lorenza,con el pergamino, con Calamarí y, comote dije antes, con nosotros tal vez. Nome pidas explicaciones científicas, nolas tengo; pero intuyo algo… —Movióla cabeza negativamente.

Podía dudar de cualquier cosa,menos de su intuición. Era una cualidaden el padre Ferrer ampliamente avaladapor su carrera, al menos por la ínfimaparte que de ella conocía.

—¿Dónde estará la clave? —pregunté, o me pregunté a mí mismo.

—Sigo creyendo que en elmensajero —contestó pensando en alto.

—¿Sospecha de alguien?

—Podría sospechar de muchos. Perono tengo bases para señalar a nadie. Enadelante deberemos estar muy atentos.

El padre encendió un cigarrillo.Ana de Mena se me antojó abastera

de fantasías, como Sacabuches, como elpadre Ferrer y, seguramente, como yo.Otra vez estaba a mi derecha ese dios-sol.

Lorenza no se planteó si el traslado deFrancisco nuevamente a Cartagenaobedeció a la efectividad de susconjuros, el cumplimiento de la palabradel gobernador, los propios méritos y

solicitudes del soldado, o la confluenciade todos los supuestos. El caso es quehabía vuelto. Y el único asombrado porsu regreso fue Andrés del Campo. «Elcomandante Velasco me juró por lasantísima Virgen que nunca más lepermitiría volver acá». Al principioestuvo a la expectativa, dándole cuerdaal beneficio de la duda, hasta que elcoro de viejas chismosas, presidido porAna María Olaneaga, le informó acercade los furtivos encuentros de su esposacon el amante. Encuentros furtivos en laplaya, de noche, como los de antes, yahora, además de furtivos, prohibidos.Decepcionado, colérico y burlado por

los amigos, el escribano buscó alsargento mayor por cada taberna de laciudad con la espada desenfundada.¿Por qué narices el último en saber quele están poniendo los cuernos es elpropio astado? ¡Se entera todo el puebloantes que uno! Y sólo al final, cuando sedescubre el pastel, los conocidos ledicen aquello de: «No, si yo ya lo sabía.Lo que ha pasado se veía venir…».

Lo halló en la cantina de TobíasAranguren, cerca del puerto. El sargentobrindaba por el reencuentro con viejoscompañeros y el funcionario entró comoun tifón, ciego, violando las leyescaballerosas de la esgrima. Lanzó el

primer ataque por la espalda. Si no esporque Santander se agacha, advertidooportunamente por el cabo Crespillo, lehubiera dado una estocada en la partetrasera del corazón.

—Gracias, cabo, le debo una —dijoFrancisco mientras se incorporaba conrapidez.

—A mandar, sargento, para esoestán los amigos. —Le cedió su espada,porque la de Santander estaba colgadade un perchero en la pared.

Del Campo atacó poniendo la furiaen la hoja del acero. Santander no selimitó a defenderse. Había suficienterabia en los metales como para desearse

la muerte. Se batieron sin proporciones,sobre las sillas, arriba de las mesas, enla boca del horno, en un escenario queperdieron de vista, más allá de sussentidos. La paridad, sostenida por laira, no por la técnica, alargó el trancehasta el ribete de la tarde. Nadie osóintervenir. Se congregaron muchosespectadores en la puerta del local,divididos en dos grupos: los puristas yricos, partidarios del escribano, y lospobres, trotamundos, marineros, gentesde oficio plebeyo, animadores delsoldado. Entre todos no estaba LaMojana. No habría muerto. Las noticiassobre la pelea volaban de boca en boca.

El sargento, más preparado en el arte dela charrasca, logró herir al corneado enel brazo derecho, quien viéndoseimposibilitado para seguir manejando laespada, aplazó el duelo para másadelante. Santander lo aceptó levantandosu arma en posición vertical, laempuñadura a la altura del rostro, burlóny caballero.

Aún le quedaba al escribano otrolance por librar: el que mantendría consu esposa al llegar a casa. Lorenza yahabía sido informada por sus negrassobre la contienda. Rezaba, no sabemosa quién, pero rezaba, tal vez porFrancisco, cuando oyó abrirse la puerta

de la calle. «Mierda, Andrés». No le diotiempo a ponerse en pie. Un golpe en lacara con la fusta la devolvió al suelo, derodillas. Vio en las tablas de maderagotear la sangre del brazo herido delescribano.

—No me pegues, por favor te loruego —suplicó.

—¿Qué merece entonces unaadúltera, sino castigo? —Tenía denuevo la fusta en alto.

—Sabías que yo le pertenecía.—¿Acaso tu palabra ante Dios no

vale nada?—Mi palabra fue comprada.Descargó el fustazo. Cayó en la

espalda. A Lorenza, a pesar delesfuerzo, se le descontroló el llanto.

—Juré en el altar que haría de ti unamujer decente aunque tuviera quemolerte a palos.

—Así no vas a conseguirlo. —Alzóla cara enjugada en lágrimas deaguapanela.

—Así es como han aprendidosiempre las mujeres.

—¿Por qué no podría hacer yo lomismo cuando has llegado con lasbusconas hasta la puerta de la casa? ¿Oacaso crees que soy ciega a tusaficiones?

—Eso es distinto. —Trató de

zafarse.—¿Cuál es la diferencia? —Lorenza

sabía que el escribano era incapaz dedarle la respuesta más fácil: el amor. Lahubiera desarmado.

—Un hombre es un hombre, ¡carajo!—Tiró la fusta contra la cama y saliódel cuarto. En el rellano de la escaleralo frenó Rufina y lo agarró para curarlela herida; para salvar a Lorenza.

Con el brazo envuelto en tela,asomaban algunas hierbas, reclamó denuevo a su mujer en el salón de lectura.Continuaba en guardia.

—¿Qué vaina es ésa de que acudes atus citas —remarcó la palabra «citas»

refiriéndose a los escaqueos amorosos— montada en una jaca negra, denombre Cambalache, que dicen te laofreció el demonio para burlarme?

—Supersticiones.—¿Y toda esa gente que habla

maravillas de tus pócimas? ¿No teprohibí las prácticas hechiceras?

—Con eso me crié, y no veo en ellola maldad que le atribuyen.

—Ignorancia. ¡Santa ignorancia!—Disculpad si no pude estudiar en

universidad alguna. Pero en Calamarí laúnica universidad que tenemos es lavida.

—¡Menuda vida!

—Tan buena como cada cual puedadársela.

—¿Qué tan buena la puede darla eldiablo?

—No lo sé. Nunca negocié con él.—¡Ah!, entonces ¿todavía tienes

alma?—Siempre la tuve.—Me refiero a que aún sea tuya.—Tan mía como mi cuerpo, así

hayas pagado mucho dinero por él.Andrés hizo ademán de volver a

emplear la violencia, pero se contuvo.Estaba agotado.

—¿Podría saber qué bebedizo mediste para dormir?

—Un extracto de la planta de laamapola.

—¡Opio! Caramba, inteligencia nopuedo negarte. —Se puso en pie y diovarias vueltas por la estancia—. Desdehoy no abandonarás tu cuarto ni tendráscontacto con nadie. Yo mismo teatenderé y te llevaré la comida.

Esa misma noche el escribano sedespertó al escuchar los cascos de unequino acercarse a la puerta de la casa.Al asomarse a la ventana le pareció verun caballo negro, sin jinete, desaparecercalle abajo. Tropezó con el cuerpo deLorenza y confirmó que dormía sobre laestera.

Desde lejos vimos encenderse las lucesanaranjadas que iluminan las murallas.El padre Ferrer miró el reloj digital delcoche.

—Todavía podemos cenar. Lacocinera tendrá algo preparado en laparroquia. —Era la primera vez que leapuraba el tiempo, como si le faltase.

La cena fue rápida: unos bocadillosde atún en su despacho. Todavía con lamesa llena de migas, se incorporó parasacar unos papeles del cajón.

—Mira, ésta es la copia de la cartade Francisco; la del verso.

La leí con la misma incredulidad con

la que había escuchado el episodio.—Si quieres puedes quedártela.Por supuesto, acepté. Hasta el

momento era lo más palpable, ademásde las historias y sensaciones, que teníade Lorenza y de mi antepasado.

No puedo precisar si la leí siete odiez veces. El padre Ferrer me dejóhacerlo con tranquilidad. Seguramenteintuía el chorro de emociones que meprodujo aquel documento. Estaba tanconcentrado en los renglones torcidos,borrachos, que no me fijé que elsacerdote había tomado un libro yextraía de él algunas anotaciones.

—Cuando puedas, quiero mostrarte

algo —me dijo al verme levantar lacabeza después de estar diez o quinceminutos repasando la carta. Me acercóun tomo viejo—. Es una edición de 1887de la Historia Civil y Eclesiástica de laNueva Granada, de José Manuel Groot.Ya hemos usado algunos apartes paraotras referencias. Es uno de los pocossitios donde he encontrado datos sobreBernardino de Almansa:

«Encontró Juan de Ladrada en elCoro de la Catedral de su iglesia aBernardino de Almansa, que eradignidad de Tesorero, y conociendo sugran mérito en virtud y letras, lo hizosu Provisor y Vicario general, cargo

que desempeñó hasta la muerte delPrelado. Reedificó la iglesia catedral;hizo fundación para el pago de cuatroCapellanes de coro y monacillos y dejófundada una renta para que todas lasveces que saliese el Santísimo a visitarenfermos llevasen la vara de paliosacerdotes con sobrepelliz, y otrosindividuos con incensarios y música.Dejó también dotada la fiesta de laconmemoración de los difuntos; yfinalmente, hizo más célebre su obracon haber fomentado la fundación delcolegio de la Compañía de Jesús.Fomentó también la fundación de losrecoletos de San Diego. En diecisiete

años que gobernó el Obispo deCartagena lo visitó repetidas veceshaciendo confirmaciones y enseñandopor sí mismo la doctrina cristiana».

Andrés del Campo sólo permitía salir dela habitación a Lorenza para laconfesión semanal. La acompañabahasta el confesionario, donde yaesperaba paciente el padre Bernardinode Almansa, albergando la esperanza deque la testaruda esposa del escribanoreconociese sus pecados verdaderos.Sería de esperar la vigilancia delmarido como causa de haber terminado

los paseos por las naves del templo. Enrealidad, el mismo provisor, hombreapegado a la ley, anclado en lospreceptos, exigió a su penitentearrodillarse de una vez por todas en elcubículo de madera, máxime ahora, queconocía por boca del esposo los detallesde sus fechorías. Lorenza tenía el ánimominado por el encierro.

Comenzaba el sacramento con lafórmula del catecismo de Sanctis, segúnlas disposiciones del Concilio, que ellahabía aprendido en las lecturas dirigidaspor el padre Sandoval.

—¿Cuántos son los enemigos delalma? —preguntó el confesor.

—Tres principales —contestóLorenza de carrerilla.

—¿Qué pretenden?—Derribar el alma de la gracia de

Dios y detenerla en el pecado.—Ruin oficio es ése. ¿Cuáles son?—El demonio, que nos tienta en

todos los vicios, y el mundo quepersigue todo lo virtuoso y nos convidaa nuestra propia carne, que deseadeleites y todo lo malo para su contento.

—¿Cómo se vencen esos cruelesenemigos?

—Con el socorro de Dios,resistiendo al demonio con el escudo dela fe y con la espada de la Palabra de

Dios, y no amando el mundo y susvanidades, y castigando nuestra carnecon sus malos vicios y malos deseos pordisciplinas y ayunos.

—Tú sabes, Lorenza, que muchaspersonas, especialmente mujeres, fácilesy dadas a la superstición, con graveofensa a Nuestro Señor, no dudan en darcierta adoración al demonio, para fin desaber de las cosas que desean,ofreciéndole sacrificios, encendiendocandelas y quemando incienso y otrosolores y perfumes. Y usando de ciertasunciones en sus cuerpos le invocan yadoran con el nombre de Ángel de Luz, yesperan de él las respuestas imágenes y

representaciones aparentes de lo quepretenden.

—No las desconozco.—No sólo son de tu conocimiento,

sino que eres una de ellas. —El clérigola acusó directamente, provocándola.

—Nunca he negado compartir bailesde candil con negras africanas. Perojamás he sacrificado nada para obtenerriquezas, favores, o conocer el futuro.

—Sin embargo, mucha es la genteque afirma haber conocido su destinopor tus adivinaciones.

—Para ellas no necesito del diablo.—Lo veo en las… —Recordó

bruscamente las advertencias de Jean

Aimé—. Lo veo en las hojas de lashierbas, el humo del tabaco, la cera delas velas, cosas por el estilo.

—¡Mi niña, ésas son las tretas queutiliza Satanás para intervenir tu mente!¿O acaso piensas que es el Señor quiente otorga poderes de adivinación, bienesterrenales o dotes amatorios?

—Las cosas no son, padreBernardino, como usted quiere verlas.Créame que nunca he tenido tratos con elÁngel de Luz. —Empezaban a picarlelas rodillas.

—Pero ¿lo has visto?—¿Ha visto usted a Dios?—¡No trates de enredarme! Dios no

anda apareciéndose por todas partesrecaudando cofrades.

—Quizá tampoco el demonio.—Confieso a diario mucha gente que

asegura haberlo visto, tocado y tratado.Incluso se arrepienten de haberloconocido carnalmente…

—… Se arrepienten… hasta la juntasiguiente.

—Luego, me das la razón.—Mire, padre, usted ve la imagen

del Cristo en la Cruz y cree en él. Losbrujos ven un macho cabrío y creen enun dios de la libertad. Vuelvo y lerepito, si yo puedo tener algún don, nome lo ha dado el diablo. Tampoco Dios.

—¿Quién entonces?—No lo sé. Tal vez dioses

desconocidos… Pudieran ser diosesafricanos.

—¡Mal hizo don Luis dejándote alcuidado de las esclavas! Piensas comoellas.

—Soy una de ellas.Pero en el fondo ya sabía que sus

loas se habían marchado para siempre,famélicos, desnutridos, apedreados porlas creencias de Juan Lorenzo, elMalleus, los conjuros y sortilegios de lamagia de los blancos. Sólo permanecíaninmóviles sus conversaciones con lasestrellas y las virtudes de las plantas. La

saya de las esclavas iba olvidándosebajo los aterciopelados vestidos de granseñora. El mundo de Margaritaagonizaba en casa del escribano.

—No existe otro dios que NuestroSeñor.

—Lo que usted diga, padre. —Ledolían las piernas.

—Lo que yo diga… ¿Acaso vas acreer sin más «lo que yo te diga»?

—No, pero va usted a quedarse mástranquilo.

—Eres imposible. En fin, vayamoscon cuestiones más mundanas. Si el artede adivinar, según tú, no es terreno de labrujería, ¿qué me dices de intentar matar

a tu marido con pócimas, hierbajos,oraciones o lo que hayas empleado?

—¡En la vida intenté yo matar aAndrés del Campo!

—Pero todo el mundo sabe enCartagena que casi acabas con él.

—No, padre. Lo que sucedió es quele sentaron mal unas berenjenas deplaya.

—Claro, seguramente aderezadascon unas avellanas malamenteconjuradas.

—No toda la magia depende de losconjuros. Hay otra clase deencantamientos… —Lorenza volvió afrenarse. No quería mostrar más de la

cuenta. Cambió el tema antes de que elconfesor escarbase. La verdad es que,durante la enfermedad del escribano, aratos le daba pena y se arrepentía, y aratos deseaba su muerte—. Andrés delCampo no es buena persona. El dineropodrá comprar muchas conciencias,pero no la mía, ni mi cuerpo.

—Por eso buscas amor en otrohombre, el sargento FranciscoSantander.

—De nuevo le digo, padre, que seequivoca. Francisco es mi amado desdehace mucho tiempo. Si lo mirásemos conjusteza, Andrés del Campo es quien seinterpuso en mi camino y me apartó del

verdadero amor.—Difíciles los caminos del corazón.—Más cuando hay dinero por

medio.—Mal consejo podría darte al

respecto. No puedo aprobar tus amoríosfuera del matrimonio, ni los intentosvanos de amansar a tu esposo, así quieraentenderlos y buscarles razón.

Entre tiras y aflojas, malabares depalabras, Lorenza contó algo más de loque hubiera deseado y el padre Almansaestuvo satisfecho con lo obtenido.

—Mi querida Lorenza, si yaestuviera aquí la Inquisición, tendríasmuchas posibilidades de acabar en la

hoguera. Como por ahora soy yo elmáximo encargado de administrar lostemas de fe, voy a ponerte una severapenitencia que, de momento, conste queme gustaría fuese de otra manera, podráspagar sin dificultad con los fondos de tumarido. Pero eso mandan las leyes, asíestá escrito en nuestros libros. Por estartú y tu esposo calificados como genteprincipal, y con el fin de no causarescándalo, fin que ojalá también túpersiguieras, te condeno al pago dequince libras de cera labrada que seránrepartidas en los monumentos de lacatedral.

Le dio la absolución, pero cuando se

iba a levantar, acelerada por el dolor enlas rodillas, el confesor la retuvo.

—Aguanta un poco más y te daré unabuena solución a tus problemas, almenos transitoriamente. Puedoconseguirte el ingreso en el convento delas Carmelitas. Tendrás menos pesaresentre los espaciosos muros de laclausura que entre las cerradas paredesde tu habitación. Podrás meditar yahondar en tus sentimientos, con la guíaespiritual de las hermanas. A la vezestarás salvo de las furias de tu marido,y a él también le servirá tu retiro parareflexionar. Confesarías con el padreque asiste a las carmelitas, fray Andrés

Sánchez y, por descontado, te alejarásde las prácticas hechiceriles y heréticas.

Lorenza no tardó mucho en dar unarespuesta afirmativa. Las monjas no lecaían mal. Resultaban tan supersticiosaso más que las brujas; a su entender,aunque no volaban, también lo eran. Lastapias frenarían al escribano, pero no aFrancisco. Habría espacio suficientepara mirar al cielo.

—¿Cómo hará para convencerle?—Le diré que te lo he impuesto

como penitencia. No se negará.—¿Cuánto tiempo estaré en el

claustro?—Tanto como desees.

Al incorporarse crujió el pergaminobajo la falda y recordó las últimaspalabras que había encadenado, aunqueno las comprendiera: «la orden dememoria y fuego caerá sobre ellosdesde las estrellas».

Tres días después Lorenza se acercótemprano, antes de salir el sol, hasta laescalinata de la catedral a comprar lacera. El escribano la dejó sola para elcumplimiento de la penitencia. Laneblina no se había levantado. Unamujer vestida de negro, con un pañolónen la cabeza que le cubría parte delrostro, era la única vendedora bajo elpórtico. Pidió las quince libras de cera y

la mujer metió la mano en el talegodonde guardaba las velas. Sacó treintade media libra cada una, todas negras.Lorenza las fue tomando de cinco encinco e introduciéndolas en la iglesia.Las colocó a los pies de los santos y lasprendió. Cuando el padre Almansa entróen la catedral para dirigirse al coro,encontró las velas negras ardiendo.

Serían cerca de las doce de la nochecuando salí de San Pedro Claver.Pensaba en la frase con la cual medespidió el padre después de haberestado charlando sobre los motivos de

Lorenza para ser como era: «El erotismodel poder perturba el sentido de larealidad». Yo no coincidía en queLorenza actuase guiada sólo por lasansias de poder. En absoluto. Aunque nodiscutía que lo emplease para conseguirsus fines, si es que los tenía. Más setrataba de una cuestión desupervivencia, él mismo lo habíadescrito así la primera vez que nosvimos, no tenía por qué cambiar deparecer.

A lo lejos se escuchaban los cascosde los coches de caballos. Llegué alSanta Clara y fui directamente a larecepción. En el patio de los bronces

había bastante gente reunida, bebiendogüisqui, charlando.

—Espero que no le moleste el ruido—me dijo el conserje—. Están dando labienvenida al nuevo gerente del hotel.

—¿Quién es? —curioseé.—El señor moreno del liqui-liqui.

¡Por fin un cartagenero! —El salienteera francés.

—¿Cómo se llama?—Ramiro Biáfora.Al escuchar el apellido me encogí.

Pero mi perplejidad tocó los extremoscuando atisbé en su espalda la pequeñacarga de una incipiente joroba. No sólotenía el apellido de la esclava Rufina,

además le ornaba el mismo defecto.Desde entonces se apoderó de mí unadesmesurada obsesión por la búsquedadel mensajero. Mis primeras sospechas,por lógica, recayeron sobre el nuevogerente.

Disculpas por la lírica y la pedantería.Ya pregonaba el abuelo que loshombres, ante el amor, nos ponemos deun poético, o patético mejor dicho,incontrolable; del más burdo al másrefinado, cada cual con su poéticaparticular, unos a golpe de arpa y otros agolpe de puño; pero a golpes. Nos

adornamos como pavos, sirvan demuestra mis cartas anteriores, y cuandoestamos inflados y con el arsenaldesplegado no sabemos qué hacer, osimplemente nos sentimos ridículos. Porsi opinas lo contrario, trataré de nogeneralizar.

Anoche regresaron a la playa loschicos del vallenato. Les mandé unsaludo desde la terraza. No bajé. No esque no tuviera ganas, sino que estabaenfrascado en mis cuadernos, intentandoaveriguar por qué te distingo con tantaclaridad y exactitud. Preferí nointerrumpirme. Con la música de fondotraté de cambiarte las facciones. En mi

mente te oscurecí el pelo, te alargué lanariz, te acorté las piernas, te azulé losojos… y entonces te difuminabas. Ya noeras Lorenza. Por eso llegué a laconclusión de que tú eras la que yaestabas dentro de mí. Tu idea vivía enmi inconsciente, porque no te puedoimaginar de otra manera, sólo de la quetú quieres.

Capítulo 5

Derruido sobre el picaporte de la puertade su casa, Andrés del Campo nodistinguía si estaba borracho porquevenía de celebrar la inminente clausurade su mujer, o porque tenía la necesidadde ahogar la congoja por no volver averla. La única que escuchó susencharcados reclamos fue Potenciana,quien temerosa de atravesar el recibidorsi tropezaba con Rufina, corrió con losojos cerrados a socorrer a su amo. Lodejó en el primer escalón, pues elcartulario, malhumorado, no permitió

que la esclava lo ayudara a subir lasescaleras. «¡Santo Dios, este hombre seva a partir la crisma!». Y por poco se laparte. El beodo trastabilló en dos o tresocasiones, y a punto estuvo de perder elequilibrio y caer por el otro lado de labaranda. «Pareciera que el diablo losostiene», pensó la negra y se retiró asus aposentos, segura, por desgraciapara su señora y por suerte para ella,que don Andrés no besaría el suelo.

Lorenza había tardado en conseguirel reposo, inquieta, alentada con la ideade la reclusión al día siguiente en elconvento de las Carmelitas. Ya dormía,como los últimos meses, sin la

necesidad de esperar al funcionario.Igual le daba si venía ebrio que sobrio,tarde o temprano, solo o acompañado.Rogaba, antes de relajarse, que llegaracon los apetitos carnales satisfechos,porque las náuseas producidas por lasansias jeringosas del escribano ya nolograba reducirlas tapándose la cara nimordiendo las sábanas.

Pero cuando las piernas de Andréstropezaron con los tobillos de Lorenza,se le alborotaron los enturbiadosanhelos de poseerla, quizá por últimavez en mucho tiempo. Las rameras delpuerto no le habían enfriadosuficientemente la libido, es más,

ninguna mujer lo hacía como Lorenza.Sin conciencia, provocaba en élcalientes deseos, deseos incontrolados yengrandecidos al convertirse en reto,refrescados posteriormente bajo la fusta,el látigo y la dominación y posesión desu cuerpo. Al sentir el embate, ella seplegó sobre el baleo. Intentó con rapidezzafarse de las manos correosas,demasiado grandes, que la asían porcualquier parte. Como siempre, lapataleta fue inútil. Las desmedidasfuerzas, anárquicas, del borracho, laapercollaron contra un baúl y, faltándoleel aire, Lorenza se resignó, con mayorrepulsa que nunca, a que el escribano la

penetrara rebozándose en la infamia, sinhonra, tantas veces como pudo, hastaque se durmió encima del arcón…encima de su odio.

Lorenza ya no volvió a dormirse.Pasó el resto de la noche terminando elequipaje…, balbuceando, maldiciendo.

Estuve desvelado parte de lamadrugada, cavilando acerca del asuntodel señor Biáfora y tomando apuntesdestinados a mi futura memoria. Elsueño me venció tarde.

Bajé a desayunar pasadas las nueve.Hacía un calor insoportable. Encontré

asiento en una mesa al borde de lapiscina y pedí para el desayuno algopoco habitual en mí: una tortilla ycerveza. El sofoco no me aconsejabacafé.

—¿Limpio, maestro?Observando unos turistas de

aplumados modales, no me enteré que unlustrabotas se había sentado delante demis mocasines. No me dio tiempo aresponderle. Cuando bajé la vista yaechaba mano del instrumental, y antes dedarle los buenos días, untaba un traposucio con betún marrón.

—No los mire tanto, patrón, luegovienen a invitarle a tomar algo. —Rió

con malicia, mientras mis zapatosagradecían los primeros agasajos de suvida—. ¡Menuda vaina con esas locas!Viera usted la que se organizó ayercuando llegó el barco. ¡Todito untransatlántico repleto de maricas! Esasvainas sólo se le pueden ocurrir a losgringos.

—¿Son estadounidenses?—Canadienses. ¿Usted vio alguna

vez en la televisión eso del Barco delAmor?

—Sí, claro…—Pues éstos han hecho lo mismo,

pero con homosexuales. ¡Yo no me subíaen ese barco ni con un tapón en el

jopo…! Claro, que a mí me da lomismo, porque ésos no utilizanzapatos…, llevan sandalias; algunoshasta con tacones. —Hizo un simpáticorequiebre de muñeca, lo alcanzó a pillarun fornido grandullón de pelo canosoque desfilaba por delante de mi mesa.

Para disimular, recriminé allimpiabotas por su gesto provocativo.

—Sssstupid —dijo ofendido elcanadiense. A mí me guiñó un ojo ysiguió su camino.

—Yo que usted me andaba concuidado. No hay nada más cansón que unmarica agradecido.

—Veo que no les tiene mucho

aprecio.—Ay amigo, si supiera lo que

sucedió en Cartagena por culpa de unosindios a los que les gustaba atacar por laretaguardia…

—Los machanaes.—¿Cómo lo sabe usted?—Un amigo me contó la anécdota.—¡Nada de anécdota! Eso fue real.

¡Tan real como la vida misma!Seguramente se lo contaron mal.

No me importó volver a escuchar lahistoria de los machanaes en Calamarí.El negrito, mientras embetunaba, narróla anécdota de los calamarunos(supongo que éste debía ser el

gentilicio) con tanta gracia y exactitudcomo supongo lo haría Sacabuches alpadre Ferrer.

El mesero llegó con la tortilla y lajarra de cerveza.

—¿Le apetece una cervecita? —convidé al limpiabotas.

—¡Uy hermano, chévere!Casi derramo la bebida cuando el

negrito levantó la mirada paraagradecerme la invitación. Prometo queaún no había probado la cerveza: algose movió en sus ojos. Creí divisar unasfiguritas que retozaban por sus pupilas.«No puede ser. Me está afectando elcalor». Metió la cabeza entre los

hombros para seguir lustrando. Continuócon el relato de los machanaes. Luegovolvió a mirarme aprovechando elcambio de pie, y remarcó una parte de lahistoria: «Como no había hombresdisponibles, los esclavos y los indiosaprovecharon la arrechera de lashembras». Esta vez lo vi con mayornitidez: la diminuta cara, maliciosa, deun indio sonriente asomaba por elpárpado inferior del ojo derecho.Desapareció unos instantes. Apareciónuevamente, ahora, por el lacrimal delojo izquierdo. Me sacó la lengua justoantes de que el negrito volviera aconcentrarse en mis mocasines.

—¡Listo, maestro! —Concluyó altiempo la tarea, el relato y la cerveza:prodigio de sincronismo—. Y créame,por aquí, desde entonces, no miramoscon buenos ojos a esa gente.

Al despedirse con el típico «a laorden», otro indígena, diferente alanterior, me dijo adiós con la manodesde el centro de la pupila derecha. Ellimpiabotas marchó agradeciendo lapropina, contoneando las caderas aespaldas de dos canadienses agarradosde la mano.

A la última sonrisa por las burlasdel negrito se encadenó una rubia quesalía del agua.

—Es la señorita Colombia del añopasado —me explicó el mesero alretirar de la mesa los platos vacíos. Nome dio tiempo a reflexionar sobre losindios en los ojos del embolador.

Siempre he preferido las rubias. Mepregunto, en el caso de que Lorenzahubiera sido morena, si habríancambiado mis inclinaciones hacia ella.No lo sé. Tampoco creía mucho en lacarnalidad de aquella escultura que salíade la piscina. Al ver los concursos debelleza en televisión, pienso que una vezterminado el evento desinflan a lascandidatas y las guardan en un armariohasta nuevas oportunidades. Estaba

claro, la señorita Colombia era de carney hueso, pero así, en vivo, ya no meparecía de concurso. No era muydiferente a otras mujeres que llaman laatención en las aceras de cualquierlugar. Sin embargo, antes de que ladesinflaran, la seguí con la vista.

Se acercaba la hora de encontrarmecon el padre Ferrer. La cerveza habíaespabilado mi espíritu aventurero,normalmente activo en el tiempodedicado a los libros, y escasamentepródigo cuando se trata de correraventuras de verdad (digo «de verdad»refiriéndome a las sentidas en carnepropia, ya que considero igualmente

verídicas las aprehendidas en las letras,con la ventaja de no tener que sufrir lascalamidades físicas que en ocasionespadecen algunos protagonistas). Lesaseguro, para que no piensen que mecontradigo, que el espíritu aventurero noestá unido, como dictaría la lógica, alespíritu rebelde, insignia y marca de mifamilia. El padre Ferrer me habíasumergido en las entrañas de Calamarí,y de no haber sido por el influjo deLorenza, con el simple descubrimientode mi antecesor me hubiera contentado,estaría, con seguridad, recorriendo otroscontornos de la geografía colombiana.Es decir, me hubiera rebelado contra la

aventura, si la aventura, en sí, no hubierasido la propia Lorenza. Allí seguía,firme al encantamiento de la hechicera.

Salí a la calle conforme de no habersido diana de los coqueteos de ningúnmachanae-canadiense. Serenado elpensamiento, me centré en la idea de lavisita al convento de las Carmelitas.Decidí explicarle al padre Ferrer, nadamás verlo, las coincidencias referidas alnuevo gerente del hotel. ¿Serían losindios reflejos del sol?

Andrés del Campo, extraordinariodormidor de monas, fue incapaz de

levantarse a despedir a su esposa.«Mejor». Los criados acomodaron en eltecho de la carroza los bártulos de laseñora y de su esclava.

Tan sólo a siete cuadras, en laplazuela de los Jagüeyes, se hacíanesfuerzos ímprobos para terminar deconstruir los muros del convento de lasCarmelitas y evitar así las posiblesfugas de las novicias-por-obligación. Ladel escribano iba a ser la primeraseñora de alcurnia refugiada en susceldas. Hasta entonces, sólo dosvejestorios asilados por sus maridoscomponían el beaterio.

La hermana Coronación, superiora

del convento, salió para recibir a sunueva huésped: doña Lorenza deAcereto. Se apresuró a tomar la bolsaque contenía los dineros adjudicados asu mantenimiento, y luego la acompañóhasta sus aposentos. «Suficientes sonestos tejuelos para nuestro tesoro y paralimpiar a esta impía de pecados». SiLorenza conociera los antecedentes dela abadesa no caminaría tan contenta.Decían en Calamarí que antes de sermonja, cuando usaba su nombre debautismo, Dionisia Chumillas, aprendióde su padre, verdugo del pueblo gallegode Betanzos, el arte de torturar ypurificar en la hoguera a brujas y herejes

condenados por el Santo Oficio. Y a lapostre, no pudiendo heredar el cargo ala muerte del señor Chumillas, decidióvestirse los hábitos del Carmelo paracontinuar sirviendo a Dios, a serposible, con la misma eficacia de suprogenitor. Optó por el nombre deCoronación por el agradable, y a la pardoloroso, recuerdo de su significado.

Aunque el carruaje se detuvo en lapuerta del torno, hubiera podido entrarhasta el claustro por los boquetes. Lasmonjas, preocupadas por lasdeserciones, habían solicitado algobernador un servicio de guardia paraayudarlas a mantener tras el cinturón de

piedra a las posibles fugitivas. Y allíestaban los pobres soldados, tiesos,aguantando un calor que les derretíahasta las malas intenciones.

—Usted, mi señora, se instalará enla habitación destinada a los invitadosde honor —le indicó la hermanaCoronación, con halagos falsos comouna moneda de cuero.

Subieron a la segunda planta, dondepuerta tras puerta, todas iguales, sehabían construido exactos losdormitorios de las monjas. Las tresalcobas finales, un poco más amplias,estaban destinadas a los encierrosvoluntarios, y un último espacio, en el

que acomodaron a Lorenza, era lahabitación de huéspedes. Aunque nodebía, por ley, ocuparla la nuevainquilina, bien justificado quedaba elfavor por el peso de la bolsa que lasuperiora ocultó en la manga. En el nivelinferior estaban los recintos comunales,las bodegas y la cocina.

El aspecto del convento era bastanterudimentario. Los arquitectos, bienfueron de baratos conocimientos, biende económico presupuesto. Lo cierto esque no se rompieron la mollera paraagraciar un poco la sobriedad que, porsu carácter, debía tener el edificio. Perouna cosa es la sobriedad y otra distinta

la pobreza. Pobreza de conceptos ypobreza de materiales. Pareciera queuno de los primeros chanchulleros,luego dedicado a la política enColombia, hubiera sido el encargado deadministrar la obra. Pero las monjasestaban dichosas. «¡Ya está a punto deconcluirse nuestro convento!». Laiglesia ya estaba completamentefinalizada. Las escasas pretensiones delos diseñadores no la habían dotado detorres. Chaparrita, la campana colgabade un arco sobre la puerta. El resto de laconstrucción estaba conformada por unpatio grande (eso sí, el claustro eraenorme, un potrero) rodeado por dos

alas edificadas en dos alturas y dosmuros altos que lo cerraban. El pozo dela mitad era falso; no habían alcanzadolos fondos para excavarlo. Quedaronmedia docena de árboles a la deriva,ornamento del pedregal. Las monjas seencargarían de buscarles utilidad,porque estaban tan mal colocados que,por no dar, no daban ni sombra. Éstapodía encontrarse únicamente en lossoportales del primer y segundo piso.Algo tenía de bueno: el fresquito dejadopor el viento en las alas de piedracoralina, sin empañetar. Sólo habíanenlucido los interiores de losdormitorios con cal blanca.

Ningún cuarto, aunque daban todosal exterior, tenía comunicación haciafuera. Una oquedad en el techoconstituía todo el sistema de ventilación.Por las noches, la luz se proveía conteas racionadas. Durante el día, laspuertas abiertas dotaban la claridad.

Un dúo de hermanas revoloteabancomo moscas, conste que lo parecían, deun lado a otro tendiendo la cama con lassábanas traídas por la señora en susbaúles. Catalina de los Ángeles daba lasinstrucciones para tensarlas, aunquesabía que su ama no iba a hacer uso deellas, salvo si las empleaba comoalfombra, porque en el suelo no había

esteras.—Tú, negra, dormirás en esa

habitación de al lado, para servir a tuseñora en lo que fuera menester. —Lahermana Coronación empezaba amostrar el cobre.

Adosada, había una camaretapequeña, ridícula, donde apenas cabíaun colchón de paja.

—No se preocupe, niña Lorenza.Hay espacio de sobra para mi hamaca.—Tranquilizó los reclamos de su ama ymetió a empujones, con la pierna, suscachivaches en la ratonera.

Al tiempo de quedar solasanalizaron el lugar.

—No me desagrada. Por lo menos,todo es nuevo —dijo Lorenza.

—Pues el patio me parece uncementerio. Nuevo, pero uncementerio… —consideró Catalina.

—No te angusties, todas éstas yaestaban muertas antes de ser enterradasaquí.

—¿Y nosotras, también nospudriremos entre estas tapias?

—¡Ni lo sueñes! Medios habrá parasedar el encierro. Por ahora, sepamos desu vida y averigüemos la mejor forma deacomodarnos. Después… ya veremos.

Refrescáronse en el aguamanil ycaminaron con intención de entender los

pesares y virtudes de las catorcemonjas, siete novicias y dos beatas, quehabían comenzado a pudrirse dentro delos muros.

El único requisito indispensablepara ingresar en un convento erademostrar que la ignorancia constituía lamejor cualidad de la aspirante,condición cumplida a cabalidad por lamayor parte. Más que ninguna, lahermana Azadón, encargada de lapequeña huerta esparcida en diminutoscuadriláteros por el patio del claustro:aquí lechugas, allá tomates, a lo lejosmaíz, cilantro y papas; ingredientesvitales para un sancocho, siempre que al

puchero se le añadiera una de lasgallinas que correteaban cacareando conlas alas abiertas, aterradas, huyendo delos gallinazos gigantes que lasperseguían. Las encargadas de estofarlas aves eran, por lo general, la hermanaCucharón y la hermana Semilla. Laúltima, de cuando en cuando,abandonaba sus labores de pincheagrícola para ayudar en la cocina; nuncale floreció un sembrado derecho niconsiguió que sus compañeras digiriesentotalmente un plato en el cual hubieraintervenido su sapiencia culinaria. Lanovicia Guiomar de Anaya, autora delos apodos, dudó al principio entre el de

hermana Calamidad o hermana Semilla.Se inclinó por el mote benévolo, aunquesi la hubiera conocido un poco más, sinduda, le habría colocado el otro. ProntoLorenza intimó con la joven Guiomar,alegre, tímida, no comprendía cómo, apesar de sus largas entendederas, lahabían confinado en el cenobio. Segúnexplicaciones propias, su madre, Luisade Tiemple, con el fin de expiar gravespecados cometidos contra la fe de laIglesia (sorprendida, como tantas, enactos de brujería), había sacrificado lavida de su hija menor al servicio deDios, para que intercediera por ella ypudiese, a cambio de la ofrenda,

alcanzar la Gloria el día de su muerte.Pero la hipótesis popular, más acordecon la realidad, achacaba elenclaustramiento de Guiomar al color desu piel, café con leche, por la vergüenzaque le causaba a su padre, Segundo deAnaya, el aceptar que la menor de susherederas fuese tan distinta de loshermanos y, como le chanceaban lasamistades, más bien pareciera fruto deorgía de aquelarre. «Mis hijos han deser criollos; pero claros». No podríasaberse si tal aseveración la hacía donSegundo refiriéndose a la blancura de laepidermis o a la transparencia de suorigen. En cualquier caso, Guiomar ya

no podía hacer nada para rebelarsecontra el Destino. Aún llevaba el hábitode las novicias, el pelo a la cintura,moreno y liso. En menos de veinte díasse lo cortarían a cepillo, media pulgadade largo, y así lo habría de mantener elresto de su vida, escondido bajo la tocanegra.

—Mi mayor ilusión era casarme conun buen mozo, tener hijos, criarlos, vivirpor ellos y para ellos. Nunca contempléla posibilidad de vivir sólo para mí, opara Dios. No creo valer para esto. Meaburro. Me aburro como esa piedra en lasolana, inmóvil, a expensas de labrutalidad de sor Azadón; cualquier día

la tritura a golpes —dijo a Lorenzaseñalando una roca en el sembrado delechugas amarillas.

—¿Qué esperanza albergas?—Que se rompa.—¿La piedra?—No… el azadón. —Y demostraba

llevar en la sangre el anhelo de libertadde algún esclavo.

Escondía su tristeza en actos dejocosidad. Jocosidad encubierta, ya que,temerosa del castigo, o simpleretraimiento, inventaba disparatadasocurrencias y las ponía en boca de lasnovicias menores. La abadesa noaveriguó nunca quién motejó a las

hermanas. Nadie, ni ella misma enocasiones, las reclamaba por suverdadero nombre.

La hermana Coronación rondaba loscincuenta años. Las demás monjasestaban entre los veinticinco y loscuarenta. Las novicias entre los doce, lamenor, y Guiomar, la más adulta,diecisiete.

Las jornadas no estaban exentas demonotonía. Se respetaban los rezos delas horas canónicas. A la hora prima,antes del amanecer, Lorenza asistía amisa y, oculta tras la celosía, cubiertacon un velo negro de encaje, sededicaba a reconocer caras entre los

asistentes: misión difícil por la escasailuminación. Cada vez que las hermanasdel coro dejaban de cantar, se oía,interminable, el comején taladrando lasvigas (anodino divertimento). Sentábaseatrás, con las novicias, para quienes sehabía convertido en una hermana mayor,una amiga o una madre. A excepción deGuiomar: ella había tomado a Lorenzacomo su confidente, su modelo, y porella iba creciendo un revoltoso cariño.

Terminadas las oraciones de la horatercia, se dirigían en fila al refectorio.Las hermanas comían en unadependencia aparte, separadas por unatosca división de piedra. Aspirantes,

beatas, huésped y esclava compartían unespacio amplio, fresco, alrededor de unamesa de maltrechos tablones sin pulir.«¡Ya se me ha enganchado otra vez labasquiña en el maldito clavo!».Prohibido hablar durante la comida. Lahermana San Mateo, bautizada asíporque este evangelista era su preferido(como su amor platónico), leía duranteel almuerzo bajo el vano que separabalos habitáculos. De vez en cuando seatascaba, tartamudeaba un poco, yentonces las novicias, con el apoyo deLorenza, orquestaban una rechiflaatronadora que solía terminarseveramente reprendida por la hermana

Barrotes, guardiana del convento.Lorenza miraba luego salir a las

monjas en riguroso orden y percibía queno estaban faltas de amor, comoimaginara tiempo atrás, sino que estabanamargadas, triste y rotundamenteamargadas. Le pasó por la cabeza enmás de una ocasión la idea de volver apurgarlas.

No existían momentos de ocio. Entrepadrenuestros, salves y avemarías,todas, menos las beatas sumidas enplegarias, se dedicaban a labores delocería, tejidos, repostería, limpieza ocualquier otro menester que contribuyeraal sostenimiento de la comunidad.

El Carmelo era un monumento a lasprohibiciones: estaba prohibido hablarla mayor parte del tiempo; estabaprohibido cantar, bailar, reírse, saltar,tocarse, correr, llorar, estar a solas en ellocutorio, ir al baño a deshora, jugar,reñir, quitarse la toca fuera deldormitorio, desear y, de momento, hastamorirse. Tampoco se permitía leer niescribir, salvo la superiora, quien debíallevar los diarios y las cuentas, lahermana lectora y la misma Lorenza, conpermiso del padre Almansa. Las demás,de todas formas, eran analfabetas.

Después de la queda, cada cualdebía recogerse en su aposento. Nadie

podía abandonar sus habitaciones hastael siguiente amanecer. Pero Lorenza yCatalina nunca acataron la orden. Niésa, ni muchas otras. Apagados losruidos, en la agonía de las teas, ambassalían con cuidado y bajaban al patio.Durante la noche los árboles sí dabansombra, y acogidas a su refugio,charlaban en voz disminuida.

—Las hermanas me preguntan muchopor usted, niña Lorenza. —Catalina delos Ángeles, por defecto, se habíaconvertido en la esclava de toda lacongregación—. Me piden que intercedapor ellas para solicitarle favores; quemucha es su fama y necesitan de sus

recaudos.—En este encierro poco podría

ayudarlas.—La tornera, sin más, sufre de

grandes penas, porque un cura que vienecon frecuencia, amparándose en laconfesión, la persigue y solicita enamores. ¿No podría decirle una oraciónpara espantarlo? Mire, niña, la hermanatornera siempre nos ha favorecido, y suvigilancia en la puerta serviría nuestrosintereses.

—¡Ya veo que no has perdido eltiempo!

—No es por malicia, mi señora, enverdad las hermanas me causan pena. Ni

las ampara Dios, porque no habría unotan perverso que las deseara estareclusión, ni las ampara el Ángel de Luz,porque la mayoría no conoce suspatrocinios.

—Quisiera poder negarte la razón…—Díjome la hermana tornera que un

dominico, fray Luis de Saavedra, quienno es confesor habitual, aprovecha sufama de adivinador para convencer a lasmujeres que lo dejen observar. A ella,fray Luis le toma la mano y le mira lasrayas, y le pronostica muchas cosas. Yluego le dice que se destape y quite elvelo para ver las señales que tiene en elrostro, y le mira los dientes diciendo

que por allí entiende sus condiciones. Yle pide también que se eche en la camapara verle los lunares que tiene en elcuerpo, que ha de ser venturosa, y queestando en la cama siempre quiereremangarla. Como la hermana se niega,le pregunta si al acostarse se toca lospechos o alguna otra cosa. Y en tanto,fray Luis se esconde las manos bajo lasotana y se acaricia, en medio desuspiros, hasta que deja una mancha enel suelo. Y luego la manda ponerse enpie y guardar secreto de todo aquello.

—Dile a la tornera que muela piedrade ara y la mezcle con pelos de gatoprieto y hojas de ortiga. Con el recaudo

ha de impregnar un paño y guardarlo condisimulo, cuidando de no rozarse la piel.Y a la llegada de fray Luis, se muestresolícita a acariciarle el miembro.Cuando lo haga, mande por delante elpaño y se lo envuelva bien anudado.Mientras grite, debe conjurar al señor dela calle. Si a pesar del escarmientocontinúa empeñado, dé aviso a lahermana Azadón, que ella, sin necesidadde fórmulas, dará buena cuenta delfraile. Y si los escozores o loscoscorrones no le calman, comuniquelos hechos al padre Bernardino deAlmansa.

Disipado el miedo cultivado por la

hermana Coronación contra la bruja(habían de sacarle el diablo del cuerpo),las enclaustradas, conscientes que suvida, se apagaba por segundos, fueronacercándose a ella. «Pues no es muydistinta de nosotras». Pero mantuvieronel respeto. Cada monja tenía susparticulares angustias, a través de lascuales, Lorenza, por mediación deCatalina de los Ángeles, las fuearracimando. A todas, menos laabadesa.

—Quien más indaga es la superiora—continuó la esclava—. En todomomento trata de sonsacarme cosassuyas. Hoy mismo me preguntó si usted

echaba sal en las comidas, porque diceque las brujas no la prueban. Incluso,delante de mí, ordenó a la hermanaCucharón que salara su estofado paraver si su merced lo escupía. Luego,todito el almuerzo, lo pasó fisgando trasel muro para comprobar si expulsaba lacomida, pues afirma que últimamente laha visto con muchos desmayos y vómitos

—¿Y tú qué le dijiste?—Que mi señora come sal como

cualquier cristiano. Y sin conformidadpor lo que le contesté, siguió con otrosmuchos interrogantes acerca de supersona y del señor Andrés. Pero no sepreocupe, cuanto salió de mis labios no

fue sino para confundirla y atormentarla.—No te fíes, Catalina, esa mujer no

tiene buena sangre. Y dile, de paso, quelos desmayos y vómitos no me losproduce la sal, sino una violación deAndrés del Campo.

—¿Está preñada, niña Lorenza?—Lo estoy, Catalina. Lo estoy…Lorenza miró sus estrellas buscando

respuestas, buscando a Francisco, con laangustia de ser rechazada por el amantecuando su estado se hiciera público.¿Qué decían las estrellas? Estabanmudas. Y eso la inquietaba aún más,porque sabía perfectamente cómocallaban cuando querían ocultarle malos

designios. Sólo escuchaba levesmurmullos de sequía, sonidos de untrigal abatido por una brisa calcinante,las espigas de su propia vida secas porel hastío. ¿Por qué había desaparecidosu mar, su selva, el verdor de lamanigua, el tacto de la arena de la playa,el bullicio del puerto, la fuente de sualbedrío? «Mayor libertad sentí cuandovivía entre los esclavos». Y añoró losturbantes blancos, las sayas de fámula,los pies descalzos.

La rutina cubrió el convento comouna losa. Pocas circunstancias sacaban aLorenza del tedio imperante: losdolores, el malestar, la visita del

médico, las temibles confesionesdominicales, los paseos nocturnos o lasconversaciones con Guiomar. Losmamotretos de la biblioteca pococontribuían al divertimento. Sólohablaban de Dios y de Dios y de Dios yde anatemas y de castigos y de un Cieloinalcanzable… «¡Estoy aquí, en esteencierro aflictivo del que no me atrevo asalir! ¿Os habéis olvidado todos demí…? Si es que alguien debierarecordarme».

Aunque inicialmente no sintieraespecial alegría por su embarazo, amedida que pasó el tiempo se dio cuentade que su hijo, aunque fuera producto de

la viscosidad del funcionario, se habíaconvertido en el mejor consuelo, motivode persistencia, compañero en lasoledad y desdoblamiento de sí misma.«¡Será una niña!».

La hermana Coronación, siempreque podía, dejaba patente el odiogenerado contra Lorenza.

—Nada bueno puede salir de susentrañas. Si esa criatura nace con algúnrasgo humano, será únicamente por laintervención de don Andrés. Si por ellafuese, pariría al mismísimo hijo deSatán. ¡Menos mal que nacerá en tierrabendita! —aleccionaba la superiora asus discípulas.

Como ruin adversaria, nunca laencaró. Guardaba las distancias, aunqueLorenza no tuviera mayor interés enperjudicar a la abadesa; pero tampocoestaba dispuesta a dejarse avasallar.Quizá, el hecho de no agredirseabiertamente, obedecía a un secreto queuna guardaba de la otra. Un secretoconvertido en el elástico que amortiguóla tensa relación entre la supuesta reinade las brujas y su escogido verdugo.

De vuelta al cuarto, una noche quehabía permanecido varias horas sentadaal pie de una de las acacias del patio,solitaria, cuestionando su devenir,Lorenza escuchó los golpes secos de un

cilicio en el dormitorio de la hermanaCoronación. Espió a través de unaranura abierta entre las mal cuadradaspuertas de doble hoja. La rectoraflagelaba su espalda a ritmoacompasado. Su cuerpo sin sustancia,escurrido, mostraba en toda la pielantiguas y recientes marcas impresas pordiversos instrumentos de penitencia. Lamísera llama de una palmatoria permitióque Lorenza observase su lomodescarnado, sangrante, lacerado tantasveces que había perdido lasproporciones. De repente, se detuvo.Bajó el cilicio y lo tomó por los cueros.Se tumbó en la cama, y ante los ojos

incrédulos y mareados de Lorenza,introdujo el mango de madera entre laspiernas. Se colocó la almohada en laboca para ahogar los gemidos. Lloró yrió en medio de frenéticos movimientos.Terminó. Se levantó después desaborear el éxtasis y volvió a la cargasobre su cuerpo, ahora, azotándose lasnalgas por uno y otro costado. No eraposible diferenciar si las muecas delrostro las producía el dolor o el placer.No pidió perdón a Dios ni una sola vez,ni rezó. Lorenza no pudo contener unaarcada, y el accidental sonido la delató.La hermana abrió la puerta y sorprendióa la bruja con la mano en la boca

intentando retener la náusea. Nada sedijeron; pero ambas demostraron la furiacon la mirada.

Al día siguiente, al salir de la misadel alba, un montón de golondrinassobrevolaban el claustro.

—Desde tu llegada, esos pajarracosno han dejado de anidar en el convento.Pareciera que nos vigilan… —dijo lasuperiora con leve tono acusatorio,suficiente para que Lorenza se diera poraludida.

—Yo que usted me andaba concuidado, hermana Coronación —dijoLorenza—. Recuerde, las golondrinas lequitaron a Cristo la corona de espinas.

Bufó y se arqueó como un gatoatacado por un perro. Sin embargo,pronto encontraría la oportunidad paradesquitarse y nivelar la balanza.

Según transcurrían las semanas, aLorenza le costaba caminar. La barrigacrecía, como crecía la incomodidad, laindisposición y el temor al parto, delque todas opinaban y sobre el queninguna tenía la más remota idea. «Mimadre dice que es como cagar unladrillo». «Rezando los salmos, sequitan los dolores». «¿Cómo nace unniño?». «Lo trae la partera». «Yo sólohe visto parir a las esclavas en elcobertizo; pero los blancos no nacemos

igual, ¿verdad?». Catalina estaba muyocupada negociando recaudos con lasmonjas. Guiomar se preocupó poratender a Lorenza, pendiente de ella entodo momento. Y la embarazada notóque la joven novicia le daba un cariñoresponsable, desinteresado; un cariñomás propio de un marido que de unaamiga.

—Me agradan y confortan mucho tusatenciones.

—¿Qué puedo hacer aquí, sinocuidarte?

Una tarde, Lorenza contó a Guiomarel respiro que encontraba en sus paseosa la luz de la luna, y la invitó a

compartir el frescor de aquel oasis.«Estate preparada. Golpearé tu puerta alfilo de la media noche, cuando measegure de que todas duermen. No llevescalzado, la guardiana tiene el sueñoligero».

Guiomar ayudó a Lorenza a bajar lasescaleras con sigilo. Buscaron asientosobre las raíces de uno de los árboles.Los camisones, livianos, no les privabande los halagos del viento.

—Ya no puedo con esta tripa. Heengordado mucho… y eso que lahermana Cucharón no es pródiga en lasraciones.

—Pronto nacerá tu hijo y hallarás

alivio —se acomodaron una junto a laotra.

—Estoy indecisa. No sé si llamarlaMaría o Margarita. Tal vez le ponga losdos nombres: María Margarita.

—¿Y si es varón?—Es una niña.—Si tú lo dices, así será. ¿Pero en

el nombre no debería intervenir elpadre?

—Por desgracia él le dará elapellido, así que yo le pondré elnombre.

—Me comentó la hermana Cancelaque te negaste en varias ocasiones a vera tu esposo en el locutorio.

—Si estoy aquí, es para huir de él.No quiero molestias, al menos durante eltiempo que pueda evitarlo.

—¿Has pensado qué harás cuandonazca tu hija? —preguntó Guiomarponiéndole la mano en el vientre.

—Quisiera saberlo; pero no tengo lamenor idea.

—¿Nada anuncian tus agüeros?—Últimamente callan. O hablan de

muchas personas… salvo de mí. —Volvió a escudriñar el firmamento.

—¿Qué ves en las estrellas?—Depende del lugar que ocupan en

un determinado momento. A veces sóloescucho. Cuando me concentro en ellas,

oigo voces.—¿Y qué te dicen?—Me hablan de amor, de gente

conocida, murmuran intimidades, imitanruidos, me previenen de algo, cantan oríen si están alegres.

—¿Y si están tristes?—Callan. No dicen nada para no

preocuparme. Y se esconden, cambian apropósito de lugar para distraerme. Sime concentro mucho, las oigo llorar.

Guiomar apoyó la cabeza en elhombro de su amiga y siguió frotándolela barriga. Lorenza pensó en la pocagente, la más cercana, que habíacompartido con ella el misterio de las

estrellas.—¿Qué te cuentan sobre el amor?—Tantas cosas… Me han

confundido.Guiomar acercó el oído al vientre de

Lorenza.—¿La sientes?—Se mueve mucho, y, a su manera,

trata de decirme cómo se encuentra.Imagínate, cada vez que nos cruzamoscon la superiora da una patadita, comoqueriéndola alejar. —Se pasó la manopor la barriga y luego acarició lacabeza, ya rapada, de la novicia.

—Hasta el cabello me han robado.¿Estoy muy fea?

—No, Guiomar, no estás fea. Tienesuna cara muy linda y un cuerpo muybonito.

—Para lo que han de servirme…Pero, sabes, no pienso quedarmeprisionera en estos muros toda la vida.

—Haces bien en pensar así. A tuedad y con tu inteligencia sería absurdorenunciar al mundo y dejarse enterrarviva.

Los rayos de la luna se filtraban porlas hojas y las ramas de la acacia. Unasnubes se acercaban desde el mar,amenazando tormenta.

—Un día te dije cuánto me colmabael aburrimiento. Pues sigo

aburriéndome. Aburriéndome hasta demí misma. Aburriéndome de no tenervalor para saltar ahora esa tapia y salircorriendo. Aburriéndome de lamonotonía de las horas, de la repeticiónde lo mismo en prácticas interminables.Estoy aburrida de ver siempre la mismaexpresión de los santos en las pinturas,con cara de nunca haber renegado de sumartirio… Hasta me aburre pensar quealgún día pueda recuperar mis ilusiones.—El hilo de voz de Guiomar confirmabaun aburrimiento verdadero.

Comenzó a pasar un pie por lapierna de Lorenza. Ella no lo rechazó.Dejó que siguiera subiendo por la

rodilla y le alzara un poco el camisón.Lorenza recostó la cabeza contra eltronco del árbol y cerró los párpadospara sentir más adentro el roce de supiel. Permanecieron en silencio,escuchando solamente el sonido de lascaricias. Guiomar alzó la cara y besócon lentitud, sin gravidez, los labios deLorenza.

Pasarían dos horas, o tres, ocuatro… y Lorenza reaccionó a unasgotas de lluvia que le mojaron el rostro.Estaba sola. No se levantóinmediatamente. Esperó que el aguaborrase de su memoria la imagen de lafelicidad acorralada en los ojos de

Guiomar. Arreció la tormenta. Le costóincorporarse. Caminó hacia lossoportales y, cuando miró al segundopiso para comprobar si había alguiendespierto, encontró a la hermanaCoronación asomada a la barandilla,protegida por un manto, con losmúsculos de la cara rígidos de haberestado durante largo tiempo acuñando lamisma sonrisa.

Comprendieron que un secretosostendría al otro.

El domingo siguiente Lorenza acudióaturdida al confesionario, no porquefuera a descubrir sus pecados ni porquealguno de ellos le produjera

remordimientos: el motivo de suofuscación era fray Andrés Sánchez, elsacerdote que, desproporcionado en susfunciones, convertía el sacramento ensuplicio y tortura mental para cuantas,sin alternativa, debían arrodillarse anteél. Suplicio y tortura extendidohabitualmente a la penitencia, temidapor su dureza, así reconociesen lasconfesadas faltas inocentes. Haberpronunciado una palabra soez equivalíaa siete golpes de cilicio. Pronunciar elnombre de Dios en vano, tres días deayuno, flagelación nocturna y oraciónpermanente. Haber participado en actosde brujería o emplear fórmulas

hechiceras (según contaban, porqueninguna en el convento se atrevió jamása delatarse) exponía a quien cometieratal locura a penas tan severas que, gentecrédula y sumisa como doña CarmenNoble, esposa del comendadorFernández Gramajo, habían terminadocon graves laceraciones en torso yespalda, profundas quemaduras en lapalma de la mano y serios trastornos enel entendimiento. Muy pocas, por tanto,confesaban culpas excesivas.

Es posible que el estado maternal lahubiera debilitado, o que sus instintos deprotección la tuvieran alerta; pero elfraile le causaba temor, rechazo y

alteraciones en el estado de ánimo.Alteraciones desde la desidia quecomenzaba el sábado en la noche, hastael nerviosismo que la exasperabamientras le llegaba el turno de acercarseal confesionario. El penetrante olor adesinfectante, disperso por toda laiglesia para matar los avispones, leproducía una basca inaguantable. Ni suembarazo la libró de tener que hincar lasrodillas en el áspero pavimento. Sinembargo, fray Andrés no llegó aprovocarle tanta animadversión comomás tarde le provocaría el inquisidorgeneral. La mayor penitencia impuestapor el desmedido sacerdote, tal vez por

instrucción del padre BernardinoAlmansa, fue la lectura constante delCatecismo Tredentino , al estilo deanteriores ocasiones en el Colegio delos Jesuitas.

Quien se aterrorizaba, almadiaba ycaía en profundas depresiones, eraCatalina de los Ángeles. La rigurosidady el encierro habían socavado laentereza de la esclava. El magnetismodel confesor era tal que le resultabaimposible zafarse de sus pantanosasmaquinaciones, de manera que siempreterminaba enredada en pecados propiosy ajenos, reales o supuestos. Sólo lacercanía de Lorenza la salvó en varias

oportunidades de aplicarse condenasatroces que la hubieran hundido en lasmarismas del abatimiento.

Guiomar era más fuerte. Se arrodillóen el confesionario justo antes queLorenza. Después coincidieron en lamisma banca, pagando las oraciones dela penitencia. La novicia miró y le dijo:«Sólo Dios sabe por qué he dejado decreer en Dios». Escondió la cara entrelas manos y rompió a llorar.

Nunca volvieron a referirse aaquella noche, a aquel beso, como si nohubieran existido.

Me sorprendió gratamente el encuentrocon la hermana Carmen. Esperabafrentear una monja cruel, hundida en sumiseria, podrida en la clausura. Por elcontrario, la actual superiora delconvento carmelita me pareció unamujer simpática, moderna, preparada y,me atrevería a insinuar, atractiva.Seguramente estaba muy influido por elrelato sobre la hermana Coronación. Ycomo la misma hermana Carmen, o sóloCarmen —según nos pidió que lallamásemos—, nos dijo: «No debemosjuzgar a aquellas pobres ignorantes con

el mismo rigor que hoy aplicamos.Acabarían todas ante un tribunal oencerradas en un manicomio, acosadaspor los fantasmas creados por sussupersticiones. Los mismos fantasmasque todavía recorren estos pasillos;fantasmas reales para la imaginaciónpopular. De igual forma, todos losconquistadores de hace quinientos añosdarían con sus huesos en una cárcel,acusados por las organizaciones dederechos humanos. Contentémonos conreconocer que el mundo ha cambiado».

Caminó delante del padre Ferrer yde mí. Yo me retrasé un poco paragratificarme con sus piernas bien

contorneadas. «Ya no usamos hábito.Tampoco vivimos en total régimen declausura, escondidas de la realidad». Noes que llevase minifalda, pero la falditaazul hasta encima de la rodilla se meantojó provocativa. Quizá, si la hubieravisto en otra mujer, no tanto; pero en laspiernas de una monja… El padre Ferrertambién la miró, con mayor disimulo(diría que mayor experiencia). Tambiénme pareció coqueta su melenitaarreglada, morena, a la altura del cuello.

Nos mostró las instalacionesreformadas. El patio estaba reducidoconsiderablemente por la construcciónde dos alas nuevas. Si bien las obras

habían concluido a principios de siglo,el estilo y la decoración se mantuvieron,por lo que a simple vista, pareciera quetodo el convento datase de la mismaépoca. Las mejoras ofertadas por lamodernidad lo habían provisto decomodidades que hacían placentera lavida de las actuales hermanas.

—¿Dónde queda ahora la huerta? —pregunté con ganas de conocer a laheredera de la hermana Azadón.

—¡Ea pues, avemaría, mijo! —contestó Carmen con inevitable acentoantioqueño—. ¡Jubilamos las lechugashace años!

—¿Cómo sostienen ahora el

convento?—Vengan, les muestro.Nos desviamos del recorrido. Pensé

que nos llevaría a un soleado taller decostura, donde novicias y monjastejerían muñecas de trapo, bordaríanalbas o coserían sotanas para curas.

«La leche». Perdón. «Cuidado conlos cables». Sirvió la advertencia parano tropezar con el cableado que, pordetrás de cada mesa, unía la complicadared de ordenadores.

—Como verán, hemos cambiado lostomates por la tecnología. Nosdedicamos al desarrollo de programasinformáticos para empresas locales y a

la diagramación de páginas web parainternet. Incluso tenemos la nuestrapropia.

Parece que el padre Ferrer yaconocía montajes similares. Yo no salíadel asombro: aire acondicionado,monjas en vaqueros y con melena,www.carmelo.com… Puede que elconvento hubiera adquirido un halo detecno-romanticismo, porque apuesto miconciencia a que las hermanas que teníaenfrente, tecleando dale que te pego, sino es porque eran hermanas, intocables,producían un no sé qué yo sí sé dónde,digno de investigación. «Como podrásuponer, padre José María, los

problemas han cambiado respecto a losde hace quinientos años». Se lo dijo alpadre Ferrer, utilizando su nombre depila, pero mirándome a mí. «Tranquila,hermana, no pienso alborotarle elgallinero».

La sala de cómputo estaba situada enel edificio moderno. Regresamos a laparte vieja, donde inicialmente nosdirigíamos, a la zona de dormitorios,junto a la antigua iglesia.

—El pozo ya tiene agua —apuntó elpadre Ferrer al cruzar el patio.

Habíamos solicitado a Carmen,expresamente, que nos mostrara lahabitación de huéspedes ilustres, la que

en su día ocupara Lorenza.Reconstruida, seguía cumpliendoidénticas funciones.

—No sé quién fue Lorenza deAcereto —explicó ante nuestra petición—. Muchas son las historias, leyendas ymitos generados alrededor del convento.Pero seguramente algo podrán encontraren los viejos archivos. El convento pasómalas épocas. Ha sufrido dos incendiosy buen número de asaltos. En variasocasiones ha sido presa de curas omonjas codiciosos que han feriado suspertenencias. Y las guerras y revueltasque asolaron Colombia también hicieronmella en él. Como ustedes saben, el

pacificador, Pablo Morillo, tomó todoslos archivos, civiles y eclesiásticos, ylos mandó a España. Posiblemente es delas pocas cosas que le debemosagradecer, porque aquí se hubieranperdido. Hoy por hoy, la mayoría de losdocumentos reposan en el ArchivoHistórico Nacional de Madrid o en elArchivo de Indias, en Sevilla. Pero huboalgunas excepciones, como el caso deeste convento: poco antes de la toma deCartagena por las tropas fieles al reyespañol, en 1816, un ala del edificio, laque albergaba la biblioteca, fuecañoneada y se derrumbó. Los archivosestaban guardados en una dependencia

bajo la biblioteca, por lo que Morillo nopudo encontrarlos. Tampoco lo haríanlas personas encargadas de las diversasrestauraciones. En 1940, un grupo dejóvenes arquitectos de la Universidaddel Norte descubrieron un pequeñopasillo bajo un montón de escombros ytrastos viejos. Tuvieron que excavarbastante, pero finalmente encontraronlos legajos del archivo. En estosmomentos trabajamos un programa parasistematizarlos. Allí quizá encuentrenalguna respuesta, aunque no estántodavía muy ordenados. Lo único que nopuedo permitir es que los documentosabandonen el recinto. En la nueva

biblioteca pueden trabajar sin molestias.La nueva biblioteca podía esperar un

momento. Estaba empeñado en respirarel espacio que Ella había respirado: sucuarto. Lógicamente, ya no era elmismo: otros muebles, otro piso, luzeléctrica, aire frío… El escuetohabitáculo de Catalina de los Ángelesestaba convertido en cuarto de baño.Toqué las paredes. Fue un movimientoinstintivo, porque muy bien sabía quetodas esas especulaciones sobre lasenergías guardadas en las piedras nofuncionaban conmigo. Siempre toco losmonumentos, los cuadros, los muros, conla esperanza de que alguna vez suceda

algo, sienta algo… pero ¡qué va!, nadaquiere conmigo la memoria táctil.Admiro a los que poniendo la manosobre una pirámide afirman: «Yo en otravida fui egipcio». No percibí la energíade Lorenza; pero estuve satisfecho dereconocer su entorno, ese diminutopedacito distorsionado de su mundo, desu historia.

A renglón seguido bajamos a labiblioteca, tras recorrer la galería de losequidistantes dormitorios que tantoaburrían a Guiomar de Anaya. Lasdescuadernadas puertas de doble hojahabían sido sustituidas por unascorredizas de aluminio que no dejaban

escapar las frigorías del aireacondicionado.

—Aquí tienen todos los legajoscorrespondientes a la primera mitad delsiglo XVII. —Señaló Carmen una baldacon apilados pergaminos atados concinta roja, embutidos en tapas de cueronegro—. Ya les advertí que no seencuentran en riguroso orden, labúsqueda puede ser dispendiosa. Perotengan ánimo, y les deseo mucha suerte.Si necesitan algo de mí, ya saben dóndequeda el despacho. Trabajen en paz. Yya mismo les mando traer unos tinticos.

Quedamos solos en la ampliabiblioteca. Antes de sentarnos a requisar

legajos, estuvimos de acuerdo en echarun vistazo a los libros antiguos quereposaban en los anaqueles. Tomosgruesos, empolvados, la mayoría textosreligiosos.

—Al parecer, ustedes, los jesuitas,eran más atrevidos —dije al padreFerrer.

—¿Qué más querían las monjas deaquel entonces? Todos estos volúmenes,salvo a la decoración, poca utilidadpodían ofrecer si, como se afirma, casininguna leía.

Revisando los estantes, el sacerdotereclamó mi presencia.

—Mira Álvaro, el Catecismo

Tredentino. Por la fecha de publicacióny viendo que no hay ningún otro, bienpudiera ser éste el que leyó Lorenza.

Lo tomé en mis manos. Lo toqué,como las paredes del cuarto. No voy acontradecir lo dicho antes, pero unasensación rara me subió por los brazos.No adjudico esta sensación a ningúnfenómeno energético, lo único deduciblees física emoción. Emoción por palparlas hojas de un libro que Lorenza habíatocado con las manos y recorrido consus ojos de miel. Un libro que muypocos, tal vez nadie, habían vuelto aestudiar desde que Ella lo devolviera asu anaquel. ¿Emoción?

Recorrimos las páginas una por una,buscando anotaciones, pistas, señales…No encontramos nada. Devolvimos eltomo a su lugar.

Después agarramos cada uno unlegajo y nos sentamos en una larga mesaa analizar los manuscritos. Fuecomplicado acostumbrarse al castellanoantiguo. El polvo me hizo estornudarvarias veces. A la chica de los tintos lepedimos un trapo para limpiar lospliegos.

Tuve tiempo, entre legajo y legajo,de pensar en las particularescircunstancias a las que me había vistoabocado, o predispuesto, en las últimas

dos semanas. Independientemente deltema de Lorenza, de FranciscoSantander o de la historia de Calamarí,me centré unos minutos en la figura deljesuita. Allí estaba el padre José MaríaFerrer, con los codos hincados, leyendocentenarios archivos en busca de unsupuesto, una sospecha, una intuición. Ala hora de la verdad, ¿quién era aquelhombre que me inspiraba tantaconfianza, a quien había seguido sincondiciones, con quien me habíainvolucrado en una investigación (aquíno sé si escribir irreal o ilógica, o cuáladjetivo emplear, pues no podríacalificar con precisión nuestra

aventura), y me causaba entrañablesafectos, como si fuéramos conocidos detoda la vida, aunque en realidad sólohubiéramos compartido los últimosquince días? No tengo respuestas. Mehubiera gustado saber más de supersona, no a través de la vida deLorenza y de mis antepasados, sino através de su propia vivencia. Porquemucho fue lo que de él aprendí en cortotiempo. Su encuentro cambiódefinitivamente mi vida. ¿Sabría elabuelo que esto sucedería?

La tornera, conocida como la hermana

Cancela, cumplió la encomiendaordenada por Lorenza a través deCatalina de los Ángeles. El abasteceroque proveía las alacenas del conventollevó un recado al cuartel de losalféreces del rey: «La señora de Aceretorequiere al sargento mayor FranciscoSantander». El soldado no acudióinmediatamente. Pasaron siete u ochodías, inciertos, y Francisco apareció unanoche, saltando la tapia, paraencontrarse con Lorenza bajo la sombrade la acacia.

—¡Me has dado un susto de muerte!—Tranquilizaos, y antes de que me

hagáis reclamo, disculpad por no haber

podido venir antes a vuestro lado.Muchas han sido las causas de talimpedimento.

—Mi madre decía que nunca debecomenzarse una conversación condisculpas.

—No soy docto en el arteprotocolario.

—Yo tampoco. Es simple estrategia,para no permitir que te acorralen.

—Empezaré pues de nuevo, si me lopermitís. No quisiera verme acorraladopor vos.

—Sea.—Buenas noches, Lorenza. Acudo

raudo a la solicitud de vuestro reclamo.

—¿No estaba en tus deseosvisitarme? He tenido que hacerte saberla necesidad de tu presencia.

—¡Moría por veros! Pero, por unaparte, vuestro marido me puso vigilancianoche y día; por otra, el provisorAlmansa me recriminó severamente, yme hizo saber que si osaba molestarosen vuestro retiro procuraría mi regresoal destacamento de Riohacha. Ademásno es fácil eludir a la guardia que rondaestos muros.

—Pero hoy estás aquí, burlandoguardias y corriendo riesgos.

—Creedme, mucho me ha costado. Yespero que este atrevimiento no sea

descubierto, o malas cosas han deacontecerme. No tenemos mucho tiempo.La borrachera de los vigilantes enviadoshoy por el escribano no los tendrádormidos largo rato.

Lorenza no le creyó, porque bienconocía a su amante y sabía queFrancisco no era de los que seamedrentaban ante las dificultades, yantes, mucho antes, podía haberlavisitado. Pero también comprendía queuna mujer embarazada, casada yrecluida en un convento, golpeaba lossentimientos de cualquier hombre, porgran amor que hubiera entre ellos.

—Estáis cambiada —dijo el

sargento recorriéndola con la mirada dearriba abajo, haciendo un alto en labarriga y en los labios hinchados.

—¿Qué esperabas? ¿Acaso noconocías mi preñez?

—Sí la conocía. Es famosa en todaCartagena.

—¿Entonces?—No os miro con sorpresa.—¿Tal vez con desaliento?—Un poco. Pero también con

envidia y enfado.—¿Contra qué?—Contra vuestro marido

principalmente. Y contra mí mismo porno estar a vuestro lado cuando me

necesitabais.—Eso no estaba en tus

posibilidades.Francisco calló. Ambos sabían que,

así hubiera quedado el destino en manosdel soldado, posiblemente lascircunstancias no hubieran cambiado. Elamor nacido como el fuego, se apagabacomo el fuego. Cada vez había máshumo y menos llama. Después del baldede agua (el embarazo) sobre la hoguera,chorreaban sobre los leños gotas deresignación y distancia.

Tuvieron tiempo de charlar algomás, hasta que una puerta chirrió en eledificio.

—Debo irme. Pero no voy adesampararos. Volveré en cuanto me seaposible. ¿Necesitáis algo?

Lorenza sonrió y se encogió dehombros para evitar una respuesta obviay descarnada. Francisco le dio un besoen la mejilla, la abrazó (con ternura) ysaltó el muro tras comprobar la ausenciade guardias en la angosta calleja.

Carmen nos invitó a comer. El refectoriotambién había sido remozado yconvertido en un aséptico autoservicio.No existían ya las divisiones, y monjas ynovicias comían revueltas. Al menos un

centenar de religiosas ocupaban lasmesas.

—¿No hay huéspedes? —pregunté.—Por supuesto —respondió la

superiora. Dejó el muslo de pollo en elplato para señalar—. Tenemos un grupode cincuenta visitantes de otrosconventos carmelitas de Latinoamérica;estarán aquí durante un mes.Habitualmente somos cuarenta y cincohermanas.

Todavía se respetaban los cargos: lahermana guardiana, la hermana portera,las cocineras y la responsableinformática (la hermana Chip, podíahaberla bautizado Guiomar). En el

rincón, una mesa cuadrada, dondedepartían siete monjas ancianas. «Ellasya están descansando», explicó Carmen.Vestían todas igual. «Fue muycomplicado convencerlas para que sequitaran el hábito. Vestimos a las sietede la misma manera para no hacerlassentir mal». Nos miraban ycuchicheaban, asombradas de verhombres comiéndose susavituallamientos.

El único civil era yo. «Ayúdame,Señor. Ayúdame a que no se meatragante el pollo, porque cada vez quelevanto la vista me encuentro con losojos de cien monjas interrogándome».

No sé si todas me miraban, pero así meparecía.

Después de comer regresamos a labiblioteca. Tragamos polvo y tinto todala santa tarde. A las nueve de la nocheno habíamos encontrado nada de interés.Carmen, cortésmente, nos anunció lahora de queda y nos retiramosagradecidos.

—¿Podríamos volver mañana? —preguntó el padre Ferrer.

—Mañana… sólo desde las sietehasta el medio día —contestó lasuperiora.

El 21 de septiembre de 1610, la flota degaleones entró, como en tantas otrasocasiones, por la boca chica de la Bahíade las Ánimas. Uno a uno fuerondescargados los buques mercantes,mientras desembarcaban los pasajerosen el Muelle de la Aduana. Un barco, delos treinta y dos que componían laescuadra, esperó paciente a que losdemás fueran desocupados. En su mástilondeaba, junto a la bandera española, unpendón negro con una cruz verde oscura.La fiesta estaba prendida en el puerto deCalamarí. El último navío avanzó hasta

el atracadero. Ningún soldado, ningunaautoridad, ningún funcionario deaduanas se acercó al borde de lapasarela. Sólo el obispo Juan deLadrada, acompañado de fray AndrésSánchez y fray José de San Pedro,superiores de la orden dominica,esperaban a la salida del muelle. Pocosconocían la llegada de aquel galeón. Losestibadores bajaron los primerosarcones, de iguales colores que elpendón, precedidos de una gran cruznegra mantenida en alto por un joven convestiduras talares. Luego descendierondos frailes, con los hábitos blancos ynegros de la orden de Santo Domingo.

Eran los dos inquisidores generales, frayJuan de Mañozca y fray Mateo Salcedo.Detrás bajó el fiscal, don FranciscoBazán de Albornoz; el secretario, LuisBlanco de Salcedo, y el resto de lasiniestra comitiva que, silenciosa,ascendió por el camino de tierra hacialas puertas de la ciudad. En los baúlesvenían guardados los sambenitos, lascorozas, los útiles de tortura, losmanuales inquisitoriales, la intriga, larepresión, los intereses, el terror.

El día estaba nublado, bochornoso.Transcurrían las primeras horas de latarde. El saludo entre los inquisidores ylas autoridades eclesiásticas se limitó a

una venia con la cabeza. La noticia de lallegada de la Inquisición se extendiócomo la peste. Al poco rato se habíancallado las chirimías, habían cesado losbailes, y las gentes, las buenas o malasgentes de Calamarí, corrieron a suscasas a divisar la funesta procesióndesde detrás de las cortinas. «Hanllegado los canes del Señor». Hasta LaMojana, desde la manigua, observabavacilante el espectáculo.

El silencio era sepulcral. De vez encuando se escuchaba al viento chocarcontra las velas que no habían terminadode arriarse. Un polvillo volaba desde laarena del camino. Un olor a miedo se

extendía por el puerto.La cédula que establecía el Tribunal

de Cartagena de Indias, con jurisdicciónen toda la Nueva Granada, además deTierrafirme, Isla Española y todas lasislas de Barlovento (el tercero enAmérica, después de los de Lima yMéxico, que llevaban cuarenta años deactividad), la firmó Felipe III el 21 defebrero de 1610 en el palacio de ElPardo, con el fin de velar por lapreservación de la fe en toda su pureza eintegridad original, conjurar laincredulidad, reformar y mejorar la vidaeclesiástica, evitar la entrada y laexpansión de herejías procedentes de

Europa y erradicar las que ya se habíaninstalado en el Nuevo Mundo.

La casa del costado noroccidental dela Plaza Mayor había sidoacondicionada días atrás. También lacárcel municipal, al otro lado de lacalle, había cedido su interior a lasceldas secretas del Santo Oficio. Allífuncionaría la Inquisición hasta 1770,año en que se concluiría el palaciodefinitivo, cuando la institución ya habíaperdido parte de su poder y estabaconvertida en un gran aparatoburocrático.

Mañozca era un tipo de malaspulgas, retorcido, cuya efectividad, en

España, nadie ponía en duda. Habíamandado a la hoguera más herejes,brujas e infieles, que ningún otroinquisidor. Viejo, desconfiado yfanático, tenía dominados por el terror,no sólo a los presos, sino también a suspropios compañeros y subordinados.Aún se preguntaban muchos por quéhabía renunciado a la posibilidad de sernombrado Inquisidor General del SantoOficio en Toledo, y había embarcadohacia América con su hermana mayor,Clara Mañozca, pegada a los faldones.Pegada o debajo de ellos, protegida,como había estado durante los últimosveinte años. Doña Clara acababa de

cumplir los setenta, le sacaba tres a suúnico hermano, y se afirmaba en la corteque sus influencias en el inquisidorhabían determinado el ígneo futuro demuchos reos. Hombre de contexturacuadrada, recortada, fortachona, derasgos marcados a cincel, rudos, ojoshundidos, pequeños, astutos, pelocanoso en las sienes, boca apretada(casi siempre cerrada), manos grandes yademanes bruscos, había estudiadoteatro antes de ingresar en el seminariode su ciudad natal: Huesca. Empleaba enlos juicios trucos aprendidos en su cortacarrera de cómico. Le gustaba jugar conla luz; a menudo cerraba las ventanas,

dejaba la sala a oscuras y colocaba unavela debajo del rostro. Pocosaguantaban los crueles interrogatorios,de pie, en mitad de la nada, durante másde ocho horas, mirando fijamente elfantasmal rostro del inquisidor.

El otro, Salcedo, no contaba con laexperiencia ni las artimañas deMañozca. Cincuentón de maltemperamento (aunque más suave ymenos colérico que su homólogo), comono tenía amigos en las capas altas,aceptó el desmeritado cargo deCartagena, seguro de que en su tierravalenciana siempre sería un segundón.Aquí no dejaría de serlo, porque

Mañozca se lo tragaba vivo en todas lasdiscusiones. Tenía una buena cualidadque lo diferenciaba: la reflexión. Frentea los juicios explosivos, irracionados,persecutorios, de Mañozca, Salcedosolía interponer razones, dudas odefensas… que siempre dieron al traste.Fray Mateo era un poco más alto y másdelgado que el reconcentrado fray Juan.Siempre, hasta en la procesión queahora les conducía a la casainquisitorial, Mañozca marchó delante.

El primer Edicto de Fe se leyó en lacatedral dos meses después. Los edictoseran impresos en España y distribuidosen todas las iglesias de los dominios de

la Corona. Debían asistir a su lectura lasautoridades, el clero y toda lapoblación, quienes recibían indulgenciapor acudir o excomunión por faltar. Ellleno estaba garantizado. Los capítulos,leídos por fray Juan de Mañozca,contenían las normas generales yexplicaban los diferentes tipos deherejías que los cristianos estaban en laobligación de denunciar ante el SantoTribunal: el primer capítulo se refería alos judaizantes; el segundo a la secta deMahoma; el tercero a la secta de losluteranos; el cuarto a la secta de losalumbrados; el quinto, el favorito, a lasdiversas herejías; el sexto, a la

solicitación; y el séptimo, a los librosprohibidos y las lecturas. El inquisidorestimuló las delaciones, recordó eldeber con el culto, atemorizó a loscartageneros e, involuntariamente, dio aconocer prácticas heréticasdesconocidas por el pueblo hasta elmomento. Desde el anuncio de la penaque sufrirían los descendientes dequienes comparecieran en un auto de fe:no llevar joyas, ricas vestiduras, niostentar cargos preferenciales, losvecinos se miraban unos a otrosbuscándose los ornamentos y, todosaquéllos que los poseían y no teníanimpedimento para llevarlos, los

mostraron con ostentación y orgullo.Tan pronto como las amenazas del

edicto surtieron efecto, los nombres deJuan Lorenzo, Potenciana Bioho, Paulade Eguiluz, Lucía Tasajo, Elena deVitoria y Lorenza de Acereto, entreotros, salieron a la palestra.

Mientras ella permanecía refugiadaen los muros del convento, el fiscal donFrancisco Bazán de Albornoz, tras elapresamiento de los negros JuanLorenzo y Potenciana Bioho, recogíainformación contra la primera blanca,«doña Lorençana de Acereto, mujer deAndrés del Campo, por haver cometidodelictos contra nuestra Sancta Fee

Catholica».

Padre nuestro que estás en los cielos,santificado sea el Tu nombre, hágase Tuvoluntad, así en la tierra como en elcielo. En la tierra, incluyendo estepuerto demoníaco donde se ha vertidotoda la mala fortuna que puede recaersobre los hombres. Danos hoy el pannuestro de cada día, pero pan con sal,como el del cristiano de ley. Salva lasiglesias que te han consagrado, vuestrascasas santificadas, mancilladas hoy porlos cofrades del Maligno. Y salva a estepueblo invadido por la falacia, la

ignorancia y la idolatría. Detrás de cadabeata que se arrodilla ante Ti en lacatedral, hay una pitonisa; cada damaesconde una fementida; cada siervaobsecuente a una calchona impúdica. Nodejes que la noche y la mujer terminecon lo poco que aún queda de estebreñal. Y perdónanos nuestras deudas, anosotros, gente de bien. Pero noperdones a los propagadores de lamagia negra, ni a los esclavos cuyosritos violan las premisas de respeto, ni alos naturales comprometidos con eldemonio. Maldice al blanco corrupto,que en satánico concubinato estáacabando con estas tierras, de las que

tomó posesión en Tu nombre y en el deSu Majestad el Rey. En especial, Señor,pon Tu mano justiciera sobre el hombreque saquea vuestra doctrina. Acaba conel prelado espúreo, traficante deindulgencias, mercader de Tu Gracia.No permitas que su injerencia seproyecte. Así como nosotrosperdonamos a nuestros deudores, hazque ellos nos dejen en Vuestra paz.Aunque no sé si debamos perdonar atodos aquellos que han pactado conBelcebú, porque el fuego los llevará a tuReino, y sólo Tú, Señor, tendrás poderpara acogerlos o arrojarlos a las llamaseternas del infierno. Tus siervos

humildes, como yo, seguiremoscumpliendo Tu mandato de separar eltrigo malo del bueno, y por colosal queresulte el montón de trigo dañado, Tuantorcha que siempre nos ilumina,servirá también para prenderlo. No nosdejes caer en la tentación. En latentación que impera en Calamarí. En laque extienden las brujas en los pradosnocturnos. En la que emana de lossacrificios de las misas negras, dondemueren recién nacidos, a los que Luciferarrebata el alma; son tus almas, Señor,las almas que deberían engrosar las filasde los justos. Llévate la prostitución, lacamorra, la sodomía, la mentira, la

herejía, el engaño. Recuerda que estemoridero también es parte de Tu Reino.Dame fuerza para sancionarlos, para quemi mano severa no tiemble cuando debahacer justicia. No puedo flaquear, ni serinferior a las circunstancias. Tengo queser implacable con los falsarios, con losdeformadores de Tu Palabra, con losladrones de Tus almas. ¡Que no tiemble,Señor! Que mi actitud no disuene anteTus órdenes. Dame la espada de fuegodel Ángel que guarda la entrada delParaíso, porque la fusta con queexpulsaste a los mercaderes del temploaquí no es suficiente. No me dejes caeren la estupidez de la clemencia.

Consuélame cuando flagele mis faltascon el cilicio y sujeta mi brazo si seniega a darme castigo. Mas líbranos delmal, del mal vivir, del mal morir, delmal pensar, del mal luchar, del malamar, del mal, del mal… Protégenos,Señor. Y recuerda a mi hermana, uncidaa la sotana de este prelado que sóloaspira a serviros, indefensa en el mundo,sola, si no estoy a su lado. Ampáralapara que no vuelva a caer en latentación. Recuérdala, Señor. Amén.

Catalina de los Ángeles cepillaba lamelena de su ama después de haberla

lavado con agua de zábila y camomila.«Ha perdido mucho pelo con elembarazo; pero verá, niña, qué pronto sele vuelve a poner bonito». Lorenzaestaba inmóvil, rígida, y la esclavapercibió un ligero temblor en susmejillas.

—¿Le pasa algo, niña Lorenza?No respondió. Catalina la conocía

bien. «Ese temblor es de miedo. Ellanunca tiene miedo ¿Qué sucede? Leasustará el parto. Normal. Después detodas las barbaridades que le han dichoa la pobre…». Las noches, alumbradaspor las antorchas titilantes,confortadoras, obligaban a intimar.

—Sí, Catalina. Tengo miedo.—¿De qué, niña?—De lo que dice un papel.—¿Un papel? ¿Le atemoriza un

papel?—Un pergamino. Un viejo

manuscrito que guardo desde pequeña.La negra la miró desconcertada.—Si te cuento, Catalina, júrame por

las tres cruces que no le dirás a nadie loque escuches de mis labios. Si lohicieras, todas mis maldiciones caeránsobre ti.

—¡Ay niña! No me diga esas cosastan horribles, bien sabe su merced loque la quiero y la guardo. Seré una

tumba.—Estarás dentro de una si abres la

boca.—Cuente, niña, yo secretaré su

desahogo.Lorenza dudó un poco más, pero la

angustia le roía la garganta.—En la playa, hace mucho tiempo,

poco antes de morir mi madre, un amigofrancés me dio un pergamino escrito enlengua latina. Me advirtió que debíaprotegerlo con mi propia vida si fueranecesario, porque de él dependía miexistencia y la de mis descendientes. Helogrado, con mucho esfuerzo, traduciralgunas partes. Ni siquiera estoy segura

de haber conjugado correctamente laspalabras que conozco, porque las frasesno quieren tener sentido. Hay, incluso,unas líneas en lenguas extrañas. Pero unpárrafo me turba sobremanera, meatemoriza y me saca de quicio: habla deun hijo mío nacido en un altar quevengará al rey de España, y habla de unadinastía francesa en el trono y de uncometa y de sangre y de cantidad decosas ajenas a mi entendimiento.

—¿Dónde está ese pergamino, niña?¿No será mejor deshacerse de él yolvidarlo?

—Ya lo escondí. Quedará adisposición del devenir y del futuro. Lo

he protegido hasta el límite de misposibilidades. Pero las estrellas mehablan de malos momentos, de crueldad,de opresión, de turbación y de espanto.Tengo miedo… Catalina, tengo miedo.

Y con el temblor en la mejillaterminó su confesión y empezó elinfortunio que pronosticaban lasestrellas.

El galeno, en la última visita, lehabía anunciado la pronta llegada delbebé. Lorenza estaba intranquila por elalumbramiento. La partera ya había sidoalertada. Las hermanas habían dispuestotoallas y baldes, siempre a mano, paraque no las sorprendiera el parto.

Catalina, con el ajetreo, olvidótemporalmente el asunto del pergamino.

El 24 de diciembre de 1610,Lorenza, quizá por el tedio, quizá porver a Francisco, quizá por el cansanciode haber estado contando los ladrillosde las paredes del convento durantenueve meses, solicitó permiso al padreAlmansa para asistir a las doce de lanoche a la Misa del Gallo en la catedral.Puesto que no se esperaba el nacimientode su hijo hasta una semana después, lefue concedido; pero debería permanecerarriba, junto a las clarisas que aquellaNavidad tenían el honor de conformar elcoro. Catalina no pudo acompañarla; se

había comprometido con la superiora enla preparación de la Nochebuena. «A suregreso, niña Lorenza, le tendré lista unacena bien sabrosa». A las once y mediale esperaba el landó que el provisor,gentilmente, había puesto a sudisposición para trasladarla hasta lacatedral. Los vaivenes del carruaje lecausaron serias molestias. El trayecto,corto, le pareció eterno. Al fin, loscaballos se detuvieron en una puertalateral, oscura, del templo. Condificultad ascendió por la escalera queconducía al segundo piso. Las clarisasorganizaban sus filas en los escalonesjunto al órgano. El organista, ciego,

parecía listo para hacer sonar losprimeros acordes. El humo de losincensarios, columpiados por losmonaguillos en la iglesia, subía desde lanave central y lo inundaba todo. Las teasamenazaban con apagarse, ahogadas,buscando oxígeno. Casi todo Calamaríasistió a la eucaristía. Poco tuvo queesperar Lorenza para sentirse mal. Unaspicadas horribles la hicieron doblarsesobre el vientre. «Disculpad, hermana.Debo bajar un momento a tomar aire».Descendió como pudo los borrososescalones. Ya en la calle, conmocionadapor los dolores, se recostó contra lapared y respiró profundamente. «¡Ahj!

Otra vez las dichosas punzadas». Sintióun río humedecerle las piernas. Alzó elvestido y comprobó hilos de aguasurcándole los tobillos. Buscó el suelo yse desvaneció. Así estuvo, como ensueños, hasta que un fortísimo dolor ledescerrajó las caderas y la devolvió a larealidad: una realidad difusa, neblinosa,caliente. ¿Cuánto tiempo habíatranscurrido? «Está naciendo…Ayúdenme, por favor. Está naciendo».Trompicó, gateó, se hizo un ovillo encada contracción y se arrastró hasta elatrio. Subió las escaleras. Un peldaño,dos, tres, dos, tres, cuatro. «Me muero».Cinco. «Ayúdenme». Seis, cinco, seis…

Faltaba poco para que finalizara laeucaristía. Debían haber pasado una odos horas, o tres, quién sabe, desde queperdiera el conocimiento la primera vez.La angustia levantó sus caderas abiertas,descoyuntadas, dolidas. Con la voluntaddescosida entró en la catedral. Quienesla vieron avanzar, sostenida en la pared,no arriesgaron a acercarse. «¡Estaráconvirtiéndose en algún animal!». Sedejó las uñas en la piedra viva. El padreAlmansa, concelebrante de la misa, lavio cuando ya se derrumbaba frente a laescalinata del altar mayor (la mismaescalinata por la que el día de la bodarodaron los abalorios). Se levantó y

corrió a socorrerla.—¡Un médico! Si entre vosotros hay

un médico, por favor auxilie a estamujer.

El cirujano Rodrigo de Gama, delhospital de San Lázaro, fue la únicapersona que se atrevió a tocarla.

—Está dando a luz, Señoría.—Saquémosla de aquí y llevémosla

a un lugar privado y más cómodo.—Temo, Señoría, que no hay

tiempo. La criatura ya tiene la cabezafuera.

El padre Almansa avisó al obispo,pasó por encima algunos renglones delmisal y dio la bendición urgente. Luego

recomendó que abandonasen, en la pazde Dios, la iglesia. Pero nadie se moviódel sitio. La Misa del Gallo iba aterminar con memorable evento: unabruja pariendo, a saber qué endriago, enel catafalco de la catedral delante detodo el pueblo, el día de la Natividaddel Señor. «Líbranos de todo mal, santoDios, y perdona nuestros pecados…».Desde la bancada, doña Bárbola deEsquivel y su marido, el gobernador,observaban estatuarios el desarrollo delos acontecimientos. A la derecha delaltar, bajo palio negro, acechaban losmiembros del Santo Oficio, vigilantescomo búhos.

—¿Quién es ésa? —preguntó elinquisidor Mañozca.

—Lorenza de Acereto, la recluida enlas Carmelitas Descalzas.

Ayudó al médico la esclava RufinaBiáfora: con apuros, un cuchillo y unmantel, lograron detener la hemorragia ycortar el cordón umbilical. «Es unaniña». Lorenza perdió el conocimiento.La esclava, ni corta ni perezosa, a pesarde los reniegos del clero, lavó a larecién nacida en la pila bautismal. «Elagua es agua, esté o no bendita, queigual limpia la una que la otra». Losberridos de la niña rompieron elsilencio expectante.

Madre e hija fueron trasladadas enel carruaje del provisor hasta elconvento. Rufina volvió a casa paraatender a su amo, pues había celebradoanticipadamente la fiesta navideña y nopudo acudir al acto religioso. Lasmujeres encargadas del aseo de lacatedral rápidamente limpiaron losrestos del parto. Los vecinospermanecieron hasta altas horas de lamadrugada reunidos en la Plaza Mayor,recreando y distorsionando el suceso.

Lorenza no despertó en varios días.Cuando Catalina de los Ángeles

conoció los hechos quedó como un palo.Ninguna hermana lograba sacarla del

ensimismamiento. No contribuyó a larecuperación de su ama, no comió entres días, no durmió en tres noches, norespiró hasta el siguiente domingo, tresdías después del parto, cuando tuvo quearrodillarse frente a los ojosincandescentes de fray Andrés Sánchez.La hermana superiora ya había advertidoal confesor. A Catalina, hincada ante elconfesionario, le impedía hablar elfísico terror: le florecía por los poros dela piel como culebrillas. De repente,fray Pedro se puso en pie, levantó a laesclava y la retiró unos metros delconfesionario. Se mantuvo en silenciofrente a ella. La negra le seguía con la

mirada, sudando, balanceándose sobrelas plantas de los pies. Sin más, soltó lamano derecha y descargó un bofetón aCatalina que casi la sienta. La esclavase llevó la mano a la cara y notó eltemblor que le agitaba las mandíbulas.En su mirada de rechazo se columpió elodio.

—La hija de Lorenza matará al reyde España y ocupará el trono unadinastía francesa… y seguro acaba contodos ustedes —gritó Catalina con elhocico arrugado, babeando de rabia.

—¿Cómo osáis decir talesatrocidades? —se encorajinó elconfesor.

—Está escrito en el pergamino deLorenza, el que le dio el francés…Como está escrito que su hija nacería enun altar…

Las hermanas no pestañeaban. Elfraile la mandó callar rotundamente yllamó a su coadjutor. Le habló en vozbaja y éste salió corriendo, alzándose unpoco los faldones del hábito. Catalinavolvió a sumergirse en sus movimientosregulares. Las monjas no podíandespegarse de las baldosas de la iglesia.El dominico se mantuvo firme junto a laesclava.

Poco después llegó alboroto desdeel claustro y gritos de la hermana

Cancela intentando prohibir el paso aalguien. Acallados los reclamos,apareció en la iglesia un pelotón de seissoldados ataviados con uniformesnegros.

—Quedáis arrestada en nombre dela Santa Inquisición —anunció frayAndrés.

Los soldados custodiaron a Catalinade los Ángeles hasta las cárcelessecretas del Santo Oficio.

Vueltas y más vueltas en la cabeza,queriendo arrancar el corazón de tumisterio, Lorenza, el miedo a las

sombras que vienen del pasado, comoenamorado de una servidumbre,pensando en todas las clases de amorque se producen, innumerables, tantascomo estrellas, a fuego, sin condiciones.Quiero hablar de ti y de mí. Quizá delmismo amor ilógico, ese amor que separece al primer amor, con la valentíaque a veces la fiebre genera. Amoresescuetos, furtivos, intensos,irremediables, oníricos, turbulentos,inconquistables. Pasiones que nacen ymueren en la inexperiencia. Pasionesidealizadas, perfectas, a nuestra imageny semejanza.

Dime si no es verdad, Lorenza, que a

veces acabamos enamorados de nuestraspropias creaciones, de una confortableidea acomodada a las necesidades, deun cuerpo que sólo vemos cerrando losojos. Amor dueño de la noche. Amoragrandado y ensalzado en la distancia yen el tiempo. Amor del recuerdo. Amordel bueno. Amor del nuestro.

Amores que no dejan de irse nuncade la mente. Amores en contraposición alos amores serenos, cálidos,confortables. Amores sin vergüenza,abiertos, sólidos. Amores que nacendespacio, tomando conciencia de símismos. A veces, inesperados. A veces,matemáticos. Amores moldeables.

Amores duraderos, permanentes,antojadizos.

Y así podría seguir describiendoamores hasta el final del cuaderno. Perovoy a parar aquí, pensando en losamores pasionales, de fuego, y en losamores serenos, de agua.

A fray Andrés Sánchez le crispaba losnervios la manía del inquisidorMañozca de jugar con el anillo entre losdedos. Un anillo de oro macizo, con lasiniciales J M, huérfano de piedras, peroembarrocado de vanidad y soberbia. Locogía con el índice y el pulgar, lo

escondía en los nudillos, lo hacía bailarcomo una peonza sobre la mesa y volvíaa ponérselo. Repetía esta operación unay otra vez, sistemáticamente, mientrasoía o hablaba. A fray Andrés también lemolestaba tanta oscuridad. Hiciera sol oestuviese nublado, Mañozca siemprecerraba las contraventanas. No es queuno tuviera mejor carácter que el otro,pero fray Andrés perdía seguridadcuando no dominaba su entorno.Permaneció sentado durante toda laentrevista en un sillón de la mesa dejuntas, escuchando los giros del anillosobre la madera. No era la primera vezque ambos se reunían: fray Andrés,

confesor de muchas mujeres deCalamarí, era fuente inagotable deinformación para los hermanos del SantoOficio. Ni tampoco era la primera vezque tocaban el tema de la mujer delescribano. «Tiene el diablo dentro».Fray Andrés había precisado con lujo dedetalles la confesión de la esclavaCatalina de los Ángeles.

—No podemos esperar más parainiciar proceso contra Lorenza deAcereto, por muy influyente que sea sumarido. A condesas, marquesas,duquesas y otras joyas de la nobleza,hemos mandado a la hoguera sin tantoremilgamiento. Mañana mismo daré

orden al fiscal para que proceda. Ya sonvarios los reos que la han incriminadoen diversos asuntos —concluyó elinquisidor.

—Todo eso está muy bien,Eminencia. Pero no podemos olvidar eltema del pergamino y la hija nacida enel altar. No hemos encontrado ningúnmanuscrito, ni en el convento ni en sucasa; pero hay indicios de su existencia.Seguramente lo tendrá a buen recaudo.El padre Sandoval, del Colegio de losJesuitas, afirma que doña Lorenza lepreguntó en varias ocasiones elsignificado de vocablos latinos, lenguaen que la esclava asegura le dijo su ama

estar escrito. En una carta encontradaentre sus pertenencias, enviada desdeRiohacha por el sargento mayorFrancisco Santander, le aclara, apetición de ella, el significado de lapalabra nuntius. No cabe la menor dudaque doña Lorenza ha estado tratando dedescifrar el contenido de algún texto enlatín —razonó fray Andrés.

—¿Qué opina debemos hacer?—Acabar con la niña. —El confesor

fue tajante. Mañozca, acostumbrado adar órdenes de similar talante, sinembargo, se asombró de la contundenciade fray Andrés—. Exista o no elpergamino, donde confluyen las palabras

rey, muerte y Francia, nace el peligro.Si, como asegura la esclava, su ama lemanifestó que el manuscrito predice unadinastía francesa, cuestión probable,aunque no muy conveniente paranuestros intereses y los de España, y quesu engendro, nacido en un altar,inquietante acierto, vengaría con sangrea nuestro rey, lo mejor que podemoshacer es desaparecer a la niña yeliminar cualquier posibilidad de que elmonarca se vea amenazado, sea por unamujer, una niña, un pergamino ocualquier otro factor intrigante. Ocúpeseusted de la bruja, yo me encargaré de lacría.

—Está bien… Pero no quieroescándalos. Este asunto se despacharáen el más absoluto secreto. Quedarásolamente entre usted y yo, y serámanejado de forma extraoficial.Mandaré investigar también al amante.

—Si me lo permite, Eminencia,sugiero envíe mañana, cuandoanochezca, al fiscal para interrogar aLorenza de Acereto en el convento.Mientras se cumple la diligencia, yotendré tiempo de zanjar el asunto.

—Así se hará. Pero recuerde: noquiero que esto sea vox populi.

—Descuide, Eminencia.Fray Juan de Mañozca quedó

sentado, jugando con el anillo,preocupado, pues no le gustaba actuarbajo teorías tan especulativas. Pero nopodía tolerar un mínimo amago contra lavida del rey. «Habrá que atajar elproblema de raíz».

«¡Sábado de ascensión!». Al únicoapóstol (a mí) le ordenaba el maestrovisitar a un viejo agorero. En tanto, élintentaba localizar el rastro de Lorenzaen el convento de las Carmelitas,repasando los empolvados archivos queescondían el misterio de sus intuiciones.No empleó grandes argumentos para

convencerme. Me encontré de pronto almando de su flamante coche por lacarretera que discurre en paralelo a lasplayas de Bocachica.

«A dos kilómetros Volcán delTotumo. Baños medicinales». Tomé ladesviación por un camino destapado,según las indicaciones que me habíadado el padre Ferrer. «Aparca junto alvolcán y luego sigue el senderobordeando el lago. Llegarás a una chozade palma, como las de los antiguosindígenas, y allí encontrarás al anciano.No tengo más datos para darte». Cuandome dijo eso, ya no le creí. Levantó lamano derecha y me lo prometió. De

cualquier forma, tocaba ir. Arrancandola tarde, después de unas horas, llegué aldestino.

Familias enteras hacían cola paraascender por una rudimentariaescalerilla hasta el cráter del aprendizde volcán. Arriba, dos negrosempegotados de barro hasta las cejasayudaban a la gente a introducirse por laboca del montículo. Amarrados con unacuerda por debajo de las axilas, losclientes, previo abono de cien pesos porinmersión, eran sumergidos y rescatadosdel lodo caliente de un solo tirón.Volvían a la superficie convertidos enauténticos monstruos masiformes. Las

narices, las orejas, el cabello, el traje debaño, la figura humana… todo quedabaescondido bajo una capa de lodo gris.Sólo se les veía la boca, muy roja, y losojos, muy blancos. Reunida toda lafamilia tras la embarrada, se dirigíancogidos de la mano hasta la orilla dellago, a unos cincuenta metros delvolcancillo. Chapoteaban un rato yemergían del agua convertidos de nuevoen humanos. «¡Qué gustito, eche! ¡Eto elbarrito sí es buena vaina, oye!», sedecían unos a otros como si el lodo, o elhaber dejado de ser humanos por unrato, les hubiera quitado todas las penasy todos los males.

—Sabias caricias de la madrenaturaleza —alabó el viejo las bonanzasdel Totumo.

Para llegar a la cabaña tuve quebordear casi todo el lago. Me asomé a lachoza, amplia y bien cuidada, escondidaen la maleza, silenciosa, y no vi nada enel suelo. Parecía desierta. Pero al mirarhacia arriba me llevé una sorpresa: todoparecía suspendido en el aire. Bueno, noexactamente suspendido: los mueblesestaban amarrados con sogas a las vigasdel techo.

—Los animales, sobre todo losratones, que tienen muy malas pulgas, sesubían a la mesa, me robaban la comida

y por la noche trepaban hasta la cama yme mordían los pies. Maté cientos…miles… pero nunca dejaban de llegarmás y más. Por cada uno que tiraba allago, volvían dos. Tanto me mortificaronque me acomodé en las alturas. En losúltimos cien años no han regresado… —La última frase no quiso decirla.

—¿Cuántos años tiene?—Muchos, hijo, muchos. No intentes

contarlos.El viejo asomaba la cabeza por el

borde del colchón. En el aire colgaban,además de la cama, una mesita de nochey un estante con frascos, morteros ylibros. La piel, increíblemente negra,

contrastaba con el cabello chuto, blancoluminoso. Una barba, igual de blanca yradiante, le escurría por el pecho hastala cintura. Las arrugas, como los anillosdel tronco de un árbol, le marcabanmuchos años…, demasiados.

—Sube por la cuerda. Estarás mejoraquí arriba.

Me lanzó una maroma anudada. Sudéel ascenso. Me senté en la cama yobservé su extrema delgadez y sulargura. Parecía la línea del infinito;como si a Gandhi le hubieran pasadopor el potro. Sobre el regazo sosteníauna escudilla con galletitas pequeñas ycuadradas. «Son archiras. Las archiras

de la longevidad». Me sonó a guasa; nole interrogué por temor a que me tomarael pelo.

Parecía agradarle mi visita. Elagrado de las visitas esperadas o, talvez, concertadas.

—Antes yo tenía mucha fama. Lagente se acercaba a la choza después debañarse en el volcán. El barro lescuraba el cuerpo y yo el espíritu. Peroya se han olvidado del viejo Lorenzo.

—¿Lorenzo?—Lorenzo…, para servir.—¿Lorenzo… qué más?—Lorenzo a secas —cortó. Le

fastidió la pregunta—. ¿En qué puedo

ayudarte?Le expliqué, dentro de la limitación

del tiempo, nuestra investigación sobreLorenza de Acereto, FranciscoSantander… Calamarí. Escuchó atento.Por instantes creí percibir severasnostalgias que le afloraban a los ojos.Comía archiras sin parar, una tras otra.Cuando terminé el relato, no meinterrumpió nunca, suspiró y dijo: «¡AyLorenza, Lorenza!». La exclamación meconmovió al parecerme demasiadosentida. Por simple curiosidad seguíindagando por la periferia.

—¿A qué se dedicaba usted?—Antes que sirviente y herbatero,

fui cazador. Después traidor. Luegoagorero y viejo. Ahora no soy nada; sólouna sombra en el tiempo… comocualquier hombre.

No era como cualquier hombre,saltaba a la vista. La figura del esclavoJuan Lorenzo me golpeaba la mente.Incluso tuve la osadía de preguntarle sitenía alguna relación con él. Pensé laposibilidad de que fuera descendientesuyo.

—El negro Juan Lorenzo… El negroJuan Lorenzo… El negro Juan Lorenzopagó su traición y su culpa. Pagó por sudeslealtad, no por sus artes… No,muchacho. No soy descendiente del

negro Juan Lorenzo… —Quizá iba adecir algo más, pero volvió aarrepentirse. ¡Cuánta gente callaba!

Me prohibió seguir hablando delesclavo. No estaba molesto. Incómodo,sí. Todo el rato esperé que me ofrecierauna de las archiras, parecían noacabarse nunca. No lo hizo. Me pidió iral grano, aunque tuve la sensación deque ya conocía mis inquietudes. Lerevolví varios temas, porque no sabía acuál darle mayor importancia: Lorenza,Francisco, la Inquisición, el puerto, elpergamino, el convento… y la Piedradel Uebo.

—Es curioso que hayas venido a

verme justamente hoy.—¿Qué tiene de especial?—Hoy es quince de marzo.—¿Y?—El día en que aconteció la batalla

entre las brujas de Calamarí y de Tolú.El día que, a las nueve de la noche,desde entonces, se vuelven a encontrarlas brujas en el cielo. Todas las nochesdel quince de marzo, las brujas blancasde Tolú y las negras de Calamarí surcanlos aires en sus escobas, acompañadasde sus diablos. Y la yegua Cambalachegalopa por la ciénaga. Cada noche delquince de marzo, las brujas de Calamaríderrotan a las de Tolú… al menos hasta

ahora.—¿Dónde queda el paraje de la

Piedra del Uebo? —Suponía larespuesta.

—No se sabe. —Premio—. Perohoy nadie debe volar sobre Cartagena.

—¿Por qué?—No son coincidencias que los dos

accidentes de aviación que se han dadoen los alrededores de la ciudadsucedieran un quince de marzo. Nitampoco es casualidad que acercándosela noche, todas las aves desciendan y seposen en el suelo. Ya ves, el único díaen que puede observarse la Piedra delUebo, supuestamente, es hoy. Pero sólo

se ve desde las alturas, y en las alturasestá la muerte. Así que nadie, si no sonlas propias brujas, sabe dónde está elsitio.

—¿Dónde cayeron los aviones?—En lugares distintos.—Entonces, la Piedra del Uebo

pudiera ser un paraje imaginario.—El sitio es real… pero pudiera ser

cambiante. La ciénaga es muy grande…muy grande.

—En teoría, debe de estar haciaTolú, si por allí se acercan las brujasblancas.

—En teoría, todo es posible. En lapráctica nadie lo sabe. No te dejes

deslumbrar por fuegos artificiales. Sibuscas respuestas, búscalas en Lorenzade Acereto. Yo no soy el indicado paradártelas, aunque conozca bien lahistoria. Ni como viejo, ni comoadivinador, puedo ayudarte.

Miré el reloj. Las siete. Me habíadejado intranquilo todo eso de losvuelos y el quince de marzo. Estabacitado con el padre Ferrer en laexplanada frente a la Ermita delCabrero, junto a la playa y laguna delmismo nombre, donde tenía previsto suascenso, maldita sea, en globo.

—Hoy nadie debe molestar a lasbrujas —dijo el anciano cuando ya me

había descolgado por la cuerda.Corrí por el sendero del lago, subí

una cuesta hasta el coche. «¡A estasalturas no puedo concederoportunidades a las supersticiones!».Pisé el acelerador; sugestión. Se cerrabala noche. Curiosamente, tal como habíaexplicado el viejo, los pelícanos, lasgaviotas y otras aves iban posándose enla playa, en los rompeolas y en lascopas de los árboles; algunas en elmismo asfalto. Me asaltó laimpaciencia. Un paquete abierto degalletas asomaba por la guantera. «A lomejor el padre Ferrer también comegalletitas de la longevidad». Para colmo

de males, un atasco provocado porquienes regresaban de las playasconvirtió el tráfico en una lentaserpiente. Mi exasperación no cabía enel auto. Bajé varias veces la ventanilla.La fila de lucecitas rojas no tenía fin.«¡Las nueve menos cuarto! ¡No voy allegar!». En el fondo, tampoco las teníatodas conmigo de que, aún alcanzando alpadre Ferrer, le convenciera desuspender o aplazar su empresa. Lasnueve menos diez. Las nueve menoscinco. «¡Allí se ve el resplandor de lasluces de la muralla!». Las nueve. Lasnueve y cinco. Las nueve y diez.

Aparqué el coche de mala manera.

Creo que ni lo cerré. Un nutrido grupode gente, negritos saltarines y turistas ensu mayoría, estaban apelotonados paraver de cerca el globo. No había pájarosvolando. «¡Padre! ¡Padre Ferrer, espere!No suba. ¡Eh, padre… baje.Padreeee…!». El padre Ferrer medistinguió entre la multitud. Se habíaelevado unos treinta metros. Cuatromorenitos recogían el lastre y lasamarras. El sacerdote, antes de decirmeadiós con la mano, alcanzó a gritarme:«¡Ya lo tengo. Lo he encontrado! Tedejé una nota en el hotel. ¡Cuando bajete cuento!». Y me hizo la señal detriunfo con el dedo pulgar extendido.

El globo, con sus remendadoscolores rojo y blanco, continuó subiendohacia las nubes. El padre Ferrer,solitario, llevaba en la mano uncatalejo… o un telescopio…, noentiendo mucho de esos instrumentos.Alcancé a verle, iluminado por la llamaque calienta el aire, y me di perfectacuenta dónde miraba. ¡No buscaba elcometa! ¡Ni se preocupaba por él! Paranosotros, desde el suelo, el Hale-Boppera una estela blanca difusa, lejana, muyalta, casi imperceptible en elfirmamento. José María Ferrer mirabahacia la tierra. ¡Buscaba la Piedra delUebo!

Lorenza no se reponía del golpeencajado por la detención de Catalina delos Ángeles. Había buscado durantetodo el día a Guiomar, pero no laencontró. Nadie supo dar noticias deella en el convento. Tampoco habíaacudido a los oficios religiosos. A lasseis de la tarde, la superiora comunicósu desaparición y ordenó su búsqueda,dentro y fuera de los muros. Lorenza aúnestaba débil, no podía colaborar en laspesquisas. Odiaba dejar sola a su hija.En pleno ajetreo por las averiguacionessobre el paradero de la novicia, lahermana Cancela atendió unos

inesperados aldabonazos.—La Santa Inquisición requiere a

doña Lorenza de Acereto —anunció elfiscal Francisco Bazán de Albornoz,hombre seco, rudo, calvo, medianaestatura y cara adornada con chiveracanosa.

Además, componían el cortejo: frayJuan de Barahona, calificador del SantoOficio; Luis Blanco de Salcedo,secretario y escribano del tribunal; y dosguardias de infantería. Lorenza, asustadapor el requerimiento, sólo alcanzó arecomendarle a la hermana Semilla elcuidado de su bebé.

«A los diez y nueve días del mes de

enero de mil y seiscientos y once,estando en el locutorio, que estápasada la puerta reglar, adonde seentra desde la portería, pareciópresente doña Lorençana de Acereto ».La hicieron sentar en una silla frente alos tres numerarios, mientras losguardias custodiaban la puerta en elexterior. Bazán de Albornoz le anunciólos cargos que pesaban sobre ella. No seanduvo con rodeos. Salvo los nombresde los delatores, la puso al tanto detodas las acusaciones con exceso dedetalles. Sin saber cómo consiguió elfiscal la información, Lorenza escuchóatónita gran parte de su vida (a ratos

cierta, a ratos exagerada y a ratos falsa),desde los tiempos de la playa hasta elalumbramiento en el altar mayor de lacatedral. En sus declaraciones, laacusada trató de destacar su inocencia, ala par que acusaba a quienes, con malafe, habían procurado inducirla aprácticas heréticas. Ella sabía que aquelmomento podía llegar así, como llegó, atraición, máxime tras el encarcelamientode su esclava y la requisa realizada desus pertenencias por los familiares delSanto Oficio mientras estaba privada derazón: le habían incautado variosobjetos personales, incluida la carta deFrancisco. Pero no lo esperaba tan

rápido, y menos ahora, convalecientepor el traumático parto. «¡El Ángel deLuz les arranque el corazón de cuajo!».Las descargas continuas del fiscal y elcalificador no tardaron en agotarla.Traían esa orden. Desconcertada,perseguida por la habilidad dialécticade los inculpadores, se defendiómalamente de los cargos. El secretario,en el acta, recalcó como hechosconcretos «que las desavenenciasconyugales obligáronla a buscar unremedio, con el concurso de personasde mala reputación; que mediante susconocimientos adivinatorios, habíainfluenciado la vida de hombres y

mujeres del lugar; y que habíaaceptado el trato de hechiceras ysortílegas, siendo muy difícil, por sucondición, que no se contagiase». Elfiscal hurgó, más que en ningún otrotema, acerca del pergamino. Lorenzanegó reiteradamente su existencia.

Un par de horas antes de la llegadade los funcionarios de la Inquisición, elconfesor fray Andrés Sánchez habíaentrado en el convento, aludiendo unaentrevista concertada con la abadesa.Permaneció en el despacho de lahermana Coronación hasta que Lorenzafue requerida y encerrada en ellocutorio. Una vez los guardias se

apostaron en la puerta, la superioraabandonó el despacho y se dirigió aldormitorio de huéspedes, donde estabala hermana Semilla cuidando al bebé.Exigió que la acompañara. La monja,fiel a la palabra empeñada con Lorenza,se resistió a descuidar a la niña. Lahermana Coronación la asió del brazo yla obligó a ir con ella hasta elrefectorio. Allí tuvo que aguantar, sinsaber por qué, una perorata intimidatoriaque ni entendió ni venía a cuento. FrayAndrés, limpio el horizonte, atravesó elcorredor hasta la habitación desalojada.Nadie lo vio entrar en el cuarto.

Cesaron los pucheros y el llanto del

bebé.Y nadie lo vio salir, salvo la

hermana Cancela, que destrabó el portónpara devolverlo a la calle. Ya era denoche. La hermana Candil comenzaba aprender las teas.

Cuatro horas más tarde, Lorenzavolvía exhausta a su dormitorio. Estabasegura de que pronto regresarían a porella. Posiblemente, hasta el momento,sólo las influencias del escribano (máspor el «qué dirán» que por cualquierotra causa) le permitían disfrutar de unasentenciada y breve libertad. Apropósito del escribano, recordó que ala mañana siguiente, sin mayor

posibilidad de dilatamiento, habíaanunciado su visita al convento paraconocer a su hija. «Lo que faltaba».

Lorenza se extrañó de encontrar elcuarto vacío. «¿Dónde está la hermanaSemilla? ¿Y María Margarita?». En lacuna no había más que un rebujo desábanas. «¿Qué ha pasado aquí?». Elmiedo trepó a la giba de la angustia.«¿Dónde está mi hija?». Antes deaventurarse al pasillo, volvió a la cuna yapartó las sábanas. Envuelta en el rollode tela, asfixiada, morada, muerta,estaba la niña. La boca abierta buscandotodavía el último aliento. Los ojosgrandes, sorprendidos, implorando el

auxilio. Las manos, rígidas, apartando elalgodón, procurando una gota de aireque nunca llegó. Muerta.

No pudo hacer otra cosa Lorenzaque, recuperada la respiración,desgajarse en un grito de rabia, deimpotencia, de incomprensión, de dolor.Un grito que estremeció cada esquinadel convento, cada piedra, cadaconciencia. Un grito que enturbió, más,el alma de Calamarí. Un grito queseguramente alcanzó a escuchar frayAndrés Sánchez, quien tras cometer elinfanticidio, marchaba a perderse por lacalle de Baloco. «¡El rey está a salvo!¡Viva el rey!».

Poco disfrutó la victoria. Unencapuchado, como una exhalación, lesorprendió al doblar la esquina de lacalle de las Platerías. Sin rechistar, leclavó hasta la empuñadura un cuchilloen el vientre. El encapuchado se deslizócalle abajo y el dominico quedó tiradoen el empedrado, tan muerto como suvíctima. Posiblemente la niña y el frailese encontraron en el otro mundo conidéntica cara de sorpresa y terror.

Lorenza perdió la noción del tiempoy el espacio. Las columnas del soportalse desvanecían tras su carrera. Llegódesencajada a la portería. La hermanaCancela intentó decirle algo.

Seguramente pretendía contarle lo quehabía visto; lo que su función deceladora y tornera le había permitidosaber. Pero Lorenza estaba ausente.Miraba hacia arriba, gemía, arañaba elportón. La hermana Cancela no lo pensódos veces. Corrió la tranca y permitióque la esposa del escribano saliera a lacalle. «Una por mí, otra por ti». (¡Cómole había quedado el miembro a fray Luisde Saavedra con el emplasto deortigas!).

Vagó las calles de la recogidaciudad. Buscó desesperada el claro delbosque en la selva y hasta él la llevó elinstinto, no los embotados sentidos. Se

tumbó a llorar sobre las raíces de laceiba. Se le aguó la vida y creyóperderla por los lagrimales. Despuéssintió unas manos que le acariciaban elcabello y la espalda. No se volteó. Dejóque las suaves caricias restablecieranalgo de serenidad. Los brazosinvisibles, sutiles, parecían salir deltronco del árbol. Entre sollozos,agradeció a Margarita el consuelo.

Cuando las raíces hubieron tragadola amargura, se incorporó. Miró lasestrellas turbias de lágrimas. No queríanhablar. Tocó con la yema de los dedosla corteza del árbol y despidió a su aya.Agotada, reclamando fuerzas para que la

llevasen a la orilla del mar, descendiópor el sendero hasta la playa… su playa.Daba tumbos como un borracho. Todosu entorno parecía soñado. Un velocalinoso le cubría la vista. Un corajefrío como el hielo le congelaba lossentimientos. Las olas se llevaron loszapatos.

Escuchó una voz detrás de ella, unavoz susurrante, ventosa.

—No te apures, Lorenzana. Tudescendencia podrá vengar todos losagravios. Estarán reunidos el día delcometa, poco antes de la era de Acuario—le dijo la voz.

—¿Quién eres? —Volvió la cabeza.

No había nadie.—Digamos que… el Destino.Lorenza miró al suelo. En la arena

mojada iban marcándose dos huellas:una pisada humana y una pezuña. El agualas cubrió rápidamente y las arrancó dela orilla.

—Hace justo un año lograste salvara la ciudad del mal de ojo, del rencorque hubiera acabado con ella. Y ahora,en la misma fecha, la fecha que temarco, la fecha de gloria —la vozpareció sonreír—, te corresponde ir amostrar el camino al mensajero…

Se levantó la brisa. Lorenza, en elsopor, sintió una energía que la

empujaba adelante y arriba. Vio la playahacerse pequeña. Percibió el airesalitroso en la cara. Abajo veíaCalamarí, con sus luces prendidas, consus piedras embusteras, con sus muertesde fiesta, con su grandeza inmadura.¿Volaba? Vio también a las brujas ensus escobas surcar el cielo rumbo a lostremedales, y a la yegua Cambalachegalopar por el fango.

Alguien rebullía en su interior. Si lebuscaban el alma, no la encontraron… yno es porque no la tuviera.

Había, suspendida entre las nubes, alfrente, corcovante, una llamita de fuego.

El globo del padre Ferrer continuaba

elevándose. La brisa lo había arrastradohacia el mar.

Lorenza veía la llama cada vez máscerca. Se le iba derritiendo el hielo delos sentimientos. Cada vez más cerca…Cada vez más cerca…

¿Habría logrado el padre Ferrerdivisar la Piedra del Uebo? Bueno,hasta el momento no había pasado nada.«Ojalá todas mis sospechas sean frutode estúpidos agüeros».

Cada vez más cerca… ¿Manejaalguien los hilos de la vida?

El sacerdote estaba eufórico cuandome saludó desde el globo. Pareciera quepor fin hubiese colmado sus

expectativas, o al menos tuviera algunaclaridad sobre las investigaciones.

Lorenza caía en un profundo sueño,patrocinado por la debilidad de suestado físico. Sintió el borde de la llamay, al atravesarla, en un abrir y cerrar deojos, el fuego se extendió por el cielo.Un profundo calor le abrasó lasentrañas.

Me resulta difícil, desolador,todavía hoy, a pesar de todo el tiempotranscurrido, narrar el final de aquellanoche del quince de marzo. Sinexplicación aparente, sin causa efectiva,sin aviso previo, el globo del padreFerrer estalló en el aire. Se convirtió, en

segundos, en una inmensa llamarada. Noprodujo ruido alguno. Todas lassensaciones fueron visuales. La brisacontinuaba soplando, mientras la bola defuego descendía imparable hacia elagua.

Entre la gente congregada corrió unmurmullo de incertidumbre. Después delos breves instantes que tardó el globoen caer al mar (me parecieron eternos),el murmullo se transformó ensobrecogedor griterío.

Lorenza sintió, nuevamente sobre laarena, tendida en la playa, cómo las olasle lamían las manos y apagaban el calorque le salía de adentro. Cerró los ojos…

¿O ya los tenía cerrados?Un viejo a mi lado me miraba

fijamente. Yo seguía embobado en elhorizonte. «Han sido las brujas, ¿no lasha visto usted?». Cuando salí delaturdimiento, había desaparecido.

Igualmente me cuesta describir elsentimiento que me embargaba.¿Desconcierto, angustia, culpabilidad,desasosiego, incredulidad, dolor…?

Tardaron en aparecer los bomberos,un cascajo con una manguera colgando.La policía y las autoridades tambiéndemoraron. Estuve en la orilla hasta lascinco o seis de la madrugada,esperando, junto al grupito de curiosos

en vela, a ver si alguien descubría lasuerte del sacerdote. Albergaba unamínima esperanza.

Pero fue inútil. A punto deamanecer, el equipo de buceadoresespontáneos informó sobre lo poco quehabían rescatado del pasto de lasllamas. «Unos cuantos hierrosretorcidos». Del resto del globo y deltripulante nada se supo. Ni aquellanoche, ni nunca, pudo encontrarse elcuerpo de José María Ferrer.

Descanse en paz en el seno del mar,en los brazos de Calamarí.

No quiero ahondar aquí en misafectos. Prefiero reservar otras líneas

para ellos.Los expertos achacarían el desastre

a un accidente fortuito.Estaba demasiado excitado para

tener sueño. Amaneció. Me acordé queel padre Ferrer me había dejado unanota en el hotel. Tomé el coche. En elSanta Clara todo el mundo sabía lanoticia. El conserje, que en ocasionesme había visto con el sacerdote, pusocara de circunstancias, sin atreverse adarme el pésame o a hacer comentarioalguno. Me tocaron en el hombro con unsobre.

—Ayer dejaron esta carta parausted.

Era el gerente. Parece que lasemociones no habían sido suficientes.Ramiro Biáfora me tendía laencomienda con su mirada redonda y lasonrisa de ratón (de murciélago). Toméla carta y subí a mi cuarto. El texto erabreve y escrito deprisa:

Estimado Álvaro:Si no alcanzamos, por

cualquier motivo, a vernos hoy,te espero mañana temprano.Tengo excelentes noticias paradarte. Hoy encontré en elconvento lo que buscábamos.Estamos cerca del final.

Un abrazo.José María

Era la primera vez que incumpliríauna cita. No tengo reparos en reconocercuántas lágrimas se me escaparon. Dejéque brotaran tranquilas.

Me lavé la cara y salí del hotel conidea de acercarme hasta San PedroClaver. Por el camino, en el auto, penséque la entrega de la nota por parte delgerente constituía claro indicio de quiénera el dichoso mensajero. Más tarde meocuparía del asunto.

«¡Ahora estoy solo!».Abrió el padre Manuel. Le entregué

las llaves del automóvil. Tambiénestaba al tanto del accidente. «Ya leadvertí que no mezclara las cosas deDios con las del diablo». La policía lehabía llamado temprano para ponerlo alcorriente. A su vez, el párroco habíainformado a sus superiores. «Una granpérdida».

El padre Manuel no me obstaculizóla entrada al despacho del padre Ferrer.«Pero no toques nada». Toqué y busqué.Recogí un sobre manila, tamaño folio,con mi nombre escrito a pluma quehabía encima de la mesa y me llevé lasfotocopias del proceso inquisitorial deLorenza de Acereto con las anotaciones

correspondientes. No me dio tiempo amás. Las encargadas de la limpiezaentraron y comenzaron a meter en cajassus pertenencias. Guardé todo en elsobre y, como estaba a mi nombre, elpadre Manuel me autorizó a llevármelo.

No aguanté las ganas de esculcar sucontenido. En el pórtico de la iglesia loabrí. Contenía una hoja arrancada de laguía telefónica, páginas amarillas,sección de hoteles, con unestablecimiento marcado con resaltadorverde: Hacienda Baza - Boyacá; yvarios recortes de prensa con nombressubrayados de altos dignatarios,militares, políticos y personalidades

que, a simple vista, no decían nada. Mellamó la atención una nota breve deldiar io El Espectador en la cual seanunciaba la celebración, en el HotelSanta Clara, de la mayoría de edad de lahija del principal candidato a lapresidencia, Hugo Acevedo. Deberíaestudiar todo aquello con calma.

Estaba guardando los papeles,cuando me sorprendió escuchar tantemprano el ruido de un coche decaballos acercarse. El carruaje avanzó,tirado por un caballo blanco, hasta pasardelante de mí. Parece que el Destino nome daba tregua. La ocupante del coche,una mujer con el rostro y la cabeza

tapados por un pañuelo de gasa blanco,me miró fijamente cuando estuvo a mialtura…

«¡Es Lorenza!». ¿Era Lorenza? Eranlos inconfundibles ojos de miel deLorenza. Mis ojos de miel. Los ojos queya tenía clavados en el alma desde hacíatiempo, mucho tiempo. ¿Lorenza? «Estoycansado». El carruaje se perdió al fondode la calle.

Capítulo 6

El agua del mar le mojaba la punta delcabello cada vez que rompía una ola.Las primeras luces no la despertaron. Lohizo el sonido seco de una lanzaclavándose en la arena, junto a su oído.Mala suerte. Cuando levantó la cabeza,confundida, pesada, distinguió losuniformes de la guardia inquisitorial.Mejor le hubiera ido si antes la hubieranencontrado los soldados del ejército olos comisarios del gobernador. Todos laperseguían, pero ninguno con tantoahínco como los sabuesos de Mañozca.

Los soldados reales la buscaban porsu desaparición. Los comisarios comoposible culpable del asesinato de frayAndrés Sánchez. La Inquisición porhomicida, bruja, hechicera y hereje.

Fue encerrada en una celda a laentrada de la cárcel, donde normalmentelos reos aguardaban la asignacióndefinitiva de calabozo.

Nada más enterarse de la detención,el gobernador, señor de la Vega, sepersonó ante los inquisidores. Cuando lehicieron pasar a la sala de juntas, yaestaban reunidos con el provisorBernardino de Almansa. Los frailes,sentados, debatían la suerte de la

detenida. Mañozca jugaba con el anillo.—Eminencias, Señoría, estén con

Dios. Veo que sólo falta el capitán de laguardia para que esta reunión quedeconvertida en consejo de seguridad.

—Ahórrese los sarcasmos y tomeasiento —ordenó Mañozca. El provisorse asombró del abandono de las normasprotocolarias por parte del inquisidor. ASalcedo le pareció normal. Elgobernador se molestó—. Le pondré alcorriente. Discutimos si la detenida,Lorenza de Acereto, deberá permaneceren nuestras cárceles secretas o debieraser encarcelada en la prisión civil.

—¿Dónde está el motivo del

conflicto? —preguntó el gobernador.—En la causa misma de su detención

—intervino Almansa—. Vuestroscomisarios, señor gobernador, requierena doña Lorenza como sospechosa deasesinato; es decir, su apresamientorespondería a una causa estrictamentecivil, por lo cual debería permanecerrecluida en la cárcel común hasta que eljuez determine si existen motivos pararetenerla en presidio y enjuiciarla, odejarla en libertad, sea condicional,bajo fianza o total. Pero los señoresinquisidores alegan que la rea essospechosa, además, de haber cometidodelitos contra la fe católica. Muchos de

esos delitos ya fueron confesados antemí, pues, con anterioridad al arribo delos hermanos del Santo Oficio, era yo elmáximo responsable de los actos de feen Cartagena. Y no se puede juzgar adoña Lorenza por pecados confesados ypagados. Si los padres Salcedo yMañozca, a través de su fiscal, no tienenpruebas contundentes al día de hoy queinculpen a la detenida, ésta no podrá serguardada en sus cárceles secretas.

Mañozca percibió la levesatisfacción que invadió al gobernadortras el argumento de Almansa. Elinquisidor no estaba dispuesto a perdersemejante trofeo. Dirigió una mirada a

Salcedo, como si previamente hubieranorquestado una estrategia.

—Caballeros, les propongo un trato—participó el segundo inquisidor—.Regresemos a doña Lorenza al conventode las Carmelitas. Ya no en calidad dehuésped, sino de rea. El edificio estádotado con celdas, construidas para elcastigo de las monjas sancionadasdentro de la propia orden religiosa. Asíevitaremos escándalos públicos, elenfurecimiento del escribano, ycontribuiremos a una mejorrecuperación de la detenida.

—Cada cual estará en disposiciónde interrogar a la reclusa cuando lo

necesite, y tanto ustedes, señorgobernador, como nosotros,avanzaremos en las indagaciones de losrespectivos procesos. Nosmantendremos en contacto permanente,con tal de establecer si la dicha Lorenzaes culpable o inocente de lasacusaciones. Una vez tengamos claridadsobre los hechos, y en caso de quealguno de los veredictos la encuentreculpable, estableceremos la forma delcumplimiento de la pena. ¡Quién sabe!Si es condenada a muerte, no habránecesidad de discutir sobre la idoneidadde la cárcel —remató Mañozca.

—Por mi parte, no hay inconveniente

—accedió el señor de la Vega.El provisor guardó silencio.

Apegado, como siempre, a larigurosidad de la ley, aprobó el acuerdo.Pero sabía que Mañozca le habíaclavado las garras a su presa. Cuando seretiró el gobernador, Almansa preguntóal dominico el porqué de supermisibilidad.

—¿Usted piensa que ella mató a frayAndrés? —dijo el inquisidor, ahora enpie, paseando por la sala.

—Justamente porque la conozco, nolas tengo todas conmigo. —Almansa ySalcedo permanecían sentados.

—No fue Lorenza de Acereto —

aseveró Mañozca.—¿Está seguro Su Eminencia? —

preguntó el provisor.—Ayer hablé con la tornera del

convento. Al salir a la calle, Lorenzatomó el sentido contrario al que hacía unrato había tomado fray Andrés. Es casiimposible que se hubieran encontrado enel lugar de la muerte.

—¿Lo sabe el gobernador?—Aún no. Es bueno que sus

comisarios se mantengan un tiempoentretenidos.

—¿Y si interrogan a la tornera?—La tornera no abrirá la boca.—¿Cómo impedirlo?

—Todos tenemos un lado oscuro. Ala hermana tornera, el suyo, le pesademasiado…

Salcedo no aprobó la teoría de loslados oscuros. Pero no se atrevió arebatirla delante de un tercero. Semantuvo callado.

—¿Cuál es entonces, Eminencia,vuestro interés sobre doña Lorenza? —terminó inquiriendo el padre Almansa.

—¿Le confesó la rea en algunaocasión la tenencia de un misteriosopergamino?

—No.—Pues ésa es mi principal

preocupación: la posible existencia de

un pergamino francés que amenaza a laCorona española. Al parecer ya se hancumplido algunas de las profecías quecontiene.

—¿Cree usted, Eminencia, que algotenga que ver ese documento con lamuerte de la hija de doña Lorenza?

Mañozca encajó lo amargo de lapregunta.

—Todos los indicios apuntan a frayAndrés como autor del asesinato. Perodesconozco los móviles que leimpulsaron a hacerlo. —Se acercó, giróel anillo sobre la mesa, sabía mentir.

—¿Y el pergamino, una posibilidadno demostrada, una abusión, es su único

interés? —preguntó Almansa.—Si quiere, adórnelo con un buen

ramillete de herejías, hechizos,adivinaciones, malas influencias, sangreinglesa, intentos de acabar con elmarido, brujería, oraciones, conjuros…Suficiente leña para una buena hoguera.

—No adelantemos acontecimientos—intercedió Salcedo—. Permitamos alfiscal concluir las investigaciones.

Los inquisidores despidieron alprovisor recomendándole máximadiscreción y prudencia.

A Lorenza le molestaba el vestido

húmedo y el pelo embarrado. Todavíasentía un calor intenso en las entrañas.No recordaba con nitidez todo lo quehabía sucedido desde la noche anterior.De momento lloraba. Lloraba por lamuerte de su hija.

Se cruzó con Clara Mañozca cuandosubía al carruaje que la llevaríanuevamente al convento. Era muyparecida al hermano. Caminaba erguida,estirada en el traje negro. La espaldaparecía quejarse de una posturaartificial. Daba la impresión de que a lavuelta de la esquina, cuando nadie laviera, iba a plegarse sobre el estómago,buscando una posición más natural en

ella: cargada hacia delante. Algo leresultó familiar en aquella mujer. En suslargas manos portaba la ropa reciénlavada del inquisidor.

La superiora no salió a recibirla conlos mismos agasajos de la primera vez.Se limitó a entregar las llaves de lacelda a la hermana guardiana. Habíancambiado a la tornera. Ocupaba supuesto otra monja, seca, de ideas secas ycarnes secas. Fue custodiada por uncomisario y un guardia de la Inquisiciónhasta el final del corredor de la plantabaja, pasada la iglesia. La monja abrióuna puerta robusta y atravesaron unpasillo cerrado, escasa iluminación, al

que daban los portones de loscalabozos, cada uno con una ventanitaenrejada en forma de ojiva. Nadie másocupaba ninguno. Fue instalada en elúltimo, donde estaban sus pertenenciasamontonadas en el suelo. Todas lascomodidades las conformaban unaguamanil, una bacinilla y un catre. Unventanuco alto, insuficiente, en unaesquina, era la única fuente de luz yventilación. El secretario y escribano,Luis Blanco, dio testimonio delencarcelamiento: «Y cuando esteservidor partió de la estancia, doñaLorençana no dixo más que suspiros yechava muchas lágrimas por los ojos».

El padre Manuel celebró el funeral porJosé María Ferrer, una vez oficializadasu muerte, siete días después de labúsqueda infructuosa del cadáver. Laiglesia de San Pedro Claver estaba casivacía. Sólo un puñado de jesuitasocupaban los primeros bancos. Yo mehice un poco más atrás. Reconocíúnicamente al cura alto y flaco que nosabrió la puerta en el colegio de laCompañía. No presté mucha atención alas palabras del oficiante: la mayoría,frases de cajón. No acudió gentecercana, querida, familiares, amigosíntimos… ¿Los tenía? Me hubiera

gustado, al regresar a España (algún díatendría que hacerlo), visitar a su familiaen Cataluña. Pero el padre Manuel,cuando pude interrogarlo, me informóque no tenían conocimiento de ningúnfamiliar cercano. Era como la estatua deun parque: memorable, resplandeciente,admirado, impenetrable, solitario. Asíme quedó grabado su recuerdo.

Si algo tenía que agradecerle alpadre Ferrer era la confianza depositadaen mí. Tal vez lo hizoinconscientemente; pero después demarcarme el camino, dejó en mis manosesa responsabilidad de adentrarme porsenderos enrevesados y tratar de llegar a

alguna parte, así no fuera más que por elgusto de finalizar aquella aventura. Meenseñó a encarar un reto. La vida estállena de retos. Llámense investigación,trabajo, seducción, amor, estudio…Unos grandes, otros ínfimos. Caminosque van conformando la ruta de laexistencia. Así pensaba entonces.

Quizá esa desconexión aparente delmundo, también lo asemejaba a Lorenza.¡Había visto a Lorenza! Ya no podíacompartirlo con el padre Ferrer.Posiblemente hubiera soltado uno de sussarcásticos comentarios acerca de miadmiración por ella. ¿Era posible queestuviera viva? Mejor tranquilizar mis

sentimientos. «Ya anotaré en loscuadernos mi inquieto estupor».

¿Habría descendido La Mojana alfondo del mar para cubrir con su mantoal padre Ferrer? Murió como se moríaen Calamarí.

El abuelo estará recibiéndole. Unabrazo entre viejos camaradas. Unosbreves saludos y la inevitableconversación sobre Álvaro. No sé si megusta que el abuelo y el padre Ferrerhablen sobre mí. Se estarán preguntandocuál será mi decisión… «¿Recogerá lasmaletas o llegará hasta el final?». Seguiradelante. Me pasó por la cabeza olvidartodo aquello y salir corriendo. Pero no

pude. Estaba demasiado inmerso en lavida de Calamarí para abandonarlo. Aúndisponía de una semana antes de tomarel avión de regreso.

No me quedé por el padre Ferrer.Hubiera sido una heroica determinacióny una bonita excusa. Pero me quedé pormí. ¿Egoísmo? Me quedé porque habíavisto a Lorenza.

El paso del tiempo le restituyó lasfuerzas y, escasamente, el ánimo. Laúnica persona con la que tenía contactoera con la hermana guardiana. Le servíaen silencio las comidas y le retiraba el

bacín. No estaba dispuesta a quebrantarla estricta orden de la superiora: «Unasola palabra con la rea y ocupará lacelda contigua».

Era muy de mañana el día que laguardiana y dos soldados fueron abuscarla y la condujeron al locutorio. Elinquisidor esperaba paseando alrededorde la mesa. Lorenza paró en el quicio dela puerta. Miró desafiante a Mañozca. Eldominico le respondió la mirada con unsaludo austero, doblegante. No invitó aLorenza a entrar en la sala. Por elcontrario, con la mano le indicó quesalieran al corredor.

—Esperemos que el fresco del

amanecer le avive la memoria —dijo.Lorenza había recuperado parte de

su lozanía. Sólo parte. El encierro leimpedía el restablecimiento total.

—Quería conocerla y charlar conusted en privado, antes de interrogarlaen los estrados. Puede que lleguemos aalgunos acuerdos, y así evitemossufrimientos posteriores.

—¿Ha venido a medir mis fuerzas oa intentar comprarme?

—Admiro vuestra franqueza.—Puede llamarla insolencia.—Como quiera. Si prefiere jugar

rudo, así lo haremos.—Tengo entendido que usted no

juega de otra forma.—Tampoco son tibias sus

referencias. —Comenzaron a caminarpor el claustro—. Sentadas lasposiciones, déjeme hacerle algunaspreguntas. ¿Sabe usted que el fiscalBazán de Albornoz ha iniciado procesocontra su persona?

—Lo suponía.—¿Y conoce su merced las causas?—También las supongo.—Entonces, supondrá igualmente

que tiene grandes posibilidades deacabar en la hoguera.

—No me asusta el fuego.—No trate de impresionarme. He

visto ponerse blancos los cabellos demuchas mujeres justo antes de encenderla pira. Seré directo: entrégueme elpergamino y le garantizo una pena leve.Y si colabora abiertamente conmigo, leimpongo el destierro y la libro de todossus males.

—Tentadora oferta. —Sonrióburlona Lorenza—. Pero siento muchodefraudarle. No hay ningún pergamino.

—¿Lo ha destruido?—Nunca existió.—Hay pruebas que demuestran lo

contrario.—¡Encuéntrelo pues!El inquisidor reprimió su

indignación.—No dude, señora, que lo haré.

Mandaré remover cada piedra de esteconvento si es necesario.

—Gran favor le hará a las monjas.—¡A fe que sois insolente! Insolente

y estúpida.—No se sulfure, Eminencia, a su

edad no es bueno para la salud.—Desconoce a quién está

provocando. —El inquisidor se marcóel pecho con el dedo índice.

—Poco valora usted a su adversaria.Si tanto dice saber de mí, hizo mal ensuponer que iba a atemorizarme consimplezas. —Necesitaba el fin de la

charla, pocas fuerzas le quedaban paraseguir aparentando.

—Aterrorizada la he visto.—No por un hombre.—¡Será Dios quien la juzgue!—Tengo buenos defensores. Juegue

usted sus cartas, que yo jugaré las mías.No voy a confiar en quien mandó matara mi hija.

Mañozca hizo un esfuerzo pararecuperar el paso.

—¿Quién os ha dicho semejanteidiotez?

—No puedo daros el gusto derevelar secretos que luego se volveríancontra mí.

—Este atrevimiento os costará caro.—¿Y no me preguntará si yo maté a

fray Andrés?—Vos no fuisteis.—Tal vez lo asesinó usted mismo

para enterrar el secreto. —Lorenzasiguió caminando. El inquisidor sedetuvo en seco.

—¡Me aseguraré personalmente deque las llamas os abrasen el alma! —Mañozca partió furibundo, con lassienes hinchadas y los puños cerrados.

«Me lo dijeron las estrellas. Pero nosé quién acabó con fray Andrés».Lorenza conocía el fanatismo y eldesbocado genio del inquisidor. «¡En

buena me he metido!». De regreso a lacelda trató de restarle importancia. Nopudo. La opresión de los murosacrecentó sus temores.

No tuvo conocimiento del día en quelos familiares del Santo Oficio pusieronel convento patas arriba tratando deencontrar el pergamino.

Mensajero: Dícese de lo que anunciala llegada de algo. Persona que llevaun recado, despacho o noticia a otra.Quien más se acercaba a esta definicióndel diccionario, según mis conjeturas,era Ramiro Biáfora, el nuevo gerente del

hotel. Que se convirtiera en el centro demis pesquisas no significó el descuidode otros posibles candidatos, comoMaurice, el de alimentos (por el hechode ser francés), Carmen, la superiora delas carmelitas, o el viejo Lorenzo delvolcán del Totumo. Cualquier personaque tuviera una mínima relación con lahistoria de Lorenza me servía comosospechoso.

Traté de montar un buen sistema devigilancia sobre Biáfora. En cuanto lodivisaba, trataba de seguirlo, deespiarlo. Pero casi siempre seescabullía y terminaba sorprendiéndomeescondido detrás de alguna columna, o

estupideces por el estilo. «¿Le sucedealgo?». A la tercera vez me sentíridículo. Además, parecía que era élquien me controlaba a mí.

Varios frentes se abrían paratrabajar. Uno, la localización delposible mensajero. Otro, encontrar enlos archivos del convento ladocumentación que había descubierto elpadre Ferrer. Y por último, descifrar laspistas que el sacerdote me había dejadoen el sobre manila: una página arrancadade la guía telefónica y unos cuantosrecortes de prensa. «¿A qué serefieren?». Aún no podía saberlo. Meencerré varios días en el Santa Clara a

terminar de leer la copia del juicio deLorenza y las anotaciones del padreFerrer sustraídas de su despacho. Quizáasí, con una visión más global,comenzasen a encajar las piezas.

Trescientos veintisiete, trescientosveintiocho… Una y otra vez contóLorenza los bloques de piedra queconformaban las paredes. Ya habíaperdido la cuenta de los días. ¿Cinco,seis, siete meses…? Distinguía el pasode las horas por la intensidad de la luzque entraba por el ventanuco del techo ypor la exactitud en el servicio de

comidas. Siempre la herméticaguardiana. Siempre la mismaincertidumbre. Siempre los mismosrecuerdos. Recuerdos que ibanposándose como la borra del café en elsuelo de la celda.

Una vez a la semana, la guardiana lehacía desnudarse y, sin abrir la puerta,desde el pasillo, le arrojaba doscubetazos de agua por la ojiva. Leprestaba un pedazo de jabón, y mientrasiba a por más agua, Lorenza seenjabonaba. Cuando regresaba, la monjale aclaraba el cuerpo y el cabello conotra tanda de cubetazos.

La falta de pretexto para matar el

tiempo le produjo inicialmente unaexasperación angustiosa, una tensióngrotesca. La vida se le había colocadoen posición horizontal. Trató de digerirel tedio que, aceptado con resignación,es indecible. Después buscóentretenimiento en cualquier pequeñez:empezó a disfrutar del ruido de las gotasde lluvia sobre las tejas, del sonido delcomején en la madera, del musgocreciente en las uniones de la piedra enla pared, de los latidos del corazón, uncorazón agobiado, pero vivo.

Era difícil deshacerse de lasliendres y los chinches. Preferíaaguantar las picaduras a soportar el olor

del zotal. Pero cada mes,inevitablemente, la guardiana asperjabael insecticida desde fuera de la celda.Todo quedaba salpicado del líquidoblanco: la cama, la ropa amontonada enel suelo, los muros y la misma Lorenza.A las pocas horas, cientos de insectosyacían en el piso. Entonces regresaba lahermana y le alcanzaba una escoba paraque los barriera por debajo de la puerta.

Si se quedaba mirando con fijeza lasparedes se cerraban, se estrechaban, seempequeñecían, hasta ahogarla. Peronunca nadie acudió a sus gritos deauxilio, a calmar su respiración agitada,a rescatarla de los repetidos desmayos.

La muerte de su hija, una losa, habíasepultado su vida anterior. Bajo el pesodel desastre había quedado aplastado elpuerto, la casa de la playa, el tío Luis,los hechizos, los conjuros, su madre, suaya… «¿Qué será de Francisco?».

Le atormentaba vivir constantementeinvadida por la idea del momento en quela Inquisición viniera a trasladarla a lascárceles secretas. Tanto, como lemartirizaba pensar por qué Catalina delos Ángeles la había traicionado.«Mucho daño han tenido que hacerle».No podía imaginar el motivo de latraición ni el trauma que habíaproducido en la esclava el cumplimiento

de los vaticinios del pergamino. Lascosas del diablo eran manejables,estaban dominadas o, al menos, esoparecía. Las de Dios le infundían miedo;pero nada había ocurrido hasta entoncesfuera de lo normal. Ni castigos, nimilagros. Lo del pergamino no sabía aquién achacárselo. «Mucho ha tenidoque sufrir la negra». A pesar de lasamenazas que en su momento le hiciera,Lorenza no podía sentir rencor contraCatalina. Le asustaba, como tuvo queasustarle a la mandinga, el mismísimomanuscrito. El documento había cobradouna importancia inusitada. Una cuestiónera el juego de guardarlo, el secreto, la

traducción, las promesas, y otra muydistinta la demostración palpable de queel esquivo contenido podía convertirseen realidad. «Lo demás sea para bien, siaún me espera algún futuro».

Una noche intentaba conciliar elsueño cuando escuchó un ruido cerca dela puerta. No era el sonido machacón delos ratones. Se incorporó y vio un papeldoblado en el piso. Tuvo que aguardarla llegada del alba para leerlo. Noprendían las teas durante la oscuridad:la abadesa tenía miedo de que la rea seinmolara y privase al inquisidor delplacer de hacerlo. No durmió. Con lasprimeras luces leyó las escasas frases

sobre el papel: Guiomar de Anaya hasido apresada. Está en la cárcelcomún. La nota no tenía firma.Seguramente la enviaba alguien desde elinterior del convento. ¿Pero quién? ¿Porqué habían detenido a Guiomar? Desdesu desaparición, nada había vuelto asaber de ella.

Mi recuerdo, mi cargamento de llanopasado, se entremezcló con los demásapuntes en el cuaderno de notas. Pudosuceder porque se agolparon las muertesdel padre Ferrer y del abuelo; o porqueestaba perdiendo el temor a expresar

mis sentimientos sin la sensación detraicionar a la familia o traicionarme amí mismo; o porque empezaba acatalogar de «interesante» mi existencia;o porque se habían sumado mis muertosa los de Lorenza. Así, al releer laspáginas emborronadas con aquellasanotaciones tomadas en el Santa Clara,aparecieron, abrazados con líneasdedicadas a Lorenza, evocaciones deuna infancia mameluca, normalizada,sobreprotegida: la mía.

El calor de Cartagena es muydiferente al de los veranos en la sierrade Madrid. El cartagenero es un calorhúmedo, pegajoso. El de Miraflores

seco, picante. Los dos calores estánseparados en mi memoria por un montónde años. Cuando finalizaba el cursoescolar, en junio, mi padre nos subía alchalet. Pasábamos los tres meses delestío a la sombra de los pinos y alrefresco del agua de la piscina. Cadadía, mi padre acudía a trabajar aMadrid. Nos quedábamos en el chaletmi madre, el abuelo, y entonces, tambiénla abuela, quien me preparaba cadatarde tostadas con mermelada y, comoyo era de poco comer, clavaba unpalillo con un recorte de papel en elpan, simulando la vela de un barco, yentonces me lo comía, porque una cosa

es masticar simple miga, y otra tragarseun navío. Pasaba los veranos devorandotransatlánticos.

Sólo en agosto mi padre estabaquince días completos con nosotros.Eran los días de las excursiones a losalrededores, de las comidas enrestaurantes, de las visitas a loscompañeros del ministerio que teníancasa en las cercanías, del cordero asadoen Aranda de Duero, de recorrer nuevoscaminos con un ser desconocido,superior, inflexible. Cuando estaba mipadre, intentaba no separarme mucho delabuelo. El abuelo hacía lo imposible poracercarme a su hijo. No es que yo lo

rechazara, simplemente no le teníaconfianza. En mis juegos infantiles sóloparticipó su seriedad, su vida estricta.

Emergen del recuerdo mis primerosrenglones sobre un folio. Quizá lossíntomas incipientes de mi actualvocación. No debería tener yo más denueve años. Era uno de esos veranoscalurosos, solitarios. Acababa de leerun libro sobre un grupo de jóvenes quecorrían toda clase de aventurasintrépidas; las aventuras que todoshemos deseado y pocos han conseguidorealizar. Aquellas páginas me habíandescubierto todo un mundo de evasivasposibilidades… todas ilógicas… todas

imposibles. Así recurrí a la fantasía… oa la imaginación… aún no sé si son lomismo. Traté de armar mi propiahistoria; una historia muy parecida a ladel libro (con nueve años no podíapretender más); pero una historia que,gratamente, me dio alas para adentrarmeen los laberintos de mi corta, aunqueanimada, vida interior. Tenía másemociones y posibilidades guardadasdentro de mí que en realidad. No escribínada profundo ni trascendental niconsiderable. Cuarenta cuartillas dedesdibujados personajes. Eso fue lo demenos. Sin embargo, después de unasemana ya me creía escritor.

Había oído a mi madre que el chaletvecino lo había ocupado un escritoramericano bastante conocido. Tal vezésa era mi prueba de fuego. Si conseguíaque el gringo leyera mi obra y diera suaprobación, el Nobel estaba a mialcance. Me presenté ante su puerta ytimbré. Me abrió Linda, la esposa, unamujer altísima, morena, con marcadoacento gringolacho. Pregunté por elseñor escritor. Me invitó amablemente apasar. Cruzamos el jardín y entramos enla casa. Un niño pequeño trababa deescaparse del corral y un perro falderome olisqueó las zapatillas antes detumbarse al sol. «Esperrate un moment».

La esposa salió por la puerta de lacocina. Volvió enseguida. «Louis terrecibirrá inmediatly».

Su despacho estaba fuera de la casa.Linda me indicó el camino desde lacocina. Tuve que descender un poco porel sendero que bajaba al río. En mitadde la pendiente, sobre unos peñascos,Louis había construido su refugio. Lasparedes estaban cubiertas de libros eninglés, el suelo entapetado con moquetaroja, y había una mesa cuadrada,antigua, en mitad del recinto, con unamáquina de escribir. Un gran ventanalasomaba al río. Sentado en la mesa meesperaba el escritor. Louis era un

estadounidense descomunal, atlético (lafigura menos acorde con el estereotipode intelectual), cincuentón, pelo canoso,ojos claros. Siempre con la pipa en laboca, apagada o encendida. «Perdón pormolestarle». Le conté el motivo de mivisita y exageré sobre mis desmedidosdeseos de convertirme en un autorconsagrado (de hecho, ya sentía que loera). Agarró las cuartillas y las leyó deun tirón. «Te felicito. Esto tienemadera». «¡Eso ya lo sabía yo!».«Pero…», y al primer pero comenzó atemblar mi presunción…

—Debes conseguir mayor fuerza entus personajes. Si esta chica, Marta creo

que la llamas, la pintas como unmarimacho, ponla repartiendotrompadas a los muchachos. Imaginaciónte sobra, porque crear una trama comoésta, a tu edad, es buen síntoma. Leemucho y trabaja los personajes.Vuélvelo a escribir una y otra vez, es elmejor ejercicio. Tráelo cuantas vecesquieras, y lo iremos puliendo.

La trama estaba perfecta… claro, lahabía plagiado. Precisamente mi únicainnovación, los personajes, cojeaban.«¡Qué dura la carrera del escritor!».Regresé abatido a mi casa. Me senté enla mesa de piedra del porche, adornadacon la rosa de los vientos, y reescribí

las cuarenta cuartillas. Más de la mitadlas ocupó la tal Marta atizandomamporros a cuanto bicho se le poníapor delante. Pero no me atreví avolvérselas a llevar a Louis. En díassucesivos, si me lo encontraba, poníadisculpas para evitar mostrarle misavances. Sólo al abuelo, después depensarlo mucho, le enseñé el manuscritocuando me cansé de corregirlo.«¡Caramba, Alvarito, esto promete!».

Louis se marchó a Estados Unidos alfinalizar ese mismo verano. Acabó sunovela, El Boxeador creo que era eltítulo. Nunca más he sabido de él. Nisiquiera conozco su apellido; no se lo

pregunté. De él aprendí algo tansencillo, pero tan difícil de aceptar enmuchos casos, como saber que todotiene una etapa de aprendizaje, losoficios no son innatos, así tenga unodisposición para ellos. Resulta másgrato saborear el triunfo después dehaberlo sufrido que si viene regalado.

Aquel embrión de literato acabóconvertido en periodista. Durante lacarrera universitaria mi padre se acercóalgo más. Tampoco en exceso.Concluidos los estudios se preocupó porconseguirme algún trabajillo. Escribívarios artículos para diferentes revistasque circulaban en el ámbito diplomático.

Recuerdo con especial determinación laentrevista a Rafael Estrada, presocolombiano de la cárcel deCarabanchel, en Madrid, acusado portráfico de drogas. La revistaLatinoamérica en España, cuyo directorera amigo de mi padre, me habíaencargado la redacción de un reportajesobre las mulas capturadas en elaeropuerto de Barajas. Fue un artículocrudo, descarnado; quizá la primera vezque me golpeaba una realidad impropia,aunque de alguna forma me afectaba yme descubría una tierra contraria a loque siempre había escuchado en el senode la familia. ¿Habían tratado de

engañarme, y aquel país de Jauja era unautopía? Releído actualmente, me pareceun retazo de Calamarí…

Rafael entró a la sala de visitas de lacárcel cuando yo no había terminado aúnde colocar sobre la mesa mi grabadora,el cuadernillo para los apuntes y elbolígrafo. Se sentó al frente sin articularpalabra. Era el único de todos loscolombianos que había accedido, através del capellán del presidio, aconcederme la entrevista. Como únicacondición, mantener el anonimato. Habíanacido en Santafé de Bogotá,veinticuatro años atrás. No teníaestudios, como la mayoría de sus

amigos. Pero no era un maleante nipersona de mal corazón. Trabajó dosaños como descargador de camiones enCorabastos, el mercado central de laciudad, y el sueldo apenas le alcanzabapara sostener a su padre enfermo y a unahermana que se había empeñado entomar los hábitos… los malos hábitos dela prostitución y la droga. Tampoco era,ni mucho menos, un santo, ni éste es uncuento de pobres perseguidos, mártiresni caperucitas rojas. Rafael asumió sumerecido castigo. «Se jodió la vaina,por bruto».

Le conversé un rato, lo del hielo yesas cosas. Cada cual, antes de prender

la grabadora, expuso sus reglas.Veracidad y nada de amarillismo.«Clic». La cinta comenzó a girar:

—Yo salía de mi casa, en el barriode la Hortúa, a las cuatro de la mañana.Antes de las cinco llegaban loscamiones. Casi todos los días me tocabadescargar papa; eran los bultos máspesados… los mejor pagados.Regresaba hacia las nueve o nueve ymedia, si todo iba bien. Me preparabaun tinto y echaba un motosito hasta lahora del almuerzo. Una mañana volvíapor la carrera décima empapado por lalluvia. Dos o tres cuadras antes de micasa encontré a mi hermana. La Gorda

también iba emparamada. «Rafa, vení, eltaita está en el hospital», dijo. «¿Cómosabés?», pregunté. «Me lo acaba dedecir la Deyanira. Yo recién llegaba.Pasé la noche fuera. Al taita lo sacarontemprano en ambulancia. Lo llevaron palSan Juan de Dios». La Gorda estaba muyangustiada. La tomé del brazo y nosdevolvimos por la misma carreradécima hasta el hospital. En informaciónpreguntamos por él. Nos mandaron aurgencias. No nos permitieron verlo.Una enfermera nos dijo que estaba muygrave, con un ataque al corazón, y que loestaban atendiendo en la unidad decuidados intensivos. La Gorda se sentó

en la puerta y no quiso saber más denadie. Yo solicité hablar con alguno delos médicos que lo atendía. Salió unojoven. Me informó que aún era prontopara arriesgar pronósticos, habríamosde esperar unas horas, pero seguramentetendrían que operarle para colocarlealgo…, una válvula o algo así creo quedijo. El taita no tenía seguro médico. Laoperación costaba más de dos millonesde pesos. ¡Hijoemadre, cuánta plata! Mesenté, apenado, en la sala de espera.Había mucha gente, tan desquiciadacomo yo; pero no reparé en ellos.Bastante tenía con lo mío. No supe quése había hecho de la Gorda. Ni me di

cuenta en qué momento se puso a milado aquel tipo con traje fino, azuloscuro y corbata blanca. «Mirá, vé,pelao, tenés problemas y yo podríacolaborarte». Tuvo que repetir la frase;yo andaba demasiado ido y no estabaacostumbrado al acento caleño. «¿Enqué podría colaborarme?». «Yo puedoconseguir que unos amigos paguen laoperación de tu papá». El tipo conocíaperfectamente la situación del taita. Mepropuso que si hacía un viaje rápido aMadrid, de no más de tres días, yentregaba un mandado en el aeropuerto,ellos se encargarían de pagar todos losgastos de mi padre. No lo pensé dos

veces. Desde el principio sabía de quése trataba, y tuve conciencia plena delriesgo que corría. El caleño no me loocultó. Me pareció honesto por su parteponerme al tanto de la peligrosidad delcaso. «Estos tipos son legales», pensé.Me citó al día siguiente en un casononónde la calle noventa y tres con carreradoce, en el barrio del Chicó, uno de losmás elegantes de Bogotá. Me esperabaen la puerta y me acompañó hasta ungaraje, donde otro tipo con unamascarilla cortaba los dedos de unosguantes de goma, esos de cirujano.Luego metió en ellos la coca y los atócon un nudo. Me fue dando uno por uno,

y yo me los tenía que pasar de un solotrago, humedecidos con vaselina. Cadabola medía dos centímetros por lomenos. Me tuve que tragar más deveinte. Casi no puedo con todas. Antesde irnos me tomó una foto con unacámara grande. Se reveló enseguida y lapegó en un pasaporte. El caleño mellevó en un carrazo al aeropuerto deEldorado. Por el camino me dio lasinstrucciones: no podía beber ni comernada ni ir al servicio, aunque tuvieramuchas ganas. En el avión debíaaguantar los dolores si me daban.Cuando sirvieran la comida, debía ir albaño y botar algo por el inodoro, que

pareciera que la había probado, porquelas azafatas se dan cuenta si alguno noquiere comer y le sapean al comandante.Al aterrizar, muy sereno, como si nadapasase. Si los tombos me notabannervioso, me iba pal trullo. Me largóuna tarjeta con la dirección de un hotel.«Allí te buscarán unos compañeros».Tenía que cagar las bolas con la coca,limpiarlas y tenerlas listas para cuandollegasen aquellos tipos. Podría regresaren el siguiente vuelo, y una vezcomprobada la entrega, operarían a mipadre. El caleño entregó en el mostradorde facturación el billete y el falsopasaporte. «Sin equipaje». Pidió asiento

de fumadores, al final del avión. Yo nodije nada, aunque no fumara. Estaba muyasustado. Nos retiramos del mostrador yme dio una bolsa de viaje con algunoschécheres. «Es para disimular. Cuandollegués, podés tirarla». «¿Por qué hapedido un asiento tan atrás?», pregunté.«Allí tendrás mayor libertad demovimientos. Los baños están cerca, yes más difícil que se fijen en vos.Procura no levantarte mucho. Cuantomenos te movás, mejor. Y sobre todo,nunca te acerques a la cabina del aviónni a la zona de primera clase, no sea quellamés la atención y la embarrés», meadvirtió por los corredores del muelle

internacional. Me sorprendió que alllegar al control de inmigración no mediera los documentos y se despidiera demí. Saludó al funcionario del DAS comosi le conociera de toda la vida. Selló elpasaporte y lo volvió a coger el caleño.En los demás controles, hasta la sala deespera, también fue saludando a lospolicías. El vuelo ya estabaembarcando. Pasamos directamente alpasillo que conducía a la puerta delavión. Con el canguis que tenía, nopuedo asegurarlo, pero creo que le dio ala azafata dos billetes en lugar de uno.«Que tengan feliz viaje». El caleño mesoltó en la mismita puerta del avión.

Allí había dos tombos más. Me diodelante de ellos mi billete, el pasaportey un sobre con dinero. «Para gastos». Sedespidió de mí y yo me metí en elaparato. El caleño se quedó hablandocon los polis. El vuelo fue de muerte.Me puse de los nervios cuando me tocóesconder parte de la comida en labolsita del mareo para tirarla por elbaño. Yo miraba a las azafatasaterrorizado, como si fueran lamismísima policía. A medida que fueronpasando las horas me fui sintiendo conmalestar. La maluquera me producíaarcadas y pinchazos en la barriga. Másde una vez se me pasó por la cabeza ir

al retrete y soltar las dichosas bolas.Pero lo impidió el recuerdo de mipadre. Procuré no pensar en nada. Elavión tardó once horas en aterrizar…una bestialidad. Nos dejó tirados en lapista. Tuvo que llevarnos un bus hasta laaduana. Había una fila para ciudadanosde la Comunidad Europea y otra paralos demás. Cada vez me sentía peor. Unsudor frío comenzó a recorrerme elcuerpo. Creo que no estaba nervioso;estaba enfermo. Procuré mantener lacompostura. Al pararme frente al policíade la cabina intente sonreírle. Derepente, dos polis se me pusieron uno acada lado, me sujetaron fuerte por los

brazos y las axilas, me quitaron la bolsay me golpearon contra la pared. Cuandotenía la cabeza pegada contra el mármol,apretada por la mano de uno de lostombos, vi al caleño pasartranquilamente la aduana. Traté de gritary avisarles que aquel tipo era el que deverdad iba cargado. Pero fue inútil. Metaparon la boca y me advirtieron que siarmaba escándalo sería peor. Luego mellevaron donde el médico. Me hizodesnudar y me tomó unas radiografías.Allí estaban todas las bolas, haciendofila en el intestino. «Has tenido suerte deque ninguna se reventara». El médicoresultó buena gente. Me encerraron en un

calabozo, en los sótanos del aeropuerto.Bajó un man vestido de paisano ainterrogarme. Le dije cuanto sabía. «Tehan engatusado, chaval. Se te va a caerel pelo. A ver si escarmentáis de unaputa vez». ¿Sabe cómo me dijo quellamaban en el aeropuerto al avión deAvianca? El Cocaín Express. Me habíanengañado como a un chino, sí señor.Habían dado el chivatazo a la poli deque yo iba cargado, y mientras montabantodo el dispositivo para capturarme, elcaleño, que había viajado en primera,pasó el cargamento grande. Delcalabozo me trasladaron a la cárcel. Enel juicio me cayó la mínima, ocho años.

De todo esto hace ya siete. Sé que mipadre murió a los pocos días. Nadie seocupó de él. De la Gorda no he vuelto asaber nada. Y aquí estoy yo, másperdido que el hijo de Linver… Pero nome ha ido mal del todo. Superado lo delviejo, oiga si dolió, me puse a estudiar.En la cárcel podemos hacerlo. En unpresidio colombiano me hubierapodrido. Me gradué de bachiller y ahoraestudio Derecho. Me faltan dos añospara terminar. Pero imagínese quedentro de uno tengo que regresar aColombia, porque termino de cumplircondena. Me quedaría un cursocolgando. ¡Pucha, qué mala suerte! Estoy

bregando para conseguir que me dejenacabar ese curso, pero creo que no va apoder ser…

Desconozco el paradero actual deRafael. No sé qué sería de su vida.Después de aquella entrevista no volví averlo. Le mandé a la cárcel un ejemplarde la revista cuando salió publicado elreportaje. Fue un éxito. Se suscitaronalgunas polémicas acerca del problemade las mulas, tanto en Colombia como enEspaña. Luego lo publicaron en unperiódico de tirada nacional: lo mandómi padre. Fue la primera ocasión que losentí orgulloso por mi trabajo. No sé sila única.

—Lo que más me fastidia es que eseasunto de la coca tiene jodido a mediomundo —me dijo Rafael Estrada aldespedirse.

Mi cargamento de pasado sevolcaría, más adelante, sobre misdefinidos avatares.

Un hombre embozado aguardaba,refugiado en las sombras, la salida defray Juan de Mañozca de las cárcelessecretas. Había estado observando ysabía perfectamente que cada noche elinquisidor cruzaba la calle de NuestraSeñora de Guadalupe (hoy calle de la

Inquisición) para verificar el progresode sus reos. Entiéndase como«progreso» el resultado de las torturas ydemás métodos coercitivos, empleadospara reconocimiento de culpas.

Chirrió el gozne de la pesada puertadel presidio. La noche estabaespecialmente oscura, lo mismo la calle.El embozado había disminuido la luz delfarol de la esquina. Al escuchar lospasos del inquisidor, tras verificar queandaba solo, apretó el cuerpo contra elmuro y se cubrió la cara con la capanegra. Permaneció inmóvil hasta queMañozca estuvo en mitad de la calle, sinposibilidad de avanzar ni de retroceder.

Sostenía la espada desenvainada en lamano derecha. Abandonó el escondite y,en dos zancadas, se plantó delante delinquisidor. Al tiempo que se descubría ysoltaba la capa, le mandó la punta delacero a la garganta.

—¡Alto ahí, señor inquisidor! Notengáis tanta prisa por guardaros en lamadriguera, como las alimañas —le dijoel espadachín sin armar bulla—. Habladcomo yo, en voz queda, o no alcanzaréisa dar la alarma antes de que os atravieseel gaznate —advirtió.

—¿Quién sois?—Alguien a quien buscáis desde

hace días. Pero mirad que en este

momento, parecéis el cazador cazado.—Identificaos.—Soy el sargento mayor Francisco

Santander, nunca, si pudiera evitarlo, avuestro servicio.

—¡Ah, el amante de la bruja quetenemos encerrada en las carmelitas!

—Percibo cierta desilusión envuestras palabras. ¿Esperabais más demí?

—No…, por supuesto que no.Hacéis gala a vuestra fama de bergante,impertinente y truchimán.

—Eso es porque sólo habéisescuchado a mis enemigos. Perotranquilizaos, lo que dicen de vuesa

merced los vuestros, es mucho peor.—Bueno, sargento…, déjese de

pamplinas. Supongo que no habrá osadoa semejante impostura tan sólo parainsultarme.

—No, eso ya lo hago sin necesidadde vuestra presencia. Quería advertirosde algo. —Francisco apretó la espadacontra la piel del inquisidor—. A mípodéis perseguirme, acosarme si lolográis, encarcelarme. Será una partidaentre vos y yo. No tengo mucho sitiopara esconderme, así que no os resultarádifícil conseguirlo. Pero hasta entonces,andaos con mucho cuidado, porquecuando tengáis en esta cárcel a Lorenza

de Acereto, si osáis maltratarla, os juropor Dios Nuestro Señor que recibiréisigual castigo. Y si la quemáis en lahoguera, el mismo martirio, o peor,sufriréis vos. Si lográis apresarme,estad seguro que mis buenos amigoscumplirán esta advertencia. Así que noestéis muy seguro cuando me tengáisentre rejas. ¿Queda entendido?

—Tanto como que este atrevimientoos costará caro… muy caro.

—Ya contaba con ello. Ahora, frayJuan, id tranquilo a descansar y meditadsobre lo dicho. Los canes del Señor,váyanse de la mano y no alboroten latierra, que por Dios si la ira los coge y

los embarca, quedarán embarcados. Elque avisa no es traidor. Buenas noches.—Apartó la punta de la espada de lagarganta del inquisidor y le hizo unavenia exagerada con el sombrero.

Mañozca se tocó el buche y sintiólos dedos húmedos. La sangre le habíamanchado el cuello de la esclavina.«¡Maldito truhán!».

—Ah, y tened cuidado la próximavez, no volváis a cortaros el pescuezoen el desbarbe —dijo el sargentomientras se perdía por la esquina de laPlaza Mayor.

Mañozca trancó la puerta con unportazo escandaloso. Tan escandaloso

como la furia que lo corroía. Mandóhacer guardia permanente, día y noche,en la puerta de la cárcel y en la casa dela Inquisición. Ordenó reforzar lailuminación de la calle. Levantó de lacama al fiscal Bazán de Albornoz paraque inmediatamente redactara todos loscargos posibles contra el sargento mayorFrancisco Santander. «¡Pues si no tienesuficientes, invéntelos!».

Y no fue de otra manera; el fiscaltrabajó esa noche y los días siguientesintentando averiguar culpas inexistentesy ensanchando cargos inciertos, hastatener pruebas, falsas o no, que dierancon los huesos del sargento en una celda

de las cárceles secretas, al menos, comohabía indicado Mañozca, durante untiempo prudencial para bajarle loshumos. «Una vez dentro, Dios dirá».

—¿Qué le pasó en la garganta? —lehabía preguntado Bazán de Albornoz.

—Un rasguño. Me corté aldesbarbarme —respondió el inquisidor.

Porque me vi en ti, estuve suspendido deternura. Porque me vi en ti, se llenó elagua de caricias; se abrió la palabramujer por la mitad y nació tu alma.Porque me vi en ti, fui un espejo llenode ilusiones, reflejando al viento,

corriendo distancias, anidando huellas,perfumando locuras, atropellandofantasías, creyendo en la vida. Porqueme vi en ti, me enamoré de la esperanza,de los sueños. Tu cuerpo se me escapaentre los dedos, como la arena, mientrasel mar me contempla con ojos tristes.Porque me vi en ti…

El manto de la noche igual cobija alamor que a la…

Acabaron siendo frecuentes lasbajadas de la guardia al puerto, adisolver los grupos de revoltosos queorganizaban manifestaciones en losalrededores para exigir la libertad deLorenza de Acereto. Las autoridades,

civiles y eclesiásticas, comenzaron apreocuparse por las reiteradas muestrasde apoyo que, en forma de protestapública, canciones alusivas, chismes oatentados esporádicos contra lasventanas de los edificios oficiales,comenzaban a generalizarse enCartagena. «¡Sólo faltaba que elpopulacho convirtiese a la hereje enmártir!». Pero no era sólo el populachoquien veía en Lorenza un reflejo de loque tarde o temprano podía ocurrirles aellos. También la clase alta se afectó alver a una blanca, esposa de escribano,mujer de roce social, sometida al brazoterrorífico del Santo Oficio. Era tan

noble y tan bruja como gran parte de laaristocracia, real o de pacotilla. Losnegros y esclavos, porque la sentíancomo una de ellos, los blancos porqueera blanca, los pobres porque fuemísera, los ricos porque ahora erapudiente, las gentes del puerto porque secrió en Calamarí… todos, fuera cualfuera su condición, se vieronamenazados en el proceso de Lorenza.«¡Mañana nos toca a nosotros!». «¿Quéha hecho esa pobre, sino vivir comoaquí se vive?».

Permaneció ajena a las folloníassuscitadas en torno a ella. No escuchabaen la celda los gritos del exterior,

reprobatorios o de ánimo, ni loscaballos de la guardia correteando a lascuadrillas de agitadores que lanzabanpiedras, durante el día o durante lanoche, contra vidrios, fachada y tejadosdel convento.

El gobernador y Mañozca sereunieron varias veces para analizar lasituación.

—Si crece el alboroto, habremos detomar medidas drásticas —decía elseñor de la Vega.

—O pone usted orden pronto en laciudad y acalla las protestas de esosmezquinos, o me veré en la obligaciónde informar a la corte de su ineficacia

—amenazaba el inquisidor.—Tranquilizaos, os aseguro,

Eminencia, que en breve mis hombrescontrolarán las reyertas.

—Si necesita ayuda, no tenga reparoen solicitarla. De su merced dependeque no me vea en la obligación deencarcelar o mandar a la hoguera amedio pueblo. Y puede estar seguro deque no me temblará el pulso al hacerlo,si ésa fuera la única solución.

Mientras el exterior borbotaba,Lorenza continuaba apagándose en lamonotonía del encierro. La capa detedio le llegaba a las rodillas. Losvapores del hastío la sumían en brumas

de irrealidad. Irrealidad que le costódisipar, la noche en que la cara deFrancisco apareció tras los barrotes dela puerta de la celda.

—¿Eres un sueño? ¿O algúnfantasma que viene a consolar misoledad?

—No, Lorenzana. Soy yo, Francisco.Acercaos y comprobad que soy real yverdadero.

Lorenza caminó hasta el portón.Pasó una mano a través de los barrotes ypellizcó las mejillas del soldado. Luegoescondió los dedos en su pelo negro, leacarició el bigote, le puso la mano en lanuca, le acercó el rostro y le besó en los

labios.—¿Os agradan los besos de los

fantasmas?—Algunos. —Entrelazaron las

manos a través del ventanuco.—Ya sé que no debo empezar con

una disculpa. Pero permitidme deciroscuánta pena siento por no haber podidollegar hasta aquí antes. No es la primeravez que lo intento. Pero he fracasado enanteriores ocasiones. Mucho me costóaveriguar el sitio de estos calabozos yburlar la ronda. Hoy la suerte me ha sidopropicia.

—¿Sigue el escribano montándoteguardia?

—No. Ahora he cambiado devigilantes.

—¿Quién os persigue?—El inquisidor Mañozca. ¡Y vive

Dios que prefería la enemistad deAndrés del Campo!

—Hace tiempo leí un libro que teníael ingeniero Bautista Antonelli, en el queel caballero don Quijote decía a suescudero: «Con la Iglesia hemos topado,amigo Sancho».

—Con la Iglesia hemos topado,Lorenzana. Con la parte más oscura yfunesta de la Iglesia. Con la demencia deun inquisidor vesánico y desalmado.Mala hora para encontrar semejante

adversario… Pero no os preocupéis.Otras torres han caído.

—No entiendo por qué te persigue.Nada has hecho, y nada le debes.

—Me busca por ser parte de vos…por haberlo enfrentado y haberle picadola garganta con la punta de la espada.

—¡Estás loco!—Es posible. Pero no os

abandonaré a sus fanatismos. Antes deque me eche el guante, y será pronto,debo encontrar la manera de atajarlo.Todas las fortalezas tienen pasadizossecretos o grietas en los muros. Algodebe guardar bajo la sotana…

—¡Puedo ayudarte en algo! —

Alegro la cara Lorenza, y las mejillas,acostumbradas por mucho tiempo a lasformas de la seriedad y la tristeza, seresistieron al cambio y se dolieron de lasonrisa—. Conozco a alguien en la corteque puede investigar e informarnos delpasado de Mañozca.

—Yo puedo hacer llegar un correorápido a Madrid.

—Si cuentas con amigos allí, quebusquen al Delfín Verde. No les costarálocalizarlo, es famoso personaje en lacorte y en El Escorial. Escribe una cartaen mi nombre y házsela llegar. Daleseñas e indicaciones para que puedaresponder.

—Así lo haré. Volveréis a tenernoticias mías en cuanto obtengarespuesta.

—No te marches aún… —imploróLorenza.

—Si me descubren, no podréhaceros ningún favor.

—Sólo una pregunta. ¿Me hicistellegar un papel en el que me anunciabasel apresamiento de Guiomar de Anaya?

—No. No lo hice. Pero si tal nota osllegó, a fe que tenéis algún amigo dentrode estos muros. Eso es buena señal. Noconozco ni sé nada de dicha señora.

Lorenza le apretó las manos másfuerte, intentando retener a Francisco un

instante… una eternidad.—Aguantad, Lorenzana. No os

dejéis abatir.—Aún no ha pasado lo peor.—No sabemos qué depara el futuro.

Pero nada puede ser peor que la muertede vuestra propia hija.

—Si pudiera quebrar el techo y verlas estrellas…

—Siento mucho no poder hacer máspor vos.

—No te apures. Posiblemente yanadie pueda hacer nada por mí.

—No perdáis la esperanza.—Sueño a menudo que el fuego me

consume en la hoguera. Pero yo observo

todo desde afuera, como un espectadormás. Veo quemarse mi vestido, micarne, mi pelo… Y la gente se ríe yfesteja mi muerte. Las risotadas deMañozca me despiertan. Luego vuelvo ala realidad, todo huele a quemado, laboca me sabe a humo, la piel se mearruga.

—Callad. No os atormentéis conesos horribles pensamientos. Ya os dijeque no permitiré que nada os suceda.Saldremos de ésta… Ahora, debopartir…

Fue otro beso la despedida.—Adiós, Lorenzana.—Adiós… —No se atrevió a decir

«amor». Y regresó al camastroarrastrando los pies por la densa capade tedio. Durmió recordando unaoración que habitualmente, a lacarrerilla, rezaba Guiomar: «Santísimo,Beatísimo y dichosísimo Estandartedonde murió aquel Justo Juez piadosoSantísimo, Merced te pido me hagasvencedor de mis enemigos y me libresde los lazos de la Justicia y de losfalsos testimonios. Santísima, con doste veo, con tres te amo, con el Padre,con el hijo y con el Espíritu Santo. Enel huerto Desiderio está San Juan conel Dominus Deus y le dijo el JustoJuez: Señor, a mis enemigos veo venir.

Déjalos venir, déjalos venir, déjalosvenir, que ligados vienen sus pies ymanos y ojos vendados y no me harándaño; ni a mí, ni los que estuvieran ami lado. Si ojos tienen, no me verán. Simanos tienen, no me tocarán. Si bocatienen, no me hablarán. Y si piestienen, no me alcanzarán. Es el poderde María tan fuerte y vencedor quesalva al que es inocente y castiga alque es traidor; mansos y humildes decorazón lleguen mis amigos a mí, comollegó nuestro Señor al verdadero árbolde la Cruz. Te fías de la siempre fielVirgen María y de la hostiaconsagrada. Virgen Santísima líbrame

de mis enemigos visibles e invisibles,como libraste a Jesús del vientre de laballena por el amor de Dios, amén.Jesucristo me acompañe. Y su Madre,de quien nació. La Hostia Consagrada.Y la Cruz en que murió. Laus Deus».Lorenza no entendía por qué la hermanaCoronación se ponía histérica cada vezque escuchaba a la novicia recitar laoración, y la reprendía severamentetildándola de sacrílega y hereje. «¡Sitoda la gente nombrada es de la quehablan los curas!».

El tiempo acuciaba. Pasaron los días de

reclusión en el hotel. Tenía ganasinfrenables de regresar a la bibliotecadel convento.

Desayuné temprano. Me dirigía a larecepción para entregar la llave…Cuando la vi de nuevo. Como unasombra, como un fantasma, entre lasarcadas del patio de los bronces, en elsoportal del fondo, con un vestidoceleste, ingrávido, la melena rubia, sumelena de siempre que le caía sobre loshombros: era Lorenza… Otra vez entremis dudas. Una Lorenza joven, bella,vaporosa. Demasiado real para ser unaaparición. Demasiado exacta para seruna quimera. Puede que mi mente ya

fuera, como lo es ahora, bastantecreativa o estuviera desbordada, pero notanto como para materializar una idea.¿Un espejismo? Traté de seguirla.Cuando llegué a la esquina del claustrohabía desaparecido. ¿Un sueño? No. Losfantasmas no se bañan. En el sueloestaban las huellas de sus pies mojados.

Pregunté al recepcionista si la habíavisto. Respondió negativamente con lacabeza. Por si acaso, le pedí que meinformara si estaba alojada en el hotelalguna persona de apellido Acereto.

Revisó el listado del ordenador.Otra negativa. «Tranqui hombe, no seentibie por la hembrita». Se la describí

como buenamente pude y le recomendéque si distinguía entre la gente una mujerde esas características me locomunicase. «Descuide mano, que si elbomboncito es como lo pinta, no pasaráinadvertido». Le di una propina y salírumbo al convento, tan elevado, que mellamaron la atención porque iba a cruzarla calle cuando venía un furgón.

«¿En qué instante te has fugado demis pensamientos?».

Ya en el convento, Carmen quisoexpresarme sus condolencias por elaccidente del padre Ferrer. «El sábadose fue muy satisfecho. Parece que habíaencontrado algo». Eso parecía, y me

tocaba a mí perseguir su descubrimiento.Me acompañó hasta la biblioteca.Charlamos durante un rato sobrediversas cuestiones. No me pidanespecificaciones sobre la conversación,yo andaba en otra parte.

Los legajos estaban en el ordenconocido. Separé los sucios de loslimpios. La respuesta debía encontrarseen uno de los que ya habían sidoinspeccionados. Ninguno tenía marcaque lo diferenciase de los otros. Busquéalguna señal, si el padre Ferrer la habíadejado; pero no encontré ninguna. Nodejó pistas. En varias ocasiones habíadicho: «Debemos adelantarnos al

mensajero».Aparté los documentos revisados

por mí, me empeñé en el resto. No podíaconcentrarme.

Capítulo 7

El día 15 de enero 1613, el fiscal delSanto Oficio, don Francisco Bazán deAlbornoz, presentó a los inquisidoresMateo de Salcedo y Juan de Mañozca elinforme de las averiguaciones contraLorenza de Acereto. Cincuenta y sietepáginas componían la acusación. Elfiscal las leyó en una saleta habilitada atal efecto, contigua a la gran sala deltribunal, sentado en una mesa tosca quecompartía con los dos inquisidores yLuis de Blanco, el secretario. Bazán deAlbornoz demoró tres horas en finalizar,

porque de vez en cuando añadía de supropia cosecha algún comentario oampliación del tema, y otras vecesMañozca interrumpía con el fin depreguntar acerca de algún punto que nole había quedado claro, o simplementepara recalcar alguna cuestiónimportante, siempre perjudicial para laacusada. El informe incluíadeclaraciones de testigos, entre otros:Juan Lorenzo, Potenciana Bioho, Paulade Eguiluz, Bernardino Almansa, lahermana Coronación, Bárbola deEsquivel, Rufina Biáfora o del fallecidofray Andrés Sánchez. También incluía eltestimonio, condenatorio, de Andrés del

Campo, las confesiones de la rea, losresultados de las distintas indagacionesy la recomendación inmediata deltraslado de doña Lorenzana a lascárceles secretas.

Al día siguiente 16 de enero de1613, los inquisidores Salcedo yMañozca, habiendo examinado elinforme, acordaron «y dixeron quehecha la diligencia cerca del capítuloveinte y nueve de la ynstrucción,mandaron que la dicha doñaLorençana sea puesta en las cárcelesde este Sancto Officio y se haga sucausa con ella». Mañozca golpeó lamesa con el puño. «La tengo».

Pero el encarcelamiento de Lorenzano se produjo sino doce días después.Previamente habían de llevarse a cabolos formulismos de rigor: desde avisaral esposo y familiares, si los hubiera,hasta el embargo de los bienes de la reao la apertura de un depósito para lamanutención de la misma, si la familiano quería verse privada de parte de supatrimonio. Lógicamente, el escribanopagó mil ducados a regañadientes, yutilizó su amistad con el gobernadorpara evitar mayores escándalos. Poreso, la disposición de la orden detraslado excluía el secuestro de bienes yla publicación de avisos: «Se encarga

al alguacil, Tomás de Alvarado, queprenda el cuerpo de doña Lorençana deAcereto, muger de Andrés del Campo, ylo entregue al alcaide de las cárceles.No se usará el mandamiento desecuestro de vienes, porque pareciómejor a los señores inquisidores tratarcon el esposo de la dicha Lorençana yponella en las cárceles, por evitarpublicidad e inconvenientes y tratarsede gentes principales». A Mañozca lerevolvió el hígado que Salcedo firmasela orden. Le hubiera gustadoescarmentarla por las calles antes detiempo. Pero aceptó, no sin discutir, ladefensa de Salcedo, que recomendaba

mantener el secreto de losapresamientos y los procesos, tal comose recogía en El orden de processar enel Sancto Officio (el reglamentoinquisitorial) para evitar filtraciones quepudieran afectar a la causa.

Lorenza despertó el 28 de enero,como cada día, con la desolaciónpegada a la piel. No parecía que aquellabochornosa mañana fuera a suceder nadaextraordinario. Error. Al alba se oyeronpasos y voces en el pasillo. Fueroncorridos los cerrojos y abierto el portón.La superiora precedía a dos guardias dela Inquisición. No anduvieron conremilgos ni delicadezas para levantarla

y sacarla de la celda en volandas. Otropar de guardias esperaba fuera. Laescasa luz del amanecer fue suficientepara cegarla. No vio nada hasta querecuperó la vista en la oscuridad de uncarruaje cerrado, negro por dentro y porfuera.

Cuando el carro enfilaba una callelos vecinos salían a perderse, asustadosde que el temido «rodal de la muerte» sedetuviera en la puerta de su casa. Elmomento que tanto sobrecogía a Lorenzahabía llegado.

El alcaide de las cárceles, MateoRamírez de Arellano, familiar del SantoOficio, «… se dio por entregado de la

persona de doña Lorençana deAcereto». Mas, antes de meterla en lacelda provisional (la destinada a presosde reciente ingreso) el alcaide, enpresencia del secretario Luis de Blanco,«… la reconoció y miró y no se le hallócosa ninguna de las prohividas a lospresos del Sancto Officio».

Ella se dejó hacer sin resistencia.Estaba tan cegada por la claridad comopor la angustia y la rabia. Un funcionariode prisiones avisó al alcaide que todoestaba listo. Custodiada por Ramírez deArellano y el funcionario, atravesó elportón que separaba la tranquilidad dela angustia, lo cotidiano del secreto, la

reprimenda de la tortura, la vida de lamuerte. En el centro había un patiolúgubre, empedrado, con un pozoinevitable en la mitad. Tanto las celdasdel primero como del segundo pisodaban a los soportales que rodeabaneste patio cuadrangular. Nadie sabíaquién era el vecino ni quiénes ocupabanlas demás celdas. Nunca los presos seveían entre sí. Cada vez que sacaban auno, los funcionarios se aseguraban deque todos los ventanucos y las puertasestuvieran cerradas. La humedad calabalos huesos. Un portón tosco, demasiadogrueso, con barrotes de hierro caladosen la madera, cerraba la sala de tortura;

todos lo sabían. Era la puerta delinfierno. «Ojalá no tenga que entrarmuchas veces», le dijo el alcaide, aunsabiendo que tarde o temprano lo haría.Abrió la celda más próxima al portón ehizo pasar a la rea. En comparación, ladel convento era un palacio. Ningúnorificio, ninguna comodidad. Ni siquieracamastro. Sólo una bacinillaresquebrajada para las deposiciones yun cántaro para el agua, que habría dellenar una vez al día cuando lepermitieran salir de la celda adesocupar el bacín en las necesarias.

El alcaide cerró la puerta, lasparedes la estrangularon.

Apenas había terminado deencerrarla, Ramírez de Arellano entróapresuradamente en la sala deaudiencias, anunciando que a la deAcereto «le avía dado mal de coraçón,de que estaba muy asfixiada y sentíamucho mareo». En la estancia sólo seencontraban Salcedo y Blanco. Elinquisidor arbitró una solución, anotadapor el secretario en las hojas delproceso: «Por quanto su cárcel está enel patio principal, en el suelo, en partehúmeda, que en esta ciudad lo bajo esinhavitable, y siendo su causa de granimportancia, para evitar tambiénalguna comunicación con el exterior y

temiéndose que el secreto del SanctoOfficio sea descubierto y se hagan porparte de doña Lorençana diligenciaspara saver lo que en su causa sehiciese: mando que la dicha doñaLorençana sea puesta en la cárcelnúmero diez del piso superior y sellame al médico». Quedaba claro queSalcedo no se fiaba de ella. Enprincipio, Mañozca no se opuso a lasdeterminaciones de su colega. Ramírezde Arellano cumplió la orden. «Muchatrifulca la que arma la moza».

Dos días después, el 30 de enero,acudió el facultativo, doctor AntonioEchevarría. Refirió al secretario la

visita realizada a doña Lorenza, a quienencontró con «melancolía y congojas yle dixo haverle dado esta noche dos otres veces mal de coraçón y tambiénvio haver quebrada sangre, y queentiende que del aprieto de la prisión ycongoja suya le viene dicho mal,porque no le halla calentura ninguna yestá informado del alcaide que no comecosa alguna, ni lo puede acabar conella y dice que del dicho aprieto ycongoja suya podría sucedelle algúngrave daño que no se pueda remediar.Siendo servidos los señoresinquisidores, se le podría dar laprisión más anchurosa, donde se cure».

En esta ocasión, Salcedo tragó como unbendito. Esa misma tarde citó aMañozca y al secretario en la sala dereuniones y les expuso su propuesta:«Que era de voto y parecer que, dandola susodicha fiança de mil ducados,regrese a la carcelería del convento delas descalças desta ciudad, donde secure de la indisposición que tiene yque, en estando sana, vuelva a lascárceles secretas y que luego se le décomo confesor al padre AntonioAgustín, que tiene jurado el secreto».

Mañozca saltó de la silla. Miró aSalcedo, retándole, llamándole imbécilcon los ojos. Dio tres vueltas a la mesa

sin decir nada. Salcedo agachó lacabeza. El secretario le siguió con lavista. Se detuvo, tomó asiento, sacó elanillo del dedo, jugó con él y expuso surazonamiento: «Que por cuanto eldotor, debajo de juramento, declaró nohaver calentura y ser ordinario el malde coraçón que aora le da por congojade la prisión y es creíble que todas lasveces que a las cárceles secretas labolviesen tendrá el mismo mal, y enidas y venidas pierde mucho el SanctoOfficio su secreto y respeto, por sercreible que no hay parte, por cerradaque sea, adonde no penetran sus traçasde la dicha doña Lorençana y las de

sus allegados, y que el mal ya la havríaacabado si tan cierto fuese, en lacárcel del convento donde havía estadolargo tiempo prisionera, es su voto yparecer que se dé traslado al fiscal yque se le dé el confesor». Dicho yhecho. Prevaleció el criterio deMañozca. Lorenza tuvo que permaneceren la celda número diez, sin mayoresbeneficios que un permiso para que leentregasen un colchón de paja. Al díasiguiente comenzaron las audiencias.

Como los inquisidores habíandispuesto, el 31 de enero, bien demañana, Lorenza fue conducida por elalcaide a la sala del Tribunal. Allí

esperaban Salcedo y Mañozca, sentadosen una mesa larga, elevada por unatarima, cubierta por un mantel deterciopelo negro con una cruz verde enla mitad. Un telón, también de terciopelonegro, revestía la pared que estaba aespaldas de los inquisidores. Una grancruz de madera resaltaba en la oscuridaddel tejido. Mañozca había entornadopreviamente las contraventanas. Aunqueamanecía, ordenó prender las teas de lacabecera de la sala. A derecha eizquierda de la mesa, sobre idénticosestrados, tomaron su lugar el secretarioy el escribano, atento éste a sus plumas ytinteros. En uno de los laterales, el fiscal

de vez en cuando sacaba un pañuelopara sonarse las enrojecidas narices yatusarse luego los bigotes. Frente alfiscal, al otro lado de la sala, había unospupitres vacíos. De pie, en medio detodos aquellos hombres que la mirabanvorazmente, Lorenza.

—Me alegro que hayáis recuperadoel semblante —dijo Mañozca consocarronería antes de comenzar.

Lorenza no respondió. Luis deBlanco le preguntó el nombre, de dóndeera natural, con quién estaba casada, silo estaba, qué oficio ejercía, y le tomójuramento de derecho. Salcedo, conarreglo a lo establecido para todas las

causas de la Inquisición, le ordenódictar su genealogía. Lorenza relató, enlínea descendente, lo poco querecordaba de sus antepasados (vagasnociones dadas por su madre), hasta susprogenitores. Se reconoció hija deMaría Pérez de Espinosa y Giácomo deAcereto. Los inquisidores cruzaron unamirada de ceja levantada. Conocíanperfectamente la historia del pirataDrake. Terminó declarándose esposa «ala fuerza» del escribano Andrés delCampo.

—A nosotros, mi señora, poco nosincumben sus asuntos personales —interrumpió Salcedo. Le solicitó que

refiriera el discurso de su vida, con elexamen doctrinal correspondiente.

Lorenza relató los mismos episodiosde la tarde en que la interrogaron en ellocutorio del convento, el día de lamuerte de su hija. Quizá más extensos,con más palabras o más vueltas.Escudriñó en todos los rincones de sumemoria para narrar lo que consideróoportuno. Los inquisidores, en aquellaprimera audiencia, escucharonpacientes, sin interrumpir. La rea, trascuatro horas y media, terminó la sesiónreconociendo «… que oye misa losdomingos y fiestas de guardar yconfiesa y comulga cuando lo manda la

Santa Madre Iglesia. Dijo saber losmandamientos, leer y escribir, pero queno tenía, ni sabía quién tuviese librosprohibidos. Que nunca salió deCartagena, ni podía delatar a personassospechosas en materia de fé. Signóse,santiguóse, dijo las cuatro oraciones, yluego le tomó el mal de coraçón y conello cesó la doctrina».

En días posteriores, I y 4 de febrero,también al amanecer, compareció ensegunda y tercera audiencia. En éstas,los inquisidores y el fiscal, el benditofiscal que carraspeaba y tosía antes decualquier intervención, trataron dehurgar en cada uno de sus recuerdos y

sus sentimientos. La sometieron a uncañoneo constante y demoledor depreguntas, en algunas ocasiones, lamisma repetida cinco o seis veces.Acerca del pergamino, los interrogantessuperaron las tres horas en la últimasesión. Lorenza, guardando la pocacompostura que le quedaba, ofreciósiempre la misma respuesta: «A vuesasmercedes corresponde averiguar suexistencia». Otras preguntasmachaconas fueron las referidas a lasjuntas diabólicas, a los cultosaprendidos de los africanos, al francés,a las oraciones, conjuros y hechizos, asu posible sangre inglesa, a la escasa

alcurnia de sus antecesores, a losintentos de acabar con el marido y a lasrelaciones con los vecinos quecompartían sus inclinaciones. Sedefendió como pudo, si bien ladebilidad y el miedo la obligaron aresponder con mayor franqueza de lohabitual. Las audiencias daban laimpresión de ser un tanteo; una mediciónde fuerzas, quizá la que no pudo llevar acabo Mañozca en el convento, enpreparación del gran asalto.

Lorenza sintió que al escucharlo enboca de alguno de los inquisidores o delfiscal, se manchaba el nombre deMargarita, el de su madre, el de sus

amigos, el de Calamarí.Obligaron a permanecer en la puerta

de la sala al doctor Echevarría mientrasduraban las inacabables sesiones. Si larea desfallecía, se hacía una pausadurante el tiempo necesario para que elgaleno reanimase a la dama con sales defuertes olores o, prosaicamente, con uncubo de agua. Lorenza había descuidadosu aspecto personal, así que no leimportaban las ropas mojadas, sucias, olos agrios efluvios que la impregnaban.Los hombres del Tribunal parecíanacostumbrados a ellos.

Al final de cada una de las tresaudiencias, Salcedo le hizo las

moniciones correspondientes, según lascuales «… se le amonesta y encargapor reverencia de Dios Nuestro Señor yde su bendita Madre la Virgen María,rrecorra su memoria y digaenteramente la verdad de lo que sesintiese culpada o supiera que otros loestán, sin encubrir de sí ni dellos cosaalguna y sin levantarse falsotestimonio, porque haciéndolo así seusara con ella de misericordia, sucausa será despachada con brevedad,donde no se hará justicia». Terminadala tercera monición, Lorenza contestó«que no tiene más que decir y que adicho la verdad». Con lo cual «la rrea

fue mandada bolver a su cárcel».Sucediéronse en las semanas

siguientes todas las diligencias que conprecisión milimétrica prescribían, sinposible omisión, las reglasinquisitoriales. En tanto, fueroninterrogados nuevamente algunostestigos: Lorenza permaneció dos mesesen la celda, sumergida en las rutinas delrigor, luchando contra la opresión de lasparedes, el miedo y la soledad. Elalcaide había hecho traer desde elconvento algunas de sus pertenenciaspara que al menos pudiera mudarse.

El silencio de las cárceles erasobrecogedor. Sólo se rompía durante la

jornada por los pasos de algún reo queera trasladado de un sitio a otro, por lasruedas de madera del carro que repartíalas comidas, por los chirridos de laspuertas cuando eran abiertas o por losgritos desgarradores que subían desde lasala de torturas. Cuando llegaban losgritos a su celda, ella se tapaba losoídos con las manos; pero aquellosgritos no conocían obstáculo y colabanpor cada rendija, por cada hueco, hastataladrar los tímpanos para llegar convandalismo al cerebro y así quebrar laintegridad más férrea.

Lorenza, mayormente durante lasnoches, empezó a escuchar voces

distintas. Sonidos que venían de la calle;frases de apoyo que eran coreadas en lamadrugada por uno o por varioshombres. «¡Ánimo, Lorenzana, estamoscontigo!». «¡Calamarí no te abandona!».Luego gritaba la guardia y seguían lasfugas a la carrera. Se dio cuenta de quetal vez no estuviera tan sola. Que susfantasmas continuaban vivos… tan vivoscomo Calamarí. Que el pueblo veía enella el reflejo de su propia desgracia. Yse reconfortó en cada vitoreo, en cadaescándalo.

Suponía que el resto de las celdasestaban ocupadas por gente allegada oconocida. No lo sabía a ciencia cierta,

porque el alcaide y los guardias eran tanherméticos como el resto de familiaresdel Santo Oficio. De nada le sirvieronlas carantoñas para conseguir algunainformación. «Rediós, que aquí no van aserviros vuestras tretas». Tampoco loscocineros le paraban bolas. Algunosdías, Clara Mañozca acompañaba elcarro de las comidas. Echaba un vistazoal interior de la celda y marchaba sindecir nada. Lorenza se dio cuenta de quesu mirada no era fanática como la de suhermano, ni era dulce ni melancólica.

El 4 de abril volvieron a llevarla ala sala del Tribunal. Como era menesteratravesar la calle, el alcaide le tapaba

los ojos con una venda. Una barrera deguardias cerraba cada esquina. AunqueMañozca citaba a Lorenza antes delamanecer para evitar la concentracióndel pueblo, éste ya se había dado cuenta,y a pesar de no conocer las fechasexactas de las sesiones, apostaban unvigía en las proximidades de la cárcelpara que, cuando saliera la hija delinglés, corriera la voz. A primera horano era muy grande el grupo que lograbareunirse. Pero al medio día, terminadoslos interrogatorios, gran gentío seagolpaba en la boca de la calle y en laPlaza Mayor. En varias oportunidadeshubieron de intervenir los comisarios

para dispersar la enaltecida y bravuconacongregación. Inclusive durante losinterrogatorios se escuchaba vociferar ala turba. Los inquisidores y demásfuncionarios trataban de hacer casoomiso; pero el ruido entraba por lasventanas y les producía enormeirritación. Iracundo estaba el fiscaldurante aquella audiencia de acusacióndel cuarto día de abril. Debió leer envoz forzada los treinta y seis capítulosdonde se resumían los cargos contraLorenza de Acereto: desde la brujeríahasta la herejía, pasando por lahechicería, la adivinación, la apostasía,diferentes anatemas, la conspiración, el

adulterio, el intento de asesinato y laidolatría. «Don Francisco Baçan deAlbornoz, fiscal de este Sancto Officio,ante V. S. acuso criminalmente a doñaLorençana de Acereto, muger deAndrés del Campo, vecino de estaciudad de Cartagena y, premiso lonecesario, digo que, siendo lasusodicha christiana y bautizada, portal havida y comúnmente reputada ygozando de las gracias e indulgenciasque los demás fieles suelen y debengoçar, ingrata a tanto bien, a cometidodelictos contra nuestra Sancta FeeCatholica, haciendo hechiços,brujerías, usando de cosas

supersticiosas, mezclando en ellascosas sagradas con profanas, coninvocaciones de demonios yprocurando saber las cosas futuras yque dependen del libre alvedrío delhombre, atribuyendo a la criatura loque se debe al criador; haciendo vidadeshonesta con conocimiento y graveescándalo de todos, ocultandodocumentos conspiratorios y atentandocontra la vida de su marido». Continuóel fiscal con una minuciosa y detalladarelación de fechorías, para terminar sualegato de la forma siguiente: «Ademásde todo lo susodicho, se presume havrála dicha Lorençana cometido muchos

más delictos, y así mesmo save de otrosque ayan incurrido en sus propiasculpas y maliciosamente los calla yencubre. Y aunque por V. S. ha sidoamonestada diga verdad, no lo hafecho. Antes se a perjurado, por lo quepido y suplico a V. S. que, avida mirelación por verdadera, o la parte quebaste para alcanzar justicia por susentencia definitiva o la que en tal casoaya lugar a derecho, declare miintención por bien provada y lasusodicha haver cometido los dichosdelictos, condenándola en las mayoresy más graves penas, por derecho contrasemejantes delinquentes estatuidas,

executándolas en su persona y bienes,relaxándola a la justicia y braxo seglary, siendo necesario, sea puesta aquestión de tormento en que declare laverdad, por lo que pido justicia y juroen forma».

La carraspera y la afonía tuvieron aBazán de Albornoz al borde de ladesesperación. Cargó cuanto pudo lassombras de los delitos. En principio, losinquisidores no adoptaron posicionesextremas ni rigoristas, aunque no lasdescartaran más adelante: el fiscal habíadejado las puertas abiertas paraemplearlas. Por su parte, la rea disponíade varias semanas para recapacitar

sobre todas las imputaciones.Transcurrido ese tiempo, deberíacontestarlas una por una e intentardefenderse de ellas.

A Lorenza le agradaba salirtemprano a cambiar el agua del cántaro.Había conseguido del alcaide que lasacara de primeras, antes del desayuno.Sin embargo, nunca consiguió supropósito: alcanzar a ver las últimasestrellas antes del alba. «¿Tendrá fineste martirio?». No pensó demasiado enla ristra de acusaciones, sería mejorafrontarlas a su debido tiempo. Ningunale pillaba de improviso.

En la Audiencia de Contestación se

defendió con argumentos viejos,referidos una y otra vez anteriormente.Mañozca estuvo particularmente pesadocon el asunto del amante, FranciscoSantander. Lorenza trató de restarleimportancia. El fiscal sabía que setrataba de un asunto personal y prefirióno cruzarse en el camino del inquisidor.Posteriormente fue nombrado eldefensor de la rea. Quedó designado ellicenciado Argos, quien, años después,sería inquisidor del mismo tribunal deCartagena de Indias. Tomó asiento enuno de los pupitres vacíos. El letradoresultó un mero formulismo. Ni quitó, nipuso. Limitó su intervención a los

requerimientos marcados por lasnormas, sin ningún aporte que merezcala pena destacar. No le caía bien la deAcereto. Además, su protector,Mañozca, ya le había advertido quéclase de mujer era aquélla y quién era elpendenciero galán.

No resultaba extraño que elinquisidor insistiera en el tema delamante. «¡Por fin ha caído!». FranciscoSantander había ingresado en lascárceles secretas la noche anterior.Bazán de Albornoz se había portado a laaltura. No podía defraudarle quien habíatrabajado con él, hombro a hombro,durante más de diez años en España. El

inquisidor recomendó a sus fervientescolaboradores que no hicierancomentario alguno de aquella captura.«Un as dentro de la manga».

Días después, Lorenza fue citada aotra audiencia. Lo mejor de cada sesiónempezaban a ser los revuelos de lacalle. Se realizó la publicación de lostestigos y de sus inculpaciones, a cadauna de las cuales tuvo que responder larea. No le causaron asombro losnombres que oyó; pero sí lo que algunoshabían referido. «¿Cómo puedo yotransformarme en tantas bestias?».Ciertas aseveraciones le produjeronganas de reír, aunque no fuera el sitio ni

el momento para hacerlo. Mañozcatampoco creía en muchas de lasacusaciones, pero sabía cómo utilizarlaspara causar el efecto deseado. Laignorancia y la superstición jugaban a sufavor.

Tanto Mañozca como Salcedoquisieron interrogar de nuevo a algunosde los testigos enunciados por el fiscal.Mandaron comparecer en la siguienteaudiencia a Juan Lorenzo, PotencianaBioho, Rufina Biáfora. Y a otrosesclavos que, como los anteriores, yaestaban guardados en las cárcelessecretas: Teresa Sánchez, SebastiánPacheco y Antonia de Medina. Por

último, compareció el escribano Andrésdel Campo. Después tuvieron queratificarse quienes habían depuesto en elproceso. Lorenza no pudo presenciarninguno de los interrogatorios, aunque sílo hiciera su defensor.

Mañozca interrogó en sesionesaparte a Francisco Santander. Elsoldado tenía proceso propio, así podíacuestionarle a sus anchas. El inquisidorsoportó la arrogancia del sargento.Aunque le estrechara el círculo,Santander parecía estar protegido por latranquilidad que da el desconocimiento.Efectivamente, al paso de lasentrevistas, supo que el amante sabía

menos de ella que él mismo. «Va a serdifícil enganchar a este gallito».

En la audiencia del 20 de julio seescucharon las declaraciones de todoslos testigos de abono propuestos porLorenza. Convocó a diversasautoridades eclesiásticas y civiles,dignatarios y funcionarios públicos, quesorprendieron al mismísimo Mañozca.Fueron algunos de los que atestiguaronen su favor: el gobernador, señor de laVega, los padres Sandoval y Almansa,el capitán de la Guardia Real, uno de losoficiales del escribano llamado Pedrode Alarcón, el tesorero del cabildo yJuana Bautista del Espíritu Santo, monja

del convento de las CarmelitasDescalzas, conocida por la rea como lahermana Cancela. Entre todosconsiguieron reducir los ánimostriunfalistas de Bazán de Albornoz y delos inquisidores, aunque no lo suficientepara que el obsesivo Mañozca siguieraempeñado en localizar el pergamino(aún no había conseguido hacerlo, nidesbaratando el convento) y quemar enla hoguera a Lorenza de Acereto, bruja yconspiradora, así la defendieran tanilustres personajes. Hacía tiempo teníaclaro su veredicto.

La oposición del provisor de lacatedral, Bernardino de Almansa, se

fundamentaba en sólidas bases legalesque, en determinado momento, podríandejar sin piso todo el proceso. El padreAlmansa insistía en que antes delestablecimiento del Santo Oficio enCartagena él era el juez ordinario enmaterias de fe, en tal calidad habíaactuado contra algunas personasdenunciadas «… de que hacían suertesy sortilegios, echizos y oraciones yotras cosas supersticiosas,setenciándolas como en destierro yotras cosas», y en el caso concreto dedoña Lorenzana de Acereto, ya habíaconfesado voluntariamente sus culpas.Por ello había sido castigada con el

pago de quince libras de cera labrada,con lo cual sus pecados habían sidoperdonados, y por tanto, según la ley, nopodían volver a juzgarla por los mismosmotivos. Mañozca, astuto, conminó alprovisor a que enumerase los pecadosconfesos para, de esa manera, no volvera juzgarlos. Lógicamente el padreAlmansa no los recordaba todos, hacíamás de dos años que había confesado aLorenza. El provisor no quedósatisfecho con las garantías dadas yamenazó con elevar el caso a las másaltas instancias eclesiásticas, e incluso,al Consejo General de la Inquisición enEspaña. Mañozca, ante la amenaza,

intentó rescatar de la ira una buena tesis.—La resolución dada por usted a las

brujerías de la rea, padre Almansa, nohicieron sino que ésta se sintiesealigerada de su peso, para seguir, sicabe con más ímpetu, ejercitándose enlas artes del diablo y atrayendo a otraspersonas a sus ejércitos. ¿Qué leimportaba a la dicha señora tener queconfesar, de cuando en vez, unasbagatelas y desembolsar más o menosdinero para cera o aceite, u otrasnimiedades por el estilo, sabiendo todoel que hay en su casa? —argumentó elinquisidor.

—Cada cual tiene sus métodos. Yo

hice lo que entendí correcto, comodeben hacerlo ustedes ahora,continuando el proceso sobre los delitosno confesados. Pero de igual manera queen su día castigué a una penitente,deberé defenderla, si es preciso, decualquier atropello. Repito, señoresmíos, que no deberán juzgar faltaspagadas. En España han de conocer estacausa si no fueran respetadas las leyes.Queden ustedes en la paz de Dios. —Elpadre Almansa pidió la venia y se retiróde la sala, tranquilo. Sabía que antes dedictar sentencia tenían obligación decitarlo en calidad de consultor, al igualque al obispo, Juan de Ladrada, si la

muerte lo permitía, pues las fiebres lotenían postrado desde hacía un mes y lossíntomas anunciaban pocos hálitos.

El 2 de agosto de aqueldesventurado 1613, el Tribunal, despuésde haber comunicado a Lorenza quehabían sido practicadas todas lasdiligencias propuestas para la defensa,la exhortó a que dijese algo más, sihabía lugar a ello, o nombrase a mástestigos de descargo. A todo contestó laprocesada negativamente.

Días después se practicó ladiligencia de avisos de cárcel. ALorenza ya no le quedaban ganas ni deestar harta de todo. Le preguntó el

secretario Luis de Blanco si al entrar enprisión había llevado alguna nota a losreclusos. «¿Acaso hay alguno que sepaleer?». Respondió que no. Luego le dijosi sospechaba o sabía que los presos secomunicasen entre sí. Dio igualrespuesta. Y concluyó preguntando si«los ministros le an hecho buentratamiento y el provehedor le ha dadobuena comida». «¡Que te parta unrayo!». Lorenza volvió a la celdaatravesando el griterío de la multitud enla calle.

Quedó reposando sobre una efímeraconfianza. Según parecía, las audienciashabían tocado a su fin. Tal como

ordenaba el reglamento, así era, peroMañozca jugaba con sus propias reglasy decidió, a deshora, utilizar larecomendación final del pliego deacusaciones de Bazán de Albornoz. Elinquisidor sabía que le quedaba pocotiempo para doblegar la voluntad de larea: pronto estaría lista la sentencia. Sila pena impuesta consistía en hacerlacomparecer en Auto de Fe, la perderíapara siempre, porque el destierro estabagarantizado. Si lograba mandar a la deAcereto a la hoguera, en el fuego sequemaría el secreto del manuscrito, perola amenaza seguiría latente. Sóloquedaba una salida: la persuasión

d i r e c t a . Quaestio per tormenta.Aprovechó el griterío que arropaba aLorenza por las mañanas paraconvertirlo en su aliado. «De nochepueden oírse los gritos. Mejor evitarotro escándalo».

El alcaide abrió la celda númerodiez y encadenó las manos de Lorenza.Nunca antes lo había hecho. Cuando lasacó al corredor y giró a la derecha envez de a la izquierda, ella comprendiódónde la llevaban. Descendieron poruna escalera de caracol quedesembocaba frente al portón de la rejacalada. Ramírez de Arellano la dejóallí, encadenada frente a la puerta de la

Gehena, y se retiró. El verdugo abriódesde dentro. Una bofetada de calorgolpeó a Lorenza. Quería desmayarse, lohubiera preferido a tener que forzar lavista para adivinar lo que había dentro.La sala estaba medio excavada en lo queantes debió ser un patio trasero, no muygrande, apenas el sitio necesario para unpotro en construcción, había maderaspor el suelo de arena, una especie deartesa con travesaños de borde afiladopara el tormento del agua (aselli),igualmente sin concluir, y una poleacolgada de una viga del techo. Paraentrar tuvo que descender cuatropeldaños tras la puerta. Estaba

iluminada con antorchas y no teníaningún respiradero. «Hay que evitar quese escapen los ruidos». El verdugo,ataviado con un mandil de piel de vacarepujada y cubierto con un capuchónnegro, la agarró con fuerza de un brazo yla arrastró por la arena. Lorenza creyóver a La Mojana escondida detrás deuna columna. Estaban de pie, junto alpotro futuro, Mañozca y Luis de Blanco.El encapuchado no tumbó a la rea en lamáquina infernal sobre la que seapoyaba el inquisidor. Colocó a Lorenzabajo la polea. Ató sus brazos por laespalda desde el codo hasta lasmuñecas. Luego anudó otras dos cuerdas

por debajo de sus rodillas.— E l strappado os puede llevar

hasta ese punto de la memoria dondeencontréis el justo recuerdo que nosdescubra dónde está escondido elpergamino —dijo Mañozca.

—Ya se lo he repetido infinidad deveces. No hay ningún pergamino —contestó Lorenza, apenas reprimiendo elpánico.

—Estoy seguro de que nuestro buenamigo os ayudará a recordar. —Elinquisidor señaló al hombre del mandil.

El verdugo hedía a sudor mortecino.Le agarró el vestido por el cuello y tiróde él. Se rasgó verticalmente. Lo arrojó

a la penumbra. Lorenza quedó desnudaen mitad de la sala. Pasó el extremo dela cuerda con la que le había atado losbrazos por encima de la polea.Aprovechó para restregarse contra ella.

Durante unos instantes todo quedóparalizado. Lorenza escuchaba, muylejano, el óleo consumiéndose en lasteas. Tenía pegados en la piel los ojosdel inquisidor y del secretario.

—Como ve, querida Lorenza, hancambiado bastante las cosas desde quepaseamos por el claustro del convento.Debió haber aceptado mi oferta en aquelentonces. Traté de advertirle que,llegado este momento, nada sería igual.

Y ya ve que no mentí. ¿Dónde quedóvuestra… como dijo entonces…insolencia? Preguntaré por última vezantes de proceder: ¿dónde está elpergamino?

Ella guardó silencio. Mañozcaesperó unos minutos. Al primermovimiento de su mano el verdugo tiróde la cuerda, chirrió la polea. Lorenzase vio en el aire, flotando, con un dolorinmenso en los hombros que parecíanrompérsele hacia delante. El pecho no lecabía en el cuerpo, apenas conseguíarespirar. Sintió una violenta opresión enlos brazos; el tirón al levantarla habíacorrido los cordajes hasta las muñecas

arrastrando parte de la piel. La sangre lecorría por los dedos. El verdugo ató acada extremo de las cuerdas de los piesdos grandes pesas de plomo. Volvió atirar de la polea, ahora pesaba mucho elplomo, la rea quedó con la cabeza casipegando al techo y las pesas colgandoen el aire bajo su cuerpo. El verdugo atóla cuerda a una argolla en la pared parasostenerla en vilo. Los correajesdespegaron piel y carne desde laspantorrillas hasta los tobillos. La sangrecaía en el suelo donde ya había sangre;la arena la absorbía despacio. Dejó desentir muchos de sus miembros, casi norespiraba, la sala se iba difuminando, La

Mojana estaba más cerca, junto a suspies. El inquisidor preguntó nuevamentepor el pergamino. Lorenza no encontrabaaire para quejarse. Otra señal con lamano y el verdugo recogió un látigoapoyado contra la pared. Diez latigazosordenó Mañozca. Dos los recibió en elpecho, dos en los brazos y espalda, dosen las nalgas y uno en las piernas.

Tampoco había respuesta.Entonces Mañozca miró al verdugo,

no hicieron falta más señas, conocía eloficio. Soltó bruscamente la cuerda dela polea y Lorenza cayó un metro, justohasta que las pesas casi tocan el suelo.Frenó con un golpe seco la caída.

Sonaron cada uno de sus huesos, de suscartílagos, todo se alargó, hasta eltiempo, las heridas.

Luego los pies alcanzaron a tocar latierra, pero ya no sostenían nada. Elinquisidor se mantuvo un rato ensilencio. El verdugo refrescó la boca dela rea con vinagre. Colgaba de la cuerdacomo un jergón. Mañozca seguíapreguntando lo mismo. Lorenza apenasemitía quejidos. Hasta las cinco de lamadrugada continuaron las mismaspreguntas, las mismas respuestas y elmismo calvario.

El verdugo, también muy cansado,examinó a la rea después de dos horas

de tortura.—Señoría, si la levanto una vez

más… la mato. Ya no se entera de nada—dijo mientras sostenía la cabezadesfallecida de Lorenza.

La Mojana le acarició la melena.Mañozca era consciente de que habíallegado al límite. No quería perder a labruja. Pensaría, si le quedaba tiempo,otros métodos para encontrar elpergamino. Aunque el secretarioexpresó su parecer aludiendo que elpergamino no debería existir, pues eltormento había sido tan grande que de locontrario lo hubiera confesado, elinquisidor no se dio por vencido. «Ese

documento es real».—Llévenla a su celda y llamen al

médico —ordenó Mañozca y salió de lacámara.

Los primeros rayos del soldespuntaban en el cielo.

Leí cada legajo en la biblioteca condetenimiento, mientras recordaba, a lavez, el cruel proceso de Lorenza. Encualquier frase podía esconderse lasolución. Avanzaba con lentitud. Aveces me distraía con pensamientos queme asaltaban de improviso y después meveía obligado a retroceder en la lectura,

porque había perdido el hilo.Pensaba mucho en Ella. La

cuestionaba dentro de mí. ¿Adónde telleva la Vida? Hace poco la habíascogido de una oreja y tratabas de guiarlapor tu camino, intentando imponer tuvoluntad. ¿No crees que se ha reído deti? Se ha dejado llevar, efectivamente,porque sabía de antemano que todos tuscaminos estaban trazados hacia unmismo punto. Tu Destino, si es que haymás de uno, no te ha permitido salir aúnde la vereda. ¿Te dejará en algúnmomento? Habrá una cruenta lucha entretu Libertad y tu Destino.

Digo todo esto porque no entiendo

muy bien tu resignación. Es algo en lahistoria que no tengo claro. Nunca heapreciado un deseo tuyo de escapar, desaltar el muro, de salir volando, sipodías hacerlo, o de suicidartemismamente… otra huida. Toda larebeldía, el descaro, la fuerza que tealimentó, sucumbieron ante laposibilidad de largarte. ¿Quéesperabas? Clemencia, compasión,amor… No eran posibles. ¿Tesacrificaste por el cariño de Francisco,por solidaridad con alguna causa, pordeseos de venganza, porque asumiste elmartirio representado en los lienzos dela catedral como algo propio? Tampoco

encuentro en estas razones una respuestaconvincente. Nada te ató a Cartagena, atu pasado negro con los negros… a tufuturo negro con quien fuese. ¿O elespíritu esclavo de tu infancia seencontraba cómodo en el encierro? No.El espíritu esclavo, lo sabes muy bien,no era acomodaticio. Quiero suponerque los cronistas, escasos, estuvieronmás atentos a otras facetas de tu vida. Yno podemos exigir al procesoinquisitorial que describiera tus íntimossentimientos.

Al lado, junto a la cama, tenías elbúcaro del agua. Con haberlo roto,haber cogido un trozo y haberte

seccionado las muñecas, habría llegadoLa Mojana a envolverte en su manto.¿Qué podía retenerte? No se vive porinercia. ¿O sí? Eras como la corrienteque va salvando las piedras y losescollos para seguir adelante; como elrío que violentamente aparta losobstáculos de su cauce. ¿Había un lechotrazado?

El doctor Echevarría la encontróprivada, desnuda, tendida en el colchón,cubierta de sudor y de sangre. Pidióagua y gasas limpias. La hermana deMañozca, Clara, acudió con los

implementos y ayudó al facultativo alavar el cuerpo de Lorenza. Ledesinfectaron las heridas. El dolor quedebió producirle el alcohol en la carneviva no la sacó del desvanecimiento.Acomodaron la paja del camastro y ladejaron descansar, sin vestirla.

—Pasaré más tarde para volver averla. Está muy lastimada; susextremidades tardarán cuatro o cincodías en ponerse rígidas. No la pierdausted de vista y, sobre todo, que no lamuevan —aconsejó el médico.

Cuando recobró el conocimiento, lavieja estaba a su lado, refrescándole lafrente con paños de agua fresca.

—No se mueva su merced. Estáismaltrecha —le advirtió doña Clara.

Lorenza recordó la tortura. Trató deincorporarse, pero no pudo. Lasarticulaciones no existían, no había nadaentre sus huesos, solamente dolor. Loshombros eran un grito.

—El médico ya os examinó estamañana. Necesitáis mucho reposo.

—¿Por qué se ocupa usted de mí, siha sido su hermano quien así me hapostrado? —preguntó Lorenza conlógica extrañeza.

—No puedo responderos. Nisiquiera debería estar aquí; pero si no osatiendo, se infectarán esas heridas y

correréis grave peligro de morir. Ahoraintentad descansar. Mandaré dejarabierto el ventanuco por si os sucedealgo. Estaré pendiente de vos.

Lorenza no tuvo fuerza ni ánimo paratemer a la anciana. Durmió hasta lacaída de la tarde.

El doctor Echevarría volvió antes dela cena. Cuando el alcaide abrió elcalabozo, vieron dos golondrinasrevoloteando sobre Lorenzaabanicándola con las alas. Habíanentrado por la abertura de la puerta. Lasaves huyeron espantadas. Losfuncionarios y la vieja trataron derestarle importancia al asunto. El

médico parecía satisfecho por laevolución de las heridas. «Sanarápronto; es fuerte». El reacoplamiento demúsculos y articulaciones era cuestiónde tiempo. Al marcharse dejó a la reacon doña Clara, quien había dicho alalcaide que se ocuparía personalmentede darle la cena. Ninguno de los rudosguardias tendría paciencia para ello,aunque todos disputaran tal honor,aunque fuera por verla desnuda.

—¡Bonito espectáculo el que hubohoy en la plaza! —le dijo doña Claracuando estuvieron solas—. Raro es queno os despertara el tumulto.

—¿Qué sucedió?

—Ejecutaron en el garrote a unapobre chica. Y vos también salisteis a lapalestra. Parece que no hay escándalo enCalamarí donde no esté vuestro nombreinvolucrado.

—¿De quién se trataba?—De una novicia de las carmelitas:

Guiomar de Anaya.Lorenza quedó aturdida, ausente,

como si el verdugo le hubiera atado denuevo el alma a la polea y hubiera tiradode la cuerda. Doña Clara la hizo volveren sí con agua fría del cántaro.

—No me asustéis. Creí que os habíadado otro mal de corazón…

Lorenza tardó en reaccionar.

—¿Por qué la mataron?—El juez la declaró culpable por el

asesinato de fray Andrés Sánchez. Lahabían capturado los comisarios delgobernador algunas semanas después dela muerte del confesor, cuando intentabahuir de la ciudad hacia el ríoMagdalena. Seguramente pretendíarefugiarse en las tierras frías delinterior. Mala suerte. ¡Hasta bonita erala muchacha, y de buena familia!Declaró su culpabilidad en el juicio.¿Pero sabéis lo mejor de todo?

—¿Qué?—Dijo que había matado al cura por

amor.

—¿Por amor…? ¿A quién? —Quesupiera, Guiomar no escondía amoríos.

—Por amor a vos.Aquello impresionó a Lorenza. No

alcanzaba a digerir la invasión decontradicciones que le produjo lanoticia.

—Parece que la tal Guiomar supo, ovio, cómo fray Andrés había asesinado avuestra hija. Según declaró, no pudosoportar la afrenta. Luego dijo tenerosgran amor, y que prefirió sacrificar suvida antes que dejar impune el asesinatode la niña. Como os dije, estáis metidaen todos los fregados.

Lorenza se recogió sobre sí misma.

No quiso probar bocado. Solicitócortésmente a doña Clara que la dejarasola. Quedó con sus pensamientos, losratos con Guiomar, acurrucados en todaslas heridas y en su cuerpo descoyuntado.

Cuando estuvo suficientementerecuperada y pudo volver a vestirse,doña Clara dejó de visitarla y deocuparse de ella. Como le dijo en algunaocasión: «Lo que hice por vos lohubiera hecho por cualquier otro. Notengo ninguna predilección hacia vuestrapersona». Y Lorenza sabía que eracierto. Aunque le estaba agradecida, nohabía logrado establecer intimidad conla vieja, ni sentir cariño alguno,

compasión o afecto.Aún le atormentaban los dolores del

cuerpo, y los del alma, cuando recibióotro golpe a traición. Quería dormir,cuando escuchó desde la calle uno delos gritos nocturnos a los que ya estabaacostumbrada:

—¡Aunque tengan preso a Santander,no podrán encarcelar al amor!

La proclama no se refería al amorentre Lorenza y Francisco, así fuera lamuestra. Se refería al amor de las gentesde Calamarí. Al amor que deseabanseguir disfrutando, sin que vinieranterceros a interferirlo. Podían seramores pasionales o desgastados, cortos

o duraderos, lícitos o prohibidos, perohasta entonces eran «sus amores», sinmás condiciones que las que los propioshombres y mujeres manejaban a sumanera, con rectitud, con fidelidad, contapujos, con los cuernos o con la espada.

Para Lorenza, aquel grito era másque una insignia filosófica. Era lanoticia, simple, llana y mortificante, deque Francisco había sido encarcelado,allí, seguramente muy cerca de ella: talvez en la celda de al lado, en la de abajoo en la de enfrente. Se desesperó ychilló y golpeó las paredes con lospuños para intentar que la oyera. Lossonidos de la desesperanza fueron

engullidos por los muros porosos.

¿Qué vientos o palabras soplan tancontrarios? Podías haberte fugado conFrancisco. Él entró varias veces alconvento. ¿Por qué no le seguiste o lesolicitaste que te sacara de allí?¿Peligraba su carrera? No me vengascon excusas bobas. A veces quedan lasprincesas embriagadas con la belleza dela cueva del dragón. ¿O ya habías caídoen cuenta de que su amor era enteco?¡Mi antecesor…! ¡Te estoy hablando demis ancestros! ¿Seré el único estúpidoque sigue creyendo en el amor amable

como un cordero?¿Miedo? Nada perdías con haber

salido de allí. No eran de hierro tussandalias.

Un intento al menos, aunque al finaltuvieras que regresar a la celda. Pero nohay indicios. Así pues, prefiero seguirfiel a la Historia y relatar tu vida contodas sus virtudes y carencias.

Sigo un camino borrado en la noche.¿Seré yo quien intenta levantar un

andamio de convencimientos?

El señor de la Vega, esta vez en eldespacho de la Gobernación, citó a los

inquisidores, al capitán de los alférecesreales, Esteban de Lérida, y al padreBernardino de Almansa. Le hubieragustado también que acudiera Juan deLadrada; pero la primera noticia que dioel provisor cuando entró al recinto fue lamuerte del obispo. Había llegado conretraso. Los demás esperaban desdehacía media hora.

—Lo siento mucho, Señorías.Entiendan que las penosascircunstancias me han tenido ocupado.

Los dominicos, el militar y elmandatario disculparon la demora delsacerdote y le dieron el pésame. Elgobernador quedó sentado en su

escritorio. Mañozca y Salcedo en dossillas al frente. El capitán se recostócontra la pared. Almansa estabanervioso y prefirió mantenerse en pie.

—Estimados señores, me he visto enla obligación de convocarlos a estareunión porque los acontecimientos querodean al caso de Lorenza de Aceretoestán saliéndose de quicio. Cada día sonmás las personas que acuden a la PlazaMayor, junto a las cárceles o en otrospuntos de la ciudad, como el puerto,exigiendo la liberación de la prisionera.Esto se ha convertido en un verdaderoproblema de orden público. Ayer, sin irmás lejos, la chusma apedreó el

convento de las Carmelitas, incendió lasacristía de la iglesia del SagradoCorazón y amenazó, armados de palos einstrumentos del campo, con tomar estaCasa de Gobierno. A ustedes, señoresmíos, todavía les tienen mucho miedo —dijo el señor de la Vega señalando a losinquisidores—. Mis efectivos sonescasos. No poseo más recursos dentrode mi jurisdicción para hacer frente alos desmanes. Les pido su colaboración,a ser posible, coordinando nuestrasfuerzas. De lo contrario, señores, lesaseguro que la plebe, enardecida comoestá, podría alzarse con el poder… ysálvese quien pueda.

«Ya se lo había advertido», pensóMañozca.

—Por mi parte, pediré de inmediatorefuerzos a Santiago de Tolú y Riohacha—intervino el capitán Lérida.

—Ésa no es la solución. Puede quesirva para calmar unos días a lamultitud. Pero volverán a las calles, unay otra vez, hasta que termine el proceso—opinó Almansa.

—¿Cuánto creen, Eminencias, que sedemore el juicio? —preguntó elgobernador.

—Un par de meses. A finales deseptiembre o principios de octubre —respondió Salcedo.

—Demasiado tiempo. No podremoscontener la exaltación durante dos mesespor la vía militar. Debemos buscar otrasalternativas que apacigüen los ánimos—dijo Almansa.

—Podría arbitrarse una fórmuladilatoria —expuso Mañozca—.Mientras se da el veredicto,trasladaríamos a la rea, otra vez, alconvento de las Carmelitas. Quedaría enrégimen abierto, sin necesidad deocupar una celda. De esta manera lagente pensará que la solución estápróxima y lo peor ha pasado.Excarcelarla evitará que el populachosiga imaginando tormentos o situaciones

que lo enoje y embrutezca todavía más.¿Por qué Mañozca se mostraba de

pronto tan benevolente y accedía adesprenderse de Lorenza con tantafacilidad?

Porque en la cárcel ya no le servía.La tortura no había sido suficiente paraextraerle su recóndito secreto. Habíaque cambiar de táctica. Regresándola alcenobio, donde seguro guardaba elpergamino, existía la posibilidad de quelo sacara del escondrijo. Si le poníavigilancia continua sin que ella se dieracuenta, un mínimo desliz le conduciría almanuscrito. Si esto no era así,procuraría que en la sentencia la

mandaran a la hoguera, y asuntoconcluido. «Quizá, si nada dijo en eltormento, el pergamino sea unainvención, o no tiene tanta importanciacomo le atribuyó fray Andrés».

—Me parece una solución acertada—aprobó el señor de la Vega.

Los demás también asintieron.—Pero eso no es todo —volvió a

intervenir el gobernador—. Hay otrocabo suelto que me preocupa.

—¿Cuál será?—Francisco Santander. Usted, señor

inquisidor, empeñado estuvo enguardarlo en prisión, vaya Dios a saberpor qué, y el problema se ha sumado al

de la amante. Nadie reconoce enSantander mayores desafueros que serfanfarrón, mujeriego y alborotador detabernas.

—Las causas que tenga el SantoOficio para mantenerlo encarcelado noson materia pública, por lo quedisculpad si no estoy en condiciones dedaros ninguna información. Si no esjusta su causa, quedará en libertad a sudebido tiempo —respondió Mañozca.

—Señor inquisidor, perdón por lainsistencia. Hace poco, al escribanoAndrés del Campo, a quien todo estejaleo tiene perturbada la cabeza, casi lesacan un ojo durante una riña en un

mesón, por andar pregonandobarbaridades sobre tráfico deinfluencias y relaciones interesadasentre ustedes y algunos mandatariosciviles.

—Le aseguro, señor de la Vega, queni nosotros ni ningún familiar del SantoOficio ha recibido bienes ni ha usadosus atribuciones para perjudicar obeneficiar a reo alguno. Menos aún aFrancisco Santander.

—Entonces, como dice la gente,existen motivos personales entre usted yel sargento —pinchó el gobernante.

—Reitero que no le informaréacerca del caso. —Contuvo Mañozca la

ira.—Habrá otras oportunidades para

clarificar este incómodo asunto.Cúmplanse pues las disposiciones. —Elgobernador levantó la sesión.

Seguía paseando la vista por las páginasde los legajos, pero ya me habíadistraído por completo.

Recordé frases escritas en la terrazadel hotel, escuchando vallenatos,albergando ilusiones, que eran eso…sólo ilusiones:

«Guiomar ha muerto, Lorenza. Hamuerto dejándote el peso de un amor

imposible, fugaz como el acto de suvindicta, intenso como la llamarada deuna hoguera. Murió su aburrimientoabrazado a las ganas de vivir por algúnmotivo. Un beso. Todo se habíaresumido en un beso, en una torre derecuerdos que no tiene cuerpo.

»Un beso es mirarse en la pupilaajena del olvido. Un beso es morderle ellabio a la esperanza. Tallos oblicuos deltiempo. Y en el momento que nace lahoguera, ya está muriendo. Mientras, lavida da otro beso a la inmensabofetada».

La brisa sopló con fuerza durante elmes de agosto. También lo hizo la

mañana que Lorenza salió a la calle parasubirse de nuevo al «rodal de lamuerte»; la devolvería a las Carmelitasdespués de ocho meses. La guardiacustodió el carruaje hasta la puerta delconvento. A ratos no podía avanzar porel tumulto de gente aglomerada en lasbocacalles. Lorenza no los veía; perolos escuchaba. Estaban alegres,festejantes del triunfo, exultantes, comosiempre, equivocados.

Antes de partir, los inquisidores lehabían leído un memorial indicándoletodo aquello que no debería hacer:desvelar lo que hubiera visto o sufridoen la cárcel o comentar cualquier punto

referente al proceso. Se lo hicieron jurarsobre la Biblia.

En el torno aguardaba la hermanaCoronación para recibirla por terceravez. La costumbre o el desinterés leobligaron a saludarla con indiferencia.Posiblemente un contentillo le corría ala monja por los adentros. Pero aldivisar a Lorenza en estado tanlamentable, acalló sus satisfaccionesinternas y mantuvo el ánimo neutro. Lesobrecogieron, como a las otrashermanas y novicias, la extremadelgadez de la esposa del escribano, lamirada hundida en las ojerasamoratadas, la piel blanquecina, los

pómulos chupados, la boca reseca.Caminaba encorvada porque todavía noacababan de sanar los destrozos de latortura. No saludó a nadie. Caminó hastael cuarto que le habían preparado: eldormitorio de una de las beatas,fallecida en junio.

«En esas condiciones, parece que noserá necesario vigilarla mucho».Mañozca había dado clarasinstrucciones a la superiora para que nola perdiera de vista ni de día ni denoche. Cualquier movimientosospechoso debía comunicárselo alinquisidor. Ya le había puesto alcorriente del asunto del pergamino.

Durante la jornada, Lorenza podríacaminar a su libre albedrío por elconvento, como lo hiciera en la primeraépoca. Por la noche, la superioracerraría con llave la puerta de lahabitación.

Lorenza procuró informarse sobrelos últimos acontecimientos. No eranmuchos. El más reciente, el entierro,días atrás, del obispo fray Juan deLadrada. De lo demás, las monjas nosabían o no querían contar. «La clausuraes la clausura». La hermana Cancelahabía sido trasladada a otro convento dela orden, en Popayán. Muchas de lasjóvenes que Lorenza conoció de

novicias ya eran monjas. Habíaningresado nuevas aspirantes, no lesprestó mucha atención, tenía vivo elrecuerdo de Guiomar. Nadie quisoabordar el tema. «Lo que pasó, pasó».

La hermana Cucharón procuróengordarla a base de suculentosestofados de carne. Y la hermanaSemilla, después de excusarse y pedirleperdón por abandonar a su hija el día dela trágica muerte, se dedicó a cuidarla ylavarle las heridas. «No se sienta ustedculpable, hermana». La monja le relatócómo la superiora la sacó del cuarto,engañándola y dejándola sin posibilidadde intervenir. La abadesa se indisponía

cada vez que la hermana Semilla yLorenza quedaban a solas. Tenía razonespara ello. Casi nunca pudieron hablarsin que otra monja estuviera delante.

—La hermana Cancela angustiábasemucho por usted cuando la tenían en lasceldas del patio —le dijo en unaocasión la hermana Semilla,aprovechando la ausencia de laguardiana durante unos instantes.

—Ustedes hacían buenas migas,¿verdad?

—Somos del mismo pueblo, deLerma, en Burgos. Me recomendóencarecidamente antes de irse a Popayánque hiciera cuanto estuviese en mis

manos para ayudarla. Como ve, no esmucho lo que puedo hacer. Aunquequisiera, no me dejan… Estuvo muypendiente del caso de Guiomar deAnaya. Ella fue quien le pasó el papelitopor debajo de la puerta cuandoapresaron a la novicia. Sabía queustedes teníanse aprecio. Le costómucho conseguir que el abastecero, undía en el torno, le escribiese la nota yguardara el secreto. Me dijo que sivolvía a verla a usted, le diera lasgracias por sus remedios y sus recaudos,que fueron de gran provecho, y por esole había colaborado y le había abierto elportón cuando la muerte de su hija.

La guardiana regresó y truncó lacharla.

Despacio, Lorenza fuerecuperándose. Nunca del todo. Nuncacomo antes.

Como predijo Mañozca, se calmaronlos ánimos de la chusma. El SantoOficio entró en deliberaciones sobre elproceso. Por su parte, el padreBernardino de Almansa había elaboradoun informe sobre las irregularidadesapreciadas y lo había enviadourgentemente al Consejo General de laInquisición en Toledo. Debería obtenerrespuesta rápida, antes de que dictaransentencia.

Decía un aparte de su memorial: «Loque ha lastimado a toda la ciudad hasido que doña Lorençana la tienenpresa más tiempo de ocho meses,juzgándola por delictos muchos delloscastigados por mí, siendo provisor,antes de la Inquisición, y después quefué, ella misma delató de sí, y por elrecuentro que tuvo el LicenciadoMañozca con el sargento mayorSantander, quiso pagarse en hacer esteagravio a esta muger. El sargento fueenterado por el alcaide del presidioque consintiese en todo, o loguardarían en las cárceles secretastoda su vida». Quedaba claro que

Almansa sabía más de la cuenta y teníacalado al inquisidor. El provisor, ley enmano, no estaba dispuesto a sucumbir enel enfrentamiento entre los dignatariosinquisitoriales y los eclesiásticos deCartagena.

Almansa tenía amigos prominentesque movieron el informe con agilidad.La respuesta llegó pronto, a bordo deuna flotilla privada que zarpó de Cádizrumbo a Cartagena de Indias. Losvientos fueron favorables y la calmachicha no se opuso a la gestión delprovisor. La carta le fue entregada dosdías antes de la fecha prevista por laInquisición para dictar las sentencias del

primer Auto de Fe que se celebraría enla Nueva Granada.

Con la extensa misiva encima delescritorio, Almansa esperó a los dosinquisidores y a la nueva máximaautoridad eclesiástica, el obispoencargado, fray Sebastián Velázquez,guardián del convento de San Diego. Elordinario del obispado era un hombrecauto, blando, cercano a los sesentaabriles. El pelo cano le otorgaba másautoridad de la que en realidad tenía. Lareunión fue convocada en el despachocatedralicio del provisor. Despachooscuro, cargado de libros, sobrio deadornos. Era tarde. Las antorchas

iluminaban el espacio con buena luz,pero aumentaban el calor. La humedadya se había comido las tapas y lasesquinas de algunos tomos. Las ratastambién habían contribuido al deteriorodel papel.

Mañozca, cuando entró, traía bajo elbrazo un consecutivo de la carta quehabía recibido Almansa. Como máximasautoridades del Santo Oficio, el ConsejoGeneral también había notificado laresolución a los inquisidores. Andabancon cara de pocos amigos. Tras lossaludos de rigor, más escuetos de lonormal, Almansa leyó en voz alta lacarta.

—Como pueden apreciar,Eminencias —habló el provisor a losinquisidores—, el Consejo ha tomadotres fulgurantes decisiones. La primeraatañe a doña Lorenza de Acereto: Laprocesada únicamente será juzgadapor los delitos no confesados ycastigados anteriormente.

—No hay ninguna objeción alrespecto —interrumpió el tozudoinquisidor—. Con las faltas restanteshay más que suficiente para mandarla ala hoguera.

—La segunda —continuó Almansadirigiéndose a Mañozca— ordenaexplícitamente que la sentencia de la

susodicha doña Lorenza sea emitida envotación secreta por cinco miembros,que serán: los dos inquisidoresgenerales, el ordinario del obispado, elprovisor de la catedral y un consultor,familiar del Santo Oficio, nombradopor uno de los inquisidores y por elobispo, o quien haga sus funciones.

Esa disposición no le gustó aMañozca. La clave de la votaciónestaría en designar un consultor de suentera confianza. Sabía de antemano queno podía contar con los votos deAlmansa y de Velázquez. Los dosinquisidores arrimaron el oído paraintercambiar algunos pareceres en

privado.—Propongo como consultor a don

Diego Pimentel, hijo del conde deVeracruz, quien destaca entre losjuristas religiosos y es familiar denuestro Santo Oficio —propusoSalcedo, interviniendo de nuevo comobrazo orquestado del otro inquisidor.Mañozca sabía que si la idea proveníade Salcedo no la examinarían con tantodetenimiento como si de él mismopartiera.

—¿El joven cojo? —preguntó fraySebastián.

—Sí padre… el cojo —respondióSalcedo.

—Por mi parte no hay impedimento.Espero que por la suya, padre Almansa,tampoco —dijo el obispo encargado.

El provisor, de todas formas, nopodía oponerse. Según la ordenanza, laelección correspondía a los que,efectivamente, la habían realizado.Almansa no confiaba en las decisionesalegres y ligeras cuando provenían delos inquisidores; pero en aquel momentono se detuvo en cavilaciones.

—Bien, señores… pasemosentonces a la tercera disposición —continuó el provisor—. Es tajante: Elsargento mayor Francisco Santanderserá puesto en libertad

inmediatamente. Analizados losexpedientes y los informes enviados, elConsejo General percibe que motivospersonales han intervenido en estacausa. Así mismo, creen que los delitoscontra la fe, materia sobre la cual tieneinjerencia el Santo Oficio, son decarácter ínfimo y no merecen encierroen las cárceles secretas de laInquisición. Si alguna falta adicionalse tiene contra Santander, deberá serjuzgada por la justicia ordinaria o porla militar, según las circunstancias.

Mañozca comenzó a jugar con elanillo. No atinaba a contener la rabia.¿Le había traicionado Bazán de

Albornoz, o había sido Salcedo quienhabía proporcionado los expedientes aAlmansa? Por suerte para el delator,nunca se supo quién fue. El provisor,puede que gracias a algún escribano o aalgún funcionario inquisitorial de suconfianza, obtuvo el pésimo informeredactado por el fiscal, soporte de lasinculpaciones contra FranciscoSantander. Eran tantas lasinconsistencias que el Consejo Generalmismo se extrañó de la escasacompetencia de Bazán de Albornoz.«Cosa rara en uno de los mejoresfiscales que había en Toledo». A puntoestuvo de costarle el puesto. Un

tinterillo de la fiscalía cargó con elmochuelo.

Terminó la reunión entre dimes ydiretes. Mañozca salió dando unportazo. «He quedado como un cretino».Por otra parte, pensaba que elnombramiento de Pimentel le aseguraríala votación.

Al día siguiente fue liberadoFrancisco Santander.

La falta de concentración no me permitióavanzar mucho. Había almorzado en unacafetería cerca del convento. La tarde nome obsequió mayores descubrimientos

que la mañana. Me había cansado lalectura del castellano antiguo. No erafácil acomodarse a la caligrafía de losatafagados escribanos.

Guardé los legajos y me marché.Continuaría al día siguiente. Tenía ganasde dormir. La modorra me llevó a lahabitación del hotel. No tenía hambre,así que no pedí nada de cenar ni salí delcuarto.

Daba en mi cabeza vueltas y vueltasa la imagen de Lorenza en el patio delhotel. Me arrunché en la cama y meserené en aquella aparición ilógica…Asequible.

La hermana Semilla entró azarosa en elcuarto de Lorenza.

—¿Qué sucede?—Cerrad la puerta. Debo

comunicaros algo importante; prontocaerá por aquí la hermana guardiana.

—Hable pues.—La nueva tornera, la hermana

María de San Francisco, dice que estamañana el cerero le dijo que acababande soltar a Francisco Santander. Y lasuperiora está que bufa porque aparecióen el torno un papel con la palabra«estrellas» escrita.

Lorenza se incorporó comobuenamente pudo. No estaban sus huesos

aún para muchas alegrías.—Hermana, debe ayudarme, por

favor —imploró.—¿Os dice algo esa palabra?—¡Claro! Es una señal de Francisco.

Vendrá esta noche. Estoy segura. Pero¿cómo haré para verlo? La superioracierra mi puerta con llave.

—¡Sangredediós! —exclamó lahermana Semilla—. Está bien. Osayudaré. Será el último favor que oshaga.

—Quedaré agradecida eternamente.—Me ocuparé de que la hermana

Coronación esté dormida después de lacena. Lo demás es cosa vuestra.

—¿Qué piensa hacer?—Un truco aprendido de vos…,

dormirla con hojas de borrachero. Hoyyo sirvo la cena…

Oyeron pasos acercarse por elcorredor. La guardiana entró y recriminóa la hermana Semilla por estar a solascon la hereje. «Recién llegué».

Lorenza hizo lo imposible porreprimir la alegría. Le brillaban losojos. Era la primera noticia agradablerecibida en mucho tiempo. Buscóafanosamente el cepillo para el cabello.Sacó, de entre los vestidos amontonadosen el suelo, el más vistoso: uno colorazul rey; lo apartó, pero no se lo puso.

La guardiana y la hermana Semilla lacontemplaron mientras arreglaba surubia melena. Pidió agua para lavarse.

Las horas no se sucedían. Cadaminuto duraba el doble. «Ojalá que lasuperiora duerma».

Durante la cena estuvo pendiente dela hermana Coronación.

Aparentemente, todo transcurrió connormalidad. Cuando la hermana Semillale sirvió los postres, le guiñó un ojo.Lorenza quedó tranquila. «Dulcessueños».

En efecto, la superiora no apareció ala hora acostumbrada para cerrar lapuerta. Se puso el vestido azul.

Consumiéronse las teas del pasillo.Lorenza, como lo había hecho tiempoatrás, salió al corredor. Esperóagazapada, pegada contra el balaustre,junto a la habitación de huéspedes queantaño le perteneciera. Abrió bien losojos para divisar algún movimiento enel patio. La noche era clara. «¡Cuántohacía que no divisaba mis estrellas!».Los astros la saludaron con alborozo.«No tengas miedo». Esperó un largorato. Al fin, escuchó pasos sobre latierra del huerto. ¡Era Francisco!

—Sshhhh… venid, aquí —chistópacito.

El soldado trepó por una columna

adosada al muro. Se abrazaron ensilencio. Nada más importaba.

—Vamos a mi cuarto, será el lugarmás seguro.

Lorenza le agarró de la mano y lointrodujo en el dormitorio. Cerró. La teaalumbraba muy poco. Se sentaron en elsuelo, a los pies de la cama, uno frenteal otro. Hablaban en voz muy baja,susurrando.

—¡Qué felicidad volver a verte!Pensé que sería imposible.

—Ya veis cuán equivocadaandabais.

—Estuvimos muy cerca —bromeóLorenza.

—A mí me guardaron en el pisoinferior, al lado de la entrada.

—Yo estaba en el superior, junto alpasillo oscuro… Dime, ¿cómo teapresaron?

—Esos malandrines no se esforzaronen demasía. Esperaron tranquilamente ala entrada de una taberna a que yoterminase de celebrar la onomástica deun cabo. Con la melopea que agarrépoca resistencia podía ofrecerles. Lesentregué la espada y les pedí que mellevaran en brazos. Amanecí en la celda.

—¿Y por qué te liberaron?—Gracias al padre Almansa.

Recurrió a Toledo y a Madrid. No

afirmaré que sea un buen hombre, nopuede verme ni en pintura, pero es untipo hecho y derecho…, legal.

Volvieron a abrazarse, y en elabrazo depositaron serenidad, calma.

—Quisiera preguntarte algo: ¿algunavez has puesto en duda mi inocencia omi comportamiento? —quiso saberLorenza.

—No. Sería muy complicado juzgarvuestros actos. Y sinceramente, sientomucho lo que habéis padecido por ellos—dijo Francisco.

—No puedes llegar a imaginarlo. —Lorenza se levantó el vestido y lemostró las profundas cicatrices de los

tobillos.—¡Os torturaron!—Sí, me torturaron. Pero nada

pudieron arrancarme, sino la piel.—¡A fe que voy a dar muerte a ese

hideputa de Mañozca! Tenía que haberleatravesado el gaznate cuando lo tuvependiente de la punta del acero.

—Da igual. Hubiera venido otro,quizá peor…

—Uno menos, es uno menos.Francisco le besó las heridas de las

piernas. Las de los brazos todavíaestaban cubiertas con tiras de gasa dealgodón.

—Creí que esas gasas eran adornos

del vestido.—Procuré que así parecieran. Ahora

sabes lo que son.—¡Maldita sea!—No desaprovechemos el último

tiempo que nos queda —dijo ella.Francisco subió la mirada, de las

piernas al rostro de Lorenza, y laencaró.

—No me mires así, es la verdad,mañana dictarán mi sentencia —enmudeció por unos instantes y agachóla cara. Le escurrieron las lágrimas—.No quiero pensar en la hoguera…

—¡Por Dios, Lorenzana, no digáisatrocidades! —Le sujetó la barbilla con

la mano—. Mirad. He corrido el riesgode venir a veros porque he recibidorespuesta de vuestros amigos de lacorte.

El alma le regresó al cuerpo. Secórápidamente sus mejillas con la manga ytomó la carta que le mostraba Francisco.

—La recibió un compañero en elcuartel; el mismo que me hizo el favorde escribir la mía. Hoy, nada más pisarla calle, corrí a mi destacamento paracomprobar si había llegado algo deEspaña. Y allí estaba mi amigo con lacarta. Me la leyó de inmediato. Sonbuenas nuevas. Leedla.

Estaba fechada en Madrid, el mes

anterior, la letra conocida… pertenecíaal Delfín Verde.

Querida Lorenzana:Mucho me alegra tener

noticias vuestras, aunque hubierapreferido que muy distintasfueran las circunstancias. Estar amerced de los perros de laInquisición es tan malo comoprobar un buen sorbo de cicuta.Pero no desesperéis. No meentretendré escribiendo mucho,pues imagino la prisa que oscorre esta respuesta. Sólo quierocomentaros que Tomás

Cacanegra se ha convertido enun excelente ayudante de cámara,es feliz, aunque no puedo dejarlesalir mucho a la calle, porquesuele volver apedreado o molidoa palos. Disfrutaemborrachándose y llenando losmesones de ratas y murciélagos.Os manda un fuerte abrazo ydesea tanto como yo volver averos, así que no os dejéis tomarventaja por los inquisidores.

Por si os sirve de algo, tal ycomo lo expresáis en la cartaque me habéis hecho llegar através de terceros, fray Juan de

Mañozca tiene, en efecto, unlunar en su pasado. No me costóaveriguar que su hermana, ClaraMañozca, estuvo a punto de serquemada en la hoguera por elSanto Oficio en León. Sólo lasinfluencias de su hermanosalvaron a la bruja de las llamas.Mañozca disputaba el cargo deInquisidor General de Toledo, elmás importante en España, conPedro de Manzanares, inquisidorde León. Manzanares le propusoun canje a Mañozca: su hermana,por el puesto en Toledo.Mañozca no tuvo otro remedio

que aceptar. El legajo quecontenía el proceso de doñaClara fue destruido, y Mañozcasolicitó su traslado a Cartagenade Indias. La solicitud causósorpresa, pero no fuecuestionada. Más de uno conocíalos antecedentes de la hermana.Puedo obtener cuantainformación preciséis. Tenedmeal tanto.

Algún día iremos arecogeros en el barco de nácar,como vuesa merced lo llamaba.

Cordiales saludos, míos y deTomás.

Despáchese.

—Algo se escondía en la mirada deClara Mañozca. ¿Cómo no me habíadado cuenta?

—¿A qué os referís?—A que doña Clara tiene marcado

en los ojos la brujería. —Lorenzacomprendió entonces muchas cosas.

—Con esta información ¿quépodemos hacer? —preguntó Francisco.

—Volver a proponerle un canje aMañozca —contestó ella—. Lahermanita le va a salir cara. Si antesperdió una plaza, ahora va a perder laoportunidad de quitarse del medio a una

enemiga.—¿Cuál es vuestra sugerencia?—Mañana temprano deberás hacer

llegar una nota a Mañozca.—¿Cómo?—Pídele el favor a tu compañero o a

alguien de entera confianza que laescriba. Debe decir algo así como: «Sime envía a la hoguera, su hermana sequemará conmigo. El asunto de Leónquedará en custodia de mis allegados.Firmado, Lorenza de Acereto».

Francisco lo memorizó.—Entrégale la nota, lacrada a ser

posible, al gobernador, señor de laVega. Dile que es un favor solicitado

especialmente por mí y que debe, a suvez, entregarla sin pérdida de tiempo alinquisidor Mañozca. Él no tendráproblemas para entrar en la Casa de laInquisición. Pero deberá llegar antes deque se reúna el consejo. Si llega tarde,el esfuerzo habrá sido inútil.

—No te preocupes, me ocuparé detodo.

—Muy bien. No podemos hacernada más.

—¿Estáis más animada?—Por supuesto. No contaba con esta

carta… ni con tu aparición.—Todavía deben estar por las calles

algunos compañeros peleando y

distrayendo a la guardia. Mañana,después de visitar al gobernador, deberépartir hacia Santa Marta. Es la únicaforma de librarme de Mañozca.Afortunadamente cuento con el apoyo demis superiores.

—Harás bien. Después de esto, elinquisidor va a estar chicho de lapiedra. Pero aún nos queda esta noche…

Francisco le rozó la cara con losdedos, casi sin tocarla. Le pasó lasmanos por el cabello. Le besó lospárpados, los surcos que habían dejadolas lágrimas, y la boca. Le acarició loshombros y la cintura con las manos y lamirada. Tiró de los cordones que

prendían el vestido por la partedelantera, a la altura del pecho, y lodesabrochó…

Vi la tea crepitando. Y allí estábamos túy yo, en el suelo, en el cielo. Ya te habíadesatado los cordones. Comenzó adibujarse tu pecho. Con las manosaparté la tela. Escurrió el vestido por tushombros y tus brazos hasta descubrirtelos senos. Paré a observar tus cruentascicatrices. Me dolieron. Terminé dequitarte la ropa. Amé tu cuerpo inmensoherido. Sé que te diste cuenta de milágrima furtiva. «Los hombres no

lloran», me dije. No sirvió de nada. Melimpiaste la mejilla con tu mano y teacercaste a consolarme. ¿No debía seral contrario? También te abracé, condulzura, con cuidado. Las heridas nosenvolvían, se nos clavaban. Medesvestiste lentamente, saboreándolo yacariciándome con el aura. Nosregalamos las manos en la piel, losdedos en el alma. Y nos hicimos uno, eluno indivisible y permanente. Cuandoentré en ti, gemiste: «Álvaro». ¿Odijiste… Francisco? Da igual. Repetívarias veces tu nombre: «Lorenza,Lorenza, Lorenza…». Comenzamos amovernos acompasadamente, al unísono,

sobre las olas, sobre tu mar de infancia,sobre tu vientre. Sentí tus uñas, lasmismas que rasgaron los muros de laprisión, encontrando la libertad en miespalda. Ascendías, pero no retirabaslos ojos de los míos. Nunca se descuidótu mirada. Permaneció firme, cariñosa,irrepetible. Subimos y subimos.Trepamos hasta tus estrellas… misestrellas. Y sólo cerraste los ojos uninstante, al final, en el momento en quese cerró todo tu cuerpo para aprisionarel amor, nuestro eterno recuerdo que yanunca nos abandonaría. Te desvanecisteen la culminación de una felicidadinesperada.

Reposamos nuestra gloria.Luego partí, mirándote. Desde los

pies de la cama te despediste sin moverlos labios.

Francisco se vistió en el corredor. Saltólos muros y buscó refugio en las afuerasde la ciudad, a la espera del nuevo día.Al amanecer iría hasta la Gobernación.Se tumbó bajo un árbol de plátano,cubrió su rostro con el chambergo ydescansó un poco.

Más tarde, el sol le tocó en elhombro y le despertó. Escondiéndose deesquina en esquina llegó hasta la puerta

de la Gobernación. Los guardiasintentaron cortarle el paso.

—Debo ver al señor de la Vega.Decidle que traigo un recado apremiantede doña Lorenza de Acereto.

Uno de los guardias golpeó laaldaba. Transmitió las palabras deSantander a otro guardia en el interior.

—Aguardad un momento.Al cabo de un rato se abrió la

puerta, el de adentro ordenó a Franciscoque pasara. Debió esperar otro poco.Por fin, un mayordomo bajó por laescalera y le dijo que el gobernador lorecibiría en su despacho.

—¡Caramba, Santander, vive Dios

que sois el hombre más famoso deCartagena! —saludó el mandatario.

—Mala fama la que me conduce alinfortunio.

—Ya sabéis, amigo, quien al fuegose arrima…

—Permitid que os interrumpa,Excelencia, pero alguien más acuciadoque yo implora vuestro auxilio y no estiempo para refranes.

—Ya… Muy temprano habéisvenido. Os debe apretar una causaimpostergable. Me anunciaron queveníais de parte de doña Lorenza deAcereto. ¿En qué puede ser útil mipersona?

—Lorenzana… perdón, doñaLorenza, me solicitó entregar a vuesamerced una nota para llevarinmediatamente al inquisidor Mañozca.Sabéis que hoy se falla su sentencia. Lanota en cuestión debe tenerla elinquisidor antes de que comience elconsejo.

—No sé por qué habría yo deintervenir en estos despropósitos. —Elgobernador rodeó el escritorio enactitud pensante—. En fin… ¿dónde estáesa nota?

—No la tengo, Excelencia. No soyhombre de letras… ni de las de leer nide las de fiar. Para las unas no tengo

aptitudes y para las otras no tengodineros. No pude esta mañanaacercarme al cuartel para que algúncompañero la escribiera. Entended misituación.

—¿Y qué pretendéis entonces?—Que la escriba vuesa merced. Yo

la tengo memorizada.—¡Gran osadía la vuestra,

caballero! Primero solicitáis que haga lavista gorda a vuestra afición de escalarlos muros del convento… ¿o meequivoco…?

—No, Excelencia.—… Y luego proponéis que escriba

de mi puño y letra una nota al inquisidor

Mañozca, con Dios sabrá cuálespropósitos… ¿Por quién me habéistomado?

—Señor de la Vega, vedme como unsimple emisario de doña Lorenza.Cumplo sus órdenes. Si en algo laestimáis y podéis ayudarla a salvar lavida, escribid por favor esa nota. Si amí queréis detenerme o denunciarme,hacedlo. No opondré resistencia.

—¡Ay Dios mío, Dios mío…! Si miseñora averigua esto, me mata.Dictadme la condenada carta.

—¡Gracias, Excelencia!—Ni gracias, ni cáscaras… Soltad

de una vez lo que guardáis en la

memoria.El gobernador tomó papel y mojó la

pluma en el tintero. Escribió al dictadodel sargento, variando la caligrafía paraque no la reconocieran. Dobló el papel ylo selló con lacre.

—Muy bien, mozalbete, iré a llevareste papel a Mañozca. Largaos y novolváis a aparecer ante mi vista el restode vuestra vida.

—Sois un buen hombre. —Franciscole hizo una venia.

—¡Ca…! Lo que soy es… eso, muyfácil de convencer. Ni siquiera pudedecir que no a mi mujer cuando meobligaron a casarme. Pero muchacho…

haz bien y no mires a quién.Santander salió a la calle y se perdió

por las callejuelas de Calamarí.«A mí tampoco me gusta Mañozca,

aunque sea el único capaz de librarmede la bruja… mi señora», pensó el señorde la Vega mientras atravesaba la plazacon la nota en la mano. Había muchorevuelo en la Casa de la Inquisición.Varios carruajes aguardaban en lapuerta. El gobernador anunció supresencia y le hicieron seguir deinmediato. Salió a su encuentro Luis deBlanco. Explicó al secretario lanecesidad de entregar la carta, de la cualera portador, haciendo la advertencia

cuatro veces de que actuaba comosimple emisario y desconocía elcontenido de la misma, pero todoparecía indicar que se trataba de unasunto grave relacionado con el procesode doña Lorenza de Acereto.

—Lo siento, señor gobernador, frayJuan de Mañozca se encuentra enconsejo y es imposible interrumpirle. Silo desea vuesa merced, yo mismo leentregaré la carta. Entraré a la saladentro de un rato, cuando vayan arealizar la votación.

—Quedo confiado en vos, don Luis.—Se despidió y regresó a laGobernación. En realidad, se fiaba tanto

del secretario como de una piraña enuna letrina; pero no le quedaba otroremedio.

En la sala de Audiencias estabanreunidos desde muy temprano losmiembros designados por el ConsejoGeneral para que dictaran sentencia enel proceso de doña Lorenza de Acereto.Previamente, Salcedo y Mañozca habíandespachado los expedientes de los reosque comparecerían en el primer Auto deFe, a celebrarse en Cartagena el 2 defebrero de 1614. En la extensa listamuchos nombres conocidos: JuanLorenzo, Paula de Eguiluz, MaríaTasajo, Elena de Vitoria, Rufina

Biáfora, Potenciana Bioho, y un clérigoajusticiado por solicitación: fray Luis deSaavedra. Lorenza no saldría en dichoAuto, tendría el suyo particular. Nopodían exponerla ni exponerse a lossentimientos incontrolados de lasmultitudes.

Se había dispuesto una mesaalargada en el centro de la sala. Una delas cabeceras la ocupaba Mañozca. Laotra, el ordinario del obispado, fraySebastián Velázquez. A la derecha deMañozca el otro inquisidor, Salcedo.Junto a él, Bazán de Albornoz. Enfrentedel fiscal estaba don Diego Pimentel, elcojo. Y a su lado, el padre Bernardino

Almansa. En una mesa pequeña, aparte,el escribano Damián de Bolívar.Quedaba un pupitre vacío, destinado alsecretario, Luis de Blanco, garante de lavotación.

Después de varias horas deacalorado debate e interrogantes alfiscal, y una vez leídas todas las páginasdel proceso, las fuerzas estabandivididas: los dos inquisidores yPimentel eran favorables a dar unescarmiento ejemplar para el pueblo ymandar a Lorenza a la hoguera (motivosexistían suficientes), mientras queVelázquez y Almansa eran partidariosde menores sanciones, leves incluso,

pues entendían que la procesada yahabía confesado y sufrido mucho por lamayoría de los delitos juzgados.

El provisor y el obispo en funcionesentendieron que, por más que berreasen,la balanza estaba claramentedesnivelada, tres contra dos, y de nadaservía continuar gastando saliva. Casitodas las actuaciones de Lorenza habíansido catalogadas como «heretical quesapit heressin manifeste». Mañozca sehabía llevado el gato al agua.

Sólo hasta la noche anterior,Almansa cayó en cuenta que DiegoPimentel, ahora familiar del SantoOficio, era el joven al que Tomás

Cacanegra, el inseparable amigo deLorenza, había destrozado el talón deAquiles con una estaca en la puerta de lacatedral. «¡Hasta ahí llega la malicia delinquisidor!». Entonces comprendió lopoco que podría hacerse por lainculpada. «Todo ha sido en vano». Noobstante, lo habían intentado.

Velázquez, finalmente, solicitó alsecretario para proceder a la votación.El fiscal tuvo que abandonar el recinto,según las disposiciones.

Mañozca estaba radiante. Abrió lascontraventanas antes de que entrara Luisde Blanco. Su arrogancia no cabía en lasala. Poco le había costado días atrás

convencer a Diego Pimentel de cuáldebía ser su voto. El letrado,recíprocamente, se había deshecho enagradecimientos.

Cuando entró el secretario, Mañozcaregresaba a su puesto. Aprovechó supaso junto al inquisidor para agacharsey comentarle la incidencia de la carta.Depositó el papel lacrado sobre la mesay se dirigió a su pupitre. Permaneció enpie hasta anunciar las reglas de lavotación. Los miembros del consejoescribirían en una cuartilla suresolución. Sólo tenían dosposibilidades: la hoguera o el destierro.

Mientras el secretario daba las

instrucciones oportunas, Mañozcaquebró el sello de lacre y leyó la nota.Ninguno de los otros percibió cómo sele encendieron los ojos y se ledesbordaron las venas de las sienes.Únicamente volvieron la cabeza cuandorompió la nota en mil pedazos y laguardó en el puño izquierdo.

—Disculpen. Se trata de un asuntofamiliar. Prosigan, por favor. —Elinquisidor trató de fingir.

El escribano, tras las explicacionesdel secretario, pasó, uno por uno,entregando la cuartilla y una plumamojada en tinta. Después recogió lospapeles, sin mirar, y los introdujo en una

bolsa negra. Votó primero fraySebastián Velázquez. Le siguieronSalcedo, Pimentel y Almansa. Mañozcaaguardó hasta el final. Esperaronpacientemente a que el inquisidorescribiera y entregase su voto.Permanecía inmóvil. ¿Por qué tantademora, si todo estaba claro? La tensióny la incertidumbre se adueñaron delconsejo.

Pero Mañozca tenía que sopesar,rápidamente, el calibre de la situación.«Suponía que las amistades de la brujaeran muchas; pero nunca pensé quetantas y tan selectas. ¿Cómo ha podidoenterarse de lo de Clara? Muy pocos lo

sabían. Sólo Manzanares y el rey. Ahoratendrán que morir dos secretos con ella:el del pergamino y el de mi hermana. Sinembargo, no puedo arriesgarme a que lacamarilla de endemoniados que larodean hagan público el asunto deClarita. ¿Cómo podría permitir susacrificio? Mi hermana, mi únicafamilia, mi apoyo… No me loperdonaría nunca. Juré a mi madre darmi vida por la suya si fuera necesario.Ya le ofrendé mi carrera. La heprotegido, y de su arrepentimiento naciómi felicidad. ¿Merece la pena arrojarlaal fuego por una mujerzuela sinprincipios, sin valores, sin moral ni

religión? Tengo que hallar la manera deproteger la vida de Su Majestad sinponer en peligro la vida y la honra deClara…». Sacó el anillo del dedo y lohizo girar repetidas veces sobre elmantel. «¡Pardiez, si no fuera porqueestá en juego la vida del rey…! Estoyseguro de que mi hermana entendería elsacrificio de su vida, si así quedaraprotegida la del monarca…».

Mañozca escribió y metió el papelen la bolsa. El escribano la entregó aLuis de Blanco. El secretario sacó lospapeles y los leyó con parsimonia.

—Hoguera.—Hoguera.

—Destierro.Una de las plumas cayó al suelo y

manchó la alfombra de tinta.—Destierro.«Ex aequo». Quedaba la última

papeleta: el pasaporte a las llamas o a lalibertad. La tensión era tan material quelos rayos del sol, desde las ventanas, nopodían penetrarla.

Almansa y Velázquez se levantaroncon intención de abandonar la sala nadamás escuchar la sentencia de muerte.Luis de Blanco, antes de dar a conocerel veredicto, apartó la mirada del papely la dirigió a Mañozca.

—Destierro.

Una expresión generalizada deincredulidad y asombro quebró elsilencio. ¿Qué insólita circunstanciahabía podido cambiar la, en apariencia,inamovible condena? ¿Se había atrevidoalguien a traicionar a Mañozca? Cuandopercibieron la actitud lenitiva delinquisidor, cayeron en cuenta de que élera quien se había traicionado a símismo. ¿Por qué? Nadie podíaimaginarlo. El contrariado fraile no diooportunidad a las cavilaciones. Deinmediato ordenó al secretario queredactara la sentencia.

«Reunidos el día 27 de septiembrede 1613: los inquisidores Juan de

Mañozca y Mateo Salcedo, en consultay vista de procesos de fee; el ordinariodel Obispado P. Fr. SebastiánVelázquez, guardián del convento deSan Diego, que tiene poder del deán ycavildo de esta santa yglesia en sedevacante; el tesorero, provisor y vicariogeneral del Obispado, P. Bernardinode Almansa; y, como consultor, DiegoPimentel, familiar del Santo Oficio,habiendo examinado el proceso contradoña Lorençana de Acereto, fallaron:

»… atentos los autos y méritos deldicho proceso que, por la culpa que délresulta contra la dicha doñaLorençana, si el rrigor del derecho

uviéramos de seguirle, pudiéramoscondenar en graves y grandes penas;mas, queriéndolas moderar conequidad y misericordia, por algunascausas y justos respetos que a ello nosmueven, en pena y penitencia de lo porella fecho, dicho y cometido, ladevemos de mandar y mandamos que lesea leida esta nuestra sentencia y seareprehendida gravemente, y que el díade su pronunciación, el primero deoctubre de mil y seiscientos y trece,oyga la misa que se dijere en la capillade este Sancto Officio, en forma depenitente, en cuerpo, con sambenito ycoroza con sus insignias

correspondientes, y una bela de cera enlas manos y no se umille, salvo desdelos santos hasta haver consumido elSantísimo Sacramento; y, acabada lamisa, offresca la bela al clérigo que ladijere. Y la condenamos en dos añoscomo mínimo al destierro de estaciudad y su Gobernación. Mas lecondenamos en cuatro mil ducados deCastilla para gastos extraordinarios deeste Sancto Officio, con que acuda alrecetor dél y, por esta nuestrasentencia definitiva, juzgando ansi, lopronunciamos y mandamos en estosescritos».

Mañozca fue el primero en firmar.

Antes de que terminasen los demás,abandonó la sala y se dirigió aldormitorio. Mantenía los pedacitos de lacarta en el puño. Cuando llegó al cuarto,los colocó en un plato de barro y lesprendió fuego con una antorcha.«Vuélvase al humo, lo que humo es».Había cambiado la sentencia, sí, pero asabiendas de que otra estratagema lecubriría la espalda. «Esa arpía no tieneescapatoria». Mañozca trataba desacarle partido a la nueva situación.Después de cumplir la penitencia en lacapilla, la rea tendría que regresar alconvento para recoger sus pertenencias,pues al día siguiente, antes del

amanecer, debía abandonar Cartagenapara ir al destierro. Era probable queesa misma noche tratara de recuperar elpergamino para llevarlo consigo.«Tengo una oportunidad para hacermecon él». Con pergamino o sinpergamino, la de Acereto sólo tenía dosopciones para abandonar la ciudad: o elpuerto, o el camino hacia el ríoMagdalena, remontarlo e irse al interior.En cualquier caso no era complicadocubrir ambas rutas. Una vez que elgobernador leyera el acta de destierro,una comitiva acompañaría a la brujahasta las afueras. Allí quedaría sola. Enel momento oportuno, algún asesino a

sueldo acabaría con ella. «Calamarí estálleno de desalmados, capaces de matarpor un puñado de pesos. Debo elegirbien a los hombres».

No quiero hacer comentarios acerca delsueño con Lorenza ni de la sensación derealidad que me invadía al despertar.Prefiero dejar este aparte en el saco demis íntimas temeridades.

Bajé del cuarto temprano, dispuestoa encontrar ese día, fuera como fuera, lapista que ya había localizado el padreFerrer entre los legajos. Desayunérápido. Fui hasta la recepción para dejar

la llave. Me atendió el mismo morenitoque estaba de turno la mañana anterior.

—Caballero, le tengo buenasnoticias —me dijo—. Ya sé quién es lasardina que usted anda buscando…, laque me dijo ayer.

Me pegué al mostrador como unalapa.

—Es la hija de un senador de laRepública. Anda con una montonera defamiliares y amigos para celebrar sucumpleaños. Se llama Patricia. ¡Menudoojo tiene usted, maestro! Es una de laspeladas más queridas del país.

¡El recorte de prensa! ¿Podía existiralguien igual a Lorenza? No lleva su

apellido. No es su descendiente. ¿Nuncahabía muerto? ¿Se había reencarnado?«Ya estoy desvariando otra vez».Alguna razón tenía que existir.

—Pero me temo que no podrá verlahasta mañana. Salió temprano para laisla de Barú. —Se me acercó parahablarme en confidencia—. Habitacióndoscientos veinte.

Capítulo 8

Para entrar en la Taberna del Áncorahabía que tener pinta de matarife, portede malandrín y cara de mala gente. Paravolver a salir, además, había que serdiestro con la espada, afilado de lenguay discreto con lo escuchado. Sóloquienes públicamente contaban con másde un muerto a su cargo se atrevían abeber, de tú a tú, con la canallesca delpuerto. El chuzo estaba medio escondidoen el primer callejón paralelo al muelle.Podía distinguirse por la murmulladerainagotable, oleadas de susurros, y por su

obscena oscuridad. No era bueno que seregaran, de puertas afuera, los negociosallí tratados, ni era grato ni prudenteobservar en buena luz los rostros tajadosde los contertulios. La Taberna delÁncora abría a la media noche. Losclientes entraban de uno en uno. No eranhombres que se fiaran de sus amistades,tampoco de su propia sombra: la sombraproyectada por la luna solía quedarseaguardando en la esquina.

Resultaba inusual que un carruaje seacercara hasta las estribaciones delpuerto a altas horas de la noche. Másinusual todavía que un coche tirado porcaballos andaluces se detuviera en la

boca del callejón donde hervía lataberna. Del pescante descendió elcochero embozado en una capa negra.Hizo su entrada en el local sin losademanes protocolarios: desprendersede la capa con adornados movimientos,echar un vistazo a la concurrencia conmirada desafiante y elegir mesa desde laentrada, estuviera o no ocupada. Losderechos de reserva quedabanestablecidos con el mandoble. Elderecho de pernada se regía por lasmismas reglas. El cochero atravesó elantro sin detenerse y sin mirar a nadie.Se encaminó, cubriéndose la cara con elala del sombrero, hacia el rincón donde

un par de tipos rudos acababan dedespachar a dos pelafustanas. Varioshombres se levantaron dispuestos a sajarel camino de quien osaba cruzar suterritorio con la cara cubierta. Pero alver que los dos del rincón se ponían enpie para recibir al extraño, calmaron losánimos y volvieron a centrar su atenciónen las mujerzuelas, desdentadas, quehacían lo imposible por entretener a loscaballeros.

—Buenas noches los de Dios —saludó el embozado.

—Buenas las tenga usted —respondieron los dos hombres.

—Tal como acordamos, el carruaje

espera en la puerta. Hagan el favor deseguirme.

—Un momento; sin afán. ¿Dóndeestá don Luis? —preguntó el más alto.

—Aguarda en el coche. No haytiempo que perder.

Los hombres siguieron al embozado.Llevaban la capa en una mano, la otra enel pomo de la espada. Al salir tambiénocultaron sus figuras tras el manto y elchambergo. Ambos calzaban botas decaña, de buen cuero curtido, en las quese perdían los valones cerrados sobrelas rodillas. Botas orladas de mugre ybarro que, de tanto haberse incrustadoen el cuero, ya hacían parte de él. Olían

los tipos a diablos, sería porque losllevaban dentro. Sus cuerpos repelían elagua. Al sentarse a comer, debían pelearcontra las hordas de bichos que lessaltaban del cuerpo al plato. Lastoledanas era lo único resplandecientede su atuendo, de sus cuerpos y de susconciencias. Bruñidas con esmero,relucían al chocar contra las escasasluces de la noche. El cochero miró losestoques, arañados y golpeados hasta lacazoleta, con irrefutables cicatrices queharían temer al más pintado. «Voto aDios que este par son de la peor calañaque alberga Calamarí», pensó elcochero mientras regresaba al pescante,

después de haber observado el respeto(miedo) que habían mostrado los demásmaleantes en la taberna. «Dios pilleconfesados a quienes tengan obligaciónde pararse frente a sus aceros». A decirverdad, la mayor parte habían muertopor la espalda. No les gustaban losencarguitos con demasiados requiebros.«Cuanto antes mejor, y sincomplicaciones», solían decir al aceptarun trabajo. «Garantizamos el fiambre».Cuando abordaron el carruaje, el hedorechó hacia atrás al único ocupante.Calló, por no importunar a losmalhechores.

—Buenas noches, caballeros —dijo

el hombre que esperaba en el asiento,ocultas sus facciones tras la capa.

—Buenas. ¿Es usted don Luis? —volvió a hablar el más alto.

—El mismo que viste y calza.No preguntaron el apellido. La

identidad de los contratantes lesimportaba una higa. Ellos hacían eltrabajito, liquidaban o herían a lavíctima, cobraban lo estipulado y seperdían sin dejar rastro.

—Pues díganos qué debemos hacer yzanjemos este asunto con premura.

—Señores, no seré yo quien dé lasinstrucciones. Iremos a lugar seguro. Pormi parte, únicamente advertirles que

este asunto deberá tratarse con lamáxima discreción.

—No se preocupe usted, trata conlos mejores de Calamarí —contestó elde menor estatura.

—No, señor. Ustedes no son losmejores… Son los segundos —don Luistorció la sonrisa.

—¿Cómo os atrevéis…? —Seenfadó el alto.

—Los mejores, señores míos, andanprestos a rematar el trabajo, en elsupuesto de algún fallo, y listos aecharles tres palmos de tierra encima sien un descuido se van de la lengua.

Los sicarios lo miraron con rabia,

descubriéndose el rostro, mostrando laferocidad de los cortes que lesatravesaban las mejillas. Pero don Luisno se impresionó.

—Cúbranse, caballeros. Vamos acruzar algunas calles importantes.

Dio dos golpes en el techo y el carrose puso en marcha. Al levantar el brazo,dejó ver bajo la capa un cordón de oromacizo y, en el dedo índice, un anillocon el inconfundible sello de laInquisición. El más alto indicó al otro lamano de don Luis. «Mierda, el SantoOficio». Bajaron los humos deinmediato. La fanfarronería se lesescondió bajo la suela de las botas.

Según lo pronosticado, cruzaron, ensilencio, algunas calles aledañas a laPlaza Mayor. Luego se adentraron en losarrabales de la ciénaga, hasta llegar alas puertas de una pequeña ermita depiedra, lúgubre y solitaria, a un lado delcamino. La única luz era laproporcionada por los farolillos delcarruaje: la luna no se atrevía a iluminaraquellos parajes.

—Bajen ustedes y esperen a queabran —ordenó don Luis.

No rechistaron. Aquel don Luis demanos bien cuidadas no podía ser otroque Luis de Blanco, el secretario de laInquisición. Pero ¿quién estaba dentro?

Se abrió la puerta. En el interior laoscuridad era total. Sólo las llamitas delos faroles del carro se reflejaban en losojos de marfil de un Cristo crucificadoen el altar.

—Acérquense a este confesionario—les reclamó una voz desde el lateralderecho.

Tuvieron que aguzar la vista paradistinguir el cajón de madera.Tropezaron varias veces con las bancashasta llegar al confesionario.

—Arrodíllense, uno a cada lado, ypermanezcan en silencio mientras hablo.No quiero ninguna interrupción.¿Entendido?

—Sí, señor.Don Luis ya les habrá hecho la

principal advertencia: discreciónabsoluta. La tarea que les voy aencomendar resultará fácil y bienpagada, para tan avezados yexperimentados mercenarios comopresumen ser ustedes. El segundo día deoctubre, al amanecer, será expulsada dela ciudad una persona juzgada por elSanto Oficio y condenada a la pena deldestierro. Dicha persona sólo tiene dosalternativas para alejarse de Cartagena:por el sendero del puerto, paraembarcarse, o por el camino del ríoMagdalena, para dirigirse al interior.

Cada uno de ustedes cubrirá una salida.Sea cual sea la que tome, le daránmuerte. No hay condiciones. Una vezseguros del fallecimiento, registrarán sucuerpo y sus pertenencias, y me haránllegar cualquier documento o papel queencontrasen. Dinero, joyas o alguna otrariqueza, serán parte de su botín.Después, se alejarán para siempre deestos contornos. Guardarán silencio persecula seculorum. Si la persona lograescapar con vida o alguien sabe de esteencuentro, morirán irremediablemente.Yo mismo me ocuparé de que laInquisición les caiga con todo su peso.El cómo, el cuándo y el dónde, son su

problema. Don Luis les pagará estanoche la mitad de sus honorarios, diezmonedas de oro. La diferencia, cuandoentreguen alguna prueba de que hancumplido su parte, así como ladocumentación incautada.

—¿Qué debemos esperar de lavíctima? —preguntó el corpulento.

—No opondrá resistencia. Irádesarmada.

—¿Cómo puede saberlo?—¡Porque los procesados por la

Inquisición no pueden llevar armas…!—A punto estuvo de insultarle—. Yademás… porque es una mujer. Yasaben todo lo que deben saber.

—¡Pero señor, nunca hemos matadoa una dama! Sería un acto de cobardíapor nuestra parte.

—¡A buenas horas vienen apavonear sus delicadezas! Déjense demonsergas, veinte monedas de oro biensirven para comprar nuevos preceptos.Ahora vayan y dispongan sus estrategias.Y recuerden: no admito errores.

Los asesinos no se despidieron. Doscuestiones les aturdían y causabantemblor en las canillas: por un lado, nohacía falta ser muy listo para descubriren la voz del confesionario al inquisidorMañozca. Por otro, la única procesadaque partía al destierro, según sabía todo

Calamarí, era Lorenza de Acereto.Mujer querida para arrastrados yportuarios. Muchos la habían vistocrecer en la playa. Algunos habíanjugado con ella en la arena. Juntos sehabían revolcado en la miseria. La gestade la hija del pirata era la favorita enhogares, tabernas y mesones. El pueblono estaba feliz con aquel destierro, peroreconocían la suerte de librarse de lahoguera. «Su magia es tan poderosa queha embrujado a los inquisidores».

Cuando ese mismo día, al filo de lamedia tarde, el cochero de don Luis sehabía presentado ante ellos en el mesónde la Sevillana, no habían puesto

reparos al encarguito, fuese cual fuese,por la inapreciable suma de veintemonedas de oro. «Aquí no vuelven avernos el pelo». Era su granoportunidad, el trabajo esperado porcualquier asesino para dar el golpe ysalir del hoyo. Muchos de los queentonces presumían de heridas ganadasen los tercios de Flandes, no eran sinoviles suelderos que, gracias a la fortuna,habían logrado cambiar sus infameslesiones de rata golpeada pormemorables cicatrices de heroicasguerras inexistentes, más, allí, en elNuevo Mundo, donde cada cual podíainventar la batalla que mejor se

acomodara a sus tullimientos. Sinembargo, acabar con la vida de Lorenzade Acereto era otro cantar. Ya no lescegaba el brillo del oro.

—¡Qué le vamos a hacer, Llano,hemos empeñado nuestra palabra! —selamentó el grandullón al abandonar laermita.

—Maldita sea nuestra estampa,Emeterio.

—Maldita sea, hermano, malditasea.

Déjame, Lorenza, sacarle unas virutas aesta noche de vacilaciones, ya que has

pasado de ser un fantasma a convertirteen una verdad elemental de miexistencia. Déjame contarte que no esfácil desprenderse de las huellasmarcadas por tu cuerpo.

Y déjame pedirte perdón por haberutilizado mi sueño, mi sueño contigo,quizá nuestro sueño, para tapar elboquete imposible de cubrir para laHistoria. Porque no consta, nadie sabe,no está escrito el tiempo en que tú yFrancisco puntuaron las líneas escritaspor el Destino. Sigo pensando que,como siempre, tú me hiciste llegar elsueño. Tal vez era la única manera decomunicarme que aquel encuentro de

hace casi quinientos años también mepertenecía. ¿Por derecho? ¿Porherencia? ¿Por casualidad? Sea cual seael motivo, tengo la sensación de que hasreclamado mi presencia. Ahora es milegado y yo lo he transferido de mi piela mi sangre, de mi sangre a la pluma, dela pluma al papel y del papel a estemundo de incógnitas y enredos.

Vuelen las virutas hacia el cielo,mézclense con los círculos descritos porlas golondrinas y vuelvan a ser lo quesiempre han sido…, estrellas.

El primero de octubre amaneció

cubierto de grises. De haber llovido,hubiera llovido mercurio. La superioradespertó a Lorenza antes de que cantarael gallo. La acompañaban dos hombres,uno de ellos era el alcaide de lascárceles secretas, Ramírez de Arellano,quien entregó a la compareciente unavestidura talar, amarilla, cruzada con elaspa roja de San Andrés. El otro, unguardia, le colocó una coroza cuando sehubo atado el sambenito con el cíngulo.Ataviada para su particular auto de fe,Lorenza acudió a la puerta del convento.Subió al rodal de la muerte; otra vez latransportaría en su pringoso estómago,caliente como el infierno, hasta la

capilla de la Casa de la Inquisición. Enlas calles comenzaban a escucharse lasvoces de los primeros agitadores.

La Mojana iba seduciéndola, ella larechazaba con el deseo irreductible delas últimas posibilidades. Porque laidea lógica y patente de una contingenciafavorable in extremis nunca habíadesaparecido. Así no tuviera unhorizonte claro, por no soltar la Vida dela mano, se aferraba en aquellos rígidosmomentos de duda, de muerte, a unamínima esperanza que el futuro lemostraba como un sueño rebosante desoledad. La Mojana le golpeaba lacoroza, muerta de la risa, y la tiraba al

suelo. Lorenza permanecía quieta,impenetrable, y la fulguraba con sus ojosde miel. La Mojana le daba vueltas, leacariciaba el pelo y seguía riendo.Lorenza lloraba, le escurrían laslágrimas hasta la boca, pero seguíamirando a la Muerte, firme, aguantandoel tipo. Los nervios le desgarraban elestómago con las uñas. «Espero,Mojana, que si dentro de un rato has devenir a rescatarme del fuego, lo hagaspronto. No me dejes sufrir entre lasllamas».

¿Sería factible que Lorenza supiera más

del pergamino de lo que podemosimaginar? Su hermetismo no posibilitacertificar este supuesto. Sin embargo,nada impide especular que entre palabray palabra, frase mal o bien armada, oalguna consulta fructífera realizada apersonas no implicadas en el proceso, lepermitiera conocer más al detalle elcontenido de las predicciones. Porquegrandes fueron el aguante y la fortalezamostrada ante el inquisidor y el tesóndesmedido con que defendió su secreto,incluso arriesgando la propia vida. Locierto es que, conociendo o no elsignificado del pergamino, obró acordey fielmente a sus promesas y

convencimientos. No se amilanó ante laspropuestas y tentaciones de Mañozca.Tampoco ante el tormento. Cabe tambiénpreguntarse si quizá sólo actuó comoactuó para vencer su pugna contra laopresión, o como continuidad de aqueljuego de niños con el francés… o unaenorme venganza por todo el sufrimientoy las injusticias vividas en su entorno yen sí misma… o simplemente por miedo.¿Qué estaba defendiendo como legado ala posteridad? ¿Una advertencia, unarepresalia, un castigo, una recompensa?¿Acaso lo sabía?

Más humillado que la propia rea estabaAndrés del Campo, porque bientemprano el receptor del Santo Oficiohabía tocado a su puerta para solicitarle,muy comedidamente, sirviera entregarlela no desperdiciable cifra de cuatro milducados que tras los avisos recibidoshabía dispuesto la noche anterior en sudespacho, rabiando encima de cada unade las barras de oro sacada de susarcones para que pasasen a engordar losdel señor inquisidor. Maldijo cada unode los lingotes y juró por la tumba delSanto Sepulcro que aquel oro habría de

volver a sus arcas. «Bastante he sufridoyo, cargando con una hembra de malascostumbres que trató de acabar con mivoluntad y con mi vida».

«Pedro de Bolívar, recetor, enprimero día del mes de octubre, trajoen barras de oro los quatro milducados en que fué condenada la dichadoña Lorençana, las cuales dichasbarras de oro se metieron luego en elarca de las tres llaves que está en lacámara del secreto, estando presenteslos señores inquisidores, y se asentóesta partida en el libro de entradas».

Mientras el escribano se revolvía ensus espumarajos, una escolta de ocho

guardias, precedidos por Ramírez deArellano, abrió paso al lúgubrecarruaje. Lorenza, entre la cócora de ladesesperación, escuchaba los clamoresopacados por la madera húmeda delrodal. Las estrellas, horas antes, lehabían achicado la ansiedad. Hablaronde calma, del aire soplando en las copasde los árboles, y también le habíanrecomendado prudencia… ¡Ojo avizor!

Al descender del carro, rodeada denegras armaduras, el estruendo fuedescomunal. Naranjas, tomates, huevos,lechugas, piedras, insultos, blasfemias,hechizos, madrazos, ultrajes… cayeronsobre la comitiva que intentaba alcanzar

la puerta de la Casa de la Inquisición.Los guardianes y el funcionariobuscaron protección en el interior delzaguán. La rea fue aupada en volandaspor dos guardias. La desarregladaprocesión alcanzó su destinojugosamente aderezada con restos defrutas, verduras, claras escurrientes,moretones, brechas, chichones ymagulladuras. Mañozca, ilógicamentesereno, solicitó la presencia del señorde la Vega. Mantuvieron una pequeñaconversación.

Una orden del gobernante, sigilosa, ypor la retaguardia, desde las cuatroesquinas de la Plaza Mayor y las calles

adyacentes, una tropa de comisarios ysoldados cargaron contra lamuchedumbre. Los más hábilescorrieron con suerte y lograronrefugiarse en las casas próximas. De losbravucones, ocho murieron. A la hora decomenzar el sacro acto ni un almaasomaba por las cercanías. Un cordónde guardias rodeó la cuadra. Loscuerpos de los ocho muertos fueroncolgados en postes, junto al rollo, en elcentro de la plaza, como únicos testigosdel amanecer.

La capilla había sido preparada conel fausto y los juegos de impresionismoque sus recoletos espacios permitían.

Los negros pendones en las paredes, loscirios ardiendo, la vetada claridad, eltufillo a encierro, la agónica mirada delCristo en el altar (parecía haberescapado de la sala de torturas aquellamisma noche), y la concurrida asistenciade personalidades eclesiásticas,incluyendo al padre Sandoval,Bernardino de Almansa, fray SebastiánVelázquez, los abades y superiores detodos los conventos, los inquisidoresSalcedo y Mañozca, para un total detreinta y seis ensotanados,impresionaron a Lorenza cuando pisó elmármol frío, impersonal, de la capilla.Tuvo que permanecer de pie en medio

de los religiosos, con la cabeza gacha.Ella, aún, no conocía los términos de lasentencia. Albergaba la esperanza de laefectividad de la nota. ¿Habríaconseguido Francisco su propósito? Seveía ridícula ataviada con aquelloslienzos amarillos, signo de vergüenza ysometimiento, que no le causaban sinoira. El clérigo encargado de celebrar lamisa, fray Rodrigo Pereira, dominico,hizo una indicación con la mano a Luisde Blanco. El secretario se colocódelante de la rea, subido en un pequeñoestrado, y comenzó a leer la sentencia.

Al escuchar el veredicto, Lorenza nopudo menos que abandonar la postura

claudicante y levantar la mirada, consorpresa… con un ápice de gustoreflejado en los diminutos brillos quepor un momento volvieron a recorrerlelas pupilas. Imprecó contra Mañozcapor haberle avinagrado la vida. Leextrañó, como a la mayoría, las levespenas aplicadas, contrarias alpresupuesto. Pareciera que el escribano,a decir por la cantidad exigida, fuera elresponsable de los pecados de suesposa, de los suyos propios y de partede los cometidos por los vecinos de laregión. «Costosa le ha salido al picaflorla toma de Cartagena».

Un familiar del Santo Oficio,

Francisco de la Parra, colocó en manosde la penitente una vela encendida.Lorenza cumplió los requisitosimpuestos por el fallo del tribunal, noarrodillándose hasta consumido elSantísimo Sacramento y soportando lasconstantes advertencias lanzadas comodardos por fray Rodrigo de Pereiradurante el ceremonial. Los sermones, loscánticos, los manteos, todo el contornose perdía tras la llama diminuta. Susfantasmas, sus creencias, sus culpas…aquéllos no desaparecían, nadasucumbía al arrepentimiento, nada sequemaba ni se desprendía de su alma nide su cuerpo. ¿No deberían evaporarse

junto a las frases del ritual todas suslacras y todos sus carcinomas?

Entregada la vela al celebrante,concluida la misa, llegó el momento dela abjuración. «Abjuración de levi»,según constaba en el fallo: «… y por lasospecha que contra la rea del dichoproceso resulta, le mandamos abjurar yabjure públicamente de levi los erroresde que ha sido testificada y acusada ytoda otra cualquier especie deherejía…». Lorenza abjuró; no lequedaba alternativa. Por último, escuchólos castigos que adicionalmentedeberían cumplir, tanto ella como susdescendientes, por haber sido

condenada por la Santa Inquisición: noportar armas, no lucir joyas, no ocuparcargos públicos… y una inacabable filade noes repetitiva y mutilante.Finalizado el autillo, los clérigos seretiraron y Lorenza quedó en libertad.«¡Libertad! ¿Libertad?».

Mañozca no la perdía de vista.Dispuso en la puerta un carruajeprivado, verde oliva, para conducirla alconvento y recluirla hasta lapronunciación del destierro. Lorenzavolvió a salir protegida por la guardia.En cuanto apareció por el portón, lamultitud se abalanzó sobre ella. Queríananimarla, tocarla, felicitarla. Alguno que

otro se postró de rodillas para rezarle.El trayecto hasta la carroza era corto;pero no lo suficiente para que la turbapenetrase por los costados y abriera unabrecha en la cadena que habían formadolos guardias uniendo sus brazos. Elgriterío era ensordecedor. La noticia dela venialidad de la sentencia prontocorrió como la pólvora. Un marinerologró acercarse a Lorenza hasta atufarlacon su aliento de ron. Por encima delvocerío logró decirle: «Guárdesemucho, niña, el inquisidor ha sembradode muerte los caminos que parten deCalamarí».

Intentó distinguir al viejo. Lo buscó

entre la algarada. No había rastro de él.De nuevo la protegían las voces de supasado. Tiró la coroza al suelo. Desdeque escuchó el veredicto le asaltó unpresentimiento: aquel monstruo teníacola. Mañozca, evidentemente, habíatransigido a la amenaza de la carta; peroaún no daba por acabado el pleito quemantenía de forma personal.

Lorenza subió al carruaje con lazozobra prendida del sambenito. «Ángelde Luz, protector, con tu voluntadsecreta, todas las sombras se movieronpor tu eterno poder. Mueva el corazónde mis asesinos, a que no me haganperecer».

En la biblioteca del convento comencé arevisar los legajos por el lado opuestodel que lo había hecho la última vez;simples cábalas agoreras. Traté dealejar los motivos, y eran muchos, queintentaban despistarme nuevamente. Oconseguía la concentración adecuada ose iban al traste todas mis pretensiones.¡Fuera sueños, fuera mensajeros, fuerarecuerdos, fuera corazonadas!

El primer mamotreto no conteníanada interesante, salvo un acercamientoa las fechas esperadas. Cogí el segundofardo, repleto de manuscritosdesordenados. Leí con parsimonia la

primera acta. Era una sucesión deincongruentes anotaciones, tales comolos réditos de la huerta, las recetasaconsejadas para las comidas, lainstalación del Cristo en la capilla…Nada capaz de levantar la menorsospecha, hasta que llegué al final deldocumento: «Hermana Coronación.Treinta de septiembre del año de mil yseiscientos y trece».

¡Por fin! Aquella fecha me sacudióen el asiento. Pasé la hoja. Encontré unpedazo de papel con una frase escrita apluma. Enseguida reconocí la letra delpadre Ferrer. Era una frase corta,concisa, enigmática, aunque más

alegórica que indicativa: «La respuestaestá en el barro de los Andes».

La segunda acta comenzabadiciendo: «Hoy recibimos nuevamenteen esta santa casa a doña Lorençanade Acereto, mujer de Andrés delCampo…».

La berlina de los inquisidores, conLorenza a bordo, abrió con sumadificultad un camino entre la multitudhasta la puerta del convento carmelita.Consiguió llegar pasado el medio día.Los comisarios del gobernadorcustodiaban la entrada, y allí

permanecerían, conteniendo a laturbamulta, hasta que la condenadapartiera hacia el destierro.

La advertencia del marino ocupabatodos sus pensamientos. Acudió a sucuarto, intentando recuperar laprivacidad y la quietud suficientes paraanalizar la situación y buscar la salidamás airosa. La guardiana, y a ratos lasuperiora, vigilaban permanentementesus movimientos. Le habían prohibidocerrar la puerta del dormitorio.Necesitaba hablar con la hermanaSemilla. Lorenza suponía que la abadesaandaba, instigada por Mañozca, a lacaza del pergamino.

Trataba de cavilar. Si partía contodos sus cofres y arcones, pocasposibilidades tenía de evadir el cercode asesinos que, supuestamente, le habíatendido el inquisidor. Renunció a todassus pertenencias. Sin embargo, para nolevantar sospechas, empacó sus ropajesen los baúles. «Mejor que piensen quevoy cargada». Apartó una saya liviana,de esclava, guardada como evocaciónde mejores tiempos. ¡Intentaría alcanzarla libertad vestida de esclava! Ironías dela Vida.

—Lorenzana, hay gente en el portónque reclama su presencia —dijo lahermana Semilla irrumpiendo en el

cuarto.—Ah, hermana, afortunadamente la

veo. La estaba buscando.La monja entendió la necesidad de

alejar a la guardiana, allí clavada comoun poste.

—¿Qué decimos a la gente que osaguarda? —preguntó.

—¿Quiénes son?—El escribano, don Andrés del

Campo, y un oficial de los alféreces delrey.

—¿El sargento?—No, señora. Éste, por la

chatarrería, parece de mayorgraduación.

—Hermana, espantad por favor alescribano. No estoy en condiciones desoportar las estupideces de ese hombre.Al oficial, decidle que espere unosminutos. Me cambiaré y lo recibiré en ellocutorio.

—Lo recibiréis en el torno. Lasórdenes de la hermana Coronación sonque nadie entre en el convento —dijo laguardiana frunciendo los pelillos delbigote que le sombreaban el labio.

Lorenza se quitó el sambenito y loarrojó con fuerza a los pies de la cama.«Ojalá tuviera una antorcha paraquemarlo». Rescató una basquiña negray una blusa perla del arcón y se las

puso. Con la guardiana pegada a lostalones se dirigió al torno.

A través de la tupida celosía noalcanzaba a distinguir la cara delsoldado. Sólo escuchaba su voz gruesa.

—Buenas tardes, mi señora. Soy elteniente Alfonso de Laredo, compañeroy amigo de don Francisco Santander.Antes de partir a Santa Marta, me rogóencarecidamente que estuviera pendientede usted y le diera auxilio si lonecesitaba. Y así lo he hecho, en lamedida de mis posibilidades. Alguienno está muy conforme con el veredictodado por el Tribunal, o, al menos, haypersonas a las que parece no convenirle

mucho que sigáis con vida. Por eso,vengo a preveniros de que, segúnrumores, puede haber sayones apostadosen los caminos. Necesitaréis la ayudadel cielo para salvar la vida. Os hetraído una vela para que busquéis en ellavuestra salvación.

«¡Velas a mí! ¿Qué le habrá dichoFrancisco al cretino este?». Lorenzadudó antes de aceptar la vela. Podíatratarse de una celada. ¿Pero estaba endisposición de rechazar auxilios? Elhabla del teniente sonaba sincera. Lahermana Semilla, para distraer laescucha de la guardiana cantaba a voz engrito desde los soportales del claustro.

El oficial puso la vela en el torno y logiró para entregársela a Lorenza. Laguardiana se adelantó. La examinó conla vista, la olisqueó como un perro, lamordió y, tras comprobar que aquellacera podía ser digna de quemarse en unaltar, la entregó a la destinataria.

—El alma de esta vela os conduzcaa una larga vida —se despidió elsoldado.

«¿El alma de esta vela?».La guardiana se entretuvo

reprendiendo a la vil cantora y Lorenzaaprovechó para correr por el patio yesconderse entre el edificio de lasceldas y la iglesia, detrás de unos

materiales de construcciónabandonados. Tenía poco tiempo. Partióla vela con un pedrusco. A veces hayque ayudarse un poco de la fuerza parallegar al alma de las cosas. Ciertamente,el alma de la vela podía, intentaría almenos, liberarla. Un papel estabaenrollado en la cuerda de la mecha. Lodeslió y lo leyó.

Abandonad todo equipaje ytoda carga que pueda lastrarvuestra huida. Una cabalgaduraos aguardará en la puerta delconvento. Después de la lecturadel bando, todo el mundo piensa

que tomaréis el camino delmuelle, a la espera del primerbarco que zarpe rumbo a SantaMarta. Así debéis hacerlo.Tomad el sendero que baja haciael puerto. Pero antes de cruzar elpuente, arread a la bestia ygalopad a rienda suelta a travésde los árboles del bosque,bordeando el arroyo. Lacorriente os llevará al ladoopuesto de la ciudad. No paréishasta llegar al cruce del caminodel Magdalena. Allíencontraréis, antes de que clareela mañana, una carreta con

frailes agustinos que se dirigenal interior. Ellos se ocuparán delresto.

A. de L.

Rompió el comunicado y guardó lospapelillos y los fragmentos de cera bajolos escombros. No le agradaba quehubiera religiosos de por medio; peroaceptó el amparo, confiada en que elnombre de Francisco le trajera eso…suerte. Se alejó de allí por la partetrasera de la iglesia y dejó verse en unpunto distante del escondite. Laguardiana acudía bufando como un buey,bamboleando las grasas en medio de

violentos resuellos.—Si volvéis a hacerlo os arranco el

pellejo con agua hirviendo.—Guarde los sofocos, hermana, fui

a ofrecer la vela al Cristo de la capilla.—No creo que el Cristo reciba nada

de tan sucias manos.Lorenza aguantó la impertinencia,

aunque le golpeaba los dientes. No leconvenía provocar jaranas. Regresaronal dormitorio. La bigotuda se fosilizó enla puerta.

Al cabo de un rato, cuando yaLorenza estaba al borde de ladesesperación, llegó la hermana porteraanunciando que la superiora requería la

presencia de la guardiana. «Vaya conDios, hermana, yo me ocuparé de lameiga». Nada más irse, la gallega entróen el cuarto.

—Diga rápido si algo se le ofrece.Cuando la guardiana descubra que le hementido, me va a descuartizar. Lahermana Semilla no puede acercarse yme ha solicitado el favor que viniera yomesma.

—Gracias, hermana. Sólo le pidouna ayuda. Junto al pozo hay un majano.En una grieta que forman las piedras,pegada al suelo, encontrará un envuelto.Si me lo pudiera alcanzar sería granbeneficio.

La celadora corrió hasta el centrodel patio. No le costó hallar el atadijo.Volvió al dormitorio y se lo dio aLorenza.

—¿Ese papeliño guarda algúnperifollo? —preguntó la monja.

—Algo parecido, hermana. Muchasgracias. Me gustaría recompensarla.

—No se afane, que no quiero recibircosiñas de meiga. Mi Señor us proteja.

Y la hermana portera salió aperderse, porque los gritos de laguardiana ya se oían desde lasescaleras.

« … la hermana Inés del Avemaría,portera de aqueste convento, recibió encastigo diez latigazos por el pecado dementir a la guardiana y distraerla desus quehaceres, ansi como por lasconfessiones antes declaradas. ComoSuperiora que lo soi, pedí a doñaLorençana que me entregase el papelsacado de entre las piedras, so pena deesculcar todas sus pertenencias ysometerla a grave escarmiento. Lasusodicha diome un pepel mojado enagua con letras muy deformes yescurridas y asseguró no haver más

papeles en su poder ni en suspertenencias. La hermana guardianahizo inventario de todas sus cosas de ladicha doña Lorençana, sin hallar otrodocumento». Así terminaba la hoja deldiario correspondiente al primero deoctubre de 1613, firmada también por lahermana Coronación, legajada en elfardo que escondía la nota del padreFerrer.

Carmen entró en la biblioteca justocuando apretaba mi puño sobre la mesaen señal de júbilo.

—¡Vaya pues, hombre! Parece queya le vio las pulgas al perro —exclamó.

Le comenté el éxito del hallazgo.

Carmen parecía interesada por eldesarrollo de los acontecimientos. Sesentó a mi lado. Expresé mi inquietudpor el papel que envolvía un perifollo,pues no tenía claro si se trataba delpergamino. Lorenza había advertido queno volvería a tocarlo. No obstante, aúltima hora, solicitó a la porterarecogerle un «envuelto», arriesgándosemucho, para que lo llevara a su cuarto.¿Qué contenía aquel «envuelto»? Erailógico esconder el manuscrito a laintemperie, expuesto a los rigores delclima, menos aún, permitir sudeterioro…

—Quizá había utilizado aquel papel

mojado a modo de sobre de otrodocumento, y dentro del envoltorio seencontraba el verdadero manuscrito —apuntó Carmen—. Lorenza tuvo tiempode guardarlo en alguna parte antes deque le interrogara la superiora.

En teoría, encajaban variashipótesis. Todo aquello me parecía a lavez demasiado fácil y demasiadocomplejo. No me terminaba deconvencer. ¿Qué importancia le habíadado la superiora? Aparentemente, nomucha. ¿Por qué correr riesgos a últimahora? ¿Qué objeto respondía a ladenominación de «perifollo»?

También le dije que el teniente

Laredo pudo advertir a Lorenza de laemboscada dispuesta por el inquisidor,y ayudarla así a preparar un plan deescape.

Lógicamente, no conocía en eseinstante con lujo de detalles todo lo quehabía sucedido aquella tarde. Pero algocomenzaba a intuir: la vida de Lorenzano encerraba la totalidad del misterio.El Destino había preparado la granjugada maestra para más tarde…

Las diferentes órdenes religiosas dela época mantenían una constante luchapara ganar territorios de influencia.Dominicos, agustinos, jesuitas,franciscanos… pugnaban por los

espacios del interior. Constantementepartían desde Cartagena expedicionesformadas por puñados de religiososaventureros, destinadas a fundarconventos o iglesias en las frías tierrasandinas. Frailes y monjas se apoyabanmutuamente, dependiendo de la orden enque militasen.

«En el día de ayer, antes de laqueda, fueron puestas a disposición deunos monjes agustinos algunas frutas yverduras de la huerta, que nuestracaridad les dio por considerar muycathólica y buena su missión de ir afundar un convento christiano en Baza,en la muy lejana comarca de

Márquez».Estas líneas pertenecen a la segunda

página del diario. Aquel grupo deagustinos a los que hacía referencia lahermana Coronación, factiblemente,serían los mismos que le indicó elteniente Laredo a Lorenza. No eracomún que varios grupos de religiosospartieran de Cartagena al mismo tiempo.

—Estoy hecho un lío —confesé aCarmen.

—Algunas veces la solución vienepor sí sola. Cuanto más nos empeñamosen buscarla, más se nos esconde.

—Soy algo impaciente. Pero estáclaro que me toca continuar paso a paso

—dije tratando de autoconvencerme. Almenos, tenía la satisfacción de saber queFrancisco (familia es familia) se habíapreocupado por el bienestar de Lorenza.

La tarde del primero de octubre no sóloregistró los disturbios callejeros, lospreparativos del destierro de Lorenza olas agrieras de Mañozca. Andrés delCampo, furibundo por el rechazo y eldesplante que le había propiciado suesposa, y convencido de que no lavolvería a ver jamás, centró su cólera entratar de recuperar, en todo o en parte, eloro apoquinado al Santo Oficio. A la

hora de la siesta se presentó en lacatedral con pretensión de serescuchado por Bernardino de Almansa.El provisor, dispuesto a sacarse laespina, recibió y aprobó los argumentosesgrimidos por el escribano. Ambostomaron asiento en el escritorio deldespacho y redactaron un pliego dedescargos que enviaron a España en elprimer correo. Aunque el oficio,dirigido al Consejo General de laInquisición, lo redactara el provisor, elúnico firmante fue Andrés del Campo.

«Digo que el tribunal de losynquisidores de la dicha ciudad deCartagena procedió contra doña

Lorençana, mi muger, y, según lo quepor la execución a parecido, fuécondenada en cuatro mil ducados yotras penas y, a lo que puedo presumir,la causa sería ymputable aver admitidoalgún uso de yerbas, polvos o palabras,de lo qual V. A. a de ser servido de nohacer la consideración que se devieraen estos rreynos, porque en aquellatierra es nuebamente plantada la fee ya estado llena de yndios ydólatras y laspersonas que allí an nacido, comonació la dicha doña Lorençana, secrían al pecho de amas yndias y negrasque, ni hacen escrúpulo de losusodicho, ni lo conocen por cosa mal

echa, hasta que agora se fundó alli eldicho tribunal del Sancto Officio de laYnquisición y con sus editos se aconocido; Atento a lo cual y a que ladicha doña Lorençana, como quedareferido, nació en la dicha ciudad y secrió con las amas referidas, que sonpersonas de poca capacidad, y ser ellade hedad no esperta en cosas que lapudieran advertir, y puesto que se tratadel honor y fama de un hidalgo y sufamilia, a S. S. suplica se sirva mandarreeber los autos y, usando de labenignidad y misericordia, provea detal forma que mi honor quede a salvo,deuelbiéndome los dineros pagados,

pues por tal condenación quedaría conperjuicio considerable».

Los cuatro mil ducados («poderosocaballero es don Dinero», diría el poetaFrancisco de Quevedo por aquellosaños en Madrid) hicieron cambiar alescribano todos los convencimientosque, aparentemente, tenía contra suesposa. Le importaba un ardite elcastigo moral, la misa o el destierro deLorenza…, todo eso era ya causaperdida. Pero otra cuestión, razón depeso inmisericorde, eran las barras deoro que habían pasado ingrávidamentedesde sus arcas a las del Santo Oficio.Y por muy santo que fuera el oficio de

los inquisidores, no estaba dispuesto aque, además de las narices, le tocaran lacartera. Reemplazar la esposa seríacoser y cantar. Conseguir otros cuatromil ducados, una utopía. ¿Podría aclararel cambio de actitud el tan traído yllevado, desde entonces y hasta laactualidad, baldón de la hidalguía?Porque no son pocas las veces que se haescuchado lo de «por ser genteprincipal…» (hoy por hoy, resulta máscomún escuchar lo de «es de buenafamilia»). Lo cierto es que si para elescribano iba en detrimento de sureputación el tener un familiarpenitenciado por el Santo Oficio, ¿por

qué esos escrúpulos salieron a flotecuando la causa ya había sido fallada, yno antes, en el curso del proceso, dondeél mismo la acusó de hechicera, en vezde, como ahora, tratar de justificarla?De haber actuado así, quizá otro habríasido el resultado, aunque nada supiera elescribano del asunto del pergamino nide la guerra privada que mantenía elinquisidor Mañozca con Lorenza. Deaquellas lides, tampoco sabían enEspaña. Para Andrés del Campo, deescasa o de ninguna importancia eran laspenas morales impuestas, ni que sumujer hubiera vestido el sayal de lospenitenciados, ni que, infiel a los

preceptos cristianos, fuera sorprendidao amenazada con la excomunión, ni quemala cristiana, se viera condenada aldestierro. ¿Qué le importaba todo eso alescribano? Pero ¡ah!, el golpe que habíasufrido su caja…, ¡eso ya era otrocuento! ¿Y qué mayor motivo podíatener para reclamar ante el ConsejoGeneral, si además podía adornarse conlos peligros del honor y acompañarlocon una larga ejecutoria que probase surancia, limpia y prístina hidalguía? Porotro lado, sus amigos en la corte no ibana defraudarle.

—Mal hicimos, Llano, en dejarnosembaucar por ese marino tuerto. Malo esel ron para calafatear secretos.

—Más vale, Emeterio, que elnavegante no haya abierto la boca. Túsabes todos los amigos que doñaLorenza tiene en Calamarí. Si riega elchisme, el inquisidor nos va a hacerpicadillo.

—Si sólo hiciera eso no meimportaría porque ya estaríamosmuertos. Pero ¡ay diosito, cuántotendríamos que penar antes!

—Lo dicho, Llano…, el ron y los

secretos no deben mezclarse. Pero ahorano tenemos más remedio que cumplirnuestra parte del trato. Después, no nosencontrará ni el mismo diablo.

—No, Emeterio…, el diablo ya nosencontró.

Ambos se envolvieron en la capa. Lanoche estaba fresca. Temían que «laoportunidad de su vida» fuera al traste,por bocones. Días atrás, en el candor delas pestilencias de la Taberna delÁncora, un viejo marinero, undesconocido como otro cualquiera,hermanado a ellos por la desgracia, sehabía sentado en su mesa a ver bailar ala Lunareja (la que mostraba en sus

danzas la mancha honrándole el trasero)y después de ventilarse la primerabotella de ron, pasada la etapadenominada en las borracheras como«de las alegrías», llegó la de «lasconfesiones»; confesiones queterminaron hiriendo los oídos delnavegante tuerto. «Yo vi corretear porestos andurriales a esa pobre chiquilla.¡Menuda era su madre… la María! Ésasí era una hembra como Dios manda.¿Serán capaces éstos de estripar a lamuchacha? ¡Malparidos…!».

El marinero, trajinado por la vidamás de la cuenta, no contó lo escuchadoa cuanto entrometido atravesó su

camino, por el contrario, seleccionó laspersonas a su alcance que poseíansuficiente rango o estaban en capacidadde intervenir o hacer algo por Lorencita;incluso, buscó la forma de decírselo aella misma. Así llegó la noticia alteniente Alfonso de Laredo quien, sinparecer pendenciero, también gustaba delos favores de la Lunareja.

Había llegado el amanecer delsegundo día del mes de octubre. Los dossicarios se habían protegido cerca delpuente que comunicaba la ciudad con elpuerto. Al asomarse por el horizonte elprimer atisbo de claridad decidieron elenclave que cada uno habría de ocupar.

—Yo cubriré el camino del puerto.Tú, Llano, te ocuparás del que conduceal río. Si tuvieras mala suerte y tomaraesa ruta, cosa poco probable, no tedescubras hasta estar plenamente segurode que se trata de doña Lorenza. Irásola. Pon atención, porque es variada lagente que aprovecha la frescura delamanecer para emprender viaje.

—Tranquilo, Emeterio, por la cuentaque nos trae, no he de fallar. Deséamesuerte, como yo te la deseo. Si dentro detres horas no ha cruzado doña Lorenzapor delante de mi puesto, será que lo hahecho por el tuyo y me iré a esperarte ala cueva de los Bucanes.

—Allí nos veremos. Que la Virgendel Carmen te proteja, Llano.

El más cuajado, Emeterio, seescondió en la maleza del camino, pocodespués de atravesar el puente. Llano, elregordete, rodeó la muralla hasta el otrolado de la ciudad. Se apuró a buscar elsitio apropiado para esconderse, másallá del cruce de los Candiles, en elpunto que espesaba la manigua.Asustaban los sonidos de la nocheherida; pero el recuerdo del alientomortal del inquisidor les hizo aguantarla tensa espera.

Al filo de las seis, cuando lasestrellas todavía titilaban, Lorenza

abandonó su cuarto vestida con la sayablanca, ninguna carga, las manos libres,y se encaminó a la puerta. Una pequeñacuenta azul y naranja, de las miles queconformaban el collar heredado deMargarita, desbaratado en la boda por elescribano, colgaba en su cuello de unaimprovisada cinta de tela verde. Laguardiana, la superiora y la hermanaportera esperaban junto al locutorio. Lahermana Coronación había prohibidodirigirle la palabra. La portera corriólos cerrojos y abrió el batiente. Loscascos de una cabalgadura resonaban enla callejuela. Por la bocacalle, un grupode soldados enfilaba hacia la puerta del

convento. Lorenza salió por última vez,sin mirar atrás. Quedó un ratoobservando al animal, una hermosayegua negra, con el brío a flor de piel,de pelo brillante, recio, cuello largo,crines sedosas, patas fuertes, nerviostemplados…

Cuando los soldados estuvieron a sualtura, montó sobre la yegua. Cuatroguardias se colocaron a cada lado. Dosadelante sujetaban las bridas. Despacio,recorrieron las calles quedesembocaban en el centro deCartagena, a la luz de los farolesmoribundos.

En la Plaza Mayor, quienes aún

tenían un resto de fuerzas tras losdesmanes del día anterior, y algunoscuriosos más, se agolparon paraescuchar el bando que expulsaba aLorenza de la gobernación. Ante elarribo de los mandatarios, loscomisarios mostraron el bolillo paracalmar los ánimos. También losmilitares estaban cansados.

En la escalinata de la catedral,donde el tío Luis y Margarita la salvaranveinticinco años atrás de su primeramuerte, se habían situado lasautoridades. El señor de la Vega llegócon aire abatido. Mañozca y Salcedo, asu derecha, intimidaban al pueblo con

vistazos aleccionadores. Era el primercastigo que imponía la Inquisición enaquellas tierras. En adelante, serían losamos y señores de la crueldad y delterror; nadie podría oponérseles.Mañozca, de cuando en cuando, sacabael anillo del dedo para jugar con él.

Lorenza cabalgó, rodeada por laescolta, hasta el pie de la escalinata. Elgobernador, triste y solemne, dio lecturaal bando que decretaba, por orden delTribunal de la Santa Inquisición, eldestierro, en los términos conocidos, dedoña Lorenza de Acereto. Durante lalectura del acta el silencio fue absoluto,solidario. Únicamente lo rasgó el vuelo

de las golondrinas.Mañozca se ofuscó por la insolencia

de la desterrada; pocas horas habíantranscurrido desde la celebración delauto, y la muy descarada, desafiando ala suerte o provocando a la justicia,había colocado de su garganta unabalorio africano. Lo que para muchospasó inadvertido, reclamó la atencióndel inquisidor. Bien conocía él aquellasheréticas simientes azules y naranjas quelos negros usaban en los ritualesmágicos. Con ganas se lo hubieraarrancado ahí mismo; pero no merecía lapena provocar crispaciones.

Concluida la parafernalia oficial,

Lorenza giró la yegua, lentamente, ylibre de la guardia comenzó a cabalgarpor medio de la plaza hacia la calle quebajaba al puerto. Mañozca suspiró.«Hasta siempre, Lorenza. Muerancontigo tus secretos, los escándalos, lasamenazas y las conspiraciones. Vuelvana la calma las aguas que con tus malasartes has removido». El inquisidordirigió una mirada, intentó serprotectora, a su hermana Clara, quepermanecía mezclada con la gente en lasprimeras filas.

Lorenza, en el extremo de la plaza,donde era menos densa la muchedumbre,arreó a la yegua y la puso al trote. Por el

empedrado de la calle rebotaban losecos de los cascos.

El sol comenzaba a despuntar. Dejólas murallas atrás y se dirigió al puente.Emeterio, camuflado en la maleza, veía,patrocinado por el alba, el camino quedescendía desde la ciudad. Divisó lacabalgadura. Desenvainó la espada yagarró el extremo de una cuerda quehabía atado a un árbol, al otro lado delcamino, y había mimetizado con hojassecas. Descartó desde el principio eluso de armas de fuego, el ruido llamaríala atención de los vecinos.

El sicario alcanzó a ver cómoLorenza, un trecho antes del puente,

agitó las riendas de la bestia y la golpeócon los talones para ponerla al galope.Asió con dureza la cuerda, porque lavelocidad que traía el caballoprovocaría un tirón descomunal. Yaestaba a punto de cerrar los ojos paraaguantar el jalonazo, cuando percibióque los pasos desbocados del animaltomaban otro rumbo. Levantó la cabezay vio que el negro corcel, justo antes deatravesar el puente, había abandonado elcamino y chapoteaba por el borde delagua, loma arriba, buscando la selva.Lorenza, con la mano izquierda, tratabade apartar las ramas que le golpeaban lacara y se enredaban en la melena.

En el Archivo de Indias, Sevilla,reposan los diarios y las cuentas delconvento de la Popa, bastión de losagustinos, cuyos antecedentes yaconocemos. Permítanme hacer a estaaltura un oportuno paréntesis paraconstatar un detalle descubierto algodespués de mi estancia en Cartagena.Como ya habrán deducido, escribo estaslíneas desde la perspectiva que otorga eltiempo. Mis investigaciones no acabaroncon mi retorno a España…, ¿o he dedecir a la realidad? No. Estaba en larealidad. Sólo hay una realidad. El librode cuentas correspondiente a la última

semana de septiembre de 1613 registrauna donación a nombre del tenienteAlfonso de Laredo por valor desetecientos ducados, destinados a laexpedición conformada por seis monjesde la comunidad, encargados de lafundación de un convento en la comarcade Márquez, en los terrenos de Baza. Noresulta complicado deducir que, eloficial, había provocado la marcha delos monjes hacia el interior con unabuena dotación para acometer laempresa, a cambio de la salvación de suprotegida. Para los agustinos, aquélla nosólo era una excelente oportunidad paraensanchar sus dominios, sino también

para hacerle la puñeta a los dominicos.

¿Pero consiguió Lorenza llegar hastadonde aguardaban los agustinos? ¿Logróburlar al segundo sicario? No esperabayo encontrar las respuestas en loslegajos de la biblioteca de lascarmelitas. Si había respuesta alguna,estaría, como lo había indicado el padreFerrer, siguiendo las huellas que marcóLorenza en el barro de los Andes. Nohabía necesidad de seguir revolviendopapeles. El padre Ferrer, a juzgar por elorden de las demás hojas, tampoco lohabía hecho. Si acaso, aparecería por

alguna parte el registro de salida deLorenza. Lo demás, recuento hacia elpasado, tiempo tendría de revisarlo.

El proceso había concluido, comohabía concluido la información que teníasobre Ella. El acta inquisitorial y missuposiciones no daban para más. Demomento, sólo me quedaba un pálpito:Baza.

Recogí los documentos y mis notas.Devolví el legajo a su estante. Carmenme acompañó hasta la puerta. Medespedí, prometiendo tenerla informadade cuanto descubriese en Boyacá,departamento donde se encuentra lacomarca de Márquez. Por supuesto, al

convento habría de volver. Por unaparte, quería escarbar en los legajosfaltantes; por otra, aunque RamiroBiáfora encabezase la lista de posiblesmensajeros, Carmen estaba incluida enella.

Corrí al Santa Clara. Aún podíallegar antes de que cerrasen la agenciade viajes.

De las ramas iban colgándose losrecuerdos: los amores de Francisco, losjuegos en la playa, las enseñanzas deJean Aimé, las pillerías de Cacanegra,los hechizos del Delfín Verde, las tardes

de chocolate con los Antonelli, losespantos del tío Luis, el cariño y lamagia de Margarita, los músculos deDomingo del Señor, el convento, lasmonjas, el beso de Guiomar, las babasde Andrés del Campo, el rencor deMañozca, los hechizos, los conjuros, lasoraciones… Calamarí.

El riachuelo, a su izquierda,gorgoteaba brincando entre las piedras.Con dificultad, golpeándose contra lavegetación espesa y tratando de noaminorar el paso, remontó la corrientehasta que sintió el sol a sus espaldas. Layegua partía la selva en dos, seinternaba en la maleza como si fuera

parte de ella. Lorenza sintió cómo laabrazaba la manigua. Las hojas verdes,cubiertas de rocío, suavizaban losarañazos producidos por el hostilramaje.

¿Adónde estaba llevándole la Vida?El destierro… muy bien, el destierro¿y…? Luchaba por salvarse. ¿Qué habíadespués?

La meta a más largo plazo que podíaproponerse en aquel instante era llegarhasta la carreta de los monjes. Lasgolondrinas la seguían desde el cielo,bajaban en vuelos fugaces para recogercon el pico, y beberse, las gotas de suangustia.

No tardó en divisar el carretón,parado poco antes del cruce de losCandiles. Apuró la yegua en un últimoesfuerzo. Uno de los religiosos, en elpescante, apagó de un soplo el farolilloque los había iluminado hasta laalborada. Lorenza tiró de las riendas yla cabalgadura se detuvo a pocos metrosdel rudimentario carruaje. Cinco monjesse hacinaban en la parte trasera,sentados en bancas apoyadas contra loslaterales, incomodados por los baúles,garrafas, sacos, ropajes, barriles ydemás avituallamientos que ocupaban elcentro del remolque. Dos toscas ruedasde madera maciza sostenían el planchón.

Una loneta descolorida, azul si acaso,sujeta por cuatro palos desde lasesquinas, sería la encargada de protegera los monjes y a Lorenza del sol y de lalluvia. Uno de los agustinos, el másanciano, se apresuró a descender delcarromato. Lorenza desmontó, acarició ala yegua y la despidió con unosgolpecitos en las ancas traseras. Elanimal se lanzó contra la selva y a lospocos segundos ya no se oyó nada, comosi bestia y manigua se hubieran fundido.

—Daos prisa, doña Lorenza. Soy elpadre Arcadio Vanegas, responsable deesta humilde misión. Luego habrá tiempopara explicaciones; todavía acecha el

peligro. Poneos este hábito y subidrápido al carro. —El agustino,apartándose las canosas barbas, leentregó una túnica marrón igual a la quevestían los demás frailes.

Lorenza vistió el burdo tejido dealgodón por encima de la saya.

—Ahora, sentaos en medio de loshermanos y cubríos con la capucha.Avanzaremos un buen rato en actitud deoración. Pase lo que pase, no abráis laboca ni levantéis la cabeza.

Obedeció al padre Vanegas y seacomodó entre dos monjes que leabrieron hueco en el tablón. El delpescante arreó los cuatro percherones y

el carromato arrancó en medio derechinantes quejidos.

El sayón no sabía cómo estirarsepara desentumecer las piernas. Llevabamás de una hora horcajado en la ramaalta de un árbol que cruzaba sobre elcamino. A diferencia de su cómplice, laestratagema elegida fue la de saltarsobre la víctima desde las alturas. Asíafuertemente una daga en la manoderecha. El filo penetraría por laespalda, directo al corazón.

Por fin escuchó ruidos tras el recodoa menos de cincuenta metros de supuesto. «¡Dita sea mi estampa… agarrópal río!». Se desperezó y fijó la vista en

la salida de la curva. Si la mujer venía acaballo, debía ser certero en el salto.

Sólo el monje del pescante ibapendiente del terreno. El abad rezaba lasletanías, los demás contestaban en vozmonótona. Lorenza trataba de calmarse.Se había apoderado de ella un mareosofocante, unas arcadas le treparon a lagarganta. El monje de al lado cayó encuenta y le apretó el brazo indicándoleque aguantara. La visión se le comenzó allenar de neblina. Las golondrinasdescendían sobre el carromato ylanzaban agudos grititos. Lorenza,sumida en el desmayo, entendió queatravesaban el momento de mayor

riesgo. Buscó el abalorio de su cuello ylo apretó en el puño.

El carruaje tomó la curva. Llano seagazapó y dejó que se acercara otrotanto. Tenía obligación de garantizar eléxito, tomar las precaucionesnecesarias. Primero oyó el rezo sedantede los monjes. «¿Qué carajo es esavaina?». Luego atisbo la figura de losreligiosos en el carromato. «¡No jodás,hombe!». Casi debajo de la rama,concluyó que aquel priorato rodantenada tenía que ver con la hembraesperada. «¡Pucha si salto y escabechinoa los frailongos!». Dejó pasar la carretay rió de pensar en el susto que se

hubieran llevado los curillas. Volvió afijar la vista en el recodo.

La carreta, renqueando, se perdió enla espesura.

Lorenza no aguantó más, giró sobrelos hombros y vomitó en la vereda. Elanciano indicó al conductor que noparase. Uno de los monjes a su vera lesujetó el capuchón sobre la testa.Aliviada, alzó un poco la vista ycomprobó cuán extensa era la anchuradel desconcierto. Otro monje agarró unode los odres, lo abrió y le ofreció aguapara beber y limpiarse.

—No tardaremos mucho en llegar alMagdalena —anunció el del pescante.

Cesaron las plegarias.

«La respuesta está en el barro de losAndes». El jesuita había hecho unaanotación para sí mismo. Estabareflexionando. En el supuesto de quehubiera logrado traspasar el cerco demuerte levantado por Mañozca, Lorenzapodría haber llegado a Baza, en cuyocaso existía la posibilidad de seguirlelos pasos, o podía haberse quedado enalgún punto del camino. Muchas eran lasalternativas que ofrecía el Destino. Sólohabía una forma de averiguarlo: ir aBaza. El padre Ferrer, la misma tarde de

la ascensión, tuvo tiempo de indagarsobre el monasterio, convertido ahora, adecir por la página arrancada de la guíatelefónica, en hacienda de reposo.

Debo confesar que me hubieragustado remontar el río Magdalena hastael puerto de Girardot, cerca de Santaféde Bogotá, tal como se hiciera hastamediados de este siglo. Pero lanavegación por la principal arteria deColombia había muerto. El avión acortódistancias, las tractomulas reemplazarona los grandes barcos de vapor, a la clasepolítica no le interesó mantener a flotela vida en el río. Indefectiblemente, lasaguas arrastraron la prosperidad

asentada en sus orillas.La señorita de la agencia buscó en el

ordenador los vuelos disponibles aBogotá. Debía volar a la capital y desdeallí coger un autobús hastaVentaquemada. Compré un billete paralas ocho de la mañana del día siguiente,viernes 28 de marzo. Dejé abierta lafecha de regreso, aunqueprevisiblemente sería el 31. Reservé unahabitación en la Hacienda Baza yaproveché para que me retrasaran lavuelta a España cuatro días.

Fui hasta la recepción para reclamarla llave de mi cuarto. Allí estaba elnegrito con sonrisa de anuncio de pasta

dentífrica. Le puse al corriente de misalida durante el fin de semana y mideseo de alargar la estadía en el hotelhasta el 5 de abril.

—A la orden, caballero. Así tendrátiempo de verse con la señorita Patricia.Telefoneó para comunicar que novolvería hasta el domingo. Ha decididoquedarse un tiempo más en las playas deBarú —me dijo, haciéndose eldespistado mientras anotaba laprolongación de mi estancia.

Le agradecí el chisme y subí aldormitorio para dejar mis cuadernos.Estaba contento por las averiguaciones.Pero me preocupaba la forma de cómo

debería abordar a la hija del senador (heestado a punto de escribir «la hija delpirata»). Necesitaba un plan paraacercarme a ella, o hacer como siemprey permitir a la suerte que me echara unamano…, la excusa de los tímidos. ¿Quéharía para llamar su atención? Dibastantes paseos alrededor del cuarto.

No se me ocurrió mejor argucia quefacilitarle una copia del proceso deLorenza, con algunas anotaciones de mipuño y letra, sin descubrir, por elmomento, mi identidad. Estudiando a lavuelta sus reacciones, podría saber elgrado de conocimiento y afinidad, si lohabía, entre las dos mujeres. Dos

mujeres que eran, a mi imagen ysemejanza, una misma. ¡Bíblicodiscernimiento!

Bajé nuevamente al lobby. En micarrera casi tropiezo con Maurice.

—¡Cagamba! Buenas noches. Hacíagato no nos veíamos —me saludó—.¿Cómo ha estado trags la morte delpadre Fegrer?

—Bien, dentro de lo que cabe —contesté—. Estoy ocupado en algunosestudios, y eso me ayuda a distraerme.Por cierto, ¿podría indicarme dóndepuedo hacer unas fotocopias?

No me pareció oportuno darlepalique. Me señaló una papelería en los

sótanos, cerca de la agencia de viajes.Estaban a punto de cerrar. Mientrasfotocopiaban las hojas pensé quetampoco debía descuidar a Maurice.Pero no quise dedicarle tiempo al asuntodel mensajero antes del viaje, aunqueme preocupaba no haber visto al gerentedel hotel en los últimos días.

Con las copias debajo del brazoregresé a la habitación. Las ordené y mesenté delante del escritorio, cara a lapared, a escribir durante dos horas loque estimé oportuno para despertar lacuriosidad de Patricia.

Metí los folios redactados y lasfotocopias en un sobre y lo marqué:

Patricia Acevedo. Habitación 220. Aleajacta est!, me dije.

Embutí parte de mi ropa en unabolsa de viaje. Guardé en un portafoliosmis cuadernos, los recortes del padreFerrer y la documentación reunida. Yatenía listo el equipaje. Estaba a punto desalir a cenar, cuando recordé que mehabía olvidado de llamar a mis padres.Si iba a retrasar la vuelta, debíacomunicárselo. Salté por encima de lacama y agarré el auricular. Marqué elnúmero de mi casa. Tuve que esforzarmepara recordarlo.

—¿Dígame? —Era mi padre.—Hola, papá. ¿Qué hubo? —Traté

de bromear hablando costeño. No lehizo gracia—. ¿Cómo estáis por allá?

—Bien, hijo. Tu madre un poconerviosa. Dice que ya le estás haciendofalta.

—Estaré pronto allí, aunque,precisamente, llamaba para comentarosque he retrasado la vuelta hasta el díacinco.

—¿Algún problema?—No, papá, en absoluto. Es que voy

a viajar al interior. No quiero irme sinconocer el centro del país. También esmi tierra, ¿no?

—Sí, hijo, también es tu tierra; peroándate con cuidado. Según las noticias,

no están muy bien las cosas enColombia. Hay problemas de ordenpúblico. Parece enredado el tema de laguerrilla y el narcotráfico.

—Pues aquí, en Cartagena, no me heenterado de nada. La verdad, no he vistoun solo noticiero.

—La costa es como un oasis.Cuídate mucho, Álvaro. Estás en unmundo donde la fantasía, la realidad y lamagia son una misma cosa.

No dijo más. Pasó mi madre alaparato. Traté de animarla y explicarleque no había sucedido nada nuevo trasel fallecimiento del amigo del abuelo,me encontraba perfectamente, y el

motivo de mi retraso obedecía a causasexclusivamente turísticas. «Voy aconocer un monasterio del siglo XVII».Tenía la obligación de calmarla. Nolloró.

Me sorprendió la actitud de mipadre. ¿Había intentado sercomprensivo, siquiera amable? ¿Por quéahora, en Colombia? ¿Era consciente dealgún peligro sobre el cual pretendíaadvertirme? ¿Estaba haciendo un intentode suplir al abuelo? Tarde o temprano lodescubriría: mi padre ya se habíaconvertido en mi padre. Posiblementeadivinó para qué sirve todo estegalimatías que pretendemos llamar Vida.

Es probable que hubiera descubierto o,al menos se hubiera acercado, a unanoción aproximada de saber quién era élmismo.

Yo, todavía, no. Apenas estabacomenzando…

Antes de cenar dejé al negrito-todo-risa el sobre para Patricia.

—Descuide, patrón. La señoritarecibirá la encomienda.

No lo dudaba. Si el conserje seguíamostrando tanto interés, estaba dispuestoa incluirlo en mi lista de posiblesmensajeros. Cené liviano y me retiré adormir.

Pero al sueño no le dio la gana

visitarme.Ya había descifrado la página de la

guía telefónica. ¿Qué significaban losrecortes del periódico, incluida la notaanunciando la celebración delcumpleaños de Patricia?

El amanecer me atrapó con laalmohada hecha un gurruño y la cabezaen los pies de la cama. Ya era hora delevantarse para ir al aeropuerto.

El vuelo tuvo dos horas de retrasopor malas condiciones climatológicas.Tras la espera (una monja, unharecrisna, dos mendigos, un gamín, undibujante de caricaturas y cuatro locosse habían acercado a pedirme limosna,

aunque juraría que era un solo tipodisfrazado), bastaron noventa minutospara que el avión aterrizara en elaeropuerto de Eldorado en Bogotá. Eltrayecto estuvo cubierto de nubes. En losclaros alcanzaba a divisar la grandezadel Magdalena, el avión seguía sucurso… como los barcos de antaño,remontando la corriente mientrasascendían por los Andes entre laCordillera Oriental y la Central.

Al aparecer por la puerta deLlegadas Nacionales, una masa ingente,arrolladora, molesta como moscas decien kilos, se abalanzó sobre mí. Eranlos taxistas, legales e ilegales, luchando

por mi maleta para subirla a su taxi.Tuve que realizar una maniobra bruscapara quitármelos de encima. Monté en elmenos abollado que encontré. El chofer,después de averiguar si era extranjero(no prendió el taxímetro), me explicóque allí llamaban maracuyá a los taxis,por su semejanza con dicha frutatropical: amarilla y muy arrugada.

Amenazaba lluvia. Bogotá mepareció una ciudad oscura, fría,comparada con la luminosidad y elcandor de la costa. A dos milseiscientos metros de altura, en plenacordillera de los Andes, se esparce enuna sabana verde, húmeda, de tierra

generosa, rodeada de montañas que ladelimitan con el firmamento.

No tuve tiempo de visitar la capital.La idea de Baza me mantenía con prisa.Las torres del Centro Internacional seveían silueteadas sobre los cerros, conMonserrate al fondo. El desordenadotráfico, agresivo, no me dejó disfrutardel escaso trayecto.

El taxi subió por la Avenida 26 y ala una de la tarde estaba en el Terminalde Transporte para coger la flota aTunja. El coche de línea también saliócon retraso. «Salir puntual debe de traermala suerte». El cacharro tomó la 26hasta llegar a la Avenida 30, y por ésta,

derecho hasta enlazar con la Autopistadel Norte. Cruzamos la espléndidasabana. Su frescura me descargó delmalestar que me había provocado elpunzante aturullamiento de la ciudad.Sus frondosos pastizales eran como unlago de hierba entre montañas,salpicados por los invernaderos decultivos de flores. Chía, Sopó,Gachancipá, Tocancipá… Abandonamosel departamento de Cundinamarca. Lacarretera dejó atrás la sabana y comenzóa serpentear por el rugoso terrenoboyacense. El autobús iba lleno de gentesilenciosa, agazapada sobre sus canastosy sus tráfagos; apenas asomaban la

cabeza por el cuello de la ruana. Yo ibaun tanto adormecido, arrullado por elcansancio. En el puente de Boyacá,donde la nación ganara suindependencia, subió una mujer con unagallina agarrada por las patas, puesta decabeza y las alas abiertas. Mientrasbuscaba asiento se paró en el pasillo,con la gallina sobre la calva de unhombre que tenía echado el sombreroencima de los ojos para evitar laclaridad. Cuando vi aquella escena,imaginé que si en aquel instante el pobretipo hubiera apartado el sombrero de losojos se habría sentido un elegido deDios: el Espíritu Santo estaba

descendiendo sobre él. Pero lacampesina fue a sentarse al final del bussin que el pasajero advirtiera elbucólico milagro obrado en su persona.

En Ventaquemada el autocar volvióa detenerse. Era mi parada. Descendícon todos los bártulos. Poco más abajohabía una parada de taxis. Ya me habíaninformado que debería tomar uno parallegar hasta la hacienda. El vehículo,una radio con ruedas, se dejó caerpueblo abajo y no paró hasta el fondodel valle. Nos sacudimos sin remediodurante más de media hora. El conductorsólo había despegado los labios paradecirme: «Son cuatro mil pesos». Ni

para expulsar el humo del tabaco abríala boca… lo arrojaba por la nariz.Continuamos por la mitad del valle,desriñonándonos por una carreteradestapada. Los montes se apretabancada vez más. Creí que de un momento aotro iba a interrumpirse el caminoporque una pared de montañas no nospermitiría el paso. Sin embargo, trascada revuelta había un escape. A medidaque bajábamos, el calor aumentaba.Llegué a distinguir algunas hojas deplátano, inusuales en tierra fría. A pesarde la cercanía del ecuador, la alturaevitaba que el bochorno fuera insufrible.El coche, un Chevrolet modelo 50,

avanzaba expulsando una polvareda tandensa que no se veía más allá delportaequipajes. El mundo ibaperdiéndose tras la cortina de arena.Estornudé unas cuantas veces en la nucadel conductor, a propósito, a ver si sedaba cuenta de que debía subir laventanilla para no intoxicarme. Ni seinmutó. Se colocó la cachucha ycontinuó manejando, dando golpes conla mano en el volante cada vez que lasHermanitas Calle, en la radio, atizabanla música de carrilera y amenazaban asu amante (descifre usted la peculiarforma de enamorarse que tienen algunos)con un poético: «Si ya no me quieres te

corto la cara con una cuchilla desas deajeitar».

De pronto, la carretera cambió decurso y empezó a elevarse.Lagartijeando por una ladera trepamoshasta la cima del alto de la Rosa. Desdearriba pude apreciar y deleitarme con lahermosura, el reposo y la tranquilidadque emanaban de las tierras de lacomarca de Márquez.

Recorrimos el último tramo,nuevamente en descenso, hasta el vérticedonde confluían las faldas de lasmontañas. Baza estaba en el puro centrode una olla formada por elevaciones detres mil metros de altura. La carretera

moría en la puerta de la hacienda, roja yblanca con un tejadillo de barro.Todavía no divisaba la construcción.Pagué al taxista y crucé la puerta. Juntoa ella había un puesto de Telecom, elúnico teléfono en muchos kilómetros a laredonda. Sólo se utilizaba en caso deemergencia. El aislamiento era total…,deseable.

El sendero descendía en una ese casiperfecta. Primero divisé la cubiertaentejada. Luego asomaron las paredesblancas, gruesas, míticas, salpicadasaleatoriamente por ventanas escuetascon rejas de madera. Por fin abarqué latotalidad del conjunto: a la izquierda, el

bloque principal, era todo de una altura.A la derecha estaban las caballerizas ylos huertos. Al fondo, los coloreadosbosques nativos. Según se entra almonasterio hay un jardín conquistadopor agapantos y buganvillas. Aunqueahora sea una hacienda, hotel, o comoquieran nominarlo, sigue poseyendo lasolemnidad de las treguas, infundiendolos respetos y temores de un monasterio.Una galería con arcos protege de lalluvia y del calor la biblioteca, lacapilla y las oficinas. No hay recepciónni negritos simpaticones. En un lateraldel jardín queda el área de servicio ylas cocinas. Un pasillo estrecho, adjunto

a la biblioteca, comunica con otro patioporticado, alrededor del cual estándistribuidas las once habitaciones. En lamitad hay dos árboles retorcidos,vetustos, con sillones de mimbre queinvitan a la lectura. La dueña, LeticiaOspina, acudió en persona a recibirme.«Bienvenido a Baza, mi casa».«¿Guardan estos muros tus huellas,Lorenza?». «¿Perdón?». «Disculpe doñaLeticia, estaba embobado con mispensamientos».

Capítulo 9

Sonaba en los altavoces el allegromoderato del Concierto para violín yorquesta en re mayor opus 55 deChaikovsky… creo recordar, entoncesno sabía el nombre. Dos muchachas,orgullosas de sus rasgos indios y su pielde campo, ataviadas con uniforme azuloscuro, mandil de encajes, cofia yguantes blancos, servían el caldo ensopera de plata. Así era Baza: lujo ymisticismo criollo.

De las paredes colgaban pendonescon símbolos emblemáticos, oro sobre

añil, enaltecidos por el resplandor delas velas. Aunque la había, no utilizabanluz eléctrica. La vajilla era de porcelanainglesa de principios del siglo pasado.La cubertería, también de plata, sabíahacerse notar sobre los manteles de hilo.El comedor tenía siete mesas de cuatropuestos, todas ocupadas. Al fondo, enuna esquina, un joven cargaba de leña lachimenea.

Compartía mesa con un matrimoniovestido contra la ocasión, él de frac yella con traje de cóctel, y la dueña, doñaLeticia, empeñada en que la llamáramossólo Leticia. «Me hacen parecer másvieja». Tenía cincuenta y…

—Esta crema de mazorca estáexquisita —dijo el tipo del fracrelamiendo la cuchara como si fuera uncaramelo.

—Me alegro que les guste. Es recetade la casa —agradeció la anfitriona,limpiándose la comisura de los labiosapenas rozándolos con la servilleta—. Yusted, joven, ¿cuál era el estudio ese queme comentó esta tarde que andabarealizando?

—Ah, sí… —Me pilló deimproviso, concentrado en los dibujoschinescos del plato—. Una investigaciónde la vida en monasterios y conventosdurante la primera época colonial.

—¡La madre patria preocupada porsus legados en las inhóspitas tierras deultramar! ¡Oh, tierras de barbarie yfantasía, conquistadas a los indiosidólatras y pecadores, en favor y paragloria de su majestad el rey! ¡Dios salveal rey! ¡Viva España! —El joven delfrac levantó la copa de vino. La mujerdel vestido de lentejuelas le reprimiócon un apretón en el brazo.

—Tendrán que perdonarnos —sedisculpó ella—. Carlos no estáacostumbrado a beber.

Una sola copa había bastado parajumarle. Con un dedo estirado trataba decolocarse las gafas de pasta, a riesgo de

sacarse un ojo. La muchacha, rubia,delgada, de unos treinta y cinco años,aparentemente mayor que él, intentóconvencerlo para que, de motu proprio,se retirase al cuarto. Yo la miraba conextrañeza, lo notó.

—No me mire así de feo. Estamosde celebración —trató de justificarse.

—¿Algún aniversario? —preguntó ladueña.

—No, señora. Mi marido esastrónomo y lleva muchos añosdedicado al estudio del cometa Hale-Bopp…

—¡Ja! ¡El rey de los cometas! ¡Elpríncipe del universo! —interrumpió el

esposo, ya en pie, con la pajaritadescolocada y un mechón de pelo sobrela frente—. ¡Festejemos su saludo, lagran reverencia que nos hará dentro decuatro días! —Él también la hizo—. Ysacaremos luego los pañuelos paradespedirlo en su fuga, surcando lasconstelaciones de Perseus y Taurus…—Se despedía de todo el comedoragitando su pañuelo blanco,balbuceando una inteligible lista decuerpos siderales.

—¿Por qué aquí, en Baza? —alcancé a preguntar antes de que seperdieran por el arco de la puerta.

—Porque el romanticismo no está

reñido con la ciencia —contestó lamujer desde la puerta.

«No me agrada esta casualidad»,pensé, y me pateó recordar el trágicocometa. En su cola llevaba prendida lamuerte del padre Ferrer. Rechacé lospensamientos que llamaban a mi puerta yprocuré volver a sosegarme. Despuésdel viaje, no tenía ganas de sobresaltos.Quedé a solas con doña Leticia. De vezen cuando se acercaba alguna criadapara preguntarle asuntos referentes a lacocina. Ella respondía, einmediatamente retomaba laconversación.

—Me decía usted que está

interesado por los monasterioscoloniales.

—Bueno…, por éste en concreto.La dueña era una de esas mujeres

delicadas, sutiles, distinguidas, cuyafinura no pelea con la dureza deltrabajo. Sus ojos rebosaban inteligenciay cordialidad. Intentaba demostrar esaseguridad aplastante, un poco fingida, delas mujeres que arrastran un divorciolejano, asumido y superado en todas susextensiones. Debió de ser hermosa.Tenía el pelo castaño recogido en unmoño, los ojos azules, los labios finos yla tez morena.

—¿Y qué le atrae de Baza?

—Sigo los pasos de una mujer.—¡Es la primera vez que alguien

llega aquí buscando a una dama! —Sonrió mezclando la duda y la sonrisa.

A Baza habían venido buscando paz,descanso, desintoxicación, arte,vestigios arquitectónicos, amor,intimidad, protección, aventuras,espiritualidad… «¿Qué vendría a haceruna mujer en un convento deagustinos?».

Cuando terminé de contarle, agrandes rasgos, la historia de Lorenzahasta su desaparición, y la posibilidadde que hubiera llegado al monasterioacompañando a los fundadores, Leticia

estaba perpleja, con las cejas en alto yla boca apenas abierta, lo suficientepara denotar sorpresa.

—¡Caramba, Álvaro, qué historiatan fascinante! Pero ¿en qué podríamosserte útiles? Mi familia es propietariade la hacienda sólo desde 1861, cuandoel presidente Mosquera, a través de undecreto de desamortización, expropió ala Iglesia todas sus propiedades en favorde los Estados Unidos de Colombia. Yluego, a la postre, quedaron en manos dela oligarquía… No se extrañe por miforma de hablar. Pertenezco a esa clasepudiente, y reconozco el gran favor quele hizo Mosquera a mi familia,

propietaria no sólo del monasterio, sinode toda la comarca de Márquez,incluyendo nueve pueblos; pero meprecio de ser una persona ecuánime. Nifue, ni será, la única martingala apañadaen este país del Sagrado Corazón. En laactualidad sólo tenemos la hacienda… yde milagro.

—Ya. ¿Pero no guardaron ustedesarchivos, cartas, actas, cuentas o algúndocumento que estuviera en elmonasterio cuando pasó a manos de sufamilia?

—Algo queda. Hay unos librosguardados en un baúl. Si quiere que lediga la verdad, nunca me he entretenido

en leerlos con detenimiento. Apenas heojeado uno que otro, muy por encima.Dudo que mi madre o mi abuela lohicieran. Las pobres no sabían leer…,eran las costumbres de su época. ¿Sabeun dato curioso? Desde que perdió susfunciones religiosas, Baza siempre hapertenecido a mujeres. La propiedad hapasado por todas y cada una de lasmujeres de la familia, desde mitatarabuela hasta mí. Quizá ésa hayasido la causa de que la construcción sesalvara. No sé si por tradición o castigodivino, hemos dedicado la vida a sumantenimiento. Para convertirla enhotel, hace veinte años, tuve

prácticamente que reconstruirla. Todaesta tierra, en vez de aumentar nuestrariqueza, se la comió; pero es un justoprecio por disfrutarla. —Ella formabaparte de aquello… ella era Baza—. Encuanto a los documentos, libros y demáspapeles, muchos se han perdido. En micasa, allí abajo, pegada al río, guardo loque ha llegado hasta nuestros días. Conmucho gusto mañana podré mostrárselo.Ojalá encuentre lo que busca. Sería otraleyenda para sumarla a las tantas dellugar.

—¿Leyendas?—Sí…, leyendas. Duendes,

apariciones, fantasmas, ninfas,

demonios, milagros, curas sin cabeza,espantos, hadas, historias de amor entrecampesinas y clérigos, pasiones sinlímite protagonizadas dentro de estosmuros y en los bosques aledaños porfamosos personajes de Colombia,pasados y actuales…

Charlamos hasta consumirse lachimenea. Nos retiramos cuando yatodos dormían. Doña Leticia apagó lasvelas con una campanita de hierro. Medeseó buenas noches y cruzó el jardín.Hacía frío. Unos botes con petróleoardiendo marcaban los caminos. En laluz del fuego busqué el rastro deLorenza, como Ella buscó a Francisco

en el camino de espermas por las callesde Calamarí.

En enero de 1614, Emeterio Cifuentes,asesino a sueldo por no tener otra formade matar el hambre, apareció torturado ymuerto, colgado de un árbol por elpescuezo, a la vera del camino que uníalas poblaciones de Lorica y Montería.

Un mes después, Juan de Talavera,apodado Llano por haberse extendidomás a lo ancho que a lo alto, bajóflotando por las aguas del río Cauca conuna amoratada mueca de estupor en elrostro.

Y a mediados del mismo año, elConsejo General de la Inquisición,compuesto por «los Señores Valdés,Çapata, Castro, Pimentel, Ramírez yMendoza», resolvió (aunque no porunanimidad, ya que «los señores donJuan Çapata y don Enrique Pimentelfueron de differente parecer ») aceptarla propuesta realizada por Andrés delCampo, con este fallo, lacónico yconciso, pero inapelable: «que se le détestimonio que no le obste y se lebuelva el dinero».

Guste o no guste, el escribano pudofestejar por todo lo alto la recuperacióndel oro. El padre Bernardino de

Almansa obtuvo la mejor satisfacción asus recriminaciones legales. Por lodemás, unos quedaron contentos y otrosrabiando… unos vivos y otros muertos.¿Y Lorenza?

Amaneció tarde, pero me levantétemprano. El sol tardaba en escalar losriscos del oriente. Las chicas delservicio mariposeaban de un lado a otroiniciando labores. Paseé un rato dandovueltas a la alberca que había en eltraspatio de las cocinas donde, según laleyenda, había sido enterrado un duende.A finales del siglo XVII, un joven

aspirante a fraile hizo amistad con unduende que vivía en los bosques deBaza. El muchacho, recluido a la fuerzapor sus padres en el monasterio, seafanaba en hacer la vida imposible a losagustinos. Y nadie mejor que su amigoel pequeño duende para llevar a cabolas singulares maldades que habrían deperturbar durante diez años la vidamonacal. Sonaban las campanas a lascuatro de la madrugada. El graneroaparecía revuelto muchos días, con losgranos mezclados y las sacas rotas. Lacocina amanecía embadurnada deharina, sin que aparentemente nadiehubiese estado en ella. Cuando los

frailes salían a orinar durante la noche,una escoba les perseguía por loscorredores hasta recluirles en sushabitaciones muertos de miedo. Lasdiabluras del chico y su cómplicealteraron la voluntad de los monjes, a talpunto que pocos osaban abandonar losdormitorios después de la hora dequeda, y aún algunos, durante el día. Eljoven conoció a una campesina y seenamoró de ella. Comenzó a frecuentarlay olvidó a su compinche. El duende,celoso, trató de vengarse del muchacho.En cierta ocasión, cuando la campesinacabalgaba por el bosque, salió a suencuentro y golpeó las patas del caballo.

El animal se desbocó y lanzó a la chicacontra las ramas de un árbol, causándolela muerte. El duende, arrepentido,confesó al joven su culpa, argumentandoque lo había hecho porque ante todoestaba la amistad entre ambos,deteriorada por la intromisión de lamujer. El muchacho le otorgó su perdón,aunque en el fondo clamaba venganza.Una noche llamó al duende y le dijo queal vaciar la alberca los monjes habíandescubierto un tesoro en un túnel quepartía del fondo, pero era muy angosto ynadie había podido sacarlo. Leconvenció de que, gracias a su bajaestatura, él podía entrar y coger el

tesoro para repartirlo entre los dos. Asílo hizo. Pero cuando el duende entró enel túnel, no era otra cosa que el desagüe,el joven bajó la compuerta. Horas antesya había taponado con piedras la bocadel pasadizo que vertía el agua en el río.Llenó el estanque y levantó nuevamentela compuerta para inundar el desagüe.Los frailes recuperaron la tranquilidad.Pero el muchacho no volvió a salir de sudormitorio, carcomido por sus doloresde amor y los gritos del duende, quecada noche le atormentaban desde elfondo de la alberca.

—Está más bonita cuando haceverano y las rosas caen sobre el agua

para mirarse —dijo doña Leticia cuandollegó a buscarme.

Me aseguró que nunca habíaescuchado ningún alarido provenientedel aljibe, aunque eran muchos lossonidos intrigantes que recorrían Baza.Caminaba apoyada en un bastón, no mehabía dado cuenta, aunque era coja.«Cosas de la edad». Me invitó a tomartinto en el porche de su casa. Vivía sola.«Mis hijos trabajan en Bogotá. Vienenalgún que otro fin de semana».

—¿Tiene usted alguna hija?—¿Por qué lo pregunta?—Sería la heredera…—No. No la tengo. —Dejó aflorar

una insípida preocupación—. Baza notiene heredera. Sólo tengo dos hijosvarones.

—No siempre pueden seguirse lastradiciones. Si las monarquías hanpersistido por acomodarse a lascircunstancias, bien pueden hacerloustedes.

—El espíritu de Baza es femenino.No sé si un hombre, aunque sea hijomío, pueda entenderlo.

—Quizá, con mayor razón.—¿No dicen ustedes que no

entienden a las mujeres?—Puede que no las entendamos;

pero sabemos cortejarlas, incluso,

hacerlas felices.—No siempre…Me estaba metiendo en terreno

pantanoso. Le pregunté por los viejosdocumentos. «Sígame». Me guió hastauna especie de estudio-biblioteca.Contra la ventana había un escritorioantiguo con una silla de cuero. En lasestanterías, libros de mayor o menoredad, arbitrariamente colocados.

—Los documentos están en ese baúl.Señaló un arcón de madera

arrinconado en la esquina. Me invitó adestaparlo.

—Siempre le he tenido respeto a esemueble. Cuando lo abría mi padre, yo

corría a esconderme en el jardín. Ya ve,miedo a lo desconocido. Y aunque sé loque contiene, sigo temiéndole. No hayjustificación para ello, ¿verdad?Parezco boba. Bueno, no le distraigomás.

Había dos carpetas con hojas sueltasy una docena de tomos encuadernados enpiel.

—Quédese aquí tranquilo. Sinecesita algo, pídamelo con confianza.Y si yo no estuviera, llame a Margarita,la mucama.

Se marchó. Vacié el arcón y pusetodos los libros sobre la mesa. Miréinicialmente las páginas sueltas.

Continué de pie. La mayoría eranrecibos comerciales, cartas instructivasy partidas de bautismo que no mellamaron la atención, las pasé un pocopor alto. Los doce volúmenes teníaninscritos en la primera página los añosque abarcaban. Fui devolviendo al arcónlos que no correspondían a las fechasrequeridas. Cada diario recogía lasactas de un lustro. Las fechas saltabanbruscamente en el tiempo. Después derevisar diez tomos, había encontradodos pertenecientes al comienzo del sigloXIX, cuatro al XVIII, tres a la segundamitad del XVII y uno desde 1640 hasta1645. Únicamente quedaban un par

sobre el escritorio. El primero iba de1634 a 1639. Curiosamente, empezabanarrando que en aquel año del Señor demil y seiscientos y treinta y cuatro sedecretaba fundado el monasterio deBaza; es decir, habían tardado algo másde veinte años en terminarlocompletamente. La construcción noameritaba tanto tiempo, pero losrecaudos, en tan remotos lugares, nodebían ser copiosos. Lo revisé por siacaso. Ni una palabra sobre Lorenza nisobre algún acontecimiento, cuestión opersona relacionados con ella. «¡Albaúl!». Abrí el último con ladesesperanza prendida del cuello. De

repente, un golpe en el cristal de laventana me hizo dar un paso atrás ycerrar el tomo que me disponía arevisar. Quedé atónito al ver lascabezotas de dos gigantescos mastinesladrándome desde el exterior. Con laspatas trataban de rayar el vidrio. Lamucama apareció gritando desde elcésped, y los calmó.

—Disculpe, señor, no estánacostumbrados a gente extraña —medijo, sujetando a los perros por lacorrea.

Procuré no demorarme en recuperarel aliento. Me senté en la silla de cueroy coloqué el libro sobre el escritorio.

Los animales seguían en el patio, dandovueltas, amenazantes más que vigilantes,traspasándome con la mirada. Abrí eltomo. No tenía fechas. Desde la primerapágina la caligrafía era apretada ytorcida, como si hubiera sido escrito sinlugar donde apoyarse. Los mastinesvolvieron a ladrar.

« … y a vista del cruce de losCandiles, fué llegada a nos una mugerque yba seguida de la muerte…».

¿Haría falta describir la pasmosidadque me invadió? En medio de la rigidezde mis emociones, sucedió algo que nopuedo, a pesar de las facilidadesconcedidas por el tiempo, relatar en

toda su magnitud. Porque no sé a cienciacierta si lo percibido en las siguienteshoras fue realidad o entré en un estadode hipnosis, catarsis o sueñoilógicamente adquirido. Sentía losmastines reanudar sus ladridos, máslejos, como si hubiera surgido unespacio entre el escritorio y la ventana.Luego escuché una voz hablándome a lasespaldas, pero no hice nada porvolverme. Era una voz tranquila. No vi anadie en concreto, aunque sentí lapresencia de un fraile, un religioso debarba larga y hábito color café. Podíatratarse del primer abad del monasterio.Sin verlo necesariamente con mis ojos,

me di cuenta de que tras la barba delmonje se escondía, o se mezclaban, losrasgos del padre Ferrer. No puedocertificar si cuanto ahora escribo loescuché o lo leí en el libro. Quieroexpresarlo como todavía lo siento, yconcederme la gracia de ponerlo enboca del padre Arcadio Vanegas.

«La mujer llegó a todo galope sobreun caballo negro. Emergió de la selvacomo un pedacito de nube, un soplo devapor desprendido de otra nube másgrande. No aparentaba buena salud. Ledi un hábito agustino y lo vistió. Arrancóla carreta y comenzamos a orar. En laparte donde suponíamos el mayor

peligro, la mujer se desmayó y levinieron arcadas a la garganta.Afortunadamente pudo contenerse hastaque el camino abrió y empezó adescender hacia el río. No pronuncio sunombre porque ella misma rogóencarecidamente no desveláramos suidentidad. Pedía a gritos que la olvidarael mundo. Nos detalló, y corroboramos,la forma en que un teniente, amigocomún, había organizado la evasión.Arribamos al puerto del Magdalena sinnovedad. La mujer iba recobrando elaliento. El padre José, conocedor dealgunas artes médicas, la examinó antesde subir al barco. La mujer estaba

embarazada, de ahí sus mareos yvómitos. Le dije que no se preocupara,nos encargaríamos de cuidarla, así comoa su hijo cuando naciese, si era sudecisión permanecer algún tiempo connosotros. Remontamos el río varios díashasta el puerto de Girardot. Ellacolaboró, como uno más, en las tareas yquehaceres diarios del barco. Eludióacompañarnos durante las oraciones. Amenudo la atacaban desfallecimientos,por lo que el padre José optó por llevarlas sales permanentemente en elbolsillo. La mujer no disfrutó de latravesía. ¿Cómo podía hacerlo en talestado? Pareciera que todo le daba lo

mismo. Pero era fuerte. Luchó por suhijo y centró su vida y sus anhelos,pocos le quedaban, en sacarlo adelante.Desde Girardot subimos a lomo de mulahasta Santafé. Fueron cuatro jornadasinsoportables: insoportable el calor deltrópico, insoportable el ascenso a lasabana, insoportable el dolor deriñones, insoportable el frío de lospáramos, insoportable la humedad,insoportables los zancudos… En lacapital recibimos de los superiores denuestra orden los títulos de propiedad delas tierras de Márquez. Repuestos delviaje, reanudamos la marcha. Un par dedías bastaron para llegar a nuestro

destino. El padre Sagunto, experto enconstrucciones, examinó el terrenodenominado como Baza para elmonasterio: una encrucijada demontañas, aislada de tal forma, que lamuralla de montes lo protegería de lasdevastadoras manos del hombre. Lamujer, en cierta ocasión, le dijo a subarriga que aquellas montañas teníanespíritu de hembra. Los amaneceresolían a leche fresca. Se iniciaron lostrabajos de construcción, guiados por elpadre Sagunto, quien cada mañana nosreunía para dar las órdenes precisas.Nunca dibujó un plano, todo lo llevabaen la cabeza. Las primeras semanas

fueron terribles, no teníamos techo paracobijarnos; el clima de la región esgeneralmente benigno, sin embargo, lascaprichosas tormentas nos jugaron malaspasadas. Dormíamos cubiertos por lamisma lona que nos sirviera de parasolen el carretón. Cuando se llenaba deagua, era peor quedarse debajo que salira exponerse a la lluvia. El primeredificio fue un barracón que entoncessirvió para todo; luego se convertiría enla biblioteca. Y después, como eranuestra obligación, construimos lacapilla, nueve meses tardamos enacabarla. Cuando digo acabarla, merefiero a la obra, porque Cristos,

Vírgenes, bancos, custodias,candelabros, velas y demás elementosllegarían más tarde, a medida que losfueran donando las gentes principales dela comarca. Nuestra alimentación erarica y abundante… en patatas: caldo depatata para desayunar, patatas guisadaspara comer y patatas hervidas paracenar. La mujer, algunas ocasiones,conseguía en el bosque ciertas hierbasmasticables y las echaba al puchero. Elpadre José tenía preocupación de que elhijo naciera con cara de patata. Graciasa Dios, no fue así, aunque no pongo enduda que al enfermero le hubieraencantado estudiar semejante fenómeno.

La mujer llevaba colgado del cuello unabalorio, azul y naranja, parecía unapiedra alegremente coloreada, si bienella afirmaba que era una semilla delÁfrica y, de muchas como aquélla,heredó un collar de su aya que laprotegió de los malos espíritus hasta queun gañán lo rompió en un ataque deestupidez. No tengo mayores datos paraaclarar las circunstancias. Por muchosintentos que hicimos para desterrar de sumente dichas idolatrías, contestaba quele había ido mejor creyendo en ellas queestando cerca de la Iglesia. Entraba enpánico si alguien nombraba laInquisición. Hicimos un trato: ni ella

manifestaría sus creencias paganas, ninosotros intentaríamos volver ainculcarle ninguna idea a cristazolimpio. Guardaba esa pieza como oro enpaño. Me aseguró que en el convento delas carmelitas debió esconderla de lafuria de la superiora. Tuve ocasión deconocer a la monja el día antes de partir.¡Retorcida señora! La mujer rescató suabalorio en el último momento, gracias ala colaboración de una hermana, quienterminaría azotada por contravenir a laabadesa. El amuleto había permanecidoa buen recaudo en unas piedras delclaustro, junto al pozo, dijo. Le causórisa el hecho de que la hermana a quien

solicitara el favor, una gallega, llamase“perifollo” a su abalorio. Durante laconstrucción del monasterio acabamoshaciendo buenas migas. Todosaprendimos un poco de todos, en aquellasoledad que nos imponía el muro demontañas. No obstante, surgieronalgunos problemas con los hermanos,alocados por el encierro, y propusierona la mujer favores del cuerpo. Paraevitarlos, le pedí que durmiera sola enla capilla una vez terminada. Y allí lesorprendió el alumbramiento. Era denoche. Acudimos a los primeros gritos.El padre José la atendió comobuenamente pudo, con los escasos

medios disponibles. Ordené que todosregresaran al barracón. Esperé en lapuerta. El enfermero me pidió agua envarias ocasiones. Se la llevé del río enun balde un poco sucio. La mujer nocesaba de gritar. Yo no quería quenuestra iglesia registrara, como primeracto trascendental, un fallecimiento. Porsuerte, fue al contrario. El padre Joséme indicó cuándo podía pasar. La mujerestaba arropada en una manta, al pie dela mesa de piedra que ya ejercía comoaltar. Desconozco por qué extraña razón,ella tenía el rostro alterado, con un gestode asombro, quizá de terror, como siestuviera recapacitando o cayendo en

cuenta sobre algo inesperado. Elenfermero sostenía en los brazos alrecién nacido, cubierto aún de bellasinmundicias. Se lo entregó a la madre,era un varón. El chico se crió sano yfuerte. Los campesinos, enterados delacontecimiento, venían a menudo concantinas de leche y cestas de quesos yhuevos. La verdad es que todos nosbeneficiamos y comimos como sihubiéramos nacido a la par de lacriatura. Quise extender, como esnatural, la partida de nacimiento ybautismo. Me costó convencer a lamujer para hacerlo. Declaró no conoceral padre, y optamos poner al niño su

mismo apellido. Nuestra relaciónsiempre se desarrolló bajo pactosestablecidos. Para seguir adelanteentablamos otro: solicitó un pequeñocambio en el apellido del chico,argumentando que el peso de laInquisición recaería directamente sobreél, pues había sido procesada ysentenciada (yo siempre vi unaestupidez, por parte de los dominicos,utilizar como arma de sus pretensionesel perjuicio a la familia); accedí a lapetición, y a cambio, ella permitiría elbautismo de la criatura. Dicho y hecho.El pequeño Francisco quedó en manosde Nuestro Señor. Poco después la

capilla serviría para bautizar muchosotros bebés de la comarca; los lugareñoslos traían creyendo que el nacimiento dePachito había sido una señal del cielo.Los estipendios contribuyeron a que laconstrucción siguiera adelante, así fuesecon la lentitud establecida por losreducidos ingresos y la falta de brazos.La huerta también dio sus frutos. El niñocreció aportando más quehaceres quealegrías. El día de su quintocumpleaños, de puro rebelde, harto decomer patatas, metió varios terneros enel huerto para acabar con la plantaciónde tubérculos. Ese mismo día, su madresolicitó hablarme a solas. Fuimos a

pasear al bosque, quería pedirme unfavor. Esta vez no me propuso un pacto,pues no exigía retribución de mi parte.Me rogó que si algo le sucedía, o antecualquier circunstancia futura, entregasea Pachito el abalorio azul y naranja, y,cuando tuviera uso de razón, si ella noestaba, le pusiera en conocimiento deuna frase que pretendía dictarme.Regresamos al monasterio y copié loque me dijo. Esa noche, sin avisar anadie, la mujer desapareció. Supongoque se despediría de su hijo, aunque elchico jamás quiso hablar del asunto. Seperdió para siempre, nunca he vuelto asaber de ella. Posiblemente, Pachito

tampoco. No entiendo por qué lo hizo, nilas justificaciones que ampararon sudeserción. Tampoco me siento quiénpara juzgarla: aquella mujer cargaba enel alma pesos desmedidos. El chico, alos pocos meses, se fue a vivir al ranchode unos labradores en un pueblo vecino.Nos visitaba a menudo. Cuando cumplióquince años vino a verme, se plantófrente a mí y me dijo que tenía algo paraél, quería recorrer mundo, y su madre lehabía dicho que, antes de alejarse delmonasterio, el abad le daría unaencomienda. Casi me había olvidado. Ledi al chico el abalorio y leí la frasedictada por ella. Según la cara que puso,

no la entendió. La copié en un papel y selo di. Pachito también desapareció,como su madre… sin dejar huella».

Los ladridos arreciaron y volvieronlos perros a estar cerca, tras el vidrio.¿A qué ladraban? Se esfumó miensoñación. Yo seguía con los ojossuspendidos en la menguada letra dellibro, de renglones más rectos que losprimeros, justo en las frases dictadaspor Lorenza al fraile. Doña Leticia entróen el estudio y me preguntó si queríaalmorzar. Ya era la una de la tarde.

—¿Encontró algo de provecho? —preguntó.

—Todo —respondí sin estar

compuesto del todo.Rechacé la invitación. Si me

acuciaba el hambre, no me enteré.Volvió a dejarme solo. Continué hasta laúltima línea referida a Lorenza. Luegomedité sobre las revelaciones, y admitoreconocer que lo conseguímetódicamente, a pesar de misexaltaciones desbordadas.

Obviemos el regocijo de saber queLorenza llegó a Baza. El consabido«perifollo» rescatado del majano por lahermana portera no era, ni más ni menos,que el abalorio de Margarita, azul ynaranja, y que antes de abandonar elmonasterio legó a su hijo. El papel

húmedo entregado a la superiora no eracosa distinta que el envoltorio con elcual había protegido la simiente. Por lotanto, nunca sacó el pergamino delconvento de las Carmelitas.

El «gesto de asombro» en la cara deLorenza descrito por el fraile tras elnacimiento del niño obedecía a que ellase dio cuenta inmediatamente de que elmanuscrito había recobrado toda suvalidez. La hija nacida en el altar yasesinada en Cartagena constituía unaprotección, un despiste o una simplecoincidencia. El legado arrancaría de suhijo Francisco. ¿Francisco? Queda claroque la afirmación al abad: desconocía la

identidad del padre, fue una celada paraesconder la verdadera filiación de suhijo. Sin embargo, algún reconocimientoquiso tener Lorenza al bautizarle con elnombre del progenitor.

Quedaban por resolver dosinterrogantes: uno, cuál sería el apellidoque dio al niño; y dos, qué significabanlas frases leídas al final del texto.Debían encerrar un gran secreto,constituían la herencia de Francisco, suhijo. No capté el significado claro en laprimera lectura. Descifrar el mensaje mellevaría tiempo. Así las cosas, retomé elcaso del apellido. Saqué nuevamente delbaúl las partidas de bautismo.

Seleccioné todas las que registraban elnombre de Francisco, hasta un total deocho. Luego descarté seis al nocorresponder las fechas. Por último,centré mi atención en las dos posibles.Ambas estaban bastante deterioradas,me resultó complicado adivinar loscaracteres. La primera se extendía anombre de Francisco Arbeláez Sánchez,hijo de Francisco y Leonora. La segundapertenecía a Francisco Ac… el apellidoera ilegible, y no registraba,intencionalmente, el nombre de lospadres. Estaban datadas con tressemanas de diferencia. ¿Cuál podía ser,si es que era una de las dos? Había un

portalápices sobre el escritorio. Nuncafui especialmente ingenioso en laboresdetectivescas; pero, por si acaso, cogíun lápiz y sombreé muy suavemente elrugoso papel encima del apellidoborrado. No era magia, ni la palabraapareció con nitidez. Tuve queayudarme de una lupa y seguir, letra aletra, el trazado. Las dos primeras letraseran una A mayúscula y una c. Lasiguiente se me antojaba una e. Luegoapareció una v seguida de otra e. Uncorte. Después arrancaba una dexcesivamente florida, para terminar conuna o abierta y prolongada. No existíasegundo apellido. Recompuse la

palabra: «Acevedo». ¡Joder! ¡Elapellido de Patricia y de su padre, elsenador! ¡Patricia Acevedo! Me lorepetí un centenar de veces, lo escribíincluso. Lorenza había permutado la rpor una v, y la t por una d. Seguramenteel padre Vanegas no le permitió mayoresmodificaciones; sólo las necesarias parahacerle un quiebro a la Inquisición, alDestino, y ajustarse al aprieto.Entonces… entonces… entoncesPatricia sí era descendiente de Lorenza.¡Eso explica muchas cosas! Y ademásme permitía sacar la irremediableconclusión de que Patricia era familiarmía. ¡Los Acevedo y los Santander

éramos consanguíneos! De no habernegado Lorenza la identidad del padre,todos tendríamos el apellido Santander.Voilà!

Para intentar descifrar el contenidode las frases que dictara Lorenza melevanté de la silla. Comencé a darvueltas alrededor de la alfombra,procurando no pisar las esquinas…manías. El texto legado a su hijo era elsiguiente:

La verdadestá en loslibros.

El

Catecismo nosenseña

asobrevivir enel tiempo

hasta quese cumplan

losdesignios.

El Ángelde la Guarda

nosprotege.

Es lo que entendí y copié del tomodel abad, aunque para mayor

compresión actualicé un poco elcastellano. Enseguida me pregunté porqué nombraba Lorenza el catecismo, o elángel de la guarda, siendo elementoscristianos con los que poco comulgaba.Al padre Vanegas debió de parecerle elmensaje muy adecuado y propio paraFrancisquito. Pero resultaba evidenteque escondía una clave debajo de laspalabras. Lo primero que había deencontrar era el objeto cifrado. ¿A quéaludía el comunicado? Y en concreto,según la última frase, ¿qué protegíaLorenza? No cabía otra respuesta que elpergamino. En él unifiqué todos losrazonamientos. «Cuando se refiere a que

la verdad está en los libros…entiéndase, en uno de ellos lo haescondido. Es lógico. El papel entrepapel se pierde. El libro que más tuvoen las manos, y pudo manipular contranquilidad fue, como señala, elCatecismo. En concreto, el CatecismoTredentino, cuya lectura le impusiera elpadre Almansa en el convento a travésdel confesor. ¡La madre que me…!».Habíamos acariciado el libro; el padreFerrer lo había sacado de la estantería yme lo había mostrado. Continuaba dandovueltas sobre el perímetro de laalfombra. «Si dice: nos enseña asobrevivir en el tiempo, es porque

albergaba la esperanza de que elmanuscrito permaneciera oculto eltiempo necesario, corto o prolongado.La única certeza era que al abandonarCartagena, seguía en su lugar. Hasta quese cumplan los designios… ¿losconocía?». Me rugieron las tripas. Elestómago dio un aviso: necesitaba másque palabras. «El Ángel de la Guardanos protege… ¿desde cuándo Lorenzacreía en él?». Discurrí bastante. En esemomento llamaron a los perros. «¡ElÁngel de la Guarda! ¡Por supuesto…!No se refería al ser celestial que noscubre las espaldas. La alusión no puedeser más directa: el ángel dibujado en la

guarda…». Las guardas de los librosson el papel pegado a la tapa por elinterior. Y el Catecismo Tredentinoencontrado por el padre Ferrer teníauno, con trompeta y todo, en la pasta dela contracarátula. «¿Estará allí?».Cabían varias posibilidades: o el hijorecibió el mensaje y lo entendió, siLorenza le había ampliado lainformación anteriormente; oFrancisquito no comprendió el mensajey dio a su madre por loca; o tomó al piede la letra el contenido y se metió amonje, algo así, con lo cual elmanuscrito seguía escondido en laguarda del libro; o el Catecismo del

convento podía no ser el mismo deLorenza; o alguien ya podía haberloencontrado tiempo atrás…, quizá elmensajero.

Quedaba en el aire otra cuestión, quede antemano era imposible solucionarla,al menos inmediatamente: ¿por qué sehabía largado Lorenza sin más, despuésde cinco años en el monasterio,abandonando a su hijo y desechando laprotección que, así fuera comprada,había recibido de los agustinos?

La tensión y los nervios pudieronconmigo. Tomé los apuntes necesarios ysalí del estudio en busca de doñaLeticia. No estaba en casa. Debían de

ser las cinco o cinco y media. Ascendípor el camino hasta la entrada y entré aTelecom. Solicité al dependiente, unchaval del pueblo cercano, unacomunicación con Avianca, en Bogotá.Contestó al teléfono una chica un tantoseca. Le expliqué mi necesidad de viajarcon urgencia a Cartagena, a ser posible,en algún vuelo del día siguiente.

—Lo siento, señor. No hay vuelosdisponibles hasta la media mañana deltreinta y uno.

Insistí. No hubo forma. Me tomó lareserva con la frialdad que sólo soncapaces de mantener las empleadas deuna aerolínea. Me veía abocado a

refrenar mis impulsos y mis ansias hastael lunes. ¿Qué podía hacer yo,convertido en un manojo de nervios, unfin de semana en una hacienda dereposo?

El domingo 30 amaneció pletórico. Elsol se agarraba a las cumbres con lasmanos y asomaba la cara por la campanainvertida que formaban los riscos. Yome había calmado un poco. Narrarledetalladamente durante la cena misdescubrimientos a doña Leticia me habíaservido para liberar unas cuantasemociones. Sin embargo, no pude

sacudirme la sensación de que ella sabíamás de lo que me había dado a entender.Varias veces asintió con la cabeza,inconscientemente, aseverando yconfirmando mis teorías.

Me fui temprano a pasear por elbosque. Miré hacia lo alto y me preguntési allí estaba Dios, en los picos deaquellas montañas incomprensibles.Caminé por un sendero marcado conletreritos indicando la direcciónadecuada para no perderse. Loseucaliptos cubrieron mi cielo. Me puse arecapacitar sobre cuál sería la mejorforma de establecer contacto conPatricia. A todas luces, la situación se

había complicado. Ahora era mucho, ycomplejo, lo que debía decirle; además,no tenía tiempo. ¿Cómo aceptaría unapersona a la que de buenas a primeras,un perfecto desconocido, le confesarahaberle dejado la fotocopia de unosmanuscritos acerca de un procesoinquisitorial acontecido cuatro siglosantes, y cuya protagonista era, aunquepareciese increíble y no portara suapellido, una especie de tatarabuela, yencima, no era prima mía de milagro…,y cosas como la cuestión del pergamino,si no la conocía ya? Los pies de plomoiban a ser diminuta precaución. ¿Quésucedería si al cantarle la tabla ella

fuera consciente de todo, porqueFrancisquito transmitió la información atoda su descendencia? Por muchasvueltas que le di, siempre llegué a lamisma conclusión: tenía quepresentarme en el Santa Clara yarriesgar el pellejo. «El mayor atractivode las mujeres es la incertidumbreescondida en sus primeras palabras».

Después de comer encontré a losrománticos-astrónomos en el pationominado por mí «de lectura». Lasempleadas terminaban de arreglar lashabitaciones de los más perezosos.Carlos no se había desprendido del frac,aunque sí de los síntomas etílicos. La

señora vestía otro impertinente modelitode lentejuelas. Las lentejuelas no debenexponerse al sol porque se vuelvenofensivas. «Pertenecen al espíritu de lanoche», le dije. Como si la hubieraavergonzado, se tapó los hombros conun pañolón negro. El estrellólogo(innovación etimológica por consideraral científico más cercano a la bóvedaceleste que a la tierra) leía sin tomaraire una revista de astronomía. Laportada tenía unas gigantescas letras enfucsia, destacadas de otros textos eninglés: Hale-Bopp.

—Perdón, le interrumpo —me atreví—. Un amigo me habló hace un par de

semanas del cometa. Estabaentusiasmado con la idea de observarloy ascendió en globo, de noche. Su locurale costó la vida…

—¡Ah! —Por fin levantó la cara, laspesadas gafas de pasta en la punta de lanariz—. Se refiere usted al jesuitamuerto en Cartagena.

—Al mismo.—Hay personas que cometen

verdaderas atrocidades para intentardescubrir los misterios del universo —intervino la señora.

—A mediados de marzo podíaobservarse el cometa. Pero más al nortehubiera sido mejor. Para verlo en toda

su inmensidad debía haber viajado aEuropa. Por desgracia, su amigo nopodrá disfrutar, pasado mañana, del grandía. ¡El perihelio del Hale-Bopp…! ¡Laanunciación de una nueva era!

Con la pronunciación de aquellasfrases discurrí una nueva teoría, tal vezdescabellada, tal vez desesperada: si elcometa era el anunciante de una nuevaera, ¿no podría ser quien respondiera altérmino de «mensajero»?

Han sido muchas las noches que, comochocolate, me derretí sobre tu recuerdo.Empalagosa negación de mis sentidos.

¡Cómo te hubiera hecho vivir, vibrar,siempre en un sueño! Lorenza deentonces, Lorenza de todos los tiemposque me atañen, del infinito que mepertenece.

Pusiste sobre mi alma, si la tengo,las vendas de la incertidumbre.

Las noches de Cartagena fueron Tú.Los deseos de romperle la cara a lagloria fueron Tú. Las manchas de amorque me quedaron en el alma fueron Tú.Tú fuiste Tú, y Yo fui Tú. Persisten lasevocaciones en seguir volando, comolas golondrinas, sobre mis sienes. Ypesan…

Entonces, ¿por qué me hiciste un mal

tan dulce? ¿Acaso puede haber luna almedio día? Las mañanas no serán tanluminosas.

El resto de mi estancia en Baza fue unjuego de «tú sí sabes, yo no sé» condoña Leticia. Claro, no descarto laposibilidad de que yo mismo, en miiniciática carrera, elevase circunstanciassin importancia al rango de sospecha.

El regreso a Cartagena fue tranquilo,pero no exento de ansiedad. ¿Qué medeparaban las horas próximas?

Entré al Santa Clara a las cuatro ydiez de la tarde. El negrito-todo-dientes

estaba de turno. «¡Quiubo, patrón!». Leconté lo imprescindible. «Cumplí suencarguito». Me miró suplicandopropina. Mandé la mano al bolsillo.

—La señorita insistió mucho ensaber quién le había dejado el sobre —dijo con cara de culpabilidad.

—¿Usted se lo dijo?—¡Pucha, jefe, ni siquiera lo

conoce! Pensé que le despejaría elcamino…

Saqué la mano del bolsillo, vacía.En ese instante caí en cuenta de que

había, diseminados por todos losrincones, hombres corpulentos con pintade matones y radios en las manos o

colgadas del cinturón.—¿Quiénes son ésos? —pregunté.—Tiras.—¿Qué?—Tiras… guardaespaldas. Llegaron

esta mañana con el senador Acevedo yalgunos invitados. Cada vez que sehospeda algún personaje importante enel hotel esto se llena de tiras. No searrime, son mala papa.

—¿Pertenecen a algún cuerpo deseguridad del Estado?

—Los del senador son delDepartamento Administrativo deSeguridad. Los de Pablo Miguel Pastor,que llegará mañana por la noche, son

particulares.—¿Pablo Miguel Pastor?—Un conocido empresario de

televisión, aunque todo el mundo sabeque es traqueto.

—¿Traqueto? —Me tenían loco loscolombianismos.

—Narcotraficante. Venga. —Mehizo señas con el dedo para queacercase la oreja—. La fiscalía haimplicado al senador Acevedo el mespasado en un proceso por tráfico dedrogas. Es uno de los casos que aparecea menudo en la prensa y los noticieros.

Le agradecí la información. Ya meretiraba cuando me volvió a llamar.

—Oiga…, la señorita bajó por latarde a leer sus papeles. Suele sentarsehacia las siete en el patio de losbronces.

Subí a la habitación. No deshice lamaleta. Entré al cuarto de baño. Cogíuna maquinilla de afeitar deshechable yla rompí. Extraje la cuchilla, la envolvíen el papel grueso del jabón y la guardé.Salí a toda prisa y, sin despedirme delnegrito, me dirigí al convento de lasCarmelitas.

La superiora, atenta como solía ser,me acompañó hasta la biblioteca. No leconté nada relevante: los posiblesmensajeros no tenían derecho a saber

nada. Cogí de la estantería un librocualquiera, fingí que leía. Esperé a queCarmen se aburriera y saliese. Cuandoestuve solo, me levanté y busqué elCatecismo Tredentino en el lugar dondeel padre Ferrer lo había dejado. Allíestaba. Lo puse sobre la mesa y mesenté. Verifiqué otra vez que no meobservara nadie. Lo abrí por la últimaguarda. ¡El ángel! Un querubín con loscarrillos hinchados como el fuelle deuna gaita tocando la trompeta. Lo palpécon los dedos. Estaba abultada, peronada hacía parecer que hubiera algoescondido debajo. Desenvolví lacuchilla. Con sumo cuidado despegué

los bordes de la guarda. Estaba pegadacon algún tipo de engrudo de harina,mezclado con un pegante reseco. Elindicio era bueno. Si tenía dos clases depegamento, el engrudo encima de lagoma, era porque había sido despegadoy pegado nuevamente. El papel crepitócomo leña ardiendo. Llegué a la esquinade un documento doblado. Continuédespegando. Descubrí totalmente elpapel, plegado en cuatro. Antes depararme a estudiarlo, coloqué la guardacomo buenamente pude, sin volver apegarla, y deposité el libro en elanaquel.

«¡Lo tengo en la mano!». Lo tenía en

el corazón. Lo desplegué. El pergaminose quejó cuando lo abrí. Era un papelhecho a mano. Los pedazos de madera,los tallos y las hojas de las plantas conlos que estaba confeccionado podíanverse y tocarse en la textura. Tenía uncolor amarillento fuerte, intensificadopor el paso del tiempo. Reconocí laspalabras escritas por el francés pararecordar su nombre a Lorenza: «Hecumplido la misión que me encomendóel maestro. Nunca me olvides. JeanAimé». El resto, latín, manuscrito enpluma sepia, había tratado de fugarse.Pero el papel logró retener la suficientetinta para hacerlo legible. Al final, se

adivinaban las iniciales C. H., y elnombre de una ciudad y las siglas de unaño, muy borrosas: «Salon, 1566».

«¡Aquí está el pergamino…, JoséMaría Ferrer! ¡Aquí lo tengo, abuelo!¡Aquí lo veo, Lorenza de Acereto! ¡Loencontré antes que tú, RamiroBiáfora…, mensajero del fastidiosoDestino! Ven por él, cometa Hale-Bopp,si es que tú también tienes algo quedecirme. Sólo yo, Lorenza, he podidotocar tu gran secreto. Sólo yo, Lorenza».

Quedó abierto el marco de lasgrandes incógnitas.

Mis conocimientos de latín noalcanzaban para traducir el pergamino.

¿Quién podía hacerlo, que me ofreciesesuficientes garantías? ¡El padre Manuel!Si debía arriesgar con alguien, mejorcon el anciano sacerdote. Copié lostextos, rápido, no quería comprometer lapérdida de todos mis logros. Doblé elmanuscrito, lo escondí en el bolsillo,recordé a Lorenza y las veces que hubode llevarlo encima, la volví a querer y,tras despedirme de Carmen, fui a laparroquia.

Encontré al padre Manuel limpiandosu altar. Me atendió con secaamabilidad y el mismo tabaco infumableentre los labios. Le expliqué lo del viejodocumento, uno encontrado sin

importancia, lo había pensado por elcamino, y requería de un experto en latínpara traducirlo. Él lo era, me lo habíadicho el padre Ferrer. Desistí demayores explicaciones: cuando alguiendepende de superiores, tiende a contar oconsultar con ellos. Me dejé aconsejarbien por la prudencia. El jesuita no pusoobjeciones.

—Ven mañana por la tarde.—¿No lo puede tener antes? —El

sacerdote no imaginaba el estado deansiedad que me invadía.

—Esto lleva tiempo. Parece un latínimpuro.

De regreso al hotel, fui directamente alpatio de los bronces. Patricia estaba,como anunció el negrito, leyendo lospapeles que le había dejado. Me amparósu concentración y la miré condetenimiento; la recorrí desde la puntade los pies hasta el cabello rubioposado en sus hombros. Vestía una faldalarga, blanca, y una blusa roja. Meacerqué despacio, recreándome en ella.La toqué con la mirada, y levantó losojos.

—Hola —dije.—Buenas tardes.Dos guardaespaldas salieron desde

las columnas y se abalanzaron sobre mí.

—Tranquilos. Está bien. Puedenretirarse —los frenó.

—Gracias. Perdón que teinterrumpa. Mi nombre es ÁlvaroSantander.

—Soy Patricia Acevedo… pero esoya lo sabes.

Tenía el mismo deleitoso descaroque Lorenza, quizá, también el mismorepique en los ojos. Sin embargo, no eraElla. Una estaba viva, palpable, de laotra sólo había recibido impresiones, latenía muy cerca, a menos de un metro;pero a Lorenza la tenía dentro.

—Si quieres, siéntate. Creo que medebes una explicación.

Fue entonces, al sentarme, cuando lovi en su cuello.

—¿Qué pasa? —me preguntóinquieta.

—Perdona. Me ha impresionado elcolgante que llevas.

—Un recuerdo de familia, un antiguodije heredado de mi abuela. Mi padreme lo dio el día de mi puesta de largo,tiene por lo menos cuatro siglos.

—Perteneció a Lorenza.—¿Cómo?—Es una de las cuentas del collar

que Margarita le dejó con Catalina delos Ángeles el día de su muerte.

—¿Te refieres a la Lorenza de estos

papeles que me enviaste?—A esa Lorenza. Y este amuleto

azul y naranja se lo dio a su hijo en unmonasterio, Baza, del que acabo dellegar.

Los dos teníamos la misma cara deasombro y desconcierto, supongo. Nostanteamos con la vista, calibrando sidebíamos darnos confianza. Mi dudainicial se iba despejando: Patricia notenía conocimiento de sus antepasados.No obstante, preferí asegurarme.

—¿Nunca tu padre, o tus abuelos, tehablaron de Lorenza de Acereto, deFrancisco Santander o de alguienrelacionado con lo que has leído?

—No, nunca.Poco a poco calmé los nervios. Ya

estaba nadando, sin pensarlo, como si elabalorio hubiera actuado como un imány nos hubiera acercado. Me fijé en lasimiente. Aquello también era una piezadel rompecabezas: acababa de cumplirsu función.

—Deduzco que tienes mucho paracontarme. Dispongo de una hora hasta lacena… —me dijo inquisitiva.

Gran parte de la historia ya laconocía, porque la había leído en lospapeles (quiero suponer que era la únicarazón). «Camarero, dos cremas decuruba». A salto de mata, entre síes con

la cabeza y preguntas aclaratorias,llegamos al destierro de Lorenza y suhuida con los agustinos. Tardamoscuarenta minutos en reconstruir loshechos; casi tres cuartos de hora en losque no fue posible revelarle la totalidadde los misterios de Calamarí.

—¿Por qué abandonaría a su hijo?—preguntó.

—No lo sé, ni tampoco para dóndemarchó. Posiblemente algún día loaverigüe. Pero no son datosprimordiales en este instante…

—¡Me tienes impresionada!Entiende, no es muy normal que undesconocido te mande un sobre con un

antiguo proceso de Inquisición y unasanotaciones acerca de una tal Lorenza deAcereto… de repente, sin más, y que secruza en tu vida para contarte que esaseñora es tu pasado, tu tatatarabuela…,no sé cuántas tatas delante, y te descubreque llevas un colgante que le perteneció,y además, por si fuera poco, que estásinvolucrada en un tremendo jaleocósmico donde intervienen cometas,mensajeros, altares, amores extraños…,un jurgo de cosas. ¿No te parecedemasiado?

—Comprendo, no es fácil deencajar. Pero es la verdad. ¡Caray! Creíque nunca reuniría valor para contártelo,

tenía miedo que lo malinterpretaras. Hepasado todo el fin de semana pensandocómo acercarme a ti.

—Normalmente no muerdo.—No es por eso. Date cuenta, para

mí eras, o eres, como la reencarnaciónde Lorenza. Cuando te vi por primeravez en el coche de caballos, aquellamañana en la puerta de San PedroClaver, casi me muero del susto.Después te vi fugazmente, ya estabaconvenciéndome de la existencia de losfantasmas.

—Bueno…, los fantasmas existen.—Puede ser. Pero tú no eres un

fantasma.

—Eso espero. Después de lo que mehas contado, puedo ser cualquier cosa.

Había oscurecido. El camareroprendió la vela del centro de la mesa.

—¿Qué piensas de Lorenza? —lepregunté.

—Fue… como una guerrillera.—¿Una guerrillera? —Me pareció

una respuesta disparatada. Aunque,curioso, el término me acercó a lahistoria del padre Ferrer y lasubversiva. «No deben ir de la mano elamor y la muerte».

—Una guerrillera de su tiempo, unasuperviviente.

—El término superviviente me gusta

más. No eres la única en definirla así.Tal vez estaba tratando de

convertirla en mi cómplice. No habíaresultado difícil impresionar a la chica,a punto de cumplir los dieciocho,abierta a la magia de su tierra y a laseducción de un pasado fantástico que latomaba por la cintura y la sumergía enuna historia de espadachines, amor,brujería, misterios…, su propia historia.

No le dije nada de la posesión delpergamino. Ella no preguntó tampoco.

—¿Y quién podrá ser el mensajero?—quiso saber, lúdica.

—Esperaba que tú me lo dijeras.—Siento decepcionarte. Ya ves, no

tenía ni la más remota idea de todo esteembrollo.

Le sugerí la candidatura del gerentedel hotel. Se mostraba fascinada con eljuego que había irrumpido en su vida.Seguramente estuvo a punto de afirmar:«Cuando se enteren mis amigas les va adar un paro cardíaco», o cualquier otrafrasecilla esnob.

Luego hizo una pregunta muy lógica:—¿Entonces tú y yo somos familia?—Me temo que sí.Antes de que el senador Hugo

Acevedo entrara en escena, alcanzamosa charlar sobre algunos temas ajenos aCalamarí. Quedó convencida, al menos

creí conseguirlo, de que todo aquello noera un plan para ligar con ella.Estudiaba veterinaria, tenía amigovio enBogotá y andaba dichosa por la granfiesta que le estaban preparando.«Patricia, tu madre espera». El políticoera de esos tipos que imponen respeto yencima dan la impresión de tener unyate: pelo canoso, chaqueta azulcruzada, pantalón y zapatos blancos,esclava de oro en la muñeca, anillo conpiedra negra en el meñique. La chicarecogió los papeles, me pidió permisopara retirarse y me dijo que seguiríamoscharlando.

—Hasta mañana…, primo —pareció

burlarse.Se sujetó el abalorio con la mano y

caminó por medio de la vegetaciónabundante. Volvió a mirarme, y aquellamirada era distinta a la que habíamantenido durante toda la conversación.

Los ojos de niña boba se habíantransformado, repentinamente, en losojos de Lorenza.

Capítulo 10

¿Descansé? En absoluto. Las emocionesse confabularon para hacerme el sueñoimposible. A las seis de la madrugada ladesesperación y yo no cabíamos en lacama. Pedí el desayuno y el periódicopor teléfono a la habitación.

Me tumbé un rato más para leer eldiario. «Privilegio de marqués». Hastala página de sociales todo transcurrió enla normalidad de las peculiares noticiasque genera Colombia. Aparecía, sobreel crucigrama, una foto de PatriciaAcevedo. Al lado, un aviso similar al

que recortase el padre Ferrer,anunciando la celebración de suonomástica. A continuación, un retratode los aparentemente felices ysacrificados padres: el senador, con lamisma pinta de patrón de velero; lamadre, oh my God!, Catherine Gibson,made in Usa. Gringa, con todos losaditamentos de los gringos: rubia,ojiclara, rellenita y traje color pastel.«¡El pirata se volvió nativo y laespañola inglesa!», típicos pensamientosproducto de una noche de insomnio.Continué leyendo. El periódicodestacaba los nombres de algunosinvitados notables: políticos,

empresarios, militares, financieros yhasta ministros. Estaba claro que elsenador aprovechaba los actos, fuerandel tipo que fueran, para apuntalar sucandidatura presidencial. Releí la listacon mayor detenimiento. Dos de losapellidos se me hicieron familiares:Bioho y Esquivel. «¡Me parece queestoy empezando a adivinar dóndeponen los huevos las garzas!». Me duchéa toda prisa, me vestí, creo que no mepeiné, y bajé al vestíbulo. El hotel aúnestaba desierto. El negrito-dientes-blancos salía de turno. Ya vestía lapantaloneta de costeño feliz. Le pedí elfavor (mil pesos por delante) de que me

facilitase la lista de invitados alcumpleaños de la señorita Acevedo.«¡Uy, hermano, me la pone cuestaarriba!». Dos mil pesos, y una fotocopiadel listado estaba en mi poder.

Regresé a la habitación. Saqué lospapeles del proceso inquisitorial, losrecortes del padre Ferrer, y comencé acomparar nombres y apellidos. Al cabode unas horas había establecido buenacantidad de coincidencias: el ministrodel Interior se llamaba AugustoEsquivel, como doña Bárvola; elcomandante del ejército, Ernesto Bioho,igual que Potenciana; el presidente delBanco Colombino, Jorge Eduardo

Señor, tal vez casualmente, como elhungan Domingo; el fiscal general,Julián de los Ángeles, como Catalina; laviceministra de Relaciones Exteriores,Cecilia Vitoria, como Elena; elpresidente de la Cámara de losDiputados, José Harold Tasajo, comoMaría; la gobernadora del departamentodel Huila, Martha María Sánchez deEguiluz, como Paula; y el gerentegeneral de Cafetales del Viejo Caldas,Fernando José Olaneaga, igual que doñaAna María. «Demasiadas casualidades».El padre Ferrer me había dejado losrecortes porque intuyó, o descubrió,todos aquellos nombres arremolinados

en torno a la fiesta. La solución, si lahabía, no podía estar sino en elpergamino. Se hacían de caucho,alargadas sin compasión, las horas hastala tarde.

Después del medio día se encapotó elcielo. «Hay una tormenta tropicaldirigiéndose a la costa», me anunció elconserje cuando salí del hotel. Aún nollovía. «Ni rastro de Ramiro Biáfora».En la sacristía de San Pedro Claver, unaempleada del servicio me indicó queesperase al padre Manuel. Al cuarto dehora apareció el viejo cura con el

pergamino en la mano.—Aquí lo tienes. He preferido no

hacer interpretaciones, y aunque noentienda nada, he sido fiel al original.Lo único que no he podido traducir es unpárrafo intermedio, escrito en unaarcaica lengua africana. Parece unconjuro extraído de alguna desaparecidareligión. Por lo demás, no sé si es lo queestabas esperando; pero yo no jugaríacon estas cosas.

—¿Alguna revelación interesante?—El diablo sabe cómo hace sus

cosas, aunque todavía no he vistoninguna que le salga bien. Extraños loscaminos escogidos a veces por el Señor.

Mucho ojo… ya es suficiente con unamuerte.

Me lo entregó. También un papelcon la traducción.

—¿Sería tan amable, padre, deprestarme un escritorio donde puedaanalizarlo tranquilamente?

—Sigue al despacho del padreFerrer. Ya sabes dónde queda.

Reparé en los inmensos vacíos delcuarto. Solamente quedaban losmomentos de mi primer contacto conCalamarí. Antes de leer la traducción,sentado en la mesa redonda, invité decorazón al sacerdote, a mi breve perointenso amigo. Tenía el derecho y el

deber de acompañarme, así fuera desdelos balcones de la memoria. «¡Aquítenemos el pergamino, padre!».

Del vientre de sangre inglesanacerá un vástago en un altarseñalado como vengador al

imperio de las Españas.Veo el número dieciocho

rodeado de genteel día que el cometa esté más

cerca de la Tierrapoco antes de la Era de

Acuario.

El mensajero les llevará este

pergaminocon el conjuro de las puertas,que desentrañadas por la

sangre sajona renovadaabrirá de nuevo los caminos

de la Memoria,y despertará los demonios de

la guerra, el Mal y la venganza,y las gentes rodeando el

númeroprovocarán una gran nevada

que postrará el mundo.Volverán los endriagos al

monte.

Una dinastía de origen

francésreinará en España.

Ellos no sabrán que estánesperando al mensajero

a orillas del mar,subidos en su propia

Historia,porque el mensajero, sangre

sobre la sangre,trae la llave que los adueña

del Reino.

Será éste el conjuro leído sinvoz por el número:

«Ajkatala, ipsis noturacantaliga, diew noxa ugta,

patra neva tot orbagka. Sumitedater owka

novalwaramma wannagea.Akywa stugta».

Leído el conjuro,antes de que muera el día,la orden de memoria y fuegocaerá sobre Ellos desde las

estrellas rojas.

Pero si el pergamino esdestruido,

el mar se llevará en su calmala nieve y el fuego,la Memoria, la venganza y la

sangre,

la Vida que lo mantuvo y laque debería venir,

y no se abrirán las puertasque guarda el Destino.

C. H.Salon, 1566

Debía estudiar el manuscrito puntopor punto. «Tranquilidad. Despejo lamente. No quiero tinto, me altera losnervios. Comienzo a montar el puzzle».

Estaba claro, del vientre de sangreinglesa, Lorenza, había nacido unvástago en un altar: Francisquito. ¿Porqué señalado como vengador del

imperio de las Españas? Al ser elprimer eslabón de la cadena genealógicade Lorenza, le corresponde el sañudocalificativo. ¿Quién quería vengarse dequién? Francia mantenía, en la fechamarcada en el manuscrito, pésimasrelaciones con España. C. H., poradivinación o por deseo, indica que ladescendencia de la inglesa se ocuparáde hacerle el favor a los franceses.¿Cuándo? Existía un incontrovertibleindicio aclaratorio: «¡Hoy!». El día queel cometa esté más cerca de la Tierra,poco antes de la Era de Acuario… Elprimero de abril, tal como lo festejó elromántico astrónomo de Baza. Largo

tiempo de incubación el de la venganza,estimado en más de cuatrocientos años.

¿Qué era el número dieciochorodeado de gente? Dieciocho,dieciocho… ¡dieciocho! El cumpleañosde Patricia. Ella era el número, y lagente que la rodearía, evidentemente, losinvitados. Ahí se acomodaba lacoincidencia de los apellidos.Generaciones de brujos, así no supiesenque lo eran, congregados alrededor dePatricia, descendiente de Lorenza deAcereto, de Francisco Acevedo, parareunirse a orillas del mar a esperar almensajero. ¡El mensajero! El quid de lacuestión, el rotor del engranaje. Sin él,

no se movería el mecanismo de laspuertas. «¡Padre Ferrer, hemos sidoastutos!». Eso pensaba. Me adelanté almensajero. Quizá por poco. Tal vezapareciera de un momento a otroreclamando el pergamino… Hastaentonces era nuestro…

Patricia, al leer el conjuro, lasincompresibles frases en africano que nopudo traducir el padre Manuel, abriríaunas puertas, imaginarias, y de algunamágica manera, recuperarían la memoriadormida los congregados. No sería uninstante de reencuentros, ni de «yo ya teconocía», o «por fin estamos todos».Posiblemente ellos no se enterasen de

nada, porque de igual forma que Patricialeería el conjuro sin voz, o sea, para símisma, los invitados, entiendo,empezarían a estrechar lazos, a sufriracercamientos, y tiempo después,finalizarían en obras concretas… en lavenganza. ¿En qué consistiría?… Lasgentes rodeando el número provocaránuna gran nevada que postrará el mundo.¿Una nevada? ¿A qué podía referirse tangélida metáfora? Entonces no pude atarcabos. Me sacudía la prisa. Caía latarde. ¿Qué debía hacer con elpergamino?

… por la sangre sajona renovada…otra alusión a Patricia, hija de una

estadounidense. Ya podía afirmar queC. H. había escrito una profecía. Él noera el artífice de la venganza. Era unadivinador, un agorero. ¿Pero quién eraC. H? ¿Qué nombre respondía a dichasiniciales? También era imposibleadivinarlo esa tarde. En cualquier caso,recogía el odio de alguien, o de símismo, hacia España. ¿Del gobiernofrancés, de una secta, de un grupo ocultode gente, de los militares galos, de lamagia negra, de los eternos enemigosdel catolicismo…? ¿Era un odio militar,vecinal, visceral, ontológico, diabólico,religioso, territorial, económico, plural,particular, espontáneo, provocado…? Je

ne sais pas.Volverán los endriagos al monte…

ya se lo dijo Lorenza a Rufina Biáfora.La esclava conoció parte del secreto.«¿También lo conoce el gerente delhotel?».

No le tuvo que hacer, como no lehizo, ninguna gracia a la Inquisición queLorenza hablara de una dinastía francesareinando en España. Los Austriasostentaban el poder. Felipe II estabaempeñado en agrandar el Imperio, y losfranceses estaban hasta la coronilla deque el monarca español les provocaraconstantemente, inventando todo tipo deargucias políticas, económicas y

militares, para anexar el país vecino asus ya vastos territorios. Supuestamente,debía ser al revés: un rey de la dinastíade los Habsburgo en el trono de Francia.¿Cómo iba un Borbón a reinar enEspaña? La Inquisición, tan preocupadao más que por las desviaciones de fe enla Iglesia, se encargó de mantenerfirmes, en todos los órdenes, losintereses del rey. Junto al poder delsoberano discurría el suyo.

¿Sería posible que existieran fuerzasocultas, activadas porque una chicaleyera ciertas frases en unincomprensible idioma desaparecido?

… el mensajero, sangre sobre

sangre… ¿Sangre sobre sangre?¿Estrellas rojas? Escuché los primerosgolpes de una lluvia espesa en loscristales de las ventanas. El aire entrabapor los huecos, silbando misdisparatadas elucubraciones. Unrelámpago. Se fue la luz. Un trueno. Unasombra… ¿una sombra?

En la puerta de la oficina habíaalguien. Al apagarse la luz quedé ciegounos segundos. Al recuperar la visión,se fue haciendo nítida la figura de…«¡Ramiro Biáfora!».

—Disculpe. He tenido querefugiarme aquí de la lluvia —dijo.

No le creí. No quise creerle. Guardé

rápidamente los papeles en el bolsillo.—¿Le interrumpo? —preguntó.

Movía la cabeza como si latenebrosidad no le permitiera verme.

Sólo tenía una salida: correr. Esperéa que diera un paso hacia el interior deldespacho, y aproveché el hueco a suespalda para salir y perderme en lasacristía.

Allí estaba el padre Manuel,consultando un tarifario.

—¿Qué hace ese hombre aquí? —lepregunté antes de salir.

—Es el gerente del hotel SantaClara. Ha venido a consultar el valor deuna misa que quiere dar el gobernador

en atención a los ilustres invitados queocupan la ciudad.

En su última palabra, yo corría bajolos goterones. A las dos cuadras mehabía calado hasta los huesos. Losfaroles, más mortecinos que nunca,acababan de prenderse, antes de su hora,para intentar paliar la amenazanteoscuridad. ¡Otra vez la oscuridad!Arreció la tormenta. El agua se mecolaba en los ojos y me dificultaba lavista. «¿También tú contra mí, lluvia?».Instintivamente me dirigí al hotel. ¿Porqué?, pienso ahora. No lo sé. Repito, fueinstintivo. Era el único sitio que meofrecía refugio, mi cuarto. Acababa de

dejar atrás al mensajero. Continuabacorriendo, sofocado, respirando fuerte,tragando incertidumbre, cuando llegué amedia manzana del Santa Clara.

Frené en seco.En este instante me parece mentira

recordar todo esto y poder contarlo.Me limpié los ojos con la mano. En

la puerta del hotel estaba Patricia.Detrás su padre. Recibían a losinvitados que no se habían alojado en elSanta Clara. Las limusinas paraban en laentrada, descendían los ocupantes,protegidos por el paraguas del botones,saludaban a Patricia, luego al senador ya su esposa, y seguían hacia dentro. Me

acerqué lentamente. Saqué el pergaminodel bolsillo. Lo sostuve en la manoderecha. Patricia se desvanecía tras lacortina de agua. Cuando estuve cerca,me miró. Abandonó el acto protocolarioante la incomprensión de su padre. Diounos pasos, bajó un escalón y se dirigióhacia mí. Paró a escasos cinco metrosde donde yo estaba.

En la esquina estacionó un Mercedesazul. El ocupante bajó la ventanillatrasera. Era Ramiro Biáfora, con sujoroba y sus ojos de murciélago. Nosmiraba.

Los guardaespaldas trataron desujetar a Patricia. No se dejó. La lluvia

le había empapado el vestido dealgodón blanco, largo, al estilo de lassayas de las esclavas. El pelo mojado.La tela se hacía transparente al contactocon el agua. Eran sus ojos, los deLorenza, los mismos que me perturbaronen la despedida del día anterior y entoda mi estancia en Calamarí. Ya notenía cara ni poses de niñita inocente ydesprevenida. Su rostro recogía laentereza, la rabia, el valor, el miedo, lamagia, el encanto mortal de Lorenza.

Entonces comprendí. Estrujé elpergamino en la palma de la mano. Lomiré. Miré a Patricia.

¡Era Yo!

«¡El mensajero está en mí!»«¡¡¡Yo soy el mensajero!!!»

¡Yo, el único destinatario de ese granjuego del Destino!

Juguete, fantoche, conductor, hilos, risa,furor, engaño, rabia, estupidez, timo,farsa, jugada, iluso, bobo, utilizar,ilógico, incomprensible…

El mar. «El agua limpia y purifica», lehabía dicho Margarita a Lorenza cuando

fueron a tirar al río el muñecoatravesado con estacas que le habíandejado al tío Luis. Un río… «¡Unacorriente!». El agua bajaba por la callehacia el mar, chocaba contra miszapatos, los sobrepasaba, y seguía sucurso hasta la playa. Me agaché. Rasguéel pergamino por el centro, de arribaabajo. Luego lo volví a rasgar dederecha a izquierda. Repetí el cortehasta convertirlo en añicos. Y con cadacorte sentí un desgarrón, una muerte, unalivio. Lo solté sobre el agua queborraba la calle. Los papelillosnavegaron en fila, casi ordenadosmarcialmente. En la playa los esperaba

el Destino para entregárselos al Mar.

Pero si el pergamino esdestruido,

el mar se llevará en su calmala nieve y el fuego,la Memoria, la venganza y la

sangre,la Vida que lo mantuvo y la

que debería venir,y no se abrirán las puertas

que guarda el Destino.

Me incorporé. Recorrí los cortospasos que me separaban de Patricia. Mepuse a su lado. Ella me sujetó el brazo.

Paré. La miré otra vez desde la lluvia.—¿Estás bien? —preguntó.Asentí con la cabeza. Le di un beso

en la mejilla y, atravesando toda lacomitiva que aguardaba la fiesta, subí ala habitación.

Estoy desconcertado, Lorenza. ¿Quéacabo de hacer contigo? No tengoparámetros para evaluar si mi actuaciónha sido la correcta. ¿Dónde está, padreFerrer? ¿Por qué no me ayuda? Abuelo,al menos tú…

Has muerto despacio, bajando por lacalle sobre el agua de la lluvia. En la

playa, en el Mar que te ha bañado lainfancia y el silencio, aguardaba LaMojana, anónima, metálica, con susgrandes párpados de madera cubiertospor el capuchón negro. Te acogió en sumanto batido por el viento.Desapareciste entre las olas, quitándotela saya blanca, caminando desnuda conel manto estrellado de La Mojanacubriéndote de Noche. ¿Buscabas elbarco de nácar? Ya no estás sola. Serásuno más de tus fantasmas. Y todos tusfantasmas serán míos. Como tus ojos…como Calamarí.

¡Yo era el mensajero! ¿Quién quisojugar así conmigo? Vas a contestarme

que el Destino. Lo vi esperándote en laplaya, mientras los papelillos delpergamino descendían por la riada,antes de que La Mojana te vistiera deLuna para siempre.

Hoy tu alma murió en la mía,eternamente. Aquí estará enterrada…

Salía de la tina, llamaron a la puerta. Apesar de haberme calado hasta lamédula, decidí darme una ducha calientepara intentar relajarme. Aún estabaaturdido y desconcertado por lo queacababa de suceder.

Abrí. Era la sonrisa rodeada del

negrito. El conserje me entregó un papelde parte de Patricia Acevedo, una notaescrita por ella misma: «Te espero en lafiesta. Baja hacia las nueve». Ya nohabía treguas.

Busqué en el closet lo más aparentede mi vestuario: camisa azul y pantalónsiena de gabardina italiana.

Recogí la ropa mojada que me habíaquitado. Revisé los bolsillos, comosuelo hacer siempre y encontré,escurriendo agua y tinta, la traduccióndel pergamino. Extendí el papel sobre elescritorio y le di aire caliente con elsecador del baño. Aún existían laspalabras del hechizo, allí estaban. ¿Si

alcanzaba a leerlo Patricia, causaría elmismo efecto que si lo hubiera leído enel pergamino original?

No me interesó la respuesta. Dobléel papel, lo escondí bajo el forro de lamaleta, puse ropa doblada encima, lacerré con candado, me vestí y bajé alsalón de recepciones.

Busqué a Patricia entre la multitud.Biohos, Esquiveles, Olaneagas,Eguiluces, Tasajos… danzabanconcentrados en sus pasos, ignorantes delo acontecido, al compás de unaorquesta salsera. También estabaRamiro Biáfora. No me atreví a pedirledisculpas hasta dos días después.

La Torre de Babel de Calamarí, sussombras alargadas cuatro siglos,bailaban a mi alrededor como los títeresque no saben que lo son, como lasmarionetas incapaces de distinguir siestán muertas porque les han cortado loshilos, o son libres porque ya nadie lasmanipula.

La vi desde lejos. Se había puesto unvestido negro, corto, muy escotado en laespalda, y llevaba la melena recogida enuna cola de caballo.

—¿Cómo estás? —me preguntócuando llegué a su lado.

—Confundido. ¿Y tú?—También. —Despidió a dos

amigas—. ¿Qué pasó ahí afuera? —Volvía a tener aspecto de niñaconsentida—. Durante unos momentosno supe qué estaba haciendo. Perdí elcontrol de mí misma. ¡Como si me lahubiera fumado verde…! Teníanecesidad de ir hacia ti, esperaba queme dieras algo, no sé qué. Luego,cuando rompiste ese papel, me di cuentade que estaba emparamada, en medio dela calle, y todo el mundo nos mirabaescandalizado. Me sentí ridícula. ¡Quéoso!

Llegó un camarero con trago ypasabocas. Cogimos un vaso de güisquicada uno.

—Hoy es el primer día que me dejanbeber mis padres.

—No será la primera vez…—¡Qué va! Imagínate en la

universidad…, pero nunca me hanpillado.

Seguía colgando de su cuello elabalorio.

—¿Otra vez obsesionado con eldije?

—Disculpa. —Traté de cambiar laconversación—. ¿Por qué me invitaste?

—Quería entender lo que habíapasado. He tenido, y sigo teniendo, unasensación rara. Me siento culpable porno haber hecho algo que estaba en la

obligación de hacer, como si no hubieraterminado una tarea del colegio. ¿No tehas sentido nunca regañadoinjustamente? —Hizo un puchero con laboca.

—Puedo decirte lo que debías haberhecho. Pero no sé si va a gustarte.

—Cuéntamelo, ya te diré si me gustao no.

—Te contaré… pero aguardemos aque pasen las doce —le dije, por siacaso las tentaciones.

—¿No me irás a contar el cuento dela Cenicienta?

—No. Es mi propio cuento. Mipropio y cruel cuento…

—¿Actúo?—Tienes un papel protagónico.Alzó el vaso de tubo, invitándome a

un brindis. «Feliz cumpleaños… númerodieciocho», pensé.

—¿Sabes bailar?—No…… No pude terminar el no.

«¡Cuuumbiaa!». De buenas a primeras,tenía una mano de Patricia en el hombroy le cogía la otra. Un camarero habíarepartido velas encendidas entre lasparejas danzantes y habían apagado lasluces. Me hubiera gustado regalarme labelleza de Patricia, pero estuve muyocupado fijándome en cómo se movían

los demás.La rumba siguió con más güisqui y

más baile: merengue, salsa, vallenato,porro, cumbia, pasillo, chucu-chucu.Patricia me presentó a algunas amigas,ñoñas. Con el trago fueron diluyéndoselos pensamientos profundos y losmiramientos. «¡Uepa je!».

A medianoche se había retiradomucha gente. Yo apuraba mi último vasoen la victoria por reconocerme unbailarín extraordinario. Patricia metomó del brazo. «Ha llegado la hora».Ella tampoco estaba en sus seissentidos. Salimos a la terraza, desde laque había visto tantas puestas de sol

cuando aún eran serenas. La lluvia habíacesado, la noche permanecía nublada,sin luna, y todo estaba mojado, cubiertode una humedad pegajosa. Nosquedamos de pie, apoyados en labaranda.

—¿Qué era el papel que rompiste ytiraste al agua? —Directa al grano.

—Déjame confesarte algo: ayer note dije toda la verdad.

—¿Por qué?—Por precaución. Entiéndeme, todo

este jaleo ha sido tan fascinante, tanilógico…

—Tan mágico…—Sí, tan mágico… que siento haber

perdido la proporción de la realidad.—¿Ya la has recuperado?—No. Simplemente el estar aquí

contigo, como si fueras Lorenza viva…,como si te hubieras escapado de mimente y te hubieras materializado…,como si te conociera de siempre… —Leaparté un mechón rebelde que le caíasobre la mejilla—. Déjame preguntarteotra vez, ¿de verdad no tenías ni la másremota idea de todo esto?

—Te lo prometo.Sus ojos me obligaron a creerla. Y

la creí.—Está bien. Te diré… El papel que

rompí era el pergamino.

—¿El de Lorenza?—Sí… el manuscrito que le dio el

francés, por el cual sufrió, perdió a suesclava y amiga Catalina de losÁngeles, a su hija, a Guiomar, a tantosotros, y por el que llegó a ser torturada.Ayer lo encontré en el convento de lasCarmelitas. Lorenza había dejado enBaza las pistas necesarias paralocalizarlo y, afortunadamente, el libroutilizado para esconderlo no se habíaperdido.

—¿Qué decía? —preguntó concautela, tal vez con miedo.

—No lo he estudiadosuficientemente como para darte una

explicación precisa. Contenía unaprofecía y un conjuro. La profecíahablaba de venganza, de una venganzacontra España, todavía no sé quién seríasu promotor, llevada a cabo por un hijode Lorenza nacido en un altar, y sudescendencia.

—Francisco Acevedo.—Tu antecesor. Después, el

visionario, que responde a las inicialesC. H., habla del número dieciochorodeado de gente, justo el día de hoy.

—¿Hoy?—El día en que el cometa, el

Hale-Bopp, está más cerca de la Tierra.Hoy, el día de tu cumpleaños… tú eres

el número dieciocho; la sangre sajonarenovada.

—¡Bonita definición!—Al menos efectiva: eres hija de

una estadounidense. ¡Sangre sajonarenovada! Chica, qué quieres que tediga, yo no lo escribí. En esos tiemposeran un poquito retorcidos.

—Lo que eran era un pocohijoemadres. ¡Menudos jueguecitos!

Reímos. Se levantó un poco debrisa.

—También hace referencia a ladinastía de los Borbones; en aquelentonces no convenía, ni se esperaba,accediese al trono español. Este

aparte… lo poco conocido, es la quedesesperó a Mañozca.

—Por el interés te quiero Andrés.—Más o menos. El cambio de

dinastía tocaba a la Inquisición lasnarices, la estabilidad y la cartera. Másvalía lo malo conocido que lo bueno porconocer.

—¿Y dónde está mi papelprotagónico? —refunfuñó.

—Aguarda un poco. La profecía,según la adivinación de C. H., reúne aun grupo de personas, en torno a ti, aorillas del mar. O sea, aquí.

—Quieres decirme que todo ha idocumpliéndose al pie de la letra…

—Por increíble que parezca, así es.Hasta el momento en que rompí elpergamino, la profecía se estabaconsumando. ¡Y yo era el encargado dehacerla realidad!

—Tú eras el mensajero.—Supuestamente. Pero eso lo

sabemos ahora…—¿Ahora?—Bueno… esta tarde, cuando te vi

en la puerta del hotel, cuando se formóese cuadro bajo la lluvia y caí encuenta… «Sangre sobre sangre»… alprincipio no capté el significado de lafrase; pero está clara: somos familia, lamisma sangre; somos descendientes de

Francisco y Lorenza.Pero aquella frase tenía más vueltas.—Esperaba que el mensajero —

continué—, cuando no sabía quién era,me hiciese la vida imposible, intentaraadelantarse para conseguir el pergaminoantes que nosotros…, cosas parecidas.

—¿Nosotros?—El padre Ferrer y yo.—¿Y tienes claro lo demás? —trató

de apurar.—No. Hay cuestiones como la

descripción de la propia venganza…, nola entiendo. Habla de una gran nevadaque postrará el mundo. Y tambiénmenciona demonios de la guerra, y del

mal, y de no sé cuántas otrashermosuras. Tampoco sé por qué hablade estrellas rojas.

—Si las hay, no podremos verlascon este cielo cubierto.

No recordaba el manuscrito conexactitud. Matizamos algunospormenores de mi aventura, hasta acabaren las advertencias del padre Manuel.Patricia quiso saber, de una vez portodas, qué sucedía con ella.

—Tú eras la encargada de culminarla profecía y de generar el principio dela venganza. Leerías un antiguo conjuroafricano escrito en el pergamino, ydesde ese momento se abrirían unas

puertas… o algo así, una figura retórica,supongo, que provocaría que tusinvitados, ya los hemos relacionado conlos viejos brujos, comenzasen elproceso vindicatorio. Tengo laimpresión de que algo, además de tucumpleaños, iba a pasar aquí esta noche.

—Sabes que no toda esa gente estrigo limpio. He tenido una bronca conmi padre: yo estaba muy ilusionada;pero se empeñó en invitar a un montónde tipos mal vistos. Nunca ha respetadolos límites entre su política y susnegocios, y nuestra vida privada.

—De todas formas, ha sido unafiesta estupenda —pretendía animarla.

—¿Para quién? He pasado lamayoría del tiempo saludandoindeseables.

—Bueno, para nosotros. ¿No teparece emocionante lo que estamosviviendo?

—Ya… —Miró hacia el mar—.¿Bajamos a la playa?

Asentí. Por los efectos del alcoholno percibía el fresco. Salimos del hotel,cruzamos la carretera y entramos en laplaya. Nos descalzamos. La arena estabaapelmazada por la lluvia. Se habíanborrado todas las huellas, sóloquedarían impresas las nuestras, nuevasy paralelas. «Vamos hasta la orilla».

—¿Hubieras leído el conjuro? —lepregunté.

—Sí. No me preguntes por qué, peroestoy segura de que lo hubiera hecho.Todavía, si me lo entregases, lo leería.

Preferí no seguir indagando. Lollevaba dentro, como yo. Callamos untrecho.

—Somos las dos caras de unamoneda, y Lorenza es el canto —dijo derepente.

No me atrevo a juzgar si laobservación fue acertada.

Caminamos hasta el borde y metimoslos pies en el agua para que Lorenza nosacariciase desde las olas.

La cogí por la cintura y la miréintensamente a los ojos.

—No me beses —dijo.—¿Por qué?—Porque ese beso sería para

Lorenza, no para mí.

Patricia se fue al día siguiente. Unaccidente inesperado había obligado ala familia Acevedo a viajarurgentemente a Bogotá. Me dejó unanota de despedida, recomendándomeque le escribiera desde España. Sabía,como yo lo supe desde la noche anterior,que no volveríamos a vernos. El último

pedazo del pergamino lo habíamosrasgado a la orilla del mar. Entendí queel conjuro, de abrirse, nos hubieraunido. «Sangre sobre sangre». Y en laplaya preferimos dejar roto lo que rotoestaba. Cada cual debería controlarcuanto se le había colado en el alma,misteriosas fuerzas legadas por elDestino. El mismo Destino que reía enla arena, por la tarde, cuando destruí elmanuscrito.

Fui hasta la recepción a por unperiódico. Tenía un guayabo pomarroso,inconmensurable. Agarré El Tiempo yme senté junto a la piscina. Antes deleerlo quedé embobado con los reflejos

del agua.«¿He traicionado a Lorenza?». A fin

de cuentas, había destruido lo que Ellaprotegió con tanto sacrificio. ¿Cómopuede arriesgarse la vida por unmisterio? ¿O realmente Lorenza fue lagran bruja, como la mayoría pensó? Talvez empleara sus encantos, sus poderesamatorios africanos, para llegar hasta míy hacerme creer enamorado. Pero si mecreía enamorado, sólo por creerlo, nodebía haberla traicionado, porque siestoy convencido de que no hay límitesen el amor, debería haber corrido elriesgo. Ella se me entregaba en Patricia:mi recompensa. «¡Bendito triunfo

rechazado!». Tuve que ser el árbitroentre el Bien y el Mal, cuando ambosiban vestidos de igual manera. ¿Cómodistinguirlos? «Espero que por una vezmi espíritu rebelde haya optado por elbando de los ganadores, aúnsintiéndome dolido por ti, Lorenza».

Nada más ojear la primera página,encontré la gran respuesta, la penúltimaincógnita del pergamino; la razón quejustificó mis decisiones. «Empresariode televisión, presunto narcotraficante,muerto en accidente de avión. Anoche,cuando la avioneta privada de PabloMiguel Pastor se dirigía a Cartagena,estalló en el aire sobre la Ciénaga

Grande, a la vista del aeropuerto de laCiudad Heroica, a causa del maltiempo reinante en la costa. Segúninvestigaciones policiales, Pastor teníaintención de reunirse con el senadorHugo Acevedo, quien celebraba elcumpleaños de su única hija en el hotelSanta Clara. La fiscalía tiene fundadassospechas de que Pablo Miguel Pastorestaba dispuesto a financiar lacampaña presidencial de Acevedo. Encontraprestación, Acevedo permitiríamayores libertades a la organizaciónde Pastor, a quien se le acusa de ser elresponsable de los mayorescargamentos de cocaína enviados a

Europa». «¡Cocaína…! ¿No la llamantambién nieve?». La nieve que C. H. vioen su profecía. No se refería el adivinoa las nieves del Nevado del Ruiz, ni dela Sierra Nevada de Santa Marta, ni aningún paraje invernal. Estabarefiriéndose a la droga. «… las gentesrodeando el número provocarán unagran nevada que postrará el mundo».«Pues los primeros copos han caídohace rato», pensé. Copos como RafaelEstrada, el colombiano que entrevisté enla cárcel de Carabanchel. Coposesparcidos a través de redesorganizadas. Copos que congelan yaturden la vida. Copos de muerte.

Después tendría tiempo de profundizaren este apocalíptico sueño delvisionario, que me pareció en aquelentonces más deseado que cierto,motivado por anhelos de venganza y nopor una realidad que necesariamentehabría de transformarse en la agonía desus enemigos.

Permitiendo a la sinrazón facilitarmelas deducciones, supuse que el accidentede la avioneta se produjo, no por causadel mal tiempo como aseguraba eldiario, sino porque, al despedazar elmanuscrito, quedó rota la línea deacontecimientos que debía desembocaren el encuentro entre Acevedo y Pastor,

lo cual hubiera supuesto el posibletriunfo del político, quien, convertido enpresidente, hubiera facilitado la labor dePablo Miguel Pastor en su endiabladacarrera de distribución de coca en susprincipales áreas de acción: España,Alemania, Italia y Portugal. «¡Losantiguos territorios del Imperio españoldurante el reinado de Felipe II!». Losinvitados conformaban el equipo detrabajo del senador. Equipo que lohubiese llevado hasta el Palacio deNariño, y el mismo que hubiera ocupadolos principales puestos en suadministración: los demonios de laguerra, el Mal y la Venganza.

La avioneta no estalló por la tarde,sino durante la madrugada, después deque Patricia rechazara el beso… Fueentonces cuando terminó de quebrarse elalma del manuscrito.

Si no hubiera roto el pergamino,«perdona, Lorenza», sólo habría sido elarquitecto inconsciente de una pesadilla.

Los días restantes no salí del hotel.Me dediqué a expiar mis culpas, a tratarde enfadarme con Ella, a examinarladesde todos los puntos de vistas paraculparla, para desenamorarme, paralibrarme de su hechizo, de sus ojos, ytratar de recomponer mi integridad y micordura.

El día 5, temprano, cogí el vuelodirecto a Madrid. El avión despegó enmedio de una mañana luminosa. Sóloalgunas nubes surcaban el cielo. Alpasar por ellas me asomé a la ventanilla.Abajo quedaban las murallas, lascallecitas empezando a bullir, losbalcones floreciendo, los farolesapagados, las golondrinas volando sobrela Plaza, los galeones atracados en laBahía de las Ánimas.

Después de que la azafata me retirase labandeja del almuerzo, cogí la revista dela aerolínea para entretener un rato las

lágrimas. Las páginas centrales estabanocupadas por una foto a doble páginad e l Hale-Bopp mostrando su colaardiente, majestuosa, como si llevara unvelo de fuego.

¡Las estrellas rojas!Un pie de foto aclaraba que la cola

del cometa dejaría caer, en añosvenideros, una lluvia de polvo cósmicoy pequeños meteoritos sobre la Tierra.¡Claro, la venganza no era para una solanoche! El primero de abril era la fechade partida, la reunión entre Acevedo yPastor; pero se desarrollaría durantevarios años, y cuando las partículasestelares de la cola del cometa, «las

estrellas rojas», cayeran sobre elplaneta, la labor realizada por losnarcos, «la gran nevada», seríairreversible o, al menos, traumática paralos países afectados. «¡Sutil vendetta!».

Hay venganzas que terminanvolviéndose contra todos: vengados yvengadores.

Entendía completo el pergamino.Pero continuaba sin entender a Lorenza ysin entenderme del todo a mí mismo. Elfrío de Madrid tendría que espabilarmeo que congelar definitivamente misrecuerdos.

Capítulo 11

Ha transcurrido el tiempo. Los posos delagua turbia están asentados en el fondodel recipiente de las emociones. Tengoya bastantes canas para recordartranquilo aquel viaje patrocinado por elabuelo, hace más de veinte años.Continúo solo, viviendo en casa de mispadres; pero ahora soy yo quien cuidode ellos. Mi padre se reúne todos losdías con ex compañeros de trabajo en laresidencia para la tercera edad que haycerca de casa; desde hace tres años le hasacado el gusto a jugar al dominó. Mi

madre no sale mucho.He ocupado los espacios del abuelo.

Paso las horas en su despacho, sentadoen el escritorio, parapetado en torres dehojas blancas, tan blancas y tan altascomo las que él construyera,comenzadas desde el regreso deCalamarí. ¡Haciendo literatura! Todavíano alcanzan el techo; pero ya me puedorefugiar tras ellas. Todos los días agarrofirme la pluma y comienzo a pensar enLorenza. Escribo sistemáticamente, aldictado del alma. Cuando termino elfolio lo pongo sobre cualquiera de lastorres. No corrijo. El papel se termina amenudo. Entonces me visto, me pongo la

bufanda, bajo a la papelería a tresmanzanas de casa, compro una resma.¿Para quién escribo? Para mí. Descargola conciencia en el papel. No me cabe.Trato de definir lo que significaLorenza, y no hay espacio.

Algunas veces, sobre todo por latarde, algunos personajillos asomanentre los pilares de papel. Sonparecidos a los que vi en los ojos dellimpiabotas: negritos, indios, piratas,frailes…, diminutos demonios de mimente. No sé si escapan de las letras olos tengo en mis pupilas y se proyectansobre el blanco del papel amontonado.¡Qué más da! El caso es que están ahí, y

me acompañan. Saben de mi soledaddesde que tuve noción de ellos. Hacemucho deduje que al romper elpergamino también había roto miproyección, mi herencia y el futuro delos apellidos Acevedo y Santander,correspondientes a una misma ramagenealógica. Patricia Acevedo, por lopoco que he sabido de ella, no hapodido tener descendientes. Aunque loshubiera tenido, sus hijos, salvo otrocambio como el causado por Lorenza,no hubieran transmitido el apellido a lasgeneraciones posteriores. Y yo, ÁlvaroSantander, no he buscado siquiera laposibilidad de tenerlos. He ocupado

demasiado tiempo en liberarme de losfantasmas de Calamarí… tanto, que yano creo pueda conseguir ni una cosa nila otra. Patricia y yo éramos los nuevosretoños, los últimos brotes de dosárboles que eran uno solo, esquejes deun mismo tronco; pero no lo sabíamos.Y cuando supimos la verdad, las ramasse habían separado excesivamente.

El conjuro, en su juego de venganza,nos unía. Si Patricia lo hubiera leído,nos hubiéramos besado en la orilla delmar. Lorenza, desde las olas, se habríafundido en ella. Lo habríamos entendido,y el Destino, poco después, nos habríajuntado para siempre. La familia

volvería a ser una. Estaría cerrado elcírculo que habían iniciado Francisco yLorenza. Pero no sucedió así. Se quebróantes de unir los extremos. El conjuroera la soldadura que lo sellaba. Patriciay yo quedamos en el aire, iniciamos elsacrificio. Ambos, aunque ella no losepa, cumpliremos con impuestadignidad la tarea de rematar el árbol, decerrar el paréntesis de nuestra familia.¿Era también misión del mensajerocontinuar la estirpe?

Lorenza sigue dentro de mí,enterrada en mi alma.

La cartulina que dibujó el abuelocon nuestro árbol continúa colgada en la

pared. ¡Si hubiera sabido lo incompletaque estaba! Me gusta mirarla cuandopaso delante; es un involuntariomonumento al sueño de un pasado real.

Cinco años después de regresar deCartagena tuve la oportunidad de viajara Londres, en calidad de invitado a uncongreso de Historia Precolombina.Aproveché mi estadía en la capitalinglesa para rastrear los antecedentes deJean Aimé, e intentar descubrir alvisionario que se escondía tras lasiniciales del pergamino. En aquelentonces lo veía como a un dios en la

sombra que había manipulado mi vida.Un dios que sólo tenía un par de letras.

Ayudado por miembros de la RoyalBritish Academic of History, localicélos registros correspondientes a navíos ytripulaciones que zarparon del Támesisentre 1570 y 1590. Resultórelativamente fácil descubrir un francésentre tanto nombre sajón. El 14 de juniode 1583, zarpó el Marigold, cuya misiónestaba encuadrada en la categoría de«making business in the Caribean», osea, piratería encubierta, llevando entresus navegantes a un tal Jean Aimé deFoix. Ya tenía el apellido, índice, a lausanza de la época, del lugar de

nacimiento.El hallazgo permaneció en dique

seco hasta que un viejo amigo francés,Michel Privat, compañero deuniversidad al que había referido partede la crónica de Calamarí (sólo la partehistórica), me envió un libro en el cualse hacía referencia a un Christian vonHund, hermético alemán radicado enFrancia. Procedía de una familiaacomodada que perdió su patrimonio,casi la vida, al ser acusada de apoyar lareforma luterana. Desde entonces, VonHund comienza a cultivar un odioexquisito contra España y contra elemperador Carlos V. El visionario

germano supo ganarse el favor de lacorte francesa, inclinada a lasadivinaciones, magias, ritos, cábalas ytodo tipo de distracciones esotéricas queles acercasen al futuro, les propinaran laesencia del erotismo o, algo más vulgar,convirtieran el plomo en oro.

Nació en 1503 en Erlangen, cerca deNuremberg. Salvo que fue un chicointrovertido y huraño, enjuto y de malaspulgas (tanto en el genio como en laropa), no hay mayores datos que nosacerquen a su juventud e infancia.

En 1525 ejerce como médico enNarbona y Burdeos, a pesar de no tenertítulo oficial. En 1529 se traslada a

Montpellier, donde estudia medicina yalcanza el doctorado. Allí conoce a JeanAimé de Foix, alumno de menor edad,pirenaico, quien acaba convertido en sumejor amigo, admirador y discípulo. Poraquel entonces, Von Hund yarevolucionaba las casas de los notablescon sus proféticas adivinaciones.

Casi todas sus ágoras le llegandurante el sueño. Dormía con papel ypluma en la cabecera de la cama. Nadamás despertarse, escribía e interpretabacuanto había soñado. Luego utilizaba asus amigos y seguidores para hacerllegar las predicciones a los lugares enque habían de producirse. Cuentan que

envió emisarios a Rusia, a Nápoles, aInglaterra, a Alemania y a las tierras delNuevo Mundo. Hablaba varios idiomas,incluido el latín. Muchas de susprofecías iban dirigidas contra laCorona española. No se conoce laefectividad de la mayoría. «¡Pero yopuedo dar fe!».

Jean Aimé permanece siempre a sulado. Estudian juntos, transitan loscaminos alquímicos, buscan, comotodos, el Santo Grial. No estácomprobado, pero se les tacha de haberpertenecido a la secta de los rosacruces.

Von Hund contrae matrimonio en1534, del que nacen dos hijos. Inicia una

etapa de viajes por el África duranteocho años, acompañado de Jean Aimé.

Puede que víctimas de su propioinvento, porque lo predijo con tresmeses de anticipación, sus hijos muerenenvenenados, sin que él pueda llegar atiempo a su casa para impedirlo.

En 1544 se muda a Salon. Pronosticapara ese mismo año una gran epidemiade peste, que cae sobre Francia en elmes de diciembre. Es reclamado enLyon, donde obtiene, ayudado por JeanAimé, grandes éxitos terapéuticos.Enr i que II le otorga sus favores,haciendo la vista gorda a su origenalemán. El rey está interesado por sus

servicios, pero la Iglesia no piensa de lamisma manera. Con el fuego de lahoguera pisándole los talones, huye aItalia y busca la protección de Catalinade Médicis, conocida mecenas de losmás afamados nigromantes europeos.Descrestan sus saberes adquiridos en elcontinente africano.

Sueña la muerte de Enrique II ymanda a París su profecía. La corte sabede la predicción, y se aterra cuandofallece el monarca. Quedan divididaslas opiniones: unos le consideran unvidente, un sabio, otros un charlatán. En1555 se interesa en la astronomía. JeanAimé, por su cuenta, ya se había

iniciado bastantes años antes. Le llevaventaja al maestro.

Muere su esposa y Von Hundtermina fascinado con el mundo de lasestrellas para matar los recuerdos.

En noviembre de 1565 pide a suamigo Jean Aimé que le acompañe aSalon. Se siente viejo y quiere arreglarlos asuntos familiares. A mediados dediciembre tiene un sueño que lo sume enpersistentes desmayos. Redacta unmanuscrito, al borde del delirio, y ruegaa Jean Aimé que lo entregue a una niñainglesa nacida en tierra española delnuevo mundo. Le da las instruccionespertinentes y cae en un profundo letargo

durante algunos meses, hasta que fallece,sin recuperar la razón, balbuceandoextraños conjuros africanos.

Ése fue C. H. ¿Qué tenía que verconmigo? Nada. Somos unacircunstancia mutua. Él fue mi dios porun tiempo. Y al final yo me convertí ensu dios, al menos, en su juez. En mismanos tuve la posibilidad de ejecutar suprofética venganza, en la que, pienso,metió la mano. Porque a la profecía sesumaba el conjuro, y al conjuro lavenganza. En su sueño tuvieron quemezclarse las visiones con los deseos.Allí estuvo el fallo y mi oportunidad.Tuve ocasión de discurrir, de colarme

por la fisura que habían dejado susanhelos. Todas las piezas encajaron enla predicción: Lorenza, Francisco,Patricia, el padre Ferrer, el abuelo…todos menos el mensajero. ¿Por qué?Porque Calamarí no podía traicionarse así mismo y me dio la oportunidad deelegir.

Jean Aimé… el viejo francés, ¿quiénera? Sólo he podido contestarme: fueuna encarnación del Destino. ¿Qué máspodía ser?

Cuando leo los periódicos perciboque, sea o no venganza de alguien, elmundo está invadido por la droga, lanieve, y que esa parte de la profecía se

ha realizado parcialmente. Von Hundsoñó una gran nevada, una imagenapocalíptica, como si un nuevo diluviouniversal en forma de nieve inundara yterminase con el Imperio español;cualquier excusa, cualquier visióncatastrófica, aniquiladora, le servíacomo pretexto para organizar la tramade sus vengativos deseos. Y con esamezcolanza de adivinación y odiomaquinó una cuasi fantasía que a puntoestuvo de realizarse. El brazo de Pastory Acevedo fue cercenado en ladestrucción del pergamino; pero no cabeduda de que esta alianza hubierasupuesto una importantísima ayuda a la

expansión de los mercadosinternacionales de la droga, unincremento de su difusión y consumo auna escala que hubiera resultadosumamente complicada de manejar…,mucho más complicada de lo que ya hoypuede suponer el entramado de lasorganizaciones de la droga. Sinembargo, Von Hund no supodimensionar las consecuencias de susueño profético, y lo amasijo, porconveniencia, con sus particularesenemistades hacia la Corona española,creando, o creándose, una ilusiónplagada de medias verdades. Estedescubrimiento significó, por expresarlo

de una forma gráfica, el pegamento queunió las piezas que ya estaban montadas.Pero no trastocó nada.

Tengo un amigo, editor, empeñado enque le escriba un libro para publicarlo.Lo estoy pensando. ¿O ya lo estoyhaciendo?

Me gustan las mañanas soleadas delinvierno. En verano comienzo a sudar, ycuando sudo, se me escapan por losporos las remembranzas de Calamarí. Esel mismo sudor agrio de los marinerosdel puerto.

Francisco de Santander contrajomatrimonio en Santa Marta, el 26 demayo de 1618, con Mercedes Sánchezde Oruño. ¿No esperó a Lorenza?Posiblemente sí, pero nunca comoesposa. Francisco encontró enMercedes, hija del tesorero del cabildo,la oportunidad para encaramarse en lacúspide de la escala social. Comenzó aocupar cargos importantes en laadministración, hasta llegar a serdelegado de la Gobernación para SantaMarta, ya al final de sus días.

¿Después de abandonar Baza,correría Lorenza a su lado? No losabemos con exactitud. Cualquier

especulación que se haga sólo será eso,una conjetura sin basamento. Unascroniquillas que localicé en el Archivode Indias, picantonas por lo demás,relacionan a Francisco Santander, acomienzos de los años veinte, con unamujer siniestra, anónima, encubierta, ala que nadie llegó a ver, o al menos adescubrir, entre los habitantes de lavilla. Si era Lorenza, la situación deCartagena se habría volteadocompletamente. Santander sería entoncesel acaudalado funcionario, sujeto a lasestiradas costumbres de la rancia clasepudiente, y Ella la mujer libre (aunqueno creo que sea el adjetivo más

afortunado) que visitaba al encopetadoamante.

La verdad es que nunca se supo elparadero de Lorenza, ni por qué huyódel lado de su hijo: ¿para protegerle dela Inquisición o de algún otro riesgo?¿Por amor? ¿Porque estaba gravementeenferma? ¿Porque fue a recogerla elbarco de nácar? ¿Por orgullo? ¿PorqueMañozca la había localizado? ¿Porplacer? ¿Por aburrimiento? ¿Porque selo indicó el Destino? Muy poderosasería la causa. He construido una torrede enigmas, posibles e imposibles,todos sin solución. Nadie conoce sufinal, ni dónde se produjo su muerte, si

es que murió.De la unión de Francisco Santander

Rivamonte y Mercedes Sánchez deOruño nació, en 1619, Manuel JoséSantander Sánchez. Y tuvieron una hija:Mercedes Santander Sánchez. ManuelJosé se casó con Catalina del FresnoGonzález, quienes engendraron aFrancisco Manuel Santander del Fresnoen 1642.

Estoy refiriendo todos los hijoslegales, tal como los había rastreado elpadre Ferrer. Los naturales e ilícitos,mucho más numerosos que losreconocidos, son incontables, así que, apesar de tener conocimiento de alguno,

prefiero ignorarlos en este listado.Francisco Manuel tuvo que casarse

con una robusta costeña, AsunciónMorales Cárdenas, y en 1667 nació elprimero de sus vástagos, Juan PedroSantander Morales, quien después depoco pensarlo, se metió a cura. En 1669nació el segundo, Mariano JoséSantander Morales, a su vez padre dedos hijos y una hija. Conste que el curatambién los tuvo, pero no los registró.Los hijos de Mariano José nacieron desu matrimonio con María ClaraFuenmayor Caballero. Esta ramalegalizada es la que va guiando mi líneadescendente. La pareja decidió

trasladarse a El Socorro, en eldepartamento que luego llevaría elnombre de su tataranieto: Santander. Elprimogénito, Mariano José, bautizadocomo su padre, falleció a los nueveaños. La hija, Asunción, era un pocotonta. El que restaba, Juan AlfonsoSantander Fuenmayor, nacido en 1695,salvaría el apellido. Con tanto esfuerzoextramatrimonial resultaba complicadotener muchos hijos en casa.

Juan Alfonso cometió matricidiocontra doña Consuelo HernándezArteaga, la rica del pueblo, yprocrearon, en 1715, a AgustínSantander Hernández.

Agustín se casó con JosefinaColmenares Taboada, y en 1752 nacióJuan Agustín Santander Colmenares. Delmatrimonio entre este último y ManuelaAntonia Omaña Rodríguez, nacería, en1792, el hombre de las leyes, el primerpresidente: Francisco de PaulaSantander. Había llegado el momento,épico y terrible, en que los hijos serebelaron contra las ideas de los padres.La independencia, la libertad, el relevoen el poder. De Francisco de Paulahacia abajo, hasta mí mismo, siguen losSantander conocidos. La cadena estácompleta. Jamás dibujé ni me propusecontinuar, tupir, el árbol que pintara el

abuelo. Como están las cosas, estánbien.

De Francisco y Lorenza nacieron losAcevedo, a quienes ha sido imposibleseguir la pista. De Francisco yMercedes, los Santander. En Patricia yen mí se cierra el paréntesis. «¡Siganviviendo los naturales, nada es perfectoen esta Tierra!».

Trabajo en casa. Escribo para variasrevistas de Historia. Cuando lo hago, nome siento en el escritorio del abuelo.Prefiero que mis mundos no se mezclen,aunque a menudo es difícil evitarlo.

Pero no me gusta pasar muchotiempo alejado de mi castillo. Hoymiraba, desde mis torres de papel, lacartulina con el árbol dibujado, y susombra, la del árbol, alcanzaba atocarme. Se me escurrió de la pluma unafrase curiosa, una pregunta: ¿Lorenza fueel bien al servicio del mal, o el mal alservicio del bien? Demasiada filosofíapara la simpleza, estoicismo más bien,en el que han convergido missentimientos, mucho más hieráticos queantes. Si el abuelo viviese, me estaríadiciendo que ni siquiera son hieráticos,sino científicos. Me sirve la opiniónpara ir a celebrar a la nevera.

Hoy también me he dado cuenta deuna cosa: desde que podo el árbol,desde que no crece, tiene flores comolas del jardín de Baza, algo resecas,rodeando el tronco.

Pero quizá todo esto ya no importe.Lo fundamental de la historia sonLorenza y Calamarí, si comprendemos,como yo he llegado a comprender, queuna es el alma de la otra.

No he vuelto a soñar contigo. Estamañana también te estuve pensando. Yasí continuaré hasta que un día, lejanoaún, salga La Mojana de alguna de las

torres de papel y me arrope con sumanto.

Me pregunta mi madre por qué estoytan apático. ¿Acaso no sabe mirar, comotodas las madres, y se da cuenta de quela Vida la llevo adentro?

He abierto la ventana tratando deencontrarte, de encontrarme. Me he vistoreflejado en el cristal, y he suspirado…

Aún me pierdo en los ojos de Lorenza.

Fin

EMILIO RUIZ BARRACHINA (Madrid,España, 1963). Ha desarrollado granparte de su actividad profesional comoperiodista en Colombia para la BBC,Radio Caracol y el Canal 3 deIntravisión. Nominado en dos ocasionesal premio Nacional de PeriodismoSimón Bolívar, Emilio Ruiz Barrachina

ha cultivado el ensayo y la novela connotable éxito. De entre su obra ensayistacabe mencionar Historia de Colombia(1994) y Brujos, reyes e inquisidores(2003). En 1998 publica su primeranovela, Calamarí, y, posteriormente, Ala sombra de los sueños (2000) —adaptada a la gran pantalla por él mismo— , El arco de la Luna (2001),galardonada con el X PremioInternacional de Novela Luis Berenguer,y No te olvides de matarme (2003).