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ANGEL J. CAPPELLETTI LA TEORIA SOCIEDAD VENEZOLANA DE CIENCIAS HUMANAS CARACAS / 1977

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ANGELJ. CAPPELLETTI

LA TEORIA

SOCIEDAD VENEZOLANA DE CIENCIAS HUMANAS

CARACAS / 1977

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ANGEL J. CAPPELLETTI

L A T E O R I A ARISTOTELICA DE LA VISION

SOCIEDAD VENEZOLANA DE CIENCIAS HUMANAS

CARACAS/1977

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SERIE FILOSOFIA - 1

Esta edición ha sido financiada por La Prim era Entidad de Ahorro y Préstam o de Caracas

© 1977, by Angel J. Cappelletti Caracas - Venezuela

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A la memoria de Ariel, mi hijo que pasó como un rayo de luz

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Para Aristóteles, la sensación es necesario punto de partida de todo conocimiento; puerta inexcusable del arte, de la ciencia y de la sabiduría. “Nihil est in intellectu — dirán luego sus comentadores escolásticos— quod prius non fuerit in sensu” .

Al sostener esto, no sólo se opone evidentemente a su maes­tro Platón, sino que parece coincidir con Democrito y los mate­rialistas de la época. Para determinar hasta qué punto ello es así, se hace necesario examinar, ante todo, qué es, para Aris­tóteles, la sensación misma y cómo se la puede definir o carac­terizar.

En De anima 415 b 24 y en Physica 244 b 2-245 a 11, afirma, en primer término, que la sensación consiste en un “ser movido” (xivEÍcGaO y en un “padecer” (-rcáo-xstv).

Ahora bien, según Aristóteles, el movimiento (y, por tanto, el padecer) es de cuatro clases: sustancial (generación y corrup­ción), cuantitativo, cualitativo y local (Phys. 200 b). Por el pri­mero, el individuo real adquiere o pierde una forma sustancial; por el segundo, aum^enta o disminuye sus dimensiones; por el tercero, altera sus cualidades, despojándose de unas para lograr otras; por el cuarto, se traslada de un lugar a otro en el espacio.

La sensación no implica un movimiento sustancial, pues, aunque, como veremos, supone la incorporación de una nueva forma en el sujeto que siente, ésta no es una forma sustancial. Tampoco se la puede hacer consistir en un movimiento cuanti­tativo, aun cuando alguien pudiera decir que la incorporación de un rayo de luz o de una onda sonora al órgano sensorial significa un cambio, siquiera sea mínimo, en la cantidad del sujeto. Tal cambio cuantitativo puede ser condición de la sen­sación, pero no es, en todo caso, la sensación misma.

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No es, en fin un movimiento local, aunque suponga siempre algunos movimientos locales en el medio o en el sensorio.

Eesta, pues, que sea un movimiento cualitativo o alteración (áXXoiw(Tic,), “porque de algún modo (tícoi;) constituyen también una alteración las sensaciones, ya que la sensación en acto (aío-Gpo-u; tq jcav’ ávépYsiav) consiste en un movimiento que se produce a través del cuerpo, cuando el órgano sensorial padece algo” (■jtatrxoúo'TQi; vl ifiq ala'0TQa'£co<;) (Phys. 224 b).

Hay que advertir, sin embargo, que la identificación de la sensación con un movimiento cualitativo nunca es incondi­cional o absoluta. En el anterior pasaje de la Física, Aristóteles dice que las sensaciones son “ de algún modo” (ttwí;) una alte­ración. En De anima 416 b 33-34, afirma: “La sensación con­siste en el ser movido y en el padecer, según queda dicho: parece, en efecto, que es una cierta alteración” . No dice “una alte­ración” , sino “una cierta alteración” {aXkoía¡aic, tii; ) . Igual­mente, en De insomnis 459 b 4-5: “La sensación en acto es una cierta alteración” (ecttiv áXkoioiaic, ti<; r¡ xax’ ávápYEiav a'ícr0TQín ) ¿A qué se debe tal limitación? Al hecho de que Aristóteles no quiere que se confunda su doctrina con la de Demócrito y Em- pédocles. En efecto, en Metaphysica 1009 b 13, dice que algunos filósofos, como Demócrito, confunden al entendimiento con la sensación y a ésta con una “alteración” .

Estos filósofos naturales, no contentos con aplicar las no­ciones de “acción” y “pasión” a la teoría de la nutrición y a otros procesos fisiológicos, creen poder explicar íntegramente mediante las mismas el conocimiento sensorial {De anima 410 a).

Para Empédocles, la sensación se origina gracias al “en­cuentro de un elemento que está dentro de nosotros con el mismo elemento que está fuera” . Tal encuentro se produce “cuando los poros del órgano de los sentidos no son ni demasiado anchos ni demasiado estrechos para los efluvios que todas las cosas están emitiendo de continuo” (J. Burnet, Early Greek Philo- sophy - Londres - 1958 - p. 248).

Para Demócrito mismo, según claramente se ve en sus “ ipsissima verba” transcriptas por Teofrasto y en diversos testi­monios doxográficos (68 A 13; 68 A 135; 68 B 5, etc.), la sen-

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I.A TUOIUA AKIS'J’OTKUCA DE LA VISION 11HHcJón tiene lugar cuando las imágenes (£íSoX,a), que proceden de los efluvios (áuoppoíai) continuamente desprendidos de las cosas, penetran en el cuerpo humano a través de los poros (itópoi,) e impresionan así los órganos sensoriales.

En ambos casos, y especialmente en el de Demócrito, se da una alteración del órgano sensorial, pero dicha alteración es, a su vez, efecto de un movimiento local. Aquí se encuentra precisamente la clave de la gnoseología y de la psicología meca- nicista del abderita: lo cualitativo se reduce, en última instancia, a lo espacial (D. O’Brien, Empedocles’ Cosmic Oyele - Cam­bridge - 1969 - pp. 301-304, considera, contra Hicks, Eoss y Cherniss, que la crítica de Aristóteles no incluye a Empedocles).

“Algunos sostienen también que lo semejante padece de parte de lo semejante” , dice Aristóteles (De anima 416 b 35), refiriéndose precisamente a Demócrito y Empédocles. Para ambos, en efecto, lo semejante recibe la acción de lo semejante. El modo en que esto se realiza y la misma posibilidad o impo­sibilidad de tal realización son cuestiones que, según Trende- lenburg, discute Aristóteles en una obra que no conservamos y que Diógenes Laercio y el lexicógrafo Hesiquio identifican con el título de Sobre el padecer y el haber padecido (-nepi, voO Tíáo'XEtv xai uETiovBévai,), aunque Simplicio y Filopón (a los cuales se adhiere Siwek) opinan que lo hace en el Sobre la generación y corrupción (tiepí, YEvéffEWc; xai. <í)0opa(;).

En esta obra, critica el estagirita la teoría según la cual lo semejante puede obrar sobre lo semejante. En realidad — dice— para que pueda haber acción y pasión, es preciso que agente y paciente sean parcialmente idénticos y parcialmente contrarios. Dos objetos pertenecientes a categorías diferentes (la línea y lo blanco, por ejemplo) no pueden influirse entre sí, a no ser de un modo accidental (la línea blanca).

Es necesaria por lo menos una comunidad de género. Pero si esta comunidad se extendiera hasta lo específico y llegara a ser, al fin, identidad total, tampoco podría haber allí acción y pasión. Así, un cuerpo puede recibir un cambio de otro cuerpo, un color de otro color, un sabor de otro sabor, y, en general, todo lo que pertenece a un género, de los objetos conte-

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nidos dentro del mismo. Pero, al propio tiempo, agente y paciente deberán ser, dentro del género común, desemejantes y contrarios, porque, al menos por su función y su “modus operandi” lo son (Cfr. De cáelo 286 a 3 ). Según se considere en primer término la materia o la forma, se dirá, entonces, que acción y pasión suponen semejanza o desemejanza. (Sobre el uso del término izáBoc, en Aristóteles, véase H. Bonitz, Aristotelische Studien - Darmstadt - 1969 - p. 317 sgs.). Quienes atendieron a la materia (Empédocles, Demócrito) juzgaron que agente y paciente debían tener algo en común; quienes se fijaron en la forma (Heráclito) creyeron que debían ser necesariamente contrarios entre sí {De gen. et corrupt. 1 7 ) .

Algunos filósofos afirman — continúa Aristóteles— que las cosas que sufren o reciben una acción cualquiera la sufren o reciben gracias a la introducción de un agente a través de los poros, y sostienen que de tal modo vemos, oímos y percibimos con todos los sentidos. A esto añaden que vemos las cosas a través del aire, del agua o de los cuerpos transparentes en general, pues en ellos hay muchos y bien distribuidos poros (aunque invisibles por su pequeña dimensión).

La teoría de los poros es utilizada así para explicar la acción y la pasión en general y la sensación como un caso parti­cular de la acción y la pasión. Tal teoría, sostenida ya por Empédocles, ya por los atomistas (Leucipo y Demócrito) la refuta Aristóteles con varios argumentos que él mismo resume de esta manera: Eesulta enteramente inútil admitir que existen tales conductos o poros. En efecto, toda acción supone un con­tacto entre el agente y el paciente o no lo supone. Si lo supone, haya o no poros la acción se producirá igualmente; si no lo supone, haya o no haya poros la acción no se producirá {De gen. et corrupt. 1 8 ) .

En su Comentario medio al “De generatione et corruptione” dice Averroes: “Tomada en conjunto la teoría de los poros está fuera de lugar. Porque, si el cuerpo no es capaz de recibir la acción, no hay motivo alguno para suponer los poros. Así, es evidente que, por todo esto, o la postulación de los poros es falsa o no puede constituir esencialmente la causa de la pasión. Porque, desde el momento en que, según su opinión (de los filósofos ato-

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misüis y de Empédocles), la pasión tiene lug’ar gracias a la divi­sibilidad de un cuerpo, si los cuerpos son enteramente divisibles, los poros no tienen objeto. Y si el cuerpo no es divisible, el postulado de los poros es nuevamente fútil y carente de sentido” (Averroes. On Aristotle’s “De generatione et corruptione” middle commentary and «Epitome»” - Cambridge - Massachussetts - 1958 - pp. 58-59).

Si la sensación se produjera cuando entre los poros y los efluvios hay una cierta proporción o igualdad (Theophr. De sensu 7 ), la misma no sería otro cosa más que un movimiento corpóreo; si, como sostiene Empédocles (3 1 B 109), vemos la tierra cuando ella se une a la tierra que en nuestro órgano reside, y vemos el agua cuando ésta se junta con el agua que está en nuestros ojos (Cfr. Kirk-Eaven; The Presocratic Philo­sophers - Cambridge - 1963 - p. 343), la sensación podría redu­cirse al tránsito de una cosa material (lo percibido) hacia otra cosa igualmente material (el sensorio). La sensación sería, de tal modo, un cambio local o cuantitativo, o, en todo caso, un cambio cualitativo pero puramente material.

Por eso, Aristóteles insiste en que ella es una alteración o cambio cualitativo “sui generis” , una especie de alteración iáXkoíaxnq 'viq), que no se puede identificar con la alteración corriente o material, de la que hablan sus predecesores. El movi­miento que se limitara al cuerpo y al sensorio no sería todavía una verdadera sensación: ésta se produce únicamente cuando dicho movimiento se comunica al alma (De anima 408 b 15-17). Aristóteles diferencia así (como ya había comenzado a hacerlo en cierta medida Diógenes de Apolonia) lo fisiológico de lo psico­lógico. Para él, el sujeto que siente implica el alma y la sensación podría caracterizarse como un movimiento del alma {De anima 408 b 4).

En la alteración material, un contrario es siempre reempla­zado por su contrario. Esto implica que la adquisición de una cualidad trae consigo la pérdida o corrupción de otra. Ahora bien, en esta alteración “sui generis” que es la sensación no sucede tal cosa. Se trata, como dice Hicks, de una “alteratio non corruptiva” . Así como en el orden del conocimiento inte­lectual, cuando el sujeto pasa de la ignorancia a la ciencia no se

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(hi corrupción alguna, así en la sensación propiamente dicha, esto es, en la sensación como movimiento del alma, tampoco hay pérdida o corrupción de cualidad alguna. Por eso, podría hablarse aquí de una “alteratio perfectiva” , en la cual el cambio sólo mira a la perfección del sujeto sensitivo.

De hecho, la sensación es un movimiento por el cual el sujeto discierne (xpivEÍ) o juzga, de un modo análogo a la inte­ligencia, aunque en un plano inferior. Cada sentido juzga, dis­cierne o diferencia los objetos que le son propios, y así, la vista diferencia el blanco del negro; el gusto, el dulce del amargo, etc. {De anima 426 b 8-12).

Por otra parte, en cuanto la sensación comporta siempre placer o dolor, los sentidos necesariamente la disciernen y juzgan como positiva o negativa {Eth. Nic. 1179 b 20-21; Mag. Mor. 1204 b).

Pero el juzgar resulta algo propio del alma, en cuanto supone un principio único y superior, capaz de discernir, esto es, de separar y unir los contrarios. A su vez, el separar o unir los contrarios supone que ambos están presentes al que juzga simultáneamente, lo cual demuestra que éste no es una parte u órgano del cuerpo {De anima 405 b).

Sin embargo, el hecho de que Aristóteles rechace así las teorías materialistas de la sensación (Demócrito, etc.), no quiere decir que se encuentre en este punto más cerca de Platón que de los presocráticos. Dijimos al principio que, al considerar a la experiencia sensible como obligado comienzo de todo cono­cimiento, el estagirita se opone necesariamente a su maestro Platón. Este, en efecto, sostiene que todo conocimiento comienza y acaba en una intuición de ideas y, más aún, que inclusive las sensaciones tienen como único sujeto al alma, sin que el cuerpo pueda considerarse causa de las mismas. (Cfr. Tim. 64 b ).

Aristóteles, en su época de madurez, cuando compone el De anima, el De sensu, el De somno y el De generatione anima- lium, se ha alejado mucho del dualismo platónico de su juventud y, después de haber atravesado por un período intermedio en que profesa un instrumentalismo vitalista o mecanicista {Histo­ria animalium, De respiratione, De vita et morte, De partibus

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animalium I, etc.), llega a una concepción que se suele denominar “entelequismo” (Cfr. F. Nuyens, L ’evolution de la psychologie de’Avistóte - Louvain - 1948).

Aplicando a la psicología los básicos conceptos metafísicos de acto y potencia y considerando al alma como la entelequia o forma sustancial del cuerpo, esto es, como “el acto primero de un cuerpo físico orgánico que posee la vida en potencia” {De anima 421 b 4 ), la sensación se le presenta no como un movi­miento del cuerpo solo, como quería Demócrito, ni como un movimiento del alma sola, según pretendía Platón, sino como un movimiento del compuesto viviente, esto es, del alma y del cuerpo juntamente (Cfr. De sensu 436 b 1-3). Por eso escribe: “ Solemos decir que el alma experimenta dolor, se alegra, confía, teme, también se enoja, siente y entiende; todo lo cual parecen ser movimientos” {De anima 408 b 1-3). Pero, poco después, añade: “ Quizás es mejor decir no que el alma se compadece, aprende o entiende, sino que lo hace el hombre por medio del alma” {De anima 408 b 13-15). Y la razón de ello es que en la mayor parte de esos casos el alma no puede funcionar sin el cuerpo, ya que éste siempre que el alma se compadece, aprende o entiende, experimenta alguna modificación {De anima 408 b 16-18). Por eso dice: “Lo sensitivo no se da sin el cuerpo; [la inteligencia], empero, está separada” (Tó p,£v yap aío-0TiTt,xóv oux avEu crúipaTOí;, 6 Se anima 429 b 4-5) (Cfr. F.Brentano, Die Psychologie des Aristóteles - Darmstadt - 1967 - pp. 98-102).

Si el entendimiento agente está separado, es porque realiza una operación que puede prescindir, en cuanto tal operación (aunque no en su punto de partida, que es la imagen), de todo sensorio y de todo órgano corporal: la abstracción, por la cual constituye o hace todas las cosas (-ra Tíávva tolelv) en su univer­salidad {De anima 430 a 17-18).

Pero si la sensación, para Aristóteles, nunca se produce sin el cuerpo, ¿no estará él, de hecho, recayendo en el materialismo que se propone combatir? Sus palabras sobre el alma como sujeto que discierne (xpiTtxóv) ¿no pasarán de ser, en realidad, meras palabras? Esto es lo que parece sospechar, por ejemplo, Ross, cuando dice que la distinción aristotélica entre “alteración

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(luatfuctiva” y “alteración perfectiva” , es decir, entre alteración física y alteración psíquica, ” is sound but does not take us far onough” {Aristotle - London - 1923 - p. 136). Es verdad que Aristóteles “está aún bajo la influencia del antiguo materia­lismo” , pero ello no quiere decir que no se diferencie efectiva­mente de éste.

Cuando el estagirita dice que el ojo ve, lo que quiere signi­ficar es que el sujeto de la vista es, no un ente puramente coi’póreo, sino un ente corpóreo animado, es decir, algo cuya materia está determinada por una forma sustancial capaz de automoverse y de sentir. El ojo no es ojo sino por el alma sensitiva y toda su estructura físico-química y todo su funcio­namiento fisiológico implica el alma sensitiva. Cuando el esta­girita sostiene que las plantas no son capaces de sentir porque no tienen los órganos adecuados para ello, no adopta por eso una actitud materialista: si las plantas no tienen sensorios es simplemente porque no tienen un alma sensitiva, esto es, porque carecen de la forma sustancial capaz de hacer que sientan (Cfr. De anima 435 b 1-2).

La relación entre el cuerpo (o sus órganos) y el alma es la que se da — no conviene olvidarlo— entre la materia y la forma. De ninguna manera, pues, el Aristóteles maduro puede admitir un alma “más allá” o siquiera “al lado de” el cuerpo y, en conse­cuencia, un alma más allá del sensorio. “Es gracias a su presencia — dice Siwek {La psychophysique humaine d’aprés Avistóte - París - 1930 - p. 105)— que cada órgano del cuerpo viviente posee su existencia, su naturaleza propia, el carácter especial de su comportamiento frente al influjo exterior y a las impre­siones que vienen de los objetos” . Cuando el órgano sensorial se modifica por obra de su objeto, se modifica al mismo tiempo el alma íntimamente unida a él. Y si Aristóteles describe la sensación como si se tratara sólo de un proceso de cambio físico, esto se debe al hecho de que la modificación del sensorio implica simultáneamente la modificación de su forma sustancial, del principio gracias al cual el sensorio es sensorio, del alma sen­sitiva.

En toda la teoría aristotélica de la sensación debe verse, por tanto, un original esfuerzo por superar a la vez el mecani-

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cismo democriteo y el puro dualismo platonico; una tentativa de dar razón de la esencial unidad del hombre y, al mismo tiempo, del carácter especifico de la vida frente a la materia. “Die spätere Lehre des Aristoteles steht zwischen der materia­listischen Auffassung, das die Seele eine Harmonie des Körpers ist, und der platonischen in Eudemos, das sie eine eigene Subs­tanz ist, in der Mitte”, dice Jaeger {Aristoteles - Grundlegung einer Geschichte seiner Entwicklung - Frankfurt - 1967 - p. 43).

Ahora bien, si la sensación, que es una alteración “sui gene­ris” (no destructiva sino perfectiva), no puede explicarse como una modificación de lo semejante por lo semejante (ni tampoco de lo diverso por lo diverso), ¿cómo deberá entenderse? En reali­dad, para Aristóteles, se trata más bien de un tránsito de lo di­verso a lo semejante o, si se quiere, de lo heterogéneo a lo homo­géneo. En efecto, la sensación consiste en la recepción de las formas sensibles del objeto, desprovistas de su materia, por parte del sensorio y de la facultad {De anima 424 a 25). Sucede alli algo análogo a lo que pasa cuando la cera recibe la foirnia de un anillo o sello sin recibir su materia (hierro, oro, bronce) {De anima 424 a 17-19).

Pero lo que recibe la forma de una cosa es esta cosa. Por consiguiente, al recibir las formas sensibles de todos los objetos, el sensorio y el alma sensitiva se transforman, en cierta manera, en todas las cosas sentidas. Sucede asi en el plano sensible lo mismo que en el plano inteligible pasa con el entendimiento pasivo (voüt; Tca0pTt,jcó<;), el cual recibe todas las formas inteli­gibles o conceptos universales abstraídos por el entendimiento agente, y se convierte asi en todas las cosas. Anima fit quodam- modo omnia, decian los comentadores escolásticos de Aristó­teles. “Lo pudiente percibir es en cuanto tal pudiente, un pu­diente ser, a saber, pudiente ser tal como es determinado en el padecer del percibir” , dice W . Bröcker {Aristóteles - Santiago de Chile - 1963 - p. 122).

“La facultad sensitiva es en potencia tal cual el objeto sen­sible es ya en acto, según hemos dicho. Padece, en efecto, mien­tras no es [aún] semejante [a él] ; pero, después que ha pade­cido, se hace semejante [a él] y es tal como él” {De anima 418 a 3-6).

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La facultad de sentir o, si se prefiere, el alma sensitiva, os en potencia todo lo que el objeto sensible es en acto, con­forme dice el estagirita poco antes en la misma obra {De anima 417 a 18-20; b 18). “Et sentiens in potentia est sicut sensatum in perfectione” , parafrasea Averroes. Esto es así precisamente porque, como hemos dicho, el alma sensitiva recibe la forma del objeto sentido sin recibir su materia y, en términos generales, el sujeto cognoscente se hace, en cierto modo, el objeto conocido, en el acto de la sensación.

El objeto sensible actualiza la facultad sensitiva, que está en potencia, y dicha facultad se hace cualitativamente seme­jante a este objeto.

La facultad o alma sensitiva recibe la acción del objeto y padece mientras dicha acción dura, es decir, hasta que ella misma no se hace seminante al objeto. La acción y pasión con­cluyen cuando la facultad sensitiva se “ iguala” o se torna homo­génea con el objeto sensible. Bien resume esta idea Trende- lenburg diciendo: “Si sensus ii sunt qui res suscipere possint, Suváp,£i, tales sunt quales res agentes ÉVT£X,éx£i.a- Si perceperunt, nihil distant” .

Sucede en la sensación lo contrario de lo que pasa en la nutrición: mientras en ésta el sujeto asimila la materia sin la forma, en aquélla asimila la forma sin la materia.

Al decir “asimila” estamos dando a entender que la sensación no es, para Aristóteles, como a primera vista pudiera parecer, algo enteramente pasivo.

En el objeto existen “objetivamente” las cualidades sensibles antes de toda percepción y de todo contacto con el sujeto. Y existen no sólo las cualidades llamadas luego primarias (ex­tensión, figura, etc.) sino también las secundarias (olor, color, etc.). Aristóteles profesa así un verdadero realismo gnoseolò­gico y, en cuanto a la objetividad de las cualidades secundarias, se opone a Democrito.

Ahora bien, las cualidades o formas del objeto determinan al órgano y la facultad sensitiva, es decir, al sujeto percipiente, y lo hacen pasar de la potencia al acto. En este sentido, el sujeto

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es pasivo frente al objeto. Pero, por otra parte, las cualidades, en cuanto tales cualidades, es decir, en cuanto son tales para un sujeto, pasan de la potencia al acto {De anima 425 b 25 - 426 a 27), gracias a la acción del sujeto que percibe. Y en este sentido el sujeto es, a su vez, activo frente al objeto, de un modo análogo a como lo es cuando el entendimiento agente abstrae los conceptos universales a partir de los fantasmas particulares. En cuanto es activo, se puede decir que asimila las formas sen­sibles sin su correspondiente materia.

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Aristóteles divide los sentidos en externos e internos. Los primeros (vista, oído, olfato, tacto y gusto) se diferencian de los segundos (sentido común, fantasía, memoria) no sólo porque cada uno tiene un órgano específico o sensorio, mientras los otros no lo tienen, sino también porque no pueden funcionar sino en presencia de sus objetos, mientras los sentidos internos no requieren tal presencia. Es preciso explicar, por consiguiente, qué significa “objeto sensible” y cuántas clases de objetos sen­sibles hay.

Dice Aristóteles: “Objeto sensible significa tres cosas, dos de las cuales decimos que son percibidas por sí mismas; la otra, accidentalmente” {De anima 418 a 8-9). Los objetos sensibles pueden dividirse, pues, en dos grupos: los que lo son per se y los que lo son per accidens.

Cuando con el oído captamos una melodía, sus notas consti­tuyen para nosotros un objeto sensible per se; cuando vemos un caballo negro, el caballo es, en cambio, un objeto sensible per accidens, pues lo que directamente percibimos no es la sus­tancia del caballo (el caballo en sí) sino sólo su color. Al caballo, esto es, a la forma sustancial del mismo, no lo percibimos con la vista sino accidentalmente, en la medida en que percibimos una forma accidental (el color negro), que es forma accidental o cualidad de una sustancia.

En otro lugar {Metaph. 1017 a 7 ), distingue el filósofo un ser per accidens y un ser per se ( t 6 xavóc crupPEPiQxcx;, TÓ Se xa0’ (XÚTÓ). Así, cuando decimos que el hombre es músico o que el justo es músico, el término “músico” lo predicamos accidentalmente del hombre o del justo, ya que no lo predicamos del hombre en cuanto hombre ni del justo en cuanto justo (Cfr. Metaph. 1015 b 16). Y así como hay un ser per se y otro per

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acxidens, también hay causas per se y causas per accidens: la causa per se de una casa es el arquitecto o quien sea capaz de edificarla; su causa per accidens es el músico, en cuanto el arqui­tecto puede ser también músico {Phys. 1 9 6 b 2 5 sg s .) .

Ahora bien, los objetos sensibles del primer grupo, o sea, los objetos sensibles per se, se subdividen a su vez en propios y comunes {De anima 418 a 9-11).

Objeto sensible propio (íStov) es aquel que sólo puede ser percibido por un sentido determinado, como el color por la vista, el sonido por el oído, etc. Objeto sensible común (xoivóv) es aquel que puede ser percibido por dos o más sentidos, como la ex­tensión, el movimiento, etc. (De anima 418 a 11-13).

En la percepción del objeto propio no cabe error. En otro pasaje, sin embargo, aclara (De anima 428 b 18-19) que tal percepción “o es verdadera o tiene un mínimo de error” .

En efecto, el error no se da sino cuando se atribuye a un sujeto un predicado que no le corresponde. Esto puede suceder con los objetos sensibles per accidens y aun con los per se que son comunes, pero no con los que son propios de un solo sentido.

Si vemos, por ejemplo, un objeto blanco, en esto no podemos equivocarnos. Si decimos que “este objeto blanco es azúcar” , sin haberlo gustado, sólo porque inferimos que ese objeto es azúcar, podemos equivocarnos, porque “azúcar” es aquí un sen­sible per accidens, y de hecho es posible que ese objeto blanco no sea azúcar sino sal.

Cuando Aristóteles aclara, según vimos, que aun en los sensibles propios cabe un mínimo de error, alude probablemente a los casos en que la sensación no es lo suficientemente clara y distinta (Cfr. Meteor. 373 b).

En realidad, es el objeto propio el que delimita la función de un sentido: todo acto por el cual capto un color es acto de la vista, todo acto por el cual capto un sonido es acto del oído, etc. Por eso, el tacto que “tiene como objeto múltiples diferencias” {De anima 418 a 13-14), no constituye, en realidad, uno sino varios sentidos (Cfr. Richard Sorabyi, Aristotle on demarcating the five senses - “Philosophical Review” - January 1971, pp. r>r)-79).

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En este punto, Aristóteles anticipa los resultados de la psicología experimental, que ha diferenciado las sensaciones cutáneas, las musculares o propioceptivas, la estereognosia, la barestesia, etc.

En otros términos y para decirlo con las mismas palabras que Aristóteles utiliza: “Cada [sentido] juzga por lo menos sobre éstos [los sensibles propios], y no yerra [cuando dice] que es color o sonido, sino [al decir] qué cosa es y dónde está lo coloreado; qué cosa es y dónde está lo sonoro” {De anima 418 a 14-16).

Beare {Greek Theories of Elementary Cognition - London - 1906 - p. 277) opina “that there is a confusion or ambiguity in Aristotle’s statements respecting the individual senses and the sensus communis, wich sometimes amounts to or involves contradiction” . Pero Siwek considera con razón que tal obieción es inválida, ya que, según el estagirita, cada sentido distingue y juzga dentro de su propio objeto (la vista diferencia o discierne lo blanco de lo verde y de lo rojo), aunque la distinción formal entre los objetos le corresponda al sentido común, por lo cual éste es el que “juzga” de un modo más alto o desde más arriba.

Lo que Aristóteles quiere decir en la antes citada propo­sición es, pues, que cada uno de los sentidos está exento de error cuando se refiere a su propio objeto en cuanto tal objeto, pero puede equivocarse cuando le atribuye un sensible común, como el lugar ( toü) o, más todavía, una esencia o sustancia ( t I).

Boss señala que Aristóteles basa su doctrina de los sensibles comunes en Platón {Theaet. 185 a 8 - 186 a l ) . En todo caso, la distinción entre sensibles per se y per accidens y, dentro de los per se, entre propios y comunes, parece lógica y clara, y resulta muy difícil admitir, con Rodier, que entre los sensible comunes y los per accidens haya una gran analogía o que, más aún, los primeros hayan de considerarse com.o una especie de los se­gundos. Ya Averroes, y después Santo Tomás, subrayan y pre­cisan la diferencia entre unos y otros.

Sensibles comunes son aquellos que pueden ser captados por más de un sentido: “ No sólo por el tacto se puede percibir el movimiento sino también por la vista” {De anima 418 a 19-20).

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26 ANCÍHI, J . CAI’l'l'.r.I.HTTI

S(‘ii,s¡I)lca 7>cr acxidens son aquellos que no se captan en sí mismos, (l(! un modo directo, sino por medio de otro objeto sensible, de un modo indirecto: “Por accidente se denomina un objeto sensible cunndo, por ejemplo, el blanco hace las veces del hijo de Diares; éste, en efecto, es percibido por accidente, porque está acciden­talmente unido al blanco que es percibido” (De anima 418 a 20-23). El hijo de Diares es, para la vista, un objeto per aceidens, ya que ella per se sólo percibe el color blanco. El hijo de Diares como tal (esto es, en cuanto es una sustancia), únicamente puede ser conocido por inferencia, y de tal modo debe considerarse como objeto del entendimiento y no de la sensación. Si decimos, sin embargo, que vemos a esa persona, es porque percibimos su color (blanco), que está accidentalmente unido a ella. Por eso, el sujeto percipiente no recibe la acción ni es modificado por el objeto que es percibido “per aceidens” en cuanto tal (fí ToioÜTOv) (De anima 418 a 23-24), y la vista no es alterada por el color blanco en cuanto éste es el color del hijo de Diares, sino solamente en cuanto es tal color.

Dentro de la clasificación que hace de los objetos sensibles, Aristóteles considera, tácita pero claramente, que los per se son en rigor más objetos sensibles que los per aceidens, y de un modo explícito dice que “ dentro de los sensibles per se, los propios son los más estrictamente tales” , ya que “a ellos se dirije por naturaleza la esencia de cada sentido” (De «m-ma 418 a 24-25). En efecto, los sentidos externos, que son, a su vez, sentidos en la más estricta y primaria acepción del término, se hallan esencialmente constituidos para sus respectivos sensibles propios, lo cual significa que su esencia consiste en la búsqueda de los mismos.

Pero para que los sentidos externos puedan actualizarse y funcionar no es suficiente la presencia de los correspondientes objetos sensibles. Es necesaria también la presencia de un término medio adecuado entre el objeto y el sensorio.

En algunos sentidos, como la vista y el oído, el término medio es algo exterior al cuerpo del sujeto percipiente. Estos sentidos pueden denominarse telepáticos. En el tacto, el término medio, que es la piel y la carne, forma parte del cuerpo mismo, aunque se distingue siempre del sensorio.

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l’or otro lado, es preciso hacer notar que aun en los sentidos telepáticos se da una cierta continuidad y una cierta afinidad cualitativa entre el término medio y el sensorio. En la vista, por ejemplo, el ojo, cuya materia es, como veremos más adelante, el agua, es una sustancia transparente, al igual que el aire o el agua que constituyen su término medio. Y algo semejante cabe decir del oído ( Cfr. De anima 420 a 3-9 ), ya que, en él, el aire se encuentra naturalmente unido al órgano auditivo (áxof) Sé o'up, u'i)<; áfip).

Respecto al sensorio mismo, Aristóteles explica que “ órgano sensorial primero es aquel en el cual se encuentra la facultad” , es decir, la capacidad de recibir las formas sensibles (De anima 424 a 24-25). Y al decir “órgano sensorial primero” (aícr0£Tf)piov TcpwTov), no quiere significar, según han creído algunos autores, el sentido común, sino el órgano por el cual “primo et per se” ejerce cada sentido su función específica que, como dice Ross, es “aquel en el cual reside la facultad” .

Ahora bien, dicho esto, se debe aclarar enseguida que, para el estagirita, el “órgano sensorial y la facultad son [realmente] lo mismo, aunque difieren lógicamente entre sí [por su natu­raleza] ” {De anima 424 a 25-26).

“La recepción de la mutación física en el órgano; en el lí­quido del ojo, por ejemplo, no es todavía formalmente el acto de la sensación (la visión). Se requiere además que esta mutación penetre en el alma sensitiva o que cambie a la misma alma sensitiva en cuanto tal” , comenta con razón Siwek, aunque la expresión “penetre en el alma sensitiva” (tomada, por lo demás, del propio Aristóteles) sugiera una equívoca idea del alma, como situada más allá del cuerpo.

“Pero esta mutación — continúa el mismo com entador- debe recibirse no en la sustancia del alma, porque entonces el alma cambiaría esencialmente y dejaría, por tanto, de existir, sino en su parte o facultad (el alma obra por medio de facul­tades). Así como el alma no existe separada del cuerpo, sino que, por el contrario, se encuentra íntimamente unida a él como su forma inmanente, así también la facultad existe inmanentemente en su órgano, forma con él una sola cosa y no puede distinguirse de él sino lógicamente (ratione)” .

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28 ANGEL J. c a p p e l l e t t i

Breve y claramente lo explica Tricot: “Organo y facultad Hon idénticos -rO ápiOny, en el sentido de que la materia y la forma (el cuerpo y el alma, por ejemplo) son las dos fases de una sola y misma realidad. Pero sus quiddidades son, sin em­bargo, diferentes” .

La razón por la cual es preciso, sin embargo, distinguir lógica o conceptualmente el órgano de la facultad y de la sen­sación misma, la da Aristóteles al decir: “Pues lo que siente debe, en verdad, tener una cierta magnitud; pero ni la esencia de la facultad sensitiva ni la sensación misma son una magnitud sino una cierta forma y su potencia” {De amma 424 a 26-28).

En realidad, lo que siente es, como bien anota Tricot, el ser animado entero, tanto como el mismo órgano particular. En el órgano, que tiene magnitud, incide directamente el movi­miento proveniente de los objetos sensibles. Cuando este movi­miento es excesivo, es decir, cuando los objetos tienen sus cualidades exageradamente acentuadas, el órgano se corrompe y entonces perece también la forma, que constituye el sentido, y que en sí misma no tiene magnitud, del mismo modo que perecen también la armonía y el tono cuando las cuerdas de un instrumento musical son pulsadas con demasiada fuerza {De amma 424 a 28-32). “ Si sensus in certa quadam ratione, qua ad res externas refertur, positus est — explica Trendelenburg— , quidquid vehementiori motu sensum ferit, hoc tollet concentum” .

Si las plantas no sienten es porque no tienen órganos senso­riales adecuados, es decir, dotados de la mediocridad necesaria para discernir las cualidades extremas de los objetos y porque carecen de un principio capaz de recibir las formas sensibles sin la materia (es decir, de un alma sensitiva), ya que, al con­trario, reciben la influencia de su materia (y tienen sólo un alma vegetativa) {De anima 424 a 32 - 424 b 3). Las plantas ciertamente se enfrían y se calientan, pero no pueden sentir ni frío ni calor. ¿Por qué? Aristóteles responde: 1'?) porque les falta el órgano apropiado, constituido por una mezcla de elementos según una proporción adecuada, y 2’ ) porque les falta la capacidad de recibir la forma sin la materia, o, en otras palabras, la facultad sensitiva. Pero ambos motivos, como dice Siwek, están íntimamente ligados entre sí. En efecto, si les falta

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el órgano es porque les falta la facultad o el alma sensitiva, y si ésta falta, necesariamente falta el órgano.

Así, si bien todos los animales, en mayor o menor medida, sienten, ninguna planta es capaz de ello, y la razón es, como explica Eoss, “que ellas no tienen un medio o capacidad de re­cibir las formas de los objetos perceptibles y son afectadas al mismo tiempo por la forma y la materia” . Filopón, seguido por Santo Tomás, interpreta el texto de Aristóteles como si éste quisiera decir que es la materia misma de las plantas la que se ve afectada úXixwi; nai crwpaTtxwt;, esto es, “ secundum materialem transmutationem” . Temistio, seguido por Hicks y otros comentadores modernos como Wallace, entiende que las plantas no reciben las formas de los objetos sensibles aparte de la materia de los mismos, y esta interpretación parece más aceptable, pues corresponde a la ya mencionada comparación del anillo y la cera que establece Aristóteles cuando quiere explicar la naturaleza de la sensación en contraste con la nu­trición.

Podría preguntarse — dice Aristóteles— si lo que es incapaz de percibir el olor puede ser afectado por el olor, y lo que es incapaz de ver por el color, etc. Pero si el objeto del olfato es el olor, lo que el olor produce, suponiendo que produzca algo, es la olfación; de lo cual se infiere que ningún sujeto incapaz de percibir olor puede recibir una influencia de parte del olor; y así en los demás sentidos. Más todavía — añade— , ni siquiera aquellos seres que gozan en general de la capacidad de sentir pueden recibir la influencia del objeto sensible si no tienen precisamente la capacidad de percibir este determinado objeto sensible. Y esto puede demostrarse, según el mismo Aristóteles, de la siguiente manera: La luz (y las tinieblas), el sonido, el olor, no ejercen influencia alguna sobre los cuerpos. Son las cosas en que aquéllos están las que afectan a los cuerpos: no es, por ejemplo, el trueno sino el aire conmovido por el trueno el que parte el árbol (De anima 424 b 3-12).

En otras palabras: cada sentido tiene un sensorio específico, cuya finalidad es recibir un específico objeto sensible, y no otro cualquiera. El que carece del sensorio del olfato carece del sentido del olfato, y el que carece del sentido del olfato de ningún

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10 ANdl'.L J. CAI>I>1',LLI!TTI

modo ])uede ser afectado por el olor. Y lo mismo sucede con los demás sentidos. Un ser dotado de alma sensitiva, aunque esté dotado de un determinado sensorio y de su respectivo sen­tido, no será nunca afectado por un objeto sensible ajeno a ese sentido, y así, un animal que sólo poseyera la vista, jamás podría ser afectado por el sonido.

Pero Aristóteles prevé las objeciones que a esta doctrina se le pueden oponer, y no deja de contestarlas: “ Sin embargo, las cualidades táctiles y los sabores afectan [a los cuerpos]. De otro modo ¿por qué causa sufrirían influencia y se alterarían los seres inanimados? ¿Ejercen, pues, también los otros [objetos sensibles] una influencia sobre los cuerpos?” . A lo cual res­ponde: “¿Quizás [habrá que decir] que no cualquier cuerpo puede sufrir la influencia del olor y del sonido, sino [sólo] aquellos que carecen de consistencia y se difunden con facilidad como, por ejemplo, el aire? Pues [el aire] se torna odorífero, como si hubiera sufrido una modificación” . Pero otra objeción surge enseguida: “ ¿Qué otra cosa es el oler sino padecer algo?” . A lo cual contesta Aristóteles: “ ¿El oler no es acaso un sentir, mientras el aire, después de haber sufrido [una influencia], se torna enseguida un objeto sensible?” (De anima 424 b 12-18).

En resumen: según el estagirita, toda sensación implica padecer algo de parte del objeto, pero no todo padecer algo de parte del objeto implica una sensación. El aire, por ejemplo, sufre la influencia de los objetos sensibles, mas no por eso puede decirse que perciba tales objetos.

Con respecto al número de los sentidos externos, Aristóteles no deja de plantearse críticamente el problema. Ha dicho que los sentidos son cinco, pero se cree obligado a probarlo. En efecto, Demócrito, que es en todo esto el gran adver­sario de Aristóteles, sin dejar de constituir su más fecunda incitación problemática, creía que pueden existir seres con otros sentidos fuera de los que posee el hombre común: hay animales sin entendimiento, también hay hombres de gran sabiduría y, por encima de éstos, existen todavía los dioses (68 B 116). Las sensaciones son, para él, más numerosas que los objetos sensibles, y éstos se nos escapan muchas veces por la desproporción que hay entre ellos y el número de nuestros sentidos (68 B 115 - Cfr. Lucret. De rerum natura IV 800).

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Ahora bien, dice Aristóteles, cada sentido percibe todo cuanto cae dentro del ámbito de su objeto propio. Por consi­guiente, cuando alguien sostiene (se refiere a Democrito sin nombrarlo) que hay alguna clase de objetos que no podemos percibir, está sosteniendo que es preciso que carezcamos de algún sentido y de algún sensorio. Pero esta conclusión es sin duda errónea.

En efecto, toda sensación se produce a través de un término medio o inmediatamente (sin término medio exterior al cuerpo). El sensorio de las que se producen inmediatamente es el órgano del tacto; órgano que tienen absolutamente todos los animales (porque es el mínimo común denominador de la vida sensitiva, según veremos). El gusto, por su parte, es una especie de tacto. El sensorio de las sensaciones que se producen a través de un término medio consta de los mismos elementos que constituyen el término medio (al cual prolongan y continúan). Pero tal término medio no puede ser sino el aire o el agua. Ahora bien, estos sensorios (vista, oído y olfato) los poseen todos los ani­males superiores y, “a fortiori” , el hombre (a menos que no conserven su integridad corporal) {De anima 424 b 22-425 a 13).

Es claro que Aristóteles da por descontado que la tierra y el fuego no podrían nunca, por sus intrínsecas características, constituir un término medio de la sensación. Y es claro también que la argumentación que, por otra parte, como dice Trende- lenburg, “tantas habet difficultates, quantas interpretando vix tollas” , depende enteramente de la doctrina de los cuatro ele­mentos del mundo sublunar (Cfr. De Cáelo I-II) y de la parti­cular concepción que Aristóteles tiene de los roles del término medio en la sensación. “ Es evidente — señala Tricot— que si existiera un elemento desconocido o una propiedad desconocida de los cuatro elementos, se podría imaginar un nuevo ocio-0£Tiripiov, formado por ese elemento desconocido. Pero esa es, en el espí­ritu de Aristóteles, una hipótesis que resulta innecesario en­carar” .

Por otra parte, para él tampoco es posible que exista algún sensorio propio y específico para la percepción de los objetos sensibles comunes, como el movimiento, la quietud, la unidad, el número, etc., pues entonces los sentidos antes estudiados sólo lograrían captarlos accidentalmente {De anima 425 a 13-16).

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y?. ANOI'.I. ,T. CAPPULLETTI

Do oaln Tnuncrn, Aristóteles responde a otra objeción, esta V('z tácita, (lue podría suscitar, según anota Siwek, la doctrina del luimoro de los sentidos y sensorios, y que Temistio expresa así: “ l ’ara percibir los sentidos comunes quizás exista un sentido pi’opio que a nosotros nos falta” . Si esto fuera así — responde Aristóteles— , los objetos sensibles comunes no serían captados por nuestros sentidos propios sino per accidens; es decir, del mismo modo en que lo dulce es percibido por la vista. Lo dulce, como tal, no ejerce influencia alguna sobre la vista y, por consi­guiente, no puede ser percibido por ella per se. Pero como es a veces un accidente de lo blanco, el cual sí es percibido por la vista, por esta concomitancia se dice que es percibido per accidens por la vista. Ahora bien, los sensibles comunes no son l)ercibidos sólo per accidens sino per se, pues ejercen influencia sobre nuestros sentidos y los ponen verdadera y realmente en movimiento. En efecto, todos estos objetos sensibles — continúa el estagirita— los percibimos mediante el movimiento: la ex­tensión, por ejemplo, la captamos a través del movimiento, y la figura igualmente, ya que, al no ser ésta sino una cierta extensión en quietud, se percibe mediante la ausencia del movimiento; el número es captado mediante la negación de una ulterior conti­nuidad y a través de los sensibles propios, ya que cada sentido tiene un sólo objeto sensible {De anima 425 a 16-20). Cuando se dice que estos sensibles comunes son percibidos mediante el movimiento, la palabra xivritru; viene a ser aquí sinónima de TiáOoí;. “Motu, idest, quadam immutatione” , glosa el Aquinate.

En realidad, el sensible común — como bien anota Tricot— ejerce una acción sobre el aia-BeTfipiov, y por eso no es percibido per accidens. El mismo Santo Tomás explica así eso de que los sensibles comunes sean percibidos a través del movimiento: “ Magnitudo immutat sensum, cum sit subjectum qualitatis sen- sibilis, puta colorís et saporis et qualitates non agunt sine suis subjectis.. . figura, quia est aliquid magnitudinis, quia consistit in conterminationes magnitudinis. . . qui es comprenditur ex motu, sicut tenebra per lucem; est enim quies privatio motus” . “ El número, a su vez, es percibido, por una parte, “ discreta et (|unsi interrupta continuitate” , según dice Trendelenburg; y, por otra, gracias a los sensibles propios, objetos de cada sentido: cada uno de los cinco sentidos capta la unidad, porque cada

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LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 33

sensación es una (un color, un sonido, etc.), y el número es una multiplicidad de unidades” , según comenta Tricot. O, como dice Siwek: “ Cada sentido percibe un objeto. El uno no es todavía número, pero sí principio del número” .

Eesulta así evidente que no puede existir un sentido propio para cada sensible común; como, por ejemplo, para el movimiento — concluye Aristóteles— , porque si no, lo percibiríamos del mismo modo con que percibimos ahora lo dulce por la vista. En tal caso, no percibiríamos los sensibles comunes sino per accidens, o sea, de la misma manera que percibimos al hijo de Cleón, no en cuanto es hijo de Cleón, sino en cuanto es blanco y el blanco es un accidente del hijo de Cleón (De anima 425 a 20-27).

Ahora bien, de los objetos sensibles comunes tenemos una sensación común y no per accidens. Por eso, no puede pensarse que haya un sentido propio para dichos objetos, porque si lo hubiera, no los percibiríamos sino como se dijo que percibimos con la vista al hijo de Cleón {De anima 425 a 27-30). Pero así como, según antes dijimos, los sensibles per accidens se dis­tinguen claramente de los per se comunes, así también se dis­tinguen las correspondientes sensaciones: una sensación común es aquella a la que concurren dos o más sentidos, una sensación per accidens es aquella en la cual, por inferencia tácita, pasamos del objeto propio de un sentido al objeto propio de otro sentido o del entendimiento (del color blanco al sabor dulce; del color blanco a la sustancia). Como bien anota Tricot, “ los sensibles comunes no son percibidos per accidens sino per se por cada uno de los sentidos, puesto que dichos objetos ejercen una acción sobre éstos, mientras lo dulce, por ejemplo, no obra en absoluto sobre la vista” .

Cada uno de los sentidos externos puede, pues, percibir per accidens los objetos propios de los demás, pero al hacerlo no lo hace en su función específica, es decir, en cuanto vista, en cuanto gusto, etc., sino sólo en cuanto todos confluyen en un sen­tido único (oux fi aúvaí, dXk f) p,ía). Esto sucede cuando varios sentidos se dirijen a una misma cosa al mismo tiempo y la perciben desde sus respectivos puntos de vista. Así, por ejemplo, cuando la hiel es percibida por la vista como amarilla y por el

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A N d lîI . J . C M 'I'M .l.U 'I'T IÎ'I

Kiisto como mnnr}iîi, etc. En este caso no hay ningún sentido ex- U'i'Mo a ((uien le corresponda determinar que la hiel es realmente ima sola cosa {De anima 4 2 5 a 3 0 -b 3 ) . Al que le compete esa función es al sentido común, que, ante todo, debe considerarse como el encargado de coordinar las diversas sensaciones referidas a una cosa y de constituir la unidad de esa cosa. Pero el sentido común, como la fantasía y la memoria, es un sentido interno y no se puede agregar al número de los sentidos propiamente dichos, que son los exteriores.

Tal vez alguien podría preguntar — dice Aristóteles— por (lué usamos varios sentidos y no uno solo para percibir los sensibles comunes. A lo cual responde: “ ¿No será acaso para que los sensibles concomitantes y comunes, como, por ejemplo, el movimiento, la extensión y el número, más difícilmente se nos escapen? En efecto, si sólo existiera la vista y ésta se ocupara de lo blanco, con mayor facilidad se nos escaparían [los sensibles comunes] y nos parecería que todos ellos son idénticos [a los sensibles propios de la vista] ; porque el color y la extensión se acompañan entre sí. En realidad, puesto que los sensibles comunes están también presentes en otro sensible [propio], resulta evidente que cada uno de ellos es algo diferente [de los sensibles propios]” {De anima 425 b 4-11). En otras palabras, si sólo tuviéramos el sentido de la vista, siempre que percibié­ramos un color lo percibiríamos con una determinada extensión, y de tal modo casi necesariamente los confundiríamos. En cam­bio, si estamos dotados de varios sentidos diferentes, fácilmente podemos evitar tal confusión, pues mientras el color sólo lo cap­tamos con la vista, la extensión la percibimos también con el tacto.

Como dice Santo Tomás, “ . . .quia magnitudo sentitur alio sensu quam visu, color autem non, hoc ipsum manifestât nobis ((uod aliud est color et magnitudo” .

Algunos autores — dice Aristóteles en el De sensu— • in­tentan acomodar los sensorios a los elementos de la materia ( ^TOToCen, xaxá tú Trcáv crcopáTWv), pero, como no puedenacomodarlos numéricamente (los sensorios son cinco; los ele­mentos, cuatro), no saben qué hacer con el último sensorio {De sensu 437 a 18-22).

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I.A TI'.OKIA AIUSTOTRI.ICA DE LA VISION 35

1/0.4 ('¡('montos (o-Toi,x£ía) son, para Aristóteles, los cuerpos mÚH Himples, irreductibles a otros ((x-uXoc crcoptaTa). Sus formas son las ])rimeras determinaciones de la materia prima; por eso, a diferencia de ésta, pueden existir en acto {De cáelo 302 a 16). Kn realidad, la idea de los cuatro elementos surge de la combi­nación de cuatro cualidades fundamentales:

AIRE

AGUA <

HUMEDO FRIO

CALIENTE SECO

^ FUEGO

TIERRA

Algunos elementos tienen, según esto, cualidades comunes como agua y aire, que son ambos húmedos; otros, no tienen nada en común, como agua y fuego.

El primero que habló de los cuatro elementos, a los que llama “ las cuatro raíces de todas las cosas” (TÉo-o-apa icávTwv pi.i wp.a-Ta) (31 B 6), fue Empédocles, pero probablemente Aristó­teles no se refiere aquí a él, que sólo intentó, por lo que sabemos, vincular el aire con el olfato, sino más bien a su maestro Platón, quien, como advierte Alejandro de Afrodisia, tropezó con tal difi­cultad al querer asignarle un elemento al olfato {Tim. 6 6 D -E ).

Como más adelante veremos, el estagirita rechaza la teoría empedócleo-platónica de que el ojo consta de fuego, y coincide con Demócrito al afirmar que está formado por agua.

En cuanto al olfato, dice que lo que éste es en acto lo es el órgano olfativo en potencia, pues siendo el objeto sensible el que hace pasar el sentido de la potencia al acto, necesariamente

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w ANOEL J. c a p p e l l e t t i

H iii'iiUdo està primero en potencia (Cfr. De anima 417 a 12-20; 12 In 17-20). Ahora bien, el olor es una cierta exhalación hu- iiii'iuito y la exhalación humeante proviene del fuego {De sensu •I2H 1)21-25).

Al estar el órgano del olfato constituido por fuego, se halla ubicado cerca del cerebro, pues el cerebro es el más frío de todos loH órganos (Cfr. De somno et vigilia 457 b 29-30), y su función c.s la de un refrigerante {De sensu 438 b 25-27).

El sentido del oído está formado por aire {De sensu 438 b 20). El tacto, a su vez, y el gusto, que es una especie de tacto, cHtnn formados por tierra. Por eso su sensorio se halla cerca del corazón, el cual se opone al cerebro, en cuanto es el más ridiente de todos los órganos {De sensu 438 b 30 - 439 a 4) (Cfr. De part. anim 664 a 12; 670 a 24-25; De iuvent. 469 b 5).

De esta manera, Aristóteles parece haber logrado lo que •su maestro Platón no consiguió, y haber resuelto el problema de la correspondencia entre elementos y sentidos {De sensu 439 a 4-5). La clave de tal solución consiste, como es claro, en la re­ducción de los cinco sentidos a cuatro, mediante la identificación del gusto con el tacto.

Sin embargo, esta solución implica algunas afirmaciones (|ue contradicen claramente la doctrina del De anima. En efecto, al hablar allí del sensorio del olfato, dice el filósofo que es de aire y agua, pues estos elementos son los únicos que constituyen los sensorios, mientras el fuego, o no forma parte de ninguno o es común a todos (en cuanto no hay ninguno sin calor) {De anima 438 b 16-21). Esta contradicción sólo se podría solu­cionar considerando que en el De sensu no propone Aristóteles .su propia doctrina sobre la composición de los sensorios, sino ( |L io esboza una mera posibilidad de lograr la deseada corres- l)ondencia entre elementos y sensorios. También en lo que con­cierne al órgano del tacto el De anima contradice a este pasaje del De sensu. El órgano del tacto es, según Aristóteles, el co- i'azón. El corazón es músculo, lo cual equivale a decir, carne. Pero la carne, según explícita afirmación del filósofo, no puede ser “simple” (áTT:) o0v) y constar de un solo elemento, como el fuego o el aire {De anima 435 a 11-12). Luego, el corazón no

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puede ser de tierra, como se dice en el De sensu. Tanto menos cuanto que en seguida el De anima agrega que todos los elementos, fuera de la tierra, pueden llegar a constituir los sensorios. La única manera de superar esta contradicción parece ser (fuera de la que dimos en el caso anterior) suponer que la tierra constituye el órgano del tacto, pero no sola, sino junto con otros elementos, en cuanto el tacto, por ser “ intermedio entre las cuali­dades táctiles” , y su sensorio, por gozar “ de la capacidad de recibir todas las diferencias (cualidades) propias de la tierra” , no se ejerce por medio de huesos o cabellos (que son sólo de tierra), pero sí por medio del corazón, del cual la tierra forma parte {De anima 425 a 7 ).

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Ill

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Al tratar de la sensación en general y de cada especie de sensación, distingue siempre Aristóteles el objeto sensible, el medio y el sensorio. En el caso particular de la vista dedica al estudio de los dos primeros el capítulo 7 del libro II del De anima y el capítulo 3 del De sensu et sensíbilihus, y a la consideración del último el capítulo 2 de esta segunda obra.

El citado capítulo del De anima comienza de este modo: “Lo que constituye el objeto de la vista es lo visible. Lo visible es el color y además algo que no se puede designar con palabras, pues carece de un nombre particular: se aclarará lo que que­remos decir cuando lleguemos más adelante” {De anima 418 a 26-28).

El objeto de la vista es todo lo que se puede ver: no sola­mente el color sino también algo más que, sin ser en realidad un color y sin tener un nombre propio, afecta al ojo y pone en acto la vista. Este algo “innominado” (ávwvupov), del cual habla más adelante (419 a 1-6), es lo que nosotros llamaríamos “fosforescencia” . Se trata, en rigor, como bien advierte Sim­plicio, de dos especies de lo visible: aquello que lo es en la luz y aquello que lo es en la oscuridad.

De todas maneras el texto continúa inmediatamente di­ciendo que “ lo visible es el color” . Y ¿qué entiende aquí Aristó­teles por “color” ? Sencillamente aquello “que está encima de lo que es de por sí visible” . Al referirse a lo que es “de por sí” visible, no quiere decir lo que es visible para la razón sino a lo que “en sí tiene la causa del ser visible” {De anima 418 a 29-31).

No deja de llamar la atención el hecho de que, enseguida después de afirmar la existencia de dos clases de objetos visibles, identifique simple y llanamente a lo visible con el color (t6 yocp

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¿paTÓv écm xpw[j.a). Temistio, seguido por muchos comentadores modernos, como Tricot, Siwek, etc., explica esto diciendo que el color es lo primariamente (xpwTWí;) visible, mientras la fosfo­rescencia constituye sólo un fenómeno secundario. Por otra parte, si bien es evidente que considera al color como la super­ficie de lo que es “ de por sí visible” (xaG’aÚTo opaTÓv), no resulta muy claro qué quiere decir cuando especifica que no se trata de lo que lo es “para la razón” (tw Xóyw) sino de aquello que contiene la causa de la propia visibilidad (tó ocítiov voO ¿ívai ópaTÓv). La expresión “para la razón” equivale a “ lógicamente” o “esencialmente” . “Lo visible” no constituye, como bien es­cribe Siwek, una nota esencial del cuerpo y ni siquiera puede afirmarse que sea un “propio” (como lo es, por ejemplo, en el hombre la capacidad de reir), sino que viene a ser un mero accidente. Por tal razón, si se predica del cuerpo “ de por sí” (xaB’aÚTÓ), ello se deberá al hecho de que el cuerpo lo contiene, lo cual lo torna formalmente visible. O, en otras palabras, se deberá al hecho de que el cuerpo incluye en sí la causa real de su visibilidad. “Los cuerpos, según Aristóteles, son el fuego, el aire, el agua, la tierra o los compuestos de los mismos. Cada uno de ellos tiene su propia definición y ninguna contiene la mención de su visibilidad. Pero todos ellos, si realmente son visibles (lo cual no es el caso del aire), deben su visibilidad a su propia naturaleza y a ninguna otra cosa” , explica Ross. De esta Kianera, cuando dice “no por la razón” (ou Ty Lóyw) está oponiendo el sentido lógico al sentido físico, ya que “ lo de por sí visible” (tó xaG’aúxó ópavov) no significa lo que es “ex definitione” visible sino lo que lo es físicamente, porque posee aquello que es indispensable para la visibilidad. En cuanto a la naturaleza misma del color, precisa inmediatamente: “Mas todo color es capaz de mover a lo transparente en acto y esto consti­tuye su naturaleza” {De anima 418 a 31 - b 2 ). “Lo transparente en acto” equivale a lo que es actualmente transparente, es decir, a aquellos cuerpos que, según se verá poco más adelante, inter­puestos entre el ojo y el objeto visible, no impiden la visión (aire, agua, etc.). La naturaleza o esencia del color consiste, como señala Tricot, en la capacidad de determinar un cambio cualitativo {6Xkomn(C) en la luz, la cual, por su parte, es trans­parente en acto. He aquí la razón por la cual el color “no es

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LA TEORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 43visible sin la luz, sino que en todos los casos el color de cada objeto se ve en la luz” . Y puesto que esto es así, infiere con razón Aristóteles, “primero hay que decir acerca de la luz qué cosa sea” (De anima 418 b 2-4). El problema de la luz, como previo al de la visión, se extenderá más tarde, con los neoplató- nicos, al terreno metafísico. Con San Agustín y durante toda la Edad Medía, se pasa, por analogía, de la luz, en sentido físico, que hace posible la percepción de los colores y, a través de ellos, la captación de todos los objetos del mundo, a la luz, en sentido metafísico, que hace inteligibles (captables) todas las formas suprasensibles. Con Roberto Grossesteste (1175-1253), profesor en Oxford y obispo de Lincoln, autor de un tratado De luce seu de inchoatione formarum, la luz se convierte en la primera forma creada por Dios para determinar la pura materia; llega a ser una sustancia cuasi-incorpórea, cuya naturaleza consiste en engendrarse continuamente a sí misma y en difundirse circu­larmente de un modo instantáneo. A partir de tal concepto, atribuye a la luz un papel esencialísimo en la producción del Universo (Cfr. E. Gilson, La •philosophie au M oyen Age - París - p. 470 sgs.).

Aristóteles comienza tratando de dar una definición de lo transparente o diáfano. “Hay, en efecto, algo transparente” , dice. “Y llamo «transparente» a aquello que es visible, pero, para hablar sencillamente, no visible por sí mismo sino por medio de un color ajeno” (De anima 418 b 4-6). “Transparente” (Sía(f>avÉ<;) es, así, lo que carece de color propio, por lo cual, al interponerse entre el ojo y el objeto visible, no impide, como dijimos antes, la visión. Pero, al carecer de color, no puede ser visto directamente, o sea, no es de por sí visible (Cfr. De sensu 439 a) y sólo lo es mediante un cuerpo distinto que está dotado de color. De ahí su nombre en griego: Si.a=a través de, por medio de; q!)avÉ(;=visible (de <í>aívw). Podemos ver, por ejemplo, el agua gracias a la vasija de vidrio coloreado que la contiene, o la vasija de vidrio incoloro gracias al vino rojo que contiene.

A esta clase de cuerpos transparentes pertenecen, en efecto, no sólo el agua y el aire, sino también “varios cuerpos sólidos” (De anima 418 b 6-7). Y estos cuerpos sólidos son, como anotan ya los comentadores antiguos (Alejandro, Filopón, etc.), el vi-

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lit io, Ins ])iedrns transparentes, etc. Y además, según entiende A\'(‘i foes, también muchos astros: “Et in tali dispositione inve- mi'iniis acrem et aquam et plura corpora caelestia” . Más aún, COI no veremos más adelante, Aristóteles llega a sostener {De tu'iit u 493 a), que en cierta medida todos los cuerpos pueden......siderarse transparentes. Y esto se debe al hecho de que eluKiia y el aire “no son transparentes en cuanto agua o aire. Mino gracias a que en ambos está presente una cierta naturaleza roniiin, como también en el eterno cuerpo superior” {De anima ■IIK b 7-9). En otros términos, lo que hace que el aire y el agua Hoan transparentes es una naturaleza inmanente a ambos y a cndíi uno de ellos évuTcápxouca), pero diferente deambos y de cada uno en particular, a la cual Alejandro, seguido liK'go por los escolásticos, denomina “diafanidad” (5t,a<í)áv£ia= (liui)lianeitas). Se trata de una naturaleza común aunque no separada, según indica el propio Aristóteles en De sensu 439 a 33, y ello hace posible que se la pueda encontrar no sólo en los (los elementos mencionados sino también en muchos otros cuer­pos, pero particularmente en “el eterno cuerpo superior (sv tw atShj) Tw avw crwpiaTi). Con tal expresión quiere designar las (‘sferas transparentes, esto es, el cielo {ovpavóc,) (Cfr. De cáelo 3K() a) y también los astros, ya se encuentren fijos en la última ('sfora (las estrellas), ya giren con las esferas móviles en torno a la tierra (planetas, sol, luna) (Cfr. De cáelo 287 a). Los cuer- l)os celestes son, para Aristóteles, eternos, y permanecen siempre iguales a sí mismos, ya que no solamente no se da en ellos movi­miento sustancial (generación y corrupción) sino que tampoco S(' liallan sujetos a ningún movimiento cualitativo o cuantitativo y, i)or lo que se refiere al movimiento local, sólo admiten el circular (que es perfecto, por carecer de principio y de fin y por no tener contrario). Todos ellos están formados por éter, (|U(' viene a ser el quinto elemento (Cfr. Cáelo 270 b 21), el cual so mí tú a no sólo por encima de la tierra, el agua y el aire, sino también por encima del fuego {Meteorologica 341 a 2) (Cfr. J. I. Ih'aro, Greek Theories of Elementari) Cognition - pp. 57-59).

Ahora bien, para Aristóteles, “ la luz es el acto de tal [natu- rali'zal, de lo transparente en cuanto transparente” (De anima 418 1> 9-10). Tenemos así la definición de la luz: ésta no es otra cosa más que la misma realización de la transparencia o de

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ín|ii('llii iintufiilozii común a los diversos cuerpos transparentes, niiiKiiie no, en modo alguno, del aire en cuanto aire o del cristal en cuanto cristal. “Lux autem est actus diaphani secundum (luod est diaphanum” , vierte Averroes.

Sin embargo, “donde dicha naturaleza está en potencia, hay también oscuridad” (De anima 418 b 10-11). Si la “ diapha- neitas” se encuentra sólo en potencia, no hay luz, puesto que la luz es precisamente el acto de tal “ diaphaneitas” . En ese caso la oscuridad ( t ó c x ó t o i ; ) es lo que está en acto. Tal es la interpretación de Siwek, Tricot y otros comentadores modernos, que siguen en esto a Simplicio y Filopón. Temistio, en cambio, entiende que “en los casos en que la luz está en potencia, en potencia está también la oscuridad” . Esta segunda manera de explicar el texto parece la más razonable, ya que resulta difícil comprender cómo la oscuridad, que es una mera privación, según dice el texto poco más abajo (19-20), puede estar en acto. Ello nos retrotraería a las cosmogonías mitológicas en que todo surge del Caos primordial o nos pondría al nivel del De nihilo et tenebris de Fredegiso de Tours.

“La luz, por su parte — continúa el texto— , es como el color de lo transparente, cuando lo transparente [está] en acto por [influencia] del fuego o de algo como el cuerpo superior, pues también en éste existe algo idéntico (a lo que hay en el fuego)” (De anima 418 b 11-13). Santo Tomás, comentando estas líneas, escribe: “Esse enim lucens actu et ílluminatívum, commune est igni et corpori caelesti, sicut esse diaphanum est communi aeri et aquae et corpori caelesti” . Sin embargo, como bien observa Siwek, los cuerpos celestes no tienen luz por sí mismos sino que la adquieren gracias a la presión que ejercen sobre el aire circun­dante al moverse en él (Cfr. De cáelo 289 a 19-20), mientras la transparencia les corresponde de la misma manera que al agua o el aire. En un pasaje del De sensu (439 a 18-21), dice el estagirita, refiriéndose expresamente a las líneas del De anima que acabamos de citar: “ Como se ha dicho, pues, acerca de la luz en aquél [en el De anima'], ella es el color de lo transparente de un modo accidental: en efecto, cuando algo ígneo se halla presente en lo transparente, tal presencia [constituye] la luz, y la [respectiva] ausencia, la oscuridad” . En este pasaje hace notar expresamente que la luz es el color de lo transparente “per

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ANGIil. J. CAPPELLE'm• l ( )iiccidíMis” . Lo transparente se torna visible por la presencia (■napoucía) del fuego, el cual actualiza la potencia de lo transpa- rcüite y genera de ese modo la luz. Pero aquello gracias a lo nuil algo resulta visible es precisamente el color, por lo cual dice que la luz viene a ser “el color de lo transparente” (xpwpa Toü 5ia</javo0<;). Como quiera que dicha visibilidad de lo transpa­rente no surge de su propia naturaleza ni le corresponde “per se” , debe decirse que le compete “per accidens” (xava ¡ruppEp-qxóí;).

Pero también respecto a lo transparente y al color encon­tramos en el De sensu pasajes complementarios de los arriba citados del De anima, que conviene tener en cuenta antes de proseguir con el examen de la noción de “ luz” .

“Lo que llamamos «transparente» — dice — no es algo propio del aire, del agua o de otro de los cuerpos así denominados [«transparentes»] sino una cierta naturaleza y fuerza común que no está separada sino que existe en los mismos y se halla presente también en los otros cuerpos, en unos más y en otros menos” {De sensu 439 a 21-25). Repite aquí Aristóteles la idea de que “ lo transparente” como tal no se identifica con ninguno de los cuerpos transparentes en particular ni se agota en ninguno de ellos. Lo “ transparente” (Siix4>avéq) es una “naturaleza” (c/>ú(ní;), que debe considerarse “común” (xoiv-rj) al aire, al agua, etc. Más aún, se la encuentra asimismo en todos los demás cuerpos (aun los no transparentes), pero en distinto grado y medida ( t o í i ; psv póihXov toI<; S’ t)t t o v ) . Sin embargo, aquí apa­recen importantes aclaraciones al texto del De anima. Se dice, en efecto, que esta naturaleza que es lo transparente es una “ fuerza” (Sovapii;). Además, se afirma que la misma “no está separada” (xcopio-TT) pev oux ectiv). L o primero indica a las claras que lo transparente no debe ser pensado como “sustancia” , pero es preciso tener en cuenta también que aquí Suvapu; es ¡lotencia activa y no meramente pasiva. Lo segundo quiere decir que lo “transparente” , aun siendo algo trascendente a cada cuerpo translúcido, no existe en sí mismo, como una verdadera sustancia.

Pero desde el punto de vista espacial, ¿qué relación existe entre lo transparente, la luz y el color? A esta pregunta res- [)onden las siguientes líneas del texto del De sensu: “Así, pues.

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cniiin o;i lu'ciiHurio (|uo algo sirva de límite a los cuerpos, así I;mc('ilcI Innibión con esto [con lo transparente]: en efecto, la naturaleza de la luz reside en lo transparente ilimitado. Pero ('M claro (lue el límite de lo transparente que existe en los cuerpos viene a ser algo real. Que esto es el color resulta evidente por los hechos. Pues el color o existe en el límite o es el límite. Por eso, también los pitagóricos llamaban color a la superficie. Este se da ciertamente en el límite del cuerpo, pero no es el límite del cuerpo. Es necesario pensar, por el contrario, que la misma naturaleza que revela el color hacia afuera existe también dentro [del cuerpo]” (De sensu 4 3 9 a 2 5 -b l) . Todo cuerpo, más o menos transparente, en cuanto es cuerpo tiene un límite. Por su parte, la luz, que es el color de lo transparente en cuanto tal, reside por naturaleza en aquello que, siendo trans­parente, no tiene límite fijo, como el aire. En efecto, lo transpa­rente que reside en un cuerpo sólido tiene siempre como límite un color. Y el color es algo distinto de la luz y de lo transparente, aunque no puede existir en acto sin la una ni ser captado por el sujeto sin lo otro. Según Aristóteles, los pitagóricos identi­ficaban el color con la superficie, cosa que Siwek, siguiendo a K. Freeman y A . Eaymond, pone en duda. De todos modos, es cierto que para nombrar la superficie de los cuerpos usaban el término xpóa, que quiere decir “color” (Aét. Plac. I 52, 2; IV 9, 14), ya que, según dice Bonitz {Index aristotelicum 857 a 33), es prácticamente igual a xpdi!ia. Al afirmar el estagirita que el color existe en el límite del cuerpo, o sea, en la superficie, pero que no se identifica con tal límite, tiene presente natural­mente que el color constituye el término de lo transparente y no del cuerpo considerado como cuerpo. Al decir luego que aquello que pone de manifiesto el color hacia afuera del cuerpo existe también dentro del mismo, quiere expresar que lo transparente, que en la superficie del cuerpo se presenta como color, existe taKibién como mera transparencia en el interior del mismo. “El color no existe como tal en el interior del cuerpo — anota Tricot— ; él es sólo, en cuanto transparente, principio de la luz, que se manifiesta como color en la superficie del cuerpo” .

Pero, si el color, aunque no se identifica con el límite de los cuerpos, existe siempre en dicho límite, ¿qué sucederá con aquellos cuerpos que no tienen un límite fijo, como el aire o el

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ANC;H!, ,1. CAI’I'ULLli'm4K

njíiifi ilol mar? Aristóteles responde: “Parece que también el aire y el agua están dotados de color: en efecto, inclusive el brillo es algo de este género. Pero aquí, por el hecho de darse en algo que no tiene límite, ni el aire ni el mar tienen el mismo color para quien los ve de cerca y para quien los ve de lejos; en los cuerpos [sólidos], en cambio, cuando el ambiente no los hace cambiar, también la representación del color está definida” {De sensu 439 b 1-6).

El agua y el aire, cuya superficie, a diferencia de lo que sucede en los cuerpos sólidos, no permanece constante ni está definida, tienen, sin embargo, un color, que es también aquí el límite de lo transparente. La diferencia entre los cuerpos transparentes de límites indefinidos (év áopícrTw) y los que tienen en sí, en mayor o menor grado, lo transparente pero presentan límites fijos, consiste en que el color de los primeros varía según la proximidad del observador mientras que el de los segundos es siempre idéntico, así se vea de lejos o de cerca, a no ser que el medio a través del cual se lo capta se modifique, es decir, a no ser que el aire (o el agua) que sirve de intermediario entre el sensorio y el objeto visible sólido se halle alterado en su diafanidad o transparencia.

Por eso — prosigue el estagirita— “resulta evidente que la misma cosa es apta aquí y allí para recibir el color” {De sensu 439 b 6-7). La misma “cosa” ( tó aíivó), que es lo transparente (tó 8ia4>aviq), existente en mayor o menor medida en todos los cuerpos, se revela capaz “aquí y allí” (xaxst xávBáSs), esto es, en los cuerpos sólidos, de límites fijos, y en los que carecen de límites permanentes, de recibir el color, esto es, de manifes­tarse como coloreada. De tal manera Aristóteles parece corregir, pero en realidad no hace sino complementar, como dice Siwek, lo expuesto en De anima 418 b 6.

En consecuencia — infiere el filósofo— , “ lo transparente, en cuanto reside en los cuerpos (y reside más o menos en todos) hace que ellos participen del color” (De sensu 439 b 8-10). “ Lo transparente” ( t 6 Bia<paviq) es presentado así como la causa de que los cuerpos sean siempre coloreados, es decir, de que tengan parte en el color (xpwp.aTO(; tcoieí p,et£X£w ). Como dice Tricot, se trata de una causa material, porque hace posible el color.

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Ahora bien, “puesto que el color se halla en el límite de los cuerpos, tendrá que estar también en el límite de esto [de lo transparente]” (De sensu 439 b 10). El color, en otros términos, está en el límite de lo transparente, ya que el límite de lo transpa­rente coincide con la superficie de los cuerpos, en la cual él se manifiesta siempre. Pero, si esto es así, cabe inferir la siguiente definición: “el color es el límite de lo transparente en un cuerpo de superficie fija” (De sensu 439 b 11-12). Esta definición es, sin duda, distinta de la que propone en De anima 418 a 31 - b 1. Sin embargo, más que una contradicción parece haber aquí dos perspectivas diferentes. En el De anima el color es caracterizado desde el punto de vista dinámico, como potencia activa o fuerza; en el De sensu se lo define desde un punto de vista estático y, bien podría decirse, topològico, como el límite de algo (lo trans­parente) dentro de un cuerpo de por sí limitado.

De acuerdo con esto, cabe afirmar que el color “se encuentra por igual en todos [los cuerpos], tanto en los mismos transpa­rentes, cual el agua u otra cosa parecida, si la hay, como en los que revelan tener un color propio en su límite” {De sensu 439 b 12-14). En otras palabras, el color corresponde tanto a las cosas que no tienen límites estables como a aquellas que los tienen. Pero, en estas últimas, el color es el límite de lo transparente y dicho límite coincide con los límites propios de la corporeidad.

“ De tal modo, pues, es posible que esté presente en lo trans­parente aquello que produce también la luz en el aire y es posible que no lo esté, y haya una privación. Así, pues, como aquí [en el aire] a veces [surge] la luz, a veces la oscuridad, así también en los cuerpos [sólidos] surge ya lo blanco, ya lo negro” (De sensu 439 b 16-18). Como se ve en De anima 418 b 13-17, la luz es producida en el aire por la presencia (Tuapoucría) del fuego (o de alguna otra cosa parecida, como los astros) y la ausencia del mismo (o de los mismos) genera la oscuridad. Ahora bien, para Aristóteles, luz y oscuridad en el aire (y en los cuerpos transparentes indeterminados o de límites cambian­tes) corresponden, por analogía, al blanco y al negro (que son los dos colores fundamentales) en aquellos cuerpos que tienen límites estables, esto es, en los sólidos. En el mencionado pasaje del De anima dice, en efecto, Aristóteles: “Queda así explicado

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(lué es lo transparente y qué es la luz, (o sea) que [ésta] no es fuego ni en absoluto un cuerpo o el efluvio de un cuerpo (porque en tal caso sería también un cuerpo), sino la presencia del fuego o de algo semejante en lo transparente: no es posible, en efecto, que dos cuerpos se hallen simultáneamente en el mismo lugar” (De anima 418 b 13-17). Contra Platón {Tim. 45 B - 46 B) esta­blece que la luz no puede identificarse simple y llanamente con el fuego. Cuando afirma que no es “en absoluto” (oXwe;) un cuerpo, parece oponerse también a Empédocles y Platón, pero, además, en cierta medida, a los atomistas. Al sostener enseguida que tampoco cabe explicarla como un efluvio o ema­nación de un cuerpo, está aludiendo otra vez a la doctrina de su maestro Platón {Tim. 67 D ), pero también a Empédocles (Cfr. De sensu 437 b 23) y probablemente a Democrito. En efecto, para Empédocles, “la luz es una emisión de efluvios, que no nos llegan sino un tiempo después de haberse separado del cuerpo luminoso” (L. Eobin, La pensée grecque et les origines de l’esprit seientifique - París - 1973 - p. 131), lo cual explica por qué todas las cosas, según el fragmento 89, “están continuamente emi­tiendo efluvios” (Cfr. G. S. Kirk - J. E. Raven, The Presocratic Philosophers - Oxford - 1963 - p. 343). Algo semejante podría decirse de Democrito (Cfr. Robin, op. cit., p. 144; Zeller-Mon- dolfo. La filosofia dei greci nel suo sviluppo storico - 1 - IV - Fi­renze - 1969 - pp. 240-241). Para Aristóteles, la luz supone la “presencia” (Tcapouo-íix) del fuego o de otro cuerpo luminoso en lo trasparente. Como bien hace notar Hicks, Platón usa la expre­sión “presencia (irapoucría) del color” en un sentido semejante (Lysis 217 - C-E) y esto debe haber sugerido a Aristóteles el uso del término, refiriéndolo a la luz. Cuando dice “presencia” quiere significar, como señalan Trendelenburg, Rodier, Tricot y otros, no la presencia de un cuerpo en otro sino la acción presente de una fuerza sobre un objeto. Si no fuera así, no resolvería la dificultad que quiere resolver. En efecto, si la luz fuera un cuerpo o, lo que es igual, la emanación de un cuerpo, al hallarse presente en el cuerpo transparente resultaría que dos cuerpos ocupan al mismo tiempo (apa) un mismo lugar, lo cual implica una imposibilidad física.

Otra manera de demostrar que la luz es una “presencia” , la encuentra en la naturaleza de la oscuridad, que es lo contrario

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I,A TliORIA ARISTOTELICA DE LA VISION 51(lo acjuélla: “Se considera que la luz es lo contrario de la oscu­ridad. La oscuridad, en efecto, consiste en la privación de dicha cualidad en lo transparente, de manera que [resulta] evidente que la presencia de la misma constituye la luz” (De anima 418 b 18-20). Si la oscuridad consiste en la carencia de una cualidad en un cuerpo transparente, la luz, que es su contrario, no podrá caracterizarse o definirse sino como la presencia de una cualidad. De ello se deduce que no es fuego (el cual es uno de los cuerpos elementales) ni ningún otro cuerpo. En todo caso podrá decirse que es el influjo o el efecto del fuego (o de algún otro cuerpo similar) en el cuerpo iluminado. Ahora bien, como el influjo ejercido por un agente consiste para Aristóteles en la comuni­cación de una forma, según hace notar Siwek, resulta que la luz es la comunicación de la forma del fuego, razón por la cual, al mismo tiempo que impugna la doctrina de Platón, utiliza un término que pertenece al léxico del mismo (uapoucía) y que designa precisamente “ la presencia de la forma” en alguna cosa.

Por otra parte, no se contenta Aristóteles con contradecir a su maestro sino que, como es frecuente en él, impugna también las teorías de los primeros “ físicos” : “Y no es correcta [la doc­trina] de Empédocles o de cualquier otro que haya expresado lo mismo, según la cual la luz es transportada [por el espacio] y, en un momento, se extiende entre la tierra y [el cielo] que la rodea, sin que nosotros lo advirtamxos” (De anima 418 b 20-23). El ataque contra Empédocles alcanza, según parece, a Demó- crito y los atomistas. En De sensu 446 a 25 sgs., en el capítulo en que trata de la divisibilidad de los objetos sensibles hasta el infinito, se refiere igualmente a la teoría de Empédocles, para el cual, la luz emitida por el sol, antes de llegar a la tierra y al ojo, llega a un lugar intermedio (tic, tó p.£Ta^ú). La oposición entre Aristóteles y Empédocles consiste en que para el primero la iluminación o advenimiento de la luz constituye un movimiento cualitativo (aXXoiwcric,), mientras para el segundo es un movi­miento local aunque tan rápido que parece instantáneo,puesto que no podemos darnos cuenta de él. Sin embargo, dicho movimiento no es, en realidad, instantáneo, ya que, antes de llegar la luz desde el sol a la tierra, arriba siempre a un punto intermedio. Eesulta obvio que esta última teoría, la de Empé­docles, se encuentra mucho más cerca de Newton que de Aristó-

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iinrii (|iii('ii cl niovimiciilo do Ih luz es instantáneo y se lirodiicí! en un momento atómico o indivisible (Cfr. De gen. et rorniitt. 1524 b 2(5) (Cfr. II. Cherniss, Aristotle’s criticism of prrHov.miic j)hilosophy - New York - 1971 - p. 90 n. 380).

l’oro, para el estagirita, todo esto “no sólo contradice la evi­dencia de la razón sino también lo que aparece a los sentidos” ((ifr. Calen, De plac. Hipp. et Fiat. 638).

I'll argumento en que tal afirmación se basa es el siguiente: "l'!n un breve intervalo dicho movimiento se nos podría ocultar, pero es excesivo suponer que se nos oculta en su marcha de Orií'ute a Occidente” {De anima 418 b 23-26). Aristóteles se funda en el sentido común y en la experiencia vulgar. Conforme /d primero, la iluminación se concibe como un mero cambio de cualidad; de acuerdo con la segunda, no hay lapso alguno, por cjí'inplo, entre la salida del sol y la iluminación de la tierra. Aun suponiendo — dice— que el movimiento de la luz no fuera real- nnuite instantáneo pero que no percibimos el lapso en un espacio muy corto, ¿cómo podríamos no percibirlo en el largo espacio (|U (¡ recorre la luz de oriente a occidente? (Cfr. Beare, op. cit., P l> . 58-59).

En este punto, como en muchos otros, un presocrático, que H(pií es Empédocles, se aproximó mucho más a los resultados <l(( la ciencia moderna que Aristóteles. Recién Avi cena (980- 1037) y su contemporáneo Alhacen comenzaron a sospechar otra v('z que la velocidad de la luz debía ser finita. En sus Diálogos acerca de los dos máximos sistemas del mundo (1632), Galileo plantea el problema experimentalmente. Cuando uno de sus interlocutores, Simplicio, que representa el punto de vista aristo­télico, responde que la propagación de la luz es instantánea y pr(!senta como prueba de ello el relámpago producido por la arti- llí'ría disparada a distancia, otro personaje, Sagredo, le replica (pie de tal hecho sólo cabe inferir que el sonido es más lento (pie la luz. Salviati, personaje que “representa la inteligencia matemática y expresa su propio pensamiento” (V . Fritsch, (¡alilée ou V avenir de la Science - París - 1971 - p. 45), propone un método para determinar con exactitud si la propagación de la luz es instantánea o no: dos individuos con una linterna cada lino la tapan y destapan alternativamente para que la luz llegue

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o no llcífuc hasta el otro. Sin embargo, como el experimento ha sido intentado a una distancia menor de una milla, no puede llegar a determinar si la aparición de la luz es instantánea o no. En todo caso — concluye— , “si no es instantánea, es de una extraordinaria velocidad” . “ Con los medios de que disponía en su época, Galileo no podía haber resuelto el problema con tanta facilidad, y él lo sabía. La controversia continuó. Eobert Boyle, el famoso científico irlandés que dio a la química la primera definición exacta de un elemento químico, sostenía que la velocidad de la luz era finita, pero otro genio del siglo dieci­siete, Eobert Hooke, consideraba que dicha velocidad era dema­siado grande para ser determinada experimentalmente. Johannes Kepler y Eené Descartes, el matemático, concordaban con Aris­tóteles” (B. Jaffe, Michelson y la velocidad de la luz - Buenos Aires - 1971 - p. 12).

En 1676, el astrónomo danés Ole Eoemer, determinó indi­rectamente, a partir del eclipse de uno de los cuatro grandes satélites de Júpiter, la velocidad de la luz en 220.000 kilómetros por segundo. Eecién en 1849, el físico francés Armand Fizeau realizó la primera medición terrestre de dicha velocidad, fiján­dola en la ya más aproximada cifra de 306.000 kilómetros por segundo. Pocos años después, en 1862, lean Foucault sustituyó la rueda dentada de Fizeau por un espejo giratorio y logró la cifra, más aproximada todavía, de 297.000 kilómetros por se­gundo. En 1872 Marie Alfred Cornu, utilizando otra vez la rueda dentada, se acercó aún más, logrando la cifra de 300.239 kiló­metros por segundo. La cifra media, obtenida por el físico polaco- norteamericano Albert Michelson, en experimentos realizados entre 1924 y 1927, es de 299.798 kilómetros por segundo. Pero Aslakson, en 1951, y un equipo británico, en 1954, lograron 299.805 kilómetros por segundo (Cfr. B. Jaffe, op. cit., p. 144 sgs.).

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Pero Aristóteles tampoco se detiene demasiado en los pro­blemas de la luz en cuanto tal, sino que se interesa, sobre todo, en las relaciones de la misma con el color. “ Capaz de recibir el color es lo que carece de color — dice— ; [capaz de recibir] el sonido, lo que carece de sonido” {De anima 418 b 26-27). Sim­plicio y Filopón hacen notar, según recuerdan Hicks, Ross y Siwek, que la razón de tal afirmación aristotélica es que la pre­sencia de un color cualquiera en un objeto le impediría a éste recibir otro color en su pureza original. Aristóteles aplica aquí al “ substratum” del color la misma idea que Anaximandro apli­caba universalmente a la (pvaic, o (zpxTQ, la cual sólo puede ser, para él, lo indefinido ( t 6 aTcsipov), precisamente porque contiene en germen todos los contrarios ('^fr. Phys. 204 b 22 sgs.). Ahora bien — prosigue el texto— , “ de color carecen lo transparente y el objeto invisible o apenas visible, cual parece ser lo oscuro” (De anima 418 b 28-29). En realidad “lo transparente” o “ lo diáfano” es “primo et per ser” lo que carece de color; la oscu­ridad nunca es absoluta y hay siempre en ella un mínimo de visibilidad. Trendelenburg (cit. por Tricot) explica: “Tenebrae quae re vera nunquam sunt absolutae, sed vel obscurissima nocte tenui lumine collustratae, rectius tó txóXo; ópwp,evov quam áópaTov dicuntur, ut illud huius verbi severitatem quasi leniat” . Temistio, por su parte, según la traducción latina que de su co­mentario hace Guillermo de Moerbeke, dice: “ Invisibilem autem diximus tenebram, non quia omnino non videatur, sed quia vix: discernit enim et tenebras visus, sicut et omnis sensus priva- tionem sui sensibilis” . A esta clase de objetos, que carecen de color, pertenece lo transparente, “pero no cuando está en acto sino cuando está en potencia” . La razón es que “la misma natu­raleza ya es oscuridad, ya luz” (De anima 418 b 29 - 419 a 1). Lo transparente o diáfano carece de color no en la medida en que

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(!S transparente ahora sino sólo en cuanto puede llegar a serlo. Mn efecto, lo transparente en acto está iluminado y deja pasar el color de los objetos ante los cuales está. Esto supone que los recibe en sí. La misma naturaleza de lo transparente asume, pues, la forma de la oscuridad y la de la luz alternativamente.

“Mas no todos los objetos visibles lo son en la luz, sino sólo el color propio de cada cosa. Algunas cosas, en efecto, no se ven en la luz, pero en la oscuridad producen una sensación, como las que aparecen ígneas y brillantes (si bien éstas carecen de un nombre único): tales son los hongos, el cuerno, las cabezas de los peces, las escamas y los ojos” {De anima 419 a 1-6). Además del color que es visible sólo en la luz, hay, como ya se dijo antes {De anima 418 a 26-28), otros objetos visibles, los cuales no lo son en la luz sino en la oscuridad. La cualidad que los torna visibles no tiene un nombre propio, según el mismo Aristóteles dice en el lugar mencionado, pero nosotros la podemos denominar, como también dijimos, “fosforescencia” . Se trata de cuerpos lisos y livianos, de superficie bien pulida, que tienen la propiedad de dejarse percibir en lugares donde no hay luz (como en el fondo del m ar). Trendelenburg se extraña de que Aristóteles omita en esta lista los “meteoros ígneos” , que sólo brillan de noche. Ello se debe quizás, según Siwek, al hecho de que tales cuerpos celestes tienen luz en sí mismos. Sin em­bargo, como antes se hizo notar, los astros tienen de por sí transparencia pero no luz propia, pues ésta se origina mediante el roce con el éter ambiente. La lista de objetos que aquí da es semejante a la que aparece en De sensu 437 a 31 y sgs., como hace notar Hicks y como veremos más adelante. “Pero — añade ense­guida — en ninguno de ellos se ve un color propio. Por qué causa, sin embargo, se ven, es otra cuestión” {De anima 419 a 6-7). La fosforescencia o cualidad que hace visible a los objetos en la oscuridad no implica el color. Aristóteles recalca la dife­rencia entre estas dos especies contrarias de lo visible “per se” . Ya Temistio hacía notar que no todas las cosas visibles son visibles en la luz, pero que el color propio de cada cosa sólo se da en la luz ( t ¿ [x e v oixtZov IxácTou xpCípa áv <í>w t I p,óvov). El problema de la causa por la cual son visibles ciertos objetos en la oscuridad aparece, como veremos más adelante, en el tra­tado De sensu 437 b 5-10.

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“ I’ero por ahora esto al menos resulta evidente: que lo que /II' VI' i'M la luz es el color” {De anima 419 a 8-9). Si se prescinde ili< aipii'lla cualidad anónima que permite ver en la oscuridad y cuyas causas no son claras (fosforescencia), y se atiende sólo al objeto propio “per se” principal de la vista, que es el color, se arriba a un resultado cierto: aquello que el ojo aprehende ('11 la luz es lo que se denomina color.

“Por eso tampoco se ve sin luz: en efecto, la esencia del color consiste en esto, a saber, en la aptitud para mover a lo tr-ansparente en acto. Pero el acto de lo transparente es la luz” {De anima 419 a 9-11). “La esencia del color — comenta Tricot— consiste en provocar un movimiento de alteración en lo transpa­rente, con tal de que lo transparente esté en acto” . Hicks, por su parte, explica: “La naturaleza del color es excitar o estimular el medio transparente, con tal de que éste sea transparente en acto, es decir, con tal de que haya sido iluminado, ya que la luz es el acto o la determinación positiva del medio transparente. Cuando lo transparente no está actualizado, tenemos la oscu­ridad; cuando lo está, tenemos la luz; y en el último caso el color puede obrar sobre el ojo” . La prueba de ello es, para Aristó­teles, muy clara: “Si alguien, en efecto, pusiera algo dotado de color sobre el órgano de la vista, éste no lo vería” (De anima 419 a 11-13). Y aclara: “En realidad, el color sólo mueve lo transparente, como, por ejemplo, el aire; y el sensorio es movido por el aire que se extiende de un modo continuo” {De anima 419 a 13-15). La palabra o4a , que de por sí quiere decir “vista” , significa aquí “órgano de la vista” , como en el capítulo siguiente (419 b 8) ocicofi significa “ órgano del oído” , y como en el capí­tulo 5 (417 a 3) aío-0Ti(Tií; equivale a “sensorio” u “ órgano de la sensación” .

En los sentidos superiores (vista, oído) la sensación sólo se produce a través del medio adecuado. En el caso de la vista, este medio debe ser algo transparente en acto. Pero el ojo mismo, aunque transparente, no lo será en acto si se le aplica inmediatamente una cosa dotada de color (Cfr. De anima 423 b 21-22). El color no puede actuar, por consiguiente, sino a través del aire (o del agua o de algo semejante) que se extiende de un modo “ continuo” (truvExoü.;) entre el objeto y el ojo. La palabra

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“continuo” excluye no sólo la hipótesis de Demócrito, enseguida criticada, sino también la de Empédocles, quien considera que la luz o, según él la denomina, “el fuego” , hace su camino a través del aire intermedio y entra en el organismo por los poros” , anota Hicks. Santo Tomás explica: “ Cuius signum est: quia si aliquis ponat corpus coloratum super organum visus non videbitur: quia non est ibi diaphanum in actu, quod moveatur a colore. Nam etsi pupilla sit quoddam diaphanum, non tamen erit in actu, si superponatur sibi corpus coloratum. Oportet autem quod color moveat diaphanum in actu, puta aerem vel aliquid huiusmodi, et ab hoc moveatur sensitivum, idest organum visus, sicut a corpore sibi continúate. Corpora enim non se inmutant nisi se tangant” .

Impugnando de nuevo a uno de sus predecesores, dice, por eso, a continuación: “No se expresa bien, en efecto, Demócrito, al suponer que si el [espacio] intermedio se volviera vacío, se vería claramente hasta una hormiga que estuviera en el cielo” {De anima 419 a 15-17). “Demócrito explica las percepciones de la vista como lo hace Empédocles, por la hipótesis de que surgen emanaciones o flujos de las cosas visibles, emanaciones que conservan las formas de las cosas. Tales imágenes son reflejadas en el ojo y de allí son difundidas a través de todo el cuerpo. Así surge la visión. Pero, como el espacio entre los objetos y nuestros ojos está lleno de aire, las imágenes que brotan de las cosas no pueden llegar por sí mismas a nuestros ojos; lo que lo hace es el aire que es movido por las imágenes tal como fluyen y recibe una impresión de las mismas. Por eso, la claridad de la percepción decrece con la distancia, la imagen resulta borrosa, y, como al mismo tiempo salen emanaciones de nuestros ojos, la imagen del objeto es también modificada por éstas” , explica Hicks. En De sensu 438 a 5-6, Aristóteles impugna también a Demócrito en cuanto éste sostiene que la visión no es otra cosa sino el reflejo de un objeto, aunque aprueba sus ideas sobre la composición del ojo (Cfr. Theophr. De sensu 50). Por otra parte — continúa Hicks— , “ si el aire que de hecho llena el espacio intermedio entre el ojo y el objeto visible fuera eliminado, se produciría una mayor claridad de percepción, porque las emanaciones de los objetos no serían obstruidas en su curso sino que llegarían directamente al ojo” . Según Demó-

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niltt, HIjim ('hIhu sujetas a desintegración o distorsión desde que imrlcii do la superficie del objeto visible hasta llegar al ojo. l'iTo -dice Aristóteles— es imposible ver una hormiga en el iTi'lo aun con el espacio vacío, “porque la visión surge [sólo] tTiaiido la [facultad] sensitiva recibe cierta influencia” {De fuiivia d lí) a 17-18). Ahora bien, por una parte, “ resulta impo­si lile (lue [reciba tal influencia] directamente del color visto” (J)<; anima 419 a 18-19), dada la enorme distancia que separa al ojo del objeto. Por exclusión, hay que inferir entonces que la recibe de lo que está entre el mismo ojo y el objeto, “ de manera (lue viene a ser necesario que exista algo intermedio” {De anima 419 a 19-20). Pero si este algo intermedio “ se tornara vacío, no solamente [no se vería] distintamente sino que no se vería nada en absoluto” {De anima 419 a 20-21) (Cfr. Beare, op. cit., pp. 25-27)

La facultad sensitiva y el sensorio (o sea, el ojo) no fun­cionan sino gracias a un objeto externo, capaz de actualizar su potencia. Pero la acción de dicho objeto, esto es, del color, no puede ejercerse directamente sobre ellos (Cfr. 419 a 12-13). Luego, nunca podrán llegar a actualizarse y nunca se producirá la visión, si no hay un término medio adecuado. Pero suponer que dicho término medio, que es lo transparente, se vacía, equi­vale a suponer que deja de existir, porque el vacío propiamente dicho, esto es, el vacío absoluto, viene a ser, para Aristóteles, lo mismo que la nada, y la nada no existe. Tal razonamiento carecería ciertamente de valor para Demócrito, quien, como los pitagóricos, asigna al vacío una positiva existencia, puesto que sin ella no podría explicar el movimiento de los átomos. “La po­lémica de Aristóteles contra el vacío — dice Geymonat—- es uno de los goznes de su física y pone de relieve el carácter decidida­mente anti-democríteo de toda la concepción aristotélica” {Storia del pensiero filosofico e scientifico - 1973 - I. p. 274-5).

De esta manera queda explicado, según el propio Aristóteles, “por qué causa es preciso que el color sea visto en la luz” {De anima 419 a 21-23). Esto no obstante — añade— “el fuego se ve en ambos casos, tanto en la oscuridad como en la luz, y por necesidad” {De anima 419 a 23-24). La razón de tal hecho está en que “ lo transparente se torna transparente por la acción del

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mismo fuego” {De anima 419 a 24-25). El fuego constituye, en opinión de Hicks, la tercera clase de objetos visibles. (Recuér­dese que la primera está formada por el color, que se ve en la luz, y la segunda por las cosas fosforescentes, que se perciben en la oscuridad). Filopón, citado por el mismo Hicks, añade que el sol forma la cuarta clase, en cuanto es fuente de la luz diurna. El sol — dice— y los colores, no pueden ser vistos en la oscuridad, pero por razones diferentes: éstos no pueden ser vistos sin la luz del día, aquél no puede serlo en la oscuridad, porque dondequiera que él se halla presente no hay oscuridad y dondequiera que hay oscuridad él no está presente.

El mismo razonamiento que acaba de desarrollar a propó­sito de la vista vale también respecto del sonido y del olor: “ninguno de ellos, en efecto, produce la sensación tocando el sensorio, sino que por el olor y el sonido es movido el cuerpo intermedio y por éste el sensorio respectivo” (De anima a 25-28). Y, reiterando una idea en otros lugares expresada {De anima 419 a 11-13; 423 b 21-22, etc.), añade: “ Si alguien colocara sobre el sensorio mismo el objeto sonante u odorífero, no se producirá sensación alguna” {De anima 419 a 28-30). Aristóteles pasa así, por analogía, de la vista al oído y el olfato. Ellos, como la vista, no funcionan sin un cuerpo intermedio. Sus respectivos objetos, el sonido y el olor, mueven al respectivo cuerpo intermedio, que los comentadores, desde Teofrasto, llaman StrixÉt; en el caso del sonido, y 5i,ócr¡jiov en el del olor. Y cada cuerpo intermedio mueve, a su vez, al respectivo sensorio, de tal manera que si el objeto sensible (sonante, odorífero) fuera puesto en inmediato contacto con el sensorio (oído, nariz), la sensación no se pro­duciría.

“En cuanto al tacto y al gusto — añade— sucede algo seme­jante, pero no lo parece. Mas por qué causa [esto es así], se hará más claro más adelante” {De anima 419 a 30-31).

A primera vista parece que el tacto y el gusto no requieren un cuerpo intermedio entre el objeto sensible y el sensorio. Pero, como lo demuestra en los capítulos 10 y 11 de este mismo libro II del De anima, también ellos lo tienen, pues allí la misma carne hace las veces de cuerpo intermedio, ya que los órganos de dichos sentidos se hallan situados en el interior del cuerpo

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V mi (‘Il ,411 Hiiiiorficie. “Aristóteles da en 422 b 34 y 423 a 13 In ITI/,mi |)oi- la cual la necesidad de un medio para el tacto y el jriinlo no l'esulta obvia, y en 423 b 1-26 arguye que el medio I'.", de liocho la carne, ya que los órganos de estos sentidos están ubicados en el interior del cuerpo y no en la superficie, como cii los casos de la vista, el oído y el olfato” , explica Ross.

“ El cuerpo intermedio de los sonidos es el aire; el del olor algo que carece de nombre” {De anima 419 a 32). El cuerpo intermedio del sonido puede ser también el agua (Cfr. 419 b 18), pero Aristóteles no la menciona aquí porque, como conjetura Siwek, al querer demostrar, contra Demócrito, la necesidad del cuerpo intermedio, elige el principal y el más frecuente que es, sin duda, el aire. Lo mismo cabe decir del olor, que es percep­tible tanto en el aire como en el agua. El medio en que el olor se percibe no tiene nombre propio (òo-ppi; S’ ávwvupov), a dife­rencia de lo que sucede con el color. Sin embargo, los antiguos comentadores (Cfr. Temistio 1 1 5 ,2 ), le daban, según antes di­jimos, el nombre de Sió(rp,ov.

“Hay, en efecto una propiedad común al aire y al agua que, siendo inmanente a ambos, está con el objeto odorífero en la misma relación que lo transparente con el color” {De anima 419 a 32-35). Aristóteles sostiene aquí que hay una afección o propiedad (Ti:á0O(;) común al aire y al agua. Más arriba (418 b 8), sin embargo, ha hablado, como recuerda Hicks, de una natura­leza ( ^ úo-k;) común, y lo mismo en De sensu 439 a 23, donde “naturaleza” {(¡¡vffii;) aparece equiparada a “ fuerza” (Súvapit;). También afirma que el término medio del olfato es ya el aire, ya el agua, pero, como hace notar Ross, “el problema del ele­mento o de los elementos a los que el olfato es inherente es dis­tinto y a él alude en 424 b 17-18” .

“Parece, en efecto, que entre los animales también los acuá­ticos poseen el sentido del olfato. Pero el hombre y entre los [animales] terrestres todos los que respiran no pueden oler sin respirar. La causa de esto, sin embargo, más tarde se explicará” {De anima 419 a 3 5 - b 3). Para demostrar que tanto el aire como el agua constituyen el término medio adecuado del olfato recuerda que de este sentido están dotados tanto los animales acuáticos como los terrestres, aunque entre estos últimos sólo

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los que son capaces de respirar. La causa de esto aparece expli­cada en 421 b 13-422 a 6. Santo Tomás glosa: “ Quod animaba aquatica habent sensum odoris: ex quo manifestum est quod moventur ab odore. Homo autem et animaba gressibiba et respirantia, non odorant nisi respirando. Et sic manifestum est quod aer est medium in odoratu” .

El color viene a constituir, para Aristóteles, un género, cuyas especies son los diferentes colores. “ Es una cualidad — ex­plica Beare (op. cit., p. 61)— y, por consiguiente, no tiene exis­tencia alguna aparte del substratum del cual puede ser llamado «afección» (7iá0o<;)” . Y añade: “Regularmente, Aristóteles apli­caría el término genérico Tioioir\c, al color permanente, mientras al transitorio (como al colorado del sonrojo) le dará el nombre de TtáGoi; o TcaGiQTtxTi TtoLoxpi;” .

En el De sensu (442 b 20-29) dice que hay siete clases o es­pecies de colores (así como de sabores). Estas especies de colores son: el blanco, el negro, el amarillo, el púrpura, el violeta, el verde y el azul.

Sin embargo, si el amarillo se redujera al blanco, así como el gris al negro, sólo tendríamos seis especies. Si, por el con­trario, ni siquiera el gris fuera incluido en el negro, habría ocho.

El color, en cuanto objeto propio de la vista, y como todo objeto propio, es además un género limitado por dos contrarios, que son sus extremos. “Fuera de esos extremos contrarios — dice el mismo Beare— no hay color alguno. Dentro de ellos, las es­pecies se encuentran limitadas por los mismos como fronteras y no podemos, dividiendo y subdividiendo la escala entre esos extremos fijos, lograr un número infinito de colores” .

En cuanto al problema de la aparición de los colores a partir del blanco y el negro, que son los polos de la escala cromática y, por eso, los colores fundamentales, Aristóteles examina en De sensu 439 b 18 sgs., tres hipótesis hasta ese momento formu­ladas: 1’ la de la yuxtaposición (439 b 20-440 a 6 ), 2? la de la superposición (440 a 6-15), y 3'? la de los efluvios (440 a 15-20). A continuación las refuta (440 a 20-31), y luego 4’ ) expone su propia teoría, que puede denominarse de la mezcla perfecta o, si se quiere, de la mezcla química (440 a 31-b 25).

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Soífún líi teoría de la yuxtaposición, los diversos colores se orÍK¡imn cuando partículas mínimas del blanco y el negro se co­locan unas junto a otras, de tal manera que ellas mismas, como tales, resultan invisibles, y lo único que se puede percibir es el color que es producto o resultante de la yuxtaposición. Dicho color no será, naturalmente, ni el blanco ni el negro sino una especie diferente. La diversidad de los colores se explica por las diversas proporciones en que el blanco y el negro integran la yuxtaposición, tales como 3:2, 3:4, etc. (Cfr. Theoph. De sensu 12 ,59). Aristóteles establece, aquí, como en otros muchos pa­sajes del De sensu y el De anima, una analogía entre los objetos de uno y otro sentido y afirma que la relación que media entre los colores es semejante a la que existe entre los sonidos. De tal modo, los colores que se originan según una proporción matemá­tica bien definida, que resulta fácilmente inteligible y repre­sentable, son los que producen mayor placer a la vista. Tal es, por ejemplo, el caso del púrpura, color al cual alude el escrito peripatético De coloribus (792 a ). Algo muy parecido pasa con los acordes musicales. Y así como son gratas al oído la octava (2 :1 ), la quinta (3:2) y la cuarta (4 :3 ), también lo son a la vista los colores que resultan de la mismas proporciones (2:1; 3:2; 4 :3).

No siempre los sonidos se unen de acuerdo con estas propor­ciones, lo cual explica el hecho de que en su mayor parte no constituyan acordes. De la misma manera, no siempre los colores básicos (blanco y negro) se yuxtaponen según una precisa y exacta relación cuantitativa, y por eso no todos los colores re­sultan agradables a la vista.

El texto del De sensu dice: “Puede pensarse, en efecto, que el blanco y el negro son puestos el uno junto al otro, de tal modo que cada uno de ellos resulta invisible por su pequeñez, pero lo que surge de ambos es visible y de esta manera nacen [los colores]. Pues esto no aparece como blanco ni como negro. Pero, puesto que resulta necesario que tenga algún color y no puede tener ninguno de esos dos, es preciso que sea algo mixto y una forma diferente de color. Es posible explicar así la exis­tencia de muchos colores además del blanco y el negro, y que son muchos según la proporción, pues [los colores básicos] pue­den yuxtaponerse [en la relación de] tres a dos, de tres a cuatro

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y según otras relaciones o, en general, según ninguna proporción [definida] o según el exceso o el defecto [de un color básico frente al otro], que no son conmensurables. Y en estas cosas sucede lo mismo que en los acordes musicales. Pues los colores [generados] según los números más fácilmente comprensibles, igual que los acordes musicales, parecen ser los más agradables de los colores, como, por ejemplo, el púrpura y el bermellón y otros pocos semejantes [a éstos], [pocos] por la misma causa por la cual también son pocos los acordes musicales. Pero los demás colores no fse originan] según relaciones numéricas, o, aun [puede pensarse que] todos ellos se originan según tales relaciones, pero en unos ellas son ordenadas, en otros desorde­nadas; y éstas últimas, cuando no son puras, lo deben al hecho de carecer de proporciones numéricas” {De sensu 439 b 19-440 a 6).

Cuando Aristóteles considera aquí al blanco y el negro como colores fundamentales se apoya, muy probablemente, en la opi­nión de varios predecesores y contemporáneos (Cfr. Theophr. De sensu 13, 73-75). Sin embargo, los filósofos que en épocas anteriores habían tratado de explicar la sensación de un modo mecánico, recurriendo a la idea de flujo, como Demócrito y Em- pédocles, sostuvieron la teoría del cuádruple color fundamental: blanco, negro, rojo y amarillo, que, en el caso del segundo de los mencionados filósofos, parecen corresponder a la existencia de cuatro elementos (blanco = agua; negro= tierra; rojo = fuego; am arillos aire) (Cfr. Aét. I 15, 3).

La teoría de la yuxtaposición supone la divisiblidad de los colores hasta más allá de los límites de la percepción óptica y supone que una mera variación mecánica o espacial, como es la adición de un mínimo de color a otro mínimo, produce una variación cualitativa.

El color es así un “mixto” (p,i>cTÓv) y no algo “simple” (otTcXoüv), pero el mixto resultante de la yuxtaposición no es, como advierte Siwek, un mixto “ simpliciter” , sino “una cierta especie de mixto” (¡xixtóv t i ) . La diversidad de los colores surge de las diversas proporciones de los integrantes del compuesto o mixto. Lo que define, pues, la esencia de un color es su proporción, entendiendo por tal la relación cuantitativa que existe entre sus

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roiiiiHmentes. Esta relación puede ser numéricamente definible o, dicho más brevemente, conmensurable (y en tal caso hay ‘‘ima razón” o un Xoyói; propiamente dicho) o puede caracteri­zarse por un más o un menos que no son definibles mediante un número y resultan así inconmensurables (oca-úp.q.ETpo¡;). El placer sensible que un color produce en quien lo ve se explica, de acuerdo con esta teoría, porque lo cuantitativo precede a lo cuali­tativo. Lo mismo sucede con el placer intelectual que una relación numérica fácilmente captable produce en quien la entiende. Y algo muy semejante pasa en el orden del oído y de los sonidos. “La armonía más agradable — indica Tricot— es la de la octava, porque sus términos son los números enteros 1 y 2 ó 4 y 2, cuya división se realiza sin residuo” . Y hay que notar, con el mismo comentador, que en general la unidad es considerada siempre como segundo término de la relación y que, en un acorde, el primer término debe ser siempre un número entero (tal como sucede en la octava) o, en todo caso, un número n -f 1

----------- (ÉTaqópiov), como pasa en la cuarta y en la quinta.n

También podría acontecer — y tendríamos así, según dice Beare, una sub-hipótesis— que en todos los colores hubiera una relación numérica definida, pero que en unos tal relación tuviera una estructura fácilmente captable y recordable por su regularidad (éstos serían los colores agradables a la vista) y en otros la estructura fuera irregular y difícil de retener (y estos colores serían poco agradables al ojo). Un ejemplo de la pri­mera estructura sería — de acuerdo con Tricot— 3:1; 3 :1; 3:1 un ejemplo de la segunda, 2 :1 ; 4 :1; 3:1. (Cfr. Beare, op. cit., pp. 70-71).

La segunda hipótesis expuesta es la de la superposición, la cual explica el surgimiento de los diferentes colores como una modificación que aparece en el color blanco cuando a éste se lo contempla a través del negro o viceversa. El resultado que se obtiene al mirar un color a través de otro es análogo al que se produce cuando un pintor recubre un color con otro más claro, a fin de representar, verbigracia, una cosa sumer­gida en el agua. En realidad, esta hipótesis explica la aparición de los colores de una manera semejante a la anterior, puesto

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que en todos los casos cabe suponer una relación numérica exacta o una carencia de la misma entre el color que constituye el fondo y el que hace de tamiz (Cfr. Alex. 55, 23).

Así se expresa el De sensu: “Un segundo modo [se da] cuando un color aparece a través de otro, de acuerdo a lo que hacen a veces los pintores al sumergir un color en otro más claro, como cuando quieren hacer aparecer algo como inmerso en el agua o en el aire y de acuerdo al modo en que el sol, que de por sí aparece como blanco, [se muestra como] rojizo a través de la niebla y el humo. También de este modo apare­cerán muchos colores de la misma manera que en la teoría anterior, ya que entre los colores de la superficie y los de la profundidad puede haber una relación definida, y los otros pueden carecer en absoluto de toda relación definida” {De sensu 440 a 7-15).

Esta hipótesis tiene la ventaja de evitar el difícil escollo de los colores infinitamente pequeños o, por lo menos, de los colores que traspasan el límite de la visibilidad (Cfr. Alex. 55,15 sgs.). La comparación tom.ada de la técnica pictórica nos revela a un Aristóteles tan interesado por la observación del arte como por la de la naturaleza. Al fenómeno óptico que se produce en el sol cubierto por la niebla se refiere ciertamente en varios pasajes de sus Meteorológica (374 a 7-8; 377 b 19-20; 373 b 13, etc.). (Cfr. Beare, op. cit., pp. 72-73).

A estas dos hipótesis defendidas por algunos de sus prede­cesores añade luego el estagirita, de un modo casi incidental, una tercera, que puede denominarse de los efluvios. Esta es la hipótesis de Demócrito y de los atomistas, quienes reducen toda sensación y, por tanto, también la de la vista, a un contacto entre objeto sensible y sensorio, esto es, a una sensación táctil. Por otra parte, ya hicimos notar que Demócrito no parte, como Aristóteles, de dos colores básicos, sino de cuatro (Cfr. Beare, op. cit., p. 77). Pero, según Aristóteles, aquel contacto no se da nunca, porque el objeto visible no llega, como tal objeto, hasta el ojo sino a través de un medio transparente. Por tanto, hay que rechazar también esta teoría de la visión y asimismo la teoría de los colores que con ella se conecta, según la cual aquéllos aparecen como una mera modificación

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LA TI'.ORIA A lllSTO Tl'.I.ICA lili LA V IM O NHiiI)jotiva, después que se ha producido el contacto entre los efluvios provenientes de la cosa y el sensorio.

El texto del De sensu expresa: “ El decir, por consiguiente, como los antiguos, que el color es un efluvio y que el ver surge ])or esta causa, es algo absurdo, pues para ellos era necesario explicar la sensación de todas las cosas por el tacto. En esc caso, es mejor decir en seguida que la sensación se produce por el movimiento por el cual se mueve el término medio gracias al objeto sensible, o sea, por contacto y no por efluvios” (De sensu 440 a 15-20).

Según algunos comentadores este pasaje no se halla aquí en su lugar natural y no mantiene una vinculación estricta con la exposición anterior, por lo cual Ross, por ejemplo, propone trasladarlo a 438 a 5. Pero, sin necesidad de querer justificar a toda costa el orden lógico de la argumentación en el texto aristotélico, como hacen Santo Tomás y los escolásticos en ge­neral, bien puede aceptarse la conexión que Beare (citado por Tricot) propone: “Presentar una teoría de los colores que dejo de lado todas las explicaciones precedentes y decir con los an­tiguos filósofos que. . . etc.” . Lo que Aristóteles quiere aclarar es que, una teoría como ésta de los efluvios, no resulta, en defi­nitiva, distinta de la teoría del contacto directo entre objeto y sensorio, teoría que, en el caso de la visión por lo menos, se ha demostrado falsa. Pero, si la teoría de los colores depende de una teoría de la visión que es falsa, será también ella misma falsa.

Por otra parte, también las dos primeras teorías merecen graves objeciones de parte de Aristóteles. La primera, que hemos llamado de la yuxtaposición, implica la existencia de mag­nitudes y de lapsos que están más allá de la capacidad percep­tiva de la vista. Si no fuera así, ¿ cómo explicar, en dicha teoría, el hecho de que pase para nosotros desapercibida la aparición sucesiva de los movimientos y que éstos nos produzcan la sen­sación de unidad y simultaneidad? La idea de un tiempo imper­ceptible resulta, para Aristóteles, contradictoria, ya que el tiempo, como medida del movimiento, es un continuo y no se lo puede pensar bajo la forma de una suma de átomos de duración.

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La segunda teoría, que denominamos de la superposición, no es susceptible de la misma crítica, porque no implica la exis­tencia de tiempos y cantidades imperceptibles. El color a través del cual se percibe el otro genera en el medio diáfano diferentes movimientos, de acuerdo a sus propios movimientos o a su quietud. Aquéllos corresponden a la generación de los diferentes colores intermedios. Ahora bien, si no hay magnitud alguna que esté más allá de la capacidad de la vista, si todo objeto puede ser visto desde una distancia dada y si es posible que el sujeto vea desde lejos un solo color, con esto se habrá produ­cido ya para él la mezcla (aunque desde cerca siga viendo dos colores). Dicho de otra manera: si toda magnitud es visible desde una distancia determinada, los estímulos recibidos por el sensorio de parte del color de fondo y del color tamiz, hacen que realmente vea algo uniforme y, en tal sentido, puede hablarse ya de una mezcla de colores. Pero ésta no será, según Aristó­teles, una “mezcla” (p,í i,<;) propiamente dicha, porque, para que lo sea, el compuesto tiene que estar en la misma especie que sus elementos y dar lugar a cualidades nuevas, distintas de las de los elementos. Tricot resume todo esto diciendo: “La teoría de la superposición, sostiene Aristóteles, acaba por admitir la existencia de un matiz común, en cierta manera neutro, pero que no es un verdadero color. La teoría de la yuxta­posición, por su parte, llega al mismo resultado, que no es más satisfactorio, si uno se sitúa a una distancia suficiente como para que las partículas de negro y de blanco pierdan su indivi­dualidad. En ninguna de las dos teorías se encuentra uno en presencia de un verdadero color intermedio” .

He aquí el pasaje del De sensu en que se critican ambas teorías: “ En la [teoría] de las partes yuxtapuestas, así como es preciso admitir una magnitud invisible, también [debe acep­tarse] un tiempo no perceptible, para que los movimientos que de ellos nos llegan permanezcan ocultos y parezcan ser una sola cosa por el hecho de aparecer al mismo tiempo. En la otra [teoría] no hay ninguna necesidad de tal cosa, pero el color superficial, al estar inmóvil o al ser movido por el color subya­cente no produce el mismo movimiento. Por eso, también aparece como diferente y no es ni blanco ni negro. De manera que si ninguna magnitud puede ser invisible sino que cualquiera

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puedo verse desde determinada distancia, habrá ya entonces iiiin cierta mezcla. Y aun allá [en la primera teoría] nada impide que a quienes están lejos se les aparezca un cierto color común, pues no hay ningún color invisible, según se ha de exa­minar en lo que sigue” {De sensu 440 a 20-31).

Después de analizar y criticar así las teorías de los demás filósofos sobre los colores, expone Aristóteles la suya. Si se da una mezcla perfecta y no solamente una yuxtaposición de partí­culas que escapan a la vista por su pequeñez; si realmente existe una mezcla o combinación completa, de acuerdo a lo que se dice en De generatione et corruptione X ; si hay una mezcla en el sentido más cabal del término, que no sea equivalente a una simple confusión de las partículas ni surja de la pura impotencia de la vista para diferenciar los colores integrantes, no se tratará de una mezcla de cosas divisibles en partes mínimas, como el individuo hombre dentro de la especie hombre, sino de cosas que no pueden dividirse hasta llegar a partes mínimas. Si se juntan partes mínimas de diversos todos, se logra una muchedumbre pero no una auténtica mezcla, ya que un hombre no se puede mezclar con un caballo. Sólo tendremos una mezcla perfecta al utilizar objetos que no pueden ser divididos hasta llegar a partes mínimas o indivisibles, lo cual equivale a decir que no son susceptibles de división hasta el punto de dar con individuos. Ahora bien, esto es justamente lo que sucede con los colores, puesto que su variedad proviene de la intrínseca posibilidad de que goza cada uno de ellos (en cuanto no se lo puede dividir hasta llegar a partes mínimas o individuos) de mezclarse con todos los otros colores. Este es el motivo por el cual el color compuesto no parece único visto desde lejos y múl­tiple visto desde cerca, sino que aparece como un solo color desde donde quiera que se lo contemple (Cfr. Beare, op. cit., pp. 73-74).

Las diversas proporciones en que se mezclan el blanco y el negro explican la existencia de los diferentes colores. A veces las mezclas perfectas se realizan según proporciones determi­nadas, esto es, según números conmensurables; otras veces según la simple sobreabundancia de un color respecto a otro y según números no-conmensurables. Desde este punto de vista, el esta-

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KÍi’il.11 Mo Ho ¡ipíU'tii siquiera de las teorías de la yuxtaposición y de la superposición que antes ha criticado.

lio acpií el texto del De sensu: “Pero [supongamos que] Imy una mezcla de cuerpos no sólo según este modo que algunos crcíMi, ])or mera yuxtaposición de partículas mínimas inaccesibles [Mira nosotros por medio de la sensación, sino de un modo abso­luto y total, conforme se ha dicho acerca de todas las cosas, universalmente, en el tratado Sobre la mezcla. De aquel modo, en efecto, sólo pueden mezclarse las cosas que es posible dividir basta sus partes mínimas, como los hombres, los caballos o las semillas; pues en la clase de los hombres el hombre es la parte mínima: y en la de los caballos, el caballo; de manera que, al poner a estas cosas una junto a la otra, se tiene una muche­dumbre de una y otra clase, pues no decimos que un hombre so mezcla con un caballo. Mas las cosas que no se dividen hasta un mínimo no pueden dar lugar a una mezcla de este tipo sino que se mezclan completamente. Ellas son también las que por naturaleza más se mezclan. De qué manera es posible que esto suceda se ha explicado antes, en el Sobre la mezcla. Pero es evidente que al mezclarse [los cuerpos] también los colores por necesidad se mezclan y que ésta es la causa principal de que existan muchos colores y no la superposición o la yuxtaposición [do los colores básicos]. En efecto, el color de las mezclas no parece uno desde cerca y desde lejos no, sino que [parece tal] desde todas partes. Habrá muchos colores porque [los básicos] son susceptibles de mezclarse entre sí de acuerdo con muchas jiroporciones, ya según un número definido, ya solamente según el exceso [de un color sobre el otro]. Y las demás cosas que sobre la yuxtaposición o superposición de los colores se han establecido, pueden del mismo modo decirse también sobre la mezcla [de los mismos]. Por qué causa las clases de colores son limitadas y no infinitas, como también las de sabores y so­nidos, más adelante lo investigaremos” (De sensu 440 a 31-b 25).

En definitiva, los colores surgen, para Aristóteles, por la mezcla perfecta del blanco y el negro, cuya divisibilidad, como la de todos los colores, es potencialmente indefinida. Tal mezcla lierfecta genera un color nuevo, específicamente distinto de los colores mezclados (componentes). La teoría de la yuxtaposición, al sui)oner la existencia de átomos o individuos de color, no

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LA TI'.OHIA MilMOTI'XICA DE LA VISION 73|Hi(>(l(! explicar el surginii(>iito de un color nuevo, pues de la mima do individuos diversos sólo puede nacer un “unum per uceidens” . La teoría de la superposición, por su parte, sólo puede (lar razón del surgimiento de los diversos colores apelando a una especie de ilusión óptica, lo cual no puede considerarse como satisfactorio, ya que el color es algo totalmente objetivo y normal. (Sobre los colores en Aristóteles y en el Liceo, véase la edición de Prantl del pseudo-aristotélico tratado De coloribus).

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V

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Después de haber analizado la doctrina de Aristóteles acerca de los colores, esto es, acerca del objeto propio de la vista, es necesario examinar lo que piensa acerca del respectivo sensorio, esto es, acerca del ojo. De esto se ocupa principalmente en De sensu 2.

Cada sentido está dotado de un sensorio u órgano sensorial, por medio del cual se produce la sensación, cuyo verdadero sujeto es, sin embargo, el alma. A fin de dar cuenta de la materia y la estructura de dichos órganos sensoriales, ciertos filó­sofos recurren a una correspondencia con los cuatro elementos. Esta explicación tiene, para el estagirita, la dificultad inicial de que los elementos son cuatro y los sentidos cinco, por lo cual mal podría haber una correspondencia entre ambas series. La teoría de los cuatro elementos, aunque se venía gestando desde la escuela de Mileto y quizás fue insinuada ya por alguno de los primeros pitagóricos, tuvo su formulación plena con Empédocles (y no dejó de tener vigencia hasta fines del siglo X V III, gracias a Lavoisier y al nacimiento de la química cientí­fica). Sin embargo, el ensayo de vincular los órganos sensoriales con los elementos no puede atribuirse al propio Empédocles, pues, como advierte Siwek, aunque éste relaciona el olfato con el aire, no llega a establecer ninguna correspondencia para el gusto y el tacto. Por tal razón, Alejandro de Afrodisia inter­preta este pasaje como una alusión a la dificultad con que tropieza Platón para atribuir un elemento cualquiera al olfato (Cf. Tim. 66 D -E ).

Dice el De sensu: “En efecto, acerca de la facultad que cada uno de los sentidos tiene, antes se ha hablado. En lo con­cerniente a los sensorios, partes del cuerpo donde por naturaleza residen los sentidos, algunos los investigan con los elementos de la materia. Pero, al no poder acomodar fácilmente con los

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cuatro elementos los sentidos, que son cinco, quedan dudosos respecto al quinto” {De sensu 437 a 18-22).

Todos los filósofos de la naturaleza están de acuerdo, según Aristóteles, en considerar al ojo como formado por fuego. Sin embargo, tal opinión tiene su fundamento, para él, en la falta de observación de ciertos hechos: si apretamos el ojo, aun cuando nos encontremos en tinieblas o tengamos los párpados bajos, veremos brillar un fuego. Este argumento proviene, según Teo- frasto {De sensu 2 6 ), del médico y filósofo Alcmeón de Crotona, lo cual resulta muy acorde con el método, que casi podría lla­marse experimental, utilizado por él mismo: sabemos, en efecto, que empleó la balanza para demostrar que el esperma no tiene su origen en la médula espinal. Es preciso notar, sin embargo, que el fenómeno mencionado aquí por el estagirita se produce aunque no se ejerza sobre el ojo presión alguna, cuando se lo mueve de una dirección a otra en la oscuridad, como la ha hecho notar Beare. De tal fenómeno infiere la mayoría que el ojo está formado por fuego: “Todos hacen a la vísta de fuego, por ignorar la causa de cierta afección: en efecto, al ser el ojo apretado y movido parece brillar un fuego; esto sucede natu­ralmente en las tinieblas o mientras los párpados están bajos, pues también en este caso se producen las tinieblas” {De sensu 437 a 22-26).

Pero esta teoría ígnea del ojo no deja de presentar algunas dificultades. Aristóteles opone una objeción y se apresta a soste­nerla. Si el ojo estuviera constituido por fuego sería preciso que se viera a sí mismo y que el sujeto tuviera conciencia de ello (puesto que quien percibe un objeto no puede dejar de adver­tirlo) no sólo cuando es oprimido y movido sino también cuando está inmóvil. “El argumento es claro — dice Tricot— : el ojo debe verse siempre a sí mismo y no sólo cuando se lo oprime, puesto que está siempre en ejercicio y está compuesto de fuego” . Las causas de este hecho y también, por consiguiente, de la opinión según la cual el ojo es ígneo — ^opina Aristóteles— deben buscarse en un fenómeno ya antes observado: los objetos lisos brillan en la oscuridad por su propia condición de tales, aunque no producen luz (Cfr. De anima 419 a 1-6). Mas el iris (el negro del ojo) es algo enteramente liso y, en cuanto tal, brilla por sí mismo en la oscuridad. Sin embargo, eso no pasa sino cuando

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liny algún movimiento del ojo, pues sólo entonces un objeto único se transforma de algún modo en dos (Cfr. Beare, oj>. cit., pp. 82-83).

La velocidad hace que sensorio y sensible aparezcan como distintos; por eso el aludido fenómeno sólo se da cuando existe un movimiento rápido del ojo en la oscuridad (ya que, como se dijo antes, los cuerpos lisos brillan en la oscuridad). Si el ojo se mueve con lentitud, no se produce este singular fenómeno de que una misma cosa se presente a la vez como única y como doble. Cuando dicho fenómeno se da, el ojo se contempla a sí mismo como si se mirase en un espejo o en el agua.

Según el estagirita, por consiguiente, el negro del ojo es un cuerpo liso que brilla en la oscuridad, y tal brillo es captado por el ojo mismo cuando hay un movimiento bastante veloz. En ese caso, lo que de por sí constituye una unidad, es decir, el ojo y su brillo, se desdobla, y el primero se pone frente al segundo.

El texto del De sensu reza así: “Pero esto presenta también otra dificultad. Si, en efecto, es imposible que a quien siente y ve un objeto visible se le oculte este hecho, resulta necesario que el ojo se vea a sí mismo. ¿Por qué, pues, no sucede esto cuando está en reposo? La causa de ello, de la dificultad y de que el fuego parezca constituir la vista, debe hallarse en lo siguiente. Los cuerpos lisos brillan por naturaleza en la oscu­ridad, sin producir, no obstante, luz. Pero la parte del ojo que se llama “el negro” y “el centro” se presenta como lisa. Esto se pone de manifiesto al moverse el ojo, porque en ese caso sucede que lo uno llega a ser como dos. Esto lo origina la velocidad del movimiento, de manera que lo que ve y lo que es visto parecen ser diferentes. Por lo cual tampoco se produce [el mo­vimiento] si no tiene lugar con rapidez y en la oscuridad; lo liso, en efecto, brilla por naturaleza en la oscuridad, como las cabezas de ciertos peces y el jugo de la sepia, y al moverse el ojo lentamente no sucede que al mismo tiempo parezcan ser uno y dos lo visto y lo que ve. Allá el ojo se ve a sí mismo como en un espejo” {De sensu 437 a 2 6 -b 10).

A decir verdad, el ojo no puede errar en cuanto a la cap­tación del color, que es su sensible propio, y de la luz, que actúa-

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liza el color. El error aparece, bajo la forma de una ilusión, cuando el color o la luz se atribuyen a una cosa distinta de aquella en que realmente se encuentran. Y esto es precisamente lo que aquí sucede (Cfr. Beare, op. cit., p. 90).

Siwek aduce a este propósito dos ejemplos: 1'’) la famosa “ ilusión aristotélica” , que consiste en lo siguiente: cuando al­guien, con los ojos cerrados, oprime una pequeña bola entre sus dedos cruzados, cree estar tocando no una sino dos bolas; pero no por eso hay un error en el tacto mismo; el error está en el juicio que atribuye la sensación a dos objetos diferentes; 2’ ) la ilusión del hombre que ve su propia imagen, caminando delante de sí mismo con el rostro vuelto hacia él, lo cual se debe al hecho de que, teniendo la vista muy débil, su visión se refleja, como en un espejo, en el aire ambiente (Meteor. 373 b 3-10). “ Este fenómeno — añade el citado comentador— nos permite entender cómo, según Aristóteles, el ojo puede verse a sí mismo. Cuando por una fuerza exterior (el dedo) es trasladado rápidamente desde su lugar propio hacia otro (no natural y oscuro), el brillo que sale del ojo entonces, en la medida en que está en otro lugar, es percibido por el ojo mismo. Y así ve éste algo de sí mismo” (Cfr. Beare, op. cit., p. 91).

Silvestre Mauro (118) explica el fenómeno diciendo que “cuando el ojo es comprimido.. . a partir de un ojo se producen «n cierto modo dos, de manera que el brillo emitido por una parte del negro de la pupila llega a la otra” (cum oculus compri- m itu r .. . ex uno oculo fiunt quodammodo duo, ita ut fulgor emissus ab una parte pupillae nigrae perveniat ad aliam). Y ya antes, Alejandro de Afrodisia (19, 20), explicaba que Aris­tóteles quiere significar aquí que el ojo “ve una parte de sí mismo como otro” .

Bien se puede decir entonces que se trata de algo parecido a la reflexión. Debe tenerse presente, sin embargo, que, como anota el mismo Siwek, ella no consiste “en el hecho de que el cuerpo luminoso, cuando en su movimiento progresivo cae sobre una superficie lisa, empieza a retroceder hacia aquel lugar del cual había salido (como creyeron Pitágoras, Empé- docles y Platón), sino en el hecho de que el aire (al cual el objeto visible imprimió su modificación), cuando cae sobre

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iiim superficie lisa, se torna más compacto y uno, y, por eso mismo, más capaz de transmitir su modificación hacia atrás, hasta los ojos” . (No se trata, como cree Beare (op. cit., p. 91, n. 3 ), de que Aristóteles acepte aquí la teoría de la visión que ha rechazado en el De sensu).

Aristóteles rechaza la teoría de Empédocles y Platón sobre la naturaleza ígnea del ojo y argumenta contra ella: “Pues si realmente [el ojo] fuera de fuego, como Empédocles dice y se lee en el Timeo, y si el ver se produjera por el hecho de que la luz sale [del ojo] como de una lámpara, ¿por qué no ha de ver la vista también en la oscuridad? Decir que cuando sale se extingue en la oscuridad, como dice el Timeo, es absoluta­mente carente de sentido. ¿Qué es, en efecto, la extinción de la luz? Se extinguen por la humedad y por el frío lo caliente y lo seco, como se ve que sucede en el carbón con el fuego y la llama; y en ninguno de aquéllos (lo caliente y lo seco) se aprecia que esté presente la luz. Y si por casualidad estuviera presente, pero se nos ocultara por su debilidad, parece que durante el día y con la lluvia la luz se extinguiría y con el hielo principalmente surgiría la oscuridad. Estas cosas, en efecto, les suceden a la llama y a los cuerpos inflamados, mas aquí no pasa nada seme­jante” (De sensu 437 b 10-23) (Cfr. Beare, op. cit., pp.46-47; 83-84).

Si el ojo estuviera hecho verdaderamente de fuego, como opinan Empédocles (frg. 84 Diels) y Platón (Tim. 45 b-c; 67 c; 68 b), y si la visión se originara en el egreso de la luz del ojo, de manera que éste funcionara como una linterna, ¿qué razón habría para que el mismo no percibiera las cosas también en la oscuridad? Afirmar, como lo hace Platón en el Timeo (45 d 3-7), que la luz proveniente del ojo se extingue en las tinieblas, es algo completamente vacío, porque surge de una pura espe­culación y no de un auténtico raciocinio físico, “ conforme al método que conviene a la filosofía natural” , como anota Tricot. Dicha explicación no considera el fenómeno de la extinción tal como de hecho se produce en la naturaleza — dice Siwek— , porque allí vemos que se extinguen cosas calientes y secas, como el fuego y la llama, a causa del agua y del frío, pero nunca la luz en cuanto tal, que no es fuego ni llama; mientras, por otro lado, la oscuridad misma no contiene en sí agua ni frío

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(Cfr. A . E. Taylor, A Commentary on Plato’s Timaeus - Oxford - 1972 - pp. 277-282).

Imagiriemos, sin embargo, que en la luz se hallan presentes el fuego y la llama, pero que a causa de su pequeñez o debilidad, nuestros ojos son incapaces de percibirlos. En tal hipótesis, de todas maneras, habría que admitir que cuando llueve o cae granizo, debe producirse una total oscuridad; lo cual no es evi­dentemente así.

Para Empédocles, la visión se da porque la luz sale del ojo (frg. 84 Diels). “El ojo está hecho esencialmente de un fuego dulce, protegido por membranas, como una tela protege en invierno la llama de la linterna. Hay adem.ás en el ojo partículas de todos los elementos. El fuego está allí guardado en una cavidad cerrada y la piel que lo protege está perforada por poros muy finos, como, por lo demás, toda la piel” , dice Eivaud, refiriéndose al filósofo de Agrigento {Histoire de la philosophie I - París - 1938 - p. 70). El acto de ver es explicado por Empédocles por medio de los efluvios que surgen del fuego ocular (Cfr. J. Bollack, Empédocle - París - 1969 - II - p. 136 sgs.).

De hecho, como dice Guthrie (History of Greelc Philosophy - Cambridge - 1969 - II - pp. 234-235), entre los griegos se dieron tres teorías de la visión: l' ) la de quienes consideran al ojo como agente, es decir, como un foco que proyecta su fuego interior sobre el objeto (pitagóricos); 2'>) la de quienes opinan que el ojo recibe, de un modo más o menos pasivo, los efluvios (tzuoppoíat) de los cuerpos (atomistas); y 3'*-) la de quienes opinan que tanto el sensorio (ojo) como el objeto sensible (visible) son igualmente activos, y que aquél emite rayos que se mezclan con los emitidos por éste (Empédocles y Platón).

Aristóteles apoya la teoría de Demócrito y de los atomistas según la cual el ojo está formado por agua y no por fuego. Pero impugna, al mismo tiempo, su teoría de la visión, que reduce a ésta a un mero reflejo de los cuerpos en el ojo. La reflexión se origina — sostiene— sólo porque el ojo es un objeto liso. (Por otra parte, para Aristóteles el sujeto propia­mente dicho de la visión no es el ojo sino el alma; lo cual supone, como advierte Tricot, la visión de una persona que ve el fenó-

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mono en cuestión). Pero la teoría general de la reflexión — anota Aristóteles, como historiador de la ciencia— no se encontraba todavía bien desarrollada. De todas maneras, parece raro — dice, ahora como crítico— que a los atomistas y a Demócrito no se les haya ocurrido plantearse la cuestión de por qué únicamente ve el ojo y no todos los otros cuerpos lisos en los cuales se reflejan las imágenes (síSoXa) de los objetos. Quienes identi­fican la visión con el mero fenómeno de la reflexión deberían concluir que todas las cosas capaces de reflejar otras cosas son también capaces de ver.

En cuanto a la materia misma de que el ojo está formado, Aristóteles se muestra, como dijimos, de acuerdo con Demócrito, pero aclara que la visión no se origina por el mero hecho de que el ojo sea de agua sino porque está constituido por algo transparente. Desde ese punto de vista también podría haber sido de aire: si, de hecho, está formado por agua, ello se debe a que ésta es más espesa y puede ser guardada más fácilmente que aquél. A tal consideración teleológica añade dos pruebas empíricas: del ojo en proceso de descomposición vemos que sale agua; si se observa el ojo en un embrión, se verá que es muy frío y refulgente. En los animales sanguíneos (que corres­ponden más o menos a los vertebrados) la parte blanca del ojo tiene una naturaleza aceitosa, que teleológicamente explica Aristóteles por la necesidad de que el líquido se conserve sin solidificarse congelándose. He aquí por qué — dice— es el ojo el órgano menos afectado por el frío (en la pupila nadie ha expe­rimentado nunca frío). Los animales no sanguíneos (que son aproximadamente los invertebrados) tienen los ojos cubiertos por una membrana o piel más o menos dura, cuya finalidad es la de protegerlos (Cfr. Beare, op. cit., pp. 84-86).

En suma: Demócrito y los atomistas están en lo cierto, para Aristóteles, en su teoría de la constitución acuosa del ojo, pero se equivocan en la teoría de los efluvios emitidos por las cosas contra el ojo como causa de la visión. Empédocles y Platón, a su vez, yerran en lo concerniente a la constitución ígnea del ojo, pero yerran asimismo en su teoría de la visión, como efluvio salido del ojo que se une con el emitido por los objetos. Es ab­surdo — anota Siwek— afirmar como los pitagóricos y, según Alejandro de Afrodisia (27,28; 28 ,7), algunos matemáticos.

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que los rayos visuales constituyen un cono cuyo vértice es el ojo y cuya base está dada por el objeto visible. Pero igualmente lo es sostener, como Empédocles y Platón, que el fuego emitido por el ojo, después de haber recorrido cierto espacio, se junta con el que sale de la cosa visible. En efecto, arguye el estagi- rita: ¿en qué consiste tal unión de una luz con otra? Porque es claro que no cualquier cosa puede unirse con cualquier otra y, por otra parte, ¿de qué modo la luz interior se uniría con la exterior, si ambas se encuentran separadas por la membrana ocular ?

He aquí el texto del De sensu: “ Empédocles parece pensar que se produce la visión al salir la luz, como antes se explicó. Dice, en efecto: “Así como alguien que intenta salir a la noche tormentosa, dispone una linterna con llama de refulgente fuego y la dota, para rechazar toda clase de vientos, de paredes vitreas, y ellas quiebran la fuerza de los vientos que soplan, y la luz que sale brilla en el umbral con invencibles rayos, tanto más cuanto más sutil es, así [el Amor] encerró al fuego primi­genio, a la redonda pupila de membranas rodeada, en frágiles tejidos. Estos [tejidos] detienen las profundas aguas que corren en torno a la pupila; pero el fuego salta afuera, en la medida en que es más sutil” . Ya, en verdad, dice que así se ve, ya por medio de los efluvios que surgen de los objetos visibles. Demó- crito, por su parte, al decir que es el agua [la que constituye el ojo], bien se expresa, pero no lo hace bien cuando piensa que el ver es la reflexión [de la cosa en el ojo]: ésta, a decir verdad, se produce porque el ojo es liso; y no está en él sino en el que ve: tal afección es, en efecto, un reflejo [de la luz]. Pero [la teoría] de las apariencias y de la reflexión en general no la tenía muy clara, como se ve. Resulta raro que no haya llegado a plantearse el problema de por qué solamente el ojo ve, y no ninguno de los otros [cuerpos] en los cuales se reflejan las imágenes. Que [el órgano de] la vista es, pues, de agua, es verdad; pero no le corresponde el ver en cuanto es agua sino en cuanto es transparente, lo cual le es común con el aire. Pero el agua es más fácilmente conservable y más espesa que el aire, por lo cual la pupila y el ojo son de agua. Esto resulta evidente por los hechos mismos: se ve, en efecto, que es agua el líquido que sale de los ojos cuando se corrompen, y en todos los fetos

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el ojo sobresale por su frialdad y su brillo. En los [animales] que tienen sangre el blanco del ojo es grasoso y aceitoso, a fin de que el líquido siga sin congelarse. Y por esto es [la parte] del cuerpo menos sensible al frío, pues nadie sintió nunca frío dentro de las pupilas. Entre los animales sin sangre los ojos se hallan cubiertos con una piel dura, y esto les sirve de pro­tección. Es completamente irracional [suponer] que la vista ve por medio de algo que sale [del ojo] y que se extiende hasta los astros, o que se junta, después de recorrer cierta distancia [con las emisiones del objeto], según dicen algunos. Mejor que ésta, en realidad, es la [teoría] de que tal unión se realiza al comienzo, en el ojo; pero también esto es absurdo. ¿En qué consiste esta unión natural de la luz con la luz y cómo puede efectuarse? Pues no cualquier cosa se une por naturaleza con otra. Y ¿cómo la [luz] interna [se unirá] con la externa? Porque entre una y otra hay una membrana” (De sensu 437 b 23-438 b 2).

Y a antes {De anima 418 b) Aristóteles había establecido que la visión no puede darse sin la luz, porque supone siempre un movimiento a través de la misma. Y de igual manera que el espacio que media entre el ojo y su objeto debe estar ocupado por una sustancia transparente, también el espacio interior del ojo mismo tendrá que estar lleno de algo diáfano. Ahora bien, como tal sustancia diáfana no es el aire, ella será el agua.

El texto aristotélico reza así: “Sobre el [hecho de que] sin luz no se [puede] ver, se ha hablado en otra parte. Pero, ya sea la luz ya el aire lo [que sirve de] intermedio entre el objeto visible y el ojo, lo que produce la visión es el movimiento [propagado] a través de este [intermedio]. Y es lógico que el interior [del ojo] sea de agua; el agua, en efecto, es transpa­rente. Y así como afuera no se ve sin luz, tampoco adentro. Es preciso, pues, que [el interior del ojo] sea transparente, y necesariamente debe ser de agua, puesto que no es de aire” {De sensu 438 b 2-8).

El alma sensitiva, que es el verdadero sujeto de la visión (el que realmente ve), no se halla en la superficie sino en el interior del ojo. Tal aseveración es demostrada por Aristóteles

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])or la experiencia clínico-quirúrgica. Descendiente de médicos y cirujanos, el estagirita recurre a la observación y el trata­miento consiguiente de las heridas de guerra. Combatientes heridos en la sien, a los cuales se les seccionaron los conductos oculares (Hist. anim. 415-b 11), creyeron que de repente lo habían invadido todo las tinieblas, tal como si súbitamente se apagara de noche la lámpara que alumbra una habitación. Esto ocurrió porque lo diáfano del ojo, es decir, la pupila, que hace las veces de lámpara del cuerpo, fue cortado (Hist. anim. 415 b 15-16).

Dice el texto del estagirita: “No es, en efecto, en la super­ficie externa del ojo donde reside el alma o la parte sensitiva del alma, sino evidentemente en el interior: por eso, resulta necesario que el interior del ojo sea transparente y capaz de recibir la luz. Y esto es claro inclusive por los hechos. Hubo, en efecto, algunos que durante la guerra fueron golpeados en la sien, de modo que se les cortaron los conductos del ojo y cre­yeron que se había producido una repentina oscuridad, tal como si una lámpara se hubiera apagado, por haberse cortado lo trans­parente, que se denomina «pupila» y es como una lámpara” (De sensu 438 b 8-16).

El ojo, cuya materia elemental es el agua (la del oído será el aire; la del olfato, el fuego, etc.) tiene su origen en el cerebro (De part. anim. 652), el cual, a su vez, no viene a ser, para Aris­tóteles (como lo es, en cambio, para Platón), el órgano central de la vida sensitiva (fiYPlJi'Ovixóv), sino únicamente una especie de central de refrigeración que equilibra el calor producido por el corazón (que es el verdadero fiy-rmoviuóv). Por eso el cerebro es la parte más húmeda y más fría de todo el cuerpo humano.

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V I

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He aquí, en resumen, las principales conclusiones a que llega Aristóteles sobre la luz, el color, el ojo y la visión:

1. El objeto propio de la vista (lo visible) es el color y la fosforescencia: el primero en la luz, el segundo en la oscuridad.

2 . La esencia del color consiste en su aptitud para pro­ducir un cambio cualitativo (alteración) en la luz. Por eso, el color no se ve sino por la luz.

3 . Transparente es lo que carece de color propio y, al situarse entre el ojo y el objeto visible, no impide la visión. Los cuerpos transparentes (agua, aire, éter, astros) no lo son sino por una naturaleza (potencia activa), que es común a todos ellos: la transparencia o diafanidad. La luz es el acto de la diafanidad y puede ser considerada como el color de lo transparente, cuando lo transparente está en acto (por acción del fuego o de un cuerpo astral).

4 . La luz, sin embargo, no es fuego ni otro cuerpo alguno, ni tampoco el efluvio de cuerpo alguno, sino la pre­sencia del fuego (o de algo parecido) en lo transpa­rente. La oscuridad, que es lo contrario de la luz, será, pues, su ausencia.

5 . Por consiguiente, la luz no consiste en un movimiento local (que se da en el tiempo) sino en un movimiento cualitativo (que se da en el instante).

6 . Puede recibir el color lo que no tiene color, esto es, lo transparente en acto o en potencia (lo oscuro o no visible). La luz resulta el medio indispensable del

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color: la sensación visual no se produce porque el color mueva directamente al sensorio (ojo) sino porcino mueve al aire (transparente) iluminado.

7 . En un cuerpo que tiene superficie estable el color es el límite de lo transparente. Al color le compete pro­ducir una alteración en lo transparente en acto.

8 . La aparición de los diversos colores a partir de blanco y el negro se explica, no por yuxtaposición de los mismos, sino por su mezcla perfecta, que genera un color específicamente diferente de los mezclados.

9 . El ojo no está formado de fuego sino de agua; tiene origen en el cerebro, y en su interior reside el alma sensitiva.

10. Rechaza la teoría pitagórica de la visión como pro­yección del fuego interior sobre el objeto, la teoría atomista de los efluvios que se reflejan en el ojo y la teoría empedócleo-platónica de la confluencia de los rayos emitidos por el objeto y por el sujeto.

Aristóteles ha observado con bastante acierto la relación entre la luz y el ojo. Hoy sabemos que en ciertos animales infe­riores hay inclusive una sensibilidad difusa o dérmato-óptica, que se extiende a toda la parte externa del cuerpo, aunque sólo con la aparición de un aparato óptico diferenciado se da una percepción de los objetos en sentido propio.

Y a hemos visto que la teoría de la luz como movimiento cualitativo contradice todos los resultados de la ciencia física moderna.

La teoría aristotélica del color, por su parte, fue retomada por Goethe, quien intentó sustituirla a la de Newton, pero evi­dentemente sin lograr su propósito. Desde un punto de vista físico, también puede decirse que Aristóteles falla en su crítica de la teoría democrítea de la visión, ya que, para la ciencia actual, la luz avanza y es reflejada; los rayos provenientes del objeto producen, a través del aparato refractivo del ojo, una imagen en la retina; lo cual desde Descartes (Dioptrique V ), es considerado como el hecho objetivo fundamental para explicar la visión (Cfr. Beare, op. cit., p. 87).

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Por otra parte, Aristóteles “ ignora totalmente las propie­dades del nervio óptico y de la retina” , como señala Beare (op. cit., p. 64). Más aún, como todos los griegos, ignora el papel del sistema nervioso en general (Cfr. D. J. Alian, The philosophy of Aristotle - London - 1970 - p. 50). Quizás podría sostenerse, en cambio, que sus ideas acerca de la constitución química del ojo son más aceptables que las de sus contempo­ráneos.

Algunos historiadores de la psicología consideran también que a Aristóteles le corresponde el mérito de haber observado los fenómenos que en el lenguaje moderno de dicha ciencia se denominan “vuelo de colores” (flight of colors) y diplopia (Cfr. D. B. Klein, A History of Scientific Psychology - New York - 1970 - p. 87).

Pero lo que importa subrayar, desde el punto de vista filo­sófico, es la idea de que el verdadero sujeto de la visión es el alma (o, más precisamente, el alma junto con el cuerpo); y la teoría realista de la sensación visual, según la cual el sujeto capta cualidades que se hallan verdadera y realmente en el objeto, aunque, en cuanto visibles, estén allí sólo en potencia (Cfr. Beare, op cit., p. 63). En ambos puntos el pensamiento de Aristóteles se opone al de Democrito, ya que para éste el sujeto cognoscente no es algo esencialmente diferente del cuerpo, y las cualidades tales como el color no existen en el objeto mismo sino que son consecuencia del choque de los átomos emanados del objeto con el órgano sensorial.

La vista es suficiente, según Aristóteles, para revelar al sujeto la existencia del mundo exterior, y no necesita, para ello, del auxilio del tacto (como pensarán, en la edad contemporánea, Condillac y otros, de quienes deriva, a la larga, Dilthey), si bien hay objetos (como la extensión y el movimiento) que son comunes a uno y otro sentido . Más aún, en lo que se refiere a su objeto propio, es decir, al objeto que no comparte con el tacto ni con ningún otro sentido, la vista no se equivoca jamás. Sus errores e ilusiones se refieren a los sensibles comunes (dis­tancia, magnitud, etc.), y no son, en realidad, errores de la vista sino del entendimiento (Cfr. Beare, op. cit., p. 90).

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Más aún: como bien hace notar Beare {op. cit., pp. 89-90), “el valor de evidencia de la vista es en ciertos casos superior al del tactq y corrige las ilusiones del anterior. Por ejemplo, si dos dedos de la mano se cruzan y se coloca un pequeño objeto entre ellos de modo que esté en contacto con ambos, es al sentido del tacto a quien le parecerá que son dos objetos. El sentido de la vista prueba que se trata solamente de uno” .

Pero no se trata sólo de esto. Además, como dice el mismo Beare, el sentido de la vista es, para Aristóteles, también superior al tacto en pureza, y, por eso, los placeres de la visión son moralmente más elevados que los del tacto {Eth. Nic. 1176 a l ) . La posesión de la vista es más deseable que la del olfato (Rhet. 1364 a 38). Por otra parte, al ser la vista nuestro sentido más “evidencial” (évocpyECTTáTiQ), afecta nuestros sentimientos (pa­siones, emociones) de la manera más vivida y potente (Probl. 886 b 10-37), de manera que si se estimulan artificialmente las pasiones o emociones por medio de este sentido, ellas se acercan más a la impresión de realidad: las ideas de peligro que induce inspiran temor con una fuerza e inmediatez nunca igualadas por los demás sentidos (Cfr. Horat. A rs Poet. 180-181).

También puede decirse — según explica siempre el mismo Beare— que la vista es de primordial importancia en la dirección de los movimientos en el espacio y que por medio de la misma se determinan las nociones de “antes” y “ después” , de manera que “moverse hacia adelante” quiere decir “moverse en la di­rección en la que los ojos miran naturalmente” (Cfr. De incessu anim. 712 b 18).

Al señalar la preponderancia de la vista desde un punto de vista cognoscitivo, tampoco debemos ignorar su papel bioló­gico, aunque éste, considerado dentro de la totalidad del mundo orgánico o viviente, sea menos importante que el de otro sentidos, como el tacto.

La locomoción o capacidad de moverse en el espacio no constituye una facultad del alma vegetativa. Exige, por el con­trario, una facultad de naturaleza intencional, es decir, una sensibilidad (Cfr. De anima 432 b 13-19).

Pero dentro del reino animal se da una jerarquía con res­pecto a la sensibilidad: algunas especies sólo gozan del tacto;

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otras tienen además gusto; otras también olfato u oído; otras, en fin, tienen todos los sentidos.

Hay muchos animales que durante toda su vida permanecen inmóviles y fijados en un lugar. Ahora bien, como la natura­leza no hace nada en vano ni deja de hacer nada de lo que resulta necesario para lograr sus fines, y como dichos animales son perfectos en su género, si tuvieran la facultad de moverse en el espacio deberían tener los órganos adecuados a la loco­moción {De anima 452 b 19-25). Los animales que sólo tienen tacto y gusto (que es una especie de tacto) no tendrían la jerarquía suficiente en el orden de la sensibilidad como para generar movimientos locales. Para ello se hacen necesarios los sentidos capaces de percibir su objeto a distancia, es decir, a través de un término medio externo (Cfr. De sensu 436 b 18 - 437 a 3 ).

He aquí, pues, que la locomoción en los animales que ca­recen de estos sentidos no tendría objeto y no sólo no sería útil para la conservación de la vida de tales especies, sino que más bien las perjudicaría. Pero, en cambio, los animales dotados de la capacidad locomotiva, si ss vieran privados de olfato, oído y vista, correrían grave peligro de perder la vida. El tacto y el gusto no serían suficientes para ponerla a salvo, ya que estos sentidos funcionan solamente en contacto inmediato con el objeto, y de tal manera los animales no podrían huir del peligro que los acecha.

Por otra parte, la razón de ser de la facultad consiste en ayudar al animal a procurarse el alimento que necesita. Los vegetales y los animales inmóviles tienen organismos muy simples y extraen su alimento del medio al cual están fijados. Pero los animales superiores, dotados de una estructura bioló­gica más compleja, no pueden procurarse su alimento sino en medios y lugares diversos, a veces muy distantes entre sí. Ahora bien, para que la búsqueda que se ven obligados a emprender no resulte infructuosa, se hace necesaria para ellos la posesión de sentidos capaces de informarles a distancia de la existencia de los objetos aptos para su nutrición. Y estos sentidos son el olfato, el oído y la vista {De anima 434 b 34) (Cfr. P. Siwek, La 'psychophysique humaine d’après Aristote - pp. 130-132).

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La vista tiene así una función biológica y está ligada a la conservación de la vida. Hay que tener en cuenta, sin embargo, (jue la misma se encuentra restringida a los animales superiores, y aun no a todos, ya que algunos, como los topos, prescinden do ella en su locomoción y, por tanto, en la búsqueda de sus alimentos (De anima 425 a 11).

La vista, en todo caso, es en el hombre sustituida frecuen­temente por el tacto, porque, si bien en cuanto a aquélla (y en cuanto al oído y el olfato) el hombre es superado por muchos animales, en cuanto al tacto los supera a todos, pues lo tiene mucho más agudo (De anima 421 a 19-23).

Considerando la totalidad del reino animal, para Aristó­teles, los sentidos se podrían dividir en dos grupos: 1) aquellos que cumplen una función biológicamente básica, pero tienen un limitado alcance cognoscitivo (tacto, gusto) y 2) aquellos que son biológicamente secundarios, pero gnoseológicamente ocupan un rango más elevado (vista, oído, olfato).

De esta manera, al contraponer lo que más contribuye a conservar la vida y lo que más conocimientos aporta, contrapone también tácitamente la vida y el espíritu.

En efecto, aunque todos los sentidos son funciones del alma sensitiva, algunos de ellos se inclinan hacia abajo (hacia el alma vegetativa), en cuanto su finalidad se vincula principalmente con la nutrición, la generación y la preservación de la especie, y éstos son precisamente el tacto y el gusto, que es una especie de tacto.

El tacto, en verdad, es una suerte de mínimo común deno­minador de toda vida sensitiva o animal, y en cuanto tal es lo más próximo a la base vegetativa.

Otros sentidos, en cambio, se inclinan hacia arriba, esto es, hacia el alma intelectiva, y tal es el caso de la vista y el oído, en cuanto, aun sin dejar de cumplir una finalidad biológica, se encuentran menos necesariamente unidos a la nutrición y demás funciones de la vida vegetativa, y más íntimamente rela­cionados con el entendimiento, a través de su papel en la for­mación de la imagen, y gracias al número y diversidad de los

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datos que aportan. Debe notarse, a este propósito que el término medio de la vista y el oído es no sólo siempre exterior al sujeto mismo (cosa que no sucede en el tacto) sino también algo tan incorpóreo dentro de su corporeidad como el aire, al cual, ya Anaxímenes, según nos dice Olimpiodoro (De arte sacra lapidis pMlosophorum c. 25), llamaba “próximo a lo incorporal” (iyjvc, ToO ácrcopáTou).

Por otra parte, ningún animal puede carecer de tacto, mientras muchos carecen de vista u oído. Se constituye así en el sistema de los sentidos la estructura piramidal, tan frecuente en todos los ámbitos del pensamiento aristotélico y platónico: lo fundante es lo más extenso y lo más bajo (como la clase de los productores, xP' V-oi-zici'zixbv yivoc,, en la República de Platón); lo valioso es lo menos extenso y lo más alto (como los filósofos gobernantes o guardianes absolutos, apxovT£<; o ■o'kaxEc, -KavTEXsUí;, en este mismo diálogo).

Esta preeminencia de la vista y del oído es reconocida ya por los presocráticos (Cfr. E. Bignone, Empedocle - Boma - 1963 - p. 477). Heráclito decía: “Las cosas de las cuales hay vista, oído, aprendizaje, son las que yo prefiero” (B 5 5 ) . Sin embargo, ya el mismo filósofo, que prefiere la vista y el oído precisamente porque son los sentidos que proporcionan más y mejor aprendizaje (p,á0T]cri,(;), distingue y contrapone ambos sentidos, y confiere un valor mucho más elevado a la vista: “Porque los ojos son testigos más fieles que los oídos” (B 101 a). El ver se antepone al oír como la experiencia directa de las cosas a la tradición y la fe. Por otra parte, sin embargo, la vista parece aportar una mayor cantidad y diversidad de datos que el oído. “ Como los griegos en general, y a diferencia de los newtonianos, para cuyo mundo de masas es el tacto el que debe ser el sentido primero, Aristóteles considera a la visión o la vista como el primer sentido, e intenta moldear su análisis de los otros sentidos sobre el de la visión” , dice J. H. Randall (Aristotle - New York - 1965 - p. 86) (Cfr. H. Friedmann, Wissenschaft und Symbol - 1949).

La vista se presenta, tanto para Aristóteles como para sus predecesores y sucesores, como el sentido intelectual por exce­lencia. La misma lengua griega implica en sus significados

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ctiinolüíiricos tal juicio: e’íSoí; (idea) tiene idéntica raíz que ÍSeív (ver) (Cfr. De sensu 437 a 3-11).

Plotino soátendrá que el fuego, como productor de luz, “es entre los demás cuerpos hermoso, puesto que en orden a los demás elementos representa la idea” (Enead. I 6, 3 ) .

La escultura, ciertamente dotada de color, es el arte helé­nico por excelencia. En los poemas homéricos predominan las imágenes visuales.

No por nada, Santo Tomás, comentador y cristianizador de Aristóteles, considera a la vista como “Ínter ceteros sensus nobilior... et spiritualior, ac per hoc intellectui affinior” (Contra Cent. III 53). Y , al hablar del conocimiento divino, lo carac­teriza precisamente como una “visio intellectualis” (Sum. theol. II-II q. 15 a 1 ; III q. 30 a 3, etc.).

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N O T A

Los principales comentarios al De anima de Aristóteles utilizados, son los siguientes;

A ristoteles de Anima cum commentariis A verrois - Frankfurt, 1962.

Thémistius : Commentaire sur le Traité de l’âme d’A risto te - Louvain - Paris, 1957.

S. Thomae Aquinatis in A ristotelis libros De anima. Ed. A. M. Pirotta, 1959.

R. D. Hicks: A ris to tle : D e Anima, Amsterdam, 1965.

J. Tricot: A ris to te : De l’âme, Paris, 1972.

D. Ross: A ris to tle : De anima. Oxford, 1967.

P. Siwek: A ristotelis : Tractatus D e Anima, Roma, 1965.

Por consiguiente, siempre que en el texto nombramos a alguno de estos comentadores sin citar la obra, nos referimos al lugar correspondiente de los referidos comentarios.

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I ................................................................................................................. 7

II .......................................................................................................... 21

III 39

IV 55

V 75

VI 87