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DE RAZÓN PRÁCTICA Directores Javier Pradera / Fernando Savater N.º 143 Junio 2004 Precio 8Junio 2004 143 JUAN ANTÓN MELLÓN La teoría política de la Nueva Derecha europea MICHAEL WALZER Las emergencias y las excusas al terrorismo HECTOR BERLIOZ JAIME DE OJEDA FÉLIX OVEJERO ¿Socialismo después del socialismo? J. ÁLVAREZ JUNCO Todo por el pueblo FERNANDO SAVATER Pregón taurino

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DE RAZÓN PRÁCTICADirectoresJavier Pradera / Fernando Savater N.º 143Junio 2004

Precio 8€

Junio 2004

14

3

JUAN ANTÓN MELLÓNLa teoría política de la Nueva Derecha europea

MICHAEL WALZERLas emergencias y las excusas al terrorismo

HECTOR BERLIOZ JAIME DE OJEDA

FÉLIX OVEJERO¿Socialismo después

del socialismo?

J. ÁLVAREZ JUNCO

Todo por el pueblo

FERNANDO SAVATERPregón taurino

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S U M A R I On ú m e r o 143 j u n i o

JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO 4 TODO POR EL PUEBLO

LAS EMERGENCIAS Y MICHAEL WALZER 10 LAS EXCUSAS AL TERRORISMO

FERNANDO SAVATER 22 PREGÓN TAURINO

LA TEORÍA POLÍTICA DE JUAN ANTÓN MELLÓN 26 LA NUEVA DERECHA EUROPEA

FÉLIX OVEJERO LUCAS 38 ¿SOCIALISMO DESPUÉS DEL SOCIALISMO?

K. S. KAROL 50 EL NUEVO CAPITALISMO RUSO

Música Jaime de Ojeda 54 Hector Berlioz

Política Andrés de Blas Guerrero 62 Una mirada al País Vasco

Sociología Celia Amorós 66 Las élites profesionales femeninas

Literatura de viajes Dos visiones de Serbia y España Mira Milosevich 70 Josep Pla y Milos Crnjanski

Cine Julián Sauquillo 76 Apenas fuimos modernos

CaricaturasLOREDANO

RAYMOND VERDAGUER (Pirineos franceses, 1947). Actualmente vive en Nueva York. Desde 1976 ha trabajado en grabado, xilografía y linoleografía. Su obra está ligada al compromiso de crear imágenes de alta calidad y valor ético que hablen sobre la humanidad y el medio ambiente. Ha expuesto en el Museo Norteamericano de Ilustración y en prestigiosas galerías europeas y ameri-canas. Colabora con importantes empre-sas (General Motors, Credit Lyonnais); medios de comunicación (The New York Times, Harper’s Magazine, The Daily Deal) y editoriales (Hachette Livre, Random House o Viking Penguin).

HectorBerlioz

DirecciónJAVIER PRADERAFERNANDO SAVATER

EditaPROMOTORA GENERAL DE REVISTAS, SADirector general ALFONSO ESTÉVEZDirector adjunto JOSÉ MANUEL SOBRINOCoordinación editorial NU RIA CLAVERDiseño MARICHU BUITRAGO

DE RAZÓN PRÁCTICA

Para petición de suscripcionesy números atrasados dirigirse a:

Progresa. Fuencarral, 6; 4ª planta. 28004 Madrid. Tel. 915 38 61 04 Fax 915 22 22

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Impresión: VÍA GRÁFICA. ISSN: 1130-3689Depósito Legal: M. 10.162/1990.

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TODO POR EL PUEBLOEl déficit de individualismo en la cultura política española

JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO

Más que un esquema cerrado, quisiera esbozar en estas páginas una idea que todavía se halla en estado embriona-

rio. Lo que propongo, en pocas palabras, es que en la cultura política española dominante durante los siglos xix y xx ha existido una persistente tendencia a atribuir los derechos políticos a la colectividad en lugar de radicar-los en los individuos o en el conjunto social entendido como un agregado de ciudadanos. Esa suprema referencia de la legitimidad ha sido concebida, según los momentos, como una esencia ideal, una realidad material o in-cluso un organismo biológico, pero siempre como un ente exterior y superior a sus com-ponentes individuales; entre sus encarnacio-n diversas se me ocurren, aunque esto sea de importancia secundaria, las de pueblo, na-ción, proletariado y raza. En conjunto, el tipo de identidad dominante ha sido un buen ejemplo de lo que Liah Greenfeld, en su co-nocido ensayo sobre El nacionalismo. Cinco vías hacia la modernidad, denomina una con-cpor oposición a la individualista-libertaria, propia de la tradición liberal-democrática anglosajona.

Las Cortes de CádizPartamos de la situación y los debates que dieron lugar a la Constitución de 1812, acta de nacimiento del liberalismo español y de la política contemporánea en España según la convención habitual entre los historiadores. La principal innovación de aquella Constitu-ción fue, como se sabe, su proclamación de la soberanía de la nación frente a la del monar-ca. Pero el constitucionalismo gaditano tiene una peculiaridad que es, como mínimo, sor-prendente: al no ser aquellas Cortes resultado de un cambio revolucionario sino de un cir-cunstancial vacío de poder, sus diputados fue-ron elegidos entre los miembros más destaca-dos de los estamentos y corporaciones del An-tiguo Régimen, aunque no fueran sus representantes formales. Grosso modo, podía

contabilizarse entre ellos un tercio de clérigos y otro de funcionarios (entre civiles y milita-res) de la Monarquía absoluta. Que en una institución tan continuista dominara el libe-ralismo –tan ajeno, en principio, a la cultura política en que la mayoría de ellos se habían formado– es el fenómeno que servirá de pun-to de partida para esta refl exión.

Para entender las ideas que poblaban la mente de los liberales gaditanos hay que re-cordar que, desde hacía siglos, las élites aristo-cráticas, funcionariales o clericales españolas se habían educado de manera casi exclusiva en doctrinas procedentes de la escolástica me-dieval, reformuladas por última vez con vigor y brillantez por los dominicos y jesuitas sal-mantinos del xvi. Esta escuela, como han su-brayado tantas veces sus defensores, no justifi -c el absolutismo regio, al menos en sentido literal; por el contrario, creía que el poder real –o el de cualquier otro gobernante, dentro de los regímenes considerados legítimos– debía tener límites. Es cierto que los detentadores del poder, representantes de la soberanía divi-na, tenían indiscutible primacía sobre los súb-ditos; éstos, como individuos, no podían es-grimir derecho alguno frente a ellos. Pero al residir toda autoridad originaria y radical-mente en Dios, y no pertenecer de forma in-mediata al monarca o gobernante, éste la ejer-cía, en teoría al menos, de manera condi-cional, sólo al servicio del bien común. En segundo lugar, la divina providencia no había transferido la soberanía al rey o la auto ridad terrena de forma directa sino a través del pue-blo, de la comunidad de los creyentes, que a su vez lo había delegado en sus gobernantes. Por último, en una concepción del cuerpo so-cial organicista como aquélla, se entendía que el poder público, por su propia naturaleza, no podía dominar de manera total y absoluta el conjunto social, pues al hacerlo así invadiría las esferas de otros órganos naturales, que te-nían su espacio propio aunque inferior (al igual que el corazón o el cerebro, en el cuerpo humano, aun siendo vitales, no pueden pre-

tender cumplir también las funciones del apa-rato digestivo o de las extremidades, por de-gradadas que éstas sean); si lo intentaban, se convertían en antinaturales, en despóticos. De ahí la aparente paradoja de que, durante el reinado de un Felipe II, que ha pasado a la historia como paradigma del absolutismo, Juan de Mariana pudiera escribir tratados en los que se denunciaba la tiranía y hasta se jus-tifi caba el regicidio si el monarca se excedía o incumplía su función originaria.

Podría decirse, y más de una vez se ha di-cho, que este planteamiento del problema tie-ne un contenido democrático. No es cierto, si por democracia se entiende el control o la participación popular en el ejercicio del po-der; menos aún, si incluye el derecho de los súbditos como individuos a exigir cuentas o contener la acción de los gobernantes. Pero sí es cierto que tal teoría encauzaba de alguna forma el poder en cierta dirección y dentro de ciertos límites –teóricos–, ya que el monarca, o los representantes de la soberanía, en último extremo divina, sólo eran legítimos si servían al bien común, función para la que el supre-mo creador los había establecido; y que, dada la visión organicista de la sociedad, sólo po-dían ejercer su poder dentro del ámbito de sus funciones naturales. En la práctica, ambos límites o condiciones a la acción de gobierno sólo estaban garantizados por la existencia de las corporaciones que vertebraban de forma tradicional el sistema social: o bien la Iglesia, intérprete de la voluntad divina (es decir, en-cargada de establecer la dirección en que de-bía orientarse la defensa de la fe verdadera, uno de los aspectos esenciales del bien co-mún); o bien las Cortes, que representaban al regnum –no al populus–; o instituciones como las forales, que detentaban ciertos derechos y privilegios locales heredados; o incluso ciertas personas físicas, no en cuanto individuos par-ticulares, sino en cuanto depositarios de privi-legios familiares o corporativos heredados. En defi nitiva, sólo los cuerpos o collegia en los que la sociedad se suponía organizada de ma-

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nera natural (es decir, divina) podían poner lí-mites a los gobernantes que pretendieran so-brepasar sus poderes tradi cionales.

A esta teoría heredada se había añadido, en el siglo xviii, una corriente de opinión fuertemente favorable a la ampliación de las regalías o derechos del mo narca. El reformis-mo borbónico había logrado el apoyo de las élites políticas e intelectuales, sobre todo de las más cercanas a la burocracia gubernamental, que presentaban al trono como el defensor del bien común, según la fórmula tradicional, o de la razón, el progreso y el interés general, en términos más acordes con los tiempos; en to-do caso, como lo opuesto a los derechos ecle-siásticos, nobiliarios, forales o corporativos, entendidos como residuos de un pasado irra-cional y encarnación de intereses particulares, e decir, egoístas y mezquinos. Era una manera nueva de expresar un forcejeo muy antiguo, procedente, en definitiva, del momento en que se afi rmaron los reyes frente a los señores feudales a fi nales de la Edad Media; pero el si-glo ilustrado había reavivado el confl icto, más con la Iglesia que con la nobleza o los entes lo-cales. Una manifestación de esta pugna fue la división y el odio cerval que dominó toda aquella centuria entre el clero llamado janse-nista, defensor de la tradición galicana, favora-ble a la intervención regia en materias eclesiás-t y los de ultramontanos o curialistas. El célebre sí-nodo de Pistoia, en 1786, fue la expresión más completa las posiciones de los primeros, con mezcla de febronianismo, versión moderna del conciliarismo medieval, que oponía el poder colectivo de los obispos a las aspiraciones papales al absolutismo regio. Sus conclusiones, c no podían por menos, fueron declaradas

heréticas por los pontífi ces, pero en la primera década del siglo xix aún mantenían gran fuer-za entre el alto clero español –nombrado, no hay que olvidarlo, por el rey–. Un excelente ejemplo de clérigo jansenista en Cádiz es Joa-quín Lorenzo Villanueva, que en un opúsculo no fácil de entender hoy explicó cómo la Constitución liberal se conciliaba perfecta-mente con la doctrina de santo Tomás.

Permítanme insistir, por tanto, en que las ideas políticas dominantes en la España del xviii no eran liberales, en el sentido de locali-zar el origen de los derechos y del poder públi-co en el ser humano individual, considerado única realidad natural y portador último de la razón y el criterio moral. Es cierto que la tradi-ción escolástica se había secularizado, hasta cierto punto, como muestra la obra de un Marín y Mendoza, infl uido por Puff endorf o Heineccio, pero seguía dominada por una vi-sión naturalista y orgánica de la sociedad, mu-cho más que por un liberalismo de base indi-vidualista. Básicamente, el cuerpo social se creía una realidad natural, de la que emanaban los derechos y las directrices morales, en vez de verlo como un artifi cio, producto de un con-trato entre los individuos, fuente originaria de toda relación social.

Tampoco venían de la teoría heredada re-ferencias democráticas, salvo por parte de los autores más radicales y en los años fi nales, ya bajo el infl ujo del revolucionarismo francés. Exceptuada esa franja extrema y de última ho-ra, casi nadie había defendido la participación de la gran masa de la población no privilegia-da en la toma de decisiones políticas. Si olvi-damos las referencias retóricas de los escolásti-cos al “pueblo” como sujeto político inicial e ideal, siempre que los escritores de los siglos

xvi a xviii mencionaban este término lo ha-cían de forma negativa. Una eventual partici-pación política del pueblo era considerada una locura, dada la falta de instrucción de los villa-nos. Y cuando alguno de los partidos cortesa-nos recurría de hecho al pueblo, como en las excepcionales ocasiones en que se apelaba al motín para dañar o desplazar del poder a per-sonajes o grupos rivales, se consideraba por to-dos una operación de pésimo gusto y grave-mente peligrosa. Incluso los ilustrados más avanzados daban por supuesta la necesidad de elevar el nivel educativo de las masas como pa-so previo a su acceso a la futura categoría de ciudadanos.

Esta retórica elitista sufrió un drástico cambio a partir de 1808. Pero no porque aquel año se produjera una revolución, en el sentido estricto de este término, sino porque confl uyeron en él una serie de hechos inespe-rados y contingentes que desequilibraron radi-calmente el sistema. Por un lado, el valido Godoy se lanzó a una arriesgada intervención en el turbulento escenario internacional poste-rior a la Revolución Francesa al pactar en se-creto con Napoleón la conquista de Portugal, lo que dio lugar a una ocupación pacífi ca de España por tropas galas sobre la que la opi-nión pública no recibió explicación alguna; por otro, un golpe de Estado (el segundo en pocos meses) organizado por los enemigos del odiado primer ministro tuvo éxito, y Carlos IV, para salvar la vida de su protegido, abdicó el 19 de marzo en Aranjuez, con lo que subió al trono su hijo con el nombre de Fernando VII; la debilidad de ambos les hizo, sin embar-go, partir en las semanas siguientes hacia Fran-cia, en coches separados y sin comunicarse, para conseguir el aval del emperador; y a esta

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situación se añadió, en mayo, la violenta y ge-neralizada sublevación de la población contra las tropas napoleónicas, motivada por causas variadas y complejas que no vienen al caso. En armas el país y ausente la familia real, se hizo preciso reunir unas Cortes en Cádiz, ciudad p por su geografía y por la flota inglesa del dominio francés, y para designar a sus componentes se siguieron métodos tradiciona-les, dentro de lo excepcional de la situación.

La naciónTales Cortes, sobre las que había recaído el po-der de manera tan imprevista y circunstancial, procedieron a una reorganización radical de la estructura política del país, invadiendo sin contemplaciones terrenos que antes pertene-cían a los organismos privilegiados. Al hacerlo no creyeron actuar de forma revolucionaria, en el sentido de proclamar el surgimiento de un poder nuevo; siendo sus miembros, como eran, funcionarios ilustrados y clérigos janse-nistas o estatalistas, entendían que estaban asu-miendo las competencias regias, aunque apro-vechando la coyuntura para interpretar éstas en el sentido más amplio posible; es decir, po-niendo en práctica el sueño de las élites inte-lectuales y políticas que llevaban décadas cola-borando con los monarcas absolutos. En prin-cipio, por tanto, había continuidad con la situación del siglo que acababa de terminar. L único nuevo, lo verdaderamente rupturista, fue que, en lugar de limitarse a invocar el nombre del rey ausente, o de referirse al popu-lus o al regnum, detentadores de la soberanía en ausencia del rey según sus maestros escolás-ticos, las Cortes asumieron estas competencias en nombre de la nación, un ente del que antes sólo habían comenzado a hablar los más avan-zados y que había sido incorporado al vocabu-lario político por la Revolución Francesa –re-ferencia caótica y temible en 1793-1795, pero con nuevo prestigio tras el orden interior lo-grado por Bonaparte y sus éxitos internaciona-les–. Esto es lo que alarmó a los conservadores y lo que planteó la polémica.

Pareció entonces, y ha seguido pareciendo d mucho tiempo a los historiadores, que la infl uencia dominante sobre los constitucio-nalistas era el liberalismo, bien fuera de rai-gambre individualista anglosajona o revolucio-naria jacobina. Ése es, probablemente, el error, pues se detecta más continuidad de la habi-tualmente reconocida con el pensamiento cor-p o colectivista-autoritario de la escolás-tica tradicional. No es casual que la Constitu-ción de 1812 carezca de una declaración de derechos individuales: la mayoría de sus auto-r sencillamente no creía que existieran esferas de la actividad privada sobre las que el conjun-to social no tuviese derecho a legislar. En cam-bio, sí les pareció plausible la existencia de una

nación, en cuyo nombre ellos hablaban; na-ción era un término sufi cientemente innova-dor y confuso como para que muchos la en-tendieran como una continuación del regnum, de los collegia, de los derechos corporativos q tradicionalmente habían limitado el poder del rey. De ahí que la España a la que se hace referencia en Cádiz, lejos de ser un conjunto de ciuda danos que se declaran dueños de los de rechos políticos, sea un ente históri co-esen-cial, cargado de rasgos étnicos: monolítica-mente católica, monárquica, imbuida de valo-res nobiliarios y estructurada alrededor de una monarquía templada, de la que son parte con-sustancial las Cortes y los fueros; esta “forma d ser” permanente de España había alcanzado su expresión ideal y plena en la Edad Media (según expone, por ejemplo, por un Martínez Marina, el mito, tan similar por otra parte al d los galos en Francia o los sajones en Inglate-r situación que se habría visto luego pertur-bada por la irrupción de una monarquía ex-tranjera, importadora de un absolutismo ex-traño a nuestras tradiciones y causante de la decadencia.

Son bien conocidas las difíciles circuns-tancias que tuvieron que vivir los llamados –equívocamente– liberales al terminar la gue-rra de 1808-1814, tras la reposición del rey en el trono absoluto y la anulación de toda la obra constitucional y legislativa gaditana. A partir de ese momento, y a diferencia de sus antecesores ilustrados, las élites modernizado-ras iban a verse forzadas a seguir impulsando su proyecto político sin el apoyo regio. Lo que significó enfrentarse con obstáculos franca-mente insuperables, al menos con escrupulosi-dad democrática, ya que los medios de que disponían para llegar a la población (prensa, sociedades secretas, clubes revolucionarios) eran típicamente urbanos e incapaces de com-petir con los púlpitos en aquel mundo abru-madoramente rural y analfabeto. A cambio de la pérdida del favor regio, y de la imposibili-d práctica de ganarse a la opinión, los les se encontraron con que disponían del apo-yo del Ejército. De él se sirvieron para impo-n ocasionalmente la Constitución por medio de pronunciamientos y, sobre todo, él fue quien les permitió vencer a los absolutistas en e campo de batalla, cuando éstos se alzaron en armas siguiendo a don Carlos. Pero, incluso una vez derrotado el carlismo y desmanteladas las bases económicas del poder eclesiástico con la desamortización, siguieron careciendo de los medios y de la estabilidad necesarios para socializar a los españoles en unos valores polí-ticos diferentes. Como alternativa a la pro-puesta absolutista del hermano del rey difunto apostaron, además, por la reina viuda y su hija Isabel, y éstas, sobre todo la segunda, una vez declarada mayor de edad y asentada en el tro-

n tampoco dieron oportunidades al proyecto liberal. Con lo que la saga de las conspiracio-nes y los pronunciamientos se prolongó otras cuantas décadas.

El puebloEn el curso de estas luchas políticas, las refe-rencias al supremo portador de la soberanía p parte de la izquierda liberal se radicalizaron y fueron cargando sus tintas populistas, si-guiendo con ello el gusto romántico de la épo-ca. De las bocas de los radicales salió cada vez más el término pueblo, junto a –y, al fi nal, en vez de– el de nación; y ahora, al revés que en el Antiguo Régimen, aquella referencia tenía un s positivo, en parte por el giro axiológico del romanticismo y en parte por la leyenda formada en torno a la participación popular en la epopeya antinapoleónica. Ya Antonio de Capmany lo había expresado con toda nitidez, en su Teatro histórico-crítico de la elocuencia es-pañola, cuando exaltaba las virtudes espontá-neas del instinto popular frente al carácter ar-tifi cial y falso de la vida social culta. En cues-tión de unos años, la apelación al pueblo pasó a convertirse en legitimación suprema. Y a medida que transcurrieron las décadas se radi-calizó: los intransigentes o exaltados del Trie-nio, los progresistas de los años treinta, los de-m de los cuarenta y cincuenta, los repu-blicanos de los sesenta y setenta e incluso los socialistas y anarquistas del fi n de siglo tendie-ron a referirse, cada vez más, no al pueblo en su sentido ideal, como la nación esencial y eterna, sino a los estratos sociales más bajos, a las clases populares, al pueblo trabajador, a las manos callosas. Es habitual que se interprete es-ta evolución como el desarrollo de un radica-lismo democrático en la línea de Rousseau, Tom Payne o Proudhon, eslabones que con-ducen del liberalismo al anarquismo. Pero, de nuevo, puede que haya mayor continuidad de lo que sugieren las apariencias. En España, la izquierda liberal era muy frecuentemente jaco-bina, y el pueblo como soberano sacralizado podía ser para ella una Minerva sabia y dura, representante de la colectividad pero también del progreso y la justicia, ante cuyo altar un go-bierno minoritario estaba más que dispuesto a sacrifi car las libertades individuales e incluso la participación popular. Los militares, por su-puesto, más recelosos que nadie del desorden que suponía cualquier intervención popular no controlada, apoyaban este planteamiento. En unos y otros pervivía el ideal ilustrado de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.

Especial referencia habría que hacer en es-te punto a los krausistas, un sector no muy ra-dical pero sí muy infl uyente sobre los ambien-tes intelectuales favorables al liberalismo, y a la modernización de la vida social y política en general, en la segunda mitad del siglo. Los his-

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toriadores se han interrogado muchas veces sobre las razones por las que la intelectualidad avanzada española eligió como mentor y guía a Krause, un fi lósofo de tan escaso brillo en el deslumbrante mapa intelectual germánico. Planteada una vez esta cuestión al propio Sanz del Río, primer importador de la obra de aquel pensador, contestó que lo había hecho porque era la doctrina que más se asemejaba al tomismo en que él había sido educado. Tenía razón. La concepción organicista de la vida so-cial típica del krausismo conectaba muy bien con la escolástica tradicional. Dejando de lado otros aspectos de esta doctrina, y de este grupo humano, tan admirable en muchos sentidos, es muy interesante anotar que la versión inte-lectual más prestigiosa del liberalismo en Es-paña partió de una concepción de la sociedad situada en el polo opuesto del individualismo anglosajón.

Tras sortear múltiples obstáculos, el pro-yecto liberal –si se me permite continuar con brochazos gruesos este cuadro tan necesitado de matizaciones– acabó encallando en el últi-mo cuarto del siglo xix. El Sexenio Democrá-tico, errático sobre todo a partir de la muerte de Prim, terminó en un desprestigio generali-zado de la alternativa revolucionaria; y en los lustros siguientes los residuos liberales se vie-ron reducidos a la impotencia política, sobre-viviendo en guetos principalmente culturales: escuelas laicas, logias masónicas, periódicos, casinos, partidos a los que el gobierno adjudi-caba una representación parlamentaria minús-cula... Pese a que las intervenciones populares –bien fueran favorables al fanatismo teocrático o bien brutales explosiones de violencia, sobre todo anticlerical, en nombre del progreso– ha-bían contribuido no poco a desilusionar a mu-chos de los que iniciaron su vida política apo-yando el liberalismo y la democracia, en estos círculos izquierdistas fi niseculares seguía rei-nando un discurso centrado alrededor del pue-blo, al que ahora se atribuían cualidades pro-pias de un héroe mitológico. El pueblo era el futuro héroe redentor, hoy “durmiente” (ador-mecido por el opio del catolicismo), que un d despertaría gracias a la acción de la minoría i progresista, nuevo sabio Merlín que le administraría la pócima cultural gracias a la cual habría de tomar conciencia de su fuerza y sus derechos y rebelarse contra el Dragón cle-rical, aquel monstruo que tenía atenazada en la lóbrega cueva del oscurantismo a la Dama pura y sufriente que representaba a la colecti-vidad ideal: la España liberal del medievo, la Democracia, la República, la Acracia...

El pueblo real, sin embargo, desoyó ma-yoritariamente esas llamadas y se mantuvo en una relativa pasividad durante aquel fi nal de siglo. Fueron los “años bobos” de Galdós, cuya calma se vio fi nalmente interrumpida por la

guerra de 1898. En ese momento, la Monar-quía española reveló su aislamiento internacio-nal, los gobernantes la vacuidad de su retórica y el Ejército lo ridículo de su leyenda de inven-cible; pero lo peor de todo fue que el pueblo, aquel pueblo en cuya explosión de cólera justi-ciera en el momento supremo tanto se confi a-ba, se fue a los toros y disfrutó de lo lindo el mismo día en que se recibieron las noticias del hundimiento de la fl ota en el Cavite. Las reac-ciones ante aquella traumática pérdida de las colonias habrían de marcar los derroteros polí-ticos de buena parte del siglo xx. Bajo la eti-queta global de regeneracionismo, se ofrecieron múltiples propuestas que contenían los más diversos programas políticos. Aunque siempre con un denominador común: todas ellas apo-yaban sus reivindicaciones en un sujeto colec-tivo de tipo comunitario y orgánico.

Después del 98La primera y más visible de estas reacciones fue la de los intelectuales progresistas, herederos de la tradición liberal del siglo que se extin-guía. Más imbuidos que nadie del positivismo racial de la época, se encontraron en un calle-jón de difícil salida. Al identifi car pueblo con raza, como venían haciendo desde los años 1860, el 98 les dejaba sin respuesta: si a una oligarquía inmoral y egoísta, siempre dispuesta a sacrifi car los intereses patrios en aras de los suyos particulares, se añadía ahora un pueblo indiferente ante el destino nacional, era inevi-table concluir que la raza era de mala calidad –sin duda porque pervivían en ella vetas crueles e indolentes de los ancestros árabes–. Ante tal panorama, algunos se sumieron en el pesimis-mo y evolucionaron hacia un elitismo conser-vador; otros explotaron literariamente su ma-lestar, identifi cado con el de la patria mori-bunda, con resultados artísticos nada desdeñables acompañados de análisis políticos de escaso realismo (por mencionar uno de los más extravagantes, pero de mucho éxito, el de Ganivet en su Idearium español, cuando expli-ca el problema de España a partir del dogma de la Inmaculada Concepción).

La derecha antiliberal, por su parte, se atu-vo, en principio, al discurso escolástico tradi-cional. En él fi guraba el pueblo, como sabe-mos, aunque sin la menor intención de fo-mentar su participación política. Las guerras carlistas, sin embargo, habían demostrado que, gracias al control y la integración en el mundo rural de las redes eclesiásticas y los pe-queños poderes nobiliarios, buena parte del mismo seguía apoyando la causa absolutista. De ahí que los ideólogos tradicionalistas tam-poco se abstuvieran de utilizar el mito popu-lista en un sentido moderno: el pueblo, el verdadero pueblo español, de esencia católica y monárquica, estaba con ellos. Lo cual no era

en absoluto incompatible con su condena de las teorías de la soberanía popular ni con una radical desconfi anza hacia el pueblo real, es-pecialmente el urbano, para el que propug-naban las políticas represivas más duras, per-vertido como lo creían por los vientos mo-dernos. Pero el advenimiento de la era de las naciones había dejado también su huella so-bre el discurso de la derecha, que pasó de ar-ticularse en torno al pueblo cristiano, o popu-lus Dei, a hacerlo en torno a la nación españo-la; aquélla fue la original síntesis que se llamaría nacional-catolicismo, expuesta ya en toda su plenitud por un Menéndez Pelayo y repetida por Vázquez de Mella, Acción Espa-ñola y los demás inspiradores de los regíme-nes de Primo de Rivera y Franco. La Iglesia, tras vivir un periodo de repliegue defensivo entre la Revolución Francesa y el Concilio Vaticano II, durante el cual condenó una y otra vez el liberalismo y los derechos del hombre, vio también cómo se entreabría una esperanzadora puerta con esta referencia a la nación, a los “derechos colectivos”, tan útiles como dique de contención, no sólo frente a la revolución social, sino sobre todo frente al individuo como suprema referencia ética. El catolicismo y el orden social conservador se fundieron así en la verdadera España.

U tercera reacción fue la de la revolucionaria, que se evadió del planteamien-to nacional pero no del populista. Abrazando con ardor el lenguaje de clase, entendió por pueblo el proletariado, una hermandad uni-versal de obreros manuales que anulaba la identidad nacional. El futuro era de los traba-jadores, cuya revolución habría de ser mun-dial y defi nitiva. Muchos –y no siempre obre-ros– se hicieron, así, entre el fi nal del siglo xix y las primeras décadas del xx, anarquistas, so-cialistas y, a partir del triunfo bolchevique, comunistas. Es inevitable referirse, en este punto, al predominio del anarquismo en Es-paña, dato que en principio parece contrade-cir la tendencia hacia el colectivismo que he-mos venido siguiendo. Pero el término “anar-quismo” no debe engañarnos. Con tal palabra no se designaba, en el mundo ibérico, una doctrina individualista extrema. El anarquis-mo que triunfó en España no bebía en las f de Bakunin, y mucho menos en las de Max Stirner, Nietzsche o Henry Th oreau, si-no en las de Kropotkin. Y este noble ruso de-fendía un comunitarismo al antiguo estilo. Baste recordar que el ideal de organización social, o ley suprema de la naturaleza, que p en y las abejas, donde imperan la cooperación y el sacrifi cio por la colectividad. En todo ello había un toque de cristianismo tradicional que seguramente explica buena parte de su éxito en España, Italia o Rusia. Pero es difícil

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encontrar una imagen más opuesta al indivi-dualismo que un hormiguero o una colmena.

La élites periféricas, por último, empezan-do por las catalanas, se zafaron del dilema ra-cial descubriendo, alrededor del 98, que no eran españolas. Hicieron también populismo, pero ya no en relación con el pueblo español sino con el catalán o el vasco. De ahí que fue-ra tan fácil la conversión al regionalismo fue-rista, y más tarde al nacionalismo, de muchos antiguos carlistas, o defensores de derechos divinos del rey y la Iglesia. Porque el punto de p no eran las libertades individuales sino los derechos de la colectividad; encarnara ésta en instituciones históricas o en rasgos raciales, pues no sólo Arana sino también Prat de la Riba denostaba a los españoles como berebe-res, frente a los vascos o catalanes, que se su-ponían europeos o arios. Con el correr de las décadas, estos nacionalismos se alejarían de aquellos orígenes y asumirían unos plantea-mientos democráticos, y hasta revoluciona-rios; su oposición al fran quismo les otorgaría el defi nitivo marchamo de modernidad. Pero, en general, han seguido proclives a creer que los derechos de la colectividad eran tan priori-tarios que podían reclamarse incluso de forma no cívica –esto es, pisoteando algún que otro derecho individual.

Derechos individuales y colectivosLo colectivo, en resumen, bajo el nombre de pueblo, raza, clase o nación (y ésta, española, vasca o catalana) ha servido de referencia bási-ca para los diferentes programas políticos. Sal-vando algunas excepciones, como el federalis-mo pactista de un Pi y Margall, los plantea-mientos en términos de derechos y libertades indi viduales brillan por su ausencia; e incluso d los federales debemos recordar que, junto a los pactistas, siempre los hubo orgánicos; y que su popularidad se debió mucho más a su defensa de identidades colectivas, como las cantonales, que pretendían fragmentar el Es-tado-nación heredado, que a la de las liberta-des indi viduales.

Puede, por tanto, que la democracia orgá-nica que decían defender los ideólogos del Movimiento fuese algo más que un término hueco. Cabe imaginar franquistas que creye-ran honradamente en límites al poder deriva-dos de los derechos de los organismos sociales (no de las libertades individuales, pecado libe-ral); para empezar, los de la Santa Madre Igle-sia, en cuyo terreno ni Franco –totalitario mi-tigado, en este punto– podía meterse.

No entraré en el tema, demasiado com-plejo, de la transición posfranquista. Me refe-riré sólo a uno de sus aspectos: el carácter am-biguo de la identidad a la que se atribuyó la soberanía en el edifi cio democrático entonces construido. Aquella reivindicación tan genera-

lizada en el tardofranquismo de las “libertades democráticas” incluía, desde luego, el recono-cimiento de los derechos políticos y civiles de los individuos, pero también –y en lugar muy prominente– los derechos de entes colectivos, especialmente por parte de los nacionalistas periféricos. De ahí que al redactarse la Consti-tución se debatiera tanto sobre si la recién re-cuperada soberanía residía en la indisoluble y sacrosanta nación española o en las no menos intocables nacionalidades que competían con ella. La existencia de unas comunidades dota-das de continuidad histórica y rasgos cultura-les objetivos sobre los que se cimentaban unas exigencias perennes pareció indiscutible a los diversos partidos y grupos políticos del mo-mento; en lo que hubo desacuerdo fue en la identidad de tales comunidades. Lo que no parece que a nadie se le ocurriera fue atribuir la soberanía a los ciudadanos. Porque nadie, o casi nadie, había sido educado en las ideas de Locke, Stuart Mill o Tocqueville; casi nadie creía que el primer principio político debía ser la afi rmación de una esfera privada de acción e la que los individuos tienen todo el derecho a obrar con plena libertad, incluso si al hacerlo se equivocan o se comportan de forma absur-da –en opinión de los demás–; lo cual, para colmo, es benefi cioso para el conjunto social. Las reivindicaciones grupales, en cambio, re-sultaban asequibles para todos; e incluso ha-bían adquirido un toque de modernidad con su formulación en términos de “identidad co-lectiva” y “memoria heredada”. Eran, por su-puesto, muy convenientes para los intereses de las élites locales. Y, sobre todo, tranquilizaban respecto de los efectos disolventes del indivi-duo como mónada moral; de ahí que se suma-r con tanto ardor a esta reivindicación de los “derechos colectivos” los obispos, a quienes había costado dos siglos aceptar los derechos individuales (y, cuando lo habían hecho, los habían llamado “derechos de la persona hu-m como si hubiera personas no humanas; el caso era no mencionar al individuo, referen-cia satánica y disolvente).

El resto del público, acostumbrado como estaba desde hacía siglos a este mensaje políti-c lo aceptó como algo natural. Pero hoy paga en su vida diaria los inconvenientes de este planteamiento. Porque la sociedad española ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años. No sólo ha experimentado un creci-miento económico espectacular, ha consolida-do un sistema democrático y ha conseguido una aceptable presencia en el escenario inter-nacional, sino que ha modernizado radical-mente (para bien y para mal) sus hábitos, es decir, que se ha secularizado, hay un indivi-dualismo creciente y los ciudadanos están pre-ocupados sobre todo por su bienestar privado. Se vive mejor que nunca, e incluso se disfruta

de un considerable prestigio exterior, que uno detecta cuando en reu niones académicas o po-líticas se menciona el “modelo español” de la modernización y la transición a la democracia como paradigma de éxito. A la vez, sin embar-go, en el foro político interior sigue percibién-dose una veta de malestar, una sensación de fracaso; se publican con gran éxito análisis del pasado reciente dominados por la nostalgia rupturista, denuncias del “fraude” de la transi-ción. Aunque los españoles dedican su esfuer-z diario a su bienestar personal y familiar, que con frecuencia sufre no poco por culpa de tan-ta lucha tribal y tanto agravio enquistado, no pueden expresarlo ni defenderse porque no poseen un discurso político que refl eje estas exigencias. Continúan así en las redes de tanto clérigo disfrazado de vindicador colectivo, en especial nacionalista, pero también sindical o corporativo, que considera the pursuit of happiness individual y terrena un valor moral ilegítimo y sigue pregonando, a cambio, un discurso colectivista, redentorista y autoritario.

E definitiva, a lo largo de todo el proceso a como una constante el peso de la esco-lástica medieval y el escaso impacto del indivi-dualismo y el racionalismo liberal moderno (y espero que se sepa disculpar, en aras del esfuer-zo de síntesis, la simplifi cación que supone meter en un mismo saco un pensamiento tan complejo y diverso como el liberal). Los con-flictos siguen planteándose entre realidades colectivas metafísicas, ultraterrenas, reencarna-ción de los antiguos collegia o del po pulus Dei; y, como estos entes presentan exigencias abso-lutas (los derechos irrenunciables de las nacio-nalidades, por ejemplo, frente a la unidad in-disoluble de la España eterna), la solución es imposible. Sólo cabrán arreglos realistas el día que se atribuya la soberanía al conjunto de los ciudadanos y se negocien cuotas de bienestar entre individuos libres que defi enden sus inte-reses. Ese día, además, el discurso político se adecuará al carácter moderno de la sociedad española actual. ■

[Este artículo fue presentado como ponencia en el con-greso de ‘‘Historia de los conceptos’’, dirigido por Javier Fernández Sebastián, en la Universidad del País Vasco, del 30 de junio a 2 de julio de 2003].

José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense. Autor de El Emperador del Paralelo: Lerroux y la demagogia populista y de Mater Dolorosa: La idea de España en el siglo XIX.

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LAS EMERGENCIAS Y LAS EXCUSAS AL TERRORISMO

MICHAEL WALZER

1LA ÉTICA EN SITUACIONES DE EMERGENCIA

El objeto de estudio de este ensayo es la “emergencia suprema”. La frase es de Winston Churchill, y alude a la crisis de su-pervivencia británica durante los días más oscuros de la Segunda Guerra Mundial1. La emergencia suprema es un momento de to-mar decisiones heroicas, en el que las nacio-nes y los dirigentes se miden por las medi-das que adoptan; pero también es una épo-ca de deses peración, en la que todo el mundo querría evitar las medidas adoptadas si tal cosa fuera posible. No quisiera que mi país ni mis conciudadanos tuvieran que vivir una situación semejante. Por tanto, conside-remos que esta refl exión es una discusión teórica y un ejercicio educativo. Podemos empezar contrastando nuestras percepciones morales cotidianas con un caso extremo, y preguntándonos si existen analogías útiles entre alguno de estos casos, ya sea histórico o hipotético, y lo que hoy consideramos normalidad. Vale la pena realizar este ejerci-cio con una cierta cautela, pues del mismo modo que los casos difíciles no producen buena jurisprudencia, las emergencias su-premas ponen en peligro la propia morali-dad. Por ello es necesario proceder con su-mo cuidado.

Los bombardeos británicos en la II Guerra MundialHace más de una década, en Guerras justas e injustas, elaboré un argumento sobre la emergencia suprema inspirado en la des-cripción que hizo Churchill de la crisis bri-tánica y en mis propios recuerdos de la lu-cha contra el nazismo2. Tomé como mode-

lo los años 1940 y 1941, una época en la que la victoria nazi sobre Europa parecía peligrosamente cercana. Una emergencia su-prema es la que se produce cuando nuestros valores más arraigados y nuestra superviven-cia colectiva se hallan en peligro inminente, y ésta era la situación en aquellos años. ¿Pue-den las limitaciones morales tener algún pe-so en un momento como éste? ¿Qué pueden y qué deberían hacer los dirigentes políticos cuando tienen que enfrentarse a un peligro de tal magnitud? En aquel entonces di una respuesta fi losófi camente provocativa y para-dójica a estas cuestionesw. En primer lugar, sostuve que era necesario seguir teniendo en cuenta las limitaciones y, a continuación, que los líderes políticos podrían hacer lo que fuera necesario para conjurar el peligro. No hay ningún momento en la historia de la humanidad que no haya sido gobernado por reglas morales; el mundo humano es un mundo de limitaciones, y los límites morales nunca han estado en suspenso, de la manera que lo puede haber estado, por ejemplo, el habeas corpus en época de guerra civil. Pero hay momentos en los que las reglas pueden, y quizás deben, ser ignoradas. Y tienen que serlo precisamente porque no están en sus-penso. E ignorándolas se deja atrás la culpa-bilidad, como una forma de reconocer la enormidad de lo que hemos hecho y como compromiso de no convertir nuestras accio-nes en un fácil precedente para el futuro.

El ejemplo que tenía en mente la prime-ra vez que elaboré este argumento era la de-cisión británica de bombardear las ciudades alemanas y, en concreto, las órdenes dadas a las tripulaciones de los bombarderos a prin-cipios de la década de 1940, indicándoles que apuntasen a los centros de las ciudades y las zonas residenciales (es decir, no a las ba-ses, factorías, astilleros, almacenes u otras

instalaciones militares). La intención de los dirigentes británicos en aquella fase de la guerra era matar y aterrorizar a la población civil, atacar la moral de los alemanes más que su poder militar. No repetiré aquí los ar-gumentos técnicos aducidos por el mando aéreo, que tenían más que ver con las vivien-das civiles que con las vidas civiles –como si ambas pudieran ser blancos distintos– pero tales argumentos no estaban totalmente cla-ros3. Para mostrar el planteamiento teórico en toda su difi cultad basta con afi rmar ro-tundamente que la intención era injusta, el bombardeo criminal, y sus víctimas hom-bres, mujeres y niños inocentes. La muerte de soldados o de trabajadores de las fábricas de armamentos, de haberlas, fueron pura-mente accidentales, un efecto lateral moral-mente defendible de lo que sigue siendo una política inmoral. Pero si no había otra forma de evitar un triunfo nazi, entonces la inmo-ralidad –no menos inmoral, pues ¿qué otra cosa puede ser la matanza deliberada de civi-les?– era, al propio tiempo, moralmente de-fendible. Ésta es la provocación y la parado-ja. No es difícil imaginar el escepticismo con el que fue saludada esta descripción de la éti-ca en situaciones de emergencia, especial-mente en los círculos fi losófi cos, donde aun las contradicciones aparentes se toman (co-mo debe ser) muy en serio4. Permítaseme ahora intentar explicar el argumento.

La doctrina de la emergencia suprema es una guerra de maniobras entre dos for-mas de entender la moralidad muy distin-tas y totalmente opuestas entre sí. La pri-

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1 Winston Churchill, Th e Gathering Storm, Nueva York, Bantam Books, 1961, pág. 488.

2 Michael Walzer, Just and Unjust Wars, Nueva York,

3 Churchill en Th e Hinge of Fate, Nueva York, Bantam Books, 1962, describió claramente su propó-sito. El objetivo de los bombardeos era “crear unas condiciones intolerables para la población alemana en su conjunto”. Esta cita procede de un memorandum escrito en julio de 1942.

4 Para una tentativa de eludir las contradicciones (empleando ejemplos de la sociedad doméstica más que de la guerra), véase Alan Donagan, Th e Th eory of Mora-lity, Chicago, University of Chicago Press, 1977, págs. 184-189.

Basic Books, 1977, capítulo 16. (Traducción al castella-no: Guerras justas e injustas, Barcelona, Paidós, 2002.)

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mera refl eja el absolutismo de la teoría de los derechos, según la cual nunca se puede atacar de manera intencional a seres huma-nos inocentes. La inocencia es su escudo; y aunque no es más que un escudo verbal, de papel, y no una defensa contra bombas y balas, es impenetrable al razonamiento moral. La segunda forma de entender la moral refl eja la radical fl exibilidad del uti-litarismo, según el cual la inocencia no es más que un valor a considerar ante otros valores en la búsqueda del mayor bien para el mayor número de personas5. He plan-teado la oposición con toda crudeza; tanto la teoría de los derechos como el utilitaris-mo pueden desarrollarse de formas com-plejas, de manera que la oposición que

acabo de describir queda considerablemen-te atenuada. Con todo, en mi opinión, nunca llega a desaparecer totalmente. Am-bas formas de entender la moral nos ape-lan y, sin embargo, nos impulsan en direc-ciones distintas. En cuestiones de política interior a veces se afi rma que deberíamos dejar que los tribunales se ocupasen de los derechos, mientras que congresistas y pre-sidentes (y también, supongo, los ciudada-nos corrientes cuando eligen a los congre-sistas y presidentes) deberían pensar en el mayor bien6. Pero esta división de respon-sabilidades no funciona. Sólo hace falta observar con detenimiento los procesos de deliberación judicial y debate legislativo para ver que los dos poderes mencionan y se ocupan repetidamente de ambas cosas. En cualquier caso, el escrutinio judicial en política internacional y especialmente en

época de guerra es poco exhaustivo; y por ello ambas aspectos recaen en los dirigen-tes políticos y militares del país que, de otro modo, no tendrían ningún instru-mento de control. ¿Cuál es el poder relati-vo de estas afi rmaciones? Ninguna de ellas tiene fuerza sufi ciente para derrotar a la otra; ninguna es tan débil que podamos prescindir de ella. Ante el peligro de un embrollo fi losófi co, debemos negociar un terreno intermedio.

Los derechos absolutos¿Por qué no optar por los derechos absolu-tos? Tengo que empezar con el absolutismo, puesto que éste representa la negación de la existencia misma de todo cuanto pudiera merecer el califi cativo de “terreno interme-dio”. La moralidad no es negociable. La ino-cencia es inviolable. Podríamos discrepar, di-ce el absolutista, sobre hasta qué punto la gente es inocente y sobre qué lugar ocupa sociológicamente, pero una vez hallada la respuesta a estas preguntas, encontramos también los límites fi nales de la actividad bélica. Proteger a los inocentes o, cuando menos, excluirlos de un ataque deliberado, es actuar justamente. Y debemos actuar jus-tamente sean cuales fueren las consecuen-cias: fi at justitia, ruat caelum (hágase justicia y húndase el cielo). El absolutista moral sos-tiene que sólo comprendemos el verdadero sentido de la justicia cuando obviamos las consecuencias de actuar justamente, puesto que la justicia es literalmente inapreciable, más allá de cualquier estimación o medida posible. Nada hay que pueda contraponerse a ella, no hay contable que pueda encontrar el justo equilibrio moral. Los absolutistas re-ligiosos creen que Dios hace sus propias cuentas; creen también, sin embargo, que los seres humanos están limitados por sus rotundas prohibiciones: “No…”.

Esta sensación de que hay cosas que nunca debemos hacer, cosas prohibidas, ta-búes, proscripciones, es muy antigua, quizá

5 Estas dos posturas se especifi can de forma simi-lar a la clásica en los textos de Th omas Ángel, ‘War and Massacre’ y de R. B. Brandt, ‘Utilitarianism and the Rules of War’, publicados conjuntamente en Philosophy and Public Aff airs 1, número 2 (invierno de 1972), págs. 123-165.

6 Véase, por ejemplo, Ronald Dworkin, Taking Rig-hts Seriously, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1977.

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más que cualquier otro elemento de nuestra forma de entender la moral. El utilitarismo, aunque sin duda recoge algunas de las razo-nes de los tabúes morales, no logra en modo alguno explicar su poder. Las prohibiciones con las que nos instan los absolutistas mora-les son, de hecho, las reglas comunes e inelu-dibles de la vida moral. Son constricciones externas largo tiempo interiorizadas, de ma-nera que, para nosotros, los delitos a los que aluden no son acciones que queremos come-ter pero no nos atrevemos a hacer, sino más bien que no estamos dispuestos a hacer. Más aún, no las queremos hacer (no queremos ser asesinos, por ejemplo), y este deseo por lo general no se debilita, sino que se fortale-ce cuando empiezan los problemas y nos ve-mos impelidos a actuar mal. Al sentir esta presión, también sentimos, la mayoría de nosotros, la necesidad de resistirnos. Pero, ¿podemos mantener nuestra resistencia in-cluso cuando se avecina el desastre, cuando realmente el cielo está a punto de hundirse? En este momento el absolutismo representa, en mi opinión, el rechazo a pensar qué sig-nifi ca que el cielo se hunda. Y la historia del siglo xx hace que este rechazo sea muy difícil de justifi car. ¿Cómo podemos, con nuestros principios y prohibiciones, permanecer im-pasibles y contemplar la destrucción del mundo moral en los que tales principios y prohibiciones se sustentan? ¿Cómo podemos nosotros, los contrarios al asesinato, no re-sistirnos a la práctica del asesinato de masas –aun cuando la resistencia nos exija, como reza la frase, ensuciarnos las manos (es decir, convertirnos en asesinos)?

Éstas son cuestiones retóricas, pero me apresuro a señalar que no siempre suscitan la respuesta que sería de prever. El absolutismo es, por defi nición, indiferente, e incluso al-guien dispuesto en principio a abandonar una postura absolutista podría perfectamen-te responder con escepticismo. Él o ella nos recordaría cuán dispuestas están algunas per-sonas a decir que los cielos se hunden. Al primer signo o problema, declararían la “emergencia suprema” y reclamarían la exen-ción de las reglas morales. Siempre debería-mos mostrarnos remisos a conceder tales exenciones, puesto que cada una de ellas es también una concesión a quienes sostienen que la justicia tiene un precio, que a veces podría ser demasiado elevado y que no siem-pre es preciso pagar. En este punto, se abre la vía al cálculo utilitarista.

El utilitarismoVeamos pues, ¿en qué se equivoca el utilita-rismo? Jeremy Bentham elaboró esta doctri-na para los dirigentes políticos, y el plantea-miento parece haber tenido éxito. Pues, ¿no

es cierto que el análisis coste-benefi cio se convirtió en la forma habitual de razona-miento moral en los ámbitos de la vida pú-blica? ¿No es éste el núcleo educativo de muchos cursos universitarios sobre la teoría de la decisión y la elección y, me atrevería a decir, sobre la estrategia militar? Valoramos y respetamos los tabúes morales, pero en gran medida los confi namos a la esfera pri-vada. Esperamos que nuestros dirigentes se orienten hacia fi nes, y los juzgamos más por los fi nes que consiguen que por los princi-pios que mantienen. “Cuando el acto acusa, el resultado excusa”7. ¿Cómo podemos evi-tar, por qué deberíamos querer evitar, el tipo de cálculos que esta máxima exige?

El problema consiste en que es demasia-do fácil jugar con las cifras. El utilitarismo, que supuestamente era el más preciso y rea-lista de los argumentos morales, resulta ser el más especulativo y arbitrario. Puesto que nos hace asignar valores allá donde no hay valo-raciones consensuadas, ninguna jerarquía de valores, ningún mecanismo de mercado para determinar el valor positivo o negativo de diferentes acciones y resultados. Suponga-mos que hay un consenso generalizado en que la justicia no es algo inestimable, que no está más allá de toda medida. En este caso, tendremos que encontrar alguna forma de medirla, de fi jar, por ejemplo, el coste moral del asesinato. ¿Cómo podemos hacerlo? ¿El coste es ocho, o veintitrés, o setenta y siete? ¿Ocho, veintitrés, o sesenta y siete de qué? No disponemos de una unidad de medida y no tenemos una escala común o uniforme. No es el caso, supongo, de que cada valora-ción sea idiosincrásica. Somos capaces, para determinados fi nes específi cos (las pólizas de seguros son el ejemplo común), de fi jar el precio en dólares de una vida humana, aun-que no del acto de tomar una vida humana; el contratar a un asesino a sueldo no es una cálculo moralmente aceptable. En cualquier caso, los valores de mercado por vidas en pe-ligro suben y bajan por razones moralmente irrelevantes. Y en la política y en la guerra, los análisis coste/benefi cio siempre han sido muy específi cos e infi nitamente permisivos en cada caso concreto. Por lo general, lo que calculamos es nuestro benefi cio (que exagera-mos) y su coste (que minimizamos o del cual prescindimos totalmente). ¿Es plausible es-perar que ellos aprueben nuestros cálculos?

Estos pronombres en primera y tercera persona del plural no tienen, aparentemen-te, ningún impacto en el cálculo utilitarista; todas y cada una de las personas se valoran

del mismo modo; todas las utilidades son medidas como si hubiera una escala común. Pero, en la práctica, esto sólo es válido para aquellos hombres y mujeres cuya solidaridad equilibra todos los confl ictos de intereses en-tre ellos. Cuando la solidaridad desaparece, en situaciones de plena, o casi plena, con-frontación (en la guerra, por ejemplo), el cálculo utilitarista es de suma cero, y, por lo general, “nosotros” sólo atribuimos un valor negativo a “sus” utilidades. La valoración ne-gativa está más clara cuando se refi ere a los soldados enemigos cuando participan real-mente en el combate, pero es probable que se extienda (a menos que lo impida alguna prohibición absolutista) a toda la población, primero a los soldados que no participan en la lucha; después a los civiles que trabajan en industrias relacionadas con la guerra; más adelante, a los civiles que de manera indirec-ta apoyan la guerra y, a continuación, a to-dos aquellos que dan su apoyo a los que la apoyan, y a los trabajadores y a los soldados. Al fi nal, ninguna vida “enemiga” tiene un valor positivo; podemos atacar a cualquiera; incluso a criaturas cuya muerte llenará de pena y dolor a los adultos, socavando así la determinación del enemigo. Naturalmente, siempre podemos jugar con las cifras y no llevar esta horrible conclusión a sus últimas consecuencias. Pero es nuestro sentido de los tabúes morales el que nos impulsa a detener el razonamiento, y sólo al refl exionar sobre el signifi cado de la inocencia y en los dere-chos de los inocentes podemos decidir dón-de parar en realidad.

Los límites de la guerraDe manera que las debilidades del utilitaris-mo nos conducen de nuevo a la teoría de los derechos, y son éstos los que fi jan las limita-ciones cotidianas sobre la guerra (y sobre los combates en contra nuestra). Pero estas limi-taciones parecen depender de la fi jación de unos valores mínimos, del mismo modo que el utilitarismo depende de una mínima soli-daridad de las personas. Cuando nuestros valores más profundos se enfrentan a un pe-ligro radical, las limitaciones no tienen don-de afi anzarse, y vuelve a imponerse un deter-minado tipo de utilitarismo. Es lo que yo denomino el utilitarismo de las situaciones extremas, contraponiéndolo a la normalidad de los derechos. La unión de ambos capta, a mi parecer, la fuerza de las formas antagóni-cas de entender la moral y asignan a cada una de ellas su lugar apropiado. No puedo reconciliar ambas perspectivas, la oposición sigue en pie, y ésta es una característica de nuestra realidad moral. Hay límites a la con-ducta en la guerra, y hay momentos en los que podemos y quizá debiéramos atravesar-

7 Niccolo Machiavelli, Th e Prince and the Discourses, introducción a cargo de Max Lerner, Nueva York, Th e Modern Library, 1950, pág. 139.

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los (puesto que los límites en sí no desapare-cen nunca). La “emergencia suprema” des-cribe aquellos raros momentos en los que el valor negativo que asignamos, que no pode-mos evitar asignar, al desastre que se cierne sobre nosotros devalúa la propia moralidad y nos deja libres para hacer lo que sea mili-tarmente necesario para evitar el desastre, en la medida en que lo que hagamos no desen-cadene una catástrofe aún mayor. Este tipo de cálculos no requieren gran precisión. Del mismo modo que un jurado en un caso de pena de muerte no busca un 51% de proba-bilidades de culpabilidad, sino una certeza abrumadora, nosotros sólo debemos abru-marnos ante una emergencia suprema. Y, por supuesto, siempre debemos mostrarnos escépticos ante los dirigentes políticos que, por así decir, se dejan abrumar con facilidad, al igual que los jurados siempre deben mos-trarse escépticos con aquellos de sus colegas que se sitúan, con demasiada rapidez, “más allá de cualquier duda razonable”.

Pero, ¿cómo podemos ser adecuada-mente escépticos a menos que tengamos una idea precisa de lo que es una emergencia su-prema y de cómo ésta difi ere de las emer-gencias diarias de la vida militar? Quiero abordar esta cuestión de manera indirecta, preguntándome otra. Si se nos permite res-ponder de manera inmoral cuando un de-sastre nos amenaza, ¿por qué un soldado in-dividual no puede responder inmoralmente cuando un desastre le amenaza a él? Desde la perspectiva del soldado en combate, la guerra es una rápida sucesión de emergen-cias, puesto que su vida está constantemente en peligro. Pero somos reacios a permitir a los soldados que se salven matando a perso-nas inocentes y desamparadas. Considere-mos el caso estandar de soldados que custo-dian prisioneros tras las líneas enemigas. No puedo repetir aquí todos los argumentos que se han elaborado sobre este tan discutido y nada hipotético ejemplo. Hay diversas con-clusiones, y considerables discrepancias entre quienes han abordado esta cuestión, pero casi nadie sostendría que los soldados pue-den matar a sus prisioneros para reducir el peligro que suponen para ellos8. Quizá pue-dan matarlos si ello es, o parece ser, total-mente necesario para el éxito de su misión, pero una vez la misión ha sido coronada por el éxito, por lo general se espera que corran ciertos riesgos, e incluso riesgos considera-bles, a causa de los prisioneros. Y, sin embar-go, lo que arriesgan es todo lo que tienen, la propia vida. En la medida en que atañe a los

individuos, la emergencia suprema no plan-tea ninguna excepción radical a la normali-dad de los derechos. En la guerra, como en la sociedad nacional, existen límites a lo que uno puede hacer en defensa propia, incluso en situaciones extremas. Una persona moral aceptaría el riesgo; aceptaría incluso la muer-te antes que matar al inocente. Pero un pre-sidente, primer ministro o mando militar con conciencia moral no aceptaría el riesgo o el hecho de la muerte de la comunidad. ¿Por qué no?

Gobierno y comunidadLa primera respuesta a esta pregunta tiene que ver con la teoría de la representación. Desde el punto de vista moral y psicológico yo puedo aceptar riesgos para mí, pero no puedo, ni moral ni psicológicamente, aceptar riesgos para otras personas. Si poseo auto-ridad política, puedo imponer riesgos, pero mi derecho a hacerlo es limitado (tanto los riesgos como los límites están implícitos en el contrato gubernamental). Los soldados, por ejemplo, son reclutados y posteriormen-te entrenados por el gobierno para asumir riesgos en nombre de la comunidad política. Pero ningún gobierno puede poner la vida de la propia comunidad y de todos sus miembros en peligro, desde el momento en que puede llevar a cabo acciones, incluso ac-ciones inmorales, que evitarían o reducirían dicho riesgo. Los gobiernos son elegidos pa-ra que eviten o reduzcan el riesgo. Los diri-gentes políticos están para esto, ésta es su obligación principal. Este argumento, sin embargo, se enfrenta a una gran difi cultad. Si los individuos no tienen derecho a salvar-se a sí mismos matando a un inocente, ¿có-mo pueden encargar a su gobierno que lo haga en su nombre? No pueden transferir unos derechos que no poseen, de ahí que sus dirigentes políticos no pueden hacer más en su nombre de lo que podrían hacer ellos mismos. Los dirigentes pueden actuar para reducir o evitar riesgos sólo dentro de la nor-malidad de los derechos.

El razonamiento a partir de la represen-tación no funciona a menos que se comple-mente con un argumento sobre el valor de la comunidad9. No sólo los individuos están

representados, sino que también lo está la entidad colectiva –religiosa, política y cultu-ral– que los individuos componen y a partir de la cual derivan algunos aspectos de su ca-rácter, prácticas y creencias. No quiero decir que el todo es mayor que la suma de sus par-tes, puesto que no sé cómo sumar las partes o fi jar un valor al conjunto. Siempre se pue-de encontrar –o, al menos, eso parece– a un determinado número de individuos que va-loran el conjunto más que su propia parte; que están dispuestos a arriesgar sus vidas por su país. Pero de ello no se sigue que tales in-dividuos (o sus dirigentes, actuando en su nombre) tengan derecho a arriesgar la vida de otras gentes que ni siquiera viven en su país. Un derecho de este tipo no se puede con ferir. E imponer riesgos a los demás cons-tituye un delito. ¿Cómo puede la comuni-dad permitir o exigir acciones delictivas?

La descripción de Edmund Burke de la comunidad política como un contrato entre “los vivos, los muertos, y los que todavía no han nacido” nos ayuda a ver qué es lo que está en juego10. La metáfora es, en mi opi-nión, inadecuada, puesto que es imposible imaginar la ocasión en la cual pueda haberse acordado un contrato similar. No obstante, contiene una verdad importante: nosotros intentamos llevar, y también mejorar, un es-tilo de vida transmitido por nuestros an-cestros, y que deseamos para nuestros des-cendientes, que llevarán y mejorarán nuestro estilo de vida. Este compromiso con la con-tinuidad intergeneracional es una caracterís-tica muy acentuada de la vida humana que se manifi esta en la comunidad. Cuando nuestra comunidad está amenazada, no sólo en lo que se refi ere a su extensión territorial, estructura gubernamental, prestigio y honor actuales, sino en lo que podríamos defi nir como su continuidad, nos enfrentamos a una pérdida mayor que cualquier otra que poda-mos imaginar, exceptuando la destrucción de la propia humanidad. Nos enfrentamos a la extinción moral y también física, al fi n de un estilo de vida y de un conjunto de vidas determinadas, a la desaparición de gente co-mo nosotros. Y es entonces cuando pode-mos vernos impulsados a transgredir los lí-mites morales que las personas como noso-tros normalmente observan y respetan.

Por el contrario, cuando decimos a un soldado individual que él no puede hacer la misma transgresión, le estamos diciendo que debe arriesgarse a morir, e incluso a morir, dentro de los límites morales, para que sus hijos, y los hijos de sus hijos, puedan vivir

8 Véase, sin embargo, Telford Taylor, Nuremberg and Vietnam: An American Tragedy, Chicago, Quadrangle Bo-oks, 1970, pág. 36.

9 En una reseña crítica de Guerras justas e injustas, Kenneth Brown escribe lo siguiente: “A lo largo de su tra-bajo, Walzer identifi ca las supremas aspiraciones humanas con la supremacía del Estado-nación”, Brown, “‘Supreme Emergency’: A Critique of Michael Walzer’s Moral Justi-fi cation for Allied Obliteration Bombing in World War II”, Journal of World Peace 1, número 1, primavera de 1984. No, yo no defendí la “supremacía” del Estado-na-ción, sino sólo su existencia, y sólo en la medida en que su existencia sirve a los fi nes comunitarios que describo en este ensayo.

10 Edmund Burke, Refl ections on the Revolution in France, Londres, J. M. Dent, 1910, pág. 93.

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conforme ellos. Para un soldado que se en-frenta a la muerte puede ser un pequeño consuelo saber que personas como él sobre-vivirán y continuarán manteniendo los prin-cipios y prácticas que él valora (incluyendo la normal defensa de los derechos, puesto que si él no los valorase, no habría más que hablar). Pero este conocimiento es consuelo sufi ciente para descartar cualquier petición que él pudiera hacer de eximirse de las pro-hibiciones morales. Prescindamos de este conocimiento, y la petición empieza a pare-cer plausible; y sólo en este momento nos adentramos en el terrible mundo de la emer-gencia suprema.

Si la comunidad política no fuera más que un marco neutral dentro del cual los in-dividuos persiguen su propia versión de la vida buena, como sugieren algunos fi lósofos políticos liberales, la doctrina de la emergen-cia suprema no tendría ningún crédito11. De hecho, para los individuos no sería bueno perder la protección de un marco de estas características, y ello podría persuadirles a aceptar algún riesgo para sus propias vidas para protegerse de tal pérdida, si bien no es fácil responder a la cuestión (planteada por primera vez por Th omas Hobbes, el primer teórico del marco neutral), de por qué al-guien debería morir por una “comunidad” cuyo signifi cado sustantivo sólo este alguien puede dar, y sólo en la medida en que está vivo12. En cualquier caso, este tipo de perso-na, enfrentada a este tipo de pérdida, difícil-mente puede arrastrar a otros hombres y mujeres (y niños) a la zona de guerra, de la cual probablemente intentará escaparse tan pronto como pueda. La emergencia supre-ma sólo pueden decretarla los dirigentes po-líticos cuyo pueblo ya lo ha arriesgado todo y que saben cuánto está en juego.

El hecho de que una teoría política “co-munitarista” ayude a explicar el signifi cado de la emergencia suprema puede interpretar-se como un argumento en contra del comu-nitarismo. Puesto que si no valorásemos tan-to la comunidad (con independencia de lo que entendamos por ella: pueblo, nación, país, religión, cultura común) no habría tan-tas guerras y nos enfrentaríamos a menos emergencias. Al menos, y ninguna de ellas suprema, puesto que en una sociedad inter-nacional compuesta por países que no fue-ran más que marcos neutrales, o en una so-

ciedad internacional que fuera en sí misma un gran marco neutral, los individuos que persiguieran sus proyectos privados podrían encontrar muchas ocasiones para discrepar o incluso pelear pero pocas para la guerra, y tendrían todas las razones para reducir al máximo el tipo de riesgos que la guerra con-lleva. Pero esto no es más que decir que la vida sería más segura si no hubiera vínculos emocionales. Esta afi rmación es obviamente cierta, pero no resulta de mucha ayuda.

La emergencia suprema es una doctrina comunitarista. Pero esta afi rmación no dis-minuye la trascendencia moral del indivi-duo. Las comunidades necesitan, y no siem-pre pueden encontrar, ciudadanos, soldados y dirigentes políticos y militares moralmente fuertes. Y moralmente fuertes signifi ca, de hecho, muy fuertes, puesto que lo que la co-munidad exige a los ciudadanos individuales y a los soldados es que arriesguen sus vidas, primero por sus compatriotas y después por los miembros inocentes de otros países. Y lo que exige a sus dirigentes es que impongan riesgos y a veces, en momentos excepciona-les y terribles, asuman la culpa de matar a inocentes. Podemos dudar de que la fuerza moral sea realmente necesaria en esta última instancia; al fi n y al cabo, muchos, quizá la mayor parte, de los dirigentes políticos que aparecen en los libros de historia o en nues-tros propios recuerdos no parecieron tener muchas difi cultades para matar a personas inocentes. No tenían ningún sentimiento de culpa; simplemente, eran criminales. Un lí-der moralmente fuerte es alguien que com-prende por qué está mal matar inocentes y se niega a hacerlo, se niega una y otra vez, hasta que los cielos están a punto de hundir-se. Y entonces se convierte en un criminal moral (como el “asesino justo” de Albert Ca-mus)13 que sabe que no puede hacer lo que tiene que hacer, y al fi nal lo hace.

Las manos suciasProvocación y paradoja una vez más. Y, sin embargo, no es un argumento idiosincrási-co. No lo he elaborado yo. Se ajusta a la éti-ca profesional del soldado tal como ésta se ha desarrollado a lo largo del tiempo, y tam-bién a la ética profesional de la policía, los bomberos y los marinos mercantes, a todos los cuales se les pide que arriesguen sus vidas para proteger a los inocentes. Y se ajusta también a la doctrina de las “manos sucias”, según la cual los dirigentes políticos y mili-tares pueden encontrarse a veces en situacio-nes en las que no pueden evitar actuar de

manera inmoral, incluso cuando esto signifi -ca matar deliberadamente a los inocentes14. El efecto del argumento de la emergencia suprema debería ser el de reforzar la ética profesional y proporcionar una descripción de cuando es permisible (o necesario) que nos ensuciemos las manos. El argumento tiene esencialmente un carácter negativo tal como, en mi opinión, deben ser los argu-mentos cuando se centran en casos extre-mos, puesto que las manos sucias no son permisibles (o necesarias) cuando lo que es-tá en juego no es la continuidad de la co-munidad, o cuando el peligro al que nos enfrentamos no es la extinción de la comu-nidad. En la mayoría de las guerras, el tema no se plantea; no hay emergencias supre-mas; la normal defensa de los derechos per-manece incuestionable, incluso en el mo-mento de la derrota. En una guerra sobre ésta o aquélla parte del territorio, por ejem-plo, no se nos induce a calcular cuántas vi-das inocentes vale dicho territorio. Si con-sideramos una estrategia que implique el asesinato deliberado (dejando al margen cuestiones relacionadas con los efectos late-rales de acciones militares legítimas), el te-rritorio debe ser declarado carente de valor, y la inocencia, como sostiene la normal de-fensa de los derechos, inapreciable.

Incluso en guerras en las que es mucho lo que está en juego, puede no ser tanto en cada uno de los momentos de la guerra co-mo para esgrimir el argumento de la emer-gencia suprema. Cada momento es un mo-mento-en-sí-mismo; emitimos juicios una y otra vez, no sólo uno para cada guerra. Mi afi rmación de que los bombardeos británi-cos de las ciudades alemanas podían haber sido defendibles en 1940 y 1941 no es apli-cable más que a estos dos años. El grueso de los bombardeos que tuvieron lugar en reali-dad es ciertamente indefendible, puesto que se produjeron cuando ya estaba claro que Alemania no podía ganar la guerra. El triun-fo del nazismo había dejado de ser un peli-gro inminente. Como tampoco lo eran los bombardeos ininterrumpidos planifi cados (como hubieran podido ser) para impedir o derrotar la guerra nazi contra los judíos. El holocausto pudo haber constituido una nue-va emergencia suprema, pero no fi guraba en las mentes de los hombres que decidían la política de bombardeos; no podían imagi-narse actuando en defensa de la comunidad judía europea.

11 Sobre el Estado neutral, véase ‘Liberalism’, en Pu-blic and Private Morality, Stuart Hampshire (comp.), Cambridge, Cambridge University Press, 1978.

12 Véase la discusión hobbesiana del servicio militar en Leviathan, segunda parte, capítulo 21, y mi propio co-mentario, ‘Th e Obligation to Die for the State’, en Obli-gations, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1970.

13 Camus, Th e Just Assassins, en Caligula and Th ree OtherPlays, traducción de Stuart Gilbert, Nueva York, Vintage, 1958.

14 Véase mi ‘Political Action: Th e Problem of Dirty Hands’, Philosophy and Public Aff airs 2, número 2, invier-no de 1973, págs. 160-180.

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La maldad del nazismoLa maldad del nazismo revela el aspecto po-sitivo del argumento de la emergencia su-prema. Es este tipo de maldad, poco fre-cuente incluso en la larga historia de la vio-lencia humana, la que nos empuja más allá de la normalidad de los derechos. Ninguno de los tipos más corrientes de derrota mili-tar, sometimiento político, el establecimien-to de regímenes títere y de estados satélite, representa un “empuje” similar, puesto que en estos casos, por lo general, confi amos en la supervivencia física y moral de la nación derro tada; incluso esperamos que reanude su resistencia. Los conquistadores conven-cionales, como Alejandro o Napoleón, dejaban tras de sí co-munidades políticas y religiosas más o menos intactas. La inten-ción de los nazis, al menos en la Europa central y oriental, era muy otra; e incluso en la zona occiden-tal, el triunfo de los nazis habría supuesto a largo plazo una pérdida de valor mayor que la que hom-bres y mujeres están moralmente obligados a soportar. Sólo una perspectiva como ésta invita a –y sólo en la medida en que tam-bién exige– una respuesta inmo-ral: hacemos lo que debemos (una vez agotadas todas las alter-nativas legítimas). Y si con la ayu-da de un ejemplo como éste pode-mos ver con claridad cuándo se puede invalidar la defensa normal de los derechos, también podemos ver con claridad por qué no se puede invalidar por menos que es-to. Puesto que la invalidación es también una pérdida de valor, una acción absolutamente igual que la que anticipábamos por parte del adversario y que esperábamos evitar. En casos de emer-gencia suprema, imitamos a nuestros peores enemigos (así como el bombardeo de Ale-mania imitaba el bombardeo de Coventry y el ataque sobre Londres) y no es algo con lo que algún día podamos reconciliarnos.

De este argumento se sigue que la emergencia suprema es una situación ante la cual debemos buscar una escapatoria. Principalmente, procuraremos escapar por-que nos aterrorizarán los peligros a los que nos enfrentamos y aborrecemos los actos in-morales a los que nos veremos impulsados. Pero de la misma forma que el “estado de emergencia” puede ser políticamente conve-niente para los dirigentes que prefi eren go-bernar fuera de la ley, este estado de emer-gencia suprema puede ser moralmente con-veniente para los dirigentes que anhelan

prescindir de las prohibiciones y los tabúes. Por supuesto, no siempre es el caso de que las emergencias sean de carácter temporal; grandes peligros pueden subsistir a lo largo del tiempo. Pero estamos moralmente obli-gados a luchar contra la persistencia, a bus-car una vía de salida, no sea que aprenda-mos a mirarnos las manos sucias sin sentir horror. El ejemplo obvio en este caso es el “equilibrio del terror” de la guerra fría, ge-nerado por las políticas disuasorias de Esta-dos Unidos y la Unión Soviética. En Gue-rras justas e injustas planteo que, por lo ge-neral, la disuasión nuclear fue defendida –y correctamente defendida– en unos términos

que siguen estrechamente las líneas argu-mentativas de la emergencia suprema. Am-bas partes creían que, de no existir este equilibrio del terror, el país, la cultura, las gentes y su estilo de vida estarían todos en peligro. Y por ello nos permitimos amena-zar con el mismo terrorismo que temíamos: la destrucción de ciudades, la matanza de gran cantidad de hombres, mujeres y niños inocentes. La amenaza era inmoral, pues no es justo amenazar con hacer lo que sería in-justo hacer; y aunque obviamente la amena-za es menos mala que el acto, es difícil to-marla a la ligera cuando viene acompañada de grandes preparativos para la acción.

En su día aceptamos el riesgo de una guerra nuclear para evitar el riesgo de un so-juzgamiento no corriente, sino totalitario. Si este segundo riesgo va disminuyendo (como ha sido el caso), tenemos la obligación de

buscar alternativas a la disuasión tal como ésta se planteó en la guerra fría. En cual-quier caso, tenemos la obligación de buscar formas de reducir el riesgo: intentando lo-grar la distensión, por ejemplo, o fi rmando acuerdos de control o de reducción armamentística, o poniendo en marcha ini-ciativas unilaterales encaminadas a disipar los temores y sospechas de la otra parte. De-bemos resistirnos a que la emergencia se convierta en rutina, recordándonos una y otra vez que las amenazas con las que obliga-mos a vivir a los demás, y que viven con no-sotros, son inmorales. Con el paso de los años nos hemos habituado, insensibilizado,

endurecido ante los crímenes que nos comprometimos a cometer. Pero esto es incompatible con el compromiso de pensar concreta-mente en estos crímenes y en nuestra criminalidad involuntaria, puesto que no será involuntaria a menos que pensemos en ella. Ésta es la característica principal de la ética en situaciones de emergencia: que al propio tiempo reconocemos el mal al que nos oponemos y el mal que hacemos, y que, en la me-dida de lo posible, nos situamos en contra de ambos.

Para concluir, aludiré de nuevo a la fundamentación comunitarista de la ética en situaciones de emer-gencia. El argumento de mayor peso contra la emergencia suprema es que ésta convierte a la comuni-dad política en un fetiche. A la co-munidad política y no al Estado, y éste es un matiz que deseo subra-yar. El Estado no es más que un instrumento de la comunidad, una estructura determinada para orga-

nizar la acción colectiva que siempre puede reemplazarse por alguna otra estructura. En cambio, la comunidad política (y también la comunidad de culto) no puede reemplazarse del mismo modo, pues está compuesta de hombres, mujeres y niños que viven de una forma determinada, y su sustitución exigiría la eliminación de estas per sonas o bien la transformación coercitiva de su forma de vi-da. Ninguna de estas dos acciones es moral-mente aceptable. Pero el hecho de que sean inaceptables no tiene nada que ver con el fe-tichismo. La comunidad política no es mági-ca ni misteriosa, y tampoco es necesariamen-te “un objeto de veneración irracional” (que es la defi nición de “fetiche” que encontra-mos en el diccionario). Es una característica de la realidad en la que vivimos, una fuente de nuestra identidad y de conocimiento de nosotros mismos. De hecho, podemos con-

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vertirla en un fetiche, como han hecho in-numerables nacionalistas y comunitaristas; esto signifi ca tomar parte en una versión co-lectiva de culto a lo propio, lo que proba-blemente tendrá unas consecuencias mora-les similares a las que producen las versiones individuales. Egoístas y comunitarios, que no reconocen más derechos que los suyos, actúan mal con el menor pretexto, al primer atisbo de peligro (quizá también al primer atisbo de benefi cio) para ellos. Por el con-trario, una comunidad que no se ha conver-tido en un fetiche mantiene la disciplina de sus soldados y la contención de sus dirigen-tes, que de este modo sólo actúan mal en el último minuto y a causa de una necesidad absoluta.

Aquí tenemos la provocación y la pa-radoja fi nales: las comunidades morales cometen grandes inmoralidades moral-mente posibles. Pero sólo lo hacen ante la perspectiva de una inmoralidad aún ma-yor, como en el ejemplo de un ataque de carácter nazi a la existencia misma de una comunidad determinada, y sólo en el mo-mento en que el ataque está a punto de lo-grar su objetivo, y sólo en la medida en que la respuesta inmoral es la única forma de oponer resistencia a ese éxito. Podemos reconocer una comunidad moral por su respeto por la palabra “sólo”, tan reiterada aquí. En realidad, la emergencia suprema no es una doctrina permisiva. Se puede emplear para fi nes ideológicos o a modo de justifi cación, pero esto puede decirse también de cualquier argumento moral, incluida la defensa de los derechos huma-nos. Bien entendida, la emergencia supre-ma consolida la normalidad de los dere-chos, garantizándoles la posesión de la ma-yor parte, con diferencia, del mundo moral. Éste es el mensaje para personas co-mo nosotros: que nuestro mayor deber consiste (prácticamente) en defender los derechos de los inocentes.

2 UNA CRÍTICA A LAS EXCUSAS DEL TERRORISMO

Hoy en día nadie defi ende el terrorismo, ni siquiera aquellos que lo practican con regularidad. Es una práctica indefendible, ahora que se le considera, al igual que la violación y el asesinato, como un ataque a seres inocentes. De hecho, en cierto senti-do es peor, porque en los últimos casos la víctima ha sido elegida para un fi n; él o ella es el objeto directo de un ataque y este ataque tiene alguna razón, por retorcida o

terrible que sea. Las víctimas de un ataque terrorista son terceras partes, espectadores inocentes; no existe ninguna razón especial para atacarles; cualquier otra persona per-teneciente a una extensa clase de indivi-duos (no relacionados entre sí) también serviría. El ataque se dirige indiscrimina-damente contra la clase en su conjunto. Los terroristas son asesinos desenfrenados, aunque su desenfreno no sólo es la expre-sión de rabia o locura; la rabia es progra-mática y fruto de su determinación. Y su objetivo es la vulnerabilidad general: matar a unas personas para aterrorizar a otras. Un número relativamente pequeño de vícti-mas mortales representa una gran cantidad de rehenes vivos y atemorizados.

Éste es, pues, el mal característico del terro rismo, no sólo el asesinato de personas inocentes sino la irrupción del temor en la vida cotidiana, la violación de fi nes privados, la inseguridad de los espacios público, la in-terminable coerción de la precaución. Su-pongo que una oleada de crímenes puede producir unos efectos similares, pero nadie planifi ca una oleada de crímenes, pues éste es el resultado de la toma de decisiones indi-viduales de muchas personas, independien-tes unas de las otras y reunidas sólo por la mano invisible. El terrorismo es la obra de manos visibles; es un proyecto organizativo, una elección estratégica, una conspiración para matarnos e intimidarnos… a usted y a mí. No cabe duda de que para los conspira-dores es difícil defender en público la estra-tegia que han elegido.

Obviamente, la difi cultad moral es la misma cuando la conspiración no se dirige contra usted o contra mí, sino contra ellos: los protestantes, por ejemplo, no los católi-cos; los israelíes, no los italianos o alemanes; los negros, no los blancos. Estos “límites” ra-ra vez duran mucho; la lógica del terrorismo expande constantemente el alcance de la vulnerabilidad. Los terroristas son más fuer-tes cuantos más rehenes tienen. Nadie está seguro cuando poblaciones enteras corren peligro. Y aunque el riesgo pudiera contro-larse, el mal no sería distinto. En la medida en que tiene que ver con los individuos pro-testantes, israelíes o negros, el terrorismo es aleatorio, degradante y atemorizador. Éste es su rasgo distintivo y por esta razón, una vez más, es indefendible.

Pero una vez descartada la justifi cación moral, se abre la vía para las excusas y discul-pas ideológicas. En la actualidad, vivimos en una cultura política de excusas. Esto es bas-tante mejor que una cultura política que de-fi ende y justifi ca abiertamente el terrorismo, puesto que, al menos, la excusa reconoce el mal. Pero la mejora es precaria, dura de ob-

tener y difícil de sostener. Ni siquiera en este mundo mejor las organizaciones terroristas carecen de partidarios. El apoyo es indirecto, pero de ningún modo poco efectivo. Adopta la forma de relatos y descripciones justifi ca-tivas, de una letanía de excusas que de forma ininterrumpida socava nuestro conocimien-to del mal. En la actualidad este conoci-miento es insufi ciente a menos que sea com-plementado y reforzado por una crítica siste-mática de las excusas, lo cual me propongo hacer aquí. Doy por supuesto el principio según el cual cualquier acción terrorista es un acto injusto. La injusticia de las excusas, sin embargo, no puede darse por supuesta: hay que argumentarla. Éstas son bastantes conocidas, pues de ellas se nutre el debate político contemporáneo. Yo las expondré en su forma más estereotipada, sin atribuirlas a un determinado autor, defensor o comenta-rista; dejo a mis lectores la posibilidad de atribuir dichas autorías por sí mismos15.

El último recursoLa excusa más socorrida del terrorismo es que éste es el último recurso, por el que sólo se opta cuando fracasa todo lo demás. La imagen corresponde a personas que, li-teralmente, no disponen de otra opción. Cada una de ellas ha intentado seguir to-das las vías legítimas de acciones políticas y militares, ha agotado todas las posibilida-des, fracasando en todas ellas, hasta que no le ha quedado otra alternativa que el mal del terrorismo. Tienen que convertirse en terroristas o resignarse a no hacer nada. La respuesta fácil consiste en señalar que, tal como describen su caso, lo que deberían hacer es no hacer nada, puesto que ya ha-bían agotado sus posibilidades. Pero esta respuesta no hace más que reafi rmar el principio, dejando la excusa al margen; es una respuesta que no tiene en cuenta la desesperación de los terroristas. Sea cual fuere la causa con la que están comprome-tidos, tenemos que admitir que, en virtud de ese compromiso, lo único que no pue-den hacer es “no hacer nada”.

Pero esta no es una buena descripción del caso en cuestión. No es tan fácil alcan-zar el “último recurso”. Para llegar ahí, uno debe haber intentado todas las demás vías (lo cual signifi ca muchas cosas) y no sólo una vez, como si un partido político organi-zase una sola manifestación, no obtuviese una victoria inmediata y, acto seguido, afi r-

15 No puedo resistirme a mencionar algunos ejem-plos: Edward Said, ‘Th e Terrorist Scam’, Th e Nation, 14 de junio de 1986; y (más inteligente y circunspecto) Ri-chard Falk, ‘Th inking About Terrorism’, Th e Nation, 28 de junio de 1986.

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mase que ello le otorgaba legitimidad para empezar a cometer asesinatos. La política es un arte de repetición. Activistas y ciudada-nos aprenden de la experiencia; es decir, ha-ciendo la misma cosa una y otra vez. No es-tá nada claro cuando se quedan sin opcio-nes, pero incluso en una situación de opresión y guerra, los ciudadanos disponen de algunas alternativas. El mismo argumen-to es aplicable a los ofi ciales del Estado que afi rman haberlo intentado “todo” y que ahora se ven obligados a matar rehenes o a bombardear pueblos de campesinos. Imagi-nemos a estas personas ante un tribunal ju-dicial que les pide respondan a la pregunta ¿Qué es exactamente lo que usted intentó? ¿Alguien cree que podrían exponer una lista plausible de sus intentos? El “último recur-so” tiene sólo una fi nalidad hipotética: el re-curso al terror es último en términos ideo-lógicos, no el último de una serie de actos reales, sólo es último en tanto que excusa. En realidad, la mayor parte de funcionarios estatales y de activistas de movimientos que proponen una política terrorista la reco-miendan como primer recurso; están a fa-vor de ella desde el primer momento, aun-que pueden no adoptar esta vía desde el principio. Así pues, si son sinceros, deben encontrar otras excusas y abandonar el pre-texto del último recurso.

¿Estaría justifi cado el terrorismo en un caso de “emergencia suprema”. Tal vez, pe-ro sólo si la opresión a la que los terroristas afi rman responder tiene una naturaleza ge-nocida. Contra la amenaza inminente de extinción política y física, pueden defen-derse medidas extremas, dando por su-puesto que tienen algunas posibilidades de éxito. Pero este tipo de amenaza no existe en ninguno de los casos recientes de activi-dad terrorista. El terrorismo no ha sido un medio de evitar el desastre, sino de alcan-zar el éxito político.

La falta de alternativaLa segunda excusa es aplicable a los movi-mientos de liberación nacional que luchan contra los Estados poderosos y estableci-dos. En este caso se sostiene que no hay otra alternativa posible, que la única estra-tegia a seguir es la del terrorismo. Esta ex-cusa es distinta de la primera porque en este caso no hacen falta futuros terroristas que vayan agotando todas las opciones po-sibles. O bien esta segunda excusa requiere que los terroristas agoten mentalmente to-das las opciones, no en el mundo; la fi nali-dad hipotética es sufi ciente. Los estrategas del movimiento analizan sus opciones y llegan a la conclusión de que no tienen otra alternativa al terrorismo. Consideran

que carecen de la fuerza política sufi ciente como para intentar otra cosa y, por tanto, no lo intentan. Su excusa es la debilidad.

Pero aquí, por lo general, se confun-den dos tipos de debilidad muy distintos: la debilidad del movimiento frente al Esta-do adversario y la debilidad del movimien-to frente a su propio pueblo. Este segundo tipo de debilidad, la incapacidad del movi-miento para movilizar a la nación, convier-te al terrorismo en la “única” opción por-que en realidad excluye a todas las demás: la resistencia no violenta, las huelgas gene-rales, las manifestaciones de masas, la gue-rra no convencional, etcétera.

Estas opciones raras veces se descartan por el abrumador poder del Estado, por la generalización e intensidad de la opresión. Los Estados totalitarios pueden ser inmu-nes a la resistencia no violenta o a las gue-rrillas, pero todas las pruebas indican que también son inmunes al terrorismo. O, di-cho con mayor exactitud, en los Estados totalitarios el terror de Estado prevalece sobre cualquier otro terror. Allá donde el terrorismo es una estrategia posible para la oposición (siendo los Estados liberales y democráticos el caso más obvio) también son viables otras estrategias si el movimien-to goza de cierto grado de apoyo popular. En ausencia del mismo, el terrorismo pue-de ser la única estrategia posible, pero en este caso es difícil ver qué excusas pueden emplearse para justifi car el mal que causa. Porque la excusa no sólo consiste en la de-bilidad, sino en que los terroristas afi rman representar a los débiles, y la forma concre-ta de debilidad que convierte al terrorismo en la única opción pone en cuestión esta afi rmación.

La eficaciaEsta difi cultad puede evitarse insistiendo más en la efectividad real del terrorismo. La tercera excusa consiste simplemente en que sólo el terrorismo (y nada más que éste) funciona; que logra los fi nes de los oprimi-dos aun sin la participación de los mismos. “Cuando el acto acusa, el resultado excu-sa”16. Éste es un argumento consecuencia-lista que, en una interpretación estricta del consecuencialismo, no equivale a una excu-sa, sino más bien a una justifi cación. En la práctica, sin embargo, raras veces se pone demasiado énfasis en este argumento. Lo más habitual es que éste vaya precedido por un reconocimiento de las maldades de los terroristas. Sus manos están sucias, pero de-

bemos llegar a algún tipo de acuerdo con ellos porque en realidad han actuado en nombre de unas gentes que no pueden ac-tuar por sí mismas. Pero, de hecho, ¿las ac-ciones de los terroristas han sido efectivas? Dudo que el terrorismo haya logrado la li-beración nacional alguna vez; ninguna na-ción que yo conozca debe su libertad a una campaña de asesinatos aleatorios, aunque indudablemente el terrorismo aumenta el poder de los terroristas en el seno del movi-miento de liberación nacional. Quizá con-tribuya también a la supervivencia y noto-riedad (ambas van unidas) del movimiento, ahora dominado por los terroristas. Pero aun cuando estemos dispuestos a reconocer alguna relación medios-fi nes entre el terror y la liberación nacional, la tercera excusa no funciona a menos que pueda cumplir los demás requisitos del argumento conse-cuencialista. Debe ser posible sostener que el fi n deseado no hubiera podido lograrse mediante otros medios menos perversos. La tercera excusa depende, entonces, del éxito de la primera o la segunda, y no pa-rece que ninguna de ellas tenga probabili-dades de éxito.

El recurso universalLa cuarta excusa evita esta abrumadora de-pendencia, puesto que no precisa que na-die defi enda ninguna de las dudosas afi r-maciones según las cuales el terrorismo es el último recurso o bien que es el único re-curso posible. La cuarta excusa consiste simplemente en que el terrorismo es el re-curso universal. Toda política es (en reali-dad) terrorismo. La apariencia de inocen-cia y de decencia siempre llama a engaño, más o menos convincente en función del poder relativo de quienes lo perpetran. El terrorista, a quien las apariencias le traen sin cuidado, se limita a hacer abiertamente lo que todos los demás hacen de manera encubierta.

Este argumento tiene la misma forma que la máxima “En el amor y en la guerra todo está permitido”. El amor es siempre fraudulento, la guerra es siempre brutal, y la acción política tiene siempre un carácter terrorista. La acción política sólo funciona (como ya sostuvo Th omas Hobbes) gene-rando temor en hombres y mujeres ino-centes. El terrorismo es, a la vez, la política de los funcionarios del Estado y de los mi-litantes de los movimientos. Este argumen-to no justifi ca a unos ni a otros, sino que los justifi ca a ambos. No podemos reaccio-nar con una dureza excesiva ante personas que actúan igual que todas los demás. Sólo a los santos se les pide que actúen de ma-nera diferente, y la santidad en política es

16 Maquiavelo, Th e Discourses I:ix. Sin embargo, por ahora no hay resultados que puedan constituir una excusa maquiaveliana.

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supererogatoria; es una cuestión de gracia, no de obligación.

Pero esta cuarta excusa se apoya en de-masía en nuestro cinismo acerca de la vida política, y el cinismo sólo a veces compade-ce bien con la experiencia. En realidad, los Estados legítimos no necesitan aterrorizar a sus ciudadanos, y los movimientos con mucho arraigo popular tampoco precisan aterrorizar a sus adversarios. Funcionarios y militantes que viven, como ocurre a veces, en los márgenes de la legitimidad y del po-der unas veces optan por el terrorismo y otras no. Vivir en el terror no es una expe-riencia universal. El mundo que los terro-ristas crean tiene sus entradas y sus salidas.

Si queremos comprender la op-ción del terror, la que nos pone a los demás contra la pared, tenemos que imaginarnos qué es lo que ocurre siempre en realidad, aunque no siem-pre tengamos una idea satisfactoria de ello: un grupo de hombres y mu-jeres, funcionarios o activistas, se sienta alrededor de una mesa y discu-te acerca de si adoptar o no una es-trategia terrorista. Más adelante, la letanía de excusas oscurece la discu-sión. Pero en aquel momento, alrede-dor de la mesa, no serviría de nada que los partidarios del terrorismo ar-gumentasen que “todo el mundo lo hace”, porque se encontrarían cara a cara con personas que propondrían cosas distintas. Tampoco es el caso, desde el punto de vista histórico, que los miembros de este último grupo, los contrarios al terrorismo, hayan perdido siempre la discusión. Pueden ganar y, no obstante, ni aún así ser capaces de evitar una campaña terro-rista; los aspirantes a terroristas (no hace falta que sean muchos) siempre pueden escindir el movimiento y se-guir su propio camino. O pueden apartarse de la burocracia, la policía o el cuerpo de ofi ciales y actuar a la sombra del poder del Estado. De hecho, el origen del terrorismo se encuentra a menudo en las escisiones. Las primeras víctimas de los te-rroristas son sus antiguos camaradas o cole-gas. ¿Qué razón podría haber, en ese caso, para equipararlos a ambos? Si valoramos la política de los hombres y mujeres que se oponen al terrorismo, debemos rechazar las excusas de sus asesinos. En un momento como éste, mantener una actitud cínica sig-nifi ca cometer una injusticia con las vícti-mas.

La cuarta excusa también puede adop-tar, como sucede a menudo, una forma más restringida. Por lo general, la naturale-

za de la opresión, más que las reglas de la política, acostumbra a ser de carácter terro-rista y, por tanto, siempre debemos excusar a quienes luchan contra la opresión. Pues éstos, al optar por el terrorismo, no hacen más que reaccionar ante una decisión que alguien tomó antes, y devuelven el mismo trato que ellos venían recibiendo hace tiem-po. Naturalmente, su terrorismo perpetúa el mal –asesinando a personas inocentes que jamás oprimieron a nadie– pero perpe-tuar algo no es lo mismo que iniciarlo. Los que plantean los términos de la lucha son los opresores. Pero si la lucha se plantea en sus términos, éstos tienen muchas probabi-lidades de ganar. O, al menos, es muy pro-

bable que gane la opresión, aunque adopte una cara distinta. El objetivo principal de un movimiento de liberación o de una mo-vilización popular es cambiar los términos. No hay razones para excusar el terrorismo adoptado como reacción por quienes se oponen a la opresión a menos que confi e-mos en la sinceridad de su oposición y en la seriedad de su compromiso con una po-lítica no opresora. Pero la elección del te-rrorismo mina esta confi anza.

A menudo se nos pide que tracemos una distinción entre el terrorismo de los oprimidos y el terrorismo de los opresores. Pero, ¿dónde reside la diferencia entre am-bos? El mensaje del terrorista es idéntico en ambos casos, pues niega la condición de

personas y la humanidad de los grupos en-tre los que él o ella encuentran a sus vícti-mas. El terrorismo anticipa, cuando no real-mente impone, la dominación política. ¿Qué importancia tiene que un grupo do-minado sea sustituido por otro? Imagine-mos una rebelión de esclavos cuyos prota-gonistas no sueñan más que en esclavizar a su vez a los hijos de sus amos. El sueño es comprensible, pero también lo es que los niños deseen fervientemente que la rebelión sea sofocada. En ninguno de estos casos la comprensión sirve de excusa; no, al menos, después de que haya llegado a ser posible una política de libertad universal. Ni la comprensión de la opresión excusa el terro-

rismo de los oprimidos, una vez en-tendido el signifi cado de “liberación”.

AtenuantesÉstas son las cuatro excusas más co-munes del terrorismo, y ninguna de las cuatro sirve. Se fundamentan en unas consideraciones sobre el mundo que son falsas, en argumentos histó-ricos de los cuales no hay ninguna prueba, en afi rmaciones morales que resultan ser huecas o deshonestas. Es-to no quiere decir que no pueda ha-ber excusas más concretas que sean más plausibles, circunstancias ate-nuantes en casos concretos que pu-dieran llevarnos a admitirlas. Como sucede con el asesinato, podemos contar una historia (como la que na-rra Richard Wright in Native Son, por ejem plo) que puede inducirnos, no a justifi car el terrorismo, sino a excusar a éste o aquel terrorista indi-vidual. Podemos ofrecer una historia personal, un estudio psicológico, de la compasión destruida por el temor, la razón moral por el odio y la ira, la inhibición social causada por la vio-lencia interminable, cuyo producto

es un individuo abocado a matar o situado en una espiral de muerte por sus dirigentes políticos17. Pero la fuerza de esta historia no dependerá de nin guna de las cuatro ex-cusas generales, todas las cuales presupo-nen lo que el narrador tendrá que negar: que el terro rismo es la decisión deliberada de hombres y mujeres racionales. Tanto si consideran que el terrorismo es una opción entre otras o la única posible, ello no les exime de discutir y decidir. Tanto si actúan

17 Véase, por ejemplo, Daniel Goleman, ‘Th e Roots of Terrorism Ar Found in Brutality of Shattered Child-hood’, New York Times, 2 de septiembre de 1986, pág. C1,8. Goleman aborda la historia psíquica y social de de-terminados terroristas, no las raíces del terrorismo.

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MICHAEL WALZER

19Nº 143 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

por convencimiento o como reacción, es-tán tomando una decisión. Los instrumen-tos humanos de los que más adelante se valdrán para colocar la bomba o disparar la pistola tal vez actúen impulsados por algu-na compulsión psicológica, pero los hom-bres y mujeres que escogen el terror como política actúan “libremente”. No pueden actuar de ninguna otra manera ni aceptar cualquier otra descripción de su acción y pretender seguir siendo los líderes del mo-vimiento o del Estado. Nunca deberíamos excusar a este tipo de líderes.

¿Qué es lo que se sigue de esta crítica de las excusas? Todavía queda mucho que tratar sobre la mejor manera de responder al terrorismo. Ciertamente, debemos resis-tirnos a los terroristas, y no es probable que una resistencia puramente defensiva resulte sufi ciente. En este tipo de lucha, el crimen siempre lleva la delantera. La tec-nología del terror es simple; las armas se producen con rapidez y se reparten con fa-cilidad. Es prácticamente imposible prote-ger a la gente contra un ataque aleatorio e indiscriminado. Por tanto, la resistencia deberá complementarse con alguna combi-nación de represión y represalias. Y éste es un asunto peligroso porque, a menudo, la represión y las represalias adoptan métodos terroristas y hay muchas personas dispues-tas a disculpar estos métodos con unas ex-cusas que suenan prácticamente igual que las de los propios terroristas. Sin embargo, hoy en día debe estar claro que no se pue-de excusar al antiterrosimo simplemente porque es reactivo. Cada uno de los nue-vos actores, terroristas o antiterroristas, afi r-ma estar reaccionando a la acción de al-guien, formando parte de un círculo y ob-viando el mal que causa. Pero el círculo es de carácter ideológico; en realidad, cada actor es un agente moral y toma decisiones independientes.

Terrorismo y opresiónPor tanto, la represión y las represalias no deben repetir los males del terrorismo, lo que signifi ca que éstas deben dirigirse sis-temáticamente contra los propios terroris-tas, nunca contra las personas en nombre de las cuales los terroristas afi rman actuar. Esta afi rmación es, en cualquier caso, du-dosa, aun cuando sea sincera. Las personas no autorizan a los terroristas para que ac-túen en su nombre. En realidad, sólo un reducido número de personas participa en las actividades terroristas, y es mucho más probable que el terrorismo les aporte sufri-mientos que benefi cios. Aun cuando algu-nas personas lo apoyasen y esperasen bene-fi ciarse de él, seguirían siendo inmunes a

los ataques, exactamente igual que los civi-les que en tiempo de guerra apoyan la lu-cha pero no participan directamente en ella y son objeto de la misma inmunidad. Los civiles pueden estar en peligro por los ataques a objetivos militares –o por los ata-ques sobre objetivos terroristas– pero el peligro debe ser mínimo, aunque ello re-presente cierto coste para los atacantes. La única forma efectiva de decir no al terro-rismo es negarse a convertir a personas co-rrientes en objetivos del mismo, sea cual fuere su nacionalidad. Todo acto de repre-sión y represalia tiene que regirse según es-te principio.

Pero, ¿qué sucede cuando la “única manera” de derrotar a los terroristas es in-timidar a sus defensores reales o potencia-les? Es importante negar la premisa de esta cuestión según la cual el terrorismo es una política que depende del apoyo de las ma-sas. En realidad, el terrorismo siempre es la política de una élite cuyos miembros se consagran a ella fanáticamente y están más que dispuestos a soportar, o a ver cómo otros soportan, los destrozos de una cam-paña antiterrorista. En realidad, a los te-rroristas estos destrozos no les causarán ningún pesar, puesto que éstos hacen que sus excusas parezcan más plausibles y segu-ramente les permitirán, con independencia del número de personas asesinadas o heri-das, y por muy atemorizadas que estén las demás, reclutar el pequeño número perso-nas necesarias para mantener las activida-des terroristas.

La represión y las represalias son res-puestas legítimas al terrorismo sólo cuando éstas se gobiernan por los mismos princi-pios morales que condenan el terrorismo. Pero hay una respuesta alternativa que in-tenta evitar la violencia que aquéllas con-llevan. La alternativa es que nosotros mis-mos afrontemos, directamente, la opresión a la que los terroristas afi rman oponerse. Según ellos, la opresión es la causa del te-rrorismo. Pero esto es otra excusa más. La verdadera causa del terrorismo es la deci-sión de poner en marcha una campaña te-rrorista, una decisión tomada por el grupo de personas sentadas alrededor de una me-sa cuyas deliberaciones acabo de describir. Sin embargo, los terroristas explotan la opresión, la injusticia y la miseria humana, y, por lo general, cuentan con ellas, al me-nos para sus excusas. Sin duda, la opresión les hace más fuertes. ¿Es ésta una razón pa-ra que salgamos en defensa de los oprimi-dos? Creo que todos tenemos nuestras pro-pias razones para actuar de tal modo, y que no nos hace falta –o no debería hacernos falta– precisamente esta razón para empu-

jarnos a la acción. Podríamos imitar a aquellos activistas contrarios a la adopción de una estrategia terrorista, aunque no, co-mo dicen los terroristas, porque tales acti-vistas están dispuestos a tolerar la opresión. Ellos ya se oponen a ella, y a su oposición añaden, quizá por las mismas razones, su rechazo al terror. Del mismo modo, noso-tros debemos oponernos a la opresión y sumar a ella nuestro rechazo al terror.

Pero hay un argumento, que ahora se esgrime con insistencia, en virtud del cual deberíamos negarnos a admitir cualquier vinculación entre el terrorismo y la opre-sión, como si tras el inicio de una campaña terrorista la defensa de los hombres y mu-jeres oprimidos aumentase la efectividad de dicha campaña. O, como mínimo, que la lucha contra la opresión podría dar al terrorismo la apariencia de efectividad y, por tanto, aumentar la probabilidad de campañas terroristas en el futuro. Aquí te-nemos el reverso de la letanía de excusas; hemos vuelto la historia del revés. Primero, la opresión se convierte en una excusa para el terrorismo y, a continuación, el terroris-mo se convierte en excusa para la opresión. Lo primero es la excusa de la extrema iz-quierda; lo segundo, la excusa de la dere-cha neoconservadora18. Dudo que los ver-daderos conservadores piensen que una buena razón para defender el status quo es que éste esté sometido a un ataque terro-rista; seguramente ellos deben tener otro tipo de razones y estarían dispuestos a de-fender el status quo contra cualquier ata-que. Del mismo modo, quienes creemos que es preciso cambiar urgentemente el status quo no necesitamos que nos intimi-den los terroristas ni, para lo que a esto se refi ere, los antiterroristas.

Si criticamos la primera excusa, no de-bemos desatender la segunda. Pero me pa-rece necesario formularla con mayor preci-sión. No es tanto que se justifi que la opre-sión como una excusa para no hacer nada (ahora) contra ella. Lo que se defi ende en este caso es que la campaña contra el terro-rismo tiene prioridad sobre cualquier otra actividad política. Si las personas que diri-gen esta campaña son los viejos opresores, entonces debemos establecer algún tipo de paz con ellos –una paz temporal, natural-mente, hasta que los terroristas hayan sido derrotados–. Ésta es una estrategia que niega la posibilidad de una guerra con dos

18 La postura neoconservadora está representada, aunque no de manera tan explícita como yo la he formu-lado aquí, en Benjamin Netanyahu, comp. Terrorism: How the West Can Win, Nueva York, Farrar, Strauss & Giroux, 1986.

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LAS EMERGENCIAS Y LAS EXCUSAS AL TERRORISMO

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frentes. En la medida en que los hombres y mujeres que pretenden liderar la lucha contra la opresión son terroristas, no pode-mos acceder a sus exigencias. Ni tampoco podemos oponernos a sus oponentes.

Pero, ¿por qué no? En cualquier caso, no es probable que los terroristas reivindi-casen una victoria ante un serio esfuerzo para abordar la opresión de las personas a las que afi rman defender. Dicho esfuerzo no haría más que poner de manifi esto la vacuidad de su pretensión, y cuanto más cerca estuviera de conseguir sus objetivos, más aumentarían ellos su escalada terroris-ta. Seguiría siendo preciso derrotarlos, pues lo que ellos persiguen no es que el problema se solucione, sino lograr el poder que les permita imponer su propia solu-ción. Nada parece indicar que ningún fi n decente al confl icto en Irlanda, por citar un caso, o en el Líbano, o en Oriente Me-dio, vaya a venir precedido de una victoria del terrorismo, aunque sólo sea porque los distintos grupos terroristas persiguen, en virtud de la estrategia adoptada, un fi n in-decente19. Trabajando para lograr nuestros propios fi nes, ponemos al descubierto la indecencia.

Vale la pena tratar con mayor deteni-miento la relación entre opresión y terror. Pretender que no hay ninguna relación es ignorar lo que nos dice la historia, pues és-ta es más compleja que lo que cualquier excusa está dispuesta a reconocer. Sin em-bargo, lo primero que la historia nos dice es bien sencillo: la opresión no es tanto la causa del terro rismo como el terrorismo es uno de los principales medios de opresión. Esto era así en la antigüedad, como dijo Aristóteles, y lo sigue siendo hoy. Los tira-nos gobiernan aterro rizando a sus súbdi-tos; los regímenes injustos e ilegítimos se mantienen gracias a una combinación de violencia cuidadosamente dirigida y de violencia aleatoria20. Si este método fun-ciona en el caso del Estado, no hay razón para pensar que no funcionará, o que no funciona, en el del movimiento de libera-ción. Allá donde veamos el terrorismo, de-beríamos buscar la tiranía y la opresión. Los Estados autoritarios, especialmente en el momento de su fundación, necesitan un

aparato terrorista: policía secreta con poder ilimitado, prisiones secretas en las que los ciudadanos desaparecen, escuadrones de la muerte en coches anónimos. Incluso las democracias pueden emplear el terror, no contra sus propios ciudadanos, sino en los márgenes, en sus colonias; por ejemplo, donde es probable que los colonos gobier-nen de manera tiránica. A veces, la opre-sión se mantiene gracias a una presión constante e indiscriminada; a veces me-diante la violencia intermitente e indiscri-minada –lo que nos podríamos imaginar como un melodrama terrorista– cuyo ob-jetivo es dejar a la población sometida ate-morizada y pasiva.

Esta última política, sobre todo si pare-ce lograr sus objetivos, invita a los oposito-res del Estado a imitarla. Pero el terrorismo no sólo prolifera por imitación. Si los fun-cionarios de un Estado pueden inventarlo, también pueden hacerlo los activistas de un movimiento. No necesitan tomar lecciones unos de otros; el círculo no tiene un punto de partida único o necesario. Con indepen-dencia de dónde empieza, el terrorismo del movimiento es tiránico y opresor exacta-mente igual que lo es el terrorismo de Esta-do. El objetivo de los terroristas es gobernar, y su método es el asesinato. Tienen su pro-pia policía interna, sus escuadrones de la muerte, sus desapariciones. Empiezan por matar o intimidar a aquellos camaradas que mantienen su postura y, a continuación, proceden a hacer lo mismo, si pueden, a las personas a las que afi rman representar. Si los terroristas logran sus propósitos gobier-nan tiránicamente, y su pueblo soporta, sin consentimiento, los costes del gobierno te-rrorista. (Si los terroristas obtienen sólo un éxito parcial, los costes para el pueblo pue-den ser aún mayores: lo que ahora tienen que soportar es una guerra entre bandas te-rroristas rivales). Pero los terroristas no pue-den lograr la victoria fi nal que tanto anhe-lan sin desafi ar al régimen o a la potencia colonial establecidos y al pueblo al que pre-tenden representar, y cuando pasan a la ac-ción, son ellos los que invitan a los demás a imitarlos. El régimen, ahora, puede respon-der con su propia campaña de violencia di-rigida y aleatoria. El terrorista sigue los pa-sos del terrorista, y cada uno pone al otro como excusa.

La misma violencia también puede ex-tenderse a países que todavía no la han expe-rimentado; en este caso el terror se reprodu-ce, no mediante la sucesión temporal, sino mediante la adaptación ideológica. Los te-rroristas de Estado libran guerras sangrientas contra enemigos en gran medida imagina-rios: por ejemplo, los coroneles del ejército

que se dedican a capturar a los representan-tes del “comunismo internacional”. O los terroristas de un movimiento empeñados en guerras sangrientas contra enemigos con quienes, de no ser por la ideología, podrían negociar y llegar fácilmente a un acuerdo: éstos son los nacionalistas fanáticos compro-metidos con un irredentismo permanente. Es probable que estas guerras, aunque no tengan precedentes, se conviertan en ellos para iniciar el ciclo de terror y contraterror, que es interminablemente opresivo para los hombres y mujeres corrientes a quienes el Estado denomina sus “ciudadanos” y el mo-vimiento su “pueblo”.

La única forma de romper el círculo es negarse a jugar el juego terrorista. Los terro-ristas del Estado o del movimiento nos ad-vierten, con igual vehemencia, de que esta negativa es un signo de debilidad e ingenui-dad. El autorretrato de los terroristas es siempre el mismo. Son duros y realistas; co-nocen a sus enemigos (o los inventan en privado para sus fi nes ideológicos), y están dispuestos a hacer lo necesario para lograr la victoria. ¿Por qué entonces los terroristas dan vueltas y más vueltas en el mismo cír-culo? Es verdad: los terroristas del movi-miento ganan apoyo porque hacen ver que se enfrentan a la brutalidad del Estado con determinación y efectividad. También es verdad que los terroristas de Estado ganan apoyo porque hacen ver que se enfrentan a la brutalidad del movimiento con determi-nación y efectividad. Ambos se alimentan del temor de una población sometida y oprimida. Pero no hay manera de superar la brutalidad con el terror. En el mejor de los casos, la carga pasa de una población a otra, y lo más probable es que todo el mun-do vea aumentada su carga. La verdadera liberación sólo puede alcanzarse mediante una política que movilice a las víctimas de la brutalidad y apunte cuidadosamente a los causantes de la misma, o mediante una política que renuncie a la esperanza de vic-toria y dominación y busque deliberada-mente una solución intermedia. En ambos casos, una vez repudiada la tiranía, el terro-rismo deja de ser una opción. Puesto que lo que se esconde tras esas excusas, tanto de los funcionarios como de los activistas, es su predilección por una política tiránica. ■

[Este texto corresponde a los capítulos 3 y 4 del li-bro Refl exiones sobre la guerra de Michael Walzer. Tra-ducción de Carme Castells y Claudia Casanova. Pai-dós, 2004]

Michael Walzer es profesor de Ciencias Sociales en el Instituto Advanced Study de Princeton. Au-tor de Guerras justas e injustas.

19 La razón por la cual la estrategia terrorista, por indecente que sea en sí misma, no puede ser instrumental para ningún fi n político decente es porque todo fi n de-cente debe dar cabida, de alguna manera, a las personas contra las cuales se dirige el terrorismo, y lo que el terro-rismo expresa es, precisamente, el rechazo a tal cobijo, la devaluación radical del Otro. Véase mi argumentación en Just and Unjust Wars, Nueva York, Basic Books, 1977, págs. 197-206, especialmente la 203.

20 Aristóteles, La Política 1313-1314ª.

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PREGÓN TAURINO

FERNANDO SAVATER

C uando un amigo muy querido me hizo llegar la invitación para ser pregonero nada menos que de la

Feria de Abril sevillana, tuve la tentación de responder lo mismo que dijo Borges a un admirador que le proclamaba el mejor escritor vivo del mundo: “Comete usted un error muy generoso”. En efecto, sólo por culpa de un error demasiado generoso puede explicarse que esté yo hoy aquí ante ustedes con la tarea descomunal y honrosa de emular mal que bien lo que hicieron excelentemente bien en los pasados años talentos tanto más ilustres. Domine, non sum dignus…

Creo sinceramente carecer de títulos válidos para ocupar esta noble tribuna. Pero ésa es la menor de mis preocupacio-nes, porque conozco suficientemente la cordialidad hospitalaria de quienes me invitan y de todos ustedes como para saber que están dispuestos a tratar como a un cisne a cualquier patito o patoso feo. Lo que de veras me angustia es mi especial torpeza ante este tipo de encargos, aliviada –justo es decirlo– por el hecho afortunado de que rara vez me los hacen. Carezco de dotes para el género celebratorio y no sé decir cosas adecuadamente bonitas, por lo menos cuando me lo propongo. A veces los piropos se me escapan, como los suspi-ros de la boca de fresa de Margarita según Rubén Darío, pero casi nunca logro for-mularlos deliberadamente de forma com-petente.

Imaginen ustedes, por ejemplo, que quisiera cantar los debidos elogios a Sevi-lla, ciudad que a mi juicio los merece casi todos. Si estoy en privado, con un grupo de amigos o con un extranjero interesado en visitar Andalucía, seré sin duda elo-cuente y persuasivo al recomendarles tan informal como calurosamente esta memo-rable capital. Por el contrario, ante un auditorio numeroso y en una ocasión ofi -cial como la que ahora vivimos, sólo se me

ocurren balbuceos lisiados: Sevilla, mara-villa, la maravilla de Sevilla y vuelta a empezar. Cuanto va más allá de tales tópi-cos ingenuos me resulta rebuscado, pre-tencioso y hueco. Esta situación me recuerda un programa de la televisión francesa que vi hace bastantes años. Lo protagonizaba la señora (o señorita o ambas cosas alternativa y sucesivamente) Marlene Mourreau, que poco después se vino a vivir a España, donde ha llegado a adquirir justifi cada notoriedad. Consistía en la retransmisión en directo desde la playa de Biarritz de una especie de concur-so veraniego. La interesante Marlene, en el más abreviado de los biquinis, se ofrecía a la libido poética de una serie de mozos obviamente más ricos en testosterona que en metáforas. Uno tras otro debían reque-brarla como su afán les revelase y ganaría el que lograra el piropo más sugestivo, según el juicio inapelable de la bella. Si no comprendí mal, el premio consistía en una envidiable soireé tête-a tête del ganador y lo ganado. Comenzó la liza y allí se oyeron cosas inenarrables que yo nunca hubiera creído posible formular en la lengua de Racine. La así vitoreada agradecía las burradas con falsamente escandalizados mohines y sonrisas. Pero incluso en la más hirsuta de las huestes se esconde un aspi-rante a Rilke. Congestionado por la emo-ción creadora y por el esfuerzo intelectual, el último de los contendientes rugió con delicadeza casi subversiva: “¡Tienes piel de melocotón!”. Hubo un emotivo silencio y después la homenajeada, con una carcaja-da y un ademán inequívoco, descartó el epigrama comentando: “¡Demasiado inte-lectual para mí!”. Yo la escuché y tomé buena nota de la crítica. En cuanto me subo a zancos retóricos para celebrar lo que más aprecio, me digo que estoy siendo más intelectual de lo soportable. Y, claro está, cierro el pico. Sevilla, maravilla: pun-to fi nal.

Entonces, ¿qué hacer? Abrumado por esta perentoria demanda leninista, le daba yo vueltas al tema imposible de mi pregón desde que con culpable osadía acepté el compromiso de pronunciarlo. Inesperada-mente, fue Internet quien como moderno Amadís acudió a rescatarme de las dudas. A mi correo electrónico, habitualmente sólo frecuentado por los inevitables virus que tanto nos dicen de la cordialidad fra-terna de nuestros semejantes, empezaron a llegar mensajes de advertencia. Por lo vis-to, la prensa había publicado anticipada-mente que yo debía encargarme este año de oficiar como pregonero y la noticia movilizó a diversas personas pertenecien-tes a grupos ecologistas, de defensa de los derechos de los animales y antitaurinos por principio en general. La pregunta que me hacían, en la mayoría de los casos car-gada de reproche, puede resumirse así: “¿Cómo es posible que usted, un profesor de ética de convicciones ilustradas y hu manistas, se preste a ejercer como telo-nero y ensalzador de un cruel festejo tauri-no?”. La cuestión así planteada, junto a la objeción que encierra, me pareció legíti-ma. Es más, me indicaba un posible argu-mento para esta alocución relacionado directamente con los temas con los que estoy más familiarizado y entre los que me muevo, no sin razonables vacilaciones, con mayor desenvoltura. De modo que decidí aceptar el reto y tomar el toro por los cuernos, nunca mejor dicho...

Para comenzar, a modo de introito, debo hacer memoria de mis primeros con-tactos con el toro bravo. El inicial de todos ellos, en carne y hueso (dejando aparte fotografías y carteles de la fiesta) tuvo lugar cuando yo contaba siete u ocho años y resultó bastante impresionante. Enton-ces vivía en San Sebastián, pero aquel vera-no pasé una semana o dos en Vinuesa, en la provincia de Soria, con mis abuelos maternos que tenían allí familia. Era un

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pueblito pequeño y a mí, pese a ser tan incurablemente urbano, me encantaba explorar sus callecitas estrechas que siem-pre desembocaban en la anchura de los campos. Así que esa tarde me distraje de la vigilancia de los mayores, no demasiado exigente por la ausencia de automóviles en el pueblo que pudieran constituir gran peligro, y me fui solo a correr aventuras al menos hasta la hora de la merienda. Me recuerdo cruzando una plaza empedrada, vacía, aún doblegada por el último sol fuerte del día. De pronto se oyó un tañer de esquilas y por uno de los extremos late-rales aparecieron trotando tres bueyes blanquinegros que cruzaron frente a mí hacia el campo cuyos árboles apuntaban detrás de las últimas casas. Me sobresalta-ron un poco pero los vi pasar con arrobo y agradecimiento, porque se convertían en la anécdota heroica de la tarde que pensa-ba contar de inmediato a mis abuelos. Fue entonces cuando detrás de ellos, enorme y azabache, llegó el toro. Ni respirar pude, no ya moverme: llevaba alta la cabeza armada y por un momento pareció vacilar

el garbo ágil de su paso, como si dudase entre seguir a los mansos o venir a visitar-me más de cerca. Cerré un instante los ojos para que aquello resultara un sueño y enseguida fuese a despertarme ya en la seguridad confortable de la cama. Los abrí al oír sonido de cascos herrados sobre los adoquines y voces de advertencia. Dos jinetes pasaron casi al galope, encaminan-do el toro tras los cabestros, mientras uno de ellos me lanzaba una breve ojeada de alarma y fastidio. La plaza quedó otra vez vacía y, tras unos segundos en blanco, yo me di la vuelta para correr a trompicones hacia la merienda familiar. De mi exaltada y confusa narración del suceso, creída sólo a medias, lo único que se derivó fue la prohibición de que volviese a irme solo por ahí, pero el consiguiente arrepenti-miento (y el susto) no me duró más de cuarenta y ocho horas.

Ha pasado casi medio siglo y la memoria, que es más pictórica que foto-gráfi ca, sin duda ha ido embelleciendo y transformando la aparición imponente de aquella tarde. Ya no sé que hay de cierto

en mi recuerdo y todo se parece por fi n a un sueño, a ese sueño que en el instante del quizá imaginario peligro soñé soñar. Da igual: verídico o legendario, el toro de Vinuesa está en el fondo de todas mis experiencias taurinas como el auténtico bos primigenium. Por supuesto, después vinieron muchos otros, aunque en la mayoría de los casos vistos ya desde el ten-dido. La corrida más antigua de la que guardo registro tuvo lugar en la plaza del Chofre, en San Sebastián, más o menos en la Semana Grande de mis 10 años: el car-tel lo componían Antonio Bienvenida, Julio Aparicio y Miguel Báez, Litri. A mi padre, que a pesar de ser andaluz no era demasiado taurino, le solían mandar un abono para aquella feria de agosto y el res-to de la familia nos turnábamos para acompañarle a la plaza. Durante aquellas jornadas de verano de afi ción esporádica y sin continuidad a lo largo del año descubrí al que se convirtió en mi torero favorito, que luego supe que lo era también de muchos otros con mejor discernimiento: Antonio Ordóñez. Largo tiempo después, cuando derribaron el Chofre en uno de los numerosos pelotazos urbanísticos que se dieron a fi nales del franquismo, me gustó y hasta me emocionó saber por boca del propio maestro que Ordóñez rescató la barandilla en metal forjado de uno de los palcos de aquella vieja plaza en que cose-chó tantos éxitos y se la llevó para ornato de su fi nca El Recreo de San Cayetano, cerca de Ronda.

Ahora díganme: ¿qué opinan ustedes de las coincidencias? Vaya ésta para su archivo: quisieron los burlones y enigmá-ticos meandros del tiempo que mi casa actual en San Sebastián, donde vivo desde hace un cuarto de siglo y donde he escrito la mayor parte de mis libros (donde escri-bo también estas páginas que hoy someto a su resignación benévola), fuese la misma casa que alquilaba la familia Bienvenida

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PREGÓN TAURINO

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cuando venía en aquellas ferias estivales al País Vasco. ¿He dicho “coincidencias”? No puedo por menos de recordar aquí el verso de Borges: “Algo que ciertamente no se nombra con la palabra azar / rige estas cosas...”.

Después, con amigos muy queridos, cultivé la admiración por otros diestros en otros muchas plazas: Paco Camino, Curro Romero, Rafael de Paula... Sí, yo también he visto torear a Curro en la Maestranza de Sevilla. Y varias veces inolvidables a Ordóñez en la Maestranza de Ronda, en la corrida goyesca que suponía su vuelto anual a los ruedos cuando ya estaba ofi -cialmente retirado. También fue en Ron-da, en el palacio de Salvatierra, donde par-ticipé en un simposio taurino-fi losófi co del que levantó acta fotográfica Rafael Atienza y del que hoy rememoro más olo-res, sabores y risas que palabras. Momen-tos dichosos, al menos en la pantalla de mi memoria que tiene un eficaz antivirus contra los malos recuerdos. Pero a pesar de tan gratos escarceos, nunca me he consi-derado un verdadero aficionado a los toros. José Bergamín, con quien también coincidí en varias plazas, me decía mali-ciosamente: “A ti no te gustan los toros, sólo te gustan las buenas corridas”. Tenía mucha razón, porque en pocos sitios me he aburrido e impacientado tanto como en ciertos festejos taurinos. Además nunca he sabido ir solo a una corrida, necesito amigos y compañía para disfrutarlas: en cambio he estado perfectamente solo en los hipódromos de varios continentes, gozando con generosa plenitud incluso de las competiciones más lánguidas. Para mí los toros son una ocasión social, pero los caballos son un asunto personal : supongo que tal es la señal de la verdadera afi ción.

Lo que desde luego jamás he aspirado a ser, ni en cuestión de toros ni tampoco de caballos, es lo que suele denominarse un “entendido”. La fi gura del “entendido”, sobre todo si ofi cia con conciencia de tal, casi siempre me resulta más bien patética, sea en corridas o en carreras, en amores, en libros o en política. Aunque me encan-ta ilustrarme sobre los temas apasionantes y escuchar los relatos de quienes estuvie-ron allí donde me hubiera gustado estar y en el día preciso de autos, me apunto entre los que disfrutan como los niños y los recién llegados, los ingenuos salvajes que nunca logran entender lo que les gus-ta y por qué les gusta. No entiendo las ale-grías y por eso me alegro: sólo creo enten-der de veras, en cambio, lo sin remedio, lo que deploro haber llegado a entender.

Pero dejemos de momento a un lado

los tecnicismos de la fi esta taurina, en los que sin rodeos me declaro lego, y su enco-mio estético, que tantos otros ya han reali-zado con mayor fuerza expresiva de la que yo puedo aspirar a improvisar aquí. Vea-mos las objeciones de crueldad que se le hacen y que varios corresponsales espontá-neos me recordaron por correo electrónico con ocasión de este pregón. ¿Son crueles las corridas de toros? El origen etimológi-co de “crueldad” es cruor, el fl uir de la san-gre que se derrama a la vista de todos des-de la carne desgarrada. En tal sentido, sin duda hay un elemento cruel básico en las corridas, imposible de olvidar o incluso de minimizar. Pero cruor es también la raíz de “crudo”, o sea lo que se ofrece tal como es sin cocina ni aderezo, y quizá esta palabra nos orienta un poco más hacia la realidad de la fi esta. En las corridas de toros lo que hay es propiamente más crudeza que crueldad: porque vemos en el ruedo una cruda realidad que alcanza niveles simbóli-cos y sugestiones alegóricas sin enmascarar nunca por completo su fi ereza desasose-gante y cruda. Esa realidad que se muestra es la realidad de la muerte, cuya anticipa-ción ciertísima constituye el elemento cla-ve que funda nuestra conciencia humana.

A diferencia de los dioses o los seres inanimados, que no mueren, a diferencia de los animales, que mueren sin saber de antemano que van a morir, los humanos somos precisamente los únicos mortales, aquellos cuya vida trascurre siempre cara a cara con la muerte. Para los mortales, la realidad de la muerte tiene una doble manifestación: como riesgo permanente y como destino fi nal. Ante ambas la reac-ción espontánea es el miedo y después el olvido, la inconsciencia. Son precisamen-te esas dos manifestaciones las que ocu-pan el centro de la plaza en la fi esta: en el caso de los toreros, como riesgo que se esquiva y con el que se juega en un per-petuo estilizamiento que se sobrepone al miedo de lo que conocemos demasiado bien; y en el caso del toro como destino que fi nalmente se cumple, porque el ani-mal muere en nuestro lugar esa muerte que él desconoce y nosotros vemos apla-zada gracias al arte. La cruda realidad de la muerte brinda así ocasión para que se afi rme con plena conciencia la gracia de la vida, esa gracia que sólo puede sabo-rear quien tiene la desgracia de ser mor-tal. La vida como don de la suerte y como encanto del coraje, la vida cara a cara frente a la muerte pero negándose a perder la cara ante ella. ¿Un espectáculo cruel? Sin duda, pero también la repre-sentación de lo trágico en toda su crude-

za y con un fondo de resignación triun-fal: como la vida misma, a pesar de todo.

Se dirá que puede mostrarse el enlace entre riesgo y destino de nuestra condi-ción mortal de un modo menos explícito, más incruentamente simbólico, tal como se expresa en otras formas artísticas o lite-rarias. Es decir, sin necesidad de verter auténtica sangre y sin hacer sufrir a seres vivos que nada saben de nuestras perpleji-dades metafísicas. Lo mismo que en los hábitos culinarios hemos pasado de lo cru-do a lo cocido (o a lo frito, que para algo estamos en Andalucía), también las expre-siones artísticas en que nos reconocemos y nos refl ejamos han ido perdiendo crudeza a través de la modernidad: en cuanto a la crueldad misma, sin duda no ha desapare-cido de ellas, más bien lo contrario, pero ha ido haciéndose primordialmente psico-lógica e imaginaria. Todo lo cual es cierto, sin duda, aunque esta argumentación a mí me lleva más que a solicitar la abolición de las corridas a intentar preservarlas. Repre-sentan una auténtica excepción cultural, el engarce improbable y frágil entre un cru-do ritual antiguo y la estilización normati-va, codificada hasta el melindre, que la modernidad impone en los espectáculos públicos. En la plaza de toros, lo que fue antaño batalla por la supervivencia y des-pués fabulosa cacería –la venatio que cons-tituía el centro de los festejos del circo romano– pervive convertido en un ballet dramático juntamente sutil y brutal, tute-lado por un reglamento cuyo cumplimien-to el público exige y que aplica la autori-dad competente. Como digo es lo excep-cional, lo ya nunca visto.

Los abogados de la acusación contra la fi esta taurina dicen que si tal espectáculo fuese inventado hoy sería prohibido de inmediato: o sea, que como novedad nun-ca contaría con el visto bueno de las auto-ridades contemporáneas europeas. Tam-bién este argumento tiene un fondo de verdad pero no por ello se convierte en irrefutable. Si vamos a eso, en nuestros días y en nuestra Europa nunca habrían podido obtener licencia inaugural –sea por miramientos de salud pública o de correc-ción política– otros usos de función social nada desdeñable: por ejemplo el vino, la galantería, el queso de Camembert y el catolicismo, entre otros no menos conspi-cuos. Quizá hubiéramos sido más sanos y felices sin estas amenazas y sin los toros pero, en vista de que ya están ahí, parece preferible minimizar sus inconvenientes, prevenir sus adulteraciones, relajarse y dis-frutar. Si lo que nos preocupa es el sufri-miento de los animales, el verdadero pro-

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FERNANDO SAVATER

blema está en los millones y millones que criamos para comernos y llevamos al matadero, no en los cientos de toros inmolados en las plazas. La auténtica pun-zada para ciertas sensibilidades morales debe provenir en primer término de que somos carnívoros, no de que somos afi cio-nados a los toros. Incluso la tenaz defenso-ra de los animales Elisabeth Costello, por-tavoz literaria del gran escritor y premio Nobel Coetzee, admite que “a un nivel ético, sigue ha biendo algo atractivo” en las corridas de toros, donde se honra al adver-sario por su fuerza y su bravura, se le mira a los ojos antes de matarlo y se le dedican canciones después, lo cual no se concede a ninguna otra víctima de nuestra produc-ción industrial de proteínas animales, Lo malo, señala Costello o Coetzee, estriba en que este ritual es poco práctico para ali-mentar con fi letes a cuatro mil millones de seres hu manos.

Por lo tanto, mientras no se afronte el caso de las granjas avícolas y los mataderos municipales, el cañonazo de la buena con-ciencia contra la línea de fl otación de la fi esta taurina sigue siendo de fogueo. O como decimos por aquí, un brindis al sol. Así debieran haberlo comprendido, si es

que son razones compasivas las que verda-deramente les mueven, los responsables de la reciente declaración ofi cial de Bar celona como ciudad antitaurina. ¿Qué ocurri ría si una medida tan liberal y oportuna en el marco del Fórum 2004 de respeto a todas las culturas fuese respondida, verbigracia, por la declaración de Sevilla como territo-rio libre de butifarra, en la consideración de que tan sabroso embutido motiva anualmente muchas más ejecuciones extrajudiciales que las corridas de toros e incomparablemente más ignominiosas?

A mi juicio, sólo menospreciamos aquellas existencias –animales o vegetales– que no consideramos como parte necesa-ria y signifi cativa de nuestra propia vida. Lo que sin duda debemos a los seres vivos, tanto a los que se nos asemejan como a los demás, es precisamente la conciencia de su signifi cado: sea de hermandad, de utilidad, de diversidad de formas, de belleza o de peligro. A unos les expresaremos esta deu-da como reconocimiento, a otros como admiración o cautela, a todos a fin de cuentas como piedad, es decir como respe-to compasivo sin aspavientos histéricos. Por lo demás, entre depredación y explo-siones, la vida continúa abriéndose paso. Y

también, inexplicable e incomprensible, su alegría, la alegría misteriosa de quienes nos sabemos mortales. Ahora vamos a inaugu-rar una de sus más altas manifestaciones, esta Feria sevillana de abril y yo, sencilla-mente, les agradezco estar aquí. Esta tarde, en la Maestranza, junto a todos ustedes, seré inevitablemente, ay, este viejo actual que tanto teme y de tanto desconfía. Pero seré también el niño, maravillosamente: ¡Sevilla es maravilla! Aquel niño que soli-tario en la plaza de Vinuesa, bajo el sol de una tarde hace tanto perdida, vio pasar de largo entre jinetes protectores al invencible toro de la muerte. ■

[Texto del pregón pronunciado en Sevilla en abril de 2004].

Fernando Savater es filósofo y escritor. Cate-drático de Ética. Autor de La ética como amor pro-pio, Ética para Amador, El jardín de las dudas y Las preguntas de la vida.

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LA TEORÍA POLÍTICA DE LA NUEVA DERECHA EUROPEA

J. ANTÓN MELLÓN

IntroducciónLa corriente cultural-política denominada Nueva Derecha (ND) (europea) posee ya una larga trayectoria de treinta años. Naci-da en Francia a principios de la década de los setenta del pasado siglo, con una clara vocación europeísta, ha sido capaz de orien-tar el desarrollo de sucursales en Italia, Bél-gica, Alemania, Gran Bretaña, Rusia e in-cluso España. Desde el buque insigne de la fl ota, la asociación francesa Groupement de Recherche et d’Études pour la Civilisation Européenne (GRECE) y con su líder indis-cutido, Alain de Benoist, al frente, se im-parte doctrina de la cual se hacen eco los M. Tarchi en Italia, R. Steuckers en Bélgica, M. Walker en Gran Bretaña, A. Douguin en Rusia o José Javier Esparza en España. Todos ellos comparten unos mismos crite-rios políticos e ideológicos. Creen, sincera-mente, que han sido capaces de desarrollar un nuevo paradigma político que rebasa las viejas y caducas concepciones de la derecha y la izquierda tradicional. Afi rman que sus concepciones son una síntesis de un “nuevo centro político” que ha sido capaz de com-paginar planteamientos comunitaristas, ecologistas, democráticos, neofeministas e identitarios1. Opinando que dicha síntesis responde a los problemas más perentorios que agobian a los ciudadanos europeos, creen tener una alternativa a todo aquello que juzgan como nefasto: la hegemonía del liberalismo universalista y el liderazgo ideo-lógico de unos valores democráticos que se fundamentan fi losófi camente en la doctrina de los Derechos Humanos, opinando que los Derechos Humanos deben ser sustitui-dos por los Derechos de los Pueblos (étnicamente homogéneos), según ellos, los verdaderos protagonistas de la historia.

Estos planteamientos podrían juzgar-se como una curiosidad cultural al ser di-rectos herederos de la tradición cultural antiilustrada si no valoráramos que parti-dos que inspiran sus programas políticos en parte de esas concepciones o están en el poder, como el neopopulista Freiheitli-che Partei Österreichs (FPÖ) austriaco (y también en menor grado la Lega Nord –LN– italiana) o logran 5,5 millones de votos, como los obtuvo J. Mª Le Pen en la segunda vuelta de las elecciones presi-denciales francesas en 2002 con el apoyo de las organizaciones neopopulistas Front National (FN) y Movement National Ré-publicain (MNR). De ahí que pensemos que tenga interés (político, académico y cultural) intentar dar respuesta al siguien-te interrogante: ¿es cierto que las concep-ciones de la ND son un nuevo paradigma político más allá de la derecha y la iz-quierda? Interrogante genérico que se po-dría ampliar con otras relevantes pregun-tas como las siguientes: ¿constituyen las concepciones nucleares doctrinales de la ND una ruptura respecto a las concep-ciones nucleares de los idearios anti-democráticos de extrema derecha del pri-mer tercio del siglo xx? O, por el contrario, ¿presentan más elementos de continuidad que de ruptura?

A todo ello intentará dar respuesta el presente artículo, que también expondrá las relaciones entre el ideario de la ND y los programas y declaraciones políticas de cuatro organizaciones neopopulistas: el FN y el MNR francés, la LN italiana y el FPÖ austriaco. A través de un análisis de las concepciones nucleares del pensa-miento de la ND en su conjunto, conte-nidas en el órgano ofi cial de GRECE: la revista Éléments pour la culture européenne (primer número septiembre/octubre de 1973); una selección de la extensa pro-ducción teórica de la ND francesa en ge-neral y de A. de Benoist en particular;

manifi estos de la ND francesa, italiana y española; y una selección de artículos de las revistas de la ND italiana Trasgressioni (primer número mayo/agosto de 1986) y española Hespérides (1993-2000).

El criterio para seleccionar los artícu-los escogidos ha sido sencillo: traduccio-nes del francés de un mismo artículo de A. de Benoist2 (por ejemplo en Trasgres-sioni el 10% de los artículos publicados entre 1986 y 2002 –24 sobre 248– fue-ron de este autor) o análisis paralelos coe -táneos de un mismo tema clave. Por ejemplo, la descalificación del Estado-providencia es un tema muy reiterado en la producción de la ND; así A. de Be-noist y G. Faye (la segunda autoridad in-telectual de la ND hasta su separación de GRECE en 1986) escriben un artículo titulado: ‘Contre l’Etat-providence’ que fue publicado en Éléments en su número 44 (1983), artículo que fue reproducido en Trasgressioni en su número 5 (1987) y en la antología en lengua castellana Las Ideas de la Nueva Derecha (1986).

Otros temas clave como el cristianis-mo, Europa, la modernidad, el paganis-mo, la sociedad de consumo, el renaci-miento de los pueblos, el occidentalismo, el comunitarismo, la hegemonía liberal, el totalitarismo, el diferencialismo y la tercera vía política y económica también reciben un tratamiento común en las pu-blicaciones de la ND europea. General-mente el tema es tratado primero por la ND francesa y a continuación el resto de sus homólogas europeas se hacen eco.

La polémica en Europa y EE UULa ND ha sido y es una corriente de pen-samiento muy confl ictiva en el terreno

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1 Véase el número 19 de la revista Hespérides (vera-no de 1999), órgano de expresión extinto de la ND es-pañola, número dedicado a ‘La Nueva Derecha del año 2000’.

2 Por ejemplo el artículo: ‘Hayek: la loi de la jun-gle’, publicado en Éléments, núm. 68 (1990), traducido al italano en Trasgressioni, núm. 11 (1990) y al castellano en Hespérides, núm. 3 (1994).

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del debate ideológico por sus premisas, enemigos y vocación de intervención cul-tural. Si nos fi jamos exclusivamente en los últimos diez años observamos que el debate intelectual en torno a la clasifi ca-ción política de la ND ha alcanzado en Francia un muy alto nivel de polémica (posiblemente por el paulatino ascenso electoral del FN de J. M. Le Pen3). El 13 de julio de 1993 se publicó en el presti-gioso diario Le Monde un artículo titula-do: ‘L’appel á la vigilance lancé par qua-rante intellectuels’. De entre los fi rmantes

destacan tres Premios Nobel y trece miembros del Collège de France. El nú-cleo central de su argumentación consis-tía en denunciar a la ND como faro teó-rico de la extrema derecha europea y por ser una reconversión culturizada de los idearios antidemocráticos del primer ter-cio del siglo xx; al mismo tiempo que re-cordaba que esas ideas incitan a la exclu-sión, la violencia y el crimen y llamaba a una actitud vigilante y militante de los intelectuales europeos antifascistas.

La réplica ofi cial de la ND francesa la dio Charles Champetier, director a la sa-zón de Éléments, en un artículo de dicha revista (núm. 78, septiembre de 1993) ti-tulado: ‘El Verano de los Dinosaurios:

Violenta Campaña de Prensa Contra la Nueva Derecha’. En dicho artículo, Champetier reivindicaba la libertad de expresión y denunciaba la campaña de demonización de pensadores no-confor-mistas.

Sin embargo, mayor relevancia inte-lectual tendría el hecho de que la revista norteamericana de Filosofía y Teoría Polí-tica Telos dedicara un número monográfi -co (número especial doble 1998-1999, in-vierno de 1993-primavera de 1994) a di-cha polémica con el revelador título de ‘La Nueva Derecha Francesa. Nueva De-recha-Nueva Izquierda ¿nuevo paradig-ma?’. En dicho número monográfi co el director de la revista, Paul Piccone, tercia-ba en el debate en un artículo que iniciaba el volumen titulado: ‘Analizando la Nueva Derecha francesa: ¿viejos prejuicios o nue-vo paradigma político?”. Piccone se de-cantaba en su exposición por descalifi car a los cuarenta intelectuales franceses autores del manifi esto de julio de 1993, acusán-doles de neoestalinistas y macarthistas; además de afi rmar que los planteamientos críticos básicos de la Escuela de Frankfurt habían sido asumidos por la Nueva Dere-cha francesa y que, efectivamente, los pos-tulados de la ND, califi cados de interesan-tes y valientes, constituyen un nuevo pa-radigma político, sobre todo, afi rma, si lo comparamos con las concepciones nuclea-res de la Nueva Derecha norteamericana4. Otros artícu los del citado número mono-gráfi co de Telos analizaban otros aspectos de la ND, como por ejemplo, la ND ita-liana; P. A. Taguieff publicaba un ensayo titulado: “El caso Alain de Benoist”; y se reproducía uno de los artículos más em-blemáticos del propio líder de la ND fran-cesa: ‘La Idea de Imperio”.

3 Un análisis histórico riguroso del ascenso de FN en: Gallego, Fernán: Neofascistas, Plaza Janés, Barcelona, 2004.

4 Paradigmáticamente, dicho artículo fue publica-do por Hespérides, nùms. 16-17.

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L A TEORÍA POLÍTICA DE L A NUEVA DERECHA EUROPEA

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Por las mismas fechas, 1994, Pierre-André Taguieff (director de investigación del prestigioso centro francés CNRS y el más importante especialista en la ND) publica una de sus más relevantes obras: Sur la Nouvelle droite, obra en la que aboga por la discusión y el debate y des-califi ca lo que él denomina procesos in-quisitoriales y demonización de la ND. En su opinión, la posición de la ND francesa respecto al eje derecha/izquierda es “indeterminable”, “transversal”; y el propio Benoist es califi cado de “fi gura enigmática” y “tránsfuga”. Ese mismo año el prestigioso investigador de la ex-trema derecha italiano, Piero Ignazi, pu-blica un estudio titulado L´extrema destra in Europa; en esta obra, Ignazi menciona a la ND europea en general y la obra de A. De Benoist en particular, afi rmando que la ND es un movimiento cultural sincrético que debe ser distinguido de los planteamientos del fascismo clásico –su matriz cultural– por sus posturas antina-cionales, su rechazo de la violencia y sus planteamientos “po tencialmente no au-toritarios” (Ignazi, 1994:42). En 1996, el conocido historiador Walter Laqueur, especialista en fascismo, publica una obra: Fascism. Past, present and future, en el que incluye a Benoist en un mismo plano que Julius Evola como referentes teóricos de los grupúsculos neofascistas europeos en general e incluso revela una cierta ayuda económica de la ND france-sa a la extrema derecha rusa.

Posteriormente, en 1999, el profesor británico Roger Griffi n redacta un artícu-lo para ser publicado en la revista Con-temporary French Studies, con el signifi ca-tivo título de ‘Entre la metropolítica y la apolítica: la estrategia de la Nueva Dere-cha Europea para conservar la cosmovi-sión fascista en el interregno’. Afi rmando que el núcleo central del ideario de la ND es inequívocamente fascismo puro, dado su carácter palingenético, de recha-zo a la Ilustración y sus planteamientos holísticos, reconciliadores de la tradición y de la modernidad. Dos años después Griffi n desarrollaría más sus tesis en el capítulo: ‘¡Cambia más! La herencia fas-cista en la Metropolítica de la Nouvelle Droite’, de la obra de Edward Arnold: Th e Development of the Radical Right in France 1890-1995, Routledge, London (en prensa).

En España este debate apenas ha te-nido eco salvo en algunos especialistas. Uno de ellos, Xavier Casals, en una re-ciente obra: Ultrapatriotas, expone al ha-blar de la ND:

“(...) la ND se ha situado en una zona ideológica-mente amplia y difusa, entre la derecha liberal y la extrema derecha (...) actualmente identifi car a la ND con la ultraderecha sería reduccionista, aunque es innegable su infl uencia en la misma” (Casals, 2003:17).

A su vez, Manuel Florentín, en su obra Guía de la Europa Negra, afi rma que se aprecia en la producción de la ND una clara herencia conceptual del nazismo (Florentín, 1994:81).

De todo ello se desprende que la con-ceptualización y el enmarque ideológico de la ND no es tarea fácil. Sin embargo, en nuestra opinión el grado de inteligencia y profundidad con que la ND critica las miserias y alienación existentes en las pos-modernas sociedades occidentales desarro-lladas no debe hacernos perder de vista cuál es el núcleo central de las concepcio-nes de la ND: sus concepciones nucleares específi cas y el uso político que se ha he-cho de ellas por las organizaciones neopo-pulistas entre otras.

Aspectos metodológicosPor lo que se refi ere a los aspectos meto-dológicos, esbozaríamos los siguientes puntos: la lectura de la totalidad de las fuentes utilizada se efectuó tras haber es-tablecido unos esquemas de análisis basa-dos en la búsqueda de la visión que de sí mismos (autodefi niciones) tiene la ND; qué problemas político-sociales detectan como más relevantes y sus causas (diag-nóstico); cuáles son las metas que quieren alcanzar (objetivos); y, fi nalmente, un úl-timo parámetro en el que los fragmentos escogidos pudieran sintetizar su forma de comprender y estar en el mundo (visión del mundo).

Para poder efectuar este último apar-tado, el más sofi sticado, se ha utilizado un instrumental analítico que combina ele-mentos conceptuales de la fi losofía moral y política y de la teoría política. Por ejemplo, se ha tenido muy en cuenta, por su gran relevancia, la visión de la ND del hombre y de la naturaleza, además de dar una im-portancia relevante a la forma como se en-tendían y usaban los básicos conceptos de “libertad”, “igualdad”, “identidad” y “po-der”. El siguiente paso ha consistido en analizar si el conjunto de la información clasifi cada tenía una coherencia global y homogénea entre todas las fuentes consul-tadas y en comprender los hilos conducto-res de dicha coherencia.

Dichos hilos conductores del ideario de la ND sólo han sido inteligibles a la luz de la localización de lo que denominare-mos ideas-fuerza o concepciones nucleares.

Las concepciones nucleares serían el núcleo duro de todo ideario político, las ideas-base en torno a las que se articula el resto del ideario. Serían éstas las ideas que podría-mos considerar concepciones nucleares es-pecífi cas en torno a las que se articularían, coherentemente, otras ideas que denomi-naremos concepciones nucleares comparti-das. Las primeras proporcionarían la espe-cifi cidad de un determinado ideario al no ser compartidas por otros idearios, mien-tras que las segundas permiten agrupar a sus emisores en subconjuntos integrados en conjuntos mayores (las concepciones nucleares compartidas serían así intersec-ciones de conjuntos, por seguir el símil de la matemática moderna), como por ejem-plo la familia amplia de la derecha y subfa-milias de “extrema derecha”, “derecha radi-cal”, “nueva derecha”, etcétera. Por tanto, todos los discursos que pueden ser inclui-dos en la familia amplia de la derecha ten-drían unas mismas concepciones nucleares compartidas; y, a la vez, cada una de las subfamilias poseerían unas concepciones nucleares específicas que les permitirían distinguirse y diferenciarse entre sí.

Una vez localizadas las concepciones nucleares de la ND se las ha cotejado con las concepciones nucleares del fascismo clásico y de las organizaciones políticas neopopulistas5 para establecer de este mo-do los elementos de continuidad y de ruptura con el fascismo clásico y el grado de relación doctrinal-ideológica con el neopopulismo actual. Continuidad o rup-tura que se explicitará en una determina-da y reveladora jerarquización de valores; el sentido y uso de unos concretos térmi-nos clave; una específi ca forma de razonar y argumentar políticamente; y, en última instancia, un modelo de “dasein” en la terminología heideggeriana: una forma de “estar en el mundo”6.

Finalmente, a partir del conjunto de este material empírico y a la luz en lo fun-damental de sus concepciones nucleares específi cas, se ha efectuado una interpre-tación sobre la ND, clasifi cándola en el eje derecha/izquierda e intentando com-prender el por que de la ambigüedad y confusión que sus propuestas han causa-do, al igual que su vulgarización sui géne-

5 Sobre esta cuestión, ver Antón Mellón, J. (edit.): Orden, Jerarquía y Comunidad: Fascismos, Dictaduras y Postfascismos en la Europa Contemporánea, Tecnos, Ma-drid, 2002.

6 Heidegger afi rma que el Ser (Sein) no puede ser separado del hombre en cuanto que ser que está aquí (Dasein). Al respecto, véase: Tugendhat, E.: ‘Difi cultades en el análisis heideggeriano del mundo circundante’, Tu-gendhat, E.: Problemas, Gedisa, Barcelona, 2001.

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J. ANTÓN MELLÓN

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ris por parte de las formaciones neopopu-listas y adaptativa a la realidad política. Confusión y adaptación perfectamente ejemplifi cados por las palabras fi nales de J. M. Le Pen en un mitin celebrado el 21 de abril de 2002, campaña por la segunda vuelta de las elecciones presidenciales:

“Yo soy socialmente de izquierdas, económicamen-te de derechas y nacionalmente de Francia”.

Referentes culturales de la ND europeaLa ND europea es globalmente deudora de la ND francesa en general y de Alain de Benoist en particular. GRECE nace en enero de 1968 en Niza y, paralelamente, en París y Tolouse, con una vocación clara que consigue desarrollar: convertirse en el faro teórico de lo que se va a denominar ND. Para ello realiza un gran esfuerzo de síntesis de los clásicos idearios antidemo-cráticos prefascistas, fascistas y posfascis-tas, excluyendo sólo a los sectores inte-gristas cristianos e incluso incorporando conceptos e ideas de ideologías muy aleja-das de su visión del mundo, como lo pu-diera ser el concepto de hegemonía en A. Gramsci7 o la idea de alienación en el propio Marx.

Retomando el contexto histórico de la época de la aparición en Francia de GRECE, la combinación de la derrota sin paliativos del fascismo clásico en la Se-gunda Guerra Mundial, más los traumas de las pérdidas de Indochina y Argelia pa-ra el ultranacionalismo francés, habían conducido a un sector de éste, intelectual-mente muy lúcido, a un replanteamiento teórico y estratégico-táctico. La “Diosa Francia” maurrasiana debe ser sustituida por la “Diosa Europa”; y Ch. Maurras y M. Barrés pasan a ser unos clásicos más co-mo J. Evola, F. Nietzsche, M. Heidegger, E. Jünger o C. Schmitt. En la materializa-ción de este proyecto ideológico-cultural y metapolítico GRECE y A. De Benoist ju-garán un papel decisivo.

La superación del nacionalismo chau-vinista por parte de estos sectores neofas-cistas franceses, refl ejo galo de un póstu-mo éxito del ecumenismo paneuropeo del nazismo8, tendrá unas importantes repercusiones desde la perspectiva doctri-nal: el tradicional chauvinismo aislacio-nista de las diferentes extremas derechas

europeas es substituido por la adopción de criterios diferencialistas que respeten la diversidad étnica y cultural, siendo el mito unifi cador transnacional Europa9. En España, la creación del neonazi Círcu-lo Español de Amigos de Europa (CEDA-DE) en 1966 en Barcelona se enmarca en este proceso global de reconversión de las extremas derechas europeas tras 1945. El viejo nacionalismo se disolvía en un con-cepto superior racial y etnocrático de ba-se más biológica que cultural.

En ese contexto histórico la etología según los análisis de Konrad Lorenz, la sociobiología y la visión anticristiana de Nietzsche se impone en la ND desde sus inicios10, enlazando con el neopaganismo de la cultura nazi y las concepciones espi-ritualistas esotéricas de los neotradiciona-listas R. Guenon y J. Evola. La etología en los análisis de K. Lorenz y la sociobio-logía serán los referentes científi cos de Be-noist y la ND en estos años iniciales y posteriores de GRECE. Treinta años más tarde, el núcleo duro de la ND francesa del momento presente permanece fi el a estos planteamientos sociobiologistas11, aunque muy matizados y rechazando sim-plifi caciones y determinismos fatalistas:

“(...) el hombre no nace como una página en blan-co: cada uno de nosotros es ya portador de las ca-racterísticas generales de nuestra especie, a las que añaden predisposiciones hereditarias hacia deter-minadas aptitudes particulares y determinados com portamientos” (Benoist; Champetier, 2000).

En su opinión, la etología y la biolo-gía han demostrado científi camente que la agresividad es necesaria para la supervi-vencia de los seres vivos, de lo cual la ND deduce que la guerra no es algo patológi-co sino que forma parte de la realidad humana; en última instancia jerarquiza a las sociedades humanas en la medida en que establece superioridades. Según sus propias palabras: “El hecho de la guerra se enraíza en la hostilidad que resulta de

la diversidad” (Benoist, 1982). La mati-zación de la determinación o condiciona-miento de lo biológico se apoyará en Nietzsche y su concepto capital de la vo-luntad de poder, ley general de todo lo orgánico según este autor de tan profunda infl uencia en Benoist y la ND como vere-mos. Los estudios de K. Lorenz, Premio Nobel de medicina, “demostraban” que todos los seres vivos, entre ellos el hom-bre, son por naturaleza agresivos, terri-toriales y jerarquizados. De ahí el entu-siasmo de Benoist por la obra del científi -co austriaco.

F. Nietzsche es una pieza clave en la arquitectura teórica de la ND12, por sí mismo y por la lectura que de sus con-cepciones hizo M. Heidegger. El punto de vista de Nietzsche de que los hombres necesitan una meta, un sentido de la vi-da, se convertirá en un pilar del ideario de la ND, igual que su profunda aversión al cristianismo y su óptica aristocratizan-te. Por su parte, Heidegger, el “fi lósofo del Ser”, a pesar de su esoterismo, es una fuente fi losófi ca de la que se nutren todos los pensadores de la ND europea por sus convicciones elitistas y comunitaristas (perfectamente adaptables a la cultura ofi cial alemana entre 1933 y 1945). De este modo, los artículos del propio Hei-degger o a él dedicados son muy nume-rosos en las revistas teóricas de la ND: Éléments, Trasgressioni, Hespérides, Vouloir, Th e Scorpion. o Nouvelle École.. El propio Benoist, cuando hace balance de sus maestros intelectuales, sitúa en un plano destacado a Nietzsche13 y a Heidegger. De esta forma, la idea de que en el pre-sente se construye el futuro a partir del pasado es esencial para la ND y está to-mada de Nietzsche y de Heidegger, en palabras de Benoist:

“Para nosotros, el pasado es una dimensión, una perspectiva dada en toda su actualidad (...) el hombre no es más que proyecto. Su conciencia misma es proyecto (..) nosotros creemos en el Eterno Retorno (...) deshacerse de la tiranía del Logos, de la monstruosa tiranía del Libro y de la Ley, para retornar a la escuela del Mito y de la Vi-da (...)”.

7 El XVI Coloquio Nacional de GRECE (no-viembre de 1981) se denominó: Pour un gramscisme de droite.

8 En 1944, de los 910.000 soldados de las Waff en SS, más de la mitad eran extranjeros.

12 En 1974 GRECE publica en su colección ‘Études’, un opúsculo titulado: Nietzsche: morale et ‘grande politique’ (con una introducción de Robert de Herte (A. de Benoist); Éléments, núm. 44, publica un dossier con el revelador título: ‘Nietzsche ou So-crate?’; y Nouvelle École, núm. 51 (2000) está dedica-do integramente a Nietzsche.

13 Para reafi rmar el peso de Nietzsche en la ND podríamos constatar que el propio nombre escogido por la ND española: Proyecto Aurora, se inspira en un tér-mino que el fi lósofo utiliza para referirse a la superación de la decadente –en su opinión– modernidad.

9 Tres decenios más tarde, la ND continúa fi el a es-te objetivo estratégico: “La era de las soberanías naciona-les ha pasado (...) la nación es un contexto demasiado grande para resolver los problemas pequeños y demasia-do pequeño para afrontar los problemas grandes. La idea de una soberanía europea basada en amplias autonomías locales y nacionales, que recoge su origen histórico en la idea de Imperio, me parece la más adecuada para res-ponder a los desafíos del siglo xxi” Champetier, Ch.: ‘Entrevista’, Hespérides, núms. 16/17, 702.

10 En 1969, varios de los fundadores de GRECE crean la Societé Nietzsche y Benoist forma parte de su Consejo Ejecutivo.

11 La biología ha ejercido una gran fascinación en la ND, el núm. 97 de Éléments (2000) expone un dossier sobre lo que denomina revolución cognitiva y molecular de la neobiótica.

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L A TEORÍA POLÍTICA DE L A NUEVA DERECHA EUROPEA

30 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 143

Heidegger lo había expresado así:

“lo que está en el origen se mantiene siempre co-mo un porvenir, permanece constantemente bajo la infl uencia de lo que está por llegar”.

Y en palabras de Jünger:

“la fusión del pasado y del futuro en un presente apasionado”.

De la misma forma, Benoist y el resto de los líderes intelectuales de la ND tie-nen una profunda admiración por la Re-volución Conservadora Alemana, admi-ración que se transforma en devoción por lo que se refi ere a E. Jünger. Por poner un ejemplo, de los 248 artículos publicados por Trasgressioni en la totalidad de los números publicados entre 1986 y 2002 veinte son textos de: E. Jünger (9); C. Schmitt (6); O. Spengler (3); W. Som-bart (1) y K. Hamsun (1). Y en el núm. 19 de Hespérides se anuncia un número monográfi co sobre “La Revolución Con-servadora” que no ha llegado a publicar-se, exponiéndose que:

“A petición de numerosos lectores, la redac-ción de Hespérides ha elaborado un extenso dossier sobre Revolución Conservadora Alemana (...) ri-gurosa revisión crítica de todo lo que esta corriente intelectual ha signifi cado en el pensamiento euro-peo. Textos de y sobre Ernst Jünger, Ernst Nie-kish14, Carl Schmitt. Moeller van der Bruck, Oswald Spengler (...)”.

Reveladoramente, el primer libro pu-blicado por Hespérides en su colección ‘Los libros de Hespérides’ ha sido el de A. de Be-noist: Ernst Jünger y el trabajador. La ND francesa edita numerosos textos de y sobre E. Jünger. De forma paradigmática, D. Venner (uno de los cuarenta fundadores de GRECE) publica en Éléments, en 1995, un artículo titulado: ‘Jünger: la fi gure même de l’Européen’; y el propio Benoist publica en 1998 una obra titulada: Ernest Jünger: une bio-bibliographie en la editorial de GRECE Le Labyrinthe. Finalmente, sobre este aspecto de la devoción a Jünger cons-tatemos que J. J. Esparza está preparando una tesis doctoral sobre este autor. En 1993 A. Douguin, líder de la ND rusa, es-cribe en la revista Vouloir de la ND belga que para alcanzar la paz euroasiática se tie-ne que lograr ser unos sujetos nacionales, libres y tradicionales, “guiados por los prin-cipios de propias revoluciones conservado-ras” (Douguin, 1993:37).

Por tanto, reiteremos que los revolu-cionarios conservadores alemanes del pri-mer tercio del siglo xx son un referente básico en el ideario de la ND15. El pro-pio G. Faye (la fi gura intelectual más re-levante en la ND francesa después de Be-noist hasta su salida de GRECE en 1986) explicita esta fi liación:

“La actitud que nosotros tomamos frente a la modernidad se puede entender como la prolonga-ción –pero evidentemente no el calco– de las posi-ciones de los principales pensadores de la ‘Revolu-ción Conservadora”.

Los criterios fundamentales de los re-

volucionarios conservadores alemanes fueron: cuestionarse la primacia de la ra-cionalidad; el rechazo a la militancia par-tidista; pretender substituir la democracia por un sistema autoritario y jerárquico; rechazar lo que denominaron “viejo con-servadurismo”; valorar positivamente las experiencias guerreras; por último, po-tenciar eternos valores vitalistas para su-perar la decadencia (Bullivant,1990). En 1932, Edgar J. Jung, secretario del céle-bre político alemán Von Papen, escribe en su obra: Deutschland und die Konser-vative Revolution: 1918-1932:

“Llamamos Revolución Conservadora a la re-composición de todas aquellas leyes y acciones ele-mentales en ausencia de las cuales el hombre pier-de el contacto con la Naturaleza y con Dios, vién-dose incapacitado para edificar un orden verdadero. En lugar de la igualdad proponemos los valores interiores; en lugar de la orientación social, la apropiada integración en una sociedad jerárqui-ca; en lugar de la elección mecánica, el surgimien-to orgánico de jefes auténticos; en lugar de la coer-ción burocrática, la responsabilidad personal de una auténtica autodisciplina; en lugar de la felici-

14 E. Niekish fue un autor nacional-bolchevique alemán deportado por los nazis.

15 La publicación de la ND alemana Junge Frei-heit (Joven Libertad) está directamente inspirada en una expresión muy utilizada por Moeller van den Bruck. Según nos informa la ND española: “Para los redactores de este semanario, no se trata, empero, de transmitir a las nuevas generaciones el espíritu de la revolución conservadora de los años veinte, sino, sobre todo, de actualizarlo y redefi nirlo en función de con-diciones sociales completamente nuevas”, Hespérides, núms. 16/17, 728.

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J. ANTÓN MELLÓN

31Nº 143 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

dad de las masas, el derecho de la comunidad del pueblo”16.

La voluntad de manifestar su presen-cia en el mundo a partir de una determi-nada visión (jerárquica, orgánica y comu-nitarista) de éste y su rechazo de la deca-dencia constituyen el alma máter de la Revolución Conservadora alemana, cues-tiones también primordiales para la ND. Por ello, en el núm. 20 de Éléments (fe-brero-abril 1977) el editorial titulado ‘La Revolución Conservadora’ proclama lo interesante de los análisis y concepciones de estos autores como colectivo y llama a una “revolución conservadora”, puesto que –afi rma– conservar lo mejor de nues-tra herencia es hoy un acto revoluciona-rio. El propio Benoist redacta otros ar tícu-los dedicados a ensalzar individualmente el pensamiento de varios de dichos auto-res y en 1989 dirige la colección ‘Revolu-ción Conservadora’ de la editorial Pardés (fundada por discípulos franceses de J. Evola), colección dedicada a publicar los autores y obras clásicas de esa corriente de pensamiento político/cultural.

Mención especial merece la relevan-cia que Benoist da a la concepción de la política, según el esquema amigo/enemi-go17, de C. Schmitt; en la revista Krisis (revista que crea en la década de los ochenta para potenciar la confluencia teórica de la derecha y la izquierda) rei-vindica en sus números iniciales una con-cepción de la política no consensualista, esto es, con unos enemigos claramente delimitados. A. de Benoist, como profun-do conocedor del tema, colabora en 1993 en la edición francesa de la clásica obra de Armin Mohler. sobre la Revolución Con-servadora alemana con un capítulo sobre la ‘Bibliografía francesa de la Revolución Conservadora Alemana’ (Benoist, 1993). Ch. Champetier, discípulo predilecto de Benoist y director en la actualidad de Élé-ments, introduce una matización en lo concerniente a la fi liación de la ND res-pecto a los pensadores de la Revolución Conservadora alemana, al exponer que a su parecer ésta fue demasiado prisionera de su contexto histórico y poco metapolí-tica, por tanto18.

La ND realiza una síntesis, como vere-

mos coherente, a partir de elementos pro-venientes de todos aquellos autores de la edad contemporánea que comparten una crítica radical a la modernidad y rechazan por ello los valores de la Ilustración. Entre ellos destaca Julius Evola por su decisiva infl uencia en el neofascismo mundial des-pués del fin de la Segunda Mundial (Antón, 2001). J. Evola fue califi cado por G. Almirante, el líder del Movimento So-ciale Italiano (MSI) durante largos años, como: “Nuestro Marcuse, pero mejor”, y sus obras fueron el libro de cabecera de las juventudes neofascistas radicales italianas del último tercio del siglo xx, “años de plo-mo” incluidos19. De este modo, la ND in-corpora a Evola como uno de sus autores clásicos. Así, Hespérides, en su núm. 2, plantea un monográfi co sobre ‘Crisis espi-ritual: la propuesta de la tradición’; como es obvio. R. Guenon y J. Evola son los au-tores más analizados y citados, aunque en general la ND juzga más interesante las concepciones de Evola que las de Guenon, al que achacan un excesivo idealismo. Aun-que la pretensión, como veremos, de con-ciliar pares antagónicos como posmoderni-dad y tradición irracionalista comportará a la ND la necesidad de contar con ambos autores neotradicionalistas.

Finalmente, en este apartado consta-taremos la infl uencia en la ND del histo-riador G. Dumézil y de los ensayistas Louis Rougier y Louis Dumont. La ND hace suya una lectura idealizada de un pa-sado mítico indoeuropeo precristiano le-yendo a Nietzsche20. La visión del cristia-nismo como una ideología oriental extra-ña a la verdadera esencia de Europa del autor de la Genealogía de la moral consti-tuirá, como vimos, uno de los pilares del edifi cio arquitectónico del ideario de la ND, al igual que su visión política aristo-cratizante del mundo. Por ello, todos aquellos estudios históricos y ensayos que “demostraban” estas aseveraciones eran rápidamente asumidas por la ND. Éste es el caso de las investigaciones históricas de G. Duzémil sobre los indo europeos y los ensayos de Louis Dumont y Louis Rougier sobre las características ideológi-cas de la democracia y las jerarquías socia-les “naturales” que “evidencian” lo erróneo de las teorías igualitaristas.

Por su parte, los ensayos de Louis Rougier21 ejercerán una honda infl uen-cia sobre Benoist y el resto de los funda-dores de GRECE. Rougier, en la estela de Nietzsche, denuncia al cristianismo como corruptor de la verdadera esencia de Occidente: la voluntad prometeica de conquistar el mundo mediante la racio-nalidad científi ca. Una racionalidad cien-tífi ca que es posible porque el paganismo no es una religión dualista como el cristia-nismo; y por ello el cristianismo –afi rma– es extraño a Europa, al igual que sus letales consecuencias culturales: desprecio de las jerarquías naturales y difusión de criterios políticos igualitaristas, ya sea en forma re-ligiosa o laica a partir de la Ilustración. Rougier es citado como argumento de au-toridad por los publicistas de GRECE.

Louis Dumont es monotemático en sus obras (Homo hierarchicus, de 1966; Homo aequalis, de 1977, y Essais sur l’individualisme, de 1983), todas ellas orientadas a denunciar los errores del igualitarismo y el individualismo y a de-fender las jerarquías sociales como com-ponente decisivo de unas sociedades hu-manas armónicas y no decadentes. Su pensamiento político, con independencia de su calidad científi ca como antropólo-go, también infl uyó en la cristalización del pensamiento de la ND22, y por ello es reiteradamente citado en los artículos que aparecen en las publicaciones de GRECE de los años setenta y ochenta.

El ideario de la ND en sus concepciones nucleares: Autodefiniciones, diagnóstico, objetivos, medios y visión del mundo de la NDLa ND europea en su conjunto se defi ne como un “laboratorio de ideas”, una “es-cuela de pensamiento’’, una “comunidad de espíritu”, un “espacio de resistencia con-tra el sistema’’ y, más recientemente, como “comunitaria, ciudadana, europea y paga-na”. Su combate es metapolítico, ya que en su opinión no hay conquis ta del poder po-lítico si no hay conquista previa del poder cultural. Y su punto de partida ideológico es el mismo para todos sus representantes;

16 Apud, Bullivant, op. cit., pág. 88.17 La ND española asume este esquema: “(...) el

Proyecto Aurora ha tratado (...) de dar respuesta a estas preguntas (...) ¿cuál es el objetivo? ¿Cuál es el enemigo? ¿En qué realidad nos movemos? (...) http://www.ceindo-europeos.com/discursodecontestacion.htm.

18 Entrevista a Ch. Champetier en Hespérides, nº16-17:698.

19 Véase Sheenan, T.: ‘Myth and violence: Th e fas-cismo of Julius Evola and Alain de Benoist’, Social Re-search, núm. 48 (1981).

20 Véase Locchi, G.: ‘Nietzsche et le mythe euro-péen’, Engadine (Société Nietzsche), núm. 13 (otoño, 1972). El periodista italiano G. Lochi ejerció una gran infl uencia sobre A. de Benoist y fue uno de los cuarenta fundadores de GRECE.

21 La Mystique démocratique, Flammarion, Paris, 1929, reeditado por Le Labyrinthe con un prefacio de Benoist; Le Génie de l´Occident, Robert Laff ort, Paris, 1969; Le Confl it du christianisme primitif et de la civili-sation antique, GRECE, Paris, 1974 , 2ª edición, Coper-nic (editorial ofi cial de GRECE), Paris, 1977 (presenta-ción de A. de Benoist), y Du Paradis à l´utopie, Copernic, Paris, 1979.

22 El propio Benoist afi rma: “Los autores que han tenido mayor infl uencia sobre mí son Louis Dumont y Arthur Koestler”, ‘Entrevista a A. de Benoist’, Hespéri-des, núm. 16/17: 690.

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L A TEORÍA POLÍTICA DE L A NUEVA DERECHA EUROPEA

32 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 143

Benoist, con la claridad expositiva que lo caracteriza, así lo establece: la ND europea es una “disidente de la derecha institucio-nalizada” (Benoist, 1994:15)23.

Un “laboratorio de ideas” que ejerce una imprescindible labor de ingeniería cultural en un adocenado mundo burgués occidental, liderado por EE UU, que ha trasmutado su judeo-cristianismo en la hegemónica doctrina de los Derechos Humanos (el mínimo común denomina-dor de las doctrinas igualitarias). En reali-dad, en su opinión, una moral del rebaño –en la terminología de Nietzsche– desti-nada a alienar a unas masas de población occidentales embrutecidas por el consu-mo e infantilizadas por el Estado-provi-dencia. De ahí que la ND se vea a sí mis-ma como “una promesa de renovación en el corazón del invierno gris y frío (...) una aventura del espíritu” de “pesimistas acti-vos” mientras dure el interregno24. Aven-tura que pretende transmutar los valores dominantes fruto del proceso histórico e ideológico que hemos denominado mo-dernidad, mediante una reformulación cultural –de fundamentación a la vez científi ca y poética25– que haga posible una reformulación política y social.

La modernidad ha supuesto un gra-dual proceso de alienación respecto a una “vida buena” en todo Occidente, ya que los valores, criterios base e idearios de la Ilustración se basan en una concepción errónea del hombre26. Aunque el mal viene de antes, la Ilustración hereda ínte-gramente los idearios universalistas e igualitaristas del cristianismo27. El nefas-to, en su opinión, dualismo cristiano28 se ha transformado en el hedonismo liberal: el cielo en la tierra. Una visión materia-lista que proviene de la convicción de que el único objetivo humano es la con-

secución de bienes materiales para conse-guir una mayor comodidad. La única sa-tisfacción individual posible en una so-ciedad que es entendida como una agregación despolitizada de átomos inde-pendientes y soberanos según la óptica liberal.

Como corolario político de este es-quema es obvio que el Estado (juzgado como un “organismo técnico al servicio de la economía”) sólo tiene la misión de salvaguardar los derechos individuales que garanticen la maximización de las in-versiones realizadas; y los valores igualita-rios triunfan en el “capitalismo público del Estado-providencia” (reiteradamente califi cado de Estado-dinosaurio). Unos derechos individuales que son vistos ideo-lógicamente como legítimos en su ropaje mixtifi cador de los universalistas Dere-chos Humanos. E incluso los Estados-na-cionales están siendo actualmente rebasa-dos por una tecnoestructura mundial que es quien realmente dirige el mundo (de una forma indirecta) y que como todo “sistema” funciona por interiorización de sus fi nalidades y, por ello, sólo tiene ne-cesidad de una ligera coordinación políti-ca, puesto que todo el mundo está de acuerdo sobre la ideología que lo anima. La economía reina sobre la política29 y los ciudadanos creen ser felices en su consumismo frenético (analizado como “cancerización”) y compensatorio de su anomia, alienación y anulación estupidi-zante e idiotizante30 de lo que debería ser su valor más preciado: su capacidad de ser comunitaria mediante su voluntad in-dividual.

Desaparecido el comunismo como modelo político, el enemigo principal, desde una perspectiva táctica, pasa a ser el liberalismo como ideología y sistema de valores y EE UU –califi cada de nueva Cartago– como líder occidental. El diag-nóstico que realiza la ND es profunda-

mente tétrico31 y pesimista32. Vivimos una época de decadencia, el espíritu occi-dental ha alcanzado su punto límite, “su umbral de esterilidad”, su “tercera edad”, dada la visión hegemónica del mundo in-dividualista, economicista y el abandono de la espiritualidad.

El objetivo principal consiste en “to-mar el relevo de las ideologías dominan-tes” –tras haber reconstruido una visión del mundo– y, dado el diagnóstico de la situación anteriormente expuesto, “apor-tar ideas a un mundo que no tiene nin-guna”. Porque –afi rman–, para la ND las ideas constituyen armas al servicio de un proyecto y su ambición consiste en pro-poner sus ideas como un posible remedio para los hombres de su tiempo y de su pueblo al despertar sus conciencias, aña-diendo:

“Pero esta ambición es un combate. Combatimos porque no combatir es morir, porque el mundo que nos rodea es el de la pasividad y el sueño, don-de la energía del pueblo se muere” (Faye,1982).

Ese combate quiere lograr una tercera vía ideológico-política entre la izquierda (revolucionaria) y la derecha (conserva-dora). Se trataría de librar a los pueblos europeos del adiestramiento “económico-mental” al que están sometidos para que recuperen lo que podría ser su destino-re-cuerdo-de-un-pasado-que-fue33, teniendo como meta fi nal un mundo heterogéneo formado por comunidades homogé-neas34, lo que el propio Benoist denomi-na “la unión sin confusión”. De ahí que se reivindique el “derecho a la diferencia” y el “derecho de los pueblos”. Lo cual su-pone, según su criterio, “pronunciarse por las doctrinas etno-nacionales, contra el pacifi smo y el humanitarismo”.

27 Según su criterio, el cristianismo se laiciza en di-ferentes versiones ideológicas: “(...) el comunismo y el li-beralismo no son otra cosa que los mejores medios ha-llados por el cristianismo para inocular su maniqueismo (...)”. Faye, G.: ‘La fi n du bas de laine’, Élements, núm. 50 (1984), 32; o: “(...) pese a todo lo que les opone, li-beralismo y marxismo pertenecen fundamentalmente al mismo universo, heredado del pensamiento de las Lu-ces”. Manifi esto del Proyecto Aurora, web. cit.

28 La aversión al cristianismo es una constante en el ideario de la ND: “El Dios de los cristianos ha muerto pero (...) los valores cristianos todo lo infectan”. Edito-rial de Éléments, núm. 36 (1980). Factor más tímida-mente expuesto en el caso de la ND española.

29 En una voluntad de poder que juzgan “vulgar, impulsiva y mercantil” (Benoist, Faye,1986:173).

30 O sea, anulada su capacidad crítica y excluidos de la vida política.

31 La ND española lamenta “la tendencia hacia la muerte que hoy nos domina”. Pistas para un discurso... Web. cit. 9.

32 El Manifi esto: La Nueva Derecha del año 2000 describe un panorama descorazonador, viendo en el narcisismo, la delincuencia, la violencia y el incivismo las características más relevantes del Occidente actual, en donde: “(...) un individuo inseguro fl ota por entre los mundos irreales de la droga, lo virtual y lo mediá-tico”. Benoist, A. de y Champetier, Ch.: Manifi esto... op. cit. 1.

33 “(...) se trata de perseguir el devenir-ser del pue-blo, es decir, en otros términos, poner en movimiento a la nación, formularle y asegurarle una unidad de desti-no”. Benoist, A. de y Faye, G.: ‘Pour un État souverain’, Éléments, núm. 44 (1983): 21.

34 “Cada región planetaria vería coincidir, de esta forma, en su espacio vital, una relativa afi nidad cultural, una comunidad de intereses políticos y una cierta ho-mogeneidad étnica e histórica (...)”. Faye, G.: ‘Pour en fi nir avec la civilisation occidentale’, Élements, núm. 34 (1980): 7.

23 Benoist, A. de: Le grain de sable... op. cit. pág. 15. Al respecto, J. J. Esparza expone: “ (...) la ND va a cubrir diversas etapas que pueden describirse como un continuo alejamiento de la derecha convencional (...), ‘La Nueva Derecha en su contexto’, Hespérides, núm. 16/17: 659.

24 La época del Kali-Yuga en la terminología sáns-crita usada por J. Evola y por M. Eliade. Designa una época en la cual la verdad yace sepultada por la ignoran-cia a la espera de redentores.

25 Lo poético es fundamental, según sus criterios, para conectar con la sensibilidad popular. Los argumen-tos científi cos son para los hombres selectos.

26 Concepción que, en su opinión, la ciencia contemporánea ha desmentido: “La etología, la gené-tica y la antropología han destruido la ilusión de la uniformidad natural del género humano. El “hom-bre”, como idea, científi camente ha muerto. Agresivo, territorial, jerarquizado, el homo sapiens se nos muestra completamente diferente a la imagen que de él daba el humanismo, fuese rusoniano, cristiano o marxista” (Benoist, Faye, 1986: 351).

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J. ANTÓN MELLÓN

33Nº 143 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

Ante la decadencia existente, los ob-jetivos estrategico-tácticos son palingené-ticos y de gran calado y profundidad. En-tre otros, como más relevantes, se preten-de potenciar un nuevo-antiguo concepto de libertad comunitaria; sustituir la hege-monía de los valores burgueses por valores aristocráticos35; resucitar Europa36 –que en el caso español sería recuperar el alma de España (ambas cosas son perfectamen-te compatibles en la opinión de la ND es-pañola)–; revitalizar la idea de comunidad y separar los conceptos jurídicos de nacio-nalidad y ciudadanía; poner en primer plano político los criterios etnonacionalis-tas37 y que los pueblos de Europa vuelvan a tomar conciencia de su verdadera iden-tidad histórica; aliarse (Europa) con el Tercer Mundo para acabar con la hege-monía política de EE UU (la desaparición de la URSS ha comportado un mundo unipolar); combatir el igualitarismo38 y el universalismo; desmercantilizar el mundo; supeditar la economía a la política; bús-queda de la armonía; preservación de la biodiversidad; lograr una ecología inte-gral39, y potenciar una “auténtica demo-cracia participativa, radical y plural” que convierta a los ciudadanos de las comuni-dades europeas en actores de la historia, aumentando y enriqueciendo los meca-nismos de representación.

La suma coordinada de todos esos objetivos permitiría salir de la decadencia, retornar a una auténtica esencia de un ser no alienado y, de este modo, diseñar polí-ticamente destinos gloriosos y no adoce-nadas supervivencias hipermencantiliza-

das. Y como alternativa política para esa necesaria identidad nacional reencontrada se propugna una tercera vía entre la iz-quierda y la derecha conservadora, entre los “cosmopolitas” y los “xenófobos”. Los primeros caen en el error, afi rma Benoist en su emblemático artículo: Identidad y Diferencia, de creer que la fraternidad hu-mana se conseguirá a partir de la univer-salización y de la homogeneización que produce la eliminación de las diferencias; mientras que los segundos creen que el renacimiento de la nación se producirá por inculcar a sus ciudadanos el rechazo a los extranjeros, tomando a los inmigrantes como chivo expitorio. Se trata de dos planteamientos equivocados: las “angelis-tas” propuestas de inclusión de los “cos-mopolitas” son tan negativas como las al-ternativas de exclusión de los “xenófobos”. Para Benoist: “la ‘fraternidad’ de la que habla la izquierda y el ‘bien común’ del que habla la derecha son imposibles”.

Lo factible, según expone el autor en otros textos, son comunidades homogé-neas que controlen sus destinos en un mundo heterogéneo mediante una supre-macía de lo político sobre lo económico. Un Estado fuerte que marque el rumbo político y que deje plena libertad a los agentes económicos privados con el obje-tivo de que puedan desarrollar potentes capitales nacionales como motor de pro-yectos comunitarios internos y externos. Aunque en ningún texto, ni de Benoist ni de ningún otro autor de la ND se nos cla-rifi ca cómo solucionar la contradicción que su ideario plantea entre la defensa que propugnan de unos valores precapita-listas y su aquiescencia con el capitalismo como sistema productivo. De la misma forma que tampoco se especifi ca si los ca-pitales multinacionales franceses o euro-peos son “mundialistas” o no.

Su influencia ideológica sobre el neopopulismo occidental (FN, MNR, FPÖ y LN)La ND, al actuar en un plano metapolíti-co, ideológico-cultural, es multiadaptable en el terreno de la política. La ND cree haber superado el paradigma de derechas e izquierdas. Le Pen también:

“Nuestro movimiento –afi rma– pretende superar la vieja división entre la denominada derecha y la arcaica izquierda para unifi car a todo el pueblo francés”40.

El antiuniversalismo y diferencialis-mo de la ND y sus propuestas de lograr un mundo heterogéneo formado por co-munidades homogéneas se concreta en los programas de las organizaciones neopopulistas. Las propuestas de éstas respecto a la inmigración son xenofóbi-cas: negar a los inmigrantes el derecho a la nacionalidad, integrarlos sólo econó-micamente de forma temporal o expul-sarlos a sus países de origen. La elegancia de la ND y su discurso políticamente co-rrecto41 se convierten en brutalidad en los discursos de los políticos neopopulis-tas. Y ¿quién mejor que Le Pen para utili-zar como ejemplo de esta demagógica brutalidad?:

“(...) indeseables inmigrantes que están llevando a la bancarrota a la Seguridad Social francesa, que colonizan nuestras ciudades y pueblos, que abarro-tan nuestras prisiones, que violan y matan”42.

La ND francesa denuncia lo falaz del planteamiento nodal de los neopopulis-mos de establecer el enlace automático entre inmigración, paro e inseguridad. Sus análisis son mucho más profundos y sutiles, como vimos; pero, ¿acaso no comparten una misma concepción de la imprescindible necesidad de una identi-dad fuerte, salvo el mayor hincapié euro-peista de la ND?43. E incluso la alterna-tiva al problema de cómo compaginar nación y efi cacia en varios ámbitos polí-ticos (defensa, relaciones exteriores, etcé-tera) en un mundo globalizado es la mis-ma: el federalismo, analizándose que Eu-ropa es una comunidad de comunidades. Alain de Benoist expone que: “(...) según nuestro punto de vista no hay ninguna contradicción entre el rechazo de la in-migración y el deseo de una mayor co-operación entre europeos y árabes”44. Pero la adaptación que los líderes, cua-dros, militantes, simpatizantes y votantes neopopulistas efectúan es mucho más práctica: fuera los inmigrantes, que sólo causan problemas y nos impiden ser no-sotros mismos porque ponen en peligro nuestra identidad. “Preferencia Nacio-nal” es la consigna del FN y del MNR

41 Los textos de la ND en los que se menciona a los inmigrantes muestran respeto por las culturas no euro peas, denuncian que las causas de las inmigraciones masivas son el subdesarrollo y abogan por la ayuda eco-nómica al Tercer Mundo.

42 Jean-Marie Le Pen en Le Monde, 13 de junio de 1996.

43 Exponiendo su opinión sobre la inmigración la ND francesa opina que: “La integración se podría reali-zar sólo gracias a una identidad nacional fuerte”. Edito-rial de Éléments, núm. 64 (1988).

44 Éléments, núm. 53 (1985).

35 “(...) los ‘nuevos burgueses’ (...) son solamente quienes, en un mundo enteramente modelado por la mentalidad burguesa, son una caricatura de los antiguos modos aristocráticos (...) el gusto por lo inútil, lo gratui-to, el sentido del gesto, el honor, el don, es decir todo lo que da sentido a la existencia (...) Editorial de Éléments, nº 72 (1991).

36 Objetivo que pasa según el líder de la ND italia-na M. Tarchi por: “(...) apuntar rápidamente hacia una unidad política (de Europa) y hacia el redescubrimiento de sus raíces culturales comunes”, Tarchi, M.: “Entrevis-ta”, Hespérides, nº 16/17: 718.

37 En el xix Coloquio Nacional de GRECE (no-viembre de 1985) Benoist lanza la consigna: “SOS Ra-cismo (...) nosotros respondemos: SOS Raíces.”

38 La razón es porque: “El igualitarismo supone el hundimiento de todo lo que es elevado y diferenciado dentro de lo que es homogéneo, indiferenciado, equiva-le, de hecho, a la inversión de las jerarquías.” Editorial de Éléments, nº 28/29, (1979).

39 La valoración de la ecología es de los puntos que la ND francesa ha variado, desde el desprecio inicial a la aceptación de sus críticas radicales al capitalismo desa-rrollista. Contrastar las primeras y las últimas editoriales de Éléments así lo evidencia.(sobre todo la de los nº 21/22 (1977) y la del nº 79 (1994)) Por imitación, aná-lisis propio o espíritu de la época igual opinan las sucur-sales europeas.

40 J. Mª Le Pen en Le Monde de 12 de febrero de 1996.

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34 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 143

en los neopopu lismos franceses. “Austria primero” es el lema del FPÖ austriaco. “Hundir a ca ñonazos las barcazas de los africanos”, llegó a proponer el líder de la LN Humberto Bossi. El extremo refi na-miento teórico de la ND desaparece cuando se trata de hacer política y no metapolítica. Pierre Vial, uno de los cua-renta fundadores de GRECE, y que de-cidió apoyar al FN en los años ochenta (en 1998 se escindió con B. Mégret), de-claró en 1996 como miembro del comité ejecutivo del partido:

“(...) pronto nos veremos enfrentados con una guerra étnica y deberíamos empezar ahora a ayu-dar a nuestros compatriotas a prepararla”45.

Por otra parte, las críticas a la homo-genización cultural occidental liderada por EE UU pasan íntegras a las organi-zaciones neopopulistas que defi enden la supervivencia de las etnoculturas autóc-tonas, al igual que la puesta al día de planteamientos tradicionales y/o conser-vadores: reforzamiento de la familia mo-nogámica y de la autoridad paterna, pa-pel reproductor y educador de la mujer, denuncia de la anomia y el incivismo, reforzamiento de la autoridad del Estado y sus representantes, etcétera.

Uno de los puntos donde son más obvias las concomitancias entre la ND y las organizaciones neopopulistas es en el tratamiento común que realizan de los aspectos económicos, tanto desde el pun-to de vista de respeto por la iniciativa pri-vada (la eliminación del sector público de la economía; la disminución de burocra-cia y la supresión de impuestos directos) como por la voluntad de que lo político dirija a la economía. La óptica ND y neopopulista es una óptica armonicista y organicista: las fracturas políticas, econó-micas y sociales desaparecerán, piensan, cuando las patrias renazcan; en la medida en que amplios movimientos políticos nacionales, supraclasistas y suprapartidis-tas alcancen el poder y marquen el rum-bo político.

Las discrepancias ideológicas entre la ND y las organizaciones neopopulistas radican en la crítica radical del liberalis-mo y el neopaganismo de la ND. Esos planteamientos son muy difíciles de aceptar para las poblaciones europeas, formadas cívicamente en la convicción de que los seres humanos poseen unos derechos inalienables y educadas moral-

mente en los valores cristianos. Por lo demás, las declaraciones programáticas de la mayoría de las organizaciones neo-populistas europeas explicitan la concep-ción del mundo de la ND: palingénesis, Europa como meta, espiritualismo-sacra-lidad, esencialismo, deseo de recupera-ción de las raíces, comunitarismo, orga-nicismo, valores conservadores, etcétera. El siguiente texto programático del MNR así lo evidencia:

“Queremos asegurar el renacimiento de las virtu-des que fundamentan nuestra civilización europea y cristiana, salvar el alma de Francia y dar un futu-ro a nuestro pueblo (...) el hombre participa en lo sagrado. Sólo se desarrolla el hombre enraizado en comunidades naturales y orgánicas entre las que fi -guran en primera fi la la familia, fundada en el ma-trimonio y la nación”46.

Por otra parte, los partidos neopopu-listas han entendido muy bien que una de las claves de su ascenso electoral está no en la oferta política, sino en las de-mandas sociales, y por ello ajustan aque-lla a éstas. De ahí que la “pureza” doc-trinal de la ND no sea operativa cuando de lo que se trata es de ampliar cuotas de mercado electoral.

Finalmente, la tensión interna exis-tente en el ideario de la ND entre sus planteamientos comunitaristas y sus pro-fundas convicciones elitistas también tie-ne su eco en los partidos neopopulistas: partidos cuyo sistema organizativo es el modelo de partidos de masas pero, a la vez, con una estructura de mando riguro-samente vertical y jerarquizada donde el líder carismático juega un papel decisivo (y si no tiene carisma televisivo, como B. Mégret, la organización no despega electoralmente).

ConclusionesLa ND europea nace en Francia en la dé-cada de los sesenta del pasado siglo como un intento de reformulación del tradicio-nal ultranacionalismo francés, traumati-zado por las derrotas de los procesos de descolonización y deslegitimado por el colaboracionismo de Vichy. Además, sus planteamientos iniciales están también condicionados por la explosión ideológi-ca de Mayo del 6847 y por la luz euro-peísta que continua proyectando el na-cionalsocialismo en el universo ideológi-co de la extrema derecha y derecha radical

a pesar de su desaparición como régimen político en 1945. El ideario del fascismo clásico alemán proyecta su luz de estrella muerta, igual que el magma cultural que hizo posible, entre otros factores, su toma del poder en 1933 y su legitimación ideo-lógico-cultural. Perdida la capacidad de seducción de los derrotados mitos fascis-tas es necesario substituirlos por otros. Es necesario una nueva Revolución Conser-vadora adaptada a una muy dura realidad para las extremas derechas y derechas ra-dicales europeas. La Europa que resurge de sus cenizas se construye a partir de va-lores y criterios políticos antifascistas y profundamente democráticos; y la revela-ción propagandística de los horrores de los campos de exterminio ha evidenciado la intrínseca perversidad de los idearios fascistas48.

Dicha nueva Revolución Conserva-dora asume la radical crítica de la moder-nidad efectuada por los revolucionarios conservadores alemanes del primer tercio del siglo xx, desprecia a Kant tanto como admira a Nietzsche y lee detenidamente los conservadores planteamientos metafí-sicos de Heidegger. Pero no sólo lee estos autores, sino todo aquello que pueda ser útil ante su enorme tarea: redefinir la modernidad, ya que eso supone, en la se-gunda mitad del siglo xx, redefi nir los conceptos de libertad y democracia en contra de las hegemónicas acepciones li-beral-democráticas y socialdemócratas en un largo proceso de estrategias y tácticas metapolíticas de destilación de ideas, alambicamiento de análisis49 y proceso sincrético de síntesis global.

Su objetivo es que una visión del mundo alternativa a la ilustrada-burguesa se imponga en el mundo50, utilizando como medio el combate cultural-ideoló-gico, en una muy inteligente, en mi opi-nión, utilización de un sistema ecléctico de disonancia cognitiva cultural. Se asu-me todo aquello que apoya, “demuestra” o “legitima” una determinada concepción

46 MNR: Chartre des Valeurs (1999).47 La editorial de GRECE Le Labyrinthe ha pu-

blicado una obra al respecto: Le mai 68 de la Nouvelle Droite.

48 Por eso ha aparecido la corriente historiográfi ca denominada negacionismo. Negando la existencia del holocausto se reafi rma la no maldad intrínseca del idea-rio nazi.

49 Por ejemplo, para la ND el racismo (que denun-cia en paralelo a una defensa de los inmigrantes aunque propugna su regreso a sus países de origen) es un pro-ducto patológico del ideal igualitario.

50 Se pretende que lo espiritual predomine sobre lo material; lo idealista/altruista, sobre lo pragmático; lo heroico, sobre lo prosaico; la generosidad, sobre el cálcu-lo constante; lo comunitario, sobre lo individual; el sa-crifi cio, sobre el hedonismo; el espíritu de aventura, so-bre la comodidad; el ánimo guerrero, sobre el pacifi smo; la jerarquía, sobre la igualdad.45 P. Vial en Le Monde de 23 de junio de 1996.

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J. ANTÓN MELLÓN

35Nº 143 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

del hombre y de la naturaleza y de las po-tencialidades de los seres humanos, juz-gados en su esencia como unos entes esencialmente comunitarios, desiguales, agresivos, jerárquicos y territorializados: condicionados por sus características bio-lógicas, sociobiológicas y etnoculturales, pero libres para forjar su destino si no re-nuncian a su voluntad de poder como comunidades e individuos.

La amplitud del objetivo estratégico (redefi nición de la modernidad) y de la opción táctica escogida (intervención me-tapolítica) comporta una renuncia a la actividad política directa. Pueden perma-necer puros, fi eles a sus ideas, dedicados a leer, pensar y propagar. Algunos se can-san en este largo viaje, pero los auténticos permanecen y no ingresan en los partidos neopopulistas o liberal-conservadores

que, desde un primer momento, los espe-ran con los brazos abiertos, ávidos de in-telectuales solventes. E incluso la ND francesa se permite despreciar al FN en general y a su líder J. Mª Le Pen de for-ma pública desde 1990, en particular por su populismo y su asunción del liberalis-mo . Es igual: como la clase política sabe muy bien y apuntábamos en la introduc-ción más importante que las propias ideas es el uso político que se hace de ellas.

Y, en este sentido, conceptos como el “derecho a la diferencia”; planteamientos políticos como la “necesidad” de la crea-ción de amplios movimientos comunita-rios superadores de factores ideológicos y de clase; su visión del capitalismo como un sistema de producción idóneo si se lo supedita a control político; su óptica pa-triarcal; el planteamiento estratégico-tác-

tico ninista (la defi nición política de un ciudadano como ‘‘ni de derechas ni de iz-quierdas’’); la distinción jurídica entre ciudadano y nacional, entre otros facto-res, son entendidos de una determinada manera política por quienes los hacen su-yos. De ahí que el mencionado “derecho a la diferencia” de la ND se convierte en la propagandística consigna del FN y el MNR “preferencia nacional”51. Al defen-derse posturas radicales diferencialistas y antimulticulturales se potencia un racis-mo espiritual (por cierto, el racismo de Evola) que se vulgariza en la xenofobia de los planteamientos políticos, culturales y jurídicos de las organizaciones neopopu-listas. O la crítica radical de la ND al conjunto de ideologías se transforma, en su adaptación política de las organizacio-nes neopopulistas, en el rechazo de éstas a los otros partidos políticos en bloque, descalifi cando así la consustancial plurali-dad de la democracia representativa.

Son las ideas-matriz de una derecha radical renovada, adaptada a las cambian-tes realidades de los inicios del siglo xxi. La ND, por tanto, no ha transversalizado a la derecha y a la izquierda, “superándo-las”. Este análisis encierra, idológicamen-te, una intencionalidad política que es más un deseo que una realidad: su análi-sis es que el fi n tecnocrático de las ideo-logías (en la posmodernidad de un mun-do globalizado) ha permitido resucitar una visión alternativa a la modernidad li-beral-burguesa a la vez tradicional (paga-na e indoeuropea) y futurista, aristocráti-ca y armonicista. Una tercera vía capaz de reconciliar, como la Ilustración no ha podido hacer, pares antagónicos.

La lúcida crítica que efectúan de las miserias de las sociedades occidentales (por ejemplo, el papel mundial que juega lo que denominan tecno-estructura, el défi cit democrático, el anómico egotismo o la infantilización de la sociedad) no de-be obnubilar nuestra capacidad de análi-sis del ideario de la ND francesa y de sus más débiles sucursales europeas. Denun-cian y rechazan cualquier totalitarismo (cuyo origen, en su opinión, es el mono-teísmo) pero lo hacen desde una perspec-tiva de superhombre nietzscheano. Creen, como sus padres espirituales, que la san-gre vale más que el oro; que la “forma de estar en el mundo” legitima cualquiera de

51 Analogía que ofrece pocas dudas: “(...) les for-mulations récents du national-populisme sont tributai-res de l’ideologie de la diff érence mise au point par la Nouvell Droite”. Taguieff , P. A.: Sur la Nouvelle droite, op. cit., pág. 98.

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L A TEORÍA POLÍTICA DE L A NUEVA DERECHA EUROPEA

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sus actos, más allá del bien y el mal; que la libertad es un concepto práctico y polí-tico, y que la voluntad de poder, como ley universal de la vida, establece quién es superior capaz y quién es débil e impo-tente. Y todo esto es lo que el antifascis-mo ha considerado como fascismo52.

En última instancia, la vieja pro-puesta del fascismo clásico de conseguir la armonía mediante una revolución cultural, espiritual y “nacional” es la propuesta, renovada, de la ND. Aunque ahora se acepte incluso la democracia redefi nida. Lo importante es acabar con la hegemonía del universalismo y del igualitarismo. De ahí que las propuestas liberales etnocráticas de las organizacio-nes neopopulistas sean la concreción po-lítica real de estas propuestas metapolíti-cas53. El ideario de la ND, por tanto, es la fi losofía política de la derecha radical europea actual, como en su día las con-cepciones de la Revolución Conservado-ra alemana fueron uno de los decisivos basamentos ideológicos del ideario nazi. La misma inmensa diferencia que se dio entre Jünger y Hitler es la inmensa dife-rencia que existe hoy entre Benoist y Le Pen o Mégret. Todos ellos compartían y comparten una visión del mundo alter-nativa a la concepción ilustrada-liberal-socialista que afi rma que es una verdad por sí misma que los hombres nacen li-bres e iguales.

Por ello es conveniente recordar que Alain de Benoist, en particular, y la ND, en general, si en algo son transversales lo son, en parte54, en las concepciones nu-cleares compartidas de la derecha, apor-tando a ésta en el combate ideológico la especifi cidad de su crítica radical a los va-lores e ideologías hegemónicas de la mo-dernidad, el mito de la identidad euro-peísta y su neopaganismo55, desde su aparición hasta hoy. No han variado el

núcleo central de su pensamiento, sus ideas-fuerza o concepciones nucleares es-pecífi cas y compartidas, aunque sí han refinado sus esquemas argumentales y aproximaciones ideológico-tácticas, pro-pugnando una democracia participativa, substituyendo el biologismo por el cultu-ralismo o admitiendo como aliados anti-sistema a los nuevos movimientos sociales como el ecologismo o el feminismo. Ha-ce veinticinco años, a A. de Benoist se le preguntó por las razones por las que se defi nía de derechas y su respuesta fue:

“Esencialmente porque la izquierda tiene una con-cepción del mundo que yo no comparto, porque no comparto sus postulados esenciales” (Benoist, 1977:375).

La ND no ha variado sus postulados esenciales en su tercio de siglo recorrido. Son los nuevos revolucionarios conserva-dores, tan de derechas como lo fueron sus predecesores en el primer tercio del siglo xx. Los pensadores de la derecha radical europea. ■

Bibliografía citadaAntón Mellón, Joan: ‘Julius Evola (1898-1974): ideólogo de la antimodernidad’, en Máiz, R. (edit.): Teorías políticas contemporáneas, Tirant lo Blanch, Valencia, 2001.––: (edit.): Orden, Jerarquía y Comunidad: Fascis-mos, Dictaduras y Postfascismos en la Europa Con-temporánea. Tecnos, Madrid, 2002. Benoist, Alain de: Vu de droite. Le Labyrínthe, París, 1977.––: ‘Ni fraiche ni joyeuse’, en Éléments, núm. 41 (marzo/abril 1982).––: ‘Bibliographie française de la Revolution con-servatrice allemande’, en Mohler, Armin: La Revo-lution conservatrice en Allemagne 1918-1932. Par-des, Puiseaux, 1993.––: Le grain de sable. Le Labyrínthe, París, 1994.Benoist, Alain de y Faye, Guillaume: Las ideas de la ‘Nueva Derecha’. Ediciones de Nuevo Arte Th or, Barcelona, 1986.Benoist, Alain de y Champetier, Charles: ‘Mani-fi esto: La Nueva Derecha del año 2000’, en Hespé-rides, núm. 19, 1999.Bullivant, K.: ‘La Revolución Conservadora’, en Phelan, A. (edit): El dilema de Weimar. Alfons el Magnanim, Valencia, 1990.Casals, Xavier: Ultrapatriotas, Crítica, Barcelona, 2003.Douguin, A.: ‘Crise balkanique, crise europénne’, en Vouloir, núm. 97-100, 1993.Faye, Guillaume: ‘Pour un Gramscisme de Droite’, en Actes du XVI colloque national du GRECE. Le Labyrínthe, París, 1982.––: ‘La modernité: Ambiguités d’une’notión capi-tale’, en Etudes et Recherches, núm. 1, 1983.Florentín, M.: Guía de la Europa Negra. Anaya & Muchnik, Madrid, 1994.

Griffin, Roger: ‘Between metapolitics and apoli-teia: the New Rights strategy for conserving the fascist vision in the interregnum’, en Contemporary French Studies, 1999.Gallego, Fernan: Neofascistas. Plaza Janés, Baece-lona, 2004.Griffin, Roger: ‘Plus ça change! Th e Fascist Lega-cy in the Metapolitics of the Nouvelle Droite’, en Eduard, Arnold (edit.): Th e Developement of the Radical Right in France 1890-1995. Routledge, Londres (en prensa).Ignazi, Piero: L’estrema destra in Europa. Il Muli-no, Bologna, 1994.Laqueur, Walter: Fascism, Past, present and future. Oxford University Press, USA, 1996.Mohler, A.: Die Konservative Revolution in Deuts-chland. 1918-1932 (varias ediciones).Taguieff, Pierre-André: Sur la Nouvelle Droite. Descartes & Cie, París, 1994. Venner, D.: ‘Jünger: la figure même de l’Européen’, en Éléments, núm. 83, 1996.

Juan Antón Mellón es profesor de Ciencia Políti-ca de la Universidad de Barcelona.

52 De hí que R. Griffi n afi rme que “(...) the mythic core of the ND in its prime was still recognizably fas-cist”. Plus ça change... op. cit. 9.

53 “Es necesario replantear el mundo en términos de conjuntos orgánicos de solidaridad real: de comuni-dades de destino continentales, de grupos nacionales co-herentes y ópticamente homogéneos por sus tradiciones, su geografía y sus componentes etnoculturales (...). Estas asociaciones de naciones son geopolíticamente posibles y supondrían la destrucción del marco económico-estra-tégico actual”. Faye, G.: ‘Pour en fi nir avec la civilisation occidentale’, Éléments, núm. 34 (1980), 8-9.

54 Siendo la línea divisoria la reiteración, por parte de la ND, de su rechazo al liberalismo y al cristianismo.

55 “Ya no se trata de buscar una “verdad objetiva”, exterior al mundo, sino de crear una voluntariamente, a partir de un nuevo sistema de valores. Se trata de fundar un neo-paganismo, que permita la realización de un “modo de existencia auténtico”. Benoist, A. de: “La reli-gion de l´Europe”, Éléments, nº 36(1980), 19.

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¿SOCIALISMO DESPUÉSDEL SOCIALISMO?

FÉLIX OVEJERO LUCAS

Ahora ya es tarde. QuisimosTocar con las pobres manosel prodigio.Ahora ya es tarde: Sabemos.(No supimos lo que hacíamos.Ya no hay caminos. Ya no hayCaminos. Ya no hay caminos). José Hierro

T odas las tradiciones emancipado-ras, inevitablemente, han arranca-do por condenar las sociedades que

pretendían modifi car. Pero únicamente la tradición socialista se preocupó no sólo por descalifi car la sociedad capitalista sino también por las alternativas: por si era rea-lizable una sociedad sin clases, por cómo esa sociedad se organizaría, por su diseño, y por cómo acceder a ella, por cómo se vinculaba el presente con el futuro desea-do. El socialismo era no sólo afi rmación de principios sino también de proyectos y de procesos, exploración de otras sociedades y de la transición hacia ellas.

Esta peculiaridad de la tradición socia-lista como tradición emancipatoria hace particularmente imprecisa la repetida tesis de que “el socialismo está en crisis”1. Son comunes dos inexactitudes: una léxica, otra

inferencial. La primera, la ambigüedad del diagnóstico acerca de a qué nos estamos refi riendo al hablar de la crisis. Para des-hacerla resulta obligado precisar a cuál de sus componentes nos referimos al hablar de “crisis”: al ideario, que sirve de base a las descalifi caciones de la sociedad capitalista, al proyecto, que trazaba, a grandes rasgos, las formas institucionales que adoptaría la sociedad cimentada en tales principios, o al proceso, a la transición entre la sociedad capitalista y la sociedad socialista2. La se-gunda consiste en inferir del fracaso de los proyectos socialistas conocidos la imposibi-lidad de realizar cualquier proyecto socialis-ta. La falacia de ese proceder es inmediata, como nos lo recuerda la historia entera de la tecnología: a nadie se le ocurrió frenar la investigación aeronáutica a partir del fra-caso de los primeros aviones.

Mi diagnóstico es que no hay crisis en lo que llamaré núcleo de la identidad socia-lista y que consiste en la defensa de cier-tos valores y la tesis de que su realización social resulta incompatible con el capita-lismo. No lo hay, conviene precisar, en el sentido de que tales valores se consideren desprovistos de justificación. Los lugares de la “crisis” son otros: la transición al socialismo y, en el sentido que se preci-sará, la materialización del proyecto. Los

dos problemas tienen un origen común en la falsedad de la hipótesis de la abun-dancia, central en los modelos clásicos de socialismo según la cual, a diferencia de los modos de producción anteriores, incluido el capitalista, el socialista está en condiciones de asegurar un crecimiento ilimitado de las capacidades productivas. Falsedad que se ha revelado particular-mente concluyente; no es que un modo de producción específico se muestre inca-paz de asegurar las condiciones de abun-dancia, que la escasez sea resultado de una incorrecta forma de organizar la vida productiva (hipótesis débil de la abundan-cia): es que ningún modo de producción, incluido el socialista, puede asegurar la abundancia porque las constricciones son anteriores a la forma de organizar la vida social, son ecosistémicas (hipótesis fuerte de la abundancia)3.

El reconocimiento de que vivimos en un planeta con recursos limitados tiene importantes implicaciones para aquellos idearios que pretenden acabar con la ex-clusión social, que quieren extender la emancipación al conjunto de la humani-dad –no sólo a unos cuantos privilegia-dos–. Las implicaciones han afectado, en primer lugar, a los modelos de transición que establecían una serie de relaciones causales entre la quiebra del capitalismo y su sustitución por el socialismo. En esos modelos clásicos, las mismas razones que alimentaban la crítica y la crisis del capi-talismo, que desencadenaban los proce-sos, justificaban el proyecto: el socialismo era capaz de atender las necesidades que el capitalismo desataba pero no atendía. Ahora, una vez reconocido que no hay de todo para todos, las razones que jus-

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1 La peculiaridad aludida se percibe incluso en ese mismo diagnóstico, cuando se habla de “crisis” del proyecto socialista. De crisis o de fracaso, pues para muchos, la fórmula “crisis” se queda corta: parece aludir a un proceso transitorio y, por ello, admitir un “fi nal de la crisis”; según ellos, el socialismo sencilla-mente está en vía muerta y es más correcto certifi car esa defunción, es más atinado hablar, sin más, de fracaso. Con todo, “crisis” o “fracaso” son califi cacio-nes que no se aplican –o se aplican en sentido muy diferente– a tradiciones como la feminista; y no tanto, o no sólo, porque les vayan mejor las cosas, como porque a diferencia del socialismo, tales tradiciones, que también descalifican desde buenas razones las sociedades en las que aparecen, no han abordado de modo sistemático la realización de proyectos sociales alternativos de largo alcance (aunque sí disponen de un amplio repertorio de iniciativas y porpuestas res-pecto a aspectos específi cos de la vida social).

2 A lo largo de estas páginas usaré sociedad “so-cialista” para referirme a una sociedad de inspiración igualitaria en donde las necesidades son plenamente atendidas, operan fundamentalmente disposiciones fraternas, es máxima la democracia, el autogobierno, y los individuos están en condiciones de ejercer sus mejores talentos humanos. En sentido estricto, para la tradición que procede de Marx, debería utilizar la pa-labra “comunista” para referirme a esa sociedad. Pero, como recuerda Cervantes, el sentido de las palabras lo determina “el vulgo y el uso” y hoy la califi cación de comunismo parece inevitablemente asociada a las experiencias de lo que se llamó “socialismo real”. Cier-to es que en la investigación científi ca o analítica el léxico es fundamentalmente estipulativo, pero no lo es menos que, por razones diversas, las licencias son más limitadas en el estudio de los procesos sociales.

3 Desde el conocimiento científi co-técnico dis-ponible porque, obviamente, las acciones prácticas se han de basar en lo que se sabe hoy, no en lo que se puede llegar a saber que, por defi nición, es ignorado.

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tifican normativamente el proyecto, que lo hacen especialmente interesante en los tiempos presentes (la inspiración igualita-ria y el anticapitalismo, entre otras), están en la base de las dificultades del proceso, de la transición, que sólo parece realizable mediante intervenciones sociales con altos costos e incertidumbres, lo que de hecho convierte a la transición en un problema moral. Por otra parte, el abandono de la hipótesis fuerte de abundancia también tiene consecuencias sobre la realización completa del ideario, en particular de los ideales de autorrealización o de autogo-bierno para todos, esto es, respetando el principio de igualdad: mientras en la abundancia todo parece posible, en la escasez se impone explorar el realismo del ideario4. En ese sentido, al agudizarse los problemas de compatibilidad, de modo

derivado sí que cabría hablar de crisis en la identidad socialista.

Los dos ámbitos de crisis (transición y proyecto) se traducen en dos dilemas a los que los socialistas han tenido que hacer frente a lo largo de su historia. Primero: un dilema de la posibilidad del socialismo, entre una radical ruptura con la sociedad capitalista, con altos costos sociales, y un abandono del proyecto, del horizonte de transformación que, por lo general, se ha traducido en una aceptación vigilante de un capitalismo embridado que trata de

corregir algunas de sus patologías a sa-biendas del carácter reversible de cualquier conquista y de la posibilidad de aparición de nuevas difi cultades. Segundo, un dile-ma de compatibilidad del ideario entre, por una parte, el abandono de la aspiración a la completa realización del ideal socialista, una vez se aceptan modelos humanos poco cívicos, acordes, eso sí, con una interpreta-ción de la libertad (y la autonomía) como capacidad de obrar sin interferencias en la realización de los propios deseos y, por otra parte, el mantenimiento del ideal, en el que cobra especial importancia la autonomía (la libertad) entendida como capacidad de autoelección atendiendo a las mejores razones y que asume –requie-re– una concepción exigente de la natu-raleza humana en radical discontinuidad con los comportamientos heredados del capitalismo.

En la primera parte mostraré el núcleo de la identidad socialista, el ideario y el sentido en el que clásicamente se establecía el diagnóstico de la incompatibilidad con el capitalismo. Después repasaré las dos funciones del ideario, como instrumento evaluador y como guía de propuestas. Fi-nalmente, con desigual detenimiento, ex-pondré cómo la crisis de la hipótesis de la

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4 Vale decir que, en general, no faltan “modelos” de socialismo, de proyectos o propuestas institucio-nales, que se dan con el sufi ciente grado de especifi -

cación que permite la teoría social, al menos con el mismo que, por ejemplo, permite a muchos defender el mercado desde las teorías del equilibrio general (y seguramente con menos problemas que éstas: B. Gue-rrien, La theorie neo-classique, Economica, París, 1986). No me ocuparé aquí de tales modelos, algunos recogidos en R. Gargarella, F. Ovejero (edts), Razones para el socialismo, Paidós, Barcelona, 2001. Recopila-ciones clásicas son: J. Elster, K. Moene (edts.), Alter-natives to Capitalism, Cambridge U. P.: Cambridge, 1989; P. K. Bardhan, J. Roemer, Market Socialism: Th e Current Debate, Oxford U. P. Oxford, 1993. Cf.

También los diversos encuentros –que han dado pie a varios volúmenes, desde 1993– de Th e Real Utopian Proyects: http://www.ssc.wisc.edu/~wright/RealUto-pias.htm. Recientemente, la revista Science & Society (2002, vol. 61, 1.) ha dedicado un número –que es la continuación de un especial, de hace 10 años: Socia-lism: Alternative Visions and Models. 1992, 56, 1)– a modelos de socialismo (contrapuestos a los modelos de mercado, incluidos los socialismos de mercado). En el mismo sentido: el número ‘After Socialism’, de Social Philosophy and Policy, 20, 1, 2003 y, tam-bién, D. Schweickart, After Capitalism, Rowman, Littlefi eld: Oxford, 2002. (Tampoco me entretendré en la relación entre ideales normativos y diseños institucionales (o proyectos), más de allá de ciertas consideraciones generales acerca de las implicaciones de las circunstancias empíricas para la traducción de los principios en proyectos).

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abundancia ha situado a la tradición socia-lista antes los dos dilemas expuestos y de qué modo pueden aparecer los problemas de compatibilidad de ideario.

La identidad socialistaSeguramente la formulación más sintética del ideal socialista es la de Marx: la tradi-ción socialista aspira a una sociedad “en la que el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos”5. En ese sentido, se puede contemplar al so-cialismo como un intento de extender al conjunto de la sociedad un ideal clásico de buena vida concebida como el ejercicio de la actividad acorde con las excelencias humanas. En el socialismo moderno ese ideal tomará la forma del principio de au-torrealización, entendida como la libre y plena actualización (desarrollo y ejercicio) y externalización (pública) de capacidades y talentos6. A dicha tesis los socialistas aña-dían otra de naturaleza empírica, a saber, que el capitalismo impide la realización de dicho objetivo. Los socialistas no negaban que en la sociedad capitalista sea posible que unos privilegiados puedan realizar aquel ideal pero siempre a condición de que esa misma posibilidad les esté negada a otros, a los explotados. Más exactamente, su diagnóstico se apoyaba en dos pasos:

1. Los seres humanos ejercen sus capa-cidades a través de sus actos, y las relacio-nes y circunstancias en que viven son fun-damentales para su autorrealización. Con más detalle, para el conjunto de las gentes la realización de sus potencialidades sólo es posible: a) con una distribución radi-calmente igualitaria de las condiciones de vida, porque sólo si disponen de sufi cien-tes recursos los individuos podrán realizar sus proyectos, y sólo si esa distribución no es desigual existen las condiciones para un mutuo reconocimiento sin el cual no hay pública externalización de las capacidades7;

b) en comunidades donde primen vínculos de cooperación no instrumental8, porque sólo en ese caso “el libre desarrollo tuyo es una condición de mi libre desarrollo”, por-que en tales comunidades hay lugar para la realización de unas capacidades que, en virtud de su naturaleza social, los indivi-duos no pueden ejercer en aislamiento y, a la vez, se dan unas condiciones de recípro-ca confi anza indispensables para apreciar su ejecución exitosa; c) en condiciones de pleno autogobierno (libertad positiva)9, porque sin autogobierno no hay elección autónoma de las propias metas y, sin ésta, no cabe la autorrealización10.

2. La realización de tales potencialida-des humanas resulta incompatible con el ca-pitalismo, entendido, muy austeramente11, como un modo de producción caracterizado por un sistema de producción que combina un sistema de coordinación de las decisiones a través de precios en un escenario de com-petencia, el mercado, y un sistema de pro-piedad privada de –desigual acceso a– los medios de producción, esto es, que otorga a los distintos individuos que participan en la producción diferentes derechos y poderes sobre el uso de los medios de producción y sobre los resultados de su uso12.

De ahí, los socialistas concluían que la realización del proyecto emancipador requería acabar con el capitalismo13. Con-clusión de la que se seguía como corolario práctico que aquellos comprometidos en la emancipación humana se enfrentaban a la doble tarea de perfi lar un proyecto social que asegurase los ideales de radical igualdad y de comunidad, y de precisar si dicho pro-yecto, además de realizable, resultaba acce-sible, esto es, formaba parte de las trayecto-rias históricas abiertas a –compatibles con el futuro de– la sociedad capitalista.

La presentación anterior reconoce cierta prioridad al ideal de autorrealiza-ción: la obtención de ésta –para todos, se ha de insistir– requeriría un escena-rio que hiciera posible la realización de ciertos valores que, además, también se juzgaban importantes por sí mismos. De modo que el socialismo aparecía compro-metido con los ideales de: a) igualdad ra-dical, sustentada en la convicción de que resulta injustificada toda desigualdad que no sea consecuencia de acciones elegi-das responsablemente por los individuos, como es el caso de las desigualdades deri-vadas de diferencias biológicas (color de la piel, sexo, talentos naturales) o sociales (el lugar o la clase social de nacimien-to), y que lleva a defender distribucio-nes que operan según principios como “de cada uno según sus necesidades, a cada uno según sus capacidades” o “los seres humanos han de disfrutar de igual libertad real para escoger las vidas que tienen razones para vivir”14; b) fraterni-dad o comunidad, que queda recogido en el principio de comportamiento “yo te doy porque tu necesitas (no porque pueda obtener un beneficio a cambio)”15;

SOCIALISMO DESPUÉS DEL SOCIALISMO?

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5 K. Marx, El Manifiesto Comunista, Ayuso, Ma-drid, 1974, pág. 96.

6 J. Elster, ‘Self-realization in Work and Politics: the Marxist Conception of the Good Life’, J. Elster, K. Moene (edts.), Alternatives to Capitalism, op. cit.

7 La segunda parte de este juicio se sustenta en el supuesto de que entre iguales es más probable el reco-nocimiento mutuo, condición de la autorrealización. Con más detalle: a) la aguda desigualdad hace impro-bables los vínculos de comunidad, los sentimientos de formar parte de la misma sociedad; b) sin vínculos de comunidad el reconocimiento por parte de “la socie-dad”, el juicio de los otros, no resulta fi able; c) si no tengo confi anza en el juicio de los otros sus opiniones sobre mis actuaciones no me merecen crédito (no es posible el reconocimiento unilateral, no cabe decir: “aprecio el buen juicio sobre mí de este idiota”); d) sin un juicio externo fi able no hay posibilidad de autorrea-lización.

8 En la cooperación instrumental, como la que se da entre quienes abren un negocio o mantienen re-laciones de intercambio, yo colaboro contigo si y sólo si me resultas útil para obtener mi objetivo. La no instrumental es la que está en la base de la idea aris-totélica de la comunidad política: “Es evidente, pues, que la ciudad no es una comunidad de lugar para im-pedir injusticias recíprocas y con vistas al intercambio (…) el fi n de la ciudad es, pues, el vivir bien… la co-munidad existe con el fi n de las buenas acciones y no de la convivencia” (La Política, 1280b11-1281a15).

9 La idea de libertad positiva se puede entender en tres sentidos: como libertad real (con recursos), opuesta a la libertad formal; como autonomía, opuesta a “hacer lo que se desea”; como participación política, opuesta a “libertad privada”. Aquí trato de recoger las dos últimas acepciones.

10 No es ésta la ocasión para un desarrollo de-tallado de cada uno de estos puntos. De todos mo-dos, no me resisto a recordar que no faltan evidencias empíricas que avalan, por ejemplo, la relación entre felicidad –que algo captura de la eudaemonia, la no-ción clásica que está en la trastienda de la autorrea-lización– y democracia participativa (autogobierno): B. Frey, A. Slutzer, ‘Happiness, Economy and Institu-tions’, Th e Economic Journal, 110, oct. 2000; R. Ryan, E. Deci, ‘On Happinesss and Human Potencials: A Riew of Research on Hedonic and Eudaimonc Well-Being’, Annual Review of Psychology, 2001, 52.

11 En una caracterización más fi na habría que hablar de un tercer rasgo, que aquí queda capturado por el mercado: la existencia de un mercado de trabajo donde los trabajadores intercambian su trabajo –para otros– por un salario: cf., entre otros, D. Schweickart, After Capitalism, op. cit. págs. 22 y sigs. De todos mo-dos, para lo que aquí se quiere destacar basta con los dos rasgos que a continuación se mencionan.

12 Derechos y poderes que son atributos de relaciones sociales, no descripciones de las relaciones de las gentes con las cosas: si A tiene derecho sobre X

es que A tiene una relación social con respecto a los otros (B) con respecto al uso de X, que le permite, por ejemplo, utilizar a X como quiera (excluirlos de su uso, apropiarse de los resultados de su uso productivo, etcétera). Sobre esta caracterización.

13 Los resultados empíricos no refutan la tesis de la incompatibilidad entre buena vida y capitalismo: R. Lane, Th e Loss of Happiness in Market Democracies, Yale: Yale U.P. 2000; B. Frey A., Stutzer, Happiness and Economics, Princeton, Princeton U. P. 2001.

14 Las dos formulaciones no son estrictamente equivalentes. Puestos a escoger una como principio inde-pendiente, quizá mejor la primera. La otra captura otras ideas (autorrealización, autonomía), importantes para los socialistas, pero que, por las razones que se verán, me parece importante reconocer como independientes. Ra-zones que tendrán que ver con circunstancias de aguda escasez que podrían invitar a anteponer la igualdad a una autorrealización imposible. Cf. nota 43.

15 La fraternidad proporciona un soporte mo-tivacional a la compatibilidad entre el autogobierno (libertad positiva) y distribuciones (igualdad) que se atienen al criterio de “ a cada cual según sus necesida-des, de cada cual según sus capacidades,”. Sin ella, las redistribuciones requerirán de intromisiones, al menos

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c) autogobierno o libertad positiva, enten-dido como capacidad real para decidir las leyes que rigen la propia vida o, de modo más modesto, como ausencia de domi-nación, de subordinación a la voluntad –arbitraria– ajena16; d) autorrealización, esto es, actualización de las potenciali-dades creativas del ser humano, o menos clásicamente, ejercicio de las capacidades en objetivos elegidos autónomamente17. Aunque cada uno de los cuatro primeros principios, finalmente, se justificaría por su contribución al último, a crear las con-diciones para una sociedad en donde los seres humanos, sin exclusión, pudieran

desarrollar libremente lo mejor de ellos mismos, ello no quiere decir que para los socialistas esos otros valores no resultasen interesantes por sí mismos.

Los principios como criterio de valoraciónPara los socialistas los principios inven-tariados cumplían dos funciones: como criterios de valoración y como guías para la acción. Como criterios de valoración, permitían juzgar una situación como injus-ta; en particular resultaban importantes en el segundo pie del núcleo de la identidad socialista, en la afirmación de la incompa-tibilidad entre la realización completa del ideal socialista y un modo de producción caracterizado por un desigual acceso a la propiedad y por un sistema de asignación fundamentado motivacionalmente en el egoísmo y la competencia18. Ese diagnós-tico era consecuencia de que: a) el desigual acceso a la propiedad se traduce en un desigual acceso a sus frutos, a la riqueza, de tal modo que el sistema de distribución capitalista “retribuye” –la propiedad de– talentos, rasgos o dotaciones que son resul-tado de “buena suerte” social o cultural, lo que supone distribuciones de recursos in-compatibles con la tesis “ninguna desigual-dad sin responsabilidad”; b) los derechos de propiedad aseguran la dominación en el centro de trabajo al otorgar a unos agentes la capacidad de decidir las actividades y los modos de vida (reproducción, formas de vestir, socialidad) de otros que, de este modo, ven importantes aspectos de su vida regidas por la voluntad de individuos fuera de su control democrático; c) el mercado opera sobre dispositivos motivacionales que se recogen en dos principios que quie-bran cualquier sentimiento fraternal o de comunidad19: uno antiigualitario (“yo par-ticipo en la producción mientras pueda ob-tener un beneficio que resulte inaccesible a los otros”) y otro egoísta-instrumental (“yo te doy no porque tu necesitas, sino sólo y mientras tanto obtenga a un beneficio a cambio”); d) los derechos de propiedad, al otorgar a los propietarios el control de los procesos de trabajo y de la producción,

impiden que los trabajadores, converti-dos en simples instrumentos, ejerciten libremente sus talentos, los “aliena” –en la disposición– de sus capacidades y de lo que es el producto de su trabajo20. Así las cosas, para los socialistas el capitalismo re-sultaba un sistema explotador, que produ-cía desigualdades, imponía la dominación de unos agentes sobre otros (y, por ello, impide la libertad de todos), reforzaba las relaciones instrumentales y minaba los sentimientos de comunidad y envilecía y alienaba a los productores. Por esas razo-nes, el capitalismo era juzgado como un sistema indeseable21.

En resumen, el diagnóstico clásico de los socialistas será: si es el caso que el so-cialismo se reconoce por cierto proyecto normativo e institucional y sucede que ese proyecto no resulta realizable plenamen-te en el capitalismo, habría que concluir que el proyecto socialista es incompatible con el capitalismo o, dicho de otro modo, que la aceptación del capitalismo conlleva el abandono del proyecto socialista. Por supuesto, ello no impediría que los socia-listas, por razones pragmáticas pudieran aceptar al capitalismo, porque el proyecto socialista resulte irrealizable, porque su-ponga otros inconvenientes o porque los costos de su materialización se juzguen ex-cesivos. En lo esencial, este fue el mensaje de los socialistas durante buena parte de su historia reciente.

Los principios guían los proyectosLa otra función que cumplían los princi-pios era la de actuar como guías regulati-

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18 El capitalismo es las dos cosas: mercado más propiedad privada de los medios de producción. Con-viene recordarlo porque no faltan las propuestas de socialismo de mercado, que intentan aprovechar las ventajas coordinadoras del mercado pero con formas colectivas de propiedad..

19 Desde otro punto de vista: el capitalismo en-vilece motivacionalmente a unos individuos movidos únicamente por el miedo o la avaricia, que se miran entre sí instrumentalmente, sólo como fuente de rique-za o de amenaza.

20 Junto a estas críticas hay otra que no forma parte –en los presentes términos, aunque Marx sí hablaba de “la anarquía de la producción”– del acerbo clásico, más tardía: el capitalismo es un sistema anár-quico. El sistema descentralizado de toma de decisio-nes, que muchas veces se presenta como su mayor vir-tud, la mano invisible que asegura que múltiples de-cisiones dispersas se troquen en un orden emergente, es también responsable de procesos sociales en los que los individuos se pueden ver enfi lados a comporta-mientos que, aunque no les gusten, son los únicos que pueden hacer y que alimentan un proceso cuyo fi nal es desastroso, al modo como una multitud que inten-ta huir del fuego en un lugar cerrado se ve abocada a una catástrofe colectiva. Consecuencias indeseables de la “anarquía del mercado” son al menos dos: a) las pa-tologías sociales y ambientales que socavan los nichos ecológicos y morales sobre los que cualquier sociedad se edifi ca; b) la “alienación” de los procesos sociales respecto a sus protagonistas, que no se ven dueños de sus destinos, sino víctimas. Por supuesto, en muchos procesos sociales hay efectos emergentes que no son resultado de la voluntad de sus protagonistas, que incluso son contrarios a esa voluntad; lo que sucede es que en el capitalismo tales procesos constituyen el alma del funcionamiento del sistema.

21 Más que inmoral, por las razones que más aba-jo se verán.

en un horizonte de escasez. De todos modos, si el auto-gobierno se entiende como sometimiento colectivo a la ley justa que los ciudadanos se dan a sí mismos, esas interferencias no se juzgarán como intromisiones a la libertad, incluso en condiciones de escasez. Pero también en este caso se necesita una cierta disposición cívica para el ejercicio de la democracia y para la acep-tación de la justicia de la ley. Sin duda, en condiciones de abundancia, el ideal de fraternidad parece menos necesario, al menos por razones distributivas: hay de todo para todos. Con todo, parece más difícilmente prescindible para el ejercicio del autogobierno. Con buenas razones podría discutirse la calificación de “ideal” para referirse a la fraternidad: el ideal sería la realización de escenarios en donde la fraternidad pueda prosperar. Podría pensarse que se trata de una natural disposición, que está entre el repertorio mo-tivacional básico de la especie, y que es su ejercicio lo que se busca garantizar. A mi parecer, el descuido de la refl exión en torno suyo, en la tradición socialista, tiene que ver, en primer lugar, con la hipótesis de la abundancia, que obvia la preocupación por la relación entre los diseños institucionales y las disposiciones participativas, y, en segundo lugar, con una ingenua antropología bastante extendida según la cual el ca-pitalismo es el responsable “cultural” de malear una naturaleza humana que se entendía como una página en blanco y con la desaparición de aquél se acabaría todos los males. Como se verá, las disposiciones co-bran hoy una particular relevancia frente a los retos del socialismo.

16 Cabría también hablar de “libertad positiva”. Pero bajo la misma etiqueta de libertad positiva se cobijan tres ideas diferentes no siempre distingui-das: libertad “real” entendida como poder o capa-cidad para hacer algo, opuesta a la libertad formal, a la simple ausencia de interferencias; libertad como “autonomía” entendida como autogobierno, opues-ta a la libertad para hacer lo que se desea; libertad para participar en las actividades públicas, opuesta a la libertad “frente” a lo público. Prefi ero “autotogo-bierno” porque captura mejor el ideal democrático, por más que también arrastra sus imprecisiones y, lo que es peor, sus problemas analíticos: sin condicio-nes restrictivas, que aseguren una convergencia en las preferencias, el autogobierno de todos no asegura el mío.

17 K. Marx, F. Engles, La ideología alemana, Bar-celona, Grijalbo, 1958, págs. 55 y sigs. Por supuesto, estos principios pueden encontrarse con problemas de compatibilidad, que no siempre se resuelven des-de la prioridad de la autorrealización. Así, el principio igualitario podría justifi car situaciones –la ausencia de ayudas sociales a un lesionado por conducir temera-riamente o practicar deportes de alto riesgo–- que el principio fraterno miraría de otro modo. Pero la sabi-duría práctica radica en sopesar esos principios en cada decisión particular.

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vas, como norte que orientaba la acción e inspiraba las propuestas institucionales. Muy en líneas generales esas propuestas, acorde con los principios, invitaban a los socialistas a comprometerse en la búsqueda de escenarios institucionales en donde cuajasen socialmente los prin-cipios anteriores, en escenarios22:

a) No capitalistas, habida cuenta de que el sistema de motivaciones sobre el que el capitalismo opera (los prin-cipios antiigualitario y egoísta) socava los cimientos normativos de la comu-nidad política, fraternales o comunita-rios, y de que el sistema de distribución de derechos de propiedad de la socie-dad capitalista impide el autogobierno y la autorrealización: el autogobierno, porque otorga la dirección de aspectos importantes de la propia vida a indivi-duos ajenos al escrutinio democrático; la autorrea lización, porque el control sobre el proceso de producción, las tareas, la elección de objetivos y los productos escapa a los productores que, de este modo, se veían sometidos a diversas for-mas de alienación23.

b) Radicalmente democráticos, pues sólo en una sociedad en donde es máxi-ma la igualdad de poder los ciudadanos se someten a la propia ley. En ese sentido, los socialistas se mostraban partidarios de sistemas en donde estén abiertas perma-nentemente las posibilidades de partici-pación y de control de los gobernantes y, por ello, destacaban las insufi ciencias de los modelos de democracia en los que los ciudadanos se limitan a elegir a quienes

les gobiernan, a otros a cuya voluntad se someten y subordinan24.

c) Con distribuciones igualitarias, porque contribuyen a eliminar la pobreza y la miseria, objetivos interesantes por sí mismo; porque la disposición de recur-sos –salvo para los santos– es condición para abordar con entereza cualquier tarea; porque la disparidad de ingresos propicia los escenarios de dominación; y, también, porque, aunada a una alta productividad –de todos– que la tradición socialista clá-

sicamente asociaba al socialismo, la igual-dad permitiría a las gentes disponer de bienes y liberarse de horas y tiempo para realizar actividades en las que ejercer los talentos que no puedan desplegar en sus tareas productivas25.

d) Con derechos y las libertades ase-gurados desde el compromiso ciudadano, pues sólo así la comunidad política podría materializar los principios de fraternidad y autogobierno. Los derechos no aparece-rían como un territorio blindado a –más allá de– la voluntad de la comunidad polí-tica, sino garantizado desde la comunidad política, porque “la libertad de todos es la condición de la libertad de cada uno”. No se trata de que los demás no se interfi e-ran en mi derecho a opinar sino que ellos

aseguren que ese derecho, que reconocen justo, es real. Precisamente porque el ejer-cicio de la mejor condición humana se produce en buena medida en relación con los otros, porque no se pueden realizar las propias metas en aislamiento, es necesaria la cooperación no instrumental, que re-quiere, a su vez, condiciones sociales y po-líticas. Entre otras cosas, se necesitan unas

SOCIALISMO DESPUÉS DEL SOCIALISMO?

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22 Si se tratase de precisar proyectos tendríamos que ir más allá de estas consideraciones programáticas: formas distributivas, participativas, etcétera. Para algunas de esas propuestas: Cf. R. Gargarella, F. Ovejero, op. cit.

23 En la tradición marxista se ha califi cado al capitalismo de sociedad alienada de diversas formas no siempre diferenciadas: como sinónima de “regula-ción externa”, la propia de individuos que no son más que piezas en el ciego mecanismo social del mercado, contrapuesta a la idea de autonomía, entendida como la capacidad de un individuo de conferir dirección y sentido a su vida; como sinónima de “vacía de senti-do”, opuesta a la idea de autorrealización, de puesta en práctica de los talentos propios, en el sentido que podemos decir que un individuo que practica o cultiva una actividad con destreza, al mismo tiempo que rea-liza una tarea, se está realizando, está desplegando sus potencialidades y talentos; como “separación del tra-bajador con respecto a sus medios de trabajo”; como “falsa percepción de cómo son realmente las cosas”, cuando los individuos otorgan a lo que es resultado de sus acciones (los procesos sociales) una calidad “natural”, externa a ellos mismos (lo que refuerza las distorsiones a la hora de entender los mecanismos so-ciales, por ejemplo la producción, que no aparece en su condición “real”: un proceso de apropiación de la plusvalía por parte del no productor, por el capitalista cf. Nota 48.)

24 La tesis de que “los socialistas han sido funda-mentalmente los autores de todo lo que apreciamos en la democracia” ha sido desarrollada detenidamente por G. Eley, Un mundo que ganar. Historia de la izquierda en Europa, 1850-2000, Crítica Barcelona, 2003. He comentado con detalle esa tesis en F. Ovejero, ‘Mirada atrás, después de la derrota’, Revista de Libros, 83, 2003.

25 Y también porque, en condiciones de abun-dancia, la igualdad no resulta costosa de obtener, de mantener o de armonizar con la autonomía y la

autorrealización. Con pocos recursos, las ventajas que se pueden obtener de las posiciones privilegiadas son enormes, la competencia es feroz y, por eso mismo, se complica la posibilidad de hacer compatible el man-tenimiento de los lazos de comunidad, los vínculos fraternos, con la realización de todos. Sobre estos pro-blemas volveré más adelante.

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condiciones mínimas de bienestar que propicien vínculos fraternos, imposibles cuando se producen agudas diferencias de ingresos y los ciudadanos no se reconocen partícipes de una sociedad justa, y que proporcionen la posibilidad de participar en las actividades políticas con una míni-ma autonomía de juicio, imposible cuan-do la supervivencia se negocia a la vez que las opiniones. Condiciones de bienestar que deberían estar aseguradas por todos, públicamente; esto es, que no puede de-pender de la buena disposición de nadie en particular, incluido el grupo familiar o una comunidad específi ca (religiosa, cul-tural), precisamente para evitar cercenar la libertad, cosa que sucede inevitablemente cuando se producen dependencias de –la arbitrariedad de– la voluntad de familias o grupos, dependencias que, además, im-pedirían elegir limpiamente (libremente) las propias metas, que hacen improbable la autonomía en la formación de preferen-cias y creencias.

Las ideas heredadas sobre la transición Como tradición emancipadora que es, el socialismo ha aspirado a realizar el ideario y, por tanto, se ha enfrentado a los retos comunes a cualquier decisión práctica, a los mismos que cada uno de nosotros in-dividualmente nos enfrentamos cuando queremos cambiar nuestra vida: ¿es ac-cesible el proyecto?, ¿es estable? Esas dos dimensiones también han formado parte del proyecto socialista: la accesibilidad, el cómo se transitaba desde el presente hasta la sociedad socialista; y la estabilidad, pues muy bien pudiera suceder que aun si el proyecto resultaba razonable y accesible, no existieran dinámicas que aseguraran la reproducción del escenario social26. Vere-mos que en esos dos ámbitos surgirán pro-blemas que tienen mucho que ver con la

quiebra de la hipótesis sobre la que se ha-bía edifi cado la concepción clásica: el so-cialismo como sociedad de la abundancia.

Tradicionalmente, el pensamiento so-cialista entendía la transición como un proceso nacido en las entrañas del capita-lismo. El propio desarrollo del capitalismo activaba mecanismos endógenos responsa-bles de su hundimiento en la dirección del socialismo. Casi todas las conjeturas sobre las que se apoyaba tal diagnóstico, desa-rrollas por Marx, se han mostrado falsas empíricamente o amparadas en supuestos teóricos insostenibles, aunque no se pue-de dejar de reconocer que constituyeron brillantes desarrollos intelectuales27. Muy en líneas generales ese modelo clásico sos-tenía que el capitalismo, a la vez que in-compatible con el socialismo en el sentido visto más arriba, y, por tanto, “una traba” para su realización, constituía una condi-ción necesaria y sufi ciente para la llegada del socialismo. Era una condición necesa-ria en un doble sentido: a) el capitalismo proporciona un cierto grado de desarrollo de las fuerzas productivas, ciertas condi-ciones de abundancia que hacen posible superar unos niveles de subsistencia en los cuales es imposible toda acción colectiva, que requiere disponer de algún tiempo no dedicado a sobrevivir; b) crea una clase social, el proletariado, desposeída, ten-dencialmente mayoritaria, central para el funcionamiento del proceso productivo, para la creación de riqueza, explotada y que, en virtud de las características de los procesos de producción, que favorecen la homogeneización de intereses y la sociali-zación, está en condiciones de tomar con-ciencia de sus intereses compartidos. En ese sentido, el capitalismo aparecía como una inevitable estación de tránsito para el socialismo y no habría modo de evitarla.

Pero no sólo se trataba de que sin el capitalismo no habría aparecido la po-sibilidad del socialismo: el capitalismo también era una condición suficiente para el socialismo, esto es, bastaba la existencia del capitalismo para que, como conse-cuencia del funcionamiento de procesos inscritos en su propia dinámica, el so-cialismo apareciera como la ineluctable etapa siguiente. En ello intervendrían di-versos mecanismos que relacionaban el presente con el futuro mediante secuen-cias endógenas causalmente cerradas. El

primero quedaba descrito por una teoría de naturaleza económica sobre la caída tendencial de la tasa de beneficio. Según Marx, a pesar de que la fuente de toda ri-queza reside en el trabajo, para competir, los capitalistas están obligados a sustituir el trabajo vivo, el de la gente, por maqui-naria. Como resultado de ello, desaparece la fuente misma de su riqueza y, con ella, el beneficio.

Otra conjetura se refiere a una su-puesta contradicción –para decirlo con léxico clásico– entre relaciones de produc-ción y fuerzas productivas, contradicción que actuaría como motor de los procesos históricos. Así, por ejemplo, había sucedi-do en el tránsito de una sociedad feudal a una sociedad capitalista, cuando la bur-guesía naciente, que iniciaba el comercio y la pequeña industria, que buscaba am-pliar mercados, se encontró con obstácu-los y limitaciones, con peajes y tributos en el desplazamiento de mercancías y relaciones de dominio personal que impe-dían a la fuerza de trabajo desplazarse de un lugar a otro a buscar ocupación. Me-diante procesos como éste el crecimiento de las fuerzas productivas era obstaculi-zado por las relaciones de propiedad: se ahogaba el desarrollo económico y, en un sentido general, al menos para una men-talidad del xix, se limitaba el progreso y el bienestar. Del mismo modo, el capita-lismo, a la vez que creaba un marco insti-tucional, de liberación de la servidumbre, y propiciaba un proceso de concentración de la producción, operaba desde unas relaciones de producción, de derechos de propiedad, que establecían límites al de-sarrollo. Para Marx esa tensión a la larga resultaba insostenible, y al final el proceso se decantaba siempre del lado del progre-so, se acababa imponiendo la dinámica inflexible de las fuerzas productivas. Inca-paces de impedir el crecimiento de éstas, las reglas del juego social se venían abajo y eran sustituidas por otras que se acomo-daban mejor a la nueva situación.

Un tercer proceso era resultado de que el capitalismo, a la vez que generaba una expansión de las necesidades de con-sumo, se mostraba incapaz de satisfacerlas en virtud tanto de su carácter explota-dor, de sistema privado de apropiación –por parte de unos pocos– de la riqueza producida por (casi) todos, como de las limitaciones que ese sistema de apropia-ción imponía al desarrollo de las fuerzas productivas. La dinámica del capitalismo producía en la clase trabajadora, por un lado, un aumento de las necesidades y, por otro, un choque con un sistema que

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26 Al modo como la sociedad de mercado alienta un tipo de comportamiento (egoísta) que es el que necesita para su propia reproducción. Reconocer esta circunstancia no quiere decir: a) que esa estabilidad sea normativamente deseable: al cabo, podríamos per-fectamente imaginar una sociedad esclavista estable y, obviamente, ello no la justifi ca éticamente; b) que no existan fuerzas disgregadoras en el capitalismo, como lo son, por ejemplo, las que atentan sobre su propio nicho moral: el comportamiento free rider que socava la red de confi anza sin la cual el mercado no puede funcionar. Por otra parte, conviene advertir que los problemas de estabilidad no se deben confundir con los de consistencia o compatibilidad. Desde luego, si un proyecto busca realizar objetivos inconsistentes o incompatibles será inestable, pero eso no quiere decir que, asegurada la consistencia o la compatibilidad, se asegure el mantenimiento del proyecto. Los problemas que se detectarán aquí se refi eran a compatibilidad y, en ese sentido, son un subconjunto de los problemas de estabilidad.

27 Muy sumariamente suponían abandonar la fi losofía de la historia clásica por teoría social. En par-ticular, Marx, en lo esencial, lo que hace es reconvertir la “necesidad” dialéctica hegeliana en mecanismos sociales.

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las alimentaba pero que no colmaba. En esas circunstancias, desde la perspectiva de Marx, acabarían por aparecer la crí-tica al sistema, por la pobreza y por la infelicidad que alentaba, y también la esperanza y la promesa de otra sociedad (comunista) donde las necesidades, los deseos y aspiraciones podrían finalmente satisfacerse. Por último, la propia lucha de clases operaba de tal modo que los condiciones objetivas más arriba descritas como condiciones necesarias se transfor-maban en condiciones suficientes cuan-do aparecían elementales intervenciones políticas. La clase obrera, mayoritaria –o tendencialmente mayoritaria–, nuclear en la reproducción del capitalismo en tanto causante del conjunto de la riqueza social, y además explotada, era el motor del cam-bio y, a la vez, el combustible en la medi-da que se beneficiaba del cambio y se so-cializaba en circunstancias productivas –la fábrica– propicias a la acción colectiva. La conjunción de estar peor, estar explotada y estar en condiciones de modificar las cosas, establecía un natural vínculo entre intereses objetivos e intereses subjetivos, para decirlo con una antigua fórmula, im-precisa pero intuitivamente clara28.

La solvencia de tales argumentaciones es dispar. La teoría de la caída de la tasa de ganancia, fuertemente comprometida con la teoría del valor, no sobrevive a los problemas de ésta29. La relación contra-dictoria entre fuerzas productivas y rela-ciones de producción es, sin duda, una hipótesis histórica fecunda pero, desde luego, nada parecido a una sistema causal determinista30. El supuesto de la homoge-

neización de los procesos de trabajo y, por tanto, de intereses y de condiciones favo-rables para la acción colectiva no se ajusta al aumento de las diferenciaciones y líneas de fractura en el seno de la clase obrera. Por otra parte, tampoco es el caso que el desarrollo del capitalismo haya producido el empobrecimiento de los trabajadores, circunstancia que complica su disposición a comprometerse en procesos revolucio-narios, costosos e inciertos en los que tienen mucho que perder. En todo caso, para lo que aquí me interesa destacar, salvo en la teoría de la tasa de ganancia, en las otras conjeturas se puede reconocer un esquema argumental parecido en tres pasos y en el que ocupa un lugar especial-mente relevante el supuesto de la sociedad comunista como sociedad de la abundan-cia: en primer lugar, se dan unas fuerzas retenidas, unas fuerzas productivas o unas necesidades embridadas por algunas cons-tricciones sociales que impedirían el desa-rrollo de cierto potencial, sea productivo, sea de simple realización de los deseos; después, hay un mecanismo (el sistema de reproducción del capitalismo) que ali-menta estas necesidades, potencialidades de realización o capacidades productivas, pero que, al mismo tiempo, no permite su consumación; y, finalmente, existe una futura sociedad en la que las necesidades se satisfacen y las tensiones se resuelven.

Adviértase cómo operaba la transición para los socialistas: el mismo mecanismo que producía el acercamiento a la sociedad fi nal –la necesidad de satisfacer las deman-das, el desarrollo de las capacidades y ta-lentos de los individuos– fundamentaba el propio comunismo, que se entiende como una sociedad de la abundancia donde personas libres e iguales no encontrarían problemas para su completa realización. El mismo principio que servía para minar la sociedad presente, su incapacidad para hacer frente a los retos productivos, cons-tituía el motor que alimentaba un proceso que adicionalmente desembocaba en una sociedad cuyo fundamento es justamente su enorme potencial productivo. En ese sentido, la secuencia tenía una traducción política inmediata: los socialistas deberían alentar las demandas de la clase tenden-cialmente mayoritaria, que nada tenía que perder, dada su condición de explotada, y que, dada su posición en el proceso pro-

ductivo, estaba en condiciones de imponer sus puntos de vista, de paralizar el funcio-namiento de la sociedad; como es el caso que el capitalismo no podría atender las necesidades insatisfechas y el socialismo sí, el mismo mecanismo de extensión del ideario, de efi cacia electoral si se quiere, era el que estaba en la base del proyecto, del socialismo: la abundancia. Ésta era un ras-go básico del socialismo y un instrumento de crítica y erosión del capitalismo.

Los problemas de la transición y el dilema del socialismoEn el modelo clásico, tal y como se acaba de ver, la transición al socialismo era cosa segura y en ella resultaba fundamental la hipótesis del desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas. El socialismo apare-cía como el horizonte natural y deseado. La llegada del socialismo era resultado de la confluencia de la insostenibilidad del capitalismo, la naturaleza endógena de sus patologías y la dirección en la que se resolvían, junto con la superioridad del socialismo, un escenario social en el que los que nada tenían que perder en el capitalismo y tenían la sartén por el mango sólo podían ganar. La abundan-cia era importante en el proceso y en el proyecto. Con la abundancia: a) se vol-vían prácticamente nulos los costos de transición, en tanto los perdedores del presente accedían a un futuro en el que sólo tenían las de ganar; b) se simplifica-ban los problemas de cómo organizar la sociedad socialista, pues si era el caso que había de todo para todos, que cada uno podía obtener lo que quería, los conflic-tos de intereses y distributivos perdían todo sentido31, incluso si las gentes eran egoístas o envidiosas.

El escenario ha cambiado. Hoy sa-bemos que el socialismo no será una so-ciedad de la abundancia porque ninguna sociedad puede ser una sociedad de la abundancia. Ya no se trata de si un modo de producción específico (hipótesis débil de la abundancia) es capaz de asegurar el crecimiento ilimitado, sino de que (hi-pótesis fuerte de la abundancia) ningún modo de producción puede hacerlo32. El reconocimiento de esa circunstancia afec-ta decisivamente a las ideas acerca de la transición: a la naturaleza de la (hipotéti-

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28 Vale la pena recordar esa circunstancia sobre todo en nuestros días, cuando los pobres y margi-nados no necesariamente están explotados y, desde luego, pocas veces están en condiciones de modificar sus circunstancias. Importa distinguir entre las dos situaciones: entre la pobreza relacionada con la explo-tación y la relacionada con la marginación. En las dos existe un vínculo entre la riqueza de unos y la pobreza de otros, pero la naturaleza del vínculo es bien dife-rente. La pobreza de unos puede ser la condición de la riqueza de otros sin que se pueda decir que la riqueza de unos sea la causa de la pobreza de otros, que es lo que sucede con la explotación. El criterio para dis-tinguir las dos situaciones es sencillo: cuando se dan relaciones causales, cuando existe explotación, el rico está interesado en que el pobre exista; en el otro caso, no, incluso puede preferir que desaparezca. Más abajo se verá la importancia de estas distinciones.

29 Como mostrarán los neorricardianos de Cam-bridge, la teoría del valor trabajo quedará reducida a un caso límite, interesante, pero límite. No así la teoría de la explotación que se puede formular con independencia de la teoría del valor: J. Roemer, A General Th eory of Explota-tion and Class, Cambridge: Harvard U. P. 1982.

30 G. Cohen, Karl Marx´s Th eory of History: A Defense, Princeton: Princeton U. P., 2000 (edición am-pliada); F. Ovejero, La quimera fértil, Icaria, Barcelona,

31 Y por ende, dirán algunos, hasta la idea misma de justicia distributiva. Cf. 35.

32 Como se ve, la hipótesis fuerte es más estricta, apela a limitaciones físicas; por su parte, la hipótesis débil apela a limitaciones de ciertos modos de organ-ización social.

1994. Con mayor detalle: E. Wright, A. Levine, E. Sober, Reconstructing Marxism. Essays on Explana-tion and the Th eory of History, Londres: Verso, 1992 (en particular, caps. 4 (‘Historical Trajectories’) y 7 (‘Causal Asymmetrires’).

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ca) crisis del capitalismo, a la viabilidad de la alternativa socialista y al proceso.

En primer lugar, afecta a la crisis del capitalismo, que ha mostrado una notable capacidad de adaptación y de superviven-cia: si la crisis se produce no será como resultado de procesos endógenos ni apun-tará en la dirección del socialismo, sino que tendrá que ver con límites externos, con el hecho de que su expansión choca con las constricciones impuestas por los recursos y la preservación de los ecosis-temas que aseguran la supervivencia de la especie, circunstancia que, de dejarnos en algún sitio, puede muy bien ser más cerca de la barbarie que de una sociedad bien organizada, sobre todo si se tiene en cuenta el carácter ciego y descentralizado –de mano invisible–, y en ese sentido imparable y desprovisto de mecanismos de regulación, del capitalismo. Por otra parte, las experiencias del socialismo real nos recuerdan que, abandonada la hi-pótesis de la abundancia, los problemas de organizar una sociedad socialista no son despreciables y eso, entre otras cosas, invita a tener razonables dudas acerca de si existen alternativas al capitalismo que resulten creíbles y atractivas. Finalmente, las sociedades en donde el capitalismo ha obtenido un alto grado de desarrollo son sociedades complejas, con conflic-tos de intereses también entre distintos segmentos de una clase obrera que ha al-canzado niveles no despreciables de bien-estar, educada en la creencia de que sus posibilidades de consumo son ilimitadas y cuya situación poco tiene que ver con la clásica imagen de exclusión social, hoy reservada a otros segmentos de población, marginales, irrelevantes –a pensar de su peso cuantitativo– para la reproducción del capitalismo. En esas circunstancias, se disparan los costos de transitar desde un presente relativamente cómodo hacia un futuro incierto en un proceso que exigiría importantes modificaciones en la conduc-ta de gentes forjadas en la expectativa del crecimiento sostenido del consumo33.

Por supuesto, nada de ello otorga avales normativos, o al menos, no inme-diatamente, al capitalismo ni corrige el diagnóstico de su incompatibilidad con la buena sociedad. De hecho, si nos to-mamos en serio el reconocimiento de que

su expansión choca con las condiciones de buen trato con los recursos y la bios-fera, tenemos razones para pensar que a largo plazo el capitalismo resulta incluso incompatible con una sociedad mínima-mente decente: pues si, por una parte, cada vez deja menos terreno de juego y estrecha las posibilidades de actuación, en tanto produce la devastación de los recursos y alienta una cultura del consu-mo, por otra, deja a unos jugadores con todas las bazas, incluida la posibilidad de expulsar a los débiles, al propiciar la concentración de poder en pocas manos, libres de todo control democrático, y con todas las razones para jugarlas, al favorecer una desigual distribución de los recursos y de los consumos energéticos. Escenario lo bastante inquietante como para que, en comparación, hasta la ex-plotación resulte irrelevante moralmente. Ya no se trata tanto de que la riqueza de unos requiera de la explotación de los otros, como de que la riqueza de unos requiera de la desaparición de los otros: si los privilegiados pueden mantener niveles altos de consumo, en términos energéti-cos, es porque los excluidos no consumen igual y estará en el mayor interés de los primeros que sencillamente desaparezcan, cosa que en ningún caso, sucederá con el explotado, al cual el explotador necesita para vivir. En suma, el capitalismo, como sistema global, no parece estar en condi-ciones de encarar el reto elemental de la buena sociedad: proporcionar un buen manejo de la escasez y garantizar unas mínimas condiciones de vida digna para la especie.

Ahora bien, en contra de lo sostenido por el modelo tradicional, las dificultades del capitalismo no son soluciones para el socialismo. El abandono del horizonte de la abundancia tiene consecuencias paradójicas para el socialismo. Por una parte, el reconocimiento de que ninguna sociedad podrá ser una sociedad de la abundancia y de que el capitalismo es un sistema patológico en su trato con los re-cursos, proporciona un refuerzo adicional al núcleo de la identidad socialista y, en especial, a las distribuciones igualitarias: la desigualdad resulta más intolerable porque conlleva inmediatamente la mi-seria de los peor situados. Sin embargo, a la vez, esa misma circunstancia también complica la transición. El ideario puede encontrar mejores fundamentos, pero eso es cosa distinta de su extensión: que haya razones para el socialismo no quiere decir que el socialismo aparezca como una posibilidad razonable para quienes

han de protagonizar el cambio. Mientras la abundancia asumida en el modo clási-co enfilaba a los procesos en la dirección de los proyectos, la escasez rompe esa continuidad: ya no cabe alentar unas demandas, cualquier tipo de demandas, en la convicción de que la futura socie-dad las atenderá. Antes al contrario, el reconocimiento de la escasez, que avala el objetivo, invita a adoptar cambios en los comportamientos que no resultan fáciles de asumir a poblaciones educadas en el consumo y la irresponsabilidad cívi-ca. Los ciudadanos tendrán que corregir de modo radical hoy unos patrones de conducta profundamente enraizados en nombre de unos beneficios que, si acaso, recaerán sobre otros que no conocen: ge-neraciones futuras, ciudadanos de otros países. Y además sobre el horizonte de una alternativa sobre cuya viabilidad, una vez abandonado el supuesto de abun-dancia, caben dudas razonables. Desde luego, una transición difícil, unos costos nada despreciables.

Es aquí donde los socialistas, que aspiran a modificar las cosas, se enfren-tan a un dilema sobre la posibilidad del socialismo que aunque no es nuevo para ellos, se presenta agudizado: persistir en un ideal de buena sociedad, con solventes fundamentos normativos y en profun-da ruptura con el capitalismo, pero con unos costos de transición que lo hacen improbable, demasiado exigente con una ciudadanía que, sin intervenciones sistemáticas, difícilmente aceptaría una modificación en sus modelos habituales de vida; o bien aceptar el capitalismo y comprometerse en una actitud vigilante y reparadora de sus patologías a sabiendas de que se reproducen, crecen o surgen otras nuevas y de que las conquistas son provisionales y reversibles. La primera opción, entre otros riesgos, conlleva la aceptación de la posibilidad de que una parte importante del núcleo normativo socialista, sobre todo aquél que tiene que ver con un completo autogobierno, tenga que verse “congelado”, en el mejor de los casos transitoriamente: resultaría difícil evitar intromisiones políticas autoritarias en la “reeducación” o en la penalización de los comportamientos insolidarios en la transición hacia una sociedad socialista que, por las razones apuntadas, aparece como la única sociedad decente y que, además, dada la naturaleza y gravedad de los problemas asociados a la escasez, re-sulta necesaria y urgente. La segunda op-ción supone diluir lo que hemos llamado identidad del socialismo, abandonar los

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33 Sobre el problema de los costos de la revolu-ción para sus protagonistas: A. Buchanan, ‘Revo-lutionary Motivation and Rationality’, M. Cohen, T. Nagel, T. Scanlon (edts), Marx, Justice and History, Princeton U. P., Princeton, 1980; M. Taylor, (edt.), Rationality and Revolution, Cambridge U. P., Cam-bridge, 1988.

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objetivos emancipatorios: si el socialismo se reconoce en ciertos valores y esos va-lores no son realizables en el capitalismo, esto es, si como se ha visto el núcleo de la identidad socialista se estima vigente, la aceptación del capitalismo conlleva el abandono de los ideales socialistas, o, por lo menos, de una parte importante34. Re-sulta casi innecesario decir que la primera opción es la adoptada, dubitativamente, por los partidos y movimientos roji-ver-des y la segunda, sin apenas dudas, por los partidos socialistas tradicionales.

La escasez y el dilema de la compatibilidad del idearioPor lo visto hasta ahora, la crisis del socia-lismo tiene que ver con cómo se llega, con los procesos. En principio, lo que hemos llamado núcleo del socialismo se mantiene intacto e, incluso, reforzado: el ideario pa-rece todavía más justifi cado, y es el caso que el capitalismo impide su realización social. De ahí, por tanto, su condena. Sin embargo, tomarse en serio la hipóte-sis fuerte de la abundancia también tie-ne implicaciones respecto a la viabilidad práctica del ideario, a la compatibilidad material de los distintos principios que lo conforman35. Para ver como ello puede suceder es conveniente detenerse en la na-turaleza de la clásica descalifi cación socia-

lista del capitalismo y del papel que en ella ha jugado el supuesto de abundancia.

En buena parte de argumentación anterior el capitalismo quedaba desca-lifi cado por injusto. Pero no es ese un diagnóstico común a todos los socialistas. Para una importante tradición socialista la crítica moral es impertinente por una razón previa: la crítica sólo resulta posi-ble cuando las cosas pueden ser de otra manera, y es el caso que en el capitalismo las cosas no pueden ser de otro modo. No puede, en sentido fuerte, cumplir los criterios de la buena sociedad socialis-ta porque para su completa satisfacción se requieren unas condiciones (hipótesis débil) de abundancia inaccesibles para el capitalismo, un sistema que, según esa clásica interpretación, impediría, en vir-tud de sus propias relaciones de propie-dad, el completo desarrollo de las fuerzas productivas. En ese sentido, el capitalis-mo sería indeseable pero no inmoral. De hecho, según esa interpretación, incluso cabría decir que el capitalismo puede ser justo en sus propios términos mientras sean libres e informadas las relaciones contractuales y de intercambio en las que se basa36. Si, desde una perspectiva socia-lista, se lo califi ca de “injusto” es contra-fácticamente, en la medida que, al hacer imposible la abundancia, hace imposible la satisfacción de los ideales socialistas37.

Desde esta perspectiva, pues, la des-califi cación del capitalismo sería resulta-do de que es un sistema que frena el de-sarrollo de las fuerzas productivas y, por eso mismo, impide la plena realización del socialismo38. Obviamente, ese juicio

parece presumir que el ideal socialista re-quiere de la abundancia para su realiza-ción. Y, en efecto, hay razones para pensar que la abundancia es importante para la realización del ideal socialista: a) permite liberarse de horas y tiempo para ejercer y cultivar las propias capacidades; b) pro-porciona los sufi cientes recursos para que cualquier proyecto de vida encuentre los medios para su ejercicio sin que sea en menoscabo de los proyectos de los demás; c) hace desaparecer los comportamientos agudamente competitivos en la búsqueda de las enormes ventajas diferenciales que acompañan a las escasas posiciones de privilegio que las situaciones de escasez permiten, comportamientos que hacen imposible cualquier vestigio de frater-nidad; d) no obliga a intervenciones so-ciales sistemáticas, altamente costosas en términos materiales y morales, para sos-tener escenarios igualitarios o de justicia, porque cuando todos pueden satisfacer sus deseos nadie envidia la situación de los demás. En suma: la abundancia hace posible que una sociedad igualitaria se pueda mantener con razonables vínculos fraternos y dando cabida al respeto a la elección autónoma de los proyectos de vida y, por ende, a la autorrealización, sin que se requieran intromisiones sistemáti-cas de las instituciones que frustrarían la realización de tales ideales39.

Ahora bien, si es cierta la hipótesis fuerte de la abundancia, si ninguna so-ciedad, incluida la socialista40, se podrá edificar bajo el supuesto de abundancia, la pregunta es inmediata: ¿qué pasa en-

SOCIALISMO DESPUÉS DEL SOCIALISMO?

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34 Por supuesto, la pregunta, que no cabe abordar aquí, es si cabe escapar a ese dilema. Vale decir que, muy en general, cualquier intento de hacerlo requiere, entre otras cosas, hacer menos costoso el salto entre el presente y el futuro y alentar iniciativas a corto plazo que tengan implicaciones irreversibles en un horizonte más dilatado y que prefi guren la sociedad futura. En ese sentido son de interés las propuestas igualitarias que buscan introducir constitucionalmente ingresos ciudadanos garantizados, que, además de asegurar ingresos con independencia del mercado, mitigan el peor estado de los que están peor, les otorgan capa-cidad de negociación y de elección de actividad, y disminuyen su dependencia respecto a las arbitrarie-dades de los poderosos; y también de propuestas que buscan asegurar mecanismos de asignación –a través de fondos de inversión colectivos de sindicatos u otros colectivos– que quiebren las relaciones de poder y de dominación y operen según criterios más amplios que el benefi cio inmediato., cf. F. Ovejero, ‘La identidad perdida de la tercera vía’, en M. Jacques (comp.), ¿Tercera vía o liberalismo?, Icaria, Barcelona, 2000. Para ideas muy interesantes en ese sentido, cf. E. O. Wright, Basic Income, Stakeholder Grants and Class Anaylsis, mayo, 2002 (inédito).

35 Para distinguirla de la inconsistencia o imposi-bilidad conceptual. En una economía cerrada, preten-der que, manteniendo la renta y el ahorro constantes, aumenten, a la vez, el consumo y la inversión es una imposibilidad conceptual (como un círculo cuadrado), mientras que querer una pasión sin dependencia (o comer y estar delgado, ceteris paribus) es una imposi-bilidad empírica, material, aun si resulta concebible un mundo posible donde ello pudiera suceder. Aunque, en detalle, y con mirada analítica fi na, se le podrían po-ner pegas a la distinción, para los presentes propósitos, es pertinente y fecunda.

36 No es desatendible la sensibilidad epistémica de esta perspectiva capaz de compatibilizar el relati-vismo (empírico) de la historia con la valoración que, por defi nición, no puede ser relativista, al menos en un sentido trivial.

37 Según ciertos comentaristas, ésa es la tesis de Marx, quien vendría a decir: a) que la justicia exis-tente –la que cuaja en los intercambios, en acuerdos libres entre individuos– es la compatible con el ca-pitalismo, explicable desde él y la única que razona-blemente se le puede demandar; b) la crítica moral, desde otros principios de justicia, es suprahistórica y carece de sentido, por imposible; c) sólo el socialismo, una sociedad de la abundancia, puede satisfacer los principios “absolutos” de justicia. Para estos puntos de vista: A. Wood, ‘Marx’s Inmoralism’, en B. Chavance, Marx’s in Perspective, Editions de l’Ecole des Haute Etudes en Sciences Sociales, Paris, 1985. Un repaso detenido de los diversos puntos de vista en: R. G. Pe-ff er, Marxism, Morality and Social Justice, Princeton: Princeton U. P. 1990.

38 Desde otro punto de vista, sintéticamente, se podría decir que las exigencias de justicia no pueden ser satisfechas por aquellas circunstancias de justicia que hacen necesarias las concepciones de justicia y que, por ello, fracasan los intentos de conseguir la realiza-ción de la justicia en el capitalismo.

39 De hecho, se podría afirmar que, al no darse las circunstancias de justicia distributiva (la escasez) en la sociedad socialista, no cabe referirse a ella como una sociedad justa: el socialismo, al aboli r las condiciones de justicia, no aplica principios de justicia, no porque sea “injusto”, sino porque “está más allá” de la justicia, cf. A. Buchanan, en Marx and Justice, Totowa: Row-man, 1982, cap. 4: ‘The Marxian Critique of Justice and Rights’.

40 Problemas que podían ser escamoteados mien-tras el socialismo se entendía como una sociedad con un crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas. Pero la situación cambiaba una vez reconocida la quie-bra de la hipótesis de la abundancia. Quiebra que, además, en el caso del socialismo resultaba particular-mente patente: como recordaban con rotundidad las colas en las tiendas para adquirir bienes, la mayor parte de los estrangulamientos de los socialismos conocidos procedían del lado de la oferta, no de la demanda. Y ello era consecuencia de problemas que tenían que ver con: a) las motivaciones: los individuos, sabedores de que recibían lo mismo tanto si cooperaban como si no, se abstenían de participar y caía la productividad; b) el diseño institucional: un problema de coordinación de información (qué hay que producir, en qué cantidad y para quién de los procesos económicos) que el mercado mal que bien resuelve y que es básico para economías medianamente complejas (en una familia las cosas son más sencillas)q<.

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tonces con el ideal socialista? La prime-ra tentación es responder que no se ve afectado; que los idearios como tales son inmunes a las críticas empíricas; que en sentido fuerte los valores no son verda-deros o falsos, no se pueden “contrastar” y, por lo mismo, ningún hecho corrige ningún valor. El principio de que “todos los seres humanos tienen los mismos de-rechos” no depende de ningún estado del mundo; no de pende, por ejemplo, de si es verdad o no que “los seres humanos son iguales”. Sin duda, eso es verdad, pero no es toda la verdad; y las cosas cambian cuando se trata de las propuestas prácticas en las que los valores cristalizan. Por ejem-plo, la propuesta “todos los seres huma-nos deben acceder a un nivel de consumo equivalente al del americano medio”, es irrealizable porque requeriría unos consu-mos energéticos superiores a la capacidad

del planeta. Por supuesto, reconocer este último dato no exige abandonar el ideal igualdad pero sí que obliga a revisar las formas que adopta. De poco les serviría un reparto igualitario a cinco personas que, atravesando el océano en un bote, disponen de veinte unidades alimentarias y necesitan para sobrevivir cinco unida-des de alimentos cada una de ellas. La igualdad, en este caso, se deberá traducir, por ejemplo, en un sistema de lotería en el que todos tendrían la misma probabi-lidad de sobrevivir; esto es, en el que por azar uno de ellos se quedaría sin ninguna unidad alimentaria. Repárese en que los sujetos de nuestro ejemplo, suponiendo que no sean altruistas incondicionales41,

no pueden dejar que cada uno consuma lo que quiera y necesitan establecer un sistema de toma de decisiones colecti-vas. No sólo eso: si no llegan a acuerdos, quizá se vean en la necesidad de imponer la regla de distribución, de cercenar la libertad. En el mismo sentido, a la luz de las circunstancias empíricas, las pro-puestas igualitarias socialistas adoptan una forma u otra y, según como acaben por cuajar, pueden aparecer problemas de compatibilidad con otros principios.

En principio, como se dijo, la hi-pótesis fuerte de la abundancia propor-ciona una solvencia adicional a las tesis igualitarias del ideario socialista. Cuando es el caso que no hay de todo para todos y sabemos que ninguna futura sociedad se parecerá a una biblioteca pública con infinitos volúmenes o a un supermerca-do en donde cualquiera puede disponer

de lo que quiera para cualquier plan de vida, el reparto de lo escaso parece ra-zonablemente apuntar en dirección a la igualdad. Ahora bien, también es cierto que, en condiciones de escasez, un re-parto igualitario de lo poco puede plan-tear problemas para la realización simul-tánea de los ideales de autogobierno o de autorrealización42: si ciertos individuos necesitan enormes recursos para desarro-llar sus talentos, si sólo pueden hacerlo pilotando naves espaciales, otros no po-drán realizar las vidas que razonablemen-te podrían escoger; puesto que, en con-

diciones de escasez, cuando los benefi-cios de la más mínima ventaja posicional son altos y atractivos, el mantenimiento de la igualdad puede exigir fuertes intro-misiones públicas para evitar la tentación y controlar las tensiones antisociales que ello puede producir. Por supuesto, suce-de que, con el ejemplo de la biblioteca, no todos quieren leer los mismos libros al mismo tiempo, que no todos tienen las mismas preferencias o se empeñan en proyectos de vida que requieren muchos recursos. Pero, desde luego, una sociedad en donde unos sólo pueden realizar sus proyectos siempre que otros no quieran hacerlo de la misma manera, resultará difícilmente aceptable para los socialis-tas43. En esas condiciones, para asegurar un reparto igualitario de la escasez serán necesarias intervenciones políticas que fácilmente afectarán a la libertad de los ciudadanos44. ¿Quiere ello decir, enton-ces, que el valor comprometido será el de la libertad? Así las cosas, podríamos encontrarnos con un argumento pare-cido al utilizado por los socialistas para descalificar al capitalismo: si es el caso que la abundancia es una condición para la realización de los ideales socialistas, y sucede que el socialismo no es una sociedad de la abundancia, el socialismo no permitirá la realización de la emanci-pación.

¿Es posible escapar a esta conclu-sión? Desde luego, resultará difícil si la libertad se entiende como la posibilidad de hacer lo que uno quiere, de satisfacer cualquier deseo. En tal caso la sociedad socialista no será libre. Ahora bien, si la libertad se entiende como la capacidad de elegir los propios deseos y, razona-blemente, se presume que esa soberanía sobre uno mismo no conducirá a desear

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43 Este juicio debe matizarse en un doble senti-do: a) en rigor, hay escasez en todo bien económico y, en ese sentido, es imposible que esté disponible sin restricciones para todos: si todo estuviera disponible sin restricciones, nadie compraría ni vendería; b) hay cierto tipos de vidas no elegidas (con enfermedades o carencias graves) que requieren unos recursos que no pueden estar disponibles para todos a la vez (ninguna sociedad, por ejemplo, está en condiciones de disponer de UVI permanentes para cada ciudadano). Desde el punto de vista de la igualdad, lo que importa es que to-dos tengan igual probabilidad de acceso, que es lo que se intenta proporcionar a los individuos con carencias físicas que llevan a asignarles más recursos.

44 Eso no impide reconocer que las intervencio-nes deberían ser todavía mayores en una sociedad que quisiera mantener el privilegio de unos pocos. La li-bertad de los privilegiados sólo se podría hacer a costa de fuertes limitaciones en la libertad de los excluidos, situación inaceptable para los socialistas que pretenden una sociedad en donde el acceso a la vida buena esté al alcance de todos.

42 Implícitamente aquí se está subordinando la autorrealización a la igualdad. Esto no es incompatible con la prioridad anteriormente otorgada a la autorrea-lización. El que la igualdad sea una condición de auto-rrealización –para todos– era otro modo de decir que para conseguir la máxima meta, la autorrealización, la igualdad era una estación de paso obligado. Pero es una estación de paso con valor propio.

41 De hecho, si hubiera un sólo altruista dispues-to a sacrifi carse, no haría falta el sistema de decisiones. En cambio, con dos, habría que resolver un problema de coordinación: quién es el sacrifi cado.

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objetivos imposibles o inaccesibles45, las cosas no tienen porqué ser de la misma manera. En el primer caso, el individuo actúa movido por sus deseos y su libertad se verá cercenada en la medida en la que se pueda producir una interferencia, real o potencial, a su satisfacción. Desde esa perspectiva, por ejemplo, las leyes, inclui-das las justas, limitan su libertad: es libre cuantas menos leyes tenga. En el otro caso, el individuo actúa movido por sus mejores razones y son éstas las que rigen sus elecciones. Será libre en la medida en la que se someta a las leyes que él mismo se haya dado en condiciones de mínima autonomía; esto es, desde la posibilidad de cribar racionalmente sus propios de-seos ante un conjunto de opciones reales y relevantes46.

Obviamente, no se trata de resolver los problemas jugando con las palabras, mediante una nueva definición de liber-tad. La operación conceptual nos interesa porque apunta al verdadero problema: las motivaciones. En el horizonte de la abun-dancia no había mayor preocupación por precisar la idea de libertad o autonomía: la idea de libertad como realización de cualquier deseo era realizable y, por su-puesto, también cualquier otra menos exigente desde el punto de vista de los requerimientos energéticos. En el super-mercado de infinitos bienes, los egoístas o los insaciables no resultan un problema. Cuando la escasez se hace presente, sí lo son; y el mantenimiento de la igualdad hará inevitables las intromisiones que, aun si justificadas, no resultarán fácil-mente aceptables. Las cosas serían muy diferentes con otras disposiciones: si los individuos no ignorasen las necesidades de los otros o si, simplemente, entendie-sen que no han de cultivar deseos impo-sibles. En tal caso, el proyecto socialista se podría llevar a cabo, se podrían reali-zar distribuciones igualitarias sin atentar contra la autonomía o el autogobierno. Para ello, por supuesto, es importante que los ciudadanos se sientan parte de una sociedad justa, pero también que esa cir-

cunstancia constituya una razón para sus acciones, que se sientan comprometidos motivacionalmente con las decisiones que toman y que, precisamente porque se han desarrollado en las adecuadas condiciones de autogobierno, estiman justas47.

Desafortunadamente, la tradición so-cialista no estaba en la mejor disposición para abordar el problema de las moti-vaciones, y en ello mucho había tenido que ver la hipótesis de la abundancia: con recursos ilimitados poco importaba si las gentes eran generosas y austeras o egoístas e insaciables. Y cuando no se ignoraba el problema, se lo sometía a enormes simplificaciones. En lo esencial se asumía que, con el fin de la propiedad privada y la consiguiente desaparición de las clases, desaparecerían los conflictos y, que una vez “que ya no se trabajaba para los explotadores”, emergería una natural disposición cooperativa que el capitalis-mo había pervertido48. Las ingenuidades de esa concepción son diversas. Existen importantes líneas de división social con-flictivas (culturales, sexuales) que, aun-que condicionadas por las clases sociales, no son reducibles a diferencias de clases. Por otra parte, la naturaleza humana ha resultado ser mucho más compleja que la simplificada e idealizada visión de los socialistas clásicos: no es seguro que, en la sociedad de los iguales, todos estuvieran dispuestos a cooperar o a seguir sin más el principio de “a cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus capa-

cidades”; al revés, lo que muy bien podía suceder es que, una vez institucionalizado ese principio distributivo, los individuos exagerasen sus necesidades y no revelaran sus capacidades, que adoptaran compor-tamientos de free rider: aprovecharse del trabajo de todos y evitarse los costos de participar49.

En suma, las condiciones de escasez resultan relevantes tanto en el modo en el que los valores se materializarán como en la compatibilidad entre ellos. La prio-ridad que, cuando hay poco por repartir, razonablemente hay que conceder a la igualdad puede comprometer la auto-rrealización, habida cuenta la dificultad para mantener las condiciones de plena autonomía en la elección de los objetivos y de plena disposición de los medios para su obtención50. Mientras se pudo mante-ner la quimera de que el socialismo estaba asociado a un desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas, todos esos problemas podían ser escamoteados. Pero, una vez quiebra la hipótesis de la abundancia, la situación cambia y parece dibujarse un nuevo dilema entre, de una parte, aceptar una idea de la naturaleza humana asocia-da a la libertad como satisfacción de los deseos y admitir que, si las cosas son así, el proyecto igualitario resulta incompa-tible con el pleno respeto a la libertad y el autogobierno; o bien, una vez asumida una idea más sofisticada –y de complica-do realismo51– de la naturaleza humana, poco acorde con las disposiciones alen-tadas por el capitalismo, persistir en la realización de un ideario que, eso sí, re-quiere una idea más exigente de libertad, más cercana a la autoelección. Desde otro punto de vista, cabría hablar de una suerte de triángulo de realización del socialismo

SOCIALISMO DESPUÉS DEL SOCIALISMO?

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45 Obviamente, en sentido fuerte, la posibilidad de elegir los propios deseos no excluye la elección de deseos imposibles; pero sí parece razonable suponer que nadie deseará lo que sabe que será fuente de in-satisfacción.

46 Eso signifi ca: a) que no sean triviales (el color de la camisa); b) que sean reales: no elegir entre dos opciones idénticas (dos periódicos iguales) o falsas (entre dos periódicos uno deportivo y otro fi nancie-ro); c) que no le planteen chantajes vitales (vivir o morir); d) informadas, que se ajusten a los datos (ser inmortal). Para ideas al respecto: J. Raz, Th e Morality of Freedom, Oxford, Clarendon Press, 1986.

47 Y reconocerían, por ejemplo, que es de justicia que el incapacitado pueda acceder a más recursos y que no lo es proporcionar recursos a quienes quieren pilotar naves espaciales. De este modo, las motivaciones tam-bién se convierten en un requisito para la realización de los principios democráticos: el autogobierno no se convertirá en una competencia de grupos por con-seguir lo que se pueda a costa de quien sea (mayorías explotadoras), sino que se demandará lo que se juzga razonable. En caso contrario, la escasez y la igualdad exigirán acabar con la democracia.

48 Convicción que se veía reforzada por la pre-sunción de que en el socialismo las relaciones socia-les serían tan inmediatamente transparentes como en una economía familiar, cosa que no sucedía en la sociedad capitalista, en donde las relaciones reales –de explotación, dominación y alienación– resultaban distorsionadas: los intercambios parecían darse entre equivalentes (trabajo por salario), las mercancías y el capital parecían inherentemente valiosos (y no en tanto que producto del trabajo humano). En el socialismo desaparecerían esas distorsiones que difi cultan la com-prensión del capitalismo, esa alienación de la sociedad respecto a sus protagonistas, que la ven como dotada de una especie de “naturalidad” ajena a sus voluntades. En esas circunstancias, la inmediata comprensión de los procesos, aunada a las buenas disposiciones de las gentes, prácticamente resolvía todos los problemas de funcionamiento social, de cómo organizar la vida co-lectiva: Cf. G. Cohen, Karl Marx´s Th eory of History, op. cit., págs. 396 y sigs.

49 Por otra parte, incluso con la mejor disposición cooperativa y en los escenarios sociales más transpa-rentes, siempre existen problemas de coordinación que requieren diseños institucionales para resolverlos: si después de una fi esta todos se ponen a recogerlo todo, se estorbarán; si en una sala cerrada, con una multitud dentro, se produce un incendio, aparecen problemas de acción colectiva, incluso si hay buena disposición cooperativa: si cada uno generosamente deja el paso a los demás, no saldrá nadie.

50 Y en ese sentido los proyectos se pueden desca-lifi car por condiciones empíricas, como sucede con los modelos de mercado que presumen condiciones técni-cas de producción imposibles o individuos con capaci-dades de computación excepcionales o con modelos de socialismo que presumen unas disposiciones coopera-tivas heroicas, irreales a la luz de lo que sabemos de la naturaleza humana.

51 Simplifi cando mucho, podríamos decir que nos enfrentamos a un dilema entre, por así decir, el socialismo y los ideales socialistas. Simplifi cando to-davía más, el dilema podría presentarse como el que clásicamente han repetido los liberales: escoger entre la libertad y la igualdad.

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con tres vértices: la antropología (las dis-posiciones egoístas), las condiciones sobre las que se enmarca la sociedad socialista (la hipótesis de abundancia) y el idea-rio52. Un triángulo en el que la variación de uno de los vértices sólo se puede hacer si, a la vez, se modifica algún otro: si se quieren mantener las motivaciones, dada la hipótesis de escasez, hay que corregir el ideario; si el ideario se quiere mantener, la hipótesis de escasez sólo resulta com-patible con un cambio en las motivacio-nes, etcétera. Obviamente, no todos esos movimientos son igualmente posibles. Lo que es seguro es que la hipótesis fuerte de abundancia ha convertido lo que parecía una variable (social, tecnológica) en un parámetro53. Dicho de otro modo: si los socialistas quieren persistir en su pro-yecto, su mirada está obligada a dirigirse hacia las motivaciones, a explorar, entre el repertorio de disposiciones básicas de la especie humana, la presencia de aquéllas que resultan más acordes con escenarios fraternos e igualitarios54.

Para acabarPorque pretende una sociedad digna para el conjunto de la humanidad, incluidas las futuras generaciones, el socialismo debe tomarse en serio las implicaciones del re-conocimiento de la escasez de recursos. Sin duda, la escasez otorga nuevos avales al socialismo, aunque sólo sea porque, sobre su horizonte, difícilmente se puede pensar en una sociedad capitalista que no desem-boque en la barbarie moral. Sin embargo, por otra parte, la escasez sitúa a los socia-listas frente a importantes dilemas prácti-cos. En primer lugar, respecto a los pro-cesos, aparece radicalizado un dilema que forma parte de la historia del socialismo entre apostar por la radical discontinuidad con la sociedad capitalista, con la posibi-lidad de enfrentarse a inciertos procesos con elevados costos sociales, o bien asumir la continuidad con la sociedad capitalista

y permanecer en una actitud de perpetua desconfi anza, de vigilancia respecto a sus derivas perversas, abandonando el proyec-to de transformación radical y asumiendo la inestabilidad y la reversibilidad de las conquistas. He de confesar que no tengo claro si hay una solución al dilema55, pero sí que creo que están bastante claras las diferentes implicaciones de adoptar uno u otro cuerno del dilema: en un caso estar dispuestos a asumir intervenciones sociales altamente costosas y con enormes incerti-dumbres morales; en el otro, enfrentarse a procesos reversibles, inestables y a nue-vas patologías, resultado de intervencio-nes parciales, que pueden, por ejemplo, desembocar en la recuperación de formas salvajes de capitalismo56. Quizá sea posi-ble escapar al dilema pero hay que ser muy cautelosos después de tantas terceras vías fatigadas que, en el mejor de los casos, al fi nal estaban situadas en el segundo cuer-no del dilema57.

Por otra parte, el abandono de la hipó-tesis de abundancia también tiene conse-cuencias sobre los proyectos. Como se vio, la abundancia facilitaba la realización de los principios socialistas: la alta producti-vidad permitía disponer de tiempo para la autorrealización y la participación en ac-tividades públicas; la existencia de bienes para todos, al evitar la competencia por las enormes ventajas diferenciales que siguen a las escasas oportunidades de privilegio, favorecía la estabilidad de la igualdad y hacia más probables unos vínculos comu-nitarios, infrecuentes cuando los demás se contemplan como rivales; la existencia de recursos en abundancia aseguraba que cualquier proyecto de vida, fuera el que fuera, encontraba medios para realizarse

y, por tanto, para que los individuos se sintieran libres, tanto en el sentido de que podían elegir las propias vidas como en el más trivial de que eran libres para satis-facer cualquier deseo. No ha de extrañar, pues, que, reconocida la escasez, aparezcan dudas acerca de la completa realización del viejo ideal socialista. Una posibilidad consiste en –una vez aceptado cierto pe-simismo antropológico– subordinar los otros principios –como la autorrealiza-ción– a una igualdad radical que, en una sociedad con recursos limitados, parece particularmente justifi cada. Por otra parte, el mantenimiento del ideario en su sentido más completo obliga, en primer lugar, a revisar las ideas de libertad o de autono-mía de tal modo que resulten compatibles con un escenario austero y, sobre todo, a preguntarse con realismo si cabe esperar un comportamiento humano acorde con ellas, si las conductas requeridas están en el horizonte de posibilidades de la especie humana58. ■

[Este texto forma parte del libro del mismo título que será editado por Tusquets. Una versión anterior apareció en Δαιμω. Revista de Filosofía (27, 2002), con el título: ‘El socialismo el lugar de la crisis’.

Félix Ovejero Lucas es profesor de la Universidad de Barcelona. Autor de La libertad inhóspita. Mode-los humanos y democracia liberal.

FÉLIX OVEJERO LUCAS

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52 En la tradición liberal también aparece un triángulo de tensiones parecido a la hora de proteger-se con derechos frente a las decisiones de la mayoría: derechos (libertades) individuales; democracia, decisio-nes mayoritarias (potencialmente opresoras); disposi-ciones (egoístas). Un triángulo que mirado de cerca es un cuadrado, con otro vértice: los escenarios sociales (mercado) que propician o cancelan las disposiciones cívicas (el mercado), F. Ovejero, ‘Instituciones liberales y naturaleza humana’, Pasajes, 12, 2003.

53 En el capitalismo las posibilidades son más li-mitadas: las motivaciones egoístas también constituyen un parámetro.

54 Cf. S. Bowles, H. Gintis, The Origins of Human Cooperation, Santa Fe Institute Working Paper #02-08-035, August 2002; F. Ovejero, ‘Del mercado al instinto’, Isegoría, 18, 1998.

55 Cf. Nota 34. 56 En cierto modo, es lo que ha pasado con los

Estados de bienestar, ahora en peor situación que hace unos años, en paralelo con el debilitamiento del movi-miento obrero y las fuerzas políticas que contenían el proceso regresivo.

57 F. Ovejero, ‘La identidad perdida de la tercera vía’, op. cit.

58 Pregunta que adquiere particular peso y ur-gencia porque las motivaciones requeridas, hasta, por ejemplo, estar en condiciones de extender las dispo-siciones solidarias hacia las generaciones futuras, de entender que sus escenarios de vida son también una razón a atender en nuestras elecciones presentes, poco tienen que ver con las sensibilidades educadas y las disposiciones reforzadas (egoístas, competitivas, con-sumistas, antiigualitarias) en la sociedad capitalista. Y esto no es retórica comunitarista o levítica. Hay mucha evidencia experimental de los efectos cognitivos y psi-cológicos de la “exposición al mercado”, R. Lane, Th e Market Experience, Cambridge: Cambridge U. P. 1991; asimismo, R. Lane, Th e Road Not Taken: Friendship, Consumerism, and Happiness”, Critical Review, 4, 8, 1994 (el número entero está dedicado a: Th e Culture of Consuming).

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EL NUEVO CAPITALISMO RUSO

K. S. KAROL

Las reformas de GorbachovTras un fuerte crecimiento debido a la reconstrucción posterior a la Segunda Gue-rra Mundial, la economía soviética empezó a dar señales de asfi xia a partir de la década de 1970. La carrera armamentística infl uía en ello, pero había muchos otros motivos. El “histórico” acuerdo Nixon-Brezhnev de 1971 no fue sufi ciente para redinamizar el crecimiento. La URSS compraba grandes cantidades de trigo estadounidense, que pagaba con sus hidrocarburos. La economía ni siquiera pretendía ya ser igualitaria y el poder cerraba los ojos ante el desarrollo, lento y sistemático, de una zona gris –“la economía en la sombra”–, un sector ilegal que no paraba de crecer (según estudios recientes, su volumen de negocios habría superado los 70.000 millones de rublos). Posteriormente, en 1985, tras el largo reina-do de los gerontócratas, un joven dirigente, Mijaíl Gorbachov, tomó el relevo y explicó al país que el antiguo sistema “extensivo” había llegado a su fi n y debía ser sustituido por un sistema “intensivo”. “Para seguir como antes necesitaríamos millones de tra-bajadores al año, cientos de millones de toneladas de petróleo y de otras materias primas, y no los tenemos” –expuso funda-mentalmente el nuevo secretario general del p comunista–. Su objetivo era aumen-tar sustancialmente la productividad de los trabajadores para elevar a la URSS al nivel de los grandes países occidentales. Algo per-fectamente lógico, aunque difícil de llevar a cabo, y que no afectaba a la propiedad de los medios de producción. Sin embargo, eran muchos los que, en el entorno de Gorbachov, estaban convencidos de que la privatización de las industrias era el único medio de instaurar una economía “intensi-va”. Al haber obtenido, gracias a la glasnost, una voz dominante en la prensa, los “libera-les” rusos hicieron campaña para sustituir la planificación (que dejaba mucho que d por “la mano invisible del mercado”.

Después, en muy poco tiempo –menos de cinco años– casi todas las empresas habían sido, total o parcialmente, privatizadas. Este giro no había sido motivado por considera-ciones económicas sino que reflejaba la decisión política de acabar con el pasado comunista. Pero la evolución de este proce-so y sus consecuencias dan que pensar.

Todo empezó en 1987, cuando el presi-dente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, auto-rizó la creación de cooperativas y estimuló a hombres y mujeres a lanzarse a los negocios. También permitió la creación de joint-ven-tures, empresas que se benefi ciaban de la participación de capital extranjero. El obje-tivo de Gorbachov era reactivar el sector servicios, muy poco desarrollado, gracias a la rápida creación de restaurantes, bares y pequeños comercios. ¿Cómo pudieron sur-gir capitales de la nada si el sector bancario, férreamente estatalizado, no ofrecía crédi-tos? Evidentemente, un cierto número de soviéticos tenía dinero gracias a la economía paralela que se había desarrollado clandesti-namente desde la década de 1970. Esos “afortunados” se hicieron propietarios de las pequeñas empresas que proliferaron como setas (un 450% de crecimiento el primer año), hasta el punto de que en 1990 empleaban a 193.000 personas. Sus benefi -cios eran impresionantes; ir a un restaurante cooperativo en Moscú o Leningrado era un must y apenas se prestaba atención a la cuenta. De cooperativo, ese sector no tenía nada, al menos no más que las otras peque-ñas empresas. A medida que los “empresa-rios privados” ganaban dinero, comenzaron a recibir la extraña visita de jóvenes bien plantados, con frecuencia campeones deportivos, que reclamaban una buena par-te de los benefi cios. Fue el comienzo de la era de las extorsiones. Cuando, en 1989, su cifra alcanzó los 5.000, Gorbachov encargó a su ministro de Interior, Vadim Bakatin, estudiar el problema de la “criminalidad organizada”, cuya existencia era un secreto

a voces desde hacía décadas gracias al fol-clore de los ladrones –muy bien organiza-dos– y, apenas en menor medida, al de los bandidos, aunque el poder soviético había decidido ofi cialmente ignorar el fenómeno. En 1989, cuando se tomó la orden de “estudiarlo” ya no se podía hacer nada: la generalización de la corrupción impedía reprimir a los delincuentes.

Cuando el Kremlin dio luz verde a la creación de actividades privadas, todos los diques saltaron por los aires. No sólo los nuevos empresarios no pagaban impuestos sino que repartían propinas entre todos los hombres del poder, empezando por los jue-ces, los policías y otros funcionarios. Sin duda no era la misma corrupción que hay actualmente, pero bastaba para cambiar el clima social y llevar agua al molino de los elementos criminales. La reforma de Gorbachov estuvo muy mal pensada, pero ¿hubiera podido hacerse de otro modo? Al tratarse de iniciativas individuales que hasta entonces habían estado reprimidas era difí-cil pedir que todo el mundo se registrara en una institución e indicara el origen de su dinero. Las nuevas empresas nacían, pues, sin ningún estatuto legal y además estaban exentas, en teoría temporalmente, de pagar impuestos. Lanzada sin control, esta políti-ca hizo del dinero el centro del sistema y engendró un caos que ninguna policía del mundo hubiera podido combatir, o siquie-ra frenar. Un gran número de pequeños especuladores, anteriormente menosprecia-dos, resurgían súbitamente luciendo los prestigiosos títulos de “cooperativista” o pequeño emprendedor. Delincuentes con-denados a duras penas por delitos comunes alardeaban de haber sido víctimas del “terror rojo”.

La disolución de la Unión SoviéticaDos años más tarde, en 1991, Boris Yeltsin, presidente de Rusia, decidió, junto con los presidentes de Ucrania y de Bielorrusia,

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disolver la URSS. Nada fuera de la ambi-ción de Yeltsin, que quería desembarazarse de Gorbachov, justifi caba la separación vio-lenta de un cuerpo fusionado desde hacia setenta años; a no ser que, intoxicados por la propaganda nacionalista, los rusos creye-ran realmente que habían subvencionado a las restantes repúblicas soviéticas. Tras insta-lar al frente del Gobierno a ministros jóve-nes, sobre todo al primer ministro (aunque no titular) Yegor Gaidar e, imitando a Esta-dos Unidos, a un secretario de Estado omnipresente, Guennadi Burbulis, Yeltsin lanzó la “terapia de choque”. Todo el mun-do podría exportar o importar cualquier cosa sin impuestos, sin restricciones y sin control. Gaidar justificaba estas medidas por una ausencia de reservas que hacía que planeara la amenaza de una hambruna. El resultado fue una hiperinfl ación que devoró de golpe todos los ahorros de los soviéticos y les hizo salir a las calles, no para protestar sino para vender sus escasos bienes para poder comer. Las ciudades rusas se habían

transformado en enormes mercados calleje-ros donde los elementos criminales ejercían su autoridad. Ofi cialmente, la infl ación sólo fue del 20% semanal, pero en realidad supe-ró el 2.500% anual.

Al haber sido abolidos el Gosplan y el Gossnab (el organismo público que garanti-zaba el suministro a las empresas), al igual que los restantes organismos de dirección planifi cada, algunos osados abrieron la Bol-sa de Moscú con la esperanza de ofrecer un marco al nuevo sistema e introducir en él un mínimo orden. La fuerza de la ideología dominante, que había pasado a ser abier-tamente anticomunista y reaccionaria, bloqueó cualquier iniciativa de los obreros –demasiado culpabilizados ya por haber sido la supuesta clase dirigente– de apro-piarse de unas fábricas que no pertenecían a nadie. Aquí y allá un capataz o un inge-niero se adueñaban de un taller susceptible de producir mercancías rentables. Y lo que es más, los antiguos miembros de la nomen-clatura soviética se salían en ocasiones de la

fi la para echar mano a una apetecible tajada del patrimonio nacional. Como Rusia había dejado de ser un Estado federal, gran núme-ro de funcionarios se encontró sin trabajo. Cada uno debía arreglárselas como pudiera. Era la época de los depredadores, los únicos que conseguían sacar provecho de una sociedad que no sabía ya hacia dónde iba.

Así se impusieron nuevas normas en la vida social; la primera obliga a toda empre-sa, sea rusa o extranjera, a tener una krycha, “un techo” que la proteja. Grupos locales de bandidos, tambovskié, malychevskié, kazanskié, solntsevskié, tchétchènskié o azer-beidjanskié imponen sus condiciones a cambio de una kycha. Por otra parte, gran número de miembros del KGB y de otros servicios de policía crearon empresas de protección oficiales, comprometiéndose incluso a pagar impuestos (en cualquier caso, mínimos). Era frecuente que compar-tieran el personal: algunos bandidos entra-ban en las empresas debidamente acredita-das, y viceversa, con vistas a reducir el peli-gro de unas batallas demasiado sanguinarias y que ya causaban estragos. La participación d los ladrones en estos acuerdos no es segu-ra, ya que su código de honor les prohíbe colaborar con cualquier autoridad. Aún más, los vory v zakonie (los ladrones que viven según sus propias leyes) despreciaban a los bandidos considerándolos personas que sólo saben utilizar la fuerza y que rara-mente usan la cabeza. Lo que no impide que el nuevo capitalismo ruso haya tenido, desde el primer momento, un tinte criminal evidente y pavoroso.

Rusia no tenía dinero pero tenía petró-leo y otras riquezas naturales. Al decidir confi ar la dirección a unos pocos favoritos, en ocasiones por azar, Boris Yeltsin estable-ció las premisas para un sistema oligárquico. La diferencia del precio del petróleo entre Rusia –donde era prácticamente gratis– y el mercado mundial era tal que cada cisterna exportada proporcionaba fortunas. Aún

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más, se puso de moda crear bancos con un fi n puramente especulativo para aprovechar la diferencia entre los tipos bancarios occi-dentales y los rusos, que eran infi nitamente superiores. El Tesoro autorizó, y esto es sólo un ejemplo, el envío a California de parte de sus monedas antiguas y diamantes en bruto para tallarlos allí y después venderlos. Ese dinero desapareció y a pesar de haberse l a cabo toda una retahíla de procesos, no se ha logrado llegar prácticamente a n Rusia se había convertido en un Eldo-rado para unos especuladores extranjeros, grandes y pequeños, que más que invertir en la industria se aprovechaban de los tipos extremadamente altos de los préstamos rusos, incluidos aquellos a corto plazo.

El proceso de privatizaciónEn medio de ese caos, un joven ministro, Anatoli Chubais, lanzó un proceso de privatización a través de unos cheques dis-tribuidos libremente a la gente con la pro-mesa de que, si los gestionaban bien, todos podrían tener un coche. Fue una estafa incalifi cable; la gente, que no tenía dinero, revendía sus cheques prácticamente a cam-bio de nada y los capitalistas en ciernes los compraban a espuertas. Por otro lado, no había ningún impedimento para que un político fuera al mismo tiempo empresario o su esposa se dedicara a los negocios. Recuerdo lo que me sorprendió una noche en Moscú, en 1994 o 1995, la gran canti-dad de lujosos coches de importación que había junto a un salón en la calle Komso-molskaya, donde tenía lugar una reunión de policías. ¿Tan bien les pagan? No, me explicaron, los coches pertenecen a sus mujeres, que son empresarias. Pero para qué buscar anécdotas. El alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, uno de los principales perso-najes del país, está casado con la empresaria que ha suministrado los asientos del gran estadio Luzhniki. Por otra parte, el minis-tro de Información dirige la principal empresa de publicidad televisiva. En el Código Penal, aprobado en 1994, no hay ningún artículo o párrafo que impida tal colaboración.

¿Quiénes son, pues, los principales benefi ciarios del curioso capitalismo ruso? En 1996, con ocasión de las elecciones pre-s siete multimillonarios se reunie-ron en Davos, Suiza, para decidir si aún podían salvar a Boris Yeltsin, que había caí-do mucho en los sondeos. El artífi ce de esa “semibankirchtchina” –los siete banqueros, en analogía con los siete boyardos de la lejana época zarista– era Boris Berezovski, potentado del petróleo, de la producción automovilística y gran manitú de Aerofl ot

y de otras mil empresas. Fue él quien, tras la victoria inesperada –y muy dudosa– de Boris Yeltsin, explicó en una sonada entre-vista al Financial Times cómo se había librado dicha batalla y cuánto dinero había costado, para acabar indicando que esos siete banqueros eran los dueños del 50% de la economía rusa. Pero en ese país los ricos no dan nada gratis: habían fi nan-c la campaña electoral prestando dine-ro al presidente saliente, y éste debía recompensarles: así que les vendió a precio de saldo las fábricas y plantas que aún no habían sido privatizadas. Chrystia Freeland, del Financial Times, no dudó en defi nir la operación como “el mayor robo d la historia”. Para Grigori Yavlinski, diri-gente del pequeño partido liberal Yábloko, “estos imperios fi nancieros y de comuni-caciones tienen escasos vínculos con la economía; su nombre no es el de un ban-co o el de una televisión, sino oligarquía y mafi a”. Sea lo que sea, un 1,5% de ultra-rricos controlaban ya el 95% de la econo-mía rusa.

Tras la salida de Boris Yeltsin, su suce-sor en la presidencia, Vladimir Putin, pese a haberse comprometido a no cambiar nada en el sistema, se vio obligado a atacar a tres oligarcas: Boris Berezovski, Vladimir Gusinski –ambos se han puesto a salvo en el extranjero– y más recientemente a Mijaíl Jodorkovski, el dueño de la empresa petro-lera Yukos y el hombre más rico del país, encarcelado desde el pasado mes de octu-bre. Ni una palabra, sin embargo, de nacio-nalizar sus innumerables posesiones: “Sería un retroceso”, asegura el segundo presiden-te de Rusia.

Los ultrarricos han amasado sus fortu-nas de un modo ilegal y son, por lo tanto, vulnerables a la más mínima investigación jurídica. Pero la justicia ni siquiera preten-d ser independiente y su sumisión al poder político es evidente. Al mismo tiempo, el antiguo KGB convertido en el FSB rápida-mente ha llenado sus fi las y los rusos están convencidos de que estos neo-siloviki chan-tajean a los empresarios con un pasado demasiado comprometido. No importa si se trata de que un rumor malintencionado ha penetrado en los ánimos y es difícil des-m Tomemos el caso de Mijaíl Jodor-kovski, amo de Yukos y banquero, a quien la justicia acusa de fraude a gran escala y reclama más de 3.000 millones de dólares de impuestos impagados. Este antiguo pro-pietario de un restaurante cooperativo –e importador de falso coñac– no es capaz de explicar el origen de un capital estimado en 8.000 millones de dólares que, además, no está en Rusia sino en paraísos fi scales de

Chipre o de lejanas islas del Caribe. Los occidentales, con Estados Unidos a la cabe-za, se indignan por el arresto de este “gran” hombre de negocios, alegando que, puesto que en Rusia todos han hecho sus fortunas de ese modo, no hay ningún motivo para arrestar sólo a Jodorkovski. Un curioso razonamiento éste que disculpa a un culpa-ble con el pretexto de que los demás no son mucho mejores.

Vladimir Putin, por su parte, no puede así como así mandar que se emitan diez órdenes internacionales de búsqueda contra los dirigentes de Yukos mientras lleva con-sigo en un viaje a Italia a Oleg Deripaska, el rey del aluminio, buscado en varios paí-ses occidentales por sus chanchullos. Como tampoco debería manifestar su amistad a otro oligarca, Roman Abramovitch, tam-bién magnate del petróleo, famoso por haber comprado un club de fútbol inglés, el Chelsea. Pero el origen de todas estas anomalías se encuentra en la ausencia de estatuto jurídico de la empresa privada en Rusia, esa ausencia mencionada más arriba al referirme al decreto de Mijaíl Gorbachov que autorizaba la formación de cooperati-vas. En todos los países capitalistas existen la corrupción y mil formas más de abuso, pero al menos se sabe quién fabrica qué y quiénes son sus accionistas. Un mínimo de transparencia que no existe en Rusia, don-de todo ocurre a puertas cerradas, cuando no se matan unos a otros en la plaza públi-ca. El jefe de seguridad de Yukos, Alexei Pichugin, fue detenido bajo la acusación de haber ordenado ocho asesinatos. Algo que no sorprende a nadie, y ni siquiera en Esta-dos Unidos provoca indignación.

Las sedes centrales de las grandes empresas privadas se concentran en Moscú, en la región de Moscú y en San Petersburgo. En estos lugares, la vida se ha occidentalizado mucho y contrasta con la miseria de la Rusia profunda. Pero también es muy cara, casi tanto como en Estados Unidos, aunque los salarios son infi nita-mente más bajos. De ahí la necesidad que tiene todo el mundo de tener al menos dos salarios y otras fuentes de ingresos. De modo que todo tiene su tarifa, desde el ingreso en la escuela y después en la univer-sidad hasta el hospital y las visitas médicas. El precio de los diplomas también es cono-cido. En resumen: todo lo que tiene valor está en venta libre. Los que son muy ricos viven en general en zonas residenciales for-tifi cadas y estrechamente protegidas fuera de la ciudad, por la que sólo pasan en cara-vanas con sus guardaespaldas. En el polo opuesto están los jubilados y los niños que han huido de sus familias por causa del

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vodka y la brutalidad de los padres. Estos bezprisornyié, símbolo de la Rusia poste-rior a las grandes guerras, han reaparecido en gran número (parece que son cuatro millones) pero ya no está el profesor Makarenko, que se hizo famoso en la década de 1920, después de la guerra civil, por su trabajo con los bezprisornyié. Estos niños se cobijan para dormir en los trenes o en las estaciones, donde ninguna “mano invisible” les protege.

Las tres RusiasDespués de una fuerte devaluación del rublo como resultado del crac fi nanciero de agosto de 1998, la producción se ha recuperado levemente y Rusia tiene un crecimiento anual del 4 al 6%, lo cual no estaría mal si el país no hubiera perdido la mitad de su producto nacional. Sin embar-go, estas cifras no dicen nada del nivel de vida, que sigue estancado. En 2003 fui a Rostov del Don, la ciudad donde había vivido hasta 1946, y volví horrorizado. Todo allí es como en Moscú, pero mucho más pobre, y los hombres y mujeres hacen milagros para sobrevivir. Un amigo, profe-sor de matemáticas, enseña un semestre en Gran Bretaña para ir tirando. La hija de otro amigo, ya fallecido, que es bailarina solista, gana 2.500 rublos al mes y sobrevi-ve gracias a las giras que hace una vez al año en Londres. Putin hace grandes gestos: “He aumentado los salarios un 30%”, pero no tiene en cuenta la infl ación que reduce su “regalo” a la mitad. Según la bailarina, para llegar a fin de mes hacen falta al menos 10.000 rublos mensuales. Y se está muy lejos de ello.

El 7 de diciembre de 2003, con oca-sión de las elecciones a la Duma, hubo un debate en la televisión bastante soporífero en el que inesperadamente tomó la palabra un señor con barba y bastante mayor. Con voz clara, casi colérica, Dmitri Lvov, direc-tor de economía en la Academia de las Ciencias, empezó describiendo la situación del país: el 40% de los rusos viven en la miseria o muy por debajo del umbral de la pobreza. Otro 20% sobrevive sin superar ese umbral. Y del 40% restante, algunos viven decentemente, aunque la mayoría lo hagan de manera precaria. El académico Lvov prosiguió diciendo que “sin embargo nuestro Gobierno ha creado un fondo de estabilización para el caso de que caiga el precio del petróleo. En ese fondo ya han sido depositados casi 200.000 millones de rublos. Nada indica que el precio del petró-leo esté amenazado. Así que le escribí al presidente Putin para proponerle que utili-ce una parte de ese dinero para paliar la

miseria de casi la mitad de la población rusa. Diez días después, un viceministro de Economía me explicó que dentro de diez años, cuando el nivel de nuestra economía se haya duplicado, el problema que me pre-ocupa se habrá resuelto”. Hubo entonces un silencio y después otro ministro, presen-te en el plató, reconoció que la diferencia entre los salarios buenos y los más medio-cres, que es de catorce veces, era excesiva. Nadie pidió que explicara esas cifras y la discusión terminó ahí.

Por tanto, existen al menos tres Rusias: en primer lugar, la de los superricos, quie-nes como no saben qué hacer con su dine-ro, compran todo lo que está en venta e invierten fuertemente en el extranjero. Casas de campo y apartamentos en Fran-cia, España, Italia y Gran Bretaña pasan a ser de propiedad rusa, salvo cuando es demasiado fl agrante que el capital procede del blanqueo de dinero negro. Después vienen los Nuevos Rusos; aunque ricos, aún cuentan su dinero. Se contentan con apartamentos más modestos mientras bri-llan por su mentalidad de nuevos ricos, profundamente reaccionaria. Siguiéndoles, también viajan los turistas que disfrutan de las vacaciones, contentos de poder salir durante unas semanas de la wwatmósfera envenenada de su ciudad. Este turismo postsoviético llama la atención: inexistente en el antiguo régimen, constituye una con-quista del nuevo poder. Pero éste no debe-ría perder de vista esa inmensa mayoría de la población rusa que sueña únicamente con hacer dos comidas al día y no con via-jar al extranjero.

País nórdico, Rusia siempre ha tenido predilección por el vodka y, en esto, nada ha cambiado. Los bromistas afi rman que la temperatura media nacional es más baja que en la época de los zares porque éstos enviaban a sus condenados a Siberia del Sur mientras que ahora las riquezas nacio-nales están concentradas en la del Norte, de donde se extrae el petróleo y donde se desarrollan ciudades como Norilsk. Pero n se indigna ni pide que se cierren esas fuentes de riqueza nacional. Durante el periodo de privatización, por falta de dinero líquido Rusia vivía del trueque; se pagaba los salarios con productos así obte-nidos que, a continuación, se vendían en el mercado. En la actualidad, las cosas se han normalizado un poco y los sueldos se pagan en dinero líquido, aunque con fre-cuencia con mucho atraso. Acabo de ver un reportaje realizado en Chechenia don-de los kontrakniki (quienes hacen su servi-cio militar con un contrato relativamente bien pagado) se quejan de no haber recibi-

do su sueldo desde hace meses. ¿Hay que extrañarse entonces de que vendan sus armas para comprar la bebida nacional, el vodka?

Pero con ocasión de las elecciones pre-sidenciales del 14 de marzo de 2004 los sondeos se multiplicaron y mostraron que la mayoría prefi ere a Vladimir Putin frente a los restantes candidatos. Éste, además, se benefi ció de la extraordinaria matraca que sobre él dio la televisión: apareció en la pequeña pantalla 1.584 veces, es decir el 62,19% del tiempo total asignado a los seis candidatos. Hay un aspecto, no obstante, en el que sus resultados son mediocres: sólo el 16% de los rusos cree que esté arreglan-do el problema de Chechenia, lo que no es mucho. ¿Qué hacer, pues, con esa pequeña república de las montañas que no abando-na el combate? A principios de febrero, al día siguiente de un atentado mortal en el metro de Moscú, una mesa redonda reunió a las mentes pensantes de la derecha y la izquierda, quienes se superaron a sí mismos recomendando una serie de medidas repre-sivas y exigiendo la reinstauración de la pena de muerte. Algo que resulta sorpren-dente cuando uno se entera de que el autor de este acto execrable fue un kamikaze que murió en el atentado y que difícilmente hubiera podido ser fusilado. Pero la angus-tia carece de lógica.

Paseando por Moscú o por Rostov del Don me he encontrado con multitud de caras simpáticas, que no tienen aspecto resignado pero que tampoco emprenden ninguna acción política. ¿Es el miedo a los bandidos o a los siloviki lo que les paraliza? Pocos creen en la promesa de Putin de duplicar los ingresos nacionales en los diez próximos años. Y en todo caso, un creci-miento mayor que el de Europa occidental no se traduce en ninguna mejora del nivel de vida. A todas luces, ese crecimiento se debe al aumento de las exportaciones de hidrocarburos y no al desarrollo de una industria capaz de imponerse en el extran-jero. Rusia tiene así un capitalismo periféri-co que vive según sus propias normas con un 40% de gente en la miseria que no se sabe cómo sobrevive en ese mundo. ■

K. S. Karol es periodista francés especializado en cues-tiones del Este.

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Q uien quiera saber lo que fue el siglo xix ha de saber lo que fue

Berlioz” sentenció el poeta W. H. Auden1, y efectivamente, rara vez ha encarnado un artista tan vivamente el movimiento artístico de su propia época tan-to en su vida como en su músi-ca. Sir Colin Davis, que ha rea-vivado su música en nuestros días con conciertos y grabacio-nes excelentes, lo califica como “el primer auténtico romántico... quizá el único romántico autén-tico”2. Sintiéndose el centro de un universo cuyo inmenso mis-terio sólo el sentimiento podía comprender, cada momento de su vida fue para Berlioz una ex-presión de sus emociones más íntimas, que compartía con to-dos con el mayor candor y exal-taba teatralmente en sus compo-siciones. Para muchos, esta musicalidad autobiográfica pare-ce hoy estrafalaria; para otros tiene el encanto de la ingenuidad sentimental del romanticismo. La reac ción contra el romanti-cismo, que comenzó en vida del mismo Berlioz, silenció su obra hasta nuestros días, tachándola de “pirotecnia... sin sentido al-guno...”3. Sin embargo, revolu-cionó la mú sica de su tiempo de una manera que la posteridad le ha reconocido, y creó el concep-to y el modelo de la orquesta moderna.

Nació el 11 de diciembre de 1803 en La Côte-St. André, pe-queña aldea cercana a Grenoble, en el valle del Isère, al pie de los Alpes. Nada auguraba su voca-ción musical. La vida cultural de su región, rural y burguesa, se limitaba a una pobre emula-ción de Lyon y París. Berlioz no tuvo más experiencia musical que los sones desafinados de la banda municipal y una peque-ña flauta dulce que encontró en un cajón de su casa. Poco des-pués aprendió a tocar la guitarra con el profesor de su hermana. No vio ni oyó un piano ni una orquesta hasta que fue a París muchos años después. Más bien parecía decantar hacia la literatura y los estudios clásicos de la esmerada educación que recibió en su casa. Cerrados los colegios religiosos duran-te el desorden revolucionario y cuando el liceo napoleónico aún no se había implantado, su educación corrió principalmente a cuenta de su padre, médico de gran reputación, amplia cultura clásica pero de aficiones y cos-tumbres caseras, dedicado sobre todo a la administración de sus fincas. Aún niño, Berlioz vibra-ba de emoción leyendo a Virgi-lio, y la Eneida le acompañó de por vida, inspirando sus últimas composiciones. La música, sin embargo, se iba imponiendo obsesivamente en su ánimo. Es-tudió cuantas partituras encon-traba en la amplia biblioteca de su padre y compuso canciones en su mismo estilo que, con in-comparable desparpajo, ofrecía para su publicación a los prin-cipales editores de París. Desde niño, pues, manifestaba tanto la absoluta convicción de su talen-to como la determinación de sa-

carlo adelante que caracterizaron su extraordinaria obra y vida.

¿Literato más que músico?Aún así, Berlioz no dejó nunca de ser ante todo un literato: escribía amplio y bien, su corresponden-cia fue inmensa4, sus Memorias un magnífico retrato de su época, además de ser de una candidez poco usual; y la abundante crí-tica musical a la que tuvo que dedicarse para sobrevivir en Pa-rís, los feuilletons que detestaba, le ganaron en su día un mayor reconocimiento que sus compo-siciones y aún hoy en día se leen con interés. Su estilo era elegante, ameno y, cosa rara en un francés, tenía un gran sentido del humor, riéndose socarronamente tanto de sí mismo como de los demás. Sus Soirées de l’orchestre están llenas de graciosas anécdotas y sabias consideraciones esópicas, igual que los otros dos tomos que le siguieron, Grotesques de la Mu-sique (1859), y A Travers Chants: études musicales, adorations, boutades et critiques (1862) que, junto a sus Memoires, el público aplaudía mientras que rechazaba su música. No en balde, cuando fue elegido finalmente en 1854, a la quinta vez, miembro de la Academia de Bellas Artes, sus enemigos se quejaban de que un periodista hubiese sido elegido para el sillón de un músico.

Su vida y su obra musical tienen características literarias. Ya en su niñez destacaba su sentido romántico de la vida y

el sentimentalismo desatado de sus enamoramientos. Vivía para sentir apasionadamente, y los li-bros de viajes abrieron su imagi-nación a la fascinación por tierras lejanas y mundos exóticos. A los doce años cayó rendido de amor a los pies de una belleza local, Estelle Duboeuf, casi diez años mayor que él. Se veía protagonis-ta de la novela sentimental Estelle et Nemorin, de Bernardin de St. Pierre, que leía a hurtadillas en la biblioteca de su padre. Como nunca ocultaba sus emociones, al revés, les daba rienda suelta, todos se reían de su apasionado amor, no menos que su Stella Montis. No sólo vivió toda su vida recordándola sino que cin-cuenta años más tarde, al volver-la a encontrar, viuda y con dos hijos, renovó apasionadamente su amor adolescente, le ayudó en sus dificultades económicas y hasta le propuso un matrimonio del que Estelle razonablemente le disuadió. Los transportes amorosos y la melancolía de ese primer y frustrado amor le inspiraron temas musicales que vuelven a aparecer a lo largo de toda su obra, como la famosa idée fixe de la Symphonie Fantas-tique. Como sucede con todos los genios, toda su obra arranca de la niñez, cuya inspiración le acompañó fresca y sin empaño a lo largo de toda su vida.

Un médico descubre la óperaSu padre quería que Hector con-tinuara la tradición médica de su familia. No veía en su música más que un agradable pasatiem-po. Después de cursar sus pri-meros estudios en Grenoble, lo envió a París en 1821. Su hijo, sin embargo, realizaba el viaje de cuatro días a la capital em-

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M Ú S I C A

HECTOR BERLIOZ

JAIME DE OJEDA

1 Citado por Jacques Barzun, Berlioz and the Romantic Century, 2 vols. Boston 1950, I, pág. 11.

2 Sir Colin Davis, declaraciones a la National Public Radio, el 11 diciembre 2003, con ocasión del segundo centenario del nacimiento de Berlioz.

3 Tumbleton Strong, crítico musical del New Yorker, escribiendo en 1868, cita-do por J-Barzun. Op. cit., pág. 19.

4 Correspondence générale d’Hector Ber-lioz, ed. Pierre Citron, 8 vols. Paris, 1972 –Lettres Intimes, Paris 1882– Corresponden-ce Inédite de Hector Berlioz. 1819-1868, ed. Daniel Bernard, Paris 1879 –Briefe vos Hector Berlioz und die Fürstin Carolyine Sayn– Wittgenstein, La Mara, Leipzig 1903.

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bargado por su pasión por via-jar, la emotividad nacional del reciente periodo napoleónico y sin más conocimiento de la hu-manidad que sus lecturas de La Fontaine y Chateaubriand. En París, Berlioz quedó prendado por la ópera. Era precisamente lo que había estado buscando a tientas en su pueblo. Acudía a todas las representaciones de Salieri, Méhul y Gluck, sobre todo de este último, al que Ber-lioz siempre tuvo como su máxi-mo modelo, incluso después del tremendo impacto que tuvo años más tarde Beethoven en su formación musical. En cambio, concibió una profunda antipatía por la ópera italiana, no viendo en Rossini más que la aberra-ción de su atletismo vocal y la vacuidad de su ornamentación interminable. Descubrió pronto que la biblioteca del conservato-rio estaba abierta al público y se dedicó a un exhaustivo estudio de Gluck y Spontini, hoy en día olvidado pero que había deslum-brado a París y Berlín al aunar a la tradición de Gluck la música revolucionaria francesa. Tuvo la suerte de caer en manos de Jean François Lesueur, otro gran compositor de esa época, que se percató del genio del joven, co-menzó a enderezar su formación

musical y finalmente consiguió que entrara en el conservatorio para terminarla formalmente, requisito indispensable para salir adelante en el mundo musical parisino. Incluso así, Berlioz fue principalmente un autodidacta; y libre de la servidumbre con-vencional del conservatorio de-sarrolló su originalidad innata y su desbordante imaginación con la notable libertad formal que fue su principal contribución al mundo de la música.

Llega el Romanticismo a Francia: WeberBerlioz componía furiosamen-te cantatas y dramas musicales basados en sus lecturas: Walter Scott y Fenimore Cooper eran sus principales fuentes. Anima-do por Lesueur, iba descuidando sus estudios de medicina; sus pa-dres se dieron cuenta del giro que estaban cobrando las actividades de Hector en París: el padre, desesperado por la adopción de una profesión que no aseguraba subsistencia; la madre, chapada a la antigua, convencida de que el teatro conducía directamente a “la deshonra en esta vida y la perdición en la siguiente”. Le cortaron la pensión que lo man-tenía y Berlioz pasó varios años viviendo malamente de lo que

ganaba como copista, profesor de guitarra y hasta barítono en un coro de vaudeville. En 1825 con-siguió un primer éxito con una misa encargada por la parroquia de St. Roche.

En esta tesitura llegó a París la primera representación de Der Freischütz, de Karl Maria von Weber. Aunque truncada y asimi-lada al gusto francés, traía a París la primera oleada del romanticis-mo alemán. El mesianismo de los ideales de la Revolución y el culto de lo heroico de la época napoleónica habían prolongado en la vida cultural francesa un neoclasicismo riguroso. El tea-tro rechazaba la naturalidad de Shakespeare en favor de las uni-dades clásicas y del carácter re-tórico del drama francés. Victor Hugo comenzaba sus embates contra ese bastión del conserva-durismo francés con el famoso prefacio de Cromwell, en 1827, y la batalla campal de Hernani. El romanticismo alemán, para en-tonces plenamente desarrollado, penetraba en Francia con todo su mundo de sueños, misterios so-brenaturales, leyendas populares y la atracción de lo diabólico.

En la música pasaba otro tan-to. A diferencia de Alemania, los conciertos sinfónicos habían desaparecido de París y la ópera estaba invenciblemente enraizada en Gluck y en la ópera italiana que representaba Rossini. Mozart no era aceptado más que como ópera “cómica”. No habían lle-gado aún los grandes virtuosos como Liszt, Chopin y Paganini, que iniciaron la vida de los con-ciertos; y ahora Weber traía la revolución romántica a la ópe-ra. El resultado para Berlioz fue la composición en 1826 de Les Franc-Juges, sobre un tenebroso

tema germano medieval, y una cantata, La Révolution Grecque, que lo enlazaba directamente con Byron y toda la tradición de los himnos revolucionarios fran-ceses. Nunca consiguió verlas representadas, pero sus mejores escenas pasaron luego por el ta-miz de obras posteriores.

Shakespeare y Harriet SmithsonTres impresiones tremendas lo anonadaron en rápida sucesión en 1827: Shakespeare, Beetho-ven y Goethe. Una compañía teatral inglesa representó en París Hamlet, Romeo y Julieta y poco después Othelo, El Rey Le ar, El mercader de Venecia y Ricardo III. Su poderoso na-turalismo electrizó al público francés que sólo unos años antes había rechazado violentamente a Shakespeare por la misma ra-zón. La actriz Harriet Smithson compartía con Shakespeare el éxito clamoroso de esta inicia-ción tea tral, pese a que no había destacado mayormente en Ingla-terra. Su acento irlandés y su es-tilo histriónico no caían bien allí, mientras que en París produjeron el mayor entusiasmo. Hugo, Du-mas, Heine, Vigny, Deschapms, Musset y Delacroix la aplaudie-ron rabiosamente durante toda la temporada; pero para Berlioz las intensas emociones, inesperadas y desconocidas que le inspiraba Shakes peare, quedaron en su áni-mo inconfundiblemente unidas a Harriet Smithson. Empezó en-tonces la desesperada persecución de su amada, que no quería saber nada de ese loco que sin conocer-la le escribía apasionadas cartas de amor y la acosaba por todo París. Tenía por Harriet el mismo “amour de tête” que antes tuvie-

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Hector Berlioz

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ra por Estelle. Para impresionarla se le ocurrió algo inusitado: or-ganizar a su costa un concierto exclusivamente dedicado a sus obras. Lo logró en 1828 gracias a la enérgica inventiva empresarial que paradójicamente unía a su desmelenamiento artístico. Fue el primero de los muchos concier-tos que luego organizó por toda Europa en los próximos treinta años y que tanta influencia tuvie-ron en Alemania, Austria, Ingla-terra y Rusia.

BeethovenMientras paseaba su desesperada melancolía por las calles de París y los campos en su derredor, Ha-beneck, un violinista educado en Viena, donde recibió la revelación de Beethoven, pensó que París bien merecía algo parecido a la Geselschaft der Musikfreunde de Viena, o la Philarmonic Society de Londres, y organizó la Société des Concerts du Conservatoire. El 9 de marzo de 1828 oía París por primera vez la Eroica y el 13 de abril la Quinta Sinfonía.

“Me produjo una impresión casi tan grande como la de Shakespeare. Beetho-ven abrió ante mí un nuevo mundo mu-sical de la misma manera que Shakespea-re me había revelado un nuevo universo poético”5.

Con Beethoven comprendió que una orquesta sinfónica puede expresar sin palabras toda clase de sentimientos, ideas y emociones. Berlioz nunca perdió su autén-tica vocación por la ópera, pero al verse rechazado por las teatros de París vio ante sí abiertas las puertas de una forma sinfónica de la ópera. Los románticos ale-manes habían llegado a la misma conclusión desde otro punto de vista: el maravilloso legado de Haydn, Mozart y Beethoven les obligaba a seguir un marco rígi-do en el que no encontraban una salida para el poderoso vuelo de sus ensueños sentimentales. La miniatura musical, para unos, como Schubert, Schumann y Chopin, y el “poema sinfónico” para otros, como Liszt y luego

Wagner y Strauss, les ofreció una plétora de posibilidades. Berlioz fue el primero en vislumbrar este camino y de ahí la profunda in-fluencia que tuvo en Alemania, Austria y Rusia, cuyos composi-tores andaban buscando precisa-mente esta solución en paradó-jico contraste con Francia, don-de apenas habían entrado en el mundo musical del que Berlioz y los románticos alemanes estaban saliendo.

GoetheCasi al mismo tiempo, la epifa-nía de Berlioz se completaba con Goethe. En diciembre de 1827 se publicó la traducción alemana de Fausto por Gérard de Nerval.

“El maravilloso libro me fascinó des-de el principio. No podía apartarlo de mí. Lo leía incesantemente, durante las comidas, en el teatro, en la calle”6.

En septiembre de 1828 le es-cribía a su amigo Ferrand:

“¡Shakespeare y Goethe! Los silencio-sos confidentes de mis tormentos tienen la llave de mi vida, nadie aquí entiende su tronante genio. El sol los ciega”7.

Rápidamente compuso Huit scènes de Faust; y tan infatuado estaba con su nuevo estilo que los imprimió a su costa y le envió una copia a Goethe. El gran poe-ta quedó seriamente impresio-nado por la osadía musical de la partitura pero desgraciadamente se dejó llevar por la pésima im-presión que le dio su consejero musical, Zelter:

“Hay personas que sólo saben mos-trar su capacidad tosiendo, bufando, gruñendo y expectorando. El Sr. Berlioz parece ser una de ellas”,

y terminaba definiendo su obra como

“un aborto salido de un odioso in-cesto”8.

Es la impresión que producía la novedad de su música. Algo parecido decían todavía muchos de Beethoven. Hay que recordar

que Goethe pensaba que sólo el compositor de La flauta Mágica, Mozart, habría podido llevar su gran poema a la música. Un abis-mo separaba al final prerrevolu-cionario del xviii del nuevo siglo beethoveniano.

“¡Si tan sólo no hubiese estado su-friendo tanto!’’.

Le escribía en 1829 a su ami-go Edouard Rocher:

“¡Qué fermento de ideas musicales había dentro de mí!... Ahora en que he roto las cadenas de la rutina veo ante mí una inmensa planicie a la que las reglas académicas antes me prohibían entrar. Ahora en que he oído la profunda ins-piración de ese genio, Beethoven, ya sé dónde encontrar al arte de la música, ahora tengo que llevarlo a ese punto y aún más allá...”9.

‘Symphonie Fantastique’Estaba creciendo en él la semi-lla de la Symphonie Fantastique. Sólo componiendo furiosamente encontraba la manera de aplacar el intenso sufrimiento que le pro-ducía su amor por Harriet, que la actriz, en pleno apogeo de su carrera teatral, seguía sin corres-ponder, sin siquiera contestar a sus insistentes misivas epistolares y ofrendas musicales. En dos me-ses compuso la inmensa obra que le introdujo en esa “planicie” sin límites que le habían reve-lado Beethoven y Goethe, com-binando una forma sinfónica con la narrativa autobiográfica de un extremado Werther. El tema de la supuesta sinfonía, la “idée fixe” que representa la visión de la amada, reaparece obstinadamente a través de sus cinco movimientos, evocando la trágica desesperanza de su amor, el asesinato de su ama-da en un sueño inducido por el opio, la “marcha al suplicio” y su ejecución (Strauss imitó la escena en su Till Eugenspie-gel). En el aquelarre del último movimiento, en medio de una infernal orgía, la amada aparece bailando obscenamente al son de una “idée fixe” degenerada en una tonadilla grotesca. Es la

venganza de un Berlioz rechaza-do o resentido por los rumores que le llegaron de una relación que Harriet Smithson habría entablado con su empresario.

En todo caso, en esa sinfonía, que pese a atenerse formalmente a las normas clásicas es en rea-lidad una ópera sin palabras, Berlioz ponía de manifiesto esa íntima unión entre su vida y su obra que es característica de su música. Fue la primera y máxima declaración del idioma musical del romanticismo, cuya influencia se ha impuesto hasta nuestros días sobre todo compo-sitor que haya intentado expre-sar musicalmente la experiencia personal de sus pasiones. Gustav Mahler la dirigió obsesivamente en más de cien ocasiones, hasta el punto de quedar entreverada inconfundiblemente con su pro-pia obra.

Camille Moke, Roma y LelioSu tremenda desilusión amorosa le volvió a poner los pies sobre la tierra. Encontró una conso-lación sentimental en Camille Moke, una gran pianista, mu-cho más guapa que Harriet, que además se propuso enamorar a un Berlioz ya famoso. Al mismo tiempo, su penuria le orientó hacia el Prix de Rome de la Aca-demia, que además de la fama brindaba una pingüe pensión durante cinco años. La indepen-dencia insobornable de su carác-ter, sin embargo, no le permitía componer la obligada cantata al gusto conservador de sus jueces, y sólo a la tercera vez, en 1830, y en medio de la revolución de julio, logró finalmente el precia-do premio. Al salir del encierro obligado del examen académico corrió a unirse a las barricadas revolucionarias y compuso un arreglo de la Marsellesa para coro y orquesta de tal inusita-da fuerza patriótica que sigue siendo ejecutada en Francia en todos los actos oficiales. Un concierto dirigido por Habe-neck en diciembre de 1830 dio a conocer la Sinfonía Fantástica y le ganó la eterna admiración de un Liszt de 19 años, además del reconocimiento unánime de

HECTOR BERLIOZ

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5 Memoires, pág. 147, ch. 25

6 Memoires, pág.147, ch. 26.7 Correspondence Générale, I, 99.8 Correspondance Générale, 1, 248n. 9 Correspondance Générale III, 111.

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los compositores de su tiempo, Spontini, Meyerbeer. Schlösser, Pixis y Hiller, y de los que ha-bían sido sus mayores críticos, como el influyente Fétis.

Todo este éxito pudo haber-le ganado lo que tanto deseaba, la entrada en el mundo de la ópera de París, las espléndidas composiciones que vibraban en su mente y el matrimonio con Camille Moke. El premio de Roma, sin embargo, le obligó a viajar a Italia y residir en la Villa Medicis durante dos años. En sus memorias Berlioz se queja amargamente del tiempo per-dido en Roma, testigo de la su-perchería del Estado pontificio y de la degeneración de la música italiana. Camille Moke, además, lo dejó para casarse con el com-positor y constructor de pianos Pleyel. Como siempre, Berlioz fue presa de una apasionada desesperación: salió de Roma con el propósito de asesinarlos y terminó arrojándose al mar en un intento de suicidio frustrado por unos pescadores genoveses. A pesar de todo, Berlioz quedó enamorado de la belleza natu-ral y de la humana viveza que apreció en Italia y que expresa en su ópera Benvenuto Cellini, en sus “sinfonías” Harold en Italie, Roméo et Juliette, y en la monumental Les Troyens. En Roma, además, trabó impor-tantes amistades artísticas, entre ellas la de Mendelssohn, que no olvidó nunca su genio pese a las bromas irreligiosas y la vida des-preocupada con las que Berlioz gustaba escandalizarle.

De la misma manera que cuando se repuso de su amor por Harriet, al verse liberado del de Camille, Berlioz puso enseguida sus sentimientos en una nueva composición, Le retour à la vie, más tarde titulada Lélio, en la que describe cómo por obra y gracia de la música un artista lo-gra recuperarse milagrosamente de una desastrosa infatuación. Presa de una gran agitación mu-sical compuso también las ober-turas del Rey Lear, de Roy Rob y La Torre de Niza (El Corsario). A fines de 1832 intentó recuperar la aclamación con la que París

lo había despedido con una se-rie de conciertos a sus expensas, una media de tres a cuatro por año, con los que quería superar la indiferencia y hasta la resis-tencia que le manifestaban la ópera y el conservatorio. Harriet Smithson volvió a entrar en su vida nada más volver a París. Fue para ella una sorpresa ver-se convertida en el centro de la atracción de todo el mundo, no sólo como la famosa actriz de las obras de Shakespeare sino como la protagonista de la Symphonie Fantastique. Berlioz le confesó su pasión eterna, como si no hubieran pasado cinco años de rechazo y desilusión, y la acosó hasta con amenazas de suicidio hasta que consintió al matrimo-nio, pese a que todos, familiares y amigos, entre ellos el mismo Liszt, intentaran convencerle del disparate. Se casaron en 1833 en la capilla protestante de la Embajada inglesa con Liszt co-mo testigo. Se mudaron a una de las casitas en Montmartre, hoy demolida pero recuperada para siempre en los primorosos cuadros de Utrillo, donde nació un año más tarde su único hijo Louis. Como preveían todos, el matrimonio fue un desastre. La carrera teatral de Harriet fue de-clinando tanto por su salud co-mo por el cambio del gusto del público. Pronto Hector fue lo único que le quedaba y su sen-sibilidad enfermiza se convirtió en una obsesión posesiva y ce-losa. No podía aceptar las pro-longadas ausencias que exigía la carrera musical de Berlioz y sus dolencias la condenaban cada vez más a la reclusión de su ca-sa, donde comenzó a consolarse con la bebida. A su muerte, en 1854, Berlioz escribía a su her-mana Adèle:

“No podíamos ni vivir juntos ni separados; estuvimos resolviendo sin descanso este angustioso problema du-rante los últimos diez años. Nos causa-mos mutuamente tantos sufrimientos... ahora tantas memorias me vuelven de golpe, tanto las dulces como las amar-gas. Sus grandes cualidades, sus crueles exigencias, su injusticia, pero también su genio y sus desgracias... Ella me hi-zo comprender a Shakespeare y al gran arte dramático, compartió conmigo el

infortunio, nunca vaciló en arriesgar nuestros pobres recursos cuando lo exi-gía una empresa musical...”10.

Masas musicales revolucionarias Ya en sus óperas y sinfonías se traslucía el “gigantismo” de la imaginación musical de Berlioz, arraigada en las masas corales y en las grandes manifestaciones musicales al aire libre de la época revolucionaria, que muchos años después desataría la imaginación orquestal de Strauss, Bruckner, Mahler y Schoenberg. Su mi-sa de 1824 ya estaba concebida en dimensiones monumentales. Wagner quedó también impre-sionado por la Grande Sympho-nie Funèbre et Triomphale que un gobierno favorable le encargó a Berlioz para celebrar el décimo aniversario de la revolución de 1830, para una inmensa banda de 400 instrumentos de vien-to que marcharon en torno a la columna erigida en la plaza de la Bastilla sobre la tumba de los revolucionarios. Aunque Wagner nunca acabara de aceptar a Ber-lioz sin las reservas que le inspi-raba el género de las “sinfonías dramáticas”, confiesa en sus me-morias la influencia que ejerció la Funèbre et Triomphale en su formación musical, que

“... al fin me convenció completa-mente de la osada grandeza de este in-comparable artista... este genio, absolu-tamente único en sus métodos...”11.

En 1834, otro gobierno fa-vorable encargó a Berlioz un Requiem que compuso para cuatro masas corales y cuatro secciones orquestales que habían de situarse en cada esquina del crucero de Les Invalides, donde se estrenó en 1837. No se había oído nunca algo tan dramático, especialmente el Tuba mirum, ni se ha compuesto nada parecido desde entonces. Sólo el espíri-

tu grandioso de la Revolución y el romanticismo desatado de Berlioz lo hicieron posible. Para celebrar la exposición industrial de París en 1844 se le ocurrió la idea de organizar en su recinto un inmenso concierto con un gran coro y siete orquestas, un total de 1.200 músicos; y volvió a repetir la aventura en el Circo Olímpico de París, presentando a Glinka y la famosa obertura de su Russlan et Ludmilla, claramen-te emparentada con El Corsario de Berlioz.

En 1847 compuso una Can-tata Ferroviaria para celebrar la inauguración de la vía férrea de París a Lille, para coros y tres bandas. Años más tarde, en 1854, compuso un Te Deum para más de mil instrumentistas y cantan-tes que requería seis directores de sus respectivas secciones unidos a Berlioz por un metrónomo eléc-trico que manejaba desde su po-dio principal. Berlioz lo calificaba como el “hermano” del Requiem. En celebración de Napoleón III compuso también otra obra mo-numental, L’Impériale, de tan mal gusto como el de su destinatario. La república de 1848 desilusio-nó completamente el liberalismo Saint-Simoniano de Berlioz: le repugnaba su vulgaridad popu-lista, su hipocresía política y su completo abandono de las artes. El príncipe-presidente le recor-daba la época heroica y revolu-cionara que había conocido en su infancia, y esperaba del nuevo emperador una protección de las artes y un último recurso en su favor y en contra de la camarilla de la ópera y del conservatorio, como el primer Napoleón hicie-ra en favor de Lesueur y Sponti-ni. Napoleón III, para quien la música no era más que “ruido”, no supo estar a la altura de sus esperanzas.

Paganini: Harold en ItalieAunque el mundo artístico acla-maba a Berlioz como un innova-dor sensacional, el precursor de todo lo que era “romántico”, la independencia de su juicio, que expresaba sin ninguna reserva en la abundante crítica musical que publicaba como su princi-

JAIME DE OJEDA

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10 Correspondance Générale IV, 467-9.

11 Richard Wagner, My Life, Constable and Co. London 1994, pág. 235. Mein Le-ben está escrito en un alemán cuya obscu-ridad lamentan sus mismos compatriotas. Los esfuerzos de la traducción lo hacen más inteligible.

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pal fuente de ingresos, le valió la animosidad del mundo musical francés, anquilosado en sus gus-tos y pertrechado del monopo-lio burocrático del conservato-rio y de los tres teatros oficiales (L’Opéra, L’Opéra-Comique, y L’Opéra Italienne). Por otro lado, la efervescencia revolucionaria teñía todo en Francia y Berlioz no pudo quedar ajeno al parti-dismo de la época. Aunque sus ideas políticas no iban más allá de un generoso liberalismo, esta-ba unido al periódico or leanista que publicaba sus críticas mu-sicales, Journal des Débats. Sus propietarios, los hermanos Ber-tin, y los ministros más adictos al régimen de Luis Felipe hacían lo posible por facilitar la carrera musical de Berlioz. Por la misma razón la facción contraria y sus secuaces en el mundo musical se esforzaban por frustrarla. Berlioz era mucho más apreciado en el extranjero. Paganini se deshacía en elogios y le encargó en 1833 una obra para lucir su viola de Stradivarius. Sin embargo, Ber-lioz se dejó seducir por Byron y el resultado fue Harold en Italie, con la viola como solista pero re-ducida a la orquestación de una sinfonía más que el brillante con-cierto que deseaba Paganini.

Benvenuto CelliniGracias a la inmensa fama que le proporcionó el alarde monu-mental del Requiem, la ayuda de sus protectores liberales logró vencer la resistencia de la ópera para representar Benvenuto Celli-ni, tras tres años de intrigas de todo género contra Berlioz. Las memorias del famoso italiano evocaban tanto la pasión de su propia vida que Berlioz sintió un impulso irresistible de llevarlas a la escena. La ópera está llena de momentos de gran lirismo pero de difícil ejecución, súbitos cam-bios de tempo, una inusitada combinación de escenas dramá-ticas y cómicas (Shakespeare) y una complejidad rítmica y ar-mónica tan novedosa que ante la resistencia de las autoridades de la ópera y de los mismos mú-sicos y cantantes, Berlioz tuvo que retirarla nada más estrenada

en 1839. Ésta fue una tremenda contrariedad en su carrera, como lo indica en sus memorias, e ini-ció la creciente desilusión y me-lancolía que asolaron la segunda parte de su vida. La ópera, sin embargo, impresionó mucho a Paganini y a Liszt, que escribió un largo artículo comparando a Berlioz con Cellini como escultor musical. Después de representar Tannhäuser en 1841 y Lohengrin en 1850 en Weimar, Liszt impu-so Benvenuto Cellini con tres fa-mosas representaciones en 1852 que son testigo de su influencia. También la transcribió en una versión para piano que Schu-mann admiró en varios artículos de su Neue Zeitschrift für Musik. La atención que Liszt prestó a Wagner desde 1840 y la fuerza del movimiento de “la música del futuro” han oscurecido la revela-ción que le supuso primero Ber-lioz por la libertad y la fuerza de su expresión musical no menos que por su orquestación revolu-cionaria, lo que Liszt llamaba “la renovación de la música a través de su más íntima unión con la poesía”12. Liszt descubrió en Ber-lioz el “poema musical”, que iba a ser el principal formato de su obra y el principio inspirador de su “progresismo musical”.

‘Romeo y Julieta’Aunque Paganini no llegó a in-terpretar Harold quedó tan viva-mente impresionado al oírla en 1839 en un concierto de Berlioz

que exclamando “¡Beethoven tiene finalmente un sucesor!”, se arrodilló en pleno teatro ante él y le besó la mano, enviándole al día siguiente un cheque por 20.000 francos, diez veces más de lo que Berlioz ganaba en el mejor de los casos con sus conciertos. Pudo así pagar todas las deudas que le había acarreado su matrimonio con Harriet y dedicarse entera-mente a una nueva composición, Roméo et Juliette, que vibraba en su mente desde que viera las obras de Shakespeare interpreta-das por Harriet. Desde entonces había estado pensando en una ópera, pero Benvenuto Cellini le había demostrado que ese género adolecía de unas limitaciones de-masiado estrechas para su talante literario.

Deseaba crear una composi-ción que “volara más allá de las paredes del teatro”. Una inmensa “sinfonía” en siete movimientos para coro, solistas y una orquesta enorme le proporcionó un género tan amplio como deseaba. Con-tinuaba la honda inspiración de la novena sinfonía de Beethoven, en lo musical, y de Shakespeare y Harriet, en lo lírico. Convencido de que era lo más sublime que había compuesto, Berlioz, muy animado por Harriet, decidió re-presentarla él mismo a su costa. Más una ópera o un gigantesco oratorio que una “sinfonía”, Ro-méo et Juliette se estrenó en 1839 con un éxito fenomenal. Todo el París intelectual y artístico estu-vo presente, entre ellos Wagner, Heine y Gounod, junto a miem-bros del Gobierno y de la familia real. Wagner quedó fascinado por su amplio vuelo y su inusita-da riqueza orquestal.

“Era algo que iba más allá de lo que yo hubiese podido concebir”,

escribe Wagner en sus memo-rias;13

“Su fantástica osadía, la aguda pre-cisión de sus más osadas combinacio-nes (casi tangibles por su claridad) me impresionaron y arrojaron mis propias i deas sobre la poesía de la música hasta

lo más profundo de mi alma. Mis oídos se esforzaban por captar cosas que no había ni siquiera soñado y que yo sentía tenía que intentar realizar”.

La respuesta musical de Wagner fue Tristan e Isolda, que debe a Berlioz el famoso motivo de Tristan, su concepción lírica, su dinamismo armónico y sobre todo su orquestación. Wagner le dedicó su partitura: “Al querido y gran autor de Romeo y Julieta del agradecido autor de Tristan e Isolda14”.

Una española: María RecioNo obstante, el creciente éxito y fama de sus conciertos, Berlioz no lograba salir adelante en Pa-rís. Sus esfuerzos le proporciona-ban más gastos que ingresos y el mundo oficial le ignoraba deli-beradamente. No le permitieron siquiera ser profesor de composi-ción en el conservatorio, menos aún director musical de la ópera. Era pertinazmente postergado en favor de músicos de mucha menor valía, hoy completamen-te olvidados pero que formaban parte de la “oficialidad” de París. El único reconocimiento de su carrera fue el nombramiento de bibliotecario del conservatorio. Era mucho más conocido y ad-mirado en Alemania, donde lo reclamaban con insistencia. Sólo Harriet lo retenía en París. Poco a poco los airados reproches que provocaban sus celos comenzaron a convertirse en realidad. En sus memorias, Berlioz pasa con gran reserva por este periodo, pero el hecho es que inició una relación cada vez más íntima con Marie Recio, hija de un soldado francés y una española durante la guerra peninsular. Era una buena can-tante que insistió en convertirse en la mejor y única intérprete de la música de Berlioz. Nunca estu-vo realmente enamorado de ella, pero la española lo dominaba por completo, pese a las muchas mo-lestias que le procuraba su agrio carácter y el antagonismo que despertaba en todos cuantos la rodeaban. En varias ocasiones in-

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12 Walker, Alan, Franz Liszt, vol. 2, London, 1989, pág. 339

13 Richard Wagner, My Life, Constable and Co. London 1994, pág. 234.

14 El original está en la Biblioteca Na-cional de París. Citado por Cairns, II, 650.

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tentó deshacerse de ella sólo para caer nuevamente bajo su hechi-zo, realmente inexplicable en un carácter tan fuerte y dominante como el que Berlioz manifestaba en sus composiciones y en sus empresas musicales. María Recio le resolvía todos sus problemas prácticos y, junto con su madre Mme. Martín, le proporciona-ba un hogar afectivo y cómodo donde escapar de las escenas, re-criminaciones y desorden del su-yo. Nunca se separó de Harriet, a la que continuó manteniendo hasta su muerte, pero se separó de ella para realizar con Marie su ambicioso viaje por Alemania.

El trauma que le supuso esta época indujo una introspección temperamental de la que sur-gió un hombre más profundo y menos intempestivo. Fruto de este momento fueron compo-siciones de un gran vuelo lírico y de una belleza tranquila: Her-minie, Sarah la baigneuse (Hugo) y en especial las seis canciones para soprano sobre poemas de Theo phile Gautier que reunió bajo el título de Les Nuits d’Été. Contrastan con la furia de sus “sinfonías” y el clamor de sus obras monumentales. La triste transformación de su amor por Harriett quizá haya inspirado La Mort de Ophélie.

Aclamado en Alemania y AustriaEn sus cartas Berlioz compara su primer viaje a Alemania en 1842 a las proezas de la Grande Armée de Napoleón. Y, en efecto, via-jó por once capitales alemanas, portando enormes baúles con sus partituras y sin más introducción que la de sus amigos: Meyerbeer en Berlín y Braunschweig, Men-delssohn en Leipzig, Liszt en Wei-mar y Wagner en Dresden, entre otros hoy menos conocidos. El entusiasmo y la admiración con que fue recibido en todas partes por músicos y príncipes compen-saba con creces las dificultades que tuvo con orquestas y cantan-tes que no tenían el nivel de los de París y que tenían que superar las dificultades inusitadas y des-concertantes de la nueva música que les traía el francés (que no

hablaba una palabra de alemán). Consiguió además un buen ré-dito económico que contrastaba con las penurias que enseguida comenzó a experimentar a su vuelta a París en 1843 y con la invencible resistencia institucio-nal contra la presentación de sus composiciones. Se desquitó con un segundo viaje a Alemania en 1845, con un éxito fenomenal en Viena, donde le ofrecieron el puesto de Kappelmeister, y aún más en Praga. Tomó Pesth por asalto con su orquestación de la Marcha húngara de Rácóczy.

Llevado por su fama, Berlioz viajó por toda Europa durante los treinta años siguientes, dan-do a conocer su música y con-virtiéndose además en el más aclamado director de orquesta. En más de un sentido creó la fi-gura del director de orquesta de nuestros días como un demiurgo de la música más que el simple jefe de un conjunto instrumen-tal. Mucho antes de entrar en el conservatorio Berlioz había esta-do estudiando los instrumentos de la orquesta directamente con sus ejecutantes; su intensa curio-sidad le llevó también a estudiar otros, modernos y antiguos: introdujo el uso del arpa y del piano en la orquesta, de nuevos instrumentos de viento, como los de Sax, y de válvulas para los antiguos, así como la plétora de percusión que hoy en día es de rigor en toda orquesta moderna. Tenía así un dominio técnico de la orquesta que le permitía im-poner con autoridad detalles de ejecución de una manera hasta entonces nunca oída. Insistía en prolongados y numerosos ensayos en los que centraba su mayor atención, sacrificando su tiempo y su salud. Anticipando a Toscanini, exigía una escru-pulosa fidelidad a las partituras originales y de los tempos y rit-mos concebidos por el compo-sitor, execrando las libertades y rubatos románticos de la épo-ca. Coincidiendo con Wagner en Londres como directores de sus dos orquestas, éste no veía en Berlioz más que “frialdad” y “falta de profundidad” mientras que Berlioz criticaba las liberta-

des de su caprichosa dirección15. Pero el público ilustrado aplau-día con entusiasmo la revolución interpretativa de Berlioz al des-cubrir la belleza original de obras antes sumergidas en una pátina costumbrista. Berlioz vertió sus conocimientos y su experiencia orquestal en su Grand Traité d’instrumentation, cuya decisiva influencia ha llegado hasta nues-tros días16. En su época era con-siderado como el mejor director de orquesta de toda Europa. En dos ocasiones empresarios norte-americanos quisieron llevarle a Estados Unidos; y los alemanes, boquiabiertos por la superioridad técnica de su dirección, insistían en que era más alemán que ellos, e incluso hurgaban en su genealo-gía para demostrar que provenía de tierras germanas. No podían explicar de otra manera que un francés viniera a darles lecciones teutónicas.

‘La Damnation de Faust’Durante todo este tiempo Ber-lioz había estado trabajando in-cansablemente en La Damnation de Faust. Al igual que todas sus composiciones, había estado so-ñando durante muchos años con una “ópera de concierto” sobre el gran poema de Goethe. Des-cubrió además que, igual que Wagner, tenía la misma facilidad para escribir su texto que para

componer su música. Su estreno en París, a finales de 1846, fue una de las mayores desilusiones de su vida. El público parisino había dejado atrás su entusiasmo por el romanticismo v comenza-ba a manifestar la frivolidad y el hedonismo que caracterizaron la segunda mitad del siglo. Una obra tan sublime en lo musical y tan involucrada en lo literario iba más allá de lo que podía soportar su atención.

En cambio, en Alemania y Austria fue recibida clamorosa-mente17. Berlioz alcanzó igual éxito en Londres, donde no só-lo logró representar a Benvenuto Cellini y buena parte de sus otras obras, sino también introducir las sinfonías de Beethoven con una dirección de orquesta que deslumbró al público inglés. En esta tesitura Balzac le conven-ció que aceptara una invitación de viajar a Rusia, donde el gran escritor, que los franceses tam-poco apreciaban, había realizado poco antes una pequeña fortuna. Berlioz tuvo la misma suerte y su éxito en San Petersburgo fue qui-zá aún mayor que el de Alemania y Austria.

Rusia: los Cinco GrandesEn 1868, un año antes de su muerte, Berlioz se dejó conven-cer por la Gran Duquesa Sofía y, pese a sus crecientes achaques, volvió a San Petersburgo y Moscú para renovar el éxito enorme que había tenido veinte años antes. Encontró ahora una verdadera escuela musical rusa que, en total antagonismo con el conservato-rio de los hermanos Rubinstein, se había formado con el estudio de su Tratado y de sus partituras. Sus miembros estaban profunda-mente inspirados por la libertad de su ingenio, por su novedoso estilo orquestal y su técnica dra-mática. Llevado de la mano de Stasov, el patriarca de la música rusa, estuvo en íntimo contacto con los “cinco grandes”: Stasov, Moussorgski, Rimski-Korsakov, Cui y Balakirev. Un Tchaikovski

JAIME DE OJEDA

59Nº 143 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

15 La crítica londinense y los músicos rusos, especialmente Cui, tenían la misma mala opinión de Wagner como director de orquesta, en contraste con Berlioz.

16 Mahler, Delius, Elgar, Moussorski, Busoni, d’Indy y Debussy confiesan haber-se instruido con su manual.

17 Existe una grabación maravillosa de Fürtwängler con Elizabeth Schwartzkopff grabada en el festival de Lucerna en 1950.

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de 27 años pronunció el brindis en el banquete que le ofrecieron. Tres años después de la muerte de Berlioz Moussorgski declaró:

“En la música hay dos grandes gigantes: el pensador Beethoven y el super-pensa-dor Berlioz. En torno a ellos... nos reuni-mos todos sus generales y edecanes...”18.

Boris Godunov y Noche en el Monte Pelado surgen directamen-te de Berlioz.

‘L’Enfance du Christ’ y ‘Les Troyens’La muerte de Harriett en 1854, la depresión que le causaba el re-chazo del mundo musical pari-sino y el quebranto de su salud, que ya no se recuperaría hasta su muerte en 1868, iniciaron una última y tercera época de sus composiciones.

“Estoy comenzando a vivir solamen-te en el pasado”,le escribía a su hermana Adèle19. Recordando los villancicos de su infancia había estado compo-niendo una serie de piezas de ins-piración navideña, de una gran sencillez, que evita la ñoñería de la música religiosa de su época. En 1853 Brahms conoció a Ber-lioz en Leipzig y quedó prendado de la belleza de esas piezas; le es-timuló a completarlas y reunir-las en un tríptico, L’Enfence du Christ, que Brahms prefería a to-das las demás obras de Berlioz. El particular estilo contrapuntístico que Berlioz inició en esta obra, para evocar una época antigua, se oye con toda claridad en Brahms y Mahler.

Virgilio y La Eneida, que ins-piraron a Berlioz durante toda su vida, comenzaron a reclamar in-sistentemente la gran ópera que llevaba gestando durante tanto tiempo, y que un Berlioz ya muy enfermo había estado reprimien-do, espantado del esfuerzo que le iba a suponer y del rechazo que estaba seguro le propinaría París. La princesa Seys-Wittgestein le espoleó decisivamente, conven-cida al igual que Liszt, su aman-

te, del genio de Berlioz. El nuevo empresario del Theatre Lyrique que el Gobierno estaba constru-yendo en la Place du Châtelet, Léon Carvalho, comenzó a ma-nifestar el mayor interés por este extraño compositor francés que tanto éxito tenía fuera de Fran-cia. Berlioz se encontró acosado por primera vez en su vida por las seguridades que le daba Carvalho de la representación de Les Tro-yens. Pronto se convirtió en una obsesión y al cabo de dos años surgió la obra monumental en cinco actos, de una duración de cuatro horas y media, no más lar-ga que las óperas de Wagner pero de una difícil y costosa puesta en escena, que desde entonces ha di-ficultado su producción.

Mientras Berlioz luchaba por conseguir el estreno de Les Tro-yens, Wagner se presentó en París y con el apoyo de Liszt preten-día ver su Tanhäuser en el teatro de la ópera. Sin quererlo, estaba condenando la representación de Les Troyens. El emperador, en un momento en que le convenía una aproximación hacia el mundo alemán, aceptó una sugerencia de la mujer del embajador austriaco, la princesa de Metternich, y or-denó en 1859 la de Tannhäuser, cuyo éxito, pensaba Wagner, ha-ría seguir la de Tristan. La batalla campal que supusieron sus tres únicas representaciones, parecida a la de Hernani, puso un rotun-do fin a sus esperanzas parisinas. El fracaso de Wagner consoló a Berlioz del suyo, víctimas ambos de la incomprensión del público francés; pero inspiró a las auto-ridades de la ópera a volver los ojos hacia un compositor nacio-nal. Flaubert acababa de publi-car Salambô, y se prestó a dar su consejo para la escenificación de Les Troyens, que también incor-poró el cuadro de Dido y Ascanio de Guerin en el Louvre. Aún así, Les Troyens no fue estrenada hasta 1863 y además cortada de tal for-ma que sólo se representaron sus dos últimos actos, Les Troyens à Carthage. Todo el entusiasmo de Carvalho, sin embargo, no pudo superar las limitaciones del tea-tro Lyrique, demasiado peque-ño y de público poco notable.

Carvalho, además, no consiguió los fondos con los que esperaba poner la monumental ópera en escena. En sus memorias, Berlioz castiga duramente al empresario por haber cortado y trastocado su gran obra, de tal forma que sumió a Berlioz en una mortal depresión de la que nunca se re-puso. Gounod exclamó: “Como Hector, su tocayo, murió bajo las murallas de Troya”20. Kube-lik y Colin Davis resucitaron la inmensa ópera en Londres en 1951, y con ocasión del segundo centenario de su nacimiento, en diciembre de 2003, Les Troyens fue representada en su totalidad en la Metropolitan Opera de Nueva York.

Durante las penosas vicisitu-des de Les Troyens, el empresa-rio del casino de Baden-Baden, Edouard Bénazet, que contrata-ba a Berlioz todos los años y le proporcionó sus mayores satis-facciones musicales, le encargó la composición de una ópera para abrir la temporada de 1861. Ber-lioz volvió la vista nuevamente hacia el pasado: casi cincuenta años antes había pensado en una ópera sobre el Much Ado About Nothing, de Shakespeare, y ahora componía “un capricho escrito con la punta de una aguja”21. Su entusiasmo por esta delicadísima música le compensó de los sinsa-bores de París, pero sería su últi-ma obra. Tuvo un éxito enorme en su estreno en Baden, Weimar, Loewenberg y más tarde en toda Alemania.

Wagner y BerliozTeniendo en cuenta la enorme influencia seminal de Berlioz en toda la música del siglo xix, es difícil de explicar el olvido y el silencio en el que cayó hasta nuestros días, con la excepción de la Symphonie Fantastique. Es cierto que el género de “sinfo nías dramáticas” no favorecía su po-pularidad: el público prefería una sinfonía a secas o la sensualidad teatral de una ópera. El género

de “poemas musicales” se vio desplazado, por un lado, por el movimiento sinfónico de la es-cuela de Leipzig (Mendelssohn, Schumann, Brahms) y, por el otro, por el rico renacimiento de la ópera italiana que protagonizó Verdi, y por el frenético “wagne-rismo” de fin de siglo. Sin embar-go, el contraste no es suficiente para explicar lo que ha sucedido con Berlioz. Una comparación con Wagner ayuda a entenderlo.

Se conocían y se apreciaban mutuamente; coincidieron en Londres y en París varias veces, renovando siempre su amistad, aunque ambos conservaron siempre serias reservas sobre sus respectivas obras. Liszt los pre-conizaba por igual como los dos más insignes representantes de la “música del futuro” y se esforzaba por consolidar la amistad entre ambos. Sus enemigos también los aunaban como “los engen-dros concebidos de la demencia de Beethoven”. Berlioz, sin em-bargo, no podía tolerar escuelas y doctrinas; se negaba a formar parte de un grupo doctrinario y menos todavía de esa concepción de la música del “futuro”. Para él no había más que “música”. Esta resistencia le fue separando de Liszt, que cada vez más caía bajo el hechizo de Wagner y quería que Berlioz aceptara haber sido el precursor de la evolución mu-sical que, pasando por Haydn, Mozart y Bee thoven, culminaba en Wagner. Al final, Liszt llegó a compadecer a Berlioz, cada vez más incomprendido mientras el entusiasmo por Wagner iba cre-ciendo:

“Su nombre de pila, Hector, no le dio buena suerte: Aquiles-Wagner apareció, dominador del drama musical contem-poráneo”22.

Una de los principales facto-res de su olvido estriba en que Berlioz fue desde el principio un conservador que dedicó toda su vida a continuar la tradición musical de Gluck, Weber y Bee-thoven. El crítico musical que

HECTOR BERLIOZ

60 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº XX

18 Citado por Jacques Barzun, Berlioz and His Century, 1978, pág. 408

19 Correspondance Générale IV, 568.

20 Berlioz, en carta a Humbert Ferrand, Lettres Intimes, Paris, 1882 vii, citado por Cairns II, 708.

21 Correspondance Générale, VI, 320.22 Liszt, Briefe VI 384, citado por Da-

vid Cairns, 651.

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mejor comprendió a Berlioz en París, d’Ortigue, señaló en un opúsculo titulado A propósito de Berlioz que, de la misma manera que Gluck, había luchado contra la escuela italiana de su día pa-ra reformar el género operático dándole una fuerza expresiva y una naturalidad de la que care-cía, Berlioz luchaba ahora con-tra las convenciones, la rutina y la vacía virtuosidad que seguían imperando. Berlioz se considera-ba un continuador de esa insigne tradición, mientras que Wagner era consciente de ser el comienzo de una nueva armonía. Diez años más joven que Berlioz, llevaba las innovaciones precursoras de Ber-lioz y Liszt a su desenlace final, combinándolas además con una concepción psicológica del drama tan diferente de la fatalidad obje-tiva e inevitable de los caracteres del drama griego, como en Les Troyens, o de la sentimental ele-gancia de los dramas de Shakes-peare, como en Roméo et Juliette. Wagner no podía aguantar el es-fuerzo que suponía un tema tan arcano como el de la Eneida y creía que Berlioz sacrificaba el sa-grado papel del “drama musical” en favor de los ríos sonoros de sus “sinfonías dramáticas”. Por su lado, Berlioz no podía compren-der que Wagner pudiera producir tantas horas de tediosos diálogos, salidos de la mente peregrina del alemán, entre personajes estrafa-larios de una mitología primitiva y olvidada.

El culto clasicista de Berlioz había pasado de moda completa-mente, cediendo al furor román-tico que inspiraba la cosmogonía de Wagner. Al mismo tiempo, la concepción musical de ambos era diametralmente opuesta. Casi repitiendo el mismo debate mu-sical del siglo xviii, Berlioz insis-tía en la primacía de la música sobre el drama, al contrario que Wagner:

“La mayor dificultad [en el drama mu-sical, escribía Berlioz] estriba en encon-trar la forma de la música; esa forma sin la que la música no existe, o existe sólo como el humilde esclavo de la palabra. Ahí yace el crimen de Wagner: quiere destronar a la música para reducirla a acentos expresivos... Encontrar la manera

de ser expresivo y veraz sin cesar de ser un músico, dotar a la música, más bien, con nuevos medios de acción, he ahí el problema...”23.

Las geniales innovaciones mu-sicales de Berlioz vienen expresa-das, sin embargo, en un estilo musical de una época anterior. Berlioz no entendía esos “acen-tos” wagnerianos que pronto dominarían universalmente al mundo musical. Berlioz se que-jaba de “disonancias” y “secuen-cias cromáticas, modulaciones y armonías de extremada dureza”: no tanto por ellas mismas, pues en su obra aparecen con igual abundancia, sino por “hacer de la disonancia un sistema” y no, como Berlioz, para expresar sen-timientos en un momento es-pecífico. Nadie ha descrito tan precisamente la innovación mu-sical de Wagner como el mismo Berlioz:

“... sucesión de acordes ascendentes y descendentes de séptima que parecen nudos de sibilantes serpientes retorcién-dose y deshaciéndose las unas a las otras, disonancias triples sin preparación ni re-solución, partes interiores forzosamente combinadas sin estar armónica o rítmi-camente acordadas raspando dolorosa-mente entre sí, feas modulaciones que entran por un lado de la orquesta antes de que la tonalidad anterior haya podido terminar su salida por el otro...”.

Berlioz terminaba proclaman-do que él, desde luego, no forma-ba parte ni podría jamás aceptar esta “música del futuro”; pero, sin embargo, terminaba su crítica de Wagner aplaudiendo:

“la rara intensidad de su sentimiento, su fuego interno, la fuerza de su voluntad, la fe en sí mismo que conmueven, com-pelen y cautivan; pero estas cualidades lucirían con más brillo aún si estuvieran combinadas con una mayor inventiva y menos estridencia y con una más justa apreciación de los elementos constituti-vos del arte de la música24”.

Por otro lado, Berlioz se de-jaba llevar por su imaginación literaria mientras que Wagner se ceñía a su genio teatral. En sus

“sinfonías dramáticas” y en sus óperas Berlioz alcanza momentos de una gran belleza, más hermo-sos y serenos que cualquier otro de Wagner, pero hilados entre sí por un criterio literario que les hace perder su impacto: exige una gran atención del público, que se ve obligado a seguir la guía literaria de la obra y a participar activamente en su desenlace, añadiendo con su imaginación lo que Berlioz da por supuesto. En otras ocasiones, Berlioz cede a la tentación de descarrilar la acción dramática para aprovechar una idea musical, aunque tenga po-co que ver con aquella. Wagner, en cambio, era un consuma-do dramaturgo. Su música está completamente dirigida al efecto teatral de su obra. Mientras Ber-lioz pasaba de un género al otro y experimentaba en cada una de sus obras con estilos diferentes, Wagner se concentró con inso-bornable tesón en su concepción de la ópera como una epopeya mística; y además, sabía educar al público, preparándolo con la sis-temática publicación de sus en-sayos esotéricos y solemnes que fueron captando devotos, incluso entre quienes apenas habían oído su música, como le ocurrió nada menos que a Baudelaire25.

No obstante, la influencia de Berlioz fue mucho mayor en su época, no sólo ya sobre Liszt y el mismo Wagner, que la incorpo-raron en sus composiciones y la reconocieron paladinamente en sus escritos, sino sobre toda la ge-neración posterior del siglo xix. Curiosamente, su influencia fue mucho mayor en el extranjero que en la propia Francia, al igual que ocurriera con su música en su propia vida. Solo Saint-Saëns continuó su visión de la ópera francesa en Sanson et Dhallila. Gounod y Bizet, que adoraban a Berlioz, siguieron más bien a Meyerbeer. Debussy sigue clara-mente, con Pelleas et Melissandre, la tradición de la ópera francesa renovada por Berlioz como una línea continua de hermosas mo-

dulaciones sin las interrupciones dramáticas de las arias italianas; pero sus innovaciones armónicas lo sitúan más allá de su influen-cia. Berlioz vive con más fuerza en los Cinco Grandes en Rusia; y en Busoni, Brahms, Bruckner, Strauss y Mahler en Alemania e incluso en la monumentalidad orquestal y coral de los Gurrre Lieder de Schoenberg.

En nuestros días, sin embar-go, pasada la infatuación wagne-riana, la originalidad y la belleza de la música de Berlioz, se dejan oír con mayor deleite, como he-mos tenido ocasión de apreciar durante los muchos conciertos que nos la han ofrecido duran-te el año 2003, con ocasión del segundo centenario de su naci-miento. ■

Bibliografía

Alban Ramault: Hector Berlioz, com-positeur romantique francais, Actes Sud, 1993.

Barzun, Jacques: Berlioz and the Ro-mantic Century. 2 Vols. Boston 1950, New York, 1969.––: Berlioz and His century, Chicago 1956 y 1982.

Cairns, David: Berlioz, 2 vols. Berkeley 1989, 1999.

Hopkinsons, Cecil: Bibliography of the Musical and Literary Works of Hector Ber-lioz, 1951, y Richard Macnutt, Tunbrid-ge Wells, 1980.

MacDonald, Hugh: Berlioz, Master Musicians, ed, Stanley Sadie, Oxford, 1982, 2000.

Rollans, Romain: Musiciens d’ajourd’hui, Paris, 1908.

Saint-Saëns, Camille. Regards sur mes contemporains, Ed. Yves Gérard, Arles, 1990.

Wotton, T. S.: Hector Berlioz, London 1935.

Jaime de Ojeda es diplomático.

JAIME DE OJEDA

61Nº XX ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

23 Carta de Berlioz a la princesa Sayn-Wittgenstein, 12 de agosto de 1868.

24 Crítica de Berlioz de los conciertos de Wagner en París, Journal des Débats, 9 febrero de 1860.

25 Baudelaire le escribió a Wagner un inflamado elogio en 1861, aunque no había oído más que fragmentos de Tannhäuser.

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José Luis Barbería y Patxo UnzuetaCómo hemos llegado a estoMadrid, Taurus, 2003

Chumy ChúmezVida de maquetoMadrid, Algaba, 2003

Santiago GonzálezPalabra de vasco. Parla imprecisa del soberanismoMadrid, Espasa, 2004

José María CallejaHéroes a su pesarMadrid, Espasa, 2003

Maite PagazaurtunduaLos Pagaza. Historia de una familia vascaMadrid, Temas de Hoy, 2004

Fernando SavaterEl gran fraudeMadrid, Aguilar, 2004

Edurne UriarteCobardes y rebeldes. Por qué pervive el terrorismoMadrid, Temas de Hoy, 2003

Hay pautas culturales que forman parte del tiempo largo de la historia. La de

que el grueso de los escritores vascos se integren en una tradi-ción liberal, vasquista, armonio-samente instalada en la vida es-pañola, es una de ellas. Prueba de ello es el conjunto de libros reseñados en esta nota. Se evi-dencia en ella el peso de esa tra-dición, que hoy es expresión de una corriente constitucionalista que lucha por hacerse con el control de la vida política vasca, por propiciar la alternancia polí-tica y, a favor de ella, por recupe-rar la normalidad democrática de la vida del país. Son muchos los intelectuales y escritores vas-cos que se sienten libres de pro-blemas dentro de la vida españo-la y europea sin que ello les obli-

gue a renunciar a una solidaridad sincera e íntima con una vida vasca de la que forman parte. Sin remontarnos más atrás en la his-toria, desde el siglo xviii toma cuerpo una tradición ilustrada y liberal vasca que pasará a conver-tirse en una de las líneas más sig-nifi cativas de la moderna cultura española. En los últimos meses, un puñado de libros han dado testimonio de su pervivencia en el tiempo.

José Luis Barbería y Patxo Unzueta son dos periodistas, excelentes conocedores de la

vida vasca, que dedican su libro al análisis de la reciente crisis po-lítica del país.

“Este libro”, escriben en su prólogo, “intenta reconstruir lo ocurrido desde el regreso de ETA, a comienzos de 2000, hasta la crisis que se hizo evidente en el verano de 2002 con la supresión de Ba-tasuna (en el camino hacia su ilegaliza-ción), por una parte, y la propuesta, por otra, de ruptura en clave soberanista promovida no ya por un partido sino desde las instituciones; por iniciativa directa del lendakari, con el apoyo de su gobierno”.

Se trata del trabajo quizá más sistemático de los recogidos en esta nota; en él, con paciencia y buen orden, se va repasando la vida política vasca desde Lizarra hasta el plan soberanista de Iba-rretxe. El hilo conductor del re-lato es la evolución del PNV ante el nacionalismo radical des-de la revuelta de Ermua en ade-lante. Una evolución que podría resumirse como el temor del lla-mado nacionalismo moderado a que la derrota de ETA se salde con la consiguiente derrota del nacionalismo. Un diagnóstico que, en su elementalidad, parece, sin embargo, acertado. El País

Vasco necesita el tapón de la vio-lencia para evitar la eclosión de un pluralismo político que resta-blezca las actitudes y alineamien-tos percibidos en su realidad so-cial. El PNV teme que la vuelta a una normalidad democrática suponga la vuelta a un País Vas-co de principios del siglo xx, en que el nacionalismo moderado alcance la representación que en términos sociales le corresponde. La visión triangular de esa políti-ca, dividida entre un tercio na-cionalista, un tercio conservador de lealtad española y un tercio integrado por la tradición repu-blicano-socialista, constituye el telón de fondo que amenza vol-ver a primer plano con la conse-cución de la normalidad demo-crática. El PNV vive en el íntimo convencimiento de que su hege-monía política desde el momen-to de la transición, es el resultado de una anormalidad política es-trechamente ligada a la presencia de ETA en la escena vasca. Com-binar la desaparición de ETA con el mantenimiento de su he-gemonía resulta la clave de su actuación política en los últimos años. Es lo que explica desde el pacto de Lizarra hasta el plan de Ibarretxe. Y son las dudas respec-to a la obtención de este equili-brio las que dan cuenta de su actitud ante la ilegalización de Batasuna y de su proceso de ra-dicalización.

Esta inseguridad del naciona-lismo democrático es el hilo con-ductor del relato de Unzueta y Barbería. Una inseguridad de la que el PNV no va a salir hasta que lleve a cabo un proceso de reconversión ideológica que le permita aceptar las bases del plu-ralismo vasco y la transforma-ción de su cosmovisión naciona-

lista. Los síntomas descritos por los autores no son optimistas res-pecto a esta reconversión. Proba-blemente sólo la alternancia po-lítica en el País Vasco, el pase del PNV a la oposición, habrá de propiciar el momento de la in-fl exión y la enmienda. Una alter-nancia que exige previamente la derrota policial de ETA como requisito indispensable de unas elecciones libres en el País Vasco. Hay datos, sin embargo, como la elección de Imaz para la direc-ción del PNV, que hacen entre-ver el inicio de un cambio que debe ser interpretado como la victoria parcial de una concien-cia liberal-democrática en la es-cena política vasca.

El libro de Barbería y Un-zueta combina las técnicas impresionista y analítica para darnos cuenta de la situación del país en estos últimos años. Es un relato que hace justicia a la complejidad de la situación y que se coloca por ello entre la mejor literatura periodística y politológica dedicada al análisis de la crisis vasca.

El libro póstumo de Chumy Chúmez se aleja de la pau-ta general de los libros

ahora comentados. De entrada, no es un libro político en sentido estricto. Después, adopta el tono de una autobiografía. Pero cons-tituye un testimonio muy signi-fi cativo de esta particular mirada al País Vasco. Estamos ante un relato que tiene mucho de reve-lador de una sociedad dividida como resultado de la vigencia de un nacionalismo cultural vasco dispuesto a expulsar del seno de la sociedad vasca a la comunidad integrada por los maketos. Para quienes coincidimos objetiva-

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P O L Í T I C A

UNA MIRADA AL PAÍS VASCO

ANDRÉS DE BLAS GUERRERO

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63Nº 143 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

mente con esa comunidad, naci-dos y criados en el País Vasco en el seno de familias originarias de otros puntos de España, el relato de Chumy Chúmez tiene mu-cho de conmovedor. Se trata de un retrato agrio, en parte no coincidente con mi propia expe-riencia vital en el San Sebastián de posguerra. Mi percepción de la condición de maketo, sin ser inexistente, no alcanza la crude-za de la percibida por el autor en el entorno de las Casas Viejas de Atocha. Quienes creíamos haber vivido la sensación de constituir un cuerpo relativamente extraño en la vida donostiarra de los cin-cuenta, los sesenta y los setenta acusamos la sorpresa de este tes-timonio amargo de sentirse ra-dicalmente ajeno a una sociedad vasca sentida como extraña y distanciada del paisaje vital del autor.

Chumy Chúmez nació y vi-vió sin una adscripción comuni-taria de carácter nacional, ni a la vasca, ni a la española. Es ese sentimiento de apátrida al que al autor permaneció ligado a lo lar-go de su vida, el que sorprende en el relato. La difícil relación con su padre se adivina como la consecuencia de la difícil rela-ción con un medio que se empe-ña en expulsarle. La sensibilidad de Chumy Chúmez revela la mi-seria intelectual y moral de un nacionalismo vasco incapaz de ofrecer vías de integración a un muchacho deseoso de arraigar en su vida cotidiana. El caso del

autor no es el de una persona dotada de una fuerte personali-dad nacional enfrentada a la do-minante en su medio. Contra lo que puede ser una percepción generalizada en la emigración castellana en contraste con la emigración de otros puntos de España, el confl icto del autor no es entre una idea de España y otra de Euskadi. Se trata, simple-mente, de la incapacidad de la segunda para ofrecerle un hueco en el que acoger al joven que un día atravesó el Urumea.

Se trata de un libro que de-nuncia con gran plasticidad los componentes xenófobos y racis-tas que acompañan al discurso ideológico del nacionalismo sa-biniano. No hay que perder de vista que el periodo de tiempo descrito es el de derrota política de ese nacionalismo. Lo que nos pone en la pista de cuál ha podi-do ser la evolución de sus actitu-des en tiempos recientes, de con-trol político y social evidentes.

Chumy Chúmez ha escrito uno de los testimonios más du-ros y directos contra la actitud del nacionalismo sabiniano res-pecto a la población del País Vas-co nacida u originaria de otras partes de España. Se trata del testimonio acerca de la imposi-bilidad de construir una comu-nidad nacional vasca susceptible de aceptar unas mínimas pautas de pluralismo y tolerencia. Uno de los problemas más agudos que pone de manifi esto el libro es la previsible permanencia de

la cuestión a lo largo de estos úl-timos años. Hay que ver cómo ha evolucionado la actitud por parte de los nacionalistas hacia la población del resto de España. Y verlo en el marco, no de una so-ciedad relativamente abierta y cosmopolita como es la propia de una ciudad como San Sebastián, sino en el conjunto de un País Vasco de pequeñas y me-dias poblaciones en las que cabe sospechar que las actitudes ha-brán sido mucho más aceradas que en la capital donostiarra.

Santiago González ha escri-to un relato de la hegemo-nía nacionalista en la vida

vasca. Se trata de un relato inmi-sericorde, cruel en ocasiones, que nos pone de manifi esto todo lo que hay de esperpéntico y de hi-larante en una situación política si es que ésta no estuviese domi-nada por el peso de la tragedia. Santiago González es un experto conocedor de la vida pública vasca que va analizando al fi lo de su ironía y sentido del humor. Sobran elementos en esa vida pública para que la mirada del autor desfi le justiciera sobre ella. El libro tiene como objetivo fun-damental el análisis del lenguaje nacionalista. Pero junto a este asunto, lo que se sucede por es-tas páginas es un retrato cruel de la mentira y la falsifi cación que la hegemonía nacionalista ha im-puesto sobre amplios sectores de la vida del país. La personalidad del lendakari, de Arzalluz, de

Eguibar y de mil otros persona-jes del entramado nacionalista son retratadas con la mordacidad de un brillante escritor que ma-nifi esta en todo momento un estrecho conocimiento del me-dio descrito.

El arma del autor es el humor. Se trata de un libro regocijante para cualquier lector familiariza-do con el País Vasco que no par-ticipe de la cosmovisión nacio-nalista. Pero no creo que este sentido del humor haga injusti-cia a una realidad descrita con exactitud. Sorprende la calidad literaria de un relato festivo y, a la vez, documentado de una vida política que, con la dirección na-cionalista de la misma, podría decirse, utilizando la descripción de un viejo arbitrista hispano, que ha dado origen a una repú-blica encantada con muy escasa conexión con el orden natural de las cosas.

Santiago González ha tratado en Palabra de vasco de ofrecernos una nueva aproximación al dra-ma vasco. Y lo ha conseguido haciendo uso de unos recursos y unas técnicas literarias que pare-cían, en principio, poco adecua-dos al objetivo. Quizá deba subra-yarse en el libro lo que hay de ausencia de piedad para el mun-do nacionalista. Es probable que no se la merezca. Pero el lector puede echar en falta este senti-miento en un autor que demues-tra tan agudo conocimiento de la realidad vasca. Un poco de piedad que permita organizar la convivencia con él, especialmen-te cuando el giro de la opinión lo desplace hacia la oposición polí-tica. Pero esta falta de piedad deja en pie lo magistral de un crítico y humorístico relato de lo que ha supuesto el orden na-

José María Calleja y Maite Pagazaurtundua

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UNA MIRADA AL PAÍS VASCO

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cionalista en la reciente vida del País Vasco.

José María Calleja, en Héroes a su pesar, vuelve a tratar el tema que ya abordó en su

anterior libro Arriba Euskadi. La historia de los que sufren en el País Vasco el apagón de la liber-tad como consecuencia de una hegemonía nacionalista ejercida de forma implacable sobre los que no participan de ella. José María Calleja, como todos los autores comentados en esta nota, conoce muy bien la realidad po-lítica y social del País Vasco. Es este conocimiento el que le per-mite levantar acta de la falta de libertad, de la negación de dere-chos y libertades fundamentales que afecta a buen número de ciudadanos vascos por permane-cer leales a los valores constitu-cionales y a la lógica de una cos-movisión liberal-democrática. Calleja tiene en su haber ser uno de los periodistas que con más valor y decisión se ha con-sagrado a esta labor de denuncia pública del estado de excepción en que vive una parte signifi ca-tiva de la población vasca. Lo ha hecho poniendo en juego su in-negable talento literario y unas facultades de periodista de raza que le han permitido ahondar en la realidad vasca como a muy pocos espectadores y actores de la misma. Los vascos, agradeci-dos, sabrán compensar al escri-tor este esfuerzo de síntesis, este alarde de técnica impresionista, este acopio de testimonios que nos ofrecen un retrato muy rea-lista del actual momento de la vida política vasca.

M aite Pagazaurtundua ha escrito, a propósito del atentado que costó la

vida a su hermano Joseba, un in-teresante testimonio acerca de los suyos en la posguerra franquista. Nos da cuenta también en Los Pagazaurtundua de la crónica anunciada de una tragedia, la que se desencadenó sobre su herma-no, militante socialista e inte-grante del colectivo Basta Ya ante la culpable inhibición del esta-blecimiento nacionalista.

Maite Pagazaurtundua se re-vela en este libro como una es-critora con talento, capaz de ofrecernos impresiones acertadas y emotivas de la vida en Rentería y Hernani de los setenta y los ochenta y de transmitirnos una visión realista de la evolución de la sociedad vasca en esos años. Sin el dramatismo del libro de Chumy Chúmez, nos da cuenta también del abismo abierto en la sociedad semiurbana vasca por el desarrollo de un nacionalismo sabiniano incapaz de construir una sociedad abierta a la com-plejidad de sus orígenes étnicos y culturales.

La autora tuvo unos inicios que le llevaban a integrarse en el mundo nacionalista. El paso por la ikastola, la infl uencia abertza-le, su propia formación académi-ca, fueron factores que quedaron atrás en su proceso de formación vital que llevaría a Maite Paga-zaurtundua a integrarse en el PSOE y en Basta Ya del mismo modo que a su hermano. Cons-tituye hoy Maite una esperanza política del socialismo vasco y del nuevo País Vasco que habrá de emerger de su actual crisis. La sensibilidad literaria que mani-fi esta en este libro no hace sino poner de manifi esto su talento y su capacidad para afrontar con efi cacia el futuro de su pueblo.

F ernando Savater es un ejemplo manifi esto del im-pacto que la ética y la con-

ciencia ciudadana pueden tener en la evolución de un escritor de gran talento. De los plantea-mientos ácratas iniciales ha ido pasando Fernando Savater a un compromiso con la sociedad vas-ca y española que solamente se explica por las exigencias de una conciencia moral y pública siem-pre presente en el autor. Nos ofrece ahora en El gran fraude una selección de artículos publi-cados especialmente en El País y en El Correo que tiene como hilo conductor su preocupación por la crisis vasca. El escritor de pri-mera fi la que es Fernando Savater domina el género periodístico como pocos. Su antología cons-tituye una oportuna recopilación

de artículos que el lector releerá con gusto cuando todavía dura el eco de su publicación en la prensa diaria. Los grandes escri-tores han practicado siempre esta costumbre de ofrecer en libro sus artículos de prensa. Se trata de una práctica que el lector sigue agradeciendo hoy en el caso de autores como Savater. No sólo es visible en el libro el magisterio de su estilo y de su técnica de ar-ticulista, sino la coherencia de un discurso intelectual que cons-tituye hoy una referencia básica para la opción constitucionalista y liberal-democrática del País Vasco.

E durne Uriarte es otra voz de referencia en la actual vida pública del país. En

cobardes y rebeldes lleva a cabo su refl exión sobre el fenómeno te-rrorista en la sociedad vasca. Tras una consideración teórica del fe-nómeno, se aproxima a su exis-tencia en el País Vasco con la consideración que el infl ujo de la izquierda en la visión del na-cionalismo radical y la involu-ción del nacionalismo moderado ante la cuestión han podido te-ner en su enquistamiento. Ex-plora después la evolución en la actitud del Estado ante el fenó-meno, una actitud caracterizada, en su opinión, por la debilidad hasta el inicio de la política sobre el tema de Jaime Mayor Oreja. Examina después la compleja respuesta pacifi sta al problema y la articulación de una rebelión ciudadana que constituye, junto a los cambios en la actitud del Estado, la garantía de la supera-ción del problema. Estudia, ade-más, en su ensayo otras cuestio-nes relacionadas con el tema (indiferencia y adaptación al te-rror, los objetivos terroristas, la actitud de la juventud, las últi-mas coartadas del terrorismo), ofreciendo así una refl exión y una denuncia en torno al más radical factor de inestabilidad de la política vasca.

Un hilo conductor de los li-bros comentados es que se trata de trabajos en que, pese a la pre-sencia de académicos, domina en ellos otra perspectiva. Se trata

de libros escritos desde el perio-dismo, la política y la experiencia vital. Demuestran estos escritos la intensidad con que se vive hoy en el País Vasco la crisis de una sociedad que lleva demasiado tiempo viviendo en los márge-nes de la excepcionalidad. Una situación que tiene mucho de improrrogable y que demanda para salir de ella, la movilización de una sociedad que necesita del concurso de todos los ciuda-danos. Los autores se reconocen como parte de esa movilización que señala uno de los momen-tos de mayor responsabilidad de la sociedad civil vasca y españo-la a favor de la conquista de una cultura liberal-democrática ca-paz de conseguir la libertad en tierra vasca. ■

Andrés de Blas Guerrero es catedrá-tico de Teoría del Estado de la UNED. Autor de Nacionalismo e ideologías polí-ticas contemporáneas y Tradición republi-cana y nacionalismo español.

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1 Cfr. Nancy Fraser, “¿Qué tiene de crí-tica la teoría crítica?”, en Sheila Benhabib y Drucilla Cornell (Eds.), Teoría feminista y teoría crítica, Valencia, Edicions Alfons el Magnanim, 1990.

María Antonia García de LeónHerederas y heridasMadrid, Cátedra, 2003

Una teoría crítica de la sociedadMe ha estimulado mucho el libro de María Antonia García de León y he dialogado con él. Me gustaría que este diálogo prosiguiera por-que el tema del poder, que es de lo que se trata en Herederas y heri-das, es un tema claramente inter-disciplinar. Tiene su perspectiva sociológica, su perspectiva antro-pológica, fi losófi ca, histórica... Nosotras organizamos, hace ya bastantes años, un proyecto coor-dinado con mujeres antropólogas del País Vasco, del grupo dirigido por Teresa del Valle, sobre “Muje-res y poder”. Y a lo largo de todo el trabajo de María Antonia, de toda su fenomenología del ejerci-cio del poder por parte de las mu-jeres, he visto con mucha claridad una serie de puentes entre los pro-blemas que entonces nos plantea-mos y pudimos identifi car y los que ella ha tratado tan magistral-mente en su libro.

María Antonia afi rma, sin em-bargo, refi riéndose a Flaubert, al-go en lo que, por mi parte, no estoy de acuerdo. Flaubert decía que para que una cosa resulte in-teresante basta con mirarla dete-nidamente. Yo creo que no. No basta con mirarla detenidamente. Hay determinadas cosas que para que nos parezcan interesantes hay que mirarlas desde un interés emancipatorio, desde una mirada crítica y extrañada. En todo aque-llo que se relaciona con los siste-mas género/sexo, “sólo se ve algo signifi cativo en la medida en que ver es un irracionalizar”. El femi-nismo es desde este punto de vista una teoría, justo una teoría crí tica.

Si teoría signifi ca, como lo pone de manifi esto su raíz griega, “ha-cer ver”, el “hacer ver” del femi-nismo en tanto que teoría crítica es un irracionalizar. Cuando falta ese componente de irracionaliza-ción, los llamados Estudios de Género, denominación que mu-chas veces se utiliza como un eufe-mismo de “feminismo”, pierden su enfoque crítico, y entonces no se hacen ya ni siquiera Estudios de Género tout court.

Así pues, para enfocar adecua-damente los fenómenos relacio-nados con los sistemas de sexo/gé-nero, esa mirada que “hace ver” tiene que estar profundamente relacionada con un irracionalizar. Es justamente ese irracionalizar lo que hace María Antonia, porque de otra manera no hubiera podi-do percibir una gran injusticia en la distribución del poder entre los géneros ni, a partir de ahí, ver qué tipo de triquiñuelas han hecho posible que ciertas mujeres haya-mos llegado a ser estas élites tan raritas, “élites discriminadas”, ni qué modalidades tiene la precarie-dad con que nos movemos en el ejercicio del poder. Hablamos aquí de las privilegiadas, y no va-mos a hacer un ejercicio de victi-mismo. Creo más bien que el punto de vista metodológico adoptado por María Antonia Gar-cía de León es enormemente ins-tructivo porque, a través de sus élites femeninas, pone de mani-fi esto, a sensu contrario, cuál es la naturaleza del poder y cómo es vertebrado por la hegemonía de la masculinidad.

A partir de ahí, las mujeres só-lo podemos entrar en él por vía de interinidad, por curiosos juegos de oca, jugadas de oca a oca que a algunas les han salido bien y tiran porque les toca. Pues bien, la pri-

mera oca, de acuerdo con el aná-lisis de nuestra autora, vendría representada por un input mascu-lino paterno; la segunda oca sería un input masculino representado por un compañero perteneciente al conjunto constituido por esas raras avis que no han saboteado las carreras de sus mujeres sino que las han estimulado y les han servido de apoyo. El itinerario tí-pico ha sido esa doble jugada. Pe-ro esa doble jugada, claro está, va en contra de la ley de probabilida-des. Es una combinación impro-bable. Al ser tratada como tal, pone de manifi esto precisamente cuáles son los niveles probabilísti-cos en que nos movemos y el aná-lisis de estos niveles nos enseña mucho acerca de cómo el poder está íntimamente unido a la mas-culinidad.

Así, el trabajo de María Anto-nia García de León se inscribe en la línea de la teoría feminista co-mo teoría crítica. Sus “élites dis-criminadas”, que ella utiliza co-mo test de cambio social, las podemos contrastar a su vez con el test de la teórica feminista es-tadounidense Nancy Fraser. Le cedemos la palabra:

“Nadie ha mejorado nunca la defi nición de teoría crítica que diera Marx en 1884: la autoclarifi cación de las luchas y anhe-los de la época” (Carta a Ruge, septiem-bre de 1843). “Lo que tan atractivo resul-ta de esta defi nición –subraya Frase– es su carácter francamente político. Una teoría crítica de la sociedad articula su programa de investigación y su entramado concep-tual con la vista puesta en las intenciones y actividades de aquellos movimientos sociales de la oposición con los que man-tiene una identifi cación partidaria pero no acrítica. Las preguntas que se haga y los modelos que designe estarán informa-dos por esa identifi cación y ese interés”.

Efectivamente, las preguntas que García de León formula en

su investigación y los modelos explicativos que articula están claramente informados por ese interés porque, de otro modo, no se hubiera podido generar una obra tan sugerente. En la misma línea, continúa por su parte Nan-cy Fraser:

“Si las luchas contra la subordinación de las mujeres fi guran entre las más signifi -cativas de una época dada, entonces una teoría crítica de la sociedad de ese periodo tendería, entre otras cosas, a arrojar luz sobre el carácter y las bases de esa subor-dinación. Emplearía categorías y modelos explicativos que revelaran, en lugar de ocultar, las relaciones de dominancia masculina y subordinación femenina, y desvelaría el carácter ideológico de los enfoques rivales que justifi caran o racio-nalizaran esas relaciones. Por lo tanto, uno de los criterios de valoración de una teoría crítica sería: ¿con qué idoneidad teoriza las perspectivas del movimiento feminista?, ¿en qué medida sirve para la autoclarifi cación de las luchas y anhelos de las mujeres contemporáneas?1”.

Ejercer el poder sin la completa investiduraPues bien, creo que el libro de García de León sirve paradigmáti-camente como elemento de auto-clarifi cación de las luchas y anhe-los de las mujeres contemporá-neas. En lugar de arrojar tinta de calamar, en lugar de haber adop-tado un enfoque acrítico que ha-bría impedido teorizar y habría refl ejado en lugar de ello el tópico social “¡la que vale lo consigue!”, nuestra autora instituye frenos epistemológicos y políticos a la ideología individualista de la glo-balización neoliberal. Lo hace po-

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S O C I O L O G Í A

LAS ÉLITES PROFESIONALES FEMENINAS

CELIA AMORÓS

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niendo de manifi esto de dónde y cómo salen estas raras avis –“las que llegan”–; cómo, a su vez, se apoyan en otras, igualmente raras, avis y la consideración de estas avis nos lleva precisamente a po-der identifi car cuál es la especie normalizada de los pájaros que detentan el poder. De nuevo, el poder aparece en el eje de la mas-culinidad como prestigio.

Pero bueno, con todo, tras lar-gas peripecias constatamos que, por fi n, hemos ingresado algunas en las fi las de los académicos. Así, puede que digan algunos, se ha acabado ya la historia y el proble-ma. Las cosas, sin embargo, son más complicadas. Sabemos, en el ámbito de la política convencio-nal, lo que ha costado y cuesta todavía pasar de una minoría exi-gua a una minoría consistente. No voy a pedir que en el ámbito académico de la fi losofía se insti-tuya un sistema de cuotas: no creo que esa sea la respuesta adecuada para normalizar la presencia fe-menina en la Academia. Pero ello no implica que el problema esté resuelto. Por poner un ejemplo tomado de la fi losofía, la presen-cia de “la mujer” en ella ha tenido desde los griegos, con Melanipa la fi lósofa, de Eurípides, connotacio-nes de monstruización2. Una mu-jer fi lósofa, en el imaginario po-pular y, me atrevo a decir, en el imaginario académico, tiene algo de monstruito.

Aquí me limitaré a señalar que las mujeres, miembros de un gru-po secularmente excluido, cuando accedemos a una parcela del po-der que antes nos estaba vedada lo hacemos “sin la completa investi-

dura”. Difícilmente podría ser de otro modo. Actuar sin la comple-ta investidura signifi ca ejercer el poder que se tiene con una “de-tentación vacilante”, que remite en un grado anómalo a la ratifi ca-ción por parte de los patriarcas del gremio. En cierto sentido, la fi lo-sofía –como otras disciplinas– en su institucionalización académica es una cofradía y requiere de quie-nes desean ser cofrades que pasen por los ineludibles rituales de ini-ciación. Tras pasar las pertinentes pruebas, son admitidos de pleno derecho. Nosotras, tras pasar asi-mismo por las pertinentes prue-bas, seguimos dependiendo de que los varones qua varones ratifi -quen la calidad y la idoneidad de lo que hacemos. Nos referimos a los varones qua varones porque no queremos decir que dependa-mos del juicio aprobatorio de quienes llevan ya una larga tra-yectoria en los gajes de este ofi cio –esto sería lo normal para todo el mundo–, ni de nuestros pares, los que generacionalmente son nues-tros referentes de rigor, por decirlo así. Lo que afi rmamos es que se-guimos dependiendo de que, al margen de cuál sea su posición en la escala jerárquica, que puede ser la del último mono, no ya el beca-rio sino el alumno, el alumno va-rón, nos de el espaldarazo.

¿Exagero? Cuando en el año 1987 ofrecí en la Universidad Complutense, con carácter volun-tario para el alumnado de Histo-ria de la Filosofía Moderna, un seminario sobre “Feminismo e Ilustración”, al principio sólo se apuntaron algunas alumnas ante la sonrisita –no le pondré adjeti-vos– de sus compañeros varones. Yo era ya catedrática. Empezó a correr de boca en boca que en “el aquelarre” de las chicas de los jue-

ves se aprendía fi losofía y se estu-diaban textos desconocidos fi losó-fi camente muy interesantes. Pero sólo cuando de forma normaliza-da comenzó a asistir el mejor alumnado masculino, el semina-rio se prestigió. Aun después de eso, ¡a cuántos listillos de turno que no habían aprendido que “arrogancia es ignorancia” hemos tenido que aguantar después de tramos y tramos de investigación! A esto es a lo que llamo “no tener la completa investidura”: a estar expuesta a lo que Pizzorno llama-ba “la inmersión de status” en cualquier momento. Dado que los varones qua tales consideran que están por encima de las muje-res en la que podríamos llamar la ur-jerarquía, siempre pueden re-currir a ella para saltarse a la torera otras jerarquías más legítimas, co-mo la de los títulos, la edad y otros etcéteras si a quien se interpela es a una mujer. En este sentido, po-demos entender la afi rmación de Michelle le Doeuff : “Cuando se es mujer y fi lósofa”, digamos aquí, académica, “es útil ser feminista para entender lo que os pasa”.

Ejercemos el poder a la pata coja. Ejercemos el poder de ma-nera inestable. ¿En qué se plasma esa inestabilidad? En primer lu-gar, como lo hemos podido ver, en la necesidad de ratifi cación masculina de nuestras decisiones. Es verdad que en todos los circui-tos del poder –la política es un caso paradigmático– es necesario poner en conocimiento de aquella gente que te ha designado o con la que colaboras el porqué de tus decisiones. Pero en el caso de las mujeres3 se suele producir una

situación particular, a la que ya nos hemos referido, de lo que lla-maba el sociólogo Pizzorno una “inmersión de status”: muchas veces la ratifi cación no la da el su-perior jerárquico, ni siquiera el que está homologado en el mis-mo rango, sino varones que están por debajo jerárquicamente.

Estamos ante una experiencia bastante común que hemos inter-subjetivizado en diversas ocasio-nes. Ha hecho falta que los temas nuevos que hemos introducido, para lograr un estatuto de digni-dad académica, hayan sido conva-lidados por varones que detentan las claves importantes de la legiti-mación en un ámbito determina-do: en mi caso fue la Filosofía, en el de María Antonia, la Sociolo-gía; cuando esa convalidación ha sido ambigua o precaria, o se ha producido en determinados tra-mos y en otros no, en algún mo-mento se han generado determi-nadas anomalías. Por otra parte, la experiencia de esta “inmersión de status” como consecuencia del ejercicio del poder sin la completa investidura tiene a su vez otra im-plicación signifi cativa: la de no poder investir a otras mujeres. Es decir, tenemos un poder no tran-sitivo, un poder que no fl uye. No fl uye en la medida en que nos es puenteado: se produce una in-terrup ción, no existe esa fl uidez que tiene el poder cuando transita por sus cauces normales, que son los masculinos. Nuestra legitima-ción es interina y precaria. Cuan-do tanto las políticas como las académicas hemos querido desig-nar a una mujer para un puesto determinado, hemos visto nuestra designación sistemáticamente in-terrumpida o cortocircuitada, y se nos han impuesto otras mujeres cooptadas por varones que repre-

2 Cfr. S. Auff ret, Melanippe la philoso-phe, Paris, Editions des Femmes, 1987.

3 Amelia Valcárcel lo ha estudiado en su libro La política de las mujeres. Madrid, Cá-tedra, 1998.

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sentaban otros grupos de presión de poder. Esta experiencia, muy contrastada y repetida, es sinto-mática de esa extraña forma, di-gamos a la pata coja, en que ejer-cemos las mujeres el poder, cuan-do y de la manera en que lo ejercemos. El poder fl uye, circu-la, decía Foucault. Nuestro pecu-liar poder se atasca y necesitaría constantes intervenciones de fontanería.

Nuestra legitimación es siem-pre una legitimación interina, como muy bien lo ha puesto de manifi esto María Antonia García de León en sus perspicaces aná-lisis cualitativos. De ellos se des-prende que las mujeres que han ejercido el poder han estado en lugar de un varón, por haber si-do hijas primogénitas: así es co-mo normalmente –es decir, anor-malmente– hemos ejercido las mujeres el poder en la historia; hemos sido las regentes por ex-celencia, excelentes regentes por-que el rey o el gobernante ha perecido hasta que el hijo peque-ño se hace mayor. Es recurrente el fenómeno de esta legitimación interina que no contempló Max Weber en su clásica distinción entre legitimación tradicional, racional y carismática del poder. Así pues, ¿cómo vamos a dar una investidura que no tenemos? Con un poco de suerte, lo máxi-mo que se nos concede es ser la mascota de las élites masculinas. Una función emblemática.

Me van a permitir aquí que cuente una anécdota personal. Se dio la circunstancia de que un amigo sociólogo hizo un repor-taje periodístico sobre mujeres políticas y académicas y tuvo la atención de incluirme en él. Pues bien, yo acababa de sacar la cáte-dra de la Complutense y algunos colegas titulares me decían con solemnidad: “Es que eres nuestra mascota”. No me asumían sin más como una colega entre ellos: tenían que feminizar la imagen como quien pone en la nave un mascarón de proa; pero, por esa misma gentileza galante, me sa-caban del ámbito de los pares colegiados. Hacían de mí una especie de símbolo femenino de la cofradía. Nos convertimos así,

de mujeres profesionales recono-cidas, en mujeres mascota.

De ‘abejas reinas’a becarios desclasadosAsí pues, no podría haber elegido María Antonia García de León un test social más adecuado para estudiar la naturaleza del poder en su dimensión más profunda. Ello la lleva a desplegar toda una feno-menología muy fi na y aguda de los mecanismos de disuasión que entran en juego para las mujeres en lo referente al ejercicio del po-der. Destaca aquí la fenomenolo-gía del converso, lo que yo llamo el síndrome del becario desclasa-do y ella lo denomina por su par-te, muy expresivamente, “síndro-me de la abeja reina”. Creo que el símil es muy acertado. Si prefi ero por mi parte llamarlo el síndrome del becario desclasado es por esta-blecer una comparación. El fenó-meno de los becarios desclasados es un fenómeno sociológico bien conocido. Cuando el sistema de becas era tan cutre y restringido como en la época de Franco, mu-chos estudiantes de la clase obrera que estudiaban con beca eran los mejores chivatos de las acciones de los estudiantes antifranquistas a ciertos individuos que llamába-mos entonces “los sociales” (Bri-gadas de Investigación Social) y se integraban con facilidad en el sis-tema de los valores fascistas. Sin embargo, yo no supe jamás que nadie de izquierda utilizara este fenómeno como argumento con-tra el sistema de becas. Por el con-trario, oigo constantemente refe-rencias a mujeres que “se travis-ten” cuando acceden al “poder” –yo preferiría decir que se produ-ce simplemente cierto mestizaje de género–, y ante el fenómeno de estas “travestidas” se suele obje-tar que “para eso, no vale la pena hacer políticas de acción positiva para las mujeres porque, claro, si luego se van a comportar como hombres, si se van a dejar asimilar por los valores patriarcales, ¿qué hemos ganado con ello?”. Yo me pregunto ¿por qué en el caso de los becarios desclasados no se uti-lizaron argumentos teleológicos semejantes y sí se usan en el caso de las mujeres? ¿Acaso no habrá

por debajo de este modo de razo-nar una cierta misoginia?

La aculturación femenina es otro de los temas que María Anto-nia García de León ha desarrolla-do de forma penetrante. Des taca en esta línea un fenómeno pecu-liar: el gran miedo de las mujeres a la desidentifi cación con nuestra identidad de género si entramos en los mecanismos del poder. Ello me recuerda la afi r mación de Rai-mundo Pániker: “Quien teme perder su identidad, ya la ha per-dido”. No existe ninguna identi-dad femenina genuina, si es que alguna vez la hubo. Hay mestiza-jes genéricos y no parece que pue-da ser de otra manera. Todas esta-mos condenadas –por mi parte, lo valoro como una buena cosa– a las existencias refl exivas, a hacer-nos preguntas críticas sobre nues-tros propios roles, como nos invita a hacer María Antonia García de León. Este escrutinio es necesario para que se produzcan, a su vez, cambios en la autocomprensión masculina. Creo que hay que per-der el miedo a ese supuesto “tra-vestismo”. Estamos en todos los ámbitos sujetos a fenómenos de hibridación. Con la globalización se producen toda clase de hibrida-ciones: no es de extrañar que asu-mamos en algunos aspectos un mestizaje genérico.

Por otra parte, está muy bien visto y analizado por nuestra auto-ra el fenómeno de sobrerrepresen-tación que se produce cuando al-gunas mujeres llegamos a puestos de cierto poder, de prestigio o de élite. Dice la fi lósofa feminista francesa Michelle le Doeuff que las mujeres tenemos “sobrecarga de identidad”. Hemos pasado de vestirnos de varones para ir a la Universidad, como lo hacía Con-cepción Arenal, a tener ahora que sobrecargar la feminidad de nues-tro atuendo para que no se diga que “dejamos de ser mujeres” si llegamos a determinadas posicio-nes sociales. Tenían mucha gracia en este sentido unos comentarios de Maruja Torres que leí en El País sobre el set de complementos de la ministra de exteriores Ana Palacio, que quizá podría ser más sobrio. Y es que representar una sobrecarga de identidad es necesa-

riamente hiperrepresentar. No puede ser de otro modo, y esto se produce siempre a costa de la in-dividuación. El poder tiene efec-tos de individuación y el no poder los tiene de estereotipia; por lo tanto, aquella mujer que accede a determinadas posiciones de poder se ve lastrada por toda la estereo-tipia que en ella se proyecta.

En este sentido se producen fenómenos curiosos. Hace no mucho tiempo leí en los titulares de un periódico: “La mujer entra en el cuerpo de bomberos” (ha-bían entrado tres o cuatro). Ahí se hiperrepresentaba a la mujer. En cambio, cuando se trata de vio-lencia de género, entonces nadie quiere totalizar. El señor Cascos, vicepresidente del Gobierno, ni siquiera sabe sumar: para él se tra-taba de “casos [no de cascos] ais-lados”. Nunca he visto en la por-tada de ningún periódico: “La mujer es maltratada”, pero sí: “La mujer entra en el cuerpo de bom-beros”. Esto nos debería hacer refl exionar.

De ‘las Sanchas’a ‘las escépticas’García de León se refi ere con lu-cidez a las mujeres como a quie-nes por excelencia han visto al rey en camisa y, en esta línea, vie-ne a converger con las epistemó-logas del “punto de vista feminis-ta”, que consideran que las posi-ciones de opresión propician puntos de vista con ciertos privi-legios a quienes las sufren. No asume, sin embargo, por ello, ninguna hipoteca de esencialis-mo. Es algo más simple: se trata de la óptica del parvenu. Quienes no están instalados en el poder, sino sentados al borde de la silla, practican más la hermenéutica de la sospecha, la observación siste-mática y crítica de los mecanis-mos de legitimación vigentes y tienen, por tanto, otra visión, al-go más resabiada. Las mujeres somos, desde este punto de vista, una “promesa epistemológica”, una promesa a la hora de plan-tear nuevas preguntas pertinentes acerca del poder, acerca de la le-gitimación, así como sobre el cambio social y los cambios de valores que se llevan a cabo a me-

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dida que van modifi cándose los parámetros tradicionales.

Por último, nuestra autora apela constantemente al legado ilustrado para poner de manifi es-to que las desigualdad de las mu-jeres es la gran incoherencia del paradigma de la modernidad. En este sentido se sitúa en la tradi-ción de Stuart Mill, quien afi rma-ba que, en una sociedad igualita-ria, la servidumbre femenina es el gran anacronismo. Lo decía Stuart Mill en el siglo xix. En el siglo xxi, se podrían califi car de magis-trales los análisis de García de León sobre las que denomina “las Sanchas”: aquéllas que, como el personaje de Cervantes, reclaman que se llame (al pan, pan y al vi-no, vino), y están siempre dis-puestas a presentar la dimisión de la gobernación de su específi ca isla Barataria”. El poder patriarcal implica un complejo entrena-miento en el uso de los eufemis-mos, las mistifi caciones y mani-pulaciones lingüísticas (¡véase nuestra reciente guerra de Irak!); y en este terreno las mujeres, como nuestro Sancho Panza, no hemos sido particularmente adiestradas. En este ámbito, nuestro Sancho es un escéptico: se relaciona direc-ta y llanamente con la vida sin experimentar, como su señor, la necesidad de trascenderla, sobre todo si esa trascendencia se con-creta, entre otras cosas, en arre-meter contra molinos de viento (por ejemplo, armas de des-trucción (+) IVA). Por su parte, Nietzs che, en la Gaya ciencia, se refi rió a las mujeres como a las grandes escépticas por razones al-go diferentes.

“Sospecho que cuando las mujeres enve-jecen, hasta en los más recónditos replie-gues de su corazón se tornan más escépti-cas que todos los hombres juntos. Ellas creen en lo superfi cial de la vida como si fuera lo esencial. Toda virtud, toda pro-fundidad, es para ellas una envoltura que tapa esa verdad. Un velo necesario echado sobre algo pudendum. Cuestión de deco-ro y de pudor y nada más”4.

No es de extrañar que así sea: el

secreto íntimo de la vida se les oculta en aras a su honra y a su castidad hasta su noche de bo-das: en esta ceremonia, descu-bren abruptamente a la vez en el marido a la bestia y al tutor espi-ritual. La vida y los valores que se supone que la convalidan se quedarán de ese modo para siempre disociados.

“Así”, dice Nietzsche, “se ha creado una confusión de alma que no tiene igual. (...) ¡Cuán es-pantosas y múltiples dudas surgi-rán por fuerza en esa pobre alma sacada de quicio, y cómo la fi loso-fía última y el último escepticis-mo de la mujer tendrán que echar el ancla en ese paraje”5.

Las mujeres, de este modo, re-presentarían el caso límite y la radicalización del escepticismo de Sancho Panza como escepticismo de subalterno, el mayordomo que ve en calzones al amo. Ambos captan un peculiar lado obsceno del poder (ob-sceno en el sentido de que, para los demás, está fuera de escena) que lo hace aparecer disociado, que no convalidado por ellas, de sus otras representa-ciones rituales: están en cierto modo condenadas a sufrirlo sin creérselo y a oscilar, en su forma de soportarlo, entre la ironía y la tragedia. Las Sanchas han tenido y tendrán todavía de este modo que elaborar y que dar algunas vueltas de tuerca a esta percepción a la vez distorsionada y verdadera del poder para llegar a articular planteamientos políticos colecti-vos, para desatomizar esa retorci-da y compleja vivencia verbalizán-dola y poniéndola en común. Se-guimos, en buena medida, dentro de ese anacronismo al que el bue-no de Stuart Mill se refería. Ten-dremos, pues, que continuar arti-culando reivindicaciones para llegar a una verdadera igualdad entre hombres y mujeres en el re-parto de poder. ■

Celia Amorós es catedrática de Filosofía de la UNED.

4 F. Nietzsche, Gaya ciencia. Barcelona-Palma de Mallorca, Pequeña Biblioteca Ca-laus Scriptorius, 1979, pág. 65.

5 Ibídem, pág. 68.

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L I T E R A T U R A D E V I A J E S

DOS VISIONES DE SERBIA Y ESPAÑAJosep Pla y Milos Crnjanski

MIRA MILOSEVICH

Cuando en la radio se oye el juego de las castañuelas, todavía hoy en día, sin lugar a dudas, en todas partes del mundo, el noven-ta y nueve por cien de los oyentes piensa: es España. [...] España, en todas partes del mundo signifi ca la ópera Carmen. [...] Des-de el principio, Madrid no se parece nada a otras capitales europeas. Ante todo, a lo largo del día hay mucha más luz; por la noche, es la más vivaz de todas las ciudades grandes que conozco. Durante el día, el color del cie-lo es de turquesa; el aire, transparente y lige-ro. Por la noche, curiosamente, el aire se enfría. Frecuentemente la comparan con París, Berlín o Viena. La verdad es que no se parece en nada a estas ciudades. Por una parte, en Madrid se nota el pasado de una vida despreocupada, de los Borbones, los aristócratas, los patios cerrados, las parejas en el Retiro, las confesiones en iglesias oscuras con versos emotivos de Magdalenas y santas Teresas; por otra, el despertar español, las construcciones de hace treinta años, un ba-rroco con pretensiones americanas. [...] Lo mejor de todo es el orgullo personal y la bon-dad innata de esta gente1.

Estas líneas las escribió Milos Crnjanski en 1933, cuando inicia-ba, desde Madrid, su viaje por Es-paña. El párrafo citado pertenece al artículo titulado ‘Madrid’, que forma parte de una serie de repor-tajes escritos para el periódico Vre-me durante 1933 y 1934, publica-dos más tarde en el volumen de Relatos con el título ‘En el país de los toreros y el Sol’. Son palabras que viajaban conmigo cuando lle-gué a España. Crnjanski volvió a escribir sobre España, para el mis-mo periódico, en 1937, como co-rresponsal de guerra, desde las fi las del general Franco. También Espa-ña está muy presente en su novela Kap spanske krvi (Una gota de san-gre española), publicada en 1973, donde trata de la vida de la bailari-na Lola Montés.

La imagen del OtroNo exagero cuando afi rmo que he convivido con las frases de Crnjans-ki a lo largo de mis años de exilio en España. En mi adolescencia es-tuve profundamente impresionada con los relatos de viaje de Crnjans-ki, y con la literatura de viajes en general. Era la manera más sencilla de huir de la rutina diaria y de vivir la aventura de lo desconocido, lo diferente y exótico. Comprendí, con entusiasmo, por qué la literatu-ra de viajes tuvo tanto éxito en Gran Bretaña del siglo xix, situán-dose, detrás de la novela, como el género más leído por el público in-glés. La lectura de libros de viaje sigue siendo una de mis pasiones, pero se ha convertido en un ejerci-cio intelectual que tiene más que ver con la metaliteratura: con los ensayos sobre los libros de viaje. Como señala Maria Todorova, en su memorable libro Imagining Bal-kans2, ha nacido una nueva disci-plina –la imaginología–, que estu-dia la imagen del Otro. Se trata más bien de ensayos interdiscipli-narios: fi lósofos, historiadores, an-tropólogos, sociólogos se empeñan en descifrar qué hay detrás de la mirada del Otro. Esta moda hunde sus raíces en los siglos xviii y xix, los del nacimiento de disciplinas científi cas como la etnología y la antropología cultural, pero tam-bién está vinculada con la preocu-pación contemporánea por las identidades nacionales.

Sobre la literatura de viajes por los Balcanes y Serbia se ha escrito mucho; a parte del mencionado libro de Todorova, es muy conoci-do el de Vesna Goldsworthy3 (In-

venting Ruritania). La visión de Inglaterra en la literatura de viajes está plasmada con acierto en Voltairé’s Coconuts (titulado Anglo-manía en su versión española), del holandés Ian Buruma4. En Espa-ña, numerosos estudios tratan los libros de los viajeros españoles en Latinoamérica. Hispanomanía, un reciente ensayo de Tom Burns Ma-rañón, es un intento pionero en analizar la mirada del Otro puesta en España misma. De hecho, los libros citados sobre la literatura de viajes por los Balcanes, y la Hispa-nomanía de Burns Marañón me han servido a la hora de establecer un marco para situar las lecturas de Pla y Crnjanski. Intentaré exami-nar las visiones cruzadas de España y Serbia ofrecidas por los dos escri-tores en sus reportajes periodísti-cos, comparándolas con los tópicos sobre estos dos países en la literatu-ra de la época. Crnjanski estuvo en España entre 1933 y 1934, y en 1937. Pla estuvo en Serbia, prime-ro en 1924, y luego en 1928. Mi intención no es averiguar hasta qué punto las descripciones de ambos coinciden con la realidad política, social y cultural de la que informa-ban a sus lectores, pues no nos in-teresa aquí la verdad documentada de los historiadores. Más bien tra-taremos sobre la imagen que estos autores, a la vez literatos y perio-distas, han construido en los casos de España y de Serbia.

Biografías comparadasAnte todo, creo que conviene con-siderar algunos aspectos de las bio-grafías de ambos escritores, que a

veces coinciden de modo sorpren-dente. Ambos nacieron a fi nales del siglo xix: Crnjanski en 1893 y Pla cuatro años después, en 1897. Ambos murieron a la edad de 84 años. Comparten también una educación en colegios católicos: Crnjanski, en el de los franciscanos de Temisvar; Pla, en un colegio de maristas en Girona. Ambos quisie-ron ser médicos. Crnjanski inició los estudios universitarios para ello pero, después de la primera clase de anatomía se echó atrás. Lo co-mentó así:

“Pensando que toda mi vida iba a pasar entre este olor de muertos, salí de clase y nunca volví. Era frívolo, tal como sólo pue-de serlo un pajarillo o un poeta”5.

Sea como fuere, esta vocación juve-nil por la medicina denota una in-clinación hacia la observación de la vida, el dolor y la muerte que tiene una relación estrecha con la litera-tura y denota acaso la infl uencia de corrientes literarias del último siglo xix como el naturalismo, que tanto explotó los ensayos sobre medicina experimental de Claude Bernard (en España hubo en esa época gran-des novelistas como Baroja o Felipe Trigo, que ejercieron profesional-mente la medicina).

En el caso de Pla y Crnjanski, el periodismo fue un medio de ganar-se la vida, y la literatura una autén-tica pasión. Crnjanski llegó a traba-jar en las Embajadas del Reino de Yugoslavia en Berlín, Roma y Lis-boa. Pla intentó, a lo largo de toda su vida, convertirse en diplomático, pero nunca lo conseguiría. Com-partían, además, el amor por la lite-ratura francesa, por París y por Ita-lia. Ante las cuestiones políticas de

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1 Milos Crnjanski, Putopisi, I,II, Zaduz-bina Milosa Crnjanskog, Beograd, 1995, pág. I, 417.

2 Maria Todorova, Imaginig the Balkans, Oxford University Press, Oxford, 1997.

3 Vesna Goldsworthy, Inventing Rurita-nia, Th e Imperialism of the Imagination, Yale

5 Milos Crnjanski, Poezia, Prosveta, Beograd, 1966, U: ‘Komentari’, pág, 190.

University Press, New Haven & London, 1998.

4 Ian Buruma, Anglomanía, Una fasci-nación europea. Anagrama, Barcelona, 1999.

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su época, mantuvieron actitudes similares: durante la guerra civil es-pañola estuvieron contra los repu-blicanos. Pla emigró a Francia, donde trabajó para el servicio secre-to franquista. Crnjanski, en sus re-portajes de 1937, no ocultó su sim-patía por los militares rebeldes y su desprecio por los “rojos”, lo que po-siblemente tuvo algo que ver con su exilio en Londres al comienzo de la II Guerra Mundial. Un exilio que acabó en 1965 cuando decidió volver a Belgrado.

Entre 1920 y 1930, Pla y Crnjans ki pudieron conocerse en alguna de las ciudades en que coin-cidieron como corresponsales: en Berlín o en Roma, o quizá en París, donde, como escribe la biógrafa de Pla, Cristina Badosa6, éste asistía a tertulias de café frecuentadas tam-bién por varios yugoslavos. Com-partieron la pasión por el viaje y por un estilo de vida nómada. Las diferencias entre ellos, sin embar-go, fueron también numerosas, sobre todo en lo que se refi ere al temperamento y al carácter perso-nal. Sus estilos literarios son muy distintos. No los vamos a tratar, toda vez que carecen de relevancia para el tema que nos ocupa. Pero sí creo que es importante añadir a estos esbozos de dos intelectuales europeos de la misma época y for-mación semejante un hecho que infl uyó en sus escrituras y sus res-

pectivas actitudes morales y afecti-vas a la hora de describir las ciuda-des y los países que conocieron.

Crnjanski había nacido en un pueblo cerca de Temisvar, cuando este territorio pertenecía al Imperio austrohúngaro. De hecho, fue re-clutado en 1914 para el Ejército imperial, en el que luchó hasta 1916. Escribió siempre en serbo-croata. Aunque su obra capital, Mi-graciones, trata de uno de los acon-tecimientos históricos que más han infl uido en la conciencia nacional serbia, el gran éxodo de los serbios de Kosovo a Austria en 1690, Crnjanski consideraba que la unión de los eslavos no era una idea mala. Es inolvidable, desde esta perspecti-va, y quizás con una pizca de yugo-nostalgia, el poema que escribió en Zagreb, en 1918, titulado ‘A Yugos-lavia’. Sus traducciones de poetas chinos y japoneses, sus reportajes sobre España, Italia, Francia, Ale-mania y los países nórdicos, así como sobre las regiones de la anti-gua Yugoslavia demuestran una apertura al mundo y un cosmopo-litismo que choca, si lo compara-mos, con el nacionalismo catalán del primer Pla.

Éste llegó a ser el diputado más joven del partido nacionalista cata-lán, en 1923 y un estrecho colabo-rador con el más importante de los líderes catalanistas de entonces, Françesc Cambó. Pla había nacido en Palafrugell, cerca de Girona, que en esta época era uno de los pueblos más modernizados de España gra-cias a la industria del corcho, que

supuso un enriquecimiento rápido de la población local y el manteni-miento de importantes relaciones comerciales con Francia y otros paí-ses europeos. Sin embargo, tal como subraya otro de los biógrafos de Pla, Xavier Febrés, se refl eja en toda su obra, cuya edición, no com-pleta, alcanza 45 tomos, un especí-fi co localismo palafrugellense. Toda ella está íntegramente escrita en ca-talán7.

Es obvio que no fueron deci-sivos los talantes personales de Crnjanski y Pla a la hora de elegir el tema para esta pequeña investi-gación. El hecho de ser una serbia que vive en España me facilitó el conocimiento de lo escrito sobre ambos países. Los autores serbios no han tratado mucho el tema es-pañol. Jovan Ducic e Ivo Andric son una excepción en el siglo xx, tal como lo fueron Miguel de Una-muno y Blasco Ibáñez en España en lo que se refi ere a la materia ser-bia. El motivo principal para anali-zar las visiones de España y Serbia de los dos escritores reside en el he-cho de que ambos países, cada uno a su manera, han sido tratados en la literatura de viajes como anoma-lías europeas. Intentaré exponer hasta qué punto la visión de Pla y Crnjanski coincide con los tópicos más frecuentes sobre España y Ser-bia, tópicos que se crearon, como veremos, a comienzos del siglo xix

y que se perpetuaron hasta la se-gunda mitad del siglo xx.

El buen salvaje y el primitivoComo observa Tom Burns en His-panomanía:

“Los románticos crearon una imagen que condenaba a España a ser una reserva de nativos en la periferia de Europa, a caballo entre la indolencia y la militancia, que existía exclusivamente para el gozo lúdico de intrépidos viajeros de países supuesta-mente civilizados en busca de emociones fuertes”8.

De España se escribió que “era un país diferente” o “que español es el que no puede ser otra cosa”. La imagen de España como un país de primitivos en la periferia de Europa se moldeó desde comienzos del si-glo xix por viajeros británicos como Richard Ford y George Borrow; franceses como Victor Hugo y Th éophile Gautier, algún america-no como Washington Irving y has-ta por el conde polaco Jan Potocki. Borrow escribió de España que era un “país de todo o nada, con un pueblo que no conoce el término medio”. En la misma época en que Crnjanski estuvo en España, otro autor inglés, Gerald Brenan, vivía en Andalucía escribiendo acerca de “el admirable primitivismo que los nativos aborrecen”. Brenan confun-de el primitivismo y el exotismo español en su ensayo, entre auto-biográfi co y etnográfi co, Al sur de Granada, donde ofrece descripcio-nes de rebuscados ritos de raíces paganas, de supersticiones varias con hechiceras por medio y de la posibilidad de pagar en especie a Máxima, la puta del pueblo, por

6 Cristina Badosa: Josep Pla, Biografía del solitario. Alfaguara, Madrid, 1996.

7 Xavier Febrés, Josep Pla, biografía del gran tipo. Destino, Barcelona, 1997.

8 Tom Burns Marañón, Hispanomía. Plaza & Janes, Madrid, 2000, pág. 23.

Milos Crnjanski y Josep Pla

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DOS VISIONES DE SERBIA Y ESPAÑA

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sus servicios: con dos huevos o, cuando las gallinas no ponían, con uno. A Brenan le pareció perfecto que todos los habitantes de Yegen (el pueblo donde se alojaba), salvo el cura, el médico y un comercian-te, fuesen analfabetos. Apuntaba en su ensayo:

“Al ser campesinos españoles y católicos tenían detrás de ellos una vieja tradición y solía ocurrir que la viveza de su conversa-ción aumentaba en proporción inversa a la educación formal que habían recibido, porque entonces hablaban de lo que real-mente sabían”9.

El primitivismo de España en la literatura de viajes inglesa es el tópi-co más frecuente, además de su defi nición como un país exótico. Pero, realmente, lo exótico está pre-sente en toda la literatura de viajes. Representa la extrañeza que siente el viajero ante una cultura nueva y diferente; por tanto no vamos a darle un tratamiento específi co.

Otros de los autores anglosajo-nes más conocidos que escribieron sobre España en el siglo xx son George Orwell y Julian Bell, y, por supuesto, Ernest Hemingway. Los dos primeros formaron parte de las Brigadas Internacionales en la gue-rra civil española. Hemingway de-fendía la misma causa, pero traba-jaba como corresponsal de guerra. Orwell también llegó a escribir unos reportajes que están llenos de impresiones personales vinculadas con la guerra. De Julian Bell se conserva alguna de las cartas que dirigió a su famosa tía, Virginia Wolf (la cual, por cierto, era amiga de Brenan, al que visitó en su refu-gio andaluz). Julian murió en el frente al mes de llegar a España.

Quizá Ernest Hemingway fuera el escritor que más difundió la imagen tópica de España, entre los lectores del siglo xx, con sus nove-las Por quién doblan las campanas y Fiesta10. En la primera, Heming-way pone en la boca de uno de sus personajes la frase “España es el último buen país”. En Fiesta, iden-tifi ca “lo español” con la fi esta de los toros, y de paso defi ne el hom-bre español como un hombre de acción, independiente e indoma-

ble. La identifi cación de lo español con los toros y el baile fl amenco es posiblemente el tópico que sigue siendo más frecuente incluso hoy en día.

En lo que se refi ere a los Balca-nes, lo primitivo es el tópico que por excelencia se atribuye a este terri-torio. De hecho, pocos conceptos geográfi cos tienen una connotación política y sociológica como los Bal-canes. De los numerosos tópicos sobre los Balcanes que analiza en su insuperable estudio Maria Todoro-va trataremos los dos más signifi ca-tivos. El concepto de balcánico que no es lo mismo que balcanización, un derivado del término geográfi co que signifi ca sólo lo que suponía a comienzos del siglo xx; a saber, la cíclica destrucción de los grandes imperios y construcción de peque-ños Estados. Balcánico se ha conver-tido en el sinónimo de lo primitivo, tribal, subdesarrollado, bárbaro y sucio. Otro de los tópicos que siem-pre ha estado vinculado con los Bal-canes es el de que se trata de un te-rritorio donde reina la violencia atávica. Rebeca West comenzaba la relación de su viaje por Yugoslavia en los años treinta con la afi rma-ción: ‘‘Todo lo que sabía de los Bal-canes era la violencia”11. Violencia vinculada con atentados, guerras, revoluciones y contrarrevoluciones, robos. Parece que la violencia esta-ba vinculada con los Balcanes por el hecho de que estos formaban parte del Imperio otomano y se los cargaba con los prejuicios sobre la crueldad de los musulmanes. Pero desde el atentado contra el rey ser-bio Aleksandar Obrenovic y Draga Masin en 1903, la idea de que los balcánicos solucionan los proble-mas políticos con asesinatos se con-vertirá en un estereotipo perpetuo. Todorova afi rma además que los reportajes y los análisis políticos de los autores extranjeros sobre las úl-timas guerras en la antigua Yugos-lavia demuestran que la mayoría de ellos identifi ca lo primitivo y la vio-lencia con Serbia.

Como hemos visto, basándonos en los estudios de Burns y Todoro-va, lo primitivo es el tópico común

de España y Serbia. Larry Wolf, en su libro Inventing Eastern Europe, Th e Map of Civilization on the Mind of the Enlightenment12, anali-zó la fascinación que ejerció la idea de la Europa de Este en la imagina-ción de los occidentales durante la época de la Ilustración. Los viajeros del siglo xvii y xviii, los románticos y los ilustrados sufrían de una nos-talgia por la Naturaleza, y de un “malestar cultural” en general. Unos y otros consideraban que las convenciones sociales habían co-rrom pido al hombre, le habían vuelto hipócrita e insincero, obli-gándole a ocultar sus sentimientos espontáneos y alejándolo de las ver-dades simples y originales. Antes del siglo xviii, la cultura natural se atribuía a las sociedades lejanas y exóticas, a los pueblos salvajes, que vivían en América. Este salvaje no tiene nada que ver con el buen sal-vaje de Rousseau, que más bien es un paradigma antropológico.

El buen salvaje es el hombre que existía antes de la aparición de las sociedades. El primitivo ya en la Edad Media no era un salvaje, sino más bien “el hombre de la primera edad” que poseía un conocimiento directo de la esencia de las cosas y hablaba la lengua natural. El con-cepto de primitivismo aparece en la poesía inglesa de comienzos del siglo xviii. Esta literatura celebra lo primitivo, su vida simple y los patrones irregulares de acción es-pontánea, por oposición a la sofi s-ticación corrompida. Intenta de-mostrar que existe una ley natural y que ésta puede identifi carse de modo más patente en el corazón de un nativo no corrompido13. La obsesión por encontrar lugares donde no se viviera el malestar cultural despertó, entre los intelec-tuales de la época, un gran interés por los viajes en búsqueda de cul-turas primitivas. En la segunda mitad del siglo xviii, el espacio mítico de la vida inocente y la feliz existencia sin enfermedades de la civilización se acercó a Europa gra-

cias a estos viajeros, y se traspuso a la imagen idílica de la vida del campesino europeo. Al contrario de los hombres corrompidos que vivían en las ciudades, el campesi-no no habría perdido el contacto directo con la naturaleza.

Curiosamente, como hemos visto, España, aunque situada geo-gráfi camente en la Europa occiden-tal, fue el lugar donde los viajeros anglosajones del siglo xix y xx, en-contraron los primitivos, los cam-pesinos. Este hecho extraña más aún si se tienen en cuenta que, en el siglo xviii, Europa del Este y los Balcanes fueron el territorio por excelencia del descubrimiento de los primitivos por alemanes, italia-nos y franceses. El prerromántico alemán Johann Gottfried Herder, en su viaje por la Europa del Este en 1796, la identifi có como la re-gión de la barbarie, frente a los pue-blos civilizados que vivían en la Europa occidental. El primitivismo de los bárbaros del Este no tenía una connotación peyorativa para los románticos. Al contrario. Era el último paraíso, o como diría dos siglos después Hemingway refi rién-dose a España, era “el último buen país”. A comienzos del siglo xx, el concepto de lo primitivo que apa-rece en el discurso de los intelectua-les sobre los Balcanes refl eja que había perdido ya su connotación romántica, lo que no es el caso cuando se trata de España. El con-cepto de lo primitivo desde enton-ces hasta hoy en día, a parte de que se convirtió en el sinónimo de lo balcánico, signifi ca tribal, anti euro-peo y sobre todo anticivilizado.

Los relatos de Milos Crnjanski Lo primero que llama la atención en los relatos de Crnjanski, si lo comparamos con los autores an-glosajones, es la abismal diferencia entre ellos. De hecho, creo que se puede afi rmar que Crnjanski no les conocía. Él mismo sólo menciona como lecturas previas sobre España al escritor francés Maurice Barrés y su ensayo sobre Toledo. Al contra-rio que los ingleses, Crnjanski con-tinuamente insiste en que España es un país moderno, a pesar de que ha conseguido conservar su tradi-ción católica como huella de lo que fue un gran Imperio. Para Crnjans-

9 Ibídem., pág. 65.10 También la novela El verano peligroso

y varios cuentos cortos tratan de España.

11 Rebecca West, Cordero negro, halcón gris, viaje al interior de Yugoslavia, Biblio-teca Grandes Viajeros, Barcelona, 2001.

12 Larry Wolf, Inventing Eastern Eu-rope, Th e Map of Civilization on the Mind of the Enlightenment. Stanford University Press, Stanford, 2000.

13 Isaiah Berlin, Las raíces del romanti-cismo, edición de Henry Hardy. Taurus, Madrid, 2000. págs. 13 y 14.

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MIRA MILOSEVICH

73Nº 143 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

ki, España es un país diferente, es decir, exótico, si lo comparamos con otros países de la Europa occi-dental, pero innegablemente mo-derno. Su modernidad se manifi es-ta en una poderosa red ferroviaria, en buenos caminos, en su arquitec-tura urbana, en la presencia de mujeres trabajadoras en la vida pú-blica, en el desarrollo de las ciuda-des. Aunque no lo afi rma explícita-mente, Crnjanski parece sorpren-dido de que España sea un país moderno cuya gente ha consegui-do conservar la bondad y la espon-taneidad natural:

“Madrid, más vivo por la noche, deja la impresión de vida frívola, de hedonismo fácil. Una impresión, quizás superfi cial, que en principio puede desbordar a un extranjero. España, a primera vista, parece una isla para la diversión, un país feliz de los ex europeos, rico, alegre, brillante. Jun-to a ello, siempre se tiene la impresión de que en este país nunca grita nadie, ni se pega, ni suelta tacos”14.

Crnjanski nunca usó el concep-to de lo primitivo, y, como veremos, no es la tradición romántica lo que más marca su visión de España. Sin embargo, es cierto que defi ne a los campesinos como la mejor gente de España. Pero no admira su anal-fabetismo ni su cercanía a la natu-raleza. Tampoco le impresionan las supersticiones de los campesinos españoles, como ocurre en el caso de su contemporáneo Brenan.

“En Salamanca, Unamuno me había advertido sobre lo especiales que eran los campesinos españoles. Me habló del alma del campesino español, de su honradez y su voluntad de trabajar. Más tarde, los campesinos me parecieron lo mejor de Es-paña: orgullosos, silenciosos, sin pronun-ciar palabrotas, y sin un solo borracho en-tre ellos. [...] En todas partes el campesino es muy buen anfi trión, muy educado, si-lencioso y con autocontrol”15.

Lo que más impresionaba a Crnjanski era que los campesinos españoles parecieran tan civilizados: no bebían, trabajaban, eran muy bien educados, no se pegaban ni soltaban tacos. Sin embargo, las ca-racterísticas que atribuye al español en general están mucho más cerca de la idea de un tipo humano aún

incorrupto. Cuando escribe sobre Manuel Azaña, el presidente de la República, dice:

“Mientras Unamuno y Pío Baroja per-siguen sus molinos de viento y hablan de la triste y transparente exaltación de sus ner-vios, Manuel Azaña, como los campesinos que sacan vino del odre, escancia seca sabi-duría a todos que tienen sed de ella. El hombre español es sensible dolorosamente, Azaña nunca lo es; el hombre español tiem-bla de pasión, Azaña nunca lo hace. En Sevilla, un empleado del Archivo de Indias me dijo: ‘Azaña quiere gobernar sin cora-zón, España quiere sentir el corazón’. Yo pensé: sólo les falta esto”16.

La infl uencia romántica que se nota en los reportajes de Crnjanski es lo que siempre fue el meollo del romanticismo: la invasión de la vida por la novela. La visión de Es-paña de Crnjanski está profunda-mente marcada por la literatura española. En el último párrafo cita-do, la identifi cación de dos intelec-tuales celebres de la época con Don Quijote –los que persiguen sus propios molinos de viento– lo reve-la de un modo muy explícito. Sacar el vino del pellejo y la sabiduría na-tural que posee Sancho Panza en relación con su amo envenenado por las novelas caballerescas, según Crnjanski, corresponde a los cam-pesinos; y un presidente de la Re-pública sin corazón que no es, en fi n, lo que mayoría de los españoles quiere. De hecho, dedica un repor-taje entero a los burros, elogiando de este modo al pobre animal en el que cabalga Sancho Panza. Aquí se puede percibir el atributo románti-co de los campesinos, que son sa-bios por la propia naturaleza y por el hecho de que no persiguen mo-linos de viento, esto es, no están contaminados con sueños intelec-tuales. ¿Con qué identifi ca Crnjans-ki a España? Antes de responder a esta pregunta hay que subrayar que describió con un realismo insólito en él, con una mezcla de ingenui-dad y cinismo, la diversidad espa-ñola, las diferencias entre el Sur y el Norte, los problemas políticos del nacionalismo vasco y catalán. Para Crnjanski, España y español son sinónimos de sueño, melancolía, sensibilidad y sensualidad:

“La apariencia de frivolidad de los españo-les es un engaño. Al español, aunque sea un hombre de negocios, le gusta sobre todo el ambiente del sueño. Lleva en sí una gota de sangre árabe. A través del humo de los ciga-rrillos, hace sus cuentas y ve el dinero; para él toda acción es mental. Trabaja sentado. Toda la península pirenaica, a medio día, está mareada por el Sol y busca la sombra. En fi n, ¿para qué tener prisa? ¿No prueba acaso la historia del pasado de España que en este mundo todo es sueño? ¿Existe un pueblo en la tierra cuya grandeza se pueda comparar con este pasado? ¡Pero si el poeta más querido por los españoles escribió hace tiempo que la vida es sueño!”17.

Sabemos que la otra cara del sue-ño, la menos amable, es la muer te. Es un tema que siempre obsesionó a Crnjanski. En España parece que encontró cierta tranquilidad:

“Sobre la muerte, en España, lo que es más difícil, se aprende a pensar con naturalidad y sin rodeos. [...] La auténtica España es la melancolía y la muerte, las fl ores cuyo olor emborracha”18.

Las descripciones de todos los lugares de España en los que ha es-tado Milos Crnjanski están llenas de romanticismo literario. Son vi-siones profundamente románticas. Es capaz de acordarse de los versos del Don Carlos, de Schiller, cuando escribe sobre Aranjuez, aunque, como hemos visto, predomina la visión de Calderón de la Barca (la vida como sueño) y de Miguel de Cervantes. Para Crnjanski, Don Quijote y Sancho Panza son el pa-radigma de los españoles: intelec-tuales y campesinos. Aunque, como podemos deducir, no fue indiferen-te a la “tercera” categoría de la po-blación: los toreros y las bailarinas de fl amenco.

El tópico de España como país de la fi esta de toros está presente ya en el siglo xix. De hecho, Crnjans-ki da a la recopilación de sus repor-tajes sobre España, exceptuando los de la guerra civil, el título de En el país de los toreros y el Sol. Crnjanski tiene ante los toros una actitud des-concertada:

“Andalucía, en fi n, es la España que imagi-namos antes de venir a ella. Andalucía en la que se oye el ruido de las castañuelas, don-de vuelan las faldas de las bailarinas, como

las de Carmen, donde brilla el cuchillo y la sangre mancha la fl or del almendro. Donde las mujeres corren detrás de los toreros. Un espejismo de ópera. Hoy en día, lo primero que se nota es que Andalucía es el gran pro-blema agrario español”19.

En los reportajes que dedica a las dos tardes que pasó en la plaza de toros madrileña, trata de otro modo el tema taurino:

“Desde que entra en España, el viajero se da cuenta que a la mayoría de los españoles no le gusta que se les identifi que con la afi -ción de toros. Algunos creen que es una tradición antigua y muy fea20.

Para añadir luego algo sobre el mismo espectáculo:

“En la plaza reina un silencio absoluto. El pueblo, que conoce al toro muy bien, tal como el arte exuberante de su torero, está impresionado con la belleza de la imagen. El español, orgulloso, lleno de impulsos antiguos en forma de las mil caras que me rodean, está sentado e impresionado con este juego con la muerte, con los pasos tranquilos de valentía y la hombría elegan-te del torero. [...] Sin embargo, lo que falta en las corridas es el aire de las épocas ante-riores, las imágenes que hemos visto en la pintura de Velázquez y Goya. [...] La labor del torero, hoy en día, es una caricatura indecente del ímpetu donquijotesco”21.

Como vemos, otra vez Crnjans-ki compara lo que ve con lo que había imaginado antes de venir a España. Los toros no son lo que más le ha impresionado de España; y en esto no coincide con su colega, el corresponsal y escritor Heming-way. Tampoco con la defi nición del español que da éste como un hom-bre de acción, indomable. Su expe-riencia es otra. El meollo del espa-ñol lo ve de otro modo:

“Por primera vez he mirado de cerca el do-blamiento de los cuerpos, el ruido de los tacones, el temblor de los pechos que mue-ve a la bailarina española tal como el grani-zo sacude la fl or. Por primera vez intuí que este país moderno, que está hirviendo polí-ticamente, en su esencia es un país muy antiguo, y que su esencia está en el fuego, en la sensualidad, y en la tristeza del hedo-nismo. España entera en fl or”22.

Se podría hacer un estudio so-bre la fl or como metáfora en la

14 Milos Crnjanski, Putopisi, I, ob. cit. pág. 423.

15 Ibídem, pág. 484. 16 Ibídem, pág. 446.17 Ibídem, pág. 421.18 Ibídem, pág. 437.

19 Ibídem, pág. 474.20 Ibídem, pág. 408.21 Ibídem, págs. 408, 413, 414.22 Ibídem, pág. 428.

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DOS VISIONES DE SERBIA Y ESPAÑA

74 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 143

obra de Crnjanski. Las fl ores son lo más bello, lo más pasajero, sensual y poético que puede conocer un hombre. Por tanto, las usa con fre-cuencia como el símbolo de la vida y muerte y del dolor producido por ambas. Si las bailarinas de fl amen-co refl ejan la dolorosa sensualidad de los españoles, los toreros sólo tienen una pequeña parte de ello: son el espejo de la valentía y de la costumbre de pensar en la muerte. Porque la verdadera España está en la pasión y la sensualidad tan bien representadas por las bailarinas. En fi n, como vemos, se trata de la ima-gen de la gente no corrom pida por las convenciones de las grandes ciu-dades, que ha conservado la autén-tica vitalidad aunque no esté vincu-lada directamente con el campo y la naturaleza.

Los reportajes de Josep PlaEl estilo literario de Josep Pla es completamente diferente. Se trata de un escritor que rechazaba el ro-manticismo y el dramatismo y proponía el realismo como forma más adecuada a los nuevos tiem-pos. Aunque ambos escritores usan frecuentemente las metáforas sen-suales para hacernos más cercana la realidad, lo cierto es que Pla en sus reportajes no pone ni una piz-ca de romanticismo literario. Pero parece que no fue inmune a los tópicos creados en la época del Romanticismo sobre la Europa de Este. Desde los comienzos de los años veinte, Pla estaba obsesiona-do por realizar un viaje a Rusia: “A mí me tienta Rusia; no por Rusia precisamente, sino porque Rusia representa en Occidente lo contra-rio de la Democracia”23, escribió a un amigo. Cambien la palabra “democracia” por “civilización” y tendrán un viajero del siglo xviii infl uido por los relatos de Herder. Cuando fi nalmente realizó el viaje a Rusia, en 1924, y de paso visitó lo que él llamaba la Europa danu-biana (Belgrado, Viena, Budapest y Praga) afi rmó que este viaje le hizo entender dos cosas: que los eslavos vivían de ilusión y que te-nían una mentalidad extraña, en-tre infantil y alocada24. Crnjanski,

como hemos visto, dijo algo seme-jante sobre los españoles, aunque no de modo tan explícito. La bió-grafa de Pla, Cristina Badosa, sub-raya que el misticismo eslavo que se refl eja en la obra de Dostoievski le atraía independientemente de lo que pensara de los eslavos en gene-ral. De hecho, algunas de sus no-velas tratan de personajes en cuyo perfi l se nota la infl uencia del es-critor ruso. Aunque Pla había leído a Dostoievski y Tolstoi, su visión de las ciudades de la Europa danu-biana no está marcada por ellos. Es difícil saber si Pla había leído rela-tos de viajes sobre la Euro pa del Este. Pero, desde luego, compartía plenamente los tópicos y prejui-cios de sus contemporáneos sobre los Balcanes.

En 1928, cuatro años después de su primera visita a Belgrado, Pla escribió una serie de artículos sobre Europa de Este y los Balcanes para el periódico madrileño El Sol. Se trata de un conjunto de unos cua-renta artículos que más tarde, en su obra completa, apareció bajo el tí-tulo de Cartas europeas. Pla cree en la diferencia radical entre las dos Europas, la del Este y la Occiden-tal. Sin embargo, lo que más sor-prende en sus reportajes es su clara conciencia de lo que subyace en el estereotipo de lo balcánico:

“El adjetivo ‘balcánico’ ha sido aceptado por muchas lenguas europeas para signifi -car un determinado estado social y unos determinados métodos políticos. Como todos los buenos adjetivos, éste es un poco difícil de explicar. Todos estos países tienen su Constitución, su Parlamento, sus parti-dos políticos –que se apellidan a sí mismos democráticos, radicales y hasta socialistas–; tienen, en una palabra, las mismas institu-ciones que los pueblos más cultos. La sin-ceridad de estas instituciones no se puede poner en duda; pero lo cierto es que para-lelamente a ellas subsisten métodos de sen-tido absolutamente contradictorio. [...] Subsiste, y tiene un gran prestigio, la vio-lencia como forma casi normal de la lucha política; el terrorismo en los Balcanes tiene, en efecto, una larga tradición ininterrum-pida. [...] En los Balcanes no hay más que problemas de patriotismo y de imperialis-mo. No hay, pues, política, en el sentido occidental de la palabra; no hay más que núcleos de patriotismo que intermitente-mente estallan con más o menos violencia. Y lo que se llama el peligro balcánico no es

más que esto: las complejas difi cultades para encuadrar dentro del sistema de los intereses europeos las luchas de estos nú-cleos y de estos pueblos”.25

Pla estuvo en Belgrado cuando el croata Stjepan Radic fue herido en el Parlamento yugoslavo. Este hecho parece que le confi rmó lo que pensaba de los Balcanes. Pla simpatizaba abiertamente con la causa croata. Defi ne a Croacia como un país católico que formaba parte del Imperio austrohúngaro y que, por tanto, a lo largo de su his-toria, recibió una “infl uencia posi-tiva”. A Serbia la identifi ca plena-mente con los Balcanes y con el orientalismo otomano. Se muestra comprensivo con el antiserbismo croata y con los gritos que oyó en las calles de Zagreb: “¡Viva Austria y muera Serbia!”26. Para Pla, lo pri-mitivo es sinónimo de violencia y suciedad, pero también de inma-durez política en comparación con los países occidentales.

“Belgrado, como todas las ciudades es-lavas que conozco –como Praga, como Var-sovia, como Moscú–, tiene un olor seme-jante al de un rebaño de carneros. En estas aglomeraciones, sobre todo en los barrios más populares, siempre me ha parecido sentir un tufi llo lanar. Es un olor caliente –más aireado que el que despide una cua-dra–, como de incubadora; un olor mezcla-do de sudor humano, de polvo, de rastrojo y de muchedumbre amontonada. Quizás contribuye a esta sensación el aspecto mo-nocromo, gris, informe, la inexpresividad de los ojos claros, el color mantecoso de la piel y los cabellos castaños, mates y como sucios del material humano. Todo indivi-duo de raza relativamente pura –un germa-no, un eslavo– lleva en sí lo que podríamos llamar la marca multitudinaria”27.

Belgrado no deja de ser una ciu-dad-paradigma del primitivismo de los serbios. Está claro que en su percepción de lo primitivo no hay ninguna huella del signifi cado de este término en la época del Ro-manticismo. Al contrario, tiene una connotación peyorativa, la del co-mienzos del siglo xx:

“Las calles que pasan entre casas producen

la impresión provisional que debieron ha-cer al ser construidas hace ciento cincuenta años. Muchas casas dan a la calle, pero de tanto en tanto hay un portal que conduce a un patio interior. Estos patios tienen un aspecto campesino, y dentro de ellos viven en espesa promiscuidad la pobre gente, los animales domésticos, las caballerías y estos carros rusos de cuatro ruedas bajas, sin muelles, estrechos y largos”28.

Se pueden cuestionar los prejui-cios que Pla tiene sobre los eslavos y la Europa de Este en general pero desde luego no su estilo realista, que, a fi n de cuentas es el más apropiado para los reportajes pe-riodísticos.

Es oportuno acordarse del autor búlgaro Ivan Sismanov que ya en el siglo xix estudiaba los libros de via-je y observaba, no sin buen sentido de humor lo siguiente:

“Es muy interesante cómo la forma de narrar frecuentemente refl eja las caracterís-ticas nacionales de los viajeros. Un alemán, ante todo, apunta todo lo que ha comido y bebido, dónde encontró buen vino, dónde la gente que viajaba con él se enfermó por comer demasiada verdura, etcétera. El fran-cés –toujours galant– graba su nombre en las monedas de plata y las regala como re-cuerdos a las mozas; el inglés, el leal hijo de Albión y discípulo del Richardson senti-mental, no deja de apuntar el precio de ciertas propiedades, aunque al mismo tiem-po está profundamente impresionado por la naturaleza de los Balcanes”29.

Pla y Crnjanski nos han ofreci-do unas miradas al Otro muy parti-culares y personalizadas. No los podemos defi nir en la clave de los típicos viajeros de sus respectivos países, si tal cosa existe. A pesar de que se trata de dos miembros de las élites intelectuales española y ser-bia, esto no les libró de tener sus personalísimos prejuicios, que con-dicionaron decisivamente sus visio-nes de España y de Serbia o, si se prefi ere, sus construcciones imagi-narias de ambos países. ■

Mira Milosevich es doctora de Estudios Europeos. Autora de Los tristes y los hé-roes. Historias de nacionalistas serbios y El trigo de la Guerra. Nacionalismo y violen-cia en Kosovo.23 Cristina Badosa, ob. cit. pág. 43.

25 Ibídem, págs. 301-304.26 Ibídem, pág. 307.27 Joseph Pla, Cartas europeas, Crónicas

en El Sol, 1920-1928. Destino, Barcelona, 2001, pág. 321.

28 Ibídem, págs. 321-323.29 Maria Todorova, ob.cit, pág. 201.24 Ibídem, pág. 92.

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Alberto Elena, Ciencia, cine e historia. De Méliès a 2001.Alianza Editorial, Madrid, 2002

Las dentaduras postizas del cineEl cine parece tan plenamente moderno en la actualidad que apenas podemos pensar se haya podido internar en las tinieblas de la tradición. El cinematógrafo fue el gran logro del progreso ex-puesto, junto a los rayos X, en la Exposición Universal de París de 1900. Tan dispuesto hoy a diver-tir, a entretener o a amedrentar, casi no vislumbramos un cine catártico desde sus inicios, de temores, inquietudes y terrores genuinos frente a la ciencia y la técnica. Menos sospechamos la existencia de un cine desde sus orígenes tendente a sofocar al es-pectador ante los peligros y ries-gos de la modernidad. Actual-mente, somos muy conscientes de las utopías negativas que nos acechan en un futuro próximo, ya sea con la versión cinema-tográfica de 1984 (1949) de George Orwell –angelical ame-naza, dado lo visto– o de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Blade Runner) (1968) de Phi-lip K. Dick. La ciencia no tiene hoy buena reputación en el cine. Jean Renoir diagnosticó magis-tralmente, nos recuerda Elena, una “dictadura del progreso” al servicio de los grandes intereses económicos de los poderosos, en Le déjeuner sur l´herbe (1959). Pero suponemos que las luces del cine debieron contribuir en los orígenes de aquel invento a impulsar o adornar el desarrollo hacia nuestras sociedades con-temporáneas. ¿Acaso la mala imagen actual de la ciencia en el cine vino de la saturación del

progreso? Parece más bien que el progreso científico y tecnológi-co siempre estuvo bajo sospecha cinematográfica. Así lo demues-tra Ciencia, cine e historia. De Méliès a 2001, de Alberto Elena. A pesar de que el cine incorpo-ra a la ciencia y la técnica en sus logradas proyecciones y secuen-cias, guardó serias dudas sobre el progreso desde sus inicios. Las luces del cine alumbraron las sombras, paradojas, inquietudes y monstruos surgidos en torno al progreso científico y técnico. El cine, como otros bienes socia-les recientes, reflejó siempre una tensión entre modernidad y tra-dición, no resuelta entrada ya la segunda parte del siglo xx.

A alguien tan poco sospechoso de complacencias con la moder-nidad como Kafka se le atribuye haber manifestado algunas de las paradojas y tensiones con las que surge el cine. El autor de El proceso (1925) decía haber visto dos de las películas de Chaplin y haber percibido la desesperación de su comicidad. Para Kafka, el director de Tiempos modernos (1936), y el cine en general, re-flejaban una mezcla de técnica y dentadura de fiera para destripar la invariabilidad de lo mediocre. La imaginación del cine y de las películas de Chaplin, en particu-lar, surge, para el judío de Praga, de un mundo técnico donde se ha perdido el sentimiento y la imaginación para devorar la rea-lidad con los dientes naturales. Hacía falta fabricar dentaduras postizas, prótesis, fabricadas por un técnico dentista, para poder apoderarse de la vida que les fue prestada a los hombres moder-nos. A Kafka, la comicidad le parecía un tema todavía mucho más serio que a Chaplin. A am-

bos les planteaba serias dudas la conveniencia de la modernidad para el desarrollo de los indivi-duos. Un mundo mecanizado iba a someter a los hombres a una administración del trabajo diseñado por la ciencia y la téc-nica modernas. Pero a Kafka el cine le parecía ser parte de esta dominación técnica de los indi-viduos en el mundo moderno. Prefería, incluso, no ir al cine. A pesar de ser un “juguete extraor-dinario”, el cine creía impedirle la mirada. Demasiadas imágenes a tal velocidad obligaban al ojo a un ritmo de vistazo rápido. La desnudez del ojo se trasformaba en un ojo y una conciencia uni-formados. Si “el ojo es la venta-na del alma”, según el proverbio checo, “las películas son contra-ventanas de hierro” para el au-tor de La metamorfosis (1915). Pero, a pesar de que el cine haya sido un producto tan moderno, sujeto a esas mismas aporías del progreso, también pudo sostener una tensión crítica con su propio tiempo1.

Ciencia, cine e historia. De Méliès a 2001, de Alberto Elena, pone de manifiesto una mirada recelosa del cine, desde sus oríge-nes hasta mediados del siglo pa-sado, hacia la ciencia y la técnica que estaban emergiendo como plena cienciamaquia. El cine es un documento extraordinario para comprender el pensamiento social de las sociedades contem-poráneas. Es el vehículo priorita-rio de los símbolos y ritos con-

figuradores de la experiencia de su época. Aparece como el espejo y la proyección de las formas de pensar, sentir y experimentar no sólo de sus creadores sino tam-bién del patio de butacas. En es-te sentido, Alberto Elena, con la pulcritud de un “archivista” que refleja cada documento fílmico, ha realizado una selección com-pleta –de Le voyage dans la Lu-ne (Francia, 1902) de Georges Méliès a 2001: A Space Odyssey (Estados Unidos, 1968) de Stan-ley Kubrick– de las visiones más variadas de la ciencia y la técnica reflejadas en el cine. El resulta-do es un calidoscopio sin lagu-nas donde las imágenes sobre la ciencia son más inquietantes que complacientes. Aunque haya lu-gar para las visiones más preme-ditadamente optimistas, hasta el propagandismo, y. también, para las más monstruosas. El cine es un medio privilegiado para refle-jar lo monstruoso, si atendemos a esa etimología recordada por Mi-chel Tournier en Le Roi del Aul-nes (1970) –también llevada al cine por Volker Schlöndorff– de lo monstruoso como aquello que se muestra o se da a la observa-ción de todos. En otro lugar, Ele-na señala cómo la traición de un operador a su jefe médico sim-bolizó bien pronto el giro que el cine iba a experimentar del docu-mento científico al de más mor-boso entretenimiento. El hábito de filmar sus operaciones qui-rúrgicas, con fines divulgativos le llevó a un médico –Eugène-Louis Doyen– a inmortali zar la separación quirúrgica de dos sia-mesas en 1902. Pero su cámara de confianza –Parnalad– robó las imágenes con algo más que una ambición cinematográfica irre-frenable y alteró drásticamente su

76 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 143

C I N E

APENAS FUIMOS MODERNOSHistoria, ciencia y cine

JULIÁN SAUQUILLO

1 Gustav Janouch, Gesprache mit Ka-fka, S. Fischer Verlag GmbH, Frankfurt am Main, 1968 (trad. cast. Rosa Sala, Conversaciones con Kafka. Notas y recuer-dos, Ediciones Destino, SA. Barcelona, 1997, 350 págs., págs. 270-273.).

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función para exhibirlas con gran éxito y pingües beneficios en las barra cas de las ferias populares. Parnalad perdió un juicio pero quedó inmortalizado como un pionero de los realizadores para el gran público. Aún a costa de estas desgraciadas hermanas2. Si “los sueños de la razón produ-cen monstruos”, este libro de Elena tiene los suyos muy desta-cados, sobre los que volveré, en El doctor Frankenstein (Estados Unidos, 1931) de James Wha-le y en Gojira (Japón, 1954) de Inoshiro Honda.

La nostalgia de la tradiciónCon frecuencia coincidimos en dar por sentados ya dos siglos de modernidad; sin embargo, los rastros de sospecha antimo-derna, críticos de la ciencia sus-

tentados en la nostalgia de unas tradiciones que ineluctablemen-te habían de desaparecer rápi-damente, perduran tenazmente durante el pasado siglo en las manifestaciones colectivas más variadas: de la crítica a la racio-nalización democrática hasta la instrumentalización de la ac-ción colectiva por el progreso científico y técnico. Este am-biente cultural de tensión entre la tradición y la modernización –del que se hace eco, sin duda, Elena en su interpretación de la visión cinematográfica de la ciencia– es analizado por el his-toriador Peter Gay a través del éxito social de una novela y tres películas: La montaña mágica (1924), de Thomas Mann; El ángel azul (1931), de Josef von Sternberg; El gabinete del doctor Caligari (1919), de Robert Wie-ne, y Metrópolis (1927), de Fritz Lang –estas dos últimas también analizadas en Ciencia, cine e his-toria. De Méliès a 2001–. En definitiva, Gay intenta indagar en cuáles son las causas socia-

les y culturales de que la obra mayor de Mann fuera recibida en 1924 con nada menos que 50.000 ejemplares vendidos. Si así fue es porque esta obra, como las películas por él reseña-das, reflejan una tensión entre tradición y modernidad, entre racionalidad e irracionalidad, arraigada en la sociedad, que acabaría en la reivindicación atávica del nazismo.

En plena crisis cultural y constitucional de la tradición liberal, todas estas magníficas obras reflejan el apoderamiento de lo racional por lo irracional: ya sea porque la enfermedad no se cura sino que se cataliza y es más atractiva que el mun-do sano en las gélidas montañas nevadas; porque la flor del mal en un cabaret puede esclavizar al más probo y vocacional pro-fesor; porque el médico acabe loco en los sortilegios de los ins-tintos asesinos propios y de su sonámbulo compinche; o por-que cualquier rebelión de los trabajadores no pueda finalizar sino en la reconciliación cor-porativa que garantiza una di-visión social ineludible entre el mundo del lujo y el de la escla-vitud más indigna. Las juventu-des nazis reivindicaron una vida natural y espontánea, cercenada por el peso de una cultura vieja; pero bajo la reivindicación de lo irracional reapareció la más siniestra violencia. Una lucha juvenil contra el padre maso-quista y agotado finalizaría en la venganza histórica del padre sádico implacable.

Las primeras revueltas con-tra la vida mecánica, científica y tecnológica, impulsada por la modernización, acabarían en un reforzamiento de la dominación

tecnológica y científica, destruc-tiva de la vida, en una gigantes-ca maquinaria de guerra y una solución final de eliminación de una raza3. Siegfried Kracauer traza, de forma inolvidable, en De Caligari a Hitler. Una his-toria psicológica del cine alemán (1947), la trayectoria de este proceso social en el cine4. Al-berto Elena, en semejante línea argumental, pone de manifiesto en alguno de los pasajes del li-bro las ambivalencias del cien-tífico Koch, innovador y aliado del pueblo que cumple el des-tino trazado por Hitler como “representante del pueblo” y no sólo como “inventor”. Koch se erige en Führer, imparable ante los obstáculos, orgullo de la raza de la que es feliz hijo, frente a las difamaciones de la burguesía oscurantista y socialdemócrata que le considera enemigo del pueblo (Robert Koch, el vencedor de la muerte, de Steinhoff –Ale-mania, 1939–). Entre tradición y modernidad, el cine alemán de la época, como el nacionalso-cialismo que irrumpe entonces, reflejan todo género de ambi-güedades entre la conservación y el cambio5.

77Nº 143w ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

2 Alberto Elena, ‘De Méliès a Termi-nator: imágenes de la ciencia en el cine de ficción’, Arbor, núm. 569 (Las imagines de la ciencia en el cine de ficción, Alberto Elena –comp.–), tomo CXLV, mayo de 1993. Madrid, 154 págs., págs. 9-16.

3 Peter Gay, Weimar Culture (trad. cast. Nora Catelli, La cultura de Weimar, Argos Vergara. Barcelona, 1984, 219 págs., págs. 135-142 y 156).

4 Siegfried Kracauer, From Caligari to Hitler, Princeton University Press, Prin-ceton, 1947 (trad. cast. Héctor Grossi, De Caligari a Hitler. Una historia psico-lógica del cine alemán, Paidós. Barcelona, 1961 (1ª ed. 1985, 1ª reimpresión 1995), 349 págs).

5 Lotte H. Eisner, L´Ecran Démonia-que. Les influences de Max Reinhardt et de l´Expressionisme, Editions du Terrain Vague. París (trad. cast. Isabel Bonet, La pantalla demoniaca. Las influencias de Max Reinhardt y del expresionismo, Cáte-dra. Madrid, 1988, 275 págs.).

M. Curie y Ramón y Cajal

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Puede que aquellos recelos cinematográficos hacia la cien-cia puedan ser vistos hoy con una perspectiva crítica, muy racional, hacia los mayores des-manes de la ciencia y la técnica en la vida cotidiana, a la vista de las propias contradicciones del progreso. Pero no deja de ser una retroproyección de nuestros intereses críticos más genuinos en la historia del cine. La crí-tica a la ciencia que podemos observar en el cine es una des-confianza tradicional (incluso reaccionaria), bajo diagnóstico prospectivo y no retrospectivo de las limitaciones de la ra-cionalidad instrumental en la sociedad moderna. El método historiográfico de Alberto Elena no incurre en esta retroproyec-ción pues realiza una interpreta-ción pulcra de los documentos visuales sin forzarlos a decir lo que no pueden expresar. Hay un discurso que atraviesa todo el libro de desconcierto hacia el papel de los científicos y de la ciencia en la historia. Pero los documentos son expuestos junto a su contexto histórico y sus circunstancias políticas o económicas, sin forzar la inter-pretación más allá de lo que le llevaría del rigor al efectismo. Aparecen las espurias razones de los productores en un cine pu-blicitario o de campaña, las es-tructuras corruptas de elabora-ción de la ciencia, los caprichos del “sabio loco”, el consuelo de un cine con un pueblo dolido por los bombardeos, los mitos y símbolos científicos con su re-currente utilización para dirigir a la población en un sentido o en otro ... sin que al lector se le vaya “instruyendo” en una dirección o en otra sino, más bien, acompañándole en la vi-sión de esos documentos.

En todo caso, Alberto Elena muestra su método desde las primeras páginas. El cometido que se plantea consiste en recu-perar los símbolos y arquetipos populares de la ciencia y la téc-nica. Para ello, es consciente de que ha de realizar una inmer-sión en arquetipos sociales que no se encuentran en las revistas

y libros especializados sino en documentos más propios de la cultura popular. Existen otras incursiones en la interpreta-ción cinematográfica, relativas a otras formas de saber. Entre nosotros, Antonio Serrano ha indagado cuál es la imagen del derecho y del poder en el cine expresionista en El poder y la justicia en su representación fíl-mica. A propósito de una obra de Fritz Lang, un análisis, sobre todo, del papel de M, el vam-piro de Düsseldorf (1931) en la República de Weimar6. Con similares intenciones metodo-lógicas y con una sugerente vi-sión interdisciplinar, el cine de ciencia-ficción se revela como un material de primer orden y un documento casi inédito por interpretar, minuciosamente analizado en Ciencia, cine e his-toria. De Méliès a 2001. Para la extracción de estos arquetipos populares, Elena se sirve de una antología muy bien selecciona-da de películas de ficción. Sería ingenuo suponer una imagen de la ciencia y la técnica promovida por los realizadores a espaldas de los espectadores, del público consumidor. Este libro siempre manifiesta la trama de intereses económicos de los productores, completamente dispuestos a descubrir un mercado amplio para sus producciones o a evitar cualquier sutileza de guionistas que supongan un obstáculo a las ganancias. Aldous Huxley y F. Scott Fitzgerald, nada menos, son convenientemente elimina-dos expeditivamente del primer plan de trabajo como guionistas de la vida de Eve Curie por la Metro Goldwyn Mayer, ya que no se adaptaron a los patrones rentables de una convencional historia de amor (Madame Cu-rie, de LeRoy –Estados Unidos, 1943–). Estaban en juego las relaciones extraconyugales de la científico en un relato más o menos heroico. Dado que el

cine fue fiel reflejo de los gustos populares, con alguna pequeña cuota de originalidad que res-tara rutina y dotara al filme de capacidad de sorpresa, el cine de ficción resulta un documen-to muy fiable, y nada errático, como reflejo de los arquetipos populares de la ciencia. Sería inútil buscar la imagen popular de la ciencia y de los científicos y tecnólogos en las revistas y libros especializados, sencilla-mente –subraya Elena– porque éstos no se difunden y circulan sólamente entre el público de cultura media o alta.

La democratización del horrorLa imagen popular de la ciencia en el cine no es homogénea o unilateral. La visión que ofrece esta amplia antología es muy variada pues junto al “sabio lo-co” aparece el científico abnega-do y entregado al progreso de la humanidad. Si bien uno de los mayores hallazgos de Elena es haber mostrado el predominio de una imagen negativa de la ciencia y la técnica en el cine. Una imagen que adquiere tin-tes todavía más oscuros desde la década de los sesenta y que se radicalizará en los ochenta con los blade runners, robocops y terminators. Cada vez se produ-jo un mayor acuerdo social en torno a invenciones científicas que auguraban consecuencias devastadoras7. Si la primera in-mersión en el cine mudo o en el cine antiguo podía mostrar unos arquetipos y símbolos inscritos en la nostalgia de la tradición en una modernidad lentamente emergente, entrada la segunda parte del siglo xx las causas han de ser otras. Si apenas hemos si-do modernos alguna vez, si casi nunca confiamos en la ciencia y la técnica fruto del progreso, Elena deja abierta la interpre-tación de este malestar ante la ciencia en manos de sociólogos e historiadores. A conclusión

tan negativa no le ha llevado ningún propósito militante o comprometido. El cometido de Ciencia, cine e historia. De Méliès a 2001 no es reformador o crítico de la imagen negati-va de la ciencia en el cine sino descriptivo en el sentido más plenamente historiográfico. Sin embargo, la estrategia expresa del libro de “profundizar en el conocimiento de la imagen pública de la ciencia y de los científicos” revela una causa de desazón de la opinión pública sobre el papel de la ciencia y la técnica en las sociedades con-temporáneas.

Javier Ordóñez ha observado algunas de las causas sociales de este recrudecimiento de la in-quietud social ante la ciencia en la década de los cuarenta, refle-jada en el cine desde finales de los sesenta. Hasta la Segunda Guerra Mundial, todavía existe un arte de la guerra que como tal arte subraya la habilidad de los personajes y los estrategas militares en vez del pertrecho tecnológico para enfrentarse al enemigo. La ciencia y su aplica-ción técnica se basa en leyes ge-nerales falsadas que responden a las situaciones contingentes; en cambio, el arte busca una so-lución inédita en cada ocasión particular mejor o peor según la categoría de quien se enfrente al momento singular. La Primera Guerra Mundial dejó impresa en la mente de los científicos y en los planificadores de las gue-rras la expresión gráfica “gran arma”, con su consiguiente y urgente necesidad de encon-trarla. El “gas” letal de destruc-ción masiva es este “póquer de ases mortal” –la expresión es mía– que estimuló un esfuerzo más denodado, tras la prime-ra Gran Guerra, de lograr una “gran arma” definitiva. Hasta la década de los cuarenta, señala Ordóñez, pocos hubieran pre-ferido defenderse y atacar con el telégrafo óptico en vez de contar con Napoleón al lado; o con el colt en vez de con los estrategas norteamericanos que ganaron la guerra a México. Veinte años después de la finalización de la

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6 Antonio Serrano, La imaginación del poder. Dos estudios de metodología de las formas jurídico-políticas, Universidad de Zaragoza. Zaragoza, 1988, 69 págs., págs. 7-27.

7 Ana Albertos, ‘Ciencia y desastres nucleares. El juego de la guerra’, Arbor, núm. 69 (Las imágenes de la ciencia en el cine de ficción, Alberto Elena –comp.–), op. cit., págs. 69-91.

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primera Gran Guerra, el proyec-to Manhattan de fabricación de la bomba atómica –un esfuerzo científico por “democratizar el horror”– y los proyectiles V1 y V2 apuntan la senda hacia un plan científico y bélico que, después de la Segunda Guerra Mundial, se conocería como la “Big Science”. A partir de la década de los cuarenta, aparece, consiguientemente, la imagen popular del físico como “sabio atómico y experto en proyecti-les”8. De tal forma que las to-davía tradicionales imágenes del “sabio loco” y del “sabio abne-gado”, junto al “sabio atómico”, son las incorporaciones más se-ñeras del científico como arque-tipo social y cinematográfico.

Friedrich Dürrenmatt, en Los físicos (1962-1980), imagina el encierro psiquiátrico volunta-rio de unos supuestos Newton, Einstein y Möbius, conscientes de la capacidad destructora de sus inventos científicos y sabe-dores de que la máscara de su locura es la única que puede li-berar a la humanidad de la sin-razón global de una destrucción final del planeta. Ni la locura voluntaria les salva finalmente del aprovechamiento político y económico demoledor de sus hallazgos por unos muy lúcidos personajes sin escrúpulos. Esta “comedia negra” se ha cumplido puntualmente en nuestra histo-ria reciente sin atender a un sa-bio corolario del escritor suizo:

“El contenido de la física concierne a los físicos, sus repercusiones a todos los hombres”.

El “científico loco” es, en mi opinión, una metáfora, un tro-po que traslada el sentido recto al sentido figurado de la expre-sión. Tras la expresión “cientí-fico loco” se encuentra toda la desmoralización social ante unas estructuras científicas tanto más concentradas como opacas a la opinión pública. El arraigo co-

lectivo de la imagen del “cientí-fico loco” como placer, inquie-tud, temor, comicidad refleja el malestar ante unas oligarquías políticas y económicas, ante el diseño de las actividades cientí-ficas cada vez más opuestas a los intereses de la colectividad. El “científico loco” es la metáfora de una ciencia y una técnica sin control público, encarnación plástica de todo tipo de riesgos sociales. Alberto Elena recuerda, en este sentido, la secuencia de Peters Sellers, en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964), in-terpretando a un frenético sabio loco que cloquea de deleite y pasa por súbitos espasmos ante el advenimiento del holocaus-to y el pronunciamiento de la expresión “matanza”. No sabe-mos qué nos depara la ciencia en manos –pocas– de tamaños locos. Quizá, la historia no nos haya mostrado lo peor. Pero po-co después de la primera Gran Guerra, ya el cine anuncia una familiar alianza entre el crimen y la ciencia de la que no se libra-ría ni el mismo Heisenberg, ni el propio Frege, tan realizados ambos dentro del nacionalso-cialismo.

Parábola del “superhombre” del mal, Mabuse anuncia toda la gama de instrumentos de terror, incluida la suspensión hipnótica de la conciencia de los individuos, que materializa después la algarada nazi. El doc-tor Mabuse (Alemania, 1922), de Fritz Lang, tal como señala Elena, explora el ambiente de la crisis social de la Alemania de posguerra a través del ase-sino Mabuse. El narcisista y camaleónico Mabuse es juga-dor y actor pero sobre todo un campeón del terror sistemático –científicamente y tecnológi-camente calculado– en una so-ciedad caótica y anárquica. De esta forma, supongo, aunque el cometido de Alberto Elena es estrictamente historiográfi-co, Ciencia, cine e historia. De Méliès a 2001 destila una tesis sociológica o politológica bas-tante diáfana: el cine “arregla o salda” viejas cuentas con la cien-cia. El lector va a disfrutar al ver

cómo el cine ha servido, en mi opinión, de vehículo popular de una protesta airada contra una ciencia concentrada en muy pocas manos. La propia dedica-ción de Alberto Elena, ya muy dilatada, a la historia del cine latinoamericano y del tercer mundo9 le facilita no trazar su antología como una miscelánea reducida al cine norteamericano –lo que llama irónicamente el “Panteón fílmico”– sino buscar la imagen popular de la ciencia en el cine, también, periférico.

Un nuevo archivo del cineUna interpretación sociológica del libro como la pedida por el autor debe considerar las causas sociales de un malestar en la ciencia reflejado en su antología de películas. El libro subraya muy variados síntomas de este malestar, reflejados por sus rea-lizadores entre el humor, la sáti-ra y el espanto: pomposas cere-monias de lanzamiento de pro-yectiles y recibimientos ridículos de héroes rodeados de científi-cos con sombreros de copa y azafatas en traje de baño raya-dos [Le voyage dans la Lune, de Méliès (Francia, 1902)]; la auto-ridad del psiquiátrico ejercida por un loco con distinguido as-pecto académico y burgués [El gabinete del doctor Caligari, de Wiene (Alemania, 1919)]; las cámaras de televisión que todo lo observan en un avanzado pa-nóptico, que anuncia una “cul-tura de la vigilancia”, rayos des-tructores contra los símbolos

del desarrollo y el progreso cívi-co [París dormido, de René Clair (Francia, 1923)]; la mitología del maquinismo [La inhumana, de L’Herbier (Francia, 1924)]; el divorcio de ciencia y revolu-ción [Aelita, de Protazanov (Unión Soviética, 1924)]; la confianza ciega en la produc-ción económica como clave po-lítica racionalizadora que evite el colapso económico y el con-flicto social, así como la implan-tación del orden y la jerarquía disciplinarias en una sociedad orgánica [Metrópolis, de Lang (Alemania, 1926)]; la discusión del estatuto científico del psi-coanálisis [Secretos de un alma, de Pabst (Alemania, 1926)]; la lucha y la demonización de las enfermedades ya fueran la tu-berculosis o el alcoholismo [La terrible lección, de Delgado (Es-paña, 1927)]; los riesgos de la tierra venidos de un eventual choque de un cometa sin previ-sión alguna de esta amenaza por los capitalistas, sordos a cual-quier sensibilidad espiritual y toda fe que profetice el fin de la humanidad traído por el pro-greso ciego [El fin del mundo, de Gance (Francia, 1930)]; el monstruo convertido en un congénere creado por una cien-cia fáustica que desafía a la divi-nidad [El doctor Frankenstein, de Whale (Estados Unidos, 1931)]; la dialéctica entre la na-turaleza sexual espontánea y la represión puritana, encarnados en la misma persona, bien co-mo la bestia diabólica, bien co-mo el fiel ejemplo de la atmós-fera moral represiva de la época, construido por una ciencia ge-neradora de pesadillas [El hom-bre y el monstruo o Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Mamoulian (Esta-dos Unidos, 1931)]; las satisfac-ciones autorreferenciales y las ambiciones del médico heroico y comprometido [El doctor Arrowsmith, de Ford (Estados Unidos, 1931)]; la ciencia y la técnica emprendidas por la mís-tica prenazi de la invención al servicio de un ideal quimérico de logro de la alquimia [Oro, de Hartl (Alemania, 1934)]; la persecución a la que se ve ex-

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8 Javier Odón Ordóñez, ‘Cohetes en el Mediterráneo: el sabio y sus enemi-gos’, Arbor, núm. 69 (Las imágenes de la ciencia en el cine de ficción, Alberto Elena –comp.–), op. cit., págs. 55-62.

9 Alberto Elena, El cine del Tercer Mundo. Diccionario de realizadores, Ediciones Turfan. Madrid, 1993, 421 págs.; Satyajit Ray, Cátedra. Madrid, 1998, 331 págs.; Los cines periféricos: África, Oriente Medio, India, Paidós Ibérica. Barcelona, 1999; Abbas Kiaros-tami, Cátedra. Madrid, 2002, 334 págs.; Alberto Elena, Marina Díaz López, Tie-rra en trance. El cine latinoamericano en 100 películas, Alianza Editorial. Madrid, 1999, 444 págs.; Alberto Elena, Avana Vasunev, El sueño de Hollywood; el cine contemporáneo de la India, T&B Edi-tores. Madrid, 2003. 76 págs.; Alberto Elena (Coord.), Seúl express 97-04: La arenovación del cine coreano, T&B Edi-tores. Madrid, 2004, 108 págs.; Alberto Elena, Marina Díaz López (Eds.), The Cinema of Latin America, Wallflower Press. Londres, 2003.

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puesto el gran luchador contra los microbios por la opinión pública burguesa dominante, refractaria a los descubrimientos científicos genuinos [La tragedia de Louis Pasteur, de Dieterle (Estados Unidos, 1936)]; los ci-clos de creación y destrucción de la ciencia, confirmados por la conflagración bélica catas-trófica para la tierra, hundida en un nuevo comienzo medie-val [La vida futura, de Came-ron Menzies (Gran Bretaña, 1936)]; el ingeniero con fe en la misión civilizadora de la ma-dre patria, muerto por los dis-paros del avieso hechicero, en-carnación del oscurantismo y las resistencias aisladas al pro-greso [El hom bre del Níger, de Baroncelli (Francia, 1939)]; la dualidad de papeles, asumibles por los científicos, entre el tra-bajador infatigable y compro-metido con el pueblo en una sociedad mediocre y el acadé-mico aliado del poder y del pueblo [Robert Koch, el vence-dor de la muerte, de Steinhoff (Alemania, 1939)]; la visión idealizada de la ciencia y la téc-nica que no esconde los gran-des temores e inquietudes por los peligros consustanciales a la empresa científica, confirma-dos en Hiroshima y Nagasaki [Edison, el hombre, de Brown (Estados Unidos, 1940)]; la es-tigmatización darwinista de los disminuidos físicos, los disca-pacitados, los judíos y los de-mentes, bajo una defensa nazi de la eutanasia, eliminadora de los más débiles y fortalecedora de la raza [Yo acuso, de Liebe-neiner (Alemania, 1941)]; un arquetipo de la mujer heroica, de fría laboriosidad, incapaz de cualquier romance extraconyu-gal en aras de la dedicación de sus esfuerzos al amor patriarcal [Madame Curie, de LeRoy (Es-tados Unidos, 1943)]; el loco, dominado por sus fantasmas, que se apodera de la dirección del psiquiátrico y la psicoana-lista que sólo sale adelante gra-cias al amor de sus pacientes [Recuerda, de Hitchcock (Esta-dos Unidos, 1945)]; la dialécti-ca entre las fuerzas más moder-

nizadoras y los valores más tradicionales en los primeros años de la independencia india [El viaje del doctor Kotnis, de Shantaram (India, 1946)]; una visión maquillada por Truman del Proyecto Manhattan que concluyó en el lanzamiento de la bomba atómica y un mani-fiesto lavado de mala concien-cia norteamericana [¿Principio o fin?, de Taurog (Estados Uni-dos, 1947)]; la confianza en personajes iluminados –encar-nación caudillista del führer– como mejor recurso para supe-rar la tradición española de mediocridad institucional y so-cial [El Marqués de Salamanca, de Neville (España, 1948)]; la resistencia popular del peque-ño romanticismo a la ciencia doblegada a los oligo polios in-ternacionales [El su per sabio, de Delgado (México, 1948)]; la ciencia al servicio de la propa-ganda estalinista de los logros en el desarrollo agrario compa-rado con el atraso zarista [Mi-churin, de Dovjenko (Unión Soviética, 1948)]; los intereses de consumidores y trabajadores contra el progreso tecnológico, junto a la insobornable excen-tricidad del científico [El hom-bre vestido de blanco, de Macken drick (Gran Bretaña, 1951)]; la amenaza representa-da en el sabio loco nazi-soviéti-co reforzada por la altísima ca-pacidad destructiva de la cien-cia [Marte, el planeta rojo, de Horner (Estados Unidos, 1952)]; Godzilla como mons-truo protector y catártico de los sufrimientos nucleares del pueblo japonés frente al mons-truoso Estados Unidos encar-nado por King Kong [Japón bajo el terror del monstruo, de Honda (Japón, 1954)]; el omi-noso imperio de la ciencia y la tecnología en manos de volu-bles científicos capaces de mal-dad, cicatería y ambición polí-tica y de gestión, en un cambio de marcha en los arquetipos so-ciales por el que la ciencia ya es más temible y arriesgada para la sociedad que el propio cien-tífico [El experimento del doctor Quatermass, de Guest (Gran

Bretaña, 1955)]; una utópica Europa uniformada, favorece-dora del culto secular a la tec-nología y rectora de la mejora de la raza, a través de métodos de inseminación artificial que dejan la fecundación óptima en manos de especialistas, des-echan la procreación de los va-rones y estigmatizan la esponta-neidad de las pasiones y senti-mientos [El almuerzo campestre, de Renoir (Francia, 1959)]; la heroificación, sustentada por la censura, del genio patrio encar-nado por Ramón y Cajal que no evita, paradójicamente, que sea objeto de homenajes tradi-cionales en peñas taurinas, marcas de anises, jabones y ca-ramelos [Salto a la gloria, de Klimowsky (España, 1959)]; la difusión de las tesis darwinis-tas, trabada por el fanatismo que se opone a la libertad de pensamiento y expresión como base esencial de la democracia [La herencia del viento, de Kra-mer (Estados Unidos, 1960)]; las esperanzas de los físicos hu-manistas en una nueva era más amable, junto a sus dudas por resultar pasivos ante los im-ponderables de unos avances cien tíficos instrumentados en aras de la guerra y la destruc-ción [Nueve días de un año, de Romm (Unión Soviética, 1962)]; los complejos, fobias y malestares psíquicos tratados por el psico análisis [Freud, pa-sión secreta, de Huston (Estados Unidos, 1962)]; los científicos sexual y sentimentalmente cas-trados en una sociedad norte-americana, jerárquica y norma-lizada [El profesor chiflado, de Lewis (Estados Unidos, 1963)]; la sátira sobre el consenso opu-lento de la sociedad norteame-ricana, victoriosa, sobre el be-neficio nacional de contar con la bomba atómica, en manos de locos científicos desaprensivos [¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, de Kubrick (Estados Unidos, 1964)]; la apoteosis tecnológica y consumista encar-nada en un cínico y frío agente [James Bond contra Goldfinger, de Hamilton (Gran Bretaña, 1964)]; un aviso angustiante de

los peligros de la energía nu-clear en la sociedad contempo-ránea, con visos de documental informativo para la ignorante población civil [El juego de la guerra, de Watkins (Gran Bre-taña, 1965)]; una titánica con-cepción antiheroica de la cien-cia y el progreso humano desde el Neolítico a la Era Espacial [La lucha del hombre por la su-pervivencia, de Rossellini (Italia / Francia / Rumania / Egipto, 1967-1969)]; la rebelión de la supercomputadora HAL 9000 frente a su creador, avance fa-bulado del poder omnímodo de la inteligencia artificial en el futuro [2001: una odisea del es-pacio, de Kubrick (Estados Unidos, 1968)]. Estos sínto-mas de enfermedad social, ati-zada por una ciencia perversa, constituyen nuestra subjetivi-dad contemporánea, decisiva-mente.

Cualquiera diría, al observar estos arquetipos sociales tan desengañados de la bondad del progreso científico y técnico, que la modernidad emergió ya truncada. ¿Es la moderni-dad un proyecto inacabado, como señaló Habermas con optimismo incombustible10, o es un “metarrelato” en pleno declive, como postuló Lyotard con precipitación fiera de jus-ticiero enterrador11? Parece, en todo caso, que la imagen de la ciencia y la técnica en el cine no auspicia augurios ciertos y tranquilizadores sobre la apor-tación de estos bienes del pro-greso en la ciudadanía. Quizás resulte demasiado apodíctica la utilización de la expresión “Nunca hemos sido moder-

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10 Jürgen Habermas, Die neue Unü-bersichtlichkeit. Kleine politische Schriften V, Surhkamp. Frankfurt, 1985; Klei-ne Politische Schriften I-IV, Suhrkamp. Frankfurt, 1981 (trad. cast. Ramón García Cotarelo, ‘La modernidad: un proyecto inacabado’, Ensayos políticos, Península. Barcelona, 1988, 283 págs., págs. 265-283).

11 Jean-François Lyotard, La condi-tion postmoderne, Editions de Minuit. París, 1979 (trad. cast. Mariano Antolín Rato, La condición postmoderna. Informe sobre el saber, Cátedra. Madrid, 1984, 119 págs.).

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nos” para encabezar cualquier reflexión sobre la constitución histórica de nuestra experiencia social, como hizo Bruno La-tour en forma de libro12. Al-gunas huellas cabe percibir de confianza esperanzadora en el cine sobre el papel benefactor de la ciencia y la técnica. Cien-cia, cine e historia. De Méliès a 2001 no disimula imágenes cinematográficas más compla-cientes de la ciencia en el cine, con un supuesto ánimo falto de rigor de que todo “cuadre” en una hipótesis histórica efectis-tamente demoledora. El cine aportó imágenes más confiadas con el progreso: la fe en la mo-derna tecnología y el papel civi-lizador de Occidente, ayuntan-do el mayor esfuerzo y la mayor concentración de energía me-cánica reunida hasta entonces [Suez, de Dwan (Estados Uni-dos, 1938)]; el canto de la apor-tación del progreso científico y técnico colonial francés en Áfri-ca, a sabiendas del sometimien-to disciplinario de las energías laborales al mayor rendimiento y la productividad [El hombre del Níger, de Baroncelli (Fran-cia, 1939)]; el ideario de fe en la ciencia y el desarrollo tecno-lógico [El viaje del doctor Kotnis, de Shantaram (India, 1946)]; la ambivalencia ideológica que demanda desarrollo científico y tecnológico para dejar atrás el atraso español [Calabuch, de García Berlanga (España / Italia, 1956)]; el joven médico que incorpora la obstetricia y las técnicas de parto sin dolor, y choca con las resistencias al progreso de sus colegas y de una población católica que aprueba el “parirás con dolor” como un mandato bíblico [El momento más hermoso, de Emmer (Italia, 1957)]. Pero al analizar estas vi-siones decididamente conmo-vedoras a favor del papel social de la ciencia y la técnica, nos

encontramos con despliegues propagandistas de potencias colonizadoras o esfuerzos de-sarrolladores de naciones con sus fervores patrióticos en plena ebullición. Ciencia, cine e histo-ria. De Méliès a 2001 no sólo se adentra en la historia de es-tos programas cinematográficos premeditadamente impulsores de la ciencia y la técnica, tam-bién elabora una sociología de las tramas y urdimbres políticas de la “promoción” de versiones más optimistas del papel social positivo de la ciencia en el cine.

El cine como memoria colectivaAlberto Elena elabora esta re-flexión crítica, con brillantez, en el entorno de otros inves-tigadores que han indagado conjuntamente, en la Univer-sidad Autónoma de Madrid, la función de documento del cine de ciencia-ficción en esta com-prensión pública de la ciencia en la sociedad13. Basta recor-dar dos ya antiguas publica-ciones compiladas por el autor de Ciencia, Cine e Historia. De Méliès a 2001: ‘Cine e historia de la ciencia’, Sylva Clius, Revis-ta de Historia de la Ciencia, vol. 3, núm. 8, septiembre de 1989; y ‘Las imágenes de la ciencia en el cine de ficción’, Arbor, vol. 145, núm. 569, mayo de 1993. En el seno de este grupo de tra-bajo, se han analizado tanto la imagen histriónica del “sabio loco” como la ejemplificadora del “sabio genial” y entregado a la causa científica. Estas dos encarnaciones del sabio o cien-tífico se completan con la del “científico atómico”. Esta tipo-logía cinematográfica de cien-tíficos se encuentra enclavada históricamente en el proceso de racionalización del mundo moderno que redujo toda la

acción colectiva a racionalidad instrumental. El progreso histó-rico, que materializa los avances científicos y tecnológicos, re-quirió sacrificar los elementos más espontáneos de la acción de los individuos. Junto al bien-estar, el confort y la liberación del individuo de las necesida-des más básicas se produjo un “proceso de desencantamien-to”14 del mundo moderno. La imaginación, la espontaneidad y la fantasía fueron reduci-das a la administración de las energías en un mundo absolu-tamente planificado. La liber-tad cedió espacio a la rutina. Creo que el cine analizado por Alberto Elena refleja muy su-gerentemente los síntomas del malestar cultural que produjo el progreso en un movimiento de la historia que es ambivalen-te: de liberación de la necesidad pero también de angustia por la claustrofobia que produce un mundo convertido en ruti-na. El cine de ficción caló hon-do en el inconsciente colectivo que ya padecía el desasosiego, la angustia y la asfixia, incluso, ante un mundo cerrado a la fantasía. Pero ningún mundo, por plenamente calculado que esté, puede cerrar las grietas por donde irrumpe la libertad indi-vidual más genuina. De ahí que el cine de ciencia-ficción haya podido penetrar por esas grie-tas para reflejar la intranquili-dad colectiva ante un mundo más basado en la vigilancia, la velocidad y el riesgo que en la tradición estable. Gajes de la modernidad... Los avances científicos se realizaron en la reducción instrumental de los instintos, las sensaciones, los estímulos, la sensibilidad al lo-gro de invenciones prácticas.

En un pequeño análisis de Adorno y Horkheimer titulado, premeditadamente en francés,

Le prix du progrés analizan los ingenuos reparos del fisiólogo francés Pierre Flourens –elegi-do para la Academia Francesa, en vez de Victor Hugo– por la indecorosa utilización del clo-roformo en pacientes humanos sin avisarles de sus reales y más perjudiciales efectos sobre su materia nerviosa. Gracias a que los pacientes pierden la memo-ria, supone el académico, no recuerdan que los nervios son en verdad estimulados duran-te la operación en vez de ser anestesiados. ¿Por qué utiliza la ciencia a inermes enfermos sin memoria de estos indecorosos trajines? ¿No sería mejor –se pregunta el pulcro médico– uti-lizar animales? Quizá sea más realista suponer que, a lo largo de la historia, el olvido de este sacrificio fue la condición de posibilidad del progreso cientí-fico. Los filósofos alemanes no dudaban en suponer que esta instrumentalización del hom-bre acompañó a todo progreso en la historia, por más que lo observaran críticamente:

“el dominio permanente sobre la natu-raleza, la técnica médica y no médica, alcanza su fuerza gracias a esta tenden-cia a la ceguera y se tornó posible sólo a merced del olvido. Pérdida del re-cuerdo como condición trascendental de la ciencia. Toda ‘reificación’ es un olvido”15.

Entre tradición y moderni-dad, el cambio fue posible con un cada vez más absoluto cie-rre, poda y obturación de nues-tra naturaleza.

Son paradojas del progreso científico y tecnológico que el cine de ciencia-ficción ha do-cumentado a través de todo género de locos, represiones, instituciones perversas, vigi-lancias, disciplinamientos, per-secución de las enfermedades, exaltaciones de la producción maquinista, dominaciones

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13 José Luis Martínez Montalbán, ‘Entre la ciencia y la ficción: avatares de un género cinematográfico’; Vicente Sánchez-Biosca, ‘Metamorfosis, Ciencia y Horror. En torno a La mosca, de Cro-nenberg (1986)’, Arbor, núm. 69 (Las imágenes de la ciencia en el cine de ficción, Alberto Elena –comp.–), op. cit., págs. 39-54, 93-112.

15 M. Horkheimer, T. W. Adorno, Dialektik der Auklärung. Philophische Fragmente, S. Fischer Verlag G. Frankfurt an Main, 1944 (trad. cast. H. A. Murena, Dialéctica de la Ilustración. Sur, Buenos Aires, 1971, 302 págs.).

12 Bruno Latour, Nous n’avons jamais été modernes, Éditions La Découverte. París, 1991 (trad. cast. Purificación Arri-bas y Fernando Conde, Nunca hemos sido modernos. Ensayo de antropología simétri-ca, Debate. Madrid, octubre de 1993, 221 págs.).

14 Max Weber, Gesammelte Aufsätze zur Religionsoziologie. Tubingen, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), 1920 (trad. cast. José Almaraz y Julio Carabaña, estudio introductorio José Almaraz, Ensayos sobre sociología de la religión I, II, III. Madrid, Taurus, 1984 (reimpresión 1992), 585, 378, 494 págs.).

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académicas, bombas atómicas, estigmatización de los discapa-citados, ambiciones planifica-doras de los médicos... El pro-greso se constituyó en el olvido del dolor colectivo. Pero el cine de ciencia-ficción ha sido la memoria colectiva del patio de butacas. El cine ha cumplido una función catártica del dolor. Se dio una pequeña venganza popular ante tanto desmán en aras del “progreso”. Pero no debemos sacar una conclusión apresurada del sentido de tal purga. Ciencia, cine e historia. De Méliès a 2001, de manera muy rigurosa y sugerente, pone de manifiesto las ambigüedades de esta crítica entre la emoti-vidad, el sarcasmo, la ironía, el rechazo crítico o la reacción y la nostalgia por la vuelta de la tradición.

Un ‘animalario’ de científicosEn este proceso mnemotécni-co del cine de ciencia-ficción, los espectadores hemos podi-do disfrutar de un auténtico “animalario” de científicos, unas veces medieval (“bes-tiario”, más bien), en otras ocasiones futurista. “Mons-truos y fósiles”, en expresión de Foucault16, se dan cita en la historia del cine como do-cumento del tránsito hacia la modernidad. Los monstruos aparecen fuera del proceso de racionalización exigido por la ciencia y la técnica, sin come-tido planificado, subvirtien-do toda finalidad calculada. Trepar por los rascacielos, mantener en jaque a todos los servicios de seguridad o sufrir debido a un amor imposible, por desproporcionado y per-teneciente a otro mundo más civilizado, son arranques de es-pontaneidad brutal; tan incon-venientes como confeccionar monstruos humanoides que tan pronto coquetean con una niña como la ahogan y encole-

rizan a la honrada población; o tan inoportunos como rugir trágicamente por los muertos y heridos de la bomba atómica, lanzar rayos y centellas de fas-tidio o surgir de los mares en vez del seno de la madre “como Dios manda”. Hay que ser más educado y, sobre todo, “no lle-var esas pintas” peludas, huesu-das o atolondradas y de látex. Así no hay quien saque partido de estos monstruos, se dirá el más “políticamente correc to”. Pero el público aficionado al cine de ciencia-ficción sintió que tenía más que ver con es-tos monstruos trepidantes, tan improcedentes, que con los fósiles científicos y sus deseos de momificar la naturaleza y reducir o anular todo su caos e imprevisibilidad. En las peores circunstancias, a algún cinéfilo le pareció aún más desoladora que la cárcel, si cabe, la muerte de Boris Karloff, el amparo y defensa de Frankenstein17.

Del animalario de científi-cos fósiles –locos, abnegados y atómicos (toda una “tipología social” weberiana)–, sólo el último arquetipo cinematográ-fico es plenamente moderno pues responde a un plan (Man-hattan) racionalizado. Tanto el “sabio loco” como el “pro-bo científico” son científicos premodernos por el énfasis en sus caracteres personales y no estructurales para explicar sus motivaciones. El sabio genial se apoya en sus energías y cualida-des excepcionales. No hay becas que le cobijen, tampoco una división social del trabajo en el laboratorio, menos un “I+D” que le aliente. El profesor Ha-milton de Calabuch (1956) es perseguido por la Sexta Flota Norteamericana, nada menos, por llevar una buena conduc-ta de científico no plegado a los intereses políticos; y Louis Pasteur lucha trágicamente con la estructura dogmática y or-todoxa de sus compañeros. El

retraso de un cine de científi-cos en España fue palmario. Su intención modélica fue excep-cional y muy tardía18. Alberto Elena ha analizado cuidadosa-mente, fuera de Ciencia, cine e historia..., cómo surge este tipo social de científico o instruc-tivo y cómo se instituye como arquetipo social, tras el estreno de The Story of Louis Pasteur (1936), de William Dieterle, y el precedente menor de Guitry en 193519. Sin duda, la figura más inquietante de científico es el “sabio loco”. El cine de ciencia-ficción ha explotado inteligentemente sus cualidades plásticas y sus intranquilizantes dotes. El “sabio loco” tiene to-dos los requisitos en el orden del saber para intranquilizar a las conciencias. Ni está fuera de las estructuras del saber ni está plenamente dentro. Sabe y no sabe, conoce y es un descreído de la ciencia. Participa formal-mente del ideario de la ciencia y de sus valores positivos pero los parodia inquietantemente desde el mal y la destrucción que late como auténtica pasión en sus entrañas. El “sabio loco” tiene toda la capacidad magne-tizadora de quien se encuentra en el límite, justo en la línea delimitadora, de las estructu-ras jerárquicas y domesticantes

del saber20. Tiene el poder de conocer de las ciencias pero quiere emplearlo para calcular el mayor daño posible para sus congéneres. El sabio loco, sur-gido en las pantallas en la déca-da de los treinta, es el dueño y señor del psiquiátrico21.

Tras las últimas guerras de Afganistán e Irak, vamos a tener que estar vigilantes so-bre las próximas aventuras del “científico atómico” y sus más recientes manipulaciones de mi-siles destructores de margaritas. De momento, la investigación histórica de Alberto Elena se limita a echar una mirada cine-matográfica hasta finales de los sesenta. Anuncia una segunda parte que acompañe a Ciencia, cine e historia. De Méliès a 2001. La “segunda entrega” promete sorpresas. El lector de este libro va a encontrarse con una inves-tigación que rompe los estrechos límites de los saberes para ofrecer una propuesta con un hilo con-ductor diáfano y lleno de suge-rencias. Un método muy bien definido y la suma de conoci-mientos completos sobre la his-toria del cine y de la ciencia que reúne su autor es, por inusual, excepcional. A la vista está...“la historia continúa”22. ■

Julián Sauquillo es profesor de Filo-sofía del Derecho y de Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Ma-drid y autor de Para leer a Foucault.

16 Michel Foucault, Les mots et les choses, Gallimard. París, 1966, 400 págs., pág. 163 (trad. cast. Elsa Cecilia Frost, Las palabras y las cosas, Siglo XXI, Méxi-co, 375 págs.).

17 Ferando Savater, Mira por dónde. Autobiografía razonada, Taurus. Madrid, 2003, 417 págs., págs. 201, 202.

CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 143

18 Javier Odón Ordóñez, ‘Cohetes en el Mediterráneo: el sabio y sus enemi-gos’, Arbor, núm. 69 (Las imágenes de la ciencia en el cine de ficción, Alberto Elena –comp.–), op. cit., págs. 62-67.

19 Alberto Elena, ‘El ángel inoculador: Pasteur y los orígenes de las biografías cinematográficas de científicos’, Arbor, núm. 69 (Las imágenes de la ciencia en el cine de ficción, Alberto Elena –comp.–), op. cit., págs. 17-37.

20 Michel Foucault, Histoire de la folie à l´âge classique, Gallimard. París, 1961, 583 págs. (trad. cast. Juan José Utrilla, La historia de la locura en la época clási-ca, I, II, Fondo de Cultura Económica. México, 1964 (2ª ed. 1976), 574 y 410 págs.).

21 Marina Díaz López, ‘La escuela del Dr. Berger: la figura del psiquiatra en el cine norteamericano de los ochen-ta’, Arbor, núm. 69 (Las imágenes de la ciencia en el cine de ficción, Alberto Elena –comp.–), op. cit., págs. 113-132.

22 Georges Duby, L’histoire continue, Éditions Odile Jacob. París, septiembre de 1991 (trad. cast. Pilar Álvaro, La his-toria continúa, Debate. Madrid, 1993, 179 págs.).