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CRÓNICAS ¿ C Ó M O N O S T O C A L A G U E R R A ? S egundo semestre de 2015 #17 PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA FACULTAD DE ESTUDIOS AMBIENTALES Y RURALES MAESTRÍA EN DESARROLLO RURAL ALICE PASQUINE

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CRÓNICAS

¿CÓM

O NOS TOCA LA GUERRA?Segundo semestre de 2015

#17PONTIFICIA UNIVERSIDAD

JAVERIANAFACULTAD DE ESTUDIOS

AMBIENTALES Y RURALESMAESTRÍA EN

DESARROLLO RURAL

ALICE PASQUINE

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Estas doce crónicas sobre cómo nos toca la guerra, situadas en diferentes momentos de la vida, recrean, algunas casi de manera fotográfica, los sentimientos, emociones, paisajes, sonidos, olores y hasta sabores, que vienen de la mano de estas narraciones. Encontramos relatos que recogen desde hechos que marcan la historia nacional -como la toma del palacio de justicia- hasta retenes de la guerrilla, pasando por historias de vida que recogen en tiempos largos, experiencias que articulan vidas individuales con dinámicas políticas.

Los vínculos, a veces claramente establecidos y a veces no nombrados, va mostrando múltiples relaciones entre lo local y lo nacional, entre los discursos y los hechos, entre la memoria y el olvido. La historia del país en que nos tocó vivir, se construye en estas remembranzas que nos van llevando desde imágenes e imaginarios sobre una guerra distante -casi de ficción-, hasta aterrizarnos -casi brutalmente- a una pesadilla en la cual estamos atrapados. Marcadas por la incertidumbre, la sorpresa y el dolor, son siete testimonios que también acopian formas diversas de esperanza.

Gracias a las y los autores que quisieron poner en blanco y negro un pedazo de vidas propias y ajenas en este ejercicio testimonial.

Flor Edilma Osorio Pérez

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LA INDIFERENCIA ES EL PEOR ENEMIGO

ENTRE BALAS TAMBIÉN SE ALIMENTABA A LAS PALOMAS

BITÁCORA DE LA GUERRA Y LA PAZ...Y DEL SER, DEL SER MUJER

HERMANO, ES LA GUERRILLA

SIEMPRE HABRÁ TANTO DEL OTRO EN MÍ, COMO YO ME LO PERMITA VERUNA VISITA A SAN JOAQUÍN Y SANTA LUCÍACON LA AMENAZA DE MUERTE ENCIMA

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CAMINANDO POR LAS SIERRAS DEL CESAR

EL RECOLECTOR DE CADÁVERES

TODOS CAMBIAMOS

HISTORIAS DE GUERRA

LA PIEDRA

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CRÓNICAS

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Entre balas también se alimentaba a las palomas

El día trascurría normalmente, entre tablas de multiplicar, mapas de Colombia, loncheras y juegos en un colegio privado en el barrio el Poblado de Medellín. Esa calma se derrumbó al entrar la hermana Lucila al salón. Su rostro estaba desfigurado por el miedo y le era difícil mantener la calma, llamó a la profe Sol y le susurró algo al oído. Lo siguiente que recuerdo es a mi profesora diciéndonos que debíamos irnos a casa, los buses nos esperaban. Algo pasaba, no comprendía que era, pero sabía que sobrepasaba el poder y la imagen de tranquilidad que siempre habían tenido las profesoras y monjas. Algunas se abrazaban, otras corrían, todas

susurraban, otras lloraban.

En el bus con mi hermanita, veíamos a una ciudad que iba quedándose cada vez más sola y silenciosa. Corrimos a casa y encontramos a mi abuelita, sentada en la sala tejiendo croché y llorando, solo decía en voz baja una y otra vez “se está acabando este mundo”. Tiré la mochila, la lonchera y la carpeta de conejo rosado que mi mamá me había comprado. Prendí el televisor, no sin antes discutir con mi abuela, pues nos decía “cómo van a ver eso, es horrible, apaguen. Los niños no deben ver eso, más bien hagan las tareas”. Pero cedió rápidamente; creo que ya no tenía tanta importancia hacer los deberes del colegio,

menos aún, cuando se estaba acabando el mundo y lo estaban pasando por la televisión.

Me senté en el suelo frente a la TV. Las imágenes en blanco y negro eran de Bogotá. Mi único referente de la capital, hasta el momento, era el lugar donde mi mamá cantó y se ganó el premio a mejor canción inédita: “La canción del amor”. Ahí estábamos, viendo una batalla campal en una de sus grandes plazas, había militares con armas apuntando a un gran edificio, llevaban camillas con personas heridas, la policía corría de un lado al otro. Hacía muchas preguntas y mi abuela no lograba contestarlas, seguía llorando y rezaba al Señor caído de Buga

que nos protegiera. Sabía que era grave, muy grave, lo que sucedía. Las monjas nunca nos mandarían a la casa tan temprano y sin aviso, además los ruegos de mi abuela lo confirmaban. Pero no entendía más allá de lo que había oído en las conversaciones de los grandes sobre la existencia de unos militares, un gobierno y unas guerrillas; cosas que pasaban en lugares lejanos y que no sabía ni dónde quedaban, pues apenas empezaba a memorizar las capitales departamentales. No lograba entender qué sucedía. Mi hermanita, más pequeña, reaccionaba a mis miradas, se sentó callada a mi lado y esperamos tomadas de la mano. Recuerdo que mamá llegó a casa

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y me sentí segura otra vez, no sé si nos abrazó, espero que sí. Trató de calmar la situación con poco éxito, entre los rezos al Señor caído, mis preguntas y las imágenes de ciclos de balaceras, cada vez más fuertes. Las voces de los que entrevistaban se cargaban de odio, ese que revienta en la cara y supura guerra. También estaban las que clamaban por el alto al fuego. La mirada de la gente era cada vez más perdida, había más llanto, gritos, súplicas y más y más balas, disparos, ruidos. No paraban de disparar, no entendía por qué no paraban, mi mamá tampoco me pudo responder. El miedo se hacía cada vez más palpable. Y las cámaras de televisión hacen una toma en la plaza y aparece un hombre, desarmado,

de traje negro, de edad, delgado; en una mano sostenía un pañuelo blanco y con la otra lanzaba maíz a las palomas. Mi abuelita grita, “Consue, mira a ese loco, lo van a matar, dizque dándole comida a las palomas en medio de esa balacera”. Mi mamá no dijo nada, solo sonrió y se le encharcaron los ojos. Creo recordar a alguien que dice “hasta en la guerra hay que alimentar a las palomas”. No sé si lo inventé, pero me gustaría pensar que así sucedió.

Más tarde llegó mi padre a la casa, no se veía bien. Estaba agobiado, asustado, impotente, desconsolado y sobre todo ansioso. En la casa habíamos perdido un poco el seguimiento de la situación, no solo se debió al partido de

fútbol que decidieron trasmitir sino por el esfuerzo de mamá por mantener una cierta calma y estar juntas. Mi papá prendió la radio, nos sentamos en la cocina a oír lo que sucedía, lo miraba fijamente, no podía ocultar la gravedad de la situación, lo podía ver es su rostro, en sus manos y, sobre todo, en la miradas que sostenía con mamá. El tiempo trascurría, escuchábamos los discursos, al presidente, a los rehenes, a los militares, a los periodistas, las balas, las balas, el caos y más llanto. Mi papá y mamá, cruzaban palabras, por momentos lanzaban ideas, en otros momentos solo se callaban. Mamá llama al orden, todos debemos comer, pues no sabíamos que iba a pasar. ¿Qué más podía

pasar? No comprendía. ¿Qué es un Golpe de Estado? ¿Quién está disparando? Quién es Belisario?, quién son los magistrados? por qué no paran de disparar? ¿Qué es el comunismo? ¿Cuál guerrilla? ¿Qué hay que negociar? ¿Qué es el M-19?¿Por qué siguen disparando? ¿Por qué el ejército no para? ¿Por qué no los dejan salir? Que la libertad, que la guerra! ¿Cuál guerra? ¿Qué va a pasar? ¡Que la paz! ¿Cuál paz?.

Trataba de organizar las ideas que me daban y de pronto mi papá dice “bombardearon, los mataron a todos”. En su rostro se dibujaba el desconsuelo, pero sobre todo había dolor y una gran tristeza que cargó mucho tiempo, pues sé que en el fondo creía que se podía negociar, que era posible otro mundo,

que era posible la paz, otra vida, un país diferente para su esposa, sus hijas, para él, para todos. Me miró y lo dijo todo. Jamás olvidaré esa mirada, las utopías se bombardeaban delante de nuestros ojos. Más tarde el palacio en llamas, el silencio de mi padre, la noche avanzaba, mamá nos cargaba y nos acariciaba la cabeza, nadie se fue a dormir. Era importante.

No sé cuánto tiempo pasó, escuchábamos la radio, en silencio. Lo último que recuerdo es a mi padre viendo por la ventana con una mirada perdida y dolida, y a mi madre dándome un beso y arropándome en la cama. Ya era tarde y todo se había acabado, no podríamos estar más equivocados. Esta es la sociedad que me tocó, la que he decidido investigar, por la que quisiera apostar profesional y personalmente, esa que se mueve entre la guerra, la paz y las posibilidades.

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Bitácora de la guerra y la paz… Y del ser, ser mujer

Dosis de humor político, sarcasmo y la historia cíclica de Colombia. Fuentes

de inspiración… sale a f lote la vocación

Como objetivo de esta bitácora está el poder reflexionar sobre aquellos cambios que han marcado nuestra vida y que han significado aprendizajes personales y profesionales. Al indagar en mi interior, desde que hicimos los ejercicios en clase, identifiqué que tales fuentes de inspiración y raíces de mi vocación estaban desde que tenía 10 años.

Tengo muy presente ver con mi papá Zoociedad (1990-1993) y luego Quac (1995-1997). Ahí nació mi interés en los asuntos políticos,

esa curiosidad sobre el poder y ese afecto imprescindible en mi vida y en mi espíritu por el humor, por la sátira, entendida ésta como una forma de construir y deconstruir discursos de la dirigencia y de la masa.

Jaime Garzón, Diego León Hoyos y Antonio Morales son para mí tres personajes, que hicieron parte de aquel selecto grupo de humoristas, abogados y periodistas críticos que sembraron en el país una cultura política que hasta nuestros días dejó eco.

El contexto del país en esos años era el del proceso 8.000. Tengo grabada en mi memoria el día que manifestantes en la Plaza de Bolívar le llevaron ocho mil mogollas a Samper y un elefante gigante

en referencia al ingreso de recursos del narcotráfico a su campaña “sin que él se enterara”. El humor y el sarcasmo eran el pan de cada día ante los hechos increíbles que presenciábamos los colombianos de sus dirigentes. Por eso, la historia cíclica de Colombia, que se refleja cuando uno escucha hoy las grabaciones de los programas de Zoociedad y de Quac, es como si fuesen filmados, “libreteados” y editados en este momento, salvo por el cambio de algunos nombres (en muchos casos los apellidos son los mismos) de los actuales protagonistas a los de aquella época.

Para ese momento, lejos de imaginarme que luego estudiaría Ciencia Política,

conocía desde adentro y de cerca escenarios que hoy me parecen absurdos, tales como Tolemaida, varias bases militares y clubes, así como personas, que con el pasar de los años, se han desmitificado en mi imaginario.

Fue solo años más tarde que comprendí y terminé identificando mis raíces en medio de libros de historia de Colombia, entendiendo que los lugares en los que en algún momento habían sido de visitas familiares en vacaciones, eran los centros de operaciones desde donde “la inteligencia militar” tomaba las decisiones de lucha contraguerrillera para combatir a esos bandoleros, término que utilizaba mi familia para referirse a uno de

los actores armados del conflicto colombiano que aún hoy persiste. En síntesis, sin tener la culpa, porque uno no escoge en qué familia, ni en qué país, ni en dónde nacer, fui consciente a través de tertulias con gente de izquierda y auto reconociéndome como una persona crítica frente a la educación que había recibido, que yo no podía ser consecuente ni replicar lo que había vivido. A partir de ese descubrimiento se me hizo claro lo que plantea Lederach, ya que era evidente que yo venía de una de las partes de este conflicto y eso me dejaba muy mal parada conmigo misma. “Necesitamos una visión estratégica para poder plantear y desarrollar planes y respuestas específicas. El marco global nos ayuda a ver el

propósito y la dirección. Sin él, nos podemos encontrar fácilmente respondiendo a una multitud de problemas, crisis y ansiedades. Puede ser que terminemos actuando precipitadamente o tomando medidas de emergencia sin entender claramente a dónde se dirigen nuestras respuestas. Puede ser que resolvamos muchos problemas inmediatos sin crear necesariamente algún cambio social significativamente constructivo” 1

1 Lederach, Paul John (2009). El pequeño libro de transformación de conflictos. Pennsylvania. Good Books

Pienso, luego desisto: mi paso por

el activismo y la política para terminar

en la cooperación internacional

En esta época participé en el movimiento para la paz que se gestó alrededor de los Diálogos de Paz del Caguán. Eran los primeros años de la universidad cuando cursaba Ciencia Política en la Universidad Javeriana. Fueron años en que el activismo estudiantil distaba de lo que se vive hoy, después del despertar del Movimiento Estudiantil con lo que fue la marcha a favor de la universidad pública en 2011, y de lo que fue el movimiento estudiantil en los setenta. Mientras cursaba el pregrado se hacían encuentros de estudiantes, cuando aún la carrera como tal era incipiente, existían

cuatro programas a nivel nacional. Hoy, con temor a equivocarme, deben ser más de quince.

En esos años tuve la oportunidad de conocer la Asamblea Permanente por la Paz, en la que participé y estuve presente el día que los diálogos del Caguán se rompieron. En ese momento comprendí, por las voces presentes, que los rencores y las dobles intenciones habían jugado todo el tiempo en contra del proceso. Ni el Gobierno tuvo la voluntad, pues iniciando su mandato, Pastrana había viajado con un grupo de congresistas de la época a Estados Unidos y habían hecho lobby en el Congreso de ese país para que se aprobara el Plan Colombia, proyecto que luego afinó en el sur del territorio nacional

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el Presidente Uribe con el Plan Patriota. Por su parte, la guerrilla de las FARC había jugado toda una estrategia mediática a su favor y a la geo-estrategia en el mismo sentido en que lo juegan las grandes potencias cuando tienen intereses en un territorio específico, pues durante el proceso reorientaron sus estrategias de guerra y afianzaron rutas de tráfico de insumos, de coca y de armas por el Pacífico, por las fronteras en el sur del país y hacia Venezuela, obviamente, centralizando todo desde la zona de despeje.

Es decir, estaba minado el camino y las intenciones que rodearon el proceso del Caguán. En aquella Asamblea que duró desde la madrugada casi

hasta el día siguiente, se escucharon voces que abogaban para que la sociedad civil no fuera neutral y tomara partido a favor de la guerrilla dado el anuncio de ruptura de los diálogos con ese grupo armado por parte del Gobierno. En otras palabras, los radicalismos y la falta de coherencia entre los discursos de paz y la acciones de quienes lideraban algunos grupos organizados de la sociedad civil, evidenciaron la fragilidad de todo lo que se creía se había construido con la ayuda y el apoyo de la Cooperación Internacional y del grupo de países amigos que habían estado durante todo el proceso expectantes a los avances y al logro de un acuerdo.

Era muy valioso ver las expresiones de la gente y percibir la incertidumbre y el temor en el ambiente. Además porque quienes estábamos presentes sabíamos que se avecinaba un Gobierno de mano dura y corazón grande, lo que dejaba sin piso a gran parte de los avances, sin negar las dificultades de todas las organizaciones, pero que aquello que llama Lederach como la telaraña, se había logrado entretejer.

Con la desilusión del proceso del Caguán llegaron días muy duros para todo ese nicho que se había gestado durante el proceso. La misma comunidad internacional que estaba en el país fue mermando sus esfuerzos, mientras en las aulas de clase de las universidades se abría

el paso a expresiones de radicalismos y miedo. Se percibía en el ambiente esos vientos guerreristas y de lo que había sido el Estatuto de Seguridad durante el Gobierno de Turbay, años en los que se perpetraron los crímenes contra los miembros de la UP. Era desalentador el panorama. Las aulas de clase, incluso de universidades privadas como la Javeriana, no escaparon a debates sin sentido y polarizados.

De esa época guardo dos hechos que me marcaron y que hicieron que titulara a esta parte de la bitácora como “Pienso, luego desisto”. El primero de esos hechos, fue llegar a la universidad caminando un día a clase en la mañana, y al subir por la calle 39 en la carrera 13, vi un periódico en el que aparecía la foto de

quien aparentemente había participado en el atentado contra el Presidente de Fedegan, Jorge Visbal. Esta mujer había sido trasladada al Hospital San Ignacio después del atentado efectuado a Visbal, debido a que se encontraba herida en la cabeza por las balas disparadas por un escolta de él. Para mí fue una sorpresa enorme la foto del periódico porque esa mujer era

una estudiante de la Universidad Nacional de apellido Barragán, con quien muchas veces habíamos compartido escenarios de debate en foros, coloquios estudiantiles y marchas. Todos los que en algún momento compartimos con ella no nos volvimos a reunir, se acabaron los espacios estudiantiles de aquel momento. La apatía y frustración de muchos después de

los viajes al Caguán y la participación en la audiencias públicas que se habían llevado a cabo allá, en donde se presentaban propuestas de todo el país como parte de los aportes de la sociedad civil y en general, de quien quisiera viajar a la zona de distensión, sirvieron de motivación para engrosar las milicias urbanas de las FARC. Y aunque esto fuera en un número muy reducido, lo cierto era que la muerte de “Ivonne” en ese atentado, fue un hecho que desestimó la participación de estudiantes o de interesados en generar opinión en aquel momento, pues era clara la infiltración de todos los grupos armados en las universidades y no solo en las públicas.

El otro hecho, que al pensar me hizo desistir del activismo y de la política, que fue el camino que tomé luego de alejarme de las organizaciones de la sociedad civil, fue que me tildaran de guerrillera en plena clase en la universidad, por haber hecho un comentario sobre un debate que había salido la noche anterior en televisión de los candidatos presidenciales de la época. Ese señalamiento público de parte de una compañera del semestre, que era hija de un militar y que conocía a mi familia, fue el comienzo de lo que significó retirarme de la universidad casi durante un año. En ese momento y desde años anteriores yo no vivía con mi familia, pues el núcleo familiar se había desintegrado

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cuando cumplí 18 años, también por amenazas y extorsiones a los que mi familia fue sometida. Todo el tiempo de universidad viví sola y alejada de ellos. Tanto que del primer año de universidad recuerdo que cuando cumplí años nadie llamó a saludarme, pues había tenido que perder contacto con mis seres queridos, mis hermanos y mis papás por la situación que estábamos viviendo. Aparte de un tema de seguridad, se había sumado una quiebra económica rotunda porque mi papá había sufrido un derrame cerebral por la angustia de la situación y por la tristeza de ver como su núcleo familiar se tenía que separar. Yo había salido de un colegio bilingüe y privado, venía de un estrato social alto y mis mejores

amigos estaban prácticamente todos en el exterior, pues habían sido víctimas de secuestro y extorsiones similares a las que mi familia también había sido objeto. Fue un cumpleaños desolador y fue la primera vez que me sentí extranjera en mi propio país y en mi propia ciudad. Obviamente, ya no estaba en el mismo barrio de la infancia.

Para mi familia no era un secreto que yo no había heredado su línea política tradicional y de derecha. Eran múltiples las discusiones que habíamos sostenido desde que había entrado a la universidad, pues para mí fue redescubrir cuál era mi pasado, cuales eran mis antepasados y cuál había sido su rol en la historia de este país, historia bastante distorsionada para mí

hasta que ingresé a la universidad y por mi cuenta empecé a investigar. Tristemente, y como lo mencioné anteriormente, yo hago parte de esa generación que desconocía el crimen cometido contra la UP hasta que entré a la universidad; por tanto, empecé a comprender toda una serie de circunstancias históricas, de hechos y de personajes, que significaron la deconstrucción de mi realidad por venir de donde venía y por estar viviendo una cantidad de situaciones precarias porque no contaba con el apoyo de nadie para estudiar. En medio de tal panorama, un día recibí una llamada de mi mamá y me dijo que debía ir a reunirme con una familiar que llevaba mucho tiempo sin ver… al llegar, mi tía me cuestionó

fuertemente porque a su apartamento habían entrado llamadas y dejaban mensajes en el contestador diciendo que su sobrina, o sea yo y con nombre propio, “tenía que tener mucho cuidado con lo que decía y con quien se metía”.

A raíz esos dos hechos y con el único objeto de no preocupar a mi familia, no volví a eventos públicos, ni a participar en clase una vez volví a la universidad. La directora de la carrera en su momento mostró preocupación y permitió que me retirara temporalmente. Pasé unos meses de introspección muy fuertes y dolorosos que me hicieron madurar y comprender que había otras opciones para poder transformar con una visión estratégica

las cosas en el país. A partir de ahí, mi vida no volvió a ser la misma.

Después de eso, siempre observé desde lejos las manifestaciones de la sociedad civil, las marchas estudiantiles y las campañas políticas de la izquierda. Hasta el 2013, año en que volví a salir a la manifestación del 9 de abril y que por cierto, me dejó muy motivada porque sentí que aquella telaraña que se había gestado en el marco del Caguán, pese al aplacamiento durante los años del Gobierno Uribe, todavía existía y además había ganado adeptos de gente de esta generación y de generaciones anteriores; fue una sorpresa ver gente mayor y gente muy joven caminando y haciendo parte de acciones colectivas, lo

mismo que personas de todo el país. Si bien hubo logística de la manifestación apoyada por Marcha Patriótica y esto fue utilizado como una connotación negativa por los medios tradicionales fue innegable, incluso para los medios de comunicación masivos, que esto era un precedente para la historia contemporánea del país, así como para el inicio de los diálogos en La Habana y Oslo. Ésta manifestación y la de los estudiantes el mismo año, logró encadenarse con otras a nivel mundial, como las de Chile y las del movimiento de Los Indignados en España.

El nuevo rumbo: vida en familia, maternidad

y educación para la paz desde el seno del hogar

Terminando la universidad y como resultado de lo que había vivido, cambió mi forma de ver la vida y encontré todo el sentido a tener una familia y a llevar una vida sin ningún tipo de exposición social ni política. Así decidí dar un paso al lado y dejar atrás todo lo que había sido el activismo y la política en campañas desgastantes y largas jornadas.

En medio de esa decisión, el papá de mi hijo vino a vivir a Bogotá, después de estar trabajando en proyectos de derechos humanos en el Magdalena Medio y en Carmen de Bolívar. Él regresó y emprendimos la vida en pareja y con la llegada de mi único y primer hijo. Su primer año de vida estuvo mediado por campañas

políticas, incluso tenía una camiseta amarilla de su tamaño para los días de caminatas los fines de semana, para cuando el Polo se estaba conjurando intentando reunir a todas las corrientes de la izquierda (el antiguo Frente Social y Político, Alternativa Democrática, el Partido Comunista, la participación de varios sindicatos, entre otros).

La vida en familia trajo otras prioridades y fue cuando empecé a trabajar en Cooperación. Luego, con el tiempo vino la ruptura de aquel proyecto de familia y con ello, sin darme cuenta, incursioné en el mundo de la cultura de paz, pues tal y como lo afirma Clara Coria de manera acertada en uno de sus libros, “las negociaciones nuestras de cada día,

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compartir en pareja y educar a un hijo es una reflexión constante de nuestros principios y de nuestras acciones”2, que nos confronta y nos hace pensarnos y repensarnos como seres humanos, y en mi caso, nos cuestiona como mujeres. Con esto, quiero expresar que la educación de una nueva generación en un país en conflicto tiene una implicación adicional para los que somos padres y tenemos el firme propósito de que ellos no vivan lo que nosotros hemos vivido y de que muchas no se repitan nunca más.

Emprendí mi camino como madre sola con mi hijo y haciendo carrera en Naciones Unidas. Transité por PNUD,

2 Coria, Clara (1998). Las negocia-ciones nuestras de cada día. Paidos. Buenos Aires.

UNICEF y UNODC, pasando por temas de derechos humanos, desarrollo humano, desaparición forzada, desplazamiento, víctimas, derechos de infancia, justicia transicional, sustitución de cultivos “ilícitos”, gestión, en fin… todos ellos tratando de comprender por qué durante décadas entre colombianos nos hemos matado los unos a los otros, por qué gente de un mismo pueblo, de una misma vereda, de una misma cuadra, se mataba entre sí o se hacían daño de maneras inimaginables de creer. Todo para tratar de entender por qué el campo se ha cundido en la desolación, el olvido y el dolor.

Todos esos trabajos han significado un reto enorme para mí como mamá, al

intentar explicarle a mi hijo en qué trabajo. Cada vez que él me preguntaba en medio de su ingenuidad, de su hermosa inocencia en qué trabajaba yo, era una tragedia para mí, al no ser capaz de explicarle sencillamente qué hacía y por qué permanecía ausente viajando a zonas que quizá, él no vaya a tener la oportunidad de conocer por el simple hecho de estar en rincones olvidados y en la “periferia” de este país con muchas Colombias. Trabajos que aún hoy día, pasados 10 años de su nacimiento, no logro explicarle de manera tal que eso le genere un trauma de infancia. Es decir, ni siquiera él sabe, y no sé cuándo será consciente o pueda entender, lo que he escrito en esta bitácora de guerra y de paz.

En ese micromundo que compartimos él y yo, se traslada lo que algunos llamamos las dos Colombias. Él vive un mundo en su colegio y con nuestras amistades ajenas al mundo de la Cooperación y de la política, y yo trabajo a diario, en ese país que él y sus compañeritos tardarán muchos años en comprender, si es que algún día lo hacen.

Con el tiempo, conocí a una persona que marcó mi mundo en términos profesionales y que sin ser consciente de ello, me mostró un caso con su historia personal y familiar, de lo que significa reconstruir un entorno después de haber vivido y superado la violencia y el conflicto. Para su caso, un conflicto urbano y en una sociedad cerrada, radical y con un idioma particularmente difícil.

Conocí pueblos y ciudades que en los ochenta estaban invadidos por la violencia, en donde se respiraba desesperanza en las calles y en los parques, los niños que jugaban a la pelota, estaban expuestos a chuzarse con jeringas (de aquellos adolescentes que habían caído presos en el speed y en la heroína). En otras palabras, lo que se podía llamar una generación nacida en pleno conflicto urbano vasco, una generación marcada fuertemente por la violencia urbana y por la carencia de un futuro prometedor, una juventud que prefería perder la cabeza antes de terminar de entender lo ilógico de la guerra.

Estar allá y sentirme parte de una familia vasca fue una experiencia

enriquecedora para mí y para lo que hoy comprendo cómo reconstrucción, como superación y transformación, en

términos físicos de infraestructura y de organización social, durante el conflicto y de lo que puede ser el postconflicto, o cualquier apuesta que se haga de construcción de sociedad, pero que

no esté mediada por la violencia o por la necesidad de eliminar a quien piensa distinto.

Otra vez en el camino hacia la paz: dos

procesos, dos enfoques y el mantra de verdad, justicia, reparación y reconciliación.

Mientras yo presenciaba en mi vida personal un caso de conflicto pero en otro país, aquí en Colombia

se hacía el tránsito al reconocimiento de las víctimas y su rol en los acuerdos para avanzar en medio de un proceso de paz. Fue así como dio a conocer que el primer gobierno de Santos llevaba en secreto un diálogo con las FARC y que se había acordado una agenda de cinco puntos. Y en ese punto de inflexión de la sociedad colombiana, el Gobierno muestra un cambio de enfoque al centrarse fundamentalmente en las víctimas3 y no en los perpetradores como había sucedido con la Ley de Justicia y Paz de años anteriores. En este sentido, pasamos de no tener un conflicto y de desconocer y desdibujar en la mente de las masas, la existencia de la guerra y todas sus secuelas. 3 Ley de Víctimas y Restitución de Tierras o Ley 1448 de 2011, sancionada el 10 de junio de 2010. En: Diario Oficial 48096.

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En suma, este viraje institucional ha conducido al país en una lectura más cercana y quizá, más abierta a reconocer el papel del Estado en todos estos años de guerra y de muchos otros actores armados de diversas tendencias que oscilan en los extremos de la derecha y la izquierda, y que a su vez, gran parte de la clase dirigente del país, reconociera que sí hay, sí han existido y aún persisten, las llamadas causas objetivas del conflicto. Esto sin intentar justificar de ninguna manera el uso de la violencia. Y con este punto, nada más y nada menos, se volvió a poner sobre la mesa y la agenda pública, la centralidad del asunto de la tierra, del desarrollo rural y de la exclusión política4.

4 Ley de Justicia y Paz o Ley 975 de 2005, sancionada el 25 de Julio de 2005. En: Diario Oficial 45985.

Estos aspectos, que trazan y dibujan la historia de nuestro país, han cobrado un lugar en la hoja de ruta para lograr despejar un camino al diálogo y no privilegiar las armas a otros medios para resolver los conflictos y las diferencias.

Apertura democrática, participación

política y garantías para la oposición

La hoja de ruta acordada en agosto de 2012, incluyó el tema de participación política y encajó otros de carácter objetivo. Este punto se ha denominado las garantías para el ejercicio de la oposición política y de la participación ciudadana, lo cual corrobora la tesis de Carlos Beristain5, de 5 Beristain, Carlos (sf). “Recon-ciliación luego de conflictos violentos: Un marco teórico”.

que un proceso de reconciliación puede tardar varias décadas, incluso generaciones, como también lo propone Lederach6: “de este relacionamiento e intermediación, cobran fuerza las voces que plantean nuevos modelos de construcción de paz y reconciliación, (y yo agrego, de generación de oportunidades, de reconocimiento, de aceptación, de dignificación de quienes han estado invisivilizados durante décadas) que insisten en la necesidad de una solución política negociada, y que reclaman la participación de las víctimas y de expresiones organizadas de la sociedad civil como actores relevantes 6 Lederach, Paul John (2008). La imaginación moral: El arte y el alma de construir la paz. Bogotá. Norma.

en los procesos de transformación social y de gestión noviolenta del conflicto, antes, durante y después de los acuerdos de paz”.7

El conflicto no desaparece, se transforma o se gestiona. El punto está en que no sea necesario que nos matemos unos a otros por pensar y sentir diferente. La clave está en que le demos un valor supremo a la vida, aquello que es inalienable y que nos pertenece por el simple hecho de habitar este planeta, siempre entendiendo con sabiduría que de la vida se desprende todo, es fin y es medio, pero no por separado, es un todo. Mientras que la muerte en la nada, no es ni principio, ni medio, ni mucho menos, fin.

7 Lederach, John Paul. “Constru-yendo la Paz. Reconciliación sostenible en sociedades divididas”. 1998.

Tal como lo afirmaba Estanislao Zuleta, “una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que solo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto es un pueblo maduro para la paz”8.

8 Zuleta, E. (2011). Elogio de la dificultad y otros ensayos. Hombre Nuevo Editores. (Se puede bajar de internet).

Hermano, es la guerrilla

¿Cómo nos ha tocado la guerra en nuestro país? Podría asegurar que cada uno de los habitantes de este país nos ha tocado esta guerra de una u otra forma, unos de manera más directa y cruel y otros de manera con ojos indiferentes y ajenos a la realidad pensando que está muy lejano, incluso en otro planeta, pasando todas las atrocidades que puede generar la guerra.

A mi me tocó la guerra. Gracias a Dios solo tuve contacto directo con esta guerra una vez en mi vida. Recuerdo que los actores de esta guerra solo los veía en televisión y, desde que tengo memoria, siempre escuché hablar de ellos, de diferentes actores, de diferentes motivos y justificaciones que llevaban a cada uno de estos a eliminarse o matarse entre ellos.

Yo los veía como unos seres vivos que vivían y sobrevivían en la selva, que nunca iban a llegar a las ciudades, incluso los imaginaba cuando niño como personas extrañas.

Recuerdo el lugar, año y día. Fue una época de vacaciones del año 1997 en el departamento de Norte de Santander. Mi familia y yo somos de Cúcuta. En la ciudad era una tradición

que sus habitantes al finalizar el año se tomaran una o dos semanas de vacaciones y los destinos favoritos eran dos municipios relativamente cercanos: Chinácota y Pamplona. Eran muy llamativos para nosotros porque allí se encontraba un clima muy diferente al de Cúcuta, son de clima frío y son relativamente cercanos, tienen vías de acceso y brinda una sensación de campo.

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Una tradición es alquilar cabañas. Mi familia y yo salimos a descansar por seis días en una de estas cabañas ubicadas en el municipio de Chinácota, que queda a tan solo 45 minutos en carro desde la ciudad de Cúcuta. Recuerdo que todo iba según lo planeado y fueron días de mucho descanso para mis padres. Ya era la hora de regreso para Cúcuta, todo estaba listo en el carro para regresar a casa. La carretera entre Chinácota y Cúcuta estaba en buen estado, es un poco angosta y consta de un carril por vía, es una carretera pegada a las montañas y tiene un peaje a pocos kilómetros de la salida de Cúcuta. Todo iba en una relativa normalidad saliendo del municipio, rumbo a Cúcuta cuando observamos a tan solo unos 5 o 6 km

del casco urbano de Chinácota una fila larga de vehículos en un solo sentido y totalmente sola la vía paralela con sentido contrario. Lo primero que pensamos, recuerdo, fue que era normal el tráfico por la cantidad de gente que había salido de Chinácota rumbo a Cúcuta a esa misma hora, aproximadamente las 5 pm. El tráfico no avanzaba, los minutos pasaban y las personas iban perdiendo la paciencia sin tener conocimiento de la situación. Empezaron a bajarse de los carros y a dirigirse hacia la parte de adelante del tráfico, me imagino yo que era para informarse o tener conocimiento del tráfico tan grande que se estaba formando cada vez más con el pasar del tiempo.

De repente empiezo a observar que

regresa mucha gente nuevamente a sus carros de una manera apurada, y mi hermano le pregunta a una de estas personas cual es el problema y este responde, ‘hermano es la guerrilla , es la guerrilla’, recuerdo la cara que nos hicimos y también recuerdo que todos miramos a mi padre, una mirada quizás buscando una respuesta o una orden a seguir; esas cosas que yo solo veía en televisión, llamados de diferentes formas como retenes, pesca milagrosas o vacunas, estaban a tan solo unos km frente a mi. El panorama empezó a ponerse un poco más tenso cuando las personas empezaron a dejar sus carros y pertenencias en ellos y empezamos a observar que venía más y más personas desde la parte

de adelante o inicial del trancón. Mi familia decidió abandonar el carro y devolvernos nuevamente a pie hacia el pueblo, eran aproximadamente 4 kilómetros o un poco más, en el camino de vuelta, puedo recordar que caminado un par de kilómetros, las personas que veíamos pasar con rumbo hacia el pueblo se estaban acumulando más y más en un punto de la carretera. Allí se encontraban otro grupo de guerrilleros reteniendo a las personas, nos decían las personas que se encontraban a nuestro alrededor, aún no había tenido contacto visual con alguno de ellos, pero en mi mente corría todas esas imágenes transmitidas por diferente medios de las atrocidades hechas por estas personas.

Hasta que llegó el momento, un momento nunca pensado que iba a llegar, un momento que veía muy lejano, incluso algo de ficción que nunca podía pasar en mi vida. Por primera vez en la vida tuve contacto visual con uno de estos seres, seres que me imaginaba de otra dimensión, de otra contextura física. Allí estaban caminando entre las personas retenidas, eran humanos, eran hombres, con estatura y apariencia física muy común a las otras personas. No pude evitar mirarlos fijamente, estaban fuertemente armados, eran como observar a los soldados, solo era que estos se escondían tras una pañoleta en la cara, de dos colores, roja y negra, y con unas letras muy grandes estampadas

en ellas que decía ELN. Eran alrededor de unos 50 guerrilleros mal contados en el costado donde nos encontrábamos, caminaban sin temor alguno entre las personas, aunque pensándolo un poco más, los que estábamos llenos de temor eran los civiles presentes, no dirigían palabra alguna y todos empuñaban un fusil

muy grande y poderoso. Las personas que se encontraban en el otro costado, empezaron a correr hacia nosotros, se escucharon los primeros tiros, tenía un ruido nuevo y extraño para mí, lo relacioné con el sonido de la pólvora, recuerdo. Algunas señoras de edad empezaron hablarles a los guerrilleros del ELN, les hacían preguntas, y estos las ignoraban

y nunca respondían a ninguna pregunta.

Empezaron a grafitiar los carros, les ponían sus iniciales por todo lado, ELN, en diferentes colores, esos mismos hombres bien armados se encargaban de pintar los carros. Ya eran casi las 9 de la noche y las personas se encontraban muy impacientes las personas. Estos

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hombres con pañoletas en sus caras no hablaban con nadie y las personas tenían ya cientos de preguntas para hacerles; se escuchaba que corrían y gritaban, al otro lado del trancón estaban pasando cosas, no sabía a cuantos kilómetros estaban los demás guerrilleros.

De repente escuché un ruido muy similar a lo que se conoce como recamara en la pólvora, era una ráfaga de tiros, y empezaron a sonar una de tras de otras. Ya era de noche, solo teníamos la luz de la luna porque todos los carros estaban apagados, y las personas empezaron a gritar sin temor ¡ayuda...ayuda!, las ráfagas continuaban, pero se escuchaban lejos, como si fueran a cientos de kilómetros, de repente recuerdo

que no volví a observar a ninguno de estos hombres armados que se encontraban entre la gente, ya no se encontraban entre nosotros, se habían esfumado y desaparecidos.

En cuestión de minutos, escuché carros tanques, esos mismos que observo diariamente en el batallón de Cúcuta dirigirse hacia nosotros, recuerdo cuatro de ellos. Era el ejército nacional, que venían por nosotros, recibidos literalmente como unos héroes, pero aun las personas me daba la sensación que no entendían la situación, que ya nos podíamos mover, no era necesario estar en manada, ya éramos nuevamente ‘libres’.

Posteriormente llegaron muchos

Siempre habrá tanto del otro en mí, como yo me lo permita ver

¿Cómo nos ha tocado la guerra?, es una pregunta que al inicio parece difícil de responder. Al comienzo piensas ¡no creo que la guerra me haya tocado!, he sido privilegiada, he tenido familia, educación y libertad, libertad para expresar lo que siento, lo que quiero hacer, lo que quiero decir…, pero por un momento lo reflexionas con más calma y llega la pregunta ¿en un país en donde desde que nací ha estado en constante guerra, será posible que yo no haya tenido que sufrir las consecuencias de esta horrible guerra? Es difícil pensar que no! Entonces preguntas a compañeros de trabajo, amigos, familiares y te das cuenta que las consecuencias de la guerra van más allá

de las masacres o desapariciones que se presentan en las noticias y entonces la pregunta cobra todo el sentido y descubres que la guerra te ha tocado miles de veces, de miles de maneras… así comienza mi relato.

Debía contar como empezó todo, puesto que ahora me parece increíble pensar que me hubiese tomado tanto tiempo darme cuenta que la guerra me ha tocado sin necesidad de matarme, callarme o torturarme…

Yacopí, un municipio ubicado al noroccidente del Departamento de Cundinamarca, es el sitio que alberga mis más hermosos recuerdos de infancia, mis abuelos, tíos, primos y mi mamá, nacieron y crecieron es este bello lugar. Yo misma viví por unos cortos

años cuando era muy pequeña y luego solía ir con gran frecuencia, vacaciones, navidad e incluso cuando era más grande y podía viajar sola, era el destino por excelencia para pasar los festivos. Es un lugar con un hermoso paisaje de montaña, rico en agua, bosques, guaduales y un suelo apto para la agricultura, recuerdo estar sentada en el patio de la casa de mis abuelos y ver pasar los domingos en las mañanas caballos, yeguas y mulas, cargadas con bultos de café, naranjas, yuca y plátano. Recuerdo también ver pasar lotes grandes de ganado…, en la tarde nuevamente pasaban los mismos caballos, yeguas y mulas pero esta vez iban cargados de pan, arroz, carne, cigarrillos, entre otras

soldados a pie y nos gritaban repetidamente, ‘suban a sus carros, suban a sus carros’. Todos nos dirigíamos a los carros y empezó a moverse el tráfico poco a poco. Recuerdo haber observado una moto y un bus quemándose a unos 2 kilómetros donde estábamos y recuerdo la custodia de muchos motociclistas militares y/o policías acompañándonos hasta la ciudad de Cúcuta.

Muchas versiones se manejaron en los medios locales sobre la retención de civiles por parte de los guerrilleros del ELN, unos decían que estaban buscando un político con poder, otros medios aseguraban que estaban buscando un secuestro masivo. El total de carros quemados fueron dos, un bus de transporte de pasajeros intermunicipal y una moto, por fortuna no se registraron ni muertes ni secuestros.

Dieciocho años después, puedo decir que de una u otra forma la cruel violencia de mi país me tocó, gracias a Dios no de la forma más violenta que la caracteriza; una violencia que día a día trato de entender y la cual ha mutado de muchas formas para coexistir a través de los años, y añorando cada día que llegue un final y no condenar una nueva generación a pagar consecuencias de otras.

cosas. Mi abuela tenía una tienda y solía ser la única tienda en kilómetros, motivo por el cual las personas solían parar y tomar gaseosa, comer galletas y seguir con su camino, aunque los caballeros solían detenerse un poco más de tiempo y tomar cerveza, jugar tejo…, pero esa es otra historia. Mi abuelo solía contar miles de cuentos a los viajeros y la gente reía al escucharlo; algunas personas le creían, otros como yo queríamos creerle aunque las historias no siempre parecieran creíbles y otros simplemente no le creían pero igual le escuchaban y reían. Y este lugar entonces cobraba una magia increíble, el sol era cálido, el aire suave y aun cuando llovía, que recuerdo llovía de

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una manera espantosa y las gotas caían sobre las tejas de zinc provocando un sonido aterrador, aun así, el lugar era hermoso, pues en esos momentos las familias se recogían en sus casas a abrigarse con sus seres queridos. En mi casa mi familia eran mis abuelos, mis primos, mi hermano y yo…

Con el tiempo aprendí que las personas que constantemente veía pasar y que muy amablemente me decían ta’luego y a los que jocosamente con mi hermano y primos respondíamos ‘talego’, esas personas, eran diferentes a mí. Tenían un nombre, se les decía campesinos y vivían de trabajar con la tierra, mientras que mi destino estaría ligado a vivir en la ciudad y años más tarde tendría que

trasladarme a estudiar en una de las más grandes, la ciudad de Bogotá y me prepararía para sobrevivir en ella.

Es curioso pero nunca me sentí diferente, tenía la misma mirada pícara de mi abuelo y disfrutaba tanto como él de ese lugar y mi abuelo, al igual que las personas que veía pasar los domingos, era campesino, es decir que había tanto de campesino en mí, como había de picardía en mi abuelo.

Así me di cuenta que por más de que se nos intente clasificar, dividir y enseñar que somos diferentes, siempre habrá tanto del otro en mí, como yo me lo permita ver.

Años más tarde, de hecho varios años después, empecé a ver lo triste de este lugar,

yo intentaba defenderlo a toda costa hablando de lo maravilloso y hermoso que era estar allí, a todos mis compañeros de colegio, amigos y de hecho a todas las personas que conocía. ¡Me sentía tan orgullosa de hacer de ese territorio parte de mi vida! Pero era inevitable que alguna persona mencionara algún hecho de violencia, o que se refiriera a uno que otro alias. Aun así los lograba convencer de que era mala fama, sencillamente no pasaba al no ser que se tuviera algún vínculo con algún grupo o bando.

Luego siguió la universidad y mis amigos al ver que yo hablaba maravillas de este sitio varias veces quisieron que los invitara. Yo contestaba,

claro, solo hay que organizarnos bien, porque digamos que no son muy bien recibidos los extraños. Con el tiempo descubrí que por más de que tratara de ocultarlo yo tenía miedo, tenía miedo de invitar a algún amigo y miedo ¿por qué? ¡Si se supone es un paraíso! Dirían algunos. Miedo porque en el fondo sabía que no todo era color de rosa, había escuchado miles de historias. Una vecina de otra vereda, buscaba incesantemente a su hijo, había ido a una fiesta al pueblo y nunca más volvió; a raíz de eso, mi hermano jamás podía estar solo, nunca podía ir a otras fincas o enviarlo por algún mandado, siempre iba yo!!!, Cuando llegábamos en la noche al pueblo y cogíamos la carretera para la casa de mis abuelos,

al escuchar un carro mi mamá siempre nos hacía escondernos, a pesar de estar cansados jamás pedíamos que nos llevara ninguna persona, ni conocida, ni desconocida; jamás avisábamos a mi abuela cuando íbamos a ir, ni cuando nos íbamos a regresar.

A esa historia se unieron muchas más, retenes, carros que pasaban en la noche a toda velocidad, desaparecidos, muertos. A medida que yo crecía la vereda se iba quedando sola, los niños con los que alguna vez jugábamos ya no estaban y las niñas…, me dolían las niñas, porque yo me consideraba una niña a pesar de ya ser una adolescente. Yo estudiaba, ingresé a la Universidad y empezaba una carrera;

mis compañeras de juegos, jugaban a ser mamás… y varias de ellas aspiraban a hacer novias de un pájaro, como les empecé a conocer…

Les empecé a tener miedo y rabia, mi abuelo los odiaba, mi abuela los aceptaba, mi mamá no los nombraba. Llegó una horrible noche, un grupo se había tomado la estación de policía, los rumores empezaron a correr: ¡no quedaron policías vivos!; ¡Todos los mataron!; ¡Los cogieron desprevenidos!; ¡Fue a media noche!; ¡Hay heridos en el hospital!; ¡Es navidad, pensaba yo! No debería ser así, igual que yo estaba disfrutando al pasar con mi familia, las demás personas deberían disfrutarlo también.

No se escuchaba mucho del tema, de hecho no se escuchó

más. Incluso ahora intento buscar alguna noticia que me lleve a ese momento, pero no la encontré. Tiempo más tarde, nuevamente en una navidad y es el tema central de mi relato, y siendo un poco infiel a mi mamá, ya que confieso que le comenté a cerca de esta tarea y ella me alentó a que escribiera

el cambio que nos había tocado vivir como familia. “Pasamos de ser una generación campesina (mis tíos, mi mamá) a ser una generación urbana (mis primos, mi hermano, yo), de ser una familia grande (12 hijos de mi abuela), a ser una familia de mujeres (1 tío desaparecido, 4 tíos muertos), de ser una

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familia unida a estar separada (cada uno carga con la culpa de lo que pudo haber hecho o no para que mis tíos no estuvieran vivos), de haber tenido casa, alimento y amigos en Yacopí a pasar miles de necesidades con hijos pequeños en Bogotá (mis tíos ayudaban económicamente a sus hermanas); y tal vez la más dolorosa y cruel para mí aunque no lo sea, crecer sin escuchar las historias de mi abuelo, sin escucharlas cada vez que yo quisiera, sin sentir sus cálidos abrazos, sin reunirnos a la mesa para comer, sin mi rutina de ver pasar a las personas los domingos y sin todo ese mundo maravilloso del que yo disfrutaba cada día. Me cambiaron todo eso por un colegio donde dudaban que durara mucho porque

venía de estudiar en un pueblo, un jardín del bienestar familiar donde recibíamos los alimentos y una habitación cerrada…

Retomo mi relato, como decía, siendo un poco infiel a la historia que me propuso mi mamá y a la que debía como menos dedicar un párrafo, ya que fue ella la que me recordó ese bello lugar que apenas si menciono ahora. Era una navidad y la finca de al lado de nosotros estaba custodiada, me preguntaba qué le custodiaban si esa finca hacía años que estaba abandonada; lo único que se escuchaba de sus dueños era que el hijo del propietario era un valiente, había tomado un arma y amenazando a los policías, había hecho tiempo para que su papá se escapara… valentía que no le había servido, digo yo, pues

para este momento del relato, padre e hijo estaban muertos.

Allí conocí a dos jóvenes; al comienzo la situación fue muy tensa, lo acepto. Yo era la niña de ciudad que venía de vacaciones a visitar a sus abuelos; que estudiaba una carrera que de algún modo se relacionaba con el campo, pero que la mayoría del tiempo había vivido en la ciudad, que le tenía pavor a las serpientes, no sabía ordeñar y jamás había aprendido a matar una gallina. Aun así, a mí me tenían cierto respeto creo yo, lo que no ocurría con la jovencita que por esa época se quedaba donde mi abuela; a los papás de esta chica los había matado un grupo cuando ella era muy pequeña y no los recordaba bien, incluso ahora que lo

pienso no se notaba muy triste cuando me contó. Supongo que había repetido tantas veces esa historia que, al igual que cuando yo empecé este relato, ella no se había fijado cómo la guerra, cómo esta absurda guerra la había tocado.

Las cosas se volvían tensas, yo peleaba constantemente con esos jóvenes y ellos en cambio solo se burlaban de mí. Al llegar la noche de navidad preparé la comida, no preparamos manjares propiamente y no éramos muchos, para ese momento solo viajaba a visitar a mis abuelos yo, mi mamá debía trabajar, a mi hermano le prohibieron viajar por un tiempo, sobre todo si mi mamá no viajaba con él y el resto de mi familia, por miedo o tomando como excusa el miedo,

abandonaron poco a poco este lugar.

Así que solo éramos en esa casa mis abuelos, la chica nueva y yo, no había fiesta, ni gran cena, solo éramos los cuatro compartiendo una sencilla comida y mis experimentos con los buñuelos. No recuerdo bien como pasó, si los jóvenes se acercaron o si mi abuela los mandó llamar. El caso es que al final, cerca de las doce, estábamos en la casa los seis, mis abuelos, la chica nueva, los dos jóvenes y yo; ellos nos compartieron de la comida que tenían, que era mucha y muy variada, yo un poco molesta porque los buñuelos que ellos traían borraban de lejos los que yo había intentado hacer, aun así y a regañadientes porque mi abuela me mandaba a comportar,

me senté a la mesa y compartí con ellos. Había algo que me llamaba la atención de la escena. Mi abuelo no parecía molesto con esos jóvenes, de hecho me hacía atenderlos bien y yo no entendía bien por qué lo hacía, lo había escuchado mil veces decir que los detestaba, que se habían dañado la vereda, que no eran verdaderos combatientes… Sin embargo no dije nada, no me pareció conveniente, al final era navidad y yo solo podía pensar en una cosa. Era tan inevitablemente feliz, era tan feliz en ese momento, era el mismo viento cálido de mi infancia, el mismo olor, una mezcla de leña, naturaleza y mi abuelo, éramos una familia reunida en la mesa y eran risas e historias…

Al trascurrir la noche mis abuelos se fueron a acostar y quedamos los jóvenes, la chica nueva y yo. Uno de ellos se alejó y se fue directo a la carretera, nosotros nos hicimos en un banco de madera construido por mi abuelo un poco más cerca de la cocina, no sé porque empezamos a hablar cada uno de su vida, pero hay estábamos tres extraños, con tres vidas diferentes a los que la sociedad muy amablemente ya nos había clasificado y nombrado de alguna manera. La historia de la chica ya la conocía, sus padres habían sido asesinados y ella había crecido con su abuela; ahora, un poco más grande, recuerdo si no estoy mal que tenía más o menos mi edad es decir diecisiete años, buscaba hacerse una vida, trabajar en lo

que le saliera y poder comprar muchas cosas, conseguir una pareja y tener una familia. Por mi parte les conté que estudiaba en Bogotá, era divertido y diferente porque mis compañeros solo pensaban en salir, rumbear y algunos en trabajar, pero no se imaginaban lo diferente que era el campo, no dije nada más. Al final el joven que nos acompañaba nos contó que ganaba muy bien; había terminado ahí por un primo, quien también “trabajaba” con ellos. Era muy joven, recuerdo que era menor que nosotras. La chica tenía sueño y finalmente se fue a dormir. Nos quedamos él y yo y entonces me dijo algo que hasta hoy me hace estremecer: “en este momento pienso que lo que hago no tiene sentido, tengo plata, una buena

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pinta que nos mandó el patrón, comida por montón que para mañana estará dañada y habrá que dársela a los perros o a los marranos, pero quisiera lo que usted tiene en este momento”. Yo me asusté y con miedo le pregunté ¿qué? y él me dijo “un abrazo de mi mamá, me dan permiso hasta la otra semana, pero en estos momentos quisiera abrazarla a ella”. -Trato de ser lo más fiel a lo que recuerdo-. Yo le dije tratando de tartamudear algo, ¡que en esos momentos no estaba con mi mamá! Y entonces él me respondió “está con sus abuelos y para usted es lo mismo, está con su familia”.

Ese día me di cuenta que no importa bajo qué categoría social nos clasifiquen o a qué

grupo pertenezcamos, siempre habrá tanto de mí en el otro como yo me lo permita ver. Esa noche reconocí tanto de él en mí que inevitablemente pensé como hubiera sido mi vida, si no hubiera viajado a Bogotá; siempre renegué el tener que haber vivido y crecido lejos de ese lugar, de mi paraíso, pero poco a poco mi paraíso se caía y me daba cuenta que solo era la representación a muy pequeña escala de lo que pasaba en mi país, de una guerra horrible que nos separaba, aniquilaba, pero sobre todo, que nos obligaba a odiarnos y a veces a odiarnos de la manera más absurda sin tener motivos. Esa noche nosotros le compartimos un poco de calor de hogar a esos jóvenes, pero uno de ellos, sin darse cuenta

y sin proponérselo, cambió la forma que en yo para siempre habría de ver a las personas.

A partir de ese momento, valoré mi vida, mi universidad y todas las oportunidades que tenía para expresarme y hacer lo que me gustaba. Empecé a leer sobre la guerra en Colombia, aunque reconozco que solo leí acerca de un grupo en especial, el grupo al que este joven había decidido hacer parte. Me impresionaba darme cuenta de lo tontos que éramos en la ciudad, nadie se preguntaba nada, nadie se cuestionaba, solo se escuchaba que este o este otro grupo era malo, por lo que trasmitían en las noticias. Y yo me preguntaba ¿y las personas que hay detrás de ese grupo y

la inocencia, sueños, esperanzas, amores e ilusiones que tienen? ¿y sus familias?

Tiempo después, para semana santa volví a donde mis abuelos; esta vez no estaban los mismos jóvenes, ya eran otros. A diferencia de la primera vez, esta vez reconocí a los seres humanos que había detrás del nombre, recordé cómo no somos tan diferentes, me gustaría decir que los escuché o hablé nuevamente con ellos, pero esta vez ya había leído muchas cosas y el miedo se apodero de mí.

Años más tarde me gradué de la universidad, mi motivo para viajar a Yacopí se fue, ya no estaba allí. Inicié a trabajar en el Departamento del Meta, conocí paisajes increíbles, atardeceres

de miles de tonalidades naranjas y ocres, escuché manadas de titis, el sonido que hacen es bellísimo, me encontré por fin cara a cara con mis queridas amigas las serpientes y vi hermosos árboles y palmas… y muchas veces también tuve el desagrado de escuchar tonterías como que este o este otro grupo era un cáncer y los cánceres debían ser acabados, así eso implicara la amputación de una parte del cuerpo. ¿Y si esa parte del cuerpo fuera un hijo o fuera yo, las personas que decían esas palabras pensarían igual? Una y otra vez recordaba cómo aquella noche de navidad un joven de uno de esos grupos tan odiados no parecía tan diferente a mí, los dos esa noche pensábamos que el mejor regalo de navidad era un abrazo de la familia.

Tuve la oportunidad de conocer la Uribe, la Julia, Mesetas, Vistahermosa y escuchar a los campesinos hablar del despeje del Caguán, desde su propia experiencia, de cómo ellos lo recordaban, lo habían vivido, antes, durante y los horrores que vivieron después, cuando el ejército con “ayuda” retomó el “control” de la zona. Allí mismo, en unos de estos

municipios, Mesetas, recuerdo haber pasado en la camioneta de la Corporación para la que trabajaba y haber visto el rostro de un joven ¡Por Dios, exclamé ese día, pero si es un niño! Era un militar con fusil, prestando guardia; a los pocos días se dio a conocer que un grupo se había tomado el municipio y habían matado dos militares, los dos muy jóvenes,

según se rumoraba habían descuidado sus fusiles y los habían atacado por sorpresa.

Fue inevitable recordar al joven que había conocido en Yacopí, al joven que había visto una tarde en una calle de Mesetas y mirarme a mí y pensar que, después de todo, no éramos muy diferentes nosotros tres. Era doloroso y al mismo tiempo un ilógico juego de ajedrez, solo éramos piezas y nuestras vidas parecían colocarse en uno u otro lugar, como en una obra de teatro donde cada uno de nosotros tenía un papel que interpretar. Pero ¿y quién nos colocaba en ese sitio? ¿Quién nos dice qué papel debíamos cumplir? ¿Éramos piezas de quién? ¿Quién nos movía? Y, sobre todo, ¿para qué?

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Así conocí muchos municipios más y en cada municipio las historias se repetían. Cada uno de ellos tenía un bello paisaje que mostrar y sus habitantes tristes relatos que contar. Mapiripán, un bello y alejado municipio a orillas del río Guaviare, es raro pasear por sus calles, ingresar a la alcaldía y pensar que en algún momento, esas calles, esas casas y esas personas fueron protagonistas de una horrible y espantosa masacre, que cuando la escuchas dices: ¡no puede ser verdad! Pero cuando encuentras información dices esto es totalmente absurdo, pero si somos iguales, si somos los mismos, si somos campesinos, si la sangre que corre por nuestras venas es campesina, si somos el producto de muchas

historias, de las historias y las vivencias de muchas personas que, a la final, no son tan diferentes.

El Calvario, todavía recuerdo la sensación extraña que me embargó cuando viajé por primera vez a este lugar y, aún más, cuando mi compañero de trabajo me dijo que él había sentido algo que lo había indispuesto cuando llegamos. Otro municipio duramente afectado por la guerra, nuevas historias, espantosas experiencias, la odiosa información que lo confirmaba todo y en mi cabeza, de nuevo el mismo pensamiento “no entiendo por qué nos matamos, torturamos, desaparecemos y sobre todo, por qué seguimos creyendo que somos diferentes y, en nombre de esta diferencia,

destruimos nuestros sueños, esperanzas, ilusiones y familias”.

Quiero terminar mi relato en Granada, el municipio en el que más residí. Me hice amiga de quien ahora es mi novio y solíamos ir a trotar todos los días a las cinco de la mañana, para lo cual no hace falta ser adivino y decir que el amor te hace cometer esas locuras; y digo locuras, porque lo que menos me agrada es madrugar.

Él vivió y trabajó en La Julia en un internado administrado por la Iglesia. Yo le solía hablar de lo que cuento en este relato y el me solía contar historias de varios jóvenes que, por algún motivo, resultaban seducidos ante la idea de pertenecer a un grupo que en esa zona tiene bastante influencia y

de todo lo que hacían para mantenerlos lejos de esa situación. Me contó casos muy bonitos en donde los jóvenes estudiaron, luego se trasladaron a Granada y ahora tenían sus familias y trabajos, incluso algunos de ellos me los presentó. También me contó casos en que había parejas en las que la mujer o jovencita mejor, era campesina y el hombre o joven era de ese grupo. De hecho conocí una joven de las que él me hablaba, fuimos a visitarla puesto que acababa de tener un bebé. Vino la pregunta con una pausa larga para responder ¿Y el papá ya vio al bebé? y tras un silencio, “No, es que él no ha podido venir, estoy esperando a estar mejor para poder regresar y que lo conozca”. También me contó un caso en el que

con ayuda de una mamá tuvieron que sacar a las malas y con engaños a una jovencita, porque estaba decidida a irse para el “monte”, como él me dijo. Y los casos que me gustaría no mencionar cuando, a pesar de todo, jóvenes de campo que sabían muy bien de labores de campo y les gustaba, terminaban en el monte por razones que él no entiende bien y no me supo explicar.

Pensaba en todos los jóvenes que describo en este relato y decía pero cómo pasa esto si el fondo somos los mismos jóvenes, perseguimos los mismos sueños, de diferentes maneras pero perseguimos los mismos sueños, y trataba de defender mi idea sobre todo con las personas que tenían en su cabeza la teoría del cáncer y la forma de

combatirlo, una de ellas era mi Coordinador.

Y un día estando en un evento de siembra en un barrio de periferia del municipio de Granada, una líder con la que siempre trabajaba, me dijo algo que confirmaría para siempre mi idea de que no somos diferentes. “Mi hija debe tener su edad, debe ser igual de bonita a usted, así debe ser, morena, de ojos negros y cabello liso…”, dejé por completo lo que estaba haciendo y la escuché, toda mi atención se vio volcada a lo que aquella mujer me estaba contando esa tarde. Su hija, según lo que me contó, había sido raptada hacía muchos años atrás. ¡Se la llevaron! me dijo y desde ese día no la he vuelto a ver… era muy niña cuando se la llevaron pero debe

tener su edad… Con un poco de recelo le pregunté ¿y quién se la llevó? El nombre de uno de esos grupos que tanto había escuchado nombrar apareció.

Imaginaba lo que ella me iba contando: había intentado buscarla pero había sido amenazada, finalmente fue a parar a la periferia de Granada, en un barrio de invasión que, excepto su nombre, no tenía nada de paraíso; ahora tenía otras tres hijas y aunque las quería mucho y eran su adoración, no dejaba de pensar en lo que estaría viviendo su hija mayor, la que ella decía se debía parecer a mí. Sus hijas adolescentes jugaban, ella fue a llamarles la atención no recuerdo por qué cosa. Las demás personas de la comunidad sembraban, algunas hacían huecos, otras

adicionaban tierra, otras hacían el cercado y yo pensaba en su hija, como si existiera un mundo paralelo en el que ella pudiera estar ahí conmigo o en su defecto yo pudiera estar con ella, donde estuviera.

Ella, el joven de Yacopí, el joven de Mesetas, los jóvenes de la Julia y yo, no éramos diferentes, esta absurda guerra nos había puesto en lugares distintos. Los había obligado a tomar papeles que tal vez nunca quisieron actuar, los fue llevando por caminos con aparentemente una sola salida, les fue mostrando una sola verdad, una sola verdad fundada en la más grande mentira, que necesitamos una guerra para mostrar que somos, pensamos, actuamos y queremos

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cosas diferentes, cuando en ese momento había tanto de ellos en mí, tanto de sus sueños, tanto de sus historias, tanto de sus vidas, como lo puede haber en cada uno de los colombianos o en cada una de las personas de este planeta.

Por eso para mí, siempre habrá tanto del otro como yo me lo permita ver, aunque la sociedad me pinte a este grupo o a este otro como el enemigo y bajo esa excusa se asesine, torture y aniquile… Es necesario ver al ser humano que está parado frente a ti, conocer su historia, tal vez en algún punto se enlace a la nuestra y entonces nos sea más fácil comprender, perdonar, amar.

Con este párrafo concluyo mi relato de cómo nos ha tocado la guerra, no sin antes decir que no se trata solo de asesinatos, secuestros o cualquier otra forma de tortura. La guerra nos toca a veces de forma que ni nos imaginamos y nos trasforma de manera que no nos damos cuenta. Algunas veces, hasta se nos olvida que somos humanos, que somos los mismos…, hijos de un mismo planeta y de una misma mujer, que tenemos sueños, ilusiones y familias y que bastaría con ver al ser humano que hay frente para darnos cuenta que queremos lo mismo: sentirnos protegidos y vivir esos momentos cálidos a lado de las personas que amamos.

Una visita a San Joaquín y Santa Lucía

La comunidad de San Joaquín está ubicada en lo alto de una montaña en la Serranía de San Lucas en el municipio de Simití y está compuesta por personas provenientes de Boyacá, Meta, Caquetá y los Santanderes. No posee buenas vías de acceso, por lo que son muy pocos los carros y motos que pueden llegar hasta allá, así mismo, el estado de las vías dificulta y encarece el comercio de los productos. No cuenta con electricidad, cobertura celular, agua potable, saneamiento básico y vías pavimentadas. Adicionalmente, San Joaquín fue zona cocalera; por lo tanto, es una comunidad acostumbrada a recibir grandes cantidades de dinero producto del cultivo de la coca.

A raíz de la desmovilización paramilitar, las políticas de fumigación y el constante abandono

estatal, entre otros, la comunidad empezó a transformar su economía de subsistencia de cultivos ilícitos a agricultura

familiar de productos como el cacao y el café. Sin embargo, el valor de las semillas y el cuidado y trabajo que

requieren, comparado con las ganancias que deja el producto cultivado, deja ver que la agricultura no es un negocio rentable

ni atractivo para los campesinos. Por tal motivo, la comunidad de San Joaquín está dedicada a la producción agropecuaria, a trabajar por jornales o a “raspar” coca en las fincas donde aún la cultivan. En ese sentido, hay familias que poseen algunas hectáreas de tierra, en las que en su momento cultivaron coca y en las que ahora se cultiva café, cacao, maíz, plátano y frutas, o se mantienen algunas cabezas de ganado. Así mismo, están aquellos que viven de trabajar en los cultivos de los demás y no cuentan con un ingreso fijo ya que dependen de las épocas de cosecha y la disponibilidad que tengan los dueños de contratar obreros para ayudar a recoger los productos.

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Los hombres del pueblo normalmente se encuentran la mayor parte del día por fuera de los hogares y regresan a las 6pm, cuando ya no hay luz de sol y se dificulta trabajar en el campo. Las mujeres casadas están encargadas del hogar, por lo que deben preparar las diferentes comidas, alistar a los niños para ir a la escuela, hacer aseo y los quehaceres de la casa y atender a los obreros, en caso de que tengan algunos trabajando en los cultivos. Así mismo, deben alimentar los animales que estén criando, ordeñar las vacas lecheras que posean y hacer los encargos respectivos al señor que maneja la línea (el transporte que trae los encargos de Santa Rosa o Simití). Si tienen hijos en edad

escolar, esperan a que salgan de la escuela y los acompañan a hacer las tareas y, en algunos casos, les ayudan a hacerlas. Y en las noches, se reúnen a ver telenovelas en las casas donde poseen motor de gasolina y televisor.

Los niños hasta los 5 años asisten a la guardería durante la mañana y después de almorzar juegan en la calle hasta la noche. Los niños más grandes van a la escuela y al mediodía salen a sus casas. Los que viven fuera del casco corregimental se van caminando o en bestia a sus casas y los demás llegan a almorzar y a ayudar a sus mamás a hacer los oficios de la casa. Algunos niños van a guardar el ganado (“encorralar”) mientras que los otros

deben ayudar a trapear y barrer. En las tardes juegan por las calles o se reúnen a jugar fútbol en la cancha del corregimiento. Y en la noche, les gusta ver los seriados y las telenovelas de los canales nacionales en las casas donde tienen y pueden prender motores.

Los niños en San Joaquín están acostumbrados a los gritos y las amenazas, es por eso que no responden a los llamados de atención a no ser que se les amenace o se les alce la voz. En sus casas, las mamás suelen gritar y amenazar todo el tiempo a sus hijos para que obedezcan y hagan los oficios que ellas les piden. Es evidente la poca paciencia que les tienen a los niños y la rigidez con la que se les castiga (los castigos

físicos y verbales son muy comunes); esto permite pensar que no están conscientes de que las capacidades y respuestas de los niños no son tan desarrolladas y les exigen igual o más que a un adulto del doble de su edad.

El programa de bachillerato de la escuela en San Joaquín solo imparte hasta noveno grado; por lo tanto, los jóvenes que pueden y quieren seguir estudiando deben mudarse a Santa Rosa o Simití. Los otros jóvenes se dedican a trabajar.

Con respecto al limbo entre las categorías de niñez, juventud y adultez es importante señalar que culturalmente, y para este contexto específico, la frontera entre la juventud y

la adultez es difusa ya que la mayoría de chicas entre los 16 y 24 años ya tienen hijos o están casadas y tienen sus hogares y familias establecidos. Para un contexto como el de Bogotá, una persona en ese rango de edad ha terminado el colegio y está estudiando en una universidad o trabaja para poder estudiar. En San Joaquín las muchachas buscan estabilidad y seguridad viviendo con un compañero o no contemplan la posibilidad de continuar estudiando fuera del municipio. Estas muchachas, que en Bogotá se denominan jóvenes, en Santa Lucía ya son madres, responsables de una familia y por lo tanto adultos con capacidad para incidir en las decisiones políticas del corregimiento. Lo

mismo pasa con los muchachos que tienen a su cargo una familia y un hogar que mantener y que, aunque se reúnen a jugar fútbol en las tardes como cualquier joven de su edad, deben cargar también con la responsabilidad de un adulto y sujeto político.

Adicionalmente, están aquellos adultos que vivieron la época de la presencia guerrillera y la incursión paramilitar y están acostumbrados a vivir bajo la autoridad represiva de estos grupos armados organizados (GAO). Bajo este sistema político, el GAO de turno imponía unas normas y se encargaba de que la comunidad las cumpliera. Bajo esa lógica, no se les permitía participar ni proponer, así como tampoco se les daba la posibilidad

de imaginar un sistema político participativo en el que todos tuvieran la oportunidad de construir.

A estas caracterizaciones socio-culturales podemos sumar el abandono estatal que impide una formación de sujetos políticos participativos. Es decir, si una comunidad como San Joaquín ha vivido alejada de todas las actividades políticas es entendible que no estén interesados en participar de las decisiones que afectan al colectivo. La religión evangélica juega un papel importante para la construcción de redes de confianza ya que congrega a un grupo de personas y los moviliza bajo un mismo sentir. Es importante analizar estas relaciones ya que la comunidad en su

mayoría profesa esta fe religiosa.

***

La comunidad de Santa Lucía está ubicada en el municipio de Simití, en la Serranía de San Lucas. Al igual que San Joaquín, no posee buenas vías de acceso, electricidad, agua potable, cobertura celular y vías pavimentadas. El paisaje del caserío se complementa con el gran número de casas abandonadas, principalmente por personas que se aburrieron de vivir ahí o que han tenido que mudarse a los cascos municipales cercanos. La comunidad está compuesta por personas provenientes de Caquetá, Meta y Boyacá.

Debido al pésimo estado de las vías de acceso, la llegada

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de productos y de alimentos al corregimiento es muy escasa. A pesar de que el corregimiento se encuentra a 40 minutos de San Blas, no llegan suficientes productos o variedad de productos para surtir a la comunidad. Así mismo, la gente se queja de la vida tan rutinaria que viven y de la falta de actividades y espacios de esparcimiento en el corregimiento. El agua que llega al corregimiento, si bien es más limpia que la de San Joaquín gracias a que no hay actividad minera cerca, sigue siendo no apta para el consumo y genera enfermedades estomacales en los habitantes del corregimiento.

Los hombres en Santa Lucía se dedican a las labores del campo. Se encargan

de sus fincas y cultivos de cacao y café. Así mismo, cuidan los animales de engorde, los hatos de ganado y los piscicultivos. Aquellos que no poseen un terreno para producir trabajan como obreros y “raspachines” por un jornal. Debido a que cada vez hay menos trabajo, en el corregimiento las familias deben dividirse y los padres deben salir a buscar en otros lugares trabajo para poder mantenerlas. “Raspar” coca durante meses completos aún mantiene a flote la economía de estas familias a pesar de los esfuerzos del Gobierno por acabar con estos cultivos.

Las mujeres están al frente de los hogares y son las que se encargan de alimentar y cuidar a la familia. Hacen los quehaceres

del hogar, supervisan las tareas de los niños y cocinan para sus familias y los obreros (dependiendo si tienen algunos trabajando en las fincas).

Los niños asisten a la escuela toda la mañana y después salen a almorzar y a hacer tareas. En la tarde juegan por el corregimiento o van a ver televisión a la casa de una familia que prende el motor.

Los jóvenes actualmente cuentan con dificultades ya que no han tenido una continuidad en sus procesos académicos debido a los cambios en la prestación del servicio de educación en esta zona del departamento de Bolívar. Por lo tanto, cuentan con mucho tiempo libre para trabajar, ganar dinero y ser “presa fácil” de

reclutamiento forzado. El año lectivo, por ejemplo, se perdió ya que no se impartieron las horas requeridas por el Ministerio gracias a que los profesores dejaron de dictar clases mucho tiempo por falta de pago.

En Santa Lucía la comunidad está dividida entre católicos y evangélicos; si bien en un primer momento la diferencia tan marcada no genera ningún choque entre grupos, sí genera una segregación inmediata que fragmenta la sensación de unidad comunitaria. También han sido víctimas de la represión del modelo de gobierno de los GAO por lo que no han tenido la capacitación participativa de una persona que vive sumergido en un contexto de participación política.

La necesidad por sobrevivir ha tenido que ver en la consolidación del carácter de los miembros de esta comunidad y, por lo tanto, se podría pensar que esto ha impedido o dificultado que se tenga una conciencia de trabajar por el colectivo antes que por el individuo.

Para los casos de San Joaquín y Santa Lucía las Juntas de Acción Comunal son espacios que generan choques entre la comunidad. Esto se debe a que existen miembros de las comunidades que reconocen y apoyan la autoridad y el trabajo que se realiza en las Juntas; pero hay otros que desaprueban y deslegitiman los procesos despertando en los demás miembros de la comunidad desconfianza y oposición.

A todo esto le podemos sumar la cultura violenta con la que tratan a los niños y en la que están siendo educados. Me impresionó la manera como se castiga a los niños cuando no hacen los deberes y las tareas que los padres les piden que realicen. Los niños no solo son gritados o insultados sino que también son golpeados con las manos, con

palos o con lo que encuentren a la mano. El ambiente en general de la comunidad es tenso y se escuchan muchos gritos e insultos desde las calles. También pudimos identificar una actitud muy permisiva con los menores de edad y las bebidas alcohólicas. Se les entregan a los niños de doce o trece años tres o cuatro botellas de cerveza

como premio por ganar un partido de micro fútbol y se incentiva así el consumo de bebidas alcohólicas desde muy temprana edad.

En resumen, de la comunidad de San Joaquín pudimos identificar una falta de confianza preocupante entre los miembros de la comunidad, que se refleja en la dificultad que tienen para construir relaciones de confianza con personas ajenas a la comunidad y desconfianza hacia los líderes. Por otro lado, identificamos la falta de tolerancia y respeto al otro que se refleja en la poca paciencia que tienen los padres con los niños. Y por último, identificamos la falta de compromiso, egoísmo y apatía dentro de la comunidad que se reflejan en la poca participación de los miembros

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de la comunidad en las actividades que se organizan para beneficiar al colectivo.

Conversando sobre algunos temas:

Poblador uno

¿Qué significa Conflicto Armado? Para mi Conflicto Armado es lo que ha pasado toda la vida. Porque ese cuento, mire lo que estábamos hablando, cierto? Esta es una zona de paz por ahí del año sesenta, por ahí al ochenta y cinco, noventa. ¿Por qué? Porque cuando esa gente se vino por acá, está bien, se sufría, por ahí que cargar maleta por allá ocho días si les tocaba, pero no había ninguna guerra porque es que lo que yo entiendo y me contaban mis padres, digámoslo así, nuestros

antepasados. El conflicto más violento yo creo que fue cuando el color político, porque cuando eso no era que paramilitares, que guerrilla, alguna cosa, era peor. Y ese de dónde salió? Del gobierno. Entonces yo digo una cosa, es difícil, lo que yo he pensado o sea lo que yo analizo, paz es difícil de que la haiga. Yo creo que ni los bisnietos de nosotros van a ver eso. Porque el problema es que todo el que coge, todo el gobernante, eso es lo que promete, paz. Pero es mientras sube allá. Porque ¿cómo llego a medio a cambiar lo del color político? Mandar cuatro años uno y cuatro años el otro, el que gane. Pero primero no era, si usted es liberal y yo soy conservador, y llego a la casa suya hasta al más pequeño

mato, entonces es una violencia más dura.

O sea que para usted ¿paz es que se terminen los enfrentamientos o paz es que ya no haya nada? Que ya no haiga ninguna violencia, pero es que ¿cuándo va a pasar eso? Eso no va a pasar nunca.

¿Ha habido presencia del Estado en San Joaquín? Nunca.

¿Cuál es la autoridad, quién representa la autoridad en el corregimiento? Ahorita aquí nadie. Porque ahorita usted va, inclusivamente usted va a Simití, a la estación de policía, el municipio está endeudado, no hay recursos para ir a visitar cualquier cosa. La policía no tiene seguridad para salir del municipio ¿entonces? Aquí se vivió un poco o sea que cuando eso no había ni problemas

su comunidad soñada? Que estuviera mejor dicho, libre de todo. Aunque uno lo puede soñar pero verlo es difícil.

Poblador dos

¿En el caso de que alguno tenga algún problema o tengan alguna pelea, o una discusión con alguien, a quién recurre uno como autoridad? Acá no tenemos, vea, acá no tenemos. Lo único que tenemos es una JAC. No tenemos un, cómo es que se llama eso? Un… Aquí no hay ninguna autoridad, o sea que dicen que un inspector de policía, que… bueno nada. Aquí no hay nada, aquí no hay autoridad de nada. Si hay una pelea pues toca a uno meterse ahí a bregar defender y ya y dejar así. Porque no ve que aquí no.

Y la Junta de Acción Comunal ¿qué representa para usted? Una autoridad. Que a veces como una autoridad. Pero que tampoco hace mucho.

Y ¿por qué será que nadie la tiene muy en cuenta? Como que a la junta no le interesan las cosas. O que no nos interesa, porque nosotros vivimos acá. De pronto no le interesa, de pronto uno no está como interesado en las cosas a ver qué. De pronto una personas quiere trabajar, y que si usted quiere trabajar uno debe de apoyarlo, pero de pronto eso no está en mi mente.

¿Qué significa el conflicto armado? Para nosotros significa temor, porque nosotros sabemos que llega esa gente aquí que sin saber que

vendrán, que pensado vendrán. Por ejemplo cuando entraron los paramilitares un muchacho tenía una finca por allí cerquita. Él se le acabo la panela y la esposa le dijo vaya al pueblo que se me acabo la panela y tráigame otras cosas. El vino y le compró las otras cosas pero se le olvido llevarle la panela. Cuando él llego allá ella le dijo “¿no me trajo la panela? No hay panela para los obreros” dijo “no pues fácil yo voy en la moto y traigo la panela, no me demoro”. Y él como paso dos veces y ellos estaban ya apenas habían llegado entonces ya dijeron que era que él estaba de sapo de la guerrilla. Cuando el volvió otra vez aquí lo cogieron y lo amarraron y lo iban a matar. Lo único es que la gente de San Joaquín estaba aquí gracias

a dios. La gente se reunió y allá lo tenían amarrado que ya lo iban a matar entonces que la gente dijo que nosotros metemos las manos al fuego por ese muchacho porque en lo general había sido un muchacho criado aquí en la comunidad y él no se mete con ningún conflicto armado. Un muchacho trabajador. Y si no lo hubieran matado. Ahí si hubo unión porque ahí si hablaron por él y lo soltaron. Pero lo iban a matar, inocentemente.

¿Y la idea de paz sería entonces qué? Porque si conflicto armado es temor, ¿paz qué sería? Paz sería que haiga aquí una autoridad que uno diga pueda recurrir a esa autoridad por cualquier cosa o pueda presentar algo. Pero aquí nos preguntamos entre nosotros porque a quien le vamos a

ni nada cuando estuvo la guerrilla. Porque la guerrilla es “se arregla, se va o se muere”. Y la gente vivía en paz, cuando eso ladrones y toda esa cosa había remedio, ya no, mientras ahorita no.

Y si hay algún problema acá ¿a quién recurre uno? ¿A quién le pide ayuda? A nadie, defiéndase como pueda.

¿O sea que la Junta de Acción Comunal no representa nada? La JAC puede representar ¿cierto? Pero hay muchas personas que no confían en nadie. Es que dese cuenta no más en la reunión, ayer. Acá se cuenta con una cantidad de población, y la reunión son poquitos los que los escogen. Ahí si cada quién tendrá sus motivos y su por qué.

Para usted ¿cómo es

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preguntar, lo que el uno diga y el otro también sin saber si será así o no será así. No tenemos una paz ni de nada, aquí vivimos como a la voluntad de Dios.

Poblador tres

Usted hablaba de que llegó al corregimiento como inspector de policía hace… En el año 92, pero comisionado por el municipio de Simití. Trabajaba con la Alcaldía Municipal de Simití.

¿Desde ese momento San Joaquín ha tenido alguna autoridad de ese estilo, como un inspector de policía? Tenía inspector de policía.

¿Hasta hace cuánto? Hasta hace… esta administración que pasó no tuvo inspector. Desde hace 12 años.

Y digamos que en ese sentido, autoridad como tal, qué podemos denominar aquí la autoridad en el corregimiento. Aquí la única autoridad que hay, autoridad la Junta de Acción Comunal y mi persona, como, prácticamente como miembro activo de… miembro educativo de esta comunidad. Porque aquí vienen muchas personas, padres y no padres de familia a consultar conmigo cosas aquí. Esas cuestiones de asuntos jurídicos, de pronto por la experiencia porque yo trabaje 6 años en la administración municipal. Yo trabaje en la inspección de policía, después de la inspección de policía baje a secretario de la inspección de policía y personería. Tú sabes que la personería es el pequeño procurador

de los municipios. Y de ahí seis meses me desempeñe con un señor de Bogotá, me desempeñe en la delegación como secretario de obras públicas y traslados, secretario de planeación encargado, y se sabía y me dejaban a mí como encargado, de pronto por la capacidad que yo tenía para manejar el personal, para desarrollar las cosas. Y de ahí, el alcalde de la administración que yo les hice en Bogotá era simiteño, entonces dijo “por razones políticas ya la gente me está presionando que te saque porque tú no votaste por mí, pero a mí me da pesar porque usted es un funcionario extraordinario, usted es un funcionario que a mí me ha servido mucho”. Entonces me dijo, “yo te voy a dar un puesto para

docente y te vas para el triángulo”, yo le dije “yo para el triángulo no voy, si me quiere ayudar ayúdeme por aquí cerquita a Simití. Entonces metieron a una muchacha que nunca había pisado un monte por acá. Entonces en el año 96 me decidí y dije “voy a volver a lo que era antes, lo que a mí me gusta. Porque yo en el año 90 había estado allí en Monterrey como docente, en el año 90, 1 año con el padre Clemente, un padre reconocido en la zona, fundador del Centro Cleves, el me ayudo para eso. Y en el año 96 pues decido volver a la docencia, trabaje aquí, provisionalidad 3 meses y después me fui a concurso. Y en el año 98 comienzo como docente de planta hasta la fecha de hoy.

En ese sentido, cuándo una persona necesita solucionar un problema, o hay un problema entre un grupo de personas ¿a quién recurre la comunidad? Bueno aquí los problemas, eso se llama… en términos jurídicos y en términos de inspector de policía conciliación. Eso lo maneja la Junta de Acción Comunal dependiendo de la magnitud del problema, dependiendo, porque si llega un problema de linderos, de terrenos, de plata, eso por cuantía lo maneja el inspector de policía. Pero de pronto por un chisme, o algo, una agresión verbal, la Junta. Si la Junta tiene la capacidad, pero si el presidente de la Junta no se quiere como meter en nada, se abre y se hace el loco. Y entonces llegan las divisiones y el conflicto.

Comúnmente la Junta sí interviene en esos problemas o es más bien apática? Anteriormente la Junta intervenía pero ahorita como se hace a armar problema no se la Junta que estaba actual como resuelva esos asuntos. Yo siempre he optado por el medio del diálogo.

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Con la amenaza de muerte encima

“Yo creo que la guerra es algo que se desarrolla de diferente forma pero que está inmerso en todo el territorio Colombiano”

Jóven indígena Nasa, 26 años Así empieza la

narración de Anderson, un joven que siente que la violencia de su pueblo ha sido desgarradora y para él ha sido causa de distanciamiento con su familia, de su demora en alcanzar metas profesionales y de muchos recuerdos que contrastan momentos de alegría con el dolor y la tristeza. “El conflicto colombiano no solamente está en la zona rural sino en las zonas urbanas, solo que se presenta de diferentes formas y es por ello que es un conflicto social”.

Este joven sacudido por la guerra, de manera inteligente y entre una expresión de inexplicable tranquilidad, visualiza lo dramático de su

historia, la de su pueblo. Sus palabras reflejan la esperanza al pretender sabiamente construir un mejor mañana, no solo para él y su pueblo, sino para toda la sociedad colombiana.

En abril del 2005, en Toribío, municipio del norte del departamento del Cauca, estigmatizado por ser una zona de violencia, una de las llamadas “zonas rojas” de Colombia, ocurre un suceso que marca la vida de Anderson, así como de muchas otras personas que habitan o habitaron este lugar. Así lo manifiesta la historia y la memoria del colectivo de la comunidad indígena

Nasa, pueblo que ha estado condenado a la oscuridad de las muertes que han transcurrido desde 1983, cuando ocurrió la primera incursión de la guerrilla.

En aquel entonces, Anderson tenía 16 años, “acostumbrado” a los hostigamientos entre guerrilla y ejército, cuenta que aquella mañana de abril, se encontraba en el colegio Eduardo Santos, donde cursaba ya grado once y se destacaba por ser uno de los mejores estudiantes de esta institución. Comenta, con voz pausada y en medio de una sonrisa que no deja de expresar durante todo su relato, que

debido al compromiso de los estudiantes de último año de realizar un proyecto de grado, se tenían que levantar desde las 5:00 de la mañana a iniciar sus actividades académicas; entre otras cosas el colegio es un internado donde todos los estudiantes permanecían allí de lunes a viernes. Cuenta además que su colegio queda a 10 minutos del municipio de Toribío y a casi una hora de la casa de sus padres, donde vive con sus 7 hermanos.

Por aquellos días, ya llevaban un tiempo de constante tensión por los hostigamientos, en un pueblo que como dicen es un “pueblo

de guerra que no duerme”. Ese martes, recuerda, inició su día como era costumbre, pero algunos minutos después de haberse levantado, se empieza a escuchar el sonido de un megáfono; entonces él y todos sus compañeros guardaron silencio para saber de qué se trataba, así identificaron una voz que decía: “salgan del pueblo, que este es un ataque y lo que viene es una lluvia de plomo”. Ya la comunidad estaba acostumbrada a esta realidad y dice Anderson que cuenta la misma gente, que al comienzo se hizo caso omiso a esta orden de los insurgentes. Sin embargo, después de las 6:15 am se empezaron a escuchar disparos y de repente un estruendo, era una pipeta de gas que había estallado. De ahí

en adelante, gritos no dejaban de escucharse “es un ataque, es un ataque”, y a su colegio9 empezaron a llegar familias a refugiarse de los ataques, sin llevar nada en sus manos, solo buscando salvar sus propias vidas y las de sus seres queridos.

“Lo que continuó fue de largo, todos nuestros rostros llenos de pánico, con la amenaza de muerte encima nuestro, cuando se vive en la guerra y las balas zumban en los oídos, se siente que la muerte está llegando”. Expresa que solo cuando se sienten las balas tan cerca es que la genta reacciona porque la costumbre es siempre el fuego cerca y lo que se hace es 9 El colegio Eduardo Santos y otros colegios y lugares han sido selec-cionados por la comunidad indígena como sitios de refugio frente a ataques. Se les lla-ma lugares de protección y se supone que la guerrilla y el ejército no pueden incursio-nar en estos sitios.

buscar la fuente de los disparos para saber qué está pasando. “Nunca borraré de mi mente, cómo repicaban esos disparos en la cancha de básquet del colegio, cuando se aproximaron los helicópteros del ejército, tratando de ingresar en el pueblo”. Aquellas balas, recuerda, pudieron quitarnos la vida.

Eran 5 o 6 helicópteros, de donde finalmente bajaron soldados. Con ese apoyo la tragedia no fue peor, comenta, la guerrilla no se pudo tomar el puesto de policía, como sí había sucedido en una toma de años anteriores. Esta vez el ejército demoró en poder entrar, pero lograron hacerlo por un espacio entre las montañas que no cubrió la guerrilla. Además, el puesto

de policía se habida reforzado por orden del presidente Uribe, cosa que fue positiva, pero este presidente quiso acabar la guerra con más guerra y “la solución de la guerra no es terminarla con guerra”.

“A nivel personal, yo estaba en grado once, ya finalizando el bachillerato, me faltaban unos meses para terminar; mi familia hacía mucho esfuerzo para que yo pudiera estudiar y luego que yo pudiera ayudar a mis hermanos”. La vereda de origen de Anderson, está a casi una hora de distancia del colegio y ha sido una vereda muy violentada por la guerra. Este día de abril ya llevaba casi dos meses sin ver a su familia por la situación de conflicto que se vivía entonces y “aquella vez, hace más de mes

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y medio, fue una visita de pocos minutos, que pude hacer porque una volqueta que transportaba ayudas me llevó a casa, pero debí regresarme de una vez”. Dejar de ver a su familia es algo muy doloroso y que genera demasiada incertidumbre el no saber si volverán a encontrarse vivos.

La distancia por la guerra, por la falta de transporte, por falta de infraestructura para desplazarse es una de las consecuencias personales y es como ha tenido que vivir por causa de la guerra; “esto ha sido perjudicial para mi vida”.

“El conflicto no se genera solo en el lugar del ataque sino en todo el territorio; la ubicación geográfica de Toribío facilita la ubicación de insurgentes y dificulta

el ingreso del ejército y los ataques los hemos vivido desde hace muchos años”.

Otro de los efectos que ha tenido la guerra en la vida de Anderson, es el acceso al conocimiento, como él lo llama. Expresa con un poco de nostalgia que al pasar los ataques, aproximadamente dos meses después, se iniciaron las clases en el colegio, pero ya nada volvió a ser lo mismo para él. El colegio abrió sus puertas nuevamente, pero los profesores no volvieron, llegaron nuevos docentes y ya nada fue igual. “Esa misma semana de reingreso, decidí que no volvería, me desmotivé mucho (…) Yo era un buen estudiante, los profesores eran exigentes y cuando hay buenas estrategias para desarrollar el

conocimiento, es motivador, pero cuando eso se termina, ya no queda motivo para permanecer y esto me perjudicó mucho”. Recuerda extrañar mucho a sus profesores de Lenguaje, Matemáticas, Ciencias Políticas, Física, Química. “Todos se fueron”, se marcharon porque tuvieron miedo, algo seguramente normal en aquellas condiciones, pero muy lamentable para el futuro de los jóvenes en esa región.

Para muchos fue absurdo no haber terminado el grado once en su colegio, cuenta Anderson, después de haber estado seis años interno en el colegio, “pero para mí era imposible seguir”. Su familia de escasos recursos había hecho gran esfuerzo para darle estudio, pero nada pudo convencerlo

de seguir. Estuvo trabajando unos años con sus padres y ayudando para que sus hermanos estudiaran y luego de casi dos años, decidió retomar sus estudios. “Me tocó terminar acelerado”, refiriéndose a terminar en un bachillerato por ciclos del que se usa ahora para validar. “Esto es afección del conflicto, tanto familiar como académica, genera factores que lo desmotivan a uno, eso es lo que a veces uno piensa, por mí no tanto, porque me ha gustado estudiar y hacer las cosas bien, como trabajar cultivos lícitos, como la piña en lo que ando ahora, pero para otras personas no es lo mismo, se desmotivan y se van por otros caminos, buscan otros caminos no porque sea lo más fácil, sino de acuerdo a las pocas oportunidades que

tienen, es para ellos lo más próximo”.

El testimonio de vida de Anderson, es un llamado a la sociedad a dejar la indiferencia frente al conflicto, ayuda a visualizar el dolor de la guerra en medio de la vida de tantos niños y jóvenes y da un mensaje de enseñanza que a veces no lo podemos captar, porque se cree que nuestras condiciones son diferentes y no pudieran se las mismas que estos jóvenes. Por ello no puedo dejar de mencionar las palabras finales de este valiente joven que lejos de expresar tristeza, se siente fuerza en su voz, fuerza por luchar por un mejor mañana.

“La política adecuada no es solucionar la

guerra con guerra, lo mejor es proporcionar la seguridad al individuo al ciudadano, desde que uno pueda hacer las cosas y tener cómo hacerlas, es lo que uno necesita. De las actuales estrategias que el estado desarrolla, más que los recursos lo que se necesitan las herramientas, me pudiera dar 10 mil pesos, con plata cambio

mi perspectiva, pero si me dicen qué necesito que cueste 10 mil pesos, entonces, me brindan herramientas que es más útil para mí. Esto genera seguridad al ciudadano para hacer las cosas mejor. Con la guerra se pudiera terminar la misma guerra, si, llegar con un arma y le quito al otro, su arma, pero qué pasa, usted

con eso no le quita la mentalidad a la persona; yo le entrego el arma pero yo tendré mi mentalidad como la traigo, entonces uno debe trabajar es la mente, en la transformación de la persona. La solución no debe ser de momento, sino estrategias que fortalezcan el desarrollo de la sociedad y acaben el conflicto”.

Finalmente, Anderson, nos enseña que para la supervivencia lo más importante de la sociedad rural es la unidad, así como en su comunidad indígena se mantienen unidos y defienden su territorio, incluso a través de normas establecidas para poner orden y hacerse respetar, incluso con los grupos

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insurgentes (recuerda que por los medios de comunicación se dio a conocer los castigos a guerrilleros que mataron a personas de la guardia indígena). Puede haber inversión y un buen pensamiento, pero la unidad es apropiarse de su territorio y trabajar por él, “de qué sirve el todo el dinero del mundo si no se puede disfrutar”.

Después de terminar su bachillerato, ingresó a la universidad y actualmente estudia Administración de empresas en la Universidad del Valle, trabaja y “convive” entre su natal Toribío, Caloto y Santander de Quilichao. Dice que no cambia de lugar porque solo necesita estar vivo para morir, que la solución no es marcharse porque este territorio lo identifica,

es su desarrollo como él lo llama y, aunque no es un paraíso, es su vida.

El estudio para Anderson es la oportunidad de fortalecerse, de relacionarse mejor con su realidad y con el futuro de su comunidad. Sabe que esta región está estigmatizada por la guerra, por lo movimientos sociales y acciones colectivas que lideran los indígenas, que hay dificultades y errores pero que se mantienen unidos, “El mayor potencial de desarrollo somos nosotros mismos como comunidades (…) como campesinos, como agricultores”, pensar en producir para vender pero también como fuente de sostenibilidad no solo de nosotros sino del entorno, porque “debemos conservar el

medio ambiente para seguir produciendo porque mañana nos podríamos quedar sin forma de producir”

“Más que una historia es una realidad, mi realidad. La sociedad categoriza o estigmatiza a una persona o sector; eso también es violencia, no solo el conflicto; el desarrollo sin conflicto es cambiar perspectivas, es pensar en el otro,

es ayudar, si ando con zapatos y el otro no, es que yo podría ser el que no tiene. Para que

haya una sociedad tranquila es trabajar y si el otro no trabaja incentivarlo para que trabaje porque si él se siente seguro no me va atropellar más adelante. Esas personas

que no tienen nada luego va a atropellarme a mí, quizás si buscamos oportunidades en conjunto tendremos una mejor sociedad”.

Desde el corazón de la guerra en Cauca, Anderson es protagonista del dolor, pero con profunda sabiduría, también es protagonista de la esperanza.

La indiferencia es el peor enemigo

Para comenzar quiero contar las diferentes percepciones que se tienen de la guerra en el territorio colombiano, pues es de notar que la forma como se vive el conflicto armado en las ciudades es muy diferente a como se percibe en el mundo rural. El sufrimiento al que está ajena una cultura citadina en un marco de conflicto armado, puede ser un referente contundente de indiferencia. Esto lo digo por el acercamiento que he tenido con la comunidad de las mujeres de Montería. Dicho acercamiento me ha hecho ver la guerra de una manera distintita, tal vez menos ajena a como la veía antes. Me ha hecho ver que nuestra identidad va más allá de decir “Yo soy Colombiano”.

Entonces ¿es la ciudad un epicentro de indiferencia frente a las consecuencias del conflicto armado a lo largo del territorio colombiano? ¿Cómo se valora en términos de desigualdad, desplazamiento y violencia a las víctimas directas de la guerra? ¿Cuál es el verdadero acercamiento y aporte de aquella población que no ha sido víctima directa del conflicto armado en Colombia hacia las personas que sí lo han sufrido? Es decir, más allá de una política pública ¿cuál es la tarea de las personas de la ciudad con todos aquellos campesinos víctimas directas de la guerra?

La ciudad hoy día vive bajo un sistema indiferente que busca competitividad

depredadora en cada una de sus esquinas. Ejemplificar lo anterior se vuelve algo repetitivo y cotidiano, siendo esta la razón que tal vez justifique la ceguera de la sociedad, cuyo comportamiento se manifiesta de manera ascendente. Se vive en pro de tener más, gastar más, de tal forma que el valor de la persona se mide no por sus valores en sí; contrario a ello es medida por la cantidad de riqueza que la misma registre.

Hemos construido una sociedad vacía e indiferente que al ver de cerca a las víctimas de una guerra, que pudo haberle tocado a cualquiera, prefieren hacer caso omiso y seguir bajo esquemas masivos de consumo, que traen con ello modelos y tratados que

perjudican finalmente las personas que día a día producen en el campo, producen el alimento que llega a los hogares colombianos. El trabajo del campo es menospreciado, los campesinos son tratados como personas de segundo nivel. El dinero es un instrumento de estratificación en nuestra sociedad y la discriminación y violencia no se hacen esperar. Una cultura de paz no se construye con indiferencia, una cultura de paz se construye respetando al otro por lo que es más no por lo que tiene.

La tarea de los ciudadanos es no mirar la guerra o la violencia en el marco del conflicto armado como algo ajeno a la vida cotidiana; la

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labor real es visibilizar la problemática sin dejar únicamente que los medios de comunicación moldeen una percepción del conflicto. Es involucrase, leer, asistir a los debates y buscar alternativas de apoyo para todas esas víctimas de un conflicto que no conoce respeto, que no tiene un valor por la vida. En la medida que nos demos cuenta que las soluciones para el conflicto, más allá de un gobierno, están en las manos de todos nosotros, estaremos construyendo país, significando y re significando el territorio. Es de anotar que la guerra no se puede expresar únicamente por la relación existente entre el conflicto armado. La guerra es violencia, es desplazamiento forzado, es indiferencia,

es discriminación, lo que trae como consecuencia niveles extremos de pobreza y de vulnerabilidad para la comunidad, población y territorio.

La guerra me ha tocado de diferentes formas, nunca tan cruel como puede vivir un actor rural, pero sí desde las historias y relatos que generan una representación en mi ser por la igualdad y la equidad, por ese libre pensamiento y libre opinar que no tiene que ser el resultado de discriminación y violencia. Por esa lucha y esa resistencia de mujeres que impulsan en mí, la realización de ideas que se traduzcan en hechos reales para la formulación de proyectos encaminados hacia una mejora de las condiciones sociales. Me ha tocado a través de personas que he

conocido y se han convertido en grandes amigos, pero también a través de personas que ni conozco y siento su dolor. Espero que mis estudios alcancen a aportar de alguna forma soluciones visibles para esta guerra que busca traducirse en paz y reconciliación en nuestros tiempos, para lograr una vida digna y en paz.

Hace un año conozco el caso de la Asociación de mujeres de la Esmeralda; ellas mediante sus historias me han mostrado un lado de la guerra que solo había visto en noticias y en parte por las lecturas que hacía. Una de las iniciativas más fuertes que tuve para empezar a trabajar con ellas fue el empuje de estas mujeres, que de una u otra forma me hacían pensar en

mi mamá; ella fue el mejor ejemplo de lucha que he conocido en mi vida y no porque haya vivido la guerra desde un punto de vista de conflicto armado. Su guerra fue distinta, fue la de luchar y sobrevivir con sus hijas, fue enseñar que el mejor mecanismo de lucha es la educación y así mismo es la mejor herramienta para ayudar a otros. Desde que estaba pequeña estas enseñanzas fueron creciendo en mí y ahora quiero aportar para el cambio, para que las comunidades tengan acceso a una vida digna. Aportar para que esos problemas de tierras no tengan que desencadenar en una violencia que no logramos entender en la ciudad, pero devora y arrasa con toda la dignidad de las personas.

No soporto el hecho que un conflicto sea la excusa para maltratar y vulnerar los derechos de la mujer. No me parece justo que hoy día, cuando se supone que todo evoluciona se esté violando a niñas campesinas, se les utilice como un instrumento y arma de guerra. Visibilizar la situación de los territorios es una de las soluciones a corto plazo que pueden ser viables para reconstruir tejidos y memoria.

Por lo anterior, he estado trabajando y ahora desde esta maestría pretendo seguir cooperando en la visibilización de los derechos de la mujer rural. La guerra me toca en la medida que pienso que podría pasarnos a cualquiera, cuando pienso que es nuestro pueblo el que sufre y es la indiferencia el

peor enemigo y mayor aliado de las injusticias. Espero con todo mi corazón el trabajo que se realice con las mujeres de Montería sea un granito de arena bajo el contexto actual de transición de paz que está pasando en el territorio Colombiano.

Adicionalmente, este problema de la guerra me hace pensar en la necesidad de trabajar en muchos aspectos que necesita nuestro territorio, uno de ellos, mirando políticas con enfoque diferencial que permitan llegar realmente a abordar las necesidades de los territorios. Pero lo anterior tiene que ser analizado y trabajado desde el acercamiento y real conocimiento de las comunidades, de la naturaleza y del territorio en toda su extensión y en todas sus características.

Finalmente, mi amor por la ruralidad no solo se presenta a partir de la mujer rural, se presenta en ese afán continuo por querer transformar de manera positiva esas problemáticas que aquejan el país. El hambre, el desplazamiento forzado, el acceso a una educación y una calidad de vida digna para todos. Por eso en la actualidad aparte de estar haciendo la maestría en Desarrollo Rural, hago parte de un colectivo, llamado Colectivo R, con un grupo de compañeros egresados de diferentes universidades y diferentes profesiones que se preocupan por las necesidades del campo, que se preocupan por todos esos problemas que no son visibles en nuestra cotidianidad. Trabajamos con diferentes comunidades explorando las verdaderas necesidades y aportando para que exista un cambio.

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Caminando por las Sierras del Cesar

Hace algunos años, tal vez quince o más, hubiese respondido sin temor a equivocarme, que la guerra en Colombia a mí y a mi familia, nunca nos había tocado. Y sería una respuesta muy sencilla y muy cómoda para una persona que, como yo, vivía en un centro poblado y que solo percibía la información de la guerra por los medios de comunicación, que la describían como lejana e impersonal. Se tenía la impresión de que la guerra estaba en algunos campos del país y que “pobrecitos” los que la sufrían; ellos eran los que estaban en medio del conflicto. Cómo no pensar eso si los noticieros solían pasar constantemente actividades y combates entre la fuerza pública

y la guerrilla, en unos sitios que parecían de otro mundo. Y desde la comodidad, frente a un televisor, expresar una y otra vez, ¡caramba, pobrecitos! Los combates y los enfrentamientos eran tan solo una difusa ilustración a través de los medios; accionares aún más terribles como el secuestro y las retenciones ilegales sí que eran absolutamente lejanas para personas que, como yo, creíamos que esa infame práctica estaba destinada perversamente para la población que poseía altos beneficios económicos. Nada más equivocado. En mí, aplicaría tal vez lo que escribió Niemoller M. en Ellos Vinieron: “Cuando vinieron por los comunistas, guardé

silencio, porque yo no era comunista”…

No es mi intención presentar posiciones radicales en un tema tan sensible, ni desconocer el profundo dolor e impotencia que se siente en una situación tan degradante para cualquier ser humano. Es narrar, desde la óptica de un ciudadano desprevenido y del promedio, lo que sintió al observarse de un momento a otro, como actor principal, en el libreto del escenario más mortificante y doloroso que un hombre pueda sentir: el secuestro. Abominable práctica venga de donde venga.

Un Domingo de Ramos del año 2002, luego de un largo viaje por tierra que habíamos iniciado en la madrugada del día

anterior desde el municipio de Villeta, en Cundinamarca, mi único hijo de 4 años, mi pareja y yo, queríamos iniciar muy temprano la jornada, ya que habíamos amanecido en Aguachica, Cesar, y pensábamos viajar todo el día. Aspirábamos, a la media tarde, arribar a Cartagena para tener una semana de descanso en la casa de un familiar muy querido. Ese Domingo de Ramos había en el ambiente una sensación de particular tranquilidad; un frio marcado y una tenue neblina lo diferenciaban particularmente de otros días en la zona. Iniciamos nuestro viaje a eso de las cinco y media de la mañana, saliendo de un hotel de esos que quedan en el camino en Aguachica.

Habíamos llegado la noche anterior y en esa clase de viajes es usual dormir escasamente lo necesario y partir antes de que el sol esté en condiciones de afectar al conductor. Una vez que arrancamos, observé que el campero en que nos movilizábamos estaba muy bajito de combustible, así que decidí tanquear en el sitio más cercano. Así se hizo. A eso de las 6 y 30 de la mañana llenamos el tanque de gasolina en un caserío llamado “Pelaya”, que queda sobre la vía. Recuerdo que llamó la atención que casi no estuviesen pasando carros por la vía; además, empezaba a percibir en la zona grandes extensiones de tierra quemada, como los que se realizan como práctica equivocada de preparación de terreno en la siembra del maíz.

Las evidencias de quema no solamente se podían advertir sobre la vía sino que, a simple vista, se podían distinguir en el fondo del paisaje, en la zona montañosa que a lo lejos se marcaba en la serranía del Perijá, de la cual tenía hasta ese momento muy escaso conocimiento. Una vez abastecidos de combustible, reiniciamos el viaje teniendo como objetivo llegar con esa gasolina hasta Bosconia donde nos reaprovisionaríamos y llegaríamos en la tarde a nuestro destino. No habría pasado más de media hora y estábamos movilizándonos a la velocidad esperada ( cerca de 100 a 120 km/hora) cuando me llamo la atención que una camioneta de estacas nos adelantó a una velocidad muchísimo

mayor que a la que nosotros viajábamos ¡Caramba! pensé yo ¿y a ese tipo, qué lo afanará? No habían transcurrido ni tres minutos cuando pasando lo que se denomina un “columpio”,-sector de la carretera donde se asciende y desciende vertiginosamente, sin que se pueda ver lo que hay en la otra parte de la cúspide de la carretera-, vi la camioneta que nos adelantó a la orilla derecha de la vía, parqueada pero muy orillada y otros dos carros más, que aún son difusos en mi memoria; aplicaba los frenos para disminuir la velocidad, cuando vi con claridad a unos 50 metros dos hombres en la mitad de la vía, vestidos de oscuro y con fusiles apuntándonos y haciéndonos señas para que nos orilláramos.

Ese recuerdo es tan nítido y aun tan confuso, porque no olvido que en ese escaso periodo de tiempo, que no fueron más de diez segundos, alcancé a pensar en acelerar para huir, en qué sería de mi familia, en si esto sería un sueño o, peor aún si eso me estaba pasando a mí y por qué a mí.

Fue en ese momento es que sentí que la guerra me tocó de frente y sin anuncios. Me sentí abrumado y lleno de pánico, me orillé y esperé. Un guerrillero que estaba en la orilla de la carretera nos encañonó con su fusil, algo me decía, la verdad no le entendía, pero yo estaba en ese momento muy confundido; recuerdo que musité dos o tres cosas tratando de presentarme y de disminuir la tensión. Mi pareja me comentaba

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que yo empecé a hablar cosas dentro del carro: que tuviésemos tranquilidad, que tratáramos de no tener miedo, pero que mi cara expresaba todo lo contrario. Recuerdo perfectamente que miré rápidamente a mi hijito que estaba en la silla trasera del vehículo, vi claramente su expresión de pánico y yo me sentía tan impotente ante esta situación para abrazarlo y protegerlo. Nunca olvidaré ese instante. El guerrillero que no bajó su fusil en ningún momento, nos hizo bajar del carro; yo le decía a mi hijo que no se separara de su mamá. Ella muy fuerte en ese momento lo alzó en sus brazos y le dio la protección que yo creo que mi bebé necesitaba en esos momentos. Luego de estar en la carretera se

acercó otro guerrillero que, con actitud más conciliadora, nos dijo que no nos preocupáramos, que esto era momentáneo y prosiguió a realizar una requisa de nuestras pertenecías y el equipaje que llevábamos en el carro. Sacó algunas cosas, retiró el efectivo que teníamos; luego se subió al carro y nos hizo subir al mismo para iniciar una travesía por una trocha cerca de 20 minutos, hasta donde se acabó esa carretera. Pude percibir que íbamos tres carros, la camioneta de estacas, el carro nuestro y otro campero. Me llamó mucho la atención que la carreterita por dónde íbamos estaba particularmente transitada, había muchísimos campesinos dirigiéndose hacia la

carretera principal, llevaban ramitos de palma y yo asumí que iban para la misa de Ramos; lo que más me impresionó fue la forma como ellos nos veían y yo pensaba que con tantos testigos ¿nadie iría a denunciar este situación?, Pero también llegué a pensar ¿Será que se acostumbraron? ¿Esa indiferencia estará enmarcada en el miedo? Porque lo que sí percibía ante esa situación de lejanía entre los guerrilleros y los habitantes, es que los campesinos ni siquiera los miraban, ni tenían expresiones de afecto o exaltación. Era como una escena de cine surrealista en donde unos se mueven en su mundo y los otros se cruzan en lo físico, pero no se tienen en cuenta. Al final del sendero

donde los carros ya no podían moverse, nos obligaron a descender. Ese fue tal vez uno de los momentos más agobiantes.

Nos reunieron y dijeron que hacíamos parte de una “retención” por parte de la organización, -no decían cual-, con el ánimo de aportar económicamente a la revolución. Me imaginé muchas cosas, pasaron por mi mente muchos recuerdos y añoranzas y una vez más me invadió la frustración y la ira de sentirme inerme ante esta situación. Por dentro me repetía ¿por qué yo? Si solo era un profesional que con grandes esfuerzos me había educado en universidad pública y que hasta ahora estaba iniciando mi vida productiva. Me preguntaba si volvería a abrazar a mi hijo, si los

sueños y los proyectos se cumplirían; en esos momentos uno alcanza a pensar en situaciones extremas como la muerte, sobre el dolor de la familia, en fin en esos momentos nada, absolutamente nada, es grato. Me asombra hoy día como los recuerdos se vienen a mi mente con una gran claridad, casi con más concreción que hace algunos años y recuerdo que en el sitio donde nos habíamos parado y estábamos temerosos pero expectantes, alguien le dijo a uno de los guerrilleros que yo veía que ostentaba mando, que el señor de la camioneta de estacas tenía, no sé, algún tipo de cercanía con algún personaje de la organización o qué se yo; pero el caso es que a él y a su esposa los apartaron del grupo y les dijeron

que se podían ir. Me causó curiosidad qué contenía la famosa camioneta de estacas; miré con detenimiento y qué cosa: solo llevaba unas sillas plásticas tipo Rimax y algunas

ollas ennegrecidas por el uso en fogones de leña, junto a algunas bebidas gaseosas y paqueticos de galletas y papas fritas. Después supe que la pareja de la camioneta se ganaba

la vida vendiendo comida y pasabocas a los bañistas y al público en general en los sitios donde hubiese posibilidades de concentraciones masivas y ese Domingo

de Ramos iban con mucho afán a instalar su negocio en el pueblo. También me enteré a los pocos días que los guerrilleros los dejaron ir porque existía un parentesco entre uno

de los miembros del grupo y el señor de la camioneta.

Habían pasado cerca de dos horas desde el momento en que nos pararon en la vía principal, ya teníamos cerca de media hora o más en una esquina del sitio donde quedaron los carros, no musitábamos palabra porque la situación no lo permitía, teníamos miedo de comunicarnos, porque siempre había un guerrillero cerca de nosotros.

Al fin se acercó el guerrillero joven, que anteriormente nos había dicho frases de tranquilidad y nos comentó que yo tenía que acompañarlos. Si bien yo me imaginaba que esa sería la situación a seguir, el escucharla y sentir que el tiempo se agotaba y que tal vez era la última oportunidad en mi vida

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de abrazar a quienes amaba, créanme, desarma hasta el más fuerte. Sentí que todo me daba vueltas y traté de demostrar fortaleza para que no se afectara mi hijo. - Por un momento pensé que si esta sería la última imagen de mi hijo hacia su padre, debería ser un recuerdo de absoluta entereza el que el llevara en su memoria-. Y en ese instante en que ya me dirigía a hacer parte del grupo que iba a tomar la trocha tan empinada hacia la serranía, se acercó la señora de la camioneta de estacas y me pasó un paquete de galletas “Rondalla” de esas que vienen cerca de diez paqueticos, afirmándome con voz tranquila y consoladora: “Tome mijo, le van a hacer falta”. Las recibí sin siquiera decir gracias,

ya tenía un nudo en la garganta que no me dejaba pronunciar palabras; intenté acomodarlas en un pequeño morralito en el que cargué mi cepillo de dientes, una crema dental, una toalla, papel higiénico y unos pantalones adicionales a los que tenía. Sentí el intenso calor del sol cuando salimos del sitio donde estábamos y nos dirigíamos hacia la trocha que nos alejaría del sitio de secuestro. Mi última mirada hacia atrás aún la recuerdo y nunca jamás la olvidaré, hasta el último minuto de mi vida se repetirá, la realicé a los ojos de mi amado hijo y lo vi fijamente y sentí como al alejarme él, sin decir nada con sus ojos aguados por el llanto, se despedía de mí.

Al iniciar el recorrido me ubicaron más o menos en la

mitad del grupo de aproximadamente diez guerrilleros. Me llamó la atención lo jóvenes que eran, algunos estaban uniformados con camuflados y los otros estaban como los vi en la carretera, con pantalones de sudaderas oscuras y botas de caucho; entre ellos se hablaban muy jocosamente y pude identificar a uno de ellos, de no más de veinticinco años que denominaban “Pacheco”, muy alegre, con acento costeño como la mayoría, pero era muy marcado en el hablar, era muy moreno, delgado al extremo, rasurado bajo y se notaba que conocía muy bien la zona. Caminaban muy rápidamente y expresaban que no creían que yo pudiese alcanzarles el ritmo de movimiento. Y es que

en estos momentos uno no alcanza a imaginarse los niveles de resistencia y fortaleza que el cuerpo logra porque más o menos al medio día, llegamos a la casita de una finca, la cual estaba sola, y en donde los guerrilleros decidieron descansar un poco. Yo creía que ellos no descansaban y para mi asombro, yo no me sentía tan fatigado. En el sitio decidieron tomar limonada y me ofrecieron muy generosamente; me asombró que tomaron agua del bebedero del ganado, rasparon una panela y prepararon un agua miel que llamaron limonada; me ofrecieron y la bebí con gusto.

Con cierto humor pensé: secuestrado, caminando intensamente y luego de la bebida ¿con diarrea? las cosas se

complicarían. Seguimos la caminata hasta un sitio donde dejamos el camino y entramos por el cauce seco de alguna quebrada, ascendiendo por las rocas cauce arriba; me impactó la inmensidad de las quemas de los terrenos que podía ver y que eran las que en la mañana yo apreciaba desde la carretera. Según lo que mis captores comentaban, esas quemas las ocasionaban las autodefensas, -en esos tiempos se denominaban Autodefensas Unidas de Colombia1-, para poco a poco irlos acorralando a ellos hacia la parte alta de la serranía. Al poco tiempo de ir 1 Las Autodefensas Unidas de Colombia, fue una organización paramilitar de extrema derecha, que participó en el conflicto armado en Colombia, siendo uno de los grupos que más víctimas ha dejado en el país. Se consolidó como grupo pa-ramilitar a finales de los 90 y su principal objetivo era combatir las guerrillas de las FARC en varias zonas del país. Fuente: Wikipedia- enciclopedia libre.

ascendiendo, “Pacheco” nos estaba esperando con una mula ensillada, la cual yo monté porque, según ellos, venían partes muy difíciles del camino. Sin embargo, también tomaron una decisión que me pareció muy fuerte y fue la de vendarme los ojos para asegurar mi total desubicación; así que en mula y vendado, con un guerrillero llevándome de cabestro y con un machete abriendo camino llevaba alrededor de una hora, cuando sentí que el camino no era tan pendiente ni tan marcado por las piedras de la quebrada seca; al poco tiempo paramos la marcha, me quitaron la venda y pude observar un valle o una meseta, todavía no sé qué era, con un riachuelo con abundante agua, un sitio muy diferente por donde había transitado.

A escasos minutos, llegamos a un sitio donde no había más de 20 casas, todas muy rústicas en madera y paja la mayoría, algunas con tejas de zinc; más adelante, en las afueras bajo de un árbol, estaba descansando desprevenidamente el otro grupo de guerrilleros que había estado en la carretera. Con ellos estaba el señor del otro carro que, como yo, también había sido plagiado; atravesamos el caserío y una vez más me impactó cómo los habitantes miraban y comentaban, pero no hacían acciones de confraternidad con los guerrilleros. Es más, pudiese hasta asegurar que al pasar oí expresiones de pesar hacia mi suerte y como reitero, no sentí que había muestras de camaradería entre

mis captores y los habitantes de ese lugar. Serían tal vez las cuatro de la tarde.

Como a cinco minutos del caserío nos detuvimos, yo me bajé de la mula, a la cual le decían “guerrillera” y afirmaban que era un activo de la organización, porque ya se conocía el recorrido de memoria. Me dispuse a descansar; como a los 10 minutos apareció uno de los guerrilleros llamado Fernando el cual, a diferencia de los demás, era rubio y de piel blanca, me ofreció tal vez la bebida más esperada y deliciosa: una chicha de arroz y maíz, fría y con sabor a gloria, ya que era el único alimento ingerido en el día. Como a los 20 minutos proseguimos el camino, ya con el sol a las espaldas; algunos guerrilleros intentaban

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confraternizar un poco más. Aún recuerdo que el primero que me habló directamente fue “Gilmer”, el cual fue quien abajo, en la carretera, nos trató de tranquilizar. “Gilmer” me comentó que era de Cúcuta y que estaba en la organización desde hacía unos 6 años y que estaba intentando destacarse como un cuadro político del grupo. Le pregunté acerca del grupo al cual pertenecía, pero me afirmó que aún no lo podía comunicar; cabe anotar que no fue necesaria la protocolización de la situación, ya que “Gilmer” tenía en su uniforme, un escudo de color rojo y negro, que decía muy claramente “Ejercito de Liberación Nacional” ELN. El desplazamiento siguió hasta muy avanzada la noche. Ya el clima

y las condiciones iban cambiando, habíamos caminado y ascendido todo el día, nos movilizábamos por unas vías veredales más amplias donde podían transitar vehículos. Esa noche, mi primera noche en cautiverio, decidieron alojarme en una casa de tabla, extremadamente oscura; solo en el cuarto y con tremendo cansancio físico y moral, al colocar la cabeza en la almohada, -la toalla que llevaba en mi pequeña maleta, que después me serviría de frazada y de sombrilla-, intenté dormir, pero mi pensamiento no me lo permitía; cuando intentaba conciliar el sueño, los chinches y otros insectos propios de la zona, lo impidieron totalmente.

Al otro día, muy temprano, nos preparamos para

caminar. Con la luz del sol pude analizar que estábamos en un lugar bastante alto, la vegetación estaba muy quemada por el clima y por quemas provocadas; como a la media hora de caminar vi con atención que pasábamos frente a una escuela que se llamaba “Escuela Nueva Unión”; seguimos caminando y a escasos 20 minutos llegamos al sitio donde estaría gran parte de mi cautiverio. El campamento estaba en una finca, con una casa antigua, con paredes muy anchas, asumo que construidas en adobe, en forma de ele, con pasillos amplios y altos; la casa estaba sobre unas bases de más o menos 80 centímetros. Nunca pude entrar a ella, pero no tenía más de cuatro habitaciones, no tenía luz eléctrica y la cocina estaba

fuera de la casa; me llamó la atención que esa finca tuviese un corral y embarcadero para ganado muy bien adecuado, nuevo diría yo. También me llamó la atención que, si bien la estadía del grupo era con la anuencia de los habitantes de la finca, las relaciones interpersonales de los propietarios, -asumo que la finca era de las personas allí presentes-, se limitaban a unas charlas muy particulares con los mandos del grupo mas no con la totalidad del personal. Por ejemplo, la cocina de la finca solo se utilizaba para preparar los alimentos de los habitantes de la misma, mientras que la preparación de los alimentos para el grupo,- yo incluido-, se hacía en unos fogones al aire libre cerca del lavadero de ropa de la propiedad.

Como describía anteriormente, la finca que sirvió de campamento inicial tenía luz, mas no agua potable, pero tenía agua proveniente de un nacimiento y quebrada propios. En ese sitio conocí a la persona que, según su presentación, estaba encargado de mí y de mi asunto: alias “Zambo”, un moreno muy alto y fornido, poco expresivo, pocas veces miraba a la cara, siempre lo vi de sudadera y camisa esqueleto, la cual le dejaba ver una gran cicatriz entre el pecho y el hombro, producto quizá de algún combate o pelea, como ellos llamaban a esas acciones. Zambo, se presentó y me dijo que el pertenecía a la Compañía Móvil Capitán Francisco, del Ejército de Liberación Nacional y que estaba

“retenido”, porque debería pagar un tributo de guerra para que la causa Revolucionaria continuara su camino. Acto seguido inició todo un discurso revolucionario en el cual se justificaba esta clase de situaciones; creía estar escuchando

los mismos discursos que de memoria me conocía, cuando estaba en mis tiempos de alumno de la Universidad Nacional de Bogotá. Ya en el campamento pude tomar una bebida caliente el primer día, que consistió

en una taza grande de café negro, tinto que disfruté con las galleticas que la señora me había regalado. En ese momento yo estaba en el corredor externo de la casa y observé una señora de aproximadamente 60 años, rubia cabello lacio y corto, con aspecto distinguido y vestida con un sastre de pantalón y camisa color azul claro; yo vi que ella también me miraba con curiosidad.

Al principio no la dejaban hablar conmigo pero luego, esa señora a la cual llamaré como “Doña Sofía”, se convirtió en compañera de cautiverio; ella me comentaba que cuando yo llegué al campamento, ella ya llevaba cerca de un mes en ese lugar y me explicaba que yo era el resultado de una

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“pesca milagrosa”2 y que ella, por desgracia, era una secuestrada planeada. Era una comerciante de Pailitas, Cesar; afirmaba que el dinero que pedían por su rescate era muy alto y que la familia no lo había conseguido aun y que por eso ella no era muy optimista en su destino; en ese momento, una vez más, me di cuenta de la seriedad de la situación que, de forma infame, los humanos defendiendo lo que sea religiones, causas políticas, escenarios económicos, son capaces de disponer de la vida de otros hombres, sin importar el dolor y angustia que se causen. Doña Sofía me recordaba todas 2 Son retenes en los que la gue-rrilla coge al que caiga y luego averigua quienes son y cuánto valen. Por eso estas acciones de la guerrilla convirtieron el secuestro en una práctica indiscriminada, porque cualquier ciudadano puede caer. El Tiempo, 26 de diciembre de 1998- Temas del día.

esas maravillosas mujeres que, a punta de esfuerzo y tenacidad, logran ser el eje de sus familias. Me contaba en largas noches cómo siendo ella nacida en los llanos Orientales de Colombia, llegó al sur del Cesar hacía más de 40 años, a echar raíces y construir familia; no se limitaba en elogios para describir a sus hijas; cada esfuerzo organizando un almacén en Pailitas hizo que pudiesen adquirir un finca que era el orgullo de doña Sofia. Los días de un secuestrado se tornan tediosos y extremadamente largos; la monotonía casi nunca se rompía, salvo las dos veces que “nos movieron” hacia la parte alta de la serranía, porque se rumoraba que se acercaban las AUC. Si la cosa se “ponía fea”, nos pasarían por la

serranía al “otro lado” o sea a Venezuela.

Poco a poco se estableció una aceptación de la situación y se hizo cercanías con los guerrilleros que contaban las situaciones particulares propias o de sus compañeros. Una de las circunstancias que me causó absoluta perplejidad fueron los orígenes geográficos y las causas por las que los jóvenes estaban en este grupo guerrillero. Por una parte, los guerrilleros más antiguos como Zambo, Tabo (comandante del otro componente de la compañía móvil), Pello y Fósforo, no solamente estaban en esas filas por decisión sino porque, a esa alturas de sus vidas, la organización les generaba algunos beneficios para ellos y sus familias. Zambo y

algunos de ellos referían que sus parientes cercanos estaban fuera de las zonas de conflicto y la organización los protegía. La mayoría estaban por circunstancias diferentes y complejas. Fernando, era hijo de un finquero de San Roque, el cual tuvo que buscar refugio en el ELN porque se involucró sentimentalmente con la compañera de un jefe de las AUC. Gilmer, siendo de Cúcuta, cursó estudios hasta 10, siempre quiso estudiar, pero en un barrio subnormal de su ciudad natal sucumbió al reclutamiento, ante la imposibilidad de existir alternativas de estudio y para no ser una carga en su familia, ya que existían cuatro hermanos más. Pacheco intentó vender cuanto producto había, en su natal Barranquilla

pero desistió porque, según el refería, “trabajaba y trabajaba y no alcanzaba para mantener a su mujer y su hijo”. Osman, de algún pueblo de Norte de Santander, con una actitud siempre agresiva y a la defensiva, alguna vez me contaba que el vendía “bolis” en los peajes de norte de Santander y Cesar, no aguantó más la miseria y se enroló en el ELN, más por necesidad que por convencimiento. En esos días eternos de cautiverio me preguntaba, que sería de la vida de estos muchachos, si hubiese existido algo o alguien que les hubiese facilitado cuestiones tan básicas como la educación. Yo estoy seguro que estarían en escenarios totalmente diferentes a este en el que los conocí. Me

llamaba la atención la razón por la que el dueño de la finca permitía la presencia de este grupo en sus predios y la respuesta me la confirmó el mismo Zambo: el hermano de la esposa del dueño de la finca, don Héctor, había pertenecido a el ELN y había sido dado de baja en un combate y, tal vez por vínculo moral, les permitían estar en ella. Me preguntaba y me pregunto ahora: esas niñas, de no más de 10 años la mayor y escasos 7 la menor, hijas del matrimonio de don Héctor, ¿qué futuro tendrían cuando el entorno no era el más apropiado? Aun no lo sé.

Los días, pasaron con un ritual casi idéntico, en los que no se distinguía si era semana o festivo. Lo único que eventualmente nos

sacaba de las rutinas eran los cambios de “menú”, los cuales casi siempre involucraban proteína fresca de origen animal. Casi siempre las jornadas de cautiverio son llevaderas en el día, porque de alguna forma se realizan actividades que distraen de tal suerte que lavar la ropa en la quebrada se convierte en un tema de sofisticación y relax; pero las noches, es otro tema. En esos espacios de soledad nocturnos muy rara vez se concilia el sueño con tranquilidad, no existe una noche que se pueda estar completamente tranquilo. Algún día cualquiera en la mañana, “Zambo”, se acercó y de forma seca y directa me dijo; “Cachaco, mañana te vas”. No quise saber el porqué de la decisión, pero lo imaginé. Creo

que al recibir esa noticia no fui ni mucho menos efusivo, como creía que sería mi actitud ante la anuencia de libertad. La notificación me dejó frío porque era algo tan deseable y tan complejo que todavía no asimilaba. La situación la fui comprendiendo cuando en la tarde, imaginé que sería la última vez que comía en ese campamento y que, tal vez, mañana estaría en cualquier sitio de la tierra. Me despedí de la señora Sofía y le comenté la buena nueva para mí. Jamás creí que ese evento pudiese tener tanta trascendencia cuando ella me despidió de una forma tranquila y serena, solicitándome el favor de buscar a su familia en Pailitas, para darle noticias de ella. En ese momento entendí que la situación de ella

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hubiese sido fácilmente la mía, que ella se despidiera y que yo me quedara. Debo confesar que por un sentimiento, hasta hoy inexplicable, me despedí de mis captores realizando un discurso moderado acerca de los caminos y las opciones de la vida, que estoy casi seguro trascendieron en alguno de ellos.

El regreso a la libertad fue más traumático que la retención: el ELN consideraba “poco seguro” para sus combatiente, el entregarme en cualquier municipio del sur del Cesar. Sin entrar en detalles, puedo comentar que utilicé todos los medios disponibles para desplazarme, desde el caballo hasta el camión lechero. La preocupación ahora era llegar al pueblo más cercano, en este

caso Curumaní, pero el gran problema consistía en que las AUC “montaban” retenes en las entradas de los pueblos y, obvio, por mi fisonomía se podría distinguir que yo no era de la zona, razón por la que sería proclive a ser interrogado acerca de la ubicación del campamento y no existía la menor posibilidad de que yo conociera el sitio exacto de mi cautiverio. Así las cosas, era casi una odisea llegar a sitio seguro. Sin embargo, las circunstancias hicieron que yo pudiese llegar a Curumaní sin llamar la atención,- los miembros de las AUC, estaban distraídos en el momento de pasar el retén-, arribando al municipio al finalizar la tarde, en donde me esperaba desde hacía dos días algunas personas cercanas.

Considero que lo descrito no es algo excepcional. Creería más bien que es el acercamiento que tuve, de manera incidental, a un flagelo terrible que se da como consecuencia a los escalamientos de la guerra y la degradación del conflicto. Absolutamente rechacé y rechazaré esa práctica. Tuvieron que pasar más de dos lustros para que observara ese evento en mi vida con una mirada absolutamente analítica, sin pasiones de víctima y sin que el dolor y el resentimiento fueran quienes se manifestasen. Tal vez otra fuera mi actitud si hubiese sido víctima mi hijo o si hubiese un asesinato del secuestrado, no lo sé. Lo que si estoy convencido es que luego de esa situación, mi visión acerca de la vida ha cambiado porque, sin temor a equivocarme, puedo afirmar que no existe causa grande ni chica para arrebatar la libertad y mucho menos la vida a cualquier ser humano. La serpiente ponzoñosa de la guerra puede estar agazapada hasta detrás de una piedra y no existe nadie en la tierra que pueda ser inmune a su ataque. Por eso la paz es una activo que debemos cuidar y proteger, y solo se logra si existen cambios y voluntades estructurales, en cada uno de los bandos, aceptando que todos podemos caber en este maravilloso país, sin importar las diferencias. De esas diferencias se construye lo verdadero, lo esencial, que es la dignidad de la vida.

El recolector de cadáveres

En el ejercicio laboral como profesional del agro colombiano he tenido la oportunidad de visitar varias regiones, escuchar las historias y remembranzas de muchos colombianos y colombianas del campo que han sido afectado por la violencia generada por grupos armados sea guerrilla o paramilitar.

Si hago memoria puedo citar los casos de la toma guerrillera en Puerto Lleras, Meta, la Masacre del Pororio en el Meta, las muertes en la iglesia de Bojayá, Chocó, las muertes con lista en mano en La Macarena, Meta.

Pero hay una historia que, según mi recorrido, vale la pena contar. Es la de don Leonardo en el Meta, agricultor propietario de una finca de no

más de 10 hectáreas en el municipio de Vistahermosa.

Vistahermosa es uno de los municipios miembros de la antigua zona de distensión, en el corto plazo afectado por la administración de la guerrilla, luego por los paramilitares y,

en la actualidad, hay un desarrollo tripartito de fuerzas ilegales, bandas criminales, guerrilla y paramilitares (Águilas Negras).

Pero mi historia no es sobre el municipio, ni sobre la zona de distensión. Mi historia se centra en don

Leonardo, un hombre de menuda estatura que ronda los 50 años, de piel tosca en el rostro y manos que deja ver lo duro del trabajo del campo.

A don Leonardo lo conocí hace ya unos 9 años, cuando estaba recién salido de la universidad y trabajé en Fomento Cacaotero. Para ese municipio, en ese momento el cacao era una opción para los habitantes que hacían la restitución de cultivos ilícitos hoy, por tema formal, se le llama reconversión productiva. Don Leonardo era un líder dinámico de la zona, capacitado y apoyado por Naciones Unidas, USAID, Acción Social y demás.

En ese momento don Leonardo estaba en cuanta reunión

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o foro se realizaba en el municipio y el departamento. Pasaron los años y me volví a encontrar con él en el centro de Vistahermosa en otras de mis visitas como profesional para ver el tema de fomento cacaotero en el municipio.

Como buen extensionista rural apenas lo veo pasar le hago señas y lo saludo con entusiasmo ¿Qué hay don Leonardo? ¿Cómo me le va? ¿Qué hay de la familia? En realidad hice más preguntas de las que me podía contestar. Aproveché el momento y lo invité a una heladería que queda frente a una de las esquinas del parque central del pueblo.

Ya en una mesa y disfrutando de una coca-cola bien fría, iniciamos la conversación. Vi

a Don Leonardo con la mirada triste, un poco demacrado; esta apreciación se vio reforzada cuando él me cuenta del suicidio de su esposa, hacía no más de un año. Estuvo en la cárcel de Villavicencio, casi dos años por lo que él llamó “por ley 30”.

La Ley 30 es el proceso de judicialización de campesinos que, en su momento, tenían coca sembrada en sus fincas. Don Leonardo cuenta que fue víctima de un falso positivo del estado. Según él, bajo la administración de las FARC, todas las fincas de su vereda sembraron coca, ese era el negocio. “El Estado son unos malnacidos, ellos decidieron otorgarle la administración de estas tierras a las FARC, no fuimos nosotros y después vienen a

castigarnos cuando ellos fueron los que cedieron la soberanía del territorio. Luego viene un capitán del Ejército y nos reúne, una vez terminada la zona de distención, y toman lista de las familias que tenían coca cultivada. Por supuesto que casi todos en mi vereda tenían coca y el muy desgraciado nos pide plata o si no, nos judicializaba. En realidad yo no pagué plata. Ahí inició toda mi mala suerte con el estado colombiano y su sistema de justicia. Terminé con dos años en la cárcel de Villavicencio. En la cárcel pagué por ser honesto y eso destruyó mi familia. Lo que no hizo la guerrilla o los paramilitares, lo hizo el Estado.

Me preocupé un poco con los gestos de Don Leonado y le indagué

con una pregunta de cajón ¿Qué opina de los diálogos de paz? Su respuesta me dejó frío. Es como síntoma de tristeza y la vez de esperanza. Me dice: “Merecemos la paz, ya es hora… ya no aguantamos otra desilusión más”. Lo asimilé mucho a las historias de los enamorados en las cuales el enamorado espera conquistar el amor de su amada en este caso la Paz. Nuestro corazón ya no aguanta una desilusión más.

Así mismo, me hizo unos cuestionamientos: ¿Qué sentido tiene preguntarle sobre la guerra a personas que solo la han visto por televisión? Para él, los llamados a aceptar o rechazar lo acordado en La Habana son las víctimas verdaderas

y reales del conflicto, no solo víctimas de las FARC, sino víctimas del conflicto sean de paramilitares o del mismo ejército.

Según Don Leonardo, lo que más indignación le da es el programa de reparación de víctimas, darles recursos, pagar indemnizaciones etc. Me pregunta ¿Cómo van a reparar el daño psicológico causado? Y veo cómo sus ojos se tornan un poco llorosos y afirma: “el daño psicológico nunca lo van a reparar”.

Este instante le permite a don Leonardo hablarme de lo que denomino traumas de la guerra y explica: “Gracias a Dios, de mi familia en los años de trasegar de unos y otros, no asesinaron a ninguno, pero lo que vi en esos años que le sucedió a mis vecinos,

compadres y amigos aun hoy me genera una profunda tristeza, que existan hombres sobre la tierra capaz de hacer cosas como estas a otro ser humano.

Entre trago y trago de la coca-cola, me cuenta lo que para él son anécdotas, pero que para mí son testimonios de vida que, solo contados por las personas que las vivieron, tienen esa carga emocional real y no se convierten en historias para películas y novelas que, para el observador, tienden a ser vacías.

Me cuenta cómo durante varios años en pleno auge de la violencia armada, en su vereda se convirtió en el recolector de cadáveres, ¡cuál medicina legal¡ ¡qué CTI¡ Don Leonardo era el llamado a recoger a

sus vecinos y amigos que eran asesinados en las vías de su vereda.

Me cuenta el caso del hijo de un vecino que fue asesinado por un comandante paramilitar, después de tenerlo dos días amarrado en un guayabo, recibiendo pico de zancudo, sol y agua. Por aquellas cosas del rigor mortis, el cadáver al quedar boca abajo en el prado quedó con un brazo estirado sobre la cabeza que al pasar el tiempo se endureció de tal manera que, cuando Don Leonardo y otro vecino fueron llamados a recogerlo, el cadáver subido a una zorra halada por un yegua, en el vaivén del movimiento, el brazo del joven asesinado sobresale de la sabana y se miraba como si fuera saludando.

Ante esta escabrosa situación el comandante paramilitar que lo asesinó el día anterior se reía, parado desde el portón decía ¡adiós, adiós¡ acentuando con su mano los movimientos del difunto. Esta situación, describe Don Leonardo, lo entristeció enormemente y lo llenaba de cólera.

Así mismo cuenta cómo la guerrilla, en sus asesinatos selectivos, para ahorrar esfuerzo mandaba a hacer huecos con una pala-draga, herramienta que se usa para abrir huecos para colocar postes de madera en las fincas; esta herramienta permite abrir huecos de diámetro pequeño y significativa profundidad. Allí el difunto era enterrado de cabeza como un poste, escabrosa escena a la

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cual le tocó acudir para desenterrar a un vecino de la vereda y darle cristiana sepultura en compañía de familiares.

Don Leonardo me deja ver que fueron decenas de levantamientos de cadáveres de vecinos y amigos que le tocó realizar en su vereda y cuando hace estas reseñas, denota enorme tristeza. Con estos comentarios e historia de atrocidades vividas, el encierro y demás situaciones que me cuenta Don Leonardo, me pregunto por qué no hay odio en su corazón, sino una profunda tristeza y esperanza.

Me puedo contar dentro de una población privilegiada del país que ha vivido la violencia desde las noticias y titulares de las noticias o contada por otros. Aprovecho

esta pregunta y miro a mí alrededor un grupo de personas y profesionales en mi oficina en Bogotá y me pregunto: todos tenemos ideas y posiciones frente a la guerra pero ¿cómo les ha tocado a ellos?

De manera sencilla hago una encuesta a nueve compañeros de trabajo en la empresa, personas de diferentes regiones del país, edades e historias. A diferencia de Don Leonardo, el 100% tienen formación universitaria, el 55% son nacidos y criados en Bogotá, y solo el 45% vienen de otras zonas como Valle, Santander, Boyacá. El 22% ha sido tocado por la guerra a través del desplazamiento y homicidio de familiar; el 77% cree que la guerra va a terminar. El tiempo que le dan para

su término: en un 44% cree que se demora más de 8 años en alcanzarlo, el 22% cree que nunca llegará y el 33% cree que, en menos de 3 años, esto puede acabar. Edad promedio de la muestra, 36 años

¿Qué veo aquí con estas cifras? que quienes son bogotanos no han sido tocados por la guerra de manera significativa. Según su parecer, a la guerra le queda casi una década de conflicto, su sentir sobre la misma es aislado como si no los tocara y se viviera por televisión; ellos critican a diario el transmilenio y el robo de celulares con puñal en las esquinas.

Al ver en cifras y conversaciones me pregunto: quizás a todos los colombianos nos falta que la guerra nos toque por igual y de manera significativa para que nos pongamos de acuerdo y hagamos algo.

Para don Leonardo es claro, él espera que haya fin de la guerra y como él lo decía, no aguantamos otra desilusión más de esa hasta ahora esquiva paz, vista como el fin del conflicto armado con los grupos de guerrilla y paramilitares.

En este sentido termino mi relato con una conclusión. En el campo colombiano hay miles de don Leonardo y son las personas con más convencimiento que merecemos un fin del conflicto armado. Sin embargo, son los que no han sido afectados por la guerra de manera significativa los que más hablan, deciden y cuestionan la llegada de esa paz.

Todos cambiamos

Soy uno de los millones de hijos de la clase media bogotana, con conciencia social pero con las necesidades normales de un niño y de un joven de la ciudad, cercano a los conceptos básicos de la necesidad, de la marcha, de la manifestación y de la lucha de la clase obrera y el proletariado. “La bota militar contra el pueblo” escuché muchas veces en los mítines de los trabajadores oficiales a los que pertenecían mis padres, la lucha en las calles de la ciudad. Fue tal vez la influencia de la televisión lo que marcaba la presencia de la otra guerra, la del campo, la de los muertos que revoloteaba constantemente sobre nuestras vidas; sin embargo esta

era etérea, como un fantasma cercano pero intangible.

Recuerdo vagamente el esfuerzo que mi madre hizo para poderme cambiar de colegio, de la institución distrital donde ella trabajaba a un renombrado plantel en el norte de la ciudad que, aunque nacionalizado, era el famoso crisol de los mejores ICFES del país, donde se codeaban algunos hijos

de los trabajadores rasos del mismo, con los hijos de famosos dirigentes políticos, académicos y, en general, personas muy prestantes y pudientes. “Una gran mejora, una oportunidad” me explicaba mi madre, ante la negativa de irme de mi pequeña escuela.

Poco había entendido yo cuando la hermosa compañerita llegada del norte del Valle del Cauca me contó que

sus padres decidieron irse de su pueblo debido a “problemas” muy grandes, razón por la cual terminaron en el barrio “La igualdad” en el sur occidente de Bogotá; era demasiado joven para dimensionar que ella no era la única, que la escuelita cada día recibía a muchos niños en la misma condición y que, por ese motivo, también era propicio el cambio del colegio.

Llegó el cambio. La expectativa se convirtió en realidad y entré en interacción con cientos de niños muy diferentes a mí. Para empezar, todos tenían Biblia y sabían rezar, muchos admiradores de Disney y del sueño gringo. Yo en cambio, absolutamente iletrado en el asunto, siempre tuve admiración por la bandera roja con la hoz y el martillo.

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No significaba mucho, vagamente entendía que era un sitio diferente, el país más grande del mundo, de donde venían usualmente los malos de las películas “americanas”, pero era atractivo el poder de aquellos que eran dueños de la otra mitad del mundo y donde todo era de todos. De la televisión entendía que el deseo de ser como ellos causaba la lucha, la guerra en el monte, la de los que luchaban por el pueblo.

Es en ese marco, donde encontré que la guerra nos toca a todos, que tiene profundas raíces que llegan a las capas más recónditas del país, de la sociedad, del ser humano y de los niños. Compañeros de plantel, en grados superiores, estudiaban los tres hijos de aquel hombre

que significaba un cambio profundo para Colombia, un puente entre esos dos mundos, aquel que con su mano en alto y mirando siempre adelante reconciliaría la visión de desarrollo, enfrentaría el narcotráfico y le daría al país un futuro mejor. Ese mismo que con su poblado bigote, su cabello crespo y su camiseta de trabajo roja enamoraba a las señoras en el marco de sus discursos, los cuales lo habían convertido en el blanco principal del más malo, del señor de señores. Este, curiosamente, era una figura similar, de bigote, pelo crespo y también liberal, él y sus amigos auspiciadores de barrios en Medellín, de regalos a las masas, patrocinador del miles de políticos y politiqueros, el hombre más rico del mundo, el

narcotraficante. Don Pablo.

En el plantel se aprendía mucho, fueron creciendo las amistades y los lazos. Entre los juegos, los cuadernos y las clases, aprendimos algo muy especial: “si hay alerta de bomba salimos del salón muy ordenados cuando toquen la campana, sin correr ni empujarse, siguen al líder del salón y a la profe…cuando lleguemos al parqueadero de atrás nos volvemos a contar y cuando la policía dé la orden, nos montamos a las rutas y nos vamos”.

Aparentemente, los hijos de aquel hombre ilustre corrían peligro, y con ellos, todos nosotros también. Estábamos en cuarto de primaria. El peligro era el mismo, solo cambiaba de cara y de entorno, pero allí

estaba otra vez, igual que en la escuelita, igual que en la calle.

La bomba llegó, aunque no al colegio. Unas cuadras cerca de allí acabó con el Centro 93, así como acabaría con el edificio del DAS. ¿Quién se imaginaría que aquel general contra el que atentaron, ni siquiera estaba en el edificio y sería el mismo que veinte años después terminaría implicado con el señor de señores, el que una tarde oscura y triste conspiró para acabar con la esperanza del país, matando en la plaza pública, en el seno de lo que mejor sabía hacer a aquel en el que todos veían una posibilidad, tal vez la única? Existieron otros, unos más avezados, unos más letrados, el del sombrero y bigote, a quien mato un niño en un avión, al magistrado,

al estadista azul. A todos los abrazó la misma sombra.

A sus hijos no los volvimos a ver, supimos que se los llevaron muy lejos de Colombia. Brevemente, en la televisión, su hijo mayor cedió las banderas de sus ideales, de su partido, del cambio para Colombia a un relativamente desconocido venido de Pereira. Los volveríamos a ver muchos años después promulgando un cambio radical, con acciones que no son diferentes a las de los demás.

Esos muchachos, mis compañeros, veinte años después comparten una institución diferente, la más alta esfera del poder del pueblo, el Congreso le dicen. Aunque nuevamente la televisión, muy

discretamente nos muestra otra cosa, en esos tiernos años hubiera pensado que allí no es donde se crean las leyes, sino más bien un hotel, ya que unos van a dormir y otros se dedican a manosear los más preciados sueños de los colombianos, de todos, desde los más humildes hasta ellos, los más ricos. Graciosamente todos los que allí asisten tienen la misma necesidad.

¿Quién iba a pensar que aquellos muchachos o al menos dos de ellos, hoy día pasan largas jornadas en compañía de aquel que muchos idolatran a sabiendas de que, probablemente y según lo dicen sus antiguos amigos, fue él, uno de aquellos que mandó eliminar a su padre, con la venia del patrón?

¿Quién se imaginaría que la lucha contra esa bandera roja con amarillo se convertiría en un pretexto para organizar, lo que años después conoceríamos como autodefensas campesinas? La televisión mostraba en los primeros cinco minutos los efectos de la lucha de unos y otros, en pequeños pueblos, en las lejanías. En las ciudades, otra guerra, la guerra contra el Patrón, contra sus amigos y sus enemigos, todos mezclados en una argamasa de muerte y destrucción, un día cazadores, al otro perseguidos, un día con el gobierno y al otro en guerra directa. Sin embargo, eso duraba para mí solo cinco minutos, diez a lo sumo. Para mí, el campo era otro, el señor del sombrero, el carriel y la mula, acompañado

del profesor del campo: particularmente, ninguna de las dos versiones de la ruralidad era muy atractiva.

Durante los años siguientes, poco a poco nos dimos cuenta de ciertas cosas que solo se escuchaban en el voz a voz. La televisión y la radio, poderosas comunicadoras, daban su reporte normal de guerra e indignación de cinco minutos, pero dedicaban extensas horas a bombardear la mente de estas generaciones con las bondades de la apertura, del consumismo pero, sobretodo, con la defensa y el apoyo al sector financiero; muchos pagando impuestos para sostener aquello que secretamente apoyaban, moviéndose en los montes y selvas del país deseando que,

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de una vez por todas, se alzaran e hicieran con el poder. Así lo hicieron un día los más famosos, los más heroicos de todos los guerrilleros, se pasaron al lado normal de los colombianos. ¡Qué grandes esperanzas para los oprimidos tener a sus guerreros ahora mano a mano y codo a codo con los opresores, que cortas son las esperanzas!

Todo cambia. La gente principalmente.

Tiempo después y hasta hoy, aquellos guerreros, los rebeldes, se hundieron más que nunca en las garras de aquello contra lo que luchaban, el lucro y el ingreso por encima de todo.

Los defensores de los campesinos, terminaron masacrando, despedazando y

descuartizando a aquellos que juraron proteger, inicialmente con escopetas viejas financiadas por esquemas cooperativos y por gobiernos departamentales de vanguardia, para terminar refinando sus métodos con armamento de alta tecnología superior, incluso, al del gobierno que apoyaron y que los apoyó, acumulando tierras. Uno de esos, el desconocido ganadero, terminó siendo Presidente, batallando con ahínco para mantener la guerra abierta, embrujando y manejando las mentes de aquellos a quienes años de conflicto cercano y lejano dejaron desprovistos de toda moral, de todo sosiego y dueños del anhelo de la solución absolutista, porque lo que es con él es con todos…

Y qué extraño que aquellos contra los que el padre batalló, ahora son cercanos a este señor de las sombras, al que refinó y usa con maestría las tácticas del mayor asesino y tirano de la historia, aquel de la “solución final”. Sin embargo, eso no es más que un reflejo, una forma distorsionada de aquello que dio origen a nuestra nación. La misma lucha por la pertenencia, por la forma de desarrollarse, que ha cambiado sistemáticamente de cara, pero no en su interior. Los dominados y los que mandan serán siempre antagonistas de una relación simbiótica, donde no se puede acabar ninguno, un ying y yang, un equilibrio imperfecto que cambia de nombre pero se mantiene en el tiempo. Oprobio.

la guerra. Para mí, esta breve historia es la que más profundizó en los esquemas, en la construcción del ser, esa misma construcción o tal vez deconstrucción de una sociedad que se adapta, que resiste a lo obvio que sobrevive en apariencia, mientras pierde lo esencial: sus valores, su ética y el respeto por el otro.

La guerra nos toca a todos, en lo más íntimo y en lo más sagrado, tristemente nos cambia y graciosamente nos condena a todos: instituciones, líderes, personajes, arte, memoria, amor. Nos ensucia los ojos para no ver la realidad y nos ensucia el corazón para dejarla pasar sin castigo, con toda su crueldad. Nos adopta y nos llama, nos invita a no cesar nunca la lucha.

¿Quién iba a pensar que aquellos muchachos que escapaban de la muerte de su padre en Soacha, hoy se ubican en esquinas diferentes, cerca y lejos del representante de sus mayores ofensores, coincidiendo al final en el mismo marco? La lucha perpetua nos sigue tocando a todos, nos salpica en todo los niveles. Unos votan por ellos, otros en contra, pero mantienen vivos los motivos de fondo que avivan las llamas de la guerra y de la lucha. Y esta, a su vez, como la monstruosa hidra, al perder una cabeza aflora con dos más, enredando su lengua y su venenoso aliento en cada hebra de nuestra sociedad y del pensamiento.

Muchos otros relatos, propios o ajenos engrosarían el listado de aspectos cercanos a

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Historias de guerra

Desde que tengo uso de memoria he sabido que en Colombia hay guerra, lo veía a diario en la televisión, lo escuchaba cuando encendía el radio y lo leía en el periódico los domingos. Nací en Bogotá y toda mi vida he vivido en esta ciudad. Crecí en un barrio que, según me cuentan mis padres, estaba asediado por el narcotráfico. Sin embargo, jamás vi nada de esto y nunca me sentí en peligro. Para mí la guerra y el conflicto armado eran tan solo una historia más que cada día tenía un capítulo nuevo, como una serie de drama de la televisión que debía ver a diario.

No fue sino hasta cuando decidí hacer de la zootecnia mi carrera profesional que

empecé a visualizar lo que la guerra estaba haciéndole al país. Observé, en primer lugar, cómo la guerra afectaba principalmente a los campesinos de bajos recursos, porque estos no podían pagar una “vacuna” y por tanto debían irse de sus tierras productivas, para que otro pudiera sentir lo que en Colombia es el símbolo de poder: ser poseedor de una gran extensión de tierra, de aspecto bonito, donde se podía pasear a caballo y ver pastar al ganado extranjero con sus medallas de campeón por ser lo mejor de su raza.

También pude ver las implicaciones económicas y productivas que la guerra traía al

con preocupación la historia de cómo las familias eran sacadas fuera de sus tierras sin importar nada, ni siquiera el hecho de que había una mujer a punto de dar a luz a su bebé y que no tuvo más opción que salir huyendo y tener a su bebé en el monte, en medio de la oscuridad. Escuché la historia de resignación de estas personas que, sin tener otro lugar a donde ir, volvieron a las tierras que ya no eran de ellos y en las cuales debían cultivar algo que ya no era alimento.

Duré dos meses haciendo este trabajo y, aunque el tiempo fue muy corto, la historias que escuché han dejado una huella que ha durado mucho y me han dado una gran lección de vida. Supe lo que realmente era la guerra. Me di cuenta de que veía con indiferencia lo que era la guerra en Colombia, simplemente porque nunca la viví. Pude ver que la guerra no era una historia de ficción y drama sino que era algo real que generaba dolor, terror, sufrimiento y heridas que muy difícilmente cicatrizarán.

Doy gracias a Dios por permitirme haber nacido en Bogotá, donde mi familia ha estado fuera del peligro de la guerra y doy gracias porque tuve la oportunidad de escuchar estas historias de guerra que abrieron mis ojos y me hicieron ver al campesino colombiano que ha sufrido la guerra en carne propia pero que, aun así, es capaz de salir adelante y luchar sin rendirse por el agro de Colombia

agro colombiano. Entre muchas otras afectaciones que han tenido alguna repercusión en los colombianos la guerra para mi había pasado de ser, la historia diaria del medio día a ser una historia con teoría de fondo.

Me gradué como zootecnista y en 2013 fui convocada a trabajar por una empresa contratada por la Unidad de Restitución de Tierras, como encuestadora de campo. Mi labor fue la de viajar y entrevistar a las víctimas del desplazamiento de Chibolo, Magdalena; Puerto López, Meta, y Valle de Guamuéz, Putumayo.

Cuando empecé a trabajar con estas personas me di cuenta, por primera vez en mi

vida, lo que significaba la guerra que sucedía en Colombia. Cada una de las personas a las que entrevistaba me contaba una historia de la vida real. Escuché historias donde vi el dolor de madres y esposas que vieron cómo sus hijos y esposos eran asesinados por negarse a pertenecer a grupos al margen de la ley. Escuché historias donde pude sentir la angustia de las familias al ver cómo, en frente suyo, se volvía cenizas el hogar que con tanto esfuerzo habían construido. Escuché con sorpresa una historia irónica de cómo una mujer era obligada a dar un vaso de agua a un integrante de un grupo ilegal y para, al otro día, ser amenazada por otro grupo ilegal por haber dado aquel vaso de agua. Escuché

Ernesto, nombre que con el tiempo fue cambiando por las circunstancias, pero no en su esencia de campesino con ancestros indígenas, andariego, bailador y recochero, como hermano mayor protector de sus hermanas, emuló su núcleo familiar y tuvo diez hijos y continuó con sus costumbres sembrando café, principalmente. Siendo Colombia un país de apodos y alias, Ernesto era conocido como ‘el piña’, por cultivar dicha fruta, pero la guerrilla no distingue diferencias y se lo llevaron mientras trabajaba, acusándolo de paramilitar; allí estuvo varias semanas, le costó hacerles entender que no era

La piedra

un delincuente sino un campesino.

Néstor regresó a su casa con el ánimo de olvidar esa experiencia y continuar, no pudo. Christopher, el mayor de sus varones fue reclutado por la guerrilla y nunca se supo más de él ¿Conservar la esperanza de verlo de nuevo o resignarse a la realidad de que ya no está más? El “vamos a brindar por el ausente, que el año que viene este presente”, un himno, noticieros con imágenes de desmovilizados una luz, pero nada, Christopher nunca volvió. Eso convirtió a Néstor y su familia en nómadas, iniciando una y otra vez, reconstruyendo su historia con nuevos paisajes, acentos y

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sabores, aunque las razones de sus viajes se volvían cada vez más amargos. Con los años la situación del país mejoró, llegaron los nietos y los achaques propios de la edad aumentados, claro, con el peso de su historia. Los Cruz decidieron volver a apropiarse de un lugar y formar hogar.

Aunque Bogotá puede ser una cápsula que aísla lo urbano de lo rural siempre van a haber piedras que están unidas a las dos realidades y quieren romper la cápsula para que se conozcan las realidades de quienes la padecen. Yo soy una de ellas.

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Diseño y DiagramaciónAmanda Orjuela

En esta edición hacemos un reconocimiento a la propuesta y apuesta de

GUACHE STREET ARThttp://www.guache.co

Guache propone una mezcla de

imaginería ancestral y gráfica popular latinoamericana

con elementos contemporáneos de graffiti y street art.

Ha pintado muros y expuesto su trabajo visual en diferentes ciudades y regiones

de Colombia y varios países de Latinoamérica

y Europa.

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