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Desde su celda, un condenado amuerte comparte con el lector, horapor hora, minuto a minuto, losúltimos momentos de su vida. Paraaliviar su intolerable espera, escribesobre sus vanas esperanzas de serindultado, su último viaje en furgóno su miedo a enfrentarse a lamultitud en la plaza de ejecuciones,pero también sobre el recuerdo desus últimos paseos por París o lasonrisa de su hija Marie. A travésde sus palabras, el condenadoanónimo y sin rostro no tarda enconvertirse en un hombre de carney hueso, cercano a cada uno de

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nosotros…Publicado en 1829, Último día de uncondenado a muerte es unconmovedor alegato contra la penacapital, que Victor Hugo escribió ensu lucha por la abolición de lasejecuciones judiciales, convertidasen espectáculo público en Franciatras la Revolución de 1793.

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Victor Hugo

Último día de uncondenado a

muerteePub r1.0

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jugaor 18.10.15

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Título original: Le Dernier jour d’uncondamnéVictor Hugo, 1829Traducción: Juan Gabriel VásquezIlustración de cubierta: La charrette,Gavarni & Andrieux, 1881

Editor digital: jugaor [www.epublibre.org]Colaboración especial: maperusaePub base r1.2

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The iron tongue of midnighthath told twelve:

Lovers, to bed; ‘tis almostfairy time.

I fear we shall out-sleep thecoming morn

As much as we this night have overwatch’d.

WILLIAM SHAKESPEARE

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Introducción

Pocas obras son tan atemporales y ala vez están tan intrínsecamente ligadasa la época en que se crearon comoÚltimo día de un condenado a muerte.Las motivaciones que impelieron aVictor Hugo a escribir este libro en1829 se derivan de forma directa de lasconvulsiones políticas que azotaban aFrancia en aquel momento. LaRevolución de 1793 había puesto fin alllamado Despotismo Ilustrado, un

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periodo de absolutismo y de exaltaciónde la razón en favor del progreso de lahumanidad y en detrimento del pueblo, yhabía establecido las bases de losactuales sistemas democráticos derepresentación parlamentaria. Ennombre de los principios que lainspiraron —libertad, igualdad,fraternidad—, las autoridades de laRevolución habían ido aniquilando aaquellos personajes de la realeza y de laaristocracia que consideraban culpablesde las injusticias del pasado y cuya solavida ponía en peligro el nuevo ordenpolítico. Nació la guillotina y ladecapitación se convirtió en unespectáculo público. La Revolución era

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incontestable; sus métodos, también.Mientras la pena de muerte seconsolidaba como garante del nuevosistema, los excesos de su aplicación,que se extendió a todo el ámbito de ladelincuencia, suscitaron el alzamientode algunas voces críticas.

Victor Hugo nació en 1802, nueveaños después de la toma de la Bastilla.Ya de niño había presenciado laabominable imagen de los presosacarreando el agua de los pozos delpresidio de la Bicêtre y la fiesta públicaen que se habían convertido lasejecuciones de los condenados a muerteen la plaza de la Grève de París, entrelos que se contaron varios familiares y

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amigos. La vivencia tan próxima de latortura y el suplicio ajenos le llevaron aarmarse con argumentos literarios ypolíticos, y convertirse en abanderadode la causa abolicionista. En su defensaacudió al Parlamento, a las audienciaspúblicas, a los nobles salones parisinosy a los presidios, cuyo pésimofuncionamiento y cuya insalubridaddenunció en repetidas ocasiones.

Último día de un condenado amuerte es, por todo ello, un alegatocontra la pena de muerte, una protestaabsoluta y sin fisuras, una apuesta por elprogreso de la humanidad en forma delamento literario en primera persona. Ensus páginas, Victor Hugo nos presenta el

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sufrimiento de un condenado a la penacapital en sus últimas horas. De él noconocemos ni el nombre; tan sólo esbozasu origen social. Se trata de unpersonaje anónimo y, por tanto,terriblemente cercano. Es alguien quesufre, que tiene miedo, que no quieremorir. Es un antihéroe. O, mejor dicho,un héroe romántico.

Victor Hugo inaugura con esta obra,en la que se ensayan las nuevas clavesde la novelística, el romanticismoliterario francés, del que será sin dudauno de sus máximos exponentes. Y, comoautor romántico, no podía por menos quedejar constancia de sus inquietudesartísticas en la breve Comedia a

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propósito de una tragedia queacompaña al texto principal. En ella,miembros de la alta sociedad parisinahablan, entre chanzas y críticasmalintencionadas, de la aparición de unanueva novela sobre la agonía de uncondenado a muerte.

A Victor Hugo no le satisfizo elrecibimiento que la obra tuvo entre elpúblico. Ésta es la razón por la que elautor escribió un prefacio a la ediciónde 1832, que reproducimos al final deeste volumen. En él, y a diferencia delque antecede a la primera edición, elautor aporta nombres, fechas y lugaresconcretos. Ejemplifica, argumenta,rebate y presenta sus conclusiones

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acerca de la inutilidad práctica y labajeza moral de la pena de muerte,obsesionado como estaba con que elpueblo hiciera causa común con losabolicionistas.

Cuando Victor Hugo murió, el 22 demayo de 1885, la pena de muerte aún noestaba abolida en Francia, y, de hecho,no se erradicó por completo hasta 1981,casi un siglo después.

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Prefacio a la primeraedición

1829

Hay dos maneras de explicar laexistencia de este libro. O hubo, enefecto, un fajo de hojas amarillas detamaño desigual en las que seencontraban, registrados uno por uno,los últimos pensamientos de algúndesventurado; o existió un hombre, unsoñador, que se dedicó a observar la

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naturaleza en provecho del arte, unfilósofo, un poeta, qué sé yo, cuyafantasía fue la presente idea, y que loatrapó o, más bien, se dejó atrapar porella, y que sólo pudo desembarazarse deésta vertiéndola en un libro. De estasdos explicaciones, que el lector elija laque quiera.

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Último día de uncondenado a muerte

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I

Bicêtre[1]

¡Condenado a muerte!Hace cinco semanas que vivo con

este pensamiento, siempre a solas conél, paralizado siempre por su presencia,encorvado siempre bajo su peso.

En otra época, pues me parece quehan pasado años más que semanas, yoera un hombre como cualquier otrohombre. Cada día, cada hora, cada

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minuto tenía su propio sentido. Mimente, joven y rica, estaba llena defantasías. Se entreteníapresentándomelas unas tras otras, sinorden ni objetivo, bordando conarabescos inextinguibles el tejido toscoy ligero de la vida. Muchachas,espléndidas capas de obispo, batallasganadas, teatros llenos de ruido y de luz,y luego muchachas de nuevo y caminatasoscuras en la noche bajo los largosbrazos de los castaños. Mi imaginaciónsiempre estaba de fiesta. Yo podíapensar en lo que quisiera, yo era libre.

Ahora estoy preso. Mi cuerpo estáencadenado dentro de un calabozo, mimente está en prisión dentro de una idea.

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¡Una idea horrible, sangrienta,implacable! No tengo más que unpensamiento, una convicción, unacertidumbre: ¡condenado a muerte!

Haga lo que haga, este pensamientoinfernal permanece ahí, a mi lado, comoun espectro de plomo, solitario y celoso,expulsando toda distracción,enfrentándome cara a cara con elmiserable que soy, sacudiéndome consus manos de hielo cuando quiero mirarhacia otro lado o cerrar los ojos. Sedesliza bajo todas las formas que mimente busca para huir, se mezcla comoun horrible estribillo en cuantaspalabras me dirigen, se agarra conmigoa las rejas espantosas de mi calabozo;

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me obsesiona durante la vigilia, espíami dormitar convulsivo, y reaparece enmis sueños con la forma de un cuchillo.

Acabo de despertarme entresobresaltos, perseguido por él ydiciendo: «¡Ah! ¡Sólo es un sueño!».Pues bien, antes incluso de que mis ojospesados hayan tenido tiempo deentreabrirse lo suficiente para ver estepensamiento fatal escrito en la horriblerealidad que me rodea, sobre las losashúmedas y rezumantes de mi celda, enlos pálidos rayos de mi lámpara denoche, en la trama grosera de la tela demi ropa, bajo la sombría figura delsoldado de guardia cuya cartucherabrilla a través de la reja del calabozo,

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me ha parecido como si una voz mehubiera murmurado al oído:«¡Condenado a muerte!».

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II

Era una bella mañana de agosto.Hacía tres días que se había entabladomi proceso, hacía tres días que minombre y mi crimen convocaban, todaslas mañanas, a una bandada deespectadores que venían a tumbarsesobre los bancos de la sala deAudiencias como cuervos alrededor deun cadáver, hacía tres días que todaaquella fantasmagoría de jueces,testigos, abogados, procuradores del

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rey, pasaba y volvía a pasar frente a mí,a veces grotesca, a veces sangrienta,siempre sombría y fatal. Las dosprimeras noches la inquietud y el terrorme impidieron dormir; la tercera, medormí de aburrimiento y de cansancio. Amedianoche había dejado al juradodeliberando. Me habían vuelto a traer ala paja de mi calabozo, y caí deinmediato en un sueño profundo, unsueño de olvido. Eran las primerashoras de reposo después de muchosdías.

Todavía me encontraba en lo másprofundo de este profundo sueño cuandovinieron a despertarme. Esta vez nobastó con el paso metálico de los

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zapatos con herrajes del carcelero, nicon el tintineo de su llavero, ni con elronco chirrido de las cerraduras; parasacarme de mi letargo; hizo falta subronca voz en mi oreja y su mano broncasobre mi brazo.

—¡Levántese!Abrí los ojos y me incorporé,

asustado. En ese instante, a través de laventana alta y estrecha de mi celda, vi,en el techo del corredor vecino —únicocielo que me estaba permitido entrever— ese reflejo amarillo en el cual losojos acostumbrados a las tinieblas sabenreconocer el brillo del sol. Me gusta elsol.

—Hace un buen día —le dije al

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carcelero.Permaneció un instante sin

responderme, como si no estuvieraseguro de que valiera la pena gastar unasola palabra; al fin murmuróbruscamente, y sin esfuerzo alguno:

—Puede ser.Permanecí inmóvil, la mente medio

dormida, la boca sonriente, los ojosfijos en aquella dulce reverberacióndorada que jaspeaba el techo.

—Qué día más bello —repetí.—Sí —contestó el hombre—. Le

están esperando.Estas breves palabras, como el hilo

que rompe el vuelo del insecto, medevolvieron violentamente a la realidad.

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De nuevo vi, como en la luz de unrelámpago, la sala sombría del tribunal,la hilera de los jueces cargados deharapos ensangrentados, los tres rangosde testigos con sus expresionesestúpidas, los dos gendarmes en los dosextremos de mi banco, y vi las túnicasnegras agitarse, y las cabezas de lamultitud hormiguear entre las sombrasdel fondo, y cómo se detenía sobre mí lamirada fija de esos doce miembros deljurado que habían permanecidodespiertos mientras yo dormía.

Me levanté; me castañeteaban losdientes, las manos me temblaban y nosabían encontrar mi ropa, mis piernas sesentían débiles. Al primer paso tropecé

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como un mozo de cuerda demasiadocargado. Sin embargo, seguí alcarcelero.

Los dos gendarmes me esperabantras el umbral de la celda. Volvieron aponerme las esposas. Tenían unapequeña cerradura complicada que losgendarmes cerraron con cuidado. Lesdejé hacer: aquello era una máquinapuesta sobre una máquina.

Cruzamos un patio interior. El airefresco de la mañana me reanimó. Miréhacia arriba. El cielo era azul, y losrayos cálidos del sol, cortados por laslargas chimeneas, trazaban grandesángulos de luz sobre los remates de losmuros altos y sombríos de la prisión. En

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efecto, hacía un buen día.Subimos por una escalera de

caracol; atravesamos un corredor,después otro, después un tercero; acontinuación una puerta baja se abrió.Un aire caliente mezclado con ruido megolpeó el rostro; era el soplo de lamultitud en la sala de Audiencias. Entré.

En el momento de mi aparición huboun rumor de armas y de voces. Losbancos se desplazaron ruidosamente.Los tabiques crujieron; y, mientrasrecorría la larga sala entre dos masas degente emparedadas entre soldados, mepareció ser el eje al cual se ataban loshilos que movían todas aquellas carasinanimadas y torcidas.

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En este instante me percaté de que yano llevaba esposas; pero no puderecordar dónde ni cuándo me las habíanquitado.

Entonces se hizo un gran silencio.Había llegado a mi lugar en la sala.Cuando el tumulto cesó en la multitud,cesó también en mis ideas. Comprendíde golpe y con claridad lo que hastaentonces sólo había entrevistoconfusamente: que el momento decisivohabía llegado, y que me encontraba allípara escuchar mi sentencia.

Que lo explique quien pueda: estaidea, de la forma en que me vino, no mecausó terror alguno. Las ventanasestaban abiertas; el aire y el ruido de la

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ciudad llegaban libremente del exterior;la sala estaba iluminada como para unaboda; los alegres rayos de sol trazabanaquí y allá la figura luminosa de lasventanas, a veces alargada sobre elsuelo, a veces extendida sobre lasmesas, a veces rota en la esquina de lasparedes, y desde los rombos luminososde las ventanas cada rayo dibujaba en elaire un gran prisma de polvo dorado.

Los jueces, al fondo de la sala,tenían un aire satisfecho, probablementedebido a la satisfacción de estar cercade terminar. El rostro del presidente,dulcemente iluminado por el reflejo deun vidrio, tenía algo de calmado ybueno, y un joven asesor charlaba casi

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alegremente, arrugándose la golilla, conuna bella dama con sombrero rosa,sentada por suerte detrás de él.

Sólo los miembros del jurado[2] seveían pálidos y abatidos, pero alparecer eso se debía al cansancio dehaber pasado la noche en vela. Algunosde ellos bostezaban. Nada en su aspectorevelaba a unos hombres que acaban depronunciar una sentencia de muerte; enlas facciones de estos buenos señores yono adivinaba más que unas vehementesganas de dormir.

Frente a mí, una ventana estabaabierta de par en par. Podía oír risas quevenían del muelle de las Flores; y, alborde de la ventana, una bella plantita

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amarilla, iluminada por un rayo de sol,jugaba con el viento en una hendidura dela piedra.

¿Cómo hubiera podido brotar unaidea siniestra entre tantas sensacionesagradables? Inundado como estaba deaire y de sol, me resultó imposiblepensar en algo distinto a la libertad; laesperanza vino a reverberar en mí comoel día a mi alrededor; y, confiado,esperé mi sentencia como se esperan laliberación y la vida.

Mientras tanto, mi abogado entró enla sala. Lo esperaban. Acababa dedesayunar copiosamente y con buenapetito. Cuando llegó a su puesto, seinclinó hacia mí con una sonrisa.

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—Tengo esperanzas —me dijo.—¿De veras? —respondí, ligero y

también sonriente.—Sí —continuó—. Todavía no sé

nada de su veredicto, pero sin dudahabrán descartado la premeditación, yentonces será cosa de trabajos forzadosa perpetuidad, nada más.

—Pero ¿qué dice, señor? —repliquéindignado—. ¡Prefiero cien veces lamuerte!

¡Sí, la muerte! «Y además —repetíano sé qué voz en mi interior—, ¿quériesgo corro al decirlo? ¿Acaso unasentencia de muerte no se hapronunciado siempre a medianoche,bajo la luz de las antorchas, en una sala

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sombría y negra, en noches frías delluvia y de invierno? Pero durante elmes de agosto, a las ocho de la mañana,en un día tan bello, con unos jurados tanbuenos… ¡Imposible!». Y mis ojosvolvían a fijarse en la bella flor amarillailuminada por el sol.

De súbito, el presidente, que sóloesperaba al abogado, me invitó alevantarme. La tropa presentó las armas;como empujada por un movimientoeléctrico, toda la asamblea se puso enpie al mismo tiempo. Una figurainsignificante y nula, situada en unamesa debajo del tribunal —el escribano,creo que era—, tomó la palabra y leyóel veredicto que los jurados habían

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pronunciado en mi ausencia. Un sudorfrío brotó de todos mis miembros; meapoyé contra la pared para no caer.

—Abogado, ¿tiene usted algo quedecir sobre la aplicación de la pena? —preguntó el presidente.

Yo habría tenido mucho que decir,pero nada me vino a la boca. La lenguase me quedó pegada al paladar.

El defensor se levantó.Comprendí que intentaba atenuar el

veredicto del jurado y sustituirlo por laotra pena, esa que tanto me habíamolestado oírle pronunciar hacía unosmomentos.

La indignación habría tenido que sermuy fuerte para abrirse camino a través

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de las mil emociones que se disputabanmi pensamiento. Quise repetir en vozalta lo que ya le había dicho: «¡Prefierocien veces la muerte!». Pero me faltó elaliento, y no pude más que tomarlobruscamente del brazo, gritando con unafuerza convulsiva: «¡No!».

El procurador general combatió losargumentos del abogado, y yo lo escuchécon una satisfacción estúpida. Despuéslos jueces salieron, luego volvieron aentrar, y el presidente leyó la sentencia.

—¡Condenado a muerte! —dijo lamultitud; y, mientras me sacaban de allí,toda esa gente se precipitó sobre mí conel estruendo de un edificio al serdemolido. Yo seguía caminando, ebrio y

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estupefacto. Una revolución acaba deproducirse dentro de mí. Hasta eldecreto de muerte, me había sentidorespirar, palpitar, vivir en el mismomundo que los otros hombres; ahoradistinguía claramente una valla entre esemundo y yo. Nada se me aparecía con elmismo aspecto de antes. Esas ampliasventanas luminosas, ese bello sol, esecielo puro, esa hermosa flor, todo erablanco y pálido, del color de unamortaja. A esos hombres, esas mujeres,esos niños que se apiñaban a mi paso,les atribuía aspecto de fantasmas.

En lo bajo de la escalera, uncarruaje con rejas[3], negro y sucio, meesperaba. En el momento de subir, eché

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una mirada, al azar, sobre la plaza.—¡Un condenado a muerte! —

gritaban los transeúntes, corriendo haciael carruaje.

A través de la nube que sentíainterpuesta entre las cosas y yo, distinguía dos jovencitas que me seguían conojos ávidos.

—Bueno —dijo la más joven—,¡será dentro de seis semanas!

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III

¡Condenado a muerte!Pues bien, ¿por qué no? «Los

hombres —recuerdo haber leído en nosé qué libro carente por lo demás deinterés—, los hombres son todoscondenados a muerte con sentenciassuspendidas indefinidamente»[4]. Asípues, ¿qué es lo que tanto ha cambiadoen mi situación?

Desde la hora en que se pronunciómi sentencia, ¡cuántos han muerto

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habiendo hecho planes para una largavida! ¡Cuántos se me han adelantado,jóvenes, libres y sanos que contaban conir tal día a la plaza de la Grève[5] paraver mi decapitación! De aquí a esemomento, ¡cuántos que caminan yrespiran despreocupadamente, y entran ysalen como les place, se me adelantarántambién!

Además, ¿qué tiene esta vida paraque su pérdida sea tan dolorosa paramí? En verdad, el día oscuro y el pannegro del calabozo, la ración escasa decaldo bebida de la cubeta de lospresidiarios, esos maltratos con que meatormentan, a mí, que he recibido unaeducación refinada, la brutalidad de los

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carceleros y los cabos de vara, ese nopoder contemplar a un solo ser humanoque quiera dirigirme unas palabras y aquien yo pueda responderle, eseestremecerme sin cesar por lo que hehecho y por lo que me harán: he aquí,más o menos, los únicos bienes quepodrá quitarme el verdugo.

¡Ah, pero qué importa, esto eshorrible!

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IV

El carruaje negro me transportóaquí, a este Bicêtre espantoso.

Visto de lejos, este edificio tienecierta majestad. Se despliega sobre elhorizonte, al frente de una colina, yguarda a distancia algo de su antiguoesplendor, un aire de castillo real. Peroa medida que uno se acerca, el palaciose transforma en una casa en ruinas. Losaguilones degradados hieren la mirada.Un no sé qué de vergonzoso y de

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empobrecido ensucia estas fachadasreales, es como si los muros sufrieran delepra. Nada de vidrieras, nada decristales en las ventanas, tan sólomacizas barras de hierro entrecruzadas alas cuales se adhiere aquí y allá lapálida figura de un carcelero o de unloco.

Así es la vida vista de cerca.

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V

Apenas llegué, unas manos de hierrose apoderaron de mí. Las precaucionesse multiplicaron; nada de cuchillos, nadade tenedores para mis comidas; lacamisa de fuerza, una especie de sacode lona, aprisionó mis brazos; aquírespondían por mi vida. Yo habíarecurrido en casación. Este onerosoasunto podía tardar seis o siete semanas,y era importante conservarme sano ysalvo para la plaza de la Grève.

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Los primeros días me trataron conuna suavidad que me parecía horrible.Las atenciones de un carcelero huelen acadalso. Felizmente, a los pocos días lacostumbre se impuso; me confundieroncon los otros prisioneros en unabrutalidad común, y prescindieron deesos inusuales gestos de amabilidad queme hacían pensar una y otra vez en elverdugo. No fue ésta la única mejora.Mi juventud, mi docilidad, los cuidadosdel capellán de la prisión, y, sobre todo,algunas palabras en latín[6] que le dirigíal conserje, que no las comprendió, medieron derecho a pasear una vez porsemana con los otros detenidos, ehicieron desaparecer la camisa que me

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tenía paralizado. También, después demucho dudar, me dieron tinta y papel,plumas y una lámpara de noche.

Todos los domingos, después de lamisa, a la hora del recreo, me sueltan enel patio. Allí charlo con los detenidos:es necesario que lo haga. Son buenagente, esos miserables. Me relatan sushazañas; es para horrorizarse, pero séque se vanaglorian de ellas. Me enseñana hablar el argot, a «rajar del mazo»,como dicen. Es toda una lengua injertadaen la lengua general como una especiede excrecencia espantosa, como unaverruga. A veces tiene una energíasingular, un pintoresquismo pavoroso:hay arrope sobre la carretera (sangre

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sobre el camino), casarse con la viuda(morir ahorcado), como si la cuerda dela horca fuera la viuda de todos losahorcados. La cabeza de un ladrón tienedos nombres: la sorbona, cuandomedita, razona y aconseja el crimen; eltronco, cuando la corta el verdugo. Aveces, esa lengua adquiere un espíritu devodevil: una cachemira de mimbre (uncuévano de trapero), la mentirosa (lalengua); así, por todas partes, a cadamomento, palabras curiosas,misteriosas, feas y sórdidas, venidas deno se sabe dónde: el chirona (elverdugo), la veleta (la muerte), laencartelada (la plaza de ejecuciones).Sapos y arañas, se podría decir. Cuando

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uno oye hablar esta lengua, siente elefecto de algo sucio y podrido, como sile hubieran lanzado al rostro un rebujode harapos malolientes.

Al menos, estos hombres mecompadecen, y son los únicos. Loscarceleros, los guardianes, los llaveros—no se lo reprocho— conversan y ríen,y hablan de mí, delante de mí, como deuna cosa.

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VI

Me dije:«Puesto que tengo los medios para

escribir, ¿por qué no habría dehacerlo?». Pero ¿qué escribir? Presoentre cuatro murallas de piedra desnuday fría, sin libertad para mis pasos, sinhorizonte para mis ojos, ocupadodurante el día entero, como únicadistracción, en seguir la lenta marcha deese cuadrado blancuzco que la mirillade mi puerta dibuja sobre la oscura

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pared de enfrente, y, como decía hace unmomento, totalmente solo con una idea,una idea de crimen y castigo, deasesinato y de muerte. ¿Puedo tener algoque decir, yo que ya nada tengo quehacer en este mundo? Y ¿qué encontraréen este cerebro marchito y vacío quevalga la pena de ser escrito?

¿Por qué no? Si bien a mi alrededortodo es monótono y descolorido, ¿no hayen mí una tempestad, una lucha, unatragedia? Esta idea fija que me posee,¿no se me presenta a cada hora, a cadainstante, bajo una forma nueva, cada vezmás horrible y más sangrienta a medidaque se acerca el día? ¿Por qué no habríade intentar decirme a mí mismo todo lo

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que encuentro de violento y dedesconocido en la situación abandonadaen que me hallo? En verdad, la materiaes rica; y, aunque mi vida haya sidoabreviada, aún habrá en las angustias, enlos terrores, en las torturas que lallenarán hasta la última hora, con quégastar esta pluma y secar este tintero.Además, la única manera de sufrirmenos estas angustias es observarlas, ydescribirlas me distraerá.

Por otra parte, tal vez lo quepretendo escribir no sea inútil. Estediario de mis sufrimientos, hora trashora, minuto tras minuto, suplicio trassuplicio, si encuentro las fuerzas parallevarlo hasta el instante en que me sea

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físicamente imposible continuar, estahistoria de mis sensaciones,necesariamente inacabada pero tancompleta como sea posible, ¿no llevaráconsigo una enseñanza grande yprofunda? ¿No habrá, en el atestado demi pensamiento agonizante, en estaprogresión de dolores siemprecreciente, en esta especie de autopsiaintelectual de un condenado, más de unalección para los que condenan? ¿Podráquizá esta lectura volver menos ligera lamano cuando de nuevo se trate de hacerrodar una cabeza que piensa, una cabezade hombre, en eso que llaman la balanzade la justicia? ¿Será posible que estosinfelices no hayan reflexionado nunca

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acerca de la lenta sucesión de torturasque encierra la expeditiva fórmula deuna sentencia de muerte? ¿Acaso se handetenido jamás en esta poderosa idea:que hay en el hombre que suprimen unainteligencia, una inteligencia que habíacontado con la vida, un alma que no sehabía dispuesto para la muerte? No. Noven ellos en todo esto más que la caídavertical de una cuchilla triangular, ypiensan sin duda que para el condenadono hay nada antes, nada después.

Estas páginas los desengañarán. Siun día son publicadas, harán que sumente se detenga algunos instantes sobrelos sufrimientos del espíritu; pues sonéstos los que ellos no llegan a

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sospechar. Se sienten triunfantes depoder matar casi sin que el cuerpo sufra.¡Porque es de eso de lo que se trata!¡Qué cosa es el dolor físico junto aldolor moral! ¡Horror y piedad, leyeshechas así! El día vendrá, y quizá estasmemorias, los últimos confidentes de unmiserable, habrán contribuido a ello…

A no ser que después de mi muerteel viento del patio juegue con estostrozos de papel ensuciados de barro, oque vayan a pudrirse bajo la lluvia,pegados como estrellas a la ventana rotade un carcelero.

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VII

Que lo que aquí escribo pueda serútil a otros algún día, que detenga aljuez preparado para juzgar, que salve alos infelices, inocentes o culpables, dela agonía a la cual estoy condenado,¿para qué? ¿De qué sirve? ¿Quéimporta? Cuando me hayan cortado lacabeza, ¿qué más me da que cortenotras? ¿Será posible que se me hayanocurrido realmente estas locuras? ¡Echarabajo el cadalso después de haber

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subido en él! Os pregunto qué beneficiopuedo sacar de ello.

El sol, la primavera, los camposllenos de flores, los pájaros que sedespiertan al amanecer, las nubes, losárboles, la naturaleza, la libertad, lavida, ¡nada de esto me pertenece ya!

¡Ah! ¡Es a mí a quien habría quesalvar! ¿Será cierto que eso esimposible, que habré de morir mañana,quizá hoy mismo, que eso es así? ¡Diosmío! ¡Qué horrible idea! ¡Es pararomperse la cabeza contra el muro delcalabozo!

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VIII

Hagamos la cuenta de lo que mequeda:

Tres días de aplazamiento despuésdel fallo pronunciado en el recurso decasación.

Ocho días de olvido en el estrado dela sala de Audiencias, después de loscuales las «piezas de autos», como lasllaman, son enviadas al ministerio.

Quince días de espera en eldespacho del ministro, que no sabe ni

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siquiera que las piezas existen, y que sesupone, sin embargo, que debetransmitirlas, después de examinarlas, ala corte de casación.

Allí, clasificación, numeración,registro; pues la guillotina está saturada,y nadie debe pasar antes de que sea suturno.

Quince días para vigilar que no hayaatropellos.

Al fin la corte se reúne, de ordinarioun jueves, rechaza veinte recursos enconjunto, y lo devuelve todo al ministro,que lo devuelve al procurador general,que lo devuelve al verdugo. Tres días.

A la mañana del cuarto día, elsustituto del procurador general se dice,

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mientras se pone la corbata:—De cualquier forma, hay que

ponerle un final a este asunto.Entonces, si el sustituto del

escribano no tiene ninguna comida deamigos que se lo impida, la minuta de laorden de ejecución es redactada, pasadaa limpio, expedida, y a la mañanasiguiente, a partir del alba, se oye elmartilleo sobre una armazón, y en lasesquinas los gritos de viva voz de losvoceadores enronquecidos.

En total, seis semanas. La jovencitatenía razón.

Pues bien, hace al menos cincosemanas, tal vez seis, ya no me atrevo acontarlas, que estoy en este calabozo de

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Bicêtre, y me parece que hace tres díasera jueves.

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IX

Acabo de hacer mi testamento.¿De qué sirve? Estoy condenado a

pagar las costas, y todo lo que tengoapenas me alcanzará para ello. Laguillotina es muy cara.

Dejo una madre, dejo una mujer,dejo una hija.

Una niñita de tres años, dulce,sonrosada, frágil, con grandes ojosnegros y largos cabellos castaños.

Tenía dos años y un mes cuando la vi

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por última vez.Así, tras mi muerte, tres mujeres, sin

hijo, sin marido, sin padre; treshuérfanas de distinta especie; tres viudasa causa de la ley.

Admito que justamente se mecastigue, pero ¿qué han hecho estasinocentes? Poco importa; serándeshonradas, serán arruinadas. Así es lajusticia. No es que me preocupe mipobre madre vieja; tiene sesenta y cuatroaños, morirá en cualquier momento. O sitodavía sobrevive unos días más,mientras tenga hasta el último momentoun poco de ceniza caliente en su brasero,no dirá nada.

Mi mujer tampoco me preocupa;

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tiene ya mala salud y es débil decarácter. También ella morirá.

A menos que enloquezca. Dicen queeso alarga la vida; pero al menos lainteligencia no sufre; la inteligenciaduerme, está como muerta[7].

Pero mi hija, mi niña, mi pobrecitaMarie, que ríe, que juega, que a estashoras canta sin pensar en nada, ¡es ellala que me hace sufrir!

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X

He aquí lo que es mi calabozo:Ocho pies cuadrados. Cuatro muros

de piedra tallada que se apoyan enángulo recto sobre un adoquinado delosas elevado un grado sobre elcorredor exterior.

Entrando, a la derecha de la puerta,una especie de hundimiento que formauna alcoba de escarnio. Ahí hancolocado una paca de paja donde sesupone que duerme y descansa el

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prisionero, vestido con un pantalón detela y una chaqueta de dril tanto eninvierno como en verano.

Sobre mi cabeza, a guisa de cielo,una bóveda negra «ojival» —así escomo se le llama— de la cual cuelgancomo jirones espesas telarañas.

Por lo demás, nada de ventanas, niun tragaluz siquiera. Una puerta demadera cubierta de hierro.

Me equivoco; en el centro de lapuerta, hacia la parte superior, unaapertura de nueve pulgares cuadrados,cortada por una reja en forma de cruz,que el carcelero puede cerrar por lasnoches.

Fuera, un corredor bastante largo,

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iluminado, aireado mediante estrechostragaluces que hay en lo alto de la pared,y dividido en compartimentos demampostería que se comunican entre sípor una serie de puertas cimbradas ybajas; cada uno de estos compartimentossirve de algún modo como antecámarade un calabozo parecido al mío. Enestos calabozos se mete a lospresidiarios condenados por el directorde la prisión a penas disciplinarias. Lostres primeros calabozos estánreservados para los condenados amuerte, puesto que, al estar más cerca dela cárcel, resultan más cómodos para elcarcelero.

Estos calabozos son todo lo que

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queda del antiguo castillo de Bicêtre talcomo fue construido en el siglo XV porel cardenal de Winchester, el mismo quemandó quemar a Juana de Arco. Todoesto se lo oí decir a unos curiosos que elotro día vinieron para verme en micabaña, y que me miraban a distanciacomo a una fiera de exhibición. Elcarcelero recibió unas cuantas monedas.

Me olvidaba de decir que de día yde noche hay en la puerta de micalabozo un centinela de guardia, y quemis ojos no pueden elevarse hacia laventanilla sin encontrarse con los suyos,fijos y siempre abiertos.

Por lo demás, se supone que hay airey luz en esta caja de piedra.

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XI

Puesto que el día aún no aparece,¿qué hacer de la noche? Se me haocurrido una idea. Me he levantado y hepaseado mi lámpara sobre las cuatroparedes de mi celda. Están cubiertas deescrituras, de dibujos, de figuras raras,de nombres que se mezclan y se borranlos unos a los otros. Parece que cadacondenado haya querido dejar su marca,por lo menos aquí. Lápiz, tiza, carbón,letras negras, blancas, grises, a menudo

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cortes profundos en la piedra, aquí yallá, letras enmohecidas que parecenescritas con sangre. Por supuesto que simi mente se sintiera más libre, podríainteresarme este extraño libro que sedesarrolla página a página frente a misojos sobre las piedras de este calabozo.Me gustaría recomponer un todo conestos fragmentos de pensamientoesparcidos sobre las losas; encontrar alhombre bajo el nombre; dar sentido yvida a estas inscripciones mutiladas, aestas frases desmembradas, a estaspalabras truncadas, cuerpos sin cabezacomo los que las han escrito.

A la altura de mi cabecera hay doscorazones inflamados y atravesados por

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una flecha, y sobre ellos: «Amor por lavida». El infeliz no se comprometía alargo plazo.

Al lado, una especie de sombrero detres picos con una pequeña figuraburdamente dibujada sobre estaspalabras: «¡Viva el Emperador!1824»[8].

Más corazones inflamados, con estainscripción, característica de lasprisiones: «Amo y adoro a MathieuDanvin. JACQUES».

Sobre la pared opuesta se lee estenombre: «Papavoine»[9]. La «P»mayúscula está bordada de arabescos yadornada con esmero.

Una estrofa de una canción obscena.

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Un gorro frigio esculpido conbastante profundidad en la piedra, conesto encima: «Bories. La república».Era uno de los cuatro suboficiales de LaRochelle[10]. ¡Pobre muchacho! ¡Quéhorribles son sus presuntas obligacionespolíticas! ¡Por una idea, por un sueño,por una abstracción, esta horriblerealidad que llaman guillotina! ¡Y yoque me quejaba, yo, miserable, que hecometido un crimen verdadero, que hederramado sangre!

No iré más lejos en esta búsqueda.Acabo de ver, dibujada en blanco en laesquina de la pared, una imagenespantosa, la figura de ese cadalso que,tal vez a esta misma hora, está siendo

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levantado para mí. Poco ha faltado paraque la lámpara se me cayera de lasmanos.

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XII

He vuelto precipitadamente asentarme sobre mi camastro de paja conla cabeza entre las rodillas. Enseguidami miedo infantil se ha disipado, y meha embargado una extraña necesidad deseguir la lectura de mis muros.

De donde estaba el nombre dePapavoine he arrancado una enormetelaraña, espesada por el polvo yextendida sobre la esquina del muro.Bajo esta telaraña había cuatro o cinco

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nombres perfectamente legibles junto aotros de los cuales no queda más queuna mancha en la pared. DAUTUN, 1815.POULAIN, 1818. JEAN MARTIN, 1821. CASTAING, 1823. He leído esosnombres, y lúgubres recuerdos me hanvenido a la memoria: Dautun, el quecortó a su hermano en cuatro, que por lanoche se paseó por París y tiró la cabezaen una fuente y el tronco en una cloaca;Poulain, el que asesinó a su mujer; JeanMartin, el que disparó con su pistola asu padre en el momento en que el viejoabría una ventana; Castaing, aquelmédico que envenenó a su amigo, y que,mientras lo atendía en esa últimaenfermedad que él mismo le había

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provocado, en lugar de remedios volvíaa darle veneno; y junto a ellos,Papavoine, el horrible loco que matabaa los niños a golpes de cuchillo en lacabeza.

«He aquí», me decía, y un escalofríode fiebre me subía por los riñones. «Heaquí los que me han antecedido comohuéspedes de esta celda. ¡Es aquí, sobrela misma losa que ocupo ahora, dondeestos hombres de sangre y crimenpensaron sus últimos pensamientos! Esalrededor de este muro, en este cuartoestrecho, que sus últimos pasos dieronvueltas como los de una bestia feroz».Se han sucedido a intervalos muybreves; parece que este calabozo se

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mantiene lleno. Han calentado el puesto,y es para mí que lo han hecho. Yo iré ami vez a reunirme con ellos en elcementerio de Clamart, donde tan biencrece la hierba[11].

No soy ni visionario nisupersticioso. Era probable que estasideas me dieran un acceso de fiebre;pero mientras así soñaba me ha parecidode repente que estos nombres fataleshabían sido escritos con fuego sobre lapared negra; un zumbido cada vez másintenso ha estallado en mis oídos; unbrillo escarlata ha llenado mis ojos; ydespués me ha parecido que el calabozoestaba poblado de hombres, hombresextraños que llevaban su cabeza en su

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mano izquierda, y la llevaban de laboca, porque no tenían pelo. Todos,salvo el parricida, me enseñaban elpuño[12].

He cerrado los ojos con horror, yentonces lo he visto todo con másclaridad.

Sueño, visión o realidad, me habríavuelto loco si una impresión brusca nome hubiera despertado a tiempo. Estabaa punto de caerme de espaldas cuandohe sentido que sobre mi pie desnudo searrastraba un vientre frío y unas patasvelludas; era la araña a la que habíamolestado y que ahora huía.

Eso me ha liberado del hechizo. ¡Oh,espantosos espectros! No, era humo

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apenas, una imaginación de mi cerebrovacío y convulso. ¡Una quimera al estiloMacbeth! Los muertos, muertos están,sobre todo aquéllos. Están bienencerrados en el sepulcro; no es ésta unaprisión de la cual uno pueda escapar.Entonces, ¿cómo es que me hanatenazado estos temores?

La puerta de una tumba no se abredesde dentro.

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XIII

He visto, en estos días pasados, unacosa horrible.

Acababa de amanecer, y la prisiónestaba llena de ruido. Se oía el abrir ycerrar de puertas pesadas, el rechinar delos cerrojos y las cadenas de hierro, elrepicar de los manojos de llavesentrechocando en el cinturón de loscarceleros, el temblor de las escalerasbajo los pasos precipitados, y se oíanvoces llamándose y contestándose de un

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extremo al otro de los largos corredores.Mis vecinos de calabozo, lospresidiarios castigados, estaban másalegres que de costumbre. Todo Bicêtreparecía reír, cantar, correr, bailar.

Yo, el único mudo en ese jaleo, elúnico inmóvil en ese tumulto, escuchaba.

Pasó un carcelero.Me atreví a llamarlo para

preguntarle si había una fiesta en laprisión.

—¡Si a eso le llama usted fiesta! —respondió—. Hoy herrarán a losgaleotes que deberán partir mañanahacia Toulon[13]. ¿Quiere usted verlo?Se divertirá.

En efecto, para un recluso solitario,

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un espectáculo, por odioso que fuera,era una fortuna. Acepté elentretenimiento.

El carcelero tomó las precaucionesusuales para controlarme, y enseguidame condujo a una pequeña celda vacía yabsolutamente desamoblada que teníauna ventana con reja, pero una ventanade verdad, a la altura del pecho, y através la cual se veía realmente el cielo.

—Tenga —me dijo—. Desde aquípodrá ver y oír. Aquí estará solo en sushabitaciones, como el rey.

Entonces salió y me encerró concerraduras, cadenas y pestillos.

La ventana daba a un patio cuadradobastante grande, alrededor del cual se

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elevaba, por los cuatro lados, como unamuralla, un gran edificio de piedratallada de seis pisos. Nada másdegradado, nada más desnudo, nada másmiserable al ojo que esta cuádruplefachada agujereada por ventanas con susrejas, a las cuales se adhería, de abajoarriba, una muchedumbre de rostrosdelgados y pálidos, apiñados los unossobre los otros, como las piedras de unmuro, y todos, por así decirlo,enmarcados en los entrecruzamientos delos barrotes de hierro. Eran losprisioneros, espectadores de laceremonia mientras llegaba el día en queles tocaría ser actores. Parecían almasen pena en los tragaluces que desde el

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purgatorio dan al infierno.Todos miraban en silencio hacia el

patio todavía vacío. Esperaban. Entreesas figuras apagadas y taciturnas, aquíy allá brillaban algunos ojos agudos yvivos como blancos de tiro.

El cuadrilátero de prisiones queenvuelve el patio no se cierra sobre símismo. Una de las cuatro caras deledificio (la que da al este) está cortadapor el medio, y no se une a la caravecina más que por una cancela dehierro. Esta puerta se abre sobre unsegundo patio, más pequeño que elprimero, y, como éste, tapiado pormuros y aguilones negruzcos.

Alrededor del patio principal hay

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bancos de piedra adosados a la muralla.En el centro se levanta una caña dehierro curvada, destinada a sostener unfarol.

Llegó el mediodía. Una gran puertacochera escondida bajo un hundimientose abrió bruscamente. Una carretaescoltada por una especie de soldadossucios y vergonzosos, en uniformesazules con hombreras rojas y bandolerasamarillas, entró pesadamente en el patiohaciendo un ruido de chatarra. Era lachusma con las cadenas.

En el mismo instante, como si eseruido hubiera despertado todo el ruidode la prisión, los espectadores de lasventanas, hasta entonces silenciosos e

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inmóviles, estallaron en gritos de júbilo,en canciones, en amenazas, enimprecaciones mezcladas concarcajadas angustiosas de oír. Parecíanmáscaras diabólicas. Sobre cada rostroapareció una mueca, todos los puñossalieron de los barrotes, todas las vocesaullaron, todos los ojos llamearon, y meespantó ver tantas chispas reaparecer enaquellas cenizas.

Mientras tanto, los sotacabos[14],entre los cuales podía distinguirse, porsus limpias vestimentas y su aspectoaterrorizado, a unos pocos curiososvenidos de París, se pusierontranquilamente manos a la obra. Uno deellos subió a la carreta y arrojó a sus

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camaradas las cadenas, los «collares deviaje» y los atados de pantalones detela. Entonces se dividieron el trabajo;unos fueron a extender en una esquinadel patio las largas cadenas que en suargot llamaban «hilos»; los otrosdesplegaron sobre el adoquinado «lostafetanes», las camisas y los pantalones;mientras que los más sagacesexaminaban, bajo la mirada de sucapitán, un viejito achaparrado, loscollares de hierro, que enseguidaprobaban, haciéndolos centellear sobreel adoquinado. Y todo bajo lasaclamaciones burlonas de los reclusos,cuya voz sólo era dominada por las risasruidosas de los galeotes para quienes

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todo aquello se preparaba, y que seveían relegados a las ventanas de lavieja prisión que da al patio pequeño.

Cuando terminaron estospreparativos, un hombre adornado deplata al que llamaban «señor inspector»dio una orden al director de la prisión; yun momento después, dos o tres puertasbajas vomitaron casi al mismo tiempo ycomo a bocanadas una nube de hombreshorribles, vociferantes y andrajosos.Eran los galeotes.

Con su entrada, se redobló el júbiloen las ventanas. Algunos de ellos, losgrandes nombres del presidio, fueronsaludados con aclamaciones y aplausosque recibían con una orgullosa modestia.

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La mayor parte llevaba una especie desombreros tejidos por sus propiasmanos con la paja del calabozo, ysiempre de formas extrañas, hechos paraque en las ciudades por donde pasaranllamaran la atención sobre el rostro.Éstos fueron aún más aplaudidos. Uno,sobre todo, provocó arrebatos deentusiasmo: un muchacho de diecisieteaños que tenía rostro de muchacha. Salíadel calabozo, donde había permanecido,en secreto, durante ocho días; con sumanojo de paja se había hecho unvestido que lo envolvía de la cabeza alos pies, y entró al patio haciendo larueda sobre sí mismo con la agilidad deuna serpiente. Era un saltimbanqui

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condenado por robo. Hubo un estallidode aplausos y de gritos de júbilo. Loscondenados respondían, y era algohorrible este intercambio deaclamaciones entre los galeotes tituladosy los galeotes aspirantes. Por mucho quela sociedad estuviera allí presente,representada por los carceleros y loscuriosos asustados, el crimen se lemofaba en la cara, y hacía, de aquelhorrible castigo, una fiesta de familia.

A medida que llegaban eranempujados, entre dos hileras de cabosde vara, al pequeño patio enrejado,donde los esperaba la visita de losmédicos. Era allí donde todos hacían unúltimo esfuerzo por evitar el viaje,

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alegando alguna excusa de salud, losojos enfermos, la pierna coja, la manomutilada. Pero casi siempre se les dabapor buenos para las galeras; y entoncescada uno se resignaba condespreocupación, olvidando en pocosminutos la pretendida enfermedad detoda una vida.

La puerta del patio pequeño volvió aabrirse. Un guarda hizo el llamado pororden alfabético; y entonces salieron unopor uno, y cada galeote fue a ponerse enfila, de pie, en una esquina del patiogrande, junto a un compañero dado porel azar de la letra inicial de su nombre.Así, cada uno se ve reducido a símismo; cada uno lleva su propia cadena,

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hombro a hombro con un desconocido; ysi por casualidad un galeote tiene unamigo, la cadena lo separa de él. ¡Laúltima de las miserias!

Cuando más o menos una treintenade galeotes hubo salido, se cerró lapuerta. Un sotacabo los alineó con sugarrote, delante de cada uno arrojó unacamisa, una chaqueta y un pantalón detalla grande, luego hizo un gesto y todoscomenzaron a desvestirse. Y luego,como si hubiera escogido el momentooportuno, un incidente inesperado vino atransformar la humillación en tortura.

Hasta entonces el tiempo había sidobastante bueno, y, si la brisa de octubreenfriaba el aire, de vez en cuando

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también abría aquí y allá, en las brumasgrises del cielo, una grieta por dondecaía un rayo de sol. Pero tan prontocomo los galeotes se despojaron de susharapos de prisión, en el momento enque se ofrecían desnudos y erguidos a lavista suspicaz de los guardias, y a lasmiradas curiosas de los extraños quegiraban a su alrededor para examinarsus hombros, el cielo se volvió negro,una fría tormenta de otoño estallóbruscamente y se descargó a torrentessobre el patio, sobre las cabezasdescubiertas, sobre los miembrosdesnudos de los condenados, sobre susmiserables sayos extendidos en eladoquinado.

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En un abrir y cerrar de ojos, el patiose vació de todo lo que no fuerasotacabo o galeote. Los curiosos deParís fueron a abrigarse bajo lostejadillos de las puertas.

Mientras tanto, la lluvia caía araudales. En el patio no se veían másque los galeotes desnudos y chorreandosobre los adoquines del suelo inundado.Un silencio sombrío había sucedido asus bravatas escandalosas. Tiritaban, lescastañeteaban los dientes; sus piernasdelgadas, sus rodillas sarmentosas seentrechocaban; y daba lástima verloscubrirse los miembros azules con esascamisas empapadas, esas chaquetas,esos pantalones que chorreaban lluvia.

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La desnudez hubiera sido mejor.Uno solo, un viejo, había

conservado cierta alegría. Exclamó,mientras se secaba con una camisamojada, que «esto no estaba en elprograma»; y luego se puso a reír,levantando el puño hacia el cielo.

Cuando se hubieron puesto los trajesde camino, los galeotes fueron llevadosen grupos de veinte o treinta a la otraesquina del patio, donde los esperabanlos cordones extendidos sobre el suelo.Estos cordones son largas y fuertescadenas cortadas transversalmente cadados pies por otras cadenas más cortas, acuyo extremo se adhiere un collarcuadrado que se abre por medio de una

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bisagra en uno de los ángulos y se cierraen el ángulo opuesto mediante un pernode hierro, remachado para todo el viajesobre el cuello del presidiario. Cuandoestos cordones son desenrollados sobreel suelo, representan bastante bien unaespina de pescado.

Los condenados fueron obligados asentarse en el barro, sobre los adoquinesinundados; se les probaron los collares;luego, dos herreros de la chusma,armados con yunques portátiles, losremacharon en frío a mazazos metálicos.Es un momento horroroso, en el cualempalidecen hasta los más audaces.Cada golpe de martillo, asestado sobreel yunque apoyado en su espalda, hace

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temblar el mentón del paciente; el menormovimiento de delante atrás le haríasaltar el cráneo como una cáscara denuez.

Después de esta operación losgaleotes se volvieron taciturnos. No seoía más que el tintineo de las cadenas y,cada cierto tiempo, un grito y el ruidosordo del garrote de los cabos de varasobre los miembros de losrecalcitrantes. Algunos lloraban; losviejos se estremecían y se mordían loslabios. Yo observaba con terror aquellosperfiles siniestros en sus marcos dehierro.

Así, tras la visita de los médicos, lavisita de los carceleros; y tras la visita

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de los carceleros, el herraje. Unespectáculo en tres actos.

Un rayo de sol reapareció. Daba laimpresión de que hubiera prendidofuego a todos los cerebros. Los galeotesse levantaron a la vez, como empujadospor un movimiento convulsivo. Loscinco cordones se sujetaban por lasmanos, y de repente se formó una rondainmensa alrededor de la rama del farol.Daban tantas vueltas que cansaba verlos.Cantaban una canción de galeras, unromance en argot, en un aire yaquejumbroso, ya furioso y alegre; seoían, a intervalos, gritos agudos, risasdesgarradas y jadeantes mezcladas conpalabras misteriosas y luego con

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aclamaciones furibundas; y la cadenciade las cadenas que entrechocaban servíade orquesta a este canto más ronco quesu ruido. Si hubiera estado buscando laimagen de un aquelarre, no habríapodido encontrar otra ni mejor ni peor.

Trajeron al patio una gran tina. Loscabos de vara rompieron el baile de loscondenados a golpes de garrote, y loscondujeron a esa tina, en la cual nadabanno sé qué hierbas en no sé qué líquidohumeante y sucio. Comieron.

Enseguida, después de comer,derramaron sobre el adoquinado lo quequedaba de su sopa y de su pan moreno,y se pusieron de nuevo a cantar y abailar. Parece que se les permite esta

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libertad el día del herraje y la noche quele sigue.

Observaba yo este extrañoespectáculo con una curiosidad tanávida, tan palpitante, tan atenta, que mehabía olvidado de mí mismo. Unprofundo sentimiento de piedad meremovió las entrañas: las risas deaquellos hombres me hacían llorar.

De repente, a través de la profundaensoñación en que había caído, vi que laronda aulladora se detenía y callaba.Entonces, todos los ojos se volvieronhacia la ventana que yo ocupaba.

—¡El condenado! ¡El condenado! —gritaron todos, señalándome con eldedo; y se repitieron las expresiones de

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júbilo.Me quedé petrificado.Ignoro de qué me conocían y cómo

me habían reconocido.—¡Buenos días! ¡Buenas noches! —

me gritaban con su atroz socarronería.Uno de los más jóvenes, condenado agaleras perpetuas, de rostro reluciente yplomizo, me miró con expresión deenvidia, diciendo:

—¡Qué afortunado es! ¡A éste lorecortarán! ¡Adiós, camarada!

No puedo explicar lo que ocurría enmí. Yo era, en efecto, su camarada. LaGrève es hermana de Toulon. Yo estabasituado incluso a un nivel más bajo queellos: ellos me honraban. Me estremecí.

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¡Sí, su camarada! Y unos días mástarde, también yo habría podido ser unespectáculo para ellos.

Había permanecido en la ventana,inmóvil, tullido, paralizado. Perocuando vi que los cinco cordonesavanzaban, que se precipitaban hacia mícon palabras de una cordialidadinfernal; cuando escuché el tumultuosoestrépito de sus cadenas, de susclamores, de sus pasos, al pie del muro,me pareció que esta nube de demoniosescalaba hacia mi celda miserable; soltéun grito, me arrojé sobre la puerta contanta violencia como para echarla abajo,pero no había manera de huir. Loscerrojos estaban asegurados desde

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fuera. Embestía la puerta, llamabarabiosamente; y entonces me parecióescuchar todavía más de cerca lasespantosas voces de los galeotes. Creíver sus cabezas horribles aparecer sobreel borde de mi ventana, solté un segundogrito de angustia, y caí desmayado.

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XIV

Cuando volví en mí, era ya de noche.Estaba acostado en un camastro; el farolque vacilaba en el techo me permitió verotros camastros alineados a amboslados. Comprendí que me habíantrasladado a la enfermería.

Permanecí despierto unos instantes,pero sin pensamientos ni recuerdos,consagrado a la felicidad deencontrarme en una cama. En otrotiempo, desde luego, esta cama de

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hospital me hubiera hecho retroceder deasco y de lástima; pero yo no era ya elhombre que había sido. Las sábanas erangrises y toscas al tacto; la manta,escuálida y agujereada; se sentía la pajaa través del colchón; ¡qué importa! Mismiembros podían desentumecerse aplacer entre esas sábanas burdas, y bajoesa manta, aun siendo tan delgada, sentídisiparse poco a poco ese horrible fríode la médula de los huesos al cual ya mehabía acostumbrado. Y volví a dormir.

Un fuerte ruido me despertó;amanecía. El ruido venía de fuera, micama estaba junto a la ventana, meincorporé para ver de qué se trataba.

La ventana daba al patio principal

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de Bicêtre. El patio estaba repleto degente; dos hileras de veteranos seesforzaban por mantener despejado, enmedio de la multitud, un camino estrechoque atravesaba el patio. En medio deaquella doble fila de soldados,avanzaban lentamente, dando tumbos concada adoquín, cinco largas carretasrepletas de hombres; eran los galeotes,que partían.

Las carretas iban descubiertas. Cadacordón ocupaba una de ellas. Losgaleotes estaban sentados de lado sobrecada uno de los bordes, recostados losunos en los otros, separados por lacadena común que se extendía a lo largodel carruaje, y en el extremo de la cual

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un sotacabo erguido, con el fusilcargado, se sostenía en pie. Se oía elzumbido de sus hierros, y, a cadasacudida del carruaje, se veían saltarsus cabezas y balancearse sus piernascolgantes.

Una lluvia fina y penetrante enfriabael aire, y adhería a sus rodillas la tela deesos pantalones que habían sido grises yahora eran negros. Sus largas barbas,sus cabellos cortos, chorreaban; susrostros eran de color violeta; se les veíatiritar, y sus dientes rechinaban de rabiay de frío. Por lo demás, no podíanmoverse en absoluto. Una vez clavado aesta cadena, uno no es más que unafracción de ese detestable todo que

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llaman «cordón», y que se mueve comoun solo hombre. La inteligencia debeabdicar, el collar de las galeras lacondena a muerte; y en cuanto al animal,no debe ya tener necesidades ni apetitomás que a horas fijas. Así, inmóviles, lamayor parte medio desnudos, suscabezas descubiertas y sus piescolgantes, comenzaban su viaje deveinticinco días, cargados por lasmismas carretas, vestidos con lasmismas vestimentas para el sol deplomo de julio y para las frías lluvias denoviembre. Es como si los hombresquisieran ir a medias con el cielo en suoficio de verdugos.

Se había establecido entre la

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multitud y las carretas un diálogoespantoso: injurias de un lado, bravatasdel otro, imprecaciones de ambos; pero,a una señal del capitán, vi golpes degarrote llover al azar en las carretas,sobre hombros o sobre cabezas, y todoregresó a esa especie de calma exteriorque llaman «orden». Pero los ojosestaban llenos de venganza, y los puñosde los miserables se crispaban sobre susrodillas.

Las cinco carretas, escoltadas porgendarmes a caballo y sotacabos a pie,desaparecieron sucesivamente bajo lapuerta elevada de Bicêtre; una sexta lasseguía: en ella se bamboleaban endesorden las calderas, las escudillas de

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cuero y las cadenas de recambio.Algunos cabos de vara que se habíandemorado en la cantina salieroncorriendo para alcanzar a su cuadrilla.La multitud se retiró. Todo esteespectáculo se desvaneció como unafantasmagoría. En el aire se atenuó pocoa poco el ruido pesado de las ruedas yde los cascos de los caballos sobre lacarretera adoquinada de Fontainebleau,el chasquido de los látigos, el tintineode las cadenas y los aullidos del pueblo,que deseaba todo tipo de desgracias alos galeotes en su viaje.

¡Y para ellos es apenas el comienzo!¿Qué me decía el abogado? ¡Las

galeras! ¡Ah, sí, mil veces antes la

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muerte! ¡Antes el cadalso que los baños,antes la nada que el infierno; antesentregar mi cuello a la cuchilla deGuillotin que al collar de la chusma! Lasgaleras, ¡cielo santo!

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XV

Desgraciadamente, no estabaenfermo. Al día siguiente tuve que salirde la enfermería. El calabozo merecuperó.

¡No estaba enfermo! En efecto, soyjoven, sano y fuerte. La sangre correlibremente por mis venas; todos mismiembros obedecen a todos miscaprichos; soy robusto de cuerpo y deespíritu, estoy hecho para una largavida; sí, todo esto es cierto; y sin

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embargo, tengo una enfermedad, unaenfermedad mortal, una enfermedadhecha por la mano del hombre.

Desde que salí de la enfermería, seme ha ocurrido una poderosa idea, unaidea para volverme loco, y es que habríapodido escapar si me hubieran dejadosolo. Esos médicos, esas hermanas de lacaridad, parecían interesarse por mí.¡Morir tan joven, y de semejante muerte!Se hubiera dicho que me compadecían,tan afanosos se mostraban alrededor dela cabecera de mi cama. ¡Bah!¡Curiosidad! Además, esta gente quesana puede sanar una fiebre, pero no unasentencia de muerte. ¡Y sin embargo,sería tan fácil! ¡Una puerta abierta! ¿Qué

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más les da a ellos?¡Pero ya no es posible! Mi apelación

será rechazada, porque todo está enregla: los testigos han testificado, loslitigantes han litigado, los jueces hanjuzgado. No cuento con ello, a menosque… ¡No, insensato! ¡Ya no hayesperanza! La apelación es una cuerdaque nos mantiene suspendidos sobre elabismo, y que oímos crujir a cadainstante hasta romperse. Es como si lacuchilla de la guillotina tardara seissemanas en caer.

Y ¿si obtuviera el indulto? ¡Obtenerel indulto! ¿De quién? Y ¿por qué? Y¿cómo? Es imposible que me lootorguen. ¡El ejemplo!, como dicen.

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No me quedan más que tres pasospor dar: Bicêtre, la Conserjería[15], laGrève.

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XVI

Durante las pocas horas que pasé enla enfermería, me senté cerca de unaventana, al sol —que había vuelto asalir—, o, al menos, recibiendo tanto solcomo lo permitían las rejas de laventana.

Estaba allí, con la pesada cabezaentre mis manos, que apenas podían conella, los codos sobre las rodillas, lospies sobre los barrotes de la silla, puesel abatimiento hace que me curve y me

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repliegue sobre mí mismo como si ya notuviera huesos en los miembros nimúsculos en la carne.

El olor asfixiante de la prisión mesofocaba más que nunca, en mis oídosllevaba todavía el ruido de las cadenasde los galeotes, Bicêtre me producía uninmenso hastío. Me parecía que Diosmisericordioso debería apiadarse de míy enviarme al menos un pajarito paraque cantara allí, enfrente de mí, sobre elborde del techo.

No sé si fue Dios misericordioso oel demonio quien me atendió; pero casial instante puede oír cómo una voz seelevaba bajo mi ventana, no la de unpájaro, sino mucho mejor: la voz pura,

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fresca, aterciopelada, de una jovencitade quince años. Como presa de unsobresalto, levanté la cabeza, y escuchécon avidez la canción que entonaba. Eraun aire lento y lánguido, una especie dearrullo triste y dolorido; he aquí laspalabras:

Es en la calle del Mazodonde me han trincado,maluró,los tres pasmas de turno,malurín malureta,con las manos en la masa,malurín maluró.

No sabría explicar cuán amargo fue

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mi desengaño. La voz continuó:

Con las manos en la masa,maluró.Me han puesto los gritos,malurín malureta,se ha descolgado el Gran Jefe,malurín maluró.En la nevera encuentro,malurín malureta,un ratero del barrio,malurín maluró.

Un ratero del barrio,maluró.Ve a decirle a mi costilla,malurín malureta,que me han enchironado,

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malurín maluró,la costilla enfurecida,malurín malureta,me dice: «¿Qué te has afanado?»,malurín maluró.

Me dice: «¿Qué te has afanado?»,maluró.Me he cepillado a un tío,malurín malureta,toda la pasta le he birlado,malurín maluró,la pasta y el reloj,malurín malureta,y los gemelos de oro,malurín maluró.

Y los gemelos de oro,maluró.

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La costilla va a Versalles,malurín malureta,al pie de su Majestad,malurín maluró,y le suelta una charla,malurín malureta,para sacarme de aquí,malurín maluró.

Para sacarme de aquí,maluró.¡Ah! Si de aquí me saca,malurín malureta,a la costilla volveré,malurín maluró,haré que le lleven vestidos,malurín malureta,y zapatos de piel,

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malurín maluró.

Y zapatos de piel,maluró.Pero el gran tío se pone furioso,malurín malureta.

Dice: «Por mi coronilla,malurín maluró,le haré bailar el baile,malurín malureta,donde no hay tablado,malurín maluró».

No oí más ni hubiera podidohacerlo. El sentido de aquella horriblequeja, entendido a medias y a mediasoculto, esa lucha del pillo contra la

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patrulla, ese ladrón que el pilloencuentra y que envía a su mujer, y esemensaje espantoso: he asesinado a unhombre y estoy preso, «me he cepilladoa un tío y me han enchironado», esamujer que corre hacia Versalles con unapetición, y esa Majestad que, indignada,amenaza al culpable con hacerle bailar«el baile donde no hay tablado», y todoello cantado en la más dulce melodía ypor la voz más dulce que jamás arrulló aoído humano… Me quedé afligido,paralizado, aniquilado. Era repugnanteoír palabras tan monstruosas de esaboca fresca y colorada.

No podría explicar lo que sentí; laspalabras me herían y, a la vez, me

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acariciaban. La jerga de la caverna y delas galeras, esa lengua ensangrentada ygrotesca, ese argot repelente aliado auna voz de muchacha, transicióngraciosa entre la voz de la niña y la dela mujer… ¡Aquellas palabras deformesy defectuosas, cantadas, acompasadas,perladas!

¡Ah! ¡Qué cosa tan infame es unaprisión! Hay en ella un veneno que todolo ensucia. Todo en él se marchita, aunla canción de una muchacha de quinceaños. Si encuentras un pájaro, tendrálodo sobre su ala; si recoges una flor, superfume apestará.

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XVII

¡Oh! Si pudiera escapar, ¡cómocorrería por los campos!

No, sería mejor no correr. Correratrae miradas, sospechas. Al contrario:caminar lentamente, la cabeza en alto,cantando. Tratar de llevar un viejoblusón azul con dibujos rojos. Esodisimula bastante bien. Es lo que llevanlos campesinos de los alrededores.

Conozco cerca de Arcueil unbosquecillo junto a un pantano; solía ir

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allí todos los jueves a pescar ranas conmis compañeros del colegio. Es allídonde me escondería hasta la noche.

Una vez hubiera oscurecido,emprendería el viaje. Iría a Vincennes.No, el río me lo impediría. Iría aArpajon… más valdría tomar por elcamino de Saint-Germain, ir al Havre,embarcarme hacia Inglaterra… ¡Quémás da! Llego a Longjumeau. Ungendarme pasa; me pide mi pasaporte…¡Estoy perdido!

¡Ah! ¡Infeliz soñador, comienza porromper el muro de tres pies de espesuraque te encierra! ¡La muerte! ¡La muerte!

¡Cuando pienso que, de niño, vine aBicêtre para ver los pozos[16] y los

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locos!

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XVIII

Mientras escribía todo esto, milámpara ha palidecido, ha llegado eldía, el reloj de la capilla ha anunciadolas seis.

¿Qué significa esto? El carcelero deguardia acaba de entrar en mi calabozo,se ha quitado la gorra, me ha saludado,se ha disculpado por molestarme, y meha preguntado, suavizando en lo posibleel tono rudo de su voz, qué desearíadesayunar.

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Me ha embargado un escalofrío.¿Acaso habrá llegado el día?

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XIX

¡El día ha llegado!El director de la prisión en persona

acaba de visitarme. Me ha preguntadocómo podría atenderme o servirme, haexpresado el deseo de que no tenga yoquejas acerca de él o sus subordinados,se ha informado con interés sobre misalud y la manera en que pasé la noche;¡al despedirse, me ha llamado «señor»!

¡El día ha llegado!

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XX

No cree posible, este carcelero, quetenga yo quejas acerca de él y de sussubalternos. Tiene razón. No estaría bienque me quejase; esta gente ha hecho sutrabajo; me han vigilado; y han sidocorteses a mi llegada y a mi partida. ¿Nodebo estar contento?

Este amable carcelero, con susonrisa benigna, sus palabras cariñosas,su mirada que halaga y espía, sus manosgrandes y gruesas, es la prisión

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encarnada, es Bicêtre hecho hombre. Ami alrededor, todo es prisión; veo laprisión bajo todas las formas, bajo laforma humana igual que bajo la forma dela puerta o del cerrojo. Esta pared es laprisión en piedra; esta puerta es laprisión en madera; estos carceleros sonla prisión en carne y hueso. La prisiónes una especie de ser horrible y entero,indivisible, mitad hombre, mitadedificio. Soy su presa; ella me cobija,me abraza con todos sus pliegues. Meencierra en sus murallas de granito, meencadena bajo sus cerraduras de hierro,me vigila con sus ojos de carcelero.

¡Ah, miserable! ¿Qué será de mí?¿Qué harán conmigo?

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XXI

Ahora estoy tranquilo. Todo haterminado, y terminado bien. He salidode la ansiedad horrible en la cual mehabía sumido la visita del director. Loconfieso: aún tenía esperanzas. Ahora,gracias a Dios, ya no las tengo.

He aquí lo que acaba de suceder:En el instante en que sonaban las

seis y media —no, eran las siete menoscuarto—, la puerta de mi calabozo se haabierto de nuevo. Ha entrado un viejo de

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pelo cano, vestido con un redingoteoscuro. Se ha abierto a medias elredingote. He visto una sotana, uncollarín. Era un sacerdote.

Este sacerdote no era el capellán dela prisión. Todo era siniestro.

Se ha sentado frente a mí con unasonrisa benévola; enseguida ha sacudidola cabeza y ha levantado los ojos alcielo, es decir, a la bóveda delcalabozo. Entonces lo he comprendido.

—Hijo mío —me ha dicho—, ¿estáspreparado?

Le he contestado con voz débil.—No estoy preparado, pero estoy

listo.Sin embargo, se me ha nublado la

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vista, un sudor frío ha brotado de todosmis miembros a la vez, he sentido que seme hinchaban las sienes, y un zumbidoha llenado mis oídos.

Mientras vacilaba en mi silla, comoadormecido, el amable viejo seguíahablando. Eso es, al menos, lo que meparecía, y creo recordar que he visto suslabios moverse, sus manos agitarse,relucir sus ojos.

La puerta se ha abierto una segundavez. El ruido de las cerraduras me haarrancado a mí de mi estupor, y a él desu discurso. Una especie de señor entraje negro, acompañado por el directorde la prisión, se ha presentado y me hasaludado solemnemente. Tenía sobre su

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rostro algo de la tristeza oficial de losempleados de pompas fúnebres. Llevabaun rollo de papel en la mano.

—Señor —me ha dicho con unasonrisa de cortesía—, soy ujier de lacorte real de París. Tengo el honor detraerle un mensaje de parte del señorprocurador general.

La primera sacudida había pasado.Enseguida he recuperado mi presenciade ánimo.

—¿Fue el señor procurador generalquien pidió de forma tan instantánea micabeza? Qué gran honor me hace alescribirme. Espero que mi muerte sea desu gusto, pues sería duro para mí pensarque la haya solicitado con tanto fervor y

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que luego le sea indiferente.Todo eso le he dicho, y he

continuado con voz firme:—¡Lea, señor!Se ha puesto a leer un texto largo,

cantando al final de cada línea ydudando a la mitad de cada palabra. Erael rechazo de mi apelación.

—La condena será ejecutada hoy enla plaza de la Grève —ha añadidodespués de terminar, sin levantar losojos de su papel sellado—. Partiremosexactamente a las siete y media hacia laConserjería. Mi estimado señor, ¿tendríausted la amabilidad de seguirme?

Yo había dejado de escucharloinstantes antes. El director charlaba con

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el sacerdote; él seguía con la mirada fijasobre el papel; yo miraba la puerta, quese había quedado entreabierta… ¡Ah,miseria! ¡Cuatro fusileros en elcorredor!

El ujier ha repetido la pregunta, estavez mirándome.

—Cuando usted quiera —le hecontestado—. ¡Como guste!

Se ha despedido diciendo:—Tendré el honor de venir a

buscarlo dentro de media hora.Entonces me han dejado solo.¡Una forma de huir, Dios mío! ¡Una

forma cualquiera! ¡Es preciso que meevada! ¡Lo es! ¡De inmediato! ¡Por laspuertas, por las ventanas, por el armazón

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del techo! ¡Dejar, por lo menos, algo demi carne entre las vigas!

¡Oh, furia! ¡Demonios! ¡Maldición!¡Necesitaría meses para atravesar estemuro con las herramientas adecuadas, yno tengo ni un punzón, ni una hora!

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XXII

En la Conserjería

Heme aquí, «transferido», como diceel acta.

Pero merece la pena contar el viaje.Sonaban las siete y media cuando el

ujier se ha presentado de nuevo en micalabozo.

—Señor —me ha dicho—, le estoyesperando.

¡Ay! ¡No es el único!

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Me he levantado, he dado un paso;me ha parecido que no podría dar otro,de tanto que me pesaba la cabeza, tandébiles como estaban mis piernas. Sinembargo, me he repuesto y, con airefirme, he continuado. Antes de salir delcalabozo, he echado una última miradaalrededor —me había encariñado conmi calabozo—. Además lo he dejadovacío y abierto, lo cual da a un calabozoun aspecto singular.

De otro lado, no será por muchotiempo. Esperamos a alguien para estanoche, dijeron los llaveros, uncondenado que la sala de lo criminalestá juzgando en estos mismos instantes.

A la vuelta del corredor, nos ha

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alcanzado el capellán. Acababa dedesayunar.

Al salir de la cárcel, el director meha cogido la mano afectuosamente, y hareforzado mi escolta de cuatroveteranos.

Frente a la puerta de la enfermería,un viejo moribundo me ha gritado:«¡Hasta luego!».

Enseguida hemos llegado al patio.He respirado; eso me ha sentado bien.

No ha sido mucho lo que hemoscaminado al aire libre. Un carruajeenganchado a unos caballos de posta[17]

estaba estacionado en el primer patio;era el mismo carruaje que me habíatraído; una especie de cabriolé oblongo

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dividido en dos secciones por una rejatransversal de alambre de hierro tanespesa que parecía un tejido de punto.Cada una de las dos secciones tiene unapuerta, una delante, la otra detrás de lacarreta. El conjunto es tan sucio, tannegro, tan polvoriento, que el cochefúnebre de los pobres, comparado conél, parece una carroza de coronación.

Antes de enterrarme en aquellatumba de dos ruedas, he echado unaúltima mirada al patio, una de esasmiradas de desesperación frente a lascuales parece que los muros deberíandesmoronarse. El patio, esa especie depequeña plaza adornada de árboles,estaba más atestado de espectadores que

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para los galeotes. ¡Vaya una multitud!Igual que el día en que partió la

cadena, caía una lluvia de temporada,una lluvia helada y fina que siguecayendo ahora, mientras escribo, unalluvia que sin duda caerá todo el día,que durará más que yo mismo.

Los caminos se habían hundido, elpatio estaba lleno de agua y de fango.Me ha agradado ver a la multitud metidaen el barro.

El ujier y un gendarme se hanmontado en el compartimiento delantero;el sacerdote, un gendarme y yo, en elotro. Cuatro gendarmes a caballoalrededor del carruaje. Así, sin contar alpostillón, había ocho hombres para uno

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solo.Mientras subía al carruaje, he visto a

una vieja de ojos grises que decía:—Esto me gusta aún más que la

cadena.Lo comprendo muy bien. Es un

espectáculo que puede abarcarse másfácilmente de una mirada, se le ve máspronto. Es tan bello como el otro, y máscómodo. No hay distracciones. Sólo hayun hombre, y, sobre este hombre, tantamiseria como sobre todos los galeotes ala vez. Simplemente, hay menosdispersión; se trata de un licorconcentrado, mucho más sabroso.

El carruaje se ha sacudido. Hasoltado un ruido sordo al pasar bajo la

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bóveda de la puerta grande, después hadesembocado en la avenida, y laspesadas puertas de Bicêtre han vuelto acerrarse tras él. En mi estupor, yo sentíaque me transportaban como un hombrecaído en un letargo que no puede nimoverse ni gritar, pero comprende quelo entierran. Vagamente escuchaba lacadencia hiposa de los racimos decampanas colgados al cuello de loscaballos de posta; el susurro de lasruedas herradas sobre el adoquinado oel choque con la carrocería al cambiarde carril; el galope sonoro de losgendarmes alrededor de la carroza; ellátigo fatigoso del postillón. Todoaquello era como un torbellino que se

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apoderaba de mí.A través de la reja de una mirilla

abierta frente a mí, mis ojos se hanfijado automáticamente en la inscripcióngrabada en letra gruesa encima de lapuerta grande de Bicêtre: HOSPICIO DELA VEJEZ.

«Vaya —me he dicho—, parece queen ese lugar hay quienes llegan aviejos».

Y, como suele hacerse entre lavigilia y el sueño, mi espírituentumecido de dolor le ha dado la vueltaa esta idea en todos los sentidos. Degolpe, la carroza, pasando de la avenidaa la carretera principal, ha cambiado elpunto de vista del tragaluz. Las torres de

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Notre-Dame han quedado entoncesenmarcadas en él, azules y medioborrosas tras la bruma parisina. Deinmediato ha cambiado también el puntode vista de mi ánimo. Me hetransformado en una máquina como elcarruaje. A la idea de Bicêtre sucedió laidea de Notre-Dame. Los que esténsobre la torre de la bandera tendránbuena vista, me he dicho con una sonrisaestúpida.

Creo que ha sido en ese momentocuando el sacerdote se ha puesto ahablarme. Pacientemente, lo he dejadohacer. En mi oído estaba ya el sonido delas ruedas, el galope de los caballos, ellátigo del postillón. El suyo era apenas

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un ruido más.Escuchaba en silencio aquella lluvia

de monótonas palabras que adormilabanmi pensamiento como el murmullo deuna fuente, y que pasaban frente a mí,siempre diversas y siempre las mismas,como los olmos torcidos de la carreteraprincipal, cuando la voz breve yentrecortada del ujier, ubicada en elpuesto delantero, ha venido súbitamentea sacudirme.

—Y bien, señor abate —decía conacento casi alegre—, ¿qué sabe usted denuevo?

Era al sacerdote a quien se dirigíade esta manera.

El capellán, que me hablaba sin

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descanso, ensordecido por el carruaje,no ha contestado.

—¡Eh! ¡Eh! —ha insistido el ujier,levantando la voz para imponerse alsonido de las ruedas—. ¡Endemoniadocarruaje!

En efecto: ¡endemoniado!Enseguida ha dicho:—Sin duda es cosa del traqueteo.

No puede uno oír nada. ¿Qué estabadiciendo? ¡Hágame el favor derecordarme lo que estaba diciendo,señor abate! ¡Ah, sí! ¿Se ha enteradousted de la gran noticia de hoy en París?

Me he estremecido, como siestuviera hablando de mí.

—No —ha dicho el sacerdote, que

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por fin le había oído—. No he tenidotiempo de leer los periódicos estamañana. Me enteraré esta noche. Cuandoestoy ocupado durante todo el día, comoes el caso ahora, le pido a mi porteroque me guarde los periódicos, y los leoal volver a casa.

—¡Bah! —ha continuado el ujier—.Es imposible que no lo sepa usted. ¡Lanoticia de París! ¡La noticia de estamañana!

He tomado la palabra:—Yo creo saberla.El ujier me ha mirado.—¡Usted! ¡En serio! En ese caso,

¿qué opina usted?—¡Qué curioso es usted! —le he

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dicho.—¿Por qué, señor? —ha replicado

el ujier—. Cada uno tiene sus opinionespolíticas. Lo aprecio demasiado paracreer que no pueda usted tener la suya.En lo que a mí respecta, estoy totalmentede acuerdo con el restablecimiento de laguardia nacional[18]. Fui sargento de micompañía, y a fe mía que era muyagradable.

Lo he interrumpido.—No creí que se tratara de eso.—Y ¿de qué, entonces? Decía usted

saber la noticia…—Hablaba de otra, de la cual París

se ocupa hoy también.El imbécil no entendía; su

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curiosidad se había despertado.—¿Otra noticia? ¿Dónde diablos ha

podido usted enterarse de otra noticia?Por favor, señor, ¿cuál es? ¿Sabe ustedde qué se trata, señor abate? ¿Está ustedmás al corriente que yo? Póngame aldía, se lo ruego. ¿De qué se trata? Veráusted, me apasionan las noticias. Se lascuento al señor presidente, y eso ledivierte.

Y otras mil pamplinas. El ujier segiraba alternativamente entre elsacerdote y yo; yo no respondía más quelevantando los hombros.

—Y bien —me ha dicho—, ¿en quéestá pensando?

—Pienso —le he contestado— que

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no pensaré más por esta noche.—¡Ah! ¡Pues muy bien! —ha

replicado—. ¡Vamos, está usteddemasiado triste! —replicaba el señorCastaing.

Después, tras un silencio:—Yo llevé al señor Papavoine; tenía

puesta su gorra de nutria y fumaba sucigarro. En cuanto a los jóvenes de LaRochelle, sólo hablaban entre ellos.Pero hablaban.

Ha hecho una pausa más y enseguidaha continuado:

—¡Locos! ¡Entusiastas! Parecíandespreciar al mundo entero. En lo que austed respecta, joven, lo encuentroverdaderamente pensativo.

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—¡Joven! —le he dicho—. Soy másviejo que usted; cada cuarto de hora quepasa me envejece un año.

Se ha girado, me ha observado unosminutos con necia sorpresa, y enseguidase ha puesto a reír con una risasocarrona y pesada.

—Vamos, está usted de broma, ¡másviejo que yo! Yo podría ser su abuelo.

—No bromeo —le he contestadocon gravedad.

El ujier ha abierto su tabaquera.—Tenga, mi querido señor, no se

enoje usted; tome un poco de tabaco y nome guarde rencor.

—No tenga miedo. No se loguardaré por mucho tiempo.

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En este momento, la tabaquera que elujier me tendía ha chocado contra la rejaque nos separaba. Un hueco la ha hechoestrellarse violentamente, y ha caídoabierta bajo los pies del gendarme.

—¡Maldita reja! —ha gritado elujier.

Se ha vuelto hacia mí.—¡Pues bien! ¿No es esto una

desgracia? ¡He perdido todo mi tabaco!—Yo pierdo más que usted —le he

contestado sonriendo.El ujier ha tratado de recoger su

tabaco, rumiando entre dientes:—¡Más que yo! Es fácil decirlo. ¡Sin

tabaco hasta París! ¡Es terrible!El capellán le ha dirigido entonces

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algunas palabras de consuelo, y no sé sieran prejuicios míos, pero me haparecido que eran la continuación deldiscurso que me había correspondido amí al principio. Poco a poco elsacerdote y el ujier han trabadoconversación; los he dejado hablar porsu lado, y yo, por el mío, me he puesto apensar.

Al llegar a la barrera[19], sin dudapor mis persistentes prejuicios, me haparecido que en París había más ruidoque de costumbre.

El carruaje se ha detenido unmomento delante de la Oficina deArbitrios. Los aduaneros lo haninspeccionado. Si se hubiera tratado de

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un cordero o un buey que llevásemos ala carnicería, habría sido necesariodejar una bolsa de dinero; pero unacabeza humana no paga impuesto alguno.Nos han dejado pasar.

Franqueado el bulevar, la carrozaavanzaba al trote por las viejas callestortuosas del suburbio de Saint-Marceauy de la Cité, las cuales serpentean y seentrecortan como los mil caminos de unhormiguero. Sobre el adoquinado deestas calles estrechas, el rodar delcarruaje se ha hecho tan ruidoso y tanveloz que ya no podía oír nada del ruidoexterior. Cuando echaba una mirada porel pequeño tragaluz cuadrado, meparecía que la ola de caminantes se

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detenía para observar el carruaje, y quepandillas de niños corrían tras su estela.Me ha parecido también ver de vez encuando, en este cruce o en aquél, a unhombre o una vieja en harapos, a veceslos dos al mismo tiempo; tenían en lamano un atado de hojas impresas que loscaminantes se disputaban abriendo laboca como para lanzar un grito.

Sonaban las ocho y media en el relojde París[20] en el momento en que hemosllegado al patio de la Conserjería. Lavisión de esta inmensa escalera, de estaoscura capilla, de estas cárcelessiniestras, me ha paralizado. Cuando elcarruaje se ha detenido, he creído quelos latidos de mi corazón se detendrían

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también.He hecho acopio de fuerzas; la

puerta se ha abierto con la rapidez de unrelámpago; he saltado fuera delcalabozo rodante, y he echado a andar apasos agigantados bajo la bóveda yentre dos filas de soldados. A mi pasose había formado ya una multitud.

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XXIII

Mientras caminaba por las galeríaspúblicas del Palacio de Justicia, me hesentido casi libre y a gusto; pero miánimo resuelto me ha abandonado tanpronto como se han abierto frente a míesas puertas bajas, escaleras secretas,corredores interiores, largos corredoresasfixiantes y sordos donde sólo entranquienes condenan o quienes soncondenados.

El ujier me acompañaba todo el

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tiempo. El sacerdote me había dejado, yvolvería en un par de horas: tenía cosasque hacer.

Me han conducido al despacho deldirector, en cuyas manos me ha dejadoel ujier. Ha sido un intercambio. Eldirector le ha rogado esperar un instante,anunciándole que tenía una «presa» queentregarle, y que debería conducirla deinmediato a Bicêtre en el viaje de vueltadel carruaje. Se trataba sin duda delcondenado de hoy, el mismo que estanoche se acostará sobre el manojo depaja que yo no he tenido tiempo degastar.

—Está bien —ha dicho el ujier aldirector—, esperaré un momento; viene

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bien, haremos las dos actas al mismotiempo.

Mientras tanto me han depositado enun pequeño despacho adjunto al deldirector. Allí me han dejado solo y bienencerrado.

No sé en qué pensaba, ni cuántotiempo había pasado allí, cuando unacarcajada violenta y brusca junto a mioreja me ha arrancado de mi ensueño.

Estremecido, he mirado hacia arriba.Ya no me encontraba solo en la celda.Un hombre estaba conmigo, un hombrede unos treinta y cinco años y de estaturamediana; arrugado, encorvado,encanecido; de miembros rechonchos;de ojos grises y mirada bizca, y, sobre

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su rostro, una risa amarga; sucio,andrajoso, medio desnudo, repugnante ala vista.

Parecía que la puerta se hubieseabierto, lo hubiese vomitado y sehubiese cerrado sin que yo me percatara.¡Si la muerte pudiera venir así!

Nos hemos mirado fijamente unossegundos, este hombre y yo; él,prolongando esa risa parecida a unestertor; yo, medio sorprendido, medioasustado.

—¿Quién es usted? —le he dicho alfin.

—¡Qué pregunta! —ha contestado—.Soy un pinta.

—¡Un pinta! Y ¿qué quiere decir

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eso?—Eso quiere decir —ha exclamado

entre carcajadas— que el chirona jugaráa la canasta con mi sorbona dentro deseis meses, igual que hará con tu troncodentro de seis horas. ¡Ja! Parece queahora sí me entiendes.

En efecto, me he quedado pálido yse me han puesto los pelos de punta. Erael otro condenado, el condenado del día,aquel que ya esperaban en Bicêtre, miheredero.

El hombre ha continuado:—Y ¿qué querías? Ésta es mi

historia. Soy hijo de un buen ratero; esuna lástima que Charlot[21] se hayatomado el trabajo de retorcerle el

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pescuezo. Eso era cuando reinaba lapotencia, por la gracia de Dios. A losseis años, ya no tenía padre ni madre; enverano hacía malabares en el polvo alborde de los caminos para que metirasen una moneda entre las cortinas delas sillas de posta; en invierno, me ibadescalzo por el barro, soplándome losdedos rojos; se me veían las piernas através del pantalón. A los nueve años,comencé a servirme de mis cacillos[22],de vez en cuando vaciaba unamatrona[23], me zumbaba un gabán[24]; alos diez años, ya era un guindón[25].Después hice amigos; a los diecisiete,ya era un trollista[26]. Forzaba una

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petaca, falseaba una vueltera[27]. Meagarraron. Como ya tenía edad, memandaron a remar en la marinita[28]. Lasgaleras son cosa dura; acostarse sobreuna tabla, beber agua clara, comer pannegro, arrastrar unos hierros que nosirven para nada; golpes de bastón,golpes de sol. Y por si fuera poco lotrasquilan a uno, ¡y yo que tenía unabella cabellera de color castaño! ¡Quémás da! Cumplí el tiempo que metocaba. ¡Quince años vuelan! Teníatreinta y dos. Una bella mañana medieron un salvoconducto y sesenta y seisfrancos que había acumulado a lo largode mis quince años de galeras,trabajando dieciséis horas al día, treinta

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días al mes, doce meses al año. Dabaigual: quería convertirme en un hombrehonrado con mis sesenta y seis francos,y tenía mejores sentimientos bajo misharapos que los que hay bajo el delantalde un cuervo[29]. Pero ¡condenadopasaporte! Era amarillo, y encimahabían puesto «galeote liberado». Habíaque mostrarlo por donde pasara ypresentarlo cada ocho días al alcaldedel pueblo en el que me obligaban aechar nido[30]. ¡Bonita recomendación!¡Un galeote! Les daba miedo, los niñosse largaban al verme, me cerraban laspuertas. Nadie quería darme trabajo.Los sesenta y seis francos me los comí.Después, tuve que vivir. Mostraba mis

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brazos, buenos para el trabajo, y mecerraban las puertas. Me ofrecí paratrabajar por jornales de quince cuartos,de diez, de cinco. Y nada. ¿Qué hacer?Un día, tenía hambre. Di un codazo en elescaparate de un panadero; le eché elguante a un pan[31] y el panadero meechó el guante a mí; no me comí el pan,y en cambio me condenaron a galerasperpetuas, con tres letras de fuego en laespalda[32]. Te las mostraré si quieres. Aesta justicia la llaman «la reincidente».Así que caballo que vuelve[33]… Medevolvieron a Toulon; esta vez con losgorras verdes[34]. Había que escapar.Para ello no tenía más que atravesar tres

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muros y cortar dos cadenas, y tenía unpunzón. Me evadí. Dispararon el cañónde alerta; pues nosotros vamos como loscardenales de Roma, vestidos de rojo, ycuando nos marchamos, suenan loscañones. Gastaron pólvora engallinazos. Y esta vez, nada depasaporte amarillo, pero nada de dinerotampoco. Conocí a unos camaradas quetambién habían hecho tiempo o quehabían cortado los hilos. El baranda[35]

me propuso ser uno de los suyos,apiolaban en las trochas[36]. Acepté, yme puse a matar para vivir. A veces erauna diligencia, a veces una silla deposta, a veces un vendedor de bueyes acaballo. Tomábamos el dinero,

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soltábamos al azar el animal o elcarruaje y enterrábamos al hombre bajoun árbol, cuidando que no se le salieranlos pies; y después bailábamos sobre lafosa para que la tierra no parecierarecién removida. Así envejecí,acostándome en la maleza, durmiendobajo las estrellas, acorralado de bosqueen bosque, pero al menos libre y dueñode mí. Todo tiene un final, y da igualéste o el otro. Una bella noche, loscordoneros[37] nos agarraron del cuello.Mis guripas[38] se salvaron; pero yo, queera el más viejo, me quedé en las garrasde esos gatos con sombrerosgaloneados. Aquí me trajeron. Ya habíapasado por todos los escalones de la

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escala, salvo uno. A partir de ahora,robar un pañuelo o matar a un hombreera lo mismo para mí; aún había unareincidente que aplicarme. Sólo mefaltaba pasar por el de la guadaña[39].Fue cosa rápida. A fe mía quecomenzaba ya a volverme viejo y a noservir para nada. Mi padre se casó conla viuda[40], y yo me retiro a la abadíadel Monte de los Lamentos[41]. Eso estodo, camarada.

Escuchándolo, me había quedadoestupefacto. El hombre se ha puesto areír con más fuerza todavía que alcomenzar, y ha querido tomarme de lamano. Yo he retrocedido con horror.

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—Amigo —me ha dicho—, nopareces muy valiente. No hagas elbragazas delante de la carlina[42]. Mira,hay un momento difícil que uno tiene quepasar sobre la encartelada[43]; pero ¡seva enseguida! Me gustaría estar allí paraenseñarte la voltereta. ¡Por todos losdioses! Me dan ganas de no apelar siquieren pasarme por la guadaña hoymismo, contigo. El mismo sacerdote nosservirá a los dos; no me importaquedarme con tus sobras. Ya ves que soyun buen muchacho. ¡Eh! Dime, ¿qué teparece? ¡Amistad!

Ha dado un paso más para acercarsea mí.

—Señor —le he contestado,

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rechazándolo—, se lo agradezco mucho.Nuevas carcajadas ante mi

respuesta.—¡Ah! ¡Ah! ¡Señor, su majestad es

marqués! ¡Un marqués!Lo he interrumpido:—Amigo mío, necesito un instante

de recogimiento, déjeme usted.La gravedad de mis palabras lo ha

tornado súbitamente pensativo. Hasacudido su cabeza gris y casi calva;después, rascándose con las uñas elpecho velludo que se ofrecía desnudobajo la camisa abierta, ha respondido:

—Comprendo —ha murmurado entredientes—; en realidad, el jabalí[44]…

Después, tras algunos minutos de

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silencio:—Mire usted —ha dicho casi con

timidez—, es usted marqués, y eso estámuy bien; pero ahí tiene un belloredingote que ya no le servirá de nada.El chirona se lo quedará. Démelo, lovenderé para comprar tabaco.

Me he quitado mi redingote y se lohe entregado. Se ha puesto a aplaudircon una alegría infantil. Entonces,viendo que yo me había quedado encamisa y que tiritaba, ha dicho:

—Tiene frío, señor, póngase esto;llueve; se mojará usted. Además, en lacarreta hay que ir bien vestido.

Mientras lo decía se quitaba sugrueso vestido de lana y me lo ponía en

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los brazos. Lo he dejado hacer.Entonces he ido a apoyarme contra

el muro; no sabría explicar el efecto queme causaba este hombre. Se habíapuesto a examinar el redingote que lehabía dado, y lanzaba a cada instantegritos de alegría.

—¡Los bolsillos están nuevos! ¡Elcuello no está gastado! Me darán almenos quince francos[45]. ¡Quéfelicidad! ¡Tabaco para mis seissemanas!

La puerta ha vuelto a abrirse. Veníana buscarnos a ambos; a mí, paraconducirme a la habitación en la cual elcondenado espera su hora; a él, parallevarlo a Bicêtre. Riendo, el hombre se

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ha puesto en medio del piquete quedebía acompañarlo, y decía a losgendarmes:

—Eso sí, ¡no se equivoquen! Elseñor y yo hemos cambiado de forro,pero no me tomen por él. ¡Diablos! ¡Nome gustaría nada ahora que tengo conqué comprar tabaco!

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XXIV

Ese viejo malvado se ha llevado miredingote, pues no he sido yo quien se loha dado, y a cambio me ha dejado esteharapo, su chaqueta infame. ¿Quiénpensarán que soy?

No ha sido por descuido o caridadque le he dejado llevarse mi redingote.No; ha sido porque él era más fuerte queyo. Si me hubiera negado, el hombre mehabría golpeado con sus grandes puños.

¡Ah, caridad! ¡Cómo no! Me sentía

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lleno de malos sentimientos. Hubieraquerido poder estrangularlo con lasmanos, ¡viejo ladrón! ¡Aplastarlo conlos pies!

Siento el corazón lleno de furia y deamargura. Creo que la bolsa de hiel seme ha reventado. La muerte nos vuelvemalvados.

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XXV

Me han traído a una celda donde nohay más que las cuatro paredes, conmuchos barrotes en la ventana y, ni quedecir tiene, muchas cerraduras en lapuerta.

He pedido una mesa, una silla yútiles para escribir. Me lo han traídotodo.

Después he pedido una cama. Elcarcelero me ha mirado con esa miradasorprendida que quiere decir: «¿De qué

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te sirve ya?».Y sin embargo, han armado un catre

de tijera en la esquina. Pero al mismotiempo un gendarme ha venido ainstalarse en lo que llaman «mirecámara». ¿Acaso tienen miedo de queme ahorque con el colchón?

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XXVI

Son las diez.¡Pobre hijita mía! Seis horas más y

estaré muerto. Seré algo repugnante quedará tumbos sobre la mesa fría de losanfiteatros; una cabeza que molerán deun lado, un tronco que disecarán delotro; con lo que quede después llenaránun ataúd y lo enviarán a Clamart.

Eso es lo que harán con tu padreestos hombres, que no me odian, que mecompadecen todos y podrían salvarme.

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Me van a matar. ¿Lo comprendes,Marie? ¡Me matarán a sangre fría, enuna ceremonia, por el bien de todos!¡Ah, Dios mío!

¡Pobre pequeña! ¡Tu padre que tantote quería, tu padre que besaba tu cuelloblanco y perfumado, que sin cesarpasaba la mano por los bucles de tu pelocomo si fueran de seda, que tomaba ensus manos tu bella carita redonda, que tehacía saltar sobre sus rodillas, y en lanoche unía tus manos pequeñas pararezarle a Dios!

¿Quién te hará todo eso en adelante?¿Quién te querrá? Todos los niños de tuedad tendrán un padre, excepto tú.¿Cómo te acostumbrarás a prescindir, mi

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niña, del día de Año Nuevo, de losestrenos, de los bellos juguetes, de losdulces y los besos? ¿Cómo teacostumbrarás a prescindir, huérfanadesgraciada, de beber y de comer?

¡Oh! ¡Si al menos hubieran visto losjurados a mi bella, mi pequeña Marie!Habrían comprendido que no hay quematar al padre de una niña de tres años.

Y cuando sea mayor, si llega a serlo,¿en qué se convertirá? Su padre será unode los recuerdos del pueblo de París. Seavergonzará de mí y de mi nombre; serádespreciada, rechazada, será vil porculpa mía, yo que la quiero con toda laternura y con todo el corazón. ¡Oh,Marie adorada! ¿En verdad sentirás

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vergüenza y horror de mí?¡Miserable! ¡Qué crimen cometí, y

qué crimen hago cometer a la sociedad!¡Oh! ¿Seré yo en verdad? Ese ruido

sordo de gritos que oigo venir de fuera,esas oleadas de gente alegre quecaminan con prisa hacia los muelles,esos gendarmes que se preparan en suscuarteles, ese sacerdote con hábitonegro, ese otro hombre de manos rojas,¡existen por mí! ¡Soy yo quien va amorir! Yo, el mismo que está aquí, quevive, que se mueve, que respira, queestá sentado frente a esta mesa, la cualse parece a otra mesa, y podría por tantoestar en otra parte; ¡yo, en fin, este yoque toco y siento, y cuyo vestido forma

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los pliegues que aquí veo!

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XXVII

¡Si cuando menos supiera cómoocurre todo, de qué manera muere unoallá arriba! Pero es horrible: no lo sé.

El nombre de aquella cosa esespantoso, y no comprendo cómo hepodido hasta ahora escribirlo ypronunciarlo.

La combinación de estas diez letras,su aspecto, su fisonomía, está hecha paradespertar ideas terribles, y el malhadadomédico que la inventó tenía un nombre

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predestinado.La imagen que asocio con esta

repugnante palabra es vaga,indeterminada, y por ello tanto mássiniestra. Cada sílaba es como una piezade la máquina. En mi imaginación,construyo y demuelo sin cesar estemonstruoso andamiaje.

No me atrevo a hacer preguntassobre este asunto, pero es horrible nosaber cómo será, ni cómo afrontarlo.Parece que hay una báscula y que a unolo acuestan boca abajo… ¡Ah! ¡Miscabellos se pondrán blancos antes deque caiga mi cabeza!

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XXVIII

Sin embargo, ya la he vislumbradouna vez.

Pasaba por la plaza de la Grève, encoche, un día hacia las once de lamañana. De repente, el coche se detuvo.

Había una multitud en la plaza.Saqué la cabeza por la portezuela. Elpopulacho llenaba la Grève y el muelle,y mujeres, hombres y niños estaban depie sobre el parapeto. Sobre las cabezasse veía una especie de estrado de

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madera roja que tres hombreslevantaban.

Un condenado iba a ser ejecutadoese mismo día, y estaban construyendola máquina.

Me di la vuelta antes de verlo. Juntoal coche había una mujer que le decía aun niño:

—¡Mira, mira! La cuchilla no cortabien, van a engrasar la ranura con untrozo de vela.

Eso es probablemente lo que hacenahora mismo. Acaban de sonar las once.Sin duda están engrasando la ranura.

¡Ah! Esta vez, infeliz, no me daré lavuelta.

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XXIX

¡Oh, el indulto, el indulto! Quizá meconcedan el indulto. El rey no tiene nadaque reprocharme. ¡Que vayan a buscar ami abogado! ¡Rápido, el abogado!Acepto con gusto las galeras. Cincoaños de galeras, y en paz…, o veinteaños, o a perpetuidad con el hierro rojo.Pero ¡que me concedan la gracia de lavida!

Un galeote, al menos, camina; vieney va, puede ver el sol.

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XXX

El sacerdote ha vuelto.Tiene cabellos blancos, aspecto

amable, una figura buena y respetable;es, en efecto, un hombre excelente ycaritativo. Esta mañana lo he vistovaciar su bolsa sobre las manos de losprisioneros. ¿Cómo es que en su voz nohay nada que conmueva ni que parezcaconmovido? ¿Cómo es que no me hadicho nada todavía que me afecte lainteligencia o el corazón?

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Esta mañana, yo estaba perdido.Apenas he alcanzado a escuchar lo queme decía. Sin embargo, sus palabras mehan parecido inútiles, y me han dejadoindiferente; me han resbalado como estalluvia fría sobre el vidrio escarchado.

Y sin embargo, cuando, hace un rato,ha entrado y se ha acercado a mí, el solohecho de verlo me ha sentado bien.Entre todos estos hombres, me dije, es elúnico que sigue siendo un hombre paramí. Y he sentido una sed intensa depalabras buenas y consoladoras.

Nos hemos sentado, él en la silla, yoen la cama. Me ha dicho:

—Hijo mío…Esta palabra me ha abierto el

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corazón. Enseguida, él ha dicho:—Hijo mío, ¿crees en Dios?—Sí, padre —le he respondido.—¿Crees en la Santa Iglesia

Católica, Apostólica y Romana?—De buen grado —le he dicho.—Hijo mío —ha continuado—,

parece que tienes dudas.Entonces se ha puesto a hablar. Ha

hablado un buen rato; ha dicho muchaspalabras; después, cuando ha dado porfinalizado su discurso, se ha levantado yme ha mirado por primera vez,interrogándome:

—¿Y bien?En son de protesta, le he dicho que

lo había escuchado con avidez primero,

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después con atención, después condevoción.

Yo también me he levantado.—Señor —le he dicho—, le ruego

que me deje solo.Me ha preguntado:—¿Cuándo he de volver?—Se lo haré saber.Entonces ha salido, sin cólera, pero

negando con la cabeza, como diciéndosea sí mismo: «¡Un impío!».

No: por más bajo que haya caído, nosoy un impío, y Dios es testigo de mi feen él. Pero ¿qué me ha dicho este viejo?Nada sentido, nada enternecedor, nadaque le saliera del alma, nada que viniesede su corazón para entrar en el mío,

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nada que viajase entre él y yo. Alcontrario, no sé qué cosas vagas, átonas,aplicables a todo y a todos; enfáticodonde hubiese debido ser profundo,llano donde hubiese debido ser simple;una especie de sermón sentimental yelegía teológica[46]. Aquí y allá, una citalatina. San Agustín, san Gregorio, ¿quésé yo? Además parecía que recitara unalección ya recitada veinte veces, querepasara un tema inutilizado en sumemoria a fuerza de conocerlo. Ni unamirada a los ojos, ni un acento en la voz,ni un gesto de las manos.

Y ¿cómo podría ocurrir de otraforma? Este sacerdote es el capellántitular de la prisión. Su misión es

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consolar y exhortar, y de eso vive. Es alos galeotes y a los condenados a muertea quienes incumbe su elocuencia. Él losconfiesa y los asiste porque tiene quecumplir con su trabajo. Ha envejecidollevando a los hombres a la muerte.Desde hace mucho tiempo se haacostumbrado a lo que estremece a losdemás; su pelo, empolvado de blanco,ya no se pone de punta; las galeras y elcadalso son para él cosas cotidianas.Está hastiado. Probablemente tenga sucuaderno: en tal página, los galeotes; ental página, los condenados a muerte. Lavíspera le advierten que habrá queconsolar a alguien al día siguiente;pregunta de qué se trata, ¿galeote o

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condenado?, relee la páginacorrespondiente; y entonces viene. Deesta manera sucede que los que van aToulon y los que van a la Grève son paraél un lugar común, y él es un lugarcomún para ellos.

¡Oh! Que me vayan a buscar, acambio de esto, un vicario joven o unsacerdote viejo, al azar, en la primeraparroquia que aparezca; que losorprendan frente al fuego, leyendo sulibro y totalmente desprevenido, y que ledigan:

—Hay un hombre que va a morir,tiene que ser usted quien lo consuele.Tiene usted que estar allí cuando le atenlas manos, cuando le corten el pelo;

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tiene usted que subirse en su carreta consu crucifijo para ocultarle al verdugo;tiene usted que sentir junto a él eltraqueteo del camino hasta la Grève;tiene usted que atravesar con él lahorrible multitud sedienta de sangre;tiene usted que abrazarlo al pie delcadalso, y quedarse hasta que la cabezaesté aquí y el cuerpo más allá.

Que me lo traigan, entonces,palpitante y tembloroso de la cabeza alos pies; que me arrojen entre susbrazos, a sus rodillas; y llorará, ylloraremos, y será elocuente, y meconsolará, y mi corazón se desinflará enel suyo, y tomará mi alma y yo tomaré suDios.

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Pero ¿qué significa este buen hombrepara mí? ¿Qué soy yo para él? Unindividuo de la especie desgraciada, unasombra como tantas que ha visto ya, unnúmero que añadir a la cifra de lasejecuciones.

Quizá me equivoque al rechazarloasí; él es el bueno y yo soy el malo. Pordesgracia, eso no es culpa mía. Es mialiento de condenado el que lo arruina ylo marchita todo.

Acaban de traerme algo para comer;han pensado que debía de necesitarlo.Una comida delicada y fina, un pollo,me parece, e incluso algo más. Puesbien, he intentado comer; pero al primerbocado, todo se me ha caído de la boca,

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tan amargo y fétido me ha parecido.

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XXXI

Acaba de entrar un señor con susombrero bien puesto sobre la cabezaque apenas si me ha mirado, y enseguidaha abierto una cinta medidora y se hapuesto a medir de abajo arriba laspiedras de la pared, hablando en vozmuy alta para de vez en cuando decir:«Eso es»; y de vez en cuando: «No, esono».

Le he preguntado al gendarme quiénera el hombre. Parece que es una

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especie de subarquitecto que trabaja enla prisión.

A él, por su lado, se le hadespertado la curiosidad acerca de mí.Ha intercambiado algunas mediaspalabras con el llavero que loacompañaba; después, ha clavado uninstante sus ojos en mí, ha sacudido lacabeza con aire despreocupado, y havuelto a ponerse a hablar en voz alta y atomar medidas.

Terminada su tarea, se me haacercado diciéndome con su vozestrepitosa:

—Mi buen amigo, en seis meses éstaserá una prisión mucho mejor.

Y su gesto parecía añadir: «Es una

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lástima que usted no vaya a disfrutarla».Casi sonreía. He creído ver el

momento en que se mofaría amablementede mí, como bromea uno sobre la reciéncasada en la noche de bodas.

Mi vigilante, un viejo soldado congalones, se ha encargado de larespuesta.

—Señor —le ha dicho—, en lahabitación de un muerto no se habla tanalto.

El arquitecto se ha marchado.Y yo, yo estaba allí, como una de las

piedras que el hombre medía.

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XXXII

Después me ha sucedido algoridículo.

Han venido a relevar al bueno de mivigilante, al cual, ingrato egoísta quesoy, ni tan siquiera le he estrechado lamano. Lo ha reemplazado otra persona:un hombre de frente deprimida, ojos debuey, cara inepta.

Por lo demás, no le he prestado lamenor atención. Sentado frente a mimesa, le daba la espalda a la puerta;

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intentaba refrescarme la frente con lamano, y los pensamientos me turbaban elespíritu.

Un golpe ligero sobre mi hombro meha hecho girar la cabeza. Era el nuevogendarme, con quien me encontrabasolo.

He aquí de qué suerte, más o menos,me ha dirigido la palabra.

—Criminal, ¿tiene usted buencorazón?

—No —le he dicho.Al parecer, la brusquedad de mi

respuesta lo ha desconcertado. Sinembargo, ha continuado, vacilante:

—Nadie es malo por el gusto deserlo.

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—¿Por qué no? —he replicado—. Sies para decirme esto, déjeme. ¿Adóndequiere llegar?

—Perdone usted —ha respondido—.Sólo dos palabras. Se trata de esto: sipudiera usted hacer feliz a un pobrehombre, y no le costara nada, ¿lo haríausted?

He levantado los hombros.—¿Acaso viene usted de Charenton?

[47] Ha escogido un terreno muyparticular para cultivar la felicidad. ¡Yo,hacer feliz a alguien!

El hombre ha bajado la voz y hatomado un aire misterioso, que no seadecuaba en absoluto a su cara deidiota.

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—Sí, criminal: sí, felicidad; sí,fortuna. Todo eso me llegará de usted.Mire usted: soy un pobre gendarme. Elservicio es pesado; mi caballo mepertenece y me está arruinando. Ahorabien, juego a la lotería para compensar.Alguna astucia se ha de tener. Hastaahora, para ganar no me ha faltado másque tener un buen número. Por todaspartes los busco que sean seguros;siempre fallo por muy poco. Pongo elsetenta y seis; sale el setenta y siete. Pormás que los alimente, no se meacercan… (Un poco de paciencia, porfavor, que ya termino). Ahora bien, aquíhay una buena oportunidad para mí.Parece, perdón, criminal, que hoy es su

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turno. Es un hecho que los muertos queson suprimidos de esta forma soncapaces de ver de antemano la lotería.Prométame venir mañana por la noche,¿qué le cuesta? A darme tres números,tres números buenos, ¿eh?Tranquilícese: no me dan miedo losespectros. Ésta es mi dirección: CuartelPopincourt, escalera A, n.º 26, al fondodel corredor. Me reconocerá, ¿verdad?Puede venir esta noche, si le va mejor.

Habría desdeñado responder a esteimbécil si una loca esperanza no mehubiera atravesado el espíritu. En laposición desesperada en la que estoy,uno cree a veces que sería capaz deromper una cadena con un pelo.

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—Escucha —le he dicho fingiendotanto como está en disposición dehacerlo quien va a morir—, yo puedo,en efecto, volverte más rico que el rey,hacer que ganes millones. Con unacondición.

Él abría unos ojos estúpidos.—¿Cuál es? ¿Cuál es? Haré cuanto

esté en mi mano para complacerlo,señor criminal.

—En lugar de tres números, teprometo cuatro. Cámbiate la ropaconmigo.

—¡Si no es más que eso! —haexclamado al tiempo que deshacía losprimeros broches de su uniforme.

Yo me había levantado de mi silla.

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Observaba todos sus movimientos, y elcorazón me palpitaba. ¡Ya podía ver laspuertas abrirse ante el uniforme degendarme, y la plaza, y la calle, y elPalacio de Justicia tras de mí!

Pero el hombre se ha dado la vueltacon aire indeciso.

—¡Ah! ¿No será para salir de aquí?He comprendido que todo estaba

perdido. Sin embargo, he hecho unúltimo esfuerzo, completamente inútil einsensato.

—Así es —le he dicho—, pero tufortuna está asegurada…

Me ha interrumpido.—¡No, no! ¡Nada de eso! Y ¿mis

números? Para que sean buenos, tiene

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usted que estar muerto.He vuelto a sentarme, mudo y más

desesperado tras la esperanza que habíatenido.

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XXXIII

He cerrado los ojos, me los hecubierto con las manos, y he tratado deolvidar, de olvidar el presente en elpasado. Mientras sueño, los recuerdosde mi infancia y mi juventud vuelven amí, uno por uno, suaves, tranquilos,risueños, como islas de flores sobre esteremolino de negros y confusospensamientos que gira en mi cerebro.

Me veo de niño, colegial alborozadoy fresco, jugando, corriendo, gritando

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con mis hermanos en la alameda verdede ese jardín salvaje dondetranscurrieron mis primeros años,antiguo cercado de religiosos quedomina, con su cabeza de plomo, lasombría cúpula del Val-de-Grâce[48].

Después, cuatro años más tarde, allíestoy de nuevo, niño aún, pero yasoñador y apasionado. Hay unajovencita en el jardín solitario.

La españolita[49], con sus grandesojos y sus largos cabellos, su pielmorena y dorada, sus labios rojos y susmejillas rosadas, la andaluza de catorceaños, Pepa.

Nuestras madres nos han dicho quevayamos juntos a correr: hemos venido a

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pasearnos.Nos han dicho que vayamos a jugar,

y hablamos; somos niños de la mismaedad, pero no del mismo sexo.

Sin embargo, hace apenas un añocorríamos, luchábamos juntos. Medisputaba con Pepita la manzana másbella del manzano; la golpeaba por unnido de pájaro. Ella lloraba; yo decía:«¡Te está bien empleado!». Y ambosíbamos a quejarnos a nuestras madres,que nos reñían en voz alta y nos daban larazón en voz baja.

Ahora ella se apoya en mi brazo, yme siento orgulloso y conmovido.Caminamos lentamente, hablamos en vozbaja. Ella deja caer su pañuelo; yo se lo

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recojo. Nuestras manos tiemblan altocarse. Ella me habla de los pajaritos,de la estrella que vemos a lo lejos, delocaso rojo tras los árboles, o bien desus amigos de pensión, de su vestido yde sus cintas. Decimos cosas inocentes yambos nos ruborizamos. La pequeña seha vuelto una jovencita.

Esa tarde —era una tarde de verano—, estábamos bajo los castaños, alfondo del jardín. Después de uno deesos largos silencios que llenabannuestros paseos, se apartó de repente demi brazo, y me dijo: «¡Corramos!».

Aún puedo verla, iba vestida denegro, de luto por su abuela. Una idea deniña le pasó por la cabeza, Pepa volvió

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a ser Pepita, y me dijo: «¡Corramos!».Se puso a correr delante de mí con

su talle fino como el corsé de una abejay sus pies pequeños que le alzaban hastamedia pierna el vestido. Yo laperseguía, ella escapaba; el viento de sucarrera levantaba por momentos suesclavina negra y me dejaba ver suespalda morena y fresca.

Yo estaba extasiado. La alcancécerca del viejo sumidero en ruinas; latomé por la cintura, usando el derechode la victoria, e hice que se sentarasobre un banco de hierba; ella no seresistió. Estaba sin aliento, y reía. Yoestaba serio; miraba sus negras pupilas através de sus pestañas negras.

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—Siéntese aquí —me dijo—.Todavía hay luz, leamos algo. ¿Llevausted un libro?

Yo llevaba conmigo el segundo tomode los Viajes de Spallanzani[50]. Lo abríal azar, me acerqué a ella, ella apoyó suhombro contra el mío, y nos pusimos aleer cada uno por su cuenta, en voz baja,la misma página. Antes de pasar a lasiguiente, ella siempre tenía queesperarme. Mi inteligencia era menosrápida que la suya.

—¿Ha terminado? —me decía, y yono había hecho sino comenzar.

Y mientras nuestras cabezas setocaban y nuestras respiraciones seacercaban poco a poco, nuestras bocas

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se acercaron, de repente.Cuando quisimos continuar con

nuestra lectura, el cielo ya estabaestrellado.

—¡Oh, mamá, mamá! —dijo ella alvolver a casa—. ¡Si supieras cuántohemos corrido!

Yo guardaba silencio.—No dices nada —me dijo mi

madre—, pareces triste.En mi corazón estaba el paraíso.Es una tarde de la que me acordaré

toda la vida.¡Toda la vida!

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XXXIV

Acaban de dar la hora. No sé cuál:oigo mal el martillo del reloj. Meparece tener un ruido de órgano en lasorejas; es el zumbido de mis últimospensamientos.

En este supremo instante en que merecojo dentro de mis recuerdos, veo conhorror mi crimen; pero quisieraarrepentirme más todavía. Tenía másremordimientos antes de mi condena;desde entonces, parece que no hay

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espacio más que para mis pensamientosde muerte. Y, sin embargo, quisieraarrepentirme mucho más.

Cuando, después de soñar unosminutos con lo que hay de pasado en mivida, regreso al hachazo que dentro depoco debe terminar con ella, meestremezco como ante una cosa nueva.¡Mi bella infancia! ¡Mi bella juventud!Tela dorada de extremo ensangrentado.Entre el entonces y el ahora hay un ríode sangre, la sangre del otro y la mía.

Si un día leen mi historia, despuésde tantos años de inocencia y defelicidad, no querrán creer en este añoexecrable que se abre con un crimen y secierra con un suplicio; mi historia tendrá

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un aspecto desparejo.Y sin embargo, leyes miserables,

hombres miserables, ¡no he sido unhombre malvado!

¡Oh! ¡Morir en pocas horas, y pensarque hace un año, un día como hoy, eralibre y puro, daba mis paseos de otoño,erraba bajo los árboles, caminaba sobrelas hojas!

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XXXV

Hay en este mismo instante, muycerca de mí, en estas casas que formanun círculo alrededor del Palacio deJusticia y de la Grève, y en París entero,hombres que van y vienen, conversan yríen, leen el periódico, se ocupan de susasuntos; comerciantes que venden;jovencitas que preparan sus vestidos debaile para esta noche; madres que juegancon sus hijos.

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XXXVI

Recuerdo que un día, siendo niño,fui a ver la campana mayor de Notre-Dame.

Me sentía aturdido ya, tras subir laoscura escalera en caracol, tras haberrecorrido la endeble galería que une lasdos torres, tras haber tenido a París bajomis pies, cuando entré en la caja depiedra y maderaje donde cuelga lacampana con su badajo, que pesa unmillar[51].

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Avancé temblando sobre las tablasmal ajustadas, mirando a corta distanciaaquella campana tan famosa entre losniños y el pueblo de París, ypercatándome, no sin espanto, de que lostejadillos cubiertos de pizarras cuyosplanos inclinados rodean el campanarioestaban al nivel de mis pies. En losintervalos veía, a vuelo de pájaro, encierto modo, la plaza de Notre-Dame, ylos transeúntes como hormigas.

De repente, tañó la enorme campana,una vibración profunda removió el airee hizo oscilar la pesada torre. El suelosaltaba sobre las vigas. El ruido estuvoa punto de derribarme; me tambaleé, apunto de caer, a punto de deslizarme

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sobre los tejadillos de pizarrasinclinadas. Aterrorizado, me acostésobre las tablas, me abracé fuertementea ellas, sin palabras, sin aliento, con eseformidable tañido en mis oídos y eseprecipicio bajo los ojos, esa plazaprofunda donde se cruzaban tantoscaminantes apacibles y envidiados.

Pues bien, me parece que estoytodavía en la torre de la campana mayor.Todo es a la vez un aturdimiento y undeslumbramiento. Hay como un ruido decampana que sacude las cavidades de micerebro; y a mi alrededor ya no puedover esa vida plana y tranquila que hedejado (y por la cual los demás hombresaún deambulan) más que de lejos y a

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través de las grietas de un abismo.

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XXXVII

El ayuntamiento es un edificiosiniestro.

Con su techo agudo y rígido, supequeño campanario curioso, su granreloj blanco, sus pisos de columnascortas, sus mil ventanas, sus escalerasgastadas por los pasos, sus dos arcos aderecha e izquierda, se encuentra almismo nivel que la Grève; sombrío,lúgubre, la fachada carcomida por lavejez, y tan negro que se ve negro a la

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luz del sol.Los días de ejecución, vomita

gendarmes por todas sus puertas, yobserva al condenado con todas susventanas.

Y en la noche, el reloj, que hamarcado la hora, permanece luminososobre la fachada tenebrosa.

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XXXVIII

Es la una y cuarto.Esto es lo que siento ahora:Un violento dolor de cabeza. Los

riñones fríos, la frente hirviendo. Cadavez que me levanto o me inclino, meparece que hay un líquido en mi cerebroque golpea mis sesos contra las paredesdel cráneo.

Tengo estremecimientosconvulsivos, y de vez en cuando lapluma se me cae de las manos como por

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una sacudida galvánica.Los ojos me escuecen como si me

encontrara en medio del humo.Me duelen los codos.Dos horas y cuarenta y cinco minutos

más, y estaré curado.

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XXXIX

Dicen que no es nada, que uno nosufre, que es un fin dulce, que la muerte,de esta forma, se simplifica mucho.

¡Eh! Y ¿qué significa entonces estaagonía de seis meses y el estertor de undía entero? ¿Qué significan las angustiasde este día irreparable, que corre tanlento y tan veloz? ¿Qué significa estaescalera de torturas que desemboca enun cadalso?

Aparentemente, a eso no lo llaman

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sufrir.¿Acaso no siento ahora el mismo

estremecimiento que cuando la sangre seconsume gota a gota o cuando lainteligencia se apaga pensamiento apensamiento?

Y además, ¿cómo pueden estarseguros de que no se sufre? ¿Quién se loha dicho? ¿O es que quizá alguna vezhan visto levantarse una cabeza cortada,bañada en sangre, que desde el bordedel cesto haya gritado al pueblo: «¡Estono duele!»?

¿Acaso algún guillotinado haregresado, agradecido asegurando: «Québuen invento. Sigan adelante. Lamecánica es magnífica»?

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¿Robespierre? ¿Luis XVI?¡Nada de eso! En menos de un

minuto, en menos de un segundo, la cosase termina. ¿Acaso se han puesto jamás,cuando menos de pensamiento, en ellugar de quien está allí, en el momentoen que el pesado filo que cae muerde lapiel, rompe los nervios, destroza lasvértebras…? ¡Nada! ¡Medio segundo! Eldolor es escamoteado… ¡Qué horror!

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XL

Es extraño que piense sin cesar en elrey. Por más que intente evitarlo, pormás que sacuda la cabeza, hay una vozque me dice al oído:

—Hay en esta ciudad, a esta mismahora y no lejos de aquí, en otro palacio,un hombre que tiene también guardias entodas sus puertas, un hombre único entreel pueblo, como tú, con la diferencia deque este hombre está arriba del todo,mientras que tú estás abajo. Su vida

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entera, minuto a minuto, no es más quegloria, grandeza, delicias, embriaguez.Todo a su alrededor es amor, respeto,veneración. Las voces más altas seconvierten en susurros para hablarle ylas frentes más orgullosas se inclinan.Ante sus ojos, no hay más que oro yseda. A esta misma hora, celebra algúnconsejo de ministros en el cual todosson de su parecer, o bien piensa en lacaza de mañana, en el baile de estanoche, seguro de que la fiesta llegarápuntual y dejando a los demás el trabajode sus placeres. Pues bien, este hombrees de carne y hueso, como tú. Y para queen este mismo instante se derrumbara elcadalso, para que todo te fuera devuelto,

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vida, libertad, fortuna, familia, bastaríacon que ese hombre escribiese con estapluma las siete letras[52] de su nombresobre un trozo de papel, o que sucarroza se topara con tu carreta. ¡Y es unhombre bueno, y quizá no exigiría más,aunque nada de eso sucederá!

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XLI

¡Pues bien! Tengamos coraje frente ala muerte, tomemos esta espantosa ideacon ambas manos y mirémosla a la cara.Pidámosle cuentas de lo que es,sepamos lo que nos reclama, démosle lavuelta en todos los sentidos,deletreemos el enigma, y miremos deantemano nuestra tumba.

Me parece que, en cuanto se cierrenmis ojos, veré una inmensa claridad yabismos de luz por los cuales mi espíritu

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rodará sin fin. Me parece que el cieloserá luminoso por su propia esencia, quelos astros serán en él manchas oscuras, yque en lugar de ser, como son para losojos vivos, lentejuelas de oro sobreterciopelo negro, parecerán puntosnegros sobre un telón dorado.

O acaso, miserable de mí, será unhorrible abismo, profundo, con paredestapizadas de tinieblas, por el cual caerésin cesar mientras veo formas removerseen la sombra.

O bien me despertaré tras el golpe, yme encontraré quizá sobre una superficieplana y húmeda, arrastrándome en laoscuridad y girando sobre mí mismocomo una cabeza que rueda. Me parece

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que habrá un viento fuerte que meestremecerá, y que me hará chocar aquíy allá contra otras cabezas rodantes.Habrá en ciertos lugares charcas yriachuelos de un líquido desconocido ytibio; todo estará oscuro. Cuando misojos, en su rotación, giren hacia arriba,no verán más que un cielo de sombrascuyas capas espesas pesarán sobreellos, y lejos, al fondo, grandes arcos dehumo más negros que las tinieblas.Verán también pequeños destellos rojosrevolotear en la noche, los cuales, alacercarse, se transformarán en pájarosde fuego. Y así será por toda laeternidad.

Es también posible que en ciertas

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fechas los muertos de la Grève sereúnan sobre esta plaza que lespertenece. Será una multitud pálida yensangrentada, y yo no faltaré. No habráluna, y hablaremos en voz baja. Elayuntamiento estará allí, con su fachadacarcomida, su techo desmenuzado, y sureloj que no habrá tenido piedad denadie. Habrá sobre la plaza unaguillotina del infierno con la que undemonio ejecutará a un verdugo; aquelloserá a las cuatro de la mañana. Encuanto a nosotros, esta vez seremos elpúblico.

Es probable que así ocurra. Pero siesos muertos regresan, ¿bajo qué formalo hacen? ¿Qué conservan de su cuerpo

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incompleto y mutilado? ¿Qué escogen?¿Es la cabeza o el tronco el espectro?

¡Ay! ¿Qué hace la muerte con nuestraalma? ¿Qué naturaleza le deja? ¿Quépuede darle, qué puede quitarle? ¿Dóndela pone? ¿Le presta ojos de carne de vezen cuando, para mirar hacia la tierra yllorar?

¡Ah! ¡Un sacerdote! ¡Un sacerdoteque lo sepa! ¡Quiero un sacerdote y uncrucifijo para besarlo!

¡Dios mío, siempre lo mismo!

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XLII

Le he pedido en mis rezos que medejase dormir, y me he echado sobre micama.

En efecto, tenía un flujo de sangre enla cabeza que me ha hecho dormir. Es miúltimo descanso de esta clase.

He tenido un sueño[53].He soñado que era de noche. Me

parecía que estaba en mi despacho condos o tres de mis amigos, no recuerdocuáles.

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Mi mujer estaba acostada en nuestrahabitación, justo al lado, y dormía consu niña.

Mis amigos y yo hablábamos en vozbaja, y lo que decíamos nos asustaba.

De repente, me pareció oír un ruidoque venía de alguna de las otrasestancias del piso. Un ruido débil,extraño, indeterminado.

Mis amigos también lo habían oído.Escuchamos: era como una cerraduraque se abre lentamente, como un pestilloque alguien levanta sin hacer ruido.

Algo nos paralizaba: teníamosmiedo. Pensábamos que quizá se tratarade ladrones que se habían introducido enmi casa a esa hora tan avanzada de la

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noche.Resolvimos ir a echar un vistazo.

Me levanté, cogí la vela. Mis amigos meseguían, uno detrás del otro.

Atravesamos la habitación de allado. Mi mujer dormía con su niña.

Enseguida llegamos al salón. Nada.Los retratos estaban inmóviles en susmarcos dorados y sobre la colgaduraroja. Me pareció que la puerta que dabadel salón al comedor no estaba en suposición habitual.

Entramos al comedor; lo cruzamoslentamente. Yo iba delante. La puerta dela escalera estaba bien cerrada, tambiénlas ventanas. Al llegar cerca de laestufa, vi que el ropero estaba abierto, y

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que la puerta de este armario estabacubriendo la esquina, como paraesconderla.

Eso me sorprendió. Pensamos quehabía alguien detrás.

Acerqué la mano a la puerta e intentécerrarla; se resistió. Asombrado, tirécon más fuerza, la puerta cedióbruscamente, y descubrimos a unaviejecita, inmóvil, de pie, con las manoscolgando y los ojos cerrados, y comoadherida a la esquina.

Aquello tenía algo de espantoso, ylos pelos se me pusieron de punta contan sólo pensarlo.

Pregunté a la vieja:—¿Qué hace usted ahí?

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Ella no respondió.Le pregunté:—¿Quién es usted?Ella no respondió, no se movió, y

permaneció con los ojos cerrados.Mis amigos dijeron:—Seguramente es la cómplice de los

que entraron con malas intenciones;habrán escapado al oírnos venir; ella noha podido huir y se ha escondido aquí.

La he interrogado de nuevo, ellacontinuaba sin voz, sin movimiento, sinmirada.

Uno de nosotros la ha empujado, y lavieja ha caído.

Ha caído de una pieza, como unpedazo de madera, como algo muerto.

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La hemos sacudido con el pie, ydespués dos de nosotros la hemoslevantado y apoyado de nuevo contra lapared. Ella no ha dado ninguna señal devida. Le hemos gritado al oído, y ella hapermanecido muda, como si estuvierasorda.

Mientras tanto, íbamos perdiendo lapaciencia, y había algo de cólera ennuestro terror. Uno de ellos me ha dicho:

—Acérquele la vela a la barbilla.Le he puesto la mecha encendida

bajo la barbilla. Entonces, ella haabierto un ojo a medias, un ojo vacío,apagado, horrible, que no miraba.

He retirado la llama y le he dicho:—¡Ah, por fin! ¿Ahora vas a

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responder, vieja bruja? ¿Quién eres?El ojo se ha vuelto a cerrar como

por sí solo.—Una vez no basta —han dicho los

otros—. ¡De nuevo la vela! ¡De nuevo!Tendrá que hablar.

He vuelto a poner la vela bajo labarbilla de la vieja.

Entonces, ella ha abierto los dosojos lentamente, nos ha mirado uno poruno, y enseguida, inclinándosebruscamente, ha apagado la vela con unsoplo helado. En el mismo instante hesentido, en las tinieblas, tres dientesagudos clavándose en mi mano.

Me he despertado tembloroso ybañado en sudor frío.

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El buen capellán estaba sentado alpie de mi cama, y me leía oraciones.

—¿He dormido mucho tiempo? —lehe preguntado.

—Hijo mío —me ha dicho—, hasdormido una hora. Te han traído a tuhija. Está en la estancia contigua, y teespera. No he querido que tedespertasen.

—¡Oh! —he exclamado—. ¡Mi hija,que me traigan a mi hija!

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XLIII

¡Ella es fresca, sonrosada, tiene unosojos grandes, es hermosa!

Le han puesto un vestidito que lequeda bien.

La he cogido, la he levantado en misbrazos, la he sentado sobre mis rodillas,he besado sus cabellos.

¿Por qué no ha venido con su madre?Su madre está enferma, también suabuela. Muy bien.

Me miraba con cara de asombro; yo

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la acariciaba, la abrazaba, la devoraba abesos, y ella me dejaba hacer peroechaba de vez en cuando dirigía unamirada inquieta a su ama, que lloraba enla esquina.

Por fin he podido hablar.—¡Marie! —le he dicho—. ¡Mi

pequeña Marie!La he estrechado con violencia

contra mi pecho inflamado de suspiros.Ella ha soltado un gritito.

—¡Oh! Me hace usted daño, señor—me ha dicho.

¡«Señor»! Va a cumplir un año sinhaberme visto, la pobre niña. Me haolvidado: rostro, voz, acento; además,¿quién me reconocería con esta barba,

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estos andrajos, esta palidez? ¡Me hanborrado ya de esta memoria, la única enla que me hubiese gustado vivir! ¡Ya nosoy padre! Ser condenado a no escucharjamás esa palabra, esa palabra de lalengua de los niños, tan dulce que nopuede permanecer en la lengua de loshombres: ¡«Papá»!

Y sin embargo, oírla de esta bocauna vez más, una tan sólo, eso es todo loque hubiese pedido a cambio de loscuarenta años de vida que me quitan.

—Escucha, Marie —le he dichojuntando sus pequeñas manos entre lasmías—, ¿acaso no me reconoces?

Ella me ha mirado con sus ojosbellos y ha respondido:

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—¡Pues no!—Mírame bien —he repetido—.

¿No sabes quién soy?—Sí —ha dicho—. Un señor.¡Ay! ¡Amar con tanto ardor a un solo

ser en el mundo, amarlo con todo elamor, tenerlo enfrente, que te vea y teobserve, que te hable y te responda, y note reconozca! ¡No querer másconsolación que la suya, y que sólo élignore cuánto lo necesitas porque vas amorir!

—Marie —he continuado—, ¿tienesun papá?

—Sí, señor —ha dicho la niña.—Pues bien, ¿dónde está?Ella ha levantado sus ojos grandes y

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asombrados.—¿Acaso usted no lo sabe? Está

muerto.Después ha gritado; he estado a

punto de dejarla caer.—¡Muerto! —decía yo—. Marie,

¿sabes lo que es estar muerto?—Sí, señor —ha respondido—. Él

está en la tierra y en el cielo.Y enseguida:—En las mañanas y en las noches,

sobre las rodillas de mamá, ruego aDios por él.

La he besado en la frente.—Marie, dime tu oración.—No puedo, señor. Las oraciones

no se dicen durante el día. Venga esta

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noche a casa, se la diré entonces.Eso era demasiado para mí. La he

interrumpido:—Marie, tu papá soy yo.—¡Ah! —me ha dicho ella.He añadido:—¿Quieres que sea tu papá?La niña se ha vuelto.—No, mi papá era mucho más

guapo.La he cubierto de besos y de

lágrimas. Ella ha intentado apartarse demis brazos mientras gritaba:

—Me hace daño con su barba.Entonces la he acomodado sobre mis

rodillas, sin quitarle los ojos de encima,y después la he interrogado:

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—Marie, ¿sabes leer?—Sí —ha respondido—. Sé leer

muy bien. Mamá me hace leer miscartillas.

—Veamos, lee un poco —le hedicho mostrándole un papel que llevabaarrugado en una de sus manitas.

Ella ha negado con su bella cabecita.—¡Ah! Sólo sé leer fábulas.—Inténtalo de todas formas. Vamos,

lee.Ella ha extendido el papel y se ha

puesto a deletrear con el dedo:—Ese, e, ene, sen; te, e, ene, ten; ce,

i, a… Sentencia…Se lo he arrancado de las manos. Era

mi sentencia de muerte lo que me leía.

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Su ama había conseguido el papel por uncuarto. A mí, en cambio, me resultabamucho más caro.

No tengo palabras para describir loque siento. Mi violencia la habíaasustado; Marie estaba a punto de llorar.De repente, me ha dicho:

—¡Devuélvame mi papel! Es parajugar…

Se lo he devuelto a su ama.—Llévesela.Y de nuevo he caído sobre mi silla,

vacío, melancólico, desesperado. Esahora cuando deberían venir; ya nada meimporta; se ha roto la última fibra de micorazón. Estoy dispuesto para lo que vana hacerme.

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XLIV

El sacerdote es un buen hombre,también el gendarme. Creo que handerramado una lágrima cuando he dichoque se llevasen a mi niña.

Ya está. Ahora es preciso que meendurezca, que piense con fuerza en elverdugo, en la carreta, en los gendarmes,en la multitud sobre el puente, en lamultitud del muelle, en la multitud en lasventanas, y en aquello que ha sidopuesto especialmente para mí sobre la

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lúgubre plaza de la Grève, que bienpodría estar adoquinada con las cabezasque ha visto caer.

Creo que todavía me queda una horapara acostumbrarme a todo eso.

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XLV

Todo el pueblo reirá, tocará palmas,aplaudirá. Y entre todos los hombres,libres y desconocidos para loscarceleros, que corren llenos de alegríaa ver la ejecución, en esa multitud quecubrirá la plaza, habrá más de unacabeza predestinada que tarde otemprano sucederá a la mía en la canastaroja. Más de uno de los que vienen pormí vendrá por sí mismo.

Para estos seres fatales hay, en

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cierto punto de la plaza de la Grève, unlugar fatal, un centro de gravedad, unatrampa. Giran a su alrededor hasta quecaen en él.

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XLVI

¡Mi pequeña Marie! Se la hanllevado a jugar; ella observa a lamultitud a través del coche, y ya nopiensa más en «ese señor».

Tal vez tenga todavía tiempo deescribir algunas páginas para ella, paraque un día las lea, para que en quinceaños llore por el día de hoy.

Sí, es preciso que sepa mi historiapor mi boca, que sepa por qué estáensangrentado el apellido que le dejo.

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XLVII

MI HISTORIA

Nota del editor: Aún no se hanpodido encontrar los folios queacompañaban a éste. Quizá, comoparecen indicarlo los siguientes, elcondenado no ha tenido tiempo deescribirlos. Cuando se le ocurrió laidea, era demasiado tarde.

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XLVIII

En una habitación del Ayuntamiento

¡Del Ayuntamiento! Así que aquíestoy. El execrable trayecto ya estáhecho. Ahí está la plaza, y bajo laventana el pueblo horrible que ladra, yme espera, y ríe.

Por más que me haya endurecido,por más crispado que esté, el corazónme ha flaqueado. He solicitado haceruna última declaración. Me han dejado

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aquí, y han ido a buscar a uno de losprocuradores del rey. Lo espero: almenos eso he ganado.

Ha ocurrido así:Cuando daban las tres, han venido a

advertirme de que ya era la hora. Hetemblado como si hubiera pensado enotra cosa en las últimas seis horas, seissemanas, seis meses. Esas palabras hanproducido en mí el efecto de algoinesperado.

Me han hecho atravesar suscorredores y descender por susescaleras. Me han empujado entre doscalabozos de la planta baja, hacia unsalón sombrío, estrecho, abovedado,apenas iluminado por un día de lluvia y

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de niebla. Había una silla en el centro.Me han dicho que me sentara; me hesentado.

Cerca de la puerta y a lo largo de losmuros había gente de pie, además delsacerdote y el gendarme, y había treshombres también.

El primero, el más grande y viejo,era gordo y tenía la cara colorada.Llevaba un redingote y un sombrerodeforme de tres picos. Era él.

Era el verdugo, el mozo de laguillotina. Los otros dos eran suslacayos.

Tan pronto como me he sentado, losotros dos se me han acercado por detrás,como gatos, y después, de repente, he

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sentido un frío de acero entre mi pelo, ylas tijeras han chirriado junto a misorejas.

Mi pelo, cortado al azar, caía engrandes mechas sobre mis hombros, y elhombre del sombrero de tres picos lassacudía suavemente con su gruesa mano.

Alrededor se hablaba en voz baja.Había mucho ruido fuera, como un

estremecimiento que ondulaba en el aire.He creído al principio que era el río;pero, ante el estallido de las carcajadas,me he dado cuenta de que era lamultitud.

Un joven, que escribía con un lápizsobre una carpeta, cerca de la ventana,ha preguntado a uno de los carceleros

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cómo se llamaba lo que estabanhaciendo.

—La limpieza del condenado —harespondido el otro.

He comprendido que todo estosaldría mañana en el periódico.

De repente, uno de los mozos me haquitado la chaqueta y el otro ha tomadomis manos laxas, me las ha llevadodetrás de la espalda, y he sentido losnudos de una cuerda enrollarselentamente sobre mis muñecas. Almismo tiempo, el otro me deshacía lacorbata. Mi camisa de batista, el únicojirón que me quedaba del yo de antaño,le ha hecho, de algún modo, dudar uninstante; enseguida se ha puesto a

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cortarla por el cuello.Ante esta precaución horrible, ante

el sobrecogimiento producido por elacero que me tocaba el cuello, miscodos se han estremecido, y he dejadoescapar un gemido ahogado. La mano demi ejecutor ha temblado.

—¡Perdón, señor! —me ha dicho—.¿Le he hecho daño?

Estos verdugos son hombres muydulces.

Fuera, la multitud gritaba con másfuerza.

El gordo de rostro granujiento me hadado a respirar un pañuelo empapado envinagre.

—Gracias —le he dicho, con la voz

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más fuerte que he podido—, pero esinútil; me encuentro bien.

Entonces, uno de ellos se haagachado y me ha atado ambos pies pormedio de una cuerda fina y floja que nome permitía dar más que pasos muycortos. Esta cuerda ha venido a unirse ala de mis manos.

Enseguida, el gordo me ha echado lachaqueta sobre los hombros y haanudado las mangas bajo mi mandíbula.Su trabajo allí había concluido.

Sólo entonces el sacerdote se haacercado con su crucifijo.

—Vamos, hijo mío —me ha dicho.Los mozos me han tomado por las

axilas. Me he levantado, he caminado.

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Mis pasos blandos se doblaban como situviera dos rodillas en cada pierna.

En ese momento, la puerta exteriorse ha abierto de par en par. Un clamorfurioso y el aire frío y la luz blanca hanirrumpido en la sombra donde yo estaba.Desde el fondo del calabozo oscuro, através de la lluvia, he visto, bruscamentey a la vez, las mil cabezas vociferantesdel pueblo amontonadas en desordensobre la rampa de la escalera principaldel Palacio; a la derecha, al mismo niveldel umbral, una fila de caballos degendarmes, de los cuales la puerta bajano me dejaba ver más que las patasdelanteras y el pecho; enfrente, undestacamento de soldados en línea de

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combate; a la izquierda, la parte traserade una carreta, a la cual se apoyaba unaescalera raída. Era un cuadro espantoso,convenientemente enmarcado por unapuerta de prisión.

Era para ese temido instante que yohabía guardado todo mi coraje. He dadotres pasos y he aparecido en el umbraldel calabozo.

—¡Ahí está! ¡Ahí está! —ha gritadola multitud—. ¡Ya sale! ¡Por fin!

Y los que estaban más cerca de míaplaudían. Por más amado que fuera unrey, no habría tanta fiesta.

Era una carreta ordinaria, con uncaballo hético y un carretero de blusónazul con dibujos rojos como los que

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llevan los hortelanos de los alrededoresde Bicêtre.

El gordo del sombrero de tres picosha subido el primero.

—¡Buenos días, señor Sanson![54] —gritaban los niños, colgados de las rejas.

Un mozo lo ha seguido.—¡Bravo, Martes! —han gritado de

nuevo los niños.Los dos se han sentado en la

banqueta delantera.Era mi turno. He subido con paso

bastante firme.—¡El hombre está de buen ver! —ha

dicho una mujer junto a los gendarmes.Este atroz elogio me ha dado valor.

El sacerdote ha venido a ubicarse cerca

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de mí. Me habían sentado sobre labanqueta trasera, de espaldas al caballo.Esta última atención me ha estremecido.

Esta gente emplea mucha humanidaden lo que hace.

He querido mirar a mi alrededor.Gendarmes delante, gendarmes atrás;después, multitud, multitud y multitud; unmar de cabezas sobre la plaza.

Un piquete de gendarmes a caballome esperaba en la puerta de la reja delPalacio.

El oficial ha dado la orden. Lacarreta y su cortejo se han puesto enmovimiento, como empujadas haciadelante por el grito del populacho.

Hemos franqueado la reja. Tan

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pronto como la carreta ha girado haciael Pont-au-Change, la plaza ha estalladoen gritos, de los adoquines a los tejados,y los puentes y los muelles hanrespondido imitando un terremoto.

Es allí donde se ha unido a laescolta el piquete que aguardaba.

—¡Abajo los sombreros! ¡Abajo lossombreros! —gritaban mil bocas a lavez. Como si fuese el rey.

Entonces también yo he reídohorriblemente, y le he dicho alsacerdote:

—Ellos los sombreros, yo la cabeza.Íbamos al paso.El muelle de las Flores olía a

lavanda; era día de mercado. Los

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comerciantes abandonaban sus ramospor mí.

Al frente, poco antes de la torrecuadrada que forma la esquina delPalacio, había tabernas cuyosentresuelos estaban llenos deespectadores contentos de estar tan biensituados. Mujeres, sobre todo. Debe deser un buen día para los taberneros.

Se alquilaban mesas, sillas,andamios, carretas. Todo estabainvadido de espectadores. Losmercaderes de sangre humana gritaban avoz en grito:

—¿Quién quiere un sitio?Me he sentido lleno de rabia contra

esta gente. He tenido ganas de gritarles:

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—¿Quién quiere el mío?Mientras tanto, la carreta avanzaba.

A cada paso que daba, la multitud sedispersaba tras ella; y yo, con mis ojosextraviados, la veía recomponerse máslejos, sobre otros puentes por los quehabría de pasar.

Al entrar en el Pont-au-Change, heechado una mirada azarosa a la derecha,detrás de mí. Mi mirada se ha detenidoen el otro muelle, encima de las casas,sobre una torre negra, aislada, erizadade esculturas, en cuya cúspide podía verdos monstruos de piedra sentados deperfil. No sé por qué le he preguntado alsacerdote de qué lugar se trataba.

—Saint-Jacques de la Degollina[55]

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—ha respondido el verdugo.Ignoro cómo es que me sucedía

aquello; en medio de la bruma, y a pesarde la lluvia fina y blanca que rayaba elaire como una red de telarañas, nada delo que ocurría a mi alrededor se meescapaba. Cada uno de esos detalles meaportaba su tortura. Las emocionescarecían de palabras.

Hacia la mitad de aquel Pont-au-Change, tan grande y atestado queapenas podíamos avanzar, el horror seha apoderado de mí con violencia. Hetenido miedo de desfallecer, ¡vanidadúltima! Entonces me he adormecido parano escuchar nada salvo las palabras delsacerdote, que a duras penas me

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llegaban entrecortadas de rumores.He cogido el crucifijo y lo he

besado.—¡Ten piedad de mí, Dios mío! —

he dicho.Y he intentado hundirme en este

pensamiento.Pero cada tumbo de la tosca carreta

me sacudía. Enseguida he sentido unsúbito frío intenso. La lluvia habíaatravesado mis vestidos, y a través demi pelo corto me mojaba la piel de lacabeza.

—¿Tiemblas de frío, hijo mío? —meha preguntado el sacerdote.

—Sí —he contestado.¡Ay de mí! No sólo de frío[56].

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A la vuelta del puente, unas mujeresme han compadecido por ser tan joven.

Entonces, hemos tomado el muellefatal. Yo empezaba a dejar de ver, adejar de oír. Todas esas voces, todasesas cabezas en las ventanas, en laspuertas, en las rejas de los almacenes,en los brazos de los faroles; esosespectadores ávidos y crueles; esamultitud que me conoce y de la que noconozco a nadie; esta calle adoquinada yemparedada con rostros humanos… Mesentía ebrio, estupefacto, insensible. Esalgo insoportable, el peso de tantasmiradas apoyadas sobre uno mismo.

Así pues, vacilaba sobre el banco, yni siquiera al sacerdote ni al crucifijo

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les prestaba atención.En medio del tumulto que me

envolvía, ya no distinguía los gritos depiedad de los de alegría, las risas de loslamentos, las voces del ruido; todo eraun rumor que resonaba en mi cabezacomo el eco en una marmita.

Mis ojos leían mecánicamente losrótulos de las tiendas.

En un momento dado, he sentido laextraña curiosidad de girar la cabeza ymirar hacia dónde avanzaba. Era unaúltima bravata de la inteligencia. Pero elcuerpo no me ha obedecido; mi nuca hapermanecido paralizada, como muertade antemano.

Tan sólo he podido entrever, de

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lado, a mi izquierda, más allá del río, latorre de Notre-Dame, la cual, vistadesde ese punto, esconde la otra. Esaquella en la que está la bandera. Habíamucha gente; debían de tener una buenavista.

Y la carreta seguía, seguía, y lastiendas pasaban, y los rótulos sesucedían, escritos, pintados, dorados, yel populacho reía y pataleaba en elbarro, y me he abandonado, como seabandonan al sueño quienes seadormecen.

De repente, la serie de tiendas queocupaba mi mirada se ha cortado en laesquina de una plaza; la voz de lamultitud se ha vuelto más vasta, más

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vocinglera, más alegre todavía; lacarreta se ha detenido súbitamente, y heestado a punto de caer de bruces contrael tablado. El sacerdote me hasostenido.

—¡Valor! —ha murmurado.Entonces han traído una escalera a la

parte trasera de la carreta; el sacerdoteme ha ofrecido su brazo, he bajado,enseguida he dado un paso, me he dadola vuelta para dar otro, pero no lo helogrado. Entre los dos faroles delmuelle, he visto una cosa siniestra.

¡Era la realidad!Me he detenido, como si ya me

tambaleara por el golpe.—¡Quiero hacer una última

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declaración! —he gritado frágilmente.Me han subido aquí.He pedido que me dejasen escribir

mis últimas voluntades. Me handesatado las manos, pero la cuerda estáaquí, muy cerca, y el resto está másabajo.

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XLIX

Un juez, un comisario, unmagistrado, no sé de qué especie, acabade venir. Le he solicitado mi indultojuntando ambas manos y arrastrándomede rodillas. Me ha preguntado, con unasonrisa fatal, si eso es todo lo que teníaque decirle.

—¡El indulto! ¡El indulto! —herepetido—. ¡O cinco minutos más, porpiedad!

¿Quién sabe? ¡Tal vez me lo

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concedan! ¡A mi edad es tan horriblemorir así! A menudo se han vistoindultos que llegan en el últimomomento. Y ¿quién merece el indulto,señor, más que yo?

¡Este execrable verdugo! Se haacercado al juez para decirle que laejecución debe hacerse a cierta hora,que la hora se acerca, que él es elresponsable, y que además llueve yaquello podría oxidarse.

—¡Eh, por piedad! ¡Un minuto[57]

para esperar mi indulto! ¡O me defiendo!¡Muerdo!

El juez y el verdugo han salido.Estoy solo. Solo con dos gendarmes.

¡Oh! El pueblo horrible con sus

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gritos de hiena. ¿Quién sabe si no podréescapar de él? ¿Si no seré salvado? ¿Simi indulto…? ¡Es imposible que no meindulten!

¡Ah, miserables! Me parece quesuben por la escalera…

LAS CUATRO.

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Una comedia a propósitode una tragedia[58]

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Personajes

MADAME DE BLINVALEL CABALLERO

ERGASTEUN POETA ELEGÍACO

UN FILÓSOFOUN SEÑOR GORDOUN SEÑOR FLACO

MUJERESUN LACAYO

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UN SALÓN

UN POETA ELEGÍACO, leyendo

Al día siguiente, unos pasosatravesaban el bosque,

un perro erraba a lo largo del ríoentre ladridos:

y cuando la doncella llorosavolvió a sentarse, preso el corazón de

zozobra,sobre la vieja torre del antiguo

castillo,oyó a la corriente gemir, la triste

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Isaura,más nunca más pudo oírla mandora del trovador gentil.

EL AUDITORIO EN PLENO

¡Bravo! ¡Fascinante! ¡Arrebatador!

Aplausos

MADAME DE BLINVAL

Hay en este final un misterio indefinibleque hace brotar las lágrimas de los ojos.

EL POETA ELEGÍACO, modestamente

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La catástrofe queda disimulada.

EL CABALLERO, moviendo la cabeza

¡Mandora, trovador, eso esromanticismo!

EL POETA ELEGÍACO

Sí, señor, pero un romanticismorazonable, el verdadero romanticismo.¿Qué quiere? Hay que hacer algunasconcesiones.

EL CABALLERO

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¡Concesiones, concesiones! Así es comose pierde el gusto. Regalaría todos losversos románticos a cambio sólo de estacuarteta:

En nombre del Pindo y de Citerase le hace saber a Gentil Bernardoque el Arte de Amar debe el sábadocenar en casa del Arte de Agradar[59].

¡He aquí la verdadera poesía! ¡«El Artede Amar que cena el sábado en casa delArte de Agradar»! ¡Magnífico! Pero hoyse habla de «la mandora, el trovador».Ya no se hacen «poesías fugitivas». Siyo fuese poeta, haría «poesíasfugitivas». Pero no soy poeta, yo.

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EL POETA ELEGÍACO

Sin embargo, las elegías…

EL CABALLERO

«Poesías fugitivas», señor. (Aparte. A laseñora de Blinval). Y además,«castillo» no es francés, se dice castel.

ALGUIEN, al poeta elegíaco

Una observación, señor. Usted dice el«antiguo castillo», ¿por qué no el«gótico»?

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EL POETA ELEGÍACO, prosiguiendo

Preste atención, señor, hay que limitarse.Yo no soy de esos que quieren destruirel verso francés y retrotraerse a la épocade los Ronsard y Brébeuf[60]. Yo soy unromántico, aunque moderado. Pasa comocon las emociones. Las deseo dulces,soñadoras, melancólicas, pero jamássangrientas u horripilantes. Ocultar lascatástrofes. Sé que hay cierta gente,locos, imaginaciones en delirio que…Miren, señoras, ¿han leído la novela queacaba de aparecer?

LAS DAMAS

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¿Qué novela?

EL POETA ELEGÍACO

Último día…

UN SEÑOR GORDO

¡Basta, caballero! Ya sé lo que queréisdecir. El título solo ya me enerva.

MADAME DE BLINVAL

Y a mí también. Es un libro horrible. Lotengo aquí.

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LAS DAMAS

Veamos, veamos.

Se pasan el libro de mano en mano

ALGUIEN, leyendo

Último día de…

EL SEÑOR GORDO

¡Por favor, señora!

MADAME DE BLINVAL

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En efecto, se trata de un libroabominable, un libro que provocapesadillas, que pone enfermo.

UNA MUJER, aparte

Habrá que leerlo.

EL SEÑOR GORDO

Estarán de acuerdo conmigo en que lascostumbres van depravándose día a día.¡Dios mío!, pero qué idea tan horrible lade desarrollar, profundizar, analizar, unotras otro, sin dejar ninguno de lado,todos los sufrimientos físicos, todas las

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torturas mentales que debe padecer uncondenado a muerte el día de laejecución. ¿No es atroz? ¿Ustedesentienden, señoras mías, que hayapodido existir alguien que escribierasobre esta idea y además un públicopara su autor?

EL CABALLERO

He aquí, en efecto, algo soberanamenteimpertinente.

MADAME DE BLINVAL

¿Quién es su autor?

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EL SEÑOR GORDO

No consta el nombre en la primeraedición.

EL POETA ELEGÍACO

Es uno que ya ha escrito dos novelas conanterioridad… A fe mía que he olvidadolos títulos. La primera empieza en lamorgue y acaba en la Grève. En cadacapítulo aparece un ogro comiéndose aun niño.

EL SEÑOR GORDO

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¿Usted la ha leído, señor?

EL POETA ELEGÍACO

Sí, señor. La acción tiene lugar enIslandia.

EL SEÑOR GORDO

¡En Islandia! ¡Es espantoso!

EL POETA ELEGÍACO

Ha compuesto además odas, baladas yno sé qué más, donde aparecenmonstruos de cuerpos azules.

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EL CABALLERO, riendo

¡Pardiez! La rima debe de resultarespantosa.

EL POETA ELEGÍACO

También ha publicado un drama, a esose le llama drama, donde encontramoseste bonito verso:

Mañana veinticinco de junio de milseiscientos cincuenta ysiete[61].

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ALGUIEN

¡Ah, ese verso!

EL POETA ELEGÍACO

También puede escribirse en cifras,vean, señoras:

Mañana, 25 de junio 1657.

Ríe. Ríen

EL CABALLERO

Algo particular la poesía de hoy en

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día…

EL SEÑOR GORDO

¡Ah, eso! Ese hombre no sabe versificar.¿Cómo se llama pues, de una vez?

EL POETA ELEGÍACO

Tiene un nombre tan difícil de recordarcomo de pronunciar. Tiene parte degodo, de visigodo y de ostrogodo.

Ríe

MADAME DE BLINVAL

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Es un villano.

EL SEÑOR GORDO

Es un hombre abominable.

UNA JOVEN

Alguien que lo conoce me ha dicho…

EL SEÑOR GORDO

¿Sabe usted de alguien que lo conoce?

LA JOVEN

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Sí, y dice que es un hombre dulce,sencillo, que vive retirado y que pasalos días jugando con sus hijos.

EL POETA

Y sueña entre sombras con obrastenebrosas. Es curioso, me acaba desalir un verso de una formacompletamente natural. Pero lo cierto esque aquí está el verso:

Y sueña entre sombras con obrastenebrosas.

Y con una buena cesura. Sólo queda

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encontrar la otra rima. ¡Pardiez!«Luctuosas».

MADAME DE BLINVAL

Quidquid tentabat dicere, versuserat[62].

EL SEÑOR GORDO

Decía usted, pues, que el autor encuestión tenía hijos pequeños.Imposible, señora, si ha escrito una obraasí, ¡una novela tan atroz!

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ALGUIEN

Pero, esta novela, ¿con qué fin la haescrito?

EL POETA ELEGÍACO

¿Lo sé yo acaso?

UN FILÓSOFO

Según parece, con el fin de promover laabolición de la pena de muerte.

EL SEÑOR GORDO

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¡Un horror, ya se lo digo yo!

EL CABALLERO

¡Ah, eso! ¿Se trata entonces de un duelocon el verdugo?

EL POETA ELEGÍACO

Está terriblemente en contra de laguillotina.

UN SEÑOR FLACO

Yo me he fijado en esto de aquí:declamaciones.

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EL SEÑOR GORDO

No. Apenas hay dos páginas en estetexto sobre la pena de muerte. El restoson sólo sensaciones.

EL FILÓSOFO

He aquí el error. La materia exigíarazonamiento. Un drama, una novela nodemuestra nada. Y además, he leído ellibro, y es malo.

EL POETA ELEGÍACO

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¡Detestable! ¿Qué es lo que hay de arteen eso? Pasarse de la raya, armar unescándalo. ¿Que si conozco encima aese criminal? Pues claro que no. ¿Quéha hecho? Nadie sabe nada.Posiblemente sea un bribón. No tengopor qué interesarme por alguien que noconozco.

EL SEÑOR GORDO

No hay por qué someter a sus lectores atormentos psíquicos. En las tragedias, semata, ¡y qué! Eso no me importa. Peroesa novela hace que se erice el pelo,pone la carne de gallina, provoca

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pesadillas. Tuve que estar dos días encama por haberla leído.

EL FILÓSOFO

Añada usted a eso que es un libro frío ycalculado.

EL POETA

¡Un libro! ¡Un libro…!

EL FILÓSOFO

Sí. Y como decía usted hace unmomento, señor, no hay nada en él de

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verdadera estética. No me interesan lasabstracciones, las entidades puras. Noveo por ningún lado una personalidadque pueda adecuarse a la mía. Yademás, el estilo no es ni sencillo niclaro. Huele a arcaísmo. Está muy bieneso que decía usted, ¿no es cierto?

EL POETA

Sin duda, sin duda. No hacen faltaindividualidades.

EL FILÓSOFO

El condenado no es interesante.

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EL POETA

Y ¿cómo podría interesar? Ha cometidoun crimen y no siente remordimientos.Yo hubiese hecho todo lo contrario. Yohubiese contado la historia de mi propiocondenado: nacido de padres honrados.Una buena educación. Amor. Celos. Uncrimen que no lo sea en realidad. Yademás remordimientos, muchosremordimientos. Pero las leyes humanasson implacables: hace falta que muera.Y entonces hubiera tratado de mi idea dela pena de muerte. ¡Magnífico!

MADAME DE BLINVAL

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¡Sí, sí!

EL FILÓSOFO

Perdón. El libro, tal y como lo entiendo,no demostraría nada. La particularidadno gobierna sobre la generalidad.

EL POETA

¡Y qué! Mejor aún; ¿por qué no haberelegido como héroe, por ejemplo aMalesherbes[63], al virtuosoMalesherbes, su último día, su suplicio?¡Oh, qué espectáculo tan bello y noble!Yo hubiese llorado, me hubiese

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estremecido, hubiera querido subir alpatíbulo con él.

EL FILÓSOFO

Pues yo no.

EL CABALLERO

Ni yo. En el fondo, su señor deMalesherbes era un revolucionario.

EL FILÓSOFO

La decapitación de Malesherbes nodemuestra nada en contra de la pena de

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muerte en general.

EL SEÑOR GORDO

¡La pena de muerte! ¿Por qué ocuparsede eso? ¿Qué les importa a ustedes lapena de muerte? Hace falta ser un malnacido para venir con un libro así sobrela pena de muerte a provocarnospesadillas.

MADAME DE BLINVAL

¡Sí, es un corazón malvado!

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EL SEÑOR GORDO

Nos obliga a mirar en los calabozos, enlos presidios, en Bicêtre. Es muydesagradable. Ya sabemos que soncloacas. Pero ¿eso qué le importa a lasociedad?

MADAME DE BLINVAL

Los que hicieron las leyes no eranprecisamente niños.

EL FILÓSOFO

Sin embargo, presentando los hechos tal

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y como son en la realidad…

EL SEÑOR FLACO

Eso es justamente lo que falta, laverdad. ¿Qué pretende usted que sepa unpoeta acerca de semejante materia?Habría que ser por lo menos procuradordel rey. Miren: he leído en una reseña deese libro que publicó un periódico queel condenado no dice nada cuando leleen su condena de muerte. Pues bien, yomismo pude ver a un condenado que, enel momento en cuestión, lanzó un gritodescomunal.

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EL FILÓSOFO

Permítame…

EL SEÑOR FLACO

Piensen, señores, en la guillotina, en laGrève… Eso es de mal gusto. La pruebaes que parece un libro que corrompe elgusto, y que les imposibilita para sentirlas emociones puras, frescas, cándidas.¿Cuándo, pues, se alzarán los defensoresde la literatura sana? A mí me gustaríaser, y mis informes requisitorios medarían quizá ese derecho, miembro de laAcademia francesa… ¡Pero he aquí alseñor Ergaste, uno de ellos! ¿Qué piensa

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usted de Último día de un condenado amuerte?

ERGASTE

A fe mía, señor, que no lo he leído ni loleeré. El caso es que cenaba yo ayer encasa de la señora de Sénange y lamarquesa de Morival le hablaba de elloal duque de Melcour. Se dice quedespotrica de la magistratura y sobretodo del presidente de Alimont. El abadde Floricour también se mostrabaindignado. Parece que hay un capítulo encontra de la religión, y otro en contra dela monarquía. ¡Si yo fuera procurador

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del rey…!

EL CABALLERO

Pues sí, ¡procurador del rey! ¡Y laconstitución! ¡Y la libertad de prensa!Sin embargo, convendrá en que esodioso que un poeta quiera suprimir lapena de muerte. ¡Seguro que durante elantiguo régimen iban a permitir publicarun libro contra la tortura…! Perodespués de la toma de la Bastilla, sepuede escribir de todo. Los libros hacenun mal terrible.

EL SEÑOR GORDO

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Terrible. Estábamos tan tranquilos sinpensar en nada… Es cierto que de vezen cuando se cortaba alguna cabeza enalgún que otro lugar de Francia, a losumo dos por semana. Nadie decía nada.Nadie pensaba en ello. De ningún modo.Y he aquí un libro… ¡Un libro que daunos dolores de cabeza terribles!

EL SEÑOR FLACO

¡La causa que un jurado condenadespués de haberlo leído!

ERGASTE

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¡Y que confunde a las conciencias!

MADAME DE BLINVAL

¡Ah, los libros, los libros! ¿Quiénhubiera dicho eso de una novela?

EL POETA

Es cierto que los libros son muy amenudo un veneno subversivo del ordensocial.

EL SEÑOR FLACO

Sin contar el idioma, que ustedes los

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románticos también revolucionan.

EL POETA

Distingamos, señor mío, que hayrománticos y románticos.

ERGASTE

Tiene usted razón. El mal gusto.

EL SEÑOR FLACO

No hay nada que responder a ello.

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EL FILÓSOFO, apoyado sobre el sillónde una dama

Se dicen ahí cosas que ya ni siquiera enla calle Mouffetard se oyen.

ERGASTE

¡Ah! ¡Libro abominable!

MADAME DE BLINVAL

¡Eh! No lo arrojen al fuego. Es de lacasa de alquiler.

EL CABALLERO

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Hábleme de nuestra época. ¡Cómo sehan depravado el gusto y lascostumbres! ¿Se acuerda de nuestrostiempos, madame de Blinval?

MADAME DE BLINVAL

No, señor, no me acuerdo.

EL CABALLERO

Éramos el pueblo más dulce, el másalegre, el más espiritual. Siempre bellasfiestas y bellos versos. Era encantador.¿Hay algo más galante que el madrigal

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del señor de La Harpe en el gran baileque la señora del mariscal Mailly dio enmil setecientos… el año de la ejecuciónde Damiens?[64]

EL SEÑOR GORDO

¡Tiempos felices aquéllos! Ahora lascostumbres son horribles, y los librostambién. Como dice el bello verso deBoileau:

Y a la caída de las artes le sigue ladecadencia de las costumbres.

EL FILÓSOFO, aparte, al poeta

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¿Cena usted en esta casa?

EL POETA ELEGÍACO

Sí, pronto.

EL SEÑOR FLACO

Ahora quieren abolir la pena de muerte,y por eso se escriben novelas crueles,inmorales y de mal gusto, como Últimodía de un condenado a muerte, qué séyo…

EL SEÑOR GORDO

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Escuche, querido, dejemos ya de hablarde ese libro atroz; y, ya que os encuentroaquí, decidme, ¿qué haréis con esehombre, cuyo recurso hemos rechazadohace tres semanas?

EL SEÑOR FLACO

¡Ay, un poco de paciencia! Estoy aquí devacaciones. Déjeme respirar. Cuandovuelva. Pero si está tardandodemasiado, escribiré a mi sustituto…

UN LACAYO, entrando

Señora, todo está dispuesto.

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Prefacio de 1832

Las primeras ediciones de esta obra,publicadas en un principio sin el nombrede su autor, se abrían con el siguienteencabezamiento:

Hay dos maneras de explicar laexistencia de este libro. O hubo, enefecto, un fajo de hojas amarillas detamaño desigual en las que seencontraban, registrados uno poruno, los últimos pensamientos dealgún desventurado; o existió un

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hombre, un soñador, que se dedicó aobservar la naturaleza en provechodel arte, un filósofo, un poeta, qué séyo, cuya fantasía fue la presenteidea, y que lo atrapó o, más bien, sedejó atrapar por ella, y que sólopudo desembarazarse de éstavertiéndola en un libro. De estas dosexplicaciones, que el lector elija laque quiera.

Como hemos visto, entonces, en laépoca en que este libro fue publicado, elautor no juzgó oportuno darexplicaciones de todo lo que pensaba.Prefirió esperar a que su idea fueseentendida y comprobar que así era. Y así

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ha sido. El autor puede hoydesenmascarar la idea política, la ideasocial, que había querido popularizarbajo esta inocente y cándida formaliteraria. Declara, pues, o más bienreconoce abiertamente, que Último díade un condenado a muerte no es otracosa que un alegato, directo o indirecto,como se quiera, a favor de la aboliciónde la pena de muerte. Lo que lo hallevado a escribirlo, lo que quisiera quela posteridad viese en su obra, si algunavez se ocupa de algo tan simple, no es ladefensa especial, y siempre fácil, ysiempre transitoria, de tal o cualacusado en concreto, sino la defensageneral y permanente de todos los

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acusados presentes y futuros; es lacuestión de derecho más importante parala humanidad, alegada y defendida aviva voz ante la sociedad, que constituyela gran corte de casación; es este finsupremo de no recibir, abhorrescere asanguine[65], establecido para siempreante cualquier proceso criminal; es lasombra y la cuestión fatal que palpitaoscura en el fondo de todas las causascapitales bajo el triple espesor delpathos, con los que se cubre lasangrienta retórica de las gentes del rey;es la cuestión de vida y muerte, digo yo,desvestida, desnuda, despojada de lossonoros enredos del tribunal,brutalmente actualizada, y colocada

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donde es necesario verla, donde esnecesario que esté, donde está deverdad, en su verdadero ámbito, en suámbito de horror, no en el tribunal, sinoen el patíbulo, no entre los jueces, sinocon los verdugos.

He aquí lo que el autor quiso hacer.Si el futuro le concede un día la gloriapor haberlo hecho, algo que no osaesperar, no querría otra corona.

Lo declara, pues, y lo repite: se hacecargo de la defensa en nombre de todoslos acusados posibles, inocentes oculpables, delante de todos lostribunales, de todas las audiencias, detodos los jurados, de todas las justicias.Este libro está dirigido a cualquiera que

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juzgue. Y para que el alegato resulte tanextenso como la causa, y por elloÚltimo día de un condenado a muertese hizo así, tuvo que podar por doquierdel asunto que trataba lo contingente, loparticular, lo especial, lo relativo, lomodificable, el episodio, la anécdota, elacontecimiento, el nombre propio ylimitarse —sí, hay limitaciones— adefender la causa de un condenadocualquiera, ejecutado un día cualquierapor un crimen cualquiera. Feliz si él, sinmás herramienta que su pensamiento, hapodido excavar lo suficiente para hacersangrar al corazón que se esconde bajoel aes triplex[66] del magistrado; feliz si,a fuerza de ahondar en el corazón del

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juez, ha logrado alguna vez que vuelva aser un hombre.

Hace tres años, cuando se publicóeste libro, algunas personasconsideraron que valía la pena refutar laidea a su autor. Los unos supusieron queera un libro inglés, los otros un libroamericano. ¡Singular manía la de buscaren mil lugares el origen de las cosas, yde hacer que fluya de las fuentes delNilo el arroyo que lava vuestra calle!¡Ay! Ni libro inglés, ni libro americano,ni libro chino que valga. El autor tomóla idea de Último día de un condenadoa muerte, no de un libro, no tiene lacostumbre de ir a buscar sus ideas tanlejos, sino allí de donde todos vosotros

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la podríais haberla tomado —pues¿quién no ha formado o imaginado en suespíritu Último día de un condenado amuerte?—, simplemente en la plaza dela Grève. He aquí que un día, al pasarpor allí, el autor recogió esta idea fatal,que yacía en un mar de sangre bajo losrojos muñones de la guillotina.

Entonces, cada vez que al caprichode los fúnebres jueves de la corte decasación, llegaba uno de aquellos díasen que el grito de una condena a muertese cernía sobre París, cada vez que elautor sentía pasar bajo su ventanaaquellos aullidos enronquecidos de losalborotados espectadores de la Grève,cada una de esas veces, aquella

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dolorosa idea le volvía a la mente, seapoderaba de él, le llenaba la cabeza degendarmes, de verdugos y de gentío,relatándole cada hora los últimossentimientos del desdichado queagonizaba —en el momento de laconfesión, en el momento de cortarles elpelo, en el momento de atarle las manos—, le conminaba, pobre poeta, a decirletodo aquello a la sociedad, que seguíaocupada con sus asuntos mientras aquelacto monstruoso se llevaba a cabo, lepresionaba, le empujaba, le arrancabalos versos del espíritu, si en esemomento estaba componiendo, y losmataba apenas esbozados, tachaba todossus trabajos, obstaculizaba todo, le

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bloqueaba, le importunaba, le asediaba.Era un suplicio, un suplicio queempezaba con el día y que duraba, comoel del desdichado al que estabantorturando en aquel mismo momento,hasta que daban las cuatro. Entonces,solamente cuando la siniestra voz delreloj gritaba el ponens caputexpiravit[67], el autor volvía a respirar ya encontrar algo de libertad de espíritu.Un día, en fin —cree que era el siguientea la ejecución de Ulbach[68]—, se puso aescribir este libro. Desde entonces se hasentido más aliviado. Cuando se cometíauno de aquellos crímenes públicos quellaman ejecuciones sumarias, suconciencia le decía que no era solidario.

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Ahora ya no sentía en su frente aquellagota de sangre que salpicaba desde laGrève sobre cada una de las cabezas delos miembros de la comunidad social.

Sin embargo, no era suficiente.Lavarse las manos está bien, impedirque la sangre corra estaría mejor.

Por eso no conocería un fin máselevado, más santo, más augusto queéste: promover la abolición de la penade muerte. Por ello, desde el fondo de sucorazón, se adhiere a los esfuerzos y alas voces de los hombres generosos detodas aquellas naciones que trabajandesde hace tantos años en echar abajo elárbol patibulario, el único árbol que lasrevoluciones no desarraigan. Con

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alegría se acerca el momento en que, apesar de su debilidad, se dispone adarle un golpe con su hacha, paraagrandar todo lo posible el corte que lediera Beccaria[69], sesenta años atrás, alviejo cadalso que se yergue sobre lacristiandad desde hace tantos siglos.

Acabamos de decir que el patíbuloes la única construcción que lasrevoluciones no demuelen. Es extraño,efectivamente, que las revoluciones semuestren sobrias de sangre humana.Nacidas para podar, para desramar, paradesmochar la sociedad, apenas lograndesembarazarse de una de sus serpientesmás peligrosas: la pena de muerte.

Reconocemos, sin embargo, que si

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alguna revolución nos pareció algunavez digna y capaz de abolir la pena demuerte, ésta es la Revolución deJulio[70]. Parece, en efecto, que lecorrespondía al movimiento popularmás clemente de los tiempos modernosel borrar definitivamente la barbariepenal de Luis XI[71], de Richelieu y deRobespierre, y de inscribir en elfrontispicio de la ley la inviolabilidadde la vida humana. Mil ochocientostreinta debería haber hecho añicos lacuchilla del 1793.

Lo estuvimos esperando durante untiempo. En 1830 había tanta generosidady piedad en el aire, tal espíritu dedulzura y de civilización flotaba sobre

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las masas, sentíamos el corazón tanalegre por la llegada un futuroprometedor, que nos pareció que la penade muerte se aboliría por decreto, degolpe, con un consentimiento tácito yunánime, como el resto de calamidadesque nos habían hostigado. El puebloacababa de encender un fuego de alegríacon los despojos del antiguo régimen.Aquélla era el despojo más sangriento.La creímos en la pira. Creímos queardería como el resto. Y durante algunassemanas, confiados y crédulos, tuvimosfe en el porvenir de la inviolabilidad dela vida tanto como en el de lainviolabilidad de la libertad.

Y en efecto, apenas habían

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transcurrido dos meses cuando seprodujo una tentativa para convertir enrealidad legal la sublime utopía deCesare Bonesana.

Desgraciadamente, esta tentativaresultó torpe, desafortunada, casihipócrita, y fue llevada a cabo en arasde otro interés que no era el general.

Recordamos que, en el mes deoctubre de 1830, algunos días despuésde haber descartado en el orden del díala proposición de enterrar a Napoleónbajo la columna[72], la Cámara enterarompió en gritos y lamentaciones. Sepuso sobre el tapete la cuestión de lapena de muerte; diremos unas líneas másabajo en ocasión de qué; entonces fue

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como si un súbito y maravillososentimiento de misericordia se hubieraapoderado de las entrañas de aquelloslegisladores: del que hablaría, del quegemiría, del que elevaría las manos alcielo. La pena de muerte, ¡DiosTodopoderoso! ¡Qué horror! Aquel viejoprocurador general, pálido, con suvestimenta encarnada, que había comidotoda su vida pan mojado en la sangre delos requisitorios, se rodeaba de repentede un aura de piedad y daba testimonioante los dioses de su indignación por laguillotina. Durante diez días la tribunase llenó de llorosos arengadores. Fue unlamento infinito, un concierto de salmoslúgubres, un Super flumina

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Babylonis[73], un Stabat mater dolorosa,una gran sinfonía en do, con coros,ejecutada por toda esta orquesta deoradores que ocupaban los primerosbancos de la Cámara, y que emitía tanbellos sonidos en los días grandes. Éstellegó con su voz de bajo, aquél con elfalsete. No faltaba nada. La cosa nopodía ser más patética y piadosa. Lasesión de la noche fue sobre todo tierna,almibarada y desgarrada como un quintoacto de La Chaussée[74]. El buenpúblico, que no entendía nada, tenía losojos llenos de lágrimas[75].

¿De qué se trataba, pues? ¿De abolirla pena de muerte?

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Sí y no.He aquí los hechos:Cuatro hombres de la alta sociedad,

cuatro hombres como Dios manda, deaquellos a los que podemos encontrar enun salón, y con quienes quizá hayamosintercambiado un par de frases amablesalguna vez; cuatro hombres, decía,habían intentado cometer, en las altasesferas políticas, uno de esos golpesaudaces que Bacon denomina«crímenes» y que Maquiavelo llama«empresas». Ahora bien, crimen oempresa, la ley, brutal para todos, loscondenó a morir. Los cuatroinfortunados estaban allí, prisioneros,cautivos de la ley, custodiados por

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trescientas divisas tricolores bajo lasbellas ojivas de Vincennes[76]. ¿Quéhacer y cómo? ¿No entienden que esimposible enviar a la Grève, en unacarreta, atados innoblemente con gruesascuerdas, espalda con espalda, con aquelfuncionario al que no hace falta ninombrar, a cuatro hombres como ustedesy yo, cuatro señores de la alta sociedad?¡Si al menos hubiera guillotinas decaoba!

¡Bien! ¡No hay más remedio queabolir la pena de muerte!

Y en eso, la Cámara se pone manos ala obra.

Vean, señores, que ayer aún tachabanesta abolición de utopía, de teoría, de

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sueño, de locura, de poesía. Vean que noes la primera vez que intentamos llamarsu atención sobre la carreta, sobre lasgruesas cuerdas y sobre la horriblemáquina escarlata, y que es extraño queese horrendo artilugio les salte derepente a la vista.

¡Bah! ¡Es de eso de lo que se trata!No es por vuestra causa, pueblo, por loque abolimos la pena de muerte, sinopor nosotros, diputados que podemosllegar a ministros. No queremos que lamaquinaria de Guillotin muerda a lasclases altas. La rompemos. Tanto mejorsi eso le viene bien a todo el mundo,pero hemos pensado solamente ennosotros. Ucalegón arde[77]. Apaguemos

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el fuego. Rápido, suprimamos alverdugo, borremos el código.

Y así es como una aleación deegoísmo altera y desnaturaliza las másbellas combinaciones sociales. Es laveta negra en el mármol blanco; circulapor doquier, y aparece a cada momentode improviso bajo el cincel. Vuestraescultura tiene que hacerse de nuevo.

En verdad, no hace falta declararloaquí, no somos nosotros los quereclamamos las cabezas de los cuatroministros. Una vez arrestados estosinfortunados, la indignada cólera quenos había inspirado su atentado, setransformó, aquí como en todo el mundo,en una profunda piedad. Pensamos en

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los prejuicios de la educación dealgunos de ellos, en el pocodesarrollado cerebro del jefe, fanáticoreincidente y obstinado de lasconspiraciones de 1804, envejecidoantes de tiempo bajo las húmedassombras de las prisiones estatales[78], enlas fatales necesidades de su posicióncomún, en la imposibilidad de echar elfreno en esa rápida pendiente a la que lapropia monarquía, espoleándose, selanzó aquel 8 de agosto de 1829[79], enla influencia, minusvalorada por todos,de la persona del rey, y sobre todo en ladignidad que desprendía uno de elloscomo un manto de púrpura sobre sudesgracia.

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Nosotros somos de aquellos que lesdeseaban sinceramente que salvaran suvida, y que estaban dispuestos asacrificarse por ello. Si jamás, porimposible, su cadalso hubiera sidolevantado un día en la Grève, no lodudamos, y si es una ilusión, queremosconservarla, no dudamos de que hubierahabido un motín para echarlo abajo y elque escribe estas líneas hubiese sidouno de los participantes de ese benditomotín. Pues, es necesario decirlo así, enlas crisis sociales, de todos loscadalsos, el cadalso político es el másabominable, el más funesto, el másnecesario de extirpar. Aquella guillotinaecha sus raíces en el empedrado y en

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poco tiempo extiende sus esquejes portodo el suelo.

En tiempos de revolución, prestadatención a la primera cabeza que caiga.Es la que hace despertar el apetito alpueblo.

Estábamos, pues, personalmente deacuerdo con aquellos que queríanperdonar a los cuatro ministros, y deacuerdo completamente tanto porrazones sentimentales como por razonespolíticas. Sólo que hubiésemospreferido que la cámara hubiera elegidootra ocasión para proponer la aboliciónde la pena de muerte.

Si hubiesen propuesto esa abolicióntan deseable, no a propósito de los

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cuatro ministros caídos de las Tulleríasa Vincennes, sino a propósito decualquiera de los ladrones de loscaminos reales, a propósito de uno deesos desgraciados que miráis con penacuando pasan cerca de vosotros por lacalle, cuyo trato polvoriento evitáisinstintivamente; un infortunado cuyaharapienta infancia corrió con piesdescalzos por el lodo de los cruces decaminos, que tiritaba de frío en elinvierno al borde de las carreteras, quese calentaba junto al tragaluz de lascocinas del señor Véfour, en cuya casacenáis, desenterrando aquí y allámendrugos de pan de los montones debasura, quitándoles el polvo antes de

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comérselos, removiendo todo el día lacuneta con un clavo para encontrar algúnochavo, sin otro entretenimiento que elespectáculo gratis de la fiesta del rey ylas ejecuciones en la Grève, el otroespectáculo gratis; pobres diablos, a losque el hambre empuja al robo, y el roboa todo lo demás; hijos desheredados deuna sociedad madrastra, que el calabozoacoge a los doce años, el presidio a losdieciocho, el patíbulo a los cuarenta;infortunados a los que con una escuela yun taller hubierais podido hacer buenos,morales, útiles; con los que no sabéisqué hacer, arrojándolos, como un fardoinútil, tan pronto en el hormiguero deTolón, como en el mudo recinto de

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Clamart, cercenándoles la vida despuésde haberles robado la libertad; si apropósito de alguno de estos hombreshubieseis propuesto abolir la pena demuerte, ¡oh!, entonces vuestra sesiónplenaria hubiese sido realmente digna,grande, santa, majestuosa, venerable.Desde los augustos padres de Trento,que invitaron a los heréticos al concilioen nombre de las entrañas de Dios, perviscera Dei, porque se esperaba suconversión, quoniam sancta synodussperat haereticorum conversionem,jamás una asamblea de hombres hubierapresentado ante el mundo un espectáculomás sublime, más ilustre y másmisericordioso. Siempre fue propio de

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los verdaderamente fuertes yverdaderamente grandes, preocuparsedel débil y del pequeño. Sería bonitoque un consejo de brahmanes hiciesesuya la causa del paria. Y aquí, la causadel paria era la causa del pueblo. Alabolir la pena de muerte, por su causa ysin esperar a que estuvieseis interesadospor la cuestión, hacíais más que unaobra política, hacíais una obra social.

Pero no habéis llevado a cabo nisiquiera una obra política aboliendo lapena de muerte, no para abolirla, ¡sinopara salvar a cuatro desdichadosministros, pillados con las manos en lamasa de los golpes de estado!

¿Qué ocurrió? Que como no erais

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sinceros, recelamos. Cuando el pueblovio que se le quería tomar el pelo, sedisgustó con toda la cuestión en bloquey, ¡cosa extraordinaria!, tomó partidopor la muerte, cuyo peso sin embargo hade soportar. Fue vuestra torpeza lo quelo condujo hasta aquí. Al abordar lacuestión de forma sesgada y sinfranqueza, la habéis comprometido paramucho tiempo. Representabais unacomedia. Y os la abuchearon.

A pesar de la farsa, algunas almastuvieron la bondad de tomársela enserio. Inmediatamente después de lacélebre sesión, un honrado ministro dejusticia dio a los procuradores generalesla orden de suspender indefinidamente

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todas las ejecuciones. Era en aparienciaun gran paso. Los enemigos de la penade muerte respiraron. Pero su ilusiónduró poco.

El proceso a los ministros llegó a sufin. No sé cuál fue la sentencia. Loscuatro salvaron la vida. Se eligió elcastillo de Ham como el justo medioentre la vida y la muerte. Una vez hechoslos diferentes arreglos, se desvaneciótodo miedo en el espíritu de losdirigentes del Estado y, junto con elmiedo, se fue la humanidad. Ya no hacíafalta abolir el suplicio capital; y una vezque no hubo necesidad de planteárselomás, la utopía volvió a convertirse enutopía, la teoría en teoría, la poesía en

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poesía.Seguía habiendo, sin embargo, en las

prisiones, algunos desdichados, vulgarescondenados que se paseaban por lospatios desde hacía cinco o seis meses,respirando el aire, tranquilos a partir deese momento, seguros de vivir, tomandoel suspenso de su sentencia como unamedida de gracia. Pero escuchad.

El verdugo, a decir verdad, habíatenido mucho miedo. El día que oyó alos hacedores de la ley hablar dehumanidad, filantropía, progreso, se vioperdido. Se escondió, el desgraciado, seagazapó bajo su guillotina, molesto alsol de julio como ave nocturna almediodía, tratando de que lo olvidaran,

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tapándose los oídos y no osando nirespirar. No se le veía desde hacía seismeses. No daba señales de vida.Entretanto, poco a poco, en sus tinieblas,se había ido calmando. Había estadoescuchando a las Cámaras y no habíaoído pronunciar su nombre. Tampocoaquellas palabras sonoras y grandiosas alas que tenía tanto pavor. Ni comentariosdeclamatorios acerca del Tratado de losdelitos y las penas. Se ocupaban de algobien distinto, de importante interéssocial, de un camino vecinal, de unasubvención a la Ópera cómica, o de unasangría de cien mil francos de unapoplético presupuesto de milquinientos millones. Nadie se acordaba

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ya de él, del cortacabezas. Viendo, esto,el hombre que se tranquiliza, asoma lacabeza fuera de su agujero y mira haciatodos lados; da un paso, luego dos,como aquel ratoncito de La Fontaine,luego se atreve a salir completamente deaquel andamiaje, después se encaramasobre él, lo repasa, lo restaura, loacondiciona, lo acaricia, lo hacefuncionar, lo hace relucir, vuelve aensebar el viejo mecanismo que laociosidad estaba estropeando; y derepente regresa, agarra al azar por loscabellos en la primera prisión que se leocurre a uno de aquellos infortunadosque contaban con seguir viviendo, tirade él, le quita la ropa, lo ata, lo anilla, y

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hete aquí que las ejecuciones comienzande nuevo.

Todo esto resulta horroroso, pero esparte de la historia.

Sí, se acordó una suspensión de seismeses para los desdichados cautivos,cuya pena se vio agravada al serlesdevuelta de esta forma la vida; luego,sin razón, sin necesidad, sin saberdemasiado el porqué, por placer, unbuen día se revocaron las suspensionesy con frialdad volvieron a imponer susprivaciones a todas aquellas criaturashumanas. ¡Oh! ¡Dios mío! Yo os lopregunto, ¿qué más nos daba quevivieran estos hombres? ¿Es que no hayen Francia aire suficiente para que todo

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el mundo respire?Para que un día un desdichado

funcionario de la chancillería, a quientodo le daba igual, se levantara de suasiento diciendo: «¡Venga, que nadiepiense más en la pena de muerte. Eshora de volver a guillotinar!», tuvo queengendrarse en el corazón de aquelhombre algo realmente monstruoso.

Por lo demás, digámoslo, jamás lasejecuciones fueron acompañadas decircunstancias más atroces que aquellasde después de la revocación de lassuspensiones de julio, jamás elespectáculo de la Grève resultó másindignante ni ha demostrado mejor loexecrable de la pena de muerte. Este

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redoble de horror es el justo castigo delos hombres que han vuelto a poner envigor el código de la sangre. Que seancastigados por su obra. Está bien hecho.

Es necesario citar aquí dos o tresejemplos de lo impías y espantosas queresultaron algunas ejecuciones. Hay queenervar a las mujeres de losprocuradores reales. A veces, una mujeres una conciencia.

En el sur, hacia finales del pasadomes de septiembre —no recordamosbien ni el lugar, ni el día, ni el nombredel condenado, pero lo averiguaríamossi nos discuten los hechos y creemos quesucedió en Pamiers—, hacia finales deseptiembre, pues, fueron a buscar a un

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hombre a su celda, donde jugabatranquilamente a las cartas: se le notificaque va a morir en el plazo de dos horas,lo cual le provoca temblores en todo elcuerpo, pues, tras seis meses sin que seacordaran de él, éste ya no contaba conmorir. Lo rasuran, rapan, lo agarrotan,hacen que se confiese. Luego, cuatrogendarmes lo arrastran entre la multitudhasta el lugar de la ejecución. Hastaaquí, nada más sencillo. Así es como sehace. Ya en el patíbulo, el verdugo lotoma de manos del sacerdote, se lolleva, lo ata sobre la báscula, loempaqueta —utilizo aquí un término delargot—, y deja caer la cuchilla. Elpesado triángulo de hierro se suelta

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penosamente, cae rebotando entre lasranuras y, aquí comienza el horror,golpea al hombre sin matarle. El hombrelanza un grito terrible. El verdugo,desconcertado, vuelve a levantar lacuchilla y la deja caer de nuevo. Lacuchilla muerde el cuello del condenadouna segunda vez sin cortárselo. Elcondenado aúlla, la multitud también. Elverdugo vuelve a izar la cuchilla una vezmás, esperando que el tercer golpe vayamejor. Nada. El tercer golpe hace brotarun tercer arroyo de sangre de la nuca delcondenado, pero no hace caer su cabeza.Abreviemos. El cuchillo subió y cayócinco veces, cinco veces hirió alcondenado, ¡cinco veces el condenado

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aulló bajo el golpe y sacudió la cabezaviva suplicando la gracia! El puebloindignado cogió entonces piedras y,tomándose la justicia por su mano,intentó lapidar al infortunado verdugo.El verdugo se refugió bajo la guillotinay se ocultó tras los caballos de losgendarmes. Pero aún no habíaisacabado. El torturado, viéndose solo enel patíbulo, se había levantado sobre laplancha, y allí, de pie, espantoso,chorreando sangre, sosteniendo lacabeza a medio cortar y que colgabasobre su hombro, pedía con débilesgritos que vinieran a soltarlo. Lamultitud, piadosa, estaba a punto deforzar a los gendarmes y de acudir en

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ayuda del desdichado que habíapadecido cinco veces su condena demuerte. En ese momento, un ayudante delverdugo, un hombre joven de unos veinteaños sube al cadalso, le dice alcondenado que se vuelva para que puedadesatarlo y, aprovechando la postura delmoribundo que se entregaba a él sindesconfianza, salta sobre su espalda y sepone a cortarle penosamente lo que lequedaba de cuello con una especie decuchillo de carnicero. Así se hizo. Asíse vio. De este modo.

En términos legales, un juez tuvo queasistir a la ejecución. Con una señalpodía haberlo parado todo. ¿Qué hacíaeste hombre, pues, metido en su coche,

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mientras que se masacraba a un hombre?¿Qué hacía este castigador de asesinos,mientras que se asesinaba a plena luzdel día, ante sus ojos, ante losresoplidos de sus caballos, ante elcristal de su portezuela?

¡Y al juez no lo han llevado a juicio!¡Y al verdugo no lo han llevado a juicio!¡Y ningún tribunal ha investigado estemonstruoso exterminio de todas lasleyes sobre la sagrada persona de unacriatura de Dios!

En el siglo XVII, en la época de labarbarie del código criminal, conRichelieu, con Christophe Fouquet,cuando el señor de Chalais fue llevado ala muerte delante del Bouffay de Nantes

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por un soldado torpe que, en lugar de ungolpe con la espada, le dio treinta ycuatro[80] golpes con una doladera detonelero, al menos esto le parecióirregular al parlamento de París: hubouna investigación y un proceso, y siRichelieu no fue castigado, siChristophe Fouquet no fue castigado, sílo fue el soldado. Injusticia, sin duda,pero en el fondo de la cual habíajusticia.

Aquí, nada. Aquello tuvo lugardespués de julio, en un tiempo de dulcescostumbres y de progreso, un añodespués del célebre lamento de laCámara por la pena de muerte. ¡Y bien!Los hechos han pasado absolutamente

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inadvertidos. Los periódicos de París lopublicaron como una anécdota. Nadie seinquietó. Se supo solamente que laguillotina había sido manipulada adredepor alguien «que quería perjudicar alejecutor de tan altas misiones». Setrataba de un sirviente del verdugoquien, para vengarse, le había cometidoesa maldad.

No era más que una travesura.Continuemos.

En Dijon, hace tres meses, una mujer—¡una mujer!— fue llevada al suplicio.También esta vez, el cuchillo del doctorGuillotin hizo mal su cometido. Lacabeza no fue cortada de golpe.Entonces, los ayudantes del ejecutor se

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engancharon a los pies de la mujer y,entre los aullidos de la desdichada, y afuerza de tirones y de sobresaltos,lograron arrancarle la cabeza delcuerpo.

En París, regresamos al tiempo delas ejecuciones secretas. Como ya no seatreven a decapitar en la Grève despuésde julio, como tienen miedo, como sonunos cobardes, he aquí lo que hacen.Hace poco tomaron en Bicêtre a unhombre, un condenado a muerte denombre Désandrieux, creo; lointrodujeron en una especie de cestaarrastrada sobre dos ruedas, cerrada portodas partes, encadenado y con cerrojos.Luego, con un gendarme a la cabeza y

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otro al final, sin apenas ruido y sinmultitud, depositaron el paquete en labarrera desierta de Saint-Jacques.Cuando llegaron allí eran las ocho de lamañana, apenas había amanecido, habíauna guillotina acabada de levantar y unpúblico de una docena de niñosagrupados sobre los montones depiedras que había alrededor delinesperado artilugio. Rápidamente,sacaron al hombre de la panera, y, sindarle ni tiempo para respirar,furtivamente, de un modo vergonzoso, leescamotearon la cabeza. A eso le llamanun acto público y solemne de elevadajusticia. ¡Infame escarnio!

¿Cómo entienden las gentes del rey

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el término civilización? ¿Dónde hemosido a parar? ¡La justicia envilecida porlas estratagemas y las supercherías! ¡Laley con artimañas! ¡Monstruoso!

¡No debe de haber nada más temibleque un condenado a muerte para que lasociedad lo trate con una deslealtad así!

Pero seamos justos, la ejecución nofue llevada a cabo completamente ensecreto. Por la mañana se pregonó comoera habitual la condena de muerte porlas calles de París. Parece ser que haygente que vive de ello. ¿Lo oís? Delcrimen de un infortunado, de su castigo,de sus torturas, de su agonía, se hacemercadería, un papel que se vende porun céntimo. ¿Concebís algo más

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espantoso que ese céntimo teñido desangre? ¿Quién se lo gana?

Ya hay de sobra con estos hechos.¿No es todo esto horrible? ¿Qué tenéisque alegar a favor de la pena de muerte?

Planteamos muy seriamente estacuestión, y lo hacemos para que se nosresponda, se la hacemos a loscriminalistas, no a charlatanes letrados.Sabemos que hay personas que toman laexcelencia de la pena de muerte, comocualquier otro tema, como texto para laparadoja. Hay otros que aman la pena demuerte sólo porque odian a éste o aquélque la atacan. Para ellos se trata decuestión casi literaria, una cuestión depersonas, una cuestión de nombres

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propios. Son los envidiosos, los que noechan en falta ni a los buenosjurisconsultos ni a los grandes artistas.Los Joseph Grippa, los Torregiani o losMiguel Ángel no son más añorados quelos Filangieri, los Scudéry o losCorneille.

No nos dirigimos a ellos, sino a loshombres de ley propiamente dichos, alos dialécticos, a los razonadores, aaquellos que aman la pena de muerte porla pena de muerte, por su belleza, por subondad, por su gracia.

Veamos, que den sus razones.Aquellos que juzgan y condenan

afirman que la pena de muerte esnecesaria. En principio, porque es

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necesario cercenar de la comunidadsocial a un miembro que ya la ha heridoy que podría herirla aún más. Si sólo setrata de eso, la cadena perpetua bastaría.¿Por qué, entonces, la pena de muerte?¿Objetáis que uno puede escapar de unaprisión? Pues mejorad la vigilancia. Sino confiáis en la solidez de los barrotesde hierro, ¿cómo osáis tener casas defieras?

Sobra el verdugo donde basta elcarcelero.

Prosigamos. Es preciso que lasociedad se vengue, que la sociedadcastigue. Ni lo uno ni lo otro. Vengarsees propio del individuo; castigar, deDios.

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La sociedad se encuentra entreambos. El castigo está por encima deella, la venganza por debajo. Nada tangrande o tan pequeño le conviene. Nodebe «castigar para vengarse»; debe«corregir para mejorar». Transformadde este modo la fórmula de loscriminalistas, nosotros la comprendemosy nos adherimos a ella.

Falta la tercera y última de lasrazones, la teoría del ejemplo. ¡Hay quedar ejemplo! ¡Hay que espantar con elespectáculo de la suerte reservada a loscriminales que se vean tentados aimitarlos! He aquí reproducida casitextualmente la eterna frase, cuyasvariantes más o menos sonoras

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constituyen las acusaciones que seescuchan en los quinientos tribunales deFrancia. Sin embargo, nosotros negamosde entrada que haya aquí ejemploalguno. Nosotros negamos que elespectáculo de los suplicios produzca elefecto que se espera. Lejos de edificaral pueblo, lo desmoraliza, arruina en éltoda sensibilidad y por tanto, todavirtud. Las pruebas son abundantes, yrecargaríamos nuestro razonamiento sinos paráramos a citarlas. Señalaremos,por tanto, un hecho entre mil, puesto quees el más reciente. En el momento enque escribimos esto, no han transcurridoni diez días desde el último. Hoy escinco de marzo, último día del carnaval.

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En Saint-Pol, inmediatamente despuésde la ejecución de un incendiariollamado Louis Camus, un tropel demáscaras vino a bailar alrededor delcadalso que todavía humeaba. ¡Dad,pues, ejemplo! El martes de carnaval sereirá en vuestra cara.

Si, a pesar de la experiencia, osobstináis en vuestra teoría del ejemplo,entonces retornadnos al siglo XVI, sedverdaderamente formidables,retornadnos la variedad de suplicios,retornadnos a Farinacci[81], retornadnosa los torturadores jurados, retornadnosel patíbulo, la rueda, las hogueras, lagarrucha, las orejas cortadas, los huesosdescoyuntados, la fosa para enterrar a

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los vivos; retornadnos, en cada cruce deParís, como una tienda más abierta entrelas otras, el espantoso puesto delverdugo al que nunca le falta la carnefresca. Retornadnos Montfaucon, susdieciséis pilares de piedra, sus brutalessalas de audiencia, sus mazmorras deosamentas, sus vigas, sus ganchos, suscadenas, sus broquetas de esqueletos, sueminencia de yeso manchada por loscuervos, sus horcas anejas, y el olor delcadáver que el viento del norte extiendea densas tufaradas por los alrededoresdel templo. Retornadnos íntegro ypoderoso este gigantesco cobertizo delverdugo de París. ¡En buena hora sea!He aquí el gran ejemplo. He aquí la

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pena de muerte bien entendida. He aquíun sistema de suplicios que guardaalguna proporción. Y he aquí que eshorrible, y terrible.

O bien haced como en Inglaterra. EnInglaterra, país de comerciantes, seatrapa a un contrabandista en la costa deDover, se le cuelga para que dé ejemplo,para que dé ejemplo se le deja colgadode la horca; pero, como las intemperiesdel aire podrían deteriorar el cadáver,lo envuelven cuidadosamente con unatela empapada en alquitrán a fin de notener que renovarlo tan a menudo. ¡Oh,tierra de economía! ¡Alquitranar a losahorcados!

Sin embargo, eso todavía tiene algo

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de lógica. Es el modo más humano deentender la teoría del ejemplo.

Pero vosotros, ¿creéis seriamenteque dais ejemplo cuando degolláismiserablemente a un pobre hombre en elrincón más desierto de los bulevaresexteriores? En la Grève, a plena luz deldía, pase. Pero ¡en la barrera de Saint-Jacques! ¡A las ocho de la mañana!¿Quién pasa por allí? ¿Quién va allí?¿Quién sabe que allí estáis matando a unhombre? ¿Quién piensa que estáis dandoejemplo con ello? ¿Ejemplo para quién?Para los árboles del bulevarseguramente.

¿No veis que vuestras ejecucionespúblicas se hacen de tapadillo? ¿No

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veis que os estáis escondiendo? ¿Quesentís miedo y vergüenza de vuestraobra? ¿Que balbuceáis ridículamentevuestro discite justitiam moniti[82]?¿Que en el fondo os sentís trastornados,sobrecogidos, inquietos, poco segurosde tener razón, invadidos por la dudageneral, cortando cabezas por rutina ysin saber demasiado lo que hacéis? ¿Nosentís en el fondo de vuestro corazónque habéis perdido al menos elsentimiento moral y social de la misiónde sangre que vuestros predecesores, losviejos parlamentarios, cumplían con laconciencia tranquila? Por la noche, ¿nole dais más vueltas a la cabeza que ellossobre la almohada? Otros antes de

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vosotros ordenaron ejecucionescapitales, pero creían actuar conforme ala ley, conforme a lo que es justo,conforme a lo que está bien. Jouveneldes Ursins[83] se creía un juez;Laubardemont, La Reynie y Laffemastambién se creían ellos mismos jueces;¡vosotros, en vuestro fuero interno, noestáis seguros de no ser unos asesinos!

Abandonáis la Grève por la barrerade Saint-Jacques, la multitud por lasoledad, el día por el crepúsculo. Ya nohacéis con firmeza lo que hacéis. ¡Osocultáis, os lo digo yo! Todas lasrazones para la pena de muerte quedanpues demolidas. Todos los silogismosde los tribunales reducidos a la nada.

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Todas esas virutas de acusaciones,barridas y reducidas a ceniza. Un simpleroce de la lógica y se disuelve el malrazonamiento.

Que las gentes del rey no vengan apedirnos cabezas a nosotros, losjurados, los hombres, suplicándonos convoz acariciadora en nombre de lasociedad indefensa, que aseguremos lavindicta pública y los ejemplos.¡Retórica, ampulosidad y nada es lo quees eso! Una punzada con un alfiler enesas hipérboles y se desinflan. En elfondo de esa dulce verborrea, noencontráis sino dureza de corazón,crueldad, barbarie, ganas de demostrarsu celo, necesidad de ganarse los

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honorarios. ¡Callaos, mandarines! Bajola pata de terciopelo del juez asoman lasgarras del verdugo.

Es difícil pensar con sangre fría queun procurador real sea un criminal. Esun hombre que se gana la vida enviandoa los demás al cadalso. Es el proveedortitular de los puestos de la Grève. Por lodemás, es un señor que resultapretencioso en el estilo y en las cartas,que es un buen orador o cree serlo, querecita si hay necesidad un verso o dos enlatín antes de concluir con la muerte, queprocura dar golpes de efecto, queprovoca su amor propio, que tiene suspropios modelos, tipos desesperantes alos que imita, sus clásicos, su Bellart, su

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Marchangy, como aquel poeta tiene aRacine, o tal otro a Boileau. En eldebate, se posiciona junto a laguillotina, es su función, es su oficio.Sus acusaciones son obras literarias,floridas de metáforas, perfumadas decitas. Es preciso que la audiencia lasencuentre hermosas, que gusten a lasdamas. Lleva una maleta de tópicos,todavía desconocidos en provincia,elocuciones elegantes, rebuscamientos,refinamientos de escritor. Odia lapalabra limpia casi tanto como nuestrospoetas trágicos de la escuela deDelille[84]. No tengáis miedo de quellame las cosas por su nombre. ¡Enabsoluto! Tiene para todas aquellas

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ideas cuya desnudez os desagradaría,disfraces completos de epítetos yadjetivos. Es capaz de hacer presentableal señor Sanson[85]. Hace flamear lacuchilla. Disimula la báscula. Envuelvela cesta roja con una perífrasis. No sesabe ya ni lo que es. Es dulzón ydecente. ¿Os lo imagináis de noche en sudespacho elaborando sin prisas, a gusto,la arenga que hará levantar un cadalsoen seis semanas? ¿Lo veis sudandosangre y agua para encajar la cabeza deun acusado en el más nefasto de losartículos del código? ¿Lo veis cortarcon una ley mal hecha el cuello de algúndesdichado? ¿No es verdad que,mientras que él escribe, bajo su mesa, en

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la sombra, tiene probablemente alverdugo agazapado a sus pies, y que devez en cuando deja de escribir paradecirle, como el amo a su perro:«Tranquilo, tranquilo, tendrás tu hueso»?

Por lo demás, en la vida privada,este hombre del rey podrá ser un hombrehonesto, un buen padre, un buen hijo, unbuen marido, un buen amigo, como rezantodos los epitafios de Père-Lachaise[86].

Esperemos que esté próximo el díaen que la ley logre abolir estas fúnebresfunciones. Dentro de algún tiempo, elaire puro de nuestra civilización harádesaparecer la pena de muerte.

A veces nos sentimos tentados decreer que los defensores de la pena de

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muerte no han reflexionado enprofundidad sobre el tema. Pero pesadun poco en la balanza de cualquiercrimen ese derecho exorbitante, que lasociedad se arroga, de quitar aquelloque no ha dado, esa pena, ¡la másirreparable de las penas irreparables!

Una de dos:O el hombre al que perjudicáis no

tiene familia, ni padres, ni allegados eneste mundo. Y en este caso, no harecibido ni educación, ni instrucción, niprotección para su espíritu ni para sucorazón. Y entonces, ¿con qué derechomatáis a este infortunado huérfano? ¡Locastigáis porque su infancia trepó desdeel suelo sin tronco ni tutor! ¡Le imputáis

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el aislamiento en el que vosotrosmismos lo habéis dejado! ¡De sudesgracia hacéis su crimen! Nadie le haenseñado a saber lo que hacía. Esehombre lo ignora. La culpa es de sudestino, no suya. Hacéis daño a uninocente.

O ese hombre tiene una familia. Yentonces, ¿creéis que el golpe con que lodegolláis sólo lo hiere a él? ¿Que supadre, que su madre, que sus hijos, nosangrarán? No. Matándolo, decapitáis atoda su familia. Aquí también estáishaciendo daño a inocentes.

¡Torpe y ciega penalidad que, sevuelva del lado que se vuelva, hiere alinocente!

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Secuestrad, pues, a ese hombre, aese culpable que tiene una familia. En laprisión podrá seguir trabajando para lossuyos. Pero ¿cómo podrá sacarlosadelante desde el fondo de la tumba? Y¿pensáis sin estremecimientos qué es loque será de sus hijos, de sus hijas,aquellos a quienes les arrebatáis elpadre, o lo que es lo mismo, el pan? ¿Esque contáis, dentro de quince años, conaprovisionar con ellos el presidio y conellas el cabaret? ¡Oh, pobres inocentes!

En las colonias, cuando la pena demuerte mata a un esclavo, hay milfrancos de indemnización para supropietario. ¡Eso! ¡Compensáis al amo yno indemnizáis a la familia! ¿Es que

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aquí no le quitáis un hombre a los que loposeen? ¿No es él, de manera diferente,aunque igualmente sagrada si locomparamos con el esclavo y su amo, lapropiedad de su padre, el bien de sumujer, el siervo de sus hijos?

Ya hemos convencido a vuestra leyde que asesina. Ahora la convencemosde que roba.

Pero aún hay más. ¿Pensáis en elalma de ese hombre? ¿Sabéis en quéestado se encuentra? ¿Osáis despacharlocon tanta ligereza? Antes, al menos,circulaba por el pueblo algo de fe. En elmomento supremo, un soplo de religiónflotando por el aire podía ablandar a losmás endurecidos; un condenado era al

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mismo tiempo un penitente; la religión leabría un mundo en el momento en que lasociedad le cerraba otro; toda alma teníaconciencia de Dios; el patíbulo no erasino la frontera del cielo. Pero ¿quéesperanza infundís en el patíbulo ahoraque la gente ya no cree? ¿Ahora quetodas las religiones son atacadas por lacarcoma, como esos viejos barcos quese pudren en nuestros puestos, y queantaño quizá descubrieron nuevosmundos? ¿Ahora que los niños se burlande Dios? ¿Con qué derecho lanzáishacia algo que vosotros mismos ponéisen duda las almas oscuras de vuestroscondenados, las mismas almas quefabricaron Voltaire y el señor Pigault-

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Lebrun?[87] Las entregáis al capellán devuestra prisión, un anciano excelente sinduda. Pero ¿cree él y hace creer? ¿Noejecuta molesto su sublime misión? ¿Esque tomáis como un sacerdote a eseindividuo que acompaña al verdugo enla carreta? Un escritor lleno de alma yde talento ya lo expresó así antes quenosotros: «¡Es algo horrible conservaral verdugo después de haber quitado alconfesor!».

Sin duda, son «razonessentimentales», como dicen algunosdesdeñosos que sólo encuentran lalógica en sus propias mentes. A nuestrosojos, son las mejores. Preferimos confrecuencia las razones del sentimiento a

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las razones de la razón. Además las dosseries van siempre unidas, no loolvidemos. El tratado de los delitosestá injertado en El espíritu de lasleyes. Montesquieu engendró aBeccaria.

La razón está con nosotros, elsentimiento está con nosotros, también laexperiencia está con nosotros. En losestados modélicos, donde la pena demuerte está abolida, el conjunto decrímenes capitales va disminuyendoprogresivamente año tras año.Sopesadlo.

No pedimos por el momento unaabolición brusca y completa de la penade muerte, como aquella con la que se

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comprometió tan torpemente la Cámarade diputados. Nosotros deseamos, alcontrario, todos los intentos, todas lasprecauciones, todos los tanteos de laprudencia. Además, no queremossolamente la abolición de la pena demuerte, queremos una transformacióncompleta de la penalidad en todas susformas, de arriba abajo, desde elcerrojo hasta la cuchilla, y el tiempo esuno de los ingredientes que debenparticipar en una labor de este estilopara que se lleve a cabo bien. Contamosasimismo con desarrollar, con respectoa este asunto, el sistema de ideas quecreemos aplicable. Pero,independientemente de las aboliciones

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parciales en los casos de falsificaciónde monedas, de incendios, de roboscualificados, etc., pedimos que, desdeahora en adelante, en todos los asuntoscapitales, el presidente tenga queplantear al jurado la siguiente pregunta:«¿Ha actuado el acusado movido por lapasión o por el interés?». Y que, en elcaso de que el jurado responda: «Elacusado ha actuado movido por lapasión», no haya condena a muerte. Almenos así nos ahorraríamos algunasejecuciones indignantes. Ulbach yDebacker se hubieran salvado. Ya noguillotinarían a Otelo.

Por lo demás, que nadie seequivoque, esta cuestión de la pena de

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muerte madura cada día. Dentro depoco, la sociedad entera la resolverácomo nosotros.

Que los criminalistas más tercospongan atención: la pena de muerte vaen retroceso desde hace siglos. Se vasuavizando. Es signo de decrepitud.Signo de debilidad. Signo de muertepróxima. La tortura ha desaparecido. Larueda ha desaparecido. La horca hadesaparecido. ¡Cosa extraña! Laguillotina es en sí misma un progreso.

El señor Guillotin era un filántropo.Sí, la horrible Temis dentuda y voraz

de Farinace y de Vouglans, de Delancrey de Isaac Loisel, de d’Oppède y deMachault, languidece. Se debilita. Se

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muere.Tampoco la Grève quiere más. La

plaza de la Grève se rehabilita. La viejabebedora de sangre se comportó bien enjulio. Quiere llevar una vida mejor deahora en adelante y ser digna de suúltima y más hermosa acción. A ella,que se había estado prostituyendo desdehacía tres siglos sobre el cadalso, le haentrado pudor. Siente vergüenza de suantiguo oficio. Quiere perder su vilnombre. Repudia al verdugo. Lava suempedrado.

A la hora que es, la pena de muerteestá ya fuera de París. Y, digámoslobien, salir de París es salir de lacivilización.

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Todos los síntomas nos sonfavorables. También parece que esamáquina espantosa rechina y sedesanima o, más bien, que ese monstruode madera y hierro es a Guillotin lo queGalatea a Pigmalión. Vistas desde ciertaperspectiva, las horribles ejecucionesque hemos detallado anteriormente sonsignos excelentes. La guillotina duda.Está a punto de fallar su golpe. El viejoandamiaje de la pena de muerte sedescompone.

La máquina infame saldrá deFrancia, contamos con ello, y, si Diosquiere, saldrá cojeando, puesintentaremos golpearla con rudeza.

Que vaya a pedir hospitalidad fuera,

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a algún pueblo bárbaro, no a Turquía,que se civiliza, no a los salvajes, que noquerrían nada de ella[88]; sino quedescienda algunos peldaños más en laescala de la civilización, que se vaya aEspaña o a Rusia.

El edificio social de los tiempospasados reposaba sobre tres columnas:el sacerdote, el rey, el verdugo. Hace yatiempo que una voz dijo: «¡Los dioses sevan!». Recientemente se elevó otra voz ygritó: «¡Los reyes se van!». Ya es horade que una tercera voz se levante y diga:«¡El verdugo se va!».

Así la vieja sociedad caerá piedra apiedra, así la providencia habrácompletado el derrumbamiento del

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pasado.A aquellos que echaron de menos a

los dioses pudimos decirles: «QuedaDios». A aquellos que echan de menos alos reyes les podemos decir: «Queda lapatria». A aquellos que echen de menosal verdugo no les diremos nada.

Y el orden no desaparecerá con elverdugo. No lo creáis. La bóveda de lasociedad futura no se desplomará por nocontar con esa piedra angular. Lacivilización no es más que una serie detransformaciones sucesivas. ¿A qué vaisa asistir? A la transformación de lapenalidad. La dulce ley de Cristopenetrará por fin en el código y radiarásobre él. Se contemplará el crimen como

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una enfermedad, y esta enfermedadtendrá sus propios medicamentos quereemplazarán a vuestros jueces, y suspropios hospitales, que reemplazarán avuestras prisiones. La libertad y la saludse parecerán. Se verterá el bálsamo y elaceite allí donde se aplicaba el hierro yel fuego. Trataremos con caridad esemal que se trataba con cólera. Serásencillo y sublime. La cruz sustituirá alpatíbulo. Eso es todo.

15 de marzo de 1832

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VICTOR-MARIE HUGO. Nació el 26de febrero de 1802, en Besanzón,Francia. Es considerado el máximoexponente del Romanticismo francés.

De temprana vocación literaria, en 1817la Academia Francesa le premió unpoema. Luego escribió Bug-Jargal

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(1818), Odas y poesías diversas (1822),Han de Islandia (1823) y Odas ybaladas (1826). En su drama históricoCromwell (1827), plantea la liberaciónde las restricciones que imponía elClasicismo. Su segunda obra teatral,Marion de Lorme (1829), fue censuradadurante dos años por «demasiadoliberal». El 25 de febrero de 1830 suobra teatral en verso Hernani tuvo untumultuoso estreno que aseguró el éxitodel Romanticismo. Entre 1829 y 1843escribió obras de gran popularidad,como la novela histórica NuestraSeñora de París (1831) y Claude Gueux(1834), donde condenó los sistemaspenal y social de la Francia de su

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tiempo. Además escribió volúmenes depoesía lírica como Orientales (1829),Hojas de otoño (1831), Los cantos delcrepúsculo (1835) y Voces interiores(1837). De sus obras teatrales destacanEl rey se divierte (1832), adaptado porVerdi en su ópera Rigoletto, el drama enprosa Lucrecia Borgia (1833) y elmelodrama Ruy Blas (1838). LesBurgraves (1843) fue un fracaso depúblico, por lo que en aparienciaabandonó la literatura y se dedicó a lapolítica.

En 1845 fue nombrado par de Franciapor el rey Luis Felipe, pero se hizorepublicano en la Revolución de 1848.

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En 1851, tras la derrota anteNapoleón III, se vio obligado a emigrara Bélgica. En 1855 comenzó su exilio dequince años en la isla de Guernsey. Eneste periodo escribió el panfletoNapoleón el pequeño (1852), lospoemas satíricos Los castigos (1853), ellibro de poemas líricos Lascontemplaciones (1856) y el primervolumen de su poema épico La leyendade los siglos (1859, 1877, 1883). EnGuernsey completó también Losmiserables (1862) y El hombre que ríe(1869).

A la caída del Segundo Imperio, en1870, regresó a Francia y formó parte de

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la Asamblea Nacional y, posteriormente,del Senado. Sus opiniones político-morales hicieron de él un héroe para laTercera República. Fue contrario a lapena de muerte, luchó por los derechoshumanos, en especial de los niños y delas mujeres, la enseñanza pública,gratuita y laica para todos (aunque creíaen un Ser Supremo), la libertad deexpresión, la democracia total y laconformación de los Estados Unidos deEuropa. De sus últimos años son dedestacar Noventa y tres (1874), novelasobre la Revolución francesa, y El artede ser abuelo (1877), conjunto depoemas líricos acerca de su vidafamiliar.

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Falleció el 22 de mayo de 1885. Sucuerpo permaneció expuesto bajo elArco del Triunfo y fue trasladado, segúnsu deseo, hasta el Panteón de París,donde fue enterrado.

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Notas

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[1] El Castillo de Bicêtre fue construidoen 1632 por orden del cardenalRichelieu sobre una antigua fortaleza delsiglo XV con el objeto de albergar a lossoldados lisiados. En la época de VictorHugo funcionó al mismo tiempo comohospital y presidio. Ésa es la razón porla que aparece la inscripción «Hospiciode la vejez» en el capítulo XXII o sehace referencia a los locos en el IV. Lafortaleza acoge a los condenados atrabajos forzados y a los de la penacapital, que permanecían entre susmuros hasta el mismo día de suejecución. (N. del E.) <<

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[2] Tras la Revolución se implantó enFrancia el jurado popular, constituidopor ciudadanos elegidos al azar. (N. del E.) <<

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[3] La voiture grillé, predecesora de losactuales furgones celulares, era unvehículo para transportar a loscondenados a muerte, de hierro omadera, tirado por caballos, en el quetambién solían viajar el confesor y elverdugo, y cuya visión estremecíaespecialmente a Victor Hugo. (N. del E.)<<

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[4] La novela a la que se hace referenciaaquí es Han de Islandia. (N. del E.) <<

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[5] Place de la Grève o Plaza del Arenal.Se trata de la actual Plaza delAyuntamiento de París, lugar elegidopara las ejecuciones públicas hasta1830. Le viene el nombre del arenal quedescendía desde allí en una suavependiente hacia el Sena. La guillotinafue utilizada por primera vezprecisamente en ese lugar, el 25 de abrilde 1792. Anteriormente, las ejecucionesdiferían según el rango social y el tipode crimen: horca para la plebe, hacha oespada para los caballeros, hoguerapara los herejes, descuartizamiento paralos acusados de lesa majestad.

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(N. del E.) <<

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[6] En el siglo XIX tanto la burguesíacomo la nobleza seguían recibiendoenseñanza en lengua latina. El hecho deque el acusado hable latín nos pone en lapista de su origen social. (N. del E.) <<

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[7] El asociar la imagen del loco con elde un muerto viviente es una idearecurrente en la obra de Victor Hugo yque remite sin duda a su experienciapersonal. Su hermano Eugène fueinternado en un hospital psiquiátrico.Posteriormente, su hija Adèle tambiéncorrería una suerte similar. (N. del E.)<<

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[8] Se trata de Napoleón I. En 1824 hacetres años que está muerto. (N. del E.) <<

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[9] Papavoine fue un célebre criminalejecutado el 25 de marzo de 1825.Había acuchillado a dos niños en elbosque de Vincennes en presencia de sumadre. Victor Hugo hace tambiénalusión al personaje en Los miserables(III, I, 7). Su crimen es para el autorprobablemente el colmo de la barbarie. (N. del E.) <<

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[10] El 21 de septiembre de 1822, cuatrosargentos de La Rochelle son ejecutadosen la Grève acusados de conspirarcontra la república. Su jefe era Bories.Un amigo de infancia de Victor Hugo,Édouard Delon, es igualmentecondenado a muerte por rebeldía. Elescritor asistió a algunas sesiones deaquel célebre proceso. (N. del E.) <<

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[11] Victor Hugo hace aquí referencia a laleyenda que dice que la hierba crecemejor bajo la horca y, por extensión, entodos aquellos lugares donde hayacadáveres de criminales. El cementeriode Clamart es el camposanto de lospobres de París, donde se encuentra lafosa común. (N. del E.) <<

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[12] A los parricidas se les cortaba lamano asesina antes de decapitarlos. (N. del E.) <<

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[13] En la mediterránea ciudad de Toulonse encuentra uno de los presidios, juntocon el de la Isla de Re, más célebres deFrancia. Desde allí, los condenados atrabajos forzados podían serembarcados hacia la Guyana o NuevaCaledonia. (N. del E.) <<

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[14] Oficiales de las galeras. (N. del E.)<<

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[15] La Conciergerie está situada en unala del Palacio de Justicia de París.Durante la Revolución fue una de lasprisiones más temibles. Allí pasaban suúltima noche los condenados bajo lacustodia del verdugo. Funcionó comopenal hasta 1914. (N. del E.) <<

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[16] La fortaleza de Bicêtre era famosapor los pozos que alimentaban elcomplejo de edificios, que teníansesenta metros de profundidad y cincode diámetro. Hasta 1858, loscondenados y luego los «locos», eranlos encargados de hacer subir el aguahaciendo girar una rueda. El espectáculoatraía a numerosos curiosos. (N. del E.)<<

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[17] Caballos utilizados por el serviciode correos por su especial resistencia. (N. del E.) <<

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[18] La guardia nacional fue la miliciaburguesa creada bajo la revolución ydisuelta en abril de 1827. Surestablecimiento será discutido por laCámara en julio de 1828. (N. del E.) <<

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[19] El término barrière se refiere aquí ala puerta que cierra la entrada a unaciudad. Bicêtre estaba situado a lasafueras de París. El coche debefranquear, pues, la barrera y una aduana.(N. del E.) <<

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[20] Se hace referencia aquí al edificiorecaudador de los impuestos a lasmercancías que entraban en la ciudad. (N. del E.) <<

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[21] El verdugo. (N. del T.) <<

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[22] Manos. (N. del T.) <<

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[23] Bolsillo. (N. del T.) <<

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[24] Robaba un abrigo. (N. del T.) <<

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[25] Rufián. (N. del T.) <<

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[26] Ladrón. (N. del T.) <<

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[27] Forzaba un almacén, falsificaba unallave. (N. del T.) <<

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[28] A galeras. (N. del T.) <<

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[29] Una sotana de abate. (N. del T.) <<

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[30] A vivir. (N. del T.) <<

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[31] Jean Valjean, uno de los personajesde Los miserables, será enviado apresidio por la misma razón. (N. del E.)<<

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[32] A los condenados a trabajosforzados les marcaban en la espalda lasiniciales «T. F. P.» que se correspondíancon Trabajos Forzados a Perpetuidad. (N. del E.) <<

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[33] De vuelta a las galeras. (N. del T.)<<

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[34] Condenados a cadena perpetua. (N. del T.) <<

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[35] El jefe. (N. del T.) <<

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[36] Mataban en los caminos. (N. del T.)<<

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[37] Los gendarmes. (N. del T.) <<

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[38] Camaradas. (N. del T.) <<

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[39] El verdugo. (N. del T.) <<

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[40] Fue colgado. (N. del T.) <<

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[41] La guillotina. (N. del T.) <<

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[42] El cobarde frente a la muerte. (N. del T.) <<

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[43] Plaza de la Grève. (N. del T.) <<

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[44] El sacerdote. (N. del T.) <<

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[45] Un hombre del pueblo ganabaentonces entre uno y cinco francos pordía. (N. del E.) <<

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[46] Se trata de una obra cuyo tema es ellamento del hombre en respuesta de lano intervención de Dios en susdesgracias, tema eminentementeromántico y que en España llega a suapogeo con el plante a la divinidad delDon Juan Tenorio de Zorrilla. (N. del E.) <<

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[47] Célebre hospital psiquiátrico situadoen el sureste de París. (N. del E.) <<

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[48] Antiguo monasterio clausurado porla Revolución para ser convertido enhospital militar y orfanato. (N. del E.)<<

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[49] Recuerdo autobiográfico de VictorHugo, quien viajó a España parareencontrarse con su padre en 1811,militar a las órdenes de José Bonaparte. (N. del E.) <<

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[50] Lázaro Spallanzani fue un naturalistaitaliano (1729-1799) que realizó unaserie de viajes científicos por elMediterráneo y que plasmó en variasobras que fueron lectura de infancia deljoven Hugo. (N. del E.) <<

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[51] Mil libras, es decir, quinientos kilos.(N. del E.) <<

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[52] El condenado espera que el reyCarlos X (Charles) escriba las sieteletras de su nombre, lo cual significaráque ha firmado la medida de gracia. (N. del E.) <<

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[53] Nueva referencia autobiográficarecogida por su hija Adèle en su diario. (N. del E.) <<

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[54] Célebre apellido de una familia deverdugos. Ver nota en el Prefacio de1832. (N. del E.) <<

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[55] Se hace referencia al campanariogótico de la iglesia de Saint-Jacques. Leviene el nombre de la antigua carniceríaque había junto a ella y que fuedemolida en 1803 con motivo de laconstrucción de la Place du Châtelet. (N. del E.) <<

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[56] Según el anecdotario histórico,Malesherbes, el abogado de Luis XVI,habría respondido a preguntas de suverdugo que si temblaba, era de frío. (N. del E.) <<

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[57] Se trata de una alusión a los gritosdesesperados de madame du Barry,vieja cortesana de Luis XVI,guillotinada durante la Revolución: «¡Unminutito más, señor verdugo!». (N. del E.) <<

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[58] Hemos considerado oportunoreproducir a continuación esta especiede prefacio dialogado, y queacompañaba la tercera edición deÚltimo día de un condenado a muerte.Es preciso recordar, al leerla, en mediode qué objeciones políticas, morales yliterarias fueron publicadas las primerasediciones de este libro. <<

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[59] J. P. Bernard, más conocido comoGentil-Bernard, poeta francés (1708-1775) nacido en Grenoble, autorde, entre otros poemas, L’Art d’Aimer. (N. del E.) <<

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[60] Pierre de Ronsard (1524-1585) yGeorge de Brébeuf (1617-1661). Poetasfranceses. El primero tiñe sus primerasobras de referencias horacianas,anacreónticas y petrarquistas hastaevolucionar a una poesía más personal.Brébeuf es sobre todo conocido por doslibros de poesía burlesca. (N. del E.) <<

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[61] El verso al que se hace referencia esdel drama Cromwell (1827). Al añosiguiente aparecieron compilados susprimeros poemas en Odas y baladas.Las dos primeras novelas a las quetambién se hace referencia en estefragmento son Bug-Jargal (1818) y Hande Islandia (1823). <<

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[62] Quidquid tentabam dicere, versuserat, «Todo lo que intentaba decir, mesalía en verso». Ovidio, Tristia, IV, 10,26. (N. del E.) <<

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[63] Chrétien Guillaume de Lamoignon deMalesherbes, político ilustrado francés(París 1721-id. 1794), hijo del cancillerLamoignon. Secretario de la casa del reycon Luis XVI. Intentó mejorar el régimenpolicíaco y penitenciario, y la condiciónjurídica de protestantes y judíos. Tras larevolución, se encargó de la defensa deLuis XVI. Finalmente fue hecho preso yejecutado. (N. del E.) <<

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[64] Robert François Damiens (Ticuloy,Arras 1715-París 1757), autor de unatentado contra Luis XV, a quien decidióherir ligeramente para que cumpliese susdeberes como soberano. Llevó a cabo supropósito el 5 de enero de 1757 y fueajusticiado, tras terribles tormentos, el28 de marzo. Este atentado provocó unafuerte reacción política. (N. del E.) <<

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[65] «Sentir horror a la sangre». (N. del T.) <<

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[66] Illi robur et aes triplex / circapectus erat, «Tenía un corazón de robleenvuelto por una triple coraza».Horacio, Odas, I, 3, 8. (N. del T.) <<

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[67] Y bajando la cabeza, expiró. Fraserelativa a la muerte de Cristo recogidaen el Evangelio según San Juan (N. del T.) <<

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[68] Louis Ulbach fue ejecutado a losveinte años acusado de haber asesinadoa su amante por celos. Victor Hugoaccede a la noticia a través de la revistaLa Gazette des Tribunaux, publicaciónprogresista, órgano principal deexpresión de los abolicionistas. Sinembargo, otros testimonios como el deldiario de su hija Adèle señalan que fueel choque provocado por la ejecución deun tal Martin y que no pudo contemplarhasta el final lo que le llevó a escribiresta obra. (N. del T.) <<

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[69] Cesare Bonesana, marqués deBeccaria, jurisconsulto y economistaitaliano (Milán 1738-id. 1794), autor deuna obra, De los delitos y las penas,cuyos principios renovaron el derechopenal. (N. del T.) <<

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[70] Carlos X (1757-1836) favoreció unapolítica autoritaria de tintes absolutistas.Cuando el 25 de julio de 1830 intentópromulgar unas ordenanzas quesuspendían la libertad de prensa ymodificaban la ley electoral parareducir el censo de votantes, laciudadanía parisina se sublevó y le hizoabdicar. (N. del T.) <<

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[71] Rey de Francia (1423-1483).Inteligente y sin escrúpulos, fueextremadamente autoritario en supolítica interior. (N. del T.) <<

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[72] Célebre columna que se erige en laPlace de la Vendôme, en París. (N. del T.) <<

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[73] «A orillas de los ríos de Babilonia /nos sentamos a llorar de nostalgia».Libro de los Salmos, 137. (N. del T.) <<

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[74] Pierre-Claude Nivelle de LaChaussée, comediógrafo francés (París1692-id. 1754), autor de diecinuevecomedias de tipo sentimentaloidellamado «comedia lacrimosa». (N. del T.) <<

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[75] No pretendemos cubrir con el mismodesprecio todo lo que se dijo sobreaquel asunto en la Cámara. Aquí y alláse oyeron bellos y dignos parlamentos.Aplaudimos, como todo el mundo, eldiscurso grave y sencillo del señor deLafayette y, con otros matices, laextraordinaria improvisación del señorVillemain. (N. del A.) <<

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[76] Castillo de Vincennes, al este deParís, primitiva residencia realtransformada en prisión estatal porLuis XI. (N. del T.) <<

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[77] Jam proximus ardet Ucalegon,«Ucalegón arde cerca de aquí». Virgilio,Eneida, II, 311, 12. (N. del T.) <<

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[78] Se hace referencia aquí a lasconspiraciones antirrevolucionarias quellevó a cabo en 1804 George Cadoudal,que acabaría guillotinado, y en la queparticipó Jules Auguste Polignac, cuyapena conmutada por cadena perpetua,logrando finalmente evadirse en 1814. (N. del T.) <<

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[79] Polignac fue nombrado ese díaMinistro de Asuntos Exteriores ypresidente del Consejo. Se hizo muyimpopular: la opinión pública lereprochaba su sumisión a Gran Bretañay a la Iglesia. (N. del T.) <<

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[80] La Porte habla de veintidós, peroAubery de treinta y cuatro. El señor deChalais gritó hasta el que hacía veinte. (N. del A.) <<

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[81] Próspero Farinacci, Farinacius.Jurisconsulto romano (1544-1618),autor de Praxis et teorica criminalis(1616), que sentaron autoridad en Italiahasta el siglo XVIII. (N. del T.) <<

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[82] «Aprended la justicia con esteejemplo», Virgilio, Eneida. Hacereferencia al rey de Beocia, quien fuecondenado a repetir eternamente la frasetras haber saqueado el templo de Delfosy ser arrojado a los infiernos. (N. del T.)<<

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[83] Prelado e historiador francés (1388-1473). Desempeñó un importantepapel en el proceso de Jacques Coeur yen la revisión del de Juana de Arco. (N. del T.) <<

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[84] Jacques Delille, poeta francés (1738-1813), profesor de poesía en elColegio de Francia. Traductor deVirgilio y de Milton y autor de una seriede poemas denominados «descriptivos».(N. del T.) <<

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[85] Henri Sanson (París 1767-id. 1840).Heredero de una saga de verdugos fue elejecutor oficial del Régimen del Terror. (N. del T.) <<

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[86] Cementerio de París. (N. del T.) <<

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[87] Charles-Antoine-Guillaume Pigaultde l’Épinoy, llamado Pigault-Lebrun.Comediógrafo francés (1753-1835).Escribió comedias y obras de carácterdesenfadado y licencioso, y un opúsculode naturaleza antirreligiosa titulado Elcitador (Le citateur, 1803). (N. del T.)<<

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[88] El «parlamento» de Tahití acaba deabolir la pena de muerte. (N. del A.) <<