deuda de huesos terry goodkind

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Una deuda de huesos no conocefronteras, y mucho menos la de lamuerte.

En tiempos de la guerra contraPanis Rahl, una joven campesinalucha por obtener la ayuda delhombre vivo más poderoso. Amboscomparten la sombra de una antiguadeuda que, de exigirse su pago,podría desencadenar la aniquilacióntotal.

Deuda de huesos es una novelacorta ambientada en el mundo de LaEspada de la Verdad, en una épocaanterior a los límites. Un relato

extraordinario sobre el poder delamor y el valor en un mundo quenecesita desesperadamente ambascosas.

Terry Goodkind

Deuda dehuesos

La Espada de la Verdad 00

ePub r1.0Maki 20.09.14

Título original: Debt of BonesTerry Goodkind, 2001Traducción: Gemma GallartDiseño de cubierta: Valerio VianoIlustrador de cubierta e interior: KeithParkinsonRetoque de cubierta: Maki

Editor digital: MakiePub base r1.1

Para Danny Baron,mi ferviente defensor en

tierras lejanas

Introducción

del autor

Deuda de huesos fue para mí unaoportunidad inestimable, en plenacreación de una serie, de escribir unanovela corta independiente queahondaba en la vida de un personajesobre el que siempre he querido escribirmás a fondo. Muchas veces, al escribirsobre los temas humanos que sonimportantes para mí, en el relatosubyacen muchas más cosas de las quepuedo incluir en el libro en el quetrabajo; historias sobre acontecimientos

del pasado, o sobre cómo sucedió ciertacosa. Esta narración desvela uno de esosacontecimientos del pasado.

¿Cómo surgieron en realidad losLímites? ¿Qué pudo haber provocado unacontecimiento tan catastrófico? Éste es,en parte, el relato nunca revelado delorigen de los Límites, y sin embargo, esmucho más.

Para mí es importante escribirhistorias situadas en lugares en los queme gustaría estar y sobre personas queadmiro. Me gusta escribir sobrepersonajes que reconocemos de nuestraspropias vidas —personas con las quepodemos sintonizar e identificamos

fácilmente— y también sobre laspersonas que nos gustaría conocer. Porencima de todo, los personajes debencobrar vida para mí mientras escribo.Deben ser verosímiles. En este mundo,al igual que en el nuestro, un individuo,sin importar lo impotente que crea ser,puede a veces tomar una elección quecambiará el mundo en el que vive, y nosiempre para bien.

Esto es lo que nos cuenta este relato.Quería relatar la historia de una

persona que hizo precisamente eso, lahistoria de Abby, una joven a merced deotros, sin poder para combatir a fuerzasque no puede comprender plenamente, y

mucho menos controlar, y que, ante todo,necesita con suma urgencia que laayuden.

Es también la historia de Zeddcuando era joven y estaba entrando enposesión de todo su poder, en mitad deun gran conflicto por el futuro no tansólo de su gente, sino del mundo. Élposee el dominio sobre la vida y lamuerte, sin embargo se halla impotenteante deseos que no puede conceder; noúnicamente a una mujer que necesita suayuda, sino a sí mismo. Pendiendo de unhilo está el destino de una criatura. Alomos de los vientos de la traición llegauna mujer que lleva una deuda de

huesos.Quiero que los lectores se pregunten

qué harían si se enfrentaran a las mismaselecciones que Abby y Zedd. ¿Cuál seríasu elección?

Ésta no es sólo la historia de cómosurgieron los Límites, sino el despertardel mundo en el que Richard y Kahlannacerán.

TERRY GOODKIND

qué llevas en el saco, querida?

Abby observaba unalejana bandada de ruidosos

cisnes, gráciles manchitas blancasrecortadas sobre los oscuros y altísimosmuros del Alcázar, mientras efectuabansu viaje por delante de murallas,bastiones, torres y puentes iluminadospor el sol que se ponía. El espectrosiniestro del Alcázar había dado laimpresión de estar devolviéndole la

mirada durante todo el día mientrasAbby aguardaba. La muchacha se volvióhacia la anciana encorvada que teníadelante.

—Lo siento, ¿me preguntabais algo?—Preguntaba qué llevas en tu saco.

—Al alzar la mirada, la mujer pasó lapunta de la lengua por el hueco que en elpasado había ocupado un diente—.¿Algo valioso?

Abby apretó el saco de arpilleracontra su cuerpo a la vez que se encogíalevemente ante aquella mujer de sonrisaburlona.

—Sólo algunas de mis cosas, eso estodo.

Un oficial, tras el que iba una tropade ayudantes, asistentes y guardias, saliócon paso decidido, caminando bajo elimponente rastrillo que se alzabaamenazador a poca distancia. Abby y elresto de los suplicantes que esperaban ala cabecera del puente de piedra seapretujaron más, aun cuando aquellatropa disponía de espacio más quesuficiente para pasar. El oficial, con lasombría mirada perdida a lo lejosmientras pasaba a toda prisa, nodevolvió el saludo cuando los guardiasdel puente se golpearon la armadura conel puño a la altura del corazón.

Durante todo el día, soldados de

diferentes tierras, así como la GuardiaDoméstica de la enorme ciudad deAydindril, situada abajo, habían estadoentrando y saliendo del Alcázar.Algunos tenían un aspecto extenuado.Algunos llevaban uniformes todavíacubiertos de mugre y sangre procedentede batallas recientes. Abby había vistoincluso a dos oficiales provenientes desu tierra, de Cuenca del Pendisan, y lehabían dado la impresión de que no eranmás que unos muchachos, pero unosmuchachos que estaban perdiendo condemasiada rapidez el fino barniz de lajuventud, como una serpiente mudandode piel antes de tiempo, dejando

cicatrices de ese cambio en la madurezque emergía.

La muchacha había visto también taldespliegue de gente importante queapenas podía creerlo: hechiceras,concejales e incluso una Confesorallegada desde el Palacio de lasConfesoras, situado abajo en la ciudad.En su ascensión hasta el Alcázar, raravez hubo una curva en la sinuosa calzadaque no hubiera ofrecido a Abby unavista del vasto esplendor en piedrablanca que era el Palacio de lasConfesoras. La alianza de la TierraCentral, dirigida por la misma MadreConfesora, se reunía en el palacio, y allí

también vivían las Confesoras.Abby sólo había visto a una

Confesora una vez en toda su vida. Lamujer había acudido a ver a la madre deAbby, y la pequeña, que no contaba nidiez años por entonces, había sidoincapaz de apartar la mirada de la largacabellera de la Confesora. Aparte de sumadre, ninguna otra mujer en la pequeñaciudad donde vivía Abby, Vado delConey, era lo bastante importante comopara que los cabellos le llegaran hastalos hombros. Los hermosos cabelloscastaño oscuro de Abby sólo le cubríanlas orejas.

Mientras atravesaba la ciudad de

camino al Alcázar, le había resultadodifícil no contemplar boquiabierta amujeres de la nobleza con cabellos queles llegaban hasta los hombros e inclusoun poco más allá. Pero la Confesora quehabía subido al Alcázar, ataviada con susencillo vestido satinado en negro, lucíauna melena que le descendía hasta lamitad de la espalda.

Deseaba haber podido contemplarmejor la excepcional visión de unamelena tan larga y abundante y a lamujer que era lo bastante importantecomo para poseerla, pero Abby habíadoblado una rodilla en tierra junto conel resto de los que la acompañaban en el

puente, y como el resto de ellos temióalzar la cabeza para mirar, no fuera a serque se encontrara con la mirada de lamujer. Se decía que intercambiar lamirada con una Confesora podíacostarle a uno el entendimiento si teníasuerte, y el alma si no la tenía. A pesarde que la madre de Abby había dichoque no era cierto, que solamente elcontacto físico deliberado llevado acabo por una de tales mujeres podíaejecutar tal hazaña, Abby temía,precisamente en ese día, poner a pruebalo que se contaba.

La anciana que tenía delante, vestidacon faldas superpuestas rematadas con

una teñida con alheña y cubierta con unenvolvente chal oscuro, contempló elpaso de los soldados y luego se inclinómás hacia ella.

—Harías mejor en traer un hueso,querida. Tengo entendido que haypersonas en la ciudad que venderían unhueso como el que necesitas… por elprecio adecuado. Los magos no aceptantocino. Ya tienen de sobra. —Lanzó unamirada más allá de Abby, a los demás, yvio que estaban ocupados en sus propiosasuntos—. Es mejor que vendas tuscosas y obtengas lo suficiente paracomprar un hueso. Los magos no quierenlo que una campesina pueda traerles. No

es fácil obtener favores de los magos.—Echó una ojeada furtiva a las espaldasde los soldados que alcanzaban ya elotro extremo del puente—. Ni siquierapara aquellos que cumplen sus órdenes,por lo que se ve.

—Sólo quiero hablar con ellos. Esoes todo.

—El tocino tampoco te conseguiráuna conversación con ellos, por lo quehe oído contar. —Miró la mano deAbby, que intentaba cubrir una formaredonda bajo la arpillera—. Tampocouna jarra que hayas hecho. ¿Es una jarraeso, querida? —Sus ojos castaños, quese abrían en un rostro curtido y arrugado

que recordaba a una máscara, se alzaroncon una repentina atención—. ¿Unajarra?

—Sí —respondió Abby—. Una jarraque hice.

La mujer le sonrió, escéptica, yvolvió a introducirse un mechón canosobajo el pañolón de lana que le cubría lacabeza. Sus dedos sarmentosos secerraron alrededor del fruncido en nidode abeja del antebrazo del vestidocarmesí de la muchacha. Le levantó elbrazo un poco para echar una mirada.

—A lo mejor tu brazalete podríaconseguirte un hueso aceptable.

Abby bajó los ojos hacia el

brazalete hecho con dos alambresentrelazados.

—Me lo dio mi madre. Sólo tienevalor para mí.

Una lenta sonrisa se extendió por loslabios agrietados de la mujer.

—Los espíritus creen que no existeun poder más fuerte que el anhelo de unamadre de proteger a sus hijos.

Abby retiró el brazo.—Los espíritus saben lo cierto que

es eso.Sintiéndose incómoda bajo el

escrutinio de la parlanchina mujer, Abbymiró hacia otro lado, buscando unrefugio seguro para su mirada. Le

producía mareo bajar la vista a laenorme sima bajo el puente, y estabaharta de contemplar el Alcázar delHechicero, así que fingió que algo habíaatraído su atención como una excusapara volverse en dirección al grupo depersonas, en su mayoría hombres, queaguardaban con ella en la cabecera delpuente. Se entretuvo mordisqueando elúltimo mendrugo de la hogaza que habíaadquirido abajo, en el mercado, antes desubir al Alcázar.

A Abby le incomodaba hablar condesconocidos. Jamás en toda su vidahabía visto a tantísimas personas, ymucho menos a personas que había visto

antes. Ella conocía a todo el mundo enel Vado del Coney. La ciudad leprovocaba aprensión, pero no tantacomo el Alcázar, que se elevabaimponente en la montaña por encima deésta. Todo lo que quería era irse a casa.Pero no habría casa para ella, al menosnada a lo que regresar, si no hacía loque debía hacer allí.

Todos los ojos se giraron endirección hacia el rastrillo alzado,atraída su atención por el estrépito deunos cascos. Caballos enormes, todosellos de color castaño oscuro o negro ymás grandes que cualquiera que Abbyhubiera visto nunca, salieron en mediode un gran estruendo dirigiéndose haciaellos. Hombres engalanados conbruñidos petos, cotas de malla y cuero, yla mayoría de ellos sosteniendo lanzas opértigas coronadas con largosestandartes que indicaban un alto cargoy rango, instaron a sus monturas aavanzar. Fueron adquiriendo velocidada medida que cruzaban el puente

levantando polvo, y pasaron ante elloscomo una exhalación en una avalanchadesenfrenada de color y destellosmetálicos. Eran lanceros sandarianos,por las descripciones que Abby habíaoído. Le costó imaginar al enemigo conel coraje necesario para enfrentarse ahombres de tal calibre.

Se le revolvió el estómago.Comprendió que no tenía necesidad deimaginar eso y ningún motivo paradepositar su esperanza en hombres comoaquellos lanceros. Su única esperanzaera el mago, y ésta iba desvaneciéndosejunto con el día. Nada podía hacer salvoaguardar.

Abby se volvió de nuevo hacia elAlcázar justo a tiempo de ver a unamujer escultural vestida con una sencillatúnica que salía. Su tez clara resaltabaaún más en contraste con su melena, lisay oscura, con la raya en medio, que lellegaba hasta los hombros. Algunos delos hombres habían estado cuchicheandosobre el espectáculo de los oficialessandarianos, pero al ver a esa mujertodo el mundo calló. Los cuatrosoldados de la cabecera del puente depiedra dejaron pasar a la recién llegadacuando ésta se aproximó a lossuplicantes.

—Es una hechicera… —musitó la

anciana a Abby.A Abby no le hacía falta la

indicación de la anciana para saber queera una hechicera. Abby conocía bien lasencilla túnica de lino, decorada en elcuello con cuentas amarillas y rojascosidas, formando los antiguos símbolosde la profesión. Algunos de susrecuerdos más tempranos eran de estaren brazos de su madre, tocando cuentascomo aquéllas.

La hechicera dedicó una inclinaciónde cabeza a los que aguardaban y luegoles brindó una sonrisa.

—Por favor, perdonadnos porteneros esperando aquí fuera todo el día.

No es por falta de respeto ni algo quehagamos habitualmente, pero teniendoentre manos una guerra talesprecauciones son, por desgracia,inevitables. Esperamos que nadie sehaya sentido ofendido por la tardanza.

La multitud farfulló que tal cosa nohabía sucedido, pero Abby dudó quehubiera alguien entre ellos con arrestossuficientes para afirmar lo contrario.

—¿Cómo va la guerra? —preguntóun hombre.

La mirada ecuánime de la hechicerase volvió hacia él.

—Con las bendiciones de los buenosespíritus, finalizará pronto.

—¡Ojalá los espíritus quieran que D’Hara sea aplastada! —exclamó elhombre.

Sin darle una respuesta, la hechiceraevaluó los rostros que la observaban,aguardando para ver si alguien másquería hablar o hacer una pregunta.Nadie lo hizo.

—Por favor, acompañadme, pues.La reunión del consejo ha finalizado, ydos de los magos os concederánaudiencia.

Justo cuando la hechicera empezabaa andar hacia el Alcázar, llegaron treshombres. Las ropas elegantes que lucíanhicieron que, en comparación, los

sencillos atuendos de los que estaban enel puente parecieran casi raídos.Mientras la procesión avanzabaarrastrando los pies, los tres hombresadelantaron a grandes zancadas a lossuplicantes y se colocaron a la cabezade la fila, justo delante de la anciana. Elde más edad de los tres, vestido conmagníficos ropajes de un morado oscurocon un acuchillado de color rojo en susmangas, tenía aspecto de ser un nobleacompañado de sus dos consejeros, o talvez guardaespaldas.

El semblante de la mujer seensombreció. Agarró una de las mangasde terciopelo del hombre de más edad.

—¿Quién os creéis que sois —leesperó—, colocándoos delante de mí,cuando yo llevo aquí todo el día?

El hombre contempló con enojo losdedos sarmentosos que le aferraban lamanga. Cuando sus ojos se alzaron haciala mujer, lo hicieron llenos de amenaza.

—No te importa, ¿verdad?A Abby no le sonó en absoluto a

pregunta.La anciana retiró la mano y

enmudeció.El hombre, con las puntas de la

canosa cabellera enroscadas sobre loshombros, echó un vistazo a Abby. Susentornados ojos brillaron desafiantes. La

muchacha tragó saliva y permaneció ensilencio. Tampoco tenía ningunaobjeción, al menos ninguna queestuviera dispuesta a expresar. Hastadonde sabía, aquel noble era lo bastanteimportante como para encargarse de quele negaran una audiencia, y no podíapermitirse correr ese riesgo ahora queestaba tan cerca.

Un cosquilleo procedente delbrazalete distrajo a la joven. A ciegas,deslizó los dedos por encima de lamuñeca de la mano que sujetaba el saco.El brazalete despedía cierto calorcillo.La última vez que lo había hecho fue eldía en que su madre murió. En presencia

de tantísima magia como había en unlugar como ése, no le sorprendió. Elpolvo se arremolinó alrededor de los,pies de los suplicantes a medida que laharapienta multitud seguía a lahechicera.

—Miserables, eso son —susurró lamujer—. Miserables como una noche deinvierno, e igual de inclementes.

—¿Esos hombres? —dijo Abby envoz baja.

—No. —La mujer ladeó la cabeza—. Las hechiceras. Los magos también.Todos aquellos que han nacido con eldon de la magia. Será mejor que tengasalgo importante en ese saco, o los magos

podrían convertirte en polvo por meradiversión.

Abby abrazó con fuerza el saco. Fueuna desgracia que su madre hubieramuerto antes de poder conocer a sunieta.

Reprimió las ganas de llorar y rezó alos queridos espíritus para que laanciana estuviera equivocada respecto alos magos, y que éstos fueran tancomprensivos como las hechiceras.Rezó fervientemente para que ése magola ayudara. También rezó pidiendoperdón, para que los buenos espíritus locomprendieran.

La muchacha puso todo su empeño

en mantener un semblante tranquilo apesar de que se le removían lasentrañas. Apretó un puño contra elestómago. Rezó pidiendo fuerzas.Incluso para eso, rezó pidiendo fuerzas.

La hechicera, los tres hombres, laanciana, Abby, y luego el resto de lossuplicantes, pasaron bajo los dientes delenorme rastrillo de hierro, y al interiordel Alcázar. A Abby le sorprendiódescubrir que tras la sólida muralla elaire era templado. Fuera había sido ungélido día otoñal, pero dentro el aire eraprimaveral y cálido.

La calzada que ascendía por lamontaña, el puente de piedra sobre la

sima y luego la abertura bajo el rastrilloparecían ser el único modo de entrar enel Alcázar, a menos que uno fuera unpájaro. Muros altísimos de piedraoscura con ventanas situadas muy arribarodeaban el patio de gravilla delinterior. Había varias puertas alrededorde dicho patio, y al frente, una calzadase internaba más profundamente en elAlcázar.

No obstante el aire cálido, el lugarle producía escalofríos a Abby. Noestaba segura de que la anciana notuviera razón respecto a los magos. Lavida en el Vado del Coney estaba muyalejada de las cuestiones relacionadas

con magos.Abby no había visto nunca a un

mago, ni conocía tampoco a nadie que lohubiera hecho, excepto su madre, y éstahablaba de ellos salvo para advertirque, tratándose de magos, una no podíaconfiar ni en lo que veía con sus propiosojos.

La hechicera les hizo ascendercuatro peldaños de granito desgastadosa lo largo de los siglos por innumerablespisadas, cruzar un dintel de granitonegro con motas rosa, y de ahí pasaronal interior del Alcázar propiamentedicho. Su guía alzó un brazo y lo movió.Unas lámparas colocadas a lo largo de

la pared se encendieron al instante conuna llamarada.

Había sido una magia sencilla —nouna exhibición muy impresionante deldon—, pero varias de las personas quehabía atrás empezaron a intercambiarcuchicheos de inquietud mientrasseguían adelante por el ampliovestíbulo. Abby pensó que si aquelconjuro insignificante los asustaba,entonces no deberían haber ido a visitara magos.

Cruzaron con paso lento el suelohundido de una imponente antesala queno se parecía a nada que Abby hubieseimaginado Columnas de mármol rojo

sostenían arcos bajo galerías, y en elcentro de la antesala una fuente lanzabaun surtidor de agua hacia las alturas, queal caer descendía por una sucesión decuencos festoneados cada vez másgrandes. Oficiales, hechiceras y muchasotras personas estaban sentados enbancos de mármol blanco o reunidos enpequeños grupos, todos ellosmanteniendo lo que parecían serconversaciones muy serias que el sonidodel agua tapaba.

En una habitación mucho máspequeña situada más allá, la hechicerales hizo una seña para que se sentaran enuna hilera de bancos de roble tallado,

colocados a lo largo de una pared. Abbyestaba agotada y fue un alivio para ellapoder sentarse por fin.

Una luz procedente de unas ventanassituadas por encima de los bancosiluminaba tres tapices colgados en laalta pared opuesta. Los tres juntoscubrían casi toda la pared y componíanuna escena de un cortejo espléndido quecruzaba una ciudad. Abby nunca habíavisto nada parecido, pero debido al caosque sembraban sus terrores, poco placerfue capaz de extraer de la contemplaciónde un retablo tan majestuoso.

En el centro del suelo de mármol, decolor crema, insertado en líneas de

metal doradas, había un círculo con uncuadrado en su interior, cuyas esquinastocaban el círculo. Dentro del cuadradodescansaba otro círculo que tocaba elcuadrado. El círculo del centro conteníauna estrella de ocho puntas, y de laspuntas de la estrella se proyectabanlíneas al exterior, que traspasabanambos círculos, cortando las esquinasdel cuadrado una de cada dos de esaslíneas.

El dibujo, una Gracia, lo trazaban amenudo aquellos que poseían el don. Elcírculo exterior representaba los iniciosde la inmensidad del mundo delosespíritus. El cuadrado representaba la

línea divisoria que separaba el mundode los espíritus —el inframundo, elmundo de los muertos— del círculointerior, que representaba los límites delmundo de la vida. En el centro de todoello estaba la estrella, que simbolizabala Luz: el Creador.

Era una representación del continuodel don: desde el Creador, a través de lavida, y en la muerte, cruzando la fronterahasta alcanzar la eternidad con losespíritus, en el reino del Custodio delInframundo. Pero también simbolizabauna esperanza. La esperanza depermanecer a la Luz del Creador desdeel momento de nacer, durante la vida, y

más allá, en el Inframundo.Se decía que sólo a los espíritus de

aquellos que llevaban a cabo grandesmaldades durante la vida les seríanegada la Luz del Creador. Abby sabíaque sería condenada a pasar la eternidadcon el Custodio de la oscuridad. Notenía elección.

Manteniendo una postura erguida, lahechicera enlazó las manos de un modocuidadoso y elegante, como si ese gestofuera una parte esencial de un elaboradohechizo.

—Un asistente vendrá a buscarospor turno. Un mago verá a cada uno devosotros. La guerra no da tregua; por

favor, expresad vuestra petición deforma breve. —Deslizó la mirada por lahilera de personas sentadas—. Por uncompromiso sincero con aquéllos a losque servimos los magos reciben a lossuplicantes pero, por favor, intentadcomprender que los deseos individualesa menudo son perjudiciales para el bienmayor. Al favorecer a uno, a muchos seles niega entonces la ayuda. Así pues, ladenegación de una solicitud no significanegar vuestra necesidad, sino laaceptación de una necesidad mayor. Enépocas de paz no es corriente que losmagos concedan los deseos interesadosde suplicantes. En una época como ésta,

una época de gran guerra, es algo casiinaudito. Por favor, comprended que notiene que ver con lo que pudiéramosdesear, sino que es una cuestión denecesidad.

Observó con atención la hilera desuplicantes, pero no vio que ningunoestuviera dispuesto a abandonar supropósito. Abby desde luego no lo haría.

—Muy bien, pues. Disponemos dedos magos que pueden recibir a lossuplicantes en este momento. Osconduciremos a cada uno ante uno deellos.

La hechicera dio media vuelta parairse. Alarmada al descubrir que su única

posibilidad se desvanecía de repente,Abby se puso en pie.

—Por favor, señora, ¿podría deciralgo?

La hechicera dirigió unaperturbadora mirada a Abby.

—Habla.Haciendo acopio de todo su valor y

recogiendo su saco de arpillera, Abbyse adelantó. Tuvo que tragar saliva antesde poder hablar.

—Debo ver al Primer Mago enpersona. Al Mago Zorander.

La hechicera arqueó una ceja.—El Primer Mago es un hombre muy

ocupado.

Temiendo perder su oportunidad,Abby metió una mano en el saco quellevaba y sacó la cinta del cuello de latúnica de su madre; luego fue acolocarse en el centro de la Gracia ybesó con reverencia las familiarescuentas rojas y amarillas de la cinta.

—Soy Abigail, nacida de Helsa. Porla Gracia y el alma de mi madre, debover al mago Zorander. Por favor. No esun viaje banal el que he realizado. Hayvidas en juego.

La hechicera vio como Abigaildevolvía al saco la cinta bordada concuentas.

—Abigail, nacida de Helsa —su

mirada se elevó para encontrarse con lade Abby—, llevaré tus palabras alPrimer Mago.

—Señora —Abby volvió la cabezay se encontró con que la anciana estabade pie—, a mí también me complaceríaver al Primer Mago.

Los tres hombres bien vestidos selevantaron. El de más edad, el que alparecer mandaba, dedicó a la hechicerauna mirada que rayaba en el desdén. Suslargos cabellos canosos cayeron alfrente sobre sus vestiduras de terciopelocuando bajó los ojos para echar unaojeada a la hilera de personas sentadas,dando la impresión de que las desafiabaa levantarse.

Cuando ninguna lo hizo, devolvió suatención a la hechicera.

—Yo veré primero al magoZorander.

La mujer evaluó a los que estaban de

pie y luego contempló la hilera desuplicantes del banco.

—El Primer Mago se ha ganado unnombre: Viento de la Muerte. Muchos denosotros lo tememos tanto como nuestrosenemigos. ¿A alguien más le gustaríaprovocar al destino?

Ninguno de los que estaban en elbanco tuvo valor para mirar a losferoces ojos de la hechicera. Delprimero al último negaron con la cabezaen silencio.

—Por favor, aguardad —indicóentonces la hechicera a los que estabansentados—. Alguien saldrá enseguidapara llevaros ante un mago. —Volvió a

mirar una vez más a las cinco personasque estaban de pie—. ¿Estáis todos muy,muy seguros de que queréis ver al magoZorander?

Abby asintió. La anciana asintió. Elnoble le lanzó una mirada iracunda.

—Muy bien, pues. Venid conmigo.El noble y sus dos hombres se

colocaron delante de Abby. La ancianapareció contentarse con ponerse a lacola. Los condujeron más al interior delAlcázar, a través de vestíbulos estrechosy corredores amplios, algunos oscuros yausteros, y otros de una grandiosidadpasmosa. Por todas partes habíasoldados de la Guardia Doméstica, con

los petos o las cotas de malla cubiertoscon túnicas rojas ribeteadas de negro.Todos iban armados con espadas ohachas de guerra, todos tenían cuchillosy muchos llevaban además picasrematadas con puntas de acero barbadasy con aletas.

En lo alto de una amplia escalera demármol blanco las barandillas de piedradescribían una espiral para dar a unahabitación revestida de cálidos panelesde roble. Varios de los panelessostenían lámparas con bruñidosreflectores de plata y, encima de unamesa de tres patas, descansaba unalámpara de cristal tallado con doble

tulipa, cuyas llamas aumentaban la luzprocedente de las lámparas reflectoras.Una alfombra gruesa de elaboradosmotivos azules cubría casi todo el suelode madera.

A cada lado de una puerta dobleestaba apostado un guardia doméstico.Ambos hombres eran igual decorpulentos, y parecían sersobradamente capaces de manejarcualquier problema que pudieraascender por la escalera.

La hechicera indicó con la cabeza ladocena de sillas de cuero, bienalmohadilladas, dispuestas en cuatrogrupos. Abby aguardó hasta que los

demás hubieron tomado asiento en dosde las agrupaciones de sillas y acontinuación se sentó ella sola en otra.Colocó el saco sobre el regazo y apoyólas manos sobre él.

La hechicera irguió la espalda.—Comunicaré al Primer Mago que

unos suplicantes desean verle.Un guardia le abrió una de las

puertas dobles. Mientras la mujerdesaparecía en la enorme habitación quehabía al otro lado, Abby consiguió echarun vistazo al interior. Pudo ver queestaba bien iluminada por claraboyas decristal, y que había otras puertas en lasparedes de piedra gris. Antes de que la

puerta se cerrara, también pudo ver avarias personas, hombres y mujeres, quecorrían de acá para allá.

Abby permaneció sentada dando laespalda a la anciana y a los treshombres, mientras con una manoacariciaba distraídamente el saco quetenía en su regazo. No temía en absolutoque los hombres fueran a dirigirle lapalabra, pero no quería hablar con lamujer. Era una distracción. Dedicó eltiempo a repasar mentalmente lo quepensaba decirle al mago Zorander.

Al menos intentó hacerlo, aunque lamayor parte del tiempo en todo lo quepodía pensar era en lo que la hechicera

había dicho, que al Primer Mago lellamaban el Viento de la Muerte, no sólolos d’haranianos, sino también su propiagente de la Tierra Central. Abby sabíaque no era ningún cuento para ahuyentara suplicantes y evitar que molestasen aun hombre ocupado. La misma Abbyhabía oído a la gente susurrar «Vientode la Muerte» al referirse a su granmago, y aquellas palabras eranpronunciadas con pavor.

Las tierras de D’Hara tenían un buenmotivo para temer a aquel hombre; elmago había acabado con innumerablesefectivos de su ejército, por lo que Abbyhabía oído. Por supuesto, si ellos no

hubiesen invadido la Tierra Central,empeñados en conquistarla, no habríansentido en su persona ese abrasadorviento de la muerte.

Si ellos no los hubiesen invadido,Abby no estaría sentada en el Alcázardel Hechicero; estaría en casa, y todoslos que amaba estarían a salvo.

Advirtió de nuevo el curiosocosquilleo del brazalete. Pasó los dedospor encima, comprobando el inusualcalor que despedía. Puesto que estabatan cerca de una persona de tanto poderno le sorprendió que el brazalete secalentara. Su madre le había dicho quelo llevara siempre, y que algún día le

resultaría de gran valor. Abby no sabíacómo, y su madre había muerto sinexplicárselo nunca.

Las hechiceras eran famosas por elmodo en que guardaban los secretos,ocultándolos incluso a sus propias hijas.Tal vez si Abby hubiera nacido con eldon…

Echó una mirada a hurtadillas a losdemás. La anciana estaba recostada ensu silla, con la vista fija en las puertas.Los asistentes del noble permanecíansentados con las manos enlazadasmientras pasaban revista a la habitacióncon indiferencia.

El noble hacía una cosa rarísima.

Tenía un mechón de pelo rubio rojizoenrollado en un dedo y pasaba el pulgarpor el mechón mientras contemplaba laspuertas con ferocidad.

Abby quería que el mago se dieraprisa y la recibiera, pero el tiempo seobstinaba en alargarse de modointerminable. En cierto modo, deseabaque él rehusara verla. No, se dijo, esoera inadmisible. Independientemente desu miedo, independientemente de surepugnancia, debía hacerlo. De repente,la puerta se abrió. La hechicera avanzócon paso decidido en dirección a Abby.

El noble se puso en pie de golpe.—Yo lo veré primero. —Su voz era

una fría amenaza—. No es una petición.—Es nuestro derecho verle primero

—dijo Abby sin pensárselo, y cuando lahechicera enlazó las manos, Abbydecidió que era mejor que siguieraexplicándose—. Llevo esperando desdeel amanecer. Esta mujer era la única queesperaba delante de mí. Estos hombresllegaron los últimos.

Abby dio un respingo cuando losdedos sarmentosos de la anciana leagarraron el antebrazo.

—¿Por qué no dejamos que estoshombres vayan primero, querida? Noimporta quién llegó primero, sino quiéntiene el asunto más importante.

Abby quiso gritar que su asunto eraimportante, pero comprendió que laanciana podría estar evitando quetuviera serios problemas para lograrllevar a buen puerto lo que la llevabaallí. De mala gana, indicó suconsentimiento a la hechicera con unmovimiento de cabeza. Mientras éstaconducía a los tres hombres al interiorde la otra habitación, Abby notó los ojosde la anciana clavados en su espalda.Abrazó el saco para contrarrestar laabrasadora ansiedad que sentía en elestómago y se dijo que no tendría queesperar mucho, y que entonces lo vería.

Mientras aguardaban, la anciana

permaneció en silencio, y Abby loagradeció. De vez en cuando, lanzabauna mirada a la puerta, implorando a losbuenos espíritus que la ayudaran. Perocomprendía que era en vano. Los buenosespíritus no estarían dispuestos aayudarla.

Un súbito rugido estridente surgió dela otra habitación. El espantoso sonido,parecido al del metal desgarrado,lastimó los oídos de la joven. Finalizócon un resonante estallido, acompañadode un fogonazo cegador que centelleó alexterior a través de los resquicios de laspuertas. Éstas se estremecieron en susgoznes. Las lámparas vibraron.

Un silencio repentino zumbó en losoídos de Abby, que se agarró a losbrazos del asiento.

Las dos puertas se abrieron. Los dosasistentes del noble salieron con pasodecidido, seguidos de la hechicera. Lostres se detuvieron en la sala de espera.

Abby inspiró hondo.Uno de los dos hombres sostenía la

cabeza del noble en un brazo. Suspálidas facciones estaban congeladas enun mudo alarido y gruesos hilillos desangre goteaban sobre la alfombra.

—Acompáñalos afuera —siseó lahechicera a uno de los dos guardias,rechinando los dientes.

El guardia bajó la pica en direccióna la escalera, ordenándoles queiniciaran la marcha, y luego siguió a losdos hombres. Gotas carmesí salpicaronel mármol blanco de los peldañosmientras descendían. Abby permaneciósentada, muy tiesa, y con los ojosdesorbitados por la impresión.

La hechicera volvió a girar sobresus talones en dirección a Abby y a laanciana.

Ésta se puso en pie.—Creo que prefiero no molestar al

Primer Mago hoy. Regresaré otro día, sies necesario.

Se encorvó aún más en dirección a

Abby.—Me llamo Mariska. —Frunció la

frente—. Que los buenos espírituspermitan que tengas éxito.

Fue hasta la escalera arrastrando lospies, posó una mano sobre la barandillade mármol e inició el descenso. Lahechicera chasqueó los dedos e hizo unaseña. El guardia que quedaba seapresuró a acompañar a la mujer, entanto que la hechicera se dirigía otra vezhacia Abby.

—El Primer Mago te verá ahora.

Abby respiró hondo, intentando

recuperar el aliento mientras se ponía enpie.

—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué hahecho eso el Primer Mago?

—El hombre venía en nombre deotro para hacer una pregunta al PrimerMago. El Primer Mago ha dado surespuesta.

Abby aferró el saco contra sí comosi le fuera la vida en ello a la vez quecontemplaba boquiabierta la sangre delsuelo.

—¿Podría ser ésa la respuesta a mipregunta?

—No sé cuál es la pregunta quequieres hacer. —Por vez primera, el

semblante de la hechicera se dulcificóun tanto—. ¿Te gustaría que teacompañara hasta la salida? Podrías vera otro mago o, tal vez, después de quehayas pensado con más detenimiento entu petición, regresar otro día, si todavíalo deseas.

Abby reprimió unas lágrimas dedesesperación.

No había elección. Negó con lacabeza.

—Debo verle.La hechicera exhaló un profundo

suspiro.—Muy bien. —Colocó una mano

bajo el brazo de Abby como para

sostenerla en pie—. El Primer Mago teverá ahora.

Abby abrazó el contenido de su sacomientras la conducían a la estancia en laque aguardaba el Primer Mago. Lasantorchas en apliques de hierro nollameaban todavía, pues la luz de latarde procedente de las cristaleras deltecho aún poseía intensidad suficientepara iluminar la habitación. Olía a brea,aceite de lámpara, carne asada, piedrahúmeda y sudor rancio.

En el interior, reinaban el desordeny la agitación. Había gente por todaspartes, y todo el mundo parecía estarhablando a la vez. Sólidas mesas

dispuestas por toda la habitación sinseguir una pauta discernible estabancubiertas de libros, pergaminos, mapas,tizas, quinqués, velas encendidas,comidas consumidas en parte, lacre,plumas de escribir y un revoltijo deobjetos curiosos, desde ovillos decordel hasta sacos de los que se habíaderramado arena. Había personas de piejunto a las mesas, que conversaban odiscutían, mientras otras golpeaban conel dedo pasajes de libros, estudiabanminuciosamente pergaminos odesplazaban pequeños pesos pintadospor encima de mapas. Otros de lospresentes enrollaban filetes de carne

asada extraídas de fuentes y lasmordisqueaban mientras observaban uofrecían opiniones entre bocados.

La hechicera, cogiendo aún a Abbypor el brazo, se inclinó hacia ellamientras avanzaban.

—Dispondrás de la atencióndividida del Primer Mago. Habrá otraspersonas hablándole al mismo tiempo.Que eso no te trastorne. Él te estaráescuchando a la vez que tambiénescucha o habla a otros. Limítate a hacercaso omiso de los que estén hablando ypide lo que has venido a pedir. Él teoirá.

Abby estaba atónita.

—¿Mientras habla con otraspersonas?

—Sí. —Abby notó que la mano leapretaba ligeramente el brazo—. Intentamantener la calma, y no emitir juiciosbasados en lo que ha sucedido antes deque entraras.

El asesinato. Era a eso a lo que lamujer se refería. A que un hombre habíaacudido a hablar con el Primer Mago, ylo habían matado por ello. ¿Simplementetenía que apartarlo de sus pensamientos?Al echar una ojeada al suelo, vio quecaminaba por un reguero de sangre. Novio el cuerpo decapitado por ningunaparte.

El brazalete le produjo talhormigueo que bajó los ojos hacia él. Lamano colocada bajo su brazo la detuvo.Cuando Abby alzó la vista, vio unconfuso puñado de personas ante ella.Unas llegaban corriendo en tanto queotras se alejaban a toda prisa. Algunasagitaban los brazos con gran convicción.Había tanta gente hablando que la jovenapenas podía comprender algo de lo quedecían. Al mismo tiempo, otras personasse inclinaban al frente, casi susurrando.Sintió como si se enfrentara a unacolmena humana.

Una figura de blanco captó deimproviso la atención de Abby. En

cuanto vio aquella larga melena yaquellos ojos de color violeta mirándoladirectamente, la joven se quedóparalizada. Un gritito escapó de sugarganta al mismo tiempo que caía derodillas y doblaba el cuerpo al frente,hasta que la espalda protestó. Tembló yse estremeció, temiendo lo peor.

Justo antes de caer de rodillas, habíavisto que el elegante vestido satinado decolor blanco tenía un escote cuadrado,igual que los vestidos negros. La largacabellera era inconfundible. Abby nohabía visto nunca a la mujer, pero sabíasin la menor duda quién era. La mujerera inconfundible. Únicamente una de

ellas iba vestida de blanco.Era la Madre Confesora en persona.Oyó bisbiseos por encima de ella,

pero temió escuchar, por si invocaban ala muerte.

—Levanta, hija mía —dijo una voznítida.

Abby reconoció la frase como larespuesta formal de la Madre Confesoraa uno de sus súbditos, y tardó unmomento en darse cuenta de que norepresentaba ninguna amenaza, sino queera un simple saludo. Clavó los ojos enuna mancha de sangre del suelo mientrasdeliberaba sobre qué hacer acontinuación. Su madre le había

enseñado cómo actuar en el caso deencontrarse con la Madre Confesora.Que ella supiera, nadie del Vado delConey había visto jamás a la MadreConfesora, y mucho menos la habíaconocido. Por otra parte, tampoconinguno de ellos había visto jamás a unmago.

Por encima de su cabeza, lahechicera dijo en un susurro:

—Levántate.Abby se levantó a toda velocidad,

pero mantuvo los ojos fijos en el suelo,aun cuando la mancha de sangre leprovocaba náuseas. Podía olerla, olíaigual que si acabaran de sacrificar a uno

de sus animales. Por el largo reguero,daba la impresión de que habíanarrastrado el cuerpo hasta una de laspuertas del fondo de la habitación.

La hechicera habló con calma enmedio del caos:

—Mago Zorander, ésta es Abigail,nacida de Helsa. Desea hablar contigo.Abigail, éste es el Primer MagoZeddicus Zu’l Zorander.

Abby se atrevió a alzar la vista concautela. Unos ojos color avellana ledevolvieron la mirada.

A cada lado ante ella había corrillosde gente: oficiales fornidos y de aspectoadusto, algunos de los cuales daban la

impresión de ser generales; variosancianos vestidos con túnicas, unassencillas y otras recargadas; varioshombres de mediana edad, con túnicas ode librea; tres mujeres: hechicerastodas; una diversidad de otros hombresy mujeres, y la Madre Confesora.

El hombre situado en el centro deaquella confusión, el hombre de los ojoscolor avellana, no era como Abbyesperaba. Había imaginado a un ancianode pelo canoso y aspecto huraño. Estehombre era joven; puede que tan jovencomo ella. Enjuto pero vigoroso, vestíala más sencilla de las túnicas, apenasmejor confeccionada que el saco de

arpillera de Abby: el distintivo de sualto cargo.

Abby no había esperado encontrarsela un hombre así en un cargo como el dePrimer Mago. Recordó lo que su madrele había contado: no confiar en lo que tedigan los ojos en lo referente a magos.

El hombre estaba rodeado depersonas que le hablaban, que discutíancon él, unos pocos incluso gritaban, peroél permanecía en silencio mientras lamiraba a los ojos. Su rostro resultababastante agradable, mostrando unsemblante benévolo, si bien el onduladocabello castaño parecía ingobernable,pero los ojos… Abby no había visto

nunca unos ojos como aquéllos.Parecían verlo todo, saberlo todo,comprenderlo todo, y al mismo tiempoestaban inyectados en sangre y tenían unaspecto cansado, como si el sueño lesfuera esquivo. También mostraban unligerísimo barniz de angustia. Aun así,aparecía calmado en el centro de latormenta. Desde el momento en que suatención estuvo puesta en ella, fue comosi no hubiera nadie más en la estancia.

El mechón de pelo que Abby habíavisto alrededor del dedo del nobleestaba ahora enrollado en el dedo delPrimer Mago. Éste se lo acercó a loslabios antes de bajar el brazo.

—Me han dicho que eres la hija deuna hechicera. —Su voz era como aguaplácida fluyendo entre el barullo querugía por todas partes—. ¿Posees eldon, pequeña?

—No, señor…Al tiempo que ella respondía, él se

volvió hacia otra persona que acababade hablar.

—Te lo dije, si lo haces, corremosel riesgo de perderles. Comunícale quequiero que vaya al sur.

El alto oficial a quien hablaba elmago alzó las manos en un gesto defrustración.

—Pero dijo que tienen información

fidedigna de las patrullas dereconocimiento que indica que los d’haranianos se dirigieron al este.

—Ésa no es la cuestión —replicó elmago—. Quiero ese paso del sursellado. Ahí es adonde fue su ejércitoprincipal. Tienen a personas con el donentre ellos. Es a ellos a los que debemosmatar.

El alto oficial saludaba ya,llevándose un puño al corazón mientrasel mago se volvía hacia una hechiceraanciana.

—Sí, así es, tres invocaciones antesde intentar la transposición. Encontré lareferencia anoche.

La anciana hechicera se marchó yfue reemplazada por un hombre queparloteaba en una lengua extranjeramientras abría un rollo de pergamino ylo sostenía en alto para que el mago loviera. Éste le echó una ojeada,leyéndolo un momento antes de despediral hombre con un ademán, a la vez quedaba órdenes en el mismo idiomaextranjero.

El mago miró a Abby.—¿Eres un salto?Abby sintió que el rostro le ardía y

que las orejas se le enrojecían.—Sí, mago Zorander.—No es nada de lo que

avergonzarse, pequeña —repuso élmientras la Madre Confesora lesusurraba algo al oído.

Pero sí que era algo de lo queavergonzarse. El don de su madre nohabía pasado a ella… la había pasadopor alto.

Los habitantes del Vado del Coneyhabían dependido de la madre de Abby.Ayudaba a los que estaban enfermos oheridos. Aconsejaba a la gente sobrecuestiones de la comunidad y sobre lasfamiliares. Concertaba matrimonios paraalgunos. A otros les administrabacastigos. En algunos casos otorgabafavores que sólo podían obtenerse

mediante la magia. Era una hechicera:protegía a los habitantes del Vado delConey.

Era venerada abiertamente, y eratemida y aborrecida en privado porparte de algunos.

Era venerada por el bien que hacía ala gente del Vado del Coney. Algunos lahabían temido y detestado porque poseíael don: porque manejaba magia. Otrosno querían otra cosa que vivir su vidasin nada de magia a su alrededor.

Abby no poseía magia y no podíaayudar con las enfermedades, lasheridas o los temores sin forma.Deseaba profundamente poder hacerlo,

pero no podía. Cuando Abby habíapreguntado a su madre por quésoportaba todo aquel resentimientodesagradecido, su madre le dijo que enla ayuda estaba la propia recompensa yque no se debía esperar gratitud porella. Y que si uno iba por la vidaesperando gratitud por la ayuda queproporcionaba, uno podría acabarllevando una vida muy triste.

Cuando su madre estaba viva, a lamuchacha la habían rehuido de modossutiles. Una vez muerta su madre, elrechazo se tornó más manifiesto. Lasgentes del pueblo habían esperado queles serviría como lo había hecho su

madre. No comprendían lo que era eldon, ni que a menudo no se transmitía aun vástago. Y pensaron que Abby erauna egoísta.

El mago estaba explicando algo auna hechicera sobre un hechizo. Cuandoterminó, su mirada pasó rauda pordelante de Abby de camino a alguna otrapersona. La joven necesitaba su ayuda.Ya.

—¿Qué querías pedirme, Abigail?Los dedos de Abby se cerraron con

más fuerza sobre el saco.—Es sobre mi hogar en el Vado del

Coney. —Hizo una pausa mientras elmago señalaba en un libro que sostenían

ante él, pero éste le indicó con unmovimiento de la mano que prosiguiera,a la vez que un hombre explicaba unacomplejidad relacionada con un hechizodoble—. La situación es espantosa allí—dijo Abby—. Las tropas d’haranianaspenetraron en el Vado…

El Primer Mago volvió la miradahacia un hombre de más edad con unalarga barba blanca. Por la sencillatúnica que llevaba, Abby adivinó quetambién era un mago.

—Te lo digo en serio, Thomas,puede hacerse —insistió el magoZorander—. No digo que esté deacuerdo con el consejo, me limito a

contarte lo que encontré y su decisiónunánime de que se haga. No afirmocomprender los detalles de cómofunciona, pero lo he estudiado. Puedehacerse. Tal y como conté al consejo,puedo activarlo. Todavía tengo quedecidir si estoy de acuerdo con ellos encuanto a hacerlo.

El hombre, Thomas, se pasó unamano por la cara.

—¿Quieres decir que lo que oí escierto, entonces? ¿Qué realmentepiensas que es posible? ¿Has perdido eljuicio, Zorander?

—Lo encontré en un libro en elenclave privado del Primer Mago. Un

libro de antes de la guerra con el ViejoMundo. Lo he visto con mis propiosojos. He lanzado toda una serie de redesde verificación para comprobarlo. —Dirigió la atención a Abby—. Sí, ésasería la legión de Anargo. El Vado delConey está en la Cuenca del Pendisan.

—Así es —repuso Abby—. Yentonces ese ejército d’haraniano entróallí arrasándolo todo y…

—La Cuenca del Pendisan rehusóunirse al resto de la Tierra Central bajoun mando central para resistir a lainvasión de D’Hara. Al querer mantenersu soberanía, eligieron combatir alenemigo a su modo. Tienen que vivir

con las consecuencias de sus acciones.El anciano que había hablado antes

con él se mesaba la barba.—Con todo, ¿sabes si es real? ¿Si

está todo ello demostrado? Me refiero aque ese libro debería tener unaantigüedad de miles de años… Podríahaber sido una conjetura… Las redes deverificación no siempre confirman laestructura completa de una cosa así.

—Sé eso tan bien como tú, Thomas,pero te lo digo en serio, es real —replicó el mago Zorander, y su vozdescendió hasta ser un susurro—. Quelos espíritus nos protejan, es genuino.

A Abby el corazón le latía con

violencia. Quería contarle su historia,pero no parecía ser capaz de meter baza.Él tenía que ayudarla. Era el únicomodo.

Un oficial del ejército entrócorriendo desde una de las puertas delfondo y se abrió paso entre el corrillode gente que rodeaba al Primer Mago.

—¡Mago Zorander! ¡Me acaban deinformar! ¡Cuando soltamos sobre elloslas trompas que enviasteis, funcionaron!¡Las fuerzas de Urdland pusieron pies enpolvorosa!

Varias voces callaron. Otras no.—Como mínimo una antigüedad de

tres mil años —dijo el Primer Mago al

hombre de la barba. Posó una manosobre el hombro del oficial reciénllegado y se inclinó hacia él—. Di algeneral Brainard que mantenga laposición en el río Kern. Que no quemelos puentes, sino que los defienda. Dileque divida a sus hombres. Que deje a lamitad para impedir que las fuerzas deUrdland cambien de idea. Con un pocode suerte no conseguirán reemplazar a sumago de campaña. Que Brainard lleve alresto de sus hombres al norte paraayudar a cortar la vía de escape deAnargo. Ahí radica nuestrapreocupación, pero puede que aúnnecesitemos los puentes para ir tras

Urdland.Uno de los otros oficiales, un

hombre de más edad que daba laimpresión de que podría ser un general,enrojeció violentamente.

—¿Detenerse en el río? ¿Ahora quelas trompas han cumplido con su tarea ylos tenemos huyendo? Pero ¿por qué?¡Podemos abatirles antes de que tenganla oportunidad de reagruparse y unirse aotras fuerzas para revolverse contranosotros!

Los ojos color avellana giraronhacia el hombre.

—¿Y sabes tú qué nos aguarda alotro lado de la frontera? ¿Cuántos

hombres morirán si Panis Rahl tienealgo esperándonos que no podamosrechazar? ¿Cuántas vidas inocentes nosha costado ya? ¿Cuántos de nuestroshombres morirán para que podamosderramar la sangre del enemigo en supropio país… un país que no conocemoscomo lo conocen ellos?

—¿Y cuántos de los nuestrosmorirán si no eliminamos su capacidadpara volver a atacarnos otro día?Debemos perseguirles. Panis Rahl jamásdescansará. Se pondrá a trabajar parainvocar alguna otra cosa que nos hagapicadillo mientras dormimos. ¡Debemosdarles caza y matar hasta el último

hombre!—Estoy trabajando en eso —repuso

el Primer Mago enigmáticamente.El anciano se mesó la barba e hizo

una mueca sarcástica.—Sí, cree que puede soltar al mismo

Inframundo sobre ellos.Varios oficiales, dos de las

hechiceras y un par de hombres contúnicas se detuvieron para quedárselomirando con manifiesta incredulidad.

La hechicera que había conducido aAbby a la audiencia se inclinó haciaella.

—Querías hablar con el PrimerMago. Habla. Si has perdido el valor,

entonces te acompañará afuera.Abby se humedeció los labios. No

sabía cómo podía hablar en medio deuna conversación tan tortuosa, perosabía que debía hacerlo, así que selimitó a volver a tomar la palabra.

—Señor, no sé nada de lo que mitierra natal, la Cuenca del Pendisan, hahecho. Apenas sé nada del rey. No sénada sobre el consejo, —la guerra, ni denada de ello. Procedo de un lugarpequeño, y sólo sé que las gentes de allítienen serios problemas. Nuestrosdefensores fueron aplastados por elenemigo. Hay un ejército de hombres dela Tierra Central que van hacia los

d’haranianos.Se sentía como una estúpida

hablando a un hombre que manteníamedia docena de conversaciones a lavez. Principalmente, sin embargo, sentíaira y frustración. Aquellas personas ibana morir si no podía convencerle de quela ayudara.

—¿Cuántos d’haranianos son? —preguntó el mago.

Abby abrió la boca, pero un oficialhabló en su lugar:

—No sabemos cuántos quedan en lalegión de Anargo. Puede que esténheridos, pero son un toro heridoenfurecido. Ahora tienen a su país a la

vista. Lo único que pueden hacer es darla vuelta y atacarnos, o huir de nosotros.Tenemos a Sanderson descendiendodesde el norte y a Mardale cortándolesel paso desde el sudoeste. Anargocometió un error al entrar en el Vado.Ahí tiene que combatirnos o huir endirección a casa. Tenemos queliquidarles. Ésta puede ser nuestra únicaoportunidad.

El Primer Mago se pasó el índice yel pulgar por la tersa barbilla.

—Con todo, no estamos seguros desu número. Los exploradores eranfiables, pero jamás regresaron. Sólopodemos suponer que están muertos. ¿Y

por qué haría Anargo algo así?—Bueno —respondió el oficial—,

es la vía de escape más corta pararegresar a D’Hara.

El Primer Mago volvió la cabezahacia una hechicera para responder auna pregunta que ésta acababa definalizar.

—No veo cómo podemospermitírnoslo. Diles que dije que no. Nolanzaré esa clase de telaraña mágicapara ellos y no les proporcionaré losmedios para hacerlo si sólo me ofrecenun «tal vez».

La hechicera asintió antes de partir atoda prisa.

Abby sabía que una telaraña mágicaera el hechizo que lanzaba unahechicera. Al parecer un hechizolanzado por un mago recibía el mismonombre.

—Bueno, si algo así es posible —decía en aquellos momentos el hombrede la barba—, en ese caso me gustaríaver tu exégesis del texto. Un libro detres mil años de antigüedad es un granriesgo. Ignoramos por completo cómopodían hacer los magos de aquellaépoca la mayor parte de lo que hacían.

Por vez primera, el Primer Magolanzó una mirada iracunda al hombre.

—Thomas, ¿quieres ver exactamente

de qué estoy hablando? ¿Laconfiguración del hechizo?

Algunos de los presentes habíancallado ante el tono de su voz. El PrimerMago extendió los brazos a los lados,instando a todos a retroceder y dejarlepaso. La Madre Confesora permaneciópegada a su hombro izquierdo. Lahechicera que Abby tenía al lado tiró dela joven, haciéndole dar un paso atrás.

El Primer Mago hizo una seña, y unhombre agarró un saco que había sobreuna mesa y se lo entregó. Abby advirtióque parte de la arena que había sobre lasmesas no había sido simplementederramada, sino que la habían utilizado

para dibujar símbolos. Su madre habíatrazado hechizos con arena alguna queotra vez, pero la mayoría de las vecesusaba otras cosas, desde hueso trituradohasta hierbas secas. La madre de Abbyhabía usado arena para practicar; loshechizos, los hechizos auténticos, teníanque dibujarse en el orden adecuado y sinerrores.

El Primer Mago se acuclilló y tomóun puñado de arena del saco, luegodibujó sobre el suelo, dejando que laarena cayera poco a poco por un lado desu puño.

La mano del mago Zorander semovió con experta precisión. Su brazo

giró veloz, dibujando un círculo.Regresó a buscar un puñado de arena ytrazó un círculo interior. Parecía comosi dibujara una Gracia.

La madre de Abby siempre habíadibujado el cuadrado en segundo lugar;todo en orden hacia adentro y luego losrayos de vuelta afuera. El magoZorander dibujó la estrella de ochopuntas dentro del círculo más pequeño,luego dibujó las líneas extendiéndosehacia el exterior, a través de amboscírculos, pero se dejó una.

Todavía tenía que trazar el cuadradoque representaba el límite entre mundos.Puesto que él era el Primer Mago, Abby

conjeturó que no era incorrecto por suparte hacerlo en un orden distinto delque utilizaba una hechicera de un lugarpequeño como el Vado del Coney. Perovarios de los magos, y las dos hechicerasituadas tras él, estaban intercambiandomiradas solemnes.

El mago Zorander trazó las líneas dearena correspondientes a dos lados delcuadrado. Sacó con la mano más arenadel saco y empezó a hacer los dosúltimos lados.

En lugar de una línea recta, el magodibujó un arco que se introducía en elborde del círculo interior: el querepresentaba el mundo de la vida. El

arco, en lugar de finalizar en el círculoexterior, lo cruzaba. Dibujó entonces elúltimo lado, asimismo en forma de arco,de modo que también cruzaba el círculointerior. Llevó la línea a reunirse con laotra en el lugar donde faltaba el rayoprocedente de la Luz. A diferencia delos otros tres puntos del cuadrado, esteúltimo punto finalizaba fuera del círculode mayor tamaño: lo hacía dentro delmundo de los muertos.

Los presentes lanzaron un gritoahogado. La estancia quedó en silenciodurante un momento antes de quecuchicheos preocupados se extendieranpor entre aquellos que poseían el don.

El mago Zorander se puso en pie.—¿Satisfecho, Thomas?El rostro del aludido se había

tornado tan blanco como su barba.—¡Que el Creador nos ampare! —

Dirigió los ojos al mago Zorander—. Elconsejo no comprende realmente esto.Sería una locura desencadenarlo.

El mago Zorander hizo caso omisode él y se volvió en dirección a Abby.

—¿Cuántos d’haranianos viste?—Hace tres años, vinieron los

enjambres de langostas. Las colinas delVado quedaron marrones de tantas comohabía. Creo que vi un número mayor de d’haranianos que el que vi de langostas.

El mago Zorander gruñó sudescontento y bajó la mirada hacia laGracia que había dibujado.

—Panis Rahl no se dará porvencido. ¿Cuánto tiempo pasará,Thomas, antes de que encuentre algonuevo que conjurar y vuelva a enviarnosa Anargo? —Paseó la mirada por laspersonas que lo rodeaban—. ¿Cuántosaños hemos pensado que seríamosaniquilados por la horda invasoraprocedente de D’Hara? ¿Cuánta denuestra gente ha sido asesinada por lamagia de Rahl? ¿Cuántos miles hanmuerto por las fiebres que envió?¿Cuántos miles se han cubierto de

ampollas y desangrado hasta morir alser tocados por los seres sombra que élconjuró? ¿Cuántas aldeas, pueblos yciudades ha borrado del mapa?

Cuando nadie habló, siguiódiciendo:

—Hemos necesitado años pararegresar del borde del abismo. La guerraha dado por fin un giro en nuestro favor:el enemigo huye. Ahora tenemos tresopciones. La primera opción es dejarlehuir a casa y esperar que regrese paravolver a infligirnos su brutalidad, perocreo que será sólo cuestión de tiempoque vuelva a intentarlo. Eso deja dosopciones realistas. O bien podemos

perseguirle hasta su guarida y matarle deuna vez por todas a expensas de lasvidas de miles de nuestros hombres… oyo puedo poner fin a esto.

Los que poseían el don de entre todaaquella gente echaron miradas inquietasa la Gracia dibujada en el suelo.

—Todavía tenemos otra magia —declaró otro mago—. Podemos usarlapara obtener el mismo efecto sindesencadenar un cataclismo así.

—El mago Zorander tiene razón —repuso otro—, y lo mismo sucede con elconsejo. El enemigo se ha ganado sudestino. Debemos lanzarlo sobre ellos.

La habitación volvió a llenarse de

discusiones.Mientras eso sucedía, el mago

Zorander miró a Abby a los ojos. Erauna clara orden de que finalizara susúplica.

—A mi gente… a la gente del Vadodel Coney… la han cogido los d’haranianos. Tienen a otros, también,que han capturado… Tienen a unahechicera que retiene a los cautivos conun hechizo. Por favor, mago Zorander,debéis ayudarme.

»Cuando me ocultaba, oí a lahechicera hablando con sus oficiales.Los d’haranianos planean utilizar a loscautivos para frenar la magia letal que

enviáis contra ellos, o las lanzas yflechas que el ejército de la TierraCentral envíe contra ellos. Si decidendar la vuelta y atacar, planean conducira los cautivos por delante de ellos. Lollamaron “embotar las armas delenemigo con sus propias mujeres ehijos”.

Nadie la miró. Todos volvían a estarocupados en conversaciones ydiscusiones en masa. Era como si lasvidas de aquellas personas fueranindignas de su consideración.

Las lágrimas afloraron a los ojos deAbby.

—En cualquier caso todos esos

inocentes morirán. Por favor, magoZorander, debemos tener vuestra ayuda.De lo contrario, todos morirán.

Él le dirigió una breve mirada.—No hay nada que podamos hacer

por ellos.Abby jadeó, intentando contener las

lágrimas.—A mi padre lo capturaron, junto

con otros parientes míos. Mi esposo estáentre los cautivos. Mi hija está entreellos. Aún no ha cumplido los cincoaños. Si enviáis vuestra magia, morirán.Si atacáis, morirán. Debéis rescatarlos odetener el ataque.

Él se mostró genuinamente

entristecido.—Lo siento. No puedo ayudarles.

Que los buenos espíritus velen por ellosy lleven sus almas a la Luz. —Empezó adarse la vuelta.

—¡No! —chilló Abby.Algunos de los presentes callaron.

Otros se limitaron a echarle una ojeadamientras seguían con lo suyo.

—¡Mi niña! ¡No podéis! —Introdujouna mano en el saco—. Tengo unhueso…

—¿No lo tiene todo el mundo? —replicó él, interrumpiéndola—. Nopuedo ayudarte.

—Pero debéis hacerlo.

—Tendríamos que abandonarnuestra causa. Debemos acabar con elejército de D’Hara… de un modo u otro.Aunque esas personas son inocentes,están en medio. No puedo permitir quel o s d’haranianos tengan éxito con unaestratagema como ésa o ello fomentaríasu uso, y entonces más inocentesmorirían. Hay que demostrarle alenemigo que no nos disuadirá de seguircon nuestra línea de actuación.

—¡NO! —gimió Abby—. ¡No esmás que una niña! ¡Estáis condenando ami pequeña a morir! ¡Hay otros niños!¿Qué clase de monstruo sois?

Nadie salvo el mago la escuchaba

mientras todos seguían con susconversaciones.

La voz del Primer Mago atravesó elbarullo y cayó en sus oídos con lamisma claridad que un toque de difuntos.

—Soy un hombre que debe efectuarelecciones como ésta. Debo negarte tupetición.

Abby chilló embargada por laterrible angustia del fracaso. Ni siquierase le permitía mostrarle su hueso…

—¡Pero es una deuda! ¡Una deudasolemne!

—Y no puede pagarse ahora.Abby se puso a chillar

histéricamente, y la hechicera empezó a

arrastrarla afuera. La joven se desasióde la mujer y salió corriendo de lahabitación. Descendió los peldaños depiedra tambaleándose, incapaz de ver através de las lágrimas.

Al pie de la escalera se dobló sobreel suelo sollozando desvalidamente. Élno la ayudaría. No ayudaría a unacriatura indefensa. Su hija iba a morir.

Abby, convulsionada por los sollozos,sintió una mano sobre el hombro. Unosbrazos bondadosos la atrajeron hacia síy unos dedos llenos de ternura leapartaron hacia atrás los cabellos

mientras lloraba en el regazo de unamujer. La mano de otra persona le tocóla espalda y sintió el cálido consuelo dela magia filtrándose en su interior.

—Está matando a mi hija… —lloró—. Lo odio.

—Tranquila, Abigail —dijo la vozsobre su cabeza—. Es normal llorar porun dolor como ése.

Abby se secó los ojos, pero nopodía detener las lágrimas. La hechiceraestaba allí, junto a ella, al pie de losescalones.

Abby alzó los ojos hacia la mujer encuyos brazos consoladores descansaba.Era la mismísima Madre Confesora.

Pero cualquier sensación de asombrofue anulada por un océano dedesesperanza, y toda cautela resultóabsurda de repente. La mujer podíahacerle lo que quisiera, a Abby tanto ledaba. ¿Qué importaba, qué importabanada, ahora?

—Es un monstruo —sollozó—. Elnombre le hace justicia. Es el aciagoViento de la Muerte. Esta vez es a mipequeña a la que mata, no al enemigo.

—Comprendo por qué te sientes así,Abigail —dijo la Madre Confesora—,pero no es cierto.

—¿Cómo podéis decir eso? ¡Mi hijatodavía no ha tenido una oportunidad de

vivir, y él la matará! Mi esposo morirá.Mi padre, también, pero ellos han tenidouna oportunidad de vivir una vida. ¡Mipequeña no!

Volvió a gemir histéricamente, y laMadre Confesora de nuevo la rodeó consus brazos para consolarla. Consuelo noera lo que Abby quería.

—¿Sólo tienes una criatura? —preguntó la hechicera.

Abby asintió a la vez que tomabaaire.

—Tuve otra, un niño, pero murió alnacer. La comadrona dijo que no tendrémás. Mi pequeña Jana es todo lo quetendré. —La idea le produjo un dolor

desgarrador—. Y él la matará. Igual quemató al hombre que entró antes que yo.El mago Zorander es un monstruo.¡Ojalá los buenos espíritus lo fulminen!

Con una expresión conmovida, lahechicera le apartó los cabellos de lafrente.

—No lo comprendes. Sólo ves unaparte de ello. No hablas en serio.

Pero ella sí lo hacía.—Si tuvieras…—Delora lo comprende —dijo la

Madre Confesora, indicando con unademán a la hechicera—. Tenía una hijade diez años, y también un hijo.

Abby alzó la vista para mirar con

atención a la hechicera. Ésta le dedicóuna sonrisa comprensiva y asintió con lacabeza para confirmar la veracidad delo dicho.

—También yo tengo una hija —siguió diciendo la Madre Confesora—.Tiene doce años. Tanto Delora como yocomprendemos tu dolor. También locomprende el Primer Mago.

Abby apretó aún más los puños.—No podría. Apenas es más que un

muchacho, y quiere matar a mi pequeña.Es el Viento dela Muerte y eso es todolo que le importa… ¡matar gente!

La Madre Confesora dio unaspalmaditas sobre el peldaño de piedra

junto a ella.—Abigail, siéntate aquí a mi lado.

Deja que te hable del hombre de ahídentro.

Llorando todavía, Abby seincorporó penosamente y se dejó caersobre el escalón. La Madre Confesoratendría unos doce o catorce años másque ella, y un rostro agradable. La largay abundante cabellera le llegaba hasta lacintura, y su sonrisa era afectuosa. AAbby jamás se le había pasado por lacabeza pensar en una Confesora comouna mujer, pero eso era lo que veía enestos momentos. No temía a esa mujercomo la había temido antes. Nada de lo

que hiciera podría ser peor que lo queya se había hecho.

—Cuidé de Zeddicus en algunasocasiones cuando él no era más que unpequeño que apenas caminaba y yotodavía me hallaba en los inicios de lapubertad. —La Madre Confesora miróal vacío con una sonrisa nostálgica—.Le di azotes en el trasero cuando seportaba mal, y más tarde le retorcí laoreja en más de una ocasión paraobligarle a permanecer sentado duranteuna clase. Era un diablillo, impulsadono por la malicia sino por la curiosidad.Al crecer se convirtió en un hombrebrillante.

»Durante mucho tiempo, al inicio dela guerra con D’Hara, el mago Zoranderno quiso ayudarnos.

No quería combatir, lastimar a gente.Pero al final, cuando Panis Rahl, elcaudillo de D’Hara, empezó a utilizarmagia para masacrar a nuestra gente,Zedd supo que la única esperanza desalvar más vidas a la larga radicaba enpelear.

»Zeddicus Zu’l Zorander puedeparecerte joven, como nos lo pareció amuchos de nosotros, pero es un magoespecial, nacido de un mago y unahechicera.

Zedd era un prodigio. Incluso esosotros magos de ahí dentro, algunos deellos sus maestros, no siemprecomprenden cómo es capaz dedesentrañar algunos de los enigmas delos libros o cómo usa su don paraejercer tanto poder, pero sícomprendemos que tiene un corazón.Utiliza su corazón, así como su cabeza.Fue nombrado Primer Mago por todasestas cosas y más.

—Sí —repuso Abby—, desempeñacon mucho talento lo de ser el Viento dela Muerte…

La Madre Confesora mostró una levesonrisa y se dio un golpecito en elpecho.

—Entre nosotros, aquellos denosotros que realmente lo conocemos lellamamos el Embaucador. ElEmbaucador es el nombre que se haganado de verdad. Le dimos el nombrede Viento de la Muerte para que looyeran otros, de modo que infundieraterror en los corazones del enemigo.Algunas personas de nuestro bando setoman a pecho ese nombre. Tal vez,

puesto que tu madre poseía el don,puedes comprender que las personas enocasiones temen de un modo irracional aaquellos que poseen magia.

—Y en ocasiones —argumentóAbby—, aquellos que poseen magiarealmente son monstruos a quienes nadaimporta la vida que destruyen.

La Madre Confesora evaluó los ojosde la joven un momento, y luego alzó undedo admonitorio.

—De modo confidencial, voy ahablarte de Zeddicus Zu’l Zorander. Sirepites alguna vez esta historia, jamás teperdonaré que hayas traicionado miconfianza.

—No lo haré, pero no veo…—Limítate a escuchar.Una vez que pareció sentirse segura

de que Abby permanecería en silencio,la Madre Confesora empezó a contar:

—Zedd se casó con Erilyn. Era unamujer maravillosa. Todos la queríamosmuchísimo, pero no tanto como la queríaél. Tuvieron una hija.

A Abby le pudo la curiosidad.—¿Cuántos años tiene?—Más o menos la edad de tu hija —

respondió Delora.Abby tragó saliva ante la mesurada

ironía de las palabras de la hechicera.—Entiendo.

—Cuando Zedd se convirtió enPrimer Mago, las cosas estaban fatal. —El desconsuelo vagó por los ojos colorvioleta de la Madre Confesora—. PanisRahl había conjurado a los seressombra.

—¿Seres sombra…? Vengo delVado del Coney, jamás oí hablar de talcosa.

—Bueno, la guerra ya había sidobastante mala, pero entonces Panis Rahlenseñó a sus magos a conjurar seressombra. —La Madre Confesora suspiróante la angustia que le producía volver acontar la historia—. Los llaman asíporque son como sombras en el aire. No

poseen una forma o figura precisa. Noestán vivos, son producto de la magia.Las armas tienen tan poco efecto sobreellos como lo tendrían sobre el humo.

»No puedes esconderte de los seressombra. Flotan hacia ti a través decampos o cruzando bosques. Teencuentran.

»Cuando tocan a alguien, todo elcuerpo de la persona se llena deampollas y se hincha hasta que la carnese parte. Mueren entre alaridos de dolor.Ni siquiera el don puede curar a alguientocado por un ser sombra.

»A medida que el enemigo atacaba,sus magos enviaban a los seres sombra

por delante. En un principio batallonesenteros de nuestros valientes y jóvenessoldados aparecieron muertos hasta elúltimo hombre. No veíamos la menoresperanza. Fue nuestro peor momento.

—¿Y el mago Zorander consiguiódetenerles? —preguntó Abby.

La Madre Confesora asintió.—Estudió el problema y luego

conjuró trompas de combate. Su magiabarrió a los seres sombra igual que elhumo es arrastrado por el viento. Lamagia procedente delas trompas tambiénresiguió el hechizo hasta su origen, parabuscar a quien lo había lanzado, ymatarlo. No obstante, las trompas no son

infalibles, y Zedd debe alterar su magiaconstantemente para adaptarla al modoen que el enemigo cambia sus conjuros.

»Panis Rahl invocó otra magia,también: fiebres y enfermedades,dolencias que te consumían, nieblas queprovocaban ceguera; toda clase dehorrores. Zedd trabajó día y noche, yconsiguió combatirlos a todos. Mientrasse frenaba la magia de Panis Rahl,nuestras tropas volvieron a poder pelearen igualdad de condiciones. Debido almago Zorander, el curso de la guerracambió.

—Bueno, hasta ahí eso es bueno,pero…

La Madre Confesora volvió a alzarel dedo, ordenándole silencio. Abbymantuvo la boca cerrada mientras lamujer bajaba la mano y proseguía.

—A Panis Rahl le enfureció lo queZedd había hecho. Intentó matarle yfracasó, de modo que en su lugar envióuna escuadra a matar a Erilyn.

—¿Una escuadra? ¿Qué es unaescuadra?

—Una escuadra —contestó lahechicera— es una unidad de cuatroasesinos especiales enviados con laprotección de un hechizo facilitado porquien los envió: Panis Rahl. Su misiónno es tan sólo matar a la víctima, sino

hacerlo de un modo inconcebiblementedoloroso y brutal.

Abby tragó saliva.—¿Y… asesinaron a su esposa?La Madre Confesora se inclinó más

cerca.—Peor aún. La dejaron con las

piernas y los brazos hechos pedazos, demodo que la encontraran todavía convida.

—¿Viva? —susurró Abby—. ¿Porqué tendrían que dejarla con vida, si sumisión era matarla?

—Para que así Zedd la encontraradestrozada y sangrando, y padeciendo deun modo inconcebible. Sólo pudo

susurrar el nombre de su esposo. —LaMadre Confesora se inclinó aún máshacia ella, y Abby sintió el aliento delas palabras que le susurraba sobre elpropio rostro—. Cuando él utilizó sudon para intentar curarla, éste activó elhechizo gusano.

Abby tuvo que obligarse apestañear.

—¿Hechizo gusano…?—Ningún mago habría sido capaz de

detectarlo. —La Madre Confesoraengarfió los dedos y llevó las manoshacia el estómago de Abby, como si lorasgara—. El hechizo le desgarró lasentrañas. Debido a que él la había

tocado con su magia en un gesto deamor, ella murió chillando mientras élpermanecía arrodillado, impotente, juntoa ella.

Con un estremecimiento, Abby setocó su propio estómago, casi sintiendola herida.

—Eso es terrible…Los ojos color violeta de la Madre

Confesora mostraban una expresiónférrea.

—La escuadra se llevó también a suhija. A su hija, que había visto todo loque aquellos hombres habían hecho a sumadre.

Abby volvió a sentir que se le

llenaban los ojos de lágrimas.—¿Le hicieron eso a su hija,

también?—No —contestó la Madre

Confesora—. La tienen cautiva.—Entonces ¿todavía vive? ¿Todavía

hay esperanza?El blanco vestido satinado de la

Madre Confesora crujió quedamentecuando ésta volvió a recostarse en labalaustrada de mármol blanco y juntólas manos en el regazo.

—Zedd fue tras la escuadra. Losencontró, pero habían entregado a suhija a otros, y éstos la pasaron a otrosmás, y así sucesivamente, de modo que

no tenían ni idea de quién la tenía odónde podría estar.

Abby miró a la hechicera y luegootra vez a la Madre Confesora.

—¿Qué le hizo el mago Zorander ala escuadra?

—No menos de lo que yo mismahabría hecho. —El rostro de la MadreConfesora era ahora una máscara de fríafuria, y su tono de voz resultó aún másescalofriante que las mismas palabras—. Hizo que lamentaran haber nacido.Durante un larguísimo período detiempo hizo que lo lamentaran.

Abby se encogió hacia atrás.—Entiendo.

Cuando la Madre Confesora tomóaire para tranquilizarse, la hechiceracontinuó con el relato.

—En este preciso momento, el magoZorander usa un hechizo que ninguno denosotros comprende. Es un hechizo quemantiene a Panis Rahl en su palacio en D’Hara. Ayuda a atenuar la magia queRahl consigue conjurar contra nosotros,y permite a nuestros hombres empujar asus tropas de vuelta al lugar del quevinieron.

»Pero a Panis Rahl le consume lacólera hacia el hombre que ha frustradosu conquista de la Tierra Central. Notranscurre una semana sin que tenga

lugar un atentado contra la vida delmago Zorander. Rahl envía a personaspeligrosas y viles de todas clases.Incluso a las mord-sith.

Abby contuvo el aliento. Ésa era unapalabra que había oído. Con cautointerés, aventuró una pregunta:

—¿Qué son las mord-sith?La hechicera se echó hacia atrás la

lustrosa cabellera negra mientras susojos llameaban feroces; tenía elsemblante cargado de veneno.

—Las mord-sith son mujeres que,junto con su uniforme de cuero rojo,lucen una única trenza larga comodistintivo de su profesión. Están

adiestradas en la tortura y el asesinatode aquellos que poseen el don. Si unapersona con el don intenta utilizar sumagia contra una mord-sith, ésta escapaz de capturar esa magia y utilizarlacontra ella. No hay modo de escapar deuna mord-sith.

—Pero, sin duda, una persona con undon tan poderoso como el magoZorandcr…

—Incluso él estaría perdido siintentara utilizar magia contra una mord-sith —dijo la Madre Confesora—.A una mord-sith se la puede derrotar conarmas corrientes… pero no con magia.Solamente la magia de una Confesora

funciona contra ellas. Yo he matado ados.

»En parte debido a la naturalezabrutal del adiestramiento de las mord-sith, éstas han estado proscritasdesde tiempo inmemorial, pero en D’Hara la espantosa tradición de cogera muchachas jóvenes para seradoctrinadas como mord-sith siguevigente. D’Hara es un país lejano yhermético. No sabemos mucho sobre él,salvo lo que hemos aprendido mediantedesafortunadas experiencias.

» La s mord-sith han capturado avarios de nuestros magos y hechiceras.Una vez capturados, éstos no pueden

matarse, ni pueden escapar. Antes demorir, confiesan todo lo que saben.Panis Rahl conoce nuestros planes.

»También nosotros hemosconseguido ponerles las manos encima avarios d’haranianos de alto rango, y trashaber sido tocados éstos por lasConfesoras, hemos podido conocer hastaqué punto se nos ha puesto en peligro. Eltiempo actúa en nuestra contra.

Abby se secó las palmas de lasmanos en los muslos.

—Ese hombre al que mataron justoantes de que yo entrara a ver al PrimerMago no podía haber sido un asesino…A los dos que lo acompañaban les

permitieron irse.—No, no era un asesino. —La

Madre Confesora enlazó las manos—.Creo que Panis Rahl está enterado delhechizo que el mago Zoranderdescubrió, que posee el potencial paraarrasar por completo todo D’Hara.Panis Rahl desea desesperadamentedeshacerse del mago Zorander.

Los ojos color violeta de la MadreConfesora, que siempre revelaban unintelecto agudo, refulgían en aquellosinstantes con el oculto peso deincontables informaciones espantosas.Abby no pudo soportar el escrutinio deaquellos ojos, y desvió la mirada.

Empezó a juguetear con una hebra sueltade su saco.

—No veo qué tiene esto que ver connegarme ayuda para salvar a mi hija. Éltiene una hija. ¿No haría cualquier cosapor recuperarla? ¿No haría lo que fueraque tuviera que hacer para tener a suhija de vuelta y a salvo?

La cabeza de la Madre Confesoradescendió y ésta se pasó los dedos porla frente, como intentando eliminar unpenoso dolor.

—El hombre que entró antes que túera un mensajero. Su mensaje habíapasado por muchas manos, de modo queno se podía rastrear hasta su origen.

Abby sintió que una helada carne degallina le ascendía por los brazos.

—¿Cuál era el mensaje?—El mechón de pelo que traía

pertenecía a la hija de Zedd. Panis Rahlofrecía la vida de la hija de Zedd si éstese entregaba a Panis Rahl para serejecutado.

Abby aferró su saco.—Pero ¿un padre que amara a su

hija no haría incluso eso para salvarle lavida?

—¿A qué precio? —susurró laMadre Confesora—. ¿A expensas de lasvidas de todos aquellos que morirán sinsu ayuda?

»No podía hacer algo tan egoísta, nisiquiera para salvar la vida de aquélla aquien ama más que a nadie. Antes denegarle su ayudaba tu hija, acababa derechazar la oferta, sentenciando de esemodo a muerte a su propia hija inocente.

Abby sintió que sus esperanzasvolvían a quedar en nada. Pensar en elterror que sentiría Jana le producía unasensación de mareo y náusea. Laslágrimas volvieron a rodarle por lasmejillas.

—Pero yo no le pido que sacrifiquea todos los demás para salvarla…

La hechicera tocó el hombro deAbby.

—Cree que evitar que sufran dañoesas personas significaría dejar escapara los d’haranianos para que acabenmatando más personas a la larga.

Abby intentó desesperadamentehallar una solución.

—Pero tengo un hueso.La hechicera lanzó un suspiro.—Abigail, la mitad de las personas

que vienen a ver a un mago traen unhueso. Los mercachifles convencen a lossuplicantes de que son huesosauténticos. Personas desesperadas, talcomo lo estás tú, los compran.

»La mayoría de ellos vienenbuscando un mago que de algún modo

les conceda una vida libre de magia —dijo la Madre Confesora—. Casi todaslas personas temen la magia, perosospecho que, tal como la está utilizandoahora D’Hara, lo que quieren ahora esno volver a ver magia nunca más. Unmotivo irónico para adquirir un hueso, ydoblemente irónico que compren huesosfalsos, pensando que poseen magia, paraasí solicitar quedar libres de la magia.

—Pero yo no compré ningún hueso—replicó Abby, pestañeando—. Esto esuna deuda auténtica. En su lecho demuerte mi madre me habló de ella. Dijoque el mismísimo mago Zorander estabaligado a ella.

La hechicera entornó los ojos conescepticismo.

—Abigail, las deudas auténticas deesta naturaleza son sumamente raras. Alo mejor era un hueso que ella tenía y túte limitaste a pensar que…

Abby sostuvo el saco abierto paraque la hechicera lo viera. La mujer echóuna ojeada al interior y calló.

La Madre Confesora también miródentro del saco.

—Sé lo que mi madre me contó —insistió Abby—. También me contó que,si existía cualquier duda, él no tenía másque ponerlo a prueba. Entonces sabríaque es auténtico, ya que la deuda le fue

transmitida por su padre.La hechicera acarició las cuentas

que le rodeaban la garganta.—Podría examinarlo. Si es

auténtico, lo sabría. Con todo, por muydeuda solemne que pueda ser, eso nosignifica que la deuda deba pagarseahora.

Abby se inclinó con osadía hacia lahechicera.

—Mi madre dijo que es una deudaauténtica, y que tenía que pagarse. Porfavor, Delora, conocéis la naturaleza detales cosas. Estaba tan confundidacuando me encontré con él, con todasesas personas gritando… Fui tan

estúpida que no defendí mi casoinsistiendo en que lo examinara. —Volvió la cabeza y aferró el brazo de laMadre Confesora—. Por favor, ¿meayudáis? ¿Le contaréis lo que tengo ypediréis que lo examine?

La Madre Confesora lo considerótras un semblante inexpresivo.Finalmente, habló:

—Esto involucra una deudaratificada con magia. Una cosa así debetomarse muy en serio. Hablaré con elmago Zorander en tu nombre y solicitaréque te conceda una audiencia privada.

Abby cerró los ojos con fuerza a lavez que las lágrimas volvían a hacer

acto de presencia en ellos.—Gracias.Hundió la cabeza en ambas manos y

empezó a llorar de alivio al ver quevolvía a encenderse la llama de laesperanza.

La Madre Confesora la cogió por loshombros.

—He dicho que lo intentaré. Puededenegar mi petición.

La hechicera profirió una risotadacarente de humor.

—No es probable. Yo trataré depersuadirlo. Pero Abigail, eso nosignifica que podamos convencerle deque te ayude. Tengas ese hueso o no.

Abby se secó la mejilla.—Lo entiendo. Gracias a las dos.

Gracias por vuestra comprensión.Con un pulgar, la hechicera retiró

una lágrima de la barbilla de la joven.—Se dice que la hija de una

hechicera es una hija para todas lashechiceras.

La Madre Confesora se puso en piey se alisó el vestido blanco.

—Delora, tal vez podrías llevar aAbigail a una casa de huéspedes paraviajeras. Debería descansar un poco.¿Tienes dinero, pequeña?

—Sí, Madre Confesora.—Bien. Delora te llevará a un lugar

donde pasar la noche. Regresa alAlcázar justo antes del amanecer. Nosreuniremos contigo y te comunicaremossi hemos conseguido convencer a Zeddde que ponga a prueba tu hueso.

—Rezaré a los buenos espíritus paraque el mago Zorander me reciba y ayudea mi hija. —Repentinamente se sintióavergonzada por sus palabras—. Yrezaré, también, por su hija.

La Madre Confesora posó una manoen la mejilla de Abby.

—Reza por todos nosotros, pequeña.Reza para que el mago Zorander lance lamagia contra D’Hara, antes de que seademasiado tarde para todos los hijos de

la Tierra Central…, viejos y jóvenespor igual.

Durante el descenso a pie a la ciudad,Delora mantuvo la conversación alejadade las preocupaciones y esperanzas deAbby, y de lo que la magia podríaaportar a cualquiera de ambas. En ciertomodo, hablar con la hechicera recordó ala joven las conversaciones con sumadre. Las hechiceras eludían hablar demagia con alguien que careciera del don.Abby tenía la sensación de que lesresultaba tan incómodo para ellas comolo era para Abby cuando Jana le

preguntaba cómo iba a parar un niño a labarriga de una madre.

A pesar de que era tarde las callesestaban abarrotadas de gente.Chismorreos preocupados sobre laguerra flotaban a los oídos de Abbydesde todas direcciones. En una esquinaun corro de mujeres murmurabanllorosas sobre familiares masculinosque llevaban meses fuera sin que setuvieran noticias de qué había sido deellos.

Delora condujo a Abby por una calledonde había un mercado y le hizocomprar un bollo pequeño relleno confiambres, ajo y aceitunas cocidos. La

joven no tenía hambre en realidad, perola hechicera le hizo prometer quecomería. Puesto que no quería hacernada que la pudiera hacer caer endesgracia, Abby se lo prometió.

La casa de huéspedes estabasubiendo por una calleja entre edificioscomo amontonados entre sí. El barullodel mercado ascendía por la estrechacalle y revoloteaba alrededor deedificios y a través de patios diminutoscon la misma facilidad que un herrerillomoviéndose a través de un bosqueespeso. Abby se preguntó cómo podíasoportar la gente vivir tan pegados unosa otros y sin nada que ver, aparte de

otras casas y más personas. Se preguntó,también, cómo podría dormir con todosaquellos sonidos extraños y el constanteruido; pero de todos modos el sueño lehabía sido muy esquivo desde que habíaabandonado su hogar, a pesar delsilencio absoluto de las noches en elcampo.

La hechicera deseó a Abby unabuena noche, poniéndola en manos deuna mujer de aspecto hosco y pocaspalabras que la condujo a una habitaciónsituada al final de un largo pasillo, trascobrar una moneda de plata. Abby sesentó en el borde de la cama y, a la luzde la única lámpara, colocada en un

estante junto al lecho, contempló lapequeña habitación mientrasmordisqueaba su bollo relleno. La carnedel interior estaba dura y fibrosa, perotenía un sabor agradable.

Al carecer de ventana, la habitaciónno era tan ruidosa como Abby habíatemido que pudiera ser. La puertacarecía de pestillo, pero la mujer quedirigía la pensión había mascullado queno se inquietara, que no se permitía laentrada a hombres en el establecimiento.Abby dejó el bollo a un lado y, en unajofaina que había encima de una sencillapeana, se lavó la cara. Le sorprendió losucia que dejó el agua.

Giró la rueda reguladora delquinqué, bajando la mecha todo loposible sin que se apagara la llama. Nole gustaba dormir a oscuras en un lugardesconocido. Tumbada en la cama, conla vista clavada en el techo cubierto demanchas de humedad, rezó de todocorazón a los buenos espíritus, a pesarde saber que harían caso omiso de unapetición como la suya. Cerró los ojos yrezó también por la hija del magoZorander. Sus oraciones quedaronfragmentadas por temores inoportunosque daban la impresión de dejarle lasentrañas en carne viva.

No sabía cuánto tiempo llevaba

tumbada en la cama, deseando que elsueño se adueñara de ella, deseando quese hiciera de día, cuando la puerta seabrió despacio con un chirrido. Unasombra ascendió por la pared opuesta.

Abby se quedó paralizada, con losojos abiertos como platos y conteniendola respiración, mientras observaba cómouna figura agachada iba hacia la cama.No era la mujer de la casa; era más alta.Los dedos de Abby se cerraron sobre laáspera manta, pensando que a lo mejorpodría arrojarla sobre la intrusa y luegocorrer ala puerta.

—No te asustes, querida. Sólo hevenido a ver si habías tenido éxito en el

Alcázar.Abby tomó una bocanada de aire y

se incorporó en el lecho.—¿Mariska? —Era la anciana que

había esperado con ella en la fila todo eldía—. ¡Me has dado un susto de muerte!

La pequeña llama de la lámpara sereflejó con un intenso resplandor en losojos de la mujer mientras éstainspeccionaba el rostro de la joven.

—Hay peores cosas a las que temerque tu propia seguridad.

—¿Qué quieres decir?Mariska sonrió. No fue una sonrisa

tranquilizadora.—¿Obtuviste lo que querías?

—Vi al Primer Mago, si es eso a loque te refieres.

—¿Y qué te dijo, querida?Abby sacó los pies de la cama y los

puso en el suelo.—Eso es asunto mío.La sonrisa maliciosa se ensanchó.—Oh, no, quería, es asunto nuestro.—¿Qué quieres decir con eso?—Responde a la pregunta. No te

queda mucho tiempo. A tu familia no lequeda mucho tiempo.

Abby se puso en pie de golpe.—¿Cómo…?La anciana le agarró la muñeca y la

retorció hasta que Abby se vio obligada

a sentarse.—¿Qué dijo el Primer Mago?—Dijo que no podía ayudarme. Por

favor, duele… Suéltame.—Vaya, querida, eso es una lástima,

ya lo creo. Una lástima para tu pequeñaJana.

—¿Cómo… cómo conoces suexistencia? Yo nunca…

—Así pues, el mago Zoranderdenegó tu petición. Qué noticia tan triste.—Chasqueó la lengua—. Pobre ydesventurada Jana. Se te advirtió.Conocías el precio del fracaso.

Soltó la muñeca de Abby y le dio laespalda. El cerebro de Abby trabajó a

toda velocidad, presa del pánico,mientras la mujer caminaba, arrastrandolos pies, hacia la puerta.

—¡No! ¡Por favor! Volveré a verle,mañana. Al amanecer.

Mariska echó una mirada atrás.—¿Por qué? ¿Por qué iba a acceder

a volver a verte, después de habertedicho que no? Mentir no le concederámás tiempo a tu hija. No le concederánada.

—Es verdad. Lo juro por el alma demi madre. Hablé con la hechicera, laque nos llevó adentro. Hablé con ella ycon la Madre Confesora, después de queel mago Zorander rechazara mi petición.

Convinieron en convencerlo para queme concediera una audiencia privada.

La frente de la mujer se arrugó.—¿Por qué tendrían que hacerlo?Abby señaló su saco, que

descansaba a los pies de la cama.—Les mostré lo que traía.Con un dedo sarmentoso, Mariska

alzó la tela de arpillera. Atisbó en elinterior, considerando durante uninstante lo que veía dentro del saco,antes de aproximarse finalmente a lajoven.

—¿Aún tienes que enseñarle esto almago Zorander?

—Así es. Ellas me conseguirán una

audiencia con él. Estoy segura de ello.Mañana, él me recibirá.

De su gruesa faja, Mariska sacó uncuchillo, que agitó lentamente a un ladoy a otro ante el rostro de Abby.

—Empezamos a cansarnos deesperarte.

Abby se pasó la lengua por loslabios.

—Pero…—Por la mañana salgo hacia el

Vado del Coney. Parto para ir a ver a tupequeña y asustada Jana. —Su mano sedeslizó tras el cuello de la joven, y susdedos, que eran como raíces de roble,agarraron los cabellos de Abby,

inmovilizándole la cabeza—. Si lo traes,ella quedará libre, como se te prometió.

Abby no podía asentir.—Lo haré. Lo juro. Lo convenceré.

Está ligado por una deuda.

Mariska colocó la punta del cuchillotan cerca de un ojo de la joven que lerozó las pestañas. Abby tuvo miedo depestañear.

—Llega tarde, y clavaré mi cuchilloen el ojo de la pequeña Jana. Se loatravesaré. Le dejaré el otro para quepueda contemplar cómo le arranco elcorazón a su padre, de modo que sepa lomucho que dolerá cuando se lo haga aella. ¿Entendido, querida?

Abby sólo pudo gemir que loentendía, mientras las lágrimas corrían araudales por sus mejillas.

—Buena chica —susurró Mariskadesde tan cerca que Abby se vio

obligada a respirar el especiado hedorde la cena a base de salchichas de lamujer—. Si sospechamos siquiera de laexistencia de cualquier truco, todosellos morirán.

—No habrá trucos. Me daré prisa.Os lo llevaré.

Mariska le besó la frente.—Eres una buena madre. —Soltó

los cabellos de Abby—. Jana te quiere.Te llama a gritos día y noche.

Después de que Mariska cerrara lapuerta, Abby se enroscó en untembloroso ovillo sobre la cama y llorócon los nudillos apretados contra losojos.

Delora se inclinó hacia ella mientrasavanzaban por el amplio terraplén.

—¿Estás segura de que te encuentrasbien, Abigail?

El viento le lanzaba los cabelloscontra el rostro. Apartándoselos de losojos, Abby contempló cómo la extensaciudad situaba abajo empezaba a tomarforma surgiendo de la penumbra. Lajoven había estado rezando unasilenciosa plegaria al espíritu de sumadre.

—Sí. Simplemente he pasado unamala noche. No he podido dormir.

La Madre Confesora presionó un

hombro contra Abby.—Lo comprendemos. Al menos ha

accedido a verte. Que eso te dé ánimos.Es un buen hombre, realmente lo es.

—Gracias —murmuró Abby,avergonzada—. Gracias a las dos porayudarme.

Las personas que aguardaban a lolargo del terraplén —magos, hechiceras,oficiales y otros— callaron por unmomento e hicieron una reverencia a laMadre Confesora al pasar las tresmujeres. Entre varias personas quereconoció del día anterior, Abby vio almago Thomas, rezongando para sí ypareciendo tremendamente impaciente e

irritado mientras hojeabadesmañadamente un puñado de papelescubiertos de lo que la joven reconociócomo símbolos mágicos.

Al final del terraplén llegaron antela fachada de una torre de piedra. Lacornisa de un empinado tejado de tejasde pizarra sobresalía por encima de unapuerta baja con la parte superiorredondeada. La hechicera golpeóbrevemente con los nudillos, luego alzóla manilla y abrió la pesada puerta deroble sin molestarse en esperar unarespuesta. Abby frunció la frente y ellalo advirtió.

—Rara vez oye los golpes en la

puerta —explicó en un murmullo.La apartada habitación contenía

estantes atiborrados con tarros, jarras yrecipientes de cristal de color quecontenían lo que Abby imaginó debíande ser sustancias extrañas. Unadiversidad de cajas pequeñasornamentadas colocadas en esquinas ymuy arriba ocultaba a la vista lo quetenían que ser secretos. Pesados librosapilados por todas partes aludían aconocimientos abstrusos. Los lomos delos libros estaban recubiertos desoberbios dibujos y también de palabrasen lenguas exóticas, todos en tintadorada. Algunos de los tomos estaban

guardados en vitrinas, junto con unoscuantos objetos de formas curiosasadornados con dibujos extraños.

La piedra primorosamente encajadade las paredes y las gruesas vigas deroble conferían a la habitación un aireacogedor. Una ventana redonda a laderecha de Abby daba a la ciudadsituada abajo y otra en la pared opuestamiraba a los elevadísimos muros delAlcázar. Las paredes más altasresplandecían con un tono rosado bajolos primeros rayos tenues del amanecer.Un ornamentado candelabro de hierrosujetaba un montón de velas queproporcionaba un resplandor cálido a la

estancia.El mago Zorander, con los rebeldes

cabellos ondulados de color castañocayéndole alrededor del rostro, estabaabsorto en el estudio de un libro quetenía abierto ante él. El pulido tablerodel magnífico escritorio brillaba comoun espejo y lucía un elaborado rebordelabrado. Un labrado más pronunciado enuna pesada silla de roble de respaldorecto detrás del mago relucía a la luz delas velas. Sobre un arcón, a un lado,descansaba una taza alta de peltre y unplato con los restos de una comidafinalizada hacía mucho.

—Mago Zorander —anunció la

hechicera—, traemos a Abigail, nacidade Helsa.

—¡Diantre, mujer! —refunfuñó elmago sin alzar la vista—. He oído tullamada, como hago siempre.

—A mí no me digas palabrotas,Zeddi cus Zu’l Zorander —rezongóDelora.

Él hizo caso omiso de la hechicera,frotándose la lampiña barbilla mientrasexaminaba el libro que tenía delante.

—Bienvenida, Abigail.Los dedos de Abby manipularon el

saco. Pero entonces recordó sus buenosmodales y efectuó una reverencia.

—Gracias por recibirme, mago

Zorander. Es de vital importancia queobtenga vuestra ayuda. Como ya osconté, las vidas de criaturas inocentesestán en juego.

El mago Zorander finalmente alzó lamirada. Tras evaluarla durante un buenrato se puso en pie.

—¿Dónde está situada la línea?Abby dirigió una veloz mirada a la

hechicera, situada a un lado, y luego a laMadre Confesora, que estaba en el otro.Ninguna le devolvió la mirada.

—Perdonadme, mago Zorander…¿La línea?

La frente del mago se arrugó.—Otorgas un mayor valor a una vida

debido a su corta edad… La línea,querida criatura, que cuando se cruzaconvierte el valor de una vida en nimio.¿Dónde está esa línea?

—Pero un niño…Él alzó un dedo admonitorio.—Ni se te ocurra jugar con mis

emociones atosigándome con el valor dela vida de un niño, como si pudieraponerse un valor mayor a la vida debidoa la edad. ¿Cuándo vale menos unavida? ¿Dónde está la línea? ¿A quéedad? ¿Quién lo decide?

»Toda vida tiene valor. El que estámuerto está muerto, no importa la edad.No pienses que darás lugar a una

suspensión de mi razón con unatergiversación insensible y calculada delas emociones, como un ladino políticoagitando las pasiones de una turbainsensata.

Abby se quedó sin habla ante talamonestación.

El mago dirigió la atención a laMadre Confesora.

—Hablando de políticos, ¿qué dijoel consejo?

La Madre Confesora enlazó lasmanos y suspiró.

—Les transmití tus palabras.Sencillamente, no les importó. Quierenque se haga.

Él gruñó su descontento.—¿Eso es lo que quieren? —Sus

ojos color avellana se giraron haciaAbby—. Parece que al consejo no leimportan ni siquiera las vidas de niños,cuando los niños son d’haranianos. —Sepasó una mano por los cansados ojos—.No puedo decir que no comprendo surazonamiento, o que no estoy de acuerdocon ellos, pero queridos espíritus, noson ellos quienes tienen que hacerlo. Noserá por su mano. Será por la mía.

—Lo comprendo, Zedd —murmuróla Madre Confesora.

De nuevo, el mago pareció advertirla presencia de Abby delante de él. La

observó con atención como si cavilara,y aquello provocó cierta inquietud en lajoven. Él alargó la mano.

—Veámoslo.Abby se aproximó más a la mesa a

la vez que introducía la mano en su saco.—Si no se os puede persuadir para

que ayudéis a gente inocente, entonces alo mejor esto significa algo más paravos.

Sacó el cráneo de su madre del sacoy lo depositó en la palma del mago.

—Es una deuda de huesos. Declarovencida la deuda.

El mago enarcó una ceja.—Lo habitual es traer solo un

fragmento de hueso, pequeña.Abby sintió que enrojecía.—No lo sabía —tartamudeó—.

Quería estar segura de que habíasuficiente para… quería estar segura deque me creeríais.

Él pasó una mano con suavidad porla parte superior del cráneo.

—Un pedazo más pequeño que ungrano de arena es suficiente. —Observócon atención los ojos de Abby—. ¿No telo dijo tu madre?

Ella negó con la cabeza.—Dijo solamente que era una deuda

pasada a vos por vuestro padre. Dijoque la deuda debía pagarse si se

declaraba vencido el plazo.—Ya lo creo que debe pagarse… —

musitó él.Zedd se sentó ante el escritorio para

examinar el aterrador tesoro de Abby.Ella observó con el alma en vilo cómosu mano se deslizaba de un lado a otropor el cráneo de su madre. El hueso erade color mate y estaba manchado por latierra de la que Abby lo había extraído,no era en absoluto del blanco prístinoque la joven había imaginado que sería.La había horrorizado tener quedesenterrar los huesos de su madre, perola alternativa la horrorizaba aún más.

Bajo los dedos del mago, el hueso

del cráneo empezó a resplandecer conuna tenue luz ambarina. Abby casi sequedó sin respiración cuando el airezumbó como si los espíritus mismossusurraran al mago. La hechiceraempezó a toquetear las cuentas de sucuello. La Madre Confesora semordisqueó el labio. Abby rezó.

El mago Zorander depositó el cráneosobre el escritorio y se puso en pie,dándoles la espalda. El resplandorambarino desapareció.

Al ver que él no decía nada, Abbyhabló en medio del sofocante silencio.

—¿Bien? ¿Estáis satisfecho? ¿Hademostrado vuestro examen que es una

deuda auténtica?—Oh, sí —contestó él en voz baja,

sin volverse—. Es una deuda de huesosauténtica, que vincula hasta que seapagada la deuda.

Los dedos de Abby empezaron a dartirones al borde deshilachado del saco.

—Os lo dije. Mi madre no me habríamentido. Me dijo que si no se pagabamientras estaba viva, se convertía en unadeuda de huesos a su muerte.

El mago se dio la vuelta despaciopara encararse con ella.

—¿Y te contó cómo se generó ladeuda?

—No. —Abby lanzó una furtiva

mirada a Delora antes de seguirdiciendo—: La hechiceras guardan biensus secretos, y revelan sólo lo que sirvea sus propósitos.

Con una leve sonrisa, él gruñó suacuerdo.

—Ella dijo solamente que eranvuestro padre y ella quienes estabanligados por ella, y que hasta que sepagara seguiría transmitiéndose a losdescendientes de cada uno.

—Tu madre dijo la verdad. Pero esono significa que deba pagarse ahora.

—Es una deuda de huesos solemne.—La frustración y el miedo de Abbybrotaron cargados de veneno—. ¡Yo

declaro vencida la deuda! ¡Ossometeréis a esa obligación!

Tanto la hechicera como la MadreConfesora desviaron la mirada a lasparedes, incómodas ante el hecho de queuna simple mujer, una mujer sin el don,alzara la voz al Primer Mago. Abby sepreguntó si no acabaría siendofulminada allí mismo por tal insolencia.Pero si él no la ayudaba, eso noimportaría.

La Madre Confesora desvió losposibles resultados del arrebato deAbby con una pregunta:

—Zedd, ¿te informó tu lectura decómo se originó la deuda?

—Pues claro —respondió él—.También mi padre me habló de unadeuda. Mi examen me ha demostradoque ésta es la deuda de la que me habló,y que la mujer que tengo delante llevacon ella la otra mitad del vínculo.

—Así pues, ¿cómo se originó? —preguntó la hechicera.

—Parece que se me ha ido de lacabeza. —Giró las palmas hacia arribaa la vez que dedicaba a la hechicera unabreve mueca—. Lo siento. Últimamenteme he vuelto más olvidadizo que decostumbre.

—¿Y tú osas llamar «reservadas» alas hechiceras? —replicó Delora.

El mago Zorander la observódistraídamente un momento antes devolverse hacia la Madre Confesoramostrando un semblante decidido.

—El consejo quiere que se haga,¿verdad? —Mostró una sonrisa sombríay astuta—. Entonces se hará.

La Madre Confesora ladeó lacabeza.

—Zedd…, ¿estás seguro respecto aesto?

—¿Respecto a qué? —preguntóAbby—. ¿Vais a satisfacer la deuda ono?

El mago encogió los hombros.—Has declarado vencida la deuda.

—Cogió un libro pequeño de la mesa ylo introdujo en un bolsillo de su túnica—. ¿Quién soy yo para discutirlo?

—Queridos espíritus… —musitó laMadre Confesora para sí—. Zedd, sóloporque el consejo…

—No soy más que un mago —repusoél, interrumpiéndola— que sirve a lasnecesidades y deseos del pueblo.

—Pero si viajas a ese lugar teestarás exponiendo a un peligroinnecesario.

—Debo estar cerca de la frontera…,o el hechizo reclamará partes de laTierra Central. El Vado del Coney es unlugar tan bueno como cualquier otro

para prender la conflagración.Fuera de sí por el alivio que sentía,

Abby apenas oía nada más de lo que elmago decía.

—Gracias, mago Zorander. Gracias.Zedd rodeó la mesa con pasos

firmes y le agarró el hombro con susdedos finos que, sin embargo, tenían unafuerza sorprendente.

—Estamos ligados, tú y yo, por unadeuda de huesos. Las sendas de nuestrasvidas se han cruzado.

Su sonrisa resultaba a la vez triste ysincera. Los fuertes dedos se cerraronalrededor de su muñeca, alrededor delbrazalete, y depositó en las manos de la

joven el cráneo de su madre.—Por favor, Abby, llámame Zedd.A punto de llorar, ella asintió.—Gracias, Zedd.En el exterior, bajo las primeras

luces del día, fueron abordados por lamuchedumbre que aguardaba. El magoThomas, agitando sus papeles, se abriópaso a empujones.

—¡Zorander! He estado estudiandoestos elementos. Tengo que hablarcontigo.

—Habla, pues —respondió elPrimer Mago mientras seguía andandocon paso decidido.

La multitud fue tras él.

—Esto es una locura.—Jamás dije que no lo fuera.El anciano mago blandió los papeles

como si éstos pudieran dar fe de ello.—¡No puedes hacerlo, Zorander!—El consejo ha decidido que tiene

que hacerse. Hay que poner fin a laguerra mientras llevamos ventaja y antesde que Panis Rahl idee algo que noseamos capaces de contrarrestar.

—No, a lo que me refiero es a quehe estudiado esta cosa, y no podráshacerlo. No comprendemos el poder quemanejaban esos magos. He revisado loselementos que me has mostrado. Inclusointentar invocar tal cosa creará un calor

extremadamente intenso.Zedd se detuvo y acercó el rostro a

Thomas. Enarcó las cejas en fingidasorpresa.

—¿De verdad, Thomas? ¿Eso crees?¿Poner en marcha un hechizo de luz quedesgarrará el tejido del mundo de lavida podría causar una inestabilidad enlos elementos del campo de la telarañamágica?

Thomas correteó tras Zedd cuandoéste se marchó echando humo.

—¡Zorander! ¡No podráscontrolarlo! Si fueses capaz deinvocarlo… y no estoy diciendo quecrea que puedes… abrirías una brecha

en la Gracia. La invocación utilizacalor. La brecha lo alimenta. No seráscapaz de controlar la cascada… ¡Nadiepuede hacer algo así!

—Yo puedo hacerlo —rezongó elPrimer Mago.

Thomas agitó enfurecido los papelesque sujetaba en ambos puños.

—¡Zorander, tu arrogancia acabarácon todos nosotros! Una vez abierto, elvelo quedará desgarrado y toda vidaserá consumida. Exijo ver el libro en elque hallaste ese hechizo. Exijo verlo pormí mismo. ¡Todo ello, no tan sólopartes!

El Primer Mago hizo un alto y alzó

un dedo.—Thomas, si tú tuvieras que ver el

libro, entonces tú serías el Primer Magoy tendrías acceso al enclave privado delPrimer Mago. Pero no lo eres y no lotienes.

El rostro de Thomas enrojecióviolentamente por encima de su barbablanca.

—¡Esto es un insensato acto dedesesperación!

El mago Zorander efectuó un velozmovimiento con el dedo. Los papelesvolaron de la mano del anciano mago yascendieron por los aires, formando unremolino que empezó a arder y estalló,

convirtiéndose en cenizas que el vientoarrastró con él.

—En ocasiones, Thomas, todo loque le queda a uno es un acto dedesesperación. Soy el Primer Mago, yharé lo que debo. No hay más quehablar. No escucharé nada más. —Diomedia vuelta y agarró la manga de unoficial—. Alerta a los lanceros. Reúne atoda la caballería disponible.Cabalgamos hacia la Cuenca delPendisan de inmediato.

El hombre se golpeó el pecho en unveloz saludo antes de alejarse a todaprisa. Otro oficial, de más edad y queparecía tener un rango mucho más

elevado, carraspeó.—Mago Zorander, ¿puedo conocer

vuestros planes?—Se trata de Anargo —manifestó el

Primer Mago—, es la mano derecha dePanis Rahl, en combinación con élconjura la muerte para que nos acose.Expresado con toda sencillez, tengointención de enviar la muerte de vueltacontra ellos.

—¿Conduciendo a los lanceros a laCuenca del Pendisan?

—Sí. Anargo se ha hecho fuerte enel Vado del Coney. Tenemos al generalBrainard dirigiéndose al norte endirección a la Cuenca del Pendisan, al

general Sanderson girando rápidamenteal sur para unirse a él, y a Mardalecargando desde el sudoeste. Nosotrosentraremos allí con los lanceros y todoslos demás hombres que puedanacompañarnos.

—Anargo no es estúpido. Nosabemos cuántos otros magos y personascon el don lo acompañan, pero sabemosde qué son capaces. Nos han hechoderramar sangre una y otra vez.Finalmente, les hemos asestado ungolpe. —El oficial escogió sus palabrascon cuidado—. ¿Por qué creéis queaguardan? ¿Por qué sencillamente no hanvuelto a D’Hara?

Zedd posó una mano en la paredalmenada y contempló el amanecer, y laciudad situada abajo.

—Anargo disfruta con el juego. Lolleva a cabo con gran dramatismo yteatralidad; quiere que pensemos queestán maltrechos. La Cuenca delPendisan es el único terreno en todasesas montañas que puede atravesar unejército con cierta rapidez. El Vado delConey proporciona un campo ampliopara una batalla, pero no lo bastanteamplio para permitirnos maniobrar confacilidad, o flanquearles. Intentaatraernos allí.

El oficial no pareció sorprendido.

—Pero ¿por qué?Zedd se volvió hacia su interlocutor.—Evidentemente, cree que en un

terreno así puede derrotarnos. Yo creolo contrario. Él sabe que no podemospermitir que la amenaza permanezcaallí, y conoce nuestros planes. Su ideaes arrastrarme hasta allí, matarme yeliminar la amenaza que sólo yomantengo sobre ellos.

—Así pues… —razonó el oficial envoz alta—, estáis diciendo que, paraAnargo, vale la pena correr ese riesgo.

Zedd clavó una vez más la mirada enla ciudad situada bajo el Alcázar delHechicero.

—Si Anargo tiene razón, podríaganarlo todo en el Vado del Coney.Cuando haya acabado conmigo, soltará asu gente dotada con el don sobrenosotros, masacrará al grueso denuestras fuerzas en un único lugar, yluego, virtualmente sin oposición,extirpará el corazón a la Tierra Central:Aydindril.

»Lo que Anargo tiene planeado esque, antes de que lleguen las nieves, mehabrá matado a mí, habrá aniquilado elconjunto de nuestras fuerzas, tendráencadenada a la población de la TierraCentral, y podrá entregar el látigo aPanis Rahl.

El oficial se lo quedó mirando,anonadado.

—¿Y planeáis hacer lo que Anargoespera y enfrentaros a él allí?

Zedd se encogió de hombros.—¿Qué elección tengo?—¿Y sabéis al menos cómo planea

mataros Anargo, de modo que podamostomar precauciones? ¿Tomar medidaspreventivas?

—Me temo que no. —Irritado, agitóuna mano para dar por finalizada lacuestión y se dirigió hacia Abby—. Loslanceros tienen caballos veloces.Cabalgaremos duro. Estaremos en tuhogar pronto… llegaremos allí a

tiempo… y entonces nos ocuparemos denuestro asunto.

Abby se limitó a asentir. No podíaexpresar en palabras el alivio queexperimentaba por habérsele concedidosu petición, ni podía explicar lavergüenza que sentía por haber obtenidorespuesta a su plegaria.

Pero principalmente, no podíaarticular una palabra por el horror quele producía lo que estaba haciendo, puesconocía el plan de los d’haranianos.

Las moscas pululaban alrededor de losrestos resecos de vísceras, que era todo

lo que quedaba de los preciados cerdosde Abby. Al parecer, incluso el ganadopara cría que a Abby le habían dado suspadres como regalo de boda, había sidosacrificado y requisado.

Los padres de Abby también lehabían escogido esposo. Abby no lohabía visto nunca antes: procedía de laciudad de Lynford, donde su madre y supadre compraban los cerdos. Abbyhabía estado fuera de sí, por la ansiedadrespecto a quién elegirían sus padrespara ser su esposo. Había esperado quefuera un hombre animoso, un hombre quellevara una sonrisa a las dificultades dela vida.

La primera vez que vio a Philip,pensó que debía de ser el hombre másserio del mundo. Le pareció como si sujoven rostro no hubiera sonreído ni unavez en toda su vida. Aquella primeranoche, tras conocerlo, lloró hasta quedardormida, entre especulaciones de lo quesería tener que compartir su vida con unhombre tan solemne. Pensó que su vidahabía quedado atrapada en los dientesafilados de un lúgubre destino.

Sin embargo, Abby acabódescubriendo que Philip era un hombretrabajador que contemplaba la vida através de una gran sonrisa. Aquel primerdía, más adelante lo averiguó, él había

estado mostrando su semblante másformal para que su nueva familia no loconsiderara un vago indigno de su hija.En muy poco tiempo, Abby habíaaveriguado que Philip era un hombrecon quien podía contar, y para cuandonació Jana, había llegado a amarle.

Ahora Philip, y tantísimas otraspersonas, contaban con ella.

La joven se restregó las manos entresí para limpiarlas tras volver a enterrarlos huesos de su madre. Al regresardando la vuelta a la casa descubrió quelas cercas que Jana había contemplado aPhilip reparar tan a menudo estabantodas derribadas, además de que

faltaban las puertas del granero. Ycualquier cosa que un animal o unhumano pudiera comer habíadesaparecido. La joven no podíarecordar haber visto jamás su hogar conun aspecto tan yermo.

No importaba, se dijo. No importabasi al menos Jana le era devuelta. Lascercas podían repararse. Los cerdospodían reemplazarse, de algún modo,algún día. Jana no podría serreemplazada jamás.

—Abby —dijo Zedd mientraspaseaba con detenimiento la mirada porlas ruinas del hogar de la joven—,¿cómo es que no te cogieron, cuando a tu

esposo e hija y a todos los demás sí?Abby cruzó el destrozado umbral,

pensando que su casa nunca habíaparecido tan pequeña. Antes de quefuera a Aydindril, al Alcázar delHechicero, su hogar le había parecidotan grande como cualquier cosa quepudiera imaginar. Allí, Philip habíareído y llenado la sencilla habitacióncon su buen ánimo y su conversación, ycon carbón vegetal había dibujadoanimales en el hogar de piedra paraJana.

Abby señaló con la mano.—Bajo esa puerta está la bodega de

los vegetales. Es donde estaba yo

cuando oí las cosas que te conté.Zedd pasó la punta de la bota por

encima del hueco que servía como puntode agarre para poder abrir la trampilla.

—¿Se llevaban a tu esposo, y a tuhija, y te quedaste ahí abajo? ¿Mientrastu hija te llamaba a gritos, no subistecorriendo para ayudarla?

Abby tuvo que obligarse a hablar:—Sabía que si subía me cogerían

también a mí. Sabía que la únicaposibilidad que tenía mi familia era siyo esperaba y luego iba en busca deayuda. Mi madre siempre me dijo queincluso una hechicera no era más queuna idiota si actuaba como tal. Siempre

me dijo que meditara las cosas primero.—Un consejo sensato.Zedd depositó en el suelo un cazo

que había sido abollado y agujereado.Posó una mano con ternura en el hombrode la joven.

—Debió de ser duro dejar a tu hijallamándote entre lágrimas, y hacer losensato.

Abby sólo consiguió emitir unsusurro:

—Los espíritus saben que así es. —Señaló fuera de la ventana—. En esadirección… cruzando el río Coney…está la ciudad. Se llevaron a Jana y aPhilip con ellos mientras seguían

adelante para coger a toda la gente de laciudad. Tenían a otros, también, quehabían capturado ya. El ejército acampóen las colinas más allá del río.

Zedd permaneció durante un ratocontemplando en silencio las distantescolinas. Cuando por fin habló, dio laimpresión de que hablaba más para síque para ella:

—Pronto, espero, esta guerrafinalizará. Queridos espíritus, permitidque finalice.

Recordando la advertencia de laMadre Confesora de que no repitiera lahistoria que le contó, Abby en ningúnmomento le preguntó por su hija ni por

su esposa asesinada. Cuando durante elveloz viaje de vuelta al Vado del Coneyella mencionó su amor por Jana, al magodebió de partírsele el alma al pensar ensu propia hija en las brutales manos delmismo enemigo, sabiendo que habíadejado que se enfrentara a la muertepara que no murieran muchos más.

Zedd empujó una puerta.—¿Y qué hay aquí atrás? —preguntó

a la vez que introducía la cabeza en lahabitación.

Abby abandonó sus pensamientos.—El dormitorio. Tiene una puerta

que da al huerto y al granero.Aunque él ni una sola vez mencionó

a su esposa muerta ni a su hijadesaparecida, el conocimiento que Abbytenía de su existencia corroía a éstaigual que un río crecido en primaveradesgastaba los restos del hielo delinvierno.

Zedd volvió a entrar en la habitaciónprincipal en el mismo instante en queDelora llegaba sin hacer ruido por laentrada principal.

—Tal como dijo Abigail, la ciudadsituada al otro lado del río ha sidosaqueada —informó la hechicera—. Porlo que parece, se llevaron a todo elmundo.

Zedd se echó atrás la ondulada

cabellera.—¿A qué distancia está el río?Abby señaló con un ademán al otro

lado de la ventana. Anochecía.—Justo ahí. Una caminata de sólo

unos pocos minutos.En el valle, poco antes de unirse al

Kern, el río Coney aminoraba la marchay se ensanchaba, pero en general era lobastante poco profundo como paracruzarlo con facilidad. Aunque el ríotenía casi medio kilómetro de anchura enla mayor parte del valle, su profundidadno rebasaba en ningún lugar la altura dela rodilla. Únicamente durante eldeshielo primaveral de vez en cuando

cruzarlo resultaba traicionero. Por ellono había puente, la calzada simplementeconducía hasta la orilla del río y volvíaa iniciarse en el otro lado. La ciudad deVado del Coney se hallaba a unos treskilómetros más allá, en el terrenoelevado donde estaban las colinas, asalvo de inundaciones primaverales,como también lo estaba el montículo enel que se alzaba la granja de Abby.

Zedd tomó a Delora por el codo.—Cabalga de vuelta y di a todo el

mundo que mantengan la posición. Sialgo sale mal… bueno, si algo sale mal,deben atacar. La legión de Anargo debeser detenida, incluso aunque tengan que

penetrar en D’Hara tras ellos.Delora no pareció complacida.—Antes de que partiéramos, la

Madre Confesora me hizo prometer queme asegurara de que no te quedarassolo. Me dijo que me encargara de quesiempre hubiera cerca personas con eldon por si las necesitabas.

También Abby había oído a laMadre Confesora dar esas órdenes, y alvolver la mirada hacia el Alcázarmientras cruzaban el puente de piedra, lahabía visto sobre una fortificaciónelevada, observando su partida. Aquellamujer la había ayudado cuando Abbyhabía temido que todo estaba perdido.

Se preguntó qué sería de ella.Entonces recordó que no tenía que

preguntárselo. Lo sabía.El mago hizo caso omiso de lo que

la hechicera había dicho.—En cuanto ayude a Abby, la

enviaré de vuelta también a ella. Noquiero a nadie cerca cuandodesencadene el hechizo.

Delora lo agarró por el cuello de latúnica y lo acercó a ella. Parecía comosi estuviera a punto de darle una buenaregañina, pero en su lugar le envolvió enun fuerte abrazo.

—Por favor, Zedd —musitó—, nonos dejes, te queremos a ti como Primer

Mago.Zedd le echó hacia atrás la oscura

cabellera.—¿Y abandonaros a todos en manos

de Thomas? —Mostró una sonrisita desuficiencia—. Jamás.

El polvo levantado por el caballo deDelora se dispersó en la crecienteoscuridad mientras Zedd y Abbydescendían por la ladera en dirección alrío. Abby lo condujo por el sendero queatravesaba los altos pastos y juncos,explicando que la senda los ocultaríamejor que la calzada. La joven diogracias de que él no insistiera en usarla.

Los ojos de Abby se movían con

rapidez de las sombras de un lado a lasdel otro mientras los engullía la maleza.Tenía el pulso acelerado y daba unrespingo cada vez que una ramita separtía bajo la presión de un pie.

Sucedió tal y como temía, comosabía que sucedería.

Una figura envuelta en una capalarga con capucha salió disparada de lanada, derribando a Abby.

Ésta vio el destello de un arma alarrojar Zedd al atacante a la maleza. Elmago se acuclilló, colocando una manosobre el hombro de Abby mientras éstayacía en la hierba, jadeando.

—Mantente agachada —le susurró él

en tono apremiante.Empezó a acumularse luz en sus

dedos. Conjuraba magia, y eso era loque ellos querían que hiciera.

Las lágrimas afloraron, escociéndoleen los ojos a Abby. La joven le agarró lamanga.

—Zedd, no uses magia. —Apenaspodía hablar debido al dolor cada vezmás intenso que sentía en el pecho—.No…

La figura surgió de nuevo de lapenumbra de los arbustos. Zedd alzó unamano a toda prisa, y la noche se iluminócon un fogonazo de luz abrasadora quegolpeó a la figura embozada.

En lugar de caer derribado elasaltante, fue Zedd quien lanzó un grito ycayó hecho un ovillo al suelo. Lo quefuera que había pensado hacer alatacante, había sido vuelto contra él, yahora lo atenazaba el más terrible de lostormentos, impidiéndole levantarse ohablar. Ése era el motivo de quehubieran querido que conjurase magia:para poder capturarle.

La figura parada junto al magodirigió una mirada furibunda a Abby.

—Tu parte ha terminado. Vete.Abby se escabulló al interior de la

maleza. La mujer se echó la capuchaatrás, y se despojó de la capa. En la casi

total oscuridad, Abby pudo ver la largatrenza y el uniforme de cuero rojo de lamujer. Era una de las mujeres sobre lasque habían hablado a Abby, las mujeresutilizadas para capturar a los queposeían magia: las mord-sith.

L a mord-sith observó consatisfacción mientras el mago a sus piesse retorcía, casi incapaz de respirar acausa del dolor.

—Bueno, bueno. Parece que elPrimer Mago acaba de cometer untremendo error.

Los cintos y correas del uniforme decuero rojo de la mujer crujieron cuandoésta se inclinó en dirección a él,

sonriendo burlona ante su padecimiento.—Se me ha dado toda la noche para

hacer que lamentes haber alzado un dedopara oponernos resistencia. Por lamañana debo permitirte contemplarcómo nuestras fuerzas aniquilan a tugente. Después, debo llevarte ante lordRahl en persona, el hombre que ordenóla muerte de tu esposa, de modo quepuedas suplicarle que me ordenematarte. —Le asestó una patada—. Peroantes verás morir a tu hija con tuspropios ojos.

Zedd sólo pudo chillar de horror ydolor.

Gateando, Abby retrocedió más al

interior de la maleza y los juncos. Sesecó los ojos intentando ver. Lehorrorizaba contemplar lo que le estabanhaciendo al hombre que había aceptadoayudarla por el simple motivo de quetenía una deuda con su madre. Encambio, esas otras personas la habíancoaccionado para que trabajara paraellos, tomando como rehén la vida de suhija.

Mientras retrocedía, Abby vio elcuchillo que la mord-sith había dejadocaer cuando Zedd la había arrojado a lamaleza. El cuchillo era un pretexto paraempujarlo a actuar; la auténtica arma erala magia. La mord-sith había usado la

propia magia de Zedd contra él; la habíausado para incapacitarlo y capturarlo, yahora la usaba para hacerle daño.

Era el precio exigido. Abby habíacumplido. No tenía elección.

Pero ¿qué tributo obligaba a pagar aotros?

¿Cómo podía salvarle la vida a suhija a expensas de tantas otras?¿Crecería Jana para ser una esclava depersonas capaces de hacer eso? ¿Porquesu madre había sido capaz depermitirlo…? Jana crecería paraaprender a inclinarse ante Panis Rahl ysus secuaces, para someterse al mal, opeor aún, crecería para convertirse en

una cómplice voluntaria de aquelflagelo, sin saborear la libertad niconocer el valor del honor.

Con una irrevocabilidad espantosa,todo pareció derrumbarse en la mente dela joven.

Cogió a toda prisa el cuchillo. Zeddgemía de dolor mientras la mord-sith seinclinaba, haciéndole algo repugnante.Antes de que tuviera tiempo de perdersu determinación, Abby avanzaba ya endirección a la espalda de la mujer.

Ella había sacrificado animales, y sedijo que eso no era distinto. No eranpersonas, sino animales. Alzó elcuchillo.

Una mano se cerró sobre su boca.Otra le agarró la muñeca.

Abby profirió un quejido de protestacontra aquella mano, contra suincapacidad para detener esa locuracuando había tenido la oportunidad. Unaboca pegada a su oreja la instó a callar.

Forcejeando con la figura envueltaen una capa con capucha que la sujetaba,Abby giró la cabeza todo lo que pudo, ya las últimas luces del día vio que unosojos de color violeta le devolvían lamirada. Por un momento fue incapaz deexplicarse cómo aquella mujer podíaestar allí cuando ella la había vistoquedarse atrás. Pero realmente era ella.

Se quedó quieta. La MadreConfesora la soltó y la instó aretroceder. Abby no puso objeciones.Corrió a toda prisa de vuelta al interiorde la maleza mientras la MadreConfesora avanzaba sigilosa entre lasespectrales sombras, acercándose a lamujer vestida de cuero rojo. La mord-sith estaba doblada al frente,concentrada en su espeluznante tarea conel aullante mago.

A lo lejos, los insectos chirriaron yemitieron chasquidos. La MadreConfesora alargó el brazo hacia la figurade rojo. Las ranas croaron insistentes,ajenas al angustioso dolor de Zedd. No

muy lejos el río chapoteó y borbotócomo hacía siempre; un sonido familiary reconfortante que esa noche noproporcionaba el menor consuelo.

Los delicados dedos que en unaocasión habían serenado la frente deAbby hallaron por fin a la mujer vestidade cuero rojo. Por un instante, Abbytemió que la perversa mujer pudierazafarse del contacto y darse la vueltapara desatar su violencia sobre laMadre Confesora.

Y entonces tuvo lugar una violenta yrepentina sacudida en el aire. Un truenosin sonido, que dejó a Abby sin resuello.El tremendo golpe casi la dejó

inconsciente, haciendo que todas lasarticulaciones de su cuerpo ardieranpresas de un dolor agudo.

No hubo ningún fogonazo; tan sóloaquel simple e impecable temblor en elaire. El mundo pareció detenerse en elterrible esplendor de aquella energía.

La hierba se aplastó como bajo unviento que irradiara en un círculo desdel a mord-sith y la Madre Confesora.Abby fue recuperando la consciencia amedida que el dolor en susarticulaciones se disipaba.

Ella no lo había visto hacer nunca, yhabía esperado verlo en el transcurso desu vida, pero supo sin un atisbo de duda

que acababa de presenciar cómo unaConfesora liberaba su poder. Por lo quele había contado su madre, se trataba dela destrucción tan completa de la mentede una persona que no dejaba en ellamás que una devoción insensata por laMadre Confesora. Ella no tenía más quepreguntar y ellos confesarían cualquierverdad, sin importar el delito quepreviamente hubieran intentado ocultar onegar.

—Señora… —gimió la mord-sith enun lastimero lamento.

Abby, en un principio anonadada porla conmoción del sordo trueno del poderde la Madre Confesora, y ahora

estupefacta ante la abyecta angustia de lamujer hecha un ovillo sobre el suelo, sesobresaltó cuando una mano le agarró elbrazo. Se relajó, aliviada, al ver que erael mago.

Con el dorso de la otra mano Zeddse limpió sangre de la boca y se esforzópor recuperar el aliento.

—Déjala hacer.—Zedd… lo… lo siento tanto. He

intentado decirte que no usaras magia,pero no lo he dicho lo bastante altocomo para que lo oyeras.

Él consiguió sonreír a pesar delevidente dolor que experimentaba.

—Te he oído.

—Pero ¿entonces por qué hasutilizado tu don?

—He pensado que, al final, no seríasla clase de persona capaz de hacer unacosa tan terrible, y que mostrarías tuauténtico corazón. —La apartó de losgritos—. Te hemos utilizado. Queríamosque creyeran que habían tenido éxito.

—¿Sabías lo que iba a hacer?¿Sabías que iba a conducirte a ellospara que pudieran capturarte?

—Tenía una idea bastante clara.Desde el principio parecía haber más enti de lo que aparentabas. No se te dademasiado bien eso de ser una espía yuna traidora. Desde que llegamos aquí

has estado vigilando las sombras ypegando saltos ante el chirrido decualquier insecto.

La Madre Confesora llegócorriendo.

—Zedd, ¿estás bien?Él le puso una mano en el hombro.—Estaré perfectamente; —Sus ojos

mostraban aún el brillo vidrioso delterror—. Gracias por no llegar tarde.Por un momento, he temido que…

—Lo sé. —La mujer le dedicó unasonrisa—. Esperemos que tu artimañavalga la pena. Tienes hasta el amanecer.Ha dicho que contaban con que tetorturaría toda la noche antes de

conducirte ante ellos por la mañana. Susexploradores alertaron a Anargo de lallegada de nuestras tropas.

Atrás la mord-sith chillaba como sila estuvieran desollando viva.

Abby sintió que le corríanescalofríos por los hombros.

—La oirán y sabrán lo que hasucedido.

—Aun cuando pudieran oírla a estadistancia, pensaran que es Zedd, queestá siendo torturado por ella. —LaMadre Confesora tomó el cuchillo de lamano de Abby—. Me alegro de que alfinal hayas recompensado mi fe en ti yhayas elegido no unirte a ellos.

Abby se limpió las palmas en lasfaldas, avergonzada por todo lo quehabía hecho, por lo que había tenidointención de hacer. Empezaba a temblar.

—¿Vais a matarla?La Madre Confesora, a pesar de

parecer agotada tras haber tocado a la mord-sith, mostraba todavía unadeterminación férrea en la mirada.

— Una mord-sith es diferente decualquier otra persona. No se recuperadel contacto de una Confesora. Padeceráun dolor atroz hasta que muera, en algúnmomento antes de que salga el sol. —Echó una ojeada atrás, en dirección alos gritos—. Nos ha contado todo lo que

necesitamos saber, y Zedd deberecuperar su poder. Es lo más piadoso.

—También me concede tiempo parahacer lo que debo hacer. —Los dedosde Zedd giraron el rostro de Abby haciaél, lejos de los alaridos—. Y tiempopara recuperar a Jana. Tendrás hasta lamañana.

—¿Tendré hasta la mañana? ¿Quéquieres decir?

—Te lo explicaré. Pero debemosdarnos prisa si quieres tener suficientetiempo. Ahora quítate la ropa.

Abby se estaba quedando sin tiempo.

Recorría el campamento d’haraniano, manteniéndose muy tiesa y erguida,intentando no parecer desesperada,aunque era así como se sentía. Toda lanoche había estado haciendo lo que elmago le había dicho que hiciera: actuarcon altanería. A cualquiera queadvirtiera su presencia, le dirigíadesdén. A cualquiera que mirara en sudirección, con la intención de hablarle,le gruñía.

No eran tantos, sin embargo, los quese atrevían a atraer la atención de lo queparecía ser una mord-sith vestida decuero rojo. Zedd también le había dichoque mantuviera el arma de la mord-sith

en la mano. No parecía otra cosa queuna pequeña vara de cuero rojo, y Abbyno tenía ni idea de cómo funcionaba —el mago había dicho solamente queinvolucraba magia, y que ella no podríainvocarla en su ayuda—, pero sí tenía unefecto sobre aquellos que la veían en sumano: hacía que volvieran adesvanecerse en la oscuridad, lejos dela luz de las fogatas, lejos de Abby.

Aquellos que estaban despiertos, encualquier caso. Aunque la mayor partede la gente del campamento dormía, nohabía escasez de vigilantes. Zedd lehabía cortado la larga trenza a la mord-sith que lo había atacado, y lahabía atado a los cabellos de Abby. Enla oscuridad, la desigualdad en el colorno era evidente. Cuando los guardiasmiraban a Abby veían una mord-sith, yrápidamente volvían su atención haciaotra parte.

Por la aprensión en los rostros de lagente cuando la veían acercarse, Abbysabía que debía de tener un aspecto

temible. Ellos no sabían cómo lemartilleaba el corazón, y daba graciaspor el manto protector de la noche,porque así los d’haranianos no podíanver el temblor de sus rodillas. Habíavisto únicamente a dos mord-sithauténticas, las dos dormidas, y se habíamantenido bien alejada de ellas, tal ycomo Zedd le había advertido. A unas mord-sith auténticas no era probable quese las pudiera engañar tan fácilmente.

Zedd le había concedido hasta elamanecer y se le acababa el tiempo. ElPrimer Mago le había dicho que, si noestaba de vuelta a tiempo, moriría.

Abby daba gracias a que conocía

bien el terreno, o haría ya tiempo que sehabría perdido en medio de la confusiónde tiendas, fogatas, carros, caballos ymulas. Por todas partes había picas ylanzas apiladas en posición verticalformando círculos, con las puntasdescansando unas contra otras.Herradores, flecheros, herreros yartesanos de todas clases trabajabantoda la noche.

El aire estaba cargado de humo demadera quemada y resonaba el sonidodel metal al ser moldeado y afilado, y dela madera siendo tallada para creardesde arcos hasta carros. Abby se hacíacruces de que la gente pudiera dormir

con aquel ruido, pero lo cierto era quedormían.

Dentro de poco el inmensocampamento despertaría a un nuevo día.Un día de batalla, un día en el que lossoldados se dedicaban a hacer lo quehacían mejor. Disfrutaban ahora de unsueño reparador para poder estardescansados cuando llegara el momentode exterminar al ejército de la TierraCentral. Por lo que había oído, lossoldados d’haranianos eran muy buenosen su trabajo.

Abby había buscado sin tregua, perono había conseguido encontrar a supadre, ni a su esposo ni a su hija. No

tenía intención de darse por vencida, yse había resignado a la idea de que si nolos encontraba, moriría con ellos.

Había hallado cautivos atados juntosy sujetos a árboles o a postes clavadosen el suelo, para impedir que huyeran.Muchos más estaban encadenados. Aalgunos los reconoció, pero eran muchosmás los que no conocía. A la mayoríalos mantenían en grupos y custodiados.

Abby no vio ni una vez a un guardiadormido en su puesto. Cuando mirabanen su dirección, ella actuaba como sibuscara a alguien y no fuera a andarsecon miramientos con esas personascuando las encontrara. Zedd le había

dicho que su seguridad, y la de sufamilia, dependían de que representarael papel de modo convincente. Abbypensaba en aquellas personashaciéndole daño a su hija, y no leresultaba difícil actuar como si estuvieraenojada.

Pero se estaba quedando sin tiempo.No conseguía encontrarlos, y sabía queZedd no esperaría. Había demasiado enjuego; ahora lo comprendía. Empezaba areconocer que el mago y la MadreConfesora intentaban detener una guerra;que eran personas resueltas a llevar acabo la espantosa tarea decontraponerlas vidas de unos pocos a

las vidas de muchos.Abby alzó el faldón de otra tienda y

vio a unos soldados durmiendo. Seacuclilló y miró los rostros de unosprisioneros atados a carros. Éstos ledevolvieron la mirada con expresionesvacuas. Se inclinó al frente paracontemplar los rostros de unos niñosapretujados entre sí y sumidos enterribles pesadillas. No conseguíaencontrar a Jana. El enorme campamentose extendía por la accidentada campiña;había un millar de lugares donde podríaestar.

Mientras avanzaba con pasodecidido a lo largo de una hilera de

tiendas de campaña, empezó a rascarsela muñeca. Únicamente cuando huborecorrido un trecho reparó en que era elbrazalete, al calentarse, lo queprovocaba el escozor en la muñeca. Elcalor aumentó aún más a medida queseguía adelante, pero entonces empezó adesvanecerse. Arrugó la frente y elcorazón le latió más deprisa. Temiendodar rienda suelta a la esperanza de quepudiera ser la ayuda que tandesesperadamente necesitaba, pero a lavez reacia a abandonar esa esperanza,dio la vuelta y regresó en dirección allugar donde el brazalete habíadespedido calor.

En un punto en el que una sendaentre tiendas cambiaba de rumbo, volvióa notar el calorcillo emitido por elbrazalete. Dejó de andar un momento,clavando la mirada en la oscuridad. Elcielo empezaba ya a teñirse de luz.Tomó el camino entre las tiendas,siguiéndolo hasta que el brazalete seenfrió, entonces volvió sobre sus pasoshasta un llegar a un lugar donde volvió acalentarse y siguió en una direcciónnueva que hizo que éste se calentara aúnmás.

La madre de Abby le habíaentregado el brazalete diciéndole quesiempre lo llevara puesto, y que algún

día le sería de gran valor. Abby sepreguntó si el brazalete poseía magiaque la ayudaría a encontrar a su hija.Puesto que faltaba poco para queamaneciera, ésta parecía la únicaposibilidad que le quedaba. Apresuró elpaso al frente, encaminándose haciadonde la dirigía el calor del brazalete.

El brazalete la condujo a una zonaocupada por soldados que roncaban. Nohabía prisioneros a la vista. Unosguardias patrullaban la zona de hombresdormidos en sacos de dormir oenvueltos en mantas. Había una tiendainstalada entre aquellos hombretones;para un oficial, supuso.

No sabiendo qué otra cosa hacer,Abby pasó a grandes zancadas entre loshombres dormidos. Cerca de la tienda,el brazalete hizo ascender un calorhormigueante por su brazo.

Vio que los centinelas rondabanalrededor de la pequeña tienda igual quemoscas alrededor de carne. Loslaterales de lona brillaban tenuemente,sin duda debido a una vela en el interior.Algo más allá, a un lado, advirtió lapresencia de una forma dormida distintade la de los hombres. Al acercarse más,vio que era una mujer: Mariska.

La anciana respiraba con un silbidochirriante casi imperceptible mientras

dormía. Abby se quedó paralizada. Unosguardias le dirigieron una mirada.

Puesto que necesitaba hacer algoantes de que le hicieran preguntas, Abbylos miró con expresión airada y caminócon paso firme en dirección a la tienda.Intentó no hacer ningún ruido. Losguardias podrían pensar que era una mord-sith, pero a Mariska no laengañaría mucho tiempo. Una miradafuribunda de Abby hizo que los guardiasdesviaran la vista hacia la oscuracampiña.

Con el corazón latiéndole casidescontroladamente, Abby agarró elfaldón de la tienda. Sabía que Jana

estaría dentro. Se dijo que no debíalanzar un grito cuando viera a su hija, yse recordó que debía poner una manosobre la boca de la pequeña antes deque ésta pudiera gritar de alegría, nofueran a cogerles antes de que tuvierauna posibilidad de escapar.

El brazalete estaba tan caliente quedaba la impresión de que iba a causarleampollas en la carne. Abby agachó lacabeza para penetrar en la baja tienda.

La luz de una única vela reveló a unatemblorosa niña pequeña acurrucada enuna andrajosa capa de lana, sentada enmedio de unas mantas arrugadas. Lapequeña se percató del traje de cuero

rojo y luego alzó la mirada con unosojos enormes que pestañearon aterradosante lo que podría llegar a continuación.Abby sintió una punzada de angustiosodolor. No era Jana.

Compartieron una mirada extasiada,la niña y Abby, que contenía emocionesque iban más allá de las palabras. Elrostro de la niña, como debía de estarloel de Abby, quedaba claramenteiluminado por la vela, y en la mirada deaquellos grandes ojos grises que dabanla impresión de haber contempladoterrores inimaginables, pareció que lapequeña había tomado una decisión.

Los brazos se alzaron en actitud de

súplica.Instintivamente, en un gesto

protector, Abby cayó de rodillas ylevantó a la niña, abrazando con fuerzael pequeño cuerpo tembloroso. Losbrazos largos y delgados de la criaturasalieron de debajo de la capa andrajosay rodearon el cuello de Abby,aferrándose allí como si le fuera la vidaen ello.

—Ayúdame. ¡Por favor! —lloriqueóal oído de Abby.

Antes de cogerla en brazos le habíavisto el rostro a la luz de la vela. Abbyno tenía la menor duda. Era la hija deZedd.

—He venido a ayudarte —laconsoló Abby—. Zedd me ha enviado.

La niña gimió expectante al oír elnombre de su amado padre.

Abby colocó a la pequeña ante sí,sujetándola por los hombros.

—Te llevaré con tu padre, pero nodebes dejar que esta gente sepa que teestoy rescatando. ¿Puedes seguirme eljuego? ¿Puedes fingir que eres miprisionera, de modo que pueda sacartede aquí?

A punto de llorar, la niña asintió.Tenía el mismo cabello ondulado deZedd, y los mismos ojos, aunque eran deun gris cautivador, no de color avellana.

—Bien —susurró Abby, posando lamano sobre una mejilla helada, casiabstraída en aquellos ojos grises—.Confía en mí, pues, y te sacaré.

—Confío en ti —le respondió ellacon una vocecita queda.

Abby cogió una cuerda que había apoca distancia y la pasó alrededor delcuello de la niña.

—Intentaré no hacerte daño, perodebo hacer que piensen que eres miprisionera.

La hija de Zedd dirigió una miradade inquietud a la cuerda, como si laconociera bien, y luego asintió paraindicar que haría lo que le decían.

Abby se puso en pie, una vez fuerade la tienda, y mediante la cuerda, tiróde la niña para que saliera tras ella. Losguardias miraron en su dirección. Lajoven empezó a andar.

Uno de los hombres puso cara depocos amigos y se acercó.

—¿Qué está sucediendo?Abby se detuvo con gesto airado y

alzó la vara de cuero rojo, apuntandocon ella a la nariz del guarda.

—La han mandado llamar. ¿Y quiéneres tú para hacer preguntas? ¡Aparta demi camino o haré que te destripen y tepreparen para mi desayuno!

El hombre palideció y se hizo a un

lado a toda prisa. Antes de que éstetuviera tiempo de reconsiderarlo, Abbyse alejó a toda prisa, llevando a lapequeña a remolque al final de lacuerda, que arrastraba los talones parareforzar la impresión de que iba presa yen contra de su voluntad.

Nadie las siguió. Abby queríacorrer, pero no podía. Quería llevar a laniña en brazos, pero no podía. Tenía quedar la impresión de que una mord-sith sellevaba a una prisionera.

En lugar de tomar el camino máscorto para volver con Zedd, Abby siguiólas colinas río arriba hasta un lugardonde los árboles ofrecían un buen

escondite no muy lejos de la orilla delagua. Zedd le había dicho por dóndecruzar, y advertido que no regresara porun lugar diferente; había dispuestotrampas mágicas para impedir que los d’haranianos atacaran descendiendo porlas colinas para detener lo que fuera queél iba a hacer.

Más cerca del río vio, algo más allácorriente abajo, un banco de niebla queflotaba muy pegado al suelo. Zedd lehabía advertido enfáticamente que no seacercara a ninguna niebla, y ellasospechó que podría ser una nubevenenosa de alguna clase que él habíaconjurado.

El sonido del agua la informó de queestaba cerca del río, y el cielo de colorrosáceo le proporcionó luz suficientepara ver el río finalmente cuando salióde los árboles. Podía ver el enormecampamento instalado en las colinas a lolejos a su espalda, y no vio que nadielas siguiera. Retiró la cuerda del cuellode la niña, y ésta la contempló con susenormes ojos redondos. Abby la levantóy sujetó con fuerza.

—Agárrate, y no hagas ruido.Apretando la cabeza de la pequeña

contra su hombro, Abby corrió al río.

Había luz, pero no era el amanecer.Habían cruzado las aguas glaciales yllegado al otro lado cuando lo advirtiópor primera vez. Ya mientras corría a lolargo de la orilla, antes de que pudieraver el origen de la luz, Abby supo que seestaba invocando una magia que no separecía a ninguna magia que hubiesevisto nunca. Un sonido, quedo y fino,gemía río arriba hacia ella. Un olor,como si se hubiera quemado el mismoaire, flotaba a lo largo del margen delrío.

La niña se aferraba a Abby, con las

lágrimas corriéndole por las mejillas,temerosa de hablar… temiendo, alparecer, confiar en que por fin habíasido rescatada, como si hacer unapregunta pudiera de algún modoconseguir que todo se desvanecieracomo un sueño al despertar. Abbynotaba que las lágrimas corrían por suspropias mejillas.

Al doblar un recodo del río,distinguió al mago. Estaba en el centrodel río, sobre una roca que Abby nohabía visto nunca. La roca afloraba a lasuperficie del agua unos pocoscentímetros, casi dando la impresión deque el mago estaba de pie sobre el agua.

Zedd miraba en dirección a la lejanaD’Hara y, en el aire, delante de él,flotaban formas oscuras y oscilantes.Éstas se enroscaban a su alrededor,como si le confiaran algo, conversando,advirtiendo, tentándolo con brazosfluctuantes y dedos alargados que secontorsionaban como humo.

Una luz animada se enredabaalrededor del mago. Colores a la vezoscuros y maravillosos brillabantrémulamente en torno a él, retozando enformas imprecisas a través del aire. Eraa la vez la cosa más fascinante y la másaterradora que Abby había visto nunca.Ninguna magia que su madre conjurara

había parecido consciente.Pero lo más aterrador, con mucho,

era lo que se mantenía inmóvil en el aireante el mago. Parecía ser una esferaincandescente, como hecha dechisporroteante escoria líquida. Unbrazo de agua procedente del río girómágicamente hacia el cielo en unsurtidor, y cayó a borbotones sobre laplateada masa rotante.

El agua siseaba y expulsaba vapor alalcanzar la esfera, dejando tras ellanubes de vapor blanco que el suaveviento del amanecer arrastraba con él.La esfera incandescente se ennegrecíaante el contacto con el agua que caía en

cascada sobre ella y, sin embargo, elintenso calor interior volvía a fundir lasuperficie vítrea a la misma velocidadcon que el agua la enfriaba, haciendoque aquella cosa borbotara e hirviera enel aire, convertida en una siniestraamenaza palpitante.

Paralizada, Abby dejó que lapequeña resbalara hasta el suelocenagoso.

Los brazos de la niña se extendieronal frente.

—Papá.Él estaba demasiado lejos para

oírla, pero la oyó.Zedd se volvió, imponente en mitad

de aquella magia que Abby podía verpero ni remotamente comprender. Aunasí, Zeed, al mismo tiempo se veíapequeño, con toda la fragilidad de lacondición humana. Los ojos se lellenaron de lágrimas al contemplar a suhija junto a Abby. Aquel hombre queparecía estar consultando con espíritusdaba la impresión de estar viendo porprimera vez una auténtica aparición.

El Primer Mago saltó de la piedra ycorrió como una exhalación por el agua.Cuando llegó hasta la niña y la alzó a laseguridad de sus brazos, la pequeñaempezó a sollozar por fin, dejando salirel terror contenido.

—Vamos, vamos, quería mía —laconsoló Zedd—. Papá está aquí ahora.

—Oh, papá —lloró ella con lacabeza pegada a su cuello—, hicierondaño a mamá. Eran malvados. Lehicieron tanto daño…

La calmó con una voz llena deternura:

—Lo sé, cariño. Lo sé.En ese momento, Abby reparó en la

presencia de la hechicera y la MadreConfesora un poco más allá,observando, con los ojos brillantes porlas lágrimas. Aunque la joven sealegraba por el mago y su hija, elespectáculo no hizo más que intensificar

el dolor abrasador de su pecho ante loque había perdido. La sofocante angustiaalimentó sus lágrimas.

—¡Vamos, vamos, querida hija mía!—arrullaba Zedd—. Estás a salvoahora. Papá no dejará que te sucedanada. Estás a salvo ahora.

Zedd se volvió hacia Abby. Trasdedicarle una llorosa sonrisa deagradecimiento, la niña dormía ya.

—Un pequeño hechizo —le explicócuando Abby frunció el entrecejo por lasorpresa—. Necesita descansar, y yonecesito terminar lo que estoy haciendo.

Depositó a su hija en los brazos deAbby.

—Abby, ¿querrías llevarla hasta tucasa para que pueda dormir hasta que yohaya terminado aquí? Por favor, mételaen la cama y tápala para mantenerlacaliente. Dormirá.

Pensando en su propia hija en lasmanos de los animales que había al otrolado del río, Abby sólo pudo asentirantes de ponerse manos a la obra. Sesentía feliz por Zedd, e incluso estabaorgullosa de haber rescatado a su hija,pero, mientras corría hacia la casa, casise moría de pena por no haberconseguido rescatar a su propia familia.

Tras depositar el peso muerto de lacriatura dormida en la cama, corrió la

cortina sobre la pequeña ventana deldormitorio e, incapaz de resistirse,acarició su sedoso cabello negro ydepositó un beso en la tersa frente antesde dejar a la pequeña disfrutando de subendito descanso.

Con la criatura a salvo por fin ydormida, Abby bajó la loma a la carrerapara regresar al río. Pensaba pedir aZedd que le diera sólo un poco más detiempo para que pudiera regresar abuscar a su propia hija. El temor por loque pudiera sucederle a Jana hacía queel corazón le martilleara violentamente.Él tenía una deuda pendiente con ella, yaún no la había saldado.

Retorciéndose las manos, paró enseco, jadeante, al borde del agua, ycontempló al mago subido a la piedra enel río, con luces y sombras discurriendoa su alrededor. Ella había visto magiasuficiente para tener el buen sentido detemer acercarse a Zedd. Podía oír laspalabras que salmodiaba. Aunque nuncaantes las había oído, reconoció lacadencia característica de un hechizo, delas palabras que convocaban fuerzasaterradoras.

Sobre el suelo, junto a ella, estaba laextraña Gracia que le había vistodibujar la otra vez, la que habíatraspasado los mundos de la vida y de la

muerte. La Gracia estaba dibujada conuna centelleante arena de un blancopurísimo que destacaba con total nitidezsobre el oscuro lodo. A Abby le produjoescalofríos incluso su simplecontemplación, y aún más considerar loque significaba. Alrededor de la Gracia,dibujadas con sumo cuidado con lamisma arena blanca centelleante, habíaformas geométricas de invocacionesmágicas.

Abby bajó los puños, a punto dellamar al mago, cuando Delora seinclinó hacia ella. Abby se encogió,sobresaltada.

—Ahora no, Abigail —murmuró la

hechicera—. No lo molestes en mitad deesta parte.

De mala gana, Abby le hizo caso. LaMadre Confesora estaba también allí.Abby se mordió el labio mientrascontemplaba al mago alzar los brazos alcielo. Destellos de luces de colores searremolinaron a lo largo deserpenteantes haces de sombras.

—Pero debo hacerlo. No heconseguido encontrar a mi familia. Debeayudarme. Debe salvarles. Es una deudade huesos que debe saldarse.

Las otras dos mujeresintercambiaron una mirada.

—Abby —dijo la Madre Confesora

—, te dio una oportunidad, te diotiempo. Lo intentó. Hizo todo lo quepudo, pero ahora tiene que pensar entodos los demás.

La Madre Confesora cogió la manode Abby, y la hechicera rodeó loshombros de la joven con un brazomientras ésta permanecía allí, llorandoen la orilla. La desesperación laabrumaba. Aquello no podía acabar deese modo, no después de todo por lo quehabía pasado, no después de todo lo quehabía hecho.

El mago, con los brazos levantados,invocó más luz, más sombras, másmagia. El río se encrespó a su

alrededor. El objeto que siseaba en elaire creció a medida que caía poco apoco, acercándose más al agua. Hacesde luz salieron disparados de la ardientey rotante inflorescencia de poder.

El sol se alzaba ya sobre las colinasdetrás de los d’haranianos. La parte delrío en la que estaban no era tan ancha, yAbby podía ver la actividad que teníalugar en los árboles situados más allá.Había hombres moviéndose, pero laniebla que flotaba en la orilla opuestahacía que se mostraran recelosos, losmantenía entre los árboles.

También al otro lado del río, en ellinde de las colinas cubiertas de

árboles, otro mago hizo aparición.Arrojó al suelo una piedra y luego saltósobre ella. Tras subirse las mangas de latúnica, lanzó los brazos hacia el cielo,arrojando luz centelleante al aire. Abbypensó que el potente sol de la mañanapodría eclipsar las luminiscenciasconjuradas, pero no fue así.

La joven ya no pudo soportarlo más.—¡Zedd! —chilló a través del río—.

¡Zedd! ¡Por favor, lo prometiste!¡Encontré a tu hija! ¿Qué pasa con lamía? ¡Por favor no hagas eso hasta queella esté a salvo!

Zedd volvió la cabeza y la mirócomo si lo hiciera desde una gran

distancia, como si lo hiciera desde otromundo. Brazos de figuras oscuras loacariciaron. Dedos de humo oscuro searrastraron por su mandíbula, instándoloa que les devolviera la atención, pero élmiró a Abby en su lugar.

—Lo siento mucho. —A pesar de ladistancia, Abby pudo oír con todaclaridad las palabras que le susurraba—. Te concedí tiempo para queintentaras encontrarles. No puedo dartemás, o innumerables otras madresllorarán por sus hijos… madres todavíavivas, y madres en el mundo de losespíritus.

Abby profirió un lamento angustiado

cuando él regresó al encantamiento. Lasdos mujeres intentaron consolarla, peroAbby no quería que la consolaran en sudolor.

Retumbó un trueno en las colinas. Unrepiqueteo estruendoso procedente delhechizo que rodeaba a Zedd se elevópara resonar arriba y abajo del valle.Haces de luz intensa salieron disparadoshacia las alturas. Fue una visióndesorientadora: una luz que ascendíarefulgente al interior de la luz solar.

Al otro lado del río, pareció brotarel contraataque a la magia de Zedd.Brazos luminosos se retorcieron igualque humo, descendiendo para enredarse

con la luz que ascendía resplandecientealrededor del Primer Mago. La niebla alo largo del margen del río se difuminóde improviso.

En respuesta, Zedd extendió losbrazos a ambos lados. El refulgentehorno girante de luz derretida retumbó.El agua que discurría a raudales sobre élrugió a la vez que hervía y humeaba. Elaire aulló como si protestara.

Detrás del mago que había al otrolado del río, soldados d’haranianossurgieron en tropel de entre los árboles,empujando a sus prisioneros por delantede ellos. La gente chillaba aterrada. Loscautivos se encogían atemorizados ante

la magia del mago, pero las lanzas yespadas que había tras ellos losempujaban al frente.

Abby vio a varios que se negaban amoverse caer bajo las afiladas hojas.Ante los gritos de muerte, el resto seprecipitó al frente, igual que ovejas antelobos.

Si lo que fuera que hacía Zeddfracasaba, el ejército de la TierraCentral cargaría entonces paraenfrentarse a sus enemigos. Losprisioneros quedarían atrapados enmedio.

Una figura que se abría paso a lolargo del margen opuesto, arrastrando a

una criatura tras ella, atrajo la atenciónde Abby. Un repentino sudor gélido leheló la carne. Era Mariska. Abby dirigióuna veloz ojeada atrás. Era imposible.Entrecerró los ojos para ver mejor loque había al otro lado del río.

—¡Nooo! —exclamó Zedd.Era la hija de Zedd la que Mariska

sujetaba por los cabellos.De algún modo, la mujer las había

seguido y encontrado a la pequeñadurmiendo en casa de Abby. Sin nadieallí para velar por ella mientras dormía,Mariska había vuelto a hacerse con laniña.

La anciana sostuvo a la pequeña

delante de ella, para que Zedd la viera.—¡Detente y ríndete, Zorander, o

ella morirá!Abby se zafó violentamente de los

brazos que la sujetaban y penetró en elagua. Pugnó por correr contra lacorriente, por llegar hasta el mago.Cuando estaba a mitad de camino, élvolvió la cabeza para mirarla fijamentea los ojos.

Abby se quedó paralizada.—Lo siento. —Su propia voz le

sonó igual que una súplica antes de lamuerte—. Pensaba que estaba a salvo.

Zedd asintió con resignación. Nopodía hacer nada. Se volvió de nuevo

hacia el enemigo. Sus brazos se alzarona los costados. Sus dedos seextendieron, como si le ordenara a todoque se detuviera: magia y hombres porigual.

—¡Deja marchar a los prisioneros!—gritó Zedd a través del agua al magoenemigo—. ¡Déjales marchar, Anargo, yos concederé a todos vuestras vidas!

La carcajada de Anargo resonósobre el agua.

—Ríndete —siseó Mariska— o ellamorirá.

La anciana sacó el cuchillo queguardaba en la faja y presionó la hojacontra la garganta de la niña. La

pequeña chillaba aterrada, alargando losbrazos hacia su padre, arañando el airecon sus diminutos dedos.

Abby avanzó penosamente por elagua. Chilló, suplicando a Mariska quedejara en libertad a la hija de Zedd. Lamujer le hizo tan poco caso ala jovencomo le había hecho a Zedd.

—¡La última oportunidad! —gritóMariska.

—Ya la has oído —rezongó Anargodesde el otro lado del agua—. Ríndeteahora o ella morirá.

—¡Sabes que no puedo anteponermis sentimientos ala vida de mi gente!—replicó Zedd—. ¡Esto es entrenosotros, Anargo! ¡Déjales ir a todos!

La risa de Anargo resonó por todo elrío.

—¡Eres un idiota, Zorander!¡Tuviste tu elección! —Su semblanteadquirió una expresión colérica—.¡Mátala! —aulló a Mariska.

Con los puños a los costados, Zeddprofirió un alarido. El sonido parecióescindir la mañana con su furia.

Mariska alzó por los cabellos a laniña, que no dejaba de chillaraterrorizada. Abby lanzó un gritoahogado de incredulidad mientras lamujer le cercenaba la garganta a lapequeña.

La niña se debatió violentamente. Lasangre cayó a chorros sobre los dedossarmentosos de Mariska mientras ésta

pasaba brutalmente la hoja del cuchillode un lado a otro como si fuera unasierra. La mujer dio un último y potentetirón al cuchillo. El cuerpo empapado ensangre cayó al suelo en un ovillo inerte.Abby sintió unas crecientes ganas devomitar. La tierra fangosa de la orilladel río se tornó de un rojo aguado.

Mariska sostuvo la cabeza cortadaen alto con un aullido victorioso. Hilosde carne y sangre oscilaban bajo ella. Laboca permanecía abierta en un flácidogrito silencioso.

Abby rodeó las piernas de Zedd conlos brazos.

—¡Queridos espíritus, lo siento!

¡Oh, Zedd, perdóname!Gimió angustiada, incapaz de

serenarse tras ser testigo de algo tanespeluznante.

—Y ahora, pequeña —preguntóZedd con una voz ronca por encima desu cabeza—, ¿qué te gustaría quehiciera? ¿Querrías que les dejara ganar,para salvar a tu hija de lo que le hanhecho a la mía? Dime, pequeña, ¿quédebería hacer?

Abby no podía suplicar por la vidade su familia a costa de dejar que gentescomo aquéllas recorrieran sin control supaís arrasándolo todo. Su corazón,horrorizado, no podía permitirlo. ¿Cómo

podía sacrificar las vidas y la paz detodas las demás personas sólo para quesus seres amados vivieran?

No sería mejor que Mariska al matara niños inocentes.

—¡Mátalos a todos! —chilló a vozen cuello al mago, y alargó el brazo,señalando a Mariska y al odioso magoAnargo—. ¡Mata a esos cabrones!¡Mátalos a todos!

Como si obedecieran su orden, losbrazos de Zedd se alzaron veloces haciael cielo. El retumbo de otro truenorestalló en la mañana. La masa fundidaque el Primer Mago tenía delante sesumergió en el agua y el suelo tembló

con una violenta sacudida. Un enormegéiser de agua salió disparado al aire, yel mismo aire se estremeció. El másespantoso de los estampidos removiólas aguas convirtiéndolas en espuma.

Abby, acuclillada, con el agua hastala cintura, se sentía aterida no tan sólodebido al frío, sino porque sabía concerteza que la habían abandonado losbuenos espíritus que siempre habíapensado que velarían por ella. Zedd giróy le agarró el brazo, tirando de ellahacia arriba para colocarla sobre laroca con él.

Era otro mundo.Las formas que los rodeaban la

llamaban también a ella. Alargaban lasmanos, salvando la distancia entre lavida y la muerte. Un dolor punzante, unjúbilo aterrador, una paz profunda, seextendieron a través de ella ante elcontacto de aquellas figuras. Una luzascendió por su cuerpo, llenándola igualque el aire le llenaba los pulmones, yestalló en cascadas de chispas en suimaginación. El compacto alarido de lamagia era ensordecedor.

Una luz verde surcó el agua. En elotro lado del río, Anargo había sidoarrojado al suelo. La roca sobre la quehabía estado de pie estaba hecha añicos,convertida en esquirlas afiladas como

Los soldados gritaban de miedomientras remolinos de humo y chispasde luz danzaban en el aire por todaspartes.

—¡Huid! —chilló Mariska a voz encuello—. ¡Mientras tenéis la posibilidadde hacerlo! ¡Huid para salvar vuestrasvidas! —Ella corría ya en dirección alas colinas—. ¡Dejad a los prisionerospara que mueran! ¡Salvaos vosotros!¡Huid!

El estado de ánimo en el otro ladodel río se galvanizó en una únicadeterminación. Los d’haranianossoltaron sus armas. Arrojaron a un ladolas cuerdas y cadenas que sujetaban a

los prisioneros, dieron media vuelta yhuyeron. En un instante, todo un ejércitoque un momento antes había estado allí,implacablemente decidido a enfrentarsea ellos, salía huyendo como poseído porun único pavor.

Por el rabillo del ojo, Abby vio a laMadre Confesora y a la hechicerapugnando por correr dentro del agua.Aunque el agua apenas les llegaba másarriba de las rodillas, ésta les impedíaavanzar en su precipitada carrera tantocomo lo haría el lodo.

Abby lo observaba todo como en unsueño. Flotaba en la luz que la envolvía.Dolor y éxtasis eran una sola cosa en su

interior. Luz y oscuridad, sonido ysilencio, júbilo y pena, todo era uno,todo y nada, juntos en un caldero demagia aullante y colérica.

En el otro lado del río, el ejército d’haraniano se había esfumado en elinterior del bosque. Nubes de polvoascendían por encima de los árboles,señalando la huida de hombres acaballo, en carros y a pie, mientras en elmargen del río, la Madre Confesora y lahechicera empujaban a la gente al agua,gritándoles órdenes, aunque Abby no oíalas palabras, tan absorta estaba en losextraños gorjeos armoniosos quedescomponían sus pensamientos en

visiones de colores danzarines que sesobreponían a lo que sus ojos intentabandecirle.

Pensó brevemente que sin duda semoría. Pensó brevemente que noimportaba. Y entonces su mente volvió anadar en el frío color y la luz ardiente,en el tamborileo de la música de lamagia y de mundos engranándose. Elabrazo del mago le hacía sentir como sivolviera a estar en los brazos de sumadre. A lo mejor así era.

Abby fue consciente de que la gentealcanzaba la orilla de la Tierra Central ycorría por delante de la MadreConfesora y la hechicera. Todos

desaparecieron entre los juncos y acontinuación Abby los vio a lo lejos,más allá de los altos pastos, corriendocolina arriba, lejos de la sublime magiaque escupía el río.

El mundo retumbó a su alrededor.Un violento golpe subterráneo leprovocó un dolor agudo en el pecho. Unquejido, como de acero haciéndosetrizas, rasgó el aire matutino. Por todaspartes el agua danzaba y temblaba.

Nubes de vapor ardiente daban lasensación de que escaldarían las piernasde Abby. El aire se tornó blanco debidoal vapor. El ruido le lastimaba los oídoshasta tal punto que cerró los ojos con

fuerza, pero veía lo mismo con los ojoscerrados que con los ojos abiertos:figuras imprecisas arremolinándose através del aire de color verde. Su menteparecía estar enloqueciendo, nada teníasentido. Una furia verde rasgaba sucuerpo y su alma.

Abby sintió dolor, como si algo ensu interior se partiera en dos. Lanzó unaexclamación ahogada y abrió los ojos.Una horrenda barrera de fuego verde seapartaba de ellos, yendo hacia el otrolado del río. Chorros de agua salierondisparados hacia lo alto, igual que unatormenta eléctrica invertida, y seentrelazaron relámpagos por encima de

la superficie del río.Cuando la conflagración alcanzó la

orilla opuesta, el terreno bajo ella sedesgarró. Haces de luz de color violetasurgieron como flechas de losdesgarrones abiertos en la tierra, igualque sangre procedente de otro reino.

Lo peor de todo eran los alaridos.Alaridos de los muertos, Abby estabasegura. Parecía como si su propia almagimiera en solidaridad con el intensodolor de los gritos que inundaban elaire. Desde la verde barrera dereluciente fuego que retrocedía, lasfiguras se retorcían y giraban, llamando,suplicando, intentando escapar del

mundo de los muertos.Comprendió entonces que eso era la

barrera de fuego verde: la muerte, quehabía cobrado vida.

El mago había abierto una brecha enel límite entre los mundos.

Abby no tenía ni idea de cuántotiempo transcurría; en las garras de laextraña luz en la que nadaba no parecíaexistir tiempo, como tampoco existíanada sólido. No había nada familiar enninguna de aquellas sensaciones, todasescapaban a su comprensión.

Tuvo la impresión de que la barrerade fuego verde había detenido su avanceen los árboles de la ladera distante. Los

árboles sobre los que había pasado, yaquellos que podía ver abrazados por lareluciente cortina, estaban ennegrecidosy resecos por el contacto con la mismamuerte. Incluso la hierba sobre la quehabía pasado la tétrica presenciaparecía haber sido calcinada por unpotente sol de verano hasta quedar negray crujiente.

Mientras Abby la contemplaba, labarrera fue perdiendo brillo. Conformela miraba fijamente, ésta pareciófluctuar dentro y fuera de su visión, aveces era una trémula incandescenciaverde, igual que cristal fundido, y aveces tan sólo una pálida insinuación,

como una niebla que acabara de pasar.Iba extendiéndose a cada lado, una

cortina de muerte que hacía estragos enel mundo de la vida.

Abby se percató de que volvía a oírel río, los agradables y corrientessonidos de agua que chapotea, que lamela orilla, que borbotea, que había oídotoda su vida, pero en los que no habíareparado la mayor parte del tiempo.

Zedd descendió de la roca de unsalto y le cogió la mano para ayudarla abajar. Abby aferró su mano parasostenerse en medio de las vertiginosassensaciones que se deslizaban por sucabeza.

El mago chasqueó los dedos, y laroca sobre la que acababan de estarpegó un salto en el aire, provocando quela joven lanzara una exclamaciónasustada. En un instante, tan breve quedudó que lo hubiera visto, Zedd atrapóla roca. Se había convertido en unapiedra pequeña, más pequeña que unhuevo. El mago le guiñó un ojo a lajoven mientras deslizaba la piedra alinterior de un bolsillo. Abby consideróel guiño como la cosa más rara quepodía imaginar, más rara incluso que elpeñasco, ahora una piedra en el bolsillode su compañero.

En la orilla del río, la Madre

Confesora y la hechicera aguardaban.Cuando Abby llegó junto a ellas, lacogieron por los brazos, ayudándola asalir del agua primero a ella, y luego aZedd.

La hechicera mostraba una expresióntorva.

—Zedd, ¿por qué no se mueve?A Abby le sonó más a acusación que

a pregunta. En cualquier caso, Zedd hizocaso omiso.

—Zedd —dijo Abby con untrasfondo de dolor en la voz—. Losiento tanto… Es culpa mía. No deberíahaberla dejado sola. Debería habermequedado. Lo siento tanto…

El mago, dando la impresión de queapenas oía sus palabras, contemplaba labarrera de muerte del otro lado del río.Engarfió los dedos y los alzó pordelante del pecho, pareciendo invocaralguna clase de resolución en su fuerointerno. Con los dientes apretados, surostro adoptó un semblante sombrío deconcentración total.

Con un repentino ruido sordo en elaire, surgió fuego entre sus manos, y éllo alargó al frente, tal y como sostendríauna ofrenda. Abby, junto con las otrasdos mujeres, alzó un brazo paraprotegerse el rostro del calor.

Zedd alzó la turbulenta esfera de

fuego líquido y ésta creció entre susmanos, brincando y girando, rugiendo ysiseando enfurecida.

Las tres mujeres retrocedieron,tambaleantes, para apartarse de la iraincandescente. Abby había oído hablarde aquella clase de fuego. En unaocasión había oído a su madrenombrarlo en voz muy baja: fuego demago. Incluso entonces, sin verlo nisaber qué aspecto tenía, la imagen queaquellas palabras musitadas habíancreado en su mente, mientras su madrelo contaba, había provocado escalofríosa la muchacha. El fuego de mago era elflagelo de la vida, invocado para

hostigar a un enemigo. Lo que veía nopodía ser otra cosa.

—Por matar a mi amor, a mi Erilyn,la madre de nuestra hija, y a todos losotros seres inocentes a los que amabanpersonas inocentes —musitó Zedd—, yote envío, Panis Rahl, la ofrenda de lamuerte.

El mago extendió los brazos a loslados. El líquido fuego, azul y amarillo,cumpliendo las órdenes de su amo, rodóal frente, adquiriendo velocidad paraalejarse con un rugido en dirección a D’Hara. Al cruzar el río, creció como unestallido de relámpagos enfurecidos,gimiendo con furia iracunda,

reflejándose en trémulos puntos de luzdel agua en forma de miles de chispasrelucientes.

El fuego de mago pasó como unaexhalación al otro lado de la crecientebarrera verde, rozando apenas el bordesuperior. Al hacer contacto, estallaronunas llamaradas verdes, algunas de lascuales se desprendieron, atrapadas en laestela del fuego de mago, al quesiguieron igual que el humo tras unallama. La letal mezcla salió aullando endirección a la línea del horizonte. Todoel mundo permaneció como petrificado,observando, hasta que todo rastro deello hubo desaparecido en la distancia.

Cuando Zedd, pálido y agotado, sevolvió hacia ellas, Abby se aferró a sutúnica.

—Zedd, lo lamento tanto. Nodebería…

Él posó los dedos sobre los labiosde la joven para acallarla.

—Hay alguien esperándote.Ladeó la cabeza y ella se dio la

vuelta. Allí detrás, junto a los juncos,estaba Philip sujetando la mano de Jana.Abby lanzó un grito ahogado a la vezque se estremecía, presa de un aturdidojúbilo. Philip le dedicó su familiarsonrisa de oreja a oreja. A pocos pasos,el padre de Abby sonrió y asintió para

indicarle su aprobación.La joven corrió hacia ellos con los

brazos extendidos. Jana arrugó elsemblante y retrocedió, pegándose a supadre. Abby cayó de rodillas ante suhija.

—Es mamá —dijo Philip a Jana—.Es sólo que lleva ropa nueva.

Abby pensó que Jana estabasimplemente asustada por la vestimentaroja, pero entonces advirtió qué mirabatan fijamente su hija. Sonrió entre laslágrimas a la vez que soltaba la largatrenza y la arrojaba lejos.

—¡Mamá! —exclamó la niña al versu sonrisa.

Abby estrechó a su hija entre susbrazos. Rió y oprimió a Jana con tantafuerza contra sí que la pequeña lanzó ungrito de protesta. La joven sintió lamano de Philip sobre su hombro enafectuoso saludo, y entonces se puso enpie y lo rodeó con un brazo, sin poderhablar a causa de las lágrimas. Su padrele colocó una reconfortante mano en laespalda mientras ella apretaba la manode Jana.

Zedd, Delora y la Madre Confesoralos condujeron colina arriba, endirección a las personas que aguardabanen la cima. Soldados, la mayoríaoficiales, algunos de los cuales Abby

reconoció, unas cuantas personasprocedentes de Aydindril y el magoThomas esperaban junto a losprisioneros liberados. Entre laspersonas liberadas estaban loshabitantes de Vado del Coney; personasque no sentían aprecio por Abby, la hijade una hechicera. Pero eran su gente, lagente de su hogar, la gente que habíaquerido que se salvara.

Zedd posó una mano sobre elhombro de la joven. Abby se quedóestupefacta al ver que la onduladacabellera castaña del mago era ahora enparte blanca como la nieve, y supo sinnecesidad de un espejo que la suya

había sufrido la misma transformaciónen aquel lugar más allá del mundo de lavida, donde, durante un tiempo, los doshabían estado.

—Ésta es Abigail, nacida de Helsa—informó en voz alta el mago a todoslos reunidos—. Es ella quien fue aAydindril en busca de mi ayuda. Aunqueno posee magia, gracias a ella todosvosotros estáis libres. Le importasteis losuficiente como para suplicar porvuestras vidas.

Abby, con el brazo de Philiprodeándole la cintura y la mano de Janaen la suya, paseó la mirada del mago ala hechicera y luego a la Madre

Confesora. Ésta sonrió. Abby pensó queera una muestra de insensibilidad hacertal cosa en vista de que la hija de Zeddhabía sido asesinada ante sus ojos nohacía mucho. Así se lo musitó.

La sonrisa de la Madre Confesora seensanchó.

—¿No lo recuerdas? —inquirió a lavez que se inclinaba hacia ella—. ¿Norecuerdas cómo te dije que lollamábamos?

Abby, confundida por todo lo quehabía sucedido, era incapaz de imaginara qué se refería la Madre Confesora.Cuando admitió que no lo recordaba, laMadre Confesora y la hechicera se la

llevaron con ellas, más allá de la tumbadonde Abby había vuelto a enterrar elcráneo de su madre, y entraron en lacasa.

Haciéndose a un lado, para dejarlepaso, la Madre Confesora empujó consuavidad la puerta del dormitorio deAbby. La joven abrió los ojos comoplatos, incrédula. Allí, bien arropada enla cama donde Abby la habíadepositado, en la cama de la queMariska la había sacado, estaba la hijade Zedd, que seguía durmiendoplácidamente.

—El Embaucador —explicó laMadre Confesora—. Te dije que ése era

el nombre que le dábamos.—Y no es uno muy lisonjero —

refunfuñó Zedd, acercándoseles pordetrás.

—Pero… ¿cómo? —Abby se llevólos dedos a las sienes—. Nocomprendo…

Zedd señaló con una mano y fueentonces cuando Abby vio el cuerpo queyacía justo al otro lado de la puerta quedaba a la parte de atrás. Era Mariska.

—Cuando me mostraste lahabitación cuando vinimos aquí laprimera vez —le dijo Zedd—. Coloquéunas cuantas trampas para aquellos quetuvieran intención de hacer daño. A esa

mujer la mataron esas trampas porquevino aquí con la intención de llevarse ami hija.

—¿Quieres decir que ha sido todouna ilusión? —Abby estaba atónita—.¿Por qué tendrías que hacer una cosa tancruel? ¿Cómo pudiste?

—Soy objeto de una venganza —explicó el mago—. No quería que mihija pagara el precio que su madre ya hapagado. Puesto que mi hechizo mató a lamujer cuando ésta intentaba hacer dañoa mi hija, pude utilizar una visión de ellapara llevar a cabo el engaño. Elenemigo conocía a la mujer, y sabía queactuaba a las órdenes de Anargo. Utilicé

lo que esperaban ver para convencerlosy asustarlos, a fin de que huyeran yabandonaran a los prisioneros.

»Lancé el hechizo de muerte demodo que todo el mundo pensara quehabían visto cómo mataban a mi hija. Lohice para protegerla de lo imprevisto.De este modo, el enemigo cree que mihija está muerta, y no tendrán ningúnmotivo para perseguirla o para volver aintentar hacerle daño.

La hechicera lo miró con cara depocos amigos.

—Si fueras cualquier otro, Zeddicus,y por cualquier motivo salvo el motivoque tú tenías, me ocuparía de que se

presentaran cargos contra ti por lanzaruna telaraña mágica como la del hechizode muerte. —Dicho esto, mostró unaamplia sonrisa—. Bien hecho, PrimerMago.

En el exterior de la casa, todos losoficiales querían saber qué sucedía.

—¡No habrá batalla hoy! —les gritóZedd—. ¡Acabo de poner fin a la guerra!

Todos profirieron vítores de genuinojúbilo. De no ser porque Zedd era elPrimer Mago, Abby sospechó que lohabrían llevado a hombros. Parecía queno había nadie más contento de quehubiera paz que aquéllos cuya tarea eracombatir por ella.

El mago Thomas, con un semblantemás humilde del que Abby le había vistonunca, carraspeó.

—Zorander, yo… yo… yosencillamente no puedo creerlo que mispropios ojos han visto. —Su rostroasumió finalmente su familiar expresiónceñuda—. Pero tenemos ya a personas apunto de sublevarse debido a la magia.Cuando se extienda la noticia delosucedido aquí, ello no hará más queempeorar las cosas. Las peticiones dequedar libres de la magia aumentan día adía, y tú acabas de alimentar esa rabia.Con esto, es probable que nosencontremos con una revuelta entre las

manos.—Sigo queriendo saber por qué no

se mueve —refunfuñó Delora a suespalda—. Quiero saber por qué selimita a permanecer ahí parado, todoverde e inmóvil.

Zedd hizo como si no la oyera ydirigió la atención al anciano mago.

—Thomas, tengo un trabajo para ti.Hizo una seña a varios oficiales y

funcionarios de Aydindril para que seadelantaran, y pasó un dedo por delantede sus rostros, y el suyo propio adquirióun semblante adusto y decidido.

—Tengo un trabajo para todosvosotros. La gente tiene motivos para

temer a la magia. Hoy hemos vistomagia letal y peligrosa. Puedocomprender por qué la temen.

»Teniendo en cuenta estos temores,les concederé su deseo.

—¡Qué! —se burló Thomas—. Nopuedes poner fin a la magia, Zorander.Ni siquiera tú puedes llevar a cabo unaparadoja semejante.

—No ponerle fin —contestó Zedd—. Pero sí darles un lugar sin ella.Quiero que organicéis una delegaciónoficial lo bastante numerosa para viajarpor toda la Tierra Central con la oferta.Todos aquellos que quieran abandonarun mundo con magia deben trasladarse a

los territorios situados al oeste. Allípodrán emprender una nueva vida librede cualquier magia. Me aseguraré deque la magia no pueda importunar supaz.

Thomas alzó las manos al cielo.—¿Cómo puedes hacer tal promesa?El brazo de Zedd se alzó para

señalar a lo lejos detrás de él, a labarrera de fuego verde que crecía haciael cielo.

—Invocaré una segunda barrera demuerte, a través dela cual no puedapasar nadie. El otro lado será un lugarlibre de magia. Allí la gente será librede vivir sus vidas sin magia.

»Quiero que todos os ocupéis de quela noticia recorra el territorio. La gentetendrá hasta la primavera para emigrar alas tierras del oeste. Thomas, túgarantizarás que nadie con magia efectúeel viaje. Poseemos libros que podemosutilizar para asegurarnos de quepurgamos un lugar de cualquiera quetenga un indicio de magia. Podemosasegurar que no habrá magia allí.

»En primavera, cuando todos los quelo deseen hayan ido a su nueva patria,les aislaré herméticamente de la magia.De un solo golpe, satisfaré la granmayoría de las peticiones. Tendrán susvidas sin magia. Que los buenos

espíritus velen por ellos, y ojalá noacaben lamentando que se les hayaconcedido su deseo.

Thomas señaló con indignación laformidable cosa que Zedd había traídoal mundo.

—Pero ¿qué hay de eso? ¿Y si lagente va a parar allí inadvertidamente enla oscuridad? Tropezarían con su propiamuerte.

—Una vez que se haya estabilizado—manifestó Zedd— resultará difícil dedistinguir. Tendremos que colocarguardias para que mantengan a la gentealejada. Tendremos que reservamos unafranja de terreno cerca del límite y tener

hombres que custodien la zona eimpidan el paso a la gente.

—¿Hombres? —preguntó Abby—.¿Te refieres a que tendréis queestablecer un cuerpo de custodios dellímite?

—Sí —repuso Zedd, enarcando lascejas—, ése es un buen nombre paraellos. Custodios del Límite.

Descendió el silencio sobre los quese inclinaban al frente para oír laspalabras del mago. El estado de ánimohabía cambiado y ahora era serio, pueshabía una cuestión desagradable quetratar. Abby era incapaz de imaginar unlugar sin magia, pero sabía cuán

vehementemente lo deseaban algunos.Thomas asintió por fin.—Zedd, esta vez creo que tienes

razón. En algunas ocasiones, debemosservir a la gente no sirviéndola.

Los demás mascullaron su acuerdo,aunque, como Abby, les parecía unasolución deprimente.

Zedd se irguió.—Entonces está decidido.Giró y anunció a la multitud el final

de la guerra, y la división que tendríalugar, mediante la cual aquellos quehabían presentado sus peticiones paravivir sin magia desde hacía años veríanconcedida su súplica. Para aquellos que

lo desearan, se crearía un territoriofuera de la Tierra Central que careceríade magia.

Mientras todo el mundo hablaba porlos codos sobre una cosa tan misteriosay exótica como una tierra sin magia, oproferían vítores y celebraban el finalde la guerra, Abby susurró a Jana queaguardara junto a su padre un momento.Besó a su hija y luego aprovechó laoportunidad para llevar a Zedd a unlado.

—Zedd, ¿puedo hablar contigo?Tengo una pregunta.

Zedd sonrió y la sujetó por el codo,instando a Abby a entrar en su pequeña

casa.—Me gustaría ver cómo está mi hija.

Acompáñame.Abby dejó de lado la prudencia y

cogió la mano de la Madre Confesora enuna de las suyas, la de Delora en la otra,y las arrastró con ella. También teníanderecho a oírlo.

—Zedd —preguntó en cuantoestuvieron lejos de la multitud—,¿podría saber, por favor, qué deudatenía tu padre con mi madre?

Zedd enarcó una ceja.—Mi padre no tenía ninguna deuda

con tu madre.Abby frunció el entrecejo, totalmente

desconcertada.—Pero era una deuda de huesos,

transmitida de tu padre a ti, y de mimadre a mí.

—Oh, sí, desde luego que era unadeuda, pero no se le debía a tu madre,sino que era ella quien tenía la deuda.

—¿Qué? —preguntó Abby enanonadada confusión—. ¿Qué quieresdecir?

Zedd sonrió.—Cuando tu madre te estaba dando

a luz, tuvo problemas. Ambas os moríaisdurante el parto. Mi padre utilizó magiapara salvarla a ella. Helsa le suplicóque te salvase también a ti. Para poder

mantenerte en el mundo de los vivos yfuera de las garras del Custodio, sindetenerse a pensar en su propiaseguridad, él tuvo que esforzarse másallá de la resistencia que cualquieraesperaría de un mago.

»Tu madre era una hechicera ycomprendió la magnitud de lo que habíaimplicado salvarte la vida. Reconocióperfectamente el peligro que habíacorrido la integridad física de mi padre.En agradecimiento a lo que él habíahecho, le juró una deuda. Cuando ellamurió, la deuda pasó a ti.

Abby, con los ojos como platos,intentó reconciliar todo aquello

mentalmente. Su madre nunca le habíacontado la naturaleza de la deuda.

—Pero…, pero ¿quieres decir quesoy yo la que tengo una deuda contigo?¿Quieres decir que la deuda de huesos latenía yo?

Zedd abrió la puerta de la habitacióndonde dormía su hija, sonriendo al miraral interior.

—La deuda está pagada, Abby. Elbrazalete que tu madre te dio poseíamagia que te ligaba a la deuda. Graciaspor la vida de mi hija.

Abby echó una veloz mirada a laMadre Confesora. Embaucador… sinlugar a dudas.

—Pero ¿por qué quisiste ayudarme,si no era en realidad una deuda quetuvieras conmigo? ¿Si en realidad erauna deuda que yo tenía contigo?

Zedd se encogió de hombros.—Obtenemos una recompensa

simplemente mediante la ayuda a otros.Nunca sabemos cómo, o si, esarecompensa regresará a nosotros.Ayudar es la recompensa. Ninguna otraes necesaria ni mejor.

Abby contempló a la hermosa niñaque dormía allí.

—Estoy agradecida a los buenosespíritus por haber podido ayudar amantener esa vida en este mundo. Puede

que yo no posea el don, pero puedoprever que llegará a ser una persona degran importancia, no tan sólo para ti,sino para otros.

Zedd sonrió despreocupadamentemientras contemplaba cómo dormía suhija.

—Creo que tal vez poseas el don dela profecía, querida, pues ella ya es unapersona que ha contribuido a ponerle fina una guerra, y al hacerlo, ha salvado lasvidas de innumerables personas.

La hechicera señaló con gestoindignado fuera de la ventana.

—Sigo queriendo saber por qué esacosa no se mueve. Se suponía que

pasaría sobre D’Hara y eliminaría deella toda vida, que los mataría a todospor lo que han hecho. —Su expresiónfuribunda se intensificó—. ¿Por qué selimita a permanecer allí quieta?

Zedd enlazó las manos.—Puso fin a la guerra. Eso es

suficiente. La barrera es parte del mismoInframundo, del mundo de los muertos.El ejército d’haraniano no conseguirácruzarla y hacernos la guerra mientrastal límite permanezca en pie.

—¿Y cuánto tiempo se mantendráasí?

Zedd se encogió de hombros.—Nada permanece eternamente. Por

ahora, habrá paz. La matanza hafinalizado.

La hechicera no parecía sentirsesatisfecha.

—¡Pero ellos intentaban matarnos atodos!

—Bueno, pues ahora no pueden.Delora, hay personas en D’Hara quetambién son inocentes. Sólo porquePanis Rahl deseara conquistarnos ysojuzgarnos, eso no significa que todoslos d’haranianos sean malvados. Muchasbuenas personas en D’Hara hanpadecido bajo un régimen cruel. ¿Cómopodía matar a toda la gente que vive allí,incluidas todas las personas que no nos

han hecho ningún daño, y que ellasmismas sólo desean vivir sus vidas enpaz?

Delora se pasó una mano por elrostro.

—Zeddicus, en ocasiones no teconozco. En ocasiones resultas unViento de la Muerte asqueroso.

La Madre Confesora estaba de pieante la ventana mirando con fijeza endirección a D’Hara. Sus ojos colorvioleta se volvieron hacia el mago.

—Ahí hay gentes que serán tusenemigos de por vida debido a esto,Zedd. Te has creado unos enemigosimplacables. Los has dejado vivos.

—Los enemigos —contestó el mago— son el precio del honor.

TERRY GOODKIND nació en 1948 enOmaha, Nebraska, Estados Unidos,donde asistió a una escuela de Arte.Abandonó sus estudios a causa de sudislexia y trabajó en diversos oficios,como ebanista y restaurador, antes dededicarse a la escritura.

Es conocido por su saga La espada dela verdad (The sword of truth). En susnovelas, narra sus propias experienciasextrapolándolas al mundo de la fantasía,resultando muy realista a pesar delgénero. La serie ha vendido veinticincomillones de copias y fue traducida a másde 20 idiomas.