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reporte punk EL GRAN CHATARRAL: VIVIENDO DE RECICLAR

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El Gran Chatarral:

ViViendo de reciclar

Primero, el rumor: Dicen que hay una casa hecha de chatarra en pleno Centro Histórico de la ciudad de México.

Luego, la confirmación: La casa existe, se encuentra en las calles de Allende y Re-pública de Perú.

Inmediatamente la duda: ¿Será que fun-ciona como una casa de verdad?

Entonces, la constatación: Llegamos al Metro Allende, cerca de la céntrica calle homónima, donde la visión de aparadores de zapatos y escaparates rebosantes de vestidos de gala se multiplica hasta donde alcanza la vista, y el oleaje de la gente que va y viene de local en local no cesa. Caminamos por aceras en las que nunca faltan los gritos que ofertan una incalculable variedad de productos a los transeúntes, ni las tiendas chinas que prometen “Todo a 10 pesos”. Abundan cantinas que ofrecen cerveza a buen precio, junto a repetitivos expendios de bolsas y maletas, cajas fuertes, sillas, máquinas de escribir mecánicas, libros viejos y leídos, instrumentos musicales y artículos de la India.

Después del Templo de San Lorenzo comienzan a aparecer vecindades aban-donadas con los restos de lo que en otro siglo fueron escaleras majestuosas y ahora son despojos semienterrados entre el polvo y la basura.

Dicen que cerca de ahí se erige una casa fabricada con desperdicios. Y es cierto.

Conforme se camina hacia la esquina de Allende y República de Perú, emerge ante la mirada atenta una habitación sostenida por disímbolos pilares improvisados, entre los que se encuentra un viejo poste de luz y una viga metálica oxidada. Toda la pieza está construida con material de desecho y parece estar sostenido con malla ciclónica.

Desde afuera se vislumbran otras habi-taciones construidas sobre los árboles, un camión viejo al que no le falta una sola pie-

En algún lugar del Centro Histórico de la capital mexicana se ubica El Gran Chatarral, una casa edificada por completo con ele-mentos y materiales reutilizados. Ahí vive y trabaja Jaime Jiménez, que hace 20 años empezó a recorrer las calles de la ciudad empu-jando una carreta donde almacenaba los desechos que recolecta-ba, hasta que adoptó el reciclaje como una forma de vida.

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za, el cuerpo de una motocicleta que lleva a pensar que pudo haber salido volando para estrellarse en un balcón, ramas, tablas, alu-minio, alambre, maniquíes, ruedas, chatarra metálica y una puerta abierta.

Nada se mueve en aquel lugar que a pri-mera vista se asemeja más a un tiradero que a un hogar.

En la puerta abierta, haciendo guardia, permanece el torso de un soldado de hoja-lata sacado de algún cuento de Oz. Sobre su cabeza pende una campana.

“¡Taaan taaan!”, grita la campana mien-tras la curiosidad aguarda impaciente. ¿Cómo será el habitante de estos desechos?

Pasan minutos.Por fin aparece un náufrago citadino

enfurruñado, mas no niega el saludo: es Jaime Jiménez, amo, señor e inquilino de lo que él mismo ha bautizado como El Gran Chatarral.

Lo conocen como “don Jaime”. Su larga cabellera está recogida en una especie de chongo que corona su cráneo. Las canas van conquistando el territorio de su barba y los años han arrancado algunos dientes de sus encías. Lleva una camiseta que deja al descubierto el tatuaje de un escriba maya en su brazo derecho. Sus pantalones cortos parecen cómodos, igual que los huaraches que se fabricó con unas llantas de automóvil. Tiene 50 años y siempre está enojado.

Refunfuña, sí. Pero sus formas nunca son como las de quien corre un perro a pedra-das. Intercambia unas palabras con mucho trabajo y vuelve a refunfuñar. Finalmente invita a pasar a su casa.

Está muy molesto con todo. “Con la gente, con el gobierno, con nuestra histo-ria, ¡con todo!… Nada está chido y seguimos siendo apretados del gaznate”, exclama don Jaime.

Por Alejandra del Castillo Fotografía: Christian Palma

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Durante la charla se asume como un “majadero de marca”, lo cual no significa que sea mal conversador.

El mal humor y su pesimismo son in-gredientes fundamentales del carisma de don Jaime, a quien se le suaviza el carácter cuando habla de lo que le apasiona: la defensa del medio ambiente.

Desde hace 15 años el reciclaje es su for-ma de vida.

Hace 25 años llegó al Centro Histórico, a edificio levantado en un predio de 300 me-tros y que amenazaba con derrumbarse por el peso de los años. Antes de que sucediera lo inevitable, tramitó los permisos necesarios y lo demolió. Limpió el terreno del caliche y los despojos, y poco a poco ha llenado los vacíos… con otro tipo de despojos.

Hoy su casa es a la vez negocio y hogar. Toda la construcción la ha hecho él, con re-tazos de cualquier cantidad de objetos.

Desde la entrada se asoman pilares de la cháchara que ha recolectado y que se man-tiene lista para llamar la atención de algún comprador. Al cruzar ese primer patio se abre la puerta que lleva al taller donde don Jaime restaura muebles. Ahí almacena piezas que ha levantado de las calles, desde piedras hasta colecciones de camiones de juguete que presume en una vitrina. Dice tener el badajo de la campana de la Catedral Metro-politana y guarda como un trofeo una penca de agave petrificada.

En El Gran Chatarral, explica don Jai-me, cada habitación una tiene su estética especial y su razón de ser.

La cocina de esta casa es territorio de Eva, su esposa. El pasillo que conduce a ese espacio vital está lleno de plantas, sobre todo jabonosas, porque aquí no se desperdicia ni el agua.

Al final el vistante ve el esqueleto de una escalera de fierro que, a falta de peldaños, ha adoptado piedras de las calles y restos de otros elementos para llenar sus vacíos. El suelo del siguiente nivel está cubierto por láminas de aluminio.

La frase más recurrente de don Jaime es “Pisa seguro”. Quiere decir que no hay probabilidad de que la diversidad de material con que está fabricada la casa ceda ante el peso de quien camina por ahí.

Al llegar al primer nivel de El Gran Cha-tarral se despliega ante la mirada del extraño una serie de objetos desperdigados sin co-nexión aparente: tinas en forma de corazón o mingitorios viejos transformados en ma-cetas, aviones hechos con latas de refresco que vuelan con el viento, restos de mesas para jardín convertidas en escudos de armas con todo y espadas.

Ahí también se encuentra su sembradío de papas sobre una cubierta de plástico, y un sistema para sembrar lechugas y betabeles en pequeños envases insertados en tubos de PCV. Una locura de huerto casero.

Hay otros dos cuartos, también inva-didos de infinidad de cosas esperando ser reutilizadas.

Hacia el fondo de la casa se ubica la sala. Para llegar hay que subir por una escalera inclinada y auxiliarse de una soga si no se desea perder el equilibro y caer. Superada la prueba, don Jaime se acomoda en un sillón que encontró por ahí y que resultó del tama-ño ideal para apoltronarlo entre las ramas del capulín en que instaló el piso de su sala, en la copa del árbol.

El capulín ha sido tan generoso, que le permite a don Jaime valerse de su fortaleza para sostener una estancia tipo balcón y la habitación del constructor, la cual está cubierta por una lona amarilla que funcio-na como techo, sobre unas paredes super-puestas.

El Gran Chatarral es un lugar donde aplica el dicho aquel de “Todo cabe en un jarrito, sabiéndolo reutilizar”.

Jaime Jiménez asume con orgullo la sangre indígena que le heredó su padre nacido en Pichucalco, Chiapas, y su madre nacida en Puebla. Su padre vino muy joven a la capital para ser médico cirujano y más adelante tra-bajó en el Hospital General, donde la abuela materna de Jaime trabajaba como partera. Por las noches, la mujer poblana pasaba por su madre y con algunos tropiezos conoció al cirujano chiapaneco con el que posterior-mente formó una familia.

A Jaime nunca le gustó la escuela. No aprobó la primaria a pesar de que lo hicieron repetirla dos veces. Un día le advirtió a su madre: “No más estudios para mí”.

“Era muy burro —cuenta don Jaime— y entendí que hay quienes no podemos estu-diar, no está dentro de nuestro ser. En cam-bio, nacimos hábiles para otras cosas”.

Comenzó a tomar cursos de todo y así aprendió mecánica, hojalatería, carpintería, herrería. Su primer trabajo fue en un taller mecánico.

A los 20 años se fue a Tabasco, donde trabajó de mesero en el Stellaris Hyatt. De esos tiempos recuerda: “Estaba vestido de blanco, rasuradito, cortadito el pelo, limpie-cito de uñas. Viví 10 años en Tabasco, agarré la gerencia de banquetes, pero me harté, me aburrí de tratar con esa gente, me aburrí de tirar tanta comida, tanto dinero, me sentí mal, me vine para acá (al Distrito Federal)

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y conocí a mi mujer, a Eva. Desde entonces me asenté aquí”.

Establecido en las calles de Allende y República de Perú, el reciclaje entró a su vida, en un principio, a causa de la necesi-dad. “Necesidad hay todos los días”, dice don Jaime, que salía con su carreta de madera para recorrer el Centro en la noche y recoger estufas, lavadoras, muebles, sillones… todo lo que la gente tira a la calle.

Tras cinco años de aquel inicio, adop-tó el reciclaje como una forma de vida. El Gran Chatarral es un expendio de chatarra o cualquier cosa que don Jaime encuentre en la calle y le parezca útil. Ha desarrollado un ojo clínico para rastrear materiales y ob-jetos que pueden reutilizarse aunque otros los consideren basura.

“Mi trabajo es hacerte entender que tú tienes que reciclar lo que sale de tu casa, no que recojas cosas en la calle”, dice Jiménez con el enojo que le caracteriza.

“¿Tiras un mueble? ¡Pues mejor dale un uso! ¿Tiras un excusado? Dale un uso… qué sé yo… ¡conviértelo en maceta, en lámpara!”. Y justo después de pronunciar esto, menciona las tres erres famosas que aparecen en los envases desechables, cuyo significado poca gente conoce: reducir, re-ciclar y reutilizar.

“Cuando aprendes a darle sentido a las cosas, empiezas a darle sentido a tu vida, que es lo que perdemos todos. Ser exitoso y tener dinero no lo es todo, porque entonces tu vida no tiene sentido, te volviste nada más una persona materialista”.

Otra de las luchas de don Jaime es no dejarse llevar por el consumismo, por eso ha decidido carecer de teléfono, celular, computadora, iPod y demás gadgets. Rara vez escucha la radio y sólo ve la televisión para enterarse de las noticias.

En su cabeza existe una voz constante y propia que le dice ante los comerciales: “No lo necesito”. Su labor lo tiene tranquilo y aprovecha para argumentar: “Sé que estoy haciendo mucho más que otros, que aunque sea pequeño el grano de arena, es mi grano de arena y de mí depende que sea un gra-no, una piedra o una roca, de cómo haga yo conciencia en otras cabezas”.

Vecino del Centro desde hace más de dos décadas, Jaime Jiménez ha sufrido discri-minación por la indumentaria que suele vestir. Se le ha negado la entrada a la pul-quería de la esquina de su casa y también a lugares como la Asamblea de Represen-tantes del DF, cuya sede se localiza a unas cuadras de su casa.

Cuando le han negado la entrada por sus huaraches de suela de llanta hechos por él, contesta a sus censores: “Son más caros que los que tú traes, con todo y tu uniforme, porque son Pirelli. ¡Cómprate un neumático Pirelli y verás en cuánto te sale! Por lo menos en 7 mil varos. ¿Cómo me discriminas cuando mis zapatos son más caros que los tuyos?”.

No, Jaime Jiménez no se arredra.Piensa que los movimientos artísticos

que llevan como tema el reciclaje deben ser sacados a la calle y jamás ser enclaustrados en museos. “El arte que concientiza a la gente debe estar en la calle, en donde la gente está —dice encabritado—. ¿Cómo le vas a enseñar a la gente a reciclar, si tiene que ir al museo, a cualquiera de esos lugares donde encierran el arte y solamente la élite puede ingresar? Todo el arte de reciclado tiene que ser mostrado a la gente para que se contagie con la idea”.

Por eso, durante siete años don Jaime convocó a los burreros para llenar sus ca-rretas de “piezas de arte” fabricadas por él y

pasearlas en los alrededores del Centro His-tórico. Establecía con los burreros una fecha para exponerlas pública e itinerantemente, bañaba a los caballos, pintaba las carretas y salían en caravana por las céntricas calles de la ciudad.

Alguna vez fabricó con material recicla-do un huevo y una pieza que asemejaba los relojes blandos de Dalí. También levantó un árbol de fierro y puso una muestra de insectos de metal. Hace tres años que dejó de hacer estas exhibiciones por el cansancio y, tam-bién, por la decepción.

Aun así, se mantiene trabajando en nue-vos proyectos. Actualmente se ocupa en la construcción de un “temaspa” (temazcal) adentro de El Gran Chatarral.

Y así como una vez llenó este espacio con desperdicios, en el futuro planea exiliar la chatarra para que la naturaleza se apodere de su terreno, donde espera que crezcan árboles, plantas y hasta exista un estanque con peces, porque don Jaime no es un chatarrero, es un ecologista. ¶

reducir el volumen de los residuos.

reutilizar materiales que aún pueden servir, en lugar de tirarlos.

reciclar, transformar los materiales de desecho para crear nuevos productos.

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