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Vicente Molina Foix y Luis Cremades El invitado amargo EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA www.elboomeran.com

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Fragmento de la novela El invitado amargo

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  • Vicente Molina Foix y Luis Cremades

    El invitado amargo

    EDITORIAL ANAGRAMABARCELONA

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    www.elboomeran.com

  • Diseo de la coleccin: Julio Vivas y Estudio AIlustracin: E de Escalera, pintura al leo de Roberto Gonzlez Fernndez

    Primera edicin: enero 2014

    Luis Cremades, 2014

    Vicente Molina Foix, 2014

    EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2014 Pedr de la Creu, 58 08034 Barcelona

    ISBN: 978-84-339-9770-8Depsito Legal: B. 80-2014

    Printed in Spain

    Liberdplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polgono Torrentfondo08791 Sant Lloren d'Hortons

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  • Primera parte

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    1. Vicente

    En mitad de la noche del 30 de diciembre de 1978 son el telfono en el dormitorio. Yo dorma abrazado a M., sosteniendo su cuerpo sin ropa, y al quitarle mis manos para responder a la llamada M. se despert. Levant el supletorio en forma de gndola que estaba sobre la mesilla art dco, aquella noche conectado por si llegaba desde Alicante la llamada que tema. La palabra spera y poco detallada de Rafael, el marido de mi hermana, me dio a entender, sin decir la palabra muerte, que pap haba muerto. Antes de dar fin a la breve conversacin telefnica, M., que no me haba odo hablar ms que de aviones y horarios, se puso a llorar a mi lado. Lloraba con ms lgrimas que yo.

    Pas la noche de San Silvestre velando el cuerpo de mi padre, una estructura slida y grande que a finales de agos-to de ese mismo ao yo haba visto dar largas caminatas por la orilla y nadar vigorosamente en las aguas de la playa de San Juan, y a primeros de diciembre, cuando regres de Oxford, encontr postrada en un silln del mirador de la casa familiar, sosteniendo la cabeza de un anciano absorto, sumido, demacrado. Mientras mam nos miraba desde la antesala, intentando una sonrisa plcida que no esconda el rictus de su propia agona, me inclin sobre l, se dej dar

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    mi abrazo sin cambiar de postura en el silln, pero al ir a besarle en las mejillas, tres meses antes encarnadas y aquel da de invierno pegadas al hueso y lvidas, apart la cara, como si sintiera vergenza de presentarse con la estampa de hombre acabado ante el nico hijo que no haba seguido su fulminante declive desde que en octubre se le detectase un cncer de pulmn con metstasis. Nunca haba estado en-fermo, haba dejado de fumar a los cincuenta aos, se haba jubilado en plena forma, y ahora, con setenta y dos aos recin cumplidos, yaca en la morgue del sanatorio Vista-hermosa de Alicante. Por los alrededores del edificio, inclu-so en la cafetera del establecimiento, sonaba el estallido de los benjamines y se oan cnticos de fiesta de quienes, sin tener muertos que velar, transitaban la calle y la carretera cercana o se tomaban las uvas en compaa de sus enfermos con curacin.

    M. era la hija de un formidable muralista republicano, exiliado largo tiempo en Latinoamrica y pintor all al ser-vicio del dictador Trujillo, a la que yo amaba de un modo inesperado, incierto en su continuidad y por ello quiz ms frentico. Nos habamos conocido seis meses antes, al prin-cipio del verano de 1978, ella saliendo de una historia de amor con un hombre casado de gran renombre que le do-blaba en aos, y yo viviendo en un lnguido compaerismo la prolongacin de un amoro con Andy, un muchacho del norte de Inglaterra que trabajaba de recepcionista en un saln de belleza de Mayfair. Llegado a Madrid a primeros de junio para las vacaciones de verano, que en Oxford, por la altivez de su calendario lectivo, empiezan antes y acaban despus que en el resto de las universidades britnicas, la conoc dentro de un grupo de amigos escritores poco ms o menos en la treintena (Fernando Savater, Eduardo Calvo, Javier Maras, Luis Antonio de Villena, ngel Gonzlez Garca), que frecuentaban el caf-bar Dickens y cortejaban,

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    ms como ideas platnicas que como ligues factibles, a un hermoso frente de juventudes tambin asiduo del falso bar ingls. Y all estaba Mara, Mara Vela-Zanetti, su hermano Pepe, Isabel Oliart, Pablo Garca Arenal, hijos todos de ilustres progenitores afines a la Institucin Libre de Ense-anza, dejndose caer tambin por la terraza del Dickens, con menos frecuencia, los hermanos igo y Javier Ramrez de Haro, guapos y nobles de cuna. Mara y yo nos amamos cuatro trimestres de Oxford, contando el de verano, que al contrario que los otros tres no lleva nombre. Yo tena al conocerla treinta y dos aos y ella veintitrs, una diferencia de edad muy reducida en comparacin con la que la sepa-raba de sus dos novios anteriores.

    En las noches de aquel verano con Mara el telfono empez a sonar de madrugada. La primera vez estbamos an despiertos y ella se asust, como si la llamada, interrum-pida al tercer timbrazo, fuese la contrasea de una adver-tencia. Son de nuevo al cabo de unos minutos, y descolgu enseguida preguntando quin era; al otro lado de la lnea se oy un silencio, antes de colgar. Las llamadas se hicieron regulares, aunque espaciadas; los fines de semana no haba, y Mara saba por qu.

    Mara vino a Oxford a pasar unos das conmigo en el primer trimestre del curso 1978-79, el Michaelmas Term, causando revuelo entre los espaoles adscritos a St. Antonys, donde yo, miembro del college por concesin de su warden Raymond Carr, sola almorzar los das de semana. La sen-sacin primera la producan sin duda la belleza y el genio ocurrente de Mara; a continuacin afloraba la sorpresa de mi irrupcin en tan rutilante compaa femenina. Un co-lega ingls del departamento de Hispnicas, con el que haba yo coincidido un par de veces en el nico pub de ambiente de la ciudad universitaria, nos vio pasar abrazados cerca de la Biblioteca Bodleiana y me hizo un guio de

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    sobrentendido que tal vez inclua la congratulacin por la calidad de la estratagema.

    Efectos similares tuvo Mara cuando lleg a Alicante el primer da del ao para acompaarme en el entierro de mi padre. Se hosped en el hoy inexistente Hotel Palas, que ella asoci con regocijo a la diosa Atenea, hasta que le expliqu que se trataba del antiguo Palace rebajado de su afrancesa-miento en la etapa espagnolisante del nomencltor fran-quista. Era entonces ya un hotel decadente, pese a lo cual no fui bien mirado al entrar de noche camino de la habita-cin de Mara; la seorita haba solicitado una habitacin individual, me dijeron en recepcin al salir.

    Su presentacin familiar en una circunstancia tan ntima sirvi posiblemente de escaparatismo escapista de mi anterior carencia de novias. Creo que el alivio, no exento de una cierta suspicacia, fue mayor para mi hermana que para mi madre, muy satisfecha (hasta el fin de sus das) de ver a su hijo pequeo como al eterno soltero que no le traera nun-ca a casa una nuera pasada por los altares. Mara volvi a Madrid despus del funeral, y yo me qued dos das ms en Alicante, ocupado en trmites testamentarios, alguno de ellos lacerantemente srdido.

    En los das de enero que pasamos juntos en Madrid, antes de mi regreso a Oxford para iniciar el Hilary Term, Mara me ayud a superar el desconcierto, en esa primera fase ms acusado que el sufrimiento. Pero ella, con la deli-cada inseguridad que era un rasgo de su carcter, se puso en duda como consuelo: Vicente, a veces me pregunto si te gustara hablarme o escribirme de lo que piensas o sientes por la muerte de tu padre [...] Fue todo tan brutal que mu-chas veces me sorprendo a m misma tratando de imaginar-te en esta terrible noche del 31. No s si empezaste a con-trmelo y yo me puse a llorar. No me acuerdo; llor demasiado este ltimo mes [...] Me aterra intuir un cierto

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    desamparo en el que te he dejado por pudor; nunca me atre v casi a hablar de ello. Eres tan contradictorio: las oca-siones en que ests pidiendo solamente que te mimen un poco, pero te cuesta tanto reconocerlo. A lo mejor no tienes una necesidad real de ello.

    He confiado siempre, desde que empec a practicarlo, en el vnculo que crea la correspondencia escrita. Mi padre, deca mi madre, era un artista en la materia; en cierta ocasin abland con una carta a un hueso, el catedrtico de Resis-tencia de Materiales de la Escuela de Ingenieros de Caminos, que haba rechazado con excesiva severidad un elaborado trabajo de fin de curso presentado por mi hermano una hora fuera de plazo, y desde entonces la carteta de pap (el va-lenciano surga en casa en los momentos efusivos) era un modelo apodctico dentro de nuestra familia. Mara me quera ms al natural que por escrito; su fe no traspasaba los mares. En esa misma carta de febrero de 1979 de la que he citado un prrafo escriba que la lejana entre Madrid y Oxford, que yo llevaba con ms templanza, a ella le produca ansiedad, sobre todo cuando de noche, despus de cenar fuera o ir a un cine, sufra la sensacin de vuelta a casa sola.

    Mientras tanto, me dola el estmago desde buena ma-ana, tanto los das de clase como los de descanso, y en ayunas el dolor era como una tenaza que amenazaba con estrangular el duodeno: a m, que haba heredado de mi madre un apetito voraz y un aparato digestivo capacitado para triturar los platos ms densos de la cocina espaola. Los dolores no cesaban, y el mdico fue categrico tras la primera consulta y los primeros anlisis en el hospital de la universidad. Tena abierta una lcera, y en el origen de esa lesin estaba, al doctor no le caba duda, la herida psicoso-mtica de la prdida paterna que le cont al hacer el historial.

    Mara, por su parte, aada a las incertidumbres de la distancia los celos, no de una persona concreta (inexistente),

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    sino de esa zona ma que, aun conocindola desde el prin-cipio, le resultaba opaca y en la que no poda esgrimir su gran poder de seduccin. Tampoco me ocultaba que tena en Madrid un pretendiente tenaz al que yo conoca super-ficialmente. Advierto que no ests dispuesto a compartir ms que lo superfluo, aunque, para qu negarlo, es lo ms agradable. Conservo cartas suyas bellas y fieras, pero Mara prefera la rapidez del telfono; no me encontraba a veces, estando yo en el momento de su llamada en la estacin de Paddington o haciendo trasbordo en los andenes de Reading, situados enfrente de la crcel. Mis clases eran muy llevaderas y pocas, y sola pasar al menos dos das a la semana en Lon-dres, a cincuenta minutos de Oxford. Impacientada por mi condicin de fantasma itinerante, Mara me colgaba el te-lfono despus de algn reproche que yo haba encajado agriamente.

    Esa necesidad de ver y tener al ser amado que la fe amorosa no suple Mara la expresaba con maravillosa con-tradiccin en una carta que, leda ahora, tiene todo el sen-tido de un final. La distancia te convierte en un horario de tren del que vivo, muy a mi pesar, pendiente. No s si me explico: quiero aburrirme de verte; que ests aqu para que deje de tener importancia tu presencia y la tenga todo lo dems. Mi lcera sangrante se cur pasada la primavera, pero en algn momento del mes de mayo Mara decidi que lo ms sano era cortar conmigo y unirse al pretendiente recalcitrante, con el que hoy sigue, para satisfaccin de todos.

    Con el fin del curso 1978-79 y del Trinity Term acaba-ba mi contrato con la Universidad de Oxford, mi residencia en el pas al que llegu en verano de 1971 con la insensata idea de aprender la lengua inglesa en tres meses, quedndo-me en l por pundonor ocho aos, y tambin mis langui-deces con el joven recepcionista del saln de belleza de Mayfair.

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    En octubre de 1976, iniciado mi primer trimestre en Oxford, haba cumplido treinta aos, y eso me produjo una angustia que slo mitig en parte el engranaje de la proso-popeya oxoniense, tan bien contada en sus novelas por Javier Maras, sucesor en ese mismo puesto aos despus. Entre high tables, comitivas formales por los quadrangles, exmenes con atavo acadmico y encaenias honorficas a fin de curso, pas muy distrado aquel primer ao de luto por mi juven-tud, que estaba seguro de que haba tocado a su fin en el cambio del desaforado nmero 2 al riguroso 3 de la madu-rez. Quin iba a ligar, y menos an querer a semejante es-tafermo? Mis exequias tuvieron en Londres dos o tres alegras de una noche gracias a los asiduos, sobre todo australianos, de un club gay (la palabra acababa de adoptar su doble sentido americano en Gran Bretaa) llamado Napoleon, Neiplion, segn lo decan ellos. Pero el mayor indicio de que tal vez mi juventud no estuviera del todo perdida fueron esos diez meses de Mara. Su irremediable final y poco des-pus mi regreso a Espaa despus de casi nueve aos ingle-ses sirvieron de detonante de un nuevo sistema de vida cuya ordenanza me daba recelo.

    Es un tiempo del que no tengo muchas reminiscencias, ms all del sentimiento de reocupacin de un territorio, de recuperacin cotidiana y no por carta de los amigos ntimos, de los viajes frecuentes a Alicante, donde mi madre descon-soladamente viuda me reciba con alborozos de doncella. Nada ms recuerdo del periodo que va desde el verano de 1979 al primer trimestre, ya sin advocacin docente, de 1981. Quiz porque mi memoria, que es materialista como mi propia alma, slo se adhiere a las personas que ocupan cada tiempo, y en esos dieciocho meses, felices supongo en una Espaa que reencontraba recin repuesta de la larga tirana facciosa, ninguna persona me lig a la realidad.

    Uno de los amigos con quien reanud el trato frecuen-

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    te era Luis Antonio de Villena, por quien, como l y yo hemos evocado jocosamente ms de una vez, sent una viva antipata (correspondida) al conocernos de lejos en el mun-dillo literario madrileo, hasta que, por mediacin benfica de Vicente Aleixandre, descubrimos afinidades y sintonas que, tras un periodo de apagn en el inicio del siglo xxi, siguen hoy calurosas. Fue Luis Antonio, que siempre ha cultivado un pool de alevines, quien una noche de finales de abril de 1981 me present, despus de haberme hablado de l con nimo casamentero, a Luis Cremades, joven alican-tino que quera ser poeta y estudiaba primero de sociologa en la Complutense. Luis me gust mucho aquella primera vez; guapo, inteligente, dotado de humor, aunque con una peculiaridad fsica que suele contrariarme. Que fuera alican-tino me resultaba por lo dems muy acogedor: un atavismo con la ciudad donde crec, entre los cinco y los diecisis aos, y donde comet los primeros actos impuros con represen-tantes de mi sexo.

    La contrariedad fsica de Luis era su estatura, menor de lo que, a lo largo de una vida ya extensa, he podido estable-cer como una invariante impremeditada en el hecho de sentirme atrado instintivamente; nada por debajo del metro ochenta suele despertar el fulminante alzado de ojos que comparto en situaciones lbricas con los perros y sus orejas erguidas. Pero Luis tena, por el contrario, sin salir an del cmputo fsico anterior a cualquier contacto ntimo, dos cosas que me pirran: cuello y gafas. No todo el mundo va-lora ese tronco que une trascendentalmente el cuerpo con la cabeza. Hace aos que no veo a Luis, y me pregunto por la actualidad de su cuello, que entonces, las fotos de los primeros aos ochenta lo muestran, era esbelto y alto, con un modo drico de encajar en el capitel de su rostro.

    Mi encomio de sus gafas no tena mrito, pues soy un incondicional de esos artilugios, que encuentro que le sien-

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    tan bien a todo el mundo excepto a m; llev gafas desde cuarto de bachillerato, primero unas gafitas tenues de vari-llaje mondo, cambiadas al llegar a Madrid para estudiar la carrera por unos armatostes cuadrados de pasta negra, po-siblemente debidos a la esttica pop; en la mili, con el san-guinario humor de la soldadesca, me ganaron el apodo de el Televisores. Vuelto a la vida civil me pas, ya para siem-pre, a las lentillas, reservando las gafas para el recogimiento y las maanas en que has madrugado y has de salir de casa precipitadamente. La puesta de la lentilla, incluso hoy, con cuarenta aos de experiencia, me pide parsimonia.

    Pocos das despus de aquella cena propiciada por Luis Antonio, el da 7, quedamos ya a solas Luis y yo, no recuer-do en qu sitio ni con qu excusa, si es que la hubo. Yo quera verle, y deb de ser el que llam primero a su colegio mayor, un ritornello telefnico en mi vida sentimental. Aca-baba l de cumplir, el 1 de mayo, diecinueve aos.

    Esa noche la pasamos juntos en mi casa. El cuello grie-go, las gafas depositadas antes de pasar a la accin sobre la mesilla art dco, el cabello largo. Ahora que lo tocaba cali-braba yo, que he sufrido de un mal pelo, ralo y rizoso, desde la adolescencia, lo abundante y recio que l lo tena.

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    1. Luis

    Era febrero, 1981. Haca menos de seis meses que viva en Madrid. Haba llegado a la facultad de Sociologa desde Alicante, sin saber bien por qu, tras muchas indecisiones. El curso anterior haba pasado del entorno seguro del cole-gio de los jesuitas a un instituto pblico recin abierto. Necesitaba un poco de caos alrededor, pensaba, para valerme por m mismo. Los ltimos meses en Alicante fueron espe-cialmente intensos: haba aprendido mecanografa, me haba presentado por libre a los exmenes de tres cursos de ingls en la Escuela Oficial de Idiomas, haba aprobado la selecti-vidad, el examen para el carnet de conducir, haba tenido mi primer trabajo en la taquilla de un aparcamiento de coches... Y con parte de ese dinero haba hecho un viaje en barco, con la vieja Mobilette, a Mallorca y Menorca. Haba estado en Ibiza y Formentera los veranos anteriores. Era la despedida de un mundo feliz, tal como se entiende en esta costa mediterrnea. Despus, ya en septiembre, haba ido a Madrid a buscar alojamiento. Era tarde. No quedaban pla-zas en los colegios mayores, camin al azar de puerta en puer ta por la ciudad universitaria, me equivoqu varias ve-ces y provoqu alguna situacin cmica involuntaria pidien-do plaza en un colegio para posgraduados, donde me hi-

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    cieron la entrevista de admisin completa por divertirse, dejando para el final la cuestin obvia de la edad. Casi por azar encontr plaza en uno de los colegios adscritos a la Universidad Complutense, junto al Parque del Oeste, algo alejado de la ciudad, pero que permita ir caminando hasta la facultad de entonces incluso en los das fros. Pasados los das de las novatadas, propias de un pueblo tribal disfrazado de nacin y fuertemente clasista, como lo es todava; pasados los das de que te encierren en el altillo de un armario o te arrastren a una ducha fra, de las humillaciones y de los jue-gos de autoridad, del porque quiero y porque me sale, busqu alguna actividad que pudiera hacer en el colegio. No recuerdo bien cmo, acab de responsable de la sala de m-sica clsica. La coleccin de discos era impresionante com-parada con la que haba dejado en casa, y ese encargo supo-na una oportunidad para explorarlos.

    Aquella tarde de febrero sal a comprar un plato nuevo para los vinilos de la sala de msica. Me dijeron que fuera a la calle Barquillo y me perd un rato en los escaparates de lo que llaman la calle del sonido. Pareca funcionar como un gremio medieval, con precios similares y poca compe-tencia. Se trataba de encontrar algo razonable, alguna ofer-ta de un modelo suficientemente slido para las manos de los estudiantes de un colegio mayor. Al salir, con la caja de cartn de aquel plato Lenco precintada entre los brazos, se oy un estruendo en los altavoces de la tienda. Pens que haban subido el volumen en todos por error, que se haba producido alguna interferencia... Cog un taxi.

    Vamos al colegio mayor Diego de Covarrubias.Sabe? Parece que han entrado terroristas en el Con-

    greso... Acaba de llegar la Guardia Civil.El resto del viaje lo hice en silencio. Al llegar al colegio

    dej la caja con el plato sin abrir en la sala. Apenas haba nadie en los pasillos. Ya era noche cerrada. Sent un extrao

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    desasosiego, como si el esfuerzo del ltimo ao no tuviera sentido. Decid pasar la noche en casa de un amigo recin conocido, en una de las calles del Rastro de Madrid... A esas alturas ya saba que el Congreso haba sido asaltado, que los terroristas eran la misma Guardia Civil, que el estruendo en los altavoces al salir de la tienda haban sido disparos de metralleta, que haba tanques en las calles de Valencia, que lo ms probable sera un estado de excepcin y un gobierno militar. Prefera no estar localizable. Yo no era nadie, pero estudiar sociologa, llevar el pelo largo, escribir versos con una fuerte carga esttica me hacan sentirme vulnerable en un colegio firmemente asentado en los valores de la virilidad nacional y catlica.

    Aquel apartamento era un bajo en la calle Pea de Fran-cia, Javier me recibi silencioso, con aire preocupado. Nos habamos conocido un par de semanas antes, en un encuen-tro para crear una plataforma gay universitaria. Era cinco o seis aos mayor que yo, empleado de banca, estudiaba filo-loga por las tardes. Me haba parecido valiente y fresco, es decir, dispuesto a dar la cara y con sentido del humor. Dos rasgos que todava considero signos de vala. No hablamos mucho, esperbamos noticias. La radio y la televisin estaban puestas. Pensaba si deba cortarme el pelo, cambiar de fa-cultad, estudiar derecho, volver a Alicante; si debera vivir siendo otro, fingiendo, confesando quin era slo en secre-to... Varias vidas posibles fueron desfilando aquella noche de incertidumbre. No dependa de m, quiz debiera empe-zar de nuevo.

    Las aguas volvieron a su cauce y las pasiones nacionales parecan haberse dormido, aunque en realidad no dejaran de echar sus races bajo formas nuevas ms aceptables, ama-bles y dicharacheras... El jefe espaol no tiene ideologa; es un tipo encantador, agradable, que disfruta con la sumisin, la propia con sus jefes y la del resto para con l. Fuera de un

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    generoso paternalismo, cualquier otra opcin parece irra-cional. La maana siguiente estuve de paseo por el centro; no llegu a las puertas del Congreso. Hacia medioda ya se poda hablar. En las calles se respiraba ms abiertamente, volva la normalidad y regres al colegio.

    Un solitario como yo se entretena haciendo apuestas consigo mismo, como retos. Tena ganas de saber cmo era el mundo gay. Haca no tantos aos pensaba que yo sera el nico heredero sobre la tierra de una vieja costumbre griega. Poco despus, leyendo libros sobre marginacin o la ley de peligrosidad y rehabilitacin social mi padre estaba satis-fecho de que me ilustrase sobre cmo remediar estos com-portamientos degradantes en un esfuerzo para mantenerme dentro de la ley, me di cuenta de que haba otros compa-eros de estigma. Aunque las cosas no les fueran del todo bien. Despus lleg la poesa de Cernuda, las pelculas de Visconti o Pasolini... Empezaba a tener la impresin de que haba un lenguaje oculto, hecho de miradas y sobrentendi-dos, que permita a una parte de la tribu entenderse ms all de los ritos de apareamiento. Pero no poda poner en peligro los estudios. Si aprobaba en febrero, me dara permiso para salir y explorar la ciudad subterrnea.

    En Alicante haba asistido a un ciclo de conferencias de Carlos Bousoo sobre poesa espaola. Mi profesor de lite-ratura entonces, Javier Carro, me lo haba presentado. Y Carlos, al saber que ira a estudiar a Madrid, me invit a asistir a las clases que daba en un campus norteamericano. Los estudios en la facultad no eran especialmente interesan-tes; tena un profesor bueno, Joaqun Arango, en demogra-fa, claramente superior al resto. Eso bastaba. Y junto con las clases de Carlos tena alimento suficiente. El curso de poesa consista en leer y comentar a fondo unos pocos autores del siglo xx espaol: Juan Ramn, Antonio Macha-do, Lorca, Cernuda y, sobre todo y de manera particular,

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    Vicente Aleixandre. Haca tiempo que senta una atraccin especial por la poesa de Aleixandre, por su lenguaje, por la manera de quebrarlo y rehacerlo, por el uso de las imgenes, por la prioridad y la fuerza de las imgenes, por su capacidad para abrirse camino en un mundo irracional que pareca, sin embargo, ms natural.

    La sociologa no era una pasin, la literatura s. La so-ciologa, ms en concreto la antropologa, la manera en que diferentes mundos, trabajos, relaciones y lenguajes enlazan entre s, es mi manera habitual de ver las cosas. Pens que sera bueno ganarme la vida con eso, un ejercicio intelectual ms o menos sostenido y sin muchas pretensiones de origi-nalidad, un seguir y completar la corriente de investigacio-nes en curso. En la literatura, sin embargo se daban emo-ciones explosivas. Era un juego, casi siempre, de todo o nada, capaz de convocar lo mejor y lo peor de m mismo: mi propia voluntad de poder, las ansias de conocimiento, la capacidad de seduccin, el deseo de sentir la compaa de otros a quienes lea y admiraba, en su mayora muertos. Pensaba que la literatura expresaba el espritu de un tiempo, que leyndola se poda intuir el futuro, que levantar la nariz y aspirar sus notas era como hago ahora al salir de casa y siento el olor a pan de lea en el pueblo. Nos devolva un sabor intemporal y concreto, fcilmente accesible. Y parte de mi trabajo, no s si como socilogo o como poeta, era interesarme por la poesa reciente. Carlos Bousoo sostena que haba cierta idea de progreso en los sucesivos movimien-tos estticos, que unos rompan contra otros profundizando en algo que llamaba individualidad. Entend que si yo quera seguir esas olas, dejarme llevar por ellas, deba poner-me al da. Hablando con Carlos, me sugiri que leyera a Jaime Gil de Biedma. Ahora s que se trataba de un gesto especialmente honesto por su parte, dado que se haban enfrentado en varias ocasiones. Como maestro, Carlos me

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    propuso que leyera a Jaime, antes que a Francisco Brines, que era un buen amigo suyo, o su propia obra. No s si los tiempos han cambiado. No he vuelto a ver un gesto pareci-do de honestidad intelectual.

    Le pregunt a Carlos por Luis Antonio de Villena, haba ledo un suyo libro reciente, Hymnica, por sugerencia de Javier Carro. No s si le gust que lo mencionase, pero me dio su telfono. Llam a Luis Antonio desde el colegio ma-yor, le dije que era aprendiz de poeta. Bueno, eso lo somos todos, respondi humildemente. Y quedamos para una primera cita en el Caf Gijn. Se mostr amable, ley al-gunos de mis poemas, hizo sugerencias: que dejara los cali-gramas, la poesa visual y los juegos ms cercanos a las van- guardias, que firmara siempre como Luis Cremades y no incluyera el segundo nombre Jos detrs de Luis ni el segundo apellido. Y que profundizara en una poesa a ser posible ms clara. Quedamos en vernos de nuevo.

    Al llamarle para una segunda cita, me propuso cenar con un amigo suyo de Alicante, Vicente Molina Foix. Haba ledo algo suyo en la antologa Joven poesa espaola de Rosa Mara Pereda y Concepcin G. Moral. Me pareca distante como poeta, aunque imaginativo, ms tcnico que vital, ms virtuoso que emocional. Acept encantado.

    Como puede observarse por lo dicho, en 1981, con dieciocho aos, yo viva en los campos de Babia; o en un punto indeterminado del horizonte, desde luego sin mucho contacto con la realidad. No se me ocurri pensar que habra ms cita que una conversacin. Cre y no dejo de creer an con la fe de un nio que a los artistas les gustan los artistas, que conversar, conocerse y compartir les enriquece mutua-mente. Es posible. Tambin es cierto que en la tribu hay clases y que los recin llegados deben pagar el tributo de la iniciacin: no enterarse, no ser preguntados. Aquella cita

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    era una cita sin que yo lo supiera. Es decir, se trataba de ver si yo le gustaba a otro y pasar el contacto. Como no lo saba y me dej llevar, fui el tonto por no decir el objeto o la mercanca que a veces puedo ser.

    Vicente me cay bien, era divertido, informado, en busca de un criterio esttico ms all de las apariencias. Saba hacer de cada situacin un juego amable. Era capaz de quitarle importancia a los gestos cotidianos, reduciendo as un cierto regusto amargo que dejan, al menos en m, las obligaciones del estar en sociedad. Un juego que era un como si, una actuacin que pona nfasis en hacer de la conversacin un teatro amable, una comedia blanca; como indicando al mismo tiempo, apuntando o dejando espacio, a una realidad de otro orden. Haba en l un cierto espritu de Mary Poppins trasvasado a las dificultades de las conven-ciones sociales, un saber estar menos forzado y ms ama-ble que el de Luis Antonio. O quiz era una muestra de inters por m no slo como escritor que en aquel mo-mento se me escapaba.

    En aquellos das la homosexualidad para m, como el arte, era ms un espritu que una prctica. Deseaba concre-tarlo, pero despus de tantos sueos ni se me ocurra cmo podra hacerse real. No me llevaba bien con mi cuerpo, no me consideraba guapo, al contrario. Haba pasado la ado-lescencia en casa un nio con fiebres reumticas sin hacer deporte; haba sido el raro en clase, respetado por una inte-ligencia ajena a la lgica, una intuicin entre potica y proftica, pero dado por intil para cualquier tipo de com-plicidad amistosa. Se poda trabajar conmigo, y era eficaz, pero no se poda hablar conmigo. Y menos tener una amis-tad espontnea o natural. Tal vez pareciera arrogante, o sonaba as. A veces creo que no hablaba, slo citaba. O hablaba como si citara textos de otros escogiendo de prefe-rencia las palabras ms raras, por sorprendentes. Era, en el

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    mejor de los casos, un chico brillante. Y ese brillo era mi peor enemigo, un brillo que no dejaba ver mi propia parte en sombra, como un interrogante. Yo quera saber si ese chico brillante tena talento y cmo se haca para cultivarlo. Esa respuesta nunca ha llegado, al menos no desde afuera.

    En la segunda cita pas la noche en casa de Vicente. Fue de nuevo un juego, y un accidente. O una parte de juego y otra de accidente. Supongo que esas cosas pasan y est bien; son una manera de tropezar y crecer para alguien abstrado y metido en su propio mundo, no s si incapaz para la em-pata o el contacto con el otro, sin duda sumergido en sus propias profundidades, donde no hay palabras y uno sim-plemente est a solas; donde siente el rumor de los sueos que todava no han llegado, el lugar de donde surgen im-genes en apariencia involuntarias. Yo viva soando despier-to, dejaba que imgenes irracionales fueran impregnando el mundo real. Y al revs tambin. Cmo lograba sobrevivir en ese estado: despertar por las maanas, preparar un caf...? Una segunda cuestin que sigue anclada en el misterio.

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    2. Vicente

    Pensar que hubo un tiempo en el siglo xx en que el profesorado intimaba con el alumnado sin riesgo de perder la honra y el puesto. Yo nunca me encaprich de mis profe-sores, y tampoco tuve intercambio amoroso en los ocho aos ingleses dando clases en distintos centros; en Oxford fui objeto de una fijacin malsana que me resultaba imposible corresponder, y la cosa acab aos despus en tragicomedia delante del felpudo de mi piso madrileo.

    No hay situacin naturalmente ms ertica, por mucho que las normativas del actual integrismo de los biempensan-tes la persigan y la degraden, que la de maestro y alumno, sean ambos estamentos del gnero humano que sean. Ena-morarse de un padre jesuita en el colegio de la Inmaculada de Alicante no estuvo entre mis prioridades, que eran por enton-ces intensamente piadosas, un punto literarias y sin sexualidad de ninguna denominacin especfica. Haba sin embargo en el cuerpo de profesores curas novicios, an sin cantar misa, dotados del encanto de lo incompleto y seguidores del Va-ticano Segundo. Fui sin saberlo, en quinto de bachillerato, sujeto pasivo de un futuro telogo de la liberacin, quien, en unos ejercicios espirituales en el colegio de San Jos de Valencia, trat de incitarnos a unos cuantos colegiales a la

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    rebelda clerical; al orle, yo, un santurrn en agraz, me daba, amedrentado, golpes de pecho en la capilla y me apretaba an ms el cilicio en el muslo.

    Tampoco la facultad de Letras de la Complutense se revel un terreno propicio a esa paideia que los maestros griegos infundieron en cuerpo y alma a los jvenes. Pude haber sacrificado palomas a Venus y, con suerte, formado parte de las comuniones paganas que se deca que Agustn Garca Calvo organizaba en su domicilio con los ms listos de su clase de latn, pero antes del curso en que me habra tocado de profesor, Garca Calvo fue expulsado de la uni-versidad junto a otros catedrticos contestatarios.

    Por instinto o por alguna carencia insondable he senti-do siempre el anhelo de establecer esas ataduras discipulares fuera de las aulas, donde he sido ms afortunado. Lo mejor de mi vida han sido mis maestros no docentes, de los que slo uno, el primero, pocos aos mayor que yo, lo fue segn el molde amatorio del erasta y el ermeno. Una de mis desilusiones ms amargas, sobrepasados los cuarenta, fue darme cuenta de que la dulzura de la vida filial, la condicin eterna de estudiante, la profesin de discpulo, para m ideales mientras haya alguien dispuesto a ejercitarlas desde su altura superior, ya estaban desfasadas, y brotaban de modo espontneo a mi alrededor los pigmaliones.

    No fue por tanto la tentacin de pigmalionismo lo que sigui acercndome a Luis. Aunque estaba, en aquella pri-mavera de 1981, en sus salad days, l me pareca, al igual que la propia Cleopatra de Shakespeare que dice la expresin para disculpar su inmadurez de juicio, una persona de suma inteligencia, un chico formado, frase muy jesutica que yo o referida a m y Luis tal vez oy de su correspondiente padre espiritual. Llevbamos quince das saliendo juntos y tambin entrando un par de veces por semana en la cama, y a su alicantinismo natal se iban aadiendo otros rasgos de

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    proximidad: l haba estudiado en las mismas aulas que yo, hecho gimnasia mal en las mismas canchas, orado ante la misma Pursima gigante de la capilla colegial, e incluso descubrimos que, pese a los quince aos de diferencia, ha-bamos tenido un padre comn, el padre Puig, dando lite-ratura, aunque muchos de sus alumnos estaban convencidos de que a l lo que le habra gustado era dar lengua.

    Formado y muy seguro de s mismo, pese a tener dieci-nueve aos y tres semanas.

    No era, insisto, la enseanza lo que me ligaba a l. Ni la lujuria, que en nosotros se manifestaba, sin ser castos, de un modo moderadamente animal. En Luis vea por vez prime-ra un modelo que no haba encontrado antes en mis predo-minantes historias homosexuales. El recepcionista del saln de Mayfair, y antes que l el candoroso muchacho de barrio madrileo que llegara a ser artista en comandita, buscaban en el hombre joven mayor que ellos un padre-amante auto-ritario frente al que nada oponan salvo su pasin. Mara, que apareci entre medias, queriendo un amor sin lmites no quera someterse a una dominacin. Luis tampoco.

    Luis se dejaba hacer, pero mandaba en m, desde muy pronto. Sin saberlo? Como es natural, le gustaba ir de aprendiz, pues siendo los dos de letras y habiendo yo para entonces publicado ya tres novelas y alguna otra cosa, tena ms lecturas que l, mejor ingls que el suyo, y el poso de ms de quince aos de buenos profesores no acadmicos: Pedro Gimferrer, Flix de Aza, Ramn-Terenci Moix, Ramn Gmez Redondo y su amigo y paisano Antonio Martnez Sarrin, a los que fueron aadindose, mientras yo creca en saberes delegados, Calvert Casey (tan breve y fulgurante maestro-amigo), Juan Benet, Luis de Pablo, Guillermo Cabrera Infante y su no menos sabia partner Miriam Gmez...

    Luis era un oyente. Yo le habra matriculado con gusto

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    en mi academia, pero l prefera seguir la enseanza libre o, como mucho, mediopensionista.

    Intercambibamos sabidura por curiosidad, ciencia por perspicacia, y yo, sin darme cuenta al principio, me haca dependiente de l, de su mirada aguda, lista y sensata, que me devolva reflejos mos desconocidos. Era muy grato leer sus versos y aconsejarle o corregrselos, pero ms estimulan-te era ver a los pocos das el resultado de esas insinuaciones transformado en una poesa honda y misteriosa. Me guia-ra l, como un Rimbaud indmito, en los hallazgos, ahora que yo mismo, acabado el periodo ingls ms prosaico, volva a escribir poesa?

    Luis admiraba ms que yo a Cernuda, pero le cont una noche, antes de apagar la luz del dormitorio, un cuento cruel y romntico, con nimo de ofuscarle, como hacen los adul-tos con los nios dscolos que han de conciliar el sueo. El cuento era verdad. Durante la mayor parte de mi estancia inglesa tuve un pequeo piso en Camden Town que pude mantener incluso estando en Oxford, pues su dueo, Alas-tair Hamilton, traductor al ingls y amigo de Gombrowicz, me lo dejaba a un precio simblico a condicin, para m nada engorrosa, de poder usarlo l, entonces residente en Italia con su mujer italiana, cuando volva a Londres para la Navidad y el verano.

    A poca distancia del pequeo flat de Alastair estaba la casa donde esa rara pareja formada por Paul Verlaine y Arthur Rimbaud Vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron / Durante algunas breves semanas tormentosas, segn el punzante poema de Cernuda Birds in the Night. La des-cubr por azar volviendo a pie un da debi de ser a finales del ao 1973 desde el North London Polytechnic, donde entonces daba clases de literatura. En la fachada del nme-ro 8 de Royal College Street, un modesto y feo edificio de cuatro plantas situado frente a unas vas de tren, me llam

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    la atencin una simple lpida de piedra: The French Poets Paul Verlaine and Arthur Rimbaud Lived Here May-July 1873. Ese descubrimiento me hizo buscar otras pistas, y en la biografa de Enid Starkie encontr algunas: la llegada de la pareja a Dover, y desde all a Londres, donde una leyenda sostiene que conocieron a Dante Gabriel Rossetti y a Swin-burne, aunque no queden testimonios de ese encuentro. Como cualquier europeo del sur, la pareja luch con la endiablada lengua inglesa, que trataban de aprender por la va rpida, sobre todo Rimbaud, frecuentador de los muelles londinenses; una noche consigui arrastrar a Verlaine, que qued horrorizado: Increble! Tiro y Cartago reunidas!

    Del turbulento anecdotario de Rimbaud y Verlaine por mi barrio cien aos antes me qued en la memoria lo ocu-rrido cierta maana de julio de 1873, al estallar entre ambos poetas la ltima de sus broncas londinenses, en este caso a propsito de un pescado que Verlaine haba comprado en el Camden Market, mi mercado local, para hacerlo al horno, y con el que termin azotando el rostro de Rimbaud. Ver-laine se escap a Bruselas, su jovencsimo amante le sigui, continuaron all las peleas, hasta el da en que Verlaine, borracho perdido, le dispar a Rimbaud, siendo detenido y encarcelado.

    No cruzaba por mi cabeza en el mes de mayo de 1981 la idea de ser yo el Verlaine de un Rimbaud de primero de sociologa y casi abstemio, y ni siquiera el autor de Roman-ces sans paroles me gustaba entonces como poeta; hoy mucho ms. Me atraa y me asustaba la dependencia que el escritor mayor, mi predecesor francs, tuvo del joven de diecinueve aos, aun estando casi seguro de que yo no le disparara a Luis un pistoletazo tras una trifulca, y menos an estara dispuesto a cocinarle amorosamente un besugo.

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