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Federico Firpo Bodner

Reflexiones de un Aprendiz de Brujo

Volumen I

Artículos publicados entre

Agosto de 2009 y Agosto de 2010

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ISBN: 978-84-614-7246-8

© 2010 Federico Firpo Bodner

http://www.federicofirpobodner.com

http://aprendizdebrujo.net

Este libro consta en el registro de propiedad intelectual SafeCreative,

con el número de registro: 1009087275430

Ver: https://www.safecreative.org/work/1009087275430

Ilustración de tapa: Ideología, por Gabriela Sennes

© 2010 Gabriela Sennes

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A mis hijos Pablo y Daniel, protagonistas involuntarios de

muchas de las crónicas de este libro.

A mi mujer, Gloria, por su apoyo incondicional.

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Declaración de Principios – Nota del Autor

Vivimos tiempos aciagos para los escritores no consagrados. La Industria Editorial, que históricamente ha sido un nido de mafiosos, hoy se encuentra en jaque por las nuevas tecnologías. Al igual que la Industria Musical y que la Audiovisual, la Editorial no está sabiendo leer el cariz de los tiempos que corren, ni adaptar su modelo de negocio a las nuevas tecnologías. Como todos los avaros, cuando les entra el pánico pretenden ganar cuanto antes todo lo posible, por si vinieran mal dadas, y en lugar de apostar por un modelo más accesible a los consumidores y más justo para los autores, se atrincheran detrás de sus contratos y sus despachos y corbatas, como han hecho toda la vida.

Como resultado de la combinación letal de su mezquindad y sus pañales sucios, los primeros perjudicados son los lectores, y los segundos, los autores, entre los que me cuento. Actualmente, de un libro que llega al público con un precio de tapa de 20 €, el autor recibe entre 1,50 y 2 €, quitando a los súper ventas, que tienen por sí mismos fuerza suficiente para firmar otro tipo de contratos. Por si no bastara con eso, además, las editoriales liquidan las ventas con un margen de error que suele favorecerlas, y en el medio, los grandes distribuidores se quedan con diez de esos veinte euros. Mientras tanto, los lectores pagan un precio desorbitado por los libros.

Y como no podía ser de otra manera, de a poco surgen iniciativas que plantan cara a los de siempre. El mejor ejemplo – para mí – es la Editorial Orsai, proyecto de Hernán Casciari (recomiendo a todos que inviertan veinte minutos en ver el vídeo explicativo que encontrarán en http://www.editorialorsai.com).

En medio de este maremágnum, yo, como autor que intenta abrirse paso en un mundo feroz, miraba con cariño estas iniciativas, pero pensaba que no era el momento para mí. Pensaba que, siendo un autor casi desconocido – y digo casi porque son casi dos mil las personas que me leen habitualmente –, si regalaba mi obra me estaba auto condenando a no poder vivir nunca de ella.

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Sin embargo, tras mucho reflexionar, me di cuenta de dos cosas fundamentales. La primera es que la Industria Editorial es mucho más que mezquina, ya que obliga a pagar por algo que desconocemos totalmente, y una vez que lo conocemos, nadie nos devolverá el dinero si no nos gustó un libro. La segunda es que, personalmente, estaba errando el concepto y el camino. El camino porque quería hacerme lo suficientemente conocido como para poder vender bien mis libros antes de permitir la descarga digital gratuita. Y el concepto porque creía que permitir esa descarga era regalar mi material.

Yo trabajo mucho y muy duro para escribir. Quisiera poder vivir de eso algún día, y por lo tanto, no estoy dispuesto a regalarlo. Sin embargo, me parece justo que la gente pueda leerlo antes de pagar por él. Por eso, decidí colgar todos mis libros para descarga digital gratuita, pidiendo a los lectores que respeten un pacto sagrado autor-lector antes de la descarga. El pacto consiste en lo siguiente:

• Quienes no disfruten de la lectura de mis libros, no me

deberán absolutamente nada. • A quienes les gusten mis libros, les pido como contribución

que me ayuden a difundirlos, que los compartan, que los envíen a sus amigos, que los recomienden.

• A quienes les gusten mucho, pero mucho, les sugiero entonces que se acerquen a mi blog y hagan una donación de dinero a través de PayPal. Piensen que, si mis libros estuviesen publicados por una gran editorial, entonces difícilmente recibiría dos euros por ejemplar vendido, así que ninguna donación es poco. La donación puede hacerse desde http://aprendizdebrujo.net/donacion/

• A quienes les gusten muchísimo mis libros, les sugiero la compra de un ejemplar en papel, que puede además estar firmado. La compra de ejemplares en formato papel puede hacerse desde http://aprendizdebrujo.net/mis-libros/ Me parece un trato justo, y como en todos los tratos, hay que

empezar por hacer un gesto, extender una mano, tender un puente.

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Por eso, a partir de hoy, mis libros están disponibles gratuitamente en formato digital, en http://aprendizdebrujo.net/descargas/

Muchas gracias a todos los lectores por suscribir este acuerdo, por entender y por apoyarme.

Federico Firpo Bodner Barcelona, 12 de enero de 2012.

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Índice

Pensamiento Científico ................................................................................. 9  

La verdad de la milanesa ......................................................................................... 11  El abogado, el médico y el Aprendiz de Brujo ......................................................... 14  La venganza de las Isoflavonas de Soja ................................................................... 18  Me gusta, no me gusta ............................................................................................ 23  Ideología .................................................................................................................. 26  El descanso de los Héroes ........................................................................................ 33  Y en el 2010 también .............................................................................................. 37  Volver a la nada de los últimos veinte años ............................................................ 43  Los pequeños escondites de mi casa ........................................................................ 48  El paraíso de los Opinólogos y la especialización de los especialistas ..................... 52  Mi Furia .................................................................................................................. 56  Sobre la amistad, justo antes de partir .................................................................... 60  Sobre la amistad, justo después de regresar ............................................................ 65  El lado equivocado de la pasión ............................................................................... 70  San Federico y las verdades absolutas del Dios de los ateos ................................... 75  

Acerca de las cosas pequeñas .................................................................... 79  

Así es la vida ........................................................................................................... 81  Charlas de Hombre a Hombre ................................................................................. 84  Charlas de Mujer a Mujer ...................................................................................... 88  Mis Tetas ................................................................................................................ 91  Sobre la evolución del asco ...................................................................................... 94  Enano Cabezón ....................................................................................................... 99  Domingos rituales ................................................................................................. 105  Sobre la crueldad de los niños y la nariz de mi tía ................................................ 109  Dai Verde o la conveniencia de la inciación temprana en la vida friki ................. 113  Charlas de Hombre a Hombre II: Un nuevo enfoque ............................................ 117  ¡Te mataré… Bellota! ............................................................................................ 121  El color de los recuerdos ........................................................................................ 125  La nueva lucha por la supervivencia del bicho canasto ........................................ 130  Porque lo digo yo, que soy tu padre ...................................................................... 135  Charlas de Hombre a Hombre III: Gracias por el fútbol ....................................... 141  

Imposible de clasificar .............................................................................. 147  

El Aprendiz de Brujo y el Supermán Humano ..................................................... 149  Casi casi atrapar una idea ..................................................................................... 154  

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La Muerte y las palabras ....................................................................................... 157  Mentiras Verdaderas ................................................................................ 163  

La Masacre de los Hipocampos ............................................................................. 165  No Robarás ............................................................................................................ 171  

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Pensamiento Científico

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La verdad de la milanesa 28 de Agosto de 2009

Empecé a escribir a los siete u ocho años. Cuentos a veces infantiles y otras pretendiendo ser serios, aunque la mayoría de ellos consiguiendo solamente ser absurdos. De alguna u otra forma, el acto simple de escribir siempre estuvo presente en mi vida. Los libros eran en mi casa una presencia constante, un depósito de secretos del que mi Padre era el ángel guardián, y se les tenía un respeto reverencial, un aprecio infinito que, sin embargo, no los salvaba de ser manipulados, leídos, releídos, comentados a gritos, prestados, traficados y, algunas veces, agredidos, escritos entre líneas o trágicamente rotos.

Para mi cumpleaños de quince, una estadounidense amiga de mi madre, más joven que ella (Jocelyn, que tendría en ese momento veintitantos), que vivió en nuestra casa durante algunos meses por circunstancias que no vienen al caso, y de la que yo estaba secretamente enamorado (aunque sospecho que ese amor estaba más hecho de hormonas que de sentimientos reales), desesperada porque todas las noches le robaba algún cigarrillo, me regaló mi primer cuaderno Meridiano, con una pequeña nota que decía: “Anoche vos fumaste mi último cigarrillo, y yo quería morrirte”.Entonces comencé a tomarme

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más en serio la actividad poco lucrativa de llenar profusamente páginas y páginas de cuadernos Meridiano. A día de hoy tengo unos quince, repletos de letras confusas y pequeñas, que pasaron al olvido cuando las computadoras personales invadieron mi vida, pero que constituyen un valiosísimo registro personal de ideas y emociones.

A mediados de ese año, comencé a hacer un taller literario, costumbre que mantuve hasta bien entrada la veintena. De ese ejercicio surgió el hábito de escribir un diario, una bitácora de palabras y pensamientos cuya única utilidad era despuntar diariamente el vicio de escribir (aunque más adelante descubrí una serie de utilidades subsidiarias sumamente interesantes, como por ejemplo, el género epistolar). Nunca jugó en mi vida el papel de confesor silencioso que la cultura popular atribuye a los diarios, sino más bien el de repositorio de pensamientos, ideas y posibles fragmentos de grandes textos que escribiría más adelante, y que más adelante nunca escribía.

Como resultado de todo esto, mastiqué durante casi veinte años una ambición mordida y secreta (no por no ser relatada, sino por íntima y presente) de escribir una novela basada en unas pocas premisas de mi vida real, y alimentada por mi imaginación y la influencia de muchos autores que he consumido con desvelo a lo largo de los años. Sin embargo, cada intento de escribirla fue sistemáticamente frustrado por una imposibilidad etérea de avanzar más allá de la página veinte sin sentir que el texto era una verdadera cagada.

Luego la vida se complicó. Como tantos otros argentinos emigré a Barcelona en el año dos mil, y un torrente de situaciones nuevas me obligó a canalizar lo mejor de mis energías en hacerme un lugar. Un lugar en la vida profesional, en la vida social, y en general en un país diferente. No tan diferente como para obligarme a cambiar radicalmente, pero sí lo suficientemente diferente como para hacerme sentir distinto. La escritura fue quedando de lado.

A finales del año 2008, la tan mentada crisis mundial me dejó sin trabajo. Después de dos meses de profunda depresión y de girar en torno a nada, pero con verdadera desesperación, decidí que la circunstancia no deseada de

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disponer de tanto tiempo libre marcaba el momento perfecto para escribir la novela que íntimamente continuaba masticando y rumiando, y me puse manos a la obra el catorce de marzo. Por obra y gracia de quién sabe qué fuerza desconocida, un texto que, por primera vez en mi vida me gusta, me seduce y me hace sentir bien a medida que lo voy escribiendo, comenzó a aparecer bajo mis dedos. A principios de mayo, cuando retomé mi actividad laboral, tenía más de doscientas páginas escritas, y estaba entusiasmado. Por fortuna pude encontrar el espacio para trabajar y continuar escribiendo. Hoy son casi cuatrocientas páginas, conservo intacto el entusiasmo y comienzo a ver luz al final de túnel, pero resulta que el ejercicio de la escritura, el ritual simple de sentarme frente a la pantalla y pensar me ha enviciado, y entonces produzco decenas de ideas y reflexiones que no sirven para la novela, pero que bien podrían ir a parar a un blog. Al final, por alguna razón que me resulta incomprensible, muchos exiliados tenemos la idea peregrina de que lo que pensamos puede resultar de interés para los demás, aunque finalmente puede que no lo sea.

Primero mi abuela, y después mi madre, cuando querían afirmar algo categóricamente y con intención de poner fin a una discusión, cerraban la frase diciendo: “Esa es la verdad de la milanesa.” Me ocurre que tengo ganas de poner a prueba algunas de las cosas que se me ocurren, así como algunos fragmentos de la novela que voy escribiendo, y me divierte la idea de recibir comentarios al respecto, al mismo tiempo que siento que puede ser importante para mí tener algún tipo de feedback sobre estas cosas. No tengo idea de cómo va a resultar. Ni siquiera sé si tendré finalmente la constancia de ir escribiendo esos pequeños textos que quiero agregar al blog, pero de momento he decidido ceder a la tentación de compartir todo esto, y por eso hoy empiezo este blog, y ésa es la verdad de la milanesa.

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El abogado, el médico y el Aprendiz de Brujo 08 de Septiembre de 2009

Somos nuestras profesiones. Eso y el lugar donde nacimos y/o crecimos. Vivimos en un mundo lleno de clichés, lugares comunes y estereotipos, y todos, en mayor o menor medida, contribuimos a esa banalización progresiva de los conceptos que nos rodean, que cada vez sucede con mayor rapidez. Así las cosas, nos cuesta concebir que la forma de llenar la olla no sea mucho más que eso, y entonces sabemos con certeza que todos los taxistas son charlatanes, que todos los argentinos tenemos labia y un punto atorrante, mentiroso o exagerado, que ninguna persona que haya estudiado cualquier carrera humanística puede tener un trabajo lucrativo relacionado con sus estudios, que todos los abogados defienden a los malos, que a los médicos hay que hacerles caso en todo porque para eso estudiaron y saben más que uno, y que todos los que nos dedicamos a cualquier disciplina abstracta (informáticos, programadores, matemáticos, físicos, etc.) somos una banda de freaks que, pasados los treinta, tenemos la habitación llena de muñecos de La Guerra de las Galaxias, vemos webs porno sin parar, leemos toda la ciencia ficción que nos cae en las manos y no sabemos hablarle a las chicas (“existen dos tipos de hombres: los que saben binario y los que tienen novia”), además de tener el sentido del humor seriamente

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perjudicado por una visión del mundo drásticamente distorsionada.

No me gustan los estereotipos, pero creo que por algo existen, y que es bueno ser capaz de reírse de ellos, sobre todo cuando nos tocan de cerca. Y a pesar de que no me gustan, estoy obligado a reconocer que existe un fondo de razones que, exageradas una y otra vez por quienes las esgrimen, acaban dándole cierto regusto de verdad al asunto. Y nunca falta, además, (por dar un ejemplo que me toca) el programador al que yo llamo gordo Unix, que ostenta un poderoso sobrepeso, pelo y barba enmarañados, escasas habilidades sociales, marcado mal gusto en el vestir, y solamente puede hablar de temas científicos o de sables láser, y, por supuesto, juega juegos de rol. Cuando aparece uno de estos personajes, verifica frente al mundo entero todos los tópicos habidos y por haber, y entonces es inútil discutirlos, y resulta más fácil sentirse identificado y hacer causa común con el gordo Unix, batiéndonos a brazo partido, espalda contra espalda, enfrentados al resto de los presentes en ese momento, para defender la dignidad de la profesión. Si el gordo Unix, para colmo de males, llega a ser argentino y estamos de este lado del mundo, entonces ya sé antes de empezar que acabaremos malheridos, ahogando nuestras penas en una Quilmes y panqueques con dulce de leche, mientras comentamos en voz baja el último libro de Harry Potter.

Ahora bien, dejando de lado la maldad ajena y los tópicos, hay tres profesiones condenadas a sufrir en las reuniones sociales. La primera es la abogacía. Si hay más de diez personas y llega un abogado, no importa la temática de la reunión, deberá responder al menos una consulta legal. Es indistinto si es un abogado especializado en divorcios, alguien le preguntará qué pasa si atropella a un perro sin querer pero no para, o si puede recurrir la multa que le quita los últimos puntos del carné, o qué pasa si hace mal la declaración de la renta de manera deliberada. Los abogados llevan decenas de años sometiéndose a este tipo de interrogatorios, durante los cuales a su interlocutor le importa un sorete su especialidad o su trabajo actual. “Soy abogado pero actualmente trabajo como cajero de un banco”, “Si, si” – responde el “cliente” de

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turno, “¿pero qué pasa si mi abuela me deja una casa en la playa y la casa tiene hipoteca?”. No le queda más que resignarse y responder lo que le dicte su sentido común.

La segunda especie sometida a este tipo de maltrato social son los médicos. Los médicos pueden tener la esperanza de que el umbral del dolor esté por encima de las quince personas presentes, pero si las hay, es completamente imposible que no haya uno con un bulto extraño en la espalda, que ríe nerviosamente llamándolo “el cáncer”, sólo para escuchar de boca del médico que no, que lo más probable es que sea un bulto de grasa, o algo similar. También sufren la indiferencia típica de sus contertulios con respecto a la especialidad. “Es que tengo un sarpullido en los muslos que me preocupa”. “Ya – dice el galeno – pero yo soy traumatólogo. Tendrías que ver a un dermatólogo, o en todo caso a un endocrino, pero yo no tengo ni puta idea”. El enfermo hace como que no escucha:“¿Y si me pongo Bepanthol me lo curará? ¿O mejor otra crema?”

Pero sin ningún lugar a dudas, y sin admitir ningún tipo de especulación al respecto, los más perjudicados somos los informáticos, programadores, administradores de red y en general cualquier persona que trabaje con computadores. “Es que trabajo en una empresa que gestiona comunidades de propietarios, y tenemos el Comunitator 2.31, y me sale un mensaje que no leí bien pero que dice algo así como que la tabla está consumida”. Nos encogemos de hombros, y a pesar de que no hacemos más que repetir que en nuestra puta vida hemos visto el Comunitator, en ninguna de sus versiones, el afectado insiste, argumentando que es nuestro deber saberlo todo y conocer todos los programas del mundo. Y al escuchar la conversación, siempre se apunta alguno más: “Yo me compré una consola Pedorrix versión 8, y no la puedo conectar al Wi-Fi del vecino ni al USB del sofá porque no me reconoce la placa de vídeo”. Y si estamos en una casa particular, lo más probable es que de alguna manera terminemos arreglando alguna cosa en el ordenador personal del anfitrión, que por cierto seguramente es un asco con miles de programas pedorros instalados, ventanas que se abren por doquier pidiendo que paguemos una licencia de vaya uno a saber qué, y en general un mal bicho que el único arreglo posible que tiene es un formateo completo, cosa que nos

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cuidamos muy bien de decir para no salir beneficiados con tan preciado encargo.

Pero por suerte, a diferencia del médico y el abogado, los informáticos tenemos armas secretas. Aún si no queremos sacar la espada láser y cortar en dos al incauto que pregunta, podemos adoptar nuestra pose oscura de aprendiz de brujo, y en un tono de voz que no admita réplica, responder algo lo suficientemente críptico como para asustar al más pintado: “La matriz bidimensional de la memoria central está fragmentada sin remedio por el núcleo raíz del sistema operativo. No puedo desencriptar esto sin un certificado X.509 auténtico emitido por Microsoft. Vas a tener que dejarlo así. La otra opción es perder todos los datos forzando un core dump que permita debugar el kernel”. Dicho esto, hacemos un gesto mágico con ambas manos, mientras arqueamos las cejas, dando a entender que lo sentimos mucho, y nos alejamos en dirección a la mesa, hundimos las zarpas en el plato de jamón, y nos dedicamos a meditar tranquilamente si es verdad que Aragorn tenía más de ochenta años cuando cabalgó por los senderos de los muertos, o si Yoda sería capaz de vencer a Harry Potter en un enfren-tamiento mano a mano. Obviamente, mi opinión es que sí, los Jedi son mucho más poderosos que los magos.

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La venganza de las Isoflavonas de Soja 12 de Septiembre de 2009

Cuando era un niño, digamos de entre siete y once años, me encantaba ir al supermercado. Todavía no estábamos plagados de Carrefours ni Wal-Marts ni monstruos semejantes. Apenas si existía el Jumbo, y no teníamos costumbre de ir. Entonces se compraba todos los días, o casi todos. Además, vivíamos en un mundo en el que un niño de diez años podía caminar solo cuatrocientos cincuenta metros con algunos pesos apretujados en un puño sudoroso, repitiendo para sí mismo “dos sachets de leche, un paquete de manteca, dos paquetes de fideos mostacholes y una lata de tomate, dos sachets de leche, un paquete de manteca, dos paquetes de fideos mostacholes y una lata de tomate, dos…”, con tal absoluta concentración que no reconocería a su propio padre, y sin embargo el riesgo de que fuese asaltado, secuestrado, asesinado, violado o atropellado continuaba siendo razonablemente bajo. Así las cosas, yo me ofrecía siempre, y mi mamá me mandaba al supermercado. Yo me sentía encantado en aquél mundo pequeño, conocido y abarcable, en el que me movía a mis anchas. En la nevera de lácteos había tres marcas de leche, en versiones normal y

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descremada, sachet o cartón (que era la que compraban los ricos). Lo mismo pasaba en la de los fideos, había dos marcas: los baratos y los caros.

Después, cuando pasaron algunos años, me hice adolescente (duele recordarlo!), y entonces dejé de ofrecerme para ir a comprar. De hecho, me negaba alegando excusas no siempre creíbles, y no siempre inteligentes. Supongo que mi madre, como tantas otras, de a poco fue resignándose a la disminución progresiva de mi voluntad de colaboración, y a mi preferencia de emplear mi tiempo en actividades de masajeo genital (rascarme los huevos, como quien dice). Pasé algunos años felices sin entrar más que a establecimientos donde comprar tabaco y a veces una botella de cerveza o de gaseosa para tomar con amigos, mientras perdíamos maravillosamente el tiempo en alguna parte, dedicados a la fructífera actividad de ver pasar a los demás y hacernos chistes entre nosotros, con bastante poca gracia. Durante esos años llegaron los hipermercados, y la cultura de compra cambió totalmente.

Poco después de cumplir diecinueve, haciendo uso de una de las pocas ventajas de ser Aprendiz de Brujo, que es que se ganan sueldos relativamente decentes, me fui a vivir solo. Le alquilé un departamentito pequeño a una viejecita dulce en San Telmo, y allí me instalé. Después de algunos meses de comer sistemáticamente alternando el bar de abajo (DesNivel, o para algunos, simplemente La Parrillita) y el McDonald’s de la otra esquina, salpicado de esporádica comida china, advertí que comenzaba a ganar algo de peso (tendencia, por cierto, que a pesar de las diferentes técnicas empleadas hasta hoy, se mantiene, a mi pesar, ascendente). Decidido a mejorar la calidad de mi alimentación, y por lo tanto, de mi vida, comencé a observar lo que hacían las personas de mi entorno que llevaban bien una casa. Desafortunadamente, mis colegas de profesión (teniendo en cuenta solamente a los que ya no vivían con sus padres) se dividían en dos grupos: los que comían igual o peor que yo (tengamos en cuenta que en mis primeros cinco años de vivir solo, jamás encendí el horno) y los que tenían esposa, mujer o concubina de alguna clase. Esta segunda alternativa estaba bastante lejos de mi ánimo por aquéllos días, así que opté por observar a mis padres. Fruto de esta

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observación descubrí una de las principales costumbres de la clase media en las sociedades civilizadas: hacer la compra del mes. “Esto debe ser sencillo”, me dije a mí mismo, que aparentemente, a pesar de ser capaz de gestionar y programar sistemas informáticos de alta complejidad, era genéticamente inútil para la rutina doméstica… “Solamente tengo que hacer la compra del mes, y todo irá mejor”.

Allá fui. El mes siguiente, nada más cobrar el sueldo, me subí al

coche y me fui al Carrefour San Lorenzo. Hacía al menos siete años que no iba a comprar, así que lo tomé como una excursión. Grande fue mi sorpresa al descubrir que, durante mi ausencia del mundo de la alimentación, habían reemplazado los tradicionales supermercados de barrio por auténticas catedrales dedicadas al consumo. Al entrar por primera vez a un Carrefour, un abismo de productos se abrió ante mí: pasillos y más pasillos y góndolas y más góndolas, cuya disposición, temática, ubicación y utilidad se volatilizaban de mi cerebro al salir de allí, impidiéndome conservar información útil de una visita a otra. En la práctica, el resultado fue dramático. Cada principio de mes iba al Carrefour San Lorenzo. Me armaba de un carro y de bastante valor y entraba a la jungla indomable de productos perecederos y no perecederos. Intentaba tomármelo con calma, pero resulta que había cosas, como por ejemplo los packs de dieciséis rollos de papel higiénico, que compraba en cada una de mis visitas, ante la imposibilidad orgánica de recordar claramente cuáles eran mis existencias actuales, con el triste resultado de una acumulación lenta y persistente de papel higiénico que ya no tenía donde guardar. Sistemáticamente también cedía a la tentación de comprar alguna cosa absurda y cara, como un pack de cintas vírgenes de vídeo que no necesitaba, o un set de sartenes que pensaba que me ayudaría a cocinar más. Al final, mi tolerancia al sitio se reducía siempre a un rango de entre veintidós y treinta y cuatro minutos, al cabo de los cuales pagaba entre doscientos cincuenta y trescientos cincuenta pesos por un carro que apenas superaba la mitad de su capacidad en contenido. Llegaba a casa, escondía todo lo que había comprado en los armarios de la cocina, descansaba media hora, y luego comenzaba a abrir las puertas buscando algo que

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comer: nunca había nada, así que me iba a comer a La Parrillita, resignado y con trescientos pesos menos. Me prometía que al mes siguiente lo haría mejor.

Al cabo de varios años de intermitentes esfuerzos improductivos por mejorar mi inteligencia de consumo, me fui a vivir con una japonesa, de la que no revelaré el nombre para preservar su intimidad, pero a efectos prácticos supondremos que se llamaba Kim. Kim era una amiga mía que tenía un problema temporal de vivienda, así que le ofrecí que se quedase en casa durante un par de meses. Nos liamos el mismo día que se mudó, con lo que me encontré viviendo en concubinato completamente a traición, sin poder hacer nada para remediarlo. En un principio eso me asustó. Hasta que, cuando llegó el principio del mes siguiente, le dije: “Kim, tenemos que hacer la compra del mes”. “Claro” dijo ella. Llegamos al Carrefour, y en cuanto me arrebató el carrito sin ningún tipo de miramientos supe que algo diferente iba a suceder. Recorrimos los pasillos durante más de una hora, mientras ella seleccionaba cuidadosamente los productos y yo descubría nacer en mi interior una impaciencia nueva, y un hastío completamente desconocido, que me produjo una enorme incomodidad. Cuando llegamos a la caja, el carro rebosaba de cosas, simulando de perfil la silueta de una isla con un volcán en el centro. “Esto va a costar una fortuna”, dije. Kim asintió, con un gesto grave, y no dijo nada más. Cuando la cajera terminó de jugar con su maquinita de hacer pitidos, me miró y dijo: “Son ciento treinta y cuatro con veintidós”. “No puede ser”, le dije, “si estamos comprando mucho más”. Me miró, entre confundida, divertida o simplemente no interesada, y me dijo: “¿Efectivo o tarjeta?”. Le di la tarjeta mientras, para mis adentros, comprendía por fin que la compra me era un arte ajeno. Cuando llegamos a casa, Kim ordenó todo perfectamente, y hubo comida durante muchos días. Entendí por fin por qué le decían la compra del mes.

Después me separé de Kim, y naturalmente volví a caer en mi rutina de no ir a los mega-supermercados. Cuando me mudé a Barcelona, mi desesperación fue en aumento. En los supermercados españoles, la manteca es una grasa de cerdo incomible, y hay que elegir el paquete que dice mantequilla,

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como comprobé asustado tras un primer mordisco al pan. Las marcas eran distintas, los envases también, y para peor, el primer mundo parecía estar ocupado en una actividad febril de diversificación de productos. Le leche, que antes era entera o descremada, ahora tenía miles de versiones: La entera de siempre, semidescremada, descremada, enriquecida con calcio, con ácidos grasos omega tres, con isoflavonas de soja (que, dicho sea de paso, nunca supe qué son ni para que sirven), con lactobacillus ge ge. Descubrí que los supermercados eran mucho más hostiles que durante mi infancia, y que elegir una lata de paté se había vuelto una tarea casi imposible.

Ahora estoy casado, y la compra del mes la hace mi mujer por internet, y nos la traen a casa, pero aún así sigo temiendo los días en los que tenemos que ir al supermercado. Y secretamente sospecho que, además de estar enamorado, del deseo de formar una familia y de las ganas de compartir mi vida, una de las razones ocultas por las que me casé fue para tener a mi lado a alguien fuerte, alguien con entereza de carácter. Alguien que me proteja de la venganza de las Isoflavonas de soja.

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Me gusta, no me gusta 08 de Octubre de 2009

Me gusta levantarme cuando aún es de noche, en invierno, y preparar un cappuccino con mucha espuma. Me gusta escuchar el sonido casi imperceptible de cada uno de los granitos de azúcar al penetrar en la espuma, hundiéndose lentamente. No me gusta el sedimento de melaza marrón que queda en el fondo de la taza cuando me termino el café.

Me gusta que una brisa suave me mueva el pelo, despacio, y sentir las puntas haciéndome cosquillas en las mejillas, como una caricia con finísimos dedos sin uñas. No me gusta que el viento se cuele por mi nariz y mi boca, dificultando el flujo normal del aire por las vías respiratorias.

Me gusta acariciar suavemente la piel de alguien a quien quiero, y me gusta que tenga diminutas perlas de sudor fresco, ese que huele al otro levemente, dejando adivinar su presencia en las yemas de mis dedos cuando retiro la mano. No me gusta el contacto físico violento, chocar con otra persona, contactar en diferentes puntos al mismo tiempo, en un caos instantáneo e imposible de traducir en un movimiento coordinado.

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Me gusta el sabor a combustible suave que deja en la boca encender un cigarrillo con un encendedor cargado con bencina, como un aliento dulce y orgánico. Me gusta la primera bocanada de humo, sentir cómo se abre paso en mis pulmones, los recorre y los abandona, fluyendo lentamente por la nariz en un vaho de formas caprichosas. No me gusta adivinar cómo mis células pulmonares se corrompen y achicharran con cada calada, ni el rugir interno de mi respiración cuando intento dormir.

Me gusta, como casi nada en este mundo, el sonido sibilante que hace la equiparación de presión cuando se abre despacito una botella de Coca-Cola, y el sonido de chispas invisibles al llenar un vaso desde una botella recién abierta, y las burbujitas rebotando contra mi nariz al beber el primer trago, áspero y dulce. No me gusta la empresa que la fabrica ni lo que sea que haga con el dinero que gana.

Me gusta, me encanta, me seduce y me derrite sentir alrededor de mi cuello los bracitos de alguno de mis hijos, y sus labios frescos cuando me los como a besos. Me gusta la certeza total y absoluta, que no se puede tener con nada más en ese mundo, de la entrega que hay en sus abrazos y en su amor. No me gusta ver que mi barba incipiente les deja marquitas rojas en la cara.

Me gusta, aunque parezca cruel, ver llorar a mis hijos cuando lloran por algo que no es grave. No porque me guste especialmente su llanto, sino porque adoro verlos expresar una emoción genuina, y la intensidad de sus gestos y sus expresiones en esos momentos son únicas, algo para recordar, para no dejar escapar con la cantidad infinita de detalles que cada día se lleva de la memoria sin un respiro para el recuerdo. No me gusta que mis hijos sufran.

Me gustan el olor y el tacto de un libro nuevo, cuando de verdad me apetece leerlo. Me gusta abrirlo por la primera página y sorprenderme porque me atrapa desde la frase inicial. Me gusta tener que luchar tibiamente contra la aspereza y porosidad del papel, que intenta evitar que pueda dar vuelta una página, y conseguirlo y confirmar que también está llena de letras, como la anterior. No me gusta que un libro que me gusta

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mucho se termine, ni un final que no le hace justicia al resto del relato.

Me gusta reencontrarme con mis amigos, cuando hace mucho que no los veo, y comprobar en cada abrazo y cada gesto, que las cosas verdaderamente importantes se degradan mucho menos a causa del tiempo que las intrascendentes. No me gusta vivir lejos de mis amigos.

Me gusta recibir en brazos a un recién nacido, y darle mi dedo índice para que lo estruje con sus manitas, que suelen tener una fuerza sorprendente para alguien tan pequeño. Me gusta cuando un bebé calma su llanto si lo pongo contra mi pecho, y me encanta dormir con un bebé dormido encima. Odio saber que hay gente que le hace daño a los niños.

Me gusta cuando un recuerdo grato me asalta por sorpresa, y me llena el estómago de pájaros pintados. Me gusta recrearme en ese recuerdo, trabajarlo despacio y saborearlo, saber que es mío y de alguien más que también aparece en él. No me gusta el olvido tan tedioso al que es lamentablemente propensa la raza humana.

Me gusta levantarle a uno de mis hijos la camiseta, y estampar en sus barriguitas suaves una señora pedorreta soplada entre los labios. Me gusta su risa contagiosa y el momento en el que paran de reírse. No me gusta haber dejado de ser niño tan rápidamente.

Me gusta pensar en todos los primeros besos que en mi vida le di a alguna mujer. Me gustan los besos de mi mujer. Me gusta saber que los ojos y los labios son capaces de un lenguaje único para decir secretos sin palabras. No me gusta cuando los besos están hechos de rutina.

Me gusta subir a un avión para iniciar un viaje. Me gusta la presión abdominal y las cosquillas cuando el aparato carretea para despegar, mientras me ilusiono con un destino en el que habrá reencuentros o simplemente cosas nuevas. No me gustan los viajes de vuelta.

Me gusta sentarme a escribir y que las palabras fluyan con naturalidad. Me encanta cuando me puedo sentir orgulloso de un texto mío. Detesto cuando no tengo ideas para escribirlas.

Me gusta mucho mi vida. No me gusta cuando siento que la desperdicio.

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Ideología 26 de Octubre de 2009

Desde chico, muy chiquito, tuve una ideología. Me la regalaron mis papás en una cajita de cartón color madera, atada con una cinta verde que formaba un lazo. Es el primer regalo que recuerdo en mi vida, cuando cumplí los cuatro años. Abrí la caja y allí estaba, blanca, con pintitas de colores limpios que salpicaban un pelaje algodonado y suave al tacto, mirándome con dos enormes ojos profundos y alegres. Yo la quería mucho, porque era una ideología graciosa, juguetona y dulce. Cuando me veía se estremecía y me saltaba a los brazos, feliz. Yo la acariciaba y la acurrucaba en el nacimiento de mi cuello, donde se quedaba durante horas al calor de mi niñez. La cuidaba como a nada en este mundo. Era una buena ideología. Era una ideología que hablaba de ser un buen hombre en el futuro, de construir un planeta un poco más cuerdo, un poco más justo, un poco menos disparatado. Era una ideología generosa, que me hacía pensar en los demás, me recordaba mis privilegios, la suerte cotidiana de un plato de comida caliente en la mesa, de

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una familia orgánica y funcional, de la presencia del amor en mi vida.

Dormía conmigo en mi cama de niño, y me ayudaba a tener buenos sueños. Cuando aparecía un mal sueño, al despertar sobresaltado mi ideología me consolaba, se acurrucaba contra mí y me contaba historias divertidas en las que los buenos ganábamos siempre, me prometía una vida genial cuando fuese mayor, me invitaba a ser parte de una conjura contra el mal de este mundo.

Cuando empecé la escuela primaria, un día la quise llevar, convencido de que mi ideología tenía que conocer ese lugar donde pasaba tan largos ratos de mi vida. Mis padres se negaron. “Una ideología es muy importante, algo que hay que cuidar mucho. No la saques de casa, a ver si la vas a perder”, dijeron, balanceando el dedo índice, como hacen los mayores cuando quieren dar énfasis a una orden, pero que parezca un consejo sensato. Fue ella, mi ideología, la que me llamó a desobedecer, así que no hice caso. Me gustaba tanto mi ideología que me la escondí en la ropa, satisfecho por el cosquilleo agradable que me hacía su contacto en la piel, agarrándose con sus pequeñas y suaves manos, rematadas por dedos de uñas romas.

Durante el transcurrir de la mañana me di cuenta de que mi ideología me hacía un niño mejor. Ese día presté mis lápices, no peleé con los demás, y en el recreo, persuadido por ella, decidí compartir las cuatro galletas que llevaba con tres niños que no eran amigos míos, de esos con los que nadie quiere jugar y que siempre están solos en un rincón del patio, mirando cómo juegan los otros, sabiéndose excluidos por ser diferentes. En un acceso de amistad repentina, los invité a mi cumpleaños, a pesar de que no sería hasta varios meses después. Regresé a casa sintiéndome bien, totalmente convencido de que su presencia en mi vida solamente me traería alegrías, la opción diaria de sentirme mejor conmigo mismo.

Desde entonces nos hicimos completamente insepa-rables. Bastaba que me vistiese para que ella se me trepara a un bolsillo, dispuesta a venir conmigo a donde fuese. Yo se lo permitía, porque cuando ella estaba cerca me sentía seguro, y mucho mejor que cuando no lo estaba. Nos hicimos socios de

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juegos, camaradas de travesura, compinches incondicionales para cada cosa que me tocaba vivir.

Llegamos a la adolescencia juntos, casi al mismo tiempo. A ella le salieron unas tetitas incipientes, se le estilizó la figura, se le llenaron los labios y se volvió apasionada y luchadora, generosa con las palabras y siempre dispuesta a regalar consuelo. A mí no me salía la barba, pero por suerte perdí la voz de pito y los demás dejaron de confundirme con una niña, a pesar de llevar el pelo muy largo. Entonces nos preocupábamos mucho por todo el mundo, participábamos en política estudiantil y estábamos – mi ideología y yo – convencidos de estar construyendo un mundo mejor, de estar llamados y destinados a encabezar una rebelión que trajese por fin justicia, una revolución en toda regla.

Una vez nos enfrentamos con la policía, y cuando el escuadrón antidisturbios cargó contra doscientos cincuenta adolescentes temerosos como si fueran mercenarios en pie de guerra, mi ideología y yo nos asustamos mucho. Ella más que yo. Se escondió debajo de mi cama y se negó a salir durante varios días. Recuerdo que fue la primera vez que, juntos, nos preguntamos para qué todo esto, si valía la pena recibir palos en nombre de una guerra que parecía perdida antes de empezar. Al final la convencí, y organizamos una manifestación de protesta que una semana después convocó a varios miles de estudiantes. Al volver a casa, después de esa segunda manifestación, solos en la penumbra de mi habitación la miré con detenimiento, y me di cuenta de que ya era una mujercita. Los labios asomaban entre su pelaje blanco, más rojos que nunca, y sus pintitas de colores estaban en flor. Su rostro estaba serio, pero terriblemente hermoso, y en su mirada podía adivinarse el brillo inmaculado que solamente tienen quienes verdaderamente creen en algo. También descubrí sus primeras cicatrices. Una marca muy fea le cruzaba el pecho y parte del vientre, pero la llevaba con orgullo y elegancia.

Cuando terminé la escuela secundaria, contaba los años por desengaños amorosos y políticos. La Argentina se ultra-liberalizaba y yo ampliaba mis horizontes hacia nuevas experiencias vitales. Entonces comencé a no llevarla conmigo siempre que salía de casa, como había hecho toda la vida, sino

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solamente algunas veces. Cuando me veía con amigos, fumaba porros y me emborrachaba, no la invitaba a venir conmigo. Cuando salía con alguna chica tampoco la traía. Su salud desmejoró. El pelaje blanco perdió brillo, y todas las pintitas de colores vivos de antaño se volvieron de ceniza oscura. Sus cicatrices eran más evidentes que nunca. Ahora le trazaban rutas de dolor en la espalda y en las piernas, pero yo, sin embargo, me sentía intacto.

Después llegó la vida casi adulta. Mi cabeza estaba lo suficientemente separada del suelo como para sentirme grande. Empecé a trabajar para una poderosa corporación multimedios, y comenzó a interesarme seriamente el dinero y los modales recios que lo acompañan. Me compré tres trajes y ocho corbatas de colores serios, y por esos días la guardé de nuevo en la misma cajita de cartón en que me la habían regalado. Puse la caja en lo más alto del armario. Así pude evitar el asco subyacente que me producía la mecánica laboral en la que estaba metido, y dedicarme a crecer profesionalmente. Por primera vez en muchos años, recuperé para mí el hueco junto a mi pecho que antes ocupaba mi ideología de toda la vida, y pude llenarlo de ambición, un coche y televisión por cable. Me fue muy bien. No hice dinero porque trabajando para otros no se hace dinero, pero hice ganar mucho dinero a mis jefes, y me sentía contento y orgulloso de mí mismo. Sin remordimientos ni miradas reprobadoras.

Algunas veces, los domingos por la tarde, solo en mi departamento de soltero, mientras rumiaba silenciosamente la resaca poderosa del fin de semana, recordaba la caja en lo alto del armario, y me sentía tentado de abrirla y tener una conversación seria con ella, pero en seguida me invadía como un torrente la culpa violenta de quien se sabe en falta, y me daba cuenta de que no podría soportar su mirada decepcionada, y mucho menos el perdón absolutorio que estaba seguro de conseguir. Entonces me refugiaba en la televisión. Por suerte, los domingos por la tarde siempre se podía confiar en que un buen partido de fútbol acudiese al rescate, armado de un poco de anestesia.

Cuatro años más tarde, con tres úlceras a cuestas y seis trajes más en mi guardarropa, me sentí agotado. Entonces

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decidí irme a vivir a España. Fueron momentos difíciles, porque desarmar una casa y una vida, por más que se haga con ilusión, es algo que siempre duele. Revolviendo papeles viejos y trasvasando cajas y cosas acumuladas durante años y varias mudanzas, apareció la cajita de cartón que me habían regalado mis padres. La abrí, con una mezcla amarga de nostalgia, temor y remordimiento, y dentro, contra todo pronóstico, mi ideología seguía viva. Estaba muy desmejorada, eso sí. Se le había caído bastante pelo, y en los claros irregulares entre su pelaje, se adivinaba la piel de un color rosado pálido medio enfermizo, los ojos sin brillo y los labios no tan besables como antaño. Quise acariciarla, pero estaba dolida y ofendida. Por primera vez desde que me la habían regalado, me enseñó los dientes y un gruñido de rabia, así que cerré la caja con un enorme sentimiento de culpa. En el proceso de guardar en cajas lo que no podía traerme a Europa, tuve una duda mortal: ¿La dejaba o la traía? Pensé que hacía tanto tiempo que no la utilizaba que no valía la pena cargar con el peso, porque los dueños de los aviones no entienden nada de recuerdos ni de nostalgia, y mucho menos de buenas ideologías heredadas de los padres de uno. Al final, la certeza de que, aún maltrecha y desmejorada, era el mejor regalo que mis padres me habían hecho, decidí traerla.

Una vez instalado en Barcelona, la cajita fue a parar al fondo de un armario nuevamente, y, ocupado como estaba en abrirme paso en el primer mundo, la olvidé sin culpas.

Luego conocí a Gloria, y un poco de tiempo después llegó el primer embarazo. Pablo nació al principio de un verano caluroso y feliz, durante el que vivíamos temporalmente en Málaga, nuevamente invadidos de cajas de tantas y tantas mudanzas. La primera vez que lo tuve en brazos mi mundo entero tembló, y mi sistema de creencias se tambaleó para volver a afirmarse completamente sobre una simiente nueva. Al ser padre no se puede evitar aprender a sufrir por toda la injusticia contra los niños que hay en este mundo.

A final de ese año nos volvimos a vivir a Barcelona, y volvimos a abrir las cajas tantas veces mudadas y vueltas a mudar. Recuerdo que había armado la cuna de mi hijo, y estaba en su habitación, cubierto de polvo y cansado por el esfuerzo.

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Había vaciado una caja y me disponía a plegarla para tirarla a la basura, cuando advertí que en el fondo quedaba la cajita de cartón de color madera. Preguntándome cómo habría llegado allí, estiré las manos y me la puse sobre el regazo, temblando, asaltado por una emoción nueva y desconocida. Temí que al abrirla mi ideología estuviese muerta, o que se hubiese transformado en un animal herido, que me saltase a la cara con intención de herirme, con toda razón. En contra de mis malos augurios, cuando desanudé la cinta verde, no la vi como esperaba verla, según la imagen mental de ella que había ido fraguando a lo largo de los años, inconscientemente, sino que la encontré como era cuando me la regalaron, un ovillo blanco brillante y peludo, con sus pintitas de colores renacidas y dos ojazos tiernos y dulces. El corazón me latió fuerte, impulsando una ola de sangre nueva que me navegó las venas como un viento profético. La tomé entre mis manos, sintiendo como ella temblaba de emoción, y la acerqué a mi cara, como tantas otras veces, pero esta vez con lágrimas en los ojos. Ella estiró sus manos pequeñas y suaves, y sin dejar de mirarme a los ojos, recogió en el hueco formado por sus manos una lágrima mía y se lavó lentamente la cara, sacudiéndose las gotitas con un movimiento de cabeza. Después me besó en una mejilla. Me levanté, apretándola suavemente contra mí, y aún con el sabor salado en los labios la deposité suavemente en la cuna de Pablo. Vi que ya no tenía ninguna cicatriz, y que su cuerpo era nuevamente cuerpo de niña. Ella me miró, sonrió y se hizo un ovillo junto al cuello de mi hijo.

Ahora Pablo tiene cinco años, y no se separa de ella para nada. Está saludable y crece otra vez fuerte y bonita como nunca. Pablo no deja que nadie la toque, porque la ha hecho enteramente suya, y a mí me parece bien. Yo hago como si no supiese de su complicidad, ni que la lleva a todas partes como hacía yo. A veces cuando finjo no enterarme, intuyo que mi padre me hacía un juego parecido, para permitirme así conquistarla por pleno derecho y no por la fuerza de un legado. No le hablo de ella, pero observo en segundo plano todo lo que viven juntos. Algunas noches, cuando Pablo duerme y Gloria no me ve, me acerco sigilosamente a su cama y la tengo un rato en mis brazos. Nos miramos profundamente a los ojos, y ya no

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hacen falta palabras entre nosotros. No quedan heridas abiertas. Simplemente sabe que confío plenamente en ella para que enseñe a mis hijos a ser buenas personas.

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El descanso de los Héroes 02 de Noviembre de 2009

Desde el principio de los tiempos, los hombres y mujeres comunes necesitamos de héroes en los que creer y confiar, en los que depositar esperanzas, sueños de gloria o deseos de venganza. Personas que sean diferentes, que encarnen la rabia colectiva, que sepan erigirse en íconos de la rebelión y representar a los guías emocionales que lideren nuestras pequeñas batallas diarias.

Desde mi infancia más remota recuerdo la emoción y la admiración que sentía por los héroes. Superman o Spiderman encarnaban los valores fundamentales que la cultura occidental le atribuye a los héroes: un sentido de la justicia infalible, aunque no siempre comulgue con la ley, el don absoluto de la oportunidad más ubicua, es decir, estar siempre allí donde se les necesita, la generosidad de otorgar perdón aún después de haber sido brutalmente agredido y la falta total de deseos de reconocimiento, gloria o cualquier tipo de ambición personal.

Este esquema me funcionó perfectamente hasta los siete u ocho años. Después, empecé a percibir una cierta ironía en el

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asunto. Superman era invulnerable. Podía volar, las balas le rebotaban y solamente le hacía daño la Kriptonita, una piedra verde brillante muy difícil de conseguir. No era cuestión de entrar a un almacén y pedir media docena de huevos, ciento cincuenta de salchichón primavera y medio kilo de Kriptonita verde. La misma condición de invulnerabilidad era casi obligante. Un tipo así no tiene más remedio que ser héroe o villano, y aún siéndolo comenzó a parecerme que el mérito era escaso: no había nada en juego. Tres cuartos de lo mismo para el arácnido mutante: los poderes sobrenaturales le daban una ventaja comparativa que paulatinamente fue obligando a Hollywood a crear villanos más y más poderosos y sobrenaturales, con lo cual la esencia misma del villano le restaba espectacularidad a los poderes de los superhéroes.

Por entonces comencé a fijarme en otro tipo de héroes, cuyo máximo exponente fue y sigue siendo El Zorro (Batman también pertenece a esta clase, al menos en sus orígenes). Ese sí era un héroe de verdad. Un hombre excepcional, sin más ayuda que su entrenamiento físico, su picardía y astucia y un criado mudo que se hacía pasar por sordo. Pero no cualquier Zorro. El Zorro de Alain Delon era, a pesar suyo, medio puto y poco creíble, además de tremendamente aburrido. El de Tyrone Power fue un Zorro pueril, casi inocente, con poco drama. Ni hablar de la herejía que hizo años más tarde Antonio Banderas, en la que ni siquiera era Don Diego de la Vega, sino un vagabundo borracho y ladrón que se transforma en El Zorro después de veinte minutos de hacer flexiones y tres o cuatro clases de esgrima en una cueva mal iluminada con velas. Para principios de los noventa Hollywood ya había perdido completamente la ética de los héroes. El verdadero Zorro, el que me hizo vibrar de emoción de niño, fue el de Guy Williams. Conflictos reales, problemas de personas reales, y las características infaltables de todo héroe, que, para más inri, se juega la vida interviniendo en donde no lo llaman por puro amor a la justicia.

Pasaron los años. De adolescente, si bien continué admirando en secreto a ese Zorro perfecto, y soñándolo como modelo personal, no quedaba muy de “grande” profesar ese culto. No se podía andar por ahí con una camiseta o un pin del

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zorro, hubiese sido el blanco de las burlas generalizadas de todos mis congéneres. Sin embargo, la semilla del heroísmo estaba sembrada en mí como, supongo, en tantos otros chicos de mi edad. Entonces iniciamos la verdadera búsqueda de los héroes, porque al final la épica es también un reflejo de lo que nos pasa. En la vida real hubo muchos héroes, algunos anónimos, otros famosos, incluso a su pesar.

Últimamente he pensado mucho en el Che Guevara. Fue un héroe y quizás uno de los principales modelos para mi generación. Al igual que Superman, Spiderman, El Zorro y Nippur de Lagash, no tuvo un momento descanso ni sosiego mientras sintió que había viva una injusticia contra la que pelear. Sólo que él y tantos otros se jugaban la vida debajo de una piel de verdad, y no de una capa negra bajo los focos de un plató. Lo cito solamente a él porque, sin negar una incontable cantidad de héroes del siglo XX, lo considero ejemplo más que suficiente y me aterra, solamente unas pocas décadas después, ver que le han hecho lo mismo que al Zorro. La codicia de Hollywood y la industria textil han prostituido y comercializado su imagen sin tregua, hasta transformarla en una caricatura de sí mismo parecida al Zorro de Banderas. Somos una generación derrotada, nos han vendido nuestros propios héroes envueltos en plástico de colores junto a un cono de Pop-Corn, y los hemos comprado. Nosotros lo hemos permitido.

Ahora tengo hijos, y sufro viendo los modelos que les proporcionamos los mismos adultos que hace veinte años creíamos en los héroes de verdad. El sistema está tan establecido que el FMI se puede permitir poner al Che Guevara como ejemplo para los mortales aplastados en que nos hemos convertido. Por eso cuando intento darles a mis hijos héroes que imitar, no puedo evitar rescatar la épica de cuando yo era niño.

Desde que el mundo es mundo, desde que los hombres peleamos en guerras, defendemos ideas y atacamos a los que creemos que están equivocados, – sin entrar a valorar quién tenía razón en cada caso, ni si la guerra era o no el mejor camino a seguir – desde el principio de todo, hemos tenido héroes de carne y hueso, personas que sangraban y sufrían, pero a pesar de eso asumían una responsabilidad, empuñaban

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una espada, un fusil o una máquina de escribir o una guitarra, y lideraban la rebelión de los oprimidos. Los oprimidos aún existen, pero por primera vez en más de diez mil años, los héroes parecen estar descansando, mirando para otro lado aunque la tormenta arrecia. Hace algunos meses me dediqué a ver con mis hijos la serie completa de El Zorro de Guy Williams, y al ver sus ojitos brillando de admiración, y los juegos posteriores que transformaban cualquier cosa medianamente rígida en una espada, no pude evitar preguntarme si no será que nos estamos volviendo demasiado egoístas.

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Y en el 2010 también 26 de Diciembre de 2009

Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos, a esta altura más que una frase de un tango inmortal es un axioma científicamente comprobado, un versículo que encierra una verdad indiscutible. No hace falta ni siquiera esforzarse para verlos por todas partes, se llamen Silvio Berlusconi, Emilio Botín o Julio Grondona.

Lo que no podía prever Discépolo ni nadie, es que el despliegue de maldad insolente característico del siglo XX se traduciría a sí mismo, refinándose, volviéndose sutil, altamente engañoso y cada vez más escurridizo. No se podía prever que la maldad franca y llana del crimen organizado de principios del siglo pasado evolucionase de esta forma en cinismo e hipocresía, ni que los jefes absolutos de las organizaciones criminales se sintiesen más cómodos en despachos de cargos oficiales que en suburbios impracticables para las personas honradas.

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No se podía vislumbrar que las guerras perderían todo su espantoso significado soberanista, conquistador y su pasión por la expansión territorial a manos de un complicado entramado de negocios divididos entre el continuismo de la industria armamentista y los enormes beneficios que proporciona la reconstrucción de los países invadidos y la explotación de sus recursos naturales a manos de las fuerzas de ocupación.

Nadie podía imaginar que el presidente de una de las mayores potencias mundiales, General Máximo de varias guerras en activo, sería premiado con el Nobel de la Paz solamente a causa de un montón de palabras, sin respaldo alguno en los hechos.

No creo que la primera década del siglo XXI haya sido una sorpresa para nadie. Al menos en lo que se refiere al rumbo errático y peligroso de la vida pública, el empeoramiento progresivo de las condiciones de vida, el agravamiento de la pobreza y la salud de las personas, que vemos como poco a poco aumenta la esperanza de vida, solamente a efectos de contraer enfermedades que además de mortales y raras, en lugar de tener nombres románticos y literarios como la Tisis o la Tuberculosis, son terriblemente mortales y dolorosas, y se etiquetan con nombres técnicos como HIV o H1N1. Todo es así ahora, codificado, reglamentado y preparado. Todos sabemos cómo comportarnos en función de las nuevas reglas escritas.

Pero a pesar de todo esto y mucho más, que no soy capaz de escribir ni analizar (y como siempre digo, ya hay personas más preparadas e informadas que yo para hablar de estos temas), tanto a nivel personal como público, estos primeros diez años del milenio también traen vientos de cambio y algunas alegrías mezcladas.

Hemos visto cómo poco a poco, sobre todo en América Latina, una izquierda que parecía completamente derrotada desde la caída del muro de Berlín, comenzó a reinventarse, a generar una propuesta socialdemócrata y a ganar espacio en muchos países del cono sur. Personalmente siento diferentes grados de acuerdo con cada uno de los líderes de estos movimientos. Algunos de ellos me dan bastante repelús, pero

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lo que quiero resaltar, lo que me parece importante, es que hay personas en este mundo que creen que la ultraliberalización no es el único camino posible. El binomio inamovible capitalismo-comunismo se fisura, y aparecen otras posibilidades. Eso me gusta.

También hemos asistido, después de tanto criticar a Estados Unidos y a su gente, como alcanzaban colectivamente la madurez suficiente como para tener por primera vez un presidente negro.

En muchos países Europeos, y en algunos Americanos, se empieza a legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo. Lamentablemente en muchas ocasiones aparece como una cuestión de “tolerancia” en lugar de “reconocimiento de un derecho”, pero al menos es un avance importante.

Y aunque hay mucho negocio y mucha basura alrededor, el mundo entero parece estar pensando seriamente qué hacer con nuestro planeta. Los cínicos de siempre se enriquecen con esto, pero es un tema del que se habla. Muy lentamente, la responsabilidad individual crece al respecto.

En lo personal, hace diez años mi vida parecía sentenciada. Había dejado de escribir y centraba todos mis esfuerzos en crecer profesionalmente. No era feliz, pero había elegido. Me mudé a Barcelona (hace ya diez años!) y con una segunda oportunidad en la manga, aposté todo al rojo y adelante.

Fue muy difícil. Me sentí muy solo muchas veces. Me sentí de ninguna parte. Me sentí fuera de mi país y un eterno inmigrante en España, donde los Argentinos y Uruguayos ni siquiera somos inmigrantes del todo. Los inmigrantes del resto de Latinoamérica y de África no nos ven en las mismas condiciones que ellos, pero tampoco somos de aquí. Estamos inmersos en un auténtico paréntesis gigante.

Trabajé para empresas pequeñas y para enormes multinacionales. Trabajé miles de horas. Conocí a Gloria, que hoy es mi mujer. Hace cinco años, en la mitad de este periplo, Pablo vino al mundo y me conmocionó entero, me hizo temblar, reír y llorar. Me dio una vida nueva que no era capaz de adivinar que existía. Dos años y medio después Daniel trajo

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otro montón de ternura y dos ojazos enormes llenos de preguntas.

Todo se precipitó, llegué al punto más alto. Fui Director de Tecnología de una compañía de investigación y desarrollo, con un sueldo increíble y unas condiciones de trabajo que jamás me hubiese atrevido a soñar ocho años antes, cuando partí de ezeiza con tres valijas y una mochila por todo saldo de veintiséis años de vida.

Entonces, esta década de locos reventó, y el mundo entero conoció una crisis sin precedentes. Los beneficios de la hiperinformación y las tecnologías de comunicación jugaron en contra. La crisis se propagó a velocidad alarmante, como nunca antes, y mi trabajo soñado voló junto con los sueños de muchos millones de personas en todo el mundo. Era un punto de quiebre. El último año de la década empezaba y me encontraba desempleado, con dos hijos por los que me sentía capaz de cualquier cosa y unas perspectivas a corto plazo mucho más que negras.

La búsqueda de trabajo era desesperante. Todo estaba parado. Todo a la espera de ver cómo evoluciona la crisis. Yo buscaba algo acorde a lo que venía haciendo. Grandes empresas, sueldos altos, condiciones ventajosas.

Por alguna clase de misterio que no busco comprender, cuando los días se me escapaban uno tras otro caminando en círculos mientras comprobaba cada diez minutos que el teléfono no estuviese roto, porque no sonaba, cuando mi mutismo y mi neurosis alcanzaban un punto máximo, cuando me parecía que iba a volverme loco, se me ocurrió volver a escribir, después de exactamente diez años de haber escrito la última letra.

Empecé a escribir la novela que siempre había querido escribir, que había empezado varias veces sin éxito, y por increíble que parezca, todo empezó a fluir con naturalidad. De pronto me encontré mucho mejor. Me descubrí soñando nuevamente. Me reconocí valorando el apoyo de mi mujer. Miré jugar a mis hijos y me di cuenta de que eran mucho más de lo que había soñado cuando soñaba con ser padre algún día.

Y apareció una oportunidad de trabajo. Un proyecto ambicioso pero modesto. Trabajar desde casa. Nada de mega

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organizaciones ni coches de empresa ni oficinas de lujo. Mi cuartito de escribir y mucho que hacer.

Luego llegó la idea de Reflexiones de un Aprendiz de Brujo, y nuevamente los resultados fueron muchísimo más gratificantes de lo que me atrevía a soñar al iniciarlo.

Ahora, a punto de iniciar la publicación de Matalobos (el primer fruto de este gran año), mientras continúo trabajando en Álgebra Maldita1, disfrutando de mis hijos, de mi mujer y soltando palabras sin ton ni son en cuanto documento Word se me pone delante, me doy cuenta de cuánto he aprendido.

Esta década loca y enferma me deja como saldo una nueva definición del éxito. Ya no creo que se trate de dinero, sino de hacer las cosas que me hacen feliz. Éxito es que el trabajo que tengo me dé para vivir, permitiéndome tiempo para jugar con mis hijos. Es también disponer de ideas y tiempo para escribir. Es, sin lugar a dudas, que mi mujer crea en lo que hago y me apoye tanto como lo está haciendo. Éxito es ser feliz con la vida que uno tiene.

Éxito es cerrar el año con un número creciente de personas que siguen lo que hago, contento e inquieto. No puedo pedir más.

Diez años de locura y stress resultan hoy, en retros-pectiva, un precio bajo para lo que estoy obteniendo a cambio.

Y por eso este post atípico, queridos lectores. Porque sin todas estas palabras previas, el significado de lo que voy a decir no sería el mismo.

Muchas gracias. Por leer, por comentar, por acompañarme, por acordar y desacordar. Muchas gracias por estar ahí, por hacerme sentir que lo que tengo que decir interesa a algunas personas, por devolverme la confianza en mi forma de escribir. Muchas gracias por acompañarme con Matalobos, que me produce una ilusión única. Muchas gracias por estos meses juntos, escribiendo, leyendo y compartiendo opiniones. Este post es diferente a lo que suelo hacer, pero no quería dejar escapar el año sin agradecerles, y sin desearles a cada uno de ustedes ese éxito íntimo que tiene que ver con sentirse

1 Matalobos y Álgebra Maldita son dos novelas de Federico Firpo Bodner

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orgulloso y feliz con lo que uno hace y dice. El valor de las palabras es precisamente ese, reflejar verdades del corazón.

Nada más por este año, salvo pedirles que me acompañen con el mismo calor, con la misma franqueza y con la misma lealtad, que tanto me conmueven, en el 2010 también!

Feliz año nuevo para todos! Federico Firpo Bodner

Barcelona, 26 de diciembre de 2009.

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Volver a la nada de los últimos veinte años 6 de Enero de 2010

Serán los números redondos, será el cambio de década o simplemente la nostalgia tópica de los exiliados en época de fiestas, pero lo cierto es que me encuentro reflexivo, nostálgico y tanguero. Desde hace días suena en mi cabeza, en un concierto privado y silencioso, lento, eterno y soñador, con un ataque de bandoneones heridos de invierno, el tango “Volver”. Y es una tontería, porque más que en volver a alguna parte, pienso en los últimos veinte años, que según la genial pieza de Carlitos Gardel no son nada, pero irónicamente vuelven una y otra vez.

Y no es solo que vuelvan, es que los muy jodidos se encaprichan en no volver solos. Vuelven con lágrimas y risas, con aroma de arroz hervido y ojos y manos y bocas que preguntan, con amigos que están lejos o que ya no están, con amores olvidados y amores presentes, vuelven recordándome que era hijo, justo ahora que estoy aprendiendo a ser padre a medida que me equivoco. Vuelven con ira y vino y humo de

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marihuana, con vasos tintineando y partidas de póker bajo una luz mortecina y fichas de plástico barato, con discos de vinilo y pantallas de color ámbar, con pósters de papel pintado y memorias en sepia. Vuelven para quedarse.

Hace veinte años entraba en la década de los noventa, y aún creía que nunca iba a cumplir veinte años. Creía que el tango era cosa de viejos, y que nunca jamás me iría de la Argentina. Creía que el amor era como en las películas, y que las películas se parecían a la vida. Creía que la vida era ilimitada, que mis pulmones eran de amianto y mi estómago – plano y musculado, sin ningún esfuerzo – era indestructible. Hace veinte años creía que estaba llamado a ser un líder. Creía que mi inteligencia y mi pasión infinita tenían un destino insoslayable de tinta y papel, de tormenta eléctrica y una primavera perenne de ideas nobles.

Hace veinte años ya, y un poco más quizás, cuando la persona que soy recién empezaba a asomar del cascarón, descubrí de la mano de Pablo y Emilio, mis dos grandes amigos, el verdadero significado de la amistad masculina. No la gran amistad que narra la épica, ni la de las personas sabias que intercambian correspondencia para la posteridad y solaz de los historiadores. Ni siquiera la amistad de los adolescentes, la de darse empujones entre risas durante una noche de invierno en la entrada de un boliche. Descubrí la amistad de andar por casa, la que te hace sentirte cómodo. La amistad calzada con pantuflas y que no teme reconocer que fue ella la que se tiró el pedo. La amistad de las confesiones susurradas a la hora en la que no queda nadie más levantado, sino solamente un par de borrachos que son tan amigos que no tienen nada mejor que hacer que decirse cuánto se quieren, confesarse las vergüenzas más profundas y quejarse de sus padres y sus novias, mientras riegan el amanecer incipiente con sus propias lágrimas de sal.

Hace veinte años también – redondeando – que descubrí la piel. No el envoltorio de los homínidos, sino la superficie de intercambio con el mundo, la máxima expresión de la pequeña frontera que nos define, permitiéndonos compartirnos enteros con quien nos parezca. Descubrí la piel femenina, y que las hormonas alborotadas e impacientes, después de la urgencia de conocer y de saber de qué se trataba

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eso del sexo, podían y sabían, sin que nadie les enseñe, dejar paso a una emoción profunda, a un misterio oscuro de tacto y suavidad. Descubrí también, al descubrir eso, que no había descubierto nada, que no sabía nada y que tenía que aprender a invocar al silencio, para permitirme escuchar, en un susurro casi inaudible, los secretos que en penumbra cuenta la piel de una mujer cuando se la acaricia con verdadera ternura. Después descubrí también, con amargura, que el amor no estaba hecho de eso. O al menos no solamente: hacía falta entrega, corazón, humildad, complicidad y otro montón de cosas todavía más difíciles.

Hace veinte años descubrí que tenía un enorme talento para sufrir, y un pequeño montón de habilidades moderadas para dar sin esperar recibir, para la generosidad, el egoísmo, la comprensión, la lealtad, la vergüenza, el silencio, las palabras, la contemplación, la sinceridad y la mentira, y sobre todo, para admirar a personas comunes, que es mucho más difícil que admirar a los héroes y a los probos. Hace falta mucho esfuerzo para aprender a admirar el trabajo de nuestros padres, a nuestros amigos, a los viejos, a las mujeres que lo dan todo por sus hijos.

Y como parece ser que hace veinte años de todo, hace también veinte años que empecé a pensar que tenía que deshacerme de mi niño privado, de ese pichón de Aprendiz de Brujo que disfrutaba con la fantasía y la ciencia ficción, que adoraba a Batman, al Zorro, a Flash Gordon y a Spiderman, pero también a Tom Sawyer, a Sandokán, Peter Pan y La Pequeña Lulú. Hice mucho esfuerzo, hasta que lo maté sin ningún sentimiento de culpa y supe que podía dedicarme a hacerme grande. No sospechaba cuánto me iba a arrepentir, ni cuánto trabajo me costaría recuperarlo para mis hijos, de a pedacitos.

Hace la mitad de veinte años que dejé la Argentina, asustado, sintiéndome pequeño e ilusionado, en un avión que transportaba veinticinco toneladas de carne humana y tres valijas con todas mis posesiones terrenales, entre otras cosas. Tenía los sueños torcidos y la ambición a flor de labios. Tenía miedo, valentía y un puñado de cicatrices escondidas detrás de un racimo de amores muertos. Tenía quince discos de Joan Manuel Serrat y cuatro o cinco pequeñas venganzas pendientes.

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Tenía algunos trajes, y muchos papeles viejos llenos de letras sin sentido aparente. Tenía un tatuaje en el hombro derecho y dos cartones de cigarrillos argentinos.

No podía imaginar que, cuando hubiese pasado la primera mitad de la segunda mitad de esos veinte años, la cabecita rosada y deformada por el esfuerzo del parto de mi primer hijo haría soplar un viento fresco que se llevase las venganzas muertas, como hojas secas, ni que un llanto rojo y espeso me inundaría el pecho para reclamar el regreso al país de nunca jamás, la vuelta definitiva de todos los niños que fui, el perdón absolutorio para todos los pequeños rencores que alimentaba con paciencia. Tampoco sabía que era el primer paso de un camino de vuelta, del regreso a la primera mitad de la primera mitad de esos veinte años, el resurgir de mis palabras apertrechadas. No sabía que, al final de esos veinte años de nada, iba a tener tantos motivos para recuperar de las cenizas la mejor versión de mí mismo, que iba a mudar la piel, como las serpientes, y encontrar debajo una piel nueva, igual a la vieja, pero más sensible y mejor conservada, dispuesta a aprender nuevamente de cada contacto, de cada chispa, de cada golpe.

Y ahora que termina la segunda mitad de la segunda mitad de los últimos veinte años, entonces descubro que peso veinte kilos más, que sigo sin saber nada de todas las cosas de las que no sabía nada hace veinte años, pero en cambio aprendí a recordar que no sé nada antes de equivocarme. Y aunque veinte años no es nada, esa nada me deja entre las manos dos hijos perfectos, la mujer con la que quiero estar, un puñado de amigos de verdad, varios montones de personas a las que quiero cerca y un montón de palabras por decir.

Hace seis días que empezaron los próximos veinte años, y ahora que estoy viviendo la primera mitad de la primera mitad de esos próximos veinte años, no encuentro mejor manera de hacerlo que compartiendo con todos ustedes lo poco que aprendí en la nada de los últimos veinte años, y teniendo siempre presente que no hay mejor manera de vivir que con el alma aferrada, pero no solamente a los dulces recuerdos, no solamente a las lágrimas, sino a lo que viene, a lo

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que hacemos venir con nuestra energía, con nuestra pasión, con nuestras ideas y nuestras palabras.

Los reyes me trajeron una letra de tango con música de Rock & Roll, ejecutada por una orquesta sinfónica, con coros guturales de conjunto de Gospel y estética Pop, y a pesar de que las partituras están amarillentas y ajadas, son vigentes y frescas, y más allá de la absurda mescolanza, la música resultante suena maravillosamente bien, es dulce y profunda, y hace que sea imposible no sentirse lleno de optimismo.

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Los pequeños escondites de mi casa 17 de Enero de 2010

Mi casa está repleta de pequeños escondites invisibles, habitados silenciosamente por objetos inocentes, ignorantes de ser escondidos. Y es que las personas escondemos cosas constantemente. A veces, sin intención, protegiéndolas de nosotros mismos, del paso del tiempo y de los errores involuntarios de la memoria, y otras, directamente sin darnos cuenta. Escondemos cosas importantes, cosas que creemos que serán importantes y que al encontrarlas, años después, ni siquiera recordamos qué eran, y cosas insignificantes que ni siquiera pretendíamos esconder.

Mi casa está repleta de fantasmas ocultos, trampas del recuerdo que esperan, agazapadas, para aparecer cuando uno menos se lo espera. Un día cualquiera abrí una cajita de cartón en la que tengo cosas que siempre estoy por revisar, y encontré una vieja billetera en desuso, repleta de papelitos, entre los que aparecieron, sin piedad con mi nostalgia, un billete de un Real brasileño que me regaló mi hermano Sergio en 1991, un boleto

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de tren que en su día me debe haber llevado a algún lugar importante, pero no recuerdo dónde, ni por qué era importante, y un ticket de acceso al mirador de las torres gemelas en febrero del año 2000, entre otras cosas pequeñas, castigadas, que de golpe y sin previo aviso pueden cobrar un significado tremendo y brutal, o transformarse simplemente en basura pendiente de tirar.

Entonces pensé que son como pequeñas trampas que uno va dejando para sí mismo, a ver si algunos años más tarde encuentra algo que le haga llorar o reír, un indicio, una pista que permita recuperar un sentimiento intenso, un perfume lejano, una historia impregnada de olvido o una emoción sincera. Otro día abrí un libro que tengo desde los 12 años, y que releo con cierta insistencia, y encontré una nota escrita primorosamente con letra femenina. No sé de quién es, ni de qué año, ni por qué me la escribieron. Ni siquiera recuerdo si me alegré al recibirla, pero al leer esas palabras escritas con letra de adolescente, una sensación fugaz pobló mi pecho. Y es que hace muchos años, alguien pensó en mí, quiso decirme algo, me regaló un puñado de palabras. Es una tontería que se repite infinidad de veces en la vida de una persona, sin que le demos mayor importancia, pero por alguna razón, esa vez quedó el papelito, detenido para siempre entre las páginas, nada menos, que de Cien años de soledad.

Y están también los escondites cotidianos, inocentes y arbitrarios. A veces, preocupado porque acabo de utilizar las últimas tres cucharadas de azúcar, y el frasco de vidrio para rellenar el azucarero está vacío, le digo a Gloria: “Hay que comprar azúcar”, y entonces ella, en unas décimas de segundo repone la que había en el frasco de reponer, abriendo un paquete que saca de uno de sus tantos escondites domésticos. “¿Donde estaba?”, pregunto, sorprendido. “Donde va el azúcar”, responde, enigmática, cobrándose una pequeña y justificada venganza porque yo no sé dónde va el azúcar. Entonces salvo las apariencias diciéndole: “Cómo te gusta acovachar cosas. Me lo escondés todo.” Ella se ríe y niega con la cabeza.

En el fondo, lo ridículamente inverosímil, además de que en casa tengamos un lugar donde va el azúcar, y otro donde

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van los frutos secos (que tampoco encuentro nunca), es que aunque convivimos en el mismo espacio, en escasos noventa metros cuadrados, desde hace varios años, las mismas cuatro personas, cada uno de nosotros tiene lugares, recovecos, porciones de estantes, áreas de cajones, que son, para quien los utiliza, parte habitual de su rutina, y para los demás, escondites oscuros e inaccesibles.

Mi casa, y cualquier casa en la que vivan dos o más personas, tiene cientos, quizás miles de rincones, lugares, coordenadas invisibles en las que cada uno de sus habitantes guarda algo que, sin haber necesariamente sido guardado con intención de ocultarlo, queda escondido a los ojos de los demás, a pesar de resultar estúpidamente evidente para el “guardador”, a pesar de estar, increíblemente, a la vista.

Intentando atrapar mi sorpresa hasta el final, perseguí el razonamiento por túneles oscuros, y me di cuenta de que no solamente mi casa está llena de pequeños escondites, sino también mi memoria, la de mi mujer y la de mis hijos. Estamos llenos de infinitos fragmentos, retazos de situaciones, información y datos que, por pequeños e irrelevantes que sean, nos componen, son fundantes de lo que somos, constituyentes. A veces, sin darnos cuenta, rescatamos uno de esos pequeños fragmentos, durante una conversación casual, y entonces nuestro interlocutor se sorprende. Con los niños resulta más evidente, porque no tienen ninguna razón para creer que sus padres no saben lo mismo, exactamente, que ellos. No son conscientes de tener sus propios escondites, pequeños, tiernos, con olor a pañal.

Mi hijo Pablo, que es una verdadera Caja de Pandora (seguramente igual que todos los otros niños de su edad, pero la diferencia es que él es mi hijo), ostenta un dudoso récord de masticabilidad. Desde siempre le ha costado masticar. Se le hacen las famosas “bolas”. Al principio era, sobre todo, con los cárnicos, que se le atragantaban. Luego sumó las pastas, los farináceos y los alimentos con fibra. Después, y sin ir en desmedro de lo ya dicho, incorporó algunos purés y los yogures, que es capaz de masticar durante cuarenta o cincuenta segundos antes de tragarlos. Lo último, la semana pasada, es la sopa. Créanme, es atrozmente desesperante observar a una

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persona masticando sopa por espacio de un minuto antes de tragarla. Irritado, le dije:

- Pablo, entiendo que tengas dificultades con la carne y las salchichas. Hasta puedo llegar a entender que mastiques el yogur. ¿Pero la sopa? La sopa no se mastica, hijo. Traga de una vez.

Él, que otra cosa no, pero los gestos y las expresiones los tiene muy por la mano, se concentró en acabar de masticar a conciencia la cucharada de sopa que tenía en la boca, mientras con la mano me hacía el gesto de “espera”. Tragó, despacio, y abriendo ambas manos en un gesto de fatal incomprensión hacia su persona, arqueando las cejas y expresando sufrimiento y congoja, me reveló uno de sus escondites secretos de niño. Con cierto grado de culpa hacia mí por mi conocida afición a la ingesta de cadáveres, se confesó sin tapujos:

“Papá, es que tú no lo sabes, pero yo soy herbívoro”. Rápidamente y conteniendo la risa, revisé el manual de

usuario que me dieron con el niño cuando lo retiramos del hospital en que nació, pero no venía nada sobre hábitos de alimentación absurdos, así que me limité a explicarle su omnivorez, guardándome en uno de mis pequeños escondites, para abrirla en el futuro, la pureza y la inocencia de su confesión.

Aprendí, una vez más, de mis hijos, que uno comienza a esconder antes que a caminar, pero no a esconder con intención, sino a guardar cositas en rincones. Y lo hace durante toda la vida. Cada palabra, cada pensamiento, cada sentimiento, espera en su rincón, pacientemente, hasta que aparezca la persona adecuada, en la situación propicia. Entonces, una confesión inoportuna la alivia para siempre del olvido de su encierro.

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El paraíso de los Opinólogos y la

especialización de los especialistas 24 de Enero de 2010

Siento nostalgia – aunque no lo llegué a conocer – de un mundo menos abstracto, en el que los seres humanos teníamos profesiones concretas. Cada pueblo tenía un herrero, un médico, un cura y, con suerte, un enterrador, un sastre y un maestro. Gente común que desempeñaba tareas comunes y necesarias. Sin embargo, la modernidad y la tecnología – de la que me confieso usuario, constructor y ferviente admirador – nos han ido regalando la terrible perversión del tiempo libre, un remanente enorme de horas que es preciso llenar de algo para no entrar en pánico. Lo que a simple vista debería ser algo para disfrutar y vivir, se ha transformado de alguna manera en el azote de la vida moderna: tenemos más miedo del aburrimiento que del cáncer de pulmón, el sida y la gripe A juntas.

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Puede sonar un poco cínico, pero lo siento así. Millones de personas en el mundo no renuncian al hábito de fumar por miedo al cáncer de pulmón, ni usan sistemáticamente condones por temor a las enfermedades de transmisión sexual, pero la perspectiva de un fin de semana sin otra cosa que hacer que mirar el techo las llena de pavor. Desesperados, llamamos a amigos, conocidos y vecinos, si hace falta, con tal de tener un plan, algo que hacer, un lugar a donde ir en el que nos vendan un tramo de entretenimiento enlatado para nosotros especialmente.

La telebasura es el gran beneficiario del miedo, y también uno de los grandes empleadores de mano de obra ociosa a causa de la tecnología. Muchas personas que hace doscientos años no hubiesen sido ni líderes naturales, ni espirituales, ni especialmente respetados por su sabiduría, y por lo tanto hubiesen estado condenados a desempeñar oficios manuales y honrados, como limpiar pescado o herrar caballos o plantar naranjas, hoy han encontrado, por la perversa combinación de tecnología y miedo al aburrimiento, una nueva, generosamente remunerada y prestigiosa profesión: Opinólogos.

Me horroriza encender la televisión – sea la hora que sea – y encontrar siempre al menos tres o cuatro programas en cadenas diferentes donde desempeñan orgullosos su labor contra el aburrimiento estos nuevos profesionales de la chatarra. No hace falta más que una serie de hechos fortuitos para transformarse en forjador de opinión: una ex-amante de un ex-torero ex-adicta a las drogas no tiene ningún reparo en dar su opinión – con vehemencia y afirmándose en razones que dice poseer – sobre la base constitucional del aborto, los avances en biotecnología, el último videoclip de Madonna y las actuales tendencias del mercado de valores, mientras un tribunal conformado por ejemplares de este tipo no duda en juzgar y condenar públicamente a cuanta personalidad pública cae en sus manos. Todo da más o menos igual, porque total, los que escuchan tienen tanto miedo a aburrirse que no se van a parar a pensar, ni por un segundo, si existe un fundamento real, aunque sea una experiencia previa, un ensayo fallido o cualquier otra cosa que acredite a los Opinólogos a dar cátedra sobre el tema en cuestión.

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Y es curioso, porque en paralelo, simultáneamente con el florecimiento mecánico de los multiexpertos en todo, acompañando la profusión de filósofos modernos y titanes del conocimiento generalizado, aparecen también los hiper-especialistas superespecializados y anónimos. Recientemente, a raíz de la terrible tragedia del terremoto en Haití – tema sobre el que no voy a hablar, porque me parece demasiado doloroso – los noticieros españoles anunciaron con pompa y orgullo que España enviaba cuarenta – nada menos que cuarenta – Expertos en Catástrofes. Con la salvedad de que lo trágico y doloroso de la noticia no permite concentrarse más que en eso, me pregunto qué cuota de responsabilidad informativa hay en la noticia. Desconozco si existe la carrera universitaria de Catastrofía, o si hay una escuela especializada en alguna parte del mundo. Tampoco sé de qué vive un Experto en catástrofes, dónde trabaja durante los doscientos veinte días al año en los que ninguna catástrofe sacude al mundo, ni cómo se llega a obtener la experiencia necesaria para ostentar ese título. ¡Y ojo al dato! No tenemos uno, ni dos, sino nada menos que cuarentaExpertos en Catástrofes.

Lo mismo pasa con los científicos, los abogados, los pensadores y con miles de ocupaciones menores. Antes un médico era un médico, un pensador era un pensador y un artesano un artesano. Ahora resulta que el experto en glándula tiroides no tiene la menor idea acerca del resto de trastornos que pueden estar influyendo en el mal funcionamiento de su glándula favorita, y además, no le importa. Los mecánicos de coches no arreglan cualquier cosa, sino que son especialistas en Ford Fiesta, modelos del 2005 en adelante. Los agricultores plantan solamente soja, o solamente café, o solamente tomates. Los veterinarios saben de perros o de gatos, pero no se nos ocurra llevar un conejo porque hay que buscar un especialista en conejos.

Lo que de verdad me preocupa es el patrón subyacente que hay en todo esto. Mientras en el camino de la opinología y la trivialización, todo el conocimiento y todas las disciplinas parecen confluir en las personas menos apropiadas, provocando que dispongan de una ingente cantidad de atención pública y tiempo en el aire para, desde su atalaya

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intocable, sentenciar lo que está bien y lo que está mal sin que haga falta ningún tipo de acreditación personal ni mérito previo para ocupar una posición tan importante, en el campo de batalla, donde se vive la verdadera acción, donde transcurre la vida en serio, donde más se necesita una visión global, líderes capaces de interpretar correctamente el mundo, es precisamente donde el conocimiento se hiperespecializa, se fragmenta, se compartimenta y se subdivide hasta el infinito.

Estamos construyendo una sociedad en la que las personas se concentran y se preparan en una fracción abstracta, completamente desconectada del todo. Estamos aniquilando la visión periférica, focalizándonos microscópicamente en los detalles. Nuestros mejores hombres y mujeres, los que estudian y se preparan, los científicos, los educadores, los técnicos, los líderes, e incluso los artistas, viven un proceso aparentemente irreversible de reducción de su campo de acción. Los fantoches, chantas, mentirosos a sueldo y figurantes profesionales, mientras tanto, abandonan lentamente el mundo rosa para dedicarse a todo lo que les parezca, con el respaldo en metálico de los cuatro aprovechados de siempre, y el silencio permisivo de millones de televidentes que asisten sin implicarse al derrumbe definitivo y total de la ética, la responsabilidad en la gestión del conocimiento y la posibilidad real de comprender cabalmente el mundo y poder así, cambiarlo.

Mientras tanto, todos tranquilos. El crédito social de la opinión pública en manos de varios cientos de imbéciles a sueldo que ni siquiera son conscientes de su propia ignorancia, y el destino de la humanidad fragmentado en células microscópicas saturadas de información accesoria, que impide a las personas capaces e inteligentes disponer de diez minutos genuinos para dar un paso atrás, recuperar la perspectiva macro, mirar alrededor y comprender que vamos por mal camino.

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Mi Furia 13 de Febrero de 2010

Mi furia está hecha de pedacitos de caparazón de bicho bolita. Puede cerrarse sobre sí misma para volverse impenetrable, ciega y sorda, o puede abrirse despacio y con cautela, exploradora, curiosa, lenta y precisa. Nos llevamos bien. Ella permite que yo la convoque a un sueño cómodo y letárgico cada vez que necesito cumplir con mis obligaciones, ver un noticiero o comprar regalos de navidad. Yo le permito que se asome por las noches, sigilosamente, haciendo trizas mi sueño con sus pequeñas tenazas de acero inoxidable. Ella no me deja dormir, mientras daña suavemente el edificio de verdades absolutas que oculto bajo mi cama. Primero desgasta un poco la democracia representativa, riéndose de la farsa indignante de trescientos cincuenta tipos disfrazados de guardianes de la libertad, que debaten sin intención de debatir, acuerdan sin intención de acordar, y se tapan unos a otros las vergüenzas después de repartirse las migas del banquete del Estado de Bienestar. Después destruye una parte de la sociedad occidental

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y cristiana, metiendo el dedo en la llaga de los fanatismos religiosos, cuando el muerto se ríe del degollado mientras los blancos, horrorizados durante las procesiones de semana santa, se flagelan unos a otros con látigos de papel, al mismo tiempo que, con la boca torcida, acusan de fanáticos a los moros, de caníbales a los negros y de ladrones a los gitanos.

Entonces le suplico que me deje dormir. Un dolor de cabeza me nubla la vigilia y siento en los huesos un dolor de podredumbre. Ella me recuerda la media docena de pactos que nos hacen posible convivir, y con sus mandíbulas de acero comienza a masticar la educación que le estamos dando a nuestros hijos, el mecanismo artero con el que perpetuamos el giro de los mismos engranajes de siempre, el puñado de valores siniestros que, mezclados entre dibujos de mariposas y barriletes de colores les inoculamos inocentemente, sin perfidia. Me quejo. Me quejo porque amo a mis hijos, porque los envío a la escuela por su propio bien, porque jamás les haría nada malo. Mi furia ríe. Ríe y me dice que los mando a la escuela por la misma razón que a ella no le permito vivir a flor de piel: para ser aceptado socialmente. Me quejo nuevamente. Entonces ella vuelve a reír, esta vez con sorna y desprecio.

Decido no escucharla más, y me giro para dormir. Pero ella maneja los hilos de mi insomnio, y le gustan los golpes bajos. Hunde sus pinzas metálicas en los beneficios multimillonarios de la banca en época de crisis. No respondo, así que retrocede y vuelve a la carga con la desforestación del amazonas, con la prostitución infantil, la pobreza y la gente muriendo mientras intenta llegar a las costas de Europa a bordo de embarcaciones de cartón. No es posible llorar dormido, y mucho menos haciéndose el dormido, así que cuando mis lágrimas son evidentes y mojan la almohada, le suplico que me deje dormir, le digo que yo soy uno solo, que no puedo hacer nada, que mis armas son demasiado pequeñas para confrontar tanto dolor. Ella, por toda respuesta, empieza a corroer las treinta y siete pulgadas del marco de mi televisor de plasma, mientras con una mirada furtiva me acusa de pactar con dios y con el diablo.

Mi furia está hecha de vergüenza y de anestesia. Tiene instalada en sus ojos la mirada suplicante del hambre y

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lágrimas vidriosas por el frío. Tiene las manos lastimadas de escarbar, los pies llagados de caminar descalza y el cuerpo marcado de heridas profundas. Tiene el vientre hinchado y un aliento fétido de despojos y musgo tierno, mohoso, avejentado. Yo la disfrazo, le pongo trajes invisibles, la visto de seda, le lavo los dientes con desesperación cuando nadie me ve, e intento curarle las heridas de la piel aplicándole emplastos mágicos que hago con los recibos de las donaciones anuales a Unicef, mezclados con la sombra de la ropa que dono cuando ya no la uso, hervida en un caldo infame de agua potable.

Últimamente, sin embargo, nada da resultado. Ya casi no intento dormir por las noches, y nuestro acuerdo de permutar sueño por perdón parece no tener vigencia. Ya no tengo sueño suficiente para pagar su silencio y cada vez me importa menos no saber ocultarla. Ya no la mando a su escondite cuando tenemos visitas en casa, ni le prohíbo pasearse frente a mis amigos, desaliñada y con la bata de andar por casa, con los ojos rojos y los labios agrietados, lastimados por las palabras que no dice. Ya no la intento callar cuando me susurra verdades en las largas horas de penumbra, impidiéndome escuchar la respiración tranquila e inocente de mis hijos, que duermen en la habitación de al lado. Ya no la reprendo cuando hace pedorretas de burla histriónica mientras el presentador de las noticias explica que durante una nueva cumbre de países del primer mundo se tomarán medidas contra el calentamiento global. Ya no compro su silencio con los ahorros de mi paz.

Mi furia ha alcanzado su metamorfosis. Las pústulas de su piel han reventado, y su crisálida pegajosa y maloliente se desprendió en medio de una noche más de insomnio y guerra pura, se cayó entre las palabras muertas que tapizaban el suelo, desintegrándose, evaporándose lentamente con un siseo ofidio y sibilante.

Mi furia está hecha de sangre y de pasión. Está hecha del Aprendiz de Brujo que tenía veinte años y un mundo por cambiar. Mi furia tiene los brazos fuertes y las piernas musculosas. Tiene en la mirada la luz de mis hijos, en sus labios los de mi mujer, y en la entrepierna mi pulsión vital. Mi furia tiene en el vientre el rugido renacido de tambores de guerra,

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tiene el pelo largo y limpio, y huele a sudor fresco, animal y humano. Se levanta por las mañanas y desayuna mensajes de auxilio, pedidos de dolor y una taza de vapor de azufre. Después hace ejercicio, tritura los periódicos del día, a dentelladas, uno a uno, justo antes de apartar las nubes con sus propias manos, para permitir al sol rozar suavemente la piel de mis hijos. Los lleva a la escuela, de la mano, cantándoles canciones de revancha, y los trae de vuelta por la tarde, acunándolos en sus brazos, y recitándoles en secreto sus recetas de rebelión.

Mi furia está soliviantada. Me pide que descanse por las noches, y que me enfurezca durante el día, que no permita, que proteste, que pelee, que regrese a la trinchera en la que nací. Echa fuego por la nariz, y puede levantar un sofá con el dedo meñique de la mano izquierda. Respira, con un viento fuerte y refrescante, que purifica el aire de mi casa con una ligera fragancia de lavanda y jazmín. Tiene una sonrisa torcida e irónica, pero franca y apertrechada tras dos hileras de colmillos blancos, de tiburón hambriento. Tiene cuerpo de contrabajo, piel de tambor y su pecho es como la caja de resonancia de un piano de cola. Tiene un dolor profundo y cultiva sin secretos una rabia nueva, con la que planea rescatarme.

Mi furia está hecha de ternura. Está protegida por los bracitos de mis hijos, alimentada por el sonido de sus voces, convencida de su razón de ser a través de los juegos, de las miradas, de las mañanas en las que ellos, con sus vocecitas infantiles despiertan al sol, convocándolo al salón de mi casa con un sortilegio de pasitos rápidos y suaves. Mi furia está hecha de ideas, de pequeñas certezas y grandes y continuas decepciones. Mi furia está impresa en mis manos, impregnada en mi piel.

Mi furia está hecha de palabras. Pero no son palabras comunes. Son palabras que hablan de hacer algo, por pequeño que sea, para transformar un poco el mundo. Son palabras que se gustan a sí mismas, que suenan y resuenan, que quieren pedir justicia. Son palabras que se aferran a las personas, que intentan, desesperadamente, que aunque sea por una vez, no se las lleve el viento.

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Sobre la amistad, justo antes de partir 21 de Febrero de 2010

Ahora, en este preciso momento, estoy velando mis armas, en vísperas de vísperas de un nuevo viaje. Cada vez que se acerca el momento de abordar un vuelo transoceánico, un mecanismo engrasado y preciso se pone en movimiento, me retrata sigilosamente en un gesto de alerta involuntario, dibujando con mal pulso un silencio de negra en el pentagrama secreto donde escribo la banda sonora de mi vida.

Y no es que tema volar. Probablemente si sumo las horas que he pasado en aeropuertos y aviones, obtendría dos o tres meses de buena vida. No me produce el menor nerviosismo el hecho de sumar mis noventa kilogramos al espeluznante cóctel de más de trescientas cincuenta toneladas de metal, carne humana, combustible altamente inflamable y bandejitas con comida tibia que conforman un vuelo de pasajeros transcontinental. Simplemente altera la línea de

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tiempo de mi consciencia el compás de espera, las largas horas muertas, el murmullo dormido durante una docena de horas de los motores diciendo su letanía contaminante, los rostros desconocidos por doquier, la suma de pares de ojos que ocultan verdades y vergüenzas variadas, la pantomima de amabilidad y servicio degradadas a un espacio cúbico ínfimo. Y es que no puedo concebir una manera más efectiva de perder el tiempo.

Lo curioso, sin embargo, es que tamaño despropósito suele compensarse por un resultado posterior. Normalmente un aparato de aviación civil me lleva a un encuentro. Esta vez, con dos amigos.

Éramos tres amigos, en Buenos Aires, en las noches de invierno y en las de verano. En viajes delirantes al sur de la Argentina, mochila al hombro, muchos pasos y pocos pesos, latas de arvejas y linternas sin pilas, lagos fríos, café instantáneo calentito en jarros de peltre. Éramos muchos más, por supuesto, más amigos, más adolescentes, más soñadores, más inquietos.

Pero los naipes son los naipes, y su orden de salida es caprichoso, arbitrario y absurdamente honesto, bajo la permanente sospecha de deshonestidad. La baraja es algo que nadie domina sin hacer trampas. Y los naipes salieron como salieron. Mezcladas entre muchas historias de amigos que se quieren, de amigos que se pelean, de amigos que siguen y de amigos que ya no están, de recuerdos amargos y dulces, de personas imborrables que dejaron una sombra de presencia aunque hayan partido, la historia de estos tres amigos siguió su curso, un derrotero escarpado y misterioso, un río que a veces fluye caudaloso, y otras se transforma en un hilillo de agua tibia, pero que nunca se detiene.

Éramos tres amigos que descubríamos juntos el mundo. La pasión de las palabras, la política, la esperanza y la decepción. Exploramos juntos muchos senderos, por separado otros. El camino de la piel femenina, bajo una emoción intensa cargada de hormonas, de descubrimientos. A veces creo que hacer asomar a un hombre joven desde los huesos de un adolescente no se trata de otra cosa que de aprender que la mayoría de las cosas, cuando suceden, no tienen nada que ver con la idea previa que se construye desde los sueños, la fantasía, los libros y las películas. Así, el amor de una mujer es

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mucho menos rosa, pero más profundamente maravilloso y misterioso, inabarcable y oscuro, perverso, también. No sólo gratifica, sino que además duele, lastima, castiga y recompensa. El trabajo, por su parte, no es la panacea de la realización personal y las metas conseguidas, sino una larga sucesión de rutinas enredadas, entrelazadas, que se perpetúan a sí mismas, esporádicamente interrumpidas por pequeños avances, por ínfimas conquistas, por batallas ganadas con un tenedor y una cuchara. La paternidad, en cambio, es una sorpresa violenta. Lo que estaba destinado a ser el día más feliz de tu vida, se transforma sin previo aviso en el susto más grande que eres capaz de experimentar, seguido de una vergüenza secreta por creer que no estás viviendo lo que se supone que deberías estar viviendo. Y entonces, cuando empiezas a creer que no sirves para eso, se revela como una tarea de todos los días, como una pequeña comunión cotidiana, en la que las cosas van acomodándose sin permiso, sin advertencias, y también sin remedio, para hacerte feliz, pero también cauteloso, contra-dictorio, juguetón y claramente insuficiente. Y la amistad, claro está, no puede faltar a la cita. La amistad se transforma, y te vas dando cuenta de que la intensidad que se puede vivir en una amistad a los quince años, está hecha justamente de ese material ingrávido que ocupa el pecho antes de tantas batallas perdidas y desengaños, cuando todavía el mundo es una fruta pendiente de madurar. Después, cuando eres capaz de comprenderlo, ya es tarde. Puedes hacer lo que quieras, lo que te parezca, intentarlo de mil formas diferentes, pero un hombre nunca volverá a ser capaz de abrir su corazón a otro hombre como lo hacía a los quince años.

Cuando, después de tantas millas voladas, de tantas cicatrices invisibles, de tantos golpes arteros, finalmente te das cuenta de cuánto te importa, resulta que hace demasiado tiempo que todo explotó. El reverso de los naipes que cada uno de los amigos tiene en las manos es de diferente color. Están jugando con barajas distintas, y ya no es posible volver a la misma partida.

En la historia de estos tres amigos en particular, uno de ellos tuvo hijos en Buenos Aires. Otro en Montreal, Canadá, y

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un servidor en Barcelona. Nos hicimos hombres a una distancia de cinco dígitos en kilómetros.

Y sin embargo, la distancia sumada de estas tres ciudades no ha podido con lo más auténtico, con el núcleo vital de lo que nos dimos en su momento, el puñado de confesiones y secretos más antiguo. Desde entonces, cada vez que podemos, coincidimos. Pero esta vez es especial. Hemos hecho un esfuerzo enorme para encontrarnos en un punto intermedio: México.

Cada uno de los tres ha conseguido una pausa en sus trabajos, con sus mujeres, con sus hijos, solamente para robar cinco días completos, ciento veinte horas seguidas para renovar la amistad, para mezclar las tres barajas con reversos de colores distintos y jugar a solas una partida interminable, una tanda de confesiones de hombres que no han olvidado cómo eran de adolescentes, un intercambio sincero de ilusiones vivas, de derrotas personales, de pequeñas victorias, de fantasías de esas que solamente se pueden confesar entre grandes amigos.

Por eso estoy conmovido. Me esperan cinco días que me obligarán a reconocer, sin concesiones, frente a dos amigos, quién soy hoy. Las partidas que he perdido y las que he ganado. Lo que hago bien y lo que hago mal. Lo que soy capaz de dar y lo que soy capaz de recibir, también.

Por eso, queridos lectores, pido disculpas, porque la semana que viene faltaré a la cita religiosa con este blog. Sepan que no habrá post, pero será porque estoy concentrado en reunirme con algo propio, personal, que luego me dará materia prima para muchos otros posts.

Y los tres amigos brindaremos, con alcohol y con café. Fumaremos tabaco rubio y, sobre todo, nos daremos el permiso, entre hombres, de hablar una vez más como chicos. Después, el control de seguridad del aeropuerto de salida, nos obligará a volver a separar las tres barajas por colores, y lo haremos, obedientes, para regresar a nuestras vidas, armadas con esfuerzo y con amor, que nos gustan, a pesar de transcurrir lejos de los amigos. Pero esos cinco días de encuentro nos darán fuerza e ilusión, y de esa fuerza surgirá la habilidad, frente al guardia del aeropuerto, para que cada uno de nosotros, al

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guardar su baraja, se lleve, oculto en una manga, un comodín de la baraja de cada uno de sus dos amigos.

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Sobre la amistad, justo después de regresar 3 de Marzo de 2010

No sé si es la tan mentada madurez, o si se trata de las pequeñas traiciones, cada vez más frecuentes, del cuerpo maltratado, o simplemente de los primeros avisos tempraneros que nos envía la posibilidad, cada vez menos lejana, de morir algún día; pero lo cierto es que cada vez duermo menos. Aquél placer inconmensurable de acostarse a las siete de la mañana, con los músculos doloridos de tanto bailar, el estómago en un puño de tanto beber y los pies doloridos por el exceso de actividad, para dormir sin interrupción hasta las seis de la tarde, y que pensaba que ya no era posible a causa de la paternidad, resulta que no es posible porque me despierto con el día, cuando la luz rompe la noche, en secreto, al otro lado de la cortina pesada que intenta protegerme de todo un mundo ahí fuera.

Y el primer amanecer en México no fue una excepción. A pesar de estar con el reloj mareado, los ritmos

corporales alterados por nada menos que siete horas de

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diferencia y las emociones alborotadas por los encuentros, el primer sol del Caribe me encontró abriendo los ojos bajo un aplastamiento de cansancio, un hormigueo reptando por las piernas y la cabeza como si me hubiesen dado un mazazo. Llegué – el segundo de los tres amigos en pisar territorio Mexicano – la noche anterior, a medianoche. Me acosté tarde, biológicamente perjudicado por veinticuatro horas de transporte, y abrí los ojos sin piedad a las siete y quince minutos de la mañana, creyendo que estaba a punto de morir de cansancio.

Entonces salí al patio, y descubrí una tormenta tropical de gotas gordas, limpias y grandes, que salpicaban con generosidad y salud al impactar contra las hojas de las plantas, grandes como orejas de elefantes verdes que no saben volar, dormidas y frescas. Era imposible negar la evidencia de la vida, frente a la frondosidad y los sonidos líquidos de la lluvia. Insectos desconocidos, grandes como almendras, zumbadores y caprichosos, se sacudían las gotas de las alas revoloteando por el aire, bajo unas nubes desacomplejadamente grises y plomo. Me senté a contemplar el escenario insultantemente abundante, desproporcionado, claramente americano, encendí un cigarrillo y pensé que tenía la fortuna de estar en uno de los pocos lugares de la tierra en donde la naturaleza continúa siendo más próspera que la especie humana.

Y el Caribe es como una mujer joven, de piel dorada bañada por el mar, seductor y ligeramente caprichoso, cambiante. Te inunda de luz y alegría tan pronto como te sepulta bajo una tormenta vengativa y noble, que se disipa rápidamente con un perdón redentor y un reencuentro. Un soplido vivo separó el cielo en dos partes distintas, y se llevó el plomo pesado de las nubes bajas como si fuesen juguetes de papel, instalando en su lugar un sol redondo y grande, protector, alegre, que parece estar más cerca de la tierra que en ningún otro lugar de los que he estado antes. Nos trasladamos desde la ciudad a un Resort, en donde nos reunimos con el mosquetero que faltaba, acabado de aterrizar, y pudimos al fin darnos un abrazo a tres bandas con el equipo completo.

Nos recibió en un mostrador un personaje simpático, orgulloso de estar allí mismo en ese momento, y nos dio la

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bienvenida al escenario perfecto para la industria de la felicidad alquilada. El hotel ocupaba un solar de un par de kilómetros cuadrados, con edificios repartidos, separados entre sí. Una arquitectura claramente Mexicana, de casas bajas, con balcones y arcos de medio punto, rodeadas de jardines cuidados, y una exagerada profusión de piscinas y restaurantes anticipaban el acceso a una playa extensa, de arena blanca y fina, llena de personas mostrando una diversión prefabricada, exagerada, ineludible, con el vaso infaltable en la mano y nachos con guacamole.

El personal del hotel estaba en todas partes, siempre amable, siempre simpático, siempre sonriente, y sin exagerar. Lo justo. Era sorprendente ver a cientos (muchos cientos) de personas masacrarse bajo un sol poderoso, regándose los tractos digestivos con alcohol abundante durante todo el día, y atentos permanentemente a las instrucciones de la tripulación, que les enseñaba en cada momento lo que debían hacer para divertirse.

Mientras tanto, nosotros tres, atípicos en ese contexto, – no éramos ni una familia con tres hijos, ni un matrimonio mayor de vacaciones ni una parejita de recién casados –, esquivando el poder solar, pálidos y completamente reencontrados. Buscamos los rincones de brisa fresca, el amparo de las sombrillas de paja, el cobijo de las tumbonas azules, el sonido del mar y los caprichos del clima, y entonces, sabiéndonos privilegiados, con tranquilidad y tiempo por delante, volvimos a encontrarnos. Esta vez no en el calor del abrazo del primer instante, ni en el entusiasmo y la incredulidad de haber podido hacer el viaje, sino en el remanso de lo auténtico, en el placer de conversar escuchando de verdad, y sabiéndonos escuchados. Destejimos nuestras tramas, deshicimos los complejos laberintos de frases hechas que suelen protegernos, aislando lo que verdaderamente nos ocurre del mundo real, y supimos llegar al fondo de cada uno de nosotros. Nos desprendimos de las cáscaras de huevo, de la resaca mineral de las ciudades, del estrépito cotidiano de la vida diaria, del mascarón de proa de las rutinas personales, de los artificios habituales para conjurar el miedo. Aunque estaba escrito en el guión antes de partir, sigue sorprendiéndome que

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tan cerca de los cuarenta, continuemos siendo capaces de ofrecernos sinceridad total, encuentro, respaldo, y lo más importante de todo, una opinión comprometida, una posición física que puede resultar chocante, dolorosa o cruel, y que por eso mismo solamente puede tener lugar entre grandes amigos.

Cuando tres tipos son tan descarnadamente amigos, cuando se quieren como la mayoría de los hombres no se atreven a decirse que se quieren, entonces el diálogo es diferente. No hay espacio para frases de consuelo. No se puede decir “estoy seguro de que todo va a ir bien”, o “vas a ver como no pasa nada”. La mínima justicia que exige ser capaz de la amistad de hombre a hombre, es tener los hígados suficientes para decir la verdad, para poner el dedo en la llaga con buenas intenciones, y para escucharla, también, sin sentirse agredido, sino agradecido por recibir un martillazo en la frente, una verdad desnuda y dolorosa que solamente es saludable y generosa en boca de un amigo verdadero.

Y hubo tiempo para todo. Pudimos salir de bambalinas, de la zona donde todo es feliz y luminoso, y pisar unos metros cuadrados de México auténtico, donde además de turistas hay pobreza y hay dolor. Pudimos ver que, aún cuando no están trabajando para decirles a los turistas cómo ser felices, los Mexicanos conservan su sonrisa repleta de dientes blancos, y tienen escrito en la piel el orgullo histórico de sus antepasados nobles, de su gente auténtica, de una cultura densa y compleja, que a pesar de los años de invasión y expropiación a manos blancas, conserva intacta su altivez, su dominio celeste, su sabiduría profunda, su religión sin complejos, donde los dioses sanguinarios y los festivos son amigos y se dan la mano. Pudimos ver ruinas Mayas, y lamentar con vergüenza el poco respeto del hombre blanco por su grandeza. Pudimos ver casas de caña y paja, donde la gente duerme colgando hamacas. Pudimos leer los letreros inverosímiles de negocios disparatados que funcionan en domicilios particulares, donde la vida y el comercio se mezclan con el amor y la siesta. Pudimos reconocer que hay otras maneras de vivir.

Y pronto el tiempo se acabó, tuvimos que deshacer lo deshecho, y rehacer las armaduras calcáreas que usamos para la vida diaria, dejando, eso sí, despejado, el espacio de piel

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necesario para el reencuentro con los hijos, con la mujer, con las sábanas propias, con nuestra casa.

Nos despedimos lentamente, satisfechos, recuperados, reconstituidos, sabiendo una vez más, de primera mano, que somos capaces de una amistad sin fronteras, que no nos hace falta nada más que respirar para querernos estrepitosamente y sin condiciones, que los amigos forman parte de la salud, y que pondremos sobre la mesa, las veces que haga falta, nuestra sangre, nuestro orgullo y nuestros cojones, con tal de repetir el encuentro, de traicionar una vez más la dinámica del olvido, de recuperar los comodines de la suerte de nuestras mangas, y jugar con ellos la partida definitiva, la de vivir la vida con amor.

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El lado equivocado de la pasión 2 de Abril de 2010

Soy un apasionado de la pasión humana. Y valga la redundancia, me apasiona la pasión en sí misma, la fuerza emocional y de voluntad que las personas liberamos a causa de una pasión genuina. De todas las emociones que somos capaces de experimentar, es la pasión y no el amor la encargada de preservar la especie. Es un momento de pasión desesperada y no varios años de amarse en calma lo que engendra un hijo. La pasión es, sin lugar a dudas, una fuerza motora viva, un motivo primario, profundo e invencible. Fue la pasión la que llevó el hombre a la luna, la que nos hizo volar, la que inventó el cine y la que aprendió a fabricar tinta y papel para narrar la pasión propia y la ajena. Fue la pasión la causa última de la muerte de Romeo y Julieta, y fue también la causa raíz de la abolición de la esclavitud, de la legalización del matrimonio homosexual y del hallazgo del uso terapéutico de la penicilina. Sin pasión auténtica y profunda, no tendríamos Novena Sinfonía, ni Don Quijote de La Mancha, ni a Diego Armando Maradona, ni el

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Tango, ni la saga de Harry Potter. Sin pasión no existiría la poesía, ni el gospel, ni el carnaval, ni el puenting, ni la guerra de almohadas. No habría carreras ni cortejos ni danza ni juegos, ni siquiera ideas nobles que defender. Sin pasión no seríamos humanos.

Y sin embargo, no puedo pensar en la pasión sin recordar que también gracias a ella existe el armamento nuclear. También, a causa de una pasión desmedida, Atila el Huno, Alejandro Magno y Julio César forjaron imperios sangrientos. La pasión de Cristóbal Colón desencadenó en el apasionado exterminio de culturas indígenas enteras. La pasión de Adolf Hitler produjo la segunda guerra mundial y la matanza organizada de judíos. La pasión de Osama Bin Laden derribó las Torres Gemelas, acabando con varios miles de vidas. La pasión por el dinero de las multinacionales explota a millones de niños en Asia y África, todos los días. La pasión por el sexo es el motor fundamental de la compraventa organizada de carne humana. La pasión por el petróleo mantiene viva la guerra en Iraq, con su altísimo precio en vidas civiles.

Y es que ningún momento del año parece tan bueno como la Semana Santa para reflexionar sobre la pasión. Especialmente durante la de este giro, que tiene poquísimo de semana, y mucho menos de Santa. ¿Cuál era la pasión de Cristo? Y tengo que decir, una vez más, que entiendo la figura de Jesús como un líder rebelde y no como el hijo de un Dios caprichoso en el que me niego a creer. ¿Era su pasión la de gestionar el conocimiento, negándole el acceso al saber a los demás? ¿Era la de demonizar la pasión entre un hombre y una mujer, imponiendo sobre la vida sexual de las personas el mínimo ritmo indispensable para procrear? ¿Era, acaso, una pasión de volver a los ojos de los creyentes sucio lo más puro, o la de condenar a la mujer como instrumento del diablo?

Yo prefiero creer que su pasión era la libertad. Era un hombre que amaba a una mujer, y que creía en que cada uno de nosotros debe poder ejercer su pasión libremente, siempre y cuando no haga daño a los demás. Prefiero creer que su pasión era el amor, la piel, el aire que respiraba, su tierra y sus hermanos, hombres y mujeres como él.

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Han pasado dos mil años, y quienes se proclaman sus herederos, quienes gestionan su legado, han sido incapaces de hacer una sola reflexión profunda sobre sus posturas cerradas y arcaicas. No han sabido reconocer la ignorancia que arrastran, que siguen arrastrando a lo largo de veinte siglos. Me llena de vergüenza ajena ver la locura infame de las procesiones de semana santa, las personas vestidas con los trajes de nazarenos, balanceando lentamente cirios humeantes, mientras Benedicto XVI, en el nombre del mismo Dios, continúa emperrado en defender los desechos de la mala gestión de la pasión que su iglesia lleva ejerciendo durante toda la era moderna. Sus pastores, obligados a tragarse sus pasiones carnales sin ayuda, violan su propia ley cuando sus urgencias revientan como pústulas podridas. La iglesia católica es víctima de su intransigencia y de su ignorancia, y lo único que sabe hacer al respecto es ocultarlo, intentar sobornar a las víctimas con dinero proveniente del cepillo, comprando su silencio con la misma mano con la que vuelven a recibir a sus pastores manchados de indecencia, nuevamente en casa, con los brazos abiertos.

Y que se me entienda bien. He dicho por activa y por

pasiva que no soy religioso, pero la religión, como todas las expresiones de la fe y la pasión humanas, me parece sumamente respetable. Jamás alzaría mi voz contra las personas que creen, porque su posición me parece, cuando menos, tan válida como la mía, y desde algunos puntos de vista, más rica, con más esperanza. Lo que me indigna, lo que no soy capaz de tolerar, son las barbaridades que hacen y dicen con total impunidad los administradores de la fe ajena. En nombre de todos los católicos del mundo, el Papa encubre a los violadores de la Iglesia – un cinismo que, como mínimo, debería ser tremendamente pecaminoso -, gestiona uno de los fondos de arte más ricos del mundo, y oculta en la sección prohibida de su biblioteca inexpugnable algunos de los fragmentos más exquisitos de la sabiduría de la humanidad. Puedo ser ateo, pero no tengo ninguna duda de que no era éste el legado de Jesús.

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Y volviendo a las pasiones humanas, con sus dos caras, una radiante y generadora, la otra oscura y sanguinaria, lo cierto es que la pregunta final que me hago, lo que me preocupa, lo que me llevó a escribir este artículo, es una sensación fuerte y persistente que tengo desde hace años. He comenzado diciendo y proclamando las virtudes de una pasión genuina, y lo sostengo. Moriré creyendo firmemente que la pasión es el principal empuje que lleva a los seres humanos a sus mayores éxitos y logros, y también a las pequeñas victorias cotidianas. Cuando algo nos apasiona somos capaces de todo, tenemos fuerza, empuje y voluntad.

A pesar de eso, observo también que cuando la pasión es negativa (odio a, en lugar de estoy a favor de), suele ser tremendamente más fuerte y efectiva. De alguna manera pareciera ser que estamos mucho más dispuestos a unirnos y luchar para estar en contra de algo que para construir un mundo mejor. Recuerdo que, durante la guerra de Iraq, fuimos capaces de salir a millones a la calle, a estar en contra con verdadera pasión y fervor. Fui uno más. Salí a la calle. Grité hasta quedarme ronco. Todas esas personas lo hicieron, pero por alguna razón que no alcanzo a comprender, sería imposible volver a reunirlos para algo tan simple como estar a favor de la paz, que viene a ser lo mismo, pero expresado en positivo.

Hay algo en nosotros, en los seres humanos, que hace que nuestra fuerza se duplique cuando perseguimos una pasión en positivo, una mujer, una canción o el deseo de volar; y que se multiplique cuando estamos apasionadamente en contra de algo, no importa si es una guerra o una figura televisiva que despierta el odio del público. No examino los motivos, simplemente me preocupa la enorme fuerza de lo negativo en nuestra cultura. Me preocupa el efecto multiplicador del odio, me preocupa que la indignación, la rabia y la desilusión levanten pasiones siempre más fuertes, más colectivas y más imparables que el amor, los sueños y la generosidad.

Cada día de mi vida intento enseñarles a mis hijos a vivir con pasión. De golpe y sin aviso comprendo que, al legarles como herencia en vida mi propia pasión, les estoy dando toda su fuerza constructora, inevitablemente complementada por su lado oscuro y negativo, indivisible. Aún

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así, elijo ese camino. Debo enseñarles a comprender esa pasión, no a reprimirla.

No soy capaz de imaginar un mundo sin pasión.

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San Federico y las verdades absolutas del

Dios de los ateos 18 de Julio de 2010

Una de las – en mi opinión, pocas – desventajas de ser tan profundamente ateo es la de perderse algunas celebraciones. Personalmente pienso que no compensa, porque a cambio de esas pocas celebraciones, normalmente, los religiosos tienen que poner sobre la mesa, para empezar, su alma – sea lo que sea que define el concepto –, y luego, si son coherentes en el ejercicio de su fe, obedecer una larga serie de restricciones y conductas ejemplares de las que me sé absolutamente incapaz, además de invertir una enorme cantidad de tiempo para asistir a rituales diversos, misas, rezos colectivos, sacrificios animales, hechizos nocturnos, cónclaves secretos, aquelarres prohibidos y un sinfín de actividades de diversa índole que varían según la potencial cólera fulminante del Dios de turno y su sentido del humor.

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Y como además de ateo, me considero de extracción cientificista, no solamente niego la existencia de Dios (vale para cualquiera de sus nombres, cultos, religiones y apodos), sino también la de cualquier tipo de hechicería, la eficacia de los curanderos, los fenómenos paranormales, los milagros caseros, los productos de la teletienda, el pulpo Paul y los emplastos mágicos. Estas mismas convicciones me hacen dudar también del feng shui, la ventaja de orientar la cabecera de la cama según las estrellas, la influencia de las fases de la luna en el crecimiento del pelo, los collares antipulgas, los insecticidas por ultrasonido, los trucos de abuela contra la gripe y la eficacia demostrada de desayunar con semillas.

Ser tan extremadamente escéptico no es gratis, no vayan a creer: tiene un altísimo coste emocional.

En primer lugar, no podemos echarle la culpa de nuestras desgracias a Dios ni al Diablo ni a ninguno de sus embajadores. Negar la existencia de una mano todopoderosa y superior que guía nuestro destino, obliga a reconocer la responsabilidad de nuestros actos y sus consecuencias. Adicionalmente, la esperanza es un concepto cursi que no tiene sustento si no es demostrable. No podemos esperar que Dios mediante la crisis termine, sino que debemos analizar las cifras macroeconómicas e interpretar sus datos positivamente, lo cual es asombrosamente más difícil que confiar en que todo se arreglará. Por la misma regla de tres, no hay nada en nuestra vida que nos salga o deje de salir si Dios quiere. Simplemente, si nos va mal es que lo hemos hecho mal.

Ser ateo y escéptico a veces es bastante amargo. Hoy, cuando me senté frente a mi máquina con

intención de escribir un post (titulado Hablar por hablar, que abandoné por la mitad y continuaré otro día, si Dios quiere), una persona me felicitó a través de Facebook por mi santo. Hoy es San Federico. Precisamente hoy, que me sentía espeso para escribir. Precisamente hoy, que es el cumpleaños de uno de mis Amigos con Mayúsculas. Precisamente hoy, que se conmemora la independencia del Uruguay, mi país natal. Precisamente hoy, que a pesar de todo es un día como cualquier otro.

Contra lo que muchísimas personas piensan, se puede ser ateo y educado, además de respetuoso con las creencias

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ajenas, razón por la que agradecí la felicitación sinceramente, y a continuación me puse a pensar.

Aunque probablemente pocas cosas me importen menos que el día de mi santo, es curioso que haya conseguido vivir nada menos que treinta y siete primaveras sin enterarme cuándo es. Y es curioso también que aparezca ahora.

No es curioso porque esté reconsiderando mis creencias – que no lo estoy – ni mis dogmas inamovibles y emperrados en afirmar que la ciencia es la única respuesta.

Es curioso simplemente porque a medida que me hago – no quiero decir viejo, digamos “maduro” – maduro, comienzo a sentir conceptos en lugar de pensarlos. Y de golpe un día me doy cuenta de que, si bien pienso y estoy convencido de que la verdad científica es la única, hay un espacio en el que siento que tal vez esa sea una actitud tan dogmática como la religiosa. Al final todo se reduce a un argumento único y total que lo explica todo. ¿Por qué los seres humanos tenemos esa necesidad del dogma? ¿En qué se diferencia la persona que lo reduce todo a un dogma de fe de la que lo hace con un paradigma científico?

Y entonces pienso en cuántas cosas que sabía definitivas en mi vida han cambiado sin aviso. Cuántas veces tuve que retroceder avergonzado sobre mis propios pasos al darme cuenta de que una de mis afirmaciones categóricas se derrumbaba.

Hoy es San Federico, y aunque evidentemente en mi vida ya es tarde para la religión, para la mística y en general para las creencias de carácter absoluto cuyo único recurso explicativo es la fe, me dí cuenta de pronto que mi rigor argumentativo está aprendiendo a coexistir con algunas cosas que transcurren fuera de las leyes de mi universo algebraico.

Asomándome a la cuarentena, empiezo a creer que a pesar de todo existe magia en el mundo. No la de Mandrake y Fu Man Chú. No la de los adivinos, nigromantes, predictores de futuro a sueldo o sacerdotes de poderes ocultos. Empiezo a advertir la magia espesa que encierra la sonrisa de un niño pobre cuando por sus pies rueda una pelota, la sutil maravilla oscura de redescubrir a mis padres como personas volubles y entrañables, el reto de asomarme a la certeza de la muerte sin miedo a lo que la vida deje inconcluso, la fuente de palabras

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que libera mi pecho, diez años después de haber fusilado al escritor que quería ser para dedicarme a hacer un profesional de la informática, el silbido imperceptible del sol que todas las mañanas erosiona las montañas que se ven desde mi balcón. Comienzo a entender que la ciencia no basta para explicar la intuición profunda y certera de mis hijos, cuando canjean sus besos y abrazos infantiles por las prendas auténticas de mi amor sin límites. La Teoría de la relatividad no es por sí misma suficiente explicación para el dolor que, cada día, siento por estar lejos de mi tierra, de mis amigos más íntimos, de mi familia. Los miles de millones de divisiones mitóticas que experimenta un cigoto para transformar un óvulo fecundado en un ser humano no alcanzan para explicar la vida, ni cualquier cosa que sea eso que llaman alma y que constituye a un individuo.

Aunque me cueste reconocerlo, más allá de la ciencia, hay magia en el mundo.

Hoy es San Federico, y por poco que me importe, por sospechoso que me resulte lo que en el siglo IX haya hecho este hombre para ganarse la gratitud del Vaticano, mil doscientos años después me ha hecho un regalo. A partir de ahora pienso celebrar anualmente San Federico, pero no porque sea mi santo, ni porque la Santa Madre Iglesia lo diga. Pienso celebrarlo porque es el día de la independencia del Uruguay, porque es el cumpleaños de mi amigo Emilio, y sobre todo, porque es el día en el que me dí cuenta de que las verdades absolutas del Dios de los ateos no son más que otro punto de vista.

Pienso celebrar este día porque a partir de hoy, me siento un poquitín mas sabio, y bastante menos soberbio.

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Acerca de las cosas pequeñas

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Así es la vida 28 de Agosto de 2009

Antes de tener hijos yo pensaba que todo iba a ser maravilloso cuando llegaran. Y que se me entienda bien, el pretérito del verbo pensar no quiere decir necesariamente que ya no crea que son de las mejores cosas que hubo, hay y habrá en mi vida. Simplemente significa que pienso que hay una parte oscura del asunto, algo que, por alguna razón misteriosa, todos los padres nos empeñamos en callar y en no advertir a quienes se embarcan sin saberlo en el viaje de los hijos. Es como si al descubrirlo, de alguna forma perversa y secreta, quisiéramos dejar que cada uno se estrelle solo contra la realidad y descubra sin ayuda que no todo es maravilloso, que la falta de sueño a veces te agobia, que la paciencia que creías que iba a ser infinita de repente se revela sorprendentemente corta, y sobre todo, que a medida que tus hijos crecen, descubres en ellos cosas que no te gustan, y esas cosas no hacen más que reflejar las que no te gustan de ti mismo, con una exactitud asombrosa y terrible, una precisión calcada de tus defectos y tus miedos, sumados a los de su otro progenitor. Ellos tienen todo lo bueno y todo lo malo de ambos, y quizás por eso a medida que pasan los años los niños son cada vez más inteligentes y más rápidos, y también más terribles e inmanejables.

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De todas maneras, haciendo caso omiso de los pequeños sinsabores que trae a tu vida la paternidad, los padres nos centramos maniáticamente en las anécdotas divertidas y en la multitud de pequeñas sorpresas que los hijos nos muestran cada día, y que al final hacen que todas las noches, al irte a dormir, te des cuenta de que continúas creyendo que tenerlos es lo mejor que has hecho y que lo volverías a hacer una y otra vez, aún sabiendo que no todo es perfecto, porque precisamente eso es lo que te obliga a esforzarte continuamente en ser una persona mejor, para darles un padre mejor.

Cuando mi hijo Pablo tenía tres años fuimos todos a Buenos Aires de vacaciones, como hacemos cada vez que el euribor lo permite. Pablo estaba en plena época de porqué. La etapa del porqué es algo que todos sabemos que existe. Todos los padres te cuentan que sus hijos pasan por el porqué. La cultura popular está llena de referencias al porqué. Inclusive, Les Luthiers, haciendo gala de enorme talento y maestría en su inmortal “La gallinita dijo Eureka”, dan una noción bastante acertada del asunto. No es ningún secreto para nadie, y no lo era tampoco para mí. Sin embargo, y a pesar de que la vida me había llenado de advertencias al respecto, siempre pensé que yo sabría manejar el porqué, y que hasta me gustaría sumergirme en largas e infinitas series de preguntas y respuestas, teniendo en cuenta cómo he sido yo de niño y mi propia avidez de conocimiento y respuestas.

La realidad fue otra. Tus hijos te superan en todo, a pesar tuyo. La etapa del porqué de Pablo era de una persistencia pasmosa. Comenzaba por la mañana y durante todo el día se sucedían preguntas, a veces muy profundas. Contra mi pronóstico y mi convicción personal de que para mí sería fácil satisfacer sus dudas, me agotaba responder una y otra vez a las preguntas, y más de una vez su lucidez y su agudeza me dejaban sin respuestas. Entonces desarrollé un método que consistía en que, cada vez que me tenía contra las cuerdas, derrotado y sin más sabiduría que ofrecerle, yo cerraba la conversación con una respuesta categórica: “Porque así es la vida”. Pablo, que como he dicho antes ya a los tres años me superaba en agilidad física y mental, rápidamente comprendió que, cuando llegaba esa frase, no podía continuar la serie de porqués que nos habían llevado hasta ese punto, lo que me produjo una enorme satisfacción: contaba con una herramienta infalible a prueba de porqués.

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La felicidad duró poco. Al tercer o cuarto día de haber comenzado a utilizar mi arma secreta, una noche, después de un largo día de eternos porqués terminados secamente en “Porque así es la vida”, y probablemente porque debido a que, dada su comodidad, seguramente comencé a abusar de la fórmula, cuando estaba con Pablo preparándolo para irse a dormir, los dos solos, en la habitación en penumbra y después de un rato de agradable silencio, mi hijo levantó la vista, como finalizando una larga reflexión, y me preguntó:

- Papá, ¿por qué es así la vida?

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Charlas de Hombre a Hombre 02 de Septiembre de 2009

Hace unos días, durante un anochecer caluroso, insoportable y soporífero, mientras mis hijos veían la tele esperando por la cena, después de un baño calentito, decidí salir al balcón a fumar un cigarro. En el balcón tenemos una mesita con tres sillas, y me gusta sentarme ahí, esperando a ver si atrapo un poquito de brisa que alivie el atardecer. Como pasa muchas veces, al instante los dos vinieron detrás, anunciando su presencia con el repicar de los pasitos de pies descalzos sobre las losas del balcón, palabras entrecortadas y mucho entusiasmo.

Normalmente, en esos momentos de relax no tengo demasiadas ganas de que me griten en las orejas, y suelo volverlos a mandar para adentro a seguir viendo tele, pero ese día me sentía distinto, así que los dejé que salieran al balcón. Súbitamente, sin venir a cuento de nada, recordé que, durante el pasado curso escolar, mi hijo Pablo estaba completamente enamorado de una niña, a la que, de cara a preservar su intimidad, llamaremos, por ejemplo, Celia. Me giré hacia ellos, que estaban mirando hacia abajo y cuchicheando cosas de niños, y le dije a Pablo:

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- Ven aquí, hablemos de cosas importantes, de hombre a hombre.

¿Cómo te va con Celia?

En un principio pensé que, como muchas de las veces que le había preguntado en el pasado, respondería sin demasiada claridad ni entusiasmo y seguiría jugando con su hermano a contar los coches que pasan frente a nuestra casa, pero algo diferente iluminó su cara. Se sentó en la silla más cercana a la mía, muy serio, y me respondió:

- Hablemos de cosas importantes. - ¿Sigues enamorado de Celia? - Sí, pero no tanto como antes. - ¿Qué te gusta de ella? - El pelo.

Cuando hablaba de la niña, se le encendía la carita, y las

mejillas se le estiraban en una sonrisa incontenible. Me contó que se había enamorado por el pelo, porque Celia no juega mucho con él, y claro, si no juega con él no puede estar tampoco tan enamorado.

Al día siguiente, por la mañana, mientras me tomaba el café, me preguntó:

- Papá, ¿cuándo vamos a hablar otra vez en serio? De hombre a

hombre. Mientras lo decía no pudo contener la sonrisa, y en ese

momento no supe si lo que tanta ilusión le hacía era conversar conmigo como iguales o hablar de su amor de niño. Prometí repetir la conversación más adelante ese mismo día. El se mostró de acuerdo. Volvió a preguntarme cuando hablaríamos durante la comida, y dos o tres veces por la tarde. Al anochecer, después del baño, me serví un refresco, me senté en el balcón y lo llamé. Vinieron nuevamente los dos, Pablo repitió la silla del día anterior y Daniel se sentó en la que quedaba. A sus casi tres años, entendía que estábamos hablando de algo serio, pero se le escapaba exactamente de qué.

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- ¿Y bien? Cuéntame – le dije. Debo confesar que me esfuerzo en hablar en español en lugar de argentino con mis hijos, aunque no sé bien por qué.

- ¿Qué te cuento? Sigo enamorado de la Celia. - ¿Y se lo vas a decir? - Tengo una idea – dijo Daniel, levantando su dedito índice. - No sé como decírselo. - ¿Y por qué no esperas a San Valentín y le compras una tarjeta? - Tengo una idea – insistió Daniel.

Durante los días siguientes, cada vez que Pablo me veía

(trabajo en casa, así que cuando salgo de la oficina para ir al baño o para vaciar un cenicero, los dos se me echan encima), volvía a su rostro una mirada pícara, y me decía: “Después seguimos con la charla”, o simplemente “¿A la tarde hablamos, papá?”. Cada noche se repetía la escena. Un rato de charla en el balcón, antes de cenar. Durante esos ratos fuimos esbozando planes para hacerle saber a la bella del estado de enamoramiento de mi niño. Esperar o no a San Valentín, elegir una charla face-to-face, averiguar su dirección y dejar una tarjeta en el buzón, etc. No se cansaba de hacer planes, y yo nunca lo había visto tomarse algo tan en serio.

Al quinto o sexto día no pudo más, y pasó buena parte de la tarde pintando una tarjeta con forma de corazón, de color rojo pasión, – “Ya se sabe que para las mujeres estas cosas tienen que ser rojas”, me dijo – con multitud de pequeños corazones en tonos lilas y rosas. En el centro, una frase escueta: Celia, vols ser la meva xicota? (¿Quieres ser mi novia? en catalán, porque ella es catalana).

Ese día bajamos a la plaza, como otros tantos. Allí estaba la bella, con su Padre y su Madre, y un monopatín rosado la mar de femenino. Pablo me pidió la mano. No quería ir solo. La conmoción de su corazón pequeño le daba vergüenza. Lo acompañé, sintiéndome un poco ridículo al acompañar a mi hijo a entregar su primera carta de amor, pensaba que debería ser algo más íntimo, pero ¿qué se sabe de la intimidad a los cinco años? Celia miró el papel sin entender, le pidió a su madre que se lo leyese y enrojeció súbitamente. No dijo nada. Pablo y yo volvimos a nuestro banco de la plaza.

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- Papá, ¿cuándo me va a responder? - No sé, hijo. Las mujeres se toman su tiempo para estas cosas.

El sol bajaba y seguimos jugando en la plaza, mientras

muchos padres y madres con sus hijos hacían lo propio alrededor. Al final, el bullicio comenzó a descender, cada vez éramos menos, anochecía. De repente vi venir a Pablo a toda velocidad en su patinete rojo, frenó frente a mí y pude notar angustia en su carita. Me espetó, con ese tono semi enfadado previo al llanto que tienen los niños, como si todo fuese culpa mía:

- Papá, ¿Cuándo me va a contestar? ¡Ya son casi las nueve!

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Charlas de Mujer a Mujer 06 de Septiembre de 2009

Quienes hayan leído recientemente el post Charlas de hombre a hombre, recordarán que dejamos a mi hijo Pablo sumido en las terribles tribulaciones de su corazoncito infantil, afectado prematuramente – o al menos eso creíamos sus padres – por un flechazo repentino hacia la bella niña a la que decidimos llamar Celia. Pues bien, tras un par de días de silencio, durante los que algunas personas me preguntaron el desenlace de tal romance, comenzaba a creer que no sabríamos nada de las inclinaciones amorosas de la elegida, cuando una tarde de plaza como tantas otras nos trajo de regalo una sorpresa.

Sentados, como corresponde, en los bancos de la plaza junto a otros padres, Gloria y yo practicábamos el viejo arte de la tertulia, cuando, sin motivo ni razón aparente, se acercó Celia, acompañada de una pequeña amiga a la que, también en aras de preservar su intimidad, nombraremos como Ana. A Ana le encanta conversar con Gloria, y lo hacen con frecuencia durante las tardes de plaza y bicicleta, y esta tarde no fue la excepción. Comenzaron una charla relacionada con un diente flojo y las expectativas beneficiosas de la inminente visita de un tal Ratón Pérez, que al parecer se dedica al comercio de los dientes de los niños con una afición y una disciplina

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asombrosos. Como las idas y venidas del tan mentado señor Pérez no me interesaban demasiado, no presté mucha atención a la conversación, concentrándome en seguir con la vista como Pablo y Daniel, en medio de una nube de niños, arrastraban una rama de árbol por el medio de la plaza, demostrando así que no solamente son prematuros para la llegada del amor, sino también para desarrollar las habilidades básicas sobre vandalismo vecinal que el ser joven en el mundo de hoy requiere.

Súbitamente, la conversación de las tres mujeres – Gloria, mi mujer, y las pequeñas Celia y Ana – me llamó la atención por su contenido, así que, disimuladamente, me puse a escuchar en el momento en el que Ana decía (y continúo cambiando los nombres de todos los niños, salvo los de mis hijos):

- Yo me voy a casar con el Juan. El año pasado me iba a casar

con el Álvaro, pero ahora me voy a casar con el Juan. - Me parece muy bien. – dijo Gloria – ¿Y tú, Celia? - Yo tengo dos pretendientes: El Pablo y el Xavi, pero todavía

no estoy decidida. (Nótese que en catalán, el uso del artículo previo al nombre es obligatorio, y por lo tanto es muy común aquí que al hablar castellano también se utilice, aunque a los argentinos nos suene mal).

- Pues te tienes que decidir ya. – dijo Ana, dejando advertir con el tono de voz que tenía la paciencia agotada – Te lo piensas y mañana lo buscas aquí en la plaza y se lo dices.

- Es que mañana no puedo porque tengo que ir a comprar – repuso Celia, haciendo un gesto de resignación con ambas manos que dejaba clarísimo que la compra era una fatalidad que escapaba a su poder de control sobre la realidad, y por lo tanto los jóvenes enamorados tendrían que esperar a un día sin compra.

- ¿Y cuál te gusta de tus pretendientes? – preguntó Gloria, intentando que la pequeña no notase que intentaba arrimar agua para su molino.

- No lo sé. – pareció pensar durante unos instantes – El que me ataque menos. Yo lo único que quiero es que no me ataquen. Y el Pablo me ataca mucho.

- Claro – escuché decir a Gloria, mientras intentaba contener la risa. – ¿A que es mejor cuando no te atacan, verdad?

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- Sí, es mucho mejor. Además, el Xavi me enseñó unos gusanos el otro día, así que me parece que va a ser el Xavi.

Dicho esto, montaron en sus patinetes de tres ruedas y

partieron raudas a continuar protagonizando la tarde sin más. Yo, francamente decepcionado por el trágico destino del amor que consume a mi niño, me quedé pensando seriamente en que, en cuanto surja la oportunidad volveré a tener con él Charlas de hombre a hombre, esta vez sobre técnicas de seducción. El ataque frontal está muy bien, y es una técnica ancestral que a lo largo de los años ha demostrado su efectividad, sobre todo si se emplea el garrote y el tirón de pelo. Pero en el mundo moderno, un hombre hecho y derecho no puede, bajo ningún concepto, ignorar que es fundamental disponer de un buen puñado de auténticos gusanos de tierra si lo que se quiere es enamorar a una dama.

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Mis Tetas 24 de Septiembre de 2009

Desde la infancia, una de las características de mi personalidad que los demás recuerdan – a su pesar – fácilmente, es un trastorno compulsivo que me obliga a contar chistes malos. No lo puedo evitar. Cuanto más malos son, más me gusta contarlos, más me río en el remate, y más disfruto con las caras de incomprensión de mis contertulios. Por supuesto, si a pesar de lo malo del chiste consigo hacerles reír, entonces me siento plenamente satisfecho, pletórico, diría yo; y la sombra negra de una serie infinita de chistes peores planea instantáneamente sobre la incauta audiencia.

Evidentemente, un trastorno semejante no se desarrolla espontáneamente. Tiene dos componentes fundamentales. El primero es hereditario: mi padre nos contaba chistes malos, y el padre de mi padre contaba chistes malos. Crecí escuchando chistes malos, porque además mi padre no solamente nos los contaba, sino que los repetía una y otra vez, agregando pequeños giros, haciéndolos más disfrutables, más intrincados, con más detalles. Y por supuesto, el segundo componente es el esfuerzo personal. Ninguno de mis hermanos desarrolló la compulsión del chiste malo, porque no se

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aplicaron lo suficiente. Son necesarias muchas horas y mucha fuerza de voluntad para retener en la memoria miles y miles de chistes malos, en perjuicio del espacio reservado para los recuerdos de familia, las fórmulas matemáticas para derivar e integrar o la lista de la compra.

He pasado mi infancia y mi adolescencia recolectando chistes malos, coleccionándolos, atesorándolos, puliendo y refinando mi técnica narradora, repitiéndolos, cambiándoles el punto de vista. Después, como suele suceder, la vida de adulto desplaza las aficiones más arraigadas, y entonces me sucedió que, lejos de dejar de contar chistes malos, lo que hice fue dejar de ampliar el repertorio, y por lo tanto cuento siempre los mismos. Así me di cuenta de que me había hecho adulto: por lo mucho que me parezco a mi padre. Mi mujer sufre, porque cada vez que estamos en un acto social, si me siento cómodo y me relajo, empiezo a soltarlos, uno tras otro, sin dejar respirar al pobre descuidado que se haya reído del primero.

Luego llegaron los hijos, y con ellos las verdaderas satisfacciones de la vida. Mi hijo Pablo, desde muy pequeño demostró tener aptitud para los chistes malos. Los disfruta, los saborea. Cuanto más largos y más malos, mejor. Paso ratos largos preguntándole que si quiere que le cuente el cuento de la buena pipa, y él me dice que sí, y yo le respondo que no le dije que dijera que sí, sino que le dije que si quiere que le cuente el cuento de la buena pipa, y entonces me dice, riendo, que no, y yo le digo que no le dije que se riese y me dijera que no, que lo que le dije es si quiere que le cuente el cuento de la buena pipa, y entonces… bueno, el lector se imaginará.

La cuestión es que le repito los mismos chistes que me contaba mi padre, y él se ríe en las mismas partes en que me reía yo. Los otros padres se hinchan de orgullo cuando el niño patea una pelota, o cuando hace doscientos metros en bicicleta sin caerse. Yo también experimento ese orgullo paterno, pero ayer, al volver de la plaza, sentí un orgullo especial. Cruzábamos la calle y Pablo, con los ojitos brillando, me dijo: “Papá, ¿te cuento un chiste que me contaron hoy?”. “Dale”, lo animé, sintiendo en el pecho el calorcito ese que, por obra mágica de la genética, nos hace vernos reflejados en los hijos. Transcribo literalmente su narración, que por supuesto para la mayoría de ustedes resultará archiconocida:

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“Resulta que había una señora que tenía un perro que se llamaba

“Mis tetas”, y un día se le perdió, así que se acercó a un policía, y le preguntó: ¿Señor, usted vió a “Mis tetas”? y el policía le respondió: “No, pero me gustaría verlas”.

Por supuesto, reconocí el chiste a la primera sílaba: un clásico.

Pero al ver su sonrisa, su carita iluminada y su risa pícara, estallé en carcajadas sinceras, y le hice una caricia con verdadero orgullo, mucho más que si le hubiese metido un gol al Mono Navarro Montoya. El entendió perfectamente mi orgullo, porque tenemos sellado ese pacto secreto de padres e hijos, y él entiende perfectamente las cosas que de verdad me importan. Por eso, cuando entramos a casa, esperó a que me fuese a la habitación para quitarme las sandalias, y se dirigió a Gloria, para preguntarle, en voz bajita, cuidándose de que yo no lo escuchase:

“Mamá, no entiendo una cosa: ¿Para qué quería el policía verle las

tetas al perro?”.

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Sobre la evolución del asco 01 de Octubre de 2009

Si antes de ser padre alguien con poder de clarividencia me hubiese dicho que un día celebraría con sincera alegría el hecho de que un Homo Erectus de sexo masculino haya hecho sus deposiciones sólidas con éxito y satisfactoriamente, o que el mismo primate superior ha lanzado un potente eructo con aroma agrio de leche, seguido de una sonata de flatulencia auténtica y generosa, me hubiese reído mucho, además de apelar a la ciencia para descalificar completamente la profecía. Sin embargo, en esta vida he pecado muchas veces de absoluta certeza, para luego, años, meses o incluso días más tarde, verme obligado a retractarme internamente (nunca estuve demasiado dispuesto a reconocer en público una falla tectónica de tal calibre en mi sistema de creencias).

Ahora bien, esto me llevó a pensar en el asco. El asco es abstracto, caprichoso. Un día te da asco algo que al día siguiente eres capaz de desear con toda tu alma. De niño no te da asco nada. En principio un gatito bebé es tan acariciable como una bola de pelusa del ombligo, aunque no es difícil darse cuenta de que las bolas de pelusa son menos agradecidas, y no saben jugar a casi nada. A lo

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primero que te enseñan a tenerle asco es a tu propia caca. Es justo en el momento en el que dejas los pañales y aprendes a caminar. El mundo se abre ante ti como un paraíso lleno de cosas curiosas, de texturas que reconocer, de sabores que intentar, de sensaciones para percibir. Como es lógico, vas por ahí, caminando como puedes debido a lo precario del equilibrio incipiente, intentando tocarlo todo, aprenderlo, descifrar cada superficie de cada objeto que se te cruza. Y dos pasos atrás te persigue tu madre, blandiendo el grito de guerra preferido de los adultos: “¡No, caca!”. Y claro, como has aprendido a tenerle asco a tu propia caca, la de los demás es sensiblemente más asquerosa. Este proceso es responsable de una confusión científica que mina el inicio del proceso de aprendizaje de la mayoría de los niños. Hasta que estudian el aparato digestivo de los mamíferos, suelen creer que la caca es una sustancia mutante, que se camufla adoptando las formas caprichosas de diversas clases de basura u objetos inertes, y que todos esos objetos y formas de caca deben ser rechazados con igual cantidad de asco por los sujetos activos. Hasta que un día, un maestro de primaria explica las maravillas del tracto digestivo y el bolo alimenticio, y entonces un chispazo ilumina la oscuridad: “¡Ah! ¡Pero entonces la caca solamente es mierda!”.

Un día, cuando eres un poco más grande, y estás demasiado ocupado librando la batalla del “No, caca” con tus progenitores, mientras te tomas un respiro, aferrado a la pata de una mesa, buscando qué tocar sin que te digan las dos palabras mágicas, distraídamente te metes un dedo en la nariz, y compruebas que sale una sustancia gelatinosa de un atractivo color que abarca toda la gama de verdes, y además de variadas texturas, desde un verde agua casi líquido hasta un verde oliva con formas rígidas y consistencia crocante. Lo pruebas, y descubres que los mocos son saladitos y sabrosos. Encantado con el hallazgo, vas por ahí con un moco en la punta del dedo índice, invitando a tus seres queridos: “Prueba, prueba, están buenos”. Al menos eso fue lo que hizo Pablo (lamentablemente no recuerdo mi caso particular), hasta que cumplimos con nuestro deber de padres, diciéndole que eso también es caca, y enseñándole a tener asco de sus propios mocos.

Aunque no sea capaz de recordar mi propio descubrimiento con respecto a las mucosas nasales (sí recuerdo claramente la

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actividad exploradora y el pecado secreto de saborearlos cuando nadie me veía), mi memoria sí que retiene alguna que otra experiencia interesante relativa al asco. Con doce años, es decir, aún en la escuela primaria, percibía a los Homo Erectus de sexo femenino como seres incomprensibles, la mayoría de las veces quejosos y molestos, que sin embargo tenían un misterio que – sabía yo – algún día querría desentrañar. Mientras tanto, cuanto más lejos mejor. De repente, por ventura de algún proceso aún excluido de mi entonces pobre espectro científico, las niñas molestas y quejosas de mi clase comenzaron a redondearse, a adquirir relieves morfológicos misteriosos, atractivos, sumamente interesantes. Casi al mismo tiempo que la mutación geológica de sus cuerpos tenía lugar, perdían completamente el interés por nosotros, y se fijaban en chicos más grandes. Era una injusticia, justo cuando empezaban a dejar de ser un incordio, nos rechazaban sin explicaciones ni escrúpulos.

Con trece años recién cumplidos, mis amigos y yo estábamos obsesionados con la idea de besar a una chica por primera vez. Hablábamos continuamente de eso, y si bien el discurso formal era decidido y valiente, íntimamente la idea de besar a alguien me aterraba. Supongo que el rechazo ancestral, el “No, caca” machacado y vuelto a machacar durante tantos años, de alguna manera me hacía sentir bastante asco hacia las secreciones ajenas de cualquier tipo y naturaleza. No dejaba de imaginar, angustiado y en solitario, una enorme boca, roja y húmeda, en 3D. La gigantesca lengua, cubierta por pequeñas manchas blancas de distribución aleatoria, provocaba mares de saliva, en la que flotaban restos de pollo, lechuga y semillas de sésamo, y cuyas olas tóxicas rompían contra afiladas escolleras de dientes torcidos y manchados, mientras se abría y cerraba expulsando vientos fétidos de carne vacuna en descomposición, y vapores clorhídricos producto de los procesos digestivos. En esas estaba cuando, una tarde en que nos habíamos hecho La Rata del colegio, vagaba por el Parque Lezama con una compañera de curso (la llamaremos Alejandra, para no caer en el chismorreo) que ya había experimentado por completo su correspondiente mutación, y no paraba de lanzarme signos seductores. Lenguaje corporal, que le llaman ahora. Nos sentamos tranquilamente bajo un ombú, hablando de cualquier cosa, mientras yo luchaba internamente entre el atractivo de

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sus labios y el fantasma de su gigantesca boca en 3D con olor a podrido, no, caca. Moría por besarla, y no podía con mi asco. Finalmente, como la cosa no avanzaba, ella tomó la iniciativa.

Una violenta conmoción se apoderó de mi centro de gravedad, haciéndome sentir auténtico miedo a mi reacción al asco, justo en el momento en que su boca invadía la mía. Una brisa fresca se llevó el asco de allí, y descubrí que a pesar de la terriblemente fea vida microscópica que habita las secreciones bucales, y lo poco decoroso de la función trituradora de alimentos de la boca, y de los residuos que esa función genera, besar a una chica era una actividad poderosamente estimulante, que además de bonito, romántico y sumamente dulce, también producía una serie de reacciones fisiológicas y de secreciones corporales diversas, en forma de sudor frío repentino, y algunas otras menos decorosas. La imagen de la boca gigante desapareció para siempre.

Pero volvamos al asco. Unos años más tarde, la aterradora frecuencia con la que me veía obligado a asistir a alguno de mis amigos, impelido a vomitar por beneficio de una borrachera cruel, me hizo sufrir constantemente arcadas involuntarias, y a pesar de lo habitual de tan provechoso ejercicio, no lograba superar el tremendo asco que el vómito ajeno me producía.

Así llegué a los treinta años, convencido de que el asco a la caca, tan bien enseñado por mis mayores, y el asco al vómito ajeno eran absolutamente insuperables, estaban arraigados en mi forma de ser y de vivir. Lo cual no dejaba de ser una ventaja, porque después de todo es bastante indiscutible que ambas cosas son asquerosas.

Sin embargo, una vez más, la paternidad echó por tierra algunas de mis convicciones más profundas, y una mañana de primavera, mientras estábamos en la terracita de un bar dándole a Pablo su puré de frutas, cucharada a cucharada, el pobrecito se atragantó. Me dí cuenta de que iba a vomitar una fracción de segundo antes de que lo hiciese, y como estábamos en la calle, sin ropita de recambio, e íbamos a alguna parte, sin ni siquiera dudarlo, puse ambas manos debajo de su boca, formando un cuenco, y permití que descargara sobre mis manos el contenido completo de su estómago. En ese instante aprendí dos cosas. La primera fue que es absolutamente impresionante el volumen de materia que cabe en el

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estómago de un niño de un año y poco, aún siendo flaquito y pequeñajo. La segunda fue que la paternidad es un momento tan clave en la vida de una persona, que puede que sin darte cuenta descubras que has cambiado por completo tu escala de valores, y que lo que te hubiese parecido una tragedia y una desgracia solamente dos años antes, ahora es solamente una anécdota divertida. Si el amor por un hijo puede con el asco, que es una de las reacciones involuntarias más difíciles de controlar y que más violentamente se expresa, entonces, a partir de ahí todo puede suceder. Termino aquí, queridos lectores, no porque no tenga más asco a nada, sino porque tengo que ir a limpiarle el culito a Daniel, que acaba de hacer caca.

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Enano Cabezón 16 de Octubre de 2009 (cumpleaños de 3 de mi hijo Daniel)

Hola, Enano Cabezón. Hoy es un día especial. Y como es especial, vamos a cagarnos juntos en la literatura, en el género epistolar, en todos los que leen este blog, en las buenas formas y en la manera de decir las cosas, y vamos a hablar sin artificios ni reglas no escritas. Es especial para mí porque soy tu padre, y como soy tu padre todavía tengo la potestad de decidir lo que es especial y lo que no. Y es especial para vos, porque son ya tres años de romper los huevos en este mundo, y también porque todavía no te das cuenta de que es especial. Al menos no de la forma acartonada y formal que tenemos los adultos para los días especiales. Nos vestimos y nos perfumamos y nos preparamos para sentirnos especiales, solamente porque los accesorios de ese día lo son. Te das cuenta que es especial porque ese día mamá te da un beso especial, y yo te lijo la mejilla con besos especiales y te estropeo los huesitos con abrazos especiales, y Pablo también te besa y te dice que es un día especial.

Y en la escuela te dirán que es especial. Y vendrá tu abuelo también a decirte que es especial. Y también lo harán tus Yayos, y todas las personas que te vean en la plaza.

Por eso, con treinta y seis años llevados como pude y siendo origen de muchas muescas grabadas con la uña en los revólveres de

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otros, no puedo evitar pensar en vos y en la Maga Rocamadour, cuando le decía a su bebé: “Te escribo porque no sabés leer. Si supieras no te escribiría, o te escribiría cosas importantes”. No puedo evitar pensar en el esfuerzo que invertimos los adultos en hacer solemnes las cosas importantes, y en quitar importancia a las que realmente la tienen. Los adultos somos necios y obstinados. Estamos parados sobre un montoncito de creencias absurdas y certezas absolutas que defendemos con la vida, y muchas veces eso nos hace perder la perspectiva.

Aunque en una carta motivada por el día de tu cumpleaños no sea lo más adecuado, dejame hablarte un poco de tu hermano. Cuando Pablo nació yo no sabía nada. Es sorprendente lo poco que puede saber de niños alguien que ha sido niño no hace tanto. Es otro truco de los grandes: hacer el mejor esfuerzo posible por perder la espontaneidad, y después pagar a un siquiatra para que nos ayude a recuperarla, y tener así una fingida, mucho peor que la original. Pero te hablaba de tu hermano. Cuando él nació mi vida se desbordó, llenándose vertiginosamente de fantasmas novedosos y un miedo animal desconocido. La primera vez que lo tuve en brazos supe que estaba mirando a la única persona por la que sería capaz de morir, aparte de mí mismo (el egoísmo es otra de las especialidades de los grandes), pero sentí también que yo ya había muerto un poco, que ya no estaba entero. Comprobar que en su oreja derecha tiene una marca exactamente igual a la mía, e irme reconociendo en él a medida que empezó a crecer fueron, uno tras otro, momentos en los que volvía a morir un poco más, transfiriendo a él ese pedacito de vida que se me iba. No lo digo como una renuncia, ni como una queja, sino como algo que simplemente ocurre. Cada día de tu vida te parece que tus hijos no pueden importarte más, no se puede quererlos más, y entonces una sonrisa, un abracito, un gesto, un llanto inoportuno, una primera palabra, un paso tambaleante o cualquier otra nimiedad hacen que esa barrera vuelva a romperse, y los querés todavía un poquito más, y siempre hay más espacio para quererlos más, y entonces esa pequeña muerte que va creciendo en el pecho representa la posibilidad de que algo malo les ocurra, el miedo a no estar siendo un buen padre, el terror a no darles lo mejor, como si lo mejor fuese o pudiese ser algo diferente al amor filial, como si se tratara de poner en

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cifras o en regalos o en grandes actos lo poco que hace falta, que es solamente y nada más que amor.

Cuando naciste vos ya no tenía tanto miedo, había pasado por eso. Sin embargo sí que había un pensamiento que me atormentaba: creía que no iba a poder sentir tan intensamente ese amor que tenía por tu hermano hacia un segundo hijo. No porque no lo deseara, sino porque era tan fuerte y tan absoluto lo que me pasaba, que me parecía imposible que algo tan único se repitiese con tanta facilidad.

Y entonces naciste, un domingo a las tres de la mañana, y te tuve en brazos durante media hora antes de que te llevaran con mamá. Tenías una manchita de nacimiento en la nariz, y la carita manchada de sangre por la cesárea. Tenías dos ojos enormes y los deditos con uñas de papel. Y yo volví a morir en vos. Mi pecho se duplicó sin ninguna piedad, y entonces supe que no importa cuántos hijos tenga, ni siquiera cómo sean, porque siempre aparece esa pequeña muerte que te mata con el sonajero y el chupete, la que te agarra el dedo con las uñas de papel, la que se lleva con el llanto lo que te quedaba dentro, a cambio de un pánico irracional sobre si algo le pasa al bebé.

Y el juego no hacía más que empezar. Te revelaste completamente distinto a tu hermano, Enano Cabezón. Y a veces, complicado en mi visión esquemática del mundo, se me hace difícil entender que dos enanitos tan distintos sean los más lindos del planeta, cada uno por su cuenta, sin pedir permiso.

Y ahora ya hace tres años, y no paro de jugar contigo juegos privados. Supongo que algún día leerás esto y entonces recordarás que varias veces al día te pregunto: “¿Qué eres más: Enano o Cabezón?”, y entonces se te enciende la carita, y una sonrisa interminable te la invade de lado a lado, y riéndote con la risa sincera de los niños me contestás: “Cabezón”, y yo me río, me río como un niño más, y, solamente por unos instantes, permito que el calor de tu pecho ocupe el vacío de la pequeña muerte que hay en el mío. No existe cosa que me devuelva mi propia infancia más en este mundo que las risas, la tuya y la de tu hermano, los juegos del Chancho barato, las fantasías emitidas a media lengua en voz alta, los bracitos buscando consuelo nocturno tras un sueño angustioso, los pasitos de pies descalzos, con

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los pantalones por los tobillos, cuando me pedís que te suba el pantalón.

No soy capaz, a pesar de llevar ya más de cinco años haciéndome el padre, de hablar de estas cosas sin que una humedad traicionera pueble mis ojos, porque en realidad lo que más me asusta, y la razón primaria por la que te estoy escribiendo, es pensar que algún día perderás al Enano Cabezón, y lo perderás porque el mundo de los grandes presiona y empuja para que los niños sean grandes. Y necesito decirte que no lo hacemos por malos, ni por egoístas. Ni siquiera por cómodos. Lo hacemos porque no somos capaces de enfrentar el terror de vivir con las emociones a flor de piel como lo hacen los niños. No somos capaces de llorar violentamente porque no podemos comer una piruleta antes del almuerzo, ni de transformar ese llanto en una explosión de risa porque otro hizo una mueca estúpida. No somos capaces de vivir según el deseo más inmediato, ni de jugar la mayor parte del día, ni de dejar de lado la vergüenza para hacer las cosas que nos gustan, aunque sean ridículas.

Necesito pedirte perdón por dejar que esa misma pequeña muerte que habita en mí desde el nacimiento tuyo y de tu hermano me obligue a sentir que tengo que prepararlos para la vida, enseñarles a ser adultos y a vivir como buenas personas, aún sabiendo que de a poco eso mismo irá escondiendo a los niños detrás de los jóvenes que van a ser, hasta hacerlos desaparecer casi por completo. Pero algún día tendrás hijos, y descubrirás que solamente ellos son capaces de rescatar al Enano Cabezón del escondite que le habremos hecho los adultos, y entonces quizás un día te emocione tanto como me emociona a mí ahora darte cuenta de que, por más que cuides tu sistema de creencias con tanto celo como lo hacemos todos, con los hijos haces lo que puedes, deseando con todas tus fuerzas que sea suficiente.

Y también quiero pedirte algo, Daniel. Más que pedirte, quiero llamarte a la desobediencia. Quiero que me desobedezcas. A mí, a tu madre, a los maestros de la escuela, a la televisión y a todas las cosas solemnes e importantes, a todas las fuerzas que te pidan que crezcas y que te hagas hombre. Quiero que a pesar de que vas a ser un día un hombre, cuando yo sea un viejo y te vuelva a hacer la pregunta que no te habré hecho durante más de treinta años, me respondas sin

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vacilar, con una risa franca instalada en la boca y tus ojitos de siempre echando chispas de picardía: “Cabezón”.

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Domingos rituales 14 de Noviembre de 2009

Como ya he dicho alguna que otra vez, nosotros – mi mujer y yo – no practicamos ninguna religión, ni activa ni pasivamente. Es algo que a veces me produce un cierto malestar, porque sinceramente creo que me aliviaría no solamente de mis propias manías, sino también de encontrar respuestas a preguntas de mis hijos que a veces son muy complejas en términos científicos, mientras que echarle la culpa de todo a un Dios caprichoso y borracho de poder sería sensiblemente más fácil.

Pero, de todas las cosas que envidio a los religiosos, una de las que más envidia me produce es la capacidad de establecer rituales. Que un hombre serio sea capaz de ponerse una falda larga y una bufanda violeta y un sombrero ridículo, y lentamente, concentrado, se beba su traguito de vino frente a ciento cincuenta personas, y todos se lo tomen en serio, me parece un logro más meritorio que descifrar la cuadratura del círculo, o incluso que la llegada a la luna.

Por eso, y haciendo gala de mi mala tolerancia a sentir envidia, soy tremendamente eficaz a la hora de establecer rituales propios. En mi vida personal, con las personas que quiero y, por

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supuesto, con mis hijos. No es que de repente me dé por decir una misa atea en casa, disfrazado con un vestido de Gloria, ni que siente a mis niños a verme tomar vino, sino un esfuerzo, muchas veces inconsciente, por llenar mi vida de detalles rituales, fórmulas cotidianas que se repiten hasta el cansancio.

Por citar algunos ejemplos, a veces estamos viendo la tele con Gloria y le digo: “Cada vez hay más publicidad en formato panorámico”. Ella responde, invariablemente: “Es verdad, no me había fijado”. Suena estúpido, pero los dos nos reímos por lo bajito. O, como ya relaté en el post “Enano Cabezón”, me gusta preguntarle a Daniel: “¿Qué eres más: Enano o Cabezón?”. Él, que entiende de juegos perfectamente, me responde invariablemente: “Cabezón”. Tanto es así, que un día, hace algunos meses, intenté una variante del juego. Estábamos en la plaza y le pregunté: “¿Qué eres más: Tarambana o troglodita?”. Él cambió la vista de un lado a otro, ligeramente desconcertado, antes de reír y responderme: “Cabezón”.

No sé por qué, pero los rituales pequeños, casi invisibles, dan una sensación reconfortante de algo conocido, propio, genuino. Me gusta practicarlos, y me gusta establecerlos. Por eso, desde hace ya un par de años, he establecido un ritual dominical que reemplaza el ir a la iglesia en familia: nosotros compramos pollo al as con papas asadas. Todos los domingos, a las once y un minuto, llamo por teléfono a la pollería (que abre a las once) y reservo un pollo y medio. Las señoras ya me conocen, ya saben que soy yo, me llaman por mi nombre y me preguntan: “¿Qué hay, Federico? ¿Uno y medio para la una y media?”. Yo agradezco y cuelgo. La conversación dura unos veinticinco segundos.

Después voy con Pablo, los dos solos, caminando, a buscar los pollos. Y es otro ritual de domingo. Se llama “ir a buscar los pollos”, y Pablo se lo toma como un deber y como un derecho. Si alguna vez no lo dejo venir porque llueve o hace frío, protesta, patalea y llora. Es como negarle la posibilidad de comulgar.

Los domingos por la tarde-noche, la liturgia familiar impone un baño de los niños, y luego es mi responsabilidad una actividad que llamamos “limpiar el pollo”, que no es otra cosa que picar todo lo que sobró para hacernos una ensalada. El asunto es que Pablo y Daniel siempre me “ayudan”. Traen cada uno un taburete y, trepados a él,

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uno de cada lado, me van pidiendo trocitos de pollo mientras corto. El juego es que se supone que Gloria nos prohíbe comer pollo mientras lo limpiamos, y finge enfadarse y nosotros juramos que no vamos a comer ni un poco. Pablo me hace gestos con el pulgar hacia arriba cuando supuestamente Gloria no ve, y se desarma de risa cuando ella, con el rostro enfadado, le pregunta: “¿Qué es ese gesto? No iréis a comer pollo, ¿verdad?”. “No, mamá, ni un poco, te lo prometo” y luego me hace otra vez un gesto cómplice a espaldas de su madre.

Lo sorprendente es que, domingo tras domingo, vivimos una repetición casi calcada de esta pantomima, y a pesar de eso, a pesar de que todos sabemos que es un juego, Pablo y Daniel se mueren de risa con la idea de hacerlo clandestinamente, a espaldas de su madre. Se regocijan en la complicidad conmigo para hacer algo prohibido. Y a mí me hace disfrutar más esa complicidad que cualquier otro ritual de los domingos.

El domingo pasado, después de haber cumplido todos los pasos necesarios, de haber repetido de la misma manera cada uno de los gestos y bromas, estábamos los tres en plena faena. Pablo a mi derecha, Daniel a mi izquierda y yo en el centro, empuñando una cuchilla de carnicero, picando los restos de pollo y dándoles daditos de carne blanca, seca y fría de la pechuga, que ellos devoraban con placer, mientras le gritaban a su madre que no estaban comiendo ni un poco. Entonces Pablo, con su lucidez habitual, hizo una pausa en la ingesta para mirarme a los ojos y declarar:

“¿Sabes, Papá? A mí no me gusta mucho el pollo. Pero limpiarlo

contigo me encanta”. Entonces pensé que, una vez más, había encontrado en él algo

mío, el gusto por los rituales. Pensé también en la importancia que tiene para él hacer lo mismo cada domingo, ejercer la complicidad padre e hijo. Es una somatización tan positiva de algo nuestro, que hasta le gusta comerse un montón de pollo que sobre la mesa no se comería. Y pensé, para cerrar un nuevo domingo ritual, que el amor verdadero del que tanto se habla, en realidad está hecho de esas cosas, de compartir un secreto, de una complicidad chiquita, de un guiño privado entre dos personas que se aman, de la tranquilidad de volver

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a encontrar una respuesta afirmativa a la pregunta tantas veces hecha, que no por conocer la respuesta se hace menos importante.

Y mientras enjuagaba la cuchilla de carnicero y tiraba los huesos a la basura, pensé que por fin había conseguido darle a mi familia la paz espiritual que da una religión: la de comer pollo los domingos.

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Sobre la crueldad de los niños y la nariz de mi tía 21 de Noviembre de 2009

“Es que los niños son crueles”. Es una frase que escucho constantemente. No solo la escucho, sino que me he sorprendido a mí mismo diciéndola más de una vez. Sin embargo, hay alguna razón por la que no acabo de estar de acuerdo. Creo que es un tema del que se ha hablado mucho, sin demasiado acierto desde mi punto de vista, porque se tiende a confundir una mezcla de sinceridad cruda, a prueba de balas y sin matices, filtrada por la inocencia, con pura y simple maldad. Lo que es cruel, en mi opinión, es la realidad. Al menos con bastante más frecuencia que los niños.

La naturaleza humana es cruel, pero los adultos nos empeñamos en disfrazar esa naturaleza, en matizarla, en vestirla de seda para que no parezca mona. Hace un par de días estábamos en la plaza varios padres con niños de edades entre tres y cinco años. Como solemos hacer, los adultos charlábamos sentados en los bancos mientras los niños jugaban en unas escaleras cercanas. De repente, todos los niños vinieron hacia nosotros gritando asustados. “Un ladrón, un ladrón”. “Es un ladrón de zapatos”. “Tiene una cámara secreta donde guarda lo que roba”.

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Ante la avalancha de susto que nos sepultó en dos segundos, cada padre se encaró con sus hijos para intentar averiguar qué pasaba. Sobre todo porque, como ya he dicho alguna vez, vivimos en un pueblo tranquilo en el que solamente roba el ayuntamiento, y desgraciadamente lo hace amparado por la ley.

Resulta que en la oscuridad de las seis y media de la tarde, por las escaleras en las que jugaban los niños había bajado uno de nuestros vecinos, que es de raza negra. Viendo a los niños jugar les hizo algún tipo de broma que no logramos descifrar del todo, pero que tenía que ver con que era un ladrón o algo por el estilo. Los niños lo tomaron al pie de la letra, se asustaron y vinieron corriendo a buscar consuelo paterno.

Evidentemente, nuestra primera reacción fue reírnos del tema. “Está jugando con ustedes, les está haciendo una broma”. Sin embargo, el miedo de los niños era brutal, real y absoluto. No había manera de convencerlos de que el pobre hombre solamente había querido jugar con ellos. Hay que decir, en favor de los niños, que el hombre en cuestión es altísimo, de espaldas anchas y usa un birrete africano de colores. En la penumbra de la tarde tenía un aspecto imponente. Sin embargo, ante nuestros intentos de consuelo – era asombroso ver como todos los padres reaccionamos igual – los niños seguían en sus trece. Más de uno, para rebatir el argumento nuestro acerca de que era un juego, utilizó la frase: “Pero es que es negro” como demostración total y absoluta de que no existía otra posibilidad que la de que fuese, en efecto, un ladrón.

Finalmente los niños volvieron al juego. Los padres nos miramos entre nosotros, como dudando entre avergonzarnos o divertirnos. Finalmente el episodio se saldó con el acuerdo común y tácito de que la razón de todo el equívoco era que “los niños son crueles”. Entonces comencé a preguntarme si es la razón verdadera. Ninguno de los padres que estábamos allí es racista. Es imposible que ninguno de los niños presentes haya escuchado en su casa un comentario racista. Sin embargo su reacción natural fue racista. Es cierto que no están habituados a ver negros, porque es uno de los pocos que viven en el pueblo, y es cierto también que forma parte de la naturaleza humana desconfiar de lo diferente y desconocido. Pero también es cierto que la reacción podría haber sido de curiosidad y no

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de miedo unánime, como resultó serlo, y también es cierto que, aunque lo neguemos por activa y por pasiva, vivimos en una sociedad racista. Uno por uno, el 99% de la población blanca y occidental negará ser racista y tendrá diez mil argumentos para refrendarlo, pero es indiscutible que el conjunto resultante lo es.

Y sin embargo, en lugar de preguntarnos qué clase de sociedad somos, en la que los niños que estamos criando reaccionan naturalmente así a la presencia de lo diferente, preferimos mirarnos incómodos entre nosotros y saldar el episodio echando la culpa a la “crueldad de los niños”.

Pero nada más lejos de mi intención, al comenzar este artículo, que teorizar sobre cosas de las que ya se ocupan personas más informadas que yo, que suelo hablar desde la simple observación y no desde los méritos académicos ni desde decenas de libros leídos sobre el tema.

Ayer, mientras cocinaba, estaba recordando el verano – mis hermanos y yo solíamos veranear en Uruguay, con mi tío Ramiro – en que conocimos a mi tía Iliana. Me vino a la memoria una de las características de su rostro. Es una mujer hermosa, de piel tostada y un cabello negro azabache y lacio. Su buen humor y su espíritu alegre y juguetón hacían que nuestros veranos en su casa fuesen deliciosos, divertidos e inolvidables.

Cuando la conocimos, – decía – haciendo gala de la misma falta de disimulo que caracteriza a los niños, no pudimos dejar de advertir un rasgo fundamental en la belleza de mi tía. Su nariz, aparte de ser ligeramente grande en relación con el tamaño de su rostro, es afilada y estilizada, una nariz digna de Cleopatra o de un poema de Quevedo, pero además, tenía una particularidad funcional que la hacía única. Al hablar, la punta de la nariz se retraía en una escala de entre uno y tres milímetros, marcando el compás de su discurso como lo hacen los leds de los ecualizadores con el ritmo de la música.

No tardamos ni dos horas desde que la conocimos en advertir el indicador de nivel de voz que la naturaleza había instalado en su cara, y por supuesto ni cinco segundos más en bromear sobre el tema y reírnos francamente de los movimientos nasales que acompañaban el hablar de mi tía Iliana.

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Afortunadamente, ella es una mujer con un sentido del humor extraordinario, y lejos de sentirse incómoda, rápidamente incorporó las bromas sobre su nariz a la liturgia familiar, y desde entonces, cada vez que nos vemos hacemos referencia a ello y nos reímos todos juntos. Pero lo que me hizo pensar en la nariz de mi tía, fue que, por primera vez desde que la conozco, se me ocurrió que pudo haber sido distinto. Pudo haber sido un rasgo que la acomplejase, y entonces nuestra actitud infantil de reírnos de su nariz la hubiese hecho sufrir y la hubiese angustiado, y seguramente, quien la consolase habría apelado a la frase: “Es que los niños son crueles”.

Entonces me pregunté: ¿Qué hace diferente la situación de reírnos de la nariz de mi tía a la de todos los niños afirmando que el negro es ladrón?

Seguramente la diferencia está en el significado que tiene para cada uno de nosotros cada hecho aislado. Si mi tía hubiese sufrido algún tipo de complejo con su nariz, en lugar de una divertida anécdota familiar y un juego cómplice, ahora tendríamos un episodio que olvidar. Si los niños se asustan tanto solamente porque un negro grandote quiere jugar con ellos en una plaza oscura, quizás deberíamos preguntarnos cuántos de sus padres, a pesar de jurar y perjurar que no somos racistas, al cruzarnos con él a solas en una calle oscura tendríamos aunque sea un mínimo reflejo, un pensamiento primario, un deseo inconfesable de cruzar de acera, solamente por si acaso.

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Dai Verde o la conveniencia de la inciación

temprana en la vida friki 22 de Noviembre de 2009

Los Aprendices de Brujo, fanáticos conversos, frikis de diversas calañas, jugadores de rol, programadores a sueldo y seguidores de Star Wars, El Señor de los Anillos o Harry Potter, entre otros estereotipos de dudoso origen, somos propensos a los rituales iniciáticos, los objetos de culto y las ceremonias nocturnas. Nos gusta ser el motor evangelizador de nuestra tribu urbana, sea cual sea, y ganar adeptos para nuestras causas inútiles, sean cuales sean. Ahora bien, cuando llega la paternidad, entonces comienza una guerra en paz con la madre de nuestros hijos, que intenta retrasar todo lo posible la iniciación de nuestros retoños en cualquiera de estas lides, y nosotros, entusiasmados, soñando con el momento de compartir, por primera vez, armados de un cuenco de pochoclo, frente a una pantalla lo más grande posible, aquéllas piezas de celuloide que hace treinta años nos dispararon la imaginación y el deseo de poseer poderes sobrenaturales con nuestros pequeños.

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Considero que una de las virtudes de la edad adulta es la disminución de la vergüenza. A mí, por lo menos, hace años ya que no me da vergüenza reconocer públicamente mi afición por este tipo de sagas (espero que nadie tenga el mal gusto de nombrar Star Trek, que no le llega a Star Wars ni a la suela de los zapatos), o que leo con la misma concentración a García Márquez o a Paul Auster que los libros de Harry Potter o La Trilogía de Terramar. Simplemente considero que, a mi edad, es un derecho adquirido. Trabajo, pago mis impuestos, soy un ciudadano modelo y, por lo tanto, tengo derecho legítimo a invertir mi tiempo libre como mejor me parezca, y además, a adoctrinar a mis hijos en la senda de la profunda sabiduría de Yoda.

Después de más de cinco años víctima del insomnio, la pérdida de apetito y los ataques crónicos de mal humor que me producía escuchar “todavía son muy chiquitos”, al fin hace dos semanas mi querida esposa autorizó el visionado de Star Wars en casa. Ni lerdo ni perezoso, me llevé a mis dos jóvenes padawan al sofá y les dije: “¿Quién quiere ver con papá una película de naves espaciales?”. El entusiasmo ante la idea fue total. Mi mujer opinaba que se aburrirían, y yo, en secreto, sospechaba lo mismo. Comenzamos, como corresponde, por el Episodio IV: Una nueva esperanza.

Mis hijos abrieron los ojos como platos. Una vez más, asistí fascinado al prodigio de la herencia genética, y pude disfrutar de la iniciación de mis hijos en el culto a la saga. No solamente se fumaron la película entera sin moverse un milímetro de su asiento, sino que en seguida comenzaron las preguntas y los juegos. Durante toda la semana, Pablo anduvo fascinado por ahí contándole a quien quisiera oírlo que era Luc Escaiuoquer, y Daniel agitaba cualquier cosa que tuviese en la mano proclamando “¡Soy Dai Verde!”.

El primer momento memorable ocurrió el sábado siguiente, cuando, cumpliendo lo prometido, puse mi edición coleccionista, mejorada y remasterizada digitalmente del Episodio V: El Imperio contraataca. Nuevamente los dos se sentaron, uno a cada lado de mi cultivada barriga, y se dispusieron a otras dos horas de aventuras. Recordará el lector (y pido disculpas a los seguidores de la saga porque, por deferencia hacia los lectores que no lo son, explicaré alguna que otra obviedad) el momento culminante en el que Luke se enfrenta al malo malísimo Darth Vader en la ciudad gobernada

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por Lando Calrissian. Después de una lucha encarnizada en la que no falta de nada (sables láser, objetos arrojados al enemigo mediante el poder de la fuerza, todo roto por todos lados), Luke, desarmado, discute con Vader. Pablo, nervioso, se aferraba a mi brazo con ambas manos, estrujándomelo, en el momento en el que Vader, vencedor, le dice a Luke:

- “Luke, yo soy tu padre.”

Su rostro pequeño y lampiño se desencajó por completo. Sus

ojitos marrones se abrieron más que nunca, y en seguida buscó mi mirada y la de su madre, implorándonos silenciosamente que por favor le dijésemos que no era verdad. No podía ser cierto. Un héroe no puede tener un padre tan malo. No había lugar en su universo infantil para admitir una brutalidad semejante, un despropósito de tal calibre. Finalizada la película, no dejaba de hacer preguntas. Por suerte, su hermano continuaba proclamando que era Dai Verde y luchando con su propia sombra.

Al día siguiente, domingo, preocupado por el efecto devastador que El Imperio contraataca había tenido en el imaginario de mi hijo mayor, decidí que la mejor solución era ver el Episodio VI: El regreso de Jedi. Pensé que verla juntos y discutirla luego lo ayudaría a asumir que, pase lo que pase, un padre siempre querrá a su hijo.

Una vez más, ambos pichones de friki se sentaron con su padre a ver la peli. Esta vez, la reacción de Pablo fue aún más asombrosa. Adoró que Vader volviese a ser bueno una vez más, pero se le hizo insoportable la idea de que muriese en brazos de su hijo. Una vez terminada la película, me dijo y repitió hasta el cansancio:

- Papá, la última película me encantó, pero la próxima vez que

la veamos la quitamos en la parte que se muere Vader. Esa parte no me gusta.

Le prometí que así sería, pero no fue suficiente. Durante toda la semana, los juegos en los que se hace la inevitable distribución de personajes, presentaron un problema para Pablo. Sin lugar a dudas, a él le tocaba ser Luke Skywalker, y por supuesto, a Gloria

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la Princesa Leia. Daniel, que en un principio había preferido ser Dai Verde, terminó eligiendo ser Han Solo para poder ser el novio de Leia. Quedaba mi personaje. “Yo soy Darth Vader”, me ofrecí. “No”, me corrigió Pablo. “Para ser Darth Vader te tienes que morir”. En otros juegos en los que me tocaba morir nunca hubo problema, pero en este caso el vínculo filial le impedía elegir esa opción. Sencillamente se negaba a matar a su padre por partida doble: la realidad sumada a la ficción era más de lo que podía soportar.

Así que un servidor se tuvo que conformar con ser Chewbacca y pasarse toda la semana gruñendo hasta quedarse ronco. Fue una semana especial, en la que tuvimos frecuentes conversaciones acerca del bien y del mal, mezclándolas con la fantasía de la saga, la fabricación de los robots y la posibilidad de que Darth Vader no hubiese sido, en verdad, malo nunca. Su conclusión terminó siendo que “El malo de verdad, el más malo es el Emperador. Darth Vader es menos malo. Es muy malo pero un poquito menos malo que el Emperador”.

Pensé que el asunto estaba zanjado, pero una vez más me equivoqué. Aprovechando que McDonald’s entrega en la cajita feliz juguetes de Star Wars, ayer sábado fuimos a comer los cuatro allí. Tuvimos una comida apacible, y al terminar nos quedamos jugando en la mesa con unos muñequitos de Yoda que salieron en el Happy Meal. La caja de cartón en la que vienen las hamburguesas de los niños tenía una enorme foto de Darth Vader. Pablo, después de una semana de reflexión continua, sosteniendo la caja y mirando la foto de Vader con profunda tristeza, me preguntó:

- Papá, ¿qué es lo que hace que las personas se vuelvan malas?

No solamente no supe darle una razón válida, sino que me

quedé pensando quién de los dos aprendió más de la película. A pesar de que yo la vi por primera vez con ocho años, creo que ni entonces ni en ninguna de las incontables veces en las que volví a verla, tuve una percepción tan precisa del conflicto. Mi hijo no solamente será mejor friki que yo, sino que seguramente, también será mejor persona. ¡Que la fuerza lo acompañe!

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Charlas de Hombre a Hombre II: Un nuevo

enfoque 1 de Diciembre de 2009

Recordarán quienes sigan las vicisitudes de la accidentada vida emocional de mi hijo Pablo (ver Charlas de Hombre a Hombre y Charlas de Mujer a Mujer), que dejamos el relato de sus tribulaciones amorosas en el álgido punto en que su pretendida, acosada por el ímpetu seductor de más de dos y de más de tres pequeños romeos, se decidía por el que la atacaba menos, y le enseñaba el intrincado y fascinante mundo de los gusanos de tierra.

Ensombrecido por la derrota, Pablo eligió el camino que tantas veces nos hemos prometido algunos a nosotros mismos: “Nunca más me voy a enamorar de nadie”. Simplemente lo decidió y ya está, de un día para otro, Celia quedó borrada para siempre de su dolorido corazón.

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Nosotros, como padres modernos y sin prejuicios que somos, siempre le hemos dicho a Pablo que se pueden casar también hombres con hombres y mujeres con mujeres, y que, llegado el caso, pueden adoptar niños. Así que rápidamente halló la solución definitiva y perfecta para su mal de amores:

- Papá, ya lo decidí: me voy a casar con el Alex. – es su mejor

amigo y compañero de clase. - ¿Sí? – pregunté, sorprendido. - Sí, total, vamos y buscamos un niño de ésos, y ya está. - Vale, me parece perfecto.

Durante varias semanas mantuvo esa postura. El tema salía

con relativa frecuencia, y él ya hacía sus planes. Dado que su intento previo de hacerlo su hermano y traerlo a vivir a casa había fracasado repetidas veces frente a nuestra negativa y la de los padres de Alex, había decidido que ni bien pudiesen irían a vivir juntos: vida resuelta. Todo parecía ir sobre ruedas hasta que una tarde de sábado, mientras perréabamos toda la familia en el sofá, a Gloria y a mí nos dio por besarnos (cosa que por otra parte hacemos con frecuencia y que los niños habían visto ya miles de veces). Algo llamó la atención de Pablo, y preguntó:

- ¿Por qué os besáis? - Bueno… porque somos novios, y los novios hacen eso: se besan. - Ah… ¿Todos los novios se besan? - Claro. Mira, por ejemplo tú, si te vas a casar con Alex, tendrás

que dormir con él y darle besos en la boca, como todos los novios. Primero puso cara de incredulidad, pero la seriedad mía y de

su madre le confirmaron que se trataba de una verdad como un templo: Los novios se besan en la boca. Entonces su carita se contrajo y los planes de las últimas semanas quedaron instantáneamente desbaratados con una sola exclamación:

¡¡¡¡¡Qué asco!!!!!

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Su futuro estaba nuevamente oscuro. La boda se suspendió para siempre en el mismo momento en el que supo que entre sus deberes conyugales se encontraba la pernoctación conjunta y el intercambio salival. De nuevo estábamos como al principio… ¡Cinco años y el pescado sin vender!

Pero el cerebrito inquieto de mi joven padawan no se detiene nunca. Durante los días siguientes a la fatídica conversación durante la que descubrió algunos oscuros secretos de la vida matrimonial, Pablo dedicó largas horas de plaza a mantener cónclaves secretos con Alex y tres miembros más de la cofradía, llamémosles, como siempre, para mantener su anonimato, Xavi, Jorge y Pedro. Sabiendo que tramaban algo, ayer, después del baño, aproveché que estábamos solos, mientras lo secaba y vestía, y le dije:

- Ahora que no nos escucha mamá, cuéntame: ¿Te gusta alguna

chica? - No, papá. ¿Por qué siempre quieres que me guste alguna niña? –

se enfadó, con toda razón. - No, no, no quiero que te guste alguna. Te lo pregunto para saber,

para que hablemos de hombre a hombre. Inmediatamente reconoció el santo y seña de las secretas

confesiones masculinas, y sus ojos se iluminaron instantáneamente con ese brillo de travesura y confidencia que solamente los niños logran de manera auténtica. Entonces me abrió su corazón.

- No, papá. Ya lo tengo todo decidido. Yo, Alex, Xavi, Jorge y Pedro no nos vamos a casar nunca. Vamos a vivir todos juntos en una casa sin novias, donde no pueden entrar las niñas.

- ¿Ninguna mujer? - No. - ¿Y qué van a hacer? - Vamos a hacer fiestas. Tú podrás venir, y mamá también. Todas

nuestras mamás y nuestros papás podrán venir, pero las otras niñas no.

- Pero Pablo, me parece que cuando sean más grandes van a querer que vayan niñas a las fiestas.

- No. Ninguna niña. - Pero se van a aburrir todos los chicos solos en la casa.

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- No nos vamos a aburrir. Vamos a jugar a todas las cosas que las niñas nunca quieren jugar.

- ¿Y los otros chicos que tengan novia? - Pueden venir, pero tienen que dejar a las novias abajo.

Llegado este punto de la conversación, no pude más que

reírme en silencio, para no herirlo, y tuve claras dos enseñanzas de su corazoncito infantil, que son tan obvias que a veces no nos paramos a pensarlas. La primera es lo mucho que el amor tiene de exclusión. Al final importa poco si es un niño, una niña o varios: el asunto es tener un núcleo fuerte de vínculos en los que el resto del mundo queda fuera. De alguna manera él intuye que los seres humanos siempre necesitamos pertenecer a algo especial. Los afortunados encuentran el amor, y si son muy afortunados (como en mi caso particular) uno o dos amigos con los que tener algo tan especial y único que una frontera invisible lo separa del resto de nuestro universo afectivo. La segunda fue que el amor, cuando es verdaderamente puro, como en el caso de los niños, no se detiene a considerar detalles como el sexo o lo que debe ser. Pablo ama verdaderamente a su amigo Alex, y quiere compartir su vida con él. Pongamos las dificultades que pongamos los adultos, él encontrará siempre su camino, y aunque no sea un camino posible, será un camino verdadero.

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¡Te mataré… Bellota! 8 de Diciembre de 2009

Si en algo no estoy del todo feliz al haber crecido en una familia de ateos convencidos, es con la celebración de las fiestas navideñas. No es que en mi casa no se celebrasen, jamás faltó la fiesta, jamás faltó un regalito para cada uno de los niños ni la decoración al uso, ni el muérdago en la puerta. Simplemente es que nunca conseguí comprender del todo eso que los yanquis venden al por mayor, y se llama “Espíritu navideño”. Yo no tengo de eso, ni siquiera sé lo que es.

Soy como un observador que carece de la información genética necesaria para interpretar el fenómeno. Estoy inserto en un grupo humano que funciona durante diez meses y medio con relativa normalidad, siguiendo unos patrones de comportamiento y respetando el dictamen irrevocable de un sinnúmero de estadísticas que a veces, en lugar de revelarnos cómo nos comportamos, nos dicen cómo debemos hacerlo.

Entonces, de repente, al acercarse el final del año y sin previo aviso, los emporios comerciales dan el pistoletazo de salida, y comienza el período navideño, que al igual que el desgaste de los polos o las temperaturas medias de la superficie terrestre, desde mi

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niñez hasta hoy, esta época de crisis colectiva se ha ampliado a razón de cinco o seis horas anuales: antes la navidad duraba dos semanas. Hoy, ya estamos en el mes y medio, y dentro de trescientos años se prevé que dure catorce meses al año, superponiéndose de un año para otro y generando una escasez mundial de juguetes, frutos secos, turrones y muérdago de plástico que llevará a la crisis economía mundial, definitiva y total, que acabará para siempre con la especie humana.

Para más inri, crecí en un país en el que la navidad se celebra con cuarenta grados de calor, y como se trata de una tradición inamovible, regida por leyes divinas que nadie se atreve a contravenir, nos pasábamos dos o tres semanas desparramando nieve fingida en árboles de plástico, venerando a un macaco rojo y barbudo que nunca nadie supo explicar de dónde había salido, enchufando lucecitas de colores que olían a plástico quemado, y comiendo pavo y turrón y almendras y nueces y bellotas, víctimas de una serie de severas indigestiones y padeciendo un constante exceso de consumo calórico y aún así, haciendo gala de una completa carencia de sentido del ridículo, mirábamos películas invernales y jugábamos a imitar la risa gutural del gordo rojo: Ho ho ho ho!

La completa ausencia de fervor religioso en el seno de mi familia completaba el cuadro de confusión general, porque no se hablaba de la tradición, ni de la Virgen María, ni del niño Jesús ni nada de eso. Simplemente “era navidad” y ya está. Entonces los niños observábamos ese repentino giro en las costumbres de mis padres con sorpresa y desconcierto, pero sabiendo como sabíamos, que en la culminación del proceso caían regalos, elegíamos no preguntar demasiado, por si las moscas.

Algunos años después, cuando me hice adulto, la cosa no hizo más que empeorar. No solamente me quedaba fuera del sentimiento colectivo por falta de raíces cristianas, sino por convencimiento personal. Empecé a detestar la última quincena de diciembre, hasta el día treinta, porque la fiesta de año nuevo siempre fue de mis preferidas, mucho menos encorsetada, menos comercializada, menos encerrada en símbolos que no me identifican. Para colmo de males, hace diez años me vine a vivir a Europa, y entonces, a la desazón propia de detestar la fiesta, de estar lejos de la familia y los amigos, se

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sumaron el desencanto, la indignación y la vergüenza de observar y ser parte de un despilfarro grotesco y absurdo cimentado en la opulencia económica. No es que en la Argentina no sea vergonzoso y disparatado el consumo rabioso de la navidad, pero en Europa la cosa se dispara hasta un límite que supera la imaginación. Las montañas de regalos, las fortunas que gastan los ayuntamientos en llenar las ciudades y los pueblos con – literalmente – millones de lucecitas de colores y motivos navideños, el derroche de energía y la campaña de consumo son completamente babélicos, disparatados, desmesurados y vergonzosos en un continente que se ufana públicamente de preocuparse por la pobreza del tercer mundo y comprometerse con el medio ambiente y la ecología.

Pero todo guerrero tiene su Talón de Aquiles, y el mío, sin lugar a dudas, y sin caer en el despropósito común de utilizarlos como explicación y excusa de algunos de los más sonados disparates del mundo de los adultos, son mis hijos. Cuando son muy pequeños, digamos hasta los tres años, la navidad les resbala como la baba que se les cae de la boca. Ni la entienden, ni les importa, y los adultos nos frustramos viendo cómo, tras sepultarlos bajo una montaña de regalos que los supera en altura, volumen y peso, los niños prefieren jugar con el papel roto de los envoltorios, y casi ni se dan cuenta de que su patrimonio personal se ha visto incrementado considerablemente.

Pero después, cuando son un poquito más grandes, conseguimos convencerlos, y entonces esperan la navidad con ilusión y con verdadera ansiedad. Nosotros llenamos la casa de motivos navideños, y aprovechamos al vuelo la ocasión para el chantaje: “Mirá que los reyes están viendo todo, y si no comés no te van a dejar regalos”, decimos, apuntando con el dedo al pesebre en el que los muñequitos observan con sus miradas petrificadas el despropósito.

Hace un par de navidades, en los días previos a la nochebuena, estábamos un día jugando en una plaza con Pablo y Gloria. Éramos piratas, y él, un héroe espadachín con una vara de sauce. Unos bancos de piedra eran la borda del barco, y corríamos y saltábamos, disfrutando del juego.

Pablo, que por entonces aprendía a saltar desde la sorprendente altura de cuarenta y cinco centímetros, estaba de pie

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sobre el banco de piedra. Con un gesto atlético y osado, saltó hacia dentro de mi bajel, gritando a voz en cuello:

¡Al reportaje!

Acto seguido, con valor y gallardía, apuntó su vara de sauce

al centro de mi pecho, sin poder evitar que se flexionase ligeramente, pero sin perder por eso su estampa de héroe rescatando a su dama de los malvados piratas. Me miró fijamente a los ojos, y por primera vez en su vida, me amenazó:

¡Te mataré… Bellota! Sus ojitos marrones eran luz y fuego, eran ilusión infinita y,

sobre todo, felicidad. Entre risas, lo abracé y lo besé, cosa por supuesto impropia de un auténtico y malvado pirata, me explicaba él intentando zafarse del abrazo para continuar el combate. Ese día entendí que había perdido una batalla conmigo mismo, entendí que a pesar de no estar de acuerdo, que a pesar de no creer y a pesar de la vergüenza y el despilfarro, un solo instante de ilusión en los ojos de mis hijos es suficiente para motivarme a celebrar la navidad, el hanuka y hasta un ritual de sacrificio umbanda, si hace falta. Ojalá sea capaz de encontrar el equilibrio entre alimentar esa ilusión y mantener la cordura y la coherencia.

Ojalá fuésemos capaces, entre todos, de garantizar, al menos una vez al año, y sin importar lo sagrado de la ocasión, un brillo de ilusión genuino en los ojos de cada niño del planeta. Ojalá pudiésemos crear una forma menos vergonzosa, menos opulenta y menos despilfarradora de regalarle ilusión a nuestros hijos, como por ejemplo, jugar con ellos con los trozos de papel de colores, en lugar de enseñarles el aprecio por el valor de los juguetes.

Feliz navidad para todos.

Aprendiz de Brujo.

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El color de los recuerdos 30 de Mayo de 2010

Como rioplatense desde y hasta las tripas que soy, y como exiliado voluntario y confeso, practico el ejercicio de la nostalgia en muchas de sus variantes y formas, situaciones, momentos y sabores. ¡Y ojo! No es que ande por ahí arrastrándome y sufriendo por los rincones, ni que llore a la Madre Patria cada vez que se presenta la ocasión. Ni siquiera leo el Clarín por internet, ni estoy al tanto de la política argentina, ni sigo al día el desempeño del club de mis amores: Boca Juniors. Simplemente siento con frecuencia ese calor doloroso en el pecho que llena el espacio de lo que ya no está. Soy incapaz de escuchar un solo acorde de un tango sin que una niebla espesa me habite a traición, empapándome las paredes internas de las tripas con suspiros helados de nostalgia, o de probar una cucharada de dulce de leche sin explicarle a los profanos que tengo cerca que la leche condensada no es lo mismo en ningún caso, ni lo será jamás, digan lo que digan y hagan lo que hagan, y que es una auténtica

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herejía la simple comparación. No puedo, de ninguna manera, triturar con los dientes un trozo de entraña sin que, mientras disfruto el líquido escurrirse de la sangre entre mis dientes de carnívoro, venga a mí un aire dulce de pampa húmeda, un momento mágico de bosta de vaca y trenes desvencijados, la línea caprichosa del sobrevolar de un tero o un puñado de papeles plateados, restos de envoltorio de bocaditos Holanda,y menos que menos dejar iniciar la primavera sin evocar, al menos una vez, el violeta pálido de los jacarandás florecidos en los alrededores del cementerio de la Recoleta. Me es genéticamente imposible escuchar hablar de fútbol sin que acuda a mi memoria, con nitidez, orgullo y cosquillas en la boca del estómago, el gol de Diego a los ingleses, o aquél beso con el pájaro Caniggia en plena Bombonera, con un fondo azul y oro y millones de papelitos volando sus caprichos, desde el estadio hasta la Vuelta de Rocha.

Y así como está grabado en mi ADN el gusto y la propensión a estas y otras trampas de nostalgia rioplatense, también sufro en carne propia y vivo auténticamente la otra cara de la moneda, la que, cuando vivimos fuera, hace que automáticamente nos pongamos en guardia cuando escuchamos “hablar argentino” cerca, el recelo instantáneo hacia el emisor de las palabras que lo delatan como argentino, y un sentimiento de rechazo inevitable, algo así como un displacer evidente que intentamos ocultar bajo la alfombra, barriendo a diestra y siniestra con el pie y sin dejar de sonreír. Es curioso lo de vivir fuera. El mundo entero parece creer que dos personas, por el solo hecho de haber nacido y crecido en la misma ciudad, y estar fuera de ella, además de conocerse o conocer gente en común, están obligadas a ser afines, a caerse bien, a congeniar y a ser estrepitosamente amigos. No comulgo, aunque al final, un poco de razón tienen, porque te acaba surgiendo un sentimiento solidario y callado, y si el otro argentino, después de la primera lucha interior, no te cae del todo mal, entonces comienzan las complicidades sin palabras, el acuerdo sobreentendido y, mas allá de todo, un amor inexplicable, compartido y clandestino por el celeste y blanco y las medialunas de grasa.

Pero me estoy yendo por las ramas, como me suele pasar cuando me siento a conversar – otra de las aficiones rioplatenses por

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excelencia – y me desvío del tema central de mi texto de hoy, que no es otro que el color de los recuerdos.

Espero evitar caer en el engaño común de afirmar convencido que todos los recuerdos de pasión son de color rojo furioso, y que los tristes son azules, blancos los puros e inocentes y dorados los felices. Nada hay más lejos de mi ánimo, intención y credo.

Los colores de la vida real no son puros, y mucho menos los de la memoria, trastocados y alterados por la naturaleza de los recuerdos que los encierran. Y así como los colores se pervierten con el tiempo, también lo hace la memoria humana, salpicando de manchas recortadas con bordes caprichosos los restos finales de lo que vivimos. Hoy, ya cerca de los cuarenta años, la paleta de colores de mis recuerdos tiene tonos pardos, brillos ocasionales y un enorme fondo mate, y sin embargo está salpicada de chispas, regada con momentos felices y a salvo de la oscuridad del olvido.

Las correrías de niño por mi Catalinas Sur incombustible están, invariablemente, enmarcadas en un fondo rosa chicle, del color de las baldosas de la calle, y sus tardes jugando en la vereda tienen trazos caprichosos en azul francia y amarillo limón, y destellos plateados de óxido de aluminio del rebote del sol en los rayos de las ruedas de mi bicicleta, mientras que las noches mágicas de teatro en la plaza del barrio guardan un ambiente multicolor, un collage interminable salpicado de rostros y de manos, trocitos de emociones que se mezclan en un sancocho primoroso de colores vivos, bajo una techo vaporoso azul petróleo, perforado de azules brillantes diminutos del cielo del Río de la Plata.

Los veranos, en mi Uruguay natal, son de color blanco sucio y burbujas, de la rompiente de las olas de las playas de carrasco, con una base de amarillo opaco y dunas de arena con plantas de hojas grandes como sábanas, y tienen también una infinidad de puntitos naranjas que vienen del caminito de piedras de la casa de mis abuelos, y redondeles borravino de las ciruelas maduras y polvorientas de los árboles del fondo del patio. Más tarde esos mismos recuerdos incorporan el blanco nuclear de cal y salitre de las calles de La Paloma, y un celeste pálido de cristales incoloros lastimando la nariz al respirar el perfume del mar.

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Los años de adolescencia, en el colegio que me vio crecer, llorar y hacer amigos de verdad, tienen pinceladas de cerveza dorada robada por las tardes, y un color ocre brillante del tintineo de las monedas que reuníamos entre todos, pidiendo para el cigarro, para la cerveza o para el sanguchito. Tienen el pelo marrón rizado de hebras de tabaco rubio para armar, marca Richmond, y un decorado verde manzana de la caja de papeles de liar Ombú. Tienen el fondo de color celeste sucio de graffitis de las paredes del Avellaneda, y marcas grises abrillantadas de gotas de lluvia de los adoquines del empedrado de la esquina de El Salvador y Humboldt. Tienen, también, rayones naranjas que me cruzan el pecho, uno por cada amigo que me llevé de allí, y varios de color violeta oscuro, por los amores que no pudieron ser.

En la primera juventud, los recuerdos son de colores ambarinos, de vino blanco y de sangre de uvas. Tienen volutas grises de humo de marihuana y tabaco, y líneas castañas por mi pelo infinitamente largo. Sin lugar a dudas, un fondo rojo y negro marca la presencia constante de los mismos amigos, que una y otra vez persisten en imprimir sus colores en mí, y un gris plomo y acero de los años trabajando en la imprenta de mi padre. El blanco hueso es la superficie de tantos libros disfrutados, y las equis intermitentes de granate oscuro son otros tantos amores muertos.

La partida de argentina es una enorme flor marchita, de color marrón clarito, y la llegada a España un pequeñísimo brote verde intenso, cargado de promesas.

Y ahora, hoy por hoy, mis días y mis noches se tiñen de un amarillo deslumbrante del sol de verano en España, y del fondo blanco del papel virtual en el que escribo palabras de verdad. Un lila pálido de nostalgia tiene todos los rostros de los que están lejos, y una fiesta de colores cambiantes pinta mis horas con el nombre de mis amores actuales, las caritas de mis hijos y el pelo rubio de mi mujer. Hay una rama rota en mi pecho, de color gris pardo, que sabe que ya nunca volveré a vivir en el Río de la Plata, y un manchón escarlata de sangre viva es la piel y mis hermanos, la piel y mi padre, la piel y mis dos madres, la distancia inabarcable que se pinta una túnica verde petróleo, en la que puedo hundirme cada vez que intento atravesarla.

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Y al final de este recorrido hay un punto gris que soy yo, sobre el fondo de color terrazo de mi sofá, y dos siluetas multicolores a los lados, que son mis hijos.

Hace un par de días compartíamos un rato de dibujos animados antes de cenar, como solemos hacer. Daban el último capítulo de una serie que a ellos les encanta, y este capítulo estaba lleno deflashbacks, que aparecían en pantalla coloreados en sepia. Mi hijo mayor, propietario de una lucidez única que brilla y cambia de tonos constantemente, me miró y preguntó:

“Papá, ¿cuando uno recuerda lo tiene que hacer siempre en blanco y

negro? Porque yo lo hago todo el tiempo y me sale en colores…” En ese momento le respondí como respondemos los adultos,

le expiqué que el tono sepia es un recurso visual que sirve para que entendamos que están recordando, pero que los recuerdos tienen sus propios colores, y que está perfecto que el recuerde así… Por supuesto, me quedé pensando, como casi siempre que me suelta alguna cosa de este calibre, y sufrí por mi falta de reflejos, por no haber sabido responderle a tiempo que sí, mi amor, que sí, que los recuerdos son magia pura, son tuyos por derecho y podés pintarlos de los colores que más te gusten, jugar con ellos día y noche, cambiarlos de ropa y de lugar, pero nunca, nunca, por lo que más quieras, permitas que pierdan sus colores, porque entonces te habrás quedado sin lo mejor que tienen, su esencia, su temperatura, su tacto, su sabor, su verdad íntima, el amor original que hizo que los atesoraras… No dejes nunca que nadie te quite el verdadero color de tus recuerdos.

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La nueva lucha por la supervivencia del bicho

canasto 6 de Junio de 2010

Los veranos de finales de los setenta y principios de los ochenta en Montevideo, en casa de mis abuelos, son quizás de los recuerdos que atesoro con más cariño de toda mi infancia. Mis abuelos tenían el enorme privilegio de poseer una casa con terreno en el exclusivo barrio de Carrasco. Era un terreno grande, de al menos quince metros de frente por cincuenta de largo, si la percepción infantil de los espacios no me engaña desde la distancia. Tenía un portón metálico de doble hoja, de medio metro de alto, un galpón y un gallinero al fondo, y en el centro dos casitas. En una vivían mis abuelos. En la otra, mi tío Ramiro. Las construcciones eran poco más que ranchos. Paredes de ladrillo, tabiques de un material parecido al cartón corrugado (recuerdo un verano a mi madre tirando tabiques armada solamente de un serrucho) y, si la memoria no me falla, techos

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de chapa. Dormíamos los cuatro niños amuchados en una habitación, de a dos por cama. Por las mañanas pasaba el camión del lechero, y nos dejaba en la puerta cuatro botellas de vidrio basto y verde, de litro, cada una de ellas con un delicioso tapón de crema por el que luego pelearíamos al destaparlas.

Éramos tan niños que ni una sola vez, durante todos esos años, nos paramos a pensar que esa era la única casa “pobre” del barrio. Durante los dos meses al año que pasábamos allí, en un verano que será perenne en mi memoria, éramos tan felices que ni siquiera advertíamos que no había dinero, que no había parques de diversiones, que no había juguetes nuevos ni viejos, que mi abuela apañaba la comida sancochando arroces y fideos y verduras y trocitos de carne de una forma que a nosotros siempre nos parecía deliciosa, que no sobraba nunca nada. No se tiraba nada, ni mucho menos se despilfarraba. Bebíamos agua fresca y leche.

Y jugábamos. Todo el día. Setenta días seguidos. Dábamos de comer a las gallinas, provocábamos un estruendo de alas y gorjeos en el palomar repleto de torcazas de mi tío, alimentábamos a dos enormes tortugas marinas que habitaban un estanque junto al gallinero, cortábamos delicadamente tres, no, cuatro hojitas de laurel para sazonar el puchero, corríamos de arriba a abajo con Canela, Brancia y Nicola, los perros de la casa, arrancábamos de los árboles las ciruelas y los limones, nos comíamos directamente del racimo las uvas recalentadas por el sol, bajo la mirada atenta y vigilante de un halcón plateado que mi tío tenía en el árbol más grande de la finca, y, sobre todo, los adultos nos hacían verdadero caso. Nos trataban como a niños, pero no como si fuésemos tontos o incapaces, sino simplemente como a niños. Nos escuchaban. Jugaban con nosotros. Hablaban con nosotros. Nos involucraban en una vida doméstica en la cual las cosas no eran simplemente un paso necesario para llegar al siguiente, sino un fin en sí mismo. La comida no era una costumbre, sino un ritual. Se preparaba laboriosamente y luego se disfrutaba en conjunto. Confiaban en nosotros, nos dejaban jugar, gritar, correr y pelearnos sin vigilancia continua. Luego, mi tío nos llevaba a la playa. En esas se nos iba el verano entero, y volvíamos a Buenos Aires aindiados, silvestres, morenos por todo el cuerpo menos en la zona del bañador,

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con las plantas de los pies curtidas por setenta días sin usar zapatos y un olor salino, de sol y de mar, impregado en la piel.

Inevitablemente, durante cada verano llovía alguna vez. Esos días nos poníamos bajo la parra del patio, tan espesa que nos protegía de la lluvia, y organizábamos un negocio de venta de limonada imaginaria con dinero imaginario, llenando de agua la enorme olla del sancocho de mi abuela, y fundamentalmente inundando el tracto digestivo de mi abuelo, que con paciencia infinita se bebía uno tras otro los vasos de latón rebosantes de agua que le llevábamos durante una hora interminable. Después, Ramiro nos llevaba a buscar bichos canasto, que no eran otra cosa que orugas con su cestito de palillos entretejidos con un finísimo hilo de baba. Buscábamos los más grandes. Cada uno de los niños elegía su campeón, y los disponíamos en una fila sobre la mesa. Entonces comenzaba la trepidante carrera de bichos canasto, que consistía en esperar pacientemente a ver cuál de los cuatro asomaba primero, y avanzaba algo arrastrándose, reptando sobre la mesa con el canastito a cuestas.

Sé que suena tremendamente aburrido, pero nosotros lo vivíamos con auténtica emoción. Vibrábamos esperando que alguno de los gusanos asomase el cuerpecito rechoncho por el agujero del cestito. Gritábamos y sacudíamos las manos. Festejábamos cada milímetro de avance con auténtica pasión. Y entre pitos y flautas, o salía el sol o una tarde lluviosa más se iba para siempre.

Esta mañana, Barcelona amaneció con lluvia. Me despertaron poco después de las siete las vocecitas de mis hijos discutiendo algo que no llegué a descifrar. Semidormido, me preparé un café y me senté en la terraza a ver llover. En seguida, los dos se acercaron. Como tantas otras veces, me pidieron que les contase una historia, y el olor fresco de la lluvia y la temperatura agradable recuperaron de mi memoria las apasionantes carreras de bichos canasto. Les relaté minuciosamente cómo revisábamos los árboles en busca de los corredores, cómo desprendíamos el cestito de la rama, con mucho cuidado para no lastimar a nuestro campeón, como discutíamos y negociábamos cada vez las reglas de la contienda, y cómo esperábamos con el corazón desbocado que alguno de los bichos se moviese aunque sea una milésima de milímetro. Les conté cómo, después del certamen, los devolvíamos a su ambiente sin lastimarlos,

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y cómo comentábamos los pormenores de la competición hasta la hora de la cena.

Ellos, atentos como siempre, escucharon cada palabra con los dos ojazos abiertos de par en par, intercalando cada tanto alguna pregunta, sonriendo cuando aparecían nombres conocidos, preguntando por otros tíos, riendo de cuando en cuando. Pero al finalizar la historia parecían algo decepcionados, como si no fuesen del todo capaces de hacer suya la emoción de las cuadrigas de bichos canasto.

Entonces pensé que solamente han pasado treinta años, y sin embargo los niños de hoy no tienen nada que ver con los niños que fuimos. Es cierto que son terriblemente más despiertos, inteligentes y agudos, pero es también tristemente cierto que, hagamos lo que hagamos los padres, nuestros hijos han sido picados por el insecto de la ansiedad. Ayer por la tardé les dí danoninos helados, y Daniel no se quería comer el final. Me decía:

“Está bajo en grasa.” Y mientras me enseñaba el fondo del bote, entendí que la

publicidad dice “bajo en grasa”, y él lo había traducido como “la grasa está abajo”. Los hemos transformado en eso, en animalitos publicitarios, en miembros activos de la sociedad de consumo y su biorritmo insoportable. Pensé también que, hoy por hoy, cuando un día amanece lluvioso, los padres cambiamos miradas asustadas, sintiendo auténtico pánico ante la perspectiva de un domingo de lluvia entero en casa con los niños. Ellos necesitan combustible, necesitan quemar emoción, necesitan todo ya, rápido, dinámico, cambiante, atractivo, de colores, con láseres.

Quizás los padres de ahora deberíamos hacer un esfuerzo y rescatar de nuestro pecho los niños que chapoteaban en los charcos, los que jugaban con bloques de madera, los que tenían las rodillas y las uñas sucias, los que atrapaban ranas con las manos, los que hacían carreras de bichos canasto; y entonces poder enseñarles a los niños de ahora un poco de paz, que la vida puede tener un ritmo más lento sin que por eso sea aburrida, que no hace falta que las cosas brillen, lleven pilas y tengan luces para ser atractivas.

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Quizás vaya siendo hora de comenzar una cruzada, una nueva lucha por la supervivencia del bicho canasto.

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Porque lo digo yo, que soy tu padre 24 de Junio de 2010 (Con motivo del 6º cumpleaños de mi hijo Pablo)

La vida te engaña de todas las maneras que puede. Nada acaba siendo como creías que iba a ser, y sospecho que, en muchos casos, tampoco es como creés que es una vez que empezó. Y perdoname que te escriba en argentino, pero es que aunque parezca un contrasentido, mis palabras más sinceras ocurren en mi pecho con acento rioplatense.

Y cuando digo que la vida te engaña, en realidad quiero decir que una de las cosas que hacemos con más frecuencia es engañarnos a nosotros mismos, hacernos creer que todo va a salir bien siempre, que vamos a ganar el mundial, que esa tos seca que no nos deja dormir no será nada, que todo lo que viene será mejor que lo que hay, que el último año no hemos subido de peso, y cómo no, que no nos vamos a morir nunca.

Pero de todos los engaños sucesivos, las diminutas trampas personales, los artificios privados que usamos para salir adelante, de

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los pequeños y los grandes, mi amor, quizás uno de los más absurdos sea el de la paternidad. La paternidad es un héroe, un prócer intocable que posee unas credenciales tan impresionantes que nadie se atreve a decir la verdad sobre él, y al mismo tiempo es un roedor esquivo y egoísta, una sombra oscura que me visita por las noches para recordarme los peligros de fallar, y lo mucho que lo hago.

Todos hablamos sobre la paternidad. Los que hemos sido padres y los que aún no lo han sido. Y parece ser que estamos obligados a decir “Es lo mejor que me pasó en la vida” como primera frase. Creo que hay un pacto social tácito al respecto. Probablemente si los padres dijésemos la verdad cuando los que no lo son preguntan, la continuidad de la especie humana se vería seriamente amenazada, mi amor.

Cuando tu madre estaba embarazada, te esperábamos con auténtica ilusión, y yo en particular con muchísima ansiedad. Intentaba poner mi mano sobre la panza grande y redonda cada vez que podía. Era mi forma de hacer algo para no sentirme fuera del proceso, porque hablarle a una bola redonda y brillante me hacía sentir definitivamente ridículo. Te decía que ponía la mano sobre la panza de mamá, y esperaba hasta que te movías. Entonces eran los únicos momentos en los que íntimamente conseguía sentir que eras real, que venías de verdad, que no era un invento mío.

Durante toda mi vida había creído que el día que naciese mi primer hijo sería el más feliz para mí. Estaba convencido de que, en el momento que te pusiesen en mis brazos no sería capaz de contener la emoción, y sospechaba que tu llegada sería la llave que abriese una puerta mágica a un mundo fantástico y maravilloso.

En lugar de eso, tu llegada fue un acceso a un quirófano aséptico, en el que todo sucedía a una velocidad falseada. Usábamos unos trajes azules que seguramente te harían mucha gracia, y mamá estaba cansada y dolorida. Me puse a su lado y le sostuve la mano, mientras ella aguantaba los dolores de parto y yo me callaba por vergüenza las molestias que me provocaba una pierna dormida y acalambrada.

Entonces naciste. Te pusieron sobre mamá. Es que a los padres, por razones

obvias, todo el mundo nos ignora un poco cuando nace un niño.

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La primera vez que te tuve en brazos sentía una expectativa enorme. Esperaba que una luz seráfica me iluminase el rostro, que una paz interior me desbordase por completo y una sensación de ingravidez total. Esperaba un torrente de lágrimas tibias y la creación de un sol propio y privado con el que darte calor. Esperaba ser un hombre nuevo y la revelación final de el secreto mejor guardado: una felicidad sin límites.

En lugar de todo eso me sentí torpe. Te doblabas como un muñeco de trapo en mis manos inexpertas, tenías la cabecita ligeramente ovalada y los piecitos rosados y las piernas flexionadas hacia el vientre. Cuando por fin encontré la forma de sostenerte, bajo la mirada atenta y vigilante de todos los presentes, me quedé muy quieto, esperando el rayo redentor que tenía que entrar por la ventana. En lugar de la maravilla y la felicidad completa, lo único que conseguí identificar plenamente entre una maraña de emociones mezcladas fue una sensación de pánico creciente. Tuve miedo, mi amor, miedo de verdad. Miedo auténtico, del que te deja seco, miedo del que te da mordiscos en las tripas desde adentro, del que hace sentir vértigo. Miedo del que te acecha desde arriba y desde abajo, el que te impide tragar y respirar. Las lágrimas de emoción que esperaba no llegaron, y en lugar de eso me encontré disimulando frente a tus abuelos, ocultando mi miedo, que es lo que hacemos los adultos cuando lo sentimos. Sonreí para la galería y seguí el guión que todos conocemos.

Caminé unos pasos contigo en brazos. Efectivamente, continuaba sintiendo más miedo que otra cosa.

Pero pronto, muy pronto, supe por qué las claves auténticas de la paternidad son el secreto mejor guardado: porque a los pocos días de tenerte, descubrí que el hombre que yo creía ser se había desecho, y en su lugar habitaba mi pecho una señora gorda, tetona y generosa, con una redecilla y ruleros y pinzas en el pelo, vestida permanentemente con una ridícula bata de flores, que solamente quería ser tu mamá y bailar danzas clásicas bajo el sol, contigo en brazos, amamantarte, darte de comer carne de su carne, de mi carne, besarte con ruido y con baba, hacerte saber su amor con palabras cursis, llorar cada una de tus lágrimas, sacramentar tu sueño de bebé y regocijarse en el tufo ácido de tu caca. Y claro, eso no es de hombres.

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Los hombres – y te lo digo porque vos también vas a ser hombre un día, y vas a estar atado a tus actos por el mismo reglamento absurdo – somos fuertes, somos machos, somos el sustento y la protección. Tenemos que callarnos a la señora gorda y hacer retroceder las lágrimas (las mismas que ahora, en este momento, solo frente a mi pantalla, intento contener mientras te escribo). Los hombres, mi amor, los hombres como vos y yo somos la ley, somos la fuerza y somos los primeros idiotas que nos creemos cazadores y guerreros, que cuidamos la imagen de varón y estigmatizamos la ternura. Las claves principales de la hombría son otra de las grandes mentiras de nuestra cultura, y a pesar de saberlo perfectamente, por alguna razón soy uno más de los que la sostienen, y me hago el hombre cada vez que es necesario.

Me hago el hombre cuando te digo que no llores por eso, que es una tontería, aún sabiendo que a pesar de ser una tontería tu sufrimiento es auténtico. Me hago el hombre cuando te educo, cuando te escucho y cuando te mando callar. Cuando, para poner fin a tu rebeldía, tiro del cargo, diciéndote:“Porque lo digo yo, que soy tu padre.” Me hago el hombre para enfrentar tus miedos infantiles por la noche, y en vez de acurrucarme a tu lado te acaricio el pelo y te aseguro que no pasa nada, que no hay que tener miedo. Me hago el hombre cuando escucho tu lucidez de niño, tu tremenda y brutal agudeza emocional, tus cuestionamientos impertinentes, tus juegos de ternura.

Han pasado casi media docena de años, y ahora que estamos a pocos días de tu sexto cumpleaños, puedo decirte que el día que naciste no fue el más feliz de mi vida, sino uno de los que más miedo pasé. Está marcado en mi historia porque me obligaste a hacerme hombre de verdad, renunciando íntimamente a la imagen de hombre en la que hasta entonces creía. Puedo contarte que con tu llegada refundaste para mí el concepto de ternura. Puedo agradecerte que abrieras para mí una nueva dimensión de lo que significa para un hombre el amor.

Quizás debería darte consejos, decirte que te laves las orejas o que te portes bien. Tal vez debería encomendarte que estudies, que seas un hombre de bien, que crezcas en la dirección correcta, que no te comas los mocos y que no le pegues a tu hermano, pero lo que de

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verdad me sale es agradecerte el haber hecho de mí una persona mejor, el mostrarme un camino diferente para llegar a mí. Lo demás sé que vendrá, porque amén de todo lo que nos equivocamos los padres a pesar nuestro, de hijos criados con amor solamente pueden esperarse buenas personas.

Han pasado media docena de años, mi amor, y dejáme decirte que el miedo sigue ahí, velando mi sueño cada noche, respirando mi aire durante el día. Nada, ni siquiera la muerte, me da más miedo que no ser un buen padre para vos y para tu hermano, pero dejáme que te cuente un secreto: no quiero que el miedo se vaya, porque su presencia es la salvaguarda de todo lo bueno que tenemos. Mientras tenga miedo de no hacerlo bien seguiré intentando hacerlo mejor cada día.

Y sé que desde tus seis añitos de vida, ves a tu padre un escalón por debajo de tus héroes, y muchos por encima del resto de los hombres. Sé que crees que lo sé todo, y que soy capaz de protegerte de todos los males de este mundo, y no soy capaz de decirte con palabras cuánto me enternezco cada vez que me doy cuenta de tu devoción infantil, ni hasta qué punto me siento insignificante cuando no puedo darte las certezas que tus preguntas de niño me piden constantemente. Pero un día, mi amor, dentro de muy poco, empezarás a pensar que tu viejo es imbécil, que se equivoca y que no sabe nada. Será el momento en el que empieces a fabricar tu propio hombre, tu guerrero cazador y macho alfa que sabe que es el líder del mundo libre y que lo que no haga él no estará bien hecho. Solamente espero ser lo suficientemente hombre como para aceptarlo, sabiendo que probablemente, si algún día llegás a ser padre, comiences a pensar, cada vez con más frecuencia: “Cuánta razón tenía papá”. Quizás un día te descubras con las cejas crispadas y el dedo índice señalando a tu propio hijo, mientras le decís: “Porque lo digo yo, que soy tu padre”, y entonces un ataque de risa te obligue a darte cuenta que somos animales de costumbres, y que lo que tus padres te dan excede la ciencia y la genética, te hace y te constituye.

Y así entre nosotros, mi amor, permitime contarte que convivimos en mi cuerpo los tres: tu padre, el miedo animal y la señora gorda. Nos llevamos bastante bien, porque cada uno hace su trabajo. El miedo me mantiene alerta y vigilante, me corrige cuando

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me equivoco y me propone treguas para acercarme a vos. La señora gorda es la que te abraza y te llena de besos, la que juega contigo y te protege entre sus tetas descomunales, la que te besa por las noches y te toma la fiebre cuando estás enfermito. Y tu padre soy yo, el que se divide, el que te adora hasta la locura, el que te escribe pobremente lo que no sabe decirte, el que te manda a recoger los juguetes, y el que, cuando protestás, te apunta con el dedo índice, frunce el entrecejo y te dice con voz varonil, de hombre:“Porque lo digo yo, que soy tu padre”.

Feliz cumpleaños. Te adora, Papá

Barcelona, 24 de junio de 2010.

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Charlas de Hombre a Hombre III: Gracias por el

fútbol 4 de Julio de 2010

Ayer sábado amaneció soleado. Un sol casi inclemente resquebrajando un cielo de celeste líquido interminable. Un día argentino. Me puse mi camiseta de la Selección Argentina, lamentando parecerme más a Obélix que a Messi, y, como todas las mañanas, me preparé una taza de café y me senté en mi balcón, para bebérmela con el primer cigarrillo del día mientras contemplo cómo el astro rey, lentamente, sobrepasa a las montañas. No soy hombre de supersticiones ni de creencias místicas, pero sin embargo, una sensación rara vagaba por mi pecho. No llegué en ningún momento a identificar un presagio claro, pero estaba presente un insecto molesto y agorero que yo no había invitado al desayuno.

El cigarrillo se consumía, y entonces rescaté mi recuerdo más antiguo de un mundial. Fue el 25 de junio de 1978. Yo tenía entonces

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cinco años, y no se podía decir de mí que sintiese verdadera pasión por los deportes de contacto. Era mas bien un niño tranquilo. Me gustaba leer y armar rompecabezas. Me gustaban las palabras, como ahora.

La dictadura militar Argentina ocultaba bajo las gradas repletas de hinchas entusiasmados los cuerpos masacrados de los opositores al régimen, pero de esto tampoco me enteraba.

Sin embargo, y a pesar de eso, sucedió. Argentina fue campeón del mundo. Y entonces todo fue euforia. No tengo imágenes propias del

partido, ni de los jugadores, más allá de los bigotes borrosos del Matador Kempes2, y el casquillo de pelo de Daniel Pasarella. Ni siquiera recuerdo en qué momento salimos de casa, ni cómo llegamos a la calle. Pero lo que no olvidaré jamás es la sensación de la alegría desbordada. Cerrando los ojos aún puedo verme, de pie sobre el asiento trasero de un Peugeot 504 blanco, asomando en medio de dos de mis hermanos por la abertura del techo, mientras mi padre conducía a 6 Km/h en medio de una multitud enloquecida, y los papelitos, miles, millones de papelitos volando, revoloteando y tapizando las calles de ilusión y alegría. Y yo viendo el mundo desde mis ojos de niño, gritando, cantando, festejando.

Y a pesar de el campeonato, seguí sin estar interesado en los deportes de contacto.

Cuando me quise acordar, llegó México 86. Tenía trece años. Todavía puedo sentir la explosión de ira en aquél maravilloso

gol de Diego a Italia que empataba definitivamente un partido trabado y aburrido, en un bar abarrotado de adolescentes gritando, cerveza y humo de tabaco. No tengo que hacer ningún esfuerzo para evocar el corazón golpeando fuerte durante la galopada interminable de Maradona para hacer el memorable gol que le endosó a Inglaterra después de quebrarles la cadera a seis jugadores rivales. Y nunca voy a olvidar cuando me desperté, a las 6:30 de la mañana del 29 de junio, con el cuerpo completamente pintado de rojo de la cintura para arriba, cubierto de miles de molestos granitos producto de una inoportuna escarlatina. Mi padre me acostó en su cama, y movió nuestro televisor

2 Mi amigo Joaco Ramos me apunta que el de los bigotes era Luque, y que el Matador nunca llevó bigote. Trampas de la memoria.

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blanco y negro hitachi de catorce pulgadas a su habitación, para que todos viesen el partido a mi alrededor. Noventa minutos de angustia y magia, y unos ridículos cartelitos sobreimpresos que proclamaban ¡¡¡ARGENTINA CAMPEÓN MUNDIAL!!!, mientras la alegría desbordante se diluía en una frustración infinita al darme cuenta de que me perdería el festejo, la celebración que mareó las calles de Buenos Aires de una borrachera de pelota y gol.

Seguí sin ser demasiado aficionado a los deportes, pero Italia 90 me volvió a encontrar desbordado de emociones, sensaciones, miedos profundos y gritos desgarradores en las interminables tandas de tiros penales que volvieron a llevar a la Argentina a una final. Y todavía, sin esfuerzo, puedo saborear la amargura de la derrota injusta en la final contra Alemania.

Toda mi historia está salpicada de esos momentos. Como cuando nos juntamos varios amigos muy cercanos para ver, de madrugada, en casa de Emilio, el partido de repechaje contra Australia para ir a Estados Unidos 94, o el maravilloso 30 de junio de 1998, en el que eliminamos a Inglaterra por penales en los octavos de final del mundial de Francia.

Y sin embargo, sigo sin practicar deportes de contacto. Mis hijos tampoco lo hacen demasiado, porque los padres

intentamos transmitirles nuestras mejores cosas, muchas veces sin éxito, pero sin querer les transmitimos exitosamente todos nuestros defectos.

La mañana transcurrió sin novedades. Mis hijos se pusieron sus camisetas de Argentina y allá nos fuimos los tres a la plaza, ataviados con nuestras galas de fútbol.

Después de comer, me preparaba para irme a un bar a ver el partido en compañía de un amigo, cuando Pablo se me acercó.

- Papá, ¿puedo ir contigo a ver el partido?

Una vez más, mi debilidad de hombre moderno, mi superyó

políticamente correcto de la era de la hipocresía, me dictó lo que debía decir. Le respondí como un padre:

- De ninguna manera. Tú te quedas en casa.

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- ¿Por qué? – preguntó, haciendo pucheros. - Porque un bar no es un lugar para niños. Estará todo el mundo

fumando, y te aburrirás. - No, no me aburriré. - Pablo, – argumenté – cuando papá ve un partido en casa te

aburres como un hongo. Es un partido muy largo, y papá lo quiere ver tranquilo.

- Es que quiero ver a Argentina. - Mi amor, no. Si quieres te llamo cada vez que algún equipo

marque un gol. Mi hijo me miró con profunda decepción. Rompió a llorar con

auténtico desconsuelo mientras, entre lágrimas, repetía sin parar: “Es que quiero ver el partido. Quiero ver a Argentina. Quiero ir contigo”. Yo intentaba calmarlo, y convecerlo de que mi decisión era correcta, que no correspondía llevar a un niño de seis años, que se aburriría, que me pediría que lo trajese de vuelta a casa a mitad del primer tiempo, que esto son cosas de grandes.

Nada. Continuaba llorando sin parar. Entonces, de golpe, me dí cuenta de que estaba actuando

como un padre, pero lo que mi hijo necesitaba en ese momento no era un padre. Era un hombre. Era un conciliábulo de hombre a hombre. Dos amigos que aguantan juntos la ilusión, los nervios, el nudo en el estómago. Él no percibía el fútbol, sino mis emociones, y no estaba dispuesto a quedarse fuera de eso. Necesitaba un compañero de juergas, un borracho emocionado que le dijese cuánto lo quería, para olvidarlo al día siguiente. Necesitaba un igual con quien compartir su ilusión y su dolor.

- Ven aquí – lo llamé, emocionado. Se acercó, con el pechito

sacudido por espasmos de pena, los ojos brillando al calor inclemente de la tarde y los mocos transparentes perlando su labio superior.

- ¿Qué? – me respondió, enojado conmigo y con el mundo. - ¿Por qué te importa tanto? - Porque quiero ver a Argentina contigo.

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Le limpié las lágrimas con mis pulgares y lo miré profundamente a los ojos.

- Está bien, vale – concedí. – Vas a venir conmigo, pero prométeme

que te portarás bien, y que si te aburres te aguantas.

Su carita se iluminó de golpe, los ojos se le abrieron grandes, más grandes que nunca, y una felicidad nueva le renació por debajo de la angustia. Su sonrisa repentina amenazó con salirse de su rostro.

- Búscate un juguete pequeño para llevarlo, así puedes jugar si te

aburres.

En dos minutos se plantó ante mí. En una mano tenía un cachirulo para armar que le regaló su abuela por su cumpleaños, y en la otra una libretita con las tapas del Barcelona y un bolígrafo.

- Llevo esto para anotar los goles.

En una página había escrito: “Argentina Alemania”,

separados por la típica “T” para anotar tanteos. Allá nos fuimos. Se sentó como un auténtico hombrecito, algo que no tuve que

enseñarle, lo sabía desde antes de nacer, porque aunque no queramos llevamos escrito en la sangre cómo se mira un partido de fútbol, cómo se sufre y como se recuerda. Un codo sobre la mesa, sosteniendo con la misma mano su vaso de té helado, mientras miraba la pantalla gigante dentro de la cual Alemania, lentamente, comenzaba a aplicarnos un doloroso correctivo.

Finalizada la primera parte, yo estaba de mal humor, nervioso, intranquilo. Casi me había olvidado que el tercer hombre de nuestra mesa era mi hijo de seis años. Me había comportado como se comporta un hombre entre hombres. Entonces lo miré, y no pude evitar sonreírle. El sonrió y me dijo:

- ¿Pedimos algo para picar?

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Después, el desastre. Nos pasaron por encima. Grité, me enrabieté. Cuando una sarta irrepetible de insultos brotaban de mi garganta, cerrando el bullicio del tercer gol, mi hijo me trajo de vuelta, diciéndome:

“Papá, no grites así, que no estamos en casa”. Me aguanté como un hombre las ganas de llorar, y pensé que

ni siquiera él sabía cuánta razón tenía. Volví a acariciar sus mejillas infantiles, y por primera vez en mi vida sentí alivio durante una derrota de mi selección. No me importó tanto perder, porque me dí cuenta de que no recordaré el 3 de julio de 2010 como el día que Alemania nos humilló frente al mundo entero, echándonos nuevamente en cuartos de final de un mundial, sino como el día en el que mi hijo de seis años me brindó su ilusión, me ofreció como un hombre su corazón de niño, arrimó su hombro al mío para soportar juntos la derrota – que es mucho más difícil de compartir que la victoria – y me hizo saber, a pesar suyo, que aunque viva a diez mil kilómetros de mi casa, siempre puedo contar con él.

Gracias por el fútbol.

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Imposible de clasificar

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El Aprendiz de Brujo y el Supermán Humano 11 de Septiembre de 2009

Mi familia es un completo desorden. Ni siquiera hago el intento de disimularlo, hace ya muchos años que estoy resignado a eso. Sería muy largo de explicar en una entrada de blog (por eso estoy escribiendo una novela), pero hay cosas que vale la pena recapitular. Crecí explicando con vergüenza: “Yo tengo dos mamás”. Con vergüenza y un íntimo y secreto sentimiento de culpa hacia mis dos madres por querer a la otra. Culpa de esa que solamente nos pueden hacer sentir las madres a través de un amor que duele y reconforta. De adulto, a veces utilizo la ironía cuando digo: “Yo tengo dos madres, y me sobra una y media”. Lo que no digo es que, más allá de todo, no puedo prescindir de ninguna de las dos. Tuve dos madres y seis abuelos. Tengo cinco hermanos y sin embargo soy hijo único. Algunos de mis hermanos tienen hermanos que no son hermanos míos, desafiando así la transitividad filial que se supone una verdad única.

Y tengo, por supuesto, una infinidad de tíos, primos hermanos, primos segundos y demás cargos entre un entramado demencial de parentela interminable, que a veces estoy tentado de renunciar definitivamente a intentar descifrar. Pero de todos ellos, de

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toda esa parentela, hoy quiero hablar de mi tío Ramiro. El hermano de una de mis mamás.

Me crié en una casa en la que vivíamos cuatro hermanos (con dos de mis hermanos nunca tuve la suerte de vivir), y muchos de los veranos pasábamos dos meses en casa de mis abuelos, en Montevideo. Mi tío Ramiro tendría entonces veinte o veintipocos años, y para mí y para mis hermanos era Supermán. Pero era un Supermán de carne y hueso, cercano, humano de verdad. En toda mi infancia no recuerdo un adulto que nos dedicara tan plenamente y durante tantas horas su completa atención. Era fuerte, invencible y alegre, y estaba siempre rodeado de un halo de admiración que aún de adulto, cuando lo veo, me parece reconocer en él.

Mi tío Ramiro andaba descalzo todo el verano. Iba descalzo a hacer la compra, iba descalzo a la playa, y salvo para ir al centro, creo que no se ponía calzado de ningún tipo durante toda la temporada de calor. Nosotros queríamos ser como él. Salíamos de la casa de mis abuelos, descalzos, sufriendo por un caminito de piedrecillas de unos treinta metros que había hasta la calle, y luego caminábamos tras Ramiro sobre las aceras recalentadas por el sol del verano, corriendo de sombra en sombra, y sin quejarnos a pesar del dolor. Ramiro nos llevaba las chancletas en la mano, se reía y nos las ofrecía. Nosotros nos negábamos por orgullo, y al llegar a la playa la arena tibia en los pies era un auténtico descanso.

Mi tío Ramiro me enseñó a dormir en una hamaca, en las noches de verano, bajo el cielo estrellado del patio, y a conjurar el miedo a la noche y al susurro oscuro y secreto de los árboles. Y cuando, alguna vez, una lluvia inoportuna quebró el silencio del amanecer, se levantó a buscarme, a arroparme dormido y meterme dentro de la casa para que no me mojara. Me enseñó también a poner una lombriz en un anzuelo, y a pescar la encandilada. Nos llevaba de noche a la playa, con un farol de gas, a recoger con un mediomundo decenas de pececitos plateados que mi abuela rebozaba y nos comíamos “con cabeza y cola”, orgullosos por la aventura nocturna. Aún lo puedo recordar, acuclillado, con un cigarrillo negro humeando en los labios, intentando encender el farol a pesar del viento de la playa.

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Mi tío Ramiro tenía un halcón, un palomar lleno de palomas, un gallinero y un estanque con dos enormes tortugas de agua dulce, y nos enseñaba a darles de comer fiambre cortado en tiras, quitando rápido la mano para que las tortugas no nos mordiesen los dedos.

Mi tío Ramiro me enseñó a disfrutar de los juegos de mesa. Las primeras veces que recuerdo en mi vida que nos dejaran, después de cenar, quedarnos con los grandes a jugar fueron en su casa (ahora que soy padre y tío sé que hay cosas que los tíos y los abuelos pueden permitir, y que lamentablemente los padres no podemos). Jugábamos a El Bancario, una versión localizada a la uruguaya del Monopoly, que en Argentina se llamó El Estanciero. Había una propiedad llamada La Gruta de los Cuervos, que a mi hermano Pancho le encantaba. No sabía por qué, pero le encantaba. Era una propiedad de mierda, no valía nada, pero Ramiro siempre la compraba, para luego vendérsela a él por un precio desorbitado. Pancho lo pagaba, olvidando el objetivo final del juego, y buena parte de la velada giraba en torno a la posesión de La Gruta de los Cuervos.

Mi tío Ramiro una vez se compró una moto. Habíamos ido los cuatro a la playa con mi mamá, y Ramiro llegó en la moto, conduciendo sin camiseta (o al menos lo recuerdo así). Yo no debía tener más de seis o siete años. Todos queríamos volver a la casa con él en la moto. Lo sorteamos y gané, pero resulta que tenía el bañador mojado, y Ramiro no quería mojar el asiento de la moto nueva. Entonces mi tío Ramiro fue rápidamente hasta la casa, buscó unos pantaloncitos cortos verdes míos, y a los diez minutos lo vimos volver, aún sin camiseta, en la moto, con el pantaloncito en la cabeza, flameando. Fue la primera vez que me subí a una moto.

Mi tío Ramiro formó una familia. Una esposa maravillosa (se merece un post aparte) y cuatro hijos, el mayor de la edad del menor de mis hermanos. Y también tuvieron, durante muchos años, una perra peluda llamada Pacha, con la que jugábamos todos los veranos. Por alguna razón o por simple casualidad, Pacha murió durante una de mis visitas, y pude acompañar a Ramiro ese día. Amaneció muerta una mañana, y no se me borra de la memoria mi tío Ramiro, otra vez acuclillado, sobre la perra, tocándola, acariciándola, mientras sus lágrimas salpicaban el suelo de terrazo. Fue la primera y única vez que vi llorar a mi tío Ramiro.

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Cuando éramos chicos, en Uruguay se usaba mucho el canje de libros. Cada verano, mi tío Ramiro nos llevaba al canje Rubens, en la feria de Tristán Narvaja. Cada año dejábamos un montón de libros y nos traíamos otro montón, y era tan mágico como comprar sin dinero. Íbamos a la feria todos, Ramiro, Iliana, sus cuatro hijos y los cuatro sobrinos, y era un milagro que no nos perdiésemos en un mundo de gente y compra venta de las cosas más absurdas. Volvíamos contentos, en el autobús, cantando “En la feria de Tristán, me compré una cafetera, chú chú la cafetera…”.

Los recuerdo más antiguos que tengo de mi tío Ramiro, en uno de esos veranos en los que no había dinero ni para mentir, pero no importaba, son dos: el primero fue un día, paseando por no sé dónde, que vi por primera vez un Scalextric, y me pareció la cosa más deseable del mundo en su caja roja. Durante muchos años creí que solamente se podían comprar en Uruguay. El segundo (si será antiguo, que solamente estábamos mi hermano mayor y yo) fue para carnaval, en febrero. Habíamos pasado por una tienda en la que había máscaras, y Pancho y yo habíamos deseado con todas nuestras fuerzas unas caretas de cartón que representaban una calavera. No éramos niños de andar pidiendo cosas, pero no pudimos ocultar el deseo. Ramiro las compró y pudimos “asustar” a mi abuela, y luego a nuestros padres, una vez de vuelta en Buenos Aires.

La última vez que vi a Ramiro fue durante uno de los viajes a Buenos Aires con mi hijo Pablo, que estaba en plena edad del porqué (ver post Así es la vida). Ramiro e Iliana vinieron desde Montevideo para vernos, y una noche, mientras todos charlábamos en casa de mi hermano Pancho, Ramiro se pasó más de una hora en el balcón, a solas con Pablo sentado en sus rodillas, respondiendo todas sus preguntas y hablándole del cielo y las estrellas, y aunque no se lo dije entonces, contemplarlos me hizo revivir de golpe y sin anestesia toda la ternura, el amor y la ilusión que sentía de niño al ver a mi tío. Desde esa noche me acompaña una emoción intensa cada vez que evoco ese recuerdo.

El tiempo pasó, y a medida que me hice grande, fui viendo a Ramiro cada vez un poco menos Supermán y un poco más humano, hasta que finalmente logré, de adulto, verlo como un humano completo, y uno de los más humanos que conozco.

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Hace unas pocas semanas mi tío Ramiro sufrió un infarto. Y le pasó estando yo tan lejos. Durante los días que pasó en el hospital, lo llamé varias veces, y aunque sonaba tranquilo y me aseguraba una y otra vez que se sentía perfectamente, yo no podía dejar de imaginar que debía estar asustado, como cualquiera en un trance así. Las conversaciones fueron muy cariñosas, y no dejamos de decirnos que nos queremos. Sin embargo, y no por ser hombre, sino por ser adulto, no fui capaz de decirle que mi primera sensación fue de rabia contra él. Pensé que el hijo de una gran puta tuvo el mal gusto de arriesgarse a morir a traición, sin darme siquiera la oportunidad de decirle, cara a cara, lo importante que fue y es en mi vida, lo profundo de los sentimientos que tengo por él, la riqueza enorme de los recuerdos que nuestra vida juntos me ha dejado, y, sobre todo, ahora que no soy un niño, sino un hombre que se ha convertido en Aprendiz de Brujo, que para mí sigue siendo el Supermán mas humano, ese que aún cuando es hombre, y tiene menos pelo y arrugas alrededor de los ojos, y es evidente que como cualquier otro hombre, un día se puede morir, a pesar de todo eso, es más admirable que nunca. La próxima vez que lo vea se lo voy a decir.

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Casi casi atrapar una idea 22 de Octubre de 2009

Estaba sentado en el sofá, mirando por la ventana. Afuera, la lluvia diagonal que solamente aparece cuando el viento empuja su quejido transparente. Dentro, penumbra. Podía escuchar mi respiración, imaginando el aire entrar en mis pulmones, oxigenando mis glóbulos rojos. Era consciente de cada una de las fibras de mi carne en reposo, tensándose en el antebrazo para llevarme el cigarrillo a los labios, relajando el bíceps para dejarlo en el cenicero.

Pasó por mi cabeza el sonido alegre, de chispas pintadas de dorado, de la grasa de vaca burbujeando en la sartén, cuando los domingos de lluvia, por la tarde, mi viejo hacía tortafritas. Mis hermanos y yo alrededor, esperando ansiosos. Cucharadas de azúcar que se quedaba pegada en la masa grasienta y crocante, y el recuerdo material de sus manos de hombre en mis manos de niño, una barba oscura que ahora es entrecana. Los ojos, iguales. Lo demás, accesorio.

Me asaltó el recuerdo de una mano femenina investigándome la piel, la curiosidad manifiesta por delante del placer. Una calle del barrio de Palermo en otoño, alfombrada de hojas secas, algunas apelmazadas por lluvias esporádicas, otras combadas, arañando las

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baldosas sucias con sus uñas ocres, empujadas por el viento. Otra vez dedos de mujer, casi niña, sobre mis párpados, buscando debajo de mis ojos lo que no se transparenta, la verdad única que ni siquiera yo conozco.

Y una lengua húmeda de perro en la cara. Con olor a perro. A pelo sucio, un aliento dulzón, con reminiscencias de carne podrida entre los dientes, las patas sobre el pecho, una cola negra dibujando un vaivén, dos ojos marrones, infinitos, profundos, reflejo de gratitud a cambio de nada, una palmada en la cabeza. Mi perra volvió de la muerte para decirme que aún me adora, a pesar de que la tierra hace rato que absorbió sus huesos, su pelambre, su ternura de perro, su mirada pacífica.

Regresó a mi memoria una noche, hace algunos inviernos. Mi hijo Pablo pequeño. Tenía tos, el pecho cargado. Le pusimos una cebolla partida al medio al lado de la cama. Brujerías de abuela que hacen que respire mejor. Le dejamos una botella de agua. La noche es lenta. Se levantó, castigando el suelo con sus piecitos descalzos. Se pasó a nuestra cama. Traía en sus manos la cebolla, la botella de agua y su león de felpa. Metido en la cama con nosotros no necesitaba nada más.

Una noche en el patio de la casa de mi vieja, en San Telmo. Una manta bailando al compás del viento otoñal. Mis hermanos, luz amarilla y una cena rica. Que me voy a España, digo. No te vayas, dicen. Me voy, digo. Te apoyamos, dicen. Las voces mezcladas con los vasos que hacen tín tín. Varios pares de ojos que buscan el miedo en los míos, y encuentran ilusión. Y encuentran, también, miedo.

Un mediodía de verano se pasó también por mi sillón. Estaba en la estación de trenes de Retiro. Mi hermano Sergio con un sombrero, llevaba el pelo largo y una camiseta amarilla. Me agradeció los días que pasamos juntos. Se volvería a Brasil. Mis amigos, Pablo y Emilio. Mochilas y un tren rumbo al sur. Canciones y humo de marihuana y tabaco rubio. Vino en Tetra-brik acompañado de guitarras criollas. El inicio de un viaje que nos transformaría en más de lo que hoy somos. Amigos.

Una noche en una playa. Una noche de luna clara, y un faro tajeando la oscuridad con tres rayos de luz que giraban. La espuma sucia brillando a la luz de las hogueras y los faros de un camión

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alumbrando rostros amigos. Voces compitiendo con el sonido tranquilizador del mar. Tiempo fresco y un amanecer más. Gotas de rocío sobre la piel.

También se convocó a mi presente una fiesta en un bar, al final del invierno. Mucha gente. Mi padre tirando cerveza detrás de la barra. Música de fondo. El primer beso de mi mujer, antes de saber que nos casaríamos, que tendríamos hijos, una vida. Nada de perros. Una caminata por Barcelona a lo largo de una noche fría. Una despedida susurrada en los labios en un portal del barrio de Gràcia.

Volvieron a mí, sin aspavientos, las tardes de naipes en un patio de San Telmo, cuando aprendía a jugar al truco, y más tarde los dados a solas con mi madre, rumiando sordos sobre un paño verde para no perturbar la siesta, cargados de números de mala y buena suerte.

Y entonces pensé que es placentero dejarse invadir por la melancolía. Los buenos recuerdos tienen la virtud de asomarse solos, sin ser invocados, durante los momentos de paz. Pude adivinar bajo mi piel juventud, pude saber lágrimas por llorar en mis ojos, esperando su momento, y millones de sonrisas atrapadas en mis mandíbulas, pendientes de su turno. Pude intuir apretones de manos, abrazos por venir, magia silenciosa que todavía tengo por vivir, durante muchos años. Pensé también en mis hijos, en los hijos de mis hijos, y en sus hijos. Pensé que hacia atrás hay mucha hermosura, y hacia adelante muchas cosas buenas por vivir, mucho amor por utilizar sin prejuicio. Y entonces pensé en escribir sobre todo eso, pero algo pasó. No pude, y solamente me quedó en la piel y en la mirada una marquita más, la certeza de que esta tarde, casi casi atrapo una idea.

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La Muerte y las palabras 25 de Julio de 2010

La muerte es la última de las cosas de la vida de los adultos a la que uno se acostumbra. Nos acostumbramos antes a trabajar, a pagar impuestos o, en su defecto, evadirlos, a una dosis necesaria de hipocresía, a votar, a mentir con naturalidad y a la idea de que jugar ya no es cosa nuestra.

Por la misma sabiduría de la naturaleza y del orden de la vida, durante la niñez no se muere casi nadie. A medida que uno va creciendo se comienzan a morir personas. Por lógica, primero tus abuelos. Después gente conocida. Después, probablemente, los padres de uno. Luego se empiezan a morir tus iguales, tus amigos, los que tienes cerca. Entonces empiezas a pensar que tu número puede venir en cualquier boleto. Cualquier giro de la ruleta te puede vestir con un traje de madera.

Es el orden natural de las cosas. Es la forma que tiene la vida de prepararnos para la muerte.

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En mi caso, cuando murieron mis abuelos, estaba preparado. Lo recuerdo con dolor, pero no con excesiva angustia. Incluso recuerdo los velatorios como un momento de encuentro familiar. Lágrimas, sí. Tristeza, sí. Pero sin drama. Ancianos que habían vivido, fornicado, procreado, sufrido y disfrutado de la vida, y luego habían muerto.

La primera vez que me quebré en un velatorio fue en 1997, cuando murió el “Poyo” Pollini. Uno de los amigos verdaderamente cercanos de mi padre. Una persona entrañable. Había estado presente en toda mi vida. Yo tenía veinticuatro años. Lo quería, pero lo quería como quieren los niños a los amigos de sus padres. Cuando supe la noticia me entristeció, pero no derramé ni una lágrima. Sin embargo, por alguna razón, cuando estuve frente al féretro, algo se me rompió en el pecho. Lloré con amargura, desconsuelo y algo de vergüenza.

Años después, pensando en el tema, me dí cuenta de dos cosas. La primera fue que lo quería mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir, incluso a solas conmigo mismo. La segunda fue que mi angustia y mi llanto eran por él, pero también por mí. Era la primera vez que perdía a alguien fuera del guión. La primera vez que se moría alguien que no tenía por qué haberse muerto. No era un anciano. Era alguien como mi papá. Era una referencia fuerte de mi vida. Fue la primera vez que tuve la certeza de la muerte. Fue un aviso concreto. Fue el día que entendí por fin que todos nos podemos morir en cualquier momento.

Más adelante me he preguntado muchas veces por qué quedan los velatorios en el recuerdo tan difusos. Cuando intento recordar detalles, es bastante complicado. Creo que es porque son situaciones en las que el grupo humano se divide en dos. Por un lado los deudos principales: familiares directos, hijos, hermanos, cónyuges y amigos muy íntimos. Son los que lloran sin vergüenza y relatan a los demás los pormenores de la muerte. Del otro lado, todo el resto de los asistentes que echan mano de las mismas palabras de consuelo, las frases hechas, las palmaditas en el hombro.

Frente a la muerte nunca sabemos qué decir. ¿Qué se le dice a quien acaba de perder a alguien? ¿A un

hombre hecho y derecho que se ha quedado huérfano a los cincuenta

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años? ¿A una anciana que cambia su estado civil a viuda, justo ahora que todo estaba tan tranquilo?

Durante muchos años pensé que era una situación tremendamente hipócrita. Sentía que a quien acaba de morírsele alguien importante, realmente le aporta poco consuelo que una tía de la hermana de su cuñado le diga, compungida, que cuánto lo siente, que hay que ver que injusticia, que nos dejan siempre los mejores. Pensaba que, estando en el sitio del que más sufre, del que se queda, el que aguanta en sus brazos el impacto brutal de la muerte, realmente tenía que ser un calvario aguantar el desfile de caras contritas, los susurros en los rincones, las fronteras de su propia familia cerrando filas para decir, uno tras otro, las mismas palabras vacías encerradas en un perfume de flores frescas. Pensaba que el aliento helado de la muerte se llevaba las palabras verdaderas, y que toda la situación tenía algo de ridículo, de grotesco y de tremenda incomodidad.

Muchas veces me he prometido a mí mismo, cuando estoy del lado de los que repiten la letanía litúrgica de condolencias formales a los deudos, no abrir la boca si no tengo algo sustancial que decir. Creía que era mejor no decir nada que informarle a una persona quebrada por el dolor que lo siento mucho, que acompaño, que estoy allí. Es algo que a pesar de las lágrimas puede verse, y me sonaba falso, vacío, sin contenido. Muchas veces me he quedado callado frente a una persona que lloraba una pérdida. Me he limitado a dar un abrazo, a una sonrisa medida y respetuosa, a una mirada a los ojos, a transmitir un apoyo silencioso, a intentar acompañar desde el tacto y la vista, más que desde el oído.

El jueves de esta semana ocurrió uno de esos casos que me dan rabia y dolor. Esas veces que la muerte se salta el guión, y en lugar de llevarse a alguien que ha vivido su vida, le arrebata el resto a una persona joven, a alguien que solamente ha consumido la mitad de lo que por derecho le correspondía.

Era una lectora de este blog. Una ex compañera de trabajo. La verdad es que nos conocimos más por internet después de dejar de trabajar juntos que cuando nos veíamos frecuentemente. Pero era una persona a la que yo apreciaba especialmente. Era una persona con ángel propio, con una historia repleta de emociones, una persona que tenía palabras bellas que dar. Una persona que me hacía sentir

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cercano a ella cuando comentaba mis textos, cuando bromeábamos por facebook. Una persona valiente, que no ocultaba ni negaba su drama personal, que lo miraba a la cara, que lo enfrentaba de forma directa, sin más miedo que el miedo necesario, el que no se puede esquivar, el que todos sentimos cuando comprendemos que la muerte ronda.

Una persona con la que me apetecía mucho encontrarme, y llevábamos ocho meses posponiendo una cerveza, siempre por razones prácticas, logísticas.

Una cerveza que ya no podrá ser. Cuando me enteré –lamentablemente, vivir en otra ciudad me

impidió acercarme –, intenté decirle algo a su novio, a quien también aprecio mucho, y de quien también he sido compañero de trabajo. De golpe vinieron a mí todos mis pensamientos sobre las frases comunes de la muerte, sus palabras oscuras y lo difícil que es transmitir apoyo. Quería enviarle un mensaje, decirle algo sincero, y solamente acudían a mí los lugares de siempre, las palabras maltratadas de los pésames prefabricados.

Entonces me dí cuenta de algo. Por primera vez sentí que el desfile de personas cercanas repitiendo fórmulas corteses no era una hipocresía, sino un ritual necesario, una liturgia convenida para dar, juntos, el primer paso de los que nos quedamos. Caí en que, una vez pasado lo peor, lo más difícil es encontrar el camino de vuelta a la normalidad. Seguir viviendo, continuar lo que había, pero sin el que se fue. Entonces, que los que te quieren mucho, los que te quieren bastante, los que te quieren un poco y los que te conocen y les caes simpático se acerquen, te den la mano, te digan lo que sabes que van a decir, te ofrezcan el apoyo que sabes que te van a ofrecer, y te repitan las palabras de la muerte, las que se dicen siempre, es una puerta clara para volver a ese camino, es una demostración de que las cosas siguen funcionando como funcionaban antes del paso de la muerte. Es la evidencia de que la vida sigue, que es lo más importante que pueden recibir los que se quedan.

Por eso hoy, he decidido romper el silencio respetuoso que siempre he guardado en estos casos, y pronunciar, yo también, las palabras de la muerte. Para decir en voz baja que, mientra seamos capaces de recordar a los que se fueron como se merecen, el camino

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sigue. Hay más lágrimas y más dolor a la vuelta de la esquina, pero también, unos metros más allá, puede que vuelva a salir el sol, puede que una lluvia nos refresque y nos limpie, y probablemente la mejor manera de honrar la memoria de los que se fueron sea vivir la vida con ganas y con vocación de disfrutarla.

A Belén, que ya no está, y a Ricardo, con mucho afecto.

Federico Firpo Bodner Barcelona, 25 de Julio de 2010

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Mentiras Verdaderas

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La Masacre de los Hipocampos 27 de Noviembre de 2009

Desde que tengo uso de razón – y no es que la use demasiado, porque mi mujer no me deja – en mi casa familiar (no la mía de adulto, sino la de niño) hubo, hay y siempre habrá animales de diversas razas, orígenes, familias y categorías. Para mí existen cuatro tipos de animales que pueden, dada una interpretación amplia del concepto, considerarse domésticos, a saber:

• Mascotas: son los animales domésticos típicos, como los perros, gatos, conejos y algunas clases de loros. Con estos animales se da una relación vincular afectuosa, se genera una identificación positiva y hasta se parecen a sus dueños. Son cariñosos y rencorosos, como los seres humanos, traman pequeñas venganzas y grandes recompensas.

• Bichos: en esta categoría clasifico las especies indiferentes, con las que se puede tener una convivencia pacífica, casi sin darse cuenta uno de que existe el otro, incluyendo, pero no limitándose a: hámsters, peces, canarios, tortugas y demás miembros del reino animal que casi podrían pasar por mobiliario. En general suelen ser inocuos, poco ruidosos y cómodos.

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• Fieras: animales salvajes que decididamente no están hechos para vivir fuera de su entorno natural, a pesar de tener, en algunos casos, capacidades empáticas parecidas a las de las mascotas. No se adaptan bien al medio urbano y hacen que tu casa huela como una jungla. En esta categoría encontramos a los primates pequeños (monitos), zorros, pumas, cuervos, tucanes, peces exóticos y venenosos, serpientes constrictoras y algunos roedores grandes.

• Alimañas: son la clase de animales que una mujer nunca quiere tener en su casa. Fácilmente podemos encuadrar en esta categoría a culebras, serpientes, roedores varios, reptiles de todas las clases, arácnidos venenosos, murciélagos, escorpiones, cucarachas y especies semejantes. Son viles, agresivos o, en el mejor de los casos, indiferentes.

Llegado este punto, pensará el lector que exagero diciendo

que pueden encontrarse en las casas de los seres humanos. Probablemente tendrá algo de razón, aunque me propongo relatar, escueta y concisamente, cómo he convivido con, al menos, dos representantes de cada categoría, en simultaneidades diversas y con diferentes grados de éxito. Aparte del curioso – por improbable, dada la fauna del hogar – y notable hecho de que todos los miembros de mi familia aún continúen con vida, los desastres hogareños, pequeñas matanzas y carnicerías domésticas fueron una constante durante nuestra infancia y nuestra adolescencia. La compulsión incontrolable de mi hermano mayor (hoy biólogo de profesión, científico loco por naturaleza y delirante por convicción) fue superior a las fuerzas de mis padres, a la resistencia de mi hermana y a la imaginación de cualquier persona normal.

Lo primero que recuerdo es tener una perra, blanca y marrón, llamada Rosa. Por esa época vivía también con nosotros una gata blanca y negra. No sé cómo llegó a casa, pero por esos días mi padre comenzaba a instalarse por su cuenta con una imprenta de serigrafía, así que recibió el ridículo nombre de Tinta. Dada la ejemplar tolerancia de ambas mascotas en lo que a la convivencia se refiere, mi hermano rápidamente se entusiasmó, y apareció con una gatita gris que recibió el nombre de Tintilla, y semanas más tarde con otra,

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atigrada esta vez, bautizada como Serruchita, tristemente fallecida en un incidente que no vale la pena relatar. Todo iba bien, hasta que una pareja de amigos de mis padres, poseedores de una casa con patio en la que habitaba un monito Tití – originalmente llamado Tití – decidió irse de viaje. Preguntados frente a mi hermano si podían cuidar del mono, y ante el entusiasmo mostrado por él, mis padres no pudieron negarse. El viaje, que inicialmente sería de un mes y medio, se prolongó durante más de seis.

Mi padre no tuvo más remedio que instalar estanterías altas para que el nuevo inquilino del hogar pudiese mantenerse alejado de Tinta y Rosa, que manifestaron una aversión instantánea hacia la fiera y su olor animal de selva fresca. Tití, que tenía un pelo muy gracioso detrás de las orejas y dos ojos saltones y redondos, tenía cara de inocente, pero era un verdadero hijo de puta. Además de provocar sistemáticamente a los cuadrúpedos de la casa con sonidos y movimientos pendencieros, pronto descubrió que su trinchera en alto le permitía arrojar objetos con absoluta impunidad. Teniendo en cuenta que esto sucedía en un departamento de tres ambientes, habitado además por dos adultos y cuatro niños, se imaginará el lector el trámite de la vida diaria en nuestro hogar.

Tinta, Tintilla y Rosa murieron en diversas circunstancias, y Tití finalmente regresó con sus dueños. Mis padres decidieron no volver a tener animales. Pasamos un par de años de tranquilidad, durante los cuales lo único que tuvimos fueron unos graciosos pollitos que regalaban en el supermercado, y que acabaron transformándose en pollos grandotes y agresivos, un conejo que hacía bolitas de caca y poco más, y un gorrión que mi hermano encontró herido, cuidó hasta que se repuso y luego liberó. Pancho apareció un día con un gato gordo y grande que encontró en la calle, y lo llamamos Tom, por Tom & Jerry. Al principio mis padres se negaron, pero al final acabaron cediendo, con un suspiro resignado: “Total, por un gatito no va a pasar nada”. Después de varias semanas de llamarlo Tom de acá y Tom de allá, un veterinario lo examinó y nos dijo que Tom era gata, así que pasó, sin más, a llamarse Toma. Por esos días, también, decidió Pancho que quería montar una pecera. Dado lo inofensivo del asunto, mis padres se lo permitieron. Compró entonces un acuario de un metro de largo por cincuenta centímetros de altura y cuarenta de profundidad.

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Al principio solamente trajo Carassius, Lebistes y esa clase de peces imbéciles y decorativos. Luego ahorró durante no sé cuánto tiempo para comprar unas sales especiales fabricadas en Alemania, que permitían hacer una pecera de agua salada, que rápidamente se habitó con Hipocampos (caballitos de mar), cangrejitos de agua salada, y algún que otro pez.

Cuando ya había seis peceras de dimensiones similares, una tortuga que a día de hoy desconozco cómo llegó a casa, Toma, otro gato blanco aquejado por una mutación genética que derivaba en tener seis dedos en cada pata, lo que le valió el nombre de Mendel, y nuestra segunda perra, llamada Pacha, que tuvo en cuatro partos consecutivos nada menos que treinta y dos cachorros, la cosa se empezó a complicar. Para colmo, un día, al regresar mi madre de trabajar, se encontró víboras reptando por el pasillo, en número de tres, y a mi hermano persiguiéndolas con más vocación que éxito. Además, paulatinamente los Cíclidos, peces más agresivos y, en general, carnívoros, fueron reemplazando los bonitos peces de colores en los acuarios.

Para alimentar a los peces carnívoros, en la heladera de casa se podía encontrar siempre un cuenco del tamaño de un puño repleto de minúsculas lombrices, llamadas tubifex, que al sentir la vibración de la puerta se contraían como un organismo único, semejándose a un corazón en plena sístole. Para rematar, – y juro que es verdad – como las culebras se murieron, la mejor idea que tuvo mi hermano fue reemplazarlas por una boa constrictora, que animaba las noches de nuestra habitación con un silencio de cazadora insomne y rápidos movimientos de su lengua bífida. Para alimentar al nuevo reptil fue necesario tener ratones, porque resulta que el churrasco no le gustaba y a las ensaladas les hacía ascos. Empezó un período sangriento. Los hámsters se mataban a mordiscos entre ellos, los peces se comían a sus propias crías y cada tres semanas la boa organizaba una orgía carnívora con los ratoncitos blancos muertos de miedo.

Entonces Pancho fue a bucear, y pescó anémonas, que son como unas flores acuáticas carnívoras, que nada más llegar se merendaron a los cangrejos y los hipocampos. La tortuga de tierra, víctima de una depresión brutal a causa de las bajas, se suicidó arrojándose desde el balcón de una planta doce.

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Pacha, mientras tanto, era la compañera fiel de todas nuestras andanzas. Por las noches salíamos con ella a jugar y correr en la calle, hasta que una noche trágica, mientras perseguíamos un gato, el noble animal intentó treparse a un árbol, mientras nosotros le dábamos ánimo, y solamente cuando estaba en la tercera rama se dio cuenta de que eso no son cosas de perros, precipitándose al suelo, lo que le valió una fractura en la pata delantera derecha, y una renguera de por vida.

Mendel tuvo un trágico accidente en un ascensor, y Toma murió por causas que ya no recuerdo. Recuerdo, en cambio, claramente, la muerte de Pacha, la reina absoluta de todo el equipo, y un emocionante funeral que hicimos en la plaza de abajo, donde aún está enterrada y donde pueden verse todavía, paseando, algunos de sus treinta y dos hijos perros.

Lamentablemente, la alta tasa de mortalidad del parque zoológico hizo que la población menguase. Mencionaré por encima algunos otros habitantes de la casa, sólo para dejar testimonio de que existieron, como una cucaracha de seis centímetros de longitud, supuestamente de una especie rara de Borneo o Madagascar, que mi hermano cuidó con esmero hasta su muerte y por la que pagó la exorbitante suma de diez dólares, un escorpión negro, malísimo, un par de canarios, un par de cobayos, una tortuga de agua y alguno seguramente me debo estar olvidando, como otra tortuga de tierra que tuvimos poco tiempo, porque mi hermano Felipe la sacó a pasear y la perdió en la plaza. También vale la pena mencionar algunos intentos fallidos de adoptar mascotas especialmente peligrosas, como un pez escorpión, cuyo veneno mata a un adulto en cuestión de horas, un zorro que mi padre logró impedir a tiempo que mi hermano fuese a buscarlo y reptiles y lagartos en varias ocasiones.

Pasados unos años, cuando mis padres ya se habían separado y solamente sobrevivían algunos de los peces, hubo un pequeño rebrote. Mi padre, Pancho y yo vivíamos entonces en una casa preciosa en San Telmo con un gato siamés llamado Ulises, y mi madre, su marido, Florencia y Felipe en la que había sido la casa familiar (donde hoy vive Pancho, y tiene perro y peces). Resulta que un festejante de mi hermana, desesperado por no encontrar fórmula de seducción válida, tuvo la brillante idea de regalarle un mono Saimiri llamado Totó. Previamente, Pancho, a pesar de la

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oposición de mi padre y mía propia, había instalado en nuestra casa un terrario en el que comenzó a criar tarántulas. Cuando Florencia apareció en su casa con el nuevo mono, se armó un auténtico escándalo. El Negro (apodo cariñoso que recibe el marido de mi madre) aún relata sorprendido que, cuando al ver el mono exclamó:

“O se va el mono o me voy yo”. Entonces la familia al completo se retiró a deliberar a la

cocina, dejándolo en el salón. La decisión final fue, como no, enviar el mono a Pancho. Florencia lo trajo en su jaula, y en principio mi padre intentó negarse también, pero el primate, ni bien lo soltamos dentro de la casa, fue derecho al terrario y se almorzó, una por una, a las tarántulas. Esto le valió la autorización para quedarse, pero luego, su afición por el latrocinio de alimentos, la rotura de libros y fotos, su olor salvaje y su mala costumbre de complacerse en presencia de las señoras le valieron el destierro definitivo en el zoo de Buenos Aires.

Ahora Gloria no me deja tener ni siquiera un gatito, pero todos mis hermanos tienen perros, y cuando Pablo y Daniel los ven, empiezan a pedir que quieren una mascota. Todo llegará, aunque, por supuesto, si alguna vez vuelvo a convivir con animales, solamente serán de la primera categoría.

Y eso sí, que nadie dude, ni por un segundo, de que en mi familia todos, sin excepción, amamos a los animales.

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No Robarás 6 de Febrero de 2010

A nosotros nos encanta robar objetos de culto. Que se me entienda bien, no somos ladrones ni muchísimo menos. Ni siquiera cleptómanos de poca monta. Simplemente disfrutamos de pequeñas actividades de latrocinio inofensivo, y siempre siguiendo unas estrictas normas éticas y de conducta:

• La víctima del hurto es indefectiblemente alguien que no

sale perjudicado económicamente. • Los objetos sustraídos nunca nos proporcionan valor

monetario, sino sentimental o espiritual. • No lo hacemos por diversión o por deporte, sino cuando

está especialmente dotado de significado. Sin ir más lejos, recuerdo un caso que ejemplifica

perfectamente el mensaje que nos daban mis padres al respecto. Siendo niños, digamos de siete y nueve años, un verano estábamos mi hermano y yo jugando en la plaza frente a nuestra casa. Vivíamos en

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una planta doce, desde la que se dominaba perfectamente toda la plaza, incluyendo la calle que había detrás y el frigorífico que estaba cruzándola. Precisamente en esa calle, estacionó un camión cargado de naranjas. Miles de ellas. Sobresalían las naranjas por la caja abierta del camión. El chófer, tranquilo, se metió dentro del frigorífico. Mi hermano y yo no resistimos la tentación de hacernos con algunas naranjas, así que allá fuimos, con la mala suerte de que mi padre lo presenció todo desde nuestro balcón. Cuando volvimos a casa estaba hecho una furia. Pero no de gritarnos, ni de castigarnos. Estaba dolorido y decepcionado. Nunca olvidaré su cara de tristeza mientras nos decía:

- Niños, ¿yo les enseño eso? ¿Yo les enseño a robar? - Pero papá, son tres naranjas. - Me da lo mismo, es un pobre trabajador que es responsable por lo

que lleva.

Creo que nunca hasta entonces había sentido tanta vergüenza de mí mismo – aunque, por supuesto, la vida se encargó de proporcionarme en el futuro un sinnúmero ocasiones para superar ampliamente ese sentimiento de vergüenza, con razones bien distintas, variopintas y dispares –. Prometimos no volver a hacerlo y el incidente se saldó sin más castigo que un larguísimo discurso sobre la honradez, el trabajo y lo que cuesta en esta vida ganarse las cosas. Aprendimos la lección:robar está mal.

Pocos años más tarde, sin embargo, un episodio aislado nos brindó un mensaje ligeramente distinto. Era una época en la que no estábamos especialmente bien de dinero. Un empresario adinerado encargó un trabajo a mi padre, y jamás le pagó. Era bastante dinero. Mi madre era la especialista en esos casos. Recuerdo escuchar las largas conversaciones telefónicas durante las que ella perseguía al moroso: “Yo tengo cuatro hijos, Frasca, necesito cobrar”. Hizo de todo: lo volvió loco por teléfono, se le plantaba en la sala de espera de la oficina, durante horas, leyendo un libro, a pesar de que su secretaria juraba que no estaba, lo llamaba por la noche y creo que hasta le practicó hechizos de magia negra y vudú. Hizo de todo, pero el tipo no pagó. Él vivía en un edificio muy fino de la calle Arroyo, en el

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barrio de La Recoleta de Buenos Aires. Cuando mi madre se dio por vencida y supo que no cobraríamos la deuda, compró un bote de aerosol negro y se introdujo subrepticiamente en el edificio una madrugada de un día de semana. Pintó el espejo y las paredes del hall del edificio con letreros de denuncia: “Frasca es un moroso. Frasca no paga sus deudas”. Además, subió al ascensor y, deteniéndolo entre dos plantas, con un destornillador quitó la placa circular de acero esmaltado que enseñaba el número de piso y pintó más carteles en su lugar. Regresó a casa satisfecha y con el número cuatro y el catorce pintados en sendos discos esmaltados, de veintidós centímetros de diámetro, que pasaron a decorar las puertas de nuestras habitaciones. Todos nos sentimos orgullosos de ella: no era un robo, era justicia simbólica.

Los años continuaron pasando, y mi hermano – el mismo de las naranjas, pero como tengo tres hermanos varones dejaré su nombre en el anonimato – y yo comenzamos a desarrollar un gusto desmedido por la lectura. Si bien en casa nunca faltaron libros (siendo mi padre impresor de ellos y gran lector los teníamos a cientos, sino miles), no eran suficientes para saciar nuestra voracidad. El dinero, fiel a su forma de ser, también escaseaba por entonces. Mi hermano, mucho más osado que yo, desarrolló cuidadosamente una depurada técnica de apropiación indebida de libros, que consistía básicamente en entrar a una librería (escogía las más grandes, las que tenían diez sucursales, las de los libreros poderosos, nunca las chiquitas y humildes), ponerse a hojear un libro distraídamente y salir del local caminando con el libro abierto en las manos, leyéndolo con una cara de tonto a prueba de balas. Sé que parece increíble, pero jamás lo atraparon, y en pocos años reunió una biblioteca de varios cientos de volúmenes confiscados a los más selectos libreros de Buenos Aires. Evidentemente, tal furiosa actividad de acopio de libros era imposible de ocultar en casa. Si bien mis padres cumplían su rol de reprenderlo severamente cada vez, lo cierto es que hoy, en retrospectiva, creo que preferían que robase libros y no cualquier otra cosa. Era para cubrir una necesidad real: no hubiésemos podido comprarlos.

Todo esto que relato es para explicar que las cosas estaban muy claras. Robar no estaba permitido, era un acto repulsivo y condenable sin miramientos. Sin embargo, conseguir determinadas

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cosas al filo de lo que está bien y está mal era tolerable hasta cierto punto. Nunca fuimos más allá. Siempre nos quedamos en eso: libros, y algunas veces ceniceros y otros objetos simbólicos como recuerdo de viajes o noches especiales en alguna parte. Esto es así a tal punto que, a día de hoy, soy terriblemente escrupuloso en cuanto a estas cosas. Soy de la clase de personas que, si le dan mal un vuelto inmediatamente rectifica, sin pensarlo. Soy incapaz de quedarme con algo que no es mío, y eso no es casualidad. Y viene a cuento porque hace pocos días, comiendo en un restaurante de Madrid que disponía de vajilla especialmente bonita, me dieron ganas de llevarme algo de recuerdo (aunque no me animé), y entonces rememoré una noche mágica, a mediados de los noventa.

Mis padres ya estaban separados, pero reinaba un buen clima, así que habíamos ido a cenar todos juntos a un restaurante bonito de Buenos Aires, llamado “Pichuco”, en homenaje al gran bandoneonista y compositor. Los platos y ceniceros estaban primorosamente decorados con una guarda roja y un bandoneón. Como era una gran ocasión – no recuerdo cuál – bebimos vino tinto. Mi madre no se emborrachó porque las madres, al igual que los políticos y los ricos, no se emborrachan sino que se ponen alegres, a menos que estén al borde del coma etílico, en cuyo caso el estado de embriaguez es innegable. Yo sí que estaba un poco borracho, así que, terminados los platos principales, le dije a mi madre, que estaba sentada a mi lado: “¿Viste qué lindos son los platos?”. “Preciosos” – me dijo – “¿querés uno?”. “Claro”, respondí. Entonces, muy elegante ella, repasó el local con la vista, desplegó una servilleta, envolvió el plato sucio y lo metió en su bolso. Mi padre abrió los ojos como dos gongs, lanzándonos un dardo envenenado con la mirada y reprobándonos calladamente. Reímos, obteniendo la inmediata complicidad de mis hermanos.“¿Otro?”, pregunté. Así fueron a parar al bolso de mi madre otro plato más, dos platos de postre, una cucharilla, un cenicero y una copa, entre risas y una tremenda habilidad para el disimulo.

Cuando la adrenalina nos bajó un poco, encendí un cigarrillo. Evidentemente la mesa ya no disponía de cenicero, así que, cuando el camarero se acercó, le pedí, con la absoluta corrección que nos caracteriza:

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- Perdone, ¿me puede traer un cenicero, por favor?

El hombre sonrió torcido, y haciendo una imperceptible

reverencia respondió: “Cómo no, ¿es para llevar?”

No pude contestar, porque tuve que concentrar todas mis

capacidades neuromotoras en contener la risa y esquivar la mirada reprobadora de mi padre, pero he de decir que a día de hoy conservo el cenicero, al que le tengo un especial apego y cariño. Por supuesto, aprendí la lección, y ya tengo preparadas en mi garganta las palabras que les diré a mis hijos, en el caso improbable de que alguna vez sientan tentación de apropiarse de lo ajeno: No robarás.

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Impreso en Abril de 2011 en los talleres de Plano y Tinta

c/ Mariblanca, 13, 29012 Málaga.