historia de la iglesia - august franzen

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  • 8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen

    1/240

    PANORAMA

    AUGUST FRANZEN

    Historia

      de la

  • 8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen

    2/240

    AUGUST FRANZEN

    Historia de la

    Iglesia

    Nueva edición,

    revisada po r

     Bruno Steimer

    y

     ampliada po r

     Roland

     Fróhlich

    Editorial SAL TERRAE

    Santander - 2009

  • 8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen

    3/240

    Título del or ig inal a lemán:

    Kleine Kirchengeschichte

    ©

     2008

    25

     by Verlag Herder Gmb H,

    Freiburg im Breisgau

    www.herder.de 

    Traducción:

    María del Carmen Blanco Moreno

    y

     Ramón Alfonso Diez Aragón

    Imprimatur:

    * Vicente Jiménez Zamora

    Obispo de Santander

    17-02-2009

    Para la edición española:

    © 2009 by Editorial Sal Terrae

    Polígono de Raos, Parcela 14-1

    39600 Maliaño (Cantabria)

    Tfho.: 942 369 198 / Fax: 942 369 201

    [email protected] / www.salterrae.es  

    Diseño de cubierta:

    María Pérez-Aguilera

    [email protected]  

    Reservados todos los derechos.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,

    almacenada o transmitida, total o parcialmente,

    por cualquier medio o procedimiento técnico

    sin permiso expreso del editor.

    Con las debidas licencias:

    Impreso en España. Printed in Spain

    ISBN: 978-84-293-1816-6

    Depósito Legal: SA-246-2009

    Impresión y encuademación:

    Gráficas Calima

    Santander

    ÍNDICE

    Prólogo a la 25

    a

      edición

      13

    Del prólogo a la primera edición de 965  14

    P r i m e r a p a r t e : L a a n t i g ü e d a d c r i s t i a n a

    De Jesús de N azare t

    a l g i ro con stan t in ian o (has ta e l 311) 15

    § 1. El Jesús histór ico y la fund ación de la Iglesia 15

    1. La existencia histórica de Jesús

      15

    2.

      La historicidad de la fundación de la

     Lglesia

      17

    3.

     La Iglesia como misterio de fe  19

    § 2. La Iglesia prim itiva y la edad apostó lica 21

    1.  La comunidad de los discípulos

    después de la ascensión de Jesús  '

      22

    2.

      ¿Qué imagen de la Iglesia muestra

    esta primera edad apostólica?.

      25

    § 3. La marc ha victorio sa de la joven Iglesia

    de Jerusalén a Rom a 26

    1.  La comunidad primitiva de Jerusalén

      27

    2.

      La comunidad de Antioquía

      29

    3.

      Los inicios de la comunidad romana  30

    § 4. La prop aga ción del cristian ismo hasta el siglo III 33

    § 5 . El pr im er desarrol lo espi r i tua l del cr i s t ianismo 37

    1.  Los Padres apostólicos 37

    2.  Los primeros apologetas cristianos  41

    3.   Los Padres de la Iglesia

      43

    § 6. Los inicios de la escuela cristiana de Alejand ría 46

    § 7. Crisis inter nas: divisione s y herejías 50

    1. Herejías judeo-cristianas

      50

    2.

      Sistemas gnósticos  51

    3.  El maniqueísmo

      53

    4. El marcionismo

      54

    http://www.herder.de/mailto:[email protected]:[email protected]://www.salterrae.es/mailto:[email protected]:[email protected]://www.salterrae.es/mailto:[email protected]://www.herder.de/

  • 8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen

    4/240

    6

    H I S T O R I A D E LA I G L E S I A

    5.

     L os

     encratitas  54

    6. El montañismo  55

    7.

     El significado de las herejías y de las divisiones  55

    § 8. Las persecuciones de los cristianos en el imperio rom ano 57

    1.

     Los m otivos de las persecuciones  57

    2.  El

     desarrollo

     de

     las persecuciones

      60

    De Constantino el Grande a Gregorio Magno 312-604)  68

    § 9. El giro constantiniano 68

    1.

     Paso

     de Constantino al

     cristianismo

      68

    2.  La

     fundación de la

     Iglesia

     imperial  71

    3.  La problemática del giro  74

    § 10. Las luchas dogmáticas

    y los concilios ecuménicos en Oriente 78

    1.

     La doctrina de la Trinidad

      79

    2.

      La

     cristología.

    Lo s

     ocho primeros concilios ecuménicos

      85

    §

      11.

     La teología de Occidente. Agustín y la lucha

    por la doc trina de la justificación y de la gracia 93

    1.  Ambrosio de Milán  94

    2. A gustín de Hipona  95

    3. Jerónimo

      de

     Estridón

      99

    4.

     Gregorio

     I

     Magno

      100

    §  12. Ascesis y mo nac ato en la Iglesia antigua 102

    1.  Historia del problema  102

    2.  La esencia de l monacato cristiano  104

    3.

     Los grandes Padres d el monacato

      107

    §

      13.

     Roma y los patriarcas de O riente.

    La cuestión del prima do 109

    1.

     La comunidad romana  109

    2.  La

     cuestión del

     primado  111

    3.

     La Roma

     antigua

     y la nueva Roma  113

    ÍNDICE

      7

    Segunda parte: La Iglesia en la Edad Media

    §  14. División y estructura fundamental

    de la Edad Media occidental 115

    1.

     Periodización

     y

     denominación

      115

    2.

     Antigüedad,  cristianismo

     y

     germanismo

      117

    3.

      La s características esenciales de la Edad Media

      121

    El cristianismo en la Alta Edad Media 500-700)

      123

    § 15. La Iglesia y el nacim iento de la civilización occidental . 123

    § 16. El primer encuen tro del germanism o con la Iglesia . . . . 127

    § 17. La Iglesia iro-escocesa y su misión en el continente . . . . 130

    1.  La cristianización  de Irlanda  130

    2. La misión irlandesa en el continente  132

    § 18. El cristianism o en Britania

    y la misión anglosajona en el con tinen te 134

    De Bonifacio a los salios 700-1050)

      138

    §  19. Winfrido Bonifacio y la fundación

    del Occiden te cristiano 138

    § 20. La alianza del pap ado con el reino de los francos 141

    1.

     El papado entre Oriente y Occidente

    La  expansión islámica  141

    2.  El reino de los francos y

     su s

     nuevas misiones

      144

    § 2 1 .  Carlomag no y la fundación del imperio de Occidente . 148

    1.

     Vida

     y

     obra

     de

     Carlomagno

      148

    2.  La

     idea

     de

     reino

     en

     Carlomagno

      152

    3.  El gobierno de la Iglesia según Carlomagno  154

    4. La

     concepción

      imperial de

      Carlomagno.

    El problema de los d os emperadores  155

    5. La coronación como emperador y sus consecuencias  . . . 159

    § 22. La decadencia del imperio carolingio

    y el

     saeculum  obscurum

     de la Iglesia rom ana 161

    1.  El imperio  161

    2.  La

     Iglesia

      165

  • 8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen

    5/240

    8 H I S T O R I A D E L A I G L E S I A

    § 23. Otó n el Grand e y la renovación del imperio occidental 168

    1, La política imperial y  eclesiástica de Otón  169

    2.  La renovación  del imperio en e l año 962  172

    § 24. Sacrum Imperium. El imperio de los Otones

    y la dinastía sálica hasta 1046 173

    El desarrollo de la Iglesia

    en la Alta Edad Media 1050-1300)

      178

    § 25. Cluny y el movim iento monástico de reforma 178

    § 26. Reforma gregorian a y lucha de las investiduras 181

    1.

     «Libertas Ecclesiae»

      181

    2. La lucha de las investiduras  183

    3.

     Consecuencias y efectos  186

    § 27. El gran cisma de Oriente 188

    § 28. El nuevo espíritu de Occide nte 190

    1.  Nuevas formas d e monacato

      190

    2.  La reforma de l clero secular  193

    § 29. El mov imiento de las Cruzadas 196

    1.  Las

     Cruzadas

      196

    2.

     La s

     órdenes militares

      200

    3.  Balance  201

    § 30. Mov imientos de pobreza, herejías e Inquisición 202

    1.  E l

     biblicismo

     y

     el seguimiento de Jesús

      202

    2.  Movimientos de pobreza.  Valdenses y cataros  203

    3.

      La Inquisición

      205

    §

      31 .

     Las grandes órdenes mendicantes 208

    J.  Francisco de Asís y  la orden franciscana  208

    2.

     Domingo y la orden dominicana  210

    § 32. La ciencia teológica y las universidad es 211

    1.  L a escolástica y sus representantes  211

    2.  El nacimiento de las universidades  214

    § 33. El pap ado de Inocenc io III a Bonifacio VIII 215

    1.

     Inocencio I II  216

    2. La última lucha entre papad

    e imperio de

     los Hohenstaufen

      220

    3.

      Bonifacio VIII  222

    Í N D I C E

    9

    La Iglesia en el tiem po de la disolución

    de la unidad occidental 1300-1500)   223

    § 34. El «exilio de Aviñón» y el gran cisma de Occidente . . . . 223

    1.

     El papado en

     Aviñón  223

    2.  El cisma de Occidente  226

    § 35. El concilio de Con stanza y el conciliarismo 229

    1.

     Prehistoria

      229

    2.  Constanza,  el concilio de la unidad  231

    3. El proceso contra Jan

     Hus en Constanza  233

    4. La  cuestión d e la reforma  en el concilio.

    La  elección  del papa  236

    5. El concilio de Basilea  238

    6. La unión con  los griegos  239

    § 36. El papado del Renacimiento 240

    Tercera parte: La Iglesia en la Edad Moderna

    Reforma protestante y reforma católica 1500-1650)   248

    § 37. Premisas de la Reforma protestante 248

    1.  Abusos de la Iglesia  tardomedieval  248

    2.  El

     carácter religioso

     fundamental

    de la Baja Edad Media  250

    3.  La exigencia de una reforma  251

    4. El nominalismo  253

    5. H umanismo y  biblicismo

      253

    § 38. Erasmo de Rotterdam y el hum anism o 254

    § 39. Martín Lutero y su evolución como reformador 257

    1.

     La imagen católica de Lutero  257

    2.

     La formación

     de

     Lutero

      259

    3.

      La

     cuestión

     de

     las indulgencias

      263

    4. La ruptura

     con

     la Iglesia  265

    § 40. La Reforma en Aleman ia 267

    1.  La dieta de Worms (1521)  267

    2.  El desarrollo d e la Reforma

     en

     Alemania

    de  1521 a 1530  270

    3.  La dieta de Augsburgo de 1530  273

  • 8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen

    6/240

    1 0 H I S T O R I A D E L A I G L E S I A

    4. De los coloquios d e religión

    a la pa z religiosa de Augsburgo de 1555  276

    5. Síntesis  279

    §

      41 .

     Ulrico Zuinglio. El anabaptismo 281

    1.

     Vida y obra de Zuinglio  282

    2.  El movimiento anabaptista  286

    § 42. Juan Calvino y el calvinismo 288

    1.   Vida de Calvino  288

    2.  Doctrina de Calvino  293

    3.  La propagación de l calvinismo  294

    § 43. Enriq ue VIII y el cisma de la Iglesia de Inglaterra 296

    § 44. Intentos de reforma en la Iglesia

    antes del concilio de Trento 299

    § 45. El concilio de Trento 304

    1.  Los participantes en el concilio  304

    2.  El desarrollo de l concilio

      306

    § 46. La reforma católica 309

    1.

     El pontificado

     de

     Pío

     V  309

    2.

     Obispos reformadores

      310

    3.

      La reforma de las órdenes religiosas  311

    4.  Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús  313

    § 47. El espíritu de la Contrarreform a 317

    1.

     Confesionalización  317

    2.  El papel de la Inquisición  319

    3.

      La

     caza

     de

     brujas

      320

    La Iglesia en la época barroc a (1650-1789) 322

    § 48. La nueva época mision era de la Iglesia 322

    1.

     Misión y difusión  de l cristianismo

    hasta

     los inicios

     d e

     la

     Edad Moderna  322

    2.  La época de los grandes descubrimientos  323

    3.

      La misión en

     la

     India y en China.

    La  controversia sobre los ritos  325

    § 49. Del Barroco a la Ilustración 328

    1.

     Corrientes eclesiales contrarias

    al  centralismo de la curia  328

    2.

      La Ilustración  332

    ÍNDICE

      11

    De la revolución francesa

    a la primera guerra mundial 1789-1918)

      335

    § 50. La revolución francesa y la secularización 335

    1.  L a revolución francesa  335

    2.

     Napoleón Bonaparte  336

    3.

      La

     secularización

      337

    § 51. La restauración d e la Iglesia en Alemania en el siglo XIX 338

    1.  La reorganización de la Iglesia  alemana  338

    2.  Vida de la

     Iglesia

      339

    § 52. El fin del Estado pontificio 341

    § 53. El concilio Vaticano I 343

    1.

     Prehistoria

      343

    2.

     Desarrollo

     d el

     concilio

      347

    § 54. Después del concilio: veterocatolicismo

    y Kulturkampf en Alemania 350

    1.

     La oposición

     en

     Alemania

      350

    2.  El

     veterocatolicismo

      351

    3.  El «Kulturkampf»  352

    § 55. Los papas despu és del concilio Vaticano I 354

    Del fin de la primera guerra mundial

    al concilio Vaticano II 1918-1965)  360

    § 56. Retorn o del exilio y nuevo inicio 360

    1.

     Situación de gueto en Alemania  360

    2.  Una nueva conciencia de Iglesia  362

    3. Desarrollo fuera de Alemania

      366

    § 57. Los pontificados de Pío XI y de Pío XII 367

    § 58. La Iglesia en el Tercer Reich 373

    1.

     La política

     de Hitler  373

    2.  El «Kirchenkampf»  377

    3.  La resistencia de las Iglesias  379

    § 59. El pontificado de Juan XXIII 381

    § 60. El concilio Vaticano II 384

  • 8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen

    7/240

    12 HIST ORIA DE LA IGLESIA

    Historia de la Iglesia contem poráne a

    de 1965 a nuestros d ías)

    (ROLAND FROHLICH ) 393

    § 61 . Los pontifica dos de Pablo VI y de Juan Pablo I 394

    1.

      Primeras reformas

      394

    2.

      Señales de crisis

      395

    3.

      Signos de apertura  399

    4. Compromiso por la paz

      400

    5.

      Juan Pablo I

      404

    § 62. El pon tificado de Juan Pablo II 406

    1. La d irección por parte del papa  406

    2.

      Reformas

      408

    3.

      Cada uno según su estado

      409

    4. El deber de los teólogos

      417

    5.

      Un papa para el mundo

      421

    § 63. Desarro llos recientes en la Iglesia 426

    1. El movimiento ecuménico  427

    2.  Apertura a la  justicia social

      432

    3.   La experiencia de un mundo común

      438

    4. El pontificado de Benedicto XVI

      440

    Apéndice

      443

    Lista de los pap as 443

    Los 21 concilios generales (ecum énico s) 447

    Tabla cronoló gica 449

    Bibliografía 460

    índice de nom bres 462

    índic e analít ico y de lugares 470

    índice de doc ume ntos ec les ia les 479

    Prólogo

     a la 25

    a

     edición

    En las 24 ediciones anteriores, la   Historia de la Iglesia  de August

    Franzen (1912-1972) , ca tedrá t ico de His tor ia medieval y mo dern a de

    la Iglesia en la Universidad de Fribu rgo d e Brisgovia, se ha estableci

    do com o  la obra fun dam ental para la historia de la Iglesia. En la edi

    ción vigésimo cuarta (2006), el l ibro se publicó, por primera vez des

    de la edición original de 1965, con una nueva composición.

    En el marco de este trabajo se ofreció la oportunidad de revisar

    bajo var ios aspectos la exposic ión am pl iada gracias a las in tervencio

    nes de diferentes autores:

    Al texto de la segunda edición, revisada por August Franzen en

    1968,

     se le aña dió u na nue va sección, escrita por Roland Fróhlich.

    El apartado «Historia de la Iglesia contemporánea» (§§ 61-63)

    sustituye a las diferentes ampliaciones de las ediciones anteriores

    y pro por cion a un a presenta ción co ncisa de la historia de la Iglesia

    desde el concilio Vaticano II hasta nuestros días (1965-2008).

    Habida cuenta de las pos ibi l idades de búsq ueda actuales (ca tá lo

    gos

      online, Index Theologicus,

      etc.) , la bibliografía se ha reducido

    con respecto a las últ imas ediciones y se l imita ahora a obras

    fundamentales de historia de la Iglesia.

    • En forma de apéndice , es ta nueva edic ión of rece por p r imer a

    vez, jun to a útiles l istas y tablas sinóp ticas, tres índices (de no m

    bres; analít ico y de lugares; y de documentos eclesiales) que per

    mi ten un rápido acceso a la gran cant idad de mater ia les presen

    tes en el libro.

    • Todo e l texto ha s ido revisado y adap tado a las nuevas no rma s

    or tográf icas y de com posic ión.

    Después de más de cuarenta años de la pr imera edic ión de la

    Historia de la Iglesia

     -co noc ida p or la mayor ía de los in teresados co

    mo «el Franzen»-, se pone en manos de las lectoras y los lectores un

    compendio de historia de la Iglesia que sigue siendo sumamente útil .

    Tubinga y Fr iburgo, mayo de 2008

    Roland  FRÓHLICH

    B r u n o

      STEIMER

  • 8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen

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    Del prólogo a l primera edición de 965

    Esta Historia d e la Iglesia no puede contenerlo todo. Necesariamente

    debe establecer límites y realizar una selección del conjunto de la

    materia. Pero una selección es siempre subjetiva y cabe preguntarse,

    por tanto, por qué se ha tratado un tema pero se ha omitido otro.

    Ahora bien, el autor asegura que no ha procedido arbitrariamente y

    que,

     en su exposición, ha querido hacer hincapié sobre todo en las

    grandes líneas históricas y teológicas d e la historia de la Iglesia. Se ha

    esforzado por abordar las cuestiones actuales de la historia de la

    Iglesia a la luz de las investigaciones científicas más recientes. No

    existen tabúes de la historia eclesiástica. No se han evitado en nin

    gún m om ento las llamadas «cuestiones espinosas», sino que se han

    abordado con particular atención. Es cierto que, por lo general, és

    tas son tan complejas que no pueden ser comprendidas plenamente

    sin un estudio más profundo de su contexto histórico contemporá

    neo.

     Sólo la verdad histórica en su totalidad conduce al pleno cono

    cimiento y a la justa valoración.

    Friburgo, octubre de 1965

    August  FRANZEN

    i..

    Primera Parte:

    La

     antigüedad cristiana

    De Jesús de N azare t

    al giro constantiniano (hasta e 311)

    § 1. El Jesús histórico y la fundación de la Iglesia

    E

    L

     cristianismo es una religión histórica revelada y deriva direc

    tamente de la persona histórica de Jesucristo, hombre-D ios,

    y de su obra salvífica. El requisito previo y el fund ame nto de

    toda historia de la Iglesia es, por tanto , la demo stración de la existen

    cia histórica de Jesús y de la historicidad de la fundación de su

    Iglesia.

    1. La existencia histórica de Jesús

    Numerosos autores han cuestionado la existencia histórica de Jesús,

    desde los siglos XVIII y XIX, en nom bre de la ciencia ilustrada y libe

    ral,

     y de la crítica histórica: por ejemplo, Hermann Samuel Reimarus

    ( t

      1768),

     Ferdinan d Christian Baur (f 1860), David Friedrich Strauss

    (f 1874), Bruno Bauer (f 1882) y, posteriormente, en los primeros

    años del siglo XX, sobre todo John Mackinnon Robertson (t 1933),

    William Benjamín Smith (f 1934), Ar thur Drews ( t 1935) y otros .

    Todos estos autores se esforzaron po r presen tar el cristianismo comci

    una invención de los apóstoles, y la figura de Jesús como una perso

    nificación irreal, ficticia y mítica, de nostalgias e ideas religiosas, co-|

    mo un fraude p iadoso realizado po r el círculo de los discípulos, o co

    mo una adaptación y variaciones de las figuras divinas de héroes de

    los cultos mistéricos helenísticos y de Oriente Próximo. La historia

    com parada de las religiones, a la sazón en pleno desarrollo, de scubrió

    de pronto en la vida de Jesús analogías y paralelos con el dios solar

    Mitra (Smith, 1911), con el héroe de la epopeya babilónica Guilga-

    més (Peter Jensen, 1906), con la figura mítica del dios salvador que

    muere y resucita (Richard Reitzenstein y otros). Se pensaba que la

    imagen de la vida y la enseñanza de Jesús,trazada en los evangelios,

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    16

    H I S T O R I A D E L A I G L E S I A

    tenía que ser interpretada como una expresión personificada de las

    aspiraciones sociales de las masas oprimidas (Albert Kalthoff, 1902).

    Todas estas teorías se han abandonado y se ha demostrado que|

    carecen por completo de validez científica. Así pues, no habría sido

    necesario recordarlas si no siguieran perviviendo en la propaganda

    del comunismo marxista. En efecto, fueron Karl Marx y Friedrich

    Engels quienes, adop tando las ideas radicales de su co ntemp oráneo

    Bruno Bauer, transmitieron estas opiniones anticuadas al comunis

    mo, que sigue difundiéndolas actualmente sin espíritu crítico.

    Más peso tuvieron las investigaciones y los ataques dirigidos, en

    nom bre de la crítica textual, por la teología liberal del siglo XIX y de

    principios del siglo XX, a la verdad y la fiabilidad histórica de los

    evangelios. Mien tras tant o, la exégesis bíblica mo dern a, estudia ndo el

    texto sagrado con mayor escrupulosidad y exactitud,

     y

     sirviéndose de

    un método más exacto, planteó la cuestión sobre un fundamento

    nuevo. Con los ensayos sobre la «desmitización» (Entmythologisie-

    rung)  del Nuevo Testamento, Rudolf Bultmann (t 1976) profundizó

    en el conocimiento del complejo pensamiento de la comu nidad cris

    tiana primitiva y de su tradición, que se expresó en la Sagrada Escri

    tura. De este modo hemos aprendido a distinguir la forma expresi

    va «mítica», condicionada por el tiempo, propia de muchos textos

    bíblicos, de su contenido esencial y a liberar de aquel revestimiento

    (=   entmythologisieren,  «desmitificar») su núcleo histórico, con las

    instancias centrales del mensaje neo testam entario sobre la obra salví-

    fica divina en Jesucristo. Otras investigaciones, basadas en el mé todo

    de la historia de las formas  (Formgeschichte) y centradas críticamen

    te en la forma literaria del texto de los evangelios, trataron de poner

    de relieve en el contexto, con m ayor claridad, aquellas parte s y seccio

    nes que constituían las fuentes primarias para la vida del Jesús histó

    rico.

     Y

     mientras, por un lado, gracias a estos análisis, se desecharon

    algunas opiniones ingenuas, recibidas tradicionalmente, que consi

    deraban los evangelios sólo como biografías de Jesús, perfectas des

    de el pun to de vista del contenido y de la cronología, por otro lado,

    se ofreció a los estudioso s la posibilidad de identificar, a par tir de los

    textos neotestamentarios, un fondo común de hechos históricamen

    te probados y resistentes a toda posible crítica.

    Es sabido que ningu no de los cuatro evangelios pretendió ser -y,

    de hecho, no so n- una biografía histórica de Jesús, sino qu e reflejan

    la imagen de C risto, tal como se había formado, sobre el fundamen

    to de la predicación apostólica, en los corazones de sus fieles y ama-

    P R I M E R A P A R T E : L A A N T I G Ü E D A D C R I S T I A N A 1 7

    dos discípulos. No obstante, esto no puede eximirnos de constatar

    que no pocos detalles de los evangelios relativos a Jesús son históri

    camente fidedignos y que bajo el «Cristo de la fe», tal como aparece

    representado en el Nuevo Testamento, es siempre posible identificar

    con se guridad al Jesús «histórico». Así pues , la existencia histór ica de

    Jesús es incuestionable. De hecho, podemos situar históricamente

    con seguridad el comienzo y el final de su vida terrena a la luz del

    contexto histórico contemporáneo: su nacimiento, bajo Herodes el

    Grande, tuvo lugar hacia el año 4 o el 5 antes de la era vulgar, y su

    mu erte en cruz, bajo P oncio Pilato, el 14 o el 15 de nisán de u no de

    los años que van del 30 al 33 d.C. Si bien es cierto que en la base de

    los cuatro evangelios canónicos hay evidentes intenciones teológicas

    y kerigmáticas, también es verdad que sus autores no dejaron por

    ello de remitirse a hechos y circunstancias de su tiempo, y de en mar

    car históricamente, aunque no de un modo rigurosamente cronoló

    gico, los acontecimientos salvíficos. Los evangelistas nos informan

    como testigos oculares y diseñan un a imagen viva y extraordinaria

    mente expresiva de la personalidad, de la doctrina y de la muerte del

    maestro, que sólo es posible captar leyendo sus escritos.

    Por otro lado, la existencia histórica de Jesús está atestiguada

    también en fuentes no cristianas. A decir verdad, faltan documentos

    de origen no cristiano rigurosamente contemporáneos a Jesús, pero

    las afirmaciones de Tácito hacia el 117 (Anuales

     XV,

     44), de Plinio el

    Joven hacia el 112 (Ca rta al emperador Trajano)  y de Suetonio hacia

    el 120

     (Vita Claudii,

     cap. 25), son dignas de crédito y, desde el punto

    de vista histórico, plenamente probatorias, de modo que podemos

    utilizarlas como testimonios históricos seguros. Poseemos, además,

    algunas afirmaciones del historiador judío Flavio Josefo, datables en

    torno a los años 93/94, de las cuales se puede deducir claramente que

    estaba informado de la personalidad histórica de Jesús  (Antiquitates

    XVIII, 5,2

     y XX,

     9,1), mientras que la autenticidad de otro pasaje del

    mismo autor  (Antiquitates XVIII, 3,3) parece bastante dudosa.

    2.   La historicidad de la fundación de la Iglesia

    La cuestión de la historicidad de la fundación de la Iglesia por parte

    de Jesucristo ha sido objeto de frecuentes debates desde comienzos

    de la Edad Mod erna, y se concentra en la pregunta acerca de si Cristo

    predicó únicamen te un cristianismo universal o si, al mism o tiem po,

    dio a su religión una sólida organización en la forma de una Iglesia

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    H I S T O R I A D E L A I G L E S I A

    dente y, por tanto, necesariamente espiritual e invisible, hay que su

    brayar también que la Iglesia está enraizada en n uestro tiem po y ha

    sido fundada para las personas de este mundo visible. En efecto,

    Jesús edificó su Iglesia como comunidad histórica y visible. Toda la

    obra del Señor tendía a esto. Jesús no se limitó a enseñar, sino que

    vivió en com unidad con sus discípulos. Su doctrina religiosa no te

    nía como finalidad fundar una escuela, sino instituir una verdadera

    comunidad de vida, que abrazara toda la existencia, de la que él mis

    mo q uiere ser el corazón y el centro (Jn 14,20ss), y que debía recibir

    de él su principio vital.

    Para caracterizar esta comunión de vida de los fieles con Cristo,

    Pablo se sirve de la imagen del cuerpo (1 Cor 12,12ss), cuya cabeza

    es Cristo y cuyos miembros son los fieles (Ef 2,15ss; 4,12ss; Col

    3,15). En la Iglesia, Cristo sigue viviendo con su en carnac ión, reden

    ción y entrega en la cruz. Dado que ella participa en su ser hu ma no-

    divino y en su ob ra salvífica, ella vive tamb ién su vida. Pablo recuer

    da continuam ente que la vida, la pasión y la resurrección de Cristo

    no son sólo un hecho h istórico objetivo, sino que tenemo s el deber,

    si no queremos que Cristo haya mu erto en vano, de vivir su vida, su

    frir con él su muerte y llegar a ser partícipes de su resurrección.

    Así, la pregunta fundamental que debemos hacernos es ésta:

    «¿Qué pensáis del Mesías? ¿De quién es Hijo?» (Mt 22,42). La res

    puesta sólo puede ser una respuesta de fe: «¡Es el Hijo de Dios ». La

    encarnación es el concepto central del cristianismo. A hora bien, aquí

    termina la competencia de la pura investigación histórica y empieza

    la teología, la cual requiere y presupone una decisión de fe. Dios se

    encarnó en Jesucristo para u nir de nuevo a la human idad consigo y

    estar cerca de ella. En la Iglesia, don de Cristo sigue vivo, Dios se en

    carna nuevamente en la humanidad, por encima de todos los tiem

    pos y de todos los pueblos, para llevar a todos a la salvación.

    El más profundo misterio de la Iglesia está precisamente en su

    identidad con Cristo. En ella continúa la obra que Jesucristo, hom

    bre-Dios, inició durante su vida terrena, una obra que proseguirá

    hasta el cum plim iento en su reto rno al final de los tiemp os. Ella es el

    espacio donde la encarnación del

     Logos

      en este mundo se renueva

    constantemente. Johann Adam Móhler (f 1838) habla precisamente

    de la «incesante enca rnación de Cristo en la Iglesia». En este sentido,

    la Iglesia misma es un p rofun do misterio de fe y de salvación

     (Carta

    a  los Efesios)

     y participa de la enorm e tensión que existe entre la san

    tidad divina y la debilidad humana. La Iglesia recibe su divinidad,

    P R I M E R A P A R T E : L A A N T I G Ü E D A D C R I S T I A N A 2 1

    santidad e indestructibilidad de su divino fundador; la mezquin dad,

    la inclinación al pecado y la inestabilidad provienen, po r el co ntra

    rio,

     de los seres hum anos. Esta polaridad, implícita en su misma na

    turaleza, confiere a la existencia de la Iglesia y a su actividad en la

    historia algo singularmente inquietante. No sólo en torn o a ella, si

    no incluso en su mismo seno y en el alma de cada u no de sus fieles,

    se desarrolla, en efecto, una lucha dramática entre lo divino y

     lo

     hu

    mano, entre lo que es santo y lo que no lo es, entre la salvación y la

    condenación. Es Iglesia de santos e Iglesia de pecadores. En su histo

    ria, como en la vida de cada creyente, esta lucha da origen a constan

    tes altibajos, a continuas oscilaciones entre un estado de elevada es

    piritualidad y una situación de decadencia, dependiendo de cómo

    exprese la Iglesia ante Dios, en la encarnación histórica del

      Logos,

    junto con María, el

     «Ecce ancilla Domini

     - He aqu í la esclava del Se

    ñor» (Le 1,38).

    Redimir y santificar la human idad: éste es el program a vinculan

    te que Cristo ha encomendado a la Iglesia. Así, la condición de la

    Iglesia en la historia debe ser conmensurada, en cada ocasión, según

    el modo y la solicitud con que h a cum plido en su existencia terrena

    este man dato divino. A me nudo , los medios y los métodos de actua

    ción han cambiado y ha n tenido que adaptarse a las exigencias con

    cretas del elemento h um ano ; pero el mandato y el fin siguen siendo

    los mismos. El llamamiento, realizado repetidamente a lo largo de

    dos milenios de historia, a una reforma y a un retorno a la Iglesia

    primitiva, no p uede significar ni la pura repetición, ni la renovación

    anacrónica de las formas de vida de la Iglesia apostólica, sino única

    mente una nueva toma de conciencia más atenta al mandato origi

    nario:

     la prosecución de la obra salvadora de C risto en su palabra y

    en su sacramento, la compenetración del mundo para restituirlo a

    Cristo.

    §

     2. La Iglesia primitiva y la edad apostólica

    Ninguna otra época ha tenido una importancia tan determinante

    para el sucesivo desarrollo histórico como aquella en la que tuvieron

    lugar la fundación y la constitución de la Iglesia en la primera hora

    de la «edad apostólica».

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    H I S T O R I A D E L A I G L E S I A

    1. La com un idad de los disc ípulos

    después de la ascensión de Jesús

    Después de la ascensión de Jesús al cielo, la comunidad de los discí

    pulos se encontró de pronto frente a una situación totalmente nue

    va. Si bien es cierto qu e el Señor, al despedirse de sus discípulos, les

    impartió un inequívoco envío misionero (Mt 28,18; Me 16,15), que

    tenía como contenido la prosecución del anuncio de la salvación y la

    proclamación de la buena noticia de su reinado escatológico, tam

    bién es verdad qu e, al parecer, no les dejó directivas precisas sobre el

    modo de realizar concretamente la vida en común ni sobre las for

    mas que debería asumir la organización de la comunidad. Las opi

    niones de los exegetas a este respecto son bastante discordantes. Al

    gunos teólogos se inclinan más bien a considerar que hay un con

    traste entre lo que Cristo quiso verdaderamen te y

     lo

     que se realizó en

    concreto; pero en relación con esto conviene llamar la atención so

    bre el hecho de q ue los apóstoles y los primeros discípulos, que fue

    ron testigos oculares y auditivos de su predicación, supieron cierta

    mente interpretar la voluntad de Jesús mejor que los estudiosos con

    temporá neos, nacidos casi dos mil años después.

    Es evidente, por otro lado, que la Escritura por sí sola (el princi

    pio del sola Scriptura)  no es suficiente para explicar lo que sucedió,

    y que también la tradición apostólica del cristianismo primitivo d e

    be ser tenida en cuenta como factor cond icionante. En efecto, Cristo

    no proclamó su voluntad en normas y órdenes abstractas, sino que

    la transmitió a sus apóstoles como un mandato vivo; y los discípu

    los que, después de la imprevista ascensión del Maestro, se enco ntra

    ron frente a la misión inmensamente difícil de tener que proseguir

    la obra de Jesús, actuaron ciertamente como auténticos intérpretes

    de su voluntad cuando confirieron a la vida en comu nidad una sóli

    da ordenac ión y a la Iglesia una estructura jerárquica. Jerarquía (en

    griego,  hiera arché+ =  «origen sagrado, poder sagrado») significa

    que esta ordenación es de origen sagrado, porqu e la estableció Cristo

    mismo para la Iglesia.

    Que los apóstoles pudieran haberse equivocado es imposible.

    Según la convicción de fe de la Iglesia, los «doce» eran los deposita

    rios de la revelación divina, que habían recibido directamente de

    Cristo. Cuando transmitieron, en su anuncio vivo de la fe, el patri

    monio de la revelación recibida del Señor, estaban inspirados por el

    Espíritu Santo, y esta transmisión no tuvo lugar sólo a través de pre

    dicaciones orales o palabras escritas (la Sagrada Escritura), sino

    P R I M E R A P A R T E : L A A N T I G Ü E D A D C R I S T I A N A 2 3

    también en múltiples disposiciones prácticas, tanto en el ámbito cul

    tual como en el disciplinar e institucional. Dado que C risto n o dejó

    ningún escrito, todo lo que los doce apóstoles nos transmitieron

    acerca de él, oralmente o por escrito, personalmente o a través de sus

    discípulos directos, es esencial para el cristianismo, pues contiene la

    revelación central del designio divino de salvación para la humani

    dad. Desde entonces, nada nuevo se ha añadido ni podrá ser añadido

    jamás. Toda la revelación del misterio divino de salvación se encuen

    tra contenida y realizada en la tradición apostólica. El criterio para

    establecer la autenticidad de una doctrina de fe ha sido y sigue sien

    do el hecho de que su presencia se pueda demos trar ya en la traditio

    apostólica. Ésta se ha depositado en la doctrin a, el culto y la vida de la

    Iglesia primitiva, y en las Escrituras canónicas e inspiradas del N uevo

    Testamento, las cuales se remontan a este tiempo apostólico.

    A decir verdad, no es siempre fácil establecer lo que pertenece d i

    rectamente al patrimonio de la revelación divina, en este conjunto de

    conceptos del cristianismo primitivo y apostólico, y lo

     que,

     en cambio,

    fue añadido por la posterior reflexión teológica de las primeras com u

    nidades cristianas. De hecho, es posible reconocer claramente que los

    contenido s de la revelación, ya desde la prime ra generación cristiana,

    no se conservaron de un modo estéril, sino que fueron meditados y

    transmitidos con una comprensión autónoma. De modo que muy

    pro nto se realizó una profundización teológica de las verdades revela

    das, sobre todo en lo que se refería directamente a la persona huma

    no-divina de Jesús y su obra salvífica, profundización a la que se sue

    le denominar «teología de la comunidad» de la Iglesia primitiva. Hoy

    constatamos con asombro que esta primera h ora cristiana fue una de

    las épocas más creativas desde el pun to de vista teológico en la histo

    ria de la Iglesia. La reflexión teológica a la que dio origen se depositó

    en la Sagrada Escritura y en la tradición , y exegetas e historiadores se

    esfuerzan hoy conjuntamente por precisar los componentes esencia

    les, para poder distinguirla del patrimonio genuino de la revelación

    divina. No ob stante, la decisión última sobre lo que fue y es el conte

    nido esencial de la fe corresp onde al magisterio eclesiástico.

    El tiempo apostólico fue, desde el punto de vista cronológico, el

    más cercano al tiempo de la revelación y ello explica por qué el cris

    tianismo vive desde siempre convencido de que su ser o no ser de

    penden de la conservación de la  traditio apostólica. No obstante, es

    ta relación de dependencia no puede consistir en atenerse rígida

    mente a las formas de pensam iento y de vida del cristianismo primi-

  • 8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen

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    H I S T O R I A D E L A I G L E S I A

    tivo, ni en el imposible intento de repetirlas, sino que, por el contra

    rio, debe tener en co nsideración el princip io de la tradición viva, oral

    o escrita, y de la ley del desarrollo orgán ico. Un m ero tradicionalism o

    nada creativo sería estéril y no correspondería al principio espiritual

    y orgánico que caracteriza la vida de la Iglesia.

     Si

     bien es cierto que el

    llamamien to a la reforma se ha man ifestado en todas las épocas de la

    historia de la Iglesia y seguirá manifestándose también en el futuro,

    también es verdad que esta reforma, para que se realice de un modo

    justo,

     no puede consistir en un retorno ingenuo a las formas de vida

    cristiana primitiva, como han creído siempre los espiritualistas, los

    sectarios y los herejes, negando así la ley de la evolución histórica y

    del desarrollo orgánico de todas las cosas vivas, sino únicamente en

    la realización progresiva del ma nda to originario que la Iglesia recibió

    de Cristo desde el principio. Reforma significa, por tanto, meditar y

    realizar lo que Cristo encomendó a la Iglesia como un programa que

    se ha de realizar rigurosamente. La Iglesia primitiva observó el divi

    no mand ato de un m odo y con una pureza tan singulares que por ello

    asumen un cierto carácter normativo y ejemplar que, sin embargo,

    no excluye la realidad de un ulterior e igualmente importante de

    sarrollo histórico . En este sentido m ás profu ndo, la Iglesia católica, a

    pesar de su difusión universal y grandioso desarrollo interno, puede

    gloriarse hoy, después de casi dos mil años, de ser aún absolu tamen

    te una e idéntica a la Iglesia del tiempo originario de los apóstoles.

    La delimitación cronológica de este periodo de la revelación

    apostólica presenta, no obstante, algunas dificultades. Generalmente

    se cuenta a partir de la ascensión de Jesús «hasta la muerte del últi

    mo de los (doce) apóstoles», pero no debemos aten ernos con dema

    siada rigidez a este término desde un punto de vista estrictamente

    formal y jurídico. En sentido amplio podemos afirmar que fue el

    tiempo de la primera y la segunda ( ) generación cristiana, que al

    canza hasta la muerte de los últimos y directos testigos del Señor re

    sucitado, que transmitieron su verdad revelada. Así, por ejemplo, la

    Carta a

     los

      Hebreos, escrito inspirado y canónico del Nuevo Testa

    mento, habría sido redactada, según el parecer de m uchos exegetas,

    por un desconocido sabio cristiano alejandrino, perteneciente a la

    segunda generación.

    Nuestras fuentes para el conocimiento de la vida eclesial de este

    tiempo son ante todo los escritos neotestam entarios, especialmente

    los

     Hechos d e los Apóstoles

     y las Cartas de Pablo. Con todo, disp one

    mos también de otros testimonios como, por ejemplo, los escritos de

    P R I M E R A P A R T E : L A A N T I G Ü E D A D C R I S T I A N A 2 5

    los Padres apostólicos, que en parte se remo ntan también a este pri

    mer periodo de la historia cristiana  (Didajé, Primera carta de Cle

    mente) y  poseemos también informaciones de segunda mano sobre

    la situación de la Iglesia primitiva.

    2.   ¿Qu é ima gen de la Iglesia

    muest ra esta pr imera edad apostól ica?

    Los  Hechos d e los apóstoles y las cartas de Pablo nos perm iten enten

    der claramente que, desde el principio, el «ministerio» espiritual fue

    considerado en la Iglesia primitiva como un elemento esencial,

    constitutivo del ordenam iento m ismo de la com unidad. N unca exis-j

    tió una pura constitución carismática que se basara sobre una libra

    acción espiritual y que careciera de ministerios, de un ordenamien-f

    to jurídico y de un patrimonio de fe concreto. En efecto, esta tesis es

    absolutamente incompatible con el concepto paulino de Iglesia. Esto

    vale tanto para las comunidades locales como para todo el con junto

    de la Iglesia.

     Y

     así como los primeros apóstoles recibieron su misión

    para proclamar el mensaje del Nuevo Testamento oficialmente, es

    decir, directamente de Jesucristo (Me 3,13ss; Mt 10,lss; Le 6,12ss),

    también impusieron las mano s para la ordenación ministerial de sus

    colaboradores y sucesores. En ningún lugar aparecen las primeras

    comunidades cristianas constituidas de modo uniforme, sino que se

    presentan, en cambio, como comunidades articuladas y edificadas

    según el principio de la unidad cabeza-cuerpo. Los ministros son lla

    mado s y ordenados p ara representar al Señor invisible y para prose

    guir en su n omb re la obra de la redención, con la palabra y el sacra

    mento. Sólo ellos ejercen las funciones directivas ministeriales, ya

    sea como apóstoles, profetas o evangelistas, al servicio de la Iglesia

    universal, o com o obispos, presbíteros, diáconos, doctores y pastores

    al servicio de cada una de las comunidades (1 Cor 12,28; Flp 1,1; 1

    Tm 3,2ss). Por todas partes reina el principio d e la sucesión ministe

    rial, que deriva directamente de Cristo y de los apóstoles

      (successio

    apostólica), según los grados de u na precisa jerarquía.

    El ministerio no se opone al carisma, que era conferido p or D ios

    para el ejercicio de servicios particulares. Con frecuencia encontra

    mos ministros que eran al mismo tiempo carismáticos (2 Cor 8,23;

    Tt; Flp 2,25; Rm   16,1; Gal 1,19; 1  Cor 15,7) y, viceversa, carismáticos

    a quienes se había confiado la dirección de una comunidad. Pablo

    mismo , por lo demás, era al mismo tiempo carismático y pneum áti

    co, porque, com o buen ministro práctico y racional, sabía que las co-

    P R I M E R A P A R T E : L A A N T I G Ü E D A D C R I S T I A N A 2 7

  • 8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen

    14/240

    26

    H I S T O R I A D E L A I G L E S I A

    mun idades que había fundado recientemente necesitaban una direc

    ción pastoral atenta, realista y enérgica. En el gobierno norm al de la

    Iglesia, los carismas estuvieron, por tanto, sub ordinados siempre al

    ministerio. Con el paso del tiempo , la dirección de las com unidades

    se concentró cada vez más en ma nos de los obispos y los diáconos.

    Los obispos provenían del colegio de los presbíteros, en el que de

    sarrollaban funciones directivas como jefes e inspectores

      (episkopos).

    En algunas comunidades locales encontramos, en la primera hora,

    varios obispos-presbíteros; pero después, y no más tarde del siglo II,

    el episcopado mo nárquico se difundió p or todas pa rtes. En esta ten

    dencia hacia el vértice monárquico que se manifestó pronto en las

    comunidades particulares se ha visto con razón el nacimiento del

    principio del prim ado, que se expresará más tarde en la Iglesia u ni

    versal (Heinrich Schlier, f 1978).

    A la altísima conciencia de fe de la Iglesia primitiva y a sus mi

    siones particulares correspondió adecuadam ente el grupo de los pu

    ros carismáticos, de los que se habla con frecuencia. Su función con

    sistía en atender a la edificación de la comunidad y estaban a dispo

    sición de ésta para servicios particulares, pero no tenían responsabi

    lidades de gobierno. Tenemos también noticias ocasionales de ten

    siones serias que, de vez en cuando, se producían en las com unida

    des entre los carismáticos y los ministros (1 Cor

      1;

     Ap 14,1-2), pero

    que, al final, se superaron siempre con espíritu de am or. Los dones

    carismáticos pasaron a un segundo plano , pero sin desaparecer nun

    ca del todo en la Iglesia.

    § 3.

     La

     marcha victoriosa de la joven Iglesia

    de Jerusalén a Roma

    Los

     Hechos  de los Apóstoles

      nos describen la marcha imparable del

    evangelio «desde Jerusalén hasta los confines de la tierra» (H ch 1,8).

    Esta obra lucana nos ofrece testimonios profundos tanto sobre la ar

    diente y entusiasta actividad m isionera com o sobre la vida interior,

    colmada de intensa actividad caritativa, de la Iglesia primitiv a. Pode

    mos distinguir tres periodos: 1) el periodo judeo-cristiano, que tie

    ne su centro en Jerusalén (Hch

      1,1-9,31);

     2) el periodo que m arca el

    paso del judeo-cristianismo al cristianismo de los paganos converti

    dos,

     con Antioquía com o centro (Hch 9,32-15,35); 3) el periodo de

    la misión de Pablo entre los gentiles (H ch 13-28 ).

    1. La com unida d pr imi t iva de Jerusalén

    La Iglesia madre de Jerusalén gozó, desde los orígenes del cristianis

    mo,  de una con sideración particular. En ella habían actuado los pri

    meros apóstoles que, junto con Pedro y bajo su guía, dirigieron la

    comu nidad, como testigos vivos del Señor. Muchos que habían sido

    testigos oculares de la actividad, la muerte y resurrección de Jesús,

    habitaban todavía en la Ciudad Santa y, llenos de entusiasmo, se

    guían anun ciando la buena noticia de la salvación.

    En Jerusalén, por primera vez, empezó a formarse un patrimo

    nio lingüístico y conceptual de matriz cristiana y una nueva confi

    guración litúrgica. Aun cuand o la joven com unidad tenía conciencia

    de ser sobre todo el cumplim iento del judaismo, participaba en la li

    turgia judía, practicaba las formas de devoción tradicionales y asu

    mió los principios básicos de la organización judía (articulación de

    la comunida d, gob ierno de los ancianos, presbíteros y ministros con

    mandato permanente). Ahora bien, al mismo tiempo se constituyó

    con los apóstoles en una comunidad independiente, caracterizada

    por una liturgia propia que se expresaba en el recuerdo agradecido

    {eucharistia)

      y en la actualización cultual del sacrificio de Cristo,

    mientras «partían el pan en sus casas, tom ando el alimento con ale

    gría y sencillez de corazón» (Hch 2,46), celebrando de este modo la

    cena del Señor. Esta com unidad de Jerusalén dejó u na im pronta de

    cisiva en la vida co mun itaria, el ordenamien to, la piedad y la estruc

    tura litúrgica de la Iglesia. Hacia el 50 d.C, el llamado «concilio

    apostólico» to mó también su primera y difícil decisión, que tendría

    una importan cia suprem a para el futuro de la joven Iglesia, cuando

    estableció que los paganos convertidos al cristianismo no estaban

    obligados a la observancia de la ley judía (Hch 15,6ss.l9).

    La organización interna de la comu nidad estuvo dirigida, en un

    primer momento, por todo el colegio de los doce apóstoles, aun

    cuando se percibe claramente que Pedro tenía un papel de dirección.

    Pablo señala, junto a Pedro, tamb ién a Santiago y Juan como «colum

    nas» de la comunidad (Gal 2,9), pero sólo después de la partida de

    Pedro de Jerusalén

      (ca.

     43/44; cf. Hch 12,17) ocup ó Santiago su lugar.

    De hecho, la tradición lo señala como primer «obispo» de Jerusalén.

    En el concilio apostólico encontramos por primera vez a los «presbí

    teros», pero ya antes se había mencionado a siete diáconos (Hch

    6,lss), con Esteban a la cabeza. El orden jerárquico de los ministros

    aparece, por tanto, completo: el apóstol-obispo, los presbíteros y los

    diáconos eran los guías autorizados de la comunidad de Jerusalén.

    P R I M E R A P A R T E : L A A N T I G Ü E D A D C R I S T I A N A 2 9

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    H I S T O R I A D E L A I G L E S I A

    A pesar de la participación en el culto judío y la estricta obser

    vancia de la ley judía, que hacía que aparecieran, en un primer mo

    men to, casi como un a secta judía, los cristianos se separaron pron to

    del judaismo, porque las características típicamente cristianas de la

    nueva fe determinaron un contraste insalvable entre los seguidores

    de Jesús y la sinagoga. El bautism o cristiano, la oración dirigida a

    Cristo como Kyrios (S eñor), la celebración de la eucaristía, la exclu

    siva comunidad de amor cristiana, que se extendía hasta la entrega

    de los bienes particulares para la comu nidad de los hermanos en la

    fe (Hch 2,44ss.), suscitaron al principio la desconfianza y el rechazo

    y,

     po r ú ltimo, también la hostilidad de los judíos. Se llegó así al con

    flicto abierto, originado sobre todo por la profesión de fe en Cristo,

    y que se concretó en dos violentas persecuciones: la prime ra oleada

    llevó a la lapidación de Esteban, a la expulsión de Jerusalén de los ju-

    deo-cristianos helenistas y a la ulterior persecución por parte de

    Saulo que, más tarde, a las puertas de D amasco, se convirtió a la nue

    va fe y, con el nom bre de Pablo, devino un «instrumento elegido»

    para la proclamación del mensaje cristiano (Hch 9,15-16). La segun

    da oleada de persecuciones, desencadenada por el rey Herodes

    Agripa I (37-44), llevó en 42/43 al martirio del apóstol Santiago el

    Mayor y al encarcelamiento de Pedro, que se salvó milagrosamente

    de la prisión gracias a un milagro (Hch 12,lss).

    Mientras qu e la persecución se dirigió sobre tod o con tra los he

    lenistas, es decir, contra los judíos de la diáspora convertidos al cris

    tianismo, y favoreció la propagación del cristianismo en el mun do,

    los judeo-cristianos siguieron en Jerusalén, donde trataron de con

    servar el favor de los judíos mostrándose particularmente fieles al

    culto judío y al servicio del templo. No o bstante, la tregua du ró p o

    co y se produjeron nuevos enfrentamientos. En

      62/63,

      el apóstol

    Santiago el Menor fue lapidado. Según Flavio Josefo   (Antiquitates

    XX, 9,1,4 -6), el sumo sacerdote Anán, aprovechando la ausencia del

    procurad or du rante la Pascua del año 62, hizo denunciar y condenar

    al «hermano del Señor», cuya actividad se había visto coronada con

    el éxito, y a otros cristianos, acusándolos de haber transgredido la

    ley. Según una antigua tradición (Hegesipo, en Eusebio,  Histor.  Ecl.

    II,  23, 12, 10-18), Santiago «fue arrojado desde el pináculo del tem

    plo y rematado a golpes con un mazo de batán».

    Al comenzar la guerra judía (66-70), los cristianos, reco rdando

    la advertencia y la profecía de Jesús sobre la destrucció n de Jerusalén

    (Mt 24,15ss), abandonaron pronto Jerusalén y fueron estigmatiza-

    dos p or los judíos como renegados y apóstatas. El odio creciente lle

    vó , hacia el año

      100,

     a la persecu ción oficial de los cristianos por par

    te de la sinagoga. La nueva y última insurrección judía con tra los ro

    manos, bajo Bar Kokbá (132-135), infligió a los cristianos que habi

    taban en Palestina otra cruenta persecución p or parte de los judíos.

    De este modo quedó trazada definitivamente la línea de división en

    tre judíos y cristianos y empezó la funesta enemistad entre ambos

    que sería tan perjudicial para ambas partes a lo largo de la historia.

    Con la destrucción de Jerusalén en el 70 terminó también la par

    ticular posición predominante de que había gozado hasta entonces

    la comunidad jerosolimitana.

    2.   La comunidad de Ant ioqu ía

    Antioquía, la primera comu nidad de paganos convertidos al cristia

    nismo y centro de la misión cristiana, adquirió desde su origen u na

    posición importante. La llamada «controversia antioquena» (Hch

    15; G al 2,1 lss) favoreció la clarificación de las relaciones de los ju

    deo-cristianos con los pagano-cristianos. Lamentablemente, no sa

    bemos mucho sobre la estructura interna de la comunidad y, por

    tanto, no podemos decir hasta qué punto fue determinante para el

    posterior desarrollo de las numerosas comunidades que Pablo, par

    tiendo desde Antioquía, había fundado en los tres grandes viajes de

    misión. Es evidente que la comunidad de Antioquía estaba com

    puesta mayoritariamente p or m iembros de origen no judío, hasta tal

    pun to q ue ya no aparece como un a secta judía, sino que fue caracte

    rizada por prim era vez como un a comu nidad religiosa independ ien

    te de «cristianos» (Hch 11,26).

    Fue sobre todo Pablo quien difundió el cristianismo en el mun

    do , tra sp lan tán do lo desde la tierra madre judeo-palestinense y des

    de Antioquía, un centro de la cultura grecorromana del helenismo.

    Después de su conversión, el apóstol estuvo retirado durante tres

    años en el desierto de Arabia con el fin de prepararse para la m isión

    apostólica, y después, invitado po r Bernabé, se dirigió a A ntioquía.

    Con él, «bajo el impulso del Espíritu Santo» (Hch 13,4), emprendió

    el primer viaje misionero, que lo condujo a Chipre y Asia Menor

    (Perge, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe: cf. Hch 13-14).

    En el segundo viaje misionero (hacia 49/50-52), Pablo se dirigió,

    más allá de Asia Menor, hacia Europa, donde fundó las co munid a

    des de Filipos, Tesalónica, Atenas y Corinto (Hch 15,26-18,22). El

    tercer viaje misionero (hacia 53-58) lo llevó, en cambio, a través de

    H I S T O R I A D E L A I G L E S I A

    P R I M E R A P A R T E : L A A N T I G Ü E D A D C R I S T I A N A 3 1

  • 8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen

    16/240

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    Galacia y Frigia, a Éfeso y, desde esta ciudad , hacia G recia y despué s

    de nuevo a Tróade, Mileto, Cesárea y Jerusalén, donde terminó (en

    el 58), porque fue hecho prisionero por primera vez (Hch 18,

    23-21,2 7). Durante este tiempo escribió las Cartas a los Corintios, a

    los Rom anos, a los Galotas y o tras. Ya desde entonces Pablo miraba

    hacia Roma y Occidente (España).

    3.

     Los in i cios de l a comunid ad rom ana

    La comunidad roma na era ya bastante floreciente cuando Pablo, en

    el invierno del 57/58, le envió desde Corinto su carta (cf. Rm 1,8).

    Alguno s años a ntes (en el 50), según lo qu e refiere el biógrafo de los

    emperadores, Suetonio (Vita Claudii 15,4), se habían produ cido en

    tre los judíos romanos tumultos por causa de Cristo   («Judaeos  im -

    pulsore Chresto assidue tumultuantes Roma expulit») y Pablo, duran

    te su segundo viaje m isionero a Co rinto, conoció a dos de estos cris

    tianos expulsados de la ciudad, los cónyuges Áquila y Priscila (Hch

    18,2).

      Ciertamente de ellos recibió información más precisa sobre

    los cristianos romanos y ya entonces, probablemente, decidió em

    prender un viaje hacia Roma. Sabemos, además, que algunos roma

    nos estaban p resentes también en la primera fiesta de Pentecostés en

    Jerusalén (Hch 2,10). Por eso, no es imposible que ya desde los pri

    meros tiempos existiera una comunidad cristiana en Roma. Ahora

    bien, ¿quién la había fundado?

    La tradición más antigua de la comunidad romana atribuía su

    fundación directamente a Pedro.

     ¿Es

     posible que P edro, en 42/43, des

    pués de huir de Jerusalén, ciudad desde donde marchó «a otro lugar»

    (Hch 12,17), llegara inmediatamente a Roma? Esta hipótesis es bas

    tante probable, aun cuando sabemos que en el 50 estaba de nuevo pre

    sente en Jerusalén con motivo d el concilio apostólico. El hecho de que

    no estuviera en Roma cuando Pablo escribió su

     Carta

      a

     los

     Romanos

    (57/58 d. C) , o cuando éste fue hecho p risionero en la misma ciudad,

    no puede ser empleado como un argumento para probar que Pedro

    no estuvo nun ca en Rom a, porque se sabe que todos los apóstoles, im

    pulsados por su celo misionero, viajaron much o y, por ello, nada im

    pide pensar que también Pedro continuó sus viajes, después de haber

    fundado la comunidad romana. La noticia de sus veinticinco años de

    estancia en Roma, que se nos transmite desde el siglo IV (Eusebio y

    Catalogus

     Liberianus), no parece muy fidedigna y, por lo demás, no es

    necesario interpretarla como si afirmara que Pedro había residido in

    interrumpidam ente en Roma d urante veinticinco años. En cambio, es

    de todo punto cierto que Pedro estuvo en Roma: lo atestiguan la

    Primera Carta de Pedro,

     escrita en Rom a en 63/64 (1 P 5,13), y su mar

    tirio, que tuvo lugar durante la persecución de Nerón contra los cris

    tianos, probablemente en julio del

     64 .

     Las recientes excavaciones bajo

    la basílica de San Pedro despejan todas las dudas sobre el hecho de que

    el cuerpo de Pedro fue sepultado en R oma. Aunque su tum ba no ha

    sido identificada aún con exactitud y será difícil precisar cuál es entre

    las numerosas tumbas superpuestas, tenemos sin duda testimonios

    inequívocos de que Pedro fue sepultado justamente en ese lugar. El

    martirio del apóstol en Roma, que la tradición nos ha transmitido

    unánimem ente desde tiempos muy antiguos, debe ser, por tanto, con

    siderado como un hecho histórico seguro.

    La tradición indica que Pedro es el fundador de la Iglesia de

    Roma a través de una ininterrumpida serie de testimonios, que van

    de la Primera carta d e Clemente (ca. 96), pasando por la Carta a los

    Romanos de Ignacio de Antioquía, obispo y m ártir, Ireneo de Lyon

    (Adversus Haereses  III, 1, 1; 3, 2), Dionisio de Corinto (cf. Eusebio,

    Hist. Ecle.

      II, 25, 8) y el presbítero romano Gayo (cf. Eusebio,

     Hist.

    Ecle.  11,25,7), hasta Tertuliano  {De praescriptione  haereticorum,  32;

    Adversus Marcionem  IV, 5) y otros muchos. Junto con Pablo, con

    quien fue martirizado durante la persecución de Nerón, el nombre

    de Pedro está siempre en el primer lugar de todas las listas de los

    obispos romanos, como apó stol fundador. Los obispos roma nos de

    ben su posición particular y su importancia en la Iglesia universal

    precisamente a este origen directo en Pedro; ellos eran perfectamen

    te conscientes de su supremacía y su significado para la Iglesia uni

    versal, reconocido siempre por todas las demás Iglesias. Sobre este

    origen estaba fundada la seguridad y la absoluta fiabilidad de la tra

    dición apostólica en la Iglesia romana, la cual, a través de la cadena

    de los sucesores de Pedro, se mantuvo siempre inalterada en el epis

    copado rom ano y garantizó la pureza de la doctrina cristiana.

    Los sucesores de Pedro fueron Lino, Anacleto, Clemente, Eva

    risto, Alejandro, Sixto, Telesforo, H iginio, Pío, Aniceto, S otero, Eleu-

    lerio, etc. En efecto, éste es el orden presente en la lista de la sucesión

    romana a la cátedra de Pedro q ue ya Hegesipo había e ncontrado en

    Roma, hacia el 160, cuando acudió allí precisamente para docum en

    tarse sobre la auténtica y verdadera doctrina de Cristo y de los após

    toles con el fin de hacer frente a las doctrinas heréticas del gnosticis

    mo. También Ireneo pudo verificar este orden cuando, en el 180,

    acudió a Roma para encontrar allí las fuentes más seguras de la ver

    dad cristiana. Hay que decir, no ob stante, que ambos manifestaron

    32

    H I S T O R I A D E LA I G L E S I A

    P R I M E R A P A R T E : L A A N T I G Ü E D A D C R I S T I A N A

    33

  • 8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen

    17/240

    en esta búsqueda de los obispos roman os m ás interés dogmático q ue

    una necesidad de información histórico-cronológica: en efecto, lo

    que los había llevado a Roma había sido la búsqueda de una verdad

    de fe auténtica e íntegra. En tiempos como aquellos, en los que esca

    seaban las fuentes escritas, la genuina tradición oral tenía la máxima

    impo rtancia. Por eso, cuando era posible basarse en testimon ios fia

    bles y demostrar al mismo tiempo una cadena ininterrumpida de

    transmisión, que permitía remontarse hasta el mismo Maestro, de

    este mo do se garantizaba la autenticidad de la do ctrina. Este emp e

    ño se encuentra, por lo demás, también en el mun do no cristiano: en

    el judaismo (cf. las genealogías del Antiguo Testamento: Gn 5; 11,

    lOss;

     1 Cr 1,9), en las escuelas filosóficas griegas, y en las escuelas

    teológicas islámicas. En estas listas no era tan importante poder es

    tablecer precisos términos cronológicos, ya que la misma sucesión

    de los nomb res poseía un carácter dinám ico y ofrecía, de por sí, ga

    rantía de fe y seguridad doctrinal.

    No debe, por tanto, suscitar asombro el hecho de que, en la lista

    más antigua de los obispos romano s, no estuviese incluida ning una

    fecha. El interés histórico se despertó mucho más tarde y es significa

    tivo que fuera precisamente un historiador el primero que trató de

    establecer una cronología. Eusebio de Cesárea ( t 339), el «padre de la

    historia eclesiástica», intentó fijar, en los diez libros de su

     H istoria

    ecclesiastica,

     o

     Historia de la Iglesia,

     escrita a p rincipios del siglo IV, las

    fechas del comienzo del pontificado de cada uno de los veintiocho

    papas que habían vivido hasta entonces, en sincronía con los empe

    radores rom anos. El mismo Eusebio es también el primer escritor en

    cuya obra encontramos la información según la cual Pedro fue obis

    po de Roma du rante 25 años. Llegó a esta conclusión calculando que

    desde la huida de Pedro de Jerusalén (en el 42) hasta su muerte en

    Roma, que él sitúa en el

     67 ,

     habían transcurrido justam ente 25 años.

    El

     Catalogas Liberianus

      adoptó después el mismo método de Euse

    bio,

     contin uan do la lista de los pontífices del 336 al 354 y tratan do de

    perfeccionar la obra de su predecesor desde un punto de vista esque

    mático, es decir, añadiendo de vez en cuando el día y el mes del ini

    cio de cada pontificado. Huelga decir que sus informaciones no po

    seen ningún valor histórico, aun cuando es posible obtener, con la

    ayuda de los resultados ofrecidos por la investigación histórico-críti-

    ca, algunos puntos de apoyo para poder establecer los tiempos de go

    bierno de cada uno de los pontífices. Así, la lista más antigua se po

    dría compilar de este modo: Pedro (¿t 64?), Lino (¿64-79?), Anacleto

    (¿79-90/92?), Clemente I (¿90/92-101?), Evaristo (¿101-107?), Ale-

    jandro I (¿107-116?), Sixto I (¿116-125?), Telesforo (¿125-138?),

    Higinio (¿136/138-140/142?), Pío I (¿140/142-154/155?), Aniceto

    (¿154/155-166?), Sotero (¿166-174?), Eleuterio (¿174-189?), Víctor I

    (¿189-198?), Ceferino (¿198-217?).

     A

     partir de aquí la cronología co

    mienza a ser más segura.

    §

     4. La propagación del cristianismo hasta el siglo III

    A la sorprende nteme nte rápida difusión del cristianismo, que ya de

    por sí es un misterio de la gracia, contribuyeron muchos factores.

    Los

     Hechos de los Apóstoles

     atestiguan la gran importanc ia que tuvo,

    desde el principio, el judaismo de la diáspora como primer media

    dor del anuncio cristiano. En todas partes se dirigió Pablo en prim er

    lugar a las comunidades judías, que estaban muy extendidas por to

    do el imperio romano. Su voz encontró un eco particularmente am

    plio sobre todo en los «paganos temerosos de Dios», es decir, en

    aquellos grupos que estaban estrechamente ligados al judaismo,

    aunque no pertenecían a él; gracias a este puente, el evangelio pu do

    llegar pronto a los gentiles.

    Aunque los otros apóstoles se unieron a Pablo en la obra m isio

    nera, lamentableme nte no sabemos nada seguro acerca de su activi

    dad; lo que sobre ella nos narran leyendas más tardías carece de va

    lor. En cambio, se puede afirmar que sin su intenso trabajo misione

    ro resulta inexplicable el hecho de que ya en el siglo II el cristianis

    mo se hubiese difundido ampliamente en todos los países de la

    cuenca del Mediterráneo, y que hubiera pene trado incluso en regio

    nes muy lejanas del imperio rom ano. Junto a los primeros apóstoles

    debieron existir, por tanto, desde el primer mo men to, misioneros, es

    decir, apóstoles en sentido más amplio. No obstante, éstos no pue

    den ser considerados los únicos representantes de la misión cristia

    na. De hecho, todos los cristianos actuaron en el mun do que los ro

    deaba y anunciaron el evangelio de Jesucristo. Así, la buena noticia

    de la salvación viajó por los caminos del imperio rom ano con los co

    merciantes, los soldados y

     los

     predicadores. Las primeras com unida

    des surgieron en los grandes centros de com unicación, en las ciuda

    des y, gracias a la protecc ión de la

     pax roma na,

     establecida en el im

    perio entero, el cristianismo pudo arraigarse ya a finales del siglo II

    en todo el mundo civilizado, en la «ecúmene».

    El principal centro de difusión fue Oriente. En Bitinia, Asia

    Menor, tenemos el testimonio, nada sospechoso, del gobernador

    I Minio el Joven, senador y cónsul roman o (en el año 100) que, no m-

    34

    HISTORIA DE LA IGLESIA

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    brado gobernador imper ia l (110-112) en Bi t in ia y e l Ponto, encon

    t ró , ya en e l 112, un número tan e levado de cr i s t ianos que se vio

    obl igado a preguntar a l emperador Trajano cómo había de compor

    tarse con ellos. Éstas son sus palabras:

    «El asunto me parece digno de tus reflexiones, por la multi tud de

    los que han sido acusados; porque diariamente se verán envueltas

    en estas acusaciones m ulti tu d de perso nas de tod a edad, clase y se

    xo .

      El contagio de esta superstición [= el cristianismo] no sola

    men te ha infectado las ciudades, sino también las aldeas y los cam

    pos .

      Creo, sin embargo, que se puede poner remedio y detenerlo.

    Lo cierto es que los templos, que estaban casi desiertos, empiezan

    a ser frecuentados de nuevo y se celebran sacrificios solemn es. Por

    todas partes se venden víctimas, que antes tenían pocos comprado

    res. Y

      de ello resulta fácil deducir a cuántos se les puede separar de

    su extravío si se les ofrece la posibilidad de arrepentirse» (Plinio,

    Carta

     96).

    Si has ta las regiones s ituadas en torn o a l mar Neg ro p resentab an

    ya es ta imagen, no s orpren derá que en las provincias occidentales de

    Asia Menor y Siria no existiera, a f inales del siglo I , ninguna ciudad

    impor tante en la que no se hubiera asentado ya una comunidad cr is

    t iana . La mayor ía de es tas comunidades habían s ido fundadas por

    los apóstoles (sobre todo, por Pablo). En el siglo II existían ya ciuda

    des cuya población era predominantemente cr i s t iana , y también en

    las zonas rurales arraigó posteriormente la nueva fe. Sólo así resulta

    comp rensible q ue, en la segunda mi tad de es te s ig lo , se hubie ra p o

    dido desarrol lar en Fr igia e l montañismo como un movimiento po

    pular y que se hubie ra di fund ido por to do e l pa ís . Por lo demás, pa

    rece que ya an tes del f inal de las persec ucion es, a f inales del siglo III ,

    había c iudades to ta lmen te cr i s t ianas , has ta ta l pu nto que ni s iquiera

    la ter r ib le persecución de Diocleciano pu do ext i rpar su fe.

    Desde Asia Men or y Siria el cristia nism o se propa gó al país de los

    dos r íos . Edessa l legó a ser e l cent ro mis ionero más impor tante y ,

    una vez que el rey Abgaro de Edessa se convirtió con su familia al

    cristianismo en el 200, la posterior cristianización del país se des

    ar rol ló rápidamente . En Dura Europos , junto a l curso super ior del

    Eufra tes , se ha encontrado la capi l la domést ica cr i s t iana más ant i

    gua: un espacio des t inado a l cul to y adornado con abundantes f res

    cos de contenido bíbl ico, que los arqueólogos d atan hacia e l 232.

    Faltan, en cambio, las fuentes sobre los inicios del cristianismo

    en Egipto . Pero todo hace pensar que la mis ión cr is t iana penet ró

    pron to en es ta región. A le jandr ía fue c ier tamente su ce nt ro de di fu

    s ión y pronto se convir t ió también en e l cent ro espi r i tua l más im

    por ta nte , gracias sobre todo a su cé lebre escuela teológica . Sabem os

    que e l obispo De metr io de Alejandr ía (188-231) pu do l levar a térmi

    no la organización de la Ig les ia egipcia y que pro nto surgieron unas

    cien sedes episcopales ; estos datos perm i ten dedu ci r que la cr i s t iani

    zación del país se estaba realizando velozmente.

    En Occid ente, Rom a era el centro eclesiástico. Hacia m ediad os del

    siglo III , el papa Fabián estableció una nueva organización de la co

    mun idad u rbana, que nos permi te ca lcular que sus miem bros eran va

    rias decenas de miles. Es sabido qu e la notable d ime nsión de la com u

    nidad cristiana de Roma le pareció al emperador Decio (249-251) tan

    amenazadora que, se d ice , habr ía acogido con mayor t ranqui l idad y

    serenidad la noticia de la rebelión de u n adversario imperia l , que la in

    formación acerca de la elección de un nuevo obispo de Roma (Ci

    pr iano,  Epistula  55, 9). A pesar de todos los sufrimientos padecidos

    durante las persecuciones , la comunidad romana s iguió desarrol lán

    dose vigorosam ente. Eusebio narra q ue, en el 251 , se reun ieron en u n

    sínodo celebrado en Roma alrededor de sesenta obispos i talianos pa

    ra conden ar a l ant iobispo Novaciano (Eusebio ,

      Hist. Ecle.

     VI, 42, 2).

    También en el norte de África, en el siglo II , el cristianismo ha

    bía echado profundas ra íces . La pr imera not ic ia segura que posee

    mos proviene del re la to sobre e l mar t i r io de Sci l l ium, en Numidia ,

    acaecido en el 180 d.C. De los escritos de Tertuliano (t después del

    220 en Car tago) se deduce que e l núme ro d e los cr i s t ianos presentes

    en el no rte de África en el 212 debía ser muy eleva do (Tertu liano,

     Ad

    Scapulam  2 ,5) . Hacia e l 220, e l obispo Agr ipino de Car tago pudo

    reunir en un s íno do a más de se tenta obispos; veinte años más tarde

    eran ya noventa y parece que hacia finales del siglo III la mayoría de

    las ciudades estaban cristianizadas.

    En la Galia es probable que Marsella tuviera desde el siglo I una

    comunidad cr is t iana . En e l s ig lo I I , las comunidades de Lyon y

    Vienne, en e l va l le del Ró dan o, adquir ie ron gran im por ta ncia . En e l

    ¡ iño 177, 49 cr is t ianos suf r ieron e l mar t i r io en Lyon. El nú me ro de

    comunidades creció en toda la Galia a lo largo del siglo III . Según

    heneo de Lyon, ya en su t iempo exis t ían en la Germania romana

    también comunidades cr i s t ianas . Hal lazgos arqueológicos han re

    velado la exis tencia de lugares de cul to cr i s t ianos que se remontan

    , il siglo III en Tréveris, Colonia, Bonn y, en el sur de Alemania,

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    H I S T O R I A D E L A I G L E S I A

    de los cuales nos informan ocas ionalmente I reneo de Lyon y Eu-

    sebio, pero sin ofrecernos más precisiones. Ireneo afirma que ellos

    habr ían rec ibido sus doct r inas de los apóstoles ( I reneo,

      Adversus

    Haereses

     IV,

     2 7 , 1 ;

      IV, 32,1 ) , pero p ode mo s sos tener que se l imi taron

    a t ransm it i r los d ichos de los d isc ípulos de los apóstoles y , por tan

    to ,  const i tuyen e l segundo es labón en la cadena de la t radic ión.

    Además de es te pr imer grupo de Padres apostól icos en sent ido

    propio , exis ten ot ros escr i tos protocr is t ianos que, según la def ini

    c ión anter ior , no form an pa r te es t r ic tamente de es te grup o, pero por

    su ant igüedad y por la af in idad de contenidos con ot ras obras del

    t iempo apostól ico deben ser t ra tados en es te contexto . Son la

      Carta

    a Diogneto,

      la

      Carta de Bernabé,

      la

     Didajé

      y el

     Pastor

      de Hermas.

    Todos es tos escr i tos t ienen un valor ines t imable para e l con oci

    miento de la v ida y e l pensamiento del pr imer cr i s t ianismo. Nos

    muest ran de qué modo se rea l izó la t rans ic ión de las comunidades

    fundadas por los apóstoles a las nuevas formas ins t i tuc ionales pro-

    tocr is t ianas y cómo el carácter ins t i tuc ional , or ig inar ia mente imbu i

    do de un vigoroso espí r i tu car ismát ico, se d is t inguió cada vez más

    claramen te . Estos escr i tos nos informa n tamb ién sob re e l proceso de

    formación del canon neotes tamen tar io . Y e l hecho m ismo de que a l

    guno s de e l los fueran considerad os a l pr incipio co mo obras p er tene

    cientes al Nuevo Testamento, fueran leídos en la l i turgia y tenidos

    com o no rm a y r eg l a

      {kanon)

      de la fe revelada -como, por e jemplo,

    la

      Primera carta de Clemente,

      el

     Pastor

      de Hermas o la

      Carta de Ber-\

    nabé

      en Si r ia y en Egipto- , nos demuest ra que se s i túan aún en e l

    cent ro de es ta t rans ic ión teológica . Sólo cuand o se e laboró con más

    claridad el concepto de inspiración, que aflora ya en los escritos de

    los Padres apostól icos , se pu do es tablecer una dis t inción en t re la li

    tera tura postapóstol ica y los escr i tos inspi rados del Nuevo Testa

    mento. Es to pone de manif ies to que en aquel momento se es taban

    formando y desarrol lando ot ros muchos conceptos teológicos .

    La pr im era ob ra de la l i te ra tura cr i s t iana ext raneo tes tame ntar ia que

    se pued e data r con p recis ión es la

     Primera carta de Clemente.

      Fue re

    dactada en Rom a hacia e l 96 y es un escr i to de súpl ica y am ones ta

    c ión, d i r ig ido por la comunidad de Roma a la de Cor into , para ex

    ho rtarl a a supe rar los conflictos surg idos en ella y a restablecer la paz

    y la concordia . El autor , según e l tes t imon io u nán ime de la t radic ión

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    más ant igua, fue Clemen te , obispo de la comun idad rom ana y tercer

    sucesor de Pedro en Rom a. La car ta const i tuye e l más ant iguo tes t i

    monio l i te rar io sobre e l mar t i r io de los apóstoles Pedro y Pablo ,

    acontecido «ent re nosot ros», es deci r, en Roma, y nos of rece tambié n

    preciosas informaciones his tór icas sobre las dos pr imeras persecu

    c iones cont ra los cr i s t ianos en Roma, bajo Nerón y Domiciano. Al

    hablar del conflicto entre los corintios, Clemente se expresa de tal

    modo que no es pos ible pasar por a l to una c ier ta autoconciencia ,

    fundada en una autor idad super ior , que no se puede expl icar a lu

    diend o a l carácter roma no en genera l , s ino que se vincula c larame n

    te a Pedro y su posic ión preem inente . Aunq ue en todo e l escr ito es tá

    presente un ton o de exhor tac ión f ra terna , «no obstante , no se puede

    hablar en rigor sólo de una   correctio fraterna  general» (Fischer, 12),

    s ino de a lgo más . «Aun cuan do en ning ún lugar d e la car ta se af i rma

    expresamente la pos ic ión pr imacia l de Roma, no se encuentra ni

    un solo pasaje que pueda cont radeci r la . Todo lo cont rar io», cont i

    núa Fischer , c i tando textualmente a Ber thold Al taner

      (Patrologie

    [Patrología], 1960

    6

    , 81) yAdolf von Harnack   (Einführung in die alte

    Kirchengeschichte

      [Introducción a la historia de la Iglesia antigua],

    1929, 99), «se afirma expresamente el espíritu, la fuerza y la reivin

    dicación por par te de Roma de una posic ión par t icular f rente a to

    das las demás comunidades . . . Es to parece conf i rmado también por

    la consideración tan par t icular de que gozó la

      Carta de Clemente,

      ya

    en el siglo II». Este escrito, aun cuando está muy lejos del esti lo de

    las decretales, que será propio del papado medieval, se expresa ya de

    modo autor i ta t ivo.

    Así como Clemente de Roma fue , según e l f idedigno tes t imonio de

    Ireneo, fue un fiel discípulo de Pedro y de Pablo, también Ignacio de

    Ant ioquía fue , mu y probab leme nte , d isc ípulo de es tos dos apóstoles .

    Com o ob ispo de Ant ioqu ía en Si r ia , es deci r, de la com unid ad cr is

    t iana que fue di r ig ida durante un c ier to t iempo por e l mismo Pedro,

    Ignacio se convirtió en su sucesor, según el testimonio de Orígenes

    y Eusebio . Durante su juventud conoció de seguro personalmente a

    Pedro y a Pablo . Una t radic ión mucho más tardía (Jerónimo, en e l

    siglo IV) lo presenta como discípulo directo del apóstol Juan, y na

    da impide pensar que la af i rmación es verdadera , ya que Juan vivió

    en Éfeso has ta una edad muy avanzada.

    Poseemos siete cartas auténticas de Ignacio, que fueron escritas

    sólo unos años después de la

      Carta de Clemente.

      Durante e l re inado

    40

    H I S T O R I A D E LA I G L E S I A

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    del emperado r Trajano (98-117), probableme nte hacia el 110, Igna

    cio fue arrestado por el hecho de ser cristiano y conducido a Roma,

    donde sufrió el martirio, desgarrado por las fieras. Durante este últi

    mo viaje, mientras era vigilado y tortura do por los soldados, redactó

    en Esmirna y Tróade cartas de agradecimiento para las comunidades

    de Éfeso, Magnesia y

     Trales

     que, en el camino, le habían dado mucho s

    consuelos; y escribió otras cartas, dirigidas a las Iglesias de Filadelfia

    y Esmirna, a Policarpo, obispo de esta última ciudad, y a la com uni

    dad cristiana de Roma, «la cual preside en la caridad». Todos sus es

    critos abundan en pensamientos edificantes  y, desde el punto de vis

    ta histórico, atestiguan que, en aquel momento, el episcopado mo

    nárquico se había impuesto en las regiones donde ejerció su ministe

    rio. Un único obispo está al frente de las comunidades, e Ignacio ex

    horta con estas palabras: «Seguid todos al obispo como Jesucristo al

    Padre, y al presbiterio como a los apóstoles; en cuan to a los diáconos,

    reverenciadlos como al mandam iento de Dios. Que nadie, sin con tar

    con el obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia. Sólo ha de te

    nerse por válida aquella eucaristía que se celebre por el obispo o por

    quien de él tenga autorización. Dondequiera apareciere el obispo, allí

    esté la comunidad, al modo que dondequiera estuviere Jesucristo, allí

    está la Iglesia católica»

      (Carta

     a

     los Esmirniotas

     8,1). Ignacio desarro

    lla ya una teología del episcopado, en el cual ve encarnada la unidad

    de la Iglesia: Cristo, el obispo y la Iglesia son una sola cosa.

    En su C arta a los Romanos, Ignacio atribuye inequívocam ente a

    la Iglesia de Roma una posición única y no se limita a ensalzar su

    actividad caritativa, sino que alaba -en evidente conexión con la

    Carta de Clemente, que indudablemente debió conocer- su firmeza

    en la fe y su doctrina, de mo do que «se percibe ya claramente la par

    ticular autoridad y la efectiva preem inencia de la com unida d roma

    na». (Altaner, Patrologie  [Patrología], 86). A su herm ano , el obispo

    Policarpo, que lo había acompañado en Esmirna, le recuerda desde

    Tróade su deber pastoral y le exhorta a mantenerse firme, durante

    la persecución de los cristianos, como un y unqu e bajo los golpes del

    martillo.

    De Policarpo, obispo de Esm irna, que en su juventud había escucha

    do personalmente la enseñanza del apóstol Juan y que había sido

    nombrado obispo por él, se conserva una  Carta a los  Filipenses.  En

    realidad, está formada por dos escritos, el primero de los cuales fue

    redactado duran te el viaje a Roma, hacia el 110, y el segundo unos

    años después, hacia 111/112 (Fischer). Policarpo murió mártir a la

    edad de 86 años, en Esm irna, en 155/156 o en 167/168. De su con

    movedora muerte (fue quemado vivo en la hoguera sobre la arena)

    nos informa un escrito  (Martyrium Polycarpi),  sustancialmente au

    téntico y fidedigno, compilado po r u n testigo ocular y enviado, por

    encargo de la comunidad de Esmirna, a la Iglesia de Filomelio en

    Frigia.

    En cambio, se conservan sólo unas pocas líneas de una

     Apología

    perdida de Cuadrato que el autor había enviado, hacia el 125, al em

    perador Adriano (117-138) para defender el cristianismo. Se sigue

    debatiendo si este escrito coincide, como a veces se ha afirmado, con

    la Carta a Diogneto. También se conservan únicame nte algunos frag

    mentos de las Explicaciones  de las palabras  de l Señor,  escritas por el

    obispo Papías de Hierápolis hacia el 130.

    Al segundo g rupo de los escritos atribuidos improp iamente a los

    Padres apostólicos pertenecen la

     Carta de

     Bernabé, de la primera mi

    tad del siglo II; la C arta a Diogneto, un magnífico «testimonio espi

    ritual de fe en la revelación y autoconciencia cristiana», dirigida por

    un autor desconocido, hacia la mitad del siglo II, a un pagano de al

    to rango, llamado D iogneto; la Didajé o D octrina de los doce apósto

    les, que comprende el más antiguo ordenamiento eclesiástico cono

    cido y una descripción de la vida litúrgica de l