las revelaciones

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Adelanto de la novela Las revelaciones.

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Page 1: Las revelaciones
Page 2: Las revelaciones

© Sara M. Bernard, 2015

Ilustración de portada: Pedro LópezDiseño de portada: SMB

ISBN: en tramitación

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Behind joy and laughter there may be a temperament,

coarse, hard and callous. But behind sorrow there is always

sorrow. Pain, unlike pleasure, wears no mask.

Oscar Wilde

Detrás de la alegría y la risa, puede haber una naturaleza vulgar,

dura e insensible. Pero detrás del sufrimiento, hay siempre

sufrimiento. Al contrario que el placer, el dolor no lleva máscara.

Oscar Wilde

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PRECESIÓN22 de octubre - 7:27 a.m.

Mi objetivo es que te envenenes y mueras. Que te descompongas en mil rastros y pueda encajarte de nuevo, cada pieza en un sitio equivocado. Ya no sabrás cómo andar sobre las manos, injertadas en los tobillos. Tu cráneo será una parte del codo derecho, externo, y de la curva en el omóplato izquierdo, por arriba. Mirarás con inquietud porque todo permanece en su lugar y no te lo explicas: las manos salen de las muñecas; la cabeza, sobre los hombros. ¿Qué ha cambiado entonces? Ahora eres una sombra deshilachada que camina sobre la tierra. Esto es lo que llamáis vida normal. Lo que nosotros llamamos muerte. Ya no podrás ignorarlo. Y esto es lo que quería decirte: todos a mi alrededor acaban intoxicados y mueren, tú no vas a ser la excepción. Por eso me han mandado a tu lado, para envenenarte, despacio, pero

definitivo. ¿Un ángel exterminador? Por favor, qué obtuso y típico, no. Es para que nos hagas caso.

Te daré una pista: ¿tienes hambre? ¿La has sentido alguna vez? ¿Has buscado con tanta intensidad un sentido al mundo -que no tiene sentido alguno- hasta que esa necesidad urgente se ha transformado en una pulsión física, que podrías adjetivar como... gástrica? ¿Una incertidumbre tan espesa que no sabrías distinguirla del cemento? Es la señal inequívoca de que empezó tu descomposición. Quizá ya se inició tiempo atrás, qué importa. Mi encargo es terminarlo, porque mi silencio es tu destierro. ¿Lo sientes? Aún es posible que hayas muerto y estés paseando sobre el asfalto con una (nuestra) identidad prestada. Y que te niegues a ver lo que ocurre. Pero ya no puedes ignorarnos más.

¿Cierras los oídos otra vez? Por qué cierras los oídos. Sabes que estoy en lo cierto, en el fondo lo sabes, lo presientes, en el fondo de ese párrafo donde tratas de saciarte. Porque es una actividad tan pueril, la tuya, buscar la respuesta en manuales, la tuya, para convencerte de que habrá una solución -un diagnóstico, una excusa, un nombre, una

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pastilla- que te regrese al estado previo, sin ansiedad, mientras ofreces tu espalda como si nada ocurriera. Que te regrese a estar inconsciente. Algo pasa, pero no sabes qué, ni cómo, ni dónde. Crees que ignorarlo hará que se borre. Olvídalo, eso no ocurrirá. Hoy te lo anuncio: no hay manera de pararlo. Ya no. Esta cuenta regresiva será la definitiva, última, dosis de veneno. Y ahora, ¿qué vas a hacer?

Porque si no nos haces caso, si sigues ignorando el aviso, esta vez acabarás en el fondo del puente, Claudia.

Yo me encargaré de eso.

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PRIMERa PARTE

normAL

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22 de octubre - 6:57 a.m.

Ya es viernes, serán las siete. Desde este puente se ve la autovía y también mi cadáver hecho un guiñapo, ahí abajo. O sólo imagino que voy a tirarme, por vergüenza estética no puedo hacerlo. Qué coño, porque estoy muy borracha. Y cansada. Borracha, cansada y mareada, todo es una alucinación. La A-7 entera gira como una serpiente naranja, autovía del Mediterráneo, y el puente gira al compás, y yo también, y el Mediterráneo entero y nadie se marea. No tengo fuerzas para llegar encima de la barandilla, esa es la realidad patética, en un viernes patético, para llenar una noticia patética de los titulares de prensa del viernes. ¿Viernes? O del sábado. Intento frustrado de suicidio por pesadez de culo. Ja. ¿Es ya viernes? Porque hace una hora que debo estar aquí puesta, observando, no sé el qué porque no pasan demasiados coches, se me han pegado las manos. O ha sido... ahí te quedas, zorra, hasta otra. ¿Por qué no te coges un taxi, Claudia? Porque no, yo siempre me voy andando cuando estoy borracha o no me despejo, hace quince minutos que me despedí de Nadia. Y me he parado a mirar desde la barandilla. Pocos coches. Antes ha pasado uno negro, haciendo uves dobles de carril a carril. Otro borracho. Pero es día laborable todavía, dónde estará el puñetero tráfico que satura este punto negro a cada rato. El cielo clarea por un lado pero sigue oscuro por el otro y así no hay manera de tirarse. ¿Al asfalto, sin más? Qué muerte tan ridícula y poco estética. Otro coche, por fin, un Golf plateado. Este va recto. Un Volkswagen que vale un pastizal. Baguen. Buajen. Buaguen. Mira que Nadia lo explicó la semana pasada y ya no me acuerdo, con el ejemplo de Swarovski. Las diferencias entre ruso y polaco y ucraniano de Kazajistán, o yo qué sé de dónde era Nadia. Que tía. Y si no fuera por ella no estaría aquí, a estas horas, que no sé qué horas son. Es el tipo de chica que me produce miedo y curiosidad al mismo tiempo porque polariza el mundo a sus pies. Porque es ella la que nos ha organizado a todas, perfectas desconocidas compañeras de trabajo. O ahora ex compañeras. Y da miedo porque me gustaría ser... así... mientras intento esconder mi pequeñez, y eso crea demasiada tensión mental, y

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ella es una maldita rusa con acento del sur. ¿Cuántos acababa de cumplir? Uno más que yo, así que los 32. Y mide lo mismo de alto. Pero luego tiene esa tez blanca perfecta, que no es ni lechosa ni rosácea, como la de tantos guiris que se pasean en vacaciones, rosa gamba. Y además es rubia natural, con cejas rubias y pestañas rubias, que es el truco para dar aspecto rusoide. O será la nariz de líneas rectas. Porque todo lo demás en ella es escándalo y ruido, siempre con ocurrencias divertidas y anécdotas, siempre dirigiendo. Y las demás, que nos dejamos hacer. Y repetimos, repetimos, como esa frase que hemos repetido esta noche, sus frases se pegan, se propagan, se repiten, como si fueran anuncios de la tele. ¿Cuándo fue? Creo que en el tercer día de trabajo, a la vuelta, me tocaba conducir a mí. Chicas, sabéis que en polaco “kurva” significa... ¿puta? ¡Cuidado, una señal de curvas peligrosas! Y así todo el camino, con intenso dolor de estómago por la violencia de las risas y un momento de hacer uves dobles por la carretera cuando empecé a ahogarme con el cigarrillo. Y a la otra se le escurre el suyo por el asiento, no sé quién fue, y Luisa ahogándose con la tos, y atrás las risas a gritos porque iban a quemar el coche, y otra curva hacia la izquierda, luego derecha y dolor de estómago y otra señal de curvas peligrosas, como para olvidarse de la palabra. Y creo que tengo frío en las manos. Acumulo tantas anécdotas porque hace mucho que no salgo. No es mala idea hacer un esfuerzo por despegarme del metal donde estoy incrustada. Ahora sí, soy yo la que gira y el resto del escenario se queda paralizado. Argh. Desde un poco más arriba, al horizonte veo una señal triangular. Oh, no. Roja, blanca y con un trazo negro que imita una curva...

...

...Me he quedado sin tabaco. El de emergencia en el bolsillo

pequeño. ...Es curioso que no haya echado en falta el tabaco durante el

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congreso. No fuméis demasiado en la puerta, que da mala imagen. Con el dolor de pies, como una farola a la entrada, no he tenido tiempo para pensar en otra cosa. Buenos días, pase por el mostrador de acreditaciones, deme tabaco, gracias, thank you. Ahora también me duelen muchísimo los pies pero nada que ver. Esto ha sido por bailar como una poseída. Posesa. Poseída del mal, my dream (manos al corazón) is to fly (brazos arriba) over the rainbow (semicírculo) so high (saltos), bis, etcétera. Algún ligamento en el cuello ha crujido, como si no fuera suficiente con los pies. Arriba y abajo, dolor desde los pies hasta el cuello, abajo y arriba. Y no ha sido para tanto, ni nos hemos movido del segundo pub. El del nombre que no me acuerdo y la bola de cristal, esa bola de cristal del tamaño justo -ni minúscula ni gigante- que no paraba de mirar embobada durante cada so high y algunos estribillos siguientes de canciones. Ahí me he hecho daño en algún ligamento del cuello, con la cabeza volcada hacia el techo. Porque nos hemos movido poco en toda la noche. Y no recuerdo qué nombre tiene ahora el sitio, es el mismo sitio que hace años era el... no sé, y ahora es... tampoco recuerdo, no me sale. Bolas de cristal y espejos. La bebida estaba asquerosa, seguro que garrafón a precio normal, las encías me saben a cicatriz de dentista y no a bebida. Mañana lo sabré. Luego, cuando haya dormido. O ahora mismo, que no consigo despegarme de aquí, que de repente he visto que me tiraba barandilla abajo, así de fácil, sin ningún motivo violento, sólo porque sí, porque sí, por qué no, tanto como me duele el hígado y el vértigo tan tremendo por la falta de costumbre en sudar y bailar y metabolizar ese alcohol, garrafón del malo, mañana lo sabré, o luego, cuando haya dormido unas horas. Pero esa imagen, como un chiste de dibujos animados o una película superpuesta, esa visualización preventiva, qué más da con lo cansada que estoy, me tiro y plof. Qué gracia. Es gracioso lo que imagina una mente borracha. Y absurdo. Tan absurdo, ahí puente abajo, que parece un chiste. O patético. Tan patético que ahora, en alguna franja horaria del mundo, seguro que alguien acaba de morir de sed mientras mi hígado va hasta arriba de

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líquido innecesario. ¿Por qué todo es tan ridículo? Y alguien también estará en un jacuzzi de mármol de Carrara, grifería de oro, y pistolas y coca, podrido de pasta, y no sé por qué me imagino a Nadia bailando el over de rainbow ante una pandilla de mafiosos. Todo tan bizarro y truculento, la típica imagen del submundo que sale en las películas, submundo de lujo y películas como Show Girls. Y putas. Y lujo. Y putas de lujo. Si le cobrara a Mario cada vez que me echo encima de él o lo intento, la lista Forbes y Bill Gates palidecerían con mi cuenta corriente. Aunque tampoco creo que pagara ni un céntimo, esa es la verdad. Y bien. Y ya, tengo que seguir andando hasta casa. No hay demasiados coches todavía.

22 de octubre - 16:05 p.m.

El sol de las cuatro tarde entra por el gran ventanal de la terraza, con las cortinas abiertas de par en par y una claridad que reverbera en las paredes del salón. Demasiado brillante para ser octubre, le parece a Claudia, un fin de semana de tiempo excelente para dar paseos, antes del otoño frío de verdad. La resaca ha convertido su cerebro en un doloroso saco de agujas, y apenas se ha levantado de la cama vacía, con pasos tenues y cortos para que no retumbaran en su frente, ha vuelto a la misma posición horizontal pero en el sofá, delante de la pantalla plana de la televisión y un canal aleatorio, el sonido al mínimo.

Mario ya ha llegado del trabajo para el almuerzo y descansa en el otro cuarto con su ordenador. Tráeme un café, por favor, ha susurrado Claudia, exhalado, apenas dicho, temerosa por si el volumen de su propia voz le provoca más dolor de agujas en la cabeza. La náusea global, desde la punta de los pies doloridos a la punta del cabello, aumenta por la extrañeza ante la propia náusea: no ha habido tal borrachera ni tanta fiesta como para provocar un derrumbe de estas características. Toda la piel del cuerpo está enfebrecida, nota Claudia, que no sabe si pedirle a Mario que se acerque y la abrace cuando traiga el café, para acompañar esa sensación de cosquillas en la espalda, o al

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contrario, que intente moverse sin respirar porque sus pasos retumban en toda la casa, en las paredes, en su cerebro acuoso, en el edificio entero.

Un vaso de café, un buenos días, un ¿todo bien, no? estándar y un beso en la frente. Mario regresa a lo que estaba haciendo y Claudia se sumerge por completo en su sensación de extrañeza, junto a la imposibilidad de sus ojos para enfocar bien el programa de televisión ni reconocer uno solo de los rostros que dialogan en pantalla.

Hace no tanto tiempo se juró a sí misma que eso no le ocurriría nunca; no sería el típico adulto que considera aburrido salir de noche, bailar de noche, beber de noche, sin otro motivo último que salir, bailar o beber porque sí. Se juró que nunca sería aburrida, que eso era de otra época, otra generación, la queja estúpida de por qué sale tanto la juventud, cómo se divierten así. Pero la biología le está quitando la razón. Claudia no recordaba así la resaca, tan dolorosa, tan extraña y fuera de sitio. Tan cansada. Ha perdido el entrenamiento para salir, es algo tan lejano de su sofá marrón, sus cortinas abiertas y su terraza que quizá fue en otra vida, reflexiona. El formalismo de un empleo estable, una vida tranquila con Mario, la preferencia por ver una película en casa acurrucados en el sofá o una cena de larga preparación en la cocina -ni siquiera en un restaurante- mejor que la noche exterior, porque a él no le gustaba salir como entretenimiento, ya era viejo antes de ser viejo, una vez, otra, y otra hasta que se transforma en una costumbre, y de costumbre pasa a modo de vida común, al modo de vida normal, y ya no hay otra manera de hacer las cosas.

Pero ni siquiera es tan sencillo como divertirse porque sí. El valor que le otorga Claudia a la vida nocturna ha sido (había sido, hasta que se transformó en vida no solitaria) el del movimiento de espíritu, una conexión inefable con la sensación de tribu, el acto de bailar a la noche como gran fiesta de comunión entre el grupo y los ancestros y quizá algo más. En ese éxtasis perdido es donde se almacenan las verdades del mundo. Sólo que esto no lo explicaba nunca así; se limitaba a una

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visión quirúrgica de me gusta salir como a todo el mundo, me gusta mucho bailar. Su forma corporal atlética era adorno suficiente para el interlocutor, al que realmente apenas le importaba otra cosa que hora y sitio donde beber hasta la inconsciencia, pasando antes por la fase de ligar y enrollarse con quien se pusiera a tiro.

Jamás había perdido de vista que era una actividad peligrosa e inútil si el único beneficio era bailar como en un tribu. Sobre todo peligrosa, desde el eje central de estropearse el hígado bebiendo con ansiedad y fumar en cantidades más altas que durante el día (sin contar las sustancias ilegales de alguna rave oculta) hasta exponerse a situaciones muy molestas como robo de bolso con documentos vitales o robo de chaquetas o peleas varias. Y exponerse al frío acumulado por entrar y salir sudando de los bares, hasta el punto inevitable de un resfriado posterior. Y también, sobre todo, la parte más horrenda de todas, el peligroso espejismo de la amistad y de la atracción, el dios Baco planeando al unísono sobre centenares de hígados. Todos son amigos y todos te desean y quieren estar contigo bajo la niebla etílica; al día siguiente nadie se acuerda, aunque Claudia se acordara palabra por palabra, gesto a gesto, aunque hubiera regresado a cuatro patas y con los tacones en las manos, no perdía la memoria. Sin embargo, a pesar de estos detalles negativos, el análisis de los adultos viejos que decían no entender esa actividad tonta le ha parecido siempre muy triste, personas domesticadas sin conexión con su lado salvaje, o peor aún: que canalizan ese impulso de generaciones de humanos, sin darse cuenta, sin asumirlo conscientemente ni identificarlo, a través de actividades como concentrarse en manada a jalear partidos de un equipo de fútbol.

No, a ella no le ocurriría nunca, se había prometido. Y acababa de ocurrir, un jueves por la noche. Preferiría no salir más, no tiene sentido y duele. Ahí está, el gesto a cámara lenta, lentísima, de incorporarse unos centímetros sobre la horizontalidad del sofá marrón, para alcanzar el

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vaso de café que se está enfriando sobre la mesa, sin que las agujas que flotan en el líquido que parece su cerebro le pinchen demasiado. La náusea es tan desagradable que Claudia no puede dejar el cuerpo a la mitad, sus abdominales tienen agujetas, como fiebre, aprovecha el impulso para quedar sentada por completo. La luz es menos dolorosa ahí pero el sonido al mínimo de la televisión, llena de desconocidos, se percibe más potente. A cámara lenta, otra vez, Claudia ve su propia mano extenderse, rodear el cristal y llevarse el café aún templado a la boca.

Y ahora qué, piensa. Cómo es posible, se avergüenza. Tampoco está en tan mala forma física. Tampoco bebió demasiado, no puede hablarse de borrachera escandalosa. Un poco pedo, tal vez. El puntillo apenas. Por qué está sensación de escombro físico. Y el cansancio, para qué salir una próxima vez, si no lo pasó tan bien como se suponía que debía pasarlo. Es posible que haya transcurrido más de un año desde la última vez, también. Y antes de eso, otro año. Y antes, otro año desde que fuera lo habitual. Porque le duele algo más aparte de lo físico, y es el cálculo del tiempo que lleva con ese estilo de vida tranquilo, porque a Mario no le gusta salir y desde siempre ha tenido el razonamiento de viejo sobre el tema. Ahora le parece imposible, por ejemplo, una fiesta continua de ocho días como la Feria, le produce cansancio adelantado, cuando en su momento fue algo tan espontáneo y natural. Sí, es una actividad tonta. Y la perspectiva de que eso sea la vejez, proceso futuro, que el cuerpo empiece a gastarse y ya no aguante como se quejan los ancianos, ¿será esto? barrunta Claudia con pánico.

La Feria se despliega entonces desde alguna parte de su cerebro dolorido, es agosto, es el sur, termómetro por encima de los 35 grados centígrados y quizá el estereotipo del folklorismo con vestidos de lunares y bailar sevillanas, que sí que lo hay, pero nada tiene que ver con la verdadera feria de los espíritus errantes. La feria infinita fue una tradición creada y voluntariamente asumida bajo las normas de su pequeña existencia, tal y como aceptó otras tradiciones sociales sin poder opinar. Pero esta sí, con su punto álgido en una que marcó el

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antes y el después de todas las ferias. Esa ocasión vivió los ocho días casi completos de festejos, sin proponérselo, curiosamente todo lo que a la larga es importante sucede de manera casual, reflexiona Claudia, sin planes maduros ni delimitados, arrastrada por las circunstancias como si no tuviera capacidad de decisión sobre nada concreto de su vida; la previsión era salir algunos días (sólo algunos) con su grupo habitual de amigas, las del instituto. Todo iba bien durante las primeras horas bebiendo y danzando de un sitio a otro, el primer día, cuando el grupo se peleó hasta partirse en dos, cada trozo hacia un bar diferente, dejándola huérfana con su instante de duda sobre qué facción tenía que (o quería) escoger. Apenas sí recordaba qué ocurrió exactamente, la protagonista fue la prima de alguien, de la que ya entonces no conseguía retener su nombre. Una tipa de la misma edad que se apuntaba a sus últimas salidas grupales, aunque les llevara siglos de ventaja: había dejado el instituto, no tenía previsto estudiar una carrera ni una formación profesional, trabajaba los fines de semana en discotecas famosas y ganando un pastón, quizá por sus tetas gigantes y naturales, y le encantaba, sobre todo, marcar los tiempos de permanencia en un sitio o movimiento hacia el siguiente. Su prima carnal, la compañera de clase de naturaleza tranquila y discreta, estalló con los vapores del alcohol para gritarle que ya no diera más órdenes.

Claudia se vio en medio de la calle, rodeada de gente igual de borracha que ella, decenas de feriantes sudorosos, incapaz de decidir cuál de las direcciones opuestas le llamaba más la atención. Y cuando por fin lo hizo y echó a andar hacia uno de los sitios donde dijeron que iban, a codazos entre la multitud, se cruzó con otra gente, otro grupo de amigos de sus clases de teatro, que habían decidido con antelación (y sin poder avisarla por algún problema técnico, algún otro guardaría su teléfono y al final no lo tenía nadie) que pasarían la semana juntos.

Desde ese encuentro fortuito empezó la jornada laboral feriante que se mantendría sin interrupción. Vivir para salir, lo más normal del mundo. Todos los días. Quedaban alrededor de las dos de la tarde en el

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mismo bar de la plaza, corrían las invitaciones entre unos y otros de vasos de tinto con casera o con limón (un litro por persona), en esos vasos de papel plástico y la marca coca-cola tan inútiles, cuyo fondo empezaba a deshacerse a medida que se derretían los cubitos de hielo. Después de eso, las botellas de litro o de tres cuartos de litro de vino dulce, una marca especial e indígena que se comercializaba sólo para la feria, y danzar de un sitio a otro por las calles atestadas de seres humanos, pasar calor y sudar, beber más, beber mejor.

Al ir de un bar a otro se chocaban con epifanías, a veces: en estrechos callejones del centro, con la música resonando en las paredes y seres humanos apretados, de manera espontánea bailoteaban una canción famosa con su coreografía famosa, perfectos desconocidos al unísono, el clímax colectivo de tribu fuera del paisaje de un concierto o un partido de fútbol, el poder de la masa en trance en mitad de la calle. Y la sensación de que la noche se había sacado a la luz, la mitad de los bares con sus altavoces machacones en la calle, el resto de par en par a las cuatro de la tarde, los mismos sitios que sólo estaban vivos a las cuatro de la madrugada.

Y bailar de un sitio a otro hasta casi la hora de la cena, cuando las ordenanzas municipales indicaban el corte de la música. Regresar a casa para cenar algo, una ducha y ponerse otra ropa. Ahora sí, al Real de la Feria, donde la noria y las atracciones, las casetas, más música, el equivalente de otros tantos lugares de marcha, la misma actividad hasta el amanecer, las 7 de la mañana; quizá un desayuno de chocolate y churros o café antes de clausurar la jornada. Irse a dormir, levantarse para el almuerzo y salir sobre las dos de la tarde al lugar de la plaza para volver a empezar. Así toda la semana. Ahora sería impensable, imposible, ese ritmo. Cómo, cómo el cuerpo, tanto moverse. Cómo tantos litros de alcohol, medidos por litros y no por vasos, en el hígado. Y todo ese ritmo, además, sin otras sustancias que alcohol y tabaco.

Claudia ahoga su náusea especulativa en otro sorbo de café con

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leche y tres cucharadas de azúcar. No echa de menos el alcohol. Ni otras drogas. Ni la despreocupación de tener siempre dinero con la paga de los padres. Ni la diversión. Si algo echa de menos, y por eso han saltado las imágenes feriantes, es el sentido atávico de pertenencia. Porque hace un par de semanas era una persona integrada, con su horario establecido, minutos delimitados con una tarea concreta, una más de las azafatas en ese congreso para el grupo de extranjeros, casi todos ingleses, que venían a comer gratis y disfrutar de la playa en la Costa del Sol. Cómo es posible que les parezca que hace día de playa, si estamos en otoño. Reunidos en grandes mesas para hablar de golf, campos de golf y paquetes vacacionales en hoteles de cinco estrellas, que disfrutarían otros extranjeros jubilados (empresas de viajes especializados mediante) que no saben dónde meter tanto ahorro y está bien gastarlos en un muchacho alquilado para que les lleve los trastos o conduzca campo a través hasta el siguiente hoyo o que sea diciembre y navidad pero la temperatura ni se acerque a los cero grados de sus tierras natales.

Hace un par de semanas, nada más, y parece tanto tiempo, otra vida. Y ahora de regreso a no ser útil, a la no pertenencia social, al paro y los horarios vacíos.

—Mario —llama. —Mario —un poco más fuerte. Con cuidado, que retumba el sonido en todo su cuerpo. Se escucha arrastrar de silla en el otro cuarto y un resoplido, hasta que asoma su rostro en la puerta del salón.

—Qué.—¿Has estado alguna vez en un campo de golf?—Qué clase de pregunta es esa.—Sólo curiosidad. Dime, ¿has estado en un campo de golf? ¿Has

jugado?—No, no me gusta el golf.—¿Me das un abrazo? Con cuidado.

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Mario se acerca y la abraza con cierta desgana, como desde lejos. —Qué peste a alcohol —y regresa al otro cuarto.

Ya, piensa Claudia. Si las cosquillas de fiebre no hubieran estado ahí, habría percibido el gesto desfondado en su compañero. Pero no lo nota entre tanto pequeño dolor, el de pies, el del cerebro acuoso, el de la resaca extraña y la extrañeza por la resaca. Sólo piensa en la próxima semana laborable, los papeles que tendrá que llevar, documentos, certificados, la nómina. Trámites.

Como desde lejos.

24 de octubre - 11:15 p.m.

Imposible aguantar un domingo de almuerzo familiar. Ninguna gana desde la tarde anterior, aunque la resaca haya remitido con éxito absoluto. Y Mario no quiere moverse, prefiere leer, o unas películas en el ordenador, a su aire con el pijama todo el día. No le ha supuesto ningún trauma que ese domingo no acudan a la comida en casa de los suegros, las costumbres están para romperlas. Que tampoco es una costumbre, sólo una falta de mejores planes para ese día, una renuncia perezosa a pensar algo diferente, ir a otro sitio, renuncia a cocinar, tampoco hay películas interesantes en el cine, ni consiguen elegir una preferencia gastronómica -¿chino? ¿mexicano? ¿indio? ¿tapas de toda la vida? ¿pizza? Ay cariño, yo qué sé, me da igual-.

Hoy Claudia ni se ha molestado en recitar la lista de alternativas o posibles sitios donde respirar aire puro, que no sean ir a comer a casa de mis padres, y que acaban siempre en ir a comer a casa de mis padres porque está cerca y al menos se sale aunque uno no tenga demasiadas ganas. Está muy despierta ya antes del primer café de la mañana, de regreso a la comodidad corporal sin ningún dolor ni agujetas, y de tan buen humor que se ha adelantado de un salto para poner ella los vasos. Mario se levanta de la cama poco a poco. Desde la cocina se escucha el

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eco de la televisión y Claudia silba algunas notas aleatorias mientras quita la cafetera italiana de la vitrocerámica, llena los dos vasos hasta la mitad, añade leche hasta el filo en los dos y después unas cucharadas de azúcar. Tres y dos.

Por el breve trayecto del pasillo hace malabares con los dos vasos para que no se derrame el líquido, milimétrico al borde, ni siquiera respira para que no tiemble el café, consigue que lleguen completos a la mesa pequeña del salón. Hombro con hombro en el sofá, Claudia siente la urgencia de visitar a Nana, un viaje en toda regla que le llevará sus veinticinco minutos de coche. No, es un imperativo casi legal más que una urgencia, un murmullo interno que le aconseja ir por si acaso, ante la aridez de las próximas semanas (¿meses?) de aburrimiento buscando un empleo nuevo. Y porque no va a intentar convencer a Mario de que salgan, esta vez no, aún no ha tomado el primer sorbo de su vaso de café pero tiene energía suficiente para cambiarse de ropa en un momento y conducir. Escapar unas horas.

—Voy a ir donde Nana. Tú puedes quedarte, ¿te parece? —extiende el brazo sobre su hombro y lo aprieta contra sí.

—Perfecto. Así termino unas cosas —contesta Mario, le da un beso en la mejilla. Se derraman unas gotas del café cuando se lleva el vaso a los labios. —Quema. Oye, encontré un papel tuyo en el ordenador.

—¿Mm?—Espera.

Mario se levanta y trae un folio blanco, mal doblado por la mitad.

Tiene una letra aracnoide por la cara interior, en bolígrafo negro.—Esto no es mío... —duda Claudia. —Bueno, lo guardo. Pues

eso, volveré sobre las cinco. Y hacemos algo. Tomamos algo, vemos una peli...

—Lo segundo mejor.—Vale, que no haremos nada —sonríe.

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—Ya vemos, ya vemos.

Un beso con lengua, breve, apenas se tocan las humedades, y vuelven a sus respectivos cafés. La televisión habla de cualquier cosa que no capta la atención de Claudia, está repasando mentalmente dónde soltó las llaves de su coche, dónde el permiso de conducir y qué ropa limpia, cómoda y adecuada al casi-noviembre-pero-con-sol puede ser la mejor para su visita.

Ni siquiera le apetece revisar el mail o Facebook, para encontrarse con la multitud de fotos de Nadia (que siempre lleva su cámara digital en todas las salidas), esos centenares de posados y sonrisas, de copas en la mano, de caras puestas con intención de “mira qué bien nos lo estamos pasando” y “mejor que nos lo pasaremos mañana, cuando Nadia nos envíe las fotos haciendo el tonto y nos riamos”. Aunque la rusa reserva siempre esas instantáneas para la lista privada de correo, es su extraña manía, nunca sube esas fotos tan típicas de Facebook a Facebook ni se entretiene en etiquetar a nadie; se limita a enviarlas en cadena a las bandejas de entrada, de manera pudorosa.

El café se acaba de tres sorbos rápidos y largos porque Claudia quiere salir cuanto antes. Ni siquiera va a ducharse, se recoge el pelo en una coleta sencilla, pantalones, jersey y una chaqueta delgada. Los

papeles del coche estaban donde había repasado que debían estar, así que no pierde el tiempo como otras veces.

Se despide con un beso enérgico en los labios y las llaves del coche

en la mano. Mario se traslada, café en mano, hasta el cuarto del ordenador.

24 de octubre - 12:15 p.m.

El camino hasta la casa de Nana atraviesa, en su parte final, la más pura esencia agraria, todo ocupado por los baches del asfalto sin inventar, dos líneas marrones perpendiculares y otra línea verde divisoria, pocos vecinos (ninguno) alrededor y vegetación salvaje a ambos lados. Este

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camino lo conozco, lo conozco, como la palma de mi mano o los lunares del brazo, mejor, esos los conozco mejor. Es increíble que eche de menos la mezcla de estrés y aburrimiento con la que cruzaba siempre por delante de esas señales de la carretera principal, que dan acceso al desvío de la secundaria y, después, totalmente invisible sin marcar, al último desvío de unos siete minutos que serpentea en mitad del campo hasta finalizar en la explanada frente a su casa.

Por este camino he metido el coche en todas las estaciones, y aún más, en todas las posibilidades que alguien de ciudad como yo sólo conocía porque hay que conocerlas y todo el mundo lo sabe, pero no por estar ahí. Las primeras veces que fui a su casa, cuando acababa de conocerla en su faceta de amiga a la que visitar, era un abril de Semana Santa tardía; unos tres años han corrido desde entonces, llenos de variables atmosféricas que han saltado sobre mi utilitario todo-terreno a la fuerza y siempre sucio por dentro. El invierno que siguió fue aquel famoso de las lluvias torrenciales extraordinarias, un hecho que nos repetían las noticias día sí y día también, no fuera a ser que olvidáramos el peligro sobre nuestras cabezas. En cuestión de minutos llovía con fiereza, provocando inundaciones aquí o allá, alcantarillas que reventaban o aparcamientos subterráneos que salían en todos los periódicos porque el agua había alcanzado el metro de altura sobre los pilares de cemento. Una de esas tardes, en el momento en que mi coche se alineaba con los trazos marrones tras el segundo desvío, estalló una tormenta de apenas quince minutos que me hizo sentir miedo acuático por primera vez. No se veía nada a medio metro del parabrisas. Diría que a diez centímetros ya no había nada. Desapareció la línea de hierba verde en el suelo y todo lo de alrededor, así que tardé casi quince minutos, el doble de lo normal, en ver las esquinas de la casa de Nana. Al apagar el motor, frenó de golpe la tromba y pude entrar sin mojarme para ver sus manos arrugadísimas servir un delicioso tinto caliente con huevo, las vitaminas que funcionan, las naturales, y no todas esas pastillas de compuestos químicos que, según ella, no

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hacen absolutamente nada, todo laboratorio y basura. Otra tarde, primavera de nuevo, se hizo de noche porque estuvimos hablando sin parar; cuando llegué al camino parecía que lo hubieran iluminado con farolas espectrales por la intensidad de la luna llena. Delante de mis ojos, por fin, la famosa luz plateada de los cuentos y poemas. Tan espectacular que paré el coche y salí a mirar, cinco minutos, puede que diez, apoyada en el capó escuchando mi respiración y algún grillo lejano, absorbiendo la intensidad fantasmagórica del color plata. Imposible reproducir ese tono (ni blanco, ni gris ni azulado: plata) en una cámara de fotos, a pesar de las opciones de vista nocturna.

Todos esos detalles se hacen presentes cuando reduzco la velocidad al entrar en el camino de tierra. Decido parar a los pocos metros, dejando el coche en un lateral que se supone arcén para no molestar a otros coches, aunque nunca coincide que pase nadie más. Salgo a fumarme un cigarro y a observar el entorno, con el cuerpo apoyado sobre un lado del vehículo. Es extraño tener esta sensación de añoranza, de sitio familiar perdido, al mismo tiempo que se pisa ese sitio. Es extraño que recuerde las imágenes más oscuras (noche cerrada, luna llena, el tormentazo, otro día con niebla espesa) rodeada por el sol del mediodía. Se está muy bien, una buena temperatura para ser casi noviembre. Rebusco en el bolso un mechero, ya tengo el cigarrillo en los labios. Hay un papel doblado que he metido antes de salir, el que me dio Mario. Aprovecho la primera bocanada de humo para

relajar la espalda contra la ventanilla e investigar con calma qué era eso.

La misma letra extendida, como arañas, una caligrafía horrible. Sí, está escrito con mi bolígrafo negro, aunque esa no es mi letra... o sí, puede que sea mi letra en sucio. No recuerdo haberlo escrito, ni cuándo. Me resulta complicado, tengo que ir letra por letra, traduciendo un grafismo que se me hace ininteligible en algunos momentos...

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Por eso me han mandado a tu lado, para envenenarte, despacio, pero definitivo. ¿Pero qué coño es esto? Trago saliva, empiezo a notar unas cosquillas desagradables en la nuca. Sí, es mi letra en sucio. Al menos, ese folio es mío, y el bolígrafo con los detalles característicos de puntos de tinta en según qué letras redondas. Pero yo no lo he escrito, eso no ha ocurrido.

Aún es posible que hayas muerto y....No ha ocurrido, o no lo recuerdo. Crece el vértigo en las tripas y fumo dos caladas con intensidad, aspirando a conciencia el humo hasta notarlo en la parte inferior de los pulmones. No recuerdo haberme sentado a escribir ese papel, en los ratos que he estado en el cuarto del ordenador durante los últimos días. Tres días, porque hace tres días me tocó limpiar y lo dejé todo recogido, no estaba eso tirado encima del escritorio.

Porque es una actividad tan pueril, la tuya, buscar la respuesta en manuales, la tuya, para convencerte de...... pero de dónde sale esto. Qué mierda es esta. La ceniza se acumula en la punta del cigarrillo por las tercera calada tan fuerte que he dado, en ese momento cae la mitad al suelo, sobre una gran hoja verde que ya estaba junto a mis pies. Vuelvo a concentrarme en las arañas negras que...

Que te regrese a estar inconsciente. Sujeto el papel con la mano izquierda mientras doy una calada nueva, más despacio, la cuarta. El papel tiembla porque la mano está temblando levemente. Descifro e intento repasar en qué momento de estos tres días me he sentado en el escritorio, porque en ninguno he usado papel. Nada he apuntado, sólo mirar chorradas en Internet. Pero es mi letra. Pero no lo recuerdo. Y lo que pone es horrible. Y Mario me lo ha dado hoy, ayer ya estaba por ahí tirado el papel, el jueves no,

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porque lo ordené todo, entonces...

… esta vez acabarás en el fondo del puente, Claudia.Emerge entonces un presentimiento desagradable. Tengo el corazón disparado a tanta velocidad que noto cómo me palpitan las sienes, cerca de los ojos, ojos que siguen descifrando horrorizados un mensaje amenazador. Puente, recuerdo el puente, el paréntesis de tiempo cuando volvía con la borrachera y estuve un rato en el puente que cruza la autovía, para que me diera el aire, para disfrutar de una situación extraña a deshora en un sitio donde siempre hay seres humanos molestando con sus coches y pitidos. Pero no, qué tiene eso que ver con este papel, esto lo escribí (¿lo escribí? ¿de verdad?) en casa...

Yo me encargaré de eso. Punto y final. ¿De qué se encargará usted? Menuda carta de ultimátum, vaya mensaje. Enciendo un segundo cigarrillo y desmadejo paso a paso lo que hice el viernes. Porque es la única opción, lo que dicta ese presentimiento en las entrañas. Recuerdo el puente de manera vaga, recuerdo la puerta de casa, la imagen de quitarme los zapatos y el placer infinito e indescriptible de atenuar el dolor de pies. La luz de la cocina. Un café caliente, que hice entero pero sólo tomé un sorbo. Y el escritorio. Sí, recuerdo la luz del escritorio encendida, la lámpara de trabajo, porque entré intentando no hacer ruido para coger el vaso de café que, como siempre, lo había abandonado junto al ordenador. Pero no recuerdo que en ningún momento me sentara. Llené el vaso, lo calenté al microondas, tomé un sorbo; me desvestí y con una toallita me desmaquillé la cara mal que bien. Entré despacio en el cuarto, a oscuras y de puntillas (aunque ya estaba descalza) y me abracé a la espalda de Mario para caer fulminada por el cansancio y el alcohol. Y nada más. Nada más. ¿De dónde ha salido este maldito folio? No hice nada más.

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Una leve brisa sopla desde el lado izquierdo, coloreando de naranja la brasa del cigarrillo. Aire un poco helado, sólo un poco, un leve matiz a otoño. Sigue el sol deslumbrante, que pega en los matorrales al otro lado del camino. Doblo el papel y lo meto en el bolso, sin encontrar explicación alguna, y entonces me preocupo por algo más importante como el hecho de que no he avisado a Nana por teléfono. Llevo meses sin venir, podría haber avisado. ¿Y si no está? Peor aún: ¿cómo estoy tan segura de que estará ahí, esperando? Le puede haber ocurrido cualquier cosa estos meses y yo sin enterarme. Tiro el cigarrillo en una parte de tierra, todavía a la mitad, aplastándolo bien aunque no haya peligro de incendios, y abro el coche para conducir los seis minutos de trayecto campestre que me separan de su casa.

Cuando el camino se amplifica para mostrar las columnas de la entrada, llena de hiedra y geranios, Nana saca la cabeza por una de las ventanas y saluda con grandes aspavientos de las dos manos. En una sujeta un bastidor de tela, la aguja con hilo en la otra. En el tiempo que necesito para apagar el motor, cerrar las ventanillas y salir del coche, Nana atraviesa la explanada y corre hacia mí con los brazos abiertos y una enorme sonrisa de anuncio dental postizo.

—¡Pero niña, niña, cuánto tiempo! ¿Por qué no has venido antes, criatura?

Estoy guardando las llaves del coche en el bolso cuando ya se ha acercado a mí, sin frenar la marcha, y me estruja entre sus brazos, dándome besos en la mejilla. Repite niña, niña, niña.

—Nana, por favor, que me estás ahogando —consigo articular entre apretones.

Se separa para mirarme de frente, desde su desnivel de 20 centímetros entre el 1.50 y mis 1.70 de altura, aunque tiene sus dos manos arrugadas apretando con fuerza mis brazos.

—Llevas meses sin venir, ya pensé que te habías olvidado de esta pobre ancianita, eres muy maleducada, niña, ni una visita en meses.

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—Podrías haber llamado por teléfono.—Yo no hago esas cosas. Tienes que venir.

Por fin me suelta y se dirige hacia la casa. Al cruzar el soportal, con la brisa olor a geranio, escucho el canto de una golondrina. Miro por instinto aunque sé que no hay ninguna en el cielo; ya se marcharon más al sur, son las golondrinas de la primera vez que accedí a la casa, en primavera. El recuerdo se superpone a la realidad que percibo frente a mis ojos, y también recuerdo mi absoluta ignorancia respecto al modo de supervivencia de Nana. Esta vez, intentaré averiguarlo.

Una hora después no he conseguido arrancarle confesión alguna. Hay un plato de aceitunas medio vacío, un vaso de café vacío entero y una rosa completa bordada en hilo dorado, que Nana ha hecho aparecer sobre terciopelo rojo sangre sin que me de cuenta, mientras charlábamos de todo un poco. Ni pensión de viudedad, herencia, ni ahorros o fondos de inversión. O la jubilación, no tengo ni la más remota idea de cómo se mantiene Nana. Ha eludido el tema con bromas, con esa paciencia que da el tiempo ya vivido, tan fácil desde fuera y tan difícil por dentro, ese relax, la risa/sonrisa de quien no tiene miedo a la vida porque es un paseo. Yo sí tengo miedo, y se lo he contado, tengo miedo por el trabajo desaparecido, que es el motivo por el que no la visito en meses. Ya no hay oficina donde ir, no hay ese camino por la autovía que se desvía hasta su casa. Tampoco he estado de humor para verla. Quizá porque en su compañía todo es fácil, todo parece sencillo hasta que cruzo las puertas del patio y salgo hacia la civilización asfaltada, momento en el que estrés y complicación vuelven a engancharse sobre los hombros y pesan mucho. Depresión total, el efecto rebote de la visita.

Sí creo adivinar que esas labores que hace, con sus manos huesudas y ancianas, se venden a precios de lujo. Quizá en talleres más importantes de lo que parece. Puede que a grandes marcas. Su mirada socarrona invitaba a pensar eso, cuando he insistido en el tema, aunque

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no haya dicho palabra. Ella lo hace fácil, sin mirar, con maestría (de hecho, todo este rato ha pasado más tiempo mirándome a los ojos que a la tela) aunque una pieza como esa, qué se yo, una falda con esos bordados, puede costar más de 1000 euros.

—¿Pero por qué te preocupas tanto, niña?—Joder, Nana, cómo voy a pagar las facturas...—Que no, muchacha, que eres muy joven y puedes hacer muchas

cosas. Y has estudiado.—Y la crisis qué, es que no ves las noticias... —Paparruchas. Y claro que veo las noticias, niña, qué te piensas.

Pero estoy hablando de ti en concreto, que no vas a tener problemas.—Eres demasiado optimista, no tengo tanta suerte...—Bah. —Seguro que vendes esos bordados a las tiendas y cobras en

negro.—Ah, secreto.

Y no le da mayor importancia. Todo sigue igual de fácil con ella. Mi desesperación aumenta, cada vez estoy más frustrada, sobre todo cuando hace el comentario breve, en un tono inocente, de que nunca me quedaré en la calle, ni pidiendo en una esquina, porque mi familia pija va a ayudar, que para eso soy su sangre. Justo lo que me pone más nerviosa, lo más horrible, la desaparición de mi cuota de independencia monetaria porque deba solicitar una paga de adolescente, o el daño moral de no ser lo suficientemente espabilada como para buscarme la vida, igual que toda mi familia ha sabido hacerlo; eso es lo peor, la decepción abstracta de ser una incapaz pesa más que la cantidad económica. Es absurdo, pero se me olvida lo exterior, hasta el punto de quedarme ciega en ese aspecto. Crisis económica no, es que soy una inútil que no sabe desenvolverse en sociedad o hacer la pelota para mantener un puesto de trabajo o incluso ascender socialmente.

Doy vueltas al asunto en silencio y me aprieta la boca del

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estómago, pero en ese momento Nana cambia de tema, me ofrece otra taza, me ordena que acabe las aceitunas aunque no peguen con el café que quiere ponerme, se disculpa por no tener en la despensa esas patatitas fritas en bolsa que venden en los quioscos, se ríe, río, se me olvida la punzada de nerviosismo cuando me hundía en las previsiones de agenda para la próxima semana, peor, mañana mismo, que ya es lunes. En un segundo desaparece la ansiedad que empezaba a inundar la boca del estómago. La retomaré más tarde, a la noche. Y todo el resto de la semana que viene.

Miro el reloj mientras Nana va a la cocina, ha pasado más de una hora, casi las dos de la tarde. La leve sensación de hambre se estaba confundiendo con el estrés laboral, parece. Tengo ganas de tomar aire, y antojo de una comida insana y chorreante en esa hamburguesería de barrio a cuatro manzanas de distancia desde mi casa, por el camino de vuelta; allí compraba la cena “especial” algunas tardes de invierno, a la vuelta del trabajo, cuando solía coincidir el viernes, la nevera vacía y un día también jodido para Mario, sin hueco material para hacer la compra de abastecimiento. Sí, tengo hambre. Llamo a Nana para que no me traiga ningún café, mejor un vaso de agua, del grifo, que he decidido marcharme.

—¿Ya te marchas, niña? Espera, del grifo no que está malísima, espera que te llevo mineral —grita desde la cocina.

Vuelve con una botella de Lanjarón y un vaso limpio. Bebo con avidez el agua hasta el filo, después lo lleno otra vez, hasta la mitad, y lo llevo a los labios, pero bebiendo a cámara lenta, despacio, de manera consciente, porque

—Porque con tu maridito Mario bien, ¿no, niña?Apuro el vaso, a la misma velocidad lenta. Levanto la vista. —Sí. Bien. Me marcho ya. —¿Seguro?—Que sí, que sí, todo bien —estoy ya de pie, buscando el bolso

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que he soltado en otra mesa pequeña de la habitación principal. —Vale, niña. No te creo, pero vale. ¿Seguro que no quieres

almorzar antes?—Muchas gracias, de verdad que no, ya almuerzo fuera.

Nos despedimos en medio de la explanada de tierra, con otro apretón cariñoso y un pellizco malintencionado cuando me doy la vuelta, justo en la cara interna del brazo (no sé cómo lo ha hecho), un pellizco de abuela que me hace verdadero daño,. Que así me acuerdo de volver, dice riéndose.

Arranco el coche y tomo el camino de cabras, de vuelta a la civilización, mientras Nana se queda plantada en el centro, saludando con la mano con un gesto cómico de despedida, con su pequeña casa de campo andaluza a sus espaldas.

Entre bache y bache, recuerdo el papel que llevaba en el bolso. Se me ha olvidado por completo el asunto. De nuevo, pero a mitad del tramo hasta la carretera principal, freno el coche y lo aparco en el arcén. Ahora noto un agujero en el estómago, tengo hambre. ¿Qué estará haciendo Mario? Le echo de menos. Ojalá estuviera aquí, no sé, para darme un abrazo y compartir la vista del sol, todavía intenso, de este casi noviembre raro. Hace un poco más de calor, se está muy bien. Y dar un paseo por este simulacro de campo. Que parece algo perdido en medio de la nada, pero hay un montón de pequeñas casas escondidas, como la de Nana. Su vecino más cercano está a 10 minutos, andando, claro. Y ella dice que tarda menos andando hasta el desvío que lo que tardo en el coche. Así llega hasta la parada de autobús, la línea directa que le lleva al centro de la población cercana (15 minutos). Tampoco creo que salga mucho. O sí, Nana dice que ya anda hasta la parada de autobús, o incluso pasea por la parte trasera de su casa, que se abre sin contemplaciones al río de la localidad. Eso sí que es raro, su propiedad sobre el papel es la superficie de la casa, pero

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no hay valla ni puertas que determinen el final de lo suyo con el simple campo (¿de propiedad municipal?), el campo público, el río de todo el pueblo.

Sería una maravilla vivir así: todo cerca, realmente cerca, pero a una distancia simulada por el escenario de completa vegetación como para que parezca que no existen vecinos en kilómetros a la redonda. Cerca de una localidad con sus Burger Kings y McDonald's y centros comerciales y todas las marcas de grandes supermercados disponibles. Eso sí, vivir en esa situación pero que llegara la conexión a Internet. Y trabajar en casa, por ejemplo. Con el ordenador, con la posibilidad de desayunar antes y ver el amanecer, dar un paseo por la orilla cogidos de la mano, escuchar los grillos en verano cuando hiciera demasiado calor... A Mario le gustaría esa vida tranquila, sin duda. Y con el coche disponible, no habría que esperar al autobús, con el coche se llegaría en menos de 15 minutos a cualquier sitio “importante”. ¿Qué estará haciendo Mario ahora?

Este domingo lo merece, que ya está bien. Mejor que la hamburguesería, mejor que el almuerzo en casa de mis padres, tengo tantas energías aún que voy a convencerlo para salir a tomar algo. Lo que sea, aunque no sea el almuerzo en sí. Está agobiado últimamente con el trabajo, no sé qué le pasa. Cuando no tiene las narices metidas en la pantalla, está serio y habla poco. Y si antes ya no tenía ganas de salir demasiado, ahora es casi imposible arrancarlo de las cuatro paredes.

Decidido. Cueste lo que cueste, quiero que salgamos hoy a dar una vuelta, a disfrutar del sol extraño del todavía sí-pero-no otoño. Aunque va a decir que no. Quizá es mejor llevar ese menú que compraba siempre en la hamburguesería, que tantos buenos recuerdos nos trae, y después convencerlo para un café en un bar cercano. A ese plan no podrá negarse. Y que se distraiga de tanto trabajo en el ordenador. O mejor: que me cuente qué le pasa. El resto de la semana será mi turno para estar preocupada.

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24 de octubre - 20:30 p.m.

—Es agobiante cuando te deprimes así, muy agobiante, no hay manera...

Lo ha logrado Claudia, frente a los más pesimistas desenlaces, ha conseguido una tarde completa y extendida de pasear abrazados, de comer en un restaurante al que no iban desde el principio estival, una tarde de miradas cómplices, ver el anochecer con una brisa ya fría de otoño, desparramarse entre los cojines con forro de tafetán, bajo las mamposterías imitando a la Alhambra y sus columnas, de ese lugar que ya estaba ahí mucho antes de que su relación fuera una posibilidad.

En la tetería Baraka ninguno ha sentido la necesidad de fumar, algo extraordinario si se contabiliza que Mario fuma un paquete cada jornada, a veces menos, cuando Claudia acaba el suyo pero fuma paquete y medio, rellenando los huecos con peticiones de drogadicta sobre el de Mario. Hasta la conversación se aleja kilómetros de las enormes pipas de agua, alquilables a gusto del consumidor, que los visitantes de otras mesas (varios grupos distintos, ellos impertérritos en sus cómodas posiciones) hacen desfilar hasta sus bocas.

—Qué te pasa, cuéntamelo. Quiero escucharte. —obliga Claudia,

mirándole de verdad a los ojos, la primera vez en todo lo que va de semana.

El miedo planea sobre sus cabezas, dice. Le asusta a Mario ese estado contagioso en el que se sumerge Claudia, esa inseguridad por la falta de un empleo, que se traduce en quejas continuas, una tristeza que lo impregna todo, en horas perdidas encerrada delante del ordenador para salir de repente, como una furia, a quejarse porque no hacen cosas juntos como antes. Esa angustia, vana e innecesaria, porque la crisis económica es un hecho tangible que pulveriza las capacidades y las convierte en injusta suerte.

—Lo pagas conmigo —una sombra recorre las pupilas de Mario,

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oscureciendo su marrón claro. —No lo pago contigo. Pero entiéndelo, es normal que me

angustie. Con la suerte que tengo... y la perspectiva de tener que pedir ayuda, otra vez, a mis padres. Porque a los tuyos ya sabemos que no... Y necesito tu apoyo.

—Joder, y qué le hago a eso de mis padres, no es mi culpa. Y sí que la pagas un poco conmigo. Que también necesito tu apoyo, no va especialmente bien la cosa.

En ese momento se miran por primera vez en una semana. El flujo de incertidumbre compartida en los ojos de cada uno; la empresa de informática en la que trabaja Mario, por un sueldo apenas rozando la base, tiene una caída de ventas que suma números cada mes que transcurre pero en el sentido inverso, hacia el pozo de las cifras rojas. La sombra de la incertidumbre, por la evolución de las cosas, ya no es si seguirán reduciendo plantilla para mantenerse a flote, sino cuándo le tocará a Mario engrosar las listas del paro. Por si acaso, pasa largas horas del total que ocupa en su ordenador con la tarea de revisar ofertas y enviar sus datos aquí o allá.

El humo del tabaco (de manzana) en la mesa de al lado se mezcla con incienso de la India, esa marca dulzona manufacturada que tanto aprecia Claudia, disparador de recuerdos por su omnipresencia divina en momentos oportunos. Rompe la larga mirada sostenida con Mario para observar las grandes velas que decoran esa estancia de la tetería, y localiza al fondo un hilo vertical de humo, una varita de incienso quemándose lentamente en su soporte de madera.

—¿Te acuerdas de este incienso? —pregunta Mario de repente, con una sonrisa.

—Claro que sí. De la marca... de la marca... bueno, el amarillo. —¿Y de la canción?—Espera... —Claudia levanta los ojos, escuchando atentamente el

hilo musical a volumen agradable, tirando hacia lo bajo. —Loreena

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McKennitt, por supuesto. Y la canción, Kecharitomene. Algún día aprenderé a bailarla bien.

—Pero si ya te sale bien.—Qué va, no exageres.

La danza oriental es una de las asignaturas pendientes en esa construcción de la normalidad. Claudia siempre quiso apuntarse, pero los horarios laborales nunca cuadraban con las ofertas de clases particulares que iba encontrando. Y tampoco se veía en situación, rodeada de marujas recuperando su feminidad, de señoras hechas y derechas y profesoras despampanantes, invocando a la Diosa interior con su escuálida figura sin caderas, desaparecidas bajo adornos de pañuelos tintineantes. ¿Qué sentido tiene una actividad placentera, para divertirse, si se convierte en un trastorno que estruja los horarios cotidianos, que hace sufrir para llegar a tiempo y cuando no se puede llegar a tiempo, perder el dinero de la matrícula?

La canción termina y suena la siguiente, en el orden cronológico del disco. Mario se incorpora para tomar un sorbo de té y Claudia aprovecha para observarlo, extasiada, detalle por detalle, recreándose en esa misma sensación que tenía al observarlo en esta misma tetería, las primeras tardes que quedaron. De un plumazo ha desaparecido toda duda, opina, es como si lo viera por primera vez; y sin embargo, ha estado viéndolo todos los días en casa, días, una semana, sin realmente verlo en todo ese tiempo. Tan extraña es la convivencia, aunque se hayan besado o abrazado o follado, pero no se han tomado unos minutos apenas (de un lado ni de otro) para esa actividad de verse, más allá de repetir los gestos de convivencia.

Esto no debería pasar, piensa Claudia. Y ha sido injusta, y también mentirosa: sí que descarga la ansiedad de alguna manera extraña pidiendo más atención de Mario, mejor dicho, quejándose de la falta de atenciones, de más abrazos, más besos, o más miradas (cuando ella tampoco se ha parado a hacer lo que exige, al menos no esta semana) o

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más ganas de follar (de hecho y de palabra) o de una vida más activa en el exterior de la casa, aunque sea un café rápido en el bar de la esquina.

Ojalá pudiera embotellarse esta sensación de absoluta placidez, de relax y energías completas al mismo tiempo, de querer y ser correspondido en la misma medida. A la mezcla, habría que añadir el presente, la seguridad de que todo está bien ahora y dan igual el pasado y, sobre todo, el futuro, por muy oscuro que se imagine en un continuo depresivo. Todo eso, junto y condensado en un pequeño bote, como un perfume, el elixir perfecto, el soma necesario. Estaría disponible en cualquier momento para usarlo a discreción y embadurnarse con él, provocando la trasmutación alquímica del día más oscuro que existiera.

Un potingue que no vendría nada mal, así de repente, ahora mismo, piensa Claudia, porque mañana es lunes y toca papeleo, presentarse en la oficina a por los documentos oficiales de la nómina, el finiquito y demás, volver a las gestiones con los trámites del paro. Otra vez las colas, otra vez solicitar la tarjeta.

El consuelo es que aparecerán todas las chicas, porque la cita con la responsable es a las 10 de la mañana. Así que Nadia estará y seguramente se líe, acabarán desayunando después, tampoco sería raro si la cosa se alarga tanto (y teniendo en cuenta que llevarán encima el cheque calentito de la nómina) como para almorzar todas juntas en algún sitio. Vendrá bien un poco de superficialidad para el lunes.

25 de octubre - 00:00 a.m.

Mírate. Qué crees que haces. Escaparte al campo para simular que estás lejos de todo. Una huida de mentira, qué ridiculez. ¿Crees que no vamos a encontrarte ahí? ¿Crees que no te voy a encontrar? Da igual que te aferres a lo que conoces. Porque son cosas que en realidad crees conocer. Colores, formas, esquinas. El estúpido humo de incienso que te trae buenos recuerdos de cuando eras joven estudiante. Te trae

buenos recuerdos porque entonces nos hacías caso y ahora nos ignoras.

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Y ya te advertí lo que va a pasarte si nos ignoras. ¿Recuerdas la pista que te di? Tu hambre no va a parar de crecer. Sí, crees conocer esas cosas que te dan seguridad, sólo porque las has utilizado antes. Pero ya no serán suficientes.

A quien te acompaña no lo has convencido, nada más le provocaste un poco de inquietud. No es lo mismo quejarse y ladrar, sin morder, que volver a las viejas costumbres de salir sin necesitar su compañía, a pesar de su falta de compañía. ¿O crees que Mario tenía esa energía para dar una vuelta? Lo hizo por la inquietud. Porque le da miedo que seas la de siempre, que vuelvas a ser la de siempre, que no haya otra cosa más importante que hacernos caso, ir por libre, esa cosa que él nunca ha entendido.

Te empeñas en ocultarlo, en hacerlo simple e irrelevante, pero te repito la advertencia, ante tu descaro infantil por tirar la primera entre unos matorrales campestres: no tienes escapatoria. ¿Qué vas a hacer entonces, dime, qué vas a hacer? ¿Quieres seguir jugando?

No te preocupes por eso. Ya te dije que he venido a intoxicarte, es mi trabajo. Veo que te solidarizas conmigo y no quieres dejarme en el paro. Buena chica. Y sólo acabamos de empezar, va a ser una carrera interesante. Tal vez un poco desigual, tal vez, porque vas a sudar lo que yo no puedo sudar, intentarás huir como las gacelas que huyen de los guepardos, sin conseguirlo. Te recuerdo que yo no tengo que esforzarme, soy el ángel de la muerte pegado a tu espalda. Comprenderás que romper en cuatro pedazos mi anuncio oficial, para tirarlo de mala manera en unas plantas sucias, no va a quitarte el hambre. Comprenderás también que es una falta de respeto abandonarlo, sin más, como si pudieras detener la cuenta regresiva.

Insisto: no hay manera de pararlo. Depende de ti, entonces, el gasto de energía para ignorar algo que

ya no puedes ignorar. Ignorar, evitar, sepultar, elige el verbo que más te plazca, elígelo porque tienes que borrarlo cuanto antes de tu vocabulario. La cuenta regresiva puede extenderse hasta el infinito,

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depende sólo de ti. Pero llegará a su conclusión. Depende sólo de ti el cuándo. Sólo de ti.

Hazme caso, Claudia, hazme caso: sobrevaloras tu resistencia para aguantar esta maratón. Estás acostumbrada a tus victorias del pasado, mal que bien, al logro de sobrevivir indemne a nuestros requerimientos. Creías que sería siempre así, que te dejaríamos en paz en algún momento.

Te has equivocado. Y lo sabes. También sabes que yo me encargaré de todo eso.

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y hasta aquí puedes leer...

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