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Siglo XII. San Juan de Acre resiste el asedio de los cruzados. Lossarracenos llevan años soportando el ataque aunque sus tropas están alborde de la extenuación. En el campo cristiano, la lucha entre los principalesbarones amenazan con romper la frágil coalición.Lucas de Tarento, un caballero templario, recibe una sagrada misión quepuede cambiar para siempre el destino de Tierra Santa. Los líderes de lacruzada le encomiendan la búsqueda del Espejo de Salomón. Aquel que loposea podrá obtener el favor divino en el combate y ganar, por fin, laguerra.En compañía de su escudero, una bella dama elfa y un joven noble, elprotagonista atravesará el mundo conocido y se enfrentará a los míticosdragones que custodian la clave necesaria para usar la antigua reliquia. Ensu travesía, deberán enfrentarse a oscuros poderes y viajar, en unafrenética carrera contra el tiempo, hasta los más lejanos confines de latierra.Nuestra memoria, nuestra tradición, está llena de referentes mágicos noexplicados. Los monstruos y los dioses de antiguas mitologías nos parecencercanos, reales. Los dragones eran temidos por todos los pueblos deEuropa. Desde nuestras catedrales, legiones de gárgolas nos observan. Noes posible tanta casualidad, tanta coincidencia en las leyendas y en losimaginarios.

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Juan Eslava GalánLos dientes del dragón

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Prólogo

En esta editorial, hace mucho tiempo que discutimos acerca de los mundosfantásticos hijos de Tolkien y su Tierra Media. Como lectores apasionados de Elseñor de los anillos, La muerte de Arturo o La Ilíada que somos, hemos llenadomuchísimas tardes de asueto impresionándonos los unos a los otros con absurdosconocimientos de mitología; sosteniendo tesis peregrinas acerca de los mundos defantasía, de espada y brujería y lanzándonos a la cabeza argumentos fuera decontexto extraídos de los textos recitados por Elminster, El Ratonero Gris o GildorInglorion.

Algunas veces, cuando acabo de leer un libro de fantasía heroica tengo laimpresión de que aquella historia había sucedido en realidad. Aquí, en el planetaTierra. Sólo con el tiempo he descubierto que esta percepción era compartida porlegiones de lectores de todo el mundo. ¿Qué extraña alquimia hay endeterminados libros?

A menudo, un grupo de aventureros logra tocar nuestros corazones porque elrelato de su misión estaba inspirado en la esencia de los mitos que conformannuestra civilización, la europea. Las leyendas, los dioses, la lucha del bien y elmal, la magia arcana, la magia salvaje, los monstruos grandes como dragones opequeños y cotidianos como los duendes.

Siempre me han dicho que todo eso no son más que mitos, soluciones delpueblo llano a preguntas sin respuesta, historias de viejas y opio del pueblo.

Pero todos hemos crecido, de un modo u otro, alrededor de estos cuentos. Loshemos escuchado de nuestros mayores, los hemos leído en los libros ycontemplado en nuestras catedrales y en nuestros museos. La historia verdaderaestaba ahí. ¿Cómo podíamos ser tan ciegos? De pronto, nuestras charlas de cafégiraron en torno a una hipótesis: ¿Y si los mundos de fantasía no hicieran más quecontarnos la verdad? Eso explicaría tantas cosas…

¿Sería posible que alguien, en algún momento de la historia moderna,decidiera borrar de un plumazo la historia verdadera? Si san Jorge no existió, ¿porqué es venerado en toda Europa? Si los dragones no existieron ¿por qué tantorelato y tantas coincidencias? ¿Sería posible que Jorge de Capadocia fuese unaventurero que dedicara su vida a acabar con estas bestias a lo largo y ancho deEuropa? ¿Acaso se le consideró santo porque no se podía borrar su recuerdo?Algo o alguien nos quiso robar la magia. Y, de algún modo, lo consiguió.

Los hechos de los antiguos dioses quedaron destruidos y convertidos en mitospaganos, las razas de seres mágicos que poblaron los bosques de la vieja Europafueron reducidos a la categoría de razas maléficas y desterradas a los cuentos deniños. Incluso las reliquias sagradas y mágicas como la Tabla redonda, el Espejode Salomón o el Grial se tornaron leyendas con las que jugaron los románticos.La historia del mundo se convirtió en materia reservada, en cuentos secretos, en

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Fábula Arcana.Desde estas líneas realizamos un acto de apostasía académica y renunciamos

a creer en la historia tal y como nos la han explicado. Este libro es el primero deuna colección de fantasía heroica que no pretende otra cosa que recuperarnuestra historia real. El ejemplar que tiene entre sus manos significa para Devirel fin de una aventura, y quizás el inicio de otra. Nuestra aventura ha sidoencontrar un autor tan ilustrado en la Fábula Arcana como Juan Eslava, querevelara los hechos que ocultaban nuestras leyendas. Esperamos que en Losdientes del dragón disfrute de nuestra, hasta hoy, historia oculta.

Joaquim DorcaEditor

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CAPÍTULO I

Estaba la mar dormida. Un oleaje tranquilo balanceaba la barca. El caballero dela barba canosa y su escudero dejaron los remos y contemplaron, a lo lejos, lasluces de San Juan de Acre, el puerto de Tierra Santa.

—Si seguimos pueden descubrirnos —advirtió el caballero—. Ahora tocanadar.

Sacaron los remos de sus chumaceras y los depositaron en el fondo de laembarcación.

—Echa el ancla —ordenó el caballero.El escudero levantó el pesado disco de piedra atado con una soga por su

agujero central y lo soltó en el agua, cuidando de no hacer ruido. La soga sedeslizó rápidamente y se detuvo cuando quedaban a bordo apenas dos brazas.

—¿Sire, crees que cuando regresemos podremos orientarnos para encontrarla barca? —preguntó el escudero con cierta aprensión. Procedía de la judería dePraga y no estaba habituado a las artes de la navegación.

—Eso sólo Dios lo sabe —respondió el caballero—. Si no podemosagenciarnos en el puerto otra barca mejor más nos valdrá encontrar esta.

El escudero asintió resignado. Se despojó de la camisola negra y dejó aldescubierto su torso moreno, delgado y fibroso. Anudado a la cabeza hastacubrirle la frente llevaba un pañuelo rojo del que jamás se despojaba. Quizáocultaba la fea cicatriz de una herida o la marca infamante de un hierro al rojovivo. El caballero se quitó la camisola y también se quedó desnudo. Eramusculoso sin exageración y bien proporcionado. La piel atezada de los brazos yel rostro contrastaba con la palidez del cuerpo, en el que se distinguían las señalescárdenas de antiguas cicatrices.

Los dos hombres se anudaron a la cintura sendas bolsas.—¡Ahora al agua, sin alborotar! —ordenó el caballero.Cada uno descendió por un costado de la barca. El agua no estaba demasiado

fría. Nadaron vigorosamente en dirección a las luces del puerto hasta que, adoscientos pasos del farallón exterior, señalado por una cinta de espuma donderompían las olas, el caballero, que iba delante, dejó de bracear y siguió nadandodespacio, con las manos bajo el agua, silenciosamente. El criado lo imitó.

Parpadeaban las luces de Acre. No muchas, porque la hambrienta poblaciónhabía consumido ya el aceite lampante y hasta el sebo de las velas.

Acre, la ciudad sitiada por los cruzados, emplazada sobre una pequeñapenínsula del golfo de Haifa, en la costa de Tierra Santa, era un hueso duro deroer. Por el sur y por el oeste el mar lamía los sólidos fundamentos de unamuralla levantada sobre la roca viva. Por el este, el puerto se abría al resguardo

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de un espinazo rocoso coronado de fuertes muros almenados que se elevabanhasta un cerro rematado por un formidable castillo, la Torre de las Moscas. Aleste y al norte había otras dos líneas de murallas que confluían en ángulo recto enla Torre Maldita.

Acre había sido la ciudad más rica de los cruzados, su puerto comercial máspróspero, la meta de las caravanas llegadas de lejanas tierras que rendían viajefrente a los combos navíos procedentes de toda la Cristiandad. Pero eso era antes,cuando los francos señoreaban la ciudad. Ahora estaba de nuevo en manos de lossarracenos, los cristianos la asediaban y la guerra se dilataba de día en día sin quese adivinara el fin.

Los intrusos pasaron nadando a la sombra de la Torre de las Cigüeñas, quevigilaba el espigón del puerto, sin que la guardia los detectara. Extremando lasprecauciones, se acercaron al antiguo muelle de piedra. Había tres navíos detransporte, panzudos, enormes y oscuros, y dos galeras ligeras de guerra con elfanal de popa encendido. Se veían las siluetas de varios centinelas en sus puestosde cubierta.

Se deslizaron bajo las tablas del muelle supletorio, en el que flotaban algunosesquifes y otras embarcaciones menores. El caballero evaluó las posibilidadesmarineras de cada una y se decidió por la que parecía menos mala.

—Esta nos servirá —informó al criado.Al final del muelle había una escalera de piedra. Nadaron hasta ella y

salieron del agua pringosa, en la que flotaban desperdicios. Agazapados en losúltimos peldaños examinaron el muelle. Estaba despejado. Tampoco se veía anadie delante de los edificios, en el abigarrado conjunto de barracones ycobertizos de almacenamiento. Después de meses de asedio, hacía tiempo quelos animales habían desaparecido en los estómagos de la hambrienta población.

El caballero y su escudero se pusieron las botas ligeras de fieltro que llevabanen las bolsas.

—Vamos allá.Un buhonero que traficaba entre los campamentos sarraceno y cristiano,

había revelado que Isbela de Merens, estaba encerrada en el palacio de lasCadenas, residencia del capitán de corsarios Muley Osmán. Hacía un mes que lahabían capturado en la galera La Delfina Impetuosa que la llevaba a Chipre. Elmaestre de los templarios Robert de Sablé, amigo de su padre, había conseguidoque el rey Ricardo enviara a un hombre para rescatarla.

—La Casa de las Cadenas está por ahí —susurró el caballero, que habíavivido en la ciudad—. Tenemos que cruzar el antiguo barrio de los genoveses. Silos sarracenos han cerrado las tabernas, para cumplir el discutible mandamientodel Profeta, no será difícil llegar hasta allí.

Tampoco iba a ser fácil. Una patrulla de centinelas apareció de improviso traslos fardos y se dirigió hacia ellos. ¿Habrían oído algo? Sumidos en las sombras,

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aguardaron con las dagas prevenidas. Los guardias pasaron cerca de ellos,charlando animadamente. Cuando las voces se alejaron, el criado asomó lacabeza y comprobó que la explanada estaba desierta de nuevo.

—Despejado, sire. —¡Vamos allá!Cruzaron corriendo la distancia que los separaba de los primeros barracones.

Desde allí, se internaron en el antiguo barrio genovés procurando ocultarse bajolos soportales en sombra, donde en tiempos más tranquilos los mercaderescolgaban sus mercancías. Tras algunos rodeos y después de esquivar otra ronda,llegaron a una plazuela dominada por un sólido edificio de piedra de cuy asparedes pendían cadenas procedentes de las galeras conquistadas al enemigo porel constructor de la casa, el patricio Doménico Astolfi. Desde la caída de Acre, lacasa pertenecía a Muley Osmán, un antiguo capitán de corsarios al que Saladinohabía nombrado almirante.

Dos linternas de aceite y brea, a ambos lados de la puerta principal,iluminaban la fachada. La enorme puerta guarnecida de planchas de hierropermanecía cerrada.

—Ahí está la muchacha —susurró el caballero desde las sombras.—¿Cómo entraremos, sire? —preguntó el escudero.—Detrás hay un pequeño huerto. Por allí será más fácil. Bordearon la plaza

bajo las sombras y se internaron por un callejón lateral que conducía a la parteposterior del edificio. El muro era tan alto que un hombre de pie sobre un caballono podría alcanzarlo. Había una puerta falsa, una poterna chapada de hierro, peroparecía más sólida aún que la puerta principal.

—¿Qué hacemos ahora? —inquirió el caballero en sordina.—Abrir, por supuesto.—¿Tiene cerradura?No tiene, pero se abrirá de todos modos.El escudero sacó de su bolsa una palanqueta y pasó la palma de la mano por

su hoja plana. Apoyó el hombro izquierdo en la pesada poterna y empujó confirmeza al tiempo que introducía el extremo afilado del hierro en la rendija, entreel dintel y la puerta. Hizo fuerza hasta que se escuchó un clic apagado.

—Ya tenemos la primera —susurró.Después repitió la operación tres veces a distintas alturas.—Ya está, sire.—¿Has levantado las aldabas? —preguntó el caballero.—Algo así —dijo el criado—. Entremos.No había atacado la puerta por el lado del cerrojo, sino por el de las bisagras

de capucha. El cerrojo quedaba intacto con su dobladillo de seguridad, en elextremo contrario de la puerta.

El caballero movió la cabeza con resignación.—Pedro, no sé si alegrarme de que sigas actuando como el ladrón que fuiste.

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—Sire, estas cosas nunca se olvidan, pero ahora pongo mi ciencia al serviciode Dios.

—Sí, eso sí —convino el caballero.Pedro el Raposo tenía una larga historia llena de sombras. Había crecido

huérfano en Praga hasta que el rabino Baruj Meir lo recogió de la calle y lo criócomo al hijo que nunca tuvo. El rabino era un reputado cabalista. En su vejezquiso visitar a otro cabalista, Isaac Abranel, de Toledo, con el que a lo largo de suvida había intercambiado tres cartas. Se puso en camino y cruzó Europa conPedro el Raposo, que se había convertido en un muchacho robusto, no demasiadoalto, pero despierto y servicial. En Toledo los dos rabinos exploraron ciertossubterráneos que Abranel conocía y en una de esas visitas Meir cogió unenfriamiento que lo llevó a la tumba. Pedro el Raposo enterró a su amo y enlugar de regresar a Praga se quedó en Castilla viviendo a salto de mata, unasveces como criado; otras, como ladrón. Lucas de Tarento, después de abandonarla orden templaria, de paso por Toledo, lo adoptó como escudero y se esforzó enconducirlo por el buen camino. Pedro era listo y aprendía pronto. En pocos añosse había convertido en un hábil guerrero.

Después de entrar, el antiguo ladrón volvió a encajar la puerta.Permanecieron unos instantes inmóviles, al acecho, escudriñando en la oscuridaddel jardín. Palmeras y árboles de diversas especies, frutales y de sombra,cubrían el espacio hasta ocultar el cielo. El escudero olfateó el aire. Aspiraba losaromas de la vegetación descompuesta y en su sensible nariz detectaba cualquierindicio de vida animal.

—Ratas solamente, sire —informó—. Podemos seguir.El escudero se movió con destreza por la jungla espesa del jardín para abrirle

paso a su amo. Llegaron hasta la parte trasera de la casa. Varios peldaños degastado granito conducían a una puerta, también de hierro. El caballero esperabaque su acompañante recurriera de nuevo a la palanqueta. Se sintió un pocodecepcionado cuando le señaló la parra que trepaba por el muro, apoyada en unentramado de madera. Treparon hasta la primera ventana, a una alturaconsiderable del suelo, y entraron en la casa.

Estaban en un pasillo estrecho, largo y oscuro. El escudero extrajo lapalanqueta, la acarició y la hoja se iluminó con un fulgor lechoso que permitíadistinguir los perfiles de un par de arcones y varias jamugas distribuidas a lolargo del corredor.

—Adelante, sire, y cuidado con tropezar con algún mueble —susurró.Avanzaron con precaución dejando atrás varias puertas cerradas.

¿En cuál de ellas estaría confinada la cautiva? Al final se percibía una ray a deluz. Aplicaron el oído. Dentro conversaban dos hombres en el idioma sarracenoque tanto el criado como el caballero comprendían.

—… Resistir más de una o dos semanas —decía una de las voces—. El

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pueblo tiene hambre y cuando no podamos dar ni un tazón de gachas a loshombres que defienden la muralla tendremos que entregar la ciudad a losfrancos.

—Y, mientras tanto, mi primo Saladino no hace nada —respondió otra vozlevemente gangosa—. Está esperando que sus emisarios regresen de la entrevistacon el Viejo de la Montaña. Le ha ofrecido un reino si le revela dónde se oculta elEspejo de Salomón.

—¿Un reino a cambio de un espejo? —Se asombró la primera voz—.Esperaba más de la prudencia de Saladino.

—No es un espejo cualquiera, Hasid. Es un talismán que nos permitiráexpulsar a los francos de estas tierras para siempre.

El brillo de la palanqueta comenzaba a apagarse. El escudero la frotó y sereavivó el fulgor. El caballero se llevó un dedo a los labios y le indicó que losiguiera. Al fondo del pasillo se abría una escalera de caracol que descendíahacia el piso inferior. Bajaron por ella. En el piso bajo encontraron otro pasillosimilar al de arriba. Junto a una de las puertas, un guarda dormitaba sobre unaestera de oración, con la espada desenvainada sobre los muslos. El escudero logolpeó en la sien con el extremo grueso de su herramienta. El hombre sedesplomó hacia un lado sin exhalar un gemido.

La puerta tenía un cerrojo por fuera. El caballero lo descorrió con cuidado yobservó el interior de la habitación. Estaba débilmente iluminada con un par demariposas de aceite. Sobre una tarima ricamente adornada con colchas y pañosdamascenos yacía una persona. Los dos intrusos se acercaron. Una muchachadormía inquieta, arrebujada en una colcha que dejaba al descubierto su rubiacabellera. A la vacilante luz amarilla parecía muy bella: la nariz recta, los labiosperfilados y bermejos, los ojos grandes, orlados de largas pestañas, las orejasdelicadas ligeramente puntiagudas que delataban sangre elfa.

Los dos hombres se miraron. El criado asintió.El caballero le tapó la boca con una mano al tiempo que la sujetaba con la

otra. La muchacha despertó sobresaltada y abrió los bellos ojos con una miradadesencajada por el pánico.

—Isbela de Merens, cálmate —le susurró el caballero al oído—. Soy Lucasde Tarento y este es Pedro el Raposo, mi criado. Somos cristianos. Nos envía elrey Ricardo para liberarte. ¿Me has entendido?

La muchacha dejó de debatirse como un animal atrapado en una red y setranquilizó un poco.

—¿Has entendido? —repitió Lucas de Tarento. Ella asintió con la cabeza.—Ahora te soltaré. Cálmate. Si los sarracenos nos descubren nos degollarán.Isbela estaba desconcertada, pero se hacía cargo de la situación. El caballero

le retiró la mano de la boca. La beldad, sentada sobre la cama, respiróprofundamente. Sus bellos ojos elfos se esmaltaron de lágrimas.

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—¡Gracias a santa María, me habéis liberado!—Todavía es pronto para alegrarse —observó el Raposo—. Ahora falta lo

peor, que es volver.No perdieron un instante. La muchacha se calzó unas sandalias y se echó un

manto por los hombros. El guardián seguía tendido en el pasillo.—Si despierta dará la alarma —objetó el criado—. ¿Lo degollamos?—Toda vida es preciosa —susurró el caballero—. Átalo.El criado se inclinó sobre el sarraceno, lo despojó del cinturón y lo maniató

con él. Después lo amordazó con el cordón de faltriquera que el sarracenollevaba al cinto, tras vaciarla y guardarse su contenido con la rutina delsaqueador profesional.

—Salgamos —dijo Lucas.Iluminados por la palanqueta, que emitía su leve fosforescencia azul,

descendieron hasta el piso inferior de la mansión. El enorme mastín quedormitaba junto a la puerta abrió un ojo y se incorporó con un gruñidoamenazador, pero la muchacha extendió la mano y bisbiseo un conjuro. Elanimal depuso su actitud y acudió dócil a lamer la mano de Isbela. Ella leacarició la enorme cabeza.

—Buen chico.—¿Eres maga? —susurró el Raposo, asombrado—. ¿Qué más sabes hacer?—Otras cosas —murmuró Isbela sonriendo por primera vez. Era una sonrisa

capaz de caldear el corazón de cualquiera.El Raposo levantó la poderosa retranca de hierro que cerraba la puerta, la

sacó de su encaje cuidando de no hacer ruido y la depositó a lo largo del muro.Todavía quedaban dos cerrojos gruesos como la muñeca de un hombre. Estabanbien engrasados. Los descorrieron silenciosamente.

El criado entreabrió la puerta y observó la plaza con precaución.—No se ve a nadie, sire —murmuró volviéndose.—Vamos allá.Corrieron hasta las sombras de los soportales vecinos. Después, evitando

encuentros desagradables, regresaron al puerto.—¿Sabes nadar? —le preguntó el Raposo a Isbela.—Esta vez no será necesario —intervino el caballero—. Regresaremos en

una de esas embarcaciones.—Los guardias que custodian la torre de las Cigüeñas nos verán salir del

puerto —objetó el escudero—. Tendrán tiempo de sobra para asaetearnos con susbalistas.

—Por supuesto que nos verán, pero nos dejarán pasar sin daño —dijo elcaballero—. ¿Ves aquel cobertizo?

—Sí.—Cuando pasamos junto a él, percibí el olor del aceite de nafta.

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—¿Nafta? —preguntó el Raposo—. ¿Qué es nafta?—Uno de los ingredientes del fuego griego. Ahí es donde guardan los

sarracenos la nafta con la que equipan sus barcos de guerra. Organizaremos unosbonitos fuegos artificiales.

El Raposo forzó la entrada del barracón. Dentro, a la luz azulada de lapalanca, descubrieron una pila de barriles de roble y otra de tinajas de barro.Lucas comprobó el contenido: polvos de azufre y nitrato en los barriles; nafta, unlíquido oleoso, en las tinajas.

—Excelente —murmuró aprobador—. Esto es cuanto necesitamos. Abramoslas puertas de par en par y saquemos un par de barriles. Con ayuda del Raposo eIsbela, el caballero vació sobre el suelo cuatro barriles de azufre y otros tantos denitrato y mezcló los polvos amarillos con los blancos con una pala de maderahasta conseguir un tono intermedio. Después destapó varias tinajas de nafta yarrojó paletadas del polvo nitrosulfúrico a su interior. El líquido rebosaba y sederramaba sobre el montón de azufre y nitrato del suelo. Cuando calculó que lasproporciones eran las correctas tapó herméticamente las tinajas con sus cierresde madera y con ayuda del escudero, las hizo rodar hasta el exterior. El cobertizodistaba treinta pasos del lugar del atracadero de las galeras de guerra, cuy asbordas apenas llegaban a la altura del muelle. El empedrado descendía en ligerapendiente hacia el mar, para evitar que en los días de galerna el oleaje alcanzaralos depósitos y barracones. Aquella inclinación favorecía los designios delcaballero.

—Ahora viene lo difícil: atended. Yo hago rodar las tinajas para que caigan almar entre las galeras. Cuando el líquido empiece a arder prendéis fuego albarracón, corréis al esquife, lo desamarráis y me esperáis con la vela lista.

—¿Sire, vas a arrojar las tinajas al agua? —se asombró el Raposo—. Seapagarán.

—No se apagarán —lo tranquilizó Lucas—. El fuego griego contiene unamagia que le permite arder sobre del agua.

—Pero los guardianes de la Torre de las Cigüeñas nos verán huir por labocana y nos cazarán con sus flechas —objetó todavía el escudero.

—Tranquilo. Dentro de nada saldrán al mar abierto todos los barcos que noestén ardiendo. Los patrones de todas esas embarcaciones querrán ponerlas asalvo fuera del puerto. Nosotros nos disimularemos entre ellas. ¿Alguna preguntamás?

—No.—¿Sabes cómo encender un fuego?—Claro, pero aquí no hay apaños.—En ese estante, junto a la entrada, hay y esca, pedernal y un candil. Cuando

oigas voces de alarma, vacías un par de tinajas más de nafta y le prendes fuegoa todo. Nos veremos en el esquife.

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El caballero enfiló cuidadosamente el primer barril hacia las galeras deguerra y lo impulsó poderosamente, haciéndolo rodar sobre el empedrado. Elrecipiente ganó velocidad y se estrelló contra la columna de bronce a la que seamarraban las dos galeras. Antes de lanzar el segundo barril raspó con su daga untrozo de pedernal. Cuando las chispas prendieron el volátil aceite de nafta queembadurnaba la madera, lanzó el barril en llamas con un violento impulso, ydetrás los tres barriles restantes. Sólo uno se desvió de su objetivo, pero el Raposocorrió tras él y lo reintegró a la trayectoria prevista. Para entonces, varioscentinelas de las galeras se habían alertado con el traqueteo de los barriles ytocaban alarma con sus cornetas de latón.

Demasiado tarde: uno tras otro, los barriles se estrellaron contra la columnadel amarre. El fuego griego prendió violentamente y se derramó sobre lasgaleras y sobre las aguas circundantes. En un santiamén, la noche se pobló deresplandores, de gritos y de carreras. Sonaron por todo el puerto las bocinas. Laexplanada se llenó de hombres semidesnudos arrancados del sueño que no sabíanadónde acudir.

—¡Fuego, fuego!Las llamas prendían vorazmente en las maderas calafateadas con pez y

alquitrán. Algunos corrían a buscar cubos para socorrer a las galeras, otrosintentaban salvar las embarcaciones que todavía no estaban afectadas. Mediadocena de esquifes largaron atropelladamente sus velas triangulares y enfilaronla bocana del puerto, entre ellos el que transportaba a los intrusos y a la bellapasajera. Otras embarcaciones más pesadas pugnaban por apartarse del muelleimpulsadas desesperadamente por las pértigas de sus marineros. Las pesadasurcas de transporte llevaron la peor parte: incapaces de moverse con la celeridadnecesaria fueron, una tras otra, presa de las llamas que saltaban de bordas aaparejos y prendían en el cordaje. La urca más alejada del incendio casi sesalvó, pero las llamas la persiguieron sobre el agua, siguiendo la ancha estela quesu desplazamiento iba dejando, y la atraparon en medio del puerto. Losmarineros, incapaces de controlar el fuego, optaron por lanzarse al agua yregresar al muelle a nado.

Con Isbela tumbada en el fondo de la barca y oculta bajo un lienzo, Lucas deTarento y el Raposo pasaron ante la torre de las Cigüeñas disimulados entre losesquifes que huían. En la terraza almenada de la torre, las enormes balistasapuntaban al cielo, desarmadas y cubiertas con sus lienzos protectores, mientrasque sus servidores contemplaban el incendio desde las almenas del lado opuesto.

Cuando los fugitivos alcanzaron el mar abierto, en lugar de girar hacia lospuertos de la Muna y Kafú, como hacían las otras embarcaciones, mantuvieronel rumbo y se adentraron en la oscuridad del mar.

En el puerto, en medio de la confusión, el almirante Muley Osmán —rodeadode esclavos con garrotes y lanzas— buscaba a los fugitivos y, enfurecido,

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descargaba latigazos en todas las espaldas que se ponían a su alcance, incluso enlas de un sargento de bajeles, chipriota renegado, antiguo conocido suyo.

—¡Almirante, que duele! —se quejó el chipriota frotándose el brazo.—¡Más me duele a mí que he perdido el virgo de una princesa y el chal de

Kíos que se ha llevado la muy ladrona!Lejos de Acre, el incendio del puerto no era más que una burbuja luminosa

en la oscuridad de la noche. Lucas dispuso la vela al sesgo, para navegar debolina en dirección norte, paralelos a la costa.

—Ahora sólo tenemos que aguardar a que claree un poco antes de regresar,porque si nos equivocamos podemos desembarcar ante las narices de Saladino.

El Raposo no lo oy ó. Se había dormido, sentado como estaba al timón, yroncaba ruidosamente.

—Está bien —se dijo el caballero—. Habrá que velar, no sea que tengamosun mal encuentro.

Pensó en Leviatán, el monstruo de las profundidades, y un escalofrío lerecorrió la espalda.

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CAPÍTULO II

La Fogosa está jodida, sire —informó el sargento—. Veinte prestaciones en unamañana es demasiado. Además, los hombres también necesitan un descanso.

—Asígnale hombres de refresco, y que no descanse hasta que y o lo ordene—replicó Guy de Forbes, el ingeniero del rey Ricardo.

—Nos la vamos a cargar, sire —insistió el sargento.—Tú eres el que te las vas a cargar, si das la tabarra.El sargento se encogió de hombros y regresó al foso donde doce hombres

desnudos, fornidos y sudorosos, se empleaban con La Fogosa.—Duro con ella —ordenó—, que el senescal no quiere que descanse. —La

vamos a desgraciar— advirtió uno de los guerreros.—Mejor a ella que no a mí: no quiero que me corten las orejas por

desobedecer —replicó el sargento—. Duro con ella y no desmayéis. Doshombres musculosos tirando de sendas sogas tumbaron el tronco de palmera queformaba la pértiga de la mangonela La Fogosa. Cuando el extremo tocó el suelo,lo afirmaron con un trinquete. Mientras tanto otros trepaban por las escaleraslaterales y descargaban piedras en el cajón del contrapeso. Cuatro hombres encada lado trabajando a buen ritmo tardaban dos avemarías en llenar el cajón.Mientras tanto, el ingeniero del rey Ricardo, un hombrecillo enteco que seresguardaba del sol abrasador con un sombrero ancho de viaje, supervisaba a losoperarios. Unos fijaban con mazos las cuñas del ingenio; otros ayudaban alengrasador que vertía pez y alquitrán en el engranaje central. El mecanismohumeaba al recibir la mezcla aceitosa.

—Está muy caliente, sargento —advirtió el engrasador.—Hay que seguir disparando. Ya has oído al ingeniero.La Fogosa era una de las siete máquinas emplazadas frente a la muralla de

Acre, a prudente distancia de la Torre Maldita, a salvo de las catapultassarracenas. La Fogosa y sus compañeras eran capaces de lanzar piedras decincuenta kilos a doscientos pasos de distancia. Unos tiros certeros contra laesquina de la torre que parecía más débil habían conseguido desencajar lossillares. En aquel momento, la torre amenazaba ruina y a cada nuevo impactosus defensores se asomaban con preocupación a las almenas. Un destacamentode mercenarios turcopolos que aguardaban, a prudente distancia, apostados trasmanteletes rodantes. Cuando la torre se derrumbara, treparían por sus ruinas,irrumpirían en la ciudad, abrirían una puerta al ejército de los cruzados y Acrevolvería a ser cristiana.

En uno de los manteletes avanzados, el aprendiz de caballero Guido de SantBertevin, llegado en la última hornada de franceses, se informaba sobre la

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situación.—Tenéis suerte —le decía un veterano compatriota—; habéis llegado justo

para participar en el botín, porque Acre es una fruta madura a punto de caer. Oshabéis ahorrado los meses de duro asedio, hambre y miserias que llevamospasados. Y piojos, ni os cuento.

—¿Es rica la ciudad? —se interesó Guido.—¿Rica? La más rica de esta tierra, más rica que Jerusalén. Por eso el rey de

Jerusalén, Guido de Lusignan prefiere recuperarla y que Jerusalén siga en manosde Saladino.

—¿Crees que Saladino levantará el asedio si tomamos la ciudad? El veteranose encogió de hombros. Esa predicción era más difícil. La situación era delicada.Guido de Lusignan, había cometido la locura de sitiar el puerto y la ciudad de SanJuan de Acre con menos tropas de las que la ciudad contenía. Saladino, por suparte, había sitiado a los sitiadores. Cristianos y sarracenos formaban dos anillosconcéntricos en torno a la ciudad, una situación bastante comprometida para loscristianos porque, si los sitiados atacaban, podían verse atrapados entre dosfuegos. Solamente los considerables refuerzos llegados de la cristiandad europeales permitían prolongar el asedio.

—¿Cuál es la situación aquí? —preguntó el joven Guido mientrasmordisqueaba un trozo de pan sobre el que había extendido una loncha de tocino.

—Peculiar. Los cristianos de Tierra Santa están divididos en dos bandos: losque apoy aban a Guido de Lusignan, al que sostiene el rey de Inglaterra, y lospartidarios de su rival y enemigo Conrado de Montferrato, el defensor de Tiro,cuya candidatura al trono apoy a el rey de Francia. Yo creo que los dos sonmeros muñecos de los reyes. Felipe de Francia y Ricardo de Inglaterra, en lugarde enfrentarse directamente prefieren hacerlo a través de sus respectivosmonigotes.

Guido miró al cielo y vio que el sol comenzaba a declinar. Iba sintiendo ciertodesasosiego en el estómago. Hora de cenar. Se despidió del soldado, se echó laballesta alemana sobre el hombro y se dirigió a las tiendas del rey de Francia através del vasto campamento. Además de los « peludos» , como los europeosllamaban a los cristianos nacidos en Tierra Santa, descendientes de los primeroscruzados allí afincados, en el campamento había mesnadas de distintos orígenes:normandos, daneses, ingleses, frisones, flamencos, sajones y hasta gentesvenidas de regiones más remotas, contingentes de mercenarios y guerreros defortuna que hablaban ásperas lenguas y miraban con recelo a los nobles quecomandaban el ejército cristiano. Más alejados estaban los cuarteles de losmercenarios turcopolos y cerca de ellos los de hospitalarios y templarios que loscontrataban.

Para detener a Saladino y recuperar Jerusalén, el papa había enviado aTierra Santa tres ejércitos al mando de tres reyes. El primero en acudir fue

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Federico Barbarroja de Alemania, que escogió el camino terrestre porque unmago le había avisado del peligro que le acechaba en el agua. Sin embargo, seahogó al atravesar el río Salef en Cilicia y nunca llegó a Tierra Santa; los otrosdos, Felipe Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León, de Inglaterra,hicieron el viaje por mar. Se odiaban mutuamente y desconfiaban el uno del otro.De hecho habían aplazado la partida durante meses porque ninguno de ellosquería abandonar sus tierras el primero por temor a que el otro aprovechara suausencia para atacarlas.

Cuando Guido de St. Bertevin llegó a las tiendas de su mesnada, su tutor, elcaballero Lucas de Tarento, estaba vistiéndose con la ayuda de Pedro el Raposo,su escudero. Parecía un rey con su manto de fiesta y la espada de los desfiles alcinto.

—¿Dónde te metes? —le reprochó—. Vístete de bonito, que hay trabajo.—Pero sire, ¿y la cena?—Cenarás cuando se pueda.Guido ayudó al escudero a ensillar el caballo con la silla damascena,

minuciosamente adornada con hilos de plata embutidos en el cuero brillante.Después cubrieron, y cubrió al animal con una rica gualdrapa bordada en la quedestacaba la torre de plata coronada con el brazo que empuñaba una espada.

Cuando lo tuvo todo dispuesto Guido ayudó a subir a su tutor y lo acompañó,llevando las riendas, hasta la capilla del campamento, una amplia tienda de listasblancas y rojas en la que los reyes se reunían.

Estaban todos: Ricardo Corazón de León, fuerte y membrudo, con su melenay su barba pelirroja; Felipe Augusto de Francia, delgado y nervioso, jugando conlos eslabones de la gruesa cadena de oro que adornaba su pecho, la barba negraescasa, recortada; Aimery de Limoges, patriarca de Antioquia, solemne einvestido con su manto de seda bordado y todos sus abalorios religiosos. Loacompañaban dos clérigos, que permanecían apartados, pendientes del prelado.Unos pajes con la librea de Francia acabaron de servir las copas de hidromiel yse retiraron. Cada rey llevaba un séquito de tres caballeros que aguardaban fuerade la tienda.

—Saladino no tiene fuerzas para derrotarnos y nosotros no tenemos fuerzaspara derrotar a Saladino —informó Ricardo—. Esos son los hechos desnudos. Sinembargo, el tiempo corre a su favor. Saladino está en su tierra, sólo tiene quesentarse a esperar tiempos mejores. Nosotros, por el contrario, procedemos delotro lado del mar. Cuando no haya botín que repartir, los barones que nos hanseguido se despedirán y regresarán a sus posesiones. Ya ha ocurrido otras vecesen las cruzadas anteriores. La Cristiandad está cada vez menos interesada ensacrificios por los Santos Lugares. La fe ya no es lo que era.

—Eso que dices es cierto, pero ¿qué propones? —replicó Felipe Augusto.—Los dos hombres que rescataron a Isbela de Merens espiaron la

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conversación de dos jefes sarracenos. Saladino está buscando un talismán que ledará la victoria.

—¿Un talismán? ¿Qué talismán?—Los sarracenos lo llaman el Espejo de Salomón —concluyó Ricardo—. El

patriarca de Antioquía, aquí presente, quizá nos pueda explicar de qué se trata.El patriarca, de venerable barba blanca y profundas ojeras, se aclaró la voz

antes de decir:—A pesar de la incultura que disculpa vuestra condición de nobles, quizá

hayáis oído hablar de Salomón, el sabio rey de Israel que gobernó estas tierras enlos Tiempos de los Caudillos, mil años antes del nacimiento de Cristo. Salomónera rey, pero también era un mago poderoso. Después de la Abominación, laraza de los hombres se debatía en la oscuridad de la ignorancia y buscaba a Dios.Algunos pueblos seguían al sol; otros, a la luna, pero ninguno encontraba elsendero que conduce al sol y a la luna conjuntamente. En esta tierra quepisamos, el sol de los judíos, Yavé, pugnaba con la diosa de los antiguos cananeos,Ashera, la sabiduría. Salomón los unió, por eso lo tenemos por espejo de sabios,y, al unirlos, descubrió la mecánica de la creación, entendió el ShemShemaforash y lo plasmó en ese talismán que pretende conseguir Saladino, elEspejo de Salomón o Mesa de Salomón.

—¿En qué quedamos es un espejo o es una mesa? —se impacientó FelipeAugusto.

El anciano sonrió ante la impaciencia del joven.—Es las dos cosas, sire: tiene el aspecto de una mesa circular baja, pero en su

superficie se dibujan los siete cielos y puede verse la Creación, por eso lo llamanespejo. Quien sepa leerlo descubrirá en él la Palabra Suprema, el ShemShemaforash.

—¿El Shem Shemaforash? —preguntó el rey Ricardo—. ¿Qué demoniossignifica?

—Es hebreo —respondió el patriarca—. Significa el Nombre del Poder. LaMesa de Salomón contiene el Nombre Secreto de Dios, el Shem Shemaforash, unconjuro más poderoso que todos los conjuros conocidos por los magos, la palabrade la que Dios se sirvió para crear el mundo.

Se hizo un profundo silencio sólo turbado por el chisporroteo de un trozo desándalo en un pebetero. El patriarca humedeció sus pálidos labios con un sorbo dehidromiel y continuó:

—El poder de los magos más poderosos palidece ante el poder de ese conjuroque contiene el nombre secreto de Dios. De hecho, la magia consiste en eldominio de las fuerzas ocultas de la naturaleza. Desde antes de la Abominación,los magos han desarrollado diversos conjuros de los que se obtienen resultadosparciales. El hombre que domine el Shem Shemaforash dominará la Creación.Ese es el conjuro máximo.

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Ricardo asintió. Felipe Augusto, desde su sitial, adornado de lises, observabaatentamente a su primo. ¿Cómo podía odiarlo tanto?

¿Por simple envidia, porque era rico, hermoso y valiente o por el resquemorque le producía su propia inferioridad?

Felipe Augusto era endeble, cobarde y poco agraciado. A veces, mirándose alespejo, se preguntaba por qué sus padres no lo golpearon contra un muro alnacer, como era costumbre hacer con los neonatos deformes o enfermos.Estaban tan deseosos de un heredero que lo conservaron. Lo metieron entrealgodones y se empeñaron en que viviera. Para colmo había heredado un reinoprestigioso, pero débil y con tendencia a desaparecer entre la ambición de losPlantagenet, con los que limitaba por el oeste, y la del inmenso imperiogermánico, su vecino del este. Cuando Felipe Augusto se ensimismaba en estossombríos pensamientos, lo que ocurría con cierta frecuencia, tenía la manía demordisquear un mechón de su rala barbita.

—Shem Shemaforash, ¿eh? —saboreó las extrañas palabras al pronunciarlas—. Y ese conjuro mágico ¿está escrito en la mesa de Salomón?

No exactamente —dijo el anciano—. Al parecer la Mesa sólo contiene unaserie de círculos y de rayas que forman estrellas y conjuntos geométricos, peroun mago instruido puede deducir el Nombre del Poder a partir de esas señales.

Felipe Augusto asintió. Un mago experto. La Iglesia tiene magos expertos.Después de todo es su oficio, administrar la magia, pero ¿dónde encontraría él unmago experto? Se arrepintió de haber quemado a varios magos acusados dehechicería por el arzobispo de París, antes de partir para la cruzada.

—En los tiempos del antiguo Israel —prosiguió el patriarca— el ShemShemaforash estaba custodiado por el Baal Shem o Maestro del Nombre, comotambién se llamaba el Sumo Sacerdote. Una vez al año, el sumo sacerdote,protegido por el pectoral de las doce facetas, penetraba en el Sancta Sanctorumdel Templo para pronunciar ese Nombre en voz baja en un rincón donde estabadepositada el Arca de la Alianza. De este modo actualizaba la Alianza entre Diosy la humanidad y renovaba la creación para que el mundo continuara existiendo.Al construir la Mesa, Salomón aseguró la transmisión del secreto de la Alianza:cada Baal Shem instruía a un discípulo que lo sucedía en el misterio del ShemShemaforash para que la tradición no se perdiera. Por tanto, los poseedores delsecreto eran siempre dos, aunque solamente uno compareciera en presencia delSantísimo para la renovación de la Alianza.

—¿Y qué ha sido de ese Sumo Sacerdote? —preguntó Ricardo.—Ahora los judíos no lo tienen. Perdieron su reino y están dispersos por el

mundo. Pero aquel que se haga con el Espejo y consiga arrancarle su conjuropodrá proclamarse Rey Sagrado y reinar sobre la tierra. Ese será el tiempo de laarmonía universal, un solo pueblo con una sola religión bajo un solo caudillo, singuerras. Para ello no basta dar con la Mesa. El Baal Shem que conjure su poder

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debe comparecer ante esta con el pecho cubierto con una lámina de oro en laque se engasten las Doce Piedras del pectoral sagrado.

—¿Doce piedras?—Sí. Son doce piedras dracontías, los cálculos terrosos duros como el

pedernal que crecen bajo la lengua de las dragonas, dentro de la glándula delveneno. Cada piedra tiene su forma propia, su color y su textura. Son tan distintasque incluso cada una tiene su nombre: la Fogosa; la Intrincada; las tres de sanTodaro, que se llaman Manchada, Luciente y Nuececita; la Templada; laReluciente; la Melada; la Peregrina; la Honda; la Granito y la Dolorida. El queopere sobre el nombre divino en la Mesa debe llevarlas cosidas sobre el pecho.Eso lo librará de la muerte porque la Mesa tiene tal poder que mata al que lailumina.

—¿Y esas piedras donde están?—Dispersas por el mundo desde hace siglos, pero con el poder de los magos

del pontífice hemos conseguido conocer el paradero de casi todas ellas.Los reyes de Francia y de Inglaterra intercambiaron una mirada. Ricardo

tenía treinta y cinco años y era un hombre curtido por la vida. Felipe Augustosólo veinticinco, aunque aparentaba diez más. Felipe Augusto no estaba contentocon la herencia de su padre. Sus dominios directos solo abarcaban París y unreducido territorio de su entorno. Luego había una serie de provincias,supuestamente sometidas a su autoridad, en las que apenas podía reclutar tropas orecaudar impuestos. Ricardo sí era fuerte. Los dominios de la dinastíaPlantagenet no sólo abarcaban Inglaterra sino que, por medio de matrimonios yalianzas, se había extendido por todo el este de Francia, Normandía, Bretaña,Poitou y Aquitania. Paradójicamente, Ricardo, como duque de Normandía y deAquitania era nominalmente vasallo de Felipe Augusto, rey de Francia, pero siFelipe Augusto le hubiera dado una orden se habría reído de él en sus barbas.Felipe Augusto lo odiaba con toda su alma. Aquel hombre poseía en abundanciatodas las cualidades de las que él carecía: belleza, apostura, valor físico y sobretodo, tierras y soldados.

El rey de Francia ahuyentó los malos pensamientos para atender al patriarcade Antioquía.

—Os he mandado llamar porque esta mañana he recibido una bula papal enla que el Santo Padre se pronuncia sobre la Mesa de Salomón. Ordena al Maestredel Temple que indague sobre su paradero.

—¿Por qué el Maestre del Temple? —saltó Ricardo con su vehemenciaacostumbrada. Ricardo desconfiaba de los templarios. Los templarios tenían sucasa madre en París y cuando el rey de Francia estaba en apuros económicos,que era casi siempre, le prestaban el dinero necesario. Sospechaba que, puestos aescoger, favorecerían a Francia antes que a Inglaterra, aunque sólo fuera porcobrar sus deudas.

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—Los templarios son los únicos cristianos a los que el Viejo de la Montañarespeta —explicó el patriarca—. Cuando sepamos dónde se encuentra la Mesa,enviaremos a rescatarla a un grupo de hombres justos y puros que vosotros, losjefes de la cruzada, designaréis. Ahora arrodillaos y recibid la bendición delSeñor.

Lo obedecieron y recibieron la bendición.De regreso a su tienda, Felipe Augusto cavilaba: « Si yo pudiera hacerme con

ese talismán, el Espejo o la Mesa de Salomón, me proclamaría rey del mundo:podría agregar a mis reinos los dominios de los Plantagenet y quizá las tierras delimperio germánico» .

Felipe Augusto se detuvo en seco golpeado por una sospecha. Pero ¿yRicardo? ¿No ambicionaría, él también, el talismán? Por supuesto que sí. UnPlantagenet no podría dormir tranquilo mientras sus posesiones lindaran con lasde otro rey. Aquellos malditos pelirrojos hijos de la melusina aspiraban aposeerlo todo. Cuanto más tenían, más codiciaban. Habían ascendido en un parde generaciones abriéndose paso a codazos entre las casas reales de Europa sinsaciarse jamás. El abuelo de Ricardo, Godofredo, se casó con la viuda delemperador germánico, una mujer quince años mayor que él, para conseguir lacorona de Inglaterra. Enrique, el padre de Ricardo, se casó con Leonor, la esposadivorciada del anterior rey de Francia, para conseguir el ducado de Aquitania. Eltaimado Ricardo Corazón de León estaría rumiando cómo hacerse con eltalismán. Felipe Augusto no podía fiarse del Plantagenet: llevaba en la sangre laambición desmedida. Seguramente estaba ya maquinando la manera deapropiarse de la Mesa o el Espejo o lo que demonios fuera.

Al llegar a su tienda de lona azul tachonada de flores de lis blancas, FelipeAugusto sintió un malestar en el estómago y vomitó saliva y bilis en su jofaina deplata.

Su médico personal acudió a socorrerlo con una toalla mojada, que le aplicóen la frente. Felipe Augusto respiraba pesadamente. —Esta maldita guerra va aacabar conmigo— rezongó. —¡Maldito el día en que me metí a cruzado!

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CAPÍTULO III

En Rissu, al oeste de Gizeh, no lejos de El Cairo, un hombre y un muchachocaminaban por el pedregal en dirección a la cueva que llaman de las Serpientes.Era mediodía y el sol caía a plomo sobre los cerros yermos y las barrancas deldesierto.

—Tengo miedo, padre —dijo el muchacho. El hombre se detuvo y lo miró.—¿Miedo?—De las serpientes —dijo el muchacho.—No temas. Las cobras no se acercarán a Asmodeo de Sinán. Siguieron

caminando en silencio. Asmodeo de Sinán vestía como un mendigo, con unachilaba descolorida y manchada y un turbante corto de los que usan los pobres.Era un hombre alto y delgado, con la cara larga y morena, los ojos hermosos yoscuros, brillantes como si los devorara la fiebre, la boca grande, los labios finosy pálidos, la barba negra con mechones grises hasta la mitad del pecho. El niñoera un ahijado de Asmodeo. Sus padres habían perecido en la hambruna deDamieta, diez años antes, después de vender a su hijo de un año a un mercader,acaso para salvarlo. Asmodeo lo adquirió por un besante bizantino de oro, por esolo llamaba así, Besante, « una palabra ni cristiana ni islámica que todo el mundoaprecia» , le explicaba a su ahijado.

Los dos caminantes ascendieron con dificultad la duna de arena acumuladajunto a la boca de la cueva y penetraron en la umbría oquedad. Un ídolo depiedra antiguo, carcomido por el tiempo y semienterrado se cruzaba en laentrada, a la sombra. Asmodeo de Sinán se sentó en él y su hijo lo imitó.Permanecieron en silencio, respirando con agrado el aire templado y refrescantede la cueva después del paseo abrasador. Al cabo de un rato, el muchacho dijo:

—Ahora me alegro de haber venido, padre. Uno se siente aquí…—¿Como eufórico? —lo ayudó Asmodeo.—Sí, algo así. Muy tranquilo —dijo el muchacho. Sacó la calabaza de agua y

se la ofreció a Asmodeo, que bebió un corto trago. Después bebió el muchacho.Asmodeo meditó un momento y después suspiró como si le costara tomar

una decisión, apoyó su mano en el hombro del muchacho y dijo:—Hubo un tiempo en que estas arenas estériles eran una tierra fértil cubierta

de bosques, de huertos con árboles frutales, de plantas de muchas clases y defresca hierba, en la que pastaban vacas y caballos, ovejas y cabras. Entoncesestas colinas pedregosas estaban llenas de vida: había leones, antílopes, elefantesy pájaros de diversas especies que llenaban el cielo. Los hombres vivíandesnudos en su primitiva inocencia y no tenían que esforzarse para alcanzar elsustento porque la tierra producía de sobra, sin necesidad de cultivarla. El mundo

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estaba poblado por cuatro razas inteligentes: los elfos, los hombres, los gnomos ylos enanos, pero las comunidades eran tan pequeñas y dilataban tanto unas deotras que apenas se relacionaban. Cuando se encontraban, cada cual seguía sucamino porque sobraba de todo y nadie quería poseer más de lo necesario parasustentarse.

—¿Que son elfos, padre? Asmodeo miró al muchacho.—Una raza de seres inteligentes. Nunca ha habido muchos. Suelen refugiarse

en rincones poco accesibles. Algunas veces se han mezclado con los hombres yhan producido semielfos.

Asmodeo guardó silencio durante unos minutos antes de proseguir:—Hubo un tiempo, la Edad de Oro, en que los hombres vivían en armonía

entre ellos y con las otras razas del mundo, bajo la égida de la Diosa —explicó almuchacho.

—¿Una diosa? —replicó el muchacho—. ¿Puede Dios ser hembra?—Ese dios macho que hoy adoran los hombres de todas las religiones es un

usurpador. Al comienzo de los tiempos sólo había una diosa común para lahumanidad, una diosa amable y pródiga que velaba por sus criaturas, la Diosa.Ella hacía germinar los campos, fertilizaba a los animales y llenaba de cálidaalegría el corazón del hombre. Después surgieron pueblos pastores quedespreciaban la naturaleza y sólo pensaban en esquilmarla. Adoraban a un diosmacho aficionado a la guerra y sediento de sangre. De ese Dios, que señoreó latierra, un dios terrible que aspira a la exterminación de sus rivales han surgido losque hoy adoran los pueblos.

—Padre, ¿cómo sabes esas cosas que nadie conoce?—Las sé —respondió el hombre.Asmodeo raramente hablaba de su pasado. Había nacido cristiano al otro lado

del mar y había estudiado con los sacerdotes en la Sorbona de París y en Roma.Cuando estaba a punto de ser el obispo más joven de la cristiandad, había sufridouna crisis y se había apartado del mundo para hacerse ermitaño en el desierto dela Tebaida. Un cuervo al que alimentaba con trocitos de pan le habló un día consu ronca voz:

—Sí quieres saber, sígueme.Lo siguió durante siete extenuantes días. Cuando el cuervo, que volaba

delante, lo sentía desfallecer, se posaba en una piedra y le daba un respiro. Alséptimo día le ordenó: « Cava aquí» . Asmodeo cavó y cavó en la arena yencontró una piedra con una argolla que cerraba la boca de un pozo antiguo.Descendió por unos empinados peldaños y se encontró en los subterráneos deltemplo de Pta. Recorrió las opresivas estancias de donde la vida había huidohacía miles de años y encontró el archivo del templo con las crónicas de losantiguos sacerdotes. A través de ellas había conocido los primeros pasos de laHumanidad y se había convertido a la antigua religión de la Diosa, la que las

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religiones del Libro denigran con el nombre de Abominación. Después habíafrecuentado los centros del saber: Alejandría, Bagdad, París y había aprendidomagia en las antiguas escuelas que aún se mantenían.

—La Diosa dejó una preciosa herencia —dijo Asmodeo—, unosconocimientos que nos permiten comprender la naturaleza y armonizarnos conella. Tú sabes que los seres vivos estamos sometidos a los ritmos de la vida: larespiración, los latidos del corazón, el ciclo menstrual de las mujeres. Pues bien,la naturaleza también tiene esos ritmos. El sol, la luna, las estrellas, lasconstelaciones. Después de la primavera, viene el verano y después el otoño y elinvierno, a eso me refiero. Esta tierra que pisamos está recorrida por una energíaque el hombre puede aprovechar y que se manifiesta en determinados lugares.En tiempos de la Diosa, los hombres percibían las vibraciones de la naturaleza, dela tierra y del cielo y aprovechaban esa energía de las corrientes telúricas.

Asmodeo explicó a su ahijado la función de las pulsiones electromagnéticas,(llamadas áykfie en la antigua lengua de los iniciados) que recorren la tierraconcentrándose o dispersándose debido al relieve, a la conductibilidad delterreno, a la existencia de fallas, la temperatura interior y la presencia de aguassubterráneas. Le hizo ver que los dy kfie eran las terminaciones nerviosas por lasque la tierra irradiaba su energía.

—Los dy kfie suelen ser especialmente intensas en el interior de cavernas yabrigos y en los berruecos rocosos.

—Por eso se está tan bien aquí, en esta cueva —dijo el muchacho. Asmodeosonrió.

—Por eso.En tiempos de la Diosa los dy kfie se convirtieron en lugares sagrados, centros

de peregrinación, puertas del cielo, especialmente las Siete Puertas, y loshombres levantaron en ellos sus santuarios a los que peregrinaban cuando laposición de los astros mejoraba las condiciones del lugar. Visitarlos equivalía arenovar la materia, a nacer de nuevo. También, con el mismo efecto, erigieronenormes piedras aisladas, alineadas o en círculos, para aumentar la energíanatural de la tierra. Cuando los pueblos pastores impusieron sus dioses masculinosy persiguieron a las sacerdotisas de la Diosa, usurparon estos santuarios y losdedicaron a sus ídolos. Detrás de ellos llegaron otros cultos y así se hantransmitido hasta hoy en que muchos yacen debajo de las iglesias, de lasmezquitas y de las sinagogas.

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CAPÍTULO IV

Una muchedumbre de cruzados a pie y a caballo, vestidos con camisotes demalla o de perpuntes de diversas hechuras y armados de espadas, hachas ymazas avanzaba hacia la ciudad al compás de los tambores y de las trompetas.La torre de los Lamentos, bombardeada por los trabuquetes franceses y minadapor los enanos zapadores de Felipe Augusto, se había desplomado. Los cruzadospenetraban en la ciudad. Se luchaba en el barrio de los tejedores; en el mismocorazón de Acre.

Lucas de Tarento se abrió paso entre la tropa que avanzaba. En aquelmomento decisivo el rey Ricardo lo había convocado a su tienda.

El may ordomo lo anunció inmediatamente. Ricardo estaba en el centro de laestancia rodeado de escuderos y pajes que le abrochaban las correas de laarmadura.

—Acre se ha terminado para ti —le dijo con su característica brusquedad—.La misión que te va a encomendar mi may ordomo es más importante que acudira la muralla para que una piedra o una flecha te desgracie. Capturaréis a losembajadores que Saladino envía al Viejo de la Montaña.

—Sire, ¿no podemos esperar hasta que Acre caiga?No podemos. Nadie sabe cuántos días de ventaja nos llevan los sarracenos.

Como no tienes de quién despedirte, saldrás esta misma mañana. Escoge seishombres, ni uno más.

La tienda de Ricardo estaba plantada sobre una eminencia del terreno a lasafueras del antiguo corral de las caravanas, a media legua de Acre. Desde eltingladillo sombreado con ramas de palmera ya secas que hacía de vestíbulo,Lucas divisó la ciudad. Se elevaban al cielo columnas de polvo blanco y de humonegro. A ratos se percibía, con las rachas del viento favorable, el lejano rumor dela guerra y los degüellos, parecido al que producen las olas nocturnas en lasplayas pedregosas.

El mayordomo de Ricardo era un anciano de barba blanca y ojos cansados.Lucas de Tarento se quedó a solas con él.

—Lucas, te conozco desde hace muchos años y te aprecio —comenzó elanciano—, por eso me pesa que Ricardo te hay a escogido para este trabajo.

—Todos tenemos que cruzar el valle de lágrimas —dijo una voz a su espalda.El anciano y el caballero se volvieron. El que había hablado era un clérigo

alto, enjuto y moreno, la cabeza rapada y la mirada enfebrecida de unos ojosirritados por el estudio o por haber cabalgado en medio de una tormenta dearena. Ascendía ágilmente, sin esfuerzo aparente, por el talud que conducía a latienda. Lo acompañaba el mayordomo del rey de Francia, un normando delgado

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y anguloso, aguileño de nariz, con su tintero de plata en la cintura, y su navaj itade cortar caña de escribir colgando del cuello.

—Jorge Cantacuzanos —lo presentó el mayordomo francés—. Teacompañará a la búsqueda de la Mesa. Es un sabio renombrado. Estudió cercadel Papa y domina los arcanos del conocimiento.

—Nadie domina los arcanos del conocimiento —replicó el clérigo con vozneutra—. Más bien son ellos los que nos dominan a nosotros.

—¿Cuando has llegado de Siria, Jorge Cantacuzanos? —inquirió elmayordomo del rey Ricardo.

—Acabo de llegar —respondió el fraile—. Un paje real me ha indicado queestabais aquí. ¿Cuándo salimos?

—Esta misma tarde —respondió el anciano—. Los criados y los escuderosestán terminando de cargar la recua.

No necesitamos un gran séquito —intervino Lucas de Tarento—. Cuantosmenos seamos, más desapercibidos pasaremos.

—Pero hay alguien que debe venir con nosotros —dijo Cantacuzanos:Grontal.

—No lo conozco —dijo el caballero.—Es el capataz de los enanos zapadores que sirven al rey Felipe de Francia.Lucas de Tarento lo recordó. Unos meses antes, una cuadrilla de enanos se

había presentado en el campamento del rey de Francia con cartas derecomendación de un conde bizantino. Formaban parte de un grupo másnumeroso que acompañaba a las tropas del emperador Federico. Cuando este seahogó al pasar un río, muchos de los enanos que lo acompañaban se volvieron asus cuevas de los Alpes pero unos pocos prosiguieron hasta Tierra Santa y seemplearon con Felipe Augusto.

Los enanos vivían apartados, en un extremo del campamento galo, donde sehabían fabricado sus propias viviendas subterráneas, unas galerías de las que aveces salía humo blanco. Podían excavar una mina en la tercera parte del tiempoque empleaban los mineros más expertos, pero había que pagarles la soldadadiariamente y siempre en oro o piedras preciosas porque no se fiaban de laspromesas de los rey es, ni siquiera de los prestigiosos pagarés de los templarios.

Los enviados del may ordomo francés condujeron al enano Grontal anteJorge Cantacuzanos.

—Volvemos a vernos Grontal —dijo el clérigo. No había indicios de afecto ensus palabras que delataran alegría alguna por encontrarlo de nuevo.

—Estás más viejo —lo saludó el enano.—Es la gran cuita de los humanos: que envejecemos pronto. Tú, sin embargo,

no representas los ochenta años que tienes.—Setenta y dos —corrigió el enano y sonrió con su ancho rostro terso, sin una

arruga, mostrando su perfecta dentadura—. ¿Para qué me necesitas?

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—No te necesito y o. Te necesitan los señores de la Cruzada. Se trata deatravesar el mundo para buscar un talismán sagrado. Puede que esté oculto en lasentrañas de la tierra. ¿Has oído hablar de la Mesa de Salomón?

El enano acarició su barbita roj iza.—Ese talismán forma parte de las leyendas que nos cuentan los bardos en las

cavernas inferiores. Dicen que está guardado por Siete Puertas. ¿Podré sostenerloentre mis manos cuando lo encontremos? No es que ambicione nada, pero megustaría poder contárselo algún día a mis nietos. Por otra parte, algo me dice queva a ser divertido. Las murallas de Acre están en el suelo y pronto los enanos noseremos necesarios ¿Cuándo partimos?

—Ahora mismo —le respondió el mayordomo francés—. ¿No hablamos detu salario?

—Ya tengo suficiente oro y plata. Con la manutención y con ese rubí espinelaque lleváis en la gorra me doy por pagado.

El mayordomo se encogió instintivamente, mientras maldecía su ocurrenciamatinal de engalanar su gorra de terciopelo con aquella piedra. La tarde anterioruna dama de compañía de la princesa de Nevers, la suegra del rey Ricardo, unacincuentona de buen ver, valiente de pechos, lo había mirado con insistencia y lehabía tendido la mano para que la ay udara a descabalgar de su mula frisona.

En aquel momento apareció Ricardo.—Mayordomo, ¿podemos disponer de esa bagatela para el servicio de la

corona? —preguntó el rey, como quitando importancia al lance.—Mi vida entera pertenece a su Majestad —respondió el aludido con una

breve inclinación, al tiempo que lanzaba al enano una mirada homicida.El rubí espinela, que valía las rentas de un molino en la Etruria, cambió

rápidamente de dueño. El enano se retiró, con media sonrisa.

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CAPÍTULO V

Asmodeo de Sinán chasqueó la lengua. El camello se detuvo al instante y searrodilló pesadamente. El mago descendió y pisó la arena caliente con susgrandes pies descalzos. Apoyado en el largo báculo de madera de acacia,caminó lentamente hasta la línea de sombra que proyectaba la gran pirámide yse sentó en una piedra. Su ahijado Besante y los dos criados que lo acompañabanse miraron. El mago podía permanecer cuatro o cinco horas inmóvil mientrasmeditaba. Descabalgaron y llevaron sus camellos a la sombra, a una distanciarespetuosa del gran hombre.

El mago paseó su mirada por el desierto dorado y por las dunas redondeadasen cuy as crestas se levantaban a veces pequeños torbellinos de arena. Se volvió acontemplar la gran pirámide, la misteriosa montaña artificial que, de cerca,semejaba una escalera de irregulares peldaños, apropiados para los gigantes.Muchas generaciones antes, un antepasado suyo mayordomo del califa habíaabierto un boquete a media altura por el que se accedía a la cámara del faraón.Una nutrida cuadrilla de canteros de Faiún trabajó durante años con picos ycinceles en la roca viva, retirando quintales de escombros. Cuando por finaccedieron a la cámara sepulcral, en el centro mismo de la pirámide, soloencontraron restos de palancas carcomidas con las que muchos siglos atrás lossaqueadores de la tumba habían abierto el gran sarcófago y robado el cadáverdel faraón. Se creía que las tripas del gran rey estaban recubiertas con escamasde oro procedentes de los filtros mágicos que se tomaba para prolongar su vida.Los saqueadores pensaron que el tesoro del faraón, formado por preciososmuebles y objetos de oro, maderas preciosas y marfil, era el ajuar funerario queacompañaba al difunto en la cámara mortuoria. Eran demasiado ignorantes paradescubrir el verdadero tesoro, las claves geométricas del legado iniciáticoexpresadas por los constructores del monumento. Sinán se levantó bruscamentedel asiento y llamó a Besante. —Subamos a la montaña— propuso el mago.

El muchacho había estado otras veces en la pirámide, aunque nunca habíapenetrado en el pasadizo. Los hombres del desierto aseguraban que estabahabitado por demonios y que la maldición del faraón era tan fuerte que ningúnviolador de aquella tumba vivía más de un año. Sin embargo, Besante anhelabaacompañar a su padre en la exploración de la montaña sagrada. Asmodeo deSinán era un mago reputado. Sabía conjurar los demonios con una magia máspotente que la de los faraones.

Escalaron la montaña de bloque en bloque, el muchacho iba delante y lemostraba al mago el camino más fácil, hasta que llegaron a la pequeña mesetaen mitad de la ladera, en la que se abría la boca del pasadizo. Mientras

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recuperaba el resuello, Sinán se volvió, una vez más, para contemplar el dilatadopaisaje de dunas. El sol levantaba pequeñas ondulaciones de aire caliente que loshabitantes del desierto tomaban por genios maléficos o dj inns. Cuando sus ojos seposaron en la cabeza de la esfinge, un mago antiguo con tocado faraónico ycuerpo de leona, que permanecía sepulto entre las arenas, Asmodeo pronuncióuna breve jaculatoria en la lengua secreta de los dioses y sintió que su corazón seinundaba de paz. Entonces se volvió hacia la pirámide y se asomó al hueco de lagalería. El pasadizo descendía como un pozo oblicuo que se perdía en laoscuridad del fondo. El techo estaba formado por grandes piedras de buenacantería apoyadas en ángulo.

—Padre, ¿vamos a entrar? —preguntó el muchacho.Sinán lo miró con sus ojos oscuros en los que brillaba la fiebre.—La pirámide es el gran talismán —dijo como para sí, aunque se lo

explicaba al muchacho—. La proveedora de energía de los hombres quehabitaron el Nilo y crearon la magia del mundo. Ellos pasaron y sus huesos seconvirtieron en polvo en menos que nada, pero la magia está aquí, nos rodea ynos obliga.

—Pero tú eres más poderoso que el faraón, padre —dijo el muchacho.Asmodeo de Sinán no respondió. Miró la cabeza del muchacho, el pelo revueltoen un remolino, que nunca cubriría el turbante de la edad adulta y sintió unainfinita piedad por él.

La noche de la víspera, en su palacio de El Cairo, en la terraza acariciada porla brisa del Nilo y coronada por la cúpula celeste tachonada de estrellas,Asmodeo había despedido a la esclava de servicio y se había quedado a solas conBesante. Primero hablaron de las constelaciones, después el mago explicó losarcanos de la historia.

—En tiempos de los adoradores del dios masculino, cuando sojuzgaron a lossiervos de la Diosa, los caudillos se extendieron y se multiplicaron por la tierra ycon ellos los robos y las guerras. Entonces un sacerdote de la diosa Naqar, al queotros conocen por Daemon, organizó la resistencia y se enfrentó a pequeñaescala con los invasores. Daemon creó la magia libre, que algunos hombresllaman negra, porque no acepta someterse al capricho de los dioses impuestos.También nos llaman Abominación. Nos han perseguido por la faz de la tierra ynos han enfrentado a los elfos. No siempre fuimos débiles y errantes comoahora. Hubo un tiempo en que los rebeldes éramos poderosos y destruimos laAtlántida. También inspiramos la libertad a los rebeldes en el tiempo de losCaudillos, cuando se riñeron las guerras de los Pueblos, primero con flechas dehueso y hachas de piedra, luego con armas de bronce y, finalmente, con armasde hierro. Nos han excluido del disfrute de la tierra y pretenden exterminarnos.Sólo nos queda la magia.

Asmodeo se volvió otra vez para contemplar las dunas doradas, el mar de

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arena que se perdía en el horizonte brumoso, bajo el ardiente sol. Estaba a puntode conjurar el último misterio. En tiempos del faraón de los dos Nilos, lapirámide de Keops era la principal dispensadora de energía, de la que dependíala armonía del país. Él, Asmodeo de Sinán, iba a desafiar a la muerte. Iba adescender a la sala del sarcófago, el centro neurálgico de aquella máquinaestelar, pero el antiguo rito requería un sacrificio de propiciación que renovara laalianza con la Diosa.

—Hoy te llamarás Isaac —le dijo al muchacho.Besante miró a su padre adoptivo, que sostenía en la mano un arcaico cuchillo

de obsidiana. Sabía lo que iba a ocurrir y lo aceptaba. Se arrodilló mirando al soly se recogió el cabello, que le llegaba hasta el pecho, en una coleta. Quedó aldescubierto el cuello blanco surcado por una vena azul. Sinán le apoy ó una manoen la cabeza, abarcándole el cráneo, y lo inclinó ligeramente hacia atrás paratensar la piel de la garganta. Con un movimiento preciso degolló al muchacho. Elchorro de sangre humeante salpicó las piedras.

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CAPÍTULO VI

Sven le Berg, detuvo el caballo y escuchó con atención, con el oído en ladirección del viento. Había creído percibir un lejano rumor de voces. Descabalgóy se aproximó a las rocas que ocultaban el camino. No se veía nada. Ató lasriendas a una zarza y trepó ágilmente hasta la parte más alta desde la que sedominaba el resto del cañón.

A un cuarto de legua de distancia, en un ensanchamiento de la angostura, seveía un breve palmeral y en él a una partida de hombres que jaleaban a dospúgiles. Desde aquella distancia no se distinguía bien si eran camelleros oguerreros.

Sven le Berg percibió un destello en una roca alta: un centinela con sutrompeta damascena. Examinó nuevamente al grupo y descubrió, entre laspalmeras, una tienda de piel de cabra con un adorno esférico y un penacho negroen el extremo del mástil. El penacho echó a volar de repente, como asustado. Eraun grajo carnicero. Sven de Berg distinguió vagamente las facciones de la esfera:una cabeza barbuda, sin ojos, con la boca negra, abierta.

Se agachó de nuevo y se sentó en el suelo.—¡Trudentes! —murmuró—. Lo único que me faltaba para terminar el día.Los trudentes veneraban las cabezas de los enemigos muertos. Las

conservaban en sal y las momificaban exponiéndolas al ardiente sol del mediodíasobre los mástiles de sus tiendas. Creían que las cabezas de los muertos losprotegían de la muerte, un vestigio de antiguas religiones, ya olvidadas, de losprimeros trudentes, los que llegaron cien años atrás con la primera cruzada,procedentes de las selvas brumosas del Danubio o de más allá.

Sven le Berg, como el resto de los cruzados europeos, detestaba a lostrudentes y procuraba mantenerse alejado de ellos. Se toleraban porque eranexcelentes guerreros y porque su mera presencia infundía pavor en los corazonessarracenos. Los trudentes no daban cuartel durante la batalla y, cuando terminabael combate, después del saqueo, celebraban un festín en el que consumían lacarne de los enemigos sacrificados o la de algún prisionero que les parecieraparticularmente hermoso al que previamente sodomizaban en el transcurso deuna fiesta ritual. Los jefes de la cruzada toleraban esas costumbres bestiales. Alfin y al cabo los clérigos que podían condenarlos no los consideraban personas yse desentendían de ellos.

—Tengo dos caminos —se dijo Sven le Berg—. Uno, continuar hacia el nortey pasar entre los trudentes. Con un poco de suerte puedo encontrarlos borrachos otan atiborrados de carne que me ignoren. El otro camino es regresar sobre mispasos hasta el sendero de la montaña y evitar el cañón.

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No conocía el sendero de la montaña, pero podía imaginárselo áspero ypeligroso, orillando precipicios. Además, volver sobre sus pasos le acarrearíacuatro horas de camino adicionales hasta salir de las gargantas.

La vida de Sven le Berg había sido una sucesión de encrucijadas en las quecasi siempre optó por lo peor. Pudo escoger la Luz, cuando era novicio templarioen la encomienda de Nemours y sin embargo, escogió la Abominación. Asesinóal abad, vagó prófugo por las montañas, se enroló con la mesnada del condeAmaro para Tierra Santa, desertó en Hattin, en plena batalla, y, tras nuevosdelitos, arrastraba una existencia de proscrito, ya definitivamente instalado en ellado oscuro de la Abominación.

Arrancó una brizna de hierba seca y la mordisqueó. Dos caminos.El sol estaba alto, calentaba el aire y las piedras con su baño de plomo

humeante. Volver o arriesgarse.Dormitó un poco mientras rememoraba escenas feroces de su vida. Los

trudentes.—Lo peor que me puede ocurrir es que me maten —se dijo—. Vivo no me

van a capturar. Y los muertos descansan.Tomó el caballo de la rienda y prosiguió su camino hacia la muerte o hacia la

vida. Cuando rebasó la línea de las rocas inició un suave descenso hacia elensanchamiento donde estaba el palmeral. Cabía la posibilidad de tomar uncamino lateral pegado al muro liso del cañón, a cierta distancia de las palmeras.Si cuidaba de no hacer ruido quizá pasaría inadvertido y saldría del cañón sin quelo descubrieran los trudentes.

No obstante tomó sus precauciones. Detrás de la silla, asegurado con trescorreas, llevaba un hatillo liado en forma de cilindro. Lo liberó y lo extendiósobre el suelo: una cota de malla enrollada en una camisola encerada que leservía de protección. Se la metió por la cabeza e inmediatamente sintió su pesotranquilizador sobre los hombros. Después se caló el almófar que sólo dejaba aldescubierto los ojos, la nariz y la boca. Antes de que el sol calentara las mallas secubrió con la camisola parda pespunteada de manchas de óxido. De esta guisaprosiguió la marcha a pie, para reservar las fuerzas del caballo, por la rutaalternativa que dejaba a un lado el oasis y a los trudentes.

Cuando estaba a punto de conseguir su objetivo un estridente toque detrompeta reveló que los centinelas lo habían descubierto. Sven le Berg suspiró yse encogió de hombros. Recordó las palabras de san Bernardo que habíaaprendido a la sombra del claustro, en Nemours: la vida es milicia.

Le Berg a caballo, con la espada al cinto y la lanza bajo el brazo no esperó aque apareciera el enemigo. Con la ira amarga en la boca, que precede alcombate, y la nube roja delante de los ojos, picó espuelas y avanzó al trote en ladirección del bosquecillo de palmeras.

Los trudentes estaban ensillando sus caballos. Uno de los centinelas, un

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hombre barbudo y feo, que lucía una terrible cicatriz de hacha en el rostro y elcráneo calvo, le salió al paso con un chuzo. Sven le Berg se limitó a atropellarlo yescuchó tronzarse los huesos bajo las afiladas herraduras del percherón. En laespesura había otros cuatro trudentes de temible aspecto: el que parecía el jefe,por el perpunte damasceno que vestía, tachonado de refuerzos de acero, estaba apunto de cabalgar. La lanza de Sven le Berg penetró por un costado y asomó unpar de palmos por el otro. Sven abandonó la lanza inutilizada y echó mano de laespada, que salió de su funda con un sonido metálico. Los tres trudentes restanteslo rodeaban, dos por delante procurando distraerlo, para que el tercero lo atacarapor la espalda. Sven le Berg era joven, pero por su larga experiencia de combateconocía aquella estratagema. Picó espuelas contra los dos trudentes y asestó untajo vertical al de su derecha que le abrió el tronco hasta la mitad del pecho. Sevolvió hacia el otro, que pataleaba en el suelo entre estertores, con la y ugularabierta por una dentellada del caballo.

El trudente restante se abalanzaba con su lanza, ciego de ira. Sven le Berg, alvolverse, le lanzó la espada. El hierro se le clavó un palmo en el estómagodeteniendo bruscamente el avance. El herido dejó caer la lanza, asió con ambasmanos el hierro que horadaba sus entrañas y se lo arrancó sin un gemido. Unasangre acuosa y oscura manó mansamente de la herida. Tenía los intestinosperforados. El tajo era mortal de necesidad y le aseguraba una agonía larga ydolorosa. Mejor que lo rematara aquel demonio. El trudente desenvainó la dagay reanudó su ataque profiriendo un inarticulado grito de guerra. Sven le Berg, conel mangual en la mano, comprendió que buscaba una muerte más clemente,pero no estaba dispuesto a proporcionársela: lo golpeó en la zona de los riñones yla piña espinosa que pendía de la cadena tronchó la columna vertebral delatacante después de rodearle el tronco como un brazo enamorado. Tendido entierra boca abajo, paralizado de la cintura a los pies, el trudente se alzaba sobrelos brazos musculosos para maldecir al caballero.

Quedaban los centinelas ¿Cuántos? Sven le Berg supuso que sólo uno, el quehabía visto en la alta peña vigilando el campamento. Pero la peña estaba desierta.¿Había huido o se disponía a atacarlo? A caballo presentaba un blanco fácil paraun ballestero. Sven le Berg descabalgó, dejó que su caballo pastara en la frescahierba del oasis y se internó en el palmeral.

El trudente, con un cuchillo corto en la mano, acechaba al demonio que habíaacabado con sus camaradas. Sven lo escuchó moverse con sigilo entre laspalmeras. Lo vio. Era más joven que los otros, todavía imberbe, con un sayo depiel Mal cosido al que le faltaba una manga. Sven apuntó con cuidado su ballestade arzón y, cuando lo tuvo a tiro, lo dejó clavado en el tronco de una palmera conun virote corto que ni siquiera asomaba por la herida.

¿Eran todos?Sven le Berg registró la tienda adornada con la cabeza sangrante. Nada. Sólo

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un par de hatillos, un pellejo de agua y una alfombra raída. Con precaución,recorrió el palmeral y las rocas cercanas, los lugares donde alguien podríaocultarse. En medio de la espesura había un sarraceno anciano y desnudo, al quelos trudentes habían empalado sobre una estaca. Tenía las manos atadas a sendostroncos de palmera, con una cuerda floja de manera que todo el peso del cuerpodescansara sobre el palo clavado en el suelo cuy o extremo superior,convenientemente afilado, le habían introducido por el ano. Era un milenariosuplicio de aquellas tierras, inventado quizá por los asirios, que los trudentes solíanpracticar con sus prisioneros, por diversión.

El sarraceno silencioso e inmóvil debía haber muerto. Sven ya había vistootros empalados por los trudentes. Con el paso de las horas su propio peso lo iríaclavando más y más en la estaca que se abriría paso por sus entrañas hasta brotarpor el lado del cuello o atorarse en los huesos de la cabeza.

Le Berg degolló, al pasar junto a él, al primer centinela herido, que searrastraba penosamente con las dos piernas rotas. Regresó al palmeral y cuandose cercioró de que no quedaban más enemigos examinó a los trudentes: todosmuertos, excepto el herido en el vientre que gemía y maldecía a su enemigomientras se arrastraba como un león herido.

Hacía calor y el sol brillaba en todo lo alto. Con gesto cansado, Sven le Bergse despojó del almófar y sacudió la cabeza hasta que su cabellera rubia sedesparramó por la espalda. El herido lo contemplaba con la mirada vidriosa casiperdida.

—¿Quién eres? —balbució—. ¿Eres un ángel del cielo?—No, soy un ángel del infierno.—¿Cómo te llamas?Sven le Berg ignoró la pregunta.—¿Hay más trudentes por aquí? —preguntó a su vez—. Si me dices la verdad

quizá te remate y te evite sufrimientos.—Adivínalo tú.No hay más —concluy ó el guerrero—. Sólo veo ocho caballos: los seis

vuestros y otros dos, uno del sarraceno empalado y otro del que os sirvió dealmuerzo.

—Si crees en Dios y en el paraíso, mátame —insistió el agonizante.—Lo siento. No creo en Dios ni en el paraíso. Tendrás que ofrecerme algo

mejor.Sven le Berg penetró en la tienda y registró los equipajes de los trudentes. Lo

que encontró le alegró la jornada: una bolsa de besantes de oro bizantinos, unaperla del tamaño de una almendra, oculta en el dobladillo de un sombrero, másde cien monedas sarracenas de plata y un puñal normando con una doble lunaheráldica en la cruz. Destapó el pomo del puñal. En el compartimiento interiorhabía un diente diminuto, muy blanco, seguramente una reliquia sagrada. Lo

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devolvió a su lugar y colocó la tapa de nuevo antes de guardarse la daga.Fuera, se despojó de la cota de malla, la tendió sobre la arena y la frotó en el

polvo hasta que desapareció todo rastro de sudor. Era una buena cota y no queríaque se oxidara. Después la tendió sobre una camisola limpia y seca que sacó desus alforjas, la enrolló nuevamente y devolvió el atadijo a su lugar, tras la silladel caballo. En el breve manantial que regaba el oasis, bebió y se refrescó elcuello, el rostro y los brazos. Al regresar a la espesura descubrió el almuerzo delos trudentes: oculto bajo ramas frescas de palmera un cadáver decapitado al quehabían cortado lonchas de los muslos y de los glúteos. Una nube de moscasnegras cubría los lugares donde faltaba carne.

No convenía prolongar por más tiempo la estancia en aquel lugar. Lacuadrilla de trudentes podría ser sólo la avanzada de un grupo más numeroso. Lomás prudente era continuar el camino y salir del cañón. Se disponía a hacerlo, yacon el pie en el estribo, cuando percibió un lamento lejano.

Descabalgó y volvió sobre sus pasos. Era el empalado, que vivía todavía.Sven le Berg arrancó la estaca del suelo, pero no del cuerpo del agonizante, cortólas cuerdas, lo tendió en tierra y se dispuso a degollarlo.

—Lo siento amigo, lo único que puedo hacer por ti es aliviarte.El sarraceno, con los ojos entreabiertos, parecía comprender. No obstante

hizo un supremo esfuerzo y habló antes de que el cuchillo lo silenciara parasiempre.

—El Tesoro de Salomón —murmuró.—¿Qué has dicho? —preguntó Sven le Berg.—El tesoro de Salomón… el Espejo… —murmuró el moribundo.¡Agua!Tenía los labios reventados por la sed y por la sangre perdida que empapaba

la tierra.Sven le Berg mojó en su cantimplora la punta del pañuelo que llevaba al

cuello y humedeció los labios costrosos del sarraceno.—¡Agua, agua!—No puedo darte más. Si te llega al estómago, te mueres.—¡Agua!—Está bien, pero antes dime qué es eso del tesoro.—El tesoro de Salomón… El Viejo de la Montaña sabe dónde está, en una

tierra lejana. Hay que atravesar Siete Puertas. Hay que tener las doce piedrasdragontías. El Viejo conoce la Primera Puerta, tiene la primera piedra. Saladinonos enviaba a negociarlo. Escondí el salvoconducto en la peña enhiesta…

—¿Os enviaba a quiénes? ¿De quién hablas?—¡Agua…!—Te daré agua, pero antes dime lo que quiero saber. El sarraceno inclinó la

cabeza a un lado.

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Había expirado.Sven le Berg se incorporó y contempló el cadáver. ¿Deliraba o quiso

comunicar a su benefactor la causa última de su muerte?El tesoro de Salomón.En sus días de Tierra Santa, Sven le Berg había oído hablar del tesoro del

mítico rey de Israel, pero lo tenía por un cuento sin fundamento de los muchosque circulaban entre los cruzados. Se decía que los templarios, en los y a lejanosdías de la fundación de la Orden, habían instalado sus cuarteles precisamente enlas ruinas del templo de Salomón para buscar la cámara secreta del legendariotesoro. Incluso se rumoreaba que lo habían encontrado porque los templarioseran inmensamente ricos. Sven le Berg sacudió la cabeza, incrédulo. Teníaveinticinco años, pero había vivido tan intensamente que ya no creía en casinada. El espej ismo de los tesoros sarracenos era una de las engañifas de las quese servían los reclutadores para atraer cristianos a Tierra Santa. Si alguna vezexistieron tales tesoros, lo que era dudoso, era evidente que ya no los había, quehacía tiempo que quien los tuviera, templarios o casa real, se habría gastado hastael último besante de oro para financiar aquella maldita guerra.

Sven le Berg escogió el caballo que le pareció mejor para transportar suequipaje y liberó a los otros seis. Después reanudó su camino mientras loscuervos y los buitres, que lo habían estado aguardando en los roquedales delcañón, desplegaban sus vuelos majestuosos para acudir al festín.

A media legua de la salida del cañón, el guerrero encontró el resto de laspiezas que componían el rompecabezas: doce cadáveres sarracenos y docecaballos desjarretados que relinchaban lastimeramente muriendo de sed. Sven leBerg imaginó lo que había ocurrido: la embajada de Saladino que se dirigía alnorte para entrevistarse con el Viejo de la Montaña, se topó con una partida detrudentes. El anciano empalado debía de ser el embajador.

—La peña enhiesta —murmuró Sven recordando las palabras del moribundo.En la pelada desembocadura del cañón había muchas peñas, pero sólo unaparecía un hito sobre el terreno: la peña enhiesta. Se acercó a ella, descabalgó yregistró su base removiendo las piedras con precaución, pues en Tierra Santaabundaban víboras secas, de picadura mortal, y negros escorpiones.

El salvoconducto estaba debajo de la piedra plana donde lo había ocultado elembajador, antes de que lo capturaran. Era una lámina de cobre en forma depuñal curvo, sin filos, que cabía en la palma de la mano. En la parte de la hoja,cincelado, estaba el nombre de Ismael. En la empuñadura plana había unpequeño orificio a través del cual pasaba un cordón carmesí. Sven le Berg sepasó el cordón en torno la cabeza y se colocó el falso puñal sobre el pecho, comouna medalla. Aquel talismán preservaría a su portador de los sicarios del Viejo dela Montaña.

—¿Te gusta mi medalla, Alain? —le dijo a su caballo mientras le palmeaba el

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brillante pescuezo—. Ahora soy el embajador de Saladino que va al encuentrodel Viejo de la Montaña para conocer el paradero del tesoro de Salomón.

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CAPÍTULO VII

Mohamed Habibi contempló el estropicio que acababa de perpetrar.Había añadido por error medio saco de polvos del tinte rojo en lugar de los

amarillos que requería la tintada. La tina era de las grandes, de las de ochentacubas de capacidad, y estaba repleta de pieles. Calculando por lo bajo, habríaestropeado quinientas pieles de oveja curtidas y preparadas, lo que, a unamoneda de plata por piel, en el mercado mayorista, ascendía a una cantidad enla que era mejor no pensar porque era más de lo que su culo, el de MohamedHabibi, valía en el mercado de esclavos.

Cabía la posibilidad de recoger el tinte con una paleta de atizar calderas.Quizá pudiera salvar la mitad, pero el resto se había disuelto y a en el agua. Detodas formas la carga estaba perdida y tampoco valía la pena esforzarse pormitigar el desastre porque Ismael Ofrén era un amo severo y se negaría anegociar media paliza: le daría una paliza entera.

Una paliza. Apenas llevaba una semana trabajando en las tenerías de Kalsapor un sueldo mísero que sólo le daba para no morirse de hambre y ya IsmaelOfrén le había propinado un par de bastonazos y media docena de patadas en elculo, por errores mínimos o simplemente por rutina. Recordó los castigos deIsmael Ofrén cuando el error era grave. Uno de los empleados jóvenes de latenería había cortado para cinturones y babuchas media docena de pieles desuperior calidad, de las que se destinaban a chalecos. Ismael Ofrén le habíapropinado veinticinco bastonazos en las plantas de los pies. Cerraba los ojosMohamed y volvía a escuchar los alaridos de dolor del penitenciado.

—Eso es lo que me espera si me quedo aquí —se dijo acongojado. No lopensó dos veces. Mohamed era esa clase de personas que casi nunca reflexionan.Toman una decisión y la ejecutan sobre la marcha. Miró a su alrededor. Eratemprano (había llegado el primero para congraciarse con el capataz) y nadie lohabía visto estropear una preciosa tintada de pieles. Se enjuagó las manos en unade las tinas y, antes de abandonar las tenerías escogió una caldera de medianotamaño, la que le pareció mejor.

—¿Adónde vas con eso? —le preguntó el portero rutinariamente.—Me manda el amo al zoco de los caldereros, a que le pongan un asa.El portero se desentendió.Mohamed apresuró sus pasos por las callejuelas de la medina hasta el zoco de

los caldereros, en el que reinaba el estruendo de más de cien artesanosmartilleando piezas de cobre, de latón o de bronce. Se dirigió a un calderero.

—¿Cuánto me das por esta?—Uhmm —dijo el artesano rascándose la barba mientras observaba el

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objeto, sin tocarlo—. Parece una buena caldera. ¿A quién se la has robado?—No la he robado. Mi tío me envía a venderla, si me dan lo que él quiere por

ella.—¿Tu tío, eh?Después de un breve regateo, el calderero adquirió el recipiente. Mohamed

compró un pan y un bolsillode dátiles secos en el zoco y apresuró sus pasos haciala puerta este de la ciudad, Bab Mansur-el Laila. Pasado el fielato de los guardias,ya en el exterior, se apoyó en una palmera, se despojó de sus babuchas y lasgolpeó una contra otra. No quería llevarse el polvo de una ciudad en la que lehabían ocurrido tantas desgracias.

Mohamed había nacido en el seno de una familia pobre y delincuente en laque el padre, un sargento de los guardas de Muley Sinán, bisojo, y aficionado altrinque contra todo mandato coránico, golpeaba a la madre, y esta, que era demal conformar, se desfogaba pegándole a los hijos. Mohamed y sus hermanos sehabían criado en la calle, sin amparo de nadie. Al hermano mayor lo habíanahorcado por ladrón. Las dos hermanas se habían prostituido en los muelles deAlejandría y no querían saber nada de él. Los padres cuidaban una tumba deBaisa, a cambio de un sueldo mísero, que apenas les alcanzaba para subsistir, yno querían saber nada de los hijos.

En El Cairo no le había ido bien. Un vecino alfarero lo había recogido todavíaniño para que ay udara en su negocio. No recibía paga, sólo alguna propinilla,pero comía caliente y dormía bajo techo, en invierno arrimado a un horno,calentito, y cuando hacía calor en la terraza de un tejar apagado. Podría habersido un buen alfarero porque tenía las manos grandes, ideales para el oficio, peroestropeó una valiosa carga de cántaros que llevaba al Faiún y el alfarero loexpulsó. Mohamed recordaba el percance. Un verdadero caso de infortunio. Amedio camino hacia Faiún había una casa arruinada con un muro alto a cuyasombra descansaban los caminantes. Mohamed dirigió su recua por el otro ladodel muro donde había visto otras veces un mechinal en el que entraban y salíanabejas. Sin pensárselo mucho tomó una caña larga y la introdujo por el agujerohasta el fondo. Al momento brotó un chorro negro de abejas encolerizadas que sedirigieron directamente a él. Perseguido por el enjambre corrió hasta unaacequia vecina en la que se tiró de cabeza. Después de todo, tuvo suerte y pudoescapar de una muerte segura con sólo media docena de torterones en la cabezarapada. Las mulas de la recua fueron menos afortunadas: las abejas seensañaron con ellas y entre córcovos y pingos hicieron añicos los cántaros.

Después de aquello logró otro empleo como palanganero del prostíbulo ElErizo Abierto, en Alejandreta, pero por más que se esmeró en el trabajo noacertaba. Al tercer día se equivocó de habitación y entró, sin anunciarse, en lacámara donde un negro sudanés contentaba por vía posterior al cadí may or delpuerto. El rufián de la mancebía lo despidió después de calentarle los mofletes

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con una tanda de bofetadas y le aconsejó que se alejara del barrio hasta que elindignado cadí olvidara el incidente.

No, decididamente, no iba a volver ni por aquel barrio ni por ninguno. Sus díasen El Cairo se habían acabado. Ahora le tocaba ver mundo. A las dos semanas decamino solitario, pernoctando en pajares de las fondas y comiendo alguna sopaque compraba en los mercadillos, se empleó con un revisor de norias. El trabajono era difícil y estaba bien remunerado. El técnico se descolgaba con sogas hastael fondo del pozo, al nivel del agua, y revisaba las cadenas del mecanismo, quesolían atorarse, mientras Mohamed, arriba, mantenía un palo entre doscangilones para inmovilizar la noria e iba soltando la cadena, de cangilón encangilón, mientras su amo, abajo, enderezaba los segmentos que salían del agua.Al segundo día se equivocó de eslabón y el palo liberó un cangilón de hierro quecayó en el pozo golpeando las paredes —crac, crac— y finalmente la cabeza delartesano —croc—. Mohamed, no se esperó a comprobar si lo había matado, sinoque, como sabía que acababa de perder el trabajo, robó lo que pudo de lasalforjas del amo y huyó tras los rastros de las caravanas de suministros deSaladino.

Un viernes por la tarde lo sorprendió una tormenta de arena a las afueras deEl Kubra, en el desierto del Sinaí, y se refugió en una tumba abandonada. Losegipcios solían mantenerse alejados de las tumbas antiguas por temor a lasmaldiciones de los magos faraónicos, pero aquella era una tumba modesta, unasimple cámara excavada en el escarpe de una rambla seca y la inscripción de laentrada no parecía peligrosa: « Me cago en los muertos y en la puta madre delque me robe» . Mohamed traspasó la entrada y penetró en una estancia deregulares proporciones, pelada, con un altar de ofrendas esculpido en la roca delfondo y restos desvaídos de pintura roja por techo y paredes. Mientras esperabapensó en el nuevo rumbo que debía darle a su vida. A los veinte años, más omenos, no tenía oficio, ni beneficio, ni sabía hacer nada a derechas, siexceptuamos la ensalada de dientes de león que le salía en su punto, con suaceite, su sal, su zumo de limón y sus semillas de alcaravea. Lo de meterse asoldado lo descartó enseguida, en cuanto recordó al veterano de Tierra Santa, conun brazo menos, con el que había compartido el almiar de una fonda días atrás.El mutilado le explicó a las claras lo que es ser soldado. Te dan de comer unabazofia diaria para que no te falten las fuerzas, pero, por Alá, te muelen a palos,te extenúan en los entrenamientos y luego te ponen delante de los cristianosfrancos vestidos de hierro, unas malas bestias que cuando embisten con sus lanzasson capaces de hacer un agujero en las murallas de Babilonia.

Lo mejor, concluyó Mohamed, es hacerse religioso. Esos sí que viven biensin dar golpe, da igual de la religión que sean. En torno a Jerusalén había tantasacademias coránicas como en El Cairo, cerca de la marca que dejó el casco delcaballo del profeta antes de ascender al cielo en carne mortal.

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Mohamed no tenía mucha memoria. Eso era lo malo. Porque los religiososdeben memorizar el Corán y las ley es de los grandes exegetas y diversasoraciones. A Mohamed le fallaba la memoria. También, hasta donde era capazde percibirlo, le fallaba el entendimiento. Muy listo no era. Lo único que no lefallaba era la voluntad.

De esta andaba sobrado. Y era testarudo. Cuando se le metía una idea entrelas cejas, era difícil que la abandonara.

Cuando la tormenta cesó, reanudó su camino siguiendo los hitos de la ruta delas caravanas.

—Quizá si me hago ermitaño, me gane bien la vida, porque yo enasegurándome un par de platos calientes al día y algún que otro casquete conalguna devota que acuda a mí en busca de consuelo espiritual, y a con eso vivo yno tengo más ambiciones —discurría por la noche en un pajar, desvelado, con lanuca apoyada en las palmas de las manos, mientras contemplaba las estrellas.

En torno a Jerusalén había muchos ermitaños e iban en aumento puesllegaban de todo el Islam deseosos de habitar algún agujero cerca de la mezquitaal-Aqsa, dando gracias a Dios y viviendo de las limosnas de los devotos. Deermitaño podía hacerse famoso. Quizá tuviera el don de detener las hemorragiasde las doncellas, o de consolar la melancolía de las viudas, o de leer el destino delos crey entes desorientados por las complej idades de la vida.

A la mañana siguiente, extendió su raída esterilla, rezó la oración, hizo susabluciones y tomó el camino de Jerusalén. Las caravanas daban un rodeo yatravesaban el desierto, para evitar la costa infestada de cristianos. Tras la huellade las caravanas, pero sin unirse a ninguna para que no le cobraran la capitación,se encaminó a la Ciudad Santa.

En Jerusalén, frente a la humilde fonda La Chinche Laboriosa, a la sombra deun sicómoro que se asomaba al valle de los profetas, un estudiante coránico lehabló de Hassan ibn Sabah, el Viejo de la Montaña.

—A esta tierra sagrada de nuestros padres llegan los cristianos de tierraslejanas para arrebatarnos los Santos Lugares, mientras nuestros príncipes,Saladino incluido, viven una existencia cómoda y despreocupada, entregados asus comilonas y a sus concubinas. Nuestros príncipes son indignos porque hanpactado con el maligno. La única esperanza es el Viejo de la Montaña. Élrestaurará el Islam y nos devolverá la antigua gloria. Él nos mostrará el camino.El que lo siga disfrutará los goces eternos del Paraíso.

Mohamed no era practicante estricto. Aparte de las cinco oraciones yabluciones diarias, que cumplía rutinariamente, no había visitado mucho lamezquita ni escuchado a los ulemas en los frescos pórticos de las escuelascoránicas. No obstante, las palabras de aquel joven, llenas de pasión yconvicción, le tocaron alguna fibra íntima del alma. ¿Entregarse al Islam encuerpo y alma? ¿Hacer del Islam su amo, un amo que no iba a golpearlo ni a

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escatimarle el salario, que se lo iba a dar todo a cambio de su ciega obediencia?No sonaba mal.

—¿Adónde hay que ir para conocer al Viejo de la Montaña? El estudiantesonrió.

—Despacio, hombre, que no es tan fácil. Te llevaré ante un hombre santo quelo conoce y quizá él quiera indicarte el camino.

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CAPÍTULO VIII

Asmodeo de Sinán, con el trazo rojo de la sangre de su hijo sobre la frente,extrajo de su seno una palmeta metálica con símbolos de los antiguos egipcios yse internó por el pasadizo de la pirámide. El pasillo era más alto que un hombre ydescendía por gastados e irregulares peldaños, internándose en la oscuridad. Lapalmeta se fue avivando con un fulgor azulado a medida que avanzaba por lastinieblas. Irradiaba la luz suficiente para que el mago pudiese ver donde ponía lospies.

Asmodeo descendió por el pasadizo con la ay uda de su báculo. No era laprimera vez que penetraba. Ya había hollado aquellas piedras desgastadas añosatrás, cuando era casi un niño y su padre adoptivo lo llevó en su exploración.Conocía la disposición de la pirámide, sabía que el aire llegaba a la cámarasagrada a través de dos canales excavados en las paredes norte y sur de lamontaña y que la energía del edificio ascendía de las losas. El faraón seregeneraba absorbiendo el poder nacido de la tierra y de la forma del edificio.La energía que los antiguos egipcios denominaban el Ka, el poder inmaterial queanima cualquier forma de vida.

El pasadizo desembocaba en un vestíbulo frente a la cámara sagrada.Asmodeo se detuvo allí, se sentó en una piedra en la que recordaba que se habíasentado su padre y respiró profundamente. Ante él, sobre el muro descarnado, seadivinaba un bajorrelieve algo ajado, que representaba un ibis, el símbolo de lajusticia porque la longitud de su paso equivale al codo. Los egipcios y los atlantespensaban que el equilibrio de las fuerzas del mundo depende de la medida, sugran arquitecto y agrimensor era Thot en el que se encarnaba cada faraón, ydespués cada gran mago. Por eso el ibis era símbolo de Thot.

Era el momento. Asmodeo se incorporó y atravesó la estrecha abertura de lacámara sagrada. En otro tiempo, cada año en la misma fecha, el faraón entrabasolo en la Gran Pirámide para recogerse ante el sarcófago de Keops. Allí, en elcorazón del monumento, el faraón recibía la potencia necesaria para unir las dostierras, el Alto y el Bajo Egipto y hacerlas prósperas.

Asmodeo contempló un momento el enorme sarcófago de piedra que parecíadestinado a contener el cadáver de un gigante. La tapa yacía sobre el suelopolvoriento, rota por los saqueadores que violentaron la primera vez la tumba. Elaire enrarecido lo obligaba a jadear. Levantó las manos con las palmas vueltashacia el tragaluz que apuntaba a la estrella Sirio y pronunció en voz baja unasfórmulas mágicas.

A medida que las decía, la luz de la estancia aumentaba hasta que los muros,el techo y los rincones pudieron verse como si estuvieran a la luz del día.

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Asmodeo sintió un escalofrío. Detrás de él se alzaba la poderosa presencia delfaraón en todo su esplendor, con la tiara dorada y los símbolos del Alto y delBajo Egipto, con el pectoral de oro y piedras, con el leve justillo que oprimía suscaderas musculosas. Asmodeo se volvió y contempló la máscara de oro delconstructor y el codo de oro que sostenía en la mano, el cetro inspirador de suacción. En la otra llevaba un papiro enrollado dentro de un rico estuche, eltestamento de los dioses que el faraón mostraba al país durante el ritual de suregeneración.

El faraón lo miraba con las cuencas transparentes, donde miles de años antesestuvieron sus ojos. Permaneció unos instantes llenando la cámara con supresencia y después de transmitir al mago el camino arcano se fue disipando, almismo tiempo que se apagaba el brillo hasta que la estancia quedó nuevamentesumida en la penumbra.

Ahora Asmodeo sabía que la Diosa, que otros llaman Abominación, leseñalaba el camino de Occidente, en la ribera de los atlantes, y que el Papa, lospríncipes y los templarios pretendían un secreto que solamente le pertenecía aella. Aquel que consiguiera el talismán que se oculta tras las Siete Puertasalcanzaría el poder.

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CAPÍTULO IX

Al tercer día de marcha acamparon junto al manantial de las Adelfas, en el vallede Tirkut, y encendieron una hoguera al abrigo de unas rocas. A Lucas de Tarentole extrañó que Jorge Cantacuzanos contemplara impasible cómo dos criados seesforzaban una y otra vez en prender el fuego sobre un vellón de yesca húmedo.Al clérigo le hubiera sido muy fácil extender un dedo y encender la hoguera consu magia. Quizá era cierto lo que había oído en el campamento, que JorgeCantacuzanos había renunciado a la magia y vivía el resto de su vida como unaexpiación. De hecho, las dos noches precedentes se había retirado a dormiraparte del grupo y durante el viaje se mostraba poco comunicativo, abismado ensus pensamientos. Sin embargo, esa noche, después de la cena, sostuvopensativamente entre dos dedos el escobajo del racimo que había comido yhabló:

—Conviene que sepáis algo sobre el Viejo de la Montaña. A la muerte delprofeta Mahoma su primo y yerno, Alí, y su suegro Abu Bakú se disputaron lasucesión. Al final, el suegro alcanzó el poder y estableció el califato de Damasco,pero Alí, y después sus sucesores, no cejaron en sus pretensiones al trono. Así fuecómo el Islam quedó escindido en dos grandes sectas: los sunnitas y los chiitas oismaelitas.

—¿Lo mismo que los cristianos que nos dividimos en romanos y ortodoxos?—intervino Guido de St. Bertevin.

—Algo parecido, sí —convino Cantacuzanos sin dar señales de molestia por lainterrupción—. Tiempo después, en Kerbala, un sicario enviado por los sunnitas,uno que tenía una mancha en la cara y tartajeaba al hablar, asesinó, de unespadazo en el cráneo, a Hussein, el hijo y sucesor de Alí. La sangre de Husseinfue la semilla de la secta chiita. Desde entonces, la separación entre sunnitas ychiitas se hizo más patente y los actos violentos menudearon. Cada año, alaniversario de la muerte de Hussein, los chiitas más devotos peregrinan aKerbala, desenvainan las espadas y se autoinfligen heridas en la cabeza. Sehacen unos cortes de hasta treinta puntos de sutura florentina, veintidós si la aplicaun galeno de la escuela bagdadí, acuden moscas al sabor de la sangre, cagan enlas heridas, se infectan y más de uno muere a causa de esta devoción.

—Una bizarra manera de celebrar al santo —comentó Lucas.—Hace muchos años, no se sabe cuántos —prosiguió Cantacuzanos—, surgió

en las montañas del Líbano un predicador chiita llamado Hassan ibn Sabah, alque conocemos por el Viejo de la Montaña. Este hombre fundó la orden de losasesinos.

—¿Qué significa asesinos?

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—Respiradores de hachís. Es una planta que queman para respirar el humo.Eso los pone en trance y les infunde visiones paradisíacas, que les da fuerzas paraluchar y valor para morir.

—Debe de tener muchos años el Viejo de la Montaña —aventuró Pedro elRaposo.

—Nunca se sabe. Del mismo modo que se van sucediendo los Papas deRoma, en Alamut se suceden los Viejos de la Montaña, aunque ellos fingen sersiempre el mismo y por eso adoptan el nombre del primero: Hassan ibn Sabah.

—¿Qué es Alamut? —quiso saber Guido.—La residencia del Viejo de la Montaña, un castillo inexpugnable emplazado

sobre una cresta rocosa y rodeado de precipicios. Está en las montañas de Irán, aun mes de camino. Ese castillo guarda la primera de las Siete Puertas.

Antes de proseguir, Cantacuzanos se contempló las manos grandes, fibrosas,morenas, surcadas de pequeñas cicatrices que se anillaban en las muñecas comopulseras:

—El Viejo de la Montaña exige a sus seguidores una obediencia ciega. Ladoctrina es simple: lo que obedece a su deseo, conduce al Paraíso; lo quecontraría su voluntad, merece la muerte. Dentro de la secta hay tres categorías:la más alta y cerrada es la de los maestros. Estos se esparcen por la faz de laTierra y predican las doctrinas de la secta; en segundo lugar están loscompañeros, que apoyan a los maestros, espían para ellos y sirven los designiosdel Viejo de la Montaña desde sus oficios encumbrados o humildes. La orden essecreta: un compañero puede ser visir de Saladino o puede ser mozo de establoen el más humilde mesón del camino.

Ellos tienen sus señales secretas con las que se reconocen. En tercer lugarestán los muhaidines que son devotos procedentes de Arabia, Egipto, Persia,Tierra Santa, Libia, Turquía o cualquier rincón del mundo islámico. Son personassencillas, algunas incluso faltas de luces, pero fanatizadas y entrenadas paracumplir al pie de la letra las órdenes del Viejo de la Montaña, por absurdas quesean. Se distinguen porque cuando van a perpetrar sus asesinatos visten túnicasblancas y cinturón y babuchas rojas.

—Entonces será fácil reconocerlos.No tan fácil: suelen llevar otra ropa por encima, para disimular el vestido de

la pureza.—Me han dicho que matan a sabiendas de que van a morir, incluso entre

atroces torturas.—Así es. No se detienen ante nada, ni temen nada porque anhelan abrirse las

puertas del Paraíso. Para eso los maestros de la doctrina se lo muestranpreviamente.

—¿Cómo puede mostrarse el Paraíso si pertenece a la otra vida? —quisosaber Pedro el Raposo.

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Jorge Cantacuzanos lo miró con indulgente severidad.—La magia y las drogas conocen caminos —respondió—. El Viejo de la

Montaña domina unos veinte castillos emplazados en peñascos de montañasinaccesibles, encerrados entre torres y murallas, pero en medio de ese inhóspitopaisaje han conseguido recrear los verdores y las bellezas del paraíso en vallessecretos recorridos por rientes arroyos de frescas aguas en cuy as riberas creceverde la hierba, las flores expanden su aroma y los pájaros su música, ocultosentre tupidas arboledas. Ese es el Paraíso para cualquiera que haya cruzado elpedregal desierto bajo un sol abrasador, sin una sombra, con escorpiones yvíboras bajo cada guijarro.

Hablaron luego de distintas materias. Jorge Cantacuzanos se levantóbruscamente y miró a Lucas de Tarento. El antiguo templario entendió. El clérigodeseaba prolongar la conversación a solas, lo siguió.

—En ese paraíso natural —prosiguió Cantacuzanos—, oculto entre lasgargantas montañosas, el Viejo de la Montaña ha instalado palacetes y quioscosde plata, en los que los muhaidines encuentran manjares deliciosos y frutasfrescas. Junto a las fuentes de aguas frías, hay mesas de metales preciososrepletas de platos exquisitos y de jarras de hidromiel y leche recién ordeñadaque atractivas muchachas, expertas en los recursos de la lujuria, sirven al quellega. Si una muchacha le apetece a un candidato a muhaidín, sólo tiene quetomarla de la mano y llevársela a la espesura. Ella misma lo conducirá a algúnlugar escondido, donde encontrarán un quiosco más íntimo en el que no faltan lasgruesas alfombras y mullidos coj ines bajo doseles de plata. Los muhaidinespueden tener cuantas muchachas deseen. Todas son complacientes.

Antes del amor derraman perfumes sobre la cabeza de varón y le masajeanel miembro con gran pericia. Después de saciarlos con el fruto concupiscente, losdejan dormir y se quedan al lado, espantando los insectos, hasta que despiertanpor si les apetece repetir.

—¿Y repiten? —preguntó el antiguo templario con expresión distraída. Elsevero monje asintió:

—Cuantas veces quieran.—Eso suena tentador.—Por eso no he querido referirlo ante la chusma y los criados. Porque estos

descerebrados son capaces de cambiar la eterna salvación de su alma por elfalso paraíso del Profeta —explicó Cantacuzanos.

—Bien pensado —argumentó Lucas de Tarento—, es que nuestro paraíso noparece tan atractivo.

—Ver perpetuamente el rostro magnificente de Dios Nuestro Señor, ¿no osparece atractivo suficiente? —replicó, severo, el clérigo.

—He querido decir para una persona ignorante y sencilla —se excusó Lucasde Tarento—. Por supuesto que para una persona de miras elevadas no hay duda

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posible: el paraíso cristiano prevalece sobre el musulmán.Pasearon un poco más en silencio. Luego el antiguo templario preguntó:—¿Cómo haremos para llegar a Alamut? En un mes de camino por territorio

del Viejo de la Montaña nos pueden ocurrir muchas cosas. No traemos fuerzapara defendernos de un destacamento regular.

—No vamos a Alamut —reveló Cantacuzanos—. Allí nadie podría llegar sinrecurrir a medios mágicos. Nos dirigimos a otro de los castillos del Viejo de laMontaña, a Massiat, en el Líbano, cerca de Trípoli.

—¿Es más fácil entrar en él?No será nada fácil —suspiró el clérigo—. Está aislado al norte por una serie

de picachos coronados de fortalezas; al este, el litoral mediterráneo con susacantilados inaccesibles; al oeste, precipicios infranqueables; al sur, el río Adonis.

—¿Y qué tiene de particular ese castillo?—Fue un antiguo santuario de Baal.—¿Baal? —inquirió Lucas—. ¿Quién es Baal?—¿No habéis oído hablar de los cultos de Baal? El antiguo templario negó con

la cabeza.—Los fenicios que habitaban estas tierras en tiempos de los profetas de Israel

adoraban a un dios heredado de la Abominación. Los cultos de Baal se habíanconservado en estos valles aislados del mundo, cuando el Viejo de la Montañaextendió su poder a esta comarca introdujo esos cultos y su magia en sus logiassecretas. También han heredado de los antiguos templos de Baal las recetas depócimas que nublan la voluntad de un hombre y le hacen sentirse en el paraíso.

« Estos jarabes preparados con extractos extraídos del cáñamo, con vino, opioy hachís, se han mantenido en secreto desde la antigüedad en los templos deBaal: te permiten cierto estado de consciencia, pero irreal. La pócima activa lossentidos; los colores se perciben más vivos, los sonidos se ensanchan, la brisa queagita las hojas de los árboles suena como música celestial. Además, en losárboles cuelgan manojos de cuentas de cobre que al entrechocar producensonidos deleitosos que se mezclan con los armónicos procedentes de las cañashuecas colocadas en los ventisqueros de las rocas. Todo ello produce una extrañamúsica que refuerza la sensación embriagadora de la bebida. A esto se suman losperfumes de la vegetación, las fragancias de maderas exóticas que arden conlenta brasa en invisibles pebeteros… Y luego están las muchachas, como huríesdel edén de pechos opulentos, firmes traseros y muslos como no los disfrutóSalomón, el de la sulamita —Lucas de Tarento miró a Cantacuzanos conextrañeza, pues aquella descripción demasiado viva de las apariencias de lamujer parecía desdecir de su condición clerical, pero se abstuvo de interrumpirlo—. Es conocido que la bebida es afrodisíaca, que empina el miembro y loendurece como si fuera un hueso —proseguía el clérigo— y además refuerza lasensación de placer al copular. Cuando despiertan, los muhaidines creen que han

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estado en el Paraíso de su fe y se obsesionan con regresar. Cada minuto quepasan en el mundo les parece intolerable, después de haber conocido la gloria.¿Dónde está el Jardín de las Delicias? se preguntan. Los maestros les tienenpreparada la respuesta. Si quieres regresar al Jardín de las Delicias y disfrutarloeternamente, debes primero merecerlo. Se gana con la obediencia y con elsacrificio de la propia vida. Se está una vez vivo y para el resto de la eternidadmuerto por la causa» .

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CAPÍTULO X

El enano Grontal contempló el valle pelado y pedregoso en el que no había unarbusto que llegara a las rodillas. Sólo un potente cedro solitario señoreaba laplanicie desierta con su fronda verdeoscura.

—Si me permitís, me desviaré un poco para examinar ese árbol —dijo—.Luego os adelanto.

Y torciendo las riendas abandonó al grupo y cruzó el erial calcinado por el soly poblado solamente por saltamontes y cigarras que brincaban al paso delcaballo.

Grontal descabalgó a la sombra oscura del cedro y rodeó el troncolentamente para apreciar su magnitud. Era un árbol portentoso, quizá milenario.Las ramas, tan gruesas como árboles crecidos, brotaban perpendiculares delenorme tronco y se elevaban hasta la robusta copa.

El enano apoyó las dos manos sobre la nudosa corteza del árbol y pronunciócon voz potente:

—Wir dsphs ro hrmop wir otpy rhr srdy r stnpp.Algo se removió en la base del cedro, como si algún animal pugnase por

escapar de una madriguera inadvertida. Apareció un agujero por el que secolaba la tierra suelta y de él salió, no sin cierta dificultad, un enano más morenoque Grontal, vestido con una túnica raída hasta los pies, descalzo, con un cuchillocachicuerno al cinto. Tenía una barbita negra azabache, sin una cana.

—¿Quién demonios eres tú que conoces el idioma de las cuevas? —lepreguntó en árabe.

—Un hombre de las cuevas —se presentó Grontal—. Me llamo Grontal, soyde la estirpe de Hozam, de los nietos de Krisnor el de Himparir.

—He oído hablar de vosotros. Yo soy de los Abadán de Suppar.—Entonces somos primos.—¿También a vosotros os crían con leche de burra?—También —respondió el enano—. Es la inmemorial costumbre de nuestra

familia. Una burra domitila, blanca, grandona, que nos hace hermanos de lechey cuando a uno lo hieren se reparte el dolor entre docena y media, lo que lo hacemás llevadero.

—Eso es muy ventajoso.—Si, pero los orgasmos también se reparten, por eso tenemos reputación de

insaciables, porque por mucho que nos esforcemos en la briega cony ugal, elresultado siempre nos sabe a poco. Yo me consuelo pensando que peor es lasuerte del canario que se queda frito encima de la canaria porque tiene másorgasmo que corazón.

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—Sí, eso también es cierto.Conversaron de asuntos variados, no sólo de mujeres. Grontal expuso las

dificultades de los enanos de los Alpes, los que habitan las fortalezas en lasmontañas, de las querellas que mantienen con los emperadores germánicos y dela creciente ingerencia de los duques de Austria y de la casa de Zubinga en susasuntos. Silenció que había tenido que alistarse en la Cruzada para borrar lassospechas de haber apoyado las insurrecciones helvéticas contra el imperio.

Después de charlar un rato, se despidieron. Grontal le preguntaba siempre alos enanos locales y de esta manera iba descifrando el antiguo alfabeto de losárboles, el que tuvieron en tiempos de la Abominación, cuando la vida de losenanos no era tan complicada.

Durante varias horas, Lucas de Tarento, Guido de St. Bertevin, Pedro elRaposo, Cantacuzanos y el enano Grontal cabalgaron a través del yermo, bajo elsol que caía sobre hombres y bestias como plomo derretido. A medida queavanzaban, la vegetación raleaba, el matorral era más desmedrado; los árboles,más escasos, mostraban sus troncos retorcidos, como aquejados por una extrañaenfermedad. Los únicos pájaros a la vista eran cuervos de pico duro posados enlas altas peñas o buitres que seguían a los intrusos esperando cebarse en suscadáveres.

—Esta tierra parece muerta —comentó con disgusto Lucas de Tarento—.¿Estáis seguro de que caminamos en la dirección indicada?

—Absolutamente seguro —respondió Cantacuzanos, molesto—. Estamos enlos aledaños del Paraíso.

—Una vez hubo aquí un bosque —dijo Grontal saliendo de su mutismo—. Unhermoso bosque de cedros, espeso y alto, que tapizaba la tierra. Lo habitabanunos enanos, primos de los míos, que vivían felizmente con sus coros de canto,sus cocinas, sus cultivos de setas y sus ferias, en las que los jóvenes casaderoscompetían por ver quién la tenía más grande y los bardos cantaban las hazañasde los antepasados.

—¿Y qué pasó? —preguntó Pedro el Raposo. Grontal se encogió de hombros:—Los humanos talaron el bosque para construir extrañas naves redondas y

galeras ligeras con las que surcaban el mar en busca de metales.—Fenicios —dijo Cantacuzanos—. Los mercaderes de la antigüedad. Los

griegos y los romanos los exterminaron y sólo quedaron sus santuarios y sumagia. Alamut es uno de ellos. Allí se practicaban los ritos de la Abominación.

Al segundo día, cuando comenzaba a atardecer, los j inetes llegaron a unafuente de agua salobre que manaba al fondo de un pozo antiguo, de piedra,ancho, al que se descendía por unos gastados peldaños.

—El Manantial del Olvido —dijo Cantacuzanos. Antes de beber debemostomar ciertas precauciones. Sujetad los caballos. Cantacuzanos descabalgó ycedió las riendas del suyo a Grontal. Al hilo de la fuente crecían ciertas hierbas

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espinosas con unas majoletas rojas. El clérigo cosechó un puñado de ellascuidando de no pincharse con las agudas espinas y las machacó sobre una piedra.Después llenó un odre de agua y le agregó el jugo resultante junto a la pulpamolida.

—Ahora podemos beber.Bebieron y después llenaron de nuevo el odre para que bebieran los caballos.

Se disponían a acampar para pasar la noche cuando aparecieron las siluetas devarios j inetes sobre la cresta que dominaba el valle.

—Tenemos compañía —anunció Lucas de Tarento con voz tranquila.Cantacuzanos hizo visera con la mano y miró hacia el lugar que señalaba elguerrero.

—¿Son muhaidines del Viejo? —preguntó. Lucas sacudió la cabeza.—Orcos —dijo—. Me temo que nos han descubierto. Intentarán atacarnos

antes de que caiga la noche.—Quizá no —observó Cantacuzanos—. Es posible que aguarden a que el agua

del olvido haga sus efectos y nos suma en un profundo sopor.—En cualquier caso debemos prepararnos —dijo el caballero y tomó de la

grupa de su caballo el hatillo de su cota de malla. Grontal le ay udó a abrocharselas correas antes de ponerse él mismo su loriga de cuero.

Los orcos no se movieron. Eran una docena, pero podía haber más ocultos.Guido de St. Bertevin se colgó de la cintura el tahalí con su espada y despojó

su escudo triangular de la funda que lo cubría. Los ray os del sol arrancabancegadores destellos en la chapa. El Raposo sacó de sus alforjas la palanqueta. Alempuñarla despidió un leve resplandor azulado. Grontal untaba con jugo deadormidera su hacha de combate y recitaba ciertos conjuros sobre el filo.

—Esta noche talaremos un bosque de carne —le susurró al hacha, casi conternura.

Declinó el sol y en el horizonte rojo se veían las siluetas de los orcos sobre suscaballos bajos y fornidos que piafaban inquietos. Después se fue oscureciendo,hasta que se borraron por completo las formas de la tierra. Se oía manar elManantial del Olvido. Los viajeros se apartaron del regato y remontaron uncerrete pelado que les ofrecía mejor defensa.

—Si esperan que durmamos, echémonos —propuso Lucas de Tarento.Cantacuzanos estaba más sombrío que de costumbre. Llevaba horas sin articularpalabra. Se envolvió en su manto y se tendió sobre la tierra en posición fetal, paraque sus compañeros no advirtieran que temblaba. Era un hombre de estudio y noestaba hecho a los azares de la vida en el campo. Quizá temía a los orcos o a supropia magia, que de ningún modo pensaba usar contra los monstruos, aunque suvida peligrara. Solamente una delgada línea lo separaba del abismo y no pensabaatravesarla.

Lucas de Tarento se echó al lado del clérigo y apoyó la cabeza sobre una

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piedra plana que le permitía vigilar el acceso más fácil al cerrete. El enanoGrontal, al otro lado del clérigo, abrazó su hacha y se hizo un corcuño, no may orque un mastín dormido.

Transcurrieron dos horas oscuras y silenciosas sobre la tierra muerta. En lasrocas que dominaban la hondonada se había posado una bandada de buitresinsomnes a la espera del festín.

Poco después aparecieron los orcos, cabezotas enormes, ojos amarillos bajoel prominente hueso de las cejas, colmillos grandes, agudos y babeantes.Caminaban con torpe precaución pero no podían evitar que la grava del sueloresonara bajo sus pesadas plantas.

Blandían sus largas espadas de diversas formas, procedentes de saqueos detierras distantes, algunas antiquísimas, con viejas muestras de herrumbre, otrasno tanto, y cubrían sus cuerpos con perpuntes abiertos y mal remendados que undía pertenecieron a humanos, piezas oxidadas cobradas a caudillos muertos enlejanas batallas. El primero, que parecía el jefe de la horda, se protegía lacabezota con una escafandra de hierro. La luna brotó detrás de unas nubes eiluminó la visera del y elmo, artísticamente cincelada en forma de boca dedragón.

—¡Warsb sienusia! —gruñó a sus hombres—. ¡Nsrsskia!Los orcos se aproximaron con precaución, rodeando a los viajeros dormidos.

Los caballos se removieron inquietos, tirando de las riendas.De pronto Grontal se incorporó y lanzó su cuchillo a la garganta del orco más

cercano. El orco lanzó un gemido gorgoteante y dejó caer una espada celta, queresonó contra las piedras, antes de desplomarse.

—¡Nsrsskia! —gritó el orco jefe mientras pugnaba en vano por abatir lavisera de dragón de su casco. La articulación estaba oxidada y no lo consiguió.Estaba intentándolo de nuevo, ajeno al peligro y no advirtió el tajo de la espadade Lucas de Tarento que lo decapitó limpiamente. Detrás del caballero,Cantacuzanos, con las rodillas temblando, enarbolaba su báculo más como unadefensa que como un arma y rezaba entre dientes una plegaria a san Jorge.

Los orcos se detuvieron un momento sorprendidos por los invasores a los quecreían dormidos, y sobre todo; al ver rodar la cabeza de su jefe. No obstante, seanimaron mutuamente y cargaron sobre sus enemigos profiriendo terroríficosaullidos. Fue una lucha encarnizada y breve. Grontal hizo un molinete con suhacha y le cercenó el brazo a uno de los monstruos. Mientras este se alejabaaullando con su miembro cortado en la otra mano, el enano acertó con su hachaen el centro del pecho del orco siguiente y deshizo la loriga de acero y el costillarcon un chasquido siniestro. Cuando giró sobre sus talones para encarar a otroenemigo se encontró con que Lucas de Tarento había despachado a los tresrestantes de sendos tajos.

—¿Eran todos? —preguntó Cantacuzanos, temblando. Lucas de Tarento miró

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alrededor.—Eso parece. No obstante, mantendremos los ojos bien abiertos. Aquella

noche no durmieron mucho.

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CAPÍTULO XI

Al descrestar la loma calcinada, Sven le Berg tiró de las riendas y se detuvo acontemplar la montaña que se alzaba ante él. Una antigua senda pedregosadiscurría por el lomo calizo del peñasco pelado entre un muro pétreo casi verticaly un precipicio. Recordó una precisión geográfica escuchada en un fuego delcampamento de Hattin: el Viejo de la Montaña vive en el fondo de una montañainaccesible, con sólo un camino de acceso tan estrecho y escarpado que un solohombre decidido podría defenderlo de todo un ejército.

Sven le Berg palmeó el pescuezo del caballo.—Bien. Amigo Alain, ahora vamos a penetrar en la guarida del lobo y, si

Satanás nos acompaña, todo nos saldrá a pedir de boca. Aflojó las riendas, apretólas rodillas y el obediente corcel prosiguió su camino hacia el paso. Sven tiró delcordón en el que había ensartado el salvoconducto del Viejo de la Montañaarrebatado a los trudentes y permitió que reluciera al sol en medio de su pecho.

El camino era suficientemente ancho al principio, pero luego cruzaba uncauce seco y se internaba en la montaña por un sendero a trechos tallado en laroca viva, no más ancho de lo necesario para que discurriera una acémila consus serones. Cada cierta distancia había un ensanchamiento para que doscaballerías pudieran cruzarse. Sven le Berg remontó este camino durante unahora sin escuchar otro sonido que el de los cascos de su caballo. El sol caía aplomo. Iba a ser un día caluroso. De vez en cuando un lagarto o una sabandijacorría a esconderse. Aparte de las molestas moscas del desierto, no había otrotestimonio de vida. La vegetación era escasa y pobre.

A medio camino, Sven le Berg encontró una frondosa higuera que brillabacon su verde intenso en medio del yermo. Se acercó y descubrió una fuente casiseca que goteaba sobre un pilar antiguo. El manantial era tan exiguo quedesaparecía a los pocos metros en medio de un chortal de juncos. El viajerodescabalgó y se acercó al pilar rebosante de agua clara. Antes de beber sacó desu alforja una torre de ajedrez tallada en el cuerno de un unicornio y tocó el aguacon ella. La torre no cambió de color. Eso significaba que la fuente no estabaemponzoñada. Sven le Berg hizo un cuenco con las manos y bebió unos sorbos.Después mojó un pañuelo, se refrescó la cabeza y el cuello y se limpió el polvodel camino. Permitió que su montura abrevara.

Un arquero muhaidín apareció sobre la alta roca que dominaba la fuente.Sven le Berg calculó que habría otros observándolo. Se sacó del cuello el cordóndel que pendía el salvoconducto del Viejo de la Montaña y lo levantó en alto paraque lo vieran.

Al instante un grupo de muhaidines a caballo, armados con lanzas,

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aparecieron por el camino y lo rodearon.—Es la señal del Señor —dijo el que parecía el jefe al contemplar el pez de

cobre—. ¿Quién eres?—Me envía mi señor Saladino.—Síguenos.Lo escoltaron el resto del camino, durante una hora, a lo largo del

despeñadero, hasta que salieron a un vallecillo verde y arbolado por cuyo centrodiscurría, oculto entre la vegetación, un río que rendía sus aguas a un lago largo yangosto. El camino discurría por una de las riberas, y la comitiva se reflejaba enlas aguas limpias, quietas y oscuras. Había árboles de todas clases, cultivados conesmero por invisibles hortelanos, y plantaciones pequeñas y variadas con frutos yhortalizas de especies que Sven le Berg nunca había visto. Entre la espesura secolumbraban antiguos monumentos paganos, columnas, escalinatas desgastadas,trozos de frisos esculpidos entre los que crecía la hierba verde. El calor sofocantede la mañana se había mitigado y una leve brisa refrescaba el ambiente.

—El paraíso terrenal —murmuró Sven le Berg.El hombre que cabalgaba a su lado lo miró y no dijo nada. Durante un buen

rato siguieron el riachuelo. Entre la arboleda se abrían claros cultivados comojardines, con extrañas plantas con forma de corazón, de hígado, de cerebro, unasde color rojo, otras verdes, otras moradas, plantas que Sven le Berg desconocía.Sólo distinguió las berenjenas, moradas, pedunculares, de la clase que los francosllaman comúnmente el cojón del califa. Por un momento estuvo dispuesto apensar que el Viejo de la Montaña había conseguido el Paraíso, si eso nocontradijera la íntima incredulidad de un servidor de la Abominación.

Tampoco estaba seguro de servir a la Abominación. « Quizá servimos a laAbominación los que nos servimos a nosotros mismos —razonó—, los que noshemos rebelado contra el orden establecido, contra las jerarquías, los papas, losrey es, las ley es de los poderosos que nos oprimen y nos explotan a cambio deuna dudosa promesa de felicidad futura en el brumoso reino de Dios» .

La comitiva rebasó a un grupo de muchachas descalzas, con sus canastos deropa limpia sobre la cabeza. Una de ellas, joven y hermosa, cruzó la mirada conSven. Tenía los ojos de un azul profundo y los brazos morenos que llevabadescubiertos, a usanza de las lavanderas, eran hermosos y torneados. Su miradaazul se encontró con la del caballero, notó el pez de cobre que le pendía del pechoy se ruborizó.

El sendero se bifurcaba para rodear una enorme palmera, de las que llamansanan¡. Sven le Berg nunca había visto un árbol como aquel, porque hacía tiempoque las habían cortado los contendientes de Tierra Santa para fabricartrabuquetes. Su tronco largo y flexible, a la par que robusto, permitía manejarcontrapesos capaces de enviar el proyectil cincuenta pasos más lejos que untronco convencional.

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El camino de la izquierda se internaba en la espesura de los árboles. El de laderecha remontaba un sendero pedregoso hasta un risco plantado en medio delvalle, rodeado de vegetación, aunque pelado en sus pendientes y en su cima.Sobre el risco, rodeándolo todo, había unas imponentes murallas, sin torres nipuerta. Era el castillo mejor defendido que Sven le Berg había visto en su vida, sies que aquello era un castillo y no una alucinación, porque era difícil decomprender cómo se las habían ingeniado para subir hasta aquella altura losmampuestos necesarios para levantar tales murallas.

—Selam —dijo el moro que custodiaba al correo de Saladino y volviéndose auno de los del séquito le hizo una señal. El otro, sacó de las alforjas una trompetade latón pulido, se la llevó a la boca, y emitió un trompetazo agudo que resonó enel valle y se multiplicó en ecos por el laberinto de cortadas y torrenteras. Almomento respondió otra trompeta remota en el castillo.

—Podemos seguir —dijo el adalid.Remontaron el sendero de las piedras, hasta que llegaron, al cabo de un rato,

a una enorme higuera pegada a la roca viva del cerro.—Descabalga, mensajero, porque ya hemos llegado —dijo el moro. Sven le

Berg descabalgó. El guía lo tomó familiarmente del brazo—. Ahora te guiaré a lapresencia del Santo. Debes dejar aquí la espada y el caballo. Ponte esto en lacabeza.

Le tendía un capuchón de tela negra. Sven le Berg titubeó y se vio rodeado alinstante por cinco lanzas.

—El pez de cobre te protege —le dijo el guía con una sonrisa—. Si la verdadhabita en tu corazón y no le ocultas nada al anciano que todo lo ve, no tendrásnada que temer.

El guerrero meditó la situación. Podía silbar al caballo y al instante irrumpiríaen medio del grupo atropellando por lo menos a dos lanceros. Podría desenvainarsu espada que colgaba del arzón y en un instante habría acabado con lossarracenos que lo rodeaban. Quizá incluso podría escapar con vida de aquel valleextraño abierto en medio del páramo, pero entonces la promesa del tesoro deSalomón se esfumaría. Por el contrario, si proseguía quizá pudiera escapar convida y conseguir la fabulosa joya que otorga poder ilimitado al que la posee.

—Está bien —dijo.El guía le colocó la capucha y lo tomó de la mano.—Confía en mí. Yo guiaré tus pasos.Penetraron en el círculo de la higuera. Sven calculó que detrás de árbol debía

haber una puerta tallada en la roca. Se internaron por un pasadizo que horadabala roca, en el que resonaban los pasos de la escolta y las conteras de las lanzassobre la piedra. Olía a brea de antorcha y el aire era húmedo, surcado a vecescon corrientes más frías que cosquilleaban en el vello de los brazos. Caminaronasí durante más de cien pasos, Sven los iba contando para calcular las distancias,

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hasta que llegaron a un ensanchamiento —lo percibió por los sonidos de laescolta, que eran más agrupados. Se detuvieron. Cuatro brazos robustos auparonal visitante a una plataforma de madera, en la que también subieron variosmiembros de la escolta.

—Vamos —dijo el guía.Se produjo un rumor de poleas y un casi imperceptible temblor al tensarse las

sogas del artilugio. Después la caja se elevó, oscilando a veces, chocando contralas paredes de piedra de la chimenea —Sven estaba seguro de que era unachimenea, porque las corrientes ascendentes del aire eran perceptibles. Cuandohubo contado treinta y dos, la plataforma se detuvo y se desplazó lateralmente.Una compuerta se abatió. Otra vez manos robustas guiaron al invitado a través deun pasillo que remontaba una serie de suaves escalones. Salieron a un clima másseco y ventilado. El guía le retiró la capucha y dejó al descubierto los ojos delembajador de Saladino.

Estaban en un lugar elevado, quizá la torre más alta del castillo, porque traslos parapetos medio derruidos sólo se veían las cumbres de las montañas máslejanas. Era una explanada irregular, con el piso de la misma laja de piedrasobre la que se asentaba el castillo, con rodales empedrados con grandes losas.En un extremo había un edificio de ruin aspecto, de adobe y ladrillos mediodesmoronados, con la fachada decorada con trazos de cal en zigzag. Sólo teníauna puerta vulgar, como la casa de cualquier artesano, y dentro una sala ampliasostenida por cuatro pilares de ladrillo, enjalbegada, el suelo cubierto de esteraspolvorientas de apagados colores. Al fondo aguardaba el Viejo de la Montaña,sobre un escaño de madera, igualmente viejo y desvencijado, que custodiabanseis inmóviles muhaidines vestidos de blanco y ceñidos con cíngulos rojos. ElViejo de la Montaña estaba sentado al estilo oriental, con los pies plegados bajolos muslos, sobre una amplia estera de oración que cubría una tarima de hierrode la que, por un roto de la estera, le Berg alcanzó a distinguir una bisagra. ¿Uncofre seguro? Quizá.

Sven le Berg observó al profeta de los muhaidines. Era un hombre demediana edad, flaco y alto, vestido con una chilaba sencilla, descalzo. El dueñodel paraíso terrenal, de los tesoros secretos, de la Mesa de Salomón, parecía muypobre. Se tocaba con un turbante ligero, de los que usan los artesanos, que secosen con un par de puntadas para librarse de componerlo cada pocos días: Labarba gris y puntiaguda, que le llegaba hasta la mitad del pecho, apenasdisimulaba el cadavérico hundimiento de las mejillas. El Viejo de la Montañacontempló en silencio al visitante con sus ojos profundos y oscuros, orlados deprofundas ojeras cárdenas. Sven le Berg se preguntó si estaba enfermo. Tocó elsalvoconducto que pendía de su pecho el pez de cobre ensartado por el ojo.

—La paz de Alá sobre ti —dijo con voz profunda y musical, sin apenasmover aquellos labios finos y resecos.

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Sven le Berg tomó el pez de cobre y se inclinó en una leve reverencia. Por elcontrario, el guía que lo había acompañado se precipitó a arrodillarse y besó conunción una babucha sucia, de las baratas, con suela de esparto, que había enmedio de la sala sobre un pequeño dosel de piedra.

—¿Por qué ha escogido Saladino a un franco para representarlo?—No se fia de nadie, señor. Y y o lo he servido otras veces.—¿Cómo te llamas?—Me llaman Viento Impetuoso.El Viejo de la Montaña asintió entrecerrando los ojos.—Dame el mensaje —pronunció lentamente con su voz seca e intimidante.Sven le Berg tomó el sobre de pergamino que llevaba en la cintura e hizo

ademán de entregárselo, pero al instante lo rodearon cinco lanzas. Sven dio unpaso atrás y mostró las palmas de las manos en señal de sumisión. Uno de losmuhaidines se adelantó, le arrebató el mensaje y se lo entregó a un moro cojoque permanecía cerca del Viejo de la Montaña, al pie de la tarima. A pesar de lastrazas de mendigo, la chilaba raída llena de lamparones y los pies descalzos,debía de ser el chambelán de aquella extraña corte porque metió la mano en elseno y en lugar de rascarse sacó una daga curva con las cachas de madera conla que hizo saltar los pespuntes de hilo carmesí que cerraban la misiva deSaladino, desplegó el pergamino, que era grande como un pañuelo, y examinó sucontenido. Antes de leerlo lo examinó al trasluz, lo olfateó y pronunció un breveconjuro.

Después ley ó el contenido de la misiva. Sven le Berg conocía los dialectosmás usuales del árabe tan bien como la lengua franca o la germana, pero nopudo entender ni una palabra de lo que la carta contenía. Quizá, pensó, el hombreque tenía que haberla entregado, el que empalaron los trudentes, era ducho enesta lengua. Quizá sea una lengua mágica que sólo conocen o entienden losiniciados. Intentó componer un gesto que denotara aplomo, como si entendiera loque el chambelán leía pero no pudo evitar el pensamiento de que quizá estaban apunto de desenmascararlo. Al Viejo de la Montaña le había resultado inusual queSaladino confiase su embajada a un franco incircunciso. ¿Qué haría si le hacíapreguntas en aquella extraña lengua? ¿Qué podría decir, por ejemplo, si lepreguntaba qué aspecto tiene Saladino, al que jamás había visto?

A Sven le Berg se le erizó el vello del cogote. Sintió el sudor viscoso que lerefrescaba el espinazo antes de los combates, el anuncio de la muerte. Se esforzópor mantener la calma. Si lo descubrían, ¿qué podía hacer, desarmado comoestaba? Los muhaidines eran siete, jóvenes y nervudos, y portaban lanzas yespadas cortas. Podría, si tomaba la iniciativa, sorprender a uno y arrebatarle sulanza. Quizá, viniendo bien las cosas, pondría fuera de combate a los siete, quizáentonces podría saltar sobre el Viejo de la Montaña y ponerle un cuchillo en lagarganta y abrirse camino hasta el desierto llevándolo como rehén.

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No. No podría. De pronto se percató de que el Viejo de la Montaña no estabaguardado por aquellos muhaidines, sino por la magia. En torno al estrado debía dehaber un círculo mágico. La sala estaba llena de moscas que se metían por losojos, los labios y los oídos de los presentes, pera cuando un insecto volaba endirección al estrado, al llegar a cierta altura, topaba con una barrera invisible yalteraba su rumbo.

« Quizá esta vez he sido demasiado ambicioso» , —se recriminó en silencio elguerrero. Y casi sin advertirlo elevó una breve jaculatoria a Satán, unas palabrasmágicas que pronunciaban los guerreros de la Abominación.

En aquel momento el chambelán terminó de leer la misiva y la plegó conparsimonia. El Viejo de la Montaña, que había permanecido con los ojoscerrados, los abrió. En ellos brillaba una extraña luz.

—Tendrás la respuesta mañana, cuando amanezca, Viento Impetuoso. Ahoraretírate, come, duerme y vive.

El chambelán cojo y desastrado le indicó el camino. Afuera, el guía le colocóde nuevo la capucha en la cabeza y lo condujo de regreso al valle.

—Eres el huésped del Bendito. Te mostraré tu posada para esta noche.Sven recuperó su caballo y siguió al guía por la arboleda espesa hasta una

casa solitaria que la fronda ocultaba. Era uno de los pabellones donde los nuevosmuhaidines conocían los goces del paraíso. El olor del hashish impregnaba lasparedes y las esteras del suelo, más lujosas y limpias que las que había visto en elaposento del Viejo de la Montaña. Le habían reservado una habitación espaciosacon un poy o de piedra y dos esteras gruesas que hacían de colchón bajo unamplio dosel de madera pintado de vivos colores del que pendían gasas quemantenían alejados a los insectos. Dos mujeres de hermosas caderas,treintañeras en su punto exacto de sazón, vestidas a la sarracena con zaragüellesy chalequillo, los pies desnudos adornados con tintineantes ajorcas de plata, letrajeron una bandeja con alimentos y una cantarilla de agua fría que depositaronsobre el poyo.

Cuchichearon algo entre ellas, se rieron y se retiraron a un ángulo de laestancia. Sven le Berg les mostró su agradecimiento con una sonrisa. La comida,un muslo de cordero en salsa de frambuesa y almendras, parecía apetitosa¿estaría drogada? El guerrero podía pasarse sin ella, pero entonces acentuaría lassospechas de los muhaidines. Por otra parte, desfallecía de hambre después delos trabajos pasados y de haberse alimentado de carne seca y pan duro en sutravesía del desierto. Comió con avidez mientras las mujeres lo observabandivertidas.

Cuando dejó la bandeja limpia y eructó educadamente, según la regla decortesía oriental, las mujeres retiraron el servicio y lo dejaron solo. No sabía quéiba a encontrarse a la mañana siguiente. Le convenía descansar y recuperarfuerzas. Atrancó la puerta, que era de doble hoja, con lo único que le vino a

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mano, la misma tarima de madera sobre la que se alzaba la cama, y se dispuso adormir.

Estaba en el primer sueño cuando una presencia cercana lo sobresaltó. A latenue luz de la luna distinguió las formas de las dos mujeres. Ahogando risitas sele metieron en la cama, una a cada lado y comenzaron a masajearlo como lasmás expertas prostitutas de Los Tres Agujeros, el famoso burdel para caballerosy comerciantes solventes del puerto de Haifa.

—Ya veo que el Viejo de la Montaña sabe tratar a sus huéspedes —suspiró elguerrero.

Pero lo había dicho en lengua de los francos y ellas no lo entendieron. Selimitaron a hacer su trabajo. Sven notó que ponían un entusiasmo difícil deencontrar en las pupilas de Los Tres Agujeros, a pesar de que eran maestras enel arte de fingir.

Sven no era indiferente a la belleza femenina ni a los goces que proporciona.Sin embargo, su designio para aquel día era distinto. El Viejo de la Montaña vivíaen una morada mezquina, sentado sobre un cofre plano. Sospechaba que su poderradicaba en el cofre, quizá la clave de la Mesa de Salomón por la que Saladino,según las trazas, estaba dispuesto a pagar cualquier cosa, incluso compartir eldominio del mundo.

Sven le Berg golpeó la nuca de una de las mujeres, que se desplomó sinsentido y ahogó el grito de alarma de la otra rompiéndole el cuello entre susmanos potentes. Después buscó a tientas el lugar por el que las mujeres habíanentrado, una puertecilla disimulada al fondo de la estancia que daba directamentea la orilla del río. No había vigilancia. Salió a la noche y se metió entre losárboles, evitando los caminos donde pudieran descubrirlo y moviéndose concautela por si había centinelas o escuchas. A medio camino, al apartar unasramas, se topó de bruces con unas ruinas antiguas, una especie de templete demármol cuyas columnas sostenían un verde y espeso emparrado. Dentro habíaun lecho con dosel de pámpanos en el que un aspirante a muhaidín se disponía acompletar su tanda de gozos del Paraíso. En el lecho, desnuda y receptiva, unamujer de singular belleza, morena, de firmes pechos y anchas caderas,escanciaba hidromiel en una copa de plata mientras el muhaidín, moreno yenteco, con una barbita escasa, se disponía a penetrarla cuando la aparición delforastero lo inmovilizó en una actitud ridícula, desnudo con el culo al aire y unaerección todavía morcillona en la mano. Sven le Berg se hizo cargo de lasituación: ya lo habían visto. Si los dejaba en paz, antes de que hubiera caminadoveinte pasos sonaría alguna trompeta de latón alertando a la guardia del Viejo ytodos los muhaidines del mundo saldrían tras él. No había opción. Penetró en elcobertizo y desmayó al muhaidín de un puñetazo en la sien.

—Tómame —le dijo la mujer asustada cuando lo vio abalanzarse sobre ellacon el puño en alto.

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Sven descargó el puño sobre el cráneo de la mujer, que cruj ió con unchasquido de hueso quebrantado. Luego sopló sobre una lamparilla de aceite queiluminaba la bandeja de las bebidas y prosiguió su camino. Al llegar al río,remontó el curso de agua, hasta que reconoció, en la oscuridad, el higuerón queocultaba el acceso al castillo del Viejo. Detrás del ramaje se columbraban lasluces de un par de candiles y las siluetas de varios muhaidines que montabanguardia charlando entre ellos relajadamente. El guerrero dio un rodeo hasta laparte de la peña que le pareció más accesible y comenzó a trepar hasta unrespiradero de la montaña descubierto a varios cuerpos de altura. Desde allí,forzando una corroída reja de hierro, entró en el pasadizo de la montaña. El aireera pesado y mareante, debido a las antorchas. El intruso ascendió por unaempinada escalera hasta la explanada superior de la fortaleza, la morada delViejo de la Montaña. Había dos centinelas, sentados a la puerta del aposento, unode ellos dormitaba en el regazo del otro que, con la espalda en el muro,contemplaba medio adormecido las estrellas. No vio llegar la sombra. Un golpeseco en la tráquea y cayó hacia delante. Otro golpe y el que dormía anticipó suentrada en el paraíso de Mahoma.

Sven le Berg tomó una daga y forzó la puerta por el lado de las bisagras, queeran de caperuza simple, no las dobles, inventadas por Nicacos de Bizancio. Loshierros estaban bien aceitados, no produjeron sonido alguno al deslizarse. Comouna sombra, Sven le Berg saltó al interior del aposento. Esperaba encontrarse alViejo de la Montaña durmiendo sobre el cofre, pero el aposento estaba vacío. Nohubiera vacilado en estrangular al representante del mártir Alí, pero el Viejo dela Montaña se había levantado a defecar, dado que prefería obrar de noche,cuando sus servidores dormían. Como estaba algo estreñido tardó en subir de lacamareta baja donde tenía el agujero sobre el pozo negro. Sven le Berg, despuésde palpar la esterilla y cerciorarse de que todavía estaba caliente, se apresuró.Descubrió los dos cerrojos guarnecidos de candados y arrimando los labios hastapercibir el acre sabor del óxido y del aceite rancio musitó el sortilegio que lehabía enseñado, en otro tiempo, el mago Asmodeo:

—Sverw oei ki wyw nsd wuwesa.Un chasquido suave acompañó la apertura simultánea de los dos candados. El

mercenario pasó los dedos bajo el batiente y levantó la pesada puerta. Debajohabía una especie de alacena polvorienta que guardaba varios libros antiguos,desencuadernados, escritos en unas letras indescifrables, ni islámicas nicristianas, un odre lleno de ceniza, una vara de medir y un puñado de baratijas depoco valor, entre las que sólo le llamó la atención un medallón de bronce con unaextraña piedra del tamaño de una bellota engastada en el centro. Tomó elmedallón y se lo puso al cuello.

« Ahora debo huir» , se dijo.Dejó el arcón cerrado y el tapete encima, tal como lo había encontrado. Salió

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del aposento y encajó los batientes de la puerta.Tuvo que restregarse los ojos para creer lo que vio afuera.

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CAPÍTULO XII

Desde que entraron en la tierra del Viejo de la Montaña, los viajeros avanzaronpor caminos poco transitados, evitando las aldeas, las caravanas y los pastores.

Al atardecer del sexto día, el enano Grontal se alejó, como solía, parameditar bajo un pino que destacaba sobre un collado. Al regreso anunció:

—El castillo del Viejo de la Montaña está a dos jornadas de camino.Cantacuzanos le dirigió una mirada encendida, pero no dijo nada.

Quizá le molestaba que otro miembro de la expedición indagase por sucuenta. El experto en el Viejo de la Montaña era él.

—Tendremos que avanzar de noche y ocultarnos de día —determinó Lucasde Tarento.

Aquella noche alimentaron con cebada a los caballos para fortalecerlos y losdejaron de careo en un barranco angosto, mientras Pedro el Raposo vigilabasobre una peña, en previsión de sorpresas. Sonó lejos el grito de la hiena y máscerca el vuelo apagado del búho. Guido cerró los ojos y apretó en la mano unahiga de marfil. El alma del que mira los ojos de un búho vaga siete años antes deencontrar consuelo.

De noche se encaminaron al castillo en fila india y en silencio. Pedro elRaposo iba delante, a buena distancia, explorando el terreno. Llevaban dos horasde camino cuando volvió con malas noticias:

—Sire —le dijo a Lucas de Tarento— hay un puesto de vigilancia en aquellaspeñas.

—Si vendamos los cascos de los caballos, ¿podremos pasar sin que nos oigan?—inquirió el caballero.

—Lo dudo, sire. Hay un poco de luna y el camino está a la vista. Lucas deTarento comprendió. Si los descubrían, las atalay as encenderían una luminaria dealarma que trasmitiría la noticia a la siguiente atalaya y esta a la siguiente, hastael castillo más próximo.

Podían incluso comunicar el número de intrusos cubriendo la luz a intervaloscon un escudo. —Si avanzáramos de día, podríamos buscar otra senda— dijoGrontal. Cantacuzanos llevaba todo el día taciturno, a veces retrasándose más delo prudente con su mansa mula parda. Tosió para aclararse la voz y dijo:

—Quizá si me esperáis yo pueda hacer algo por remediar la situación.—¿Vos, eminencia? —se extrañó Lucas.—Con la ay uda de Dios.En los días pasados, Cantacuzanos había meditado largamente sobre su

cometido en aquella expedición. ¿Es lícito realizar actos reprobables si el finperseguido redunda en la mayor gloria de Dios y de su Iglesia? En circunstancias

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normales quizá la magia, o cierta clase de magia, fuese maldita, pero ¿lo eratambién fuera del territorio de Cristo, en las tierras de los paganos? Por otra parte,¿dónde estaba la delgada línea que separaba la magia diabólica de la divina, si lasdos procedían de una misma fuente, cuando ángeles y demonios pertenecían almismo linaje antes de la edad de la Abominación?

Cantacuzanos no se caracterizaba por su valor. En los momentos de peligro lohabían visto temblar, aferrarse a su báculo hasta que los nudillos se le poníanblancos. Toda su vida había vivido en monasterios e iglesias, entre libros. Seorientaba mal y no sabía caminar por el campo. Era evidente que estabaofreciendo su magia, pero ¿cómo se iba a acercar a la atalaya a la distanciasuficiente para lanzar un conjuro a los muhaidines que guardaban el paso?

—Id con Dios —dijo Lucas de Tarento.La mirada del clérigo brilló extrañamente. Tenía los ojos orlados de

profundas ojeras. Comenzó a caminar apoyado en el báculo y a medida que sealejaba parecía más ligero. Al final, cuando las tinieblas nocturnas se lo tragaron,se movía con gran agilidad.

A los dos muhaidines de la atalaya les pareció escuchar un sonido pétreobarranco abajo. Permanecieron un rato en silencio, expectantes, la mano en layesca de las ahumadas, por si el sonido se confirmaba. Después decidieron quehabía sido una falsa alarma. Reanudaban la conversación, sobre los goces eternosdel Paraíso, cuando un lobo gris enorme apareció al pie de la torrecilla y loscontempló un momento con su mirada maligna. Uno de los muhaidines agarró elarco y estaba armándolo con una flecha de hierro cuando el lobo, de un saltoportentoso, alcanzó el parapeto y se lanzó directamente sobre su yugular,desgarrándola con los fuertes colmillos. El otro muhaidín, aterrorizado, abandonóla lanza e intentó huir, pero rodó las pinas escaleras de la atalaya y se rompió elcuello contra el último peldaño.

Cantacuzanos regresó al campamento cojeando. —Podemos pasar— anunciócon voz quebrada.

Lucas de Tarento lo miró en la oscuridad. No le pareció que estuviera herido.Quizá agotado del esfuerzo.

—En marcha —ordenó—. Cuando amanezca habremos atravesado el primercinturón de atalayas y estaremos dentro del territorio del Viejo de la Montaña.

Apenas habían reanudado la marcha cuando Pedro el Raposo cabalgó hastasituarse al lado de su señor y le dijo, sin mirarlo:

—Nos siguen, sire.—¿Quién nos sigue?—No sé cuántos son —respondió el escudero—: quizá pocos. Sólo he visto

brillar un acero. Están detrás de aquella colina.—No se lo digas a nadie. Quédate atrás, disimúlate y observa quiénes son.—Oír es obedecer.

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CAPITULO XIII

Sven le Berg se quedó inmóvil bajo las pausadas estrellas. Los centinelas habíandesaparecido y la plataforma rocosa estaba invadida de zarzas, sin trazas decastillo, sin parapetos ni almenas. Sven le Berg musitó su conjuro contra labrujería, y cerró los ojos un par de veces con la vana esperanza de restituir elmundo que había dejado antes de entrar en el aposento del Viejo de la Montaña,pero seguía sin aparecer. El medallón con la piedra, pensó. Se lo sacó de lacabeza y lo depositó en el suelo. Pronunció nuevamente el conjuro, pero cuandoabrió los ojos el resultado era el mismo: el castillo del Viejo de la Montaña habíadesaparecido. Miró atrás y el aposento cuy a puerta había forzado hacía unosinstantes tampoco estaba. Solamente la plataforma de piedra con una roca máselevada en la que se apoyaba la tarima de hierro del Viejo.

Se asomó al escarpé de la alta roca: abajo, el río que vertía sus aguas en ellago seguía espejeando a la luz de la luna, pero la vegetación no se limitaba a susriberas: se extendía, pujante, en oscuras masas de árboles, por los cerros ymontañas adyacentes donde a la luz del día sólo había visto rocas peladas ybarrancos pedregosos.

Sven le Berg rescató el medallón de bronce y se lo colocó en el pecho.Después descendió la empinada roca, lo que le llevó algún tiempo pues era difícilencontrar un buen apoyo para el pie entre la maraña de zarzas que crecía pordoquier. Cuando le faltaban pocas brazas para llegar a la base escuchó a sucaballo piafar alegremente, acercarse y escarbar con el casco potente sobre latierra negra. No había camino, no había chozas, no había pabellones del amordesde los que los muhaidines pudieran atisbar el paraíso: solamente selvaenmarañada, árboles espesos de muchas especies altas y bajas y el profundoolor de la naturaleza muerta bajo sus plantas, generaciones de hojas caídas enotoño y podridas por las lluvias, el humus en el que crecían toda clase de plantasantes de que la del hombre hollara aquellos parajes.

Sven le Berg montó su caballo y se abrió paso entre la maleza. Todas laspersonas que vio la víspera habían desaparecido. Sin embargo, el mundo era elmismo, aunque poblado de árboles silvestres, entre los que reconoció la higuera acuy a sombra había bebido de la clara fuente y la palmera samani, aunque ahorano era una palmera solitaria, sino una más en medio de un espeso bosque depalmeras. Dedujo que había regresado a la tierra antes de que los hombresllegaran a ella, cuando el bosque primigenio la señoreaba. Comenzó acomprender que el sentimiento de inefable paz que pugnaba por introducirse ensu corazón podía provenir de aquella mudanza. Quizá antes de los tiempos de laAbominación no existía el rencor en los sentimientos de los hombres. Pero desde

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entonces habían ocurrido muchas cosas y él tenía motivos sobrados para cobijarsu rencor.

El Viejo de la Montaña congregó a los hombres de su guardia. Anduvo entreellos, les miro los ojos uno a uno sin decir palabra y luego ordenó.

—¡Devolvedme los turbantes melados!Era señal de muerte. La guardia personal del Viejo de la Montaña se

distinguía por llevar turbantes embadurnados con miel en los que se posaban lasmoscas que de este modo dejaban en paz al profeta. Eran nueve, escogidos entrelos más forzudos y fanáticos después de suavizarles el examen de doctrina.Dejaron, pues, los nueve turbantes ennegrecidos de las moscas sobre el poyodesnudo de la estancia y miraron al Bendito aguardando la orden:

—La puerta del Paraíso —dijo el Viejo señalando el podio de piedra pordonde la plataforma se asomaba al precipicio.

La Puerta del Paraíso, también conocida como « La Madre de lasCostaladas» , era un despeñadero de treinta brazas o más de caída que terminabaen una roca plana. Sonaron dos trompetas. En las huertas del valle, lostrabajadores hicieron un alto en la faena para asistir a la ceremonia, muchos consu punto de envidia: « Ahí van los afortunados que dentro de un momento van agozar de las huríes y las mesas abastecidas de hidromiel, de carne, de frutas, dealmendras garrapiñadas» . Los guardias se fueron arrojando al vacío uno detrásde otro, sin titubear. Volaban por el aire como muñecos, gritando jaculatoriasreligiosas, y se estrellaban con un sonido apagado, chaf, aumentando el charcode sangre, sesos y entrañas despanzurradas. Si alguno no moría inmediatamentey rebullía, acudía un muhaidin con una maza de pino, de las que se utilizan paraclavar los postes campamentales, y lo remataba de un golpe en la sien derecha oen el occipucio, según la postura.

El último muhaidín del turbante melado era Mohamed Habibi, el egipcio.Cuando iba a saltar, el Viejo de la Montaña lo detuvo con un gesto y le preguntó:

—¿Tú viste el rostro del ladrón, el rubio que nos mandó Saladino?—Lo vi, Bendito.No morirás todavía. Toma las esparteñas coloradas, una talega de higos secos,

un puñal bendito y un queso. Busca al rubio en Occidente, en tierra de cristianos.Barrunto que tomará ese camino. Lo matas, te matan y ganas el Paraíso.

—¡Oír es obedecer! —grito Habibi entusiasmado.

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CAPÍTULO XIV

Pedro el Raposo caminó durante un buen rato a la zaga de los expedicionarios y ala primera ocasión propicia se desvió en una encrucijada y desapareció.Volviendo sobre sus pasos, se emboscó en unas rocas altas que dominaban elsendero y se mantuvo al acecho. Quizá algunos orcos compañeros de los de lapatrulla que exterminaron días atrás los estaban siguiendo hasta el lugarapropiado para tenderles una emboscada.

Una mariposa blanca, con manchas pardas en las alas, revoloteaba sobre lahierba seca sin encontrar flor alguna.

Al rato apareció una figura por el camino: un joven caballero, delgado y alto,que se protegía del sol con un enorme sombrero circular, como los de lassegadoras en Auvernia. Cabalgaba sobre un alazán brioso, con la cota detrás de lamontura, en su bolsa de cuero, y la espada filosa pendiendo del arzón. ¿Un jovencapitán de cruzados? ¿Qué hacía allí, tan lejos de las posiciones cristianas? ¿Y porqué nos seguía? Podía ser un espía a sueldo de los turcos o un agente del Viejo dela Montaña.

El camino atravesaba una rambla seca en la que crecían potentes las adelfascon sus flores rojas y blancas. Pedro el Raposo acechó allí al solitario j inete, lesalió por la espalda de improviso y tomándolo del cinturón que ceñía su túnica, lodescabalgó. El j inete saltó, casi antes de tocar el suelo, ágil como un gato y en uninstante la espada filosa brillaba en su mano enguantada. Pedro el Raposocomprendió que estaba en apuros y empuñó la palanqueta terminada en pata decabra. ¿Por qué no había atacado el caballero? ¿De haber tajado con la mismaceleridad con que empuñó la espada, el escudero estaría ahora muerto? Sinembargo, el caballero, aunque le apuntaba el pecho con su espada persa, noparecía dispuesto a atacarlo.

—Pedro el Raposo, andas flojo de reflejos —le reprochó. Entonces reconocióla voz y la sonrisa.

—¡Isbela de Merens! —exclamó bajando la palanqueta—. ¿Qué demonioshaces aquí? Este lugar es peligroso. Estamos en los dominios del Viejo de laMontaña.

Ella se encogió de hombros, volvió a su caballo y envainó nuevamente laespada.

—Quiero regresar a Ultramar por vía terrestre. Tengo entendido que os dirigísa Ultramar. Iré con vosotros.

—¿Es que no ves los días con sus noches, el sol y las estrellas? —replicó elantiguo ladrón—: Vamos hacia oriente, tanto como jamás ha llegado ningúncristiano desde los tiempos de Alejandro. Sé de alguien a quien no le va a gustar

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verte…—Pues apresurémonos porque el cielo se está encapotando.El Raposo comprobó que unas nubes negras y bajas cubrían el cielo y las

cimas de las montañas apenas se distinguían ya.Cerca de ellos estalló un trueno e inmediatamente una centella iluminó el

firmamento.—¿Una tormenta aquí, sobre este desierto? —preguntó incrédulo

Cantacuzanos.Las primeras gotas gruesas se estrellaron contra los guijarros manchándolos

fugazmente antes de evaporarse. Comenzó a llover con tal fuerza que parecíaque el cielo había abierto sus esclusas. Olía agradablemente a tierra mojada. Loshombres atrapados en medio del chaparrón abandonaron el camino y searrimaron al escarpe del cerro donde un saledizo rocoso brindaba protección.Furiosos relámpagos iluminaban el cielo en rápida sucesión, como culebrillas deluz. Las chispas, al caer, cruj ían a pocos estados del suelo como si un cuerpoextraño las contuviera, a veces saltando vivas llamas que enseguida apagaba elaguacero.

Cantacuzanos, aferrado a su bordón, ceñudo, intentaba comprender.Rebuscaba casos en su memoria. Finalmente exhaló un suspiro y dijo como parasí:

—La confusión de los tiempos. Alguien ha activado el conjuro de la Sulamita.—¿El Conjuro de la Sulamita? —gritó Lucas de Tarento dominando el fragor

de la tormenta y del aguacero—. ¿De qué hablas, hombre de Dios? Quieres decirque esta tormenta la provoca un hechizo.

El conjuro de la Sulamita. El Viejo de la Montaña posee una de las docepiedras dragontías, la que perteneció a la Sulamita, engastada en un medallón debronce forjado por los antiguos demonios que Salomón sometió con el poder deDios. Se llama « de la Sulamita» en memoria de una sacerdotisa de los cultosinfernales que, a causa de esa piedra, reveló sus secretos al rey sabio. Cuandoalguien la maneja inadecuadamente, la piedra produce extraños conjuros y esose manifiesta en la confusión de los lugares, diluvia sobre el desierto y el solabrasador agosta los bosques y derrite las nieves de las regiones septentrionales.Nunca supuse que lo vería.

En esta y otras conversaciones gastaron el día mientras avanzabanpenosamente por el desierto de riscos y zarzales secos. Por la noche descansaronen una cueva con trazas de aprisco, cerca de un manantial de aguas salobres.Pedro el Raposo ballesteó un hermoso conejo que asaron en una candelilla. A lamañana siguiente vieron venir de lejos a unos mercaderes sirios con camelloscargados de fardos y esclavos armados. El Viejo de la Montaña permitía quealgunos mercaderes cruzaran sus valles a cambio de un veinte por ciento de lasganancias. De este modo se aseguraba el suministro de ciertos productos de los

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que sus dominios carecían y, al mismo tiempo, vendía sus excedentes de queso ydátiles. Lucas de Tarento salió al encuentro de los mercaderes haciéndose pasarpor un caballero extraviado.

—Esta tierra es peligrosa, hermano.—Ya he notado que es algo inhóspita. El mercader sacudió la cabeza. No me

has entendido. Son dominios del Viejo de la Montaña, al que le molestan lasvisitas. Si no tienes buenos presentes con los que agasajarlo, te aconsejo quevuelvas sobre tus pasos. Además, en estos días los cristianos no soisespecialmente bienvenidos allá: un renegado a sueldo de Saladino le ha birladouna joya que tenía en mucho aprecio: la piedra Fogosa.

—¿Un renegado de Saladino?—Sí, un cristiano rubio que se presentó con un pez de cobre que el Bendito le

había enviado a Saladino. Le ha robado el talismán y están rodando muchascabezas, angelitos al cielo. Por lo pronto a los melados de la guardia les ordenóque se despeñaran hace cuatro días —hizo el signo de la reverencia llevándose lamano al corazón y a la boca—. Derechos al Paraíso: a estas horas y a estaránescocidos en sus partes de refocilarse con las huríes.

Lucas de Tarento no sabía como interpretar las palabras del mercader, si setrataba de un cínico o de un creyente. Se despidió:

—A la paz de Dios.—Que Alá vaya contigo.Antes de regresar a la cueva, aguardó a que los mercaderes abrevaran a sus

camellos en la fuentecilla y desaparecieran.—Cambio de planes —informó—. Un guerrero rubio se nos ha adelantado y

le ha robado la piedra Fogosa al Viejo de la Montaña.Cantacuzanos palideció.—¿Es eso cierto?—Eso cuentan los mercaderes.—El que ha robado la piedra ¿para quién trabaja?—No se sabe.Cantacuzanos meditó un momento.—Los que lo pueden descifrar están en Constantinopla.

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CAPÍTULO XV

Los viajeros llegaron sin más incidencias al bullicioso puerto de Alejandreta,salida natural al mar de Antioquía, frente a las costas de la Pequeña Armenia,donde confluy en las caravanas que remontan el Tigris y el Éufrates por la regiónde Edesa. Se alojaron en El Sueño sin Sobresaltos, una de las numerosas fondasdel lugar. Lucas de Tarento asentó el pasaje del grupo en una nave carguera, LaGolondrina Risueña, que zarpaba para Constantinopla, sin escalas intermedias,cinco días después. Los viajeros aprovecharon este breve asueto para solazarseen las viñas y las huertas que rodeaban la ciudad. Era el tiempo de las ciruelasambarinas, con su gotita de jugo irisado en la tersa piel. Guido de St. Bertevin noperdía ocasión de escoger las más maduras para Isbela. Los primeros días, lamuchacha, que había vivido en un castillo apartado y estaba poco acostumbradaa cortesanías, se avergonzaba un poco, pero luego fue entendiendo el ritual cortésy hasta sonreía tímidamente al aceptar el obsequio. La actitud del clérigoCantacuzanos era totalmente distinta: fingía ignorar a la muchacha y cuando ledirigía la palabra, evitaba mirarla y mantenía los ojos fijos en el suelo.

El día del embarque en La Golondrina Risueña, Guido se asombró alcomprobar que el barco con nombre del avecilla inquieta era una especie deenorme barril flotante. En la cubierta, más alta que el campanario de una iglesia,una chusma de marineros medio desnudos, con taparrabos que apenas lescubrían las vergüenzas, se agolparon en la borda para observar a la doncellaIsbela y se daban con el codo e intercambiaban comentarios probablementesalaces que encendieron la cólera de Guido.

Lucas de Tarento notó los nudillos pálidos del aspirante a caballero, el puñoapretado sobre el pomo de su espada.

—Las saetas lejanas no hieren —le dijo familiarmente—. Esos pobresdesgraciados son como perros hambrientos. Un caballero no debe tomarlos encuenta.

Guido se avergonzó de revelar tan claramente sus emociones.—¿Vamos a embarcar en este tonel? —preguntó por cambiar de tema.—En efecto —respondió el caballero, y contempló la nave como si se

enorgulleciera de ella—. Es el primer barco que sale para Constantinopla sindemorarse en enfadosas escalas. Llegaremos antes a nuestro destino y quizápasemos desapercibidos. —Echó una ojeada a los curiosos congregados en elmuelle—. Aunque de esto último no estoy tan seguro.

La Golondrina Risueña pertenecía al mercader Antos Laporos, quesuministraba aceites de los olivares de Siria y sal de las canteras de Lixos a lasdespensas y a los baños de Bizancio. Cuando los estibadores acabaron de llenar la

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bodega de vasijas y fardos, el asentador indicó que embarcaran los caballos. Elalguacil del puerto, un gordo con la calva cubierta por un gorro colorado, símbolode la autoridad del visir, tocó su corneta para anunciar que salía nave gorda. Losmarineros se afanaron con los cabos, desatracaron, treparon a las jarcias,largaron medio trapo y una suave brisa hinchó el velamen permitiendo que lapesada nave abandonara la bahía y saliera a mar abierto.

La travesía duraba dos semanas con vientos favorables. Los pasajeros notenían gran cosa que hacer aparte de acodarse en la cubierta a contemplar lacosta de Cilicia, como una continuada cinta verdigrís a la derecha, el terroncitopardo de Chipre a la izquierda, los lomos centelleantes de los delfines y lasbandadas de gaviotas que seguían el rastro de espuma esperando a que elcocinero vaciase la basura en el mar.

Aquella calma era propicia para que se fueran anudando amistades. El enanoGrontal conversaba a menudo con Pedro el Raposo, cuyas historias de lancesamorosos y reyertas tabernarias le hacían olvidar su pánico al mar. Grontal erael único que no se asomaba a ver la inmensidad azul. Permanecía de espaldas ysi alguna vez giraba la cabeza era para comprobar si la costa seguía a sotaventocomo decían los marineros. Lucas de Tarento, por su parte, conversaba a ratoscon Cantacuzanos. Aunque el clérigo no era muy comunicativo logró que leexplicara en qué consistían los misterios del Shem Shemaforash o NombreInefable contenido en la Mesa de Salomón cuya búsqueda les encomendaban elPapa y los príncipes de la Cristiandad. Los cabalistas habían desarrollado cienciasque recogían en libros misteriosos, la Ghemara, la Mishna, el Misdrashin, laGematría, el Notricón y la Temurah, « caminos celestes para cabalgar sobre laluz del Conocimiento» , en palabras del griego, para lo que había que estudiarlargos años en academias místicas, quemándose los ojos sobre antiguas escriturasexpresadas en alfabetos místicos, Atbash, Albam, Atbach, Tashrak, Aiarbechar…Una de estas academias estaba en la judería de Constantinopla, por concesiónespecial del primer emperador Ángelo, al rabino Moshé ben Abra que habíacurado a su hijo de una alferecía. Después de la desaparición de varioscabalistas, que profundizaron tanto en el conocimiento que no volvieron aaparecer, la academia había decaído. Cantacuzanos había estudiado cábala conel último gran rabino, por concesión especial al anterior patriarca deConstantinopla, Teodoro Akrites. En la promoción del clérigo había algunosextranjeros, magos persas, eruditos alejandrinos, incluso un gallego llamadoCunqueiro, que volaba con la ay uda de un anillo y evocaba a voluntad aAlejandro y a las damas de antaño.

—Un concertador de espíritus —supuso Lucas de Tarento—. Espíritus no,Cunqueiro los traía en carne y hueso, y era de ver la presencia marcial deAlejandro que olía a sudor dulce de caballo y de hombre. Cada aparición traeaparejado su perfume. Las damas de antaño, por ejemplo, huelen a violetas o a

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rosas marchitas: Elena de Troya cuando sedujo a Paris, en una camareta depalacio, Esther, la judía, cuando salía del baño con la boca fresca y la miradahonda de las mujeres de su raza.

Lucas y Jorge, el guerrero y el clérigo, conversaban hasta que lucían lasestrellas en la negra noche —la estela de la nave semejaba un reguero de plata—y el cocinero llamaba a la cena. Una noche Lucas de Tarento cenódistraídamente. Mientras en su entorno se avivaban las conversaciones, él tenía lamente en otra cosa. Jorge le había confirmado que en las combinaciones delNombre que Dios reveló a Salomón, el mago puede crear vida, germinar unaflor, cubrir un huerto de rocío o hacer que el conejo salte de la boca de lamadriguera abandonada, en la que hace mucho tiempo que no hay conejos.

—Es una embriaguez de poder que no todo el mundo resiste —le había dichoCantacuzanos—. Por eso es tan fácil caer del lado de la Abominación.

Lucas de Tarento intuy ó el abismo al que se abrían sus ojos. Ahora el Papa ylos rey es habían depositado sobre sus hombros el pesado fardo de aquella misión:atravesar las Siete Puertas, encontrar aquel tesoro que salvaguardaría los SantosLugares para siempre. Se sentía un débil mortal, más confuso que nunca, enmedio del mar, en compañía de un puñado de guerreros que lo esperaban todo deél.

Al sexto día, costeando frente a Éfeso, ya pasadas Rodas y Creta, avistaronuna gran vela triangular que los venía siguiendo. Antos Laporos, el armador ycapitán de la nave, hizo visera con la mano y declaró:

—Es la capitana del corsario Muley Osmán. La conozco bien porque la pintóde rojo para emular El Bucentauro, la gran galeaza de la señoría veneciana.

—¿Piratas tan al norte? —se extrañó Lucas de Tarento.—Sí, sire. Desgraciadamente este mar está infestado de ellos, porque en las

islas griegas hay una infinidad de calas y ensenadas que les ofrecen cobijo, perono tenemos nada que temer. Yo pago un impuesto a Osmán y en cuanto sepercaten de que esta nave es La Golondrina Risueña nos dejarán seguir sinmolestarnos.

Lucas de Tarento no estaba tan seguro. Como guerrero experto estabahabituado a considerar el peligro potencial de cualquier situación anómala.Instintivamente buscó a Isbela con la mirada. La muchacha se había escapado deMuley Osmán, que pretendía convertirla en su esposa. ¿Era una simplecoincidencia que ahora se toparan con su galera de guerra en medio del mar?¿Buscaba Osmán a la muchacha? ¿Hasta qué punto podía confiar en AntosLaporos? ¿No habría avisado él mismo al pirata para que abordara su nave yrecuperara a la fugitiva? Lucas de Tarento no tenía ningún motivo para confiar enLaporos, más bien todo lo contrario. Un comerciante sirio vendería a su madre.Para el sirio no habría mejor recompensa que un salvoconducto del corsario parasus naves aceiteras.

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Mientras el caballero Lucas sopesaba estas sospechas, la galera pirataacortaba distancias y sus marineros, agolpados en el pasillo de abordaje, hacíanseñales al pesado transporte para que sé detuviera. El mercader se alarmó:

—No lo entiendo. Están viendo el delfín amarillo que pende del mástil. Sabenque este navío pertenece a Antón Laporos, que goza de garantía.

—Es posible que no busquen tu carga, sino a tus pasajeros —musitó Lucas.Los navíos estaban ya a menos de cuarenta brazas de distancia. En la galera,

el comando de abordaje, armado con machetes, hachas y garfios encordados,mostraba claramente sus intenciones hostiles.

—¡Ay, señor, que tendremos que detenernos! —gimió Liporos—. Con estagente no valen parlamentos. Nos van a abordar. Quizá me quieran aumentar lacuota, o quizá mi agente en Haifa se ha retrasado en el pago del impuesto.

—Fuerza las velas y continúa tu camino? le ordenó secamente Lucas deTarento.

—¡Sire —suplicó—, son gente de guerra y su galera nos va a interceptar deun momento a otro! Mejor será bajar la vela y aguardar a ver lo que quieren.Debe de tratarse de un malentendido.

Lucas de Tarento le dirigió una mirada iracunda.—¿Olvidas que nosotros también somos gente de guerra? —Se dirigió a su

escudero y ordenó—: Pedro, tráeme el camisote y la espada. Que todos esténprevenidos.

—¡Oír es obedecer! —respondió el Raposo y desapareció por la escotilla dela bodega.

—¡Habrá muertos, señor! —auguró el capitán, temblando de miedo.—Tú y tus hombres podéis refugiaros bajo cubierta. Nosotros nos

entenderemos con los piratas.Llegó Pedro el Raposo con la malla de acero y ayudó a su señor a vestirla.

Los otros se armaron igualmente y se dispusieron para el combate.La galera había acortado distancias. Estaba y a tan cerca que se distinguían los

rostros torvos de sus tripulantes. Dos docenas de piratas se agolpaban en la proaenarbolando armas y profiriendo aullidos intimidatorios. El tambor del cómitresonaba en la cubierta baja como un corazón desbocado.

—Los remeros no podrán mantener ese ritmo extenuante —Observó Pedro elRaposo que se había puesto su perpunte y empuñaba la palanqueta en forma depata de cabra que abría todo lo que tocaba, cráneos incluidos.

—No lo van a necesitar —comentó Lucas—. Dentro de un momento noscortarán el paso y nos lanzarán sus garfios de abordaje.

Muley Osmán, un moro gordo tocado con un turbante de seda azul, dabaórdenes desde un sillón recubierto de almohadones, bajo el palanquín de latoldilla de popa. Cuando no hablaba con sus oficiales se llevaba a la nariz unpañuelo empapado en perfume para neutralizar la peste a orines y sudor rancio

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que ascendía de la cubierta de remeros.El capitán de la galera corsaria, un hombre membrudo y moreno, se subió al

espolón de su nave para que Muley Osmán viera que arrostraba cualquier peligroen su servicio. Como apenas le quedaba espacio para los pies tenía que agarrarsecon una mano al cordaje mientras hacía bocina con la otra:

—¡Ah de la carraca! —gritó en griego marítimo, el dialecto común en elmediterráneo oriental—. Lleváis a bordo a una esclava fugitiva de mi señorMuley Osmán, una franca rubia que se llama Isbela. Dádnosla y no os pasaránada.

—¡La llevamos! —le confirmó Lucas de Tarento—, pero no es una esclava.Es una señora y va a reunirse con su familia en Ultramar.

—Entregadla de todos modos. A mi señor Muley Osmán no le importa que yano sea virgen, como cuando él la compró, dado que es un hombre clemente quesabe acomodarse a los reveses de la fortuna, pero no quiere más dilaciones niresistencias. Restituidla y salvaréis la vida.

—¿Qué vida? ¿La vuestra? —gritó farruco Guido de St. Bertevin.—¡Ya estamos con la retórica alejandrina! —masculló el moro para sí.¡Me cago en el niñato! ¿Qué vida va a ser mocoso? —gritó—: ¡La tuy a y la

de tus compañeros! ¿No ves que os superamos en número y que somos gente deguerra?

—¡Si sois gente de guerra, a mí me la chupáis! —replicó el muchacho fuerade sí. Llevaba varios días soportando las miradas lascivas que la marinería dirigíaa Isbela y le hervía la sangre con facilidad.

Lucas de Tarento le hizo con la mano una señal conciliadora para que secalmara. Después se volvió a la galera roja:

—No hay trato —gritó haciendo bocina con las manos—. Nosotros tambiénsomos gente de guerra. Será mejor que cada cual siga su camino y que hayapaz, que luego pasa lo que pasa.

—¡Entregadnos a la muchacha y no os ocurrirá nada! —intervino el propioMuley Osmán con ayuda de una gran bocina de plata—. De lo contrario, habrálucha y el que no muera acabará de esclavo en Alejandría. Yo mismo meocuparé de que se venda a un bujarrón que le arregle el pretérito.

—¿Qué es pretérito? —le preguntó Guido de San Bertevin a su mentor, elcaballero Lucas.

—Se refiere a lo de atrás, en este caso al culo.—¿Al culo? —exclamó el doncel comprendiendo el alcance de la alusión—.

¡Pretérito el de tu madre! —gritó al del turbante de seda ¡Venid a buscar a lamuchacha si tenéis cojones!

Siguió el intercambio de insultos que, en los preliminares del enfrentamientorequiere la batalla por norma bizantina en la que está permitido cagarse en losmuertos del adversario hasta la tercera generación y no más, a fin de evitar que

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el insulto afecte a gente ajena al caso. Mientras los adalides verbalizaban,procurando originalidad en la adjetivación, el resto aprestaba sus armas y secolocaba en sus puestos de combate.

—¡Malhaya el momento en que aceptamos a esa mujer! —se lamentabaCantacuzanos. Se había parapetado detrás de unos cestos de mercancías y asistíaa la escena temblando como un azogado, la mano aferrada a una bolsita dereliquias santas—. ¿Queréis que, por haceros los gallos, peligre una sagradamisión bendecida por el Papa y auspiciada por los rey es de Francia y deInglaterra?

Lucas de Tarento iba a replicar algo cuando Muley Osmán levantó la mano yla abatió bruscamente, la señal de que la batalla comenzaba. Dos de sus arqueros,que se habían encaramado en la plataforma del mástil, lanzaron sendas saetas dedesafío, empeñoladas de rojo, que se clavaron temblando sobre la cubierta delcarguero.

—¡No hay trato! —gritó Lucas de Tarento.En vista del cariz que tomaban los acontecimientos, los marineros de La

Golondrina Risueña, que hasta entonces habían asistido interesados a laspreliminares del combate, corrieron a refugiarse en la caseta de popa.Cantacuzanos, después de una vacilación, asomó una mano fuera de su refugio ybendijo atropelladamente la batalla que se aparejaba impetrando el auxiliodivino. Isbela no parecía asustada. Había asistido a las maniobras deaproximación de la galera con más curiosidad que miedo y no se movía de lacubierta.

Media docena de flechas se clavó en la obra muerta de la nave. Pedro elRaposo acabó de armar su ballesta y apuntó cuidadosamente al capitán de lagalera. Este lo advirtió a tiempo y saltó al resguardo de una mampara. El virotede hierro se clavó temblando en el mascarón de proa que representaba a la damade los vientos, con su clámide hinchada por el aire y sus pechos generososapuntando a las olas.

La galera se había adelantado y ahora cerraba sobre el camino de la nao. Lospiratas delanteros volteaban lentamente los garfios pendientes de sogas, prestos alanzarlos sobre la borda de La Golondrina.

Entre los hombres del comando de abordaje figuraba Mohamed Habibi, elegipcio errante, ahora muhaidín del Viejo de la Montaña. Se había enrolado en elpuerto de Antioquía cuando supo que salían en persecución de los enviados delrey Ricardo, con la esperanza de encontrar una pista que lo condujera alcaballero rubio que robó la piedra Fogosa engastada en el medallón de laSulamita. Mohamed Habibi no era un guerrero, pero estaba dispuesto a morircomo si lo fuera con tal de alcanzar el paraíso poblado de huríes de pechosvoluminosos, grávidos, de tacto suave y el pezón rugosillo y duro que se hincha yse pone del tamaño de una bellota al estímulo de unos dedos expertos o de una

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lengua acariciadora. Tomó un sable de asalto, probó la viveza del filo en una soga(que inutilizó) y se situó, lo más castrense que pudo, sobre la tarima de asalto, enel poco espacio que dejaban libre los lanzadores de garfios de abordaje. Almoverse se lastimó la espinilla contra un palo que sobresalía entre dos sogastensas. Miró la causa de su daño. El palo le disputaba el escaso espacio disponible.Sin pensárselo dos veces tiró de él extray éndolo de entre las cuerdas que loaprisionaban. Demasiado tarde advirtió que el palo no estaba allí por casualidad.Era el trinquete de la maroma que sostenía el ancla, una pesada rueda de piedracon un agujero en medio que pendía a un costado de la galera.

El ancla se zambulló violentamente en el mar, arrastrando su pesado ataderoque, al deslizarse por la borda, barrió los pies de media docena de pirataslanzándolos al agua en una confusión de voces y lamentos. Mohamed Habibi seapartó disimuladamente del estropicio. « Otro amo que pierdo» , pensó. Yrecordó las palabras de su anterior patrón, el cairota: « Habibi, tu problema esque haces las cosas sin pensarlas primero: piensa antes de actuar, que el profetano quiere bobos irreflexivos en el Paraíso» .

El ancla, al precipitarse en el abismo sin encontrar fondo, descendió todo loque le permitió la maroma hasta que se detuvo en seco con un fuerte tirón quehizo cruj ir la quilla de la galera. Como consecuencia del brusco frenazo, la naveentera giró sobre el eje tenso del ancla y su popa describió un círculo de abanicopara estrellarse contra la sólida quilla del navío aceitero. El golpe quebrantó doscuadernas, la tablazón cedió y una gran vía de agua invadió la galera. Un clamorde pánico se elevó del banco de los remeros:

—¡Nos vamos a pique!La confusión se apoderó del navío. Los piratas abandonaron las armas. Muley

Osmán, el capitán y sus oficiales se pusieron a salvo en el esquife, abandonandoa sus hombres. La costa no estaba muy distante, pero casi ninguno sabía nadar.Los facinerosos se disputaron media docena de toneles que podían usar comosalvavidas. Los remeros encadenados a los bancos tiraban de la cadena condesesperación intentando liberarse de los grilletes antes de que la nave losarrastrara al fondo del mar. Algunos lograron liberarse y atacaron a suscarceleros. La confusión aumentó.

—Gracias a san Poseidón, Dios se ha apiadado de nosotros y confunde a esosbuitres —dijo Antos Liparos. Lucas de Tarento se giró y lo vio a su lado, la panzacubierta por un gastado perpunte y una espada al cinto tan oxidada queseguramente se necesitaría un forzudo para extraerla de la vaina.

—No podía dejaros solos —explicó, con desfachatez, el marino.En el agua, con una algarabía de almadraba, los de la galera se debatían

angustiosamente por mantenerse a flote.—¿Auxiliamos a los náufragos? —propuso Isbela. Su sangre elfa la inclinaba

a la piedad.

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—De eso nada —repuso bruscamente Antos Liparos ajustándose el perpuntesobre la barriga—. Que cada cual afronte su destino. ¿No querían matarnos? Puesque se jodan.

La galera volteó y mostró su costado abierto. En la confusión del naufragio,un orco de aspecto brutal que estaba encadenado al banco delantero pugnaba porarrancar los grilletes, con el agua ya por la cintura, al tiempo que proferíabestiales alaridos.

—Ese titán tiene la cadena más gruesa que los otros —observó Guido—. Va amorir.

—Déjalo que muera —dijo el Raposo—. ¿No ves que es un orco? Guido deSt. Bertevin contempló la desesperada lucha del orco por liberarse de la prisión.Tiraba con una fuerza descomunal, los músculos de los brazos y los hombrostensos como el parche de un tambor, pero la cadena no cedía. El agua le llegabaya por el pecho.

—Hay una manera de salvarlo —dijo Guido.Pedro el Raposo lo miró con extrañeza. ¿A quién le importa salvar a un orco?De la bolsa de costado del Raposo asomaba el extremo de pata de cabra de su

palanqueta. Guido la asió y, antes de que nadie pudiera evitarlo, se lanzó al agua.Media docena de brazadas vigorosas lo acercaron a la proa de la galera que sehabía alzado completamente vertical, a punto de desaparecer bajo las aguas. Elorco seguía aullando con el agua al cuello.

—Intentaré salvarte —le gritó el muchacho—. ¿Me entiendes?El orco le devolvió una mirada de inmenso agradecimiento y asintió

vigorosamente con la cabeza.Guido de St. Bertevin buceó con una mano en la cadena de gruesos eslabones

hasta que localizó el encastre, una anilla de hierro que los tirones del orco habíandeformado, pero que estaba lejos de ceder. Introdujo en ella el extremo de lapalanqueta y tiró con fuerza. Brilló la palanqueta con su luz azulada y la argollacedió fácilmente. El orco liberado asió a su salvador y tiró de él con su fuerzadescomunal justo en el momento en que la galera se iba a pique con su espolónapuntando al cielo. Se aferraron a uno de los cabos que les lanzaban desde LaGolondrina Risueña.

—Este jovenzuelo descerebrado ha salvado a un orco —se quejó Liparos—.No sé para qué, porque ahora tendremos que matarlo.

—Si se muestra pacífico, dejaremos que viva —repuso secamente Lucas deTarento.

—¡No admitiré a una de esas bestias a bordo de mi barco!—Te pagaremos dos pasajes suplementarios y lo admitirás —advirtió el

caballero—. El muchacho no ha hecho más que aplicar las ley es de la caballeríacristiana.

Antos Liparos se alejó rezongando. Desde la escotilla de carga le gritó a sus

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hombres, escondidos en las profundidades de la bodega.—¡A ver, gallinas a cubierta, que la galera se ha hundido y el peligro ha

pasado! Volved como relámpagos, porque al último que suba le corto los huevos.Los marineros subieron en tropel y cada cual se dirigió a su puesto, unos a la

vela y otros al cordaje.—¡Todo el trapo —gritaba Liparos—, que el culo nos arde! Ay udaron a subir

a bordo a Guido y al orco. El orco se lanzó a los pies del muchacho y se los besóllorando.

—Gorgo debe tú la vida —dijo en el torpe dialecto marino, híbrido de sintaxisgenovesa y palabras griegas.

—Pórtate bien y te dejaremos en Constantinopla —le dijo Lucas de Tarento.Recordaba haber visto orcos al servicio de los asentadores del puerto, empleadosen la descarga de los navíos.

—Gorgo vende a sí para tú, joven nadador, gana recompensa —dijo el orco.—¡Hombre, por lo menos tiene buena voluntad! —bromeó el Raposo—.

Recuerda que lo has liberado gracias a mi palanqueta y que me corresponde unporcentaje.

Impulsada por una brisa favorable, la vela mayor henchida, La GolondrinaRisueña se alejó del lugar del naufragio dejando atrás un rastro de tablas flotantesy lamentos de los náufragos que intentaban mantenerse a flote.

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CAPÍTULO XVI

En los tres días siguientes no ocurrió ningún suceso digno de mención. LaGolondrina Risueña navegaba con viento favorable a lo largo de las costas deAsia Menor, dejando atrás Éfeso, Kíos, Esmirna y Lesbos. A veces se cruzabacon otros mercantes venecianos, genoveses o bizantinos que regresaban deConstantinopla e intercambiaban saludos con la mano, o con el gallardete deseñales. Guido de St. Bertevin vigilaba los paseos de Isbela por cubierta a la caídade la tarde, cuando el sol atemperaba sus rigores y la fresca brisa marinaperfumada de yodo acariciaba las olas. El resto del tiempo, mientras lamuchacha permanecía en la camareta, bajo cubierta, el aspirante a caballerorecibía lecciones de Lucas de Tarento sobre estrategias y tácticas. El antiguotemplario era muy versado tanto en la milicia bizantina como en la islámica, asícomo en las maneras de combatir de los orcos, de los búlgaros, de los mirdontesy de los pueblos bárbaros de los confines de Asia. También le preguntaba alcaballero sobre cuestiones políticas como la enemistad entre el patriarca deConstantinopla y el papa de Roma.

—Hace veinte generaciones, el Imperio Romano abarcaba el mundo ybrillaba como una estrella sobre las demás naciones —explicaba el caballero—,pero después llegaron emperadores borrachos y vagos que confiaron el ejércitoa los jefes bárbaros. Con eso y con la excesiva afición a los banquetes, a lasmúsicas y a la jodienda, las virtudes romanas decayeron, la caballería seextingúió, la artesanía y el comercio se arruinaron, la policía se esfumó, las leyesse despreciaron, cundió la inseguridad y el imperio se escindió en dos bloques, elde Occidente, con capital en Roma y el de Oriente, con capital en Constantinopla,cada cual con su emperador. Luego el de Occidente cay ó en manos de losbárbaros y del Papa de Roma, mientras que el imperio oriental, el deConstantinopla, obedecía a su propio Papa, que aquí llaman el patriarca. Hubo unpatriarca, un tal Focio, rebelde a Roma que acusó de herej ía al Papa porqueadmite que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

—¿Y de dónde procede? —preguntó el joven Guido.—Yo no me meto en teologías —dijo Lucas—, pero, según los bizantinos

procede solamente del Padre. Nosotros pertenecemos a Roma y debemosaceptar y defender sus doctrinas a puño cerrado aunque, si el Papa está enbuenos términos con el patriarca de Constantinopla, nosotros también.

Al quinto día, a la caída de la tarde, La Golondrina pasó frente al castillo delas Palomas, la aduana del mar de Mármara, que al identificar la nave izó unabandera amarilla autorizando el paso.

¡Mármara! ¡Las aguas verdes colmadas de secretos que surcaron los héroes

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troy anos! Cantacuzanos, con lágrimas en los ojos, contemplaba paisajesfamiliares que creía alejados para siempre tras la disensión teológica que lodesterró de la corte bizantina y lo obligó a exiliarse en los dominios papales.Ahora, el Papa y el nuevo patriarca de Constantinopla habían hecho las paces yél podía regresar a Constantinopla sin daño de su persona, con credencialesromanas.

—¡Ay, Constantinopla, centro del mundo! Qué cara vienes a mis ojos cuandoya no te esperaba ver —suspiró sobre la borda hablando con las olas.

El caballero Lucas se acodó a su lado.—Yo surqué una vez este mar, cuando era más joven y todavía albergaba

ilusiones en mi corazón —dijo mirando las oscuras ondas.—Es difícil no pasar por aquí —dijo Cantacuzanos con orgullo bizantino—:

aquí se juntan y anudan los caminos del mundo. Una ruta asciende por losBalcanes y los ríos de Tracia y Macedonia al valle del Danubio; la vía Ignaciaatraviesa de Dirraquio a Constantinopla uniendo el Adriático y el Bósforo, otrasvan a los puertos de Crimea, a los ríos Dnieper y Don, otras a la Cólquida y aTrebisonda. Constantinopla es, salvando Jerusalén, el ombligo del mundo.

Cay ó la noche y La Golondrina Risueña se deslizó lentamente por el marinterior, con las luces movientes de las embarcaciones que surcaban sus aguas entodas direcciones y las luces fijas de las aldeítas de pescadores, fincas y casas derecreo de la costa, que parecían casi al alcance de la mano. Al amanecer, unmarinero encaramado en la alta gavia gritó:

—¡Brilla Santa Sofía!Era la manera bizantina de anunciar que habían avistado Constantinopla.Al clamor de los marineros, que prorrumpían en alaridos de gozo a la vista

del puerto e intercambiaban pullas y desafíos anticipando placeres, los viajerossalieron de su toldilla y contemplaron, a lo lejos, la enorme cúpula dorada deSanta Sofía. Refulgía al sol como una joya, un hemisferio de oro que colgara deuna cadena invisible de lo más alto del cielo.

Contemplaban la costa desde una y otra borda, a barlovento Europa; asotavento, Asia, una cinta gris en la que se distinguían manchas blancas dealgunas residencias campestres, y verdes retazos de arboleda entre las calasrocosas.

—Aquel brazo de agua que se Abre al Bósforo es el Cuerno de Oro —señalóAntos Liparos—. Lo que queda entre las dos corrientes es Constantinopla, lavenerable ciudad, con sus torres y sus palacios, con sus iglesias y susmonasterios, con su circo y su anfiteatro, con sus obras de arte y sus esplendores.El ancho istmo del Cuerno de Oro está defendido por un triple recinto de murallasinexpugnables, las más sólidas e imponentes que se conocen. Y al otro lado delcanal del Cuerno, en la costa tracia, se extiende el arrabal de Pera donde está lapujante colonia genovesa con sus factorías, sus almacenes y sus prostíbulos de

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lujo en los que reina la Perfumada, una belleza armenia que cobra a cienbesantes de oro la prestación, aunque en Jueves Santo se lo hace gratis a docemendigos en conmemoración de las tribulaciones de la Magdalena durante laPasión del Señor.

Cantacuzanos, ignorante del giro que había tomado la conversación, se unió algrupo.

—¿Qué me dice de las putas de Pera, santo padre? —preguntóintencionadamente el Raposo—. ¿Siguen practicando el númida como antaño?

Cantacuzanos no entendía de posturas sexuales, pero comprendió el sentidogeneral de la pregunta.

—Bueno, sí, tengo entendido que en la costa tracia hay muchos garitos, y lasmalas mujeres, los adivinadores, y los juglares pululan por sus fondas y suslupanares. Constantinopla es un puerto de mar, el más potente y visitado delmundo, y es inevitable que padezca estas lacras.

El enano Grontal le daba con el codo al semiorco, que no entendía muy biende qué estaban hablando y se limitaba a reír con su carcajada boba cuando losdemás reían.

Se cruzaron con un navío de carga veneciano de borda alta, con todo el traposuelto y la vela henchida, el león dorado flameando en la banderola de popa. Susmarineros acodados en la borda parecían gorriones en el alero de un tejado.

Lucas de Tarento recordó una visita a Constantinopla, muchos años atrás,cuando era un joven novicio templario de hábito pardo y barba negra y brillante.Los turcos estaban conquistando las ciudades de Asia Menor después de derrotaral ejército del basileo en Manzikert, pero la ciudad proyectaba todavía su poder ysu prestigio como una sombra poderosa que abarcaba el mundo. Él, unmuchacho apenas, se sentía tan abrumado por la majestad y la cultura de aquelemporio que no se atrevió a recorrer la ciudad por miedo a encontrar las señalesde decadencia que había visto en Roma, el otro imperio cristiano del pasado.Compró una torta de almendra y ajonjolí a un vendedor ambulante del puerto ypermaneció en su galera hasta que el capitán regresó y ordenó zarpar. Desdeentonces habían ocurrido muchas cosas. Sus compañeros estaban todos muertos,decapitados por los sarracenos en los Cuernos de Hattin, y él había abjurado desus votos.

—La ciudad más rica del mundo —explicaba Antos Laporos—. Más queRoma. La única que desafía a los siglos. El emporio mercantil adónde acudencaravanas y navíos de África, de Europa y de Asia. Aquí se compra y se vendetodo. Esclavos, especias, tej idos de oro y de seda, armas, marfiles, esmaltes,vidrios, tapices, seda cruda, algodón en bruto, azúcar… lo que quieras, hastaleche de hormiga.

—Ahora no es sombra de lo que era —comentó Cantacuzanos—. La dinastíamacedonia mantuvo los esplendores de Roma y hasta conquistó tierras y gloria

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en Bulgaria, pero el esplendor y el prestigio de Constantinopla decay eron despuéscon los Commenos y los Ángelos. Últimamente la cosa ha ido de mal en peorcon los turcos en las fronteras del este y los bárbaros en las del norte.

Antos Liparos convino en que así era.—Pero sigue siendo una ciudad rica, donde el besante de oro circula con

prodigalidad —replicó.—La diferencia es que ahora el país se resiente de la anarquía —suspiró el

clérigo—: el comercio está en manos de los venecianos, de los genoveses y delos pisanos. En medio de tanto desorden, los potentados mandan más que el IsaacII, el basileo, y la amenaza de turcos y búlgaros no decrece.

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CAPÍTULO XVII

Sven le Berg desembarcó en el Puerto Langa, frente a los graneros imperiales ylos distritos de Pisa y Amalfi. Cruzó el muelle veneciano con su caballo de reata,entre montones de maderos, mercancías y aparejos que esclavos y orcosllevaban y traían de las naves bajo la atenta mirada de los administradores y delos contadores del fisco. Era la primera vez que el guerrero rubio visitabaConstantinopla y quería salir de ella tan pronto como fuera posible, en el primerbarco que zarpara para Venecia. Se hospedó en una fonda del puerto, La FortunaRelampagueante, un edificio en forma de corral sin ventanas por fuera y con ungran patio cuadrado al que daban los establos y almacenes de la planta baja y lagalería corrida de aposentos de la alta. En el centro del patio había un pozo deagua fresca en torno al cual pululaban los aguadores y los vendedores quepregonaban su mercancía y la ofrecían a los huéspedes: sopa de tortuga ypasteles de carne o de miel.

Sven ocupó su habitación y se dirigió a los baños que había al fondo del forode los Sanguinarios. Se desnudó en el vestíbulo, dejó su ropa en una taquilla, alcuidado del portero, atravesó un ancho pasillo donde el agua cubría hasta eltobillo, entró en el caldarium y se sentó en la tercera grada, lejos de los corrillos.

Comenzó a sudar. Las gotas le descendían por las mejillas y la nariz. Unhombre alto y nervudo, de penetrante mirada, se sentó a su lado como por azar.Permaneció un rato sumido en sus pensamientos y después le preguntó sinmirarlo:

—Esa medalla debe de ser muy antigua.—Creo que sí —dijo Sven.—Me interesa.—No está en venta.—Lo sé. No conoces su valor. Crees que con ella alcanzarás cuanto deseas,

pero desconoces el camino que conduce a lo que la medalla promete.—No voy a vendértela.—¿Quién te propuso comprártela? Sólo te estoy ofreciendo ayuda para

recorrer el camino.—¿Qué camino?—Quieres ir a Venecia, pero la medalla antes debe ir a otro lugar más

cercano. La medalla vale poco sin la piedra y la piedra vale poco sin sus oncehermanas, las dragontías.

Sven le Berg comprendió que aquel hombre tenía razón. Había estadoconsiderando la posibilidad de aguardar hasta que estuvieran solos y desnucarlode un puñetazo, pero rechazó la idea. Parecía muy enterado en lo tocante a las

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piedras dragontías.—¿Quién eres tú?—Me llamo Asmodeo de Sinán y tú te llamas Sven le Berg.—¿Adónde debo ir antes que a Venecia?—A Delfos. Hay varias naves que zarpan mañana para el Pireo, el puerto de

Atenas. Desde allí, a cinco días de camino siguiendo el curso del sol por laHélade hacia Nikópolis encontrarás Delfos. Es un santuario arruinado de losdioses antiguos.

—¿Qué debo hacer allí?—Sólo ir. La diosa te indicará lo que debes hacer.—¿Quién eres? ¿Sirves a la Abominación? Asmodeo sonrió tristemente.—Hay cosas que no comprenderías aunque estuviéramos conversando hasta

el final de nuestros días. ¿Podrías hacer de mí un guerrero en dos jornadas? ¿No,verdad? Tampoco yo puedo explicarte los arcanos que no podrías comprender.Cada uno de nosotros necesita del otro para conseguir lo que quiere.

—¿Pretendes que comparta mi tesoro contigo, un desconocido, sólo porquesabes cómo me llamo y conoces algunas cosas de mi pasado?

—También las sé de tu futuro —dijo el mago—. Por ejemplo ahora intentarásmover tu mano derecha y no podrás.

Sven le Berg comprobó que era verdad.—¡Hechizos de mago! Suéltame si no quieres que te estrangule ahora mismo.—¿Con qué manos? —bromeó Asmodeo—. No puedes moverlas, ¿recuerdas?Sven le Berg comprendió que estaba a merced del mago. Sus miembros no lo

obedecían.No temas —dijo Asmodeo—. Soy amigo tuyo. Ya sabes: nos veremos en

Delfos.El mago se levantó, hizo una leve reverencia, y pasó a la sala contigua. Sven

permaneció paralizado por unos instantes. Cuando recobró el dominio de susbrazos se levantó y buscó al mago. Recorrió todas las dependencias de los baños,sin hallarlo.

—¿Un armenio alto, con barba recortada? —dijo el bañero—. Ha salido haceun momento.

En la calle bullía una multitud abigarrada. El mago se había esfumado.

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CAPÍTULO XVIII

En su palacio de Constantinopla, el cónsul papal había recibido una carta púrpurapontificia en la que el Santo Padre le ordenaba que alojara al caballero Lucas deTarento y a su séquito, al servicio de los reyes Ricardo y Felipe. Un nuncio delcónsul, con su librea amarilla y blanca con las llaves de san Pedro en la gorra, seabrió camino en los muelles del puerto Contoscalium, abarrotado de unamuchedumbre de mercaderes, cambistas, pícaros y porteadores, y condujo a losrecién llegados hasta una carroza que aguardaba en la explanada de las tabernas,un armatoste de seis ruedas casi tan grande como una casa, tapizadointeriormente con tela púrpura y tirado por seis caballos castrados.

La carreta discurrió por amplias avenidas pavimentadas con losas de basaltode las que partían callejones inmundos. La grandeza de Bizancio se manifestabaen sus trescientas sesenta y cinco iglesias, una por cada día del año, y en lasimpresionantes fachadas de los palacios que rivalizaban en mármoles de colores,galerías, columnatas y esculturas. También en la variedad de las razas ynacionalidades representadas en sus habitantes.

—La Babel de la cristiandad —señaló Lucas de Tarento al joven Guido—.Constantinopla es el crisol en el que se mezclan y funden todas las etnias delmundo.

Se veían asiáticos de nariz aguileña y cejas espesas, mardaítas de Siria yLíbano, con sus largas camisas terminadas en flecos azules; turcos del Vadar, consus turbantes cónicos; babilonios de larga cabellera extendida en cascada por laespalda; sirios con chalecos de carnero adornados con volutas de cuero; traciosde espesos bigotes; búlgaros rasurados, con la cara brillante untada con grasa decaballo que a medida que avanza el día apesta; rusos de largos mostachoscolgantes, despuntados cuando el sujeto tiene deudas; armenios de narizganchuda; valacos llegados del Pindo, con sus tatuajes en el dorso de las manos,por los que se distingue el clan al que pertenecen; eslavos de Tesalónica y deTesalia, de caras anchas y mirada afable; árabes del Éufrates que palpan con lamirada los traseros de las paseantes; mujeres de Persia enfundadas en sus largosmantos azules que sólo dejan al descubierto los ojos, negros, de mirada profunda;jázaros y pechenegos; lombardos, genoveses, catalanes, písanos, vestidos cadacual según la moda y costumbre de su nación. Paseando entre ellos, el visitantepuede oír, en sólo un día, cuantas lenguas pueblan el orbe. Un experto lasdistingue de lejos por la gesticulación propia de cada una. Un mundo de colores,de aromas, de sonidos que resume los pueblos del imperio, cada cual con suscostumbres y con sus leyes, aunque todos sometidos a las del basileo.

La carreta salió de las avenidas y se internó por calles y barrios secundarios.

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Las casas de varios pisos con las fachadas enfoscadas y pintadas de vivos coloresalternaban con los mármoles y los ladrillos vidriados. A Isbela le encantaron lasespesas celosías de madera que guardaban las ventanas de los aposentosfemeninos desde los que ojos invisibles observaban la calle. Pasaron por laspuertas de bulliciosas tabernas, todas con su sarmiento de vid sobre el dintel y elsuelo espolvoreado con serrín ahumado con retama de romero, que perfuma elambiente y estimula la sed. Pedro el Raposo le daba con el codo al enanoGrontal.

—Aquí se juntan las cocinas del mundo —decía—. Si es día de mercado ynos dan licencia, hoy almorzaremos bien. Tenía yo ganas de catar el queso deBitinia, el que se cuaja removiendo en la leche un manojo de cardos carios.

El enano Grontal, otras veces tan hablador, no replicaba. En las grandesaglomeraciones humanas añoraba la paz y el silencio de sus bosques.

Al fin llegaron a su residencia, el palacio de la Salomera, en el centro delbarrio antiguo, no lejos del hipódromo.

—¿Es este el famoso hipódromo? —preguntó Lucas al pasar por el llanoinvadido de hierbas, entre las que sobresalían bloques de mármol de la espinacentral, vestigios de la pasada grandeza del edificio.

—Sí —respondió el nuncio—, por fuera parece algo pero por dentro no esnada. Ya apenas se dan carreras, han robado los mármoles y los bronces y losyerbajos invaden las pistas. Pasó el tiempo dorado en que los azules y los verdesdirimían en las carreras el futuro del mundo y enormes fortunas cambiaban demanos. Todo vanidad.

Llegaron a una fachada imponente de mármol, con tres grandes ventanalesemplomados en el piso superior y abajo con un muro ciego decorado conmosaicos que relataban la vida de Jesús.

—Hemos llegado —dijo el nuncio.El cochero, un libio musculoso, descendió del pescante y abrió la puerta con

una enorme llave, que después entregó a Lucas de Tarento.—Esta es vuestra mansión —indicó el nuncio—. No tiene muchos muebles

porque está deshabitada, pero es tranquila. Os sentiréis cómodos.Lucas asintió. Le dio la sensación de que el nuncio no era del todo sincero.Entraron, acomodaron los caballos en los establos y recorrieron el edificio.

Algunas estancias, expoliadas de sus ricos revestimientos de mármol, mostrabanal aire el ladrillo de los muros. A los ventanales que daban al patio les faltaban losvidrios.

Los nuevos inquilinos ocuparon varios aposentos de la planta baja, en torno aun patio invadido de yerbajos, con una fuente seca en el centro. En las cocinasencontraron dos enormes mesas de mármol, en las que se podría abrir unternero, y una chimenea de piedra sostenida por cuatro pilares de granito, comopara asar un buey abierto. Todo el utillaje había desaparecido.

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—No hay ni un mal cucharón —se quejó Pedro el Raposo.—Los venecianos y los genoveses han sacado de Constantinopla barcos

enteros de obras de arte y muebles exquisitos —explicó Cantacuzanos en tonoindiferente.

Desde la arcada contemplaron el devastado jardín, los arriates secos, lahierba crecida y marchita, los árboles enmarañados por falta de poda, algunostroncos podridos. Al fondo, en una masa verde, crecían potentes los rosales.

—Una rara especie que da rosas azules —señaló el clérigo—. La cultivaba laantigua dueña de la casa.

Aquella noche, Lucas de Tarento se desveló y salió al jardín. Era a comienzosde verano, había luna llena y el aire se teñía de una pálida luz violeta. Lucas evitóla parte más transitada, que daba a la entrada, donde roncaba fragorosamente elsemiorco y paseó en dirección opuesta. Al otro lado del claustro descubrió unapuerta baja, una fuerte plancha de acero sin remaches. La empujó. La puertacedió sin un sonido. Un estrecho y oscuro pasadizo comunicaba con otro patiocuadrangular, quizá el de la casa contigua, en el que el perfume de la dama denoche emanaba de los invisibles parterres y embalsamaba el aire. Al fondo habíauna desgastada fuente de piedra que representaba la cabeza de un león. Elcaballero estaba bebiendo del agua silenciosa en el cuenco de la mano cuandopercibió una presencia. Se volvió. Había una dama con una fina túnica bordada,ceñida bajo el pecho, a la usanza bizantina, que la cubría del cuello a los pies.Indiferente a la presencia del extraño, la dama cogía rosas azules mientrascantaba una extraña melodía:

He tenido muchas formashe sido la hoja de una espadahe sido una estrella brillantehe sido una gota en el airehe sido una luz en un fanal,

he sido una palabra en un librohe sido un puente para pasar Tres veintenas de ríos…

Tan dulce era su voz que Lucas de Tarento se quedó extasiado durante un rato,pero después temió que la dama descubriera su presencia y sintiera violada suintimidad. La canción no parecía entonada para combatir la soledad, sino paraevocar algo más profundo y quizá doloroso. Pensó que la que la señora sesobresaltaría al descubrir a un intruso.

—Disculpad, señora… —comenzó a excusarse.Ella dejó de cantar, se incorporó lentamente, lo miró a los ojos y le sonrió.

Jamás había visto a una mujer tan bella: alta, el cabello largo y roj izo, los ojos

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melancólicos del color de la miel, la boca fresca, la nariz recta de los griegosantiguos, la barbilla firme, el cuello largo y delicado.

La dama sonreía en silencio. Alargó una mano de largos y blancos dedos y letendió una rosa azul que Lucas aceptó y, con un gesto galante inconsciente, sellevó a los labios.

La dama se alejó. No parecía caminar sino que a medida que se retiraba seempequeñecía como en un sueño. Lucas intentaba prolongar el gozo delencuentro:

—Señora, no os marchéis todavía…Ella le sonreía, alejándose. El caballero quiso seguirla, pero los pies no lo

obedecieron.No marchéis…—Id al hipódromo —dijo ella, sonriendo, antes de desvanecerse en una nube

azul tan tenue que sólo era la ilusión que dejaba en el aire la túnica.A la noche siguiente Lucas buscó de nuevo a la dama azul. La encontró

cuando los nubarrones oscuros ocultaban la luna junto al estanque central, en elpatio en sombras. La dama se descalzó y acercó sus pies al agua fría para sentirel velo helado que ascendía lentamente por su piel. Esas sensaciones la ataban ala tierra, a la vida, a pesar de los siglos y su naturaleza. En realidad no eran lasúnicas señales. Aspiró la fragancia profunda de la rosa azul que llevaba en lamano, cerró los ojos y algo crepitó en su interior. Trataba de callar las voces desus íntimos sueños, pero le recordaban el vínculo más fuerte que la uníainexorablemente a lo humano.

Un pétalo se desprendió de la rosa y dibujó, antes de posarse, la silueta de uncorazón herido del que manaban unas gotas de sangre que se diluyeron en elagua cristalina. El propio pecho de la dama se tiñó de rojo: la señal. No podíaabandonarse a aquella agradable laxitud. Su corazón, como la extraña flor, eray a inalcanzable y estaba ajeno a ese atisbo de amor terrenal. Su presencia teníasólo un sentido y hacía él se encaminaba su acción. El viento, cómplice con suspensamientos, le agitó el cabello rojo y la empujó lejos de la orilla. Sólopermaneció su imagen reflejada en el agua, ese rostro que buscaba más allá desu misión el caballero de Tarento.

Lucas de Tarento sintió una extraña congoja que no había sentido nunca. Norecordó más de lo ocurrido aquella noche. A la mañana siguiente se despertó conla cabeza pesada y, aunque recordaba perfectamente lo ocurrido la víspera,pensó que todo había sido un sueño. Bajó al patio, donde ya Pedro el Raposo y elenano Grontal preparaban unos buñuelos, y se encaminó al pasadizo quecomunicaba los dos patios. No lo encontró. El hueco del pasadizo aparecíatapiado con un sólido muro de piedras y lodo que tenía todas las trazas de ser obraantigua. Intentaba comprender lo ocurrido cuando los cocineros llamaron paradesay unar.

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Guido de St. Bertevin, Isbela de Merens y Cantacuzanos se habíanacomodado en torno a una de las mesas de mármol de la cocina. El Raposocolocó en el centro una humeante fuente de buñuelos recién fritos. Mientras losjóvenes charlaban animadamente, Lucas guardaba silencio. Después subió a suhabitación para vestirse con el manto de ceremonia que le había enviado elmayordomo imperial, pues debía presentar sus respetos al Rey de Reyes. Sobreel hatillo de su equipaje encontró la rosa azul que la misteriosa dama le habíaentregado unas horas antes.

La tomó y aspiró su perfume. Olía como la dama espectral de la víspera.

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CAPÍTULO XIX

Un secretario imperial, con su uniforme rojo con galones dorados y la paloma enel sombrero, aporreó solemnemente la puerta y solicitó acompañar a loshuéspedes al palacio de Blanquernas, donde Isaac II el Magnífico, el Providente,el Rey de Reyes, el Dilucidador en persona se dignaría recibirlos.

Los viajeros aguardaban ya, vestidos con las galas que les habían prestado delropero imperial. Una esclava maquilladora se había encerrado en un aposentoalto con Isbela de Merens para adobarla a usanza bizantina.

—¿Tenéis sangre de los grandes? —le preguntó respetuosamente.—Soy semielfa —respondió la muchacha sin disimular que esta circunstancia

la enorgullecía. Mi bisabuela tuvo un sueño junto a la fuente de las Lilas, enMerens de Francia, y a los diez meses dio a luz un bebé dorado. Yo he perdido yaese lustre de la piel.

No lo habéis perdido —dijo la mujer acariciándole el brazo bien torneado—.Sois muy hermosa.

Isbela sintió un ligero repeluco.—Pero la hermosura es un don de Dios que tenemos la obligación de

conservar e incluso de acrecentar —continuó la esclava—. Dejadme que osayude.

Isbela era una sencilla muchacha de la provincia francesa. Era hermosa,pero ignoraba las artes del maquillaje, aunque más de una vez, en su cortaestancia en Tierra Santa, había envidiado a las mujeres que conocían los secretosde la alheña con la que se teñían el pelo y las palmas de las manos, o se tatuabanmotivos geométricos en los brazos y, según se decía, en otros lugares másíntimos. Por lo demás nunca se había afeitado el monte de Venus, que teníapoblado de una pelusilla color azafrán.

La esclava la sentó en el banco de piedra de la ventana, donde daba la luz dela creciente mañana, y colocó en su regazo la caja de palosanto con los trebejosde su oficio. Primero le dibujó unos rabitos en el lagrimal, para realzar la bellezade los ojos elfos almendrados, y le oscureció ligeramente el párpado, lo quedestacaría el intenso azul con reflejos verdosos de las pupilas elfas. Finalmente leaplicó polvos de talco en la cara y colorete, lo que realzaba su hermosura sindespojarla del todo de su hálito de virginal inocencia. Lo último fue peinarla conun elaborado tocado alto que descubría el alto y fino cuello y las morbideces dela cerviz, con su pelusilla oscura sobre la piel de nácar. El resultado fuemagnífico. Cuando Isbela compareció en la sala común, a sus compañeros lescostó trabajo reconocerla.

—Con razón Muley Osmán no puede olvidarte —le dijo Lucas de Tarento.

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Cantacuzanos evitó mirarla, fuera por modestia clerical, fuera porque todavíano estaba de acuerdo con que una mujer acompañara a la expedición quebuscaba la sagrada reliquia. « Y además —pensó con disgusto—, se nos haañadido un orco. ¡Ojalá Dios no lo tenga en cuenta!» .

Aquella beldad descubierta terminó por alborotar el sensible corazón deGuido de St. Bertevin.

—Yo también os encuentro a vosotros magníficos —dijo Isbela sonrojándose.Y lo estaban, ataviados con las galas del ropero imperial. El único que

conservaba su aspecto acostumbrado era Cantacuzanos, vestido con severasotana negra y tocado con un bonete que sólo le dejaba al descubierto el rostrocon la barba gris limpia y recortada y los ojos oscuros e inquisitivos.

Algunos extremos de la indumentaria cortesana no dejaron de sorprender alos viajeros. Ante el emperador de Bizancio se comparece calzado de finotafilete, casi descalzo, pues en su presencia están prohibidos los tacones, las suelasgruesas, y no digamos los coturnos de corcho. Al parecer este uso se incorporó ala abultada reglamentación de la corte en tiempos de los Commenos, que erabaj itos y usaban calzas y peluca moñeada. La peluca la rechazaron sussucesores, pero no así los coturnos. Por eso otra manera de referirse a laMajestad imperial es « el coturno dorado» . Los viajeros se habían vestido contúnicas de lino crudo a las que estaba permitido añadir las joyas y abalorios quecada cual tuviera. La cabeza había de llevarse descubierta, pero la gorra deterciopelo figuraba en la mano con su tocado más o menos llamativo. Las plumasde ave están prohibidas, pero en su lugar se puede componer un adorno de hojaso flores.

En la calle principal, la avenida imperial, los aguardaba una carroza roja deseis ruedas tirada por dos percherones blancos. El secretario se puso al pescante.El cochero, un tracio breve, con las botas altas y tatuajes en el cogote quedenotaban su nación, arreó las caballerías. La vieja carroza cruj ió de suscoyunturas y comenzó a rodar escoltada por cuatro caballeros con la librea delemperador.

Por espacio de un kilómetro, o poco más, recorrieron la avenida franqueadade columnas que une el foro de Constantino con el de Teodosio, y siguieron por laavenida de los palacios, a cual más espectacular, todos con galería alta de arcosde formas exquisitas. Cantacuzanos, más locuaz que de costumbre, señalaba lasresidencias de la nobleza y mencionaba los linajes de cada cual que seremontaban a los tiempos heroicos de Grecia. A partir de la iglesia de sanPoliecto la edificación se empobrecía y menudeaban los palacios cerrados,precisados de pintura y con trazas de ruina.

—Estos son los palacios de mercaderes de la ciudad, arruinados por lacompetencia italiana. Ahora son corrales de vecinos.

El cochero torció a la derecha y tomó un camino secundario por donde

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terminaban las edificaciones y se extendían los campos de cultivo y los pastos. Aun lado y a otro se adivinaban ruinas de barrios desaparecidos cuando la ciudadera más grande. Pasaron bajo el gran acueducto de doble arcada que llevaba elagua a la cisterna de Teodosio, en la ciudad vieja, y penetraron en el barrio delmonasterio del Cristo Pantocrátor.

Mientras los otros estaban pendientes de la calle, de los jardines queasomaban por encima de los muros y de las celosías pobladas de ojos invisibles,Cantacuzanos y el caballero Lucas conversaban reservadamente, desentendidosdel resto.

—El emperador es una especie de autómata —explicaba el clérigo—. Cadaacto de su vida, incluso los más nimios como sonarse las narices o escupir, estáminuciosamente reglamentado por la etiqueta. Es un preso en una cárcel de oro,vanas ceremonias y fiestas religiosas y civiles para cada día del año mientras lasfronteras ceden ante los bárbaros como un muro de tierra carcomido por unariada. Todas las mañanas, el emperador recorre las habitaciones de palacioseguido de su corte en solemne procesión, en lugar de sentarse con el senado adiscurrir los problemas de las fronteras. Cuanto más débil es Bizancio, másrefuerzan ese distanciamiento regio, que en el fondo sólo oculta nuestra debilidad.El ejército está en manos de mercenarios alistados en todos los lugares delmundo; la economía la dirigen los venecianos y las repúblicas italianas. Vivimosen la opulencia, pero llevamos mucho tiempo tapando grietas. Cada vez somosmás débiles.

Pasaron ante la iglesia de Cristo Pantepoptes y dejaron atrás la cisternaAspar. Al otro lado de los trigales y de los allozares se veía la línea roj iza de lasmurallas de Teodosio, el triple recinto de muros inexpugnables que guardaba laciudad y sus campos.

—Son impresionantes —comentó Lucas—. Ni Roma, ni Jerusalén, ni Acredisponen de unas murallas semejantes.

—Sin embargo, algún día la ciudad caerá en manos de los bárbaros. ¡QueDios se apiade de ella! —dijo Cantacuzanos en tono lúgubre mientras sepersignaba a la manera griega.

Ya no hablaron más hasta que llegaron a la plaza de los Lirios, una ampliaexplanada intramuros con el suelo de mármol rojo, excepto los caminos depedernal de los coches y las caballerías herradas. El cochero tiró de las riendas ydetuvo el carruaje cerca de la puerta.

Al otro lado de la explanada había una muralla guarnecida de altos torreones.—Blanquernas —anunció el clérigo—. Detrás de esos muros están los

palacios del basileo y el santuario de la Virgen.Un funcionario palatino los estaba aguardando. Al otro lado de la muralla

reinaba gran animación: guardias vestidos de rojo, carrozas doradas o plateadasy un traj ín de servidores y cocheros atendiendo a los caballos de los visitantes. El

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palacio real tenía dos torres y una fachada triangular en medio. Estaba alicatadode placas de mármol de diversos colores que formaban dibujos geométricos. Enel segundo cuerpo había una serie de arcos de dovelas alternantes de mármolrojo y blanco de los que pendían alegres banderas y colchas en torno a un ricotapiz que representaba a la Virgen como trono de majestad. Guido de St.Bertevin, que no había visto jamás tamaña magnificencia, tomó distraídamentela mano de Isbela, pero ella se la soltó al instante y se puso colorada como lagrana. El muchacho murmuró una excusa y observó con el rabillo del ojo sialguien lo había advertido. Detrás de él, Pedro el Raposo sonreía.

Después de entregar las credenciales, un chambelán baj ito y calvo, vestidode rojo, que portaba en la mano un bastón ceremonial más alto que él, losintrodujo en un patio interior adornado magníficamente con mármoles de coloresque formaban diseños geométricos y mosaicos bajo los antepechos de lasventanas que representaban escenas bíblicas.

Seis fornidos negros guardaban la puerta del fondo, que comunicaba con elsalón del trono, cada cual con su librea, los nervudos muslos al aire, con el sexoprotegido por una coca de bronce en forma de concha marina atada a la cinturacon cintas azules. Las damas observaban a los invitados desde las galerías delpatio y cuchicheaban entre risitas. Al avispado Cantacuzanos, que en sus tiemposmetropolitanos había sido director espiritual de algunas señoras, no se le escapóque sus chácharas versaban principalmente sobre el contenido de las cocas de laguardia negra.

Los viajeros llegaron a la sala de las cien columnas o salón del trono, dondese agolpaba un gran gentío. Todos limpios y endomingados, con ropajes de vivoscolores, a la moda bizantina, y diversas clases de birretes y tocados. El trono delbasileo estaba en el centro, bajo un enorme baldaquino dorado, con adornosrojos, que cobijaba una alta cúpula revestida de oro. En torno al primer escalóndel baldaquino posaban quince varegos de la guardia del basileo, altos comopalmeras, rubios y con los ojos azules. El siguiente círculo, a prudente distanciade los varegos, lo constituían los altos dignatarios, dispuestos en el orden que laetiqueta señalaba, los más importantes más cerca del basileo. Cantacuzanosreconoció al logoteta de la Oreja de Oro, la mano derecha del rey de reyes, quecontrola la policía y los espías, tiene la obligación de enterarse de cuanto sucedeen el imperio y fuera de él y recibe a los embajadores; al logoteta del tesoropúblico, con las insignias de su dignidad al cuello, una cadena y una llave de oro;al logoteta del Dromo, o árbitro de las carreras, que vela por los transportes y elcomercio; al logoteta de los rebaños, administrador de la fortuna del basileo,cuya insignia es un esclavo nubio que lleva un carnero en brazos. Los balidos delcarnero resonaban poderosos en la sala y de vez en cuando soltaba sobre elpavimento un viaje de cagarrutas indiferente a la solemnidad del acto. Dosesclavos nubios de túnica roja lo seguían, prevenidos con badil de plata y escoba

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de crin, para retirar los excrementos. El boticario de palacio buscaba uncompuesto que estriñera al animal en vísperas de grandes ceremonias, pero aúnno lo había hallado. Cantacuzanos reconoció también al Gran Doméstico, capitángeneral del ejército; al Gran Drongario, ministro de marina; y al enarca, ogobernador de Constantinopla.

Más alejados se veían hasta cien ancianos vestidos de blanco, los senadores,cada cual con el pectoral y los collares de sus rangos y las condecoracionesobtenidas en lejanas campañas por tierra y por mar. Algunos más ancianostenían tantos que apenas podían acarrearlos y se hacían seguir por un esclavo,llamado la sombra, el crisóforos, que llevaba en su mandilón de terciopelo lascondecoraciones del amo.

Había muchos otros cargos administrativos confundidos entre la nobleza desangre y la nobleza del dinero: magistrados, patricios, protoespatario,espatarocandidato, espatario, y todos los demás.

Guido de Saint Bertevin prestaba poca atención a aquel esplendor. Estaba máspendiente de su amada Isbela y sentía celos de que tantos mancebos de risueñotalle y seguramente de mejor linaje que el suy o palparan, con miradas táctiles,las redondeces de su amada. Algunos incluso alardeaban de secretas potenciasllevándose a la nariz unas bolsitas de seda azul con rizomas de nenúfar quellevaban prendidas de un cordón en el pecho.

—En Constantinopla el nenúfar es antiafrodisíaco y tranquilizante —explicóCantacuzanos—. Los pisaverdes de la corte lo llevan consigo no porque seanvirtuosos, sino para demostrar que están siempre encalabrinados, como caballosde remonta, y que en las ocasiones solemnes tienen que refrenarse echandomano del remedio.

En la espera todas las miradas se concentraban en el basileo. Isaac II parecíacansado y enfermo. Era un joven, delgado y pálido, con profundas ojeras y lapiel descolorida y amarillenta, como toda persona que va de médicos. Laetiqueta de la corte le exigía que permaneciera inmóvil en su asiento de oro ymarfil, elevado sobre la sala por nueve peldaños de pórfido, un trono tanespacioso que hubiesen cabido otros dos como él. A Isbela le pareció un jovenatractivo y pensó si llevaría una camisa y de qué color debajo de aquel manto depedrería que pesaba sobre sus hombros, más el añadida de la tiara y de lasinsignias imperiales. Después de mucho esperar, cuando les llegó el turno, ellogoteta de la Oreja de Oro (que, efectivamente tenía la oreja derecha pintadacon tintura dorada) condujo a los enviados del papa y del rey Ricardo ante eltrono para que se postraran y tocaran el suelo con la frente, tal como exigía lanorma. Cantacuzanos, por su condición clerical, estaba exento y sólo tuvo quearrodillarse y besar el Santo Prepucio de Cristo que le presentaba, dentro de unrico relicario, el logoteta de las Santas Reliquias. El Santo Prepucio era uncurcuño de carne arrugada y amojamada dentro de una ampolla inserta en un

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cuadro de oro bellamente cincelado. Una piadosa ley enda sostenía que lasdimensiones del cuadro —una cuarta y cuatro dedos de la mano de María deMagdala— eran las de la Sacratísima Erección. Los abades archimandritasestaban obligados a igualarla antes de ordenarse en el cargo porque, como habíadicho el santo Focio, la iglesia oriental no quiere eunucos.

Delante del trono imperial, a uno y otro lado, había dos leones doradosarticulados con ingenioso mecanismo para que rugieran al tiempo que meneabanla melena y la cola. El rugido del león, cuando accionaba un resorte el logotetade la Oreja de Oro, marcaba inapelablemente el final de una audiencia.Rugieron los leones, se retiró el representante de los mercaderes del plomotracios y le llegó el turno a nuestros viajeros que se adelantaron los quince pasosde rigor hasta situarse a siete brazas del primer peldaño dorado.

El basileo carraspeó suavemente tres veces, como está reglamentado, antesde dirigirse a los extranjeros.

—Nuestros hermanos, los rey es Felipe y Ricardo y el santo padre de Roma,nos han pedido que os favorezcamos mientras permanezcáis bajo el sublimetecho imperial, lo que haremos con benevolencia y piedad —dijo repitiendo lasfórmulas de bienvenida acostumbradas.

—Ponemos nuestras manos en las vuestras, dignísimo basileo y Rey deRey es —respondió en griego Lucas de Tarento sin alzar la mirada.

Cantacuzanos notó, con disgusto, que Isaac II sonreía con benevolencia, unalicencia que los antiguos emperadores jamás se hubieran permitido. Después detodo, pensó, no me estoy perdiendo tanto con haberme exiliado entre losbárbaros.

Después de la formula salutatoria, la etiqueta bizantina imponía que el basileoguardara silencio y cediera la palabra al logoteta de la Oreja de Oro, el cual,adelantándose hasta el primer peldaño, se puso delante del rostro un aro dorado,símbolo de que su boca era ahora la del Ángelo y a través de él preguntó.

—Tenemos entendido que peregrináis a Occidente en busca de una sagradareliquia. ¿Puedo preguntaros de qué reliquia se trata? Ningún lugar de la tierraatesora tantas reliquias, salvados los Santos Lugares, como la sagradaConstantinopla. Quizá los sabios de la ciudad puedan orientaros en vuestrabúsqueda.

—Señor de las Dos Tierras, el que apacienta los reyes del globo —dijo Lucasde Tarento, mencionando dos de los títulos más recónditos del basileo para que lacorte viera que, aunque bárbaro, traía su lección aprendida—, la reliquia sagradaque buscamos no nos ha sido otorgado revelarla. Ni siquiera sabemos de qué setrata, solamente que por voluntad de Dios, si Él quiere, llegados al lugar se nosotorgará para bien de la Cristiandad. Hasta entonces solo conocemos vagamenteel camino y sabemos que hemos de atravesar las Siete Puertas.

—¡Las Siete Puertas! —exclamó el del aro dorado—. ¿Por ventura se

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encuentra alguna en el imperio del Rey de Rey es?—Sí, gran señor, una de ellas, cruzando el istmo de Tarento, en un lugar que

llaman Delfos.—Delfos —repitió el logoteta de la Oreja de Oro, esforzándose por disimular

sus emociones—. En Delfos sólo hay una aldea miserable cuyos habitantes vivende las cabras y de unas olivas, pocas, aunque, eso sí, nada menos que de lavariedad kalamata. El esplendor de los tiempos paganos ya pasó. Sólo quedancolumnas abatidas entre las que crecen los jaramagos y las amapolas dondeestuvieron los templos de la Abominación.

—Allí hemos de buscar nuestra puerta.El logoteta miró al basileo y le mostró las palmas de las manos. Violentaba el

protocolo que alguien se resistiera a admitir las razones del Rey de Rey esenunciadas por la boca de oro del logoteta, pero aquellos bárbaros seguramentelo ignoraban. En circunstancias normales el tratamiento debido hubiese sido ladecapitación ante la Puerta Regia, pero quizá hubiera resultado un mododemasiado abrupto de corregir la ligereza de un embajador que representaba alos rey es y al papa.

El basileo salvó la situación. Alzó su palmeta y dijo:—Sin duda estáis equivocados, pero será mejor que lo comprobéis por

vosotros mismos. Mi logoteta del Dromo os facilitará los pasaportes necesarios yviajaréis bajo la protección del Pesebre Porfirogénito mientras os mantengáis enlas tierras o en las aguas del imperio. Por lo demás, os daré una carta imperialpara mi hermano el Papa. Rugieron los leones mecánicos en señal de que laaudiencia había terminado. El introductor de embajadores se adelantó y los invitóa salir, lo que hicieron ordenadamente, sin dar la espalda al Magnífico, hasta quetraspasaron el círculo de mármol carmesí que rodeaba el baldaquino, límite de lapresencia imperial. En las escuelas de protocolo los embajadores ordinariospracticaban a este efecto quince pasos hacia delante cuando se marcha hacia eltrono y veinte pasos hacia atrás cuando se retira uno del trono con la audienciaacabada.

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CAPÍTULO XX

Mientras los humanos asistían a la audiencia del basileo, que duraba toda lamañana, Grontal, el enano, y Gorgo, el semiorco, se marcharon, cada cual porsu lado, a dar una vuelta por la ciudad.

El enano se fue derecho al barrio de las putas. Durante la travesía habíatrabado conversación con un marinero que le elogió mucho La Llave y laCerradura, un prostíbulo de los muelles italianos, en el Cuerno de Oro, frente aPera, a la derecha de la cadena que cierra la desembocadura del puerto, dondesería bien recibido. Incluso le auguró que haría negocio, pues algunas damasencopetadas pagaban al rufián mayor para que les facilitara citas con clientes degrueso calibre y, encima de entregárseles y regalarlos, les dejaban generosaspropinas. Llegado al prostíbulo, Grontal repasó la pizarra en la que las pupilasanunciaban sus encantos y señalaban la tarifa. Después de examinar todas lasanotaciones se decidió por una tal Expira Candente que había escrito: « Rubiacachonda. Viciosa. Trasero de trece palmos de latitud. Tetas espectaculares.Chocho loco. Culo tragón. Lluvia dorada. Consolador. Chupo agujeros oscuros.Trago leche. Me gustan grandes y gordas» .

Grontal entró. Era temprano y la casa era un remanso de paz, porque a losbizantinos les gusta copular tarde, después de la misa de siete. Un traciomusculoso con la cabeza rapada aguardaba detrás de un mostradorcillo con untaco de tablillas en la mano. Miró a Grontal con cierto desprecio a causa de sucondición de enano.

—¿Qué? —le preguntó—. ¿Quieres jugar con alguna de mis chicas?—De eso se trata, ¿no? —replicó Grontal—. Si quisiera otra clase de juego

habría ido a un garito. Quiero conocer tan profundamente como sea posible a esaExpira Candente de la pizarra.

—¡Ah, viciosillo! —dijo el tracio riendo de buena gana, para lo cual cerrabalos ojos y los ponía como dos raj itas—. El servicio completo son dos de plata y lavoluntad.

Grontal abrió su faltriquera y aflojó dos de plata, sin voluntad. El tracio leentregó una tablilla verde que significaba servicio completo.

—Sube la escalera y llama en la tercera puerta por la derecha.Le abrió Expira Candente, en persona, una rubia exuberante, de buena alzada,

con una túnica azafranada transparente que revelaba una arquitectura corporaldensa y maciza, como nacida para el oficio.

—¡Ay, pero qué pequeñín tenemos aquí para abrir boca! —exclamó lacortesana, cachonda, pellizcándole una mejilla.

Grontal sonrió simpaticote, sin darse por ofendido.

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—¿Quieres que llame a mis amigas Holgada y Berrienda? —propuso la rubia—. Por el mismo precio te lo haremos las tres.

—Bueno —concedió el enano.Expira Candente taconeó por el pasillo moviendo el trasero y haciendo

posturitas. Llamó en las dos puertas contiguas.—¡Holgada, Berrienda, acudid a mi cuarto, que tenemos a un enanito y nos

vamos a divertir con él!Las tres amigas se reunieron entre risitas en el cuarto de Expira Candente. El

enano entró tras ellas, cerró la puerta y se guardó la llave.Por su parte Gorgo, el semiorco, deambuló por la ciudad sin rumbo fijo, con

la boca abierta, mirándolo todo embobado, especialmente el bazar del granpalacio. En el dédalo de pasajes cubiertos de la alcaicería recorrió las tiendas delos caldereros, de los joy eros, de los orfebres, de los tintoreros, de los boticarios,de los especieros y de los mercaderes de hilos y sedas. También observó lospuestos de los cambistas con sus montoncitos de dinero de diversas procedencias,que trocaban por besantes de oro con altas comisiones. Casi sin advertirlo llegó aSanta Sofía, la gran basílica.

Los no humanos tenían prohibida la entrada a las iglesias, bajo graves penas,pero la ley era más flexible cuando se trataba de trabajar en ellas. Gorgoencontró una cuadrilla de orcos suaves, como llamaban a los que se criaban encautividad, que solían emplearse como esclavos o como peones libres en trabajosagotadores o peligrosos. La cuadrilla estaba accionando la rueda de la grúa quesubía bloques de piedra porosa y planchas de plomo para los reparos en el techode la basílica. El capataz contrató inmediatamente a Gorgo cuando vio susmúsculos y lo envió a las alturas a ayudar a otro semiorco que se hacía cargo delas sogas y las cadenas del ingenio. Arriba, entre envío y envío, los dos semiorcosse asomaron a una de las lucernas altas y contemplaron el interior de la basílica.Santa Sofía, con todas las lámparas encendidas, era un ascua de luz. Al reberverode las llamas reflejadas en el oro de las paredes y en las intricadas decoracionesde los altares, igualmente cubiertos de oro, diríase que aquel ámbito pertenecía aun mundo superior o quizá al paraíso reproducido por los enormes mosaicos quetapizaban los muros.

El semiorco observó con pasmo aquella sublime belleza que parecíasuspendida en un sueño. Bajo la elevada cúpula, el iconostasio de plata albergabaun altar de oro en el que decía misa un sacerdote revestido de bordados y gemas.El incienso administrado por donceles con incensarios de plata se elevaba a lasesferas junto con los cánticos de mil voces blancas que acompañaban a lamúsica de diez órganos con tubos de plata. Los armónicos temblaban en el aireamplificados por las bóvedas del edificio.

—¿Y toda esa gente? —preguntó Gorgo señalando a la asamblea de los fieles.—Son los devotos que asisten a misa —le explicó su compañero.

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—¿Qué ceremonia? —inquirió el viajero—. No veo empalados por ningunaparte, ni calderas de carne, ni barriles de licor.

—¡No, bestia! Las ceremonias de los humanos son distintas. ¿De dónde sales?Esta es la ceremonia de su dios. Todos esos que ves ahí abajo han acudido paraque el sacerdote convoque a Jesucristo, el Redentor. Lo hacen cada pocos días.

—¿Y siempre acude?—Siempre que un sacerdote lo convoca con el rito adecuado.—Debe de ser un Dios muy ocupado —comentó Gorgo— porque sacerdotes

hay por todas partes. Son como una plaga. ¿Y qué pasa cuando viene Dios?—Se lo comen y Él les perdona los pecados.—¡Que se comen a Dios! —exclamó Gorgo, alarmado.—Es complicado. Más vale que no intentes entenderlo. Yo hace veinte años

que vivo en esta ciudad y por más que lo pienso no me entra en la cabeza. Se veque los humanos son más inteligentes que nosotros.

—¿Pero ellos lo entienden?—¡Claro! ¿Como iban a mantener a tantos clérigos ociosos si no entendieran

lo que les dicen?—¿Y los pecados, qué son?—Las cosas malas que han hecho. Dios es invisible pero Él lo ve todo y tiene

una lista de cosas que no se pueden hacer, cosas como comer cerdo los viernes omirarle el culo a la mujer de otro, no digamos y a follártela, cosas así. Si cometesmuchos pecados, al final de la vida vas al infierno, un lugar donde ardes entreatroces tormentos.

—Muerte segura.—No. Los condenados al infierno no se mueren. Sufren atroces tormentos por

los siglos de los siglos, pero no se mueren.Gorgo se rascó el colodrillo. Había visto a los humanos cometer muchas

extravagancias, pero aquellas sobrepasaban la medida de su imaginación.—¿Quieres decirme que hay un Dios tan cruel que te mete en la candela por

un quítame allá esas pajas y no te deja morirte jamás?—Además, los muertos resucitan —añadió su compañero.—¡Me cago en la puta! —exclamó Gorgo—. ¿Creen eso de verdad? Me

parece que me estás tomando el pelo.—Es verdad. Al menos ellos lo creen. Naturalmente nosotros, los orcos, no

creemos una palabra. Nos falta inteligencia para entenderlo. Gorgo mirónuevamente la ceremonia a través de la lucerna.

El hombre de la rica vestidura coloreada estaba levantando sobre su cabezauna torta de pan.

—¿Y ahora qué hace?—En este momento Dios baja a las manos del sacerdote.—¿Cómo? ¿Baja a comerse una torta de manteca?

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—¡No!, ¡qué simple eres! Esa torta no contiene manteca ni levadura. Cuandola levanta al cielo es sólo harina amasada y cocida, después de que el sacerdoterecita su conjuro y la baja, y a es carne de Cristo-Dios.

—¿Quién es ese Cristo?—¿De dónde sales tú que no lo sabes, si lo tienen por todas partes y están

arrasando el mundo en su nombre?—He estado cinco años remando en una galera sarracena.—¡Ah, eso lo explica todo! Pues este Cristo es el dios de los cristianos. Era un

hombre nacido de una Virgen al que mataron hace más de mil años. Dicen queresucitó y subió al cielo.

—¿Me tomas el pelo? —replicó Gorgo mosqueado—. Yo soy un ignorante enlas cosas de los humanos, pero sé bien que nadie nace de una virgen y que lagente, cuando se muere, no resucita, así que cuéntame otra historia.

—Yo te cuento lo que los humanos creen. Tú deberías pensar que lainteligencia de un semiorco, sin ánimo de faltarnos al respeto, no está capacitadapara comprender ciertas cosas.

Gorgo asintió.—¿Y se creen que eso sea su carne? —preguntó todavía—. ¿No advierten que

es sólo pan?—No lo ven. Creen a pie juntillas que es carne. ¿Ves el jarro de oro que el

sacerdote tiene al lado?—Lo veo.—Contiene vino. ¿Ves que ahora lo levanta en alto?—Sí, lo veo.—Está realizando el mismo conjuro que hizo antes con el pan. Cuando lo

baje, será sangre de Jesucristo. No un símbolo, sino sangre verdadera.—¿Y eso creen?—Ese es el fundamento de su fe. Por si acaso, los sacerdotes, que son tan

astutos, no dan a beber el vino, sólo reparten el pan entre los adoradores delCristo. El vino se lo reservan para ellos.

En aquel momento chirrió la garrucha porque una nueva carga de piedrassubía por el cabrestante, y los dos semiorcos tuvieron que abandonar su miradory volver al trabajo.

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CAPÍTULO XXI

Sven le Berg aflojó la rienda y permitió que su caballo se abrevara en lacorriente cristalina del arroyo. Estaba en un tupido bosque de árboles de unaespecie que no conocía, altos como tres campanarios, puestos uno sobre otro, ytan gruesos por abajo que diez hombres no bastarían para abrazarlos. La luz delsol apenas llegaba al suelo, detenida en la fronda de las ramas altas. Entre laselva de helechos casi tan altos como un hombre, discurría un sendero despejadoque serpeaba hacia el norte. Hacía dos días que el guerrero rubio se habíainternado en el bosque después de atisbar una roca lisa, de aspecto roj izo, laMontaña Peligrosa que crecía en su centro y descollaba sobre la arboleda. AAsmodeo de Sinán, el maestro de magia, le habían indicado que el conocimientoque buscaba se encontraba al pie de la Montaña Peligrosa.

El caballo terminó de abrevar y resopló sobre la clara superficie, con losbelfos grises manando hilillos de agua.

—Seguimos, Alain —dijo el caballero.Caminó por el bosque, sin apartarse del sendero, durante otras cuatro horas,

hasta que la claridad que filtraban las copas de los árboles disminuyó. Entoncesse detuvo junto a un árbol especialmente corpudo y trepó ágilmente de rama enrama hasta su copa. Arriba pudo contemplar, sobre el océano de tupidavegetación que lo rodeaba, la Montaña Peligrosa. Estaba a una media jornada decamino. Ahora distinguía con mayor precisión la roca pelada en forma de pan deazúcar, de un rojo intenso que la luz del poniente encendía como un gigantescorubí. El guerrero no se cansaba de contemplarla. « Muy pocos hombres se hanatrevido a llegar hasta la montaña, desde el principio de los tiempos» , le habíaadvertido el maestro de magia Asmodeo de Sinán.

Sven descendió de su observatorio e instaló su humilde campamento al pie delárbol. Todo estaba demasiado verde y húmedo como para hacer fuego, así quese resignó a pasar sin una hoguera que ahuyentara las alimañas. Extendió la capade invierno sobre una mata de helechos, colocó la mochila de las armas en lacabecera, la lanza de fresno apoyada contra el árbol, y después de darle alcaballo su ración de cebada, cenó un trozo de carne seca, un par de tortas de trigococidas dos veces y un puñado de pasas.

Había viajado una semana por mar, en una galera que regresaba de Rodas aCorinto, en Grecia, cerca de Atenas. Allí había tomado el camino del norte, quedespués de tres horas de andadura conduce al golfo de Patrás. Un pescador lehabía indicado:

—¿Delfos? Todos sabemos donde está, sire. Cruzando esta lengua de mar, enla costa que se ve allá enfrente, pero le advierto que es un lugar maldito donde

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habitan los demonios paganos. —E hizo rápidamente la señal de la cruz sobre sucabeza, a la manera griega, de izquierda a derecha, lo que produjo ciertomalestar a Sven.

Un lugar maldito poblado de demonios para un guerrero maldito que servía ala Abominación. Era ya tarde y no encontró un barquero que quisiera cruzarlo alotro lado del golfo. Se buscó una posada para pasar la noche y reponer fuerzascon una buena cena. Estaba dando cuenta de un puré de garbanzos especiado concomino y hierbas dulces cuando Asmodeo entró en la posada, alto, delgado,vestido de negro, pálido, hermoso y joven de aspecto, aunque tenía el pelo blancoy los ojos viejos y cansados. Tomó asiento en su mesa, cerca de él y se sirvió unvaso de hidromiel.

—Por lo que veo estás dispuesto a llegar hasta el final. Sven le Berg asintió sindejar de comer.

—¡La Arcadia! —exclamó Asmodeo—. El refugio dorado de los elfos, dondelos pastores tocan la flauta, melodías dulcísimas, bajo los árboles que proveenfrutos, pan y todo lo necesario. Ese santuario se ha mantenido incontaminado. Note será fácil penetrar en él.

Llegó el posadero con el plato de carne de ciervo que Asmodeo había pedido.Dejó de hablar y la devoró ávidamente, sin modales. Sven comprobó queaquellos dientecillos menudos como los de una doncella trituraban los huesos sindificultad. Cuando terminó rebañó la salsa con una sopa de pan de centeno.

—Me indicaste que fuera a Delfos.—Y vas a ir, pero tendrás que atravesar primero la selva oscura de la

Montaña Tenebrosa.—¿Dónde está esa selva?—No tiene pérdida. Toma el camino que sale de la aldea por el norte y ella

vendrá a ti.Ahora estaba cerca de la Montaña Peligrosa y sentía una vibración interior

parecida a la que se siente la víspera de una batalla, el espíritu alerta y losmúsculos en tensión. No obstante, como guerrero disciplinado, se arrebujó en sumanta y realizó los ejercicios de concentración que le procurarían un sueñoprofundo y reparador. Se durmió como un tronco y soñó con una dama antiguaque cortaba flores azules en un jardín florido.

Cuando amaneció, el guerrero se desperezó y llamó a su caballo con unbreve silbido. Recogió el campamento, desayunó un puñado de higos secos conpan bizcocho y prosiguió su camino.

A doscientas brazas de la Montaña Peligrosa, la piedra roja con forma de pande azúcar, terminaban los árboles y el sendero y sólo quedaban helechos espesosque tapizaban la llanura circular hasta la misma base de la roca. Sven le Berg tiróde las riendas y contempló, desde el lindero del bosque, la piedra pelada que alsol mañanero lucía como una joya, aunque no de un rojo tan vivo como la tarde

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anterior desde el árbol. Estaba surcada por una especie de barrancos quedescendían desde la altura verticalmente. Abajo, oscura y fresca, se descubría laoquedad de una cueva. « Esa puede ser la puerta que ando buscando» , se dijoSven y apretó los muslos. Alain, obediente, echó a andar.

Sven no veía el suelo, pero notaba, por el sonido de los cascos de su montura,que bajo los helechos había guijarros y ramas secas. Había llegado a la mitad delllano, ya a poca distancia de la montaña y de la cueva, cuando acertó a ver loque estaba pisando: osamentas humanas, huesos pulidos de hombres que loprecedieron y que, cómo él, pretendían arrancar su secreto a la MontañaPeligrosa.

Sven le Berg comprendió. « La cueva es la entrada de la montaña y lo queestoy buscando no se dará con facilidad» . El corazón comenzó a latirle confuerza, anunciando batalla. Descabalgó y soltó las correas del hatillo dondellevaba la cota de malla. Desenvainó la espada y la clavó en el suelo, al lado dela fuerte lanza de fresno, antes de vestir la cota, lo que era una operación lentacuando no se tenía un escudero que ayudara. Cuando estuvo armado, abrochadastodas las correas, subió de nuevo al caballo y enristró la lanza antes de proseguir.A veinte pasos de la cueva, que era, vista de cerca, grande como una iglesia,cesaban los helechos y sólo había osamentas, algunas oscuras y todavía conpingajos de carne que destacaban vivamente sobre el fondo de las pulidas yblancas, más antiguas.

En la oscuridad azul de la cueva algo grande y tenebroso se movió sobre ellecho de piedras y huesos.

—¿Quién va? —preguntó una voz cascada, tan potente que no podía procederde una garganta humana.

—Un hombre. Me llamo Sven le Berg. Sirvo a la Abominación. En el fondode su guarida, la dragona cerró los párpados que cubrían sus ojos cansados. Teníamás de mil años y algunas partes de su lomo poderoso habían perdido su cubiertade escamas dejando al descubierto una piel morada surcada de venas negras ygrietas y mataduras de las que manaba un líquido ambarino, fétido.

—Sé que has venido a matarme —tronó la poderosa voz de la dragona.Silbaba por una mella entre dos dientes.

Sven Le Berg guardó silencio. Levantó el escudo triangular para cubrirse elcuerpo en caso de que el monstruo escupiera fuego o veneno y abatió la piezanasal de su yelmo. La única carne que quedaba al descubierto eran los ojos.Incluso las manos estaban protegidas por manoplas de anillos de acero.

Salió la dragona a la entrada de su madriguera y desplegó sus alasmembranosas de murciélago, tan grandes como las velas de un molino de viento.La cabeza de sierpe dilató las mandíbulas en un bostezo intimidatorio. Aquella filade dientes y la poderosa lengua bífida bastaban para asustar al aventurero.

Latía el corazón de la dragona, acompasado, detrás de la piel escamosa que

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recubría una caja torácica abultada, desproporcionada respecto al resto delcuerpo, el largo cuello y la cabeza serpentina, como el aumento de una víboracornuda, la larga cola terminada en aguijón lanceolado, como un látigo quechasqueaba amenazadoramente azotando el aire.

Sven Le Berg calculó la cabalgada. Estaba a unos veinte pasos de la bestia.Tenía que sorprenderla antes de que elevara el vuelo. Apuntó la lanza al corazónlatiente, picó espuelas y se lanzó contra el reptil volador sin aguardar a queterminara de exhibir sus potencias. La dragona se había alzado sobre sus patas depollo terminadas en garras de león, había extendido las alas, pero no llegó alevantar el vuelo. Cuando la lanza penetró en su cuerpo y se fue directamente alcorazón, lanzó una vaharada potente de azufre y podredumbre.

Sven le Berg tiró de la rienda y huyó por la derecha, a la florentina, sin miraratrás. De un momento a otro esperaba que se abatiera sobre él la negra sombradel monstruo. Mientras cabalgaba desenvainó la espada y cuando alcanzó ellindero del bosque se volvió dispuesto a defenderse.

La dragona no se había movido de la boca de la cueva. Estaba echada en elsuelo y aferraba con una de sus garras de águila el astil de la lanza clavada en suabdomen.

—Acércate, Sven, y no temas —resonó en la distancia su voz potente. Elguerrero se aproximó con precaución. Quizá era sólo una argucia para atacarlocon su aliento mortífero cuando lo tuviera a la distancia adecuada. El corazón delos reptiles es más fuerte que el de los animales de sangre caliente. Tardan másen morir.

La dragona adivinó los pensamientos del caballero.—¿No te han dicho que tenías que matarme por la boca? —preguntó con voz

sobrehumana.—Me lo advirtieron y lo había olvidado —respondió Sven.—No temas —dijo el dragón—. Acércate y mátame por la boca. Sven

descabalgó y se acercó al monstruo abatido. La cabeza había tumbado loshelechos y sólo se le veía un ojo de pupila fija, húmedo y suplicante en su cercode duras escamas.

—Por la boca —le recordó en tono apagado.El fétido aliento de la dragona empozoñaba el aire. Sven contuvo la

respiración y se aproximó con la espada dispuesta. La boca de la bestiapermanecía abierta, con una braza de lengua partida, oscura descansando sobrela tierra. Sven pisó el extremo para evitar que lo envolviera con ella y asestó unaestocada profunda por las abiertas fauces, garganta abajo que segó la arteria quealimentaba el cerebro. Al instante, la luz del ojo se apagó y el cuerpo delmonstruo se relajó.

Había matado a la dragona.Sven se apartó unos pasos y contempló el cadáver inmóvil y el manantial de

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sangre oscura, densa y pastosa que fluía lentamente de sus fauces abiertas. Unbaño en sangre del dragón hacía invulnerable al guerrero, había oído en lastertulias de los campamentos, en torno a la hoguera, después de la cena. En loscampamentos de Tierra Santa se contaban muchos embustes.

¿Sería cierto lo de la sangre del dragón?—En cualquier caso, yo no quiero ser invulnerable —se dijo en voz alta—.

Quiero sufrir, quiero morir como un hombre, sin ayuda de Dios ni de la magia.Exploró la guarida de la dragona: un dilatado lecho de huesos viejos y de

cadáveres en distinto estado de consunción, no sólo de humanos sino, a juzgar porlas trazas, de animales grandes y de orcos. Había también fragmentos de lanzas,espadas cubiertas de herrumbre, hierros corroídos por la poderosa orina delreptil. Al fondo había una roca en forma de columna con una argolla de broncede la que pendía una cadena rota, el amarradero de la ofrenda. En tiempos deCarlomagno, los humanos adoraban a la dragona y le ofrendaban, cada lunanueva, una bella muchacha.

« En aquellos tiempos la dragona era joven y quizá no resultaba tan repulsivacomo ahora» , pensó Sven.

Detrás de la columna había un nido de helechos secos amalgamados consaliva, lodo e intestinos humanos, que despedía un hedor insoportable. Dentrohabía un huevo del tamaño de una sandía. La dragona estaba empollando. Svencomprendió que había buscado la muerte porque se acercaba el momento delnacimiento de su hijo. Cuando saliera del cascarón podría alimentarse delcadáver de la madre hasta que creciera lo suficiente para valerse por sí mismo.

Sven registró la boca de la dragona. Bajo la lengua, en una bolsa oscura yprominente había un objeto duro. Rasgó sus tegumentos con la daga y encontróuna piedra roja del tamaño de una nuez, la Intrincada. Se la embolsó y salió delantro.

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CAPÍTULO XXII

Aquella noche Lucas de Tarento no logró conciliar el sueño. Se levantó, seescanció un vaso de vino y se detuvo junto a la ventana a contemplar el patiodormido. Sus ojos escudriñaron las sombras de la arcada de piedra y la puertamágica que comunicaba a veces con el palacio de la Dama Azul. ¿Estaríaabierta? Se echó la túnica sobre los hombros y bajó a comprobarlo. Para sudecepción, la puerta seguía cegada a piedra y lodo. Lucas regresó lentamente asu aposento. El recuerdo de la Dama Azul le recorría las venas como un licoracuciante. Nunca había conocido el amor. Toda la vida se había consagrado a laIglesia y a la caballería, al servicio de los altos ideales del rey y de laCristiandad. A veces había asistido a justas poéticas y había despreciado a lospoetas y trovadores, aquellos holgazanes que vivían de divertir al vulgo o a lasmujeres desatendidas. Ahora comprendía, desde una nueva perspectiva, lossentimientos que caben entre un hombre y una mujer, esos que cantan los poetas.Pero, para su desgracia, aquella dama misteriosa, en la que había algo demágico, parecía no existir, podía ser solamente el producto de una alucinación, oquizá el sueño infundido en su corazón por un mago maligno. Cantacuzanos lehabía advertido que tendrían que enfrentarse a los magos de la Abominación. Yla Abominación, él lo sabía, podía adoptar la envoltura corporal de la mujer paratentar a sus víctimas.

Se tendió en la cama definitivamente desvelado e intentó dominar la desazónque lo consumía. La Dama Azul había mencionado el hipódromo. ¿Era una cita?¿Lo aguardaba allí? Las ruinas del hipódromo estaban cerca. Lucas saltó dellecho, se metió por la cabeza la túnica de viaje, insertó la daga en su anilla delcinto y descendió la desgastada escalinata cuidando de no hacer ruido. Gorgo, elsemiorco, agotado del rudo trabajo en las grúas de Santa Sofía, roncaba sobre laslosas del zaguán, junto a la puerta. Lucas tuvo que saltar por encima paraalcanzar la salida. El cerrojo chirrió al descorrerse.

La puerta tenía un picaporte de trinquete, que permitía cerrarla desde fuerasin llave. Lucas de Tarento salió a la calle en tinieblas y tiró de la manija de lapuerta hasta que escuchó caer el pestillo. Luego se orientó en la oscuridad. Laluna estaba llena, pero el callejón era tan angosto que no dejaba pasar la luz. Elcaballero echó a andar tanteando las paredes, olfateando para evitar laslumbreras del alcantarillado, abiertas y sin tapas de protección. Cuando salió auna calle más ancha y mejor iluminada orientó sus pasos hacia el hipódromo.

El hipódromo, el lugar de reunión de los romanos en los tiempos de lagrandeza imperial, había sido pista deportiva, ágora política, mercado, teatro, salade conciertos y paseo. En sus buenos tiempos, los antiguos basileos lo habían

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adornado con trofeos y obras de arte esquilmadas a lo largo y ancho de unimperio que abarcaba desde Persia hasta Iberia y desde Rusia a las arenasafricanas. Cuando Lucas de Tarento lo recorrió no era ya ni sombra de lo quehabía sido. Las obras de arte las habían saqueado y transportado a otros palaciosde los alrededores de la ciudad, cuando no a Roma, a Venecia o a Sicilia. En elcentro del complejo destacaba la pista de carreras, alargada, con una espinacentral, antes decorada con estatuas, y un graderío de piedra alrededor concapacidad para cien mil espectadores. Todo eso estaba ahora en ruinas ydeshabitado. Nadie se atrevía a circular por allí de noche por miedo a lossalteadores. Lo único que quedaba en medio de la devastación y el abandonoeran piedras, yerbajos y algunos monumentos demasiado pesados paratransportarlos, el obelisco de Teodosio, la columna serpentina y la columna deConstantino. Los pasos de Lucas lo llevaron a la columna serpentina, un bloque debronce que representaba a tres serpientes entrelazadas que ascendían hacia elcielo.

Al pie de la columna crecía una solitaria rosa azul. Lucas se inclinó y aspirósu perfume, con los ojos cerrados. Al instante sintió la presencia de la damamisteriosa. Se volvió y allí estaba. Le sonrió a la luz de la luna, un leve azulfosforescente iluminando la túnica bizantina y le susurró con su voz musical.

He sido una culebra moteada en una colina he sido una víbora en un lago, hesido una estrella maligna, he sido una pesa en un molino junto a la corriente delagua. Incesantemente.

Búscame.Al fondo del hipódromo sonó un roce metálico. Lucas de Tarento se volvió y

escudriñó la oscuridad. El sonido familiar de un sable saliendo lentamente de suvaina de cobre. De las sombras surgían varios guerreros de elevada estatura,vestidos con pellotes y placas, a la manera de los bárbaros de las estepas, lascabezas cubiertas por yelmos simples que dejaban ver rostros brutales cosidos decicatrices, la horrible imagen de la bestia.

Lucas de Tarento pensó en salvar a la señora, pero al volverse la Dama Azulhabía desaparecido. Los asaltantes llegaban profiriendo gritos de guerra queresonaban en la quietud de la noche y arrancaban ecos en las ruinas. Demasiadotarde para huir y demasiado desproporcionadas las fuerzas, sin escudo, sinespada, sin cota, para repeler la agresión. El caballero empuñó la daga y serecogió el manto sobre el brazo para que le sirviera de escudo. Se situó demanera que la columna serpentina le protegiera la espalda, dispuesto a morir.

El primer asaltante era más ágil y se había adelantado unos pasos respecto asus camaradas, deseoso de cosechar él solo los méritos del triunfo. Levantó suespada para descargar un tajo sobre Lucas, pero el antiguo templario se adelantóacortando el espacio. Mientras el sable de su adversario tajaba inútilmente elaire, la daga corta de Lucas penetró profundamente en el sobaco del atacante por

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encima del perpunte y le atravesó el corazón.El que parecía más peligroso estaba eliminado, pero la situación distaba

mucho de ser favorable. Los otros sicarios se le echaban encima. Sin tiempo deextraer la daga del tórax de su enemigo recogió en el aire la espada de su víctimay se escudó tras el cadáver que recibió un par de tajos antes de desplomarsesobre la hierba seca. Con la espada en la mano, Lucas se puso en guardia yconsideró la situación. Lo rodeaban cuatro malhechores de humilde condición, ajuzgar por las túnicas cortas y por los gritos descompuestos con que se azuzabananimándose a vengar la muerte de su jefe. Lucas escogió el que le parecía másvacilante y débil y le lanzó una finta a la altura de los ojos que él detuvo a duraspenas levantando el escudo, pero al hacerlo dejó al descubierto las rodillas. Lucasle lanzó una patada lateral en la más adelantada y el hueso cruj ió con unchasquido de madera tronzada. El malhechor se desplomó gimiendo y Lucas, alsaltar por encima, le clavó la espada en la parte del pecho que el escudodescubría. Quedaban tres. Titubearon un poco e intercambiaron miradas antes deatacar con renovada furia. Entonces sonó el silbido de un virote seguido delcaracterístico chasquido de la ballesta. El proy ectil acertó a uno de losmalhechores en el centro del pecho. Mientras tanto, Lucas había dado cuenta deotro con un tajo profundo que casi lo decapita. Se oy eron voces desde el extremodel campo. El truhán restante dio la vuelta y se perdió en la noche.

La luna, que se había ocultado detrás de una nube, salió de nuevo iluminandolas ruinas y el yerbazal. Lucas de Tarento distinguió a sus amigos acercándose.

—¿Estáis bien, sire? —preguntó Pedro el Raposo con la ballesta cargada, listapara disparar.

—Sí, estoy bien. Buen tiro.—De milagro, porque no distinguía casi nada.El enano Grontal apoyó su hacha de combate en el suelo y examinó los

muertos. Olfateó al primero.—Orcos —declaró incorporándose. Tanto alabar Bizancio, y ahora resulta

que la mierda de la tierra infesta la ciudad.Pedro el Raposo los registró hábilmente. No tenían nada más que unos

perpuntes mal cosidos sobre los cuerpos peludos. Las espadas eran antiguasfranciscas con las empuñaduras reforzadas para que se adaptaran a las manosdemasiado anchas de los orcos. No traían nada aprovechable fuera de cincobesantes de oro que el jefe llevaba en su faltriquera.

Llegó Cantacuzanos con su báculo de acacia.—Ha sido una temeridad venir solo y de noche a este barrio tan cercano al

puerto —increpó al caballero—. Menos mal que esta criatura desdichada —señaló al semiorco, sin mirarlo— se despertó y nos despertó a todos con su medialengua.

Regresaron a palacio sin descuidar la guardia, por si había más orcos ocultos

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en las ruinas. Cantacuzanos se retrasó adrede y retuvo a Lucas de Tarento:—Esa es la columna serpentina —le susurró.—¿Tiene algún significado? —inquirió el caballero.—Tres serpientes que se levantan al cielo. El símbolo antiguo de la

Abominación. Constantino el Grande, el fundador del imperio, trajo ese broncemaldito del santuario execrable de Delfos. Los bizantinos creen que conmemorala victoria de los griegos sobre los persas hace mil seiscientos años, pero enrealidad es una representación idolátrica de la diosa maldita, de la Abominación.La Diosa era triple, por eso las tres serpientes. ¿Por qué has venido precisamentea ese bronce en medio de la noche? ¿Acaso has obedecido a un sueño?

—Algo así.—Me temo que hay a sido un hechizo —advirtió Cantacuzanos—. En el gentío

de los cortesanos esta mañana había algunos magos. Quizá alguno se hayaconvertido a la Abominación y sirva a la diosa. Puede que quieran impedir quelleguemos a su antiguo santuario.

—¿Qué santuario?—Delfos. Es nuestra siguiente etapa en este viaje. Partiremos hacia allá en

cuanto el basileo nos entregue la carta para el Papa.

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CAPÍTULO XXIII

El basileo Isaac II tardó bastante en redactar la misiva para el Papa.Pasaban los días, se esfumaba el verano y el esperado correo del palacio

imperial no llegaba. En la forzosa inactividad, los viajeros procurabanentretenerse con los mil espectáculos que la ciudad ofrecía. Cantacuzanos sehabía vuelto algo más comunicativo, especialmente con Lucas de Tarento y conGuido, al que intentaba inculcar los principios de un caballero cristiano. Noobstante evitaba mirar a Isbela y al semiorco, fuera por su condición de nohumanos o porque la semielfa era muy atractiva y no deseaba que le despertarainstintos dormidos. El semiorco, por su parte, con su horrible aspecto, le avivabaíntimas dudas sobre la cordura de un Dios que había creado tales monstruos.

Cantacuzanos solía pasar las mañanas encerrado en su cuarto. A veces loveían pasear por el claustro con un libro en las manos. Algunas tardes seausentaba para visitar a antiguos conocidos, o iglesias, monasterios y lugares depiedad.

Por su parte, Lucas de Tarento practicaba en una academia de esgrima en laque había trabado amistad con el maestro de armas, un viejo conocido polacoque tras asistir a la Cruzada y sobrevivir, como él, a la matanza de los Cuernos deHattin, se había establecido en Constantinopla y se ganaba la vida enseñando a lospisaverdes.

El joven Guido, además de estar continuamente pendiente de Isbela, sin queninguna señal de la muchacha lo autorizara a pensar que había abierto brecha ensu indiferencia, asistía a las clases del colegio de estrategas donde aprendía, conjóvenes de su edad, lo más granado de la nobleza bizantina, las tácticas de losgrandes capitanes de la antigüedad, Aníbal, Escipión, Belisario, Lixos de Taros yotros.

Isbela de Merens, por su parte, aceptaba las invitaciones de algunas damas dela alta sociedad, que la llevaban de compras por el laberinto de calles, galeríascubiertas y callejuelas de los bazares, entre la plaza del Augusteon y la del Tauro,los mostradores donde se exhiben los productos más exóticos de lugares quenadie ha soñado visitar:

China, Ceilán, India, Alejandría, Etiopía y las tierras de los negros que adoranídolos de madera. Isbela, que había crecido en un castillo en medio del campo ynunca había pisado una gran ciudad, contemplaba fascinada los ungüentarios devidrio que apresaban el arco iris, los magníficos bordados, el coral, el ámbar, elmarfil, el oro fino, las perlas, los diamantes, las esmeraldas, los rubíes, el jade,los vinos, los perfumes, los cuernos de unicornio, las especias, las frutasdesconocidas, los manjares exquisitos, el hidromiel, el néctar de los dioses, las

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esencias contenidas en tarros de cerámica vidriada, tapados con miel, llegados delejanas montañas a los tocadores de las damas bizantinas o a las despensas de lascasas principales para deleite de los paladares exquisitos en banquetes quedilapidan un patrimonio en una noche. Por la tarde, las damas la invitaban asorbetes helados más que por desinteresada hospitalidad porque se aburrían ensus palacios y querían examinar de cerca a la bárbara y catar sus prendas. Lamuchacha, aún a sabiendas de que lo que aquellas taimadas mujeres buscabanera temas de chismorreo, asistía con gusto a sus reuniones para escapar de lamonotonía de la Salomera. Aquel caserón inhóspito, hubiera parecidodeshabitado si no fuera por los certámenes de pedos y eructos que organizabanen las cuadras Gorgo y Grontal.

Isbela observó que las damas bizantinas tenían el cutis muy fino. El secretoconsistía en untarse las noches de luna con aceite de oliva virgen extra mezcladocon leche de burra templada y después darse un baño de luna en la azotea de lamansión, o en una parte despejada del jardín, el tiempo que se tarda en recitardespacio el poema de Dimitros Lakrites Dormida yacía y el fauno me visitó. Aesta cosmética de las damas bizantinas achacaba el reputado estratega HomeroKartenos la creciente debilidad de su caballería. Al parecer sus j inetes espiaban alas damas de la vecindad las noches de luna desde los tejados de los cuarteles ylos calentones de aquellas vigilias les provocaban espermorrea. Además rompíanmuchas tejas y cuando llovía las goteras mojaban por igual las literas de la tropay los caballos.

Por su parte, Pedro el Raposo, visitaba a una viuda tracia que tenía un puestode verduras en el mercado de la Puerta de san Romano y cuando la dejabacontenta, ya hambreado, remataba la mañana y cantaba el ángelus en lascocinas del palacio del Águila, junto al puerto Contoscalium, residencia dellogotetes de Nicomedia, con cuyo cocinero, Andros Marmitakos, había amistado.Andros lo dejaba hurgar en las perolas y le enseñaba la coquinaria bizantina, lasperdices tracias rellenas de queso amargo, y tordos cazados con liga, el platofavorito del basileo, de los que limpiaba unas cuantas docenas y luego lesintroducía en la oquedad del vientrecillo una aceituna deshuesada, antes deensartarlos en una varilla y ponerlos a asar bien lejos de la llama, para quetardaran toda una mañana y se fueran dorando y curruscando.

También aprendió los famosos rellenos bizantinos, con mucha salsa demalvasías, hierbas y la pasta de hierbas de olor que junto con la pimienta ibasustituyendo al garum en las mesas de los griegos. Unas veces recorría losmercados acompañado por Grontal y otras solo. Uno de estos paseos solitarios lollevaron a la sinagoga vieja. En la puerta había un anciano con una bata negraastrosa, que barría el jardincillo exterior. Se quedó mirándolo y le dijo.

—No pases de largo, hijo mío.Pedro el Raposo se sentó en el banco de piedra, junto a la puerta. El rabino

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dejó la escoba y lo contempló.—Tienes una hermosa cabeza.Se la palpó, por encima del pañuelo rojo que Pedro nunca se quitaba, y la

bendijo murmurando unas palabras hebreas. Pedro lo miró con sus ojos glaucos,melancólicos y emitió un profundo suspiro. Después se levantó, besó la mano delrabino y siguió su camino.

Gorgo, el semiorco, volvía cada día a las obras de Santa Sofía y cuando elhambre le apretaba, lo que solía suceder a media mañana, reclamaba el salariode lo trabajado y se iba a la plaza del Tauro o del Bous, a engullir tortuga demacedonia, su plato favorito, en los tenderetes de comidas. Le gustaba ver cómolos pinches sacaban la tortuga de un saco y la cortaban viva en dos mitades queechaban a la caldera humeante al tiempo que sacaban unas cuantas mitades y acocidas y las ponían en una bandeja de cerámica donde las bañaban de pasta deajo blanco de almendras.

Grontal, el enano, no era muy callejero. Añoraba los bosques y las bullas deBizancio lo disgustaban. Sobre todo evitaba la mancebía, donde, al parecer, losalguaciles buscaban a un enano que había inhabilitado por cinco semanas, esodijo el médico que cosió los desgarros, a las tres mejores coimas del cuñado deljefe de policía, un rufián tracio a cuyo cuidado estaban la famosa cortesanaExpira Frígida (antes Expira Candente), y sus amigas la Holgada y la Berrienda.

—Con los datos que nos das y sin tenerlo fichado, difícil veo que le podamosechar el guante —decía el comisario— porque en esta época del año, con lasferias de san Teotecopopos, Constantinopla está llena de enanos forasteros.

—¿Qué más señas particulares queréis que el miembro viril que tiene estedelincuente? —protestaba el tracio—. Es de tales dimensiones que sobre esapicha perchaban los siete halcones del emir Halufo.

—¿Percharon los siete? —se admiraba el jefe de la policía.—¡No, hombre, no percharon, es una comparación! —se sulfuraba el tracio

—. ¿Cómo van a perchar en una picha sensible los siete halcones, con esosgarrones afilados que gastan?

Grontal se pasaba el día en el patio de la Salomera, conversando a ratos conquien hubiera en casa o cuidando los arbustos del jardín. Alguna vez le avisabande que una dama de la buena sociedad requería sus masajes, pues se habíaapuntado en la lista de los spiracos, como llamaban a los profesionales quevisitaban a domicilio a las damas de casas pudientes y palacios. El enano unasveces acudía y otras cedía el turno al siguiente spiraco, según le tomara elcuerpo, pero había señoras que lo preferían y se negaban a que las atendieraotro.

Así discurrían los días, hasta que una mañana llegó al palacio un correoimperial y solicitó entrevistarse con el monje Cantacuzanos. Cuando se quedaronsolos en el jardín, le dijo:

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—Su Santidad quiere verte.Un escalofrío recorrió el espinazo del clérigo. Su Santidad era Andronikos

Argos, el nuevo patriarca de Constantinopla, tercer sucesor del que habíaprocesado a Cantacuzanos.

—¿Qué quiere de mí? —repuso el clérigo—. Ahora pertenezco al séquito delpapa de Roma.

—No temas, porque no quiere perjudicarte. Es más, contempla tu caso conpiedad paternal.

Piedad paternal no significaba gran cosa. No obstante, el clérigo no podíanegarse a comparecer ante el patriarca. Andrónikos Argos era el hombre máspoderoso de Bizancio, quizá más que el basileo. El patriarca de Constantinoplagobierna sobre cincuenta metrópolis y otros tantos arzobispados, sobre más dequinientos obispados y sobre más de cinco mil monasterios y casas de oración,un ejército de clérigos y monjas, y es más rico que el propio basileo.

—¿Cuándo quiere verme el patriarca? —preguntó Cantacuzanos.—Ahora. Yo mismo te conduciré ante él. Tengo una carroza esperando.Cantacuzanos hizo el viaje en silencio, sumido en sus pensamientos. El

camino hasta el monasterio donde el patriarca asistía a un retiro era largo. Tuvotiempo de rememorar algunos pasajes de su vida que había olvidado. En otrotiempo había sido un clérigo brillante, uno de los más hábiles polemistas deBizancio, capaz de desmontar capa a capa las supercherías de los dogmasromanos, el mejor defensor de la Iglesia ortodoxa, como en una ocasión loproclamó el patriarca. En su calidad de polemista tenía a su alcance los archivossecretos del patriarcado, antiguos tratados compilados por los primeros padres dela Iglesia, libros heréticos, tablillas, papiros y escrituras antiguas enviados a lacapital por los logotetes de las provincias y por los obispos de lejanas diócesis. Elansia de saber lo perdió. Leyó documentos inconvenientes que le revelaronpasajes oscuros de la historia de la Iglesia y otras creencias más antiguas, mitospaganos que eran algo más que historias fantásticas, ritos ancestrales quehablaban al corazón del hombre más claramente que los enrevesados textos delos Santos Padres. Al propio tiempo, como una rutina más de su formación,Cantacuzanos asistió a las lecciones de magia blanca que todo clérigo de su niveldebía conocer con la finalidad de romper hechizos, de sanar el mal de ojo, deexpulsar demonios de los cuerpos de sus catecúmenos. Lentamente, otrosconocimientos fueron asentándose en su corazón, saberes que, en su conjunto, loapartaban de la Iglesia. En lugar de ocultar sus dudas, las expuso valientemente auna junta de teólogos que, tras desistir de atraerlo a la ortodoxia, puesto querebatía sus argumentos y los ponía en evidencia, aconsejaron al patriarca que loconfinara en un monasterio lejano, a pan y agua, para que hiciera penitencia yabjurara de sus errores. Cantacuzanos, incapaz de enfrentarse con ese futuro,prefirió huir a Roma y se puso a disposición del Papa, a cuyo servicio seguía.

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La carroza atravesó los barrios más poblados y salió al campo. Los segadoresiban amontonando sus haces de trigo a lo largo de la vía. Sucedieron parajessolitarios y tranquilos en la escarpada ribera del Perión y finalmente el verdevalle del Licus por el que se extendían los monasterios de monjes y de monjas,avisperos silenciosos. En la calzada se cruzaron con numerosas carrozas cerradasen las que damas de alcurnia acudían a sus padres espirituales, monjes famososde los distintos monasterios, para despachar sus escrúpulos tocantes al dogma opara negociar el perdón de sus más recientes pecados.

Llegaron por fin al retiro de Su Santidad. El patriarca estaba sentado en unsillón sencillo, en el amplio hueco de una ventana abierta en la muralla, acontraluz, de manera que sus visitantes no pudieran verle el rostro.

—Santidad —dijo Cantacuzanos al tiempo que se arrodillaba ante él y lebesaba el escarpín rojo bordado en oro. Una mano sarmentosa y morena se posósobre su cabeza.

—Levántate, hijo mío.Cantacuzanos se levantó y, a una indicación del patriarca tomó asiento en un

escabel sin respaldo que le acercó un monje. Otro le ofreció una bandeja debarbas hiladas, la versión bizantina del huevo hilado, que imitaba la barba de losmonjes y se hacía sobre bizcocho borracho relleno con una pasta de frutas enalmíbar. Cantacuzanos no era particularmente goloso, pero tomó uno de losdulces y lo comió para demostrar agradecimiento. Estaba trasegando el últimobocado bajo la benévola mirada del patriarca cuando lo asaltó la sospecha de silo estarían drogando o hechizando. No pudo evitar hacer un conjuro quecontrarrestara los efectos de la posible ponzoña. Lo notó el patriarca y sonrióbrevemente.

—Eres un buen cristiano y aunque estés al servicio del Papa de Roma tienesuna conciencia y un corazón que pertenecen a la tierra griega.

—Eso es cierto, Santidad.—Dentro de un tiempo, no mucho, regresarás con nosotros y es posible que

recompensemos tu devoción con una abadía, con un obispado, o quizá con algomás.

¿Lo estaba sobornando? El patriarca, además de hombre de Iglesia, erahombre de mundo, un magnate cuy o poder se extendía por la mitad de lacristiandad. Los asuntos mundanos requerían procedimientos mundanos.

—Estoy al servicio del Papa de Roma que me acogió en los tiempos de latribulación —acertó a balbucir Cantacuzanos—. Estoy vinculado por un voto a lasalvación de mi alma.

—La salvación de tu alma —repitió el patriarca, y Cantacuzanos no supo sihabía una sombra de ironía en su voz—. No es necesario que te diga lo que laMesa de Salomón significa, porque tú eres uno de los escasos hombres en elmundo que sabes de ese asunto más que y o. La Mesa no puede caer en manos de

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los latinos. Los bárbaros no harían un buen uso de ella. Por el contrario, sivolviera a Oriente, donde una vez estuvo y donde los ángeles la fabricaron,entonces Bizancio podría librarse de sus miserias y brillar, una vez más, sobre elmundo como el faro que irradia la verdadera doctrina.

—Santidad, Bizancio es grande. Lo único amenazado por los sarracenos sonlos estados latinos de Tierra Santa. Sin el concurso del milagro, no prevalecerán.

No prevalecerían de todos modos, pero tú te equivocas cuando crees a salvo atu patria. Los venecianos y las ciudades mercantiles de Italia hace tiempo quemaquinan nuestra perdición, incluso ya circulan listas de bienes, de tierras ycatastros y hay disputas sobre a quién le corresponderá cada cosa cuando nos laarrebaten. El peligro no está en los turcos, sino en los bárbaros latinos, nuestroshermanos. Tú perteneces a los escogidos para buscar la Mesa, porque Diospermitió que te desterraran. Te reservaba para esta alta ocasión de devolverle atu patria el talismán que la vuelva a la vida. Si quieres salvar tu alma del abismo,debes entregársela a sus legítimos poseedores, a la Iglesia oriental. Esta es lasemilla que pongo en tu corazón con paternal amor. Ahora vuelve con losbárbaros y no olvides a los tuyos. Esos poderes que te fueron otorgados por laHermandad del Misterio empléalos en restaurar el poder de Cristo en Bizancio.

Un cochero devolvió a Cantacuzanos al foro de Constantino. El resto delcamino lo hizo a pie. Cuando llegó al palacio de Solomera se encerró en suaposento, se arrodilló a orar frente a la ventana y derramó amargas lágrimas porel peso que Dios ponía sobre sus hombros.

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CAPÍTULO XXIV

Pasadas las fiestas de la Koimesis de la Virgen, que en Constantinopla se celebrancon gran boato, pestiños de sartén y visitas a iglesias engalanadas, los viajeroszarparon con rumbo a Grecia. Terminaba el verano, tras las tormentas y losgrandes calores, y la brisa ligera templaba las vides de los acantilados, las delvino fuerte que sabe a mar, mientras en los monasterios del Bósforo los monjesmadrugaban para sembrar el alhelí celeste. La nave, una galera correo que elbasileo había puesto a disposición de los enviados, se deslizaba a lo largo de lacosta del mar de Mármara y, aprovechando las corrientes que el capitán conocíapor carta, sólo tardó un día en alcanzar el estrecho de los Dardanelos y salir almar Egeo frente a la isla de Lemnos, que dejaron a sotavento por la noche. Enlos días siguientes navegaron con buen trapo, siempre con la costa de Macedoniaa la vista, y rodearon la península calcídica, con sus tres lenguas de tierra que seinternan en el mar, el llamado tridente de Neptuno, para enfilar el caboArtemisón, que rodearon dejando la isla Eubea a barlovento. Desembarcaron enun amarradero triste y sucio de la Beocia, en una cala perdida donde había unafactoría del basileo dedicada a la salazón y a la limpieza de mineral.

—Delfos está a dos días de camino, hacia el sur, no tiene pérdida —indicó elcapitán de la nave.

El nuncio del basileo los proveyó de caballos y de bastimentos para variosdías, así como de los correspondientes salvoconductos con los que se socorreríanmientras estuvieran bajo el amparo imperial.

Partieron. El camino subía rápidamente de la costa y se perdía en lamontaña, entre encinas, olivos y cipreses. El aire limpio olía a romero y tomillo.Por senderos antiguos, a trechos hundidos en un túnel vegetal, a trechosdespejados, por calzadas empedradas, entre adelfas y laureles, caminarondurante un día hasta que se les hizo de noche en un otero desde el que sedivisaban, al fondo, la mole gris del Helicón a la izquierda y el monte Parnaso,blanco y patriarcal, a la derecha.

—Aquel es el monte Parnaso —señaló Cantacuzanos—, el hogar de los diosesde la Abominación. —Trazó rápidamente el signo de un conjuro—. Delfos está alotro lado.

Instalaron el campamento. Mientras el semiorco acarreaba agua de unmanantial cercano, Pedro el Raposo y el enano Grontal salieron de caza yregresaron con un jabalí a rastras.

—No entramos en Grecia con mal pie —anunció jovialmente el Raposo.Cantacuzanos se había apartado a rezar y volvió la cabeza con cara de pocos

amigos. El clérigo había recogido señales adversas. Un cuervo se había posado a

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su izquierda, sobre el copete de una encina y le había advertido.—Guárdate del camino de Delfos.—¿Es que hay otro camino alternativo? —preguntó el clérigo.El cuervo se despulgó el plumaje negro azulado del pecho mientras se

pensaba la respuesta.—Hay nueve caminos. Guárdate de los nueve porque cada uno es peor que

los demás.Y levantó el vuelo y se fue a donde los cuervos duermen.Los viajeros cenaron de buen humor y se echaron a dormir después de

designar el turno de guardia. La tercera vigilia le tocó a Guido de St. Bertevin.Aquella noche no ocurrió nada. El muchacho la pasó contemplando el bulto deIsbela, dormida y arrebujada en su manta, cerca de la vacilante hoguera que seiba extinguiendo a medida que avanzaba la noche. Habían colgado la piel deljabalí en una encina, a la entrada del vallecillo, para mantener alejadas a lasalimañas.

Amaneció un día radiante de los del final del verano, y después de desayunarCantacuzanos señaló el camino y dijo:

—El sendero se escinde en tres ramales y hemos de recorrer los tres.Propongo que nos dividamos en grupos y que nos encontremos al caer la tarde enlas faldas del monte Parnaso. Desde allí nos dirigiremos juntos a Delfos.

Una piedra señalaba la encrucijada de la que partían los tres caminos. Losperegrinos se dividieron: Lucas de Tarento, Isbela y Cantacuzanos por el de laizquierda; Guido de St. Bertevin con el semiorco Gorgo por el del centro y Pedroel Raposo con el enano Grontal por el de la derecha.

El sendero que seguían Lucas de Tarento y sus dos acompañantes serpeabapor una región de rocas graníticas entre las que crecían encinas, alcornoques yacebuches. Iban delante el caballero y la doncella en animado coloquio y elclérigo detrás, silencioso, abismado en sus pensamientos, de los que loarrancaban frecuentemente los sonidos del bosque, ramas que crujen, alimañasque huy en, quej idos, cantos de pájaros, rumores de agua. A medida queavanzaban, la naturaleza cambiaba. Al final los árboles de especies desconocidas,más copudos y altos, con troncos arrugados y escamosos, sustituyeron a lasencinas y a los cipreses. El romero, la jara y las adelfas cedieron terreno ahelechos que al principio eran pequeños y apenas alcanzaban a la rodilla de loscaballos, pero más adelante habían crecido hasta la altura de un hombre.

—¿Vamos en la buena dirección? —preguntó Lucas, preocupado después demucho caminar.

Cantacuzanos se puso a la altura del caballero y escudriñó el cielo.—Antes estaba despejado y ahora se ha puesto gris y el aire huele a

tormenta. Creo que estamos en los dominios de la Abominación. Esa era laprueba que nos esperaba, según el cuervo me previno anoche. Se habían detenido

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en un claro del bosque, un prado de helechos con unas ruinas antiguas al fondo.En la espesura, al otro lado de las ruinas, las ramas altas se movían como si unviento fuerte las azotara. Sin embargo donde ellos estaban no soplaba ni una levebrisa.

—Tenemos compañía —dijo de pronto Lucas, y clavando la lanza en tierraechó mano de la cota de mallas y se la metió por la cabeza tan rápido comopudo.

Su instinto de guerrero le avisaba que se avecinaba lucha. No había acabadode armarse cuando en el lindero de las ruinas se dibujaron nítidamente lassiluetas de una docena de hombres armados, todos a pie. Detrás de ellos, saliendocomo de la nada apareció un j inete vestido con una coraza alemana, negra, conuna creta emplumada en el y elmo. Montaba un caballo negro frisón de granalzada, un caballo de batalla descomunal, el pecho protegido con un peto deacero del que pendían, a modo de adorno, las cabezas de cuatro enemigosmuertos, podridas y negras de moscas.

—¡Lucas de Tarento! —gritó el j inete con una voz ronca que resonaba comouna chasca de acero—. Estás profanando una tierra sagrada. Retírate y salvarásla vida.

—Esta tierra pertenece al basileo de Constantinopla —respondió el caballero—. Traemos cartas y salvoconductos suyos además de la bendición del patriarca.Dejadnos pasar y haya paz.

Sonó una risa siniestra y cascada parecida a un lento ladrido que heló lasangre de la semielfa y de Cantacuzanos.

No lo has entendido, caballero —dijo la coraza negra—. Esta tierra pertenecea la Abominación. Tus cartas no sirven aquí. Vuelve o morirás.

Cantacuzanos temblaba como si estuviese enfermo.—« Nunca debimos traer a la mujer —protestó—. Esto no ocurriría si no la

hubiéramos traído» .Lucas le lanzó una mirada severa.—Apártate a un lado del camino y reza, porque es hora de pelea y no de

lamentos.El clérigo, sin dejar de temblar, descabalgó y trazó con su báculo un amplio

círculo sobre la hierba al tiempo que murmuraba un conjuro. Al momento seelevó una llama pálida que ardía sin consumir la vegetación.

—Protégela a ella —le ordenó Lucas perentoriamente.A regañadientes el clérigo extendió la mano y la llama cesó para que Isbela

se incorporara al círculo.Un alarido inhumano se elevó del lindero del bosque. Lucas de Tarento

atendió al de la coraza negra. Había iniciado el ataque, al galope, con la lanzabajo el brazo apuntando al enemigo. Sus huestes lo seguían con un rumor deperpuntes y corazas mal encajadas. Lucas embrazó su lanza, se protegió con su

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escudo y picó espuelas contra el enemigo.Todo había ocurrido tan rápidamente que no tuvo tiempo de considerar los

acontecimientos. En la cabalgada, con la imagen del enemigo que iba creciendoen la punta de la lanza, consideró que quizá estaba viviendo el último día de suvida, que quizá, después de todo, aquella cabalgada en una tierra desconocida,sobre el yerbazal que crecería sobre sus huesos, era lo último que haría el antiguotemplario después de una existencia en la que las dudas superaban a las certezas.

Tenía muy buena edad para morir y reunirse con tantos viejos camaradascaídos en Tierra Santa, las fila de templarios degollados por el matarife deSaladino tras los Cuernos de Hattin. Cerró los ojos y atacó.

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CAPÍTULO XXV

Guido de St. Bertevin avanzaba por el sendero que cruzaba un prado recorridopor una maraña de arroyos cristalinos que no le impedían la marcha. Quizáfueran los ramales de un mismo arroyo que no sabía bien su cauce al llegar a lallanura. Había bebido agua y la había encontrado muy fría, como venida de lasmontañas, quizá de las nieves del monte Parnaso, el blanco cono que se recortabaen el cielo azul, al fondo de las montañas grises.

Gorgo, el semiorco, lo seguía a pie, procurando no separarse demasiado de lacola del caballo de su amo. Cuando se quedaba retrasado se ponía a cuatro patasy corría ágilmente hasta recuperar el terreno perdido. En un par de ocasiones,Guido había intentado conversar con él, pero su dominio del idioma era tanprecario y su pronunciación, estorbada por la lengua gorda, tan torpe, que apenasse podía entender lo que decía.

—Yo, amo Guido, la sangre santo —repetía a menudo.Guido entendía que le estaba muy agradecido por haberle salvado la vida en

el asalto a La Golondrina Risueña. A esa pobre criatura, un semiorco, más bestiaque persona, su propia vida le parecía preciosa, como a cualquier humano ysentía agradecimiento, como un humano, hacia la persona que se la salvó. « Bienpensado, no todos los hombres somos agradecidos» , cavilaba Guido. Y esaconsideración le daba qué pensar. Quizá los orcos, en el fondo de sus cerebrostoscos, guardaran el tesoro del sentimiento mejor que muchas personas. No habíavisto muchos orcos en su vida, como no había visto muchos osos o muchosjabalíes. « Hay seres que cuando se ven hay que matarlos» —pensó tristemente.Giró sobre su silla y miró al semiorco, que le devolvió su perpetua miradaagradecida, babeante. Después de todo no le estorbaba, le daba compañía. Yaquella abnegación ciega hasta le resultaba conmovedora. Lo había vistohaciendo guardia sin perder de vista al amo en los fuegos del campamento o enlas calles de Constantinopla, atento a su seguridad.

Cruzaron el valle ameno y entraron en un sendero más angosto que conducíaa las montañas. Atravesaron una corriente clara y tempestuosa por un viejopuente de piedra. Al otro lado había volcado un carro cargado de leña. Unaanciana de pelo gris y repulsivo rostro, la boca desdentada y sumida, la pielarrugada y sin lustre, los ojos casi ocultos por los pliegues fláccidos de lospárpados, se había sentado en una piedra. Cerca pastaba un caballo blancomatalón, tan viejo como la dueña, con las costillas señaladas y los huesos de lagrupa queriendo romper el pellejo. El camino era suficientemente espaciosopara pasar de largo, pero el joven Guido se apiadó de la anciana y se detuvojunto a ella.

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—A los buenos días —saludó—. ¿Qué pasa, madre, se le ha volcado la carga?—Ay, hijo, los tres somos demasiado viejos: el carro, el caballo y yo. Guido

reparó en que, en efecto, el carro era también demasiado viejo, un armatostecon las ruedas macizas y la caja de corteza de abedul trenzada, de los que hacíasiglos que no se veían por los caminos de la cristiandad, desde que se inventó lallanta radiada.

—Vamos a ayudarle, señora —dijo Guido.—Ay, hijo, no es necesario, ya vendrá algún leñador del pueblo y me echará

una mano. Tienen que pasar varios a lo largo de la mañana.—¿Y va usted a esperar mientras? —objetó el muchacho—. De ningún modo.

Nosotros le ayudamos. A ver, Gorgo, échame una mano.El semiorco emitió un gruñido de conformidad y asiendo con sus poderosas

manos sendos haces de leña los sacó del carro y los depositó en el camino.Aligerado el vehículo era más fácil de enderezar. La rueda izquierda se habíasalido del eje, al caer. Gorgo tuvo que vaciarlo por completo antes de levantarloy apoyar el eje sobre la horquilla de una encina siguiendo las indicaciones deGuido. El muchacho le ayudó a poner la rueda en su lugar, ensartando el eje porel agujero. Después le aplicó la arandela de hierro que sostenía el cubo ymartilleó con una piedra el pasador hasta que estuvo bien centrado.

La vieja seguía las operaciones desde su asiento.—La pena es que no tengamos grasa a mano —dijo Guido—, que de tenerla

se lo dejábamos engrasado, porque este eje está muy seco. Debe chirriarmucho, ¿eh?

—A mí me gusta que suene, como a Cafrune —dijo la vieja—. Me hacecompañía por esos caminos y en las arboledas oscuras ahuyenta al lobo.

—¿Hay lobos por aquí? —preguntó Guido un poco alarmado, mirando elbosque.

La vieja asintió.—Pero a ti no te atacarán, hijo —dijo pensativamente.Guido miró a la vieja. De pronto le pareció menos desamparada que al

principio.Mientras Gorgo entibaba nuevamente la carga, Guido recogió el caballo

esquelético y lo unció entre la horquilla del carro. Los atalajes de cuero estabantan cuarteados y gastados que era un milagro que no se rompieran al tirar de lacarga.

—Va siendo hora de cambiar estos atalajes —indicó Guido a la señora.—¡Qué más quisiera y o, hijo mío, pero soy muy pobre! Soy una viuda sin

hijos ni nueras y lo único que hago es vivir como puedo en la tranquila espera dela muerte.

—No hay que pensar en eso, señora —la animó el mancebo—. La vida esmuy hermosa. La vida es un esplendor.

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Ella sonrió y Guido descubrió que había un remoto indicio de belleza en susonrisa desdentada. Quizá alguna vez había sido guapa, pensó el muchacho.

—La vida es como una mañana de pájaros —dijo la señora. Entonces salió elsol de la nube que lo ocultaba e irradió sus colores en el valle y volaron pájarosen todas direcciones y las flores levantaron sus corolas y extendieron unapincelada añil, blanca, rosa, azul por la hierba que cubría los prados.

Guido y el semiorco se despidieron de la vieja y reanudaron su camino,sendero adelante.

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CAPÍTULO XXVI

Pedro el Raposo y el enano Grontal avanzaban por una vaguada entre higueras yalmendros. El sendero remontaba el curso de un arroyo profundo, de buencaudal a pesar del estiaje. En un descanso, Pedro el Raposo trepó por el tronco deuna higuera frondosa para recoger las brevas de arriba. Había pasado y a laestación y las brevas que quedaban estaban pasas.

—Ya es raro que no se las hayan comido los pájaros —comentó el Raposomientras se llevaba una a la boca, con su diminuta gotita de miel, y a seca, en lacorona.

Grontal miró en derredor, después miró al cielo.—No hay pájaros.—¿Cómo que no hay pájaros? —preguntó el escudero.—No hay pájaros —repitió el enano.El Raposo miró al cielo y comprobó que, en efecto, no había pájaros. Hacía

rato que no habían visto pájaros ni ningún otro animal.El Raposo descendió de la higuera y dejó su varal apoy ado contra el tronco.—¿Que crees tú? ¿Que esta tierra está encantada?—Pudiera ser —respondió Grontal—. Por lo pronto, no hay pájaros y eso es

un feo indicio.Se comieron unos cuantos higos, pensativos, y reanudaron el camino. Al cabo

de una hora de marcha silenciosa llegaron al pie de la misma higuera. El varalque había utilizado el Raposo para alcanzar los higos de las ramas altas seguíaapoyado en el tronco como él lo dejó y los rabos secos de los higos comidosestaban en el suelo. La hierba seguía asentada donde descansaron las posaderas.

—Hemos caminado en círculo y hemos dado la vuelta como dos pardillos deciudad —dijo el escudero señalando el varal—. Es la primera vez que me pasa.Yo solía ser el mejor rastreador de mi tierra. Se ve que me estoy haciendo viejo.

El enano estaba ensimismado. Habría jurado que caminaban en línea rectahacia el monte Parnaso.

—Será mejor que en adelante nos fijemos más. Solamente a dos tontos se lesocurre perderse de día. No lo diremos en el campamento para evitarnos lasburlas.

Caminaron por espacio de otra hora y llegaron a la misma higuera. El varalde alcanzar los higos seguía donde lo dejaron.

—Otra vez hemos repetido el camino —dijo el Raposo. Grontal miró al cieloy convino en que así era.

—Un encantamiento —dijo—. El camino está encantado. Nos podemosmorir sin dejar de caminar antes de llegar a nuestro destino.

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El Raposo asintió gravemente.—Será mejor que almorcemos, que y a va siendo hora, y pensemos con

calma lo que tenemos que hacer.Se sentaron al pie de la higuera, sacaron las talegas, carne seca, bellotas, pan

y una frasca de vino rojo denso, que les alegró la pesadumbre delencantamiento.

—Lo que tenemos que hacer es volver sobre nuestros pasos hasta laencrucijada de la piedra derecha y seguir uno de los otros dos caminos —propuso Pedro.

—Me temo que el camino no se dejará recorrer fácilmente —objetó elenano—. Estamos en una redonda, en una senda embrujada. Si retrocedemos,encontraremos lo mismo, esta higuera, pero viniendo de aquella otra parte.

—¿Como podemos escapar, entonces? ¿Volando?—Esa es una solución —admitió el enano. Hablaba completamente en serio

—. Hay algunos conjuros que te permiten volar, pero me temo que yo no me séninguno. Quizá alguien pueda ayudarnos. Aguarda aquí.

Grontal se incorporó y se alejó de la senda en dirección a una corpuda encinacuya copa sobrepasaba las de los árboles del entorno. Si había algún enano localestaría allí, pensó. Cuando llegó a la encina la rodeo, admirando su porte. Pusouna mano en el tronco y convocó al enano.

—¿Sibsw wars wk sy wli sw wars wbxubs? —dijo.Se removió la tierra bajo las hojas muertas y apareció una mano, seguida de

un brazo, de un tronco y finalmente el cuerpo entero de un enano joven, moreno,con un birrete colorado y calzas de piel bastante gastadas. Miró a su convocante,se sacudió la tierra que le había quedado adherida al jubón e inquirió:

—¿Sw wyw dsnukus wewa?Grontal le explicó pormenorizadamente su familia y linaje y le hizo un breve

resumen de su vida y de sus peregrinaciones por el mundo a sueldo de loshumanos. El enano pertenecía a una comunidad muy aislada. No tenían idea delas Cruzadas. Cuando veían pasar tropas, creían que la guerra de Troya coleabatodavía.

—El bosque está encantado, y no os va a ser fácil salir. Un primo mío,Ramakos el Simple, se perdió hace cincuenta años y encontró el camino el añopasado. La mujer lo mandó a comprar tres briznas de azafrán para el guisado yse cansó de esperarlo.

—¿Y qué hizo?—Puso el guisado sin azafrán.No. Digo qué hizo Ramakos para volver.—¡Ah! Al final el problema se lo resolvió un cuervo colirrojo que se amistó

con él porque le pasaba todos los días dos veces debajo del nido.—Y ese primo tuyo, ¿podría presentarme al cuervo?

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—Vamos a ver.El enano se metió en su agujero y tras un buen rato volvió con su primo. Era

un enano algo más oscuro de piel, de todos los años que había vagado a laintemperie sin encontrar la senda.

—¡Menos mal que habéis dado con nosotros! —dijo a guisa de saludo—. Yodesde que me ocurrió lo de marras, sigo en muy buenas relaciones con el cuervoy no le falta su pan con hierbas amargas, que le consuelan mucho el estómago.—Miró las copas de los árboles más cercanos por si el cuervo escuchaba yañadió confidencialmente—: Lo tiene estragado de comer ortigas y sabandijas.Voy a buscarlo y os lo presento, a ver qué se puede hacer.

Ramakos el Simple se marchó, a través del bosque, hacia el nido del cuervo yellos aguardaron con el primo conversando tranquilamente sobre la repúblicaenanil que mantenía aquel bosque. Al parecer no había mucha ingerencia de loshumanos, esa era la parte buena, porque había circulado la ley enda de que elbosque estaba encantado desde que desapareció en él un batallón de persas, entiempos de Darío el Grande. Y desde entonces, las rutas de arriería y los correosde los humanos lo evitan y prefieren descender hasta las costas del istmo deCorinto o subir al norte, en busca de Elatea, hacia la Fócida. Mejor. Mástranquilos. Ellos, en la superficie no tienen problemas. Y enanos superficiales,aparte de su primo Ramakos, el escarmentado, hay pocos. Casi todos sonprofundas.

A media tarde regresó Ramakos con el cuervo, negro, grande, revoloteandocon mucha suficiencia sobre la arboleda.

—Buenas tardes —saludó el ave perchando en la rama de una encina—. Aquíel amigo Ramakos me ha contado el problema. ¿A quién se le ocurre meterse así,tranquilamente, en el Bosque Tenebroso? Y dad gracias a Dios, o el que sea en elque creéis, de que no os hayan ocurrido percances más desagradables todavía.

—¿Y cómo podemos salir?—¿Confiaréis en mí?Grontal y Pedro se miraron: ¡qué remedio!—Sí, claro —dijo el Raposo.—Pues entonces, seguidme, yo volaré y vosotros iréis exactamente por

donde yo vay a, aunque os parezca que os llevo por el mismo sitio y que osvuelvo locos, porque el Bosque Tenebroso es un laberinto y sólo el que vuela porencima de los árboles conoce la salida.

Se despidieron con muestras de afecto y agradecimiento de los enanos ypartieron en pos del cuervo.

El negro pájaro los condujo por senderos inexplorados, resbaladizos y secos;por bancales de piedras; por cañaverales húmedos en los que los mosquitos se loscomían; por umbrías tan espesas que no se veía el cielo; por secarrales y porcharcas llenas de ranas y culebras. Caminaron y caminaron atravesando

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lodazales pantanosos y desiertos, hasta que salieron, ya anocheciendo, a uny erbazal parecido al que habían dejado en la piedra enhiesta, cuando sesepararon del resto del grupo.

—Aquí y a vais bien —dijo el cuervo—. Cuando amanezca veréis una sendade cascajo colorado que sale de aquel arbolado del fondo. Ese es el camino deDelfos. Si no os desviáis llegaréis al cabo de seis o siete horas.

—¿Como podremos pagarte el favor, cuervo? —dijo el Raposo.—Ya me lo pagaréis —no te preocupes—. Nos tenemos que ver más.—¿Cómo puedo llamarte?—Llámame cuervo.—No, me refiero a cómo puedo hacer que acudas en caso de necesidad.—Yo acudo solo, no te preocupes.—¿Sabes algo de la Puerta Misteriosa que hay por estos andurriales?—Claro que sé: y a la habéis traspasado.—Pues no me he dado cuenta.—Por eso se llama Misteriosa, porque uno la traspasa sin advertirlo —dijo el

cuervo y echó a volar alejándose.Renqueaba un poco del ala derecha.

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CAPÍTULO XXVII

Las lanzas chocaron simultáneamente en los escudos y se hicieron trizas,provocando una lluvia de pequeñas astillas, finas y afiladas que se clavaron en lasgualdrapas de los caballos, en sus carnes y en los acolchados de las sillas demontar. Los dos j inetes se recompusieron sobre sus respectivos arzones,conmocionados del impacto, y elevaron los escudos para equilibrarse antes devolver a la carga. Lucas de Tarento refrenó la carrera de su caballo. Sicontinuaba la cabalgada se metería directamente entre los aulladores queacompañaban al de la coraza negra. Un j inete solitario era fácil presa de lospiqueros. Tiró de las riendas, desenvainó la espada, dio la vuelta y cargónuevamente contra el misterioso j inete.

El enemigo lo esperaba en el lindero del bosque, cerca del círculo de fuegosecreto que protegía al clérigo y a la doncella. Se había detenido cabizbajo yparecía meditar. Cuando vio venir a Lucas desenvainó la espada y alzó el escudo,presentando batalla, pero un segundo después dejó caer el arma y se inclinósobre el arzón. Estaba herido. Con movimientos torpes descabalgó o se dejó caeral pie del caballo. Lucas, viéndolo fuera de combate, viró nuevamente dispuestoa atacar a los infantes, antes de que se repusieran del desánimo de ver a sucampeón por los suelos. El antiguo templario profirió su alarido de guerra y cay ósobre ellos. Eran una veintena de orcos vociferantes, con ladridos de oso,armados de cuchillos, de porras, de espadas rotas y mohosas, de lanzonesantiguos. Casi todos llevaban corazas de hierro oxidado, heredadas de campos debatalla ignotos, algunas con los boquetes y los cortes de las lanzadas que mataronal anterior propietario. Muchas no les ajustaban y las llevaban asentadas concorreas y cuerdas. El caballero cayó sobre ellos y descabezó a los dos primerosde un solo mandoble. Se alejó una veintena de metros y volvió sobre otro grupoazuzando el caballo, que trituró un par de cráneos bajo los cascos ferrados altiempo que el j inete hendía con su espada un pecho y degollaba una garganta enel mismo movimiento al sacar el hierro de la primera herida. Algunas flechassilbaron cercanas y un par de ellas se prendieron en su cota de malla sinocasionarle más que rasguños. Afortunadamente, la ballesta era excesivamentecomplicada para los orcos y el arco turco de tendón y láminas de tejo tampocolo dominaban pues cuando conseguían alguno solían— deteriorarlo rápidamentepor falta de cuidados.

La batalla campal duró unos minutos. Al final los orcos supervivientes, nomás de media docena, huyeron al bosque abandonando a sus congéneres heridoso muertos. Lucas de Tarento descabalgó junto al caballero de la coraza negra. Elyelmo cerrado, con la visera cónica, ocultaba el rostro y lo protegía. Lucas de

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Tarento extrajo con cuidado una larga astilla que había penetrado, como uncuchillo, por una de las diminutas rendijas que figuraban los ojos. La punta estabamanchada de sangre. Levantó despacio la visera. Dentro no había nada. Unyelmo hueco. La cabeza había desaparecido. Entonces comprendió la extrañalaxitud que había encontrado en el cuerpo. Movió la armadura. Vacía. El cuerpotambién había desparecido. Sólo quedaba un traje de combate hueco,deshabitado.

—Magia —murmuró Cantacuzanos a su lado—. Creo que ya adivino quiennos está sembrando de obstáculos el camino. Esto tiene su sello.

—¿Alguien que sucumbió a la Abominación?—Asmodeo de Sinán, un viejo conocido mío.

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CAPÍTULO XXVIII

Declinando la tarde, los viajeros de la Mesa se reunieron en un valle florido queaún retenía la primavera, aunque estaban al final del verano. Guido corrió asaludar a Isbela como si hubieran estado mucho tiempo separados, quizá loestuvieron, y cada uno le contó al otro sus aventuras.

El cuervo, perchado en una encina que crecía en el centro del prado, sedespidió con un consejo.

—Delfos dista tres leguas de aquí, por el camino que atraviesa la FlorestaUmbría. Será mejor que pernoctéis al amparo de este árbol, donde no os ocurriránada, y que prosigáis vuestro camino con la luz de la mañana. La vida delhombre es como una rosa al sol del estío, pero esa misma brevedad la hacesublime. Ahora me vuelvo a mi pajarera. Salud.

Echó a volar y se perdió en el bosque laberíntico.Pedro el Raposo y el joven Guido armaron dos ballestas, se internaron en el

bosque y regresaron con un corzo joven. Antes habían avistado jabalíes pero seabstuvieron de cazarlos porque el cuervo les había advertido que la muerte de unjabalí acarrearía la ira de la Dama.

—¿La dama? ¿Quién coño es la dama? —replicó el Raposo.—Es el origen de la Abominación —repuso serio Cantacuzanos—. Esta tierra

le pertenece.El cuervo graznó, aprobador.Gorgo, el semiorco y Grontal, el enano, encendieron una hoguera mientras

Pedro el Raposo armaba el espetón para asar el corzo.La carne estaba exquisita. Cantacuzanos, mientras los demás comían

pronunció un conjuro y enterró bajo un montón de piedras la cabeza del animal.No ocurrió nada más digno de mención. Si acaso que al término de la cena, el

semiorco tuvo la delicadeza de retirarse un centenar de metros para defecar (losprimeros días habían tenido problemas para hacerle comprender que ciertasfunciones orgánicas requieren intimidad y alejamiento) y fue el caso que soltóun cuesco de tal magnitud que conmovió la selva y una bandada de alcaravanesque dormía en la marisma alzó el vuelo en busca de una cama más tranquila yvoló en la dirección del santuario.

—Se dirigen a Delfos —observó Cantacuzanos—. Eso es un buen agüero.Transcurrió la noche apacible, todos descansando a excepción del centinela.Amaneció, desayunaron tortitas de aceite, que el Raposo coció en su sartén

de hierro, levantaron el campamento y reemprendieron la marcha a través delbosque por un sendero antiguo, hundido, un camino que antes que ellos habíantransitado cien generaciones, desde los tiempos de la Arcadia feliz.

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A medida que avanzaban, el olor de la verde naturaleza se enrarecía, hastaque finalmente predominó una fetidez de cadáver que los obligaba a respirar porla boca.

—Huele como un campo de batalla a los pocos días del degüello —comentóPedro el Raposo.

—Lo que huele es el cadáver de la dragona —dijo Cantacuzanos—. Cadacierto tiempo un héroe tiene que matarla. Me parece que alguien nos tomó ladelantera.

—¿Por qué lo temes? —preguntó Lucas de Tarento.—Eso indica que nos han allanado el camino.—La dragona guardaba una de las Doce Piedras y una Puerta. Para acceder

a la Mesa de Salomón se necesita haber traspasado Siete Puertas y la Mesa sólose ilumina con las Doce Piedras. En Delfos hay una puerta y una piedra. Pareceque se nos han adelantado.

—¿Quién puede haber sido?—El mismo que le arrebató la primera piedra al Viejo de la Montaña, Sven le

Berg.Lucas de Tarento asintió en silencio. Sven le Berg, su viejo conocido, que un

día fue su discípulo cuando era novicio del Temple. Lo había adoptado como a unhijo, se lo había enseñado todo, desde estrategia bizantina a la normanda, lamanera de combatir de los sarracenos, los trucos de los orcos y de las tribusesteparias, esgrima de daga, de justa, de mano, todo. Era un joven valeroso,excepcionalmente dotado para la guerra, sincero y fiel, pero sucumbió al pánicoen la terrible jornada de los Cuernos de Hattin y había caído del lado de laAbominación.

A media mañana llegaron a Delfos, con sus praderas de trébol y sus bosquesde helechos.

El monte Parnaso, majestuoso, blanco y levemente gris en las sombras,presidía el paisaje. En lo alto de su ladera sur la región de Delfos forma unsemicírculo. Los olivos y las encinas trepan por la ladera que remata en losPeñascos Brillantes, una sierra imponente como una muralla obrada por gigantes.Al otro lado del valle, el monte Cirfis cubierto de pinos que atemperan los vientosprocedentes del golfo de Corinto y del mar, los malos vientos del verano.

Los viajeros descansaron junto a la fuente Castalia, donde los antiguossacerdotes de Apolo se purificaban, antes de entrar en el valle del Plisto.Cantacuzanos salió de su habitual mutismo para explicar ciertas cosas.

—Delfos fue un gran santuario en los tiempos paganos, pero ahora es sólounas ruinas solitarias pobladas de serpientes y de lagartos. En su esplendor lassacerdotisas guardaban la tripa umblical del dios, por eso se llama, en las antiguasescrituras, el Santuario Umbilical. La reina del santuario era la Triple Diosa.Entonces todos los valles de Grecia estaban poblados por humanos que la

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veneraban y acudían al santuario para adorarla y ordenar sus vidas. Estabandivididos en cofradías, cada una encarnada en un animal o un pájaro. Cuandouno pertenece a una determinada cofradía no debe comer la carne de su patrón,el perro, el caballo, el jabalí, el tejón, la paloma, el lagarto, lo que sea, porqueesa carne le causará la muerte. Sin embargo en las ocasiones solemnes puede ydebe comerse la carne del patrón para entrar en comunicación con la diosa yfortalecerse en ella.

—Es como una comunión, lo que hacemos los cristianos —intervino el jovenGuido.

Cantacuzanos le dirigió una mirada severa.—Los hechos religiosos pueden parecerse, pero es muy desafortunado que

establezcas un paralelismo entre los ritos de la Abominación y los de nuestraSanta Iglesia.

Guido se sonrojó y miró a Isbela. La muchacha le dedicó una sonrisasolidaria.

—La cofradía abominable se rige por mandamientos precisos y rigurosos —siguió diciendo Cantacuzanos—. Por ejemplo, no se puede tomar mujer uhombre de la misma cofradía pues eso sería incestuoso.

Prosiguieron el camino ascendente entre acebuches y encinas y, después demediodía, llegaron a las ruinas de Delfos. Dejaron pastar a los caballos mientrasacampaban en la explanada de los juegos. El caballero Lucas se retiró aconversar con Cantacuzanos. Guido e Isbela fueron a explorar las ruinas delsantuario.

—¿Qué son esas letras? —preguntó la muchacha mientras señalaba unainscripción.

Eran unas palabras griegas, antiguas, que significaban: « Nada con exceso» .Guido de St. Bertevin no sabía griego, sin embargo, el significado de lainscripción se abrió paso en su corazón con absoluta certeza.

—Nada con exceso —dijo, asombrándose él mismo de su convicción.El templo circular había perdido el techo. Algunas columnas estaban por los

suelos, un par de capiteles corintios formaban corro para asiento de pastores.Entre las losas desparejadas y rotas crecía la hierba. Al fondo, a la sombra deuna higuera que cobijaba un frondoso laurel, encontraron una tumba blanca yredonda con una gran grieta. Guido se sobresaltó al descubrir en medio deaquella soledad a una muchacha bellísima vestida a la antigua moda de lasestatuas antiguas que había visto en los jardines de Constantinopla, con una túnicade seda tan fina que señalaba las redondeces de los senos, las caderas y losmuslos. Era tan hermosa que al contemplarla el muchacho sintió una cálidavaharada que le subía del estómago al corazón.

—¿Ves, como yo, a esa mujer o es un ángel? —preguntó a Isbela. Pero Isbelahabía desaparecido.

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La dama le dedicó una enigmática sonrisa. Hizo una pequeña inclinación decabeza y le indicó con la mano que se acercara. Guido obedeció movido por unafuerza hipnótica que le anulaba la voluntad.

La dama estaba sentada en un trípode de bronce tan alto que los pies no lellegaban al suelo y tenía que apoy arlos en un travesaño.

—Volvemos a vernos Guido de St. Bertevin —le dijo con una voz suave ymusical.

—¿Volvemos a vernos, decís? ¿Me conocéis, señora?Ella ensanchó la sonrisa. Se le formaban dos hoy uelos en las mejillas.

Cualquier galán hubiera dado la vida por besar aquella boca fresca, fragante, conlabios gordezuelos, bermejos entre los que asomaba una hilera de dientecitosblancos.

—Ayer me ay udaste a enderezar mi carga y el monstruo que te acompañabame arregló el carro.

Guido no daba crédito a sus oídos.—¿Vos, la anciana del carro? ¿Aquella mujer decrépita érais vos?—Demostraste nobleza de sentimientos al ayudar a una anciana tan repelente

—observó la muchacha, sonriendo de nuevo—. Por eso voy a concederte lo quenecesitas.

Guido pensó en Isbela. ¿Dónde estaba? Le hubiera gustado tenerla a su ladopara que viera a la resplandeciente muchacha de las ruinas. De pronto se percatóde que probablemente la maga la había hecho desaparecer. Iba a interesarse porella, pero antes de que pudiera formular la pregunta, la misteriosa dama se metióen la boca tres hojas del laurel que crecía a su espalda y comenzó a masticarlascon unción, con la mirada extraviada. El muchacho comprendió que no debíamolestarla.

El mundo se quedó en silencio. No corría la brisa. No volaban los pájaros.Ante los ojos de Guido, una abeja se había quedado inmóvil, suspendida en elaire en pleno vuelo. El único movimiento, en leguas a la redonda, era el de lamandíbula de la maga masticando cuidadosamente las hojas de laurel. Despuésde un tiempo, que Guido nunca supo decir si fue largo o corto, porque también elsol se había detenido en su camino y sólo percibía el lento y acompasado tamborde su corazón latiendo en sus sienes, la maga escupió el amasijo verde de lashojas del laurel y dijo con una voz que parecía salir de las entrañas de la tierra:

—Guido de St. Bertevin, la piedra que buscas, la Intrincada, la tiene elhombre que me mató hace tres días. Prosigue tu camino y no pierdas tu corazón.

—¿Que os mató a vos?—Muero y renazco continuamente. Eso no te debe preocupar. Guido

comprendió que aquel paraje estaba hechizado y que cuando regresara alcampamento y explicara lo ocurrido a sus compañeros les resultaría difícilcreerlo.

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—¿Quién sois, señora? —preguntó.—Unos me llaman la Triple Madre y otros me llaman Abominación. En un

tiempo tuve la grata blancura de la cebada perlada, la de la leche, la de la nieveen la cumbre virgen del Parnaso, la de las flores que crecen en la pradera deltrébol. Ahora algunos se esfuerzan en verme en la blancura horripilante delcadáver, en el ojal llagado de la lepra, en la planta de flores blancas.

La abeja suspendida en el aire reanudó su vuelo con un zumbido y lanaturaleza se puso nuevamente en marcha, la brisa agitaba las hojas de lahiguera, los pájaros gorjeaban en sus ramas o surcaban el aire.

De pronto Isbela volvía a estar junto a su amigo. La había recuperado. Eljoven hizo ademán de abrazarla, pero ella malinterpretó sus intenciones y se zafóágilmente.

—¡Las manos quietas! —advirtió—. ¿A qué viene esa efusión?—Regresemos con los otros y escucha lo que tengo que contar. Encontraron a

sus compañeros conmocionados. Cantacuzanos había trazado con la contera de subáculo un amplio círculo que los encerraba a todos y hacía las señales de unconjuro al tiempo que murmuraba palabras mágicas y miraba a su alrededorcomo si un gran peligro se cerniera sobre él. Cuando terminó, se apoyó en elbáculo para dominar el temblor que agitaba sus miembros y dirigía miradasencendidas al santuario mientras el joven Guido relataba su encuentro con lamaga de las ruinas:

—Esa mujer era la pitonisa —dijo Cantacuzanos—, una antigua servidora dela Abominación. Las hojas de laurel que masticaba la ay udan a entrar en tranceoracular. En los tiempos paganos mucha gente peregrinaba a este santuario parasometerse al consejo de la pitonisa. Entonces no necesitaba laurel porque lagrieta del santuario despedía todavía gases hidrocarburos e hidrosulfuros,principalmente metano, etano y etileno, que le provocaban el trance, ypronunciaba frases sin sentido, palabras inconexas que un sacerdote de Apoloanotaba cuidadosamente para extraer de ellas el mensaje. La planta de floresblancas de la que te habló es la cicuta, la venenosa y abominable que en estosprados y en estos bosques abunda mucho, así como el trébol. Estos tréboles quenos rodean son la imagen de la Triple Diosa, de la Abominación, porque sus treshojas se unen en un mismo tallo.

—¿Qué haremos ahora? —dijo Lucas de Tarento.—Proseguir nuestro camino. Me temo que una vez más se nos ha adelantado

el servidor de la Abominación. Él tiene la piedra Intrincada.—¿Y la Puerta?—El joven Guido la ha franqueado, de otro modo no se habría encontrado

con la sierva de la Abominación. Creo que ahora debemos proseguir nuestrocamino y escapar cuanto antes de estos parajes malditos. No estoy seguro de quemi magia nos proteja en un lugar tan infecto.

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Lucas de Tarento pensó que quizá el miedo obnubilaba la mente poderosa deCantacuzanos, pero se abstuvo de expresar sus dudas. El mago era el único quepodía interpretar la Mesa de Salomón, si un día conseguían rescatarla, pero, porotra parte, no era la persona más adecuada para afrontar los peligros queacarrearía la búsqueda de las Doce Piedras y de las Siete Puertas.

El antiguo templario salió a pasear en la soledad de la noche apacible. Cercade él la Dama de la Rosa Azul respiraba los efluvios vegetales del bosque con losojos cerrados, en extraña paz. La presencia del hombre a veces turbaba sunaturaleza y despertaba en ella recuerdos de emociones dormidas hacía siglos ymarcadas por una inmensa desazón. Tantas lunas desde entonces, tanta soledadcontenida en un instante, y ese saber que todo era un puro espej ismo de luz en elque los humanos a veces extraviaban la razón.

—Habladme de vos, de vuestro pasado, de vuestras tierras —rogó el antiguotemplario que deseaba prolongar aquella noche y no quería despertar.

La dama, jugueteando con una rosa azul entre sus dedos, esbozó una sonrisa.—Desde el círculo de piedras veo, a través de la niebla, puntos de luz. Cierro

los ojos y al abrirlos, los difusos gigantes de piedra se pierden en la densa niebla.Veo un paisaje verde y gris, un bosque lejano en el oeste, un baile de gigantespetrificados en el norte, una lengua de hielo que desemboca en el mar brumoso.Los druidas viajaban de un extremo a otro de las islas, desde los círculos, en lastierras altas.

—El regato discurre colina abajo, plateado a la luz de la luna —la dama cerrólos ojos, evocando—. Sólo hay que escuchar los susurros de esas piedras, el cantode la hierba, para sentir la protección de la poderosa luna, de las mismas entrañasde la tierra de la que provengo, lo que soy.

Lucas de Tarento se sentía prendido en el susurro de aquellas palabras comoen una invisible red. Aquella presencia le proporcionaba paz inmediata en losinstantes de desaliento.

—En el difuso amanecer gris y violeta, ¿no sientes el incendio frío de la vidadevorando lo viejo, despertando lo nuevo, creciendo, incubando, sanando,hiriendo, matando, pariendo, dando la vida, amamantando al mundo?

La dama y el guerrero caminaron unos pasos por la orilla del arroyo que unclaro de luna iluminaba como un camino. Se detuvieron frente a frente, ensilencio. Durante un instante infinito sus miradas se encontraron y el silencio losrodeó con su abrazo mientras el caballero, impelido por una misteriosa fuerza,acercaba lentamente sus labios sedientos a los de ella. Cuando apenas el espesorde un pétalo separaba sus bocas, la presencia de la Dama Azul se desvaneciódejando en el aire la suave inconfundible fragancia de la rosa.

—Buenas noches, mi estrella del alba, mi dama misteriosa —dijo Lucas deTarento.

En la oscuridad, en el sueño, sintió estremecerse su corazón.

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CAPÍTULO XXIX

La taberna La Cogorza Vespertina tenía en la puerta un tablón con la silueta de unbarril, señal de que todavía quedaba vino de la cosecha del otoño anterior. Elestablecimiento estaba situado a la entrada del pequeño puerto comercial dePatrás, en un extremo del caserío que se cobijaba en la falda del cerro delcastillo.

Sven le Berg entregó su caballo a un mozo y penetró en el local, una salaamplia como un granero, con columnas de madera, que sostenían un techo defuertes vigas sin desbastar. El salón era capaz de albergar a cien personasdistribuidas en mesas cuadradas y rectangulares. Bancos colectivos y taburetesindividuales complementaban el mobiliario. A aquella temprana hora sólo habíauna docena de clientes, ruidosos marinos que bebían cerveza o hidromiel. Sven leBerg se sentó en una mesa apartada, junto a la ventana, desde la que podríavigilar el camino de acceso al castillo. Acudió una moza de mesón, joven, con lacara llena de pecas, bien parecida, el justillo apretado para resaltar unos encantosque formaban parte de la oferta del establecimiento.

—¿Qué tomará el caballero? preguntó con voz pastosa e insinuante. Dosmarineros algo beodos se dieron con el codo y atendieron a la petición delforastero.

—¿Tienes vino?—El mejor vino de Patrás, de los viñedos de los monjes del Megaspileion —

dijo la camarera santiguándose piadosamente al mencionar el monasterio. Elgesto devoto contrastaba con el tono insinuante de las palabras. Se había inclinadoun poco para que el viajero, que parecía pudiente, además de guapo, lecontemplara el canalillo.

—Tráeme una jarra de vino, ensalada con queso de cabra, un plato de carney una torta de pan —ordenó el caballero.

La camarera le sonrió y se retiró contoneándose. Al pasar cerca de losmarineros uno de ellos le intentó palmear las nalgas, que eran firmes yapetitosas, pero ella le adivinó las intenciones y lo esquivó.

El marinero, que había fallado la palmada y al que además le había faltadopoco para perder el equilibrio y caer al suelo, se encaró con el caballero.

—¿La puta parece que se reserva para este potentado que bebe vino?¿Comercias en alguna nave? ¿Dónde tienes a tu tripulación? El caballero nocontestó. Se limitó a mirar a la calle del castillo a través de los visillos encerados.

—¡Estoy hablando contigo! —gritó el marinero, impaciente—. ¿Es que eressordo?

Sven le Berg apartó la mirada de la ventana y examinó al que lo interpelaba.

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No le respondió. Tan sólo sonrió enigmáticamente y continuó mirando a la calle.Pasaron unos minutos. Regresó la camarera con la jarra de vino, la ensalada

y la fuente con la carne y el pan. El caballero le hizo una inclinación agradeciday comió con apetito y corrección, sin escupir los huesos en el suelo, ni sorberruidosamente de la jarra. Es más, después de cada trago se limpiaba los labioseducadamente con el dorso de la manga.

Estas muestras de civilidad molestaron aún más al marinero camorrista, queno le quitaba ojo de encima. Finalmente, no aguantó más y se levantó de unbrinco haciendo rodar el taburete.

—¡Te estoy hablando a ti, maldito hijo de puta! —gritó dirigiéndose a Sven.—¡Dale, Rufus! —lo animó uno de sus camaradas, un pelirrojo enteco con la

voz beoda—. Que aprenda a respetar al contramaestre de La Libélula Dorada.El tal Rufus era alto y fornido, con el cuello más ancho que la cabeza, el tórax

como, el de un toro y dos brazos como dos jamones que brotaban de su zamarrasin mangas. La nariz partida de los púgiles y la boca grande y gruesa asentadasobre un mentón ancho y prominente le conferían un aspecto brutal. Atravesó lasala a grandes zancadas, que hicieron temblar los platos en los armarios; y seplantó ante Sven.

—¿Me oyes ahora, mequetrefe?El viajero rubio miró a la mole humana con expresión apacible.—Te oigo, pero no tengo nada que decirte —respondió con voz tranquila—.

Déjame en paz.Y continuó comiendo con buen apetito. El gigante abrió mucho los ojos y

boqueó un par de veces. Le costaba creer lo que había oído. El forastero lodesafiaba delante de la peña en pleno y además lo estaba dejando en ridículo.Aquello no podía quedar así. Adelantó una mano enorme, con dedos quesemejaban un manojo de pollas, introdujo el índice en el plato de Sven, loembadurnó bien en la salsa, se lo llevó a la boca y lo chupó con fruición. Lasalsa, que era de almendras, con ajo, cebolla, pan frito machacado y un chorritode vino, estaba estupenda. El gigante repitió la operación. Los espectadoresestallaron en una carcajada al ver que Sven dejaba de comer y miraba el platocon expresión de asco.

—Si tienes hambre puedo invitarte a un plato de carne —le dijotranquilamente.

—¡Quiero este! —dijo el gigante.—¿El mío?—El tuyo.Los parroquianos se habían acercado y se partían de risa. Sven parecía

pensárselo.—Está bien —dijo al cabo—. Adelante, si quieres, pero tendrás que

comértelo todo, huesos y plato incluidos.

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Sven apartó el taburete y se levantó. De pie apenas llegaba a la barbilla algigante, que lo miraba con petulancia, con sus oj illos acerados mientras sonreía.« Se lo va a comer crudo» , oyó Sven a su espalda.

—Es mejor que lo dejemos ahora, antes de que nos hagamos daño —lesugirió al gigante.

Rufus y sus amigos rieron a coro.—¡Ten cuidado Rufus, que puede hacerte daño! —advirtió una voz. Una

nueva carcajada coral celebró la ocurrencia.El forastero no parecía muy dispuesto a combatir, pero los amigos de Rufus

se habían situado a su espalda, para cortarle la huida. Rufus dejó de reír. Derepente se puso serio y adoptó la postura de los luchadores, las rodillasligeramente flexionadas y las manos listas a media altura. Su oponente parecíaalgo intimidado.

—Anda —lo invitó con voz ronca—. Hazme tragar el plato.El forastero no se hizo de rogar. Propinó un súbito cabezazo en la nariz del

gigante, que se partió con un chasquido de madera seca y comenzó a sangrarabundantemente, y antes de que Rufus encajara el golpe aprovechó que habíaabierto la boca para espetarle en ella el lebrillo de loza basta vidriada con talfuerza que saltaron los dientes delanteros, se rajaron las comisuras de los labios yel borde del recipiente quebró las articulaciones de la mandíbula inferior, quequedó colgando sobre el cuello en medio de un vómito de sangre. El gigante sedesplomó mugiendo como un toro herido y profiriendo lamentos ininteligibles.

—Te advertí que te tragarías el plato —le dijo Sven con una sonrisacompasiva, y, desentendiéndose del herido, se volvió hacia los que lo jaleabanjusto a tiempo de sorprender a uno de ellos que se había adelantado e intentabaapuñalarlo por la espalda.

—Si no te apartas morirás —le advirtió Sven.El otro atacó ciegamente, con el arma por delante, pero el forastero esquivó

la cuchillada y zancadilleó a su agresor haciéndolo caer al suelo. El agresormasculló una maldición e hizo por levantarse, pero recibió un puñetazo en la sienque lo dejó tumbado e inmóvil.

El mesonero, que había asistido a la escena con indiferencia profesional, seabrió paso entre los curiosos y vació un cubo de agua sobre la cabeza del caído.

—Despierta, Macaro.Macaro no se movió.El gigante Rufus, sentado en el suelo, lloriqueaba sosteniéndose la mandíbula

rota. Unos cuantos camaradas lo sacaron a la calle y lo acompañaron alcirujano.

El caballero había vuelto a su mesa, se había sentado tranquilamente y sehabía servido vino.

—Despierta, Macaro —insistía el posadero mientras abofeteaba al caído.

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—No creo que puedas despertarlo: está muerto —dijo Sven.Alguien le acercó un espejo a la nariz. Otro, le tomó el pulso. Macaro estaba

muerto. Los marineros se miraron entre ellos, enfurecidos.—¡Ha matado a Macaro!Salieron a relucir algunos cuchillos. Los marineros que estaban más lejos

apuraron sus cervezas y se aproximaron. Una docena de hombres decididos,algunos de los cuales eran piratas bragados, estrechó el cerco en torno alforastero que, al verlos venir, se puso de pie y desenvainó una daga corta ygruesa que llevaba en la bota derecha.

—La muerte llama a la muerte —sentenció una voz profunda a la espalda delgrupo—. ¿Veo que algunos tienen prisa por morir?

Volvieron las cabezas. El que había hablado era un clérigo alto vestidoseveramente de negro de la cabeza a los pies que sostenía un extraño báculoterminado en forma de T. Llevaba en los hábitos el polvo del camino y de suespalda colgaba de una cinta el sombrero de grandes alas de los viajeros. Svenreconoció a Asmodeo de Sinán.

—¿Quiénes quieren morir? —repitió adelantándose hasta situarse en el centrodel grupo.

Los marinos percibieron claramente el olor de la muerte, dulzón, a florespodridas, y vieron en la palidez del mago la señal de la Abominación. El queparecía el jefe de la cuadrilla guardó su cuchillo y dijo:

—Este hombre es un guerrero, un soldado asalariado o un desertor. Ha venidoa nosotros con engaños, haciéndose pasar por un simple caminante y nos haasesinado a un hermano y malherido a otro con ardides. ¿Quién se hará cargoahora de la viuda y de los cinco huerfanitos que deja Macaro y de las curas yboticas que necesitará Rufus?

Asmodeo se expresó con voz tranquila y profunda:—En primer lugar, la viuda de Macaro que dices es una puta traj inera que se

ganará muy bien la vida sin ayuda del difunto. Del mismo modo, los huérfanoses mucho suponer que sean hijos del muerto porque los pudo engendrar decualquiera de vosotros, excepto el menor que es de este pelirrojo que azuza a losdemás para disimular su cobardía. En segundo lugar, ese Rufus, que finalmenteha encontrado la horma de su zapato, no precisa de cirujanos ni de boticas:morirá dentro de tres días, cuando la lengua hinchada lo ahogue y vosotrosmismos lo degolléis para evitarle sufrimientos. Y ahora dejadnos en paz a estehombre y a mí si no queréis que ocurran más desgracias.

Los marineros comprendieron que tenían delante a un ser maligno, a unmago capaz de predecir el futuro con precisión y se amedrentaron. El grupo sedisolvió rápidamente. Algunos recordaron súbitamente quehaceres inaplazables yotros se retiraron a las mesas del fondo, murmurando justificaciones paradisimular su cobardía.

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Asmodeo acercó un taburete a la mesa de Sven y se sentó. Palmeó dos vecesy acudieron solícitos varios mozos del mesón. Les señaló al muerto y los mozoslo levantaron y se lo llevaron a la corraliza trasera para alimentar a los cerdos,según la incivil, pero higiénica costumbre del Peloponeso. Aunque sólo lo hacencon los que mueren en pecado, sin confesión.

Sven le Berg, mientras tanto, desentendido de cuanto ocurría a su alrededor,había solicitado un segundo plato de carne, que la camarera se apresuró a traerle,y lo comía con apetito, rebañando la salsa especiada con sopas que pellizcaba dela torta de trigo. El vino era rojo, oscuro y espeso, como suelen ser los caldosegeos. Terminó de comer bajo la atenta mirada del clérigo y eructó débilmente.Sólo entonces elevó sus ojos azules al visitante, como diciendo, qué se te ofrece.No se alegraba de verlo.

—Ya sé que no has provocado esta reyerta —admitió Asmodeo—, perotampoco te has esforzado en evitarla. Sería mejor que fueses más prudente eintentaras pasar desapercibido. Estamos en los dominios del basileo. Losbizantinos tienen espías por todas partes. En el castillo hay una guarnición demercenarios sirios. Si alguien les diera un soplo no dudarían en venir por ti parahacer méritos.

Sven le Berg asintió en silencio, pero su mirada era hostil.—¿Tienes la piedra de Delfos? —preguntó Asmodeo suavizando el tono.El guerrero asintió. Se palmeó la faltriquera que pendía de su cintura, pero no

hizo ademán de mostrar la Intrincada.—¿Te resultó difícil?Se encogió de hombros.—Sven le Berg, brazo fuerte —suspiró Asmodeo resignado, pero en su

mirada gris había un brillo de verdadera admiración—. Mi buen amigo, creesque has matado al dragón y en realidad has matado a la cautiva.

—No había cautiva alguna —replicó el guerrero—. Sólo el dragón en sucaverna y en la antesala las cadenas y el pilar de piedra donde la cautiva estabaatada.

—El dragón mismo era la cautiva, la dragona que guarda la sabiduría y elmisterio de las aguas, la diosa, la cautiva desnuda y hermosa con sus ajorcas, suscollares de coral, sus cadenas de oro, esas son las cadenas de la roca, los grilletes.El caballero del sol que mata al dragón es un ciego ejecutor de lo que noentiende.

—¿Qué puedo hacer ahora?—Te has adelantado por segunda vez a Lucas de Tarento y a los sicarios del

Papa. Ahora ellos se dirigen a Venecia. En la capilla de las reliquias de sanMarcos los esperan las tres piedras siguientes. Debes adelantarte a ellos.

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CAPÍTULO XXX

Los viajeros prosiguieron su viaje por el camino de Amfissa, una aldea depastores con pobres chozas de barro y paja donde pernoctaron en un cobertizo ydurmieron sobre mullidas zaleas de oveja que los pastores les proporcionaron. Aldía siguiente desayunaron un buen cuenco de gachas de cebada y bellota molidacon tropiezos de higos secos, antes de descender hasta el embarcadero de Ilea, enel golfo de Patrás, donde los esperaba una galera con la enseña del basileo. Elcapitán pareció decepcionado al verlos aparecer.

—¡Gracias a la Virgen de Blanquernas que estáis sanos y salvos! —exclamó—. La señora ha escuchado mis plegarias porque por un momento pensé que noregresaríais de Delfos, esa maldita tierra habitada de demonios, la madriguera dela gran corrupia. Pensaba zarpar mañana, después de rezar un responso porvuestras almas. El basileo, cuya vida prolongue Dios muchos años, cree quepuede disponer a su antojo de los territorios sujetos a su dominio, pero allá dondehabita la Abominación no hay autoridad que valga y ha sido una temeridad queviajarais a Delfos. ¿Habéis conseguido al menos lo que buscáis?

—Sí —mintió Cantacuzanos—. Ha sido un viaje muy provechoso.Cantacuzanos no se fiaba del capitán, un tracio menudo con una oreja de cueroque le cubría una antigua mutilación propia de ladrones, y un gorro cretenseencasquetado hasta los ojos con el que ocultaba el lirio florentino impreso con unhierro al rojo en medio de la frente, que evidenciaba su pasado como esclavo dela república del Arno.

Embarcaron enseguida y zarparon con rumbo a Patrás, el puerto que guardala entrada del golfo, donde el capitán les agenciaría una nave veneciana que loscondujese a Italia.

Fueron dos días de agradable viaje, impulsados por una ligera brisa, sinperder de vista las tortuosas costas de la Fócida, a sotavento y de Acaya, abarlovento. Algunas veces se cruzaban con otras embarcaciones menores,cargueras de las salinas de Eupalión, o pesqueros cuyos tripulantes, mediodesnudos, se descubrían respetuosamente y saludaban la galera imperial.

El puerto estaba desierto. Sólo quedaba media docena de menudasembarcaciones que se balanceaban lánguidamente amarradas al muelle de lospescadores.

Mientras sus compañeros desembarcaban la impedimenta y los caballos,Lucas de Tarento se adelantó para interrogar a uno de los pescadores viejos queremendaban redes en la explanada.

—No tengo buenas noticias —comunicó de regreso—. Esta misma mañanahan partido dos carracas venecianas y una galera pisana. No esperan navío

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mayor hasta dentro de cuatro días.—No es problema. Podemos esperar —dijo Cantacuzanos.—El problema es que un guerrero rubio pasó por aquí hace dos días y mató a

un hombre y malhirió a otro. Luego se embarcó en uno de los navíos, el que iba aTrotona y a Siracusa.

—¿Sven le Berg?—Me temo que sí. Cantacuzanos se sumió en sus pensamientos.—Siempre se nos adelanta —murmuró como para sí—. Ya tiene dos piedras,

que sepamos, la del Viejo de la Montaña y la de Delfos. En Venecia hay trespiedras. Debe de ser su próximo objetivo. Si desembarca en Trotona, al pie de labota italiana, puede dirigirse al norte por tierra o, quizá más rápidamente pormar, en uno de los bajeles que hacen la ruta del Adriático.

Lucas estuvo de acuerdo.—En este caso —dijo—. Hay que darse prisa. Debemos llegar a Venecia

antes que él.

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CAPÍTULO XXXI

El viento impulsaba a La Muchacha Sonriente, una carraca pisana de tresmástiles, con velas triangulares, cargada de paños damascenos, cerámicabizantina y cobre en lingotes con destino a Trotona. El capitán, Odón el Calvo, unrenegado tunecino a sueldo de los Fusta, la familia de armadores pisanos, habíaaceptado embarcar a un germano rubio que estaba dispuesto a pagar una elevadasuma por su pasaje, cinco besantes de oro por él y tres por el caballo. No era laprimera vez que Odón el Calvo se aprovechaba de un viajero en apuros. Dehecho, los ocasionales viajeros que aceptaba en las escalas intermedias de subuque raramente llegaban a su destino. El rubio era un caso claro de negociofácil y saneado. Parecía bastante pudiente y estaba lo suficientemente apuradopara comprar a buen precio un pasaje en el primer navío que había encontrado.Le interesaba poner tierra, o agua, por medio porque había matado a un hombrey malherido a otro en una reyerta tabernaria, en Patrás.

Odón el Calvo, acodado en la borda de su nave, se sonrió. Barruntaba lasganancias, como las golondrinas barruntan la lluvia. Tenía un olfato tal quemirando una nave o a una persona sabía el montante aproximado del oro o lapimienta que transportaba. Era como un instinto, como un sexto sentido cuyaoficina radicaba en algún punto de su ancha nariz: olía la ganancia. Otracaracterística suya era la absoluta falta de escrúpulos cuando venteaba unaoportunidad de aumentar sus ingresos. Por eso, en cuanto se hizo de nochedespués del primer día de navegación, ya rebasadas las islas de Cefalonia eÍtaca, cuando costeaban Leukas para enfilar el Adriático, se presentó con doshombres fornidos y armados de sables, ante la camareta que ocupaba elpasajero, a la popa del navío. Primero llamó con cierta precaución, como sitemiera despertarle, y luego palmeo francamente la puerta para cerciorarse deque la droga había surtido efecto. El guerrero rubio había adquirido una garrafade vino de Zakintos antes de embarcar y Odón el Calvo se había ocupado,mediante una discreta señal, de que el tabernero le añadiera un potente narcóticode destilaciones de beleño y mirra, el licor de Mantua, lo que le garantizaba unprofundo sueño.

Odón el Calvo intentó abrir la puerta, pero estaba atrancada por dentro. Seapartó y le indicó a uno de sus hombres que la abriera. El esbirro tomó distanciay embistió contra la puerta que cedió en sus goznes con un chasquido de maderasrotas.

El pasajero dormía como un leño sobre el camastro.—¿Lo degüello patrón? preguntó el que había hecho saltar la puerta. Odón el

Calvo le dirigió una mirada reprobatoria.

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—No seas asno, ¿qué quieres, poner todo esto perdido de sangre? Tiradlo porla borda y que alimente a los peces.

Los dos hombres levantaron al rubio, uno de las axilas y otro por los pies y lollevaron a cubierta. Mientras tanto, Odón el Calvo registró el equipaje de suvíctima con hábiles manos. Había un rollo pesado que contenía una buena cota demalla y una camisa larga, el equipo de un guerrero en oriente. Quizá le dieranpor él quince besantes venecianos. Había una espada y dos dagas, lo que suponíadoce o trece besantes más, una silla de arzón, propia de guerrero franco, un parde buenas botas, unas alforjas con dos camisas, una capa de invierno y uncinturón azul. Por el caballo darían veinte besantes, en total vendiéndolo todo,unos cincuenta y cinco besantes a los que cabía añadir los cinco que le habíanofrecido los marineros de Patrás si lo eliminaba. ¿Y el oro? Odón el Calvoregistró nuevamente los enseres. Nada. Miró bajo la alfombra. Ni rastro del oro.Volvió a la silla de montar y levantó la cobertera de cuero. Allí estaba. En uncompartimiento secreto había sesenta besantes de oro y dos piedrassemipreciosas. Se guardó el dinero y se quedó mirando las dos piedras en lapalma de la mano. « ¿Qué puede valer esto?» , se dijo. Las miró al trasluz. Asimple vista eran meros cristales llenos de impurezas, aunque la talla parecíaantigua. En realidad ni siquiera estaban talladas, si acaso pulidas. Quizá un joy erodel Lido le diera un par de cobres por ellas, no más. Podrían servir para tallar lafalsa pedrería para el colgante de alguna cortesana.

En conjunto la eliminación del guerrero rubio no había sido tan buen negociocomo esperaba.

Los dos esbirros aparecieron nuevamente en la puerta.—Ya acompaña a los peces, jefe.

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CAPÍTULO XXXII

Después de cinco días de viaje a bordo de la galera especiera La Traj ineraJoyosa, con una breve escala en Split para embarcar plomo en barras, losviajeros llegaron a Venecia.

Cuando avistaron Chioggia, Cantacuzanos señaló la línea de costa y explico:—Ahí la tenemos, la Serenísima República, una islita ocupada totalmente por

los arsenales, los palacios, los talleres, y los inmuebles donde los ricos convivencon los pobres y aún con los mendigos, como sardinas en barril. No veréis unpalmo de tierra: todo son construcciones de mármol, de ladrillo o de tierra,muchas de ellas sin cimientos siquiera porque las levantan sobre un bosque demaderos clavados en el barro de la laguna.

—¿Cómo puede ser una ciudad tan poderosa, si no tiene tierra? —preguntoGuido—. ¿De dónde sacan los panes, las minas, la leche, las canteras y la carne?

—Les sobra dinero para comprar todo eso. Para los venecianos el mundo sedivide en dos partes: la Dominante, como llaman a su ciudad, y Terraferma, latierra firme, que es el resto. Dos reyes de la Terraferma pueden matarse por unmetro cuadrado de tierra; los venecianos no le dan a eso ninguna importancia.Para ellos, lo único que vale la pena es el comercio, el dinero. La cristiandad estállena de extensos reinos regidos por reyes arruinados y entrampados hasta lascejas. En Venecia hay mercaderes más ricos que cualquier rey de las tierras,más ricos que el Papa, más ricos que el califa de Bagdad, más que el basileo deConstantinopla. Venecia domina el comercio, compra barato y vende caro. Sured de agentes y puertos francos se extiende por todo el Mediterráneo y por otrosmares, incluso por tierra de infieles, y no me refiero sólo a la de los sarracenos,sino a lo que hay más allá en las estepas habitadas por los orcos y en los confinesde Oriente, donde nace el árbol de la pimienta y labra su capullo el gusano de laseda. El poder de Venecia reside en el mar. Su flota es más potente que el restode las flotas juntas. Cuando necesita un ejército para guerrear por tierra, locompra. Venecia sola puede enfrentarse con cualquier reino cristiano, porpoderoso que sea, y vencerlo, incluso sin verse en el campo de batalla. Losembajadores venecianos conocen el arte de los sobornos y son muy capaces dequebrantar voluntades con la caballería de la Serenísima.

Guido se mostró muy interesado.—¿Entonces, tienen buena caballería?—La mejor, sin cotas de malla que críen herrumbre, ni caballos a los que

alimentar.—No os entiendo, padre Jorge.Cantacuzanos le dedicó una de las sonrisas que raramente prodigaba. La

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convivencia y los peligros comunes que habían sorteado últimamente parecíahaber limado algunas aristas de su carácter:

—¡El oro, muchacho! —exclamó—. Los sobornos. Si un rey guerrea contraVenecia, sobornarán a su general en víspera de la batalla y si el general no sedeja, comprarán a sus coroneles o a los regimientos. Ningún rey con dos dedosde frente osa enfrentarse a la Serenísima. Hasta el Papa se esfuerza porcongraciarse con ella.

—¿Compran a cualquier persona? —se escandalizó Guido.—A cualquiera. Casi todo el mundo tiene un precio.—¡Yo no me vendería por nada!Lucas de Tarento se sonrió con tristeza.—¿Estas seguro? —inquirió Cantacuzanos. El muchacho afirmó con

rotundidad.—¿Y si te prometieran a la muchacha que amas? —preguntó malévolamente

el clérigo.Guido titubeó. Se sonrojó hasta la raíz del cabello. No se lo había planteado,

pero probablemente haría cualquier cosa por conseguir el amor de Isbela.—Todos tenemos un precio —sonrió Cantacuzanos—. La cuestión es dar con

él. No todo se paga en dinero. Y los espías de la Serenísima se especializan enaveriguar el precio de cada enemigo y de cada amigo.

La nave se deslizó por la desembocadura del Canal della Fundamenta caminodel puerto interior que llaman el Gran Arsenal. Decenas de embarcacionesmenores y de navíos de los más diversos tonelajes circulaban en una u otradirección, siguiendo corredores fluviales señalados con banderas flotantes. Lucasde Tarento, que había servido un tiempo en las naves templarias de La Rochele,le señalaba a Isbela las distintas clases de navíos venecianos:

—Aquel es el arsenal de la marina de guerra —explicaba—. Las galeras másaltas, con torre de madera para los arqueros, son las cuadrirremes; las más bajasson trirremes.

—Son bastante feas —observó la muchacha—. ¿Por qué las parchean denegro?

—Lo que parecen parches son placas de cuero tratado con una sustanciaignífuga que protegen el maderamen del fuego griego.

Isbela recordó los devastadores efectos del fuego griego en las galerassarracenas del puerto de Acre, meses atrás, cuando el caballero Lucas deTarento la rescató del palacio de Muley Osmán. Desde entonces habían ocurridomuchas cosas, había viajado y había visto mundo. No estaba muy segura dequerer acabar aquel viaje que forzosamente tendría que concluir en cuantollegaran a Provenza y la devolvieran a su padre.

—¿Y aquellas naves enormes? —preguntó Guido señalando una fila degrandes navíos de alto bordo.

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—Esos son los gatti. Son castillos flotantes provistos de catapultas, trabuquetesy potentes balistas capaces de atravesar un árbol. Las maniobran doscientosremeros, además de las velas. Los venecianos compran orcos en los mercadosde oriente para que remen en esos monstruos. Un hombre normal no podríamanejar un remo de doce metros de largo y cuarenta kilos de peso.

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CAPÍTULO XXXIII

Sven cayó al oscuro mar y se sumergió en las aguas del Adriático todavíainconsciente a causa del narcótico. No obstante, el brusco contacto con el aguahelada lo reanimó y cuando salió a la superficie el instinto le dio fuerzas paramover los entumecidos miembros y mantenerse a flote. La luna estaba en sucuarto menguante, pero su luz le permitió divisar la popa del navío que se perdíaa lo lejos. Sven fue recobrando el conocimiento y comprendió que lo habíandrogado para robarlo y lo habían arrojado al agua. Miró las estrellas y, despuésde orientarse, giró en derredor en busca de la costa. Crey ó ver en el horizontealguna luz, pero bien podría ser una alucinación de sus sentidos alterados por ladroga. Habían pasado varias horas de navegación y seguramente se encontrabana demasiada distancia de la costa. Quizá cuando amaneciera pudiera ver algo.Mientras tanto se limitó a mantenerse a flote, con leves movimientos de laspiernas y de los brazos, ahorrando energía.

Cuando amaneció estaba extenuado, pero vio venir a lo lejos una velatriangular que aumentaba de tamaño a medida que se aproximaba. Después detodo tenía suerte de que lo hubieran arrojado en la ruta habitual de navegaciónentre Split y Ancona.

El vigía de La Rozagante Arbórea, una tarida veneciana con cargamento demadera, avistó al náufrago y lo comunicó a su capitán, Giorgio Bonafede, unalbanés gordo y colorado, de los del cogote rollizo, un hombre de buen corazónque al instante ordenó botar la chalupa para recoger al náufrago.

—¿Quién eres? —le preguntó Bonafede cuando lo tuvo en cubierta mientrasle abrigaba el cuerpo aterido con una manta.

—Me llamo Sven le Berg. Mi señor ha muerto en la toma de Acre y y oregreso a Alemania para comunicárselo a su noble viuda. No estoy habituado anavegar, salí a tomar el aire y debí de marearme y caer al mar. Me temo quenadie a bordo ha advertido mi desgracia.

Bonafede sonrió y le palmeó el muslo.No te preocupes. Dentro de tres días estarás en Venecia. Te inscribes en el

registro de los pobres, comes de balde unos días y en cuanto recobres tu vigorpodrás reanudar tu camino.

—No tengo con qué pagaros el pasaje —aventuró el guerrero.—No hace falta que lo pagues. San Marcos nos favorecerá por esta buena

acción.En esto llegó el cocinero con una taza de caldo caliente y unas sardinas secas

y Bonafede regresó a sus ocupaciones dejando al náufrago en paz.Después de cenar, Sven, agotado por las emociones, se durmió como un leño.

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Soñó que atravesaba una región devastada por la guerra, las aldeas quemadas, lostrigales incendiados, los árboles talados, los buitres hartos de carroña a lo largo delos caminos, muerte y desolación por doquier bajo un sol abrasador. En su sueño,Sven se moría de sed y lo asaltaba la certeza de un manantial fresco a la sombrade una roca en algún lugar del horizonte. Con los pies sangrantes y los labiosagrietados e hinchados, el extraviado llegó por fin a la caverna profunda quealbergaba la fuente y arrojándose de bruces en el arroyo bebió del agua delgaday fría hasta que sació su sed. Entonces, al levantar la mirada vio unos piesdescalzos delante de sus ojos. Se puso de pie y encontró la familiar figura deAsmodeo de Sinán.

—Me alegro de verte Sven le Berg. He puesto en tu camino este navío que tellevará a Venecia para que cumplas tu destino. En Venecia conocerás a la esposade Giorgio Querini, el secretario del dux. Esa dama, un putón desorejado que lepone los cuernos al marido, que es paciente, lleva al cuello una llave mágica queabre la arqueta secreta que está bajo la cama de Querini. En la arqueta secretaestán las tres piedras de san Todaro (las que los vénetos le entregarán a Lucas deTarento son falsas). Te haces con ellas, y sales de la ciudad por el camino de losAlpes porque debes buscar las otras dos piedras, la Fogosa y la Intrincada, que tearrebató Odón el Calvo.

Cuando despertó, lo recordó todo tan pormenorizadamente como si loacabara de vivir. Notaba un escozor en la mano, la abrió y sobre la palmadescubrió la marca de Asmodeo, el que lo había visitado en sueños.

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CAPÍTULO XXXIV

Mientras Sven le Berg cavilaba sentado sobre un rollo de cordaje en la cubiertade La Rozagante Arbórea y consideraba los cambiantes rumbos de la fortuna quetan pronto te aúpa como te hunde, al otro lado del Adriático, el navío quetransportaba a Lucas de Tarento y los suyos atravesaba la Gran Dársena deVenecia, el puerto mercantil de la ciudad, y enfilaba hacia su atracadero. A losojos de los viajeros se ofrecía un impresionante panorama: una aglomeración denaves de transporte, las gombaria, las tarida, las bucius, como ninguno de elloshabía visto hasta entonces. Pedro el Raposo contó más de doscientas.

—¡Parece mentira que haya en el mundo bosques suficientes para construirtal cantidad de barcos y tan grandes! —exclamó el joven Guido.

Normalmente no hay tantas naves en Venecia —explicó Lucas de Tarento—.Esta concentración ocurre dos veces al año, al comienzo del otoño y enprimavera, cuando la Serenísima decreta caravana magna. Una vez en alta marse dividen en caravanas más pequeñas que se dirigen a distintos destinos: la de laRomanía, que va a Constantinopla; la de Alejandría, que va a Egipto; la de Siria;la de Tana, en el mar Negro.

La nave atracó entre dos colosales bajeles. Un fornido semiorco, esclavo dela Serenísima, del servicio del puerto, tendió la pasarela de tablas. Los pasajerosdesembarcaron con sus caballos de reata. En el muelle un funcionario deaduanas, con su gorro rojo y su esclavo tracio que le portaba el quitasol, el tinteroy la carpeta, examinó cuidadosamente los pasaportes signados por la oficina delPapa y por el canciller del basileo, con sus lacres y sus cintas. Cuando los dio porbuenos sacó el libro de Registro de Forasteros, que el esclavo llevaba en un zurróncolorado, y anotó cuidadosamente los nombres de los viajeros. JorgeCantacuzanos admiró la caligrafía véneta, que es redondilla y con lasprolongaciones inferiores compactas, como indicando la ciudad palafítica.

—Ya sabéis que mientras permanezcáis en la ciudad estáis sujetos a las leyesde la Serenísima —advirtió el funcionario formalmente—, y no hayrecomendación que valga si vulneráis las ordenanzas.

—Lo sabemos —dijo Lucas de Tarento.El cagatintas lo miró con recelo. No hacía mucho que venecianos y

normandos de Sicilia se habían enfrentado por el dominio del Adriático.Finalmente se habían impuesto los venecianos, pero muchos normandos nohabían dado el asunto por zanjado. Aquel normando no parecía ser una personatan pacífica como sus palabras mostraban.

El funcionario miró a Gorgo, vestido con un chaleco y unos zaragüellessarracenos, y no pudo reprimir una mueca de asco.

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—¿A quien pertenece el orco? —preguntó.—A nadie —intervino Guido con firmeza—. Es un hombre libre.—No es un hombre, es un orco —corrigió el veneciano con una despectiva

sonrisa—. ¿Quién se responsabiliza de él?—Yo —dijo Guido.—Entonces debes saber que no puede circular solo por la ciudad. Si la guardia

lo ve solo, lo apresará, lo cargará de cadenas y lo meterá en los presidios delarsenal para que reme en las galeazas.

Ante ellos cruzó una patrulla de guerreros vestidos con faldellines de mallas,morenos, con profundas cicatrices en la cara, producto de las heridas que seinfligían durante los entrenamientos. Las cicatrices eran la marca de su fiereza ylas lucían con orgullo, como si fueran una parte de su uniforme. Los guardiashedían a ajo y a sudor.

—Esos eran los schiavoni, los mercenarios albanos —explicó Lucas deTarento cuando pasaron—. En Albania, al otro lado del Adriático, muchas aldeasmiserables viven de las pagas de sus hombres enrolados en el ejército de laSerenísima.

El aduanero enarcó una ceja algo molesto por las explicaciones delnormando.

—El orco no puede circular solo —repitió.—Lo tendré en cuenta —dijo Guido.—Ahora podéis marchar.Cargaron con los equipajes y atravesaron el animado puerto, con los caballos

de reata, en dirección al consulado del Papa, al principio del Gran Canal. En elpuerto reinaba una frenética actividad. Cantacuzanos iba señalando los fardos,cajas y barriles de variados productos que se amontonaban en los muelles:

—Hubo un tiempo en que Venecia competía con Constantinopla. HoyConstantinopla está en decadencia y Venecia tiene la primacía del comerciocristiano. Por aquí pasan la sal de Dalmacia, el vino de Sicilia, el alumbre deFocea, las pieles de Moscovia, la seda de Constantinopla, el algodón egipcio, laplata del Harz, el oro de Silesia, el hierro de Corintia, los esclavos del mar Negroque van a engrosar las guardias de Egipto y Túnez. Esas naves toman el azúcarde Creta o de Chipre y la venden a mayor precio en Inglaterra y cargan lana enInglaterra y en el viaje de vuelta surten los mercados de lana de Italia y Chipreganando el quinientos por cien. Aquí el oro, el marfil, las sedas, los perfumes,abundan más que en cualquier otro lugar del mundo. Los venecianos sonmaestros en el arte de abrir mercados y de arruinar a sus competidores usandotoda clase de artimañas. Son comerciantes y guerreros. Es muy difícil saber siesas galeras son de comercio o de guerra porque sirven para las dos cosas y aveces simultáneamente.

Cuando llegaron al palazzo Selvo, residencia de la nunciatura vaticana, un

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mayordomo los condujo a sus aposentos, situados en el ala más reservada, sobrela cruj ía donde se almacenaban los productos del comercio papal. Mientras suscompañeros se instalaban, Cantacuzanos compareció ante su anfitrión, AngeloPisani, el legado papal ante la Serenísima República, al que le entregó las cartas einformes para el Vaticano.

—El dux os recibirá hoy mismo —dijo el delegado—. La Serenísima haconsentido en cedernos temporalmente, bajo ciertas condiciones, las tres piedrasdragontías que posee, la Manchada, la Luciente y la Nuececita. Naturalmente,los venecianos no son de fiar, pero habrá que confiar en ellos al tiempo quemantenemos los ojos bien abiertos. Tenemos, además, noticias del paradero de lapiedra séptima, la Templada, que los orcos robaron en Roma, y durante algúntiempo adornó el pomo de la espada de Atila.

—¿Donde está? —inquirió Cantacuzanos—. ¿Podemos conseguirla? No va aser fácil. El médico moravo de Atila la sustrajo aprovechando el desconcierto dela muerte del caudillo huno que, como sabéis, falleció del estallido de una arteriaen su noche de bodas. La Templada fue a parar a los orcos de Ormunka, unasmalas bestias itinerantes por las estepas del Pliza, quienes, a su vez, la cambiaronpor un barril de aguardiente a Lenudesen, el jefe de los vikingos de Gotland.

—¿Gotland? —se extrañó Cantacuzanos—. ¿No está eso en la Hiperbórea?—Algo más cerca —repuso Ángelo Pisani—, pero en cualquier caso más allá

de donde Cristo dio las tres voces. Me temo que os espera un buen viaje.—Demasiado lejos y demasiado complicado para que vayamos todos —

observó Cantacuzanos con desaliento—. Mis poderes mágicos son limitados, nosoy una agencia de viajes. En el septentrión hay muchas criaturas de los bosques.Creo que es una tarea para Grontal.

—¿Grontal? —inquirió el legado pontificio.—El maestro de magia del papa recomendó que se enrolara un príncipe

enano en la expedición.—Debéis enviarlo.Después de hablar con el nuncio, Cantacuzanos informó a Lucas de Tarento y

a Grontal del contenido de su conversación.—Por mí no hay inconveniente —dijo Grontal—. No conozco el país, pero

creo que allí habita una de las ramas de mi familia, la del Horón. Me recibiránbien. Lo malo es que los enanos comerciamos con piedras preciosas y oro y notenemos una cosa ni la otra en la cantidad necesaria para aspirar a esa piedra. Noobstante, partiré en su busca y Dios dirá.

Grontal abrazó a sus compañeros, incluido Gorgo, y se despidió. Oficialmentepartía para un breve viaje a Terraferma a arreglar un asunto privado. Embarcóen una de las naves bajas que transportaban vaj illa y cristalería hasta losembarcaderos de la Laguna Baja. El resto de los viajeros se tomaron el día librepara pasear por la ciudad. Isbela de Merens estaba excitadísima con todo lo que

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veía, e insistió en visitar los mercados de las telas, las joyas y los perfumes.Naturalmente, el joven Guido se ofreció a escoltarla, pues en vísperas de lacaravana de otoño la ciudad estaba atestada de forasteros y no parecíaconveniente que una muchacha decente anduviese sola por aquel dédalo decallejones y canales. Gorgo, por su parte, no se separó de ellos ni el negro de unauña. Anduvieron toda la mañana por los sucesivos mercados admirando losvariados productos de lujo que el mundo produce: los brocados teñidos depúrpura, los bordados de oro y plata de Damasco y de Bagdad, los tapices, lasperlas, las piedras preciosas, las piezas de alfarería fina como la cáscara de unhuevo, los vidrios bellamente coloreados, el alumbre, el ámbar del Báltico, elmarfil de África, el oro de Centroeuropa o del Sudán, en fin, todas las minuciasque pueden encontrarse en un bazar.

En el mercado de los animales admiraron la variedad de raras especies demamíferos, de aves y de reptiles que llegaban desde los confines del mundo. AIsbela la fascinó una pareja de leones que dormitaba en una jaula dorada. Sehabía puesto de moda entre los potentados navieros mantener fieras africanas ensus fincas de Terraferma. Deambulando entre los puestos vieron también perritosdel tamaño de un puño para compañía de las doncellas, y otros animales dedifícil clasificación, que parecían un cruce entre perro y gato, mansos, gordos ycon pliegues en la piel. Vieron peceras con extrañas clases de peces, entre elloslos famosos peces-lengua del mar Negro, imprescindibles para las bañeras de lasdamas elegantes a las que proporcionan gran placer. Había gran variedad decanarios cantores, j ilgueros, pintones y toda clase de pájaros exóticos traídos deÁfrica o de las estepas de Asia. Y serpientes que mantenían la casa limpia deratas, que en Venecia abundaban debido a los canales. Atravesaron el mercadode esclavos negros, en la plazuela de los tintoreros, junto al puente de piedra. Tresafricanos corpulentos, vestidos solamente con un paño de la modestia que lesbajaba hasta las rodillas para ocultar sus naturalezas (al tiempo que laspregonaban) lucían músculos y mostraban a los posibles compradores lasdentaduras blanquísimas y sanas. Pasando las guirnaldas de telas de vivos yvariados colores que cruzaban la calle de los tintoreros, llegaron a las tiendas delos alfareros, de los músicos y de los libreros. Isbela, fascinada, se preguntaba sihabría algo en el mundo que no pudiera encontrarse en Venecia. Allí había detodo.

Mientras Isbela y sus acompañantes recorrían las tiendas, Lucas de Tarento,Jorge Cantacuzanos y Pedro el Raposo descendieron a lo largo de la margenizquierda del canal y lo cruzaron por el puente de la Paja, todavía de madera (unsiglo después lo sustituirían por otro de mármol) y llegaron a la Angarria, dondeafloraban los restos de la muralla que los venecianos erigieron el año 900 cuandolos húngaros asaltaron la ciudad. Venecia no necesitaba y a murallas. « Nuestrasmurallas son de madera, pero más inexpugnables que las de Bizancio» gustaban

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de decir los venecianos aludiendo a su invencible flota.Los paseantes se encaminaron a la basílica de san Marcos, el corazón de

Venecia, frente a la intersección del Gran Canal y el Canal de la Giudecca. Antesde la entrega oficial de las tres piedras de san Todaro, Lucas de Tarento deseabaechar un vistazo a la capilla de las reliquias donde las piedras se guardaban.

En el palazzo Vechio, sede de la señoría de Venecia, el dux Enrique Dándolose apartó de la ventana desde la que había inspeccionado los preparativos de lagran galera ducal, El Bucentauro. Dentro de dos días el dux saldría a la mar enaquella magnífica embarcación, escoltado por un enjambre de galeras de guerraligeras adornadas con gallardetes y, en medio del estruendo de las trompetas, delas chirimías y de los órganos, renovaría, como cada año, los esponsales de laciudad con el mar arrojando a las turbias aguas del Adriático un anillo de oro ypiedras de gran valor.

El dux era un hombre corpulento, y a anciano. Estaba ciego, a consecuenciade un hechizo bizantino de años atrás, cuando era embajador de la Serenísimaante el basileo, pero actuaba como si todavía pudiese ver. En cuanto amanecía seasomaba a la ventana de su despacho a espiar la vida de su ciudad a través delolfato y el oído. Podía detectar, según la hora del día, la subida o la bajada de lasmareas, y por el olor de la pez hervida procedente del arsenal conocía elprogreso de la construcción de las nuevas flotas. Aspiraba el olor salobre y ay odo del mar, dependiendo del viento dominante, percibía el rumor de lamuchedumbre en la plaza de san Marcos o el chapoteo de los remos bajo suventana. Por los cantos alegres de los barqueros distinguía la corporación degondoleros a la que pertenecía el remero que desembocaba en el Gran Canal.Enrique Dándolo vestía una túnica morada con los ribetes dorados y calzabaescarpines de seda igualmente morados. Unas polainas de cuero adornado conincrustaciones damascenas le cubrían las piernas y disimulaban la hinchazón dela gota. Cojeaba algo al andar sobre los mosaicos de mármol de la sala ducal.Aunque era un hombre de costumbres austeras, la estancia era un compendio delos lujos de Oriente y Occidente, que mostraban al visitante la pujanza de laciudad: muebles de maderas preciosas con incrustaciones de nácar, traídos de laremota China a lomos de camellos y ensamblados nuevamente en Venecia;tapices florentinos; alfombras damascenas; armas alemanas…

El secretario de cartas latinas del dux, micer Giorgio Querini, vestido con laropilla negra y la gorra de terciopelo de los escribientes de la Serenísima, tiró dela cinta azul que hacía sonar un cascabel de oro sobre la puerta de los Suspiros.Así se llamaba una de las tres entradas del despacho del dux porque era la queutilizaban los armadores que acudían a negociar las concesiones del año.

El dux pulsó el resorte que franqueaba la entrada. Entró Querini e hizo unabreve reverencia antes de adelantarse hasta el borde de la alfombra en la que serepresentaba a Neptuno cabalgando un delfín.

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—¿Qué noticias me trae, micer Giorgio?—Excelencia, han llegado los enviados del papa y de los reyes. El embajador

del papa ha solicitado por escrito la entrega de las tres piedras de San Todaro,según pactamos.

El dux asintió. San Todaro era el san Jorge local de Venecia, un santo quemató al dragón o al cocodrilo que infestaba la laguna de los Juncos, antes de laconstrucción de la ciudad.

—¿Y tú las has preparado?—Sí excelencia. Tres copias de las piedras prácticamente idénticas. Aunque

los acompaña un mago experto, no creo que noten la diferencia.—¿Por qué estás tan seguro?—Por lo que he sabido nunca han visto una piedra dragontía, excelencia. Han

pasado por Delfos, pero un misterioso caballero se les adelantó y arrebató laIntrincada antes de que ellos llegaran.

—¿Quién? —se sorprendió Dándolo.—Lo ignoramos, excelencia, pero la Oficina de los Avisos está indagando

sobre ello. Al parecer, un caballero germánico, quizá uno de esos locos queandan por el mundo realizando hazañas para que las canten los trovadores. Nosestamos preguntando si será el mismo que penetró en el castillo del Viejo de laMontaña y le arrebató la piedra Fogosa. En ese caso, el guerrero tendría dospiedras.

El dux consideró por un momento aquella información.—No puede ser coincidencia.—Eso hemos pensado en la oficina, excelencia.—Buscadlo y rescatad esas piedras. Mientras tanto entregad a los enviados

del papa las tres falsas y que se marchen en buena hora.—Así se hará, excelencia.

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CAPÍTULO XXXV

Grontal llevaba una carta de Cantacuzanos a un mago milanés llamado MilottoBortanechi, que a la sazón asistía a una tanda de ejercicios espirituales en elmonasterio de la Conformitá, a pocas millas de Milán. El viaje a Milán, conbuenos caminos, antes de que empezaran las lluvias de otoño, duraba unasemana. Grontal, que padecía un poco de los pies, como todos los enanos a ciertaedad, de ahí que gusten de andar en pantuflas, pernoctó la primera noche en lafonda del Rico Baco, en Terraferma y se ajustó con un carretero que lo llevaría aMilán por tres escudos de plata. Aquella noche, cuando dormía en su aposento,bajo las vigas del tejado, con las estrellas brillando a través del ventanuco de losgatos, un leve resplandor iluminó la estancia y lo despertó sobresaltado, ya sesabe que los enanos temen, más que a otra cosa, a los incendios. Una voz algoengolada, como hecha a las disciplinas del coro religioso le habló y dijo:

—Hola Grontal, tengo entendido que deseas verme.El enano empuñó su hacha que tenía prevenida junto a la cabecera y salto de

la cama dispuesto a defenderse, pero no veía al que le había hablado.—¿Quien eres? —inquirió.—Soy Milotto Bortanechi —respondió la voz—. ¡Menudo recibimiento!¿No me buscabas?—Sí —balbució el enano—, pero ¿dónde estás? No te veo.—Yo sí te veo a ti —rió Milotto—, y por cierto es la primera vez que veo la

herramienta de un enano. Había oído hablar del asunto, pero no creía que fueratan grande.

—Es un hacha normal —dijo Grontal.—No me refería al hacha —observó la voz de Milotto con una risita.Grontal se puso colorado, soltó el hacha en la cama y se puso los calzones.Cuando fue a recuperar el hacha encontró a Milotto, no mayor que una

liebre, sentado en su mango.—¿Eres tú el mago amigo de Cantacuzanos?—Fuimos compañeros de curso en la escuela de alta magia del Vaticano. Ya

me ha comunicado que necesitas trasladarte al bosque hiperbóreo para buscar lapiedra de Atila.

—Así es.—Muy bien. No vas a necesitar pasaje. Toma tu equipaje y sal al tejado.Grontal acabó de vestirse, tomó el hatillo e hizo lo que el mago le proponía. El

tejado era de lajas de pizarra en seco y quebró un par de ellas antes deafirmarse.

—¿Y ahora?

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—Ahora viajarás por el aire. Adiós, amigo mío y que Dios te conserve esasalud tan estupenda que tienes.

—¿Qué salud? —preguntó Grontal, por decir algo. La perspectiva de volar loentusiasmaba tan poco como la de navegar.

—Yo me entiendo —dijo Milotto.El mago extendió los brazos, arrugó la frente y fijó los ojos en un punto del

vacío. Una vez concentrado pronunció con voz grave un conjuro en algún idiomaancestral ininteligible. Después sopló sobre la palma de su mano derecha. Alinstante un viento huracanado arrebató al enano, arrancó de paso unas cuantasláminas de pizarra, y se los llevó girando por los aires en el centro del torbellino.

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CAPÍTULO XXXVI

Lucas y sus acompañantes penetraron en la basílica de san Marcos.Desde los mármoles que decoraban el suelo y los muros hasta las altas

bóvedas que sostenían el techo, el templo aparecía cuajado de oro y de mosaicosque destellaban iluminados por decenas de lámparas de cristal, de plata y de oro,las ofrendas de generaciones de mercaderes enriquecidos que mostraban al santopatrón su gratitud por favorecerlos en los negocios. Los visitantes pasaron ante elaltar mayor, donde estaba el monumento de mármol en el que se guardan loshuesos de san Marcos Evangelista, traídos desde Alejandría en 828 por dosmercaderes venecianos.

—En realidad ese cofre está vacío —indicó Lucas de Tarento a suscompañeros—. Las reliquias de san Marcos son el paladión de la ciudad, elamuleto mágico que la protege. Por eso permanecen ocultas en un lugar secretode la basílica.

Rodeando el trascoro llegaron a la capilla de las Reliquias, cuy os murosestaban enteramente cubiertos por un retablo frontal y dos laterales recorridospor cajoneras de maderas finas con incrustaciones de plata y marfil hasta elarranque de las bóvedas. En aquella botica se guardaban las reliquias de más demil santos y santas de la cristiandad minuciosamente clasificadas y etiquetadascon pequeños marbetes bellamente caligrafiados. Una alta verja de gruesosbarrotes dorados rematados en puntas de lanza cerraba la capilla. En el centro delretablo frontal, tres puertecitas adornadas de espejuelos engastados en oroguardaban las santas reliquias de Cristo (un trozo de prepucio, dos sagradasespinas y tres pepitas de una sandía que se comió en Tiberiades tras el sermón dela Montaña).

Lucas de Tarento repasó con los ojos las filas de anaqueles hasta que, concierta dificultad, pudo distinguir lo que buscaba, en un cajoncito a considerablealtura del retablo principal.

—Las piedras de san Todaro.Allí se suponía que estaban la Manchada, la Luciente y la Nuececita, que

junto con sus compañeras, las otras nueve piedras dragontías, ay udarían al BaalShem o Maestro del Nombre a descifrar el nombre absoluto encerrado en laMesa de Salomón. De eso dependía el destino de la Cristiandad.

La Oficina de los Avisos era el servicio secreto de Venecia. Al principio habíatenido un origen meramente comercial, como casi todo en la SerenísimaRepública. Sus cónsules, distribuidos por los principales puertos del Mediterráneo,informaban sobre la solvencia y honradez de los mercaderes extranjeros quenegociaban con Venecia. Inevitablemente, fueron informando de otras cosas,

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incluidas las más íntimas y privadas. Estos cónsules mantenían confidentes en losprincipales puertos y habían infiltrado agentes en las cancillerías extranjeras,incluidas las islámicas. De ese modo, la Señoría de Venecia estaba al corriente nosólo de los precios del trigo y de las subidas previstas en cualquier punto delmundo, sino de las idas y venidas de mercaderes, correos y embajadores,cualquier dato, por despreciable que pareciera, que pudiera redundar enbeneficio de los negocios de Venecia.

En el puerto de Chioggia, un marinero borracho de La Muchacha Sonriente lecontó a una camarera del mesón El Espolón del Negro, especialidad en atúnencebollado y vinos de la Verona, que el capitán de su nave, un tal Odón el Calvo,había arrojado al mar a un caballero rubio al que había embarcado en Morea. Elagente de la Serenísima en Chioggia, que tenía a Odón el Calvo en la lista desujetos a los que la Serenísima quería vigilar, supo lo ocurrido e informó aVenecia por paloma mensajera. Un funcionario de la Oficina de Avisos realizólos cálculos pertinentes. La Rozagante Arbórea había recogido un náufrago y lohabía desembarcado en Venecia aquella misma mañana. Cabía la posibilidad deque fuera el que se les adelantó matando a la dragona de Delfos. ¿Tendría en supoder las piedras Fogosa e Intrincada? También podría ocurrir que fuera otro elnáufrago. En tal caso, el que cayó por la borda de La Muchacha Sonriente seencontraría en el estómago de los tiburones, pero era posible que las dos piedrasdel dragón extraviadas siguieran en su equipaje, propiedad ahora de Odón elCalvo.

La Muchacha Sonriente había fondeado dos días antes en Chioggia y al díasiguiente había proseguido viaje hacia Brindis¡. La Oficina de los Avisos envióuna paloma mensajera para apercibir a sus agentes en el puerto de destino.Debían detener a Odón el Calvo en cuanto desembarcara y registrarían sucamarote hasta dar con dos piedras parecidas a un pegote de cera del tamaño deldedo pulgar.

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CAPÍTULO XXXVII

Odón el Calvo se hospedó en La Sirena Despatarrada, la mejor fonda del puertode Brindis¡, famosa por su cazón marinero en vino de la Apulia. Cuando subió asu aposento para la siesta, después de un baño reparador y un opíparo almuerzo,no encontró a la rubia frisia que había contratado para que le rascara la espalda,sino a tres sicarios mal encarados, y uno de ellos bisojo, que lo maniataron, loamordazaron, le cubrieron la cabeza con un capuchón de tela negra, lodescolgaron por una ventana trasera (sin ahorrarle costalada al llegar al suelo,que era de guijarros), y lo condujeron a un coche cubierto que aguardaba frenteal callejón. El viaje, con mucho traqueteo, duró como una hora. Al final lequitaron la capucha y Odón el Calvo se encontró en una sala espaciosa con lasparedes de piedra que rezumaban salitre y humedad. De una garrucha fija en eltecho pendía una soga. El único mueble era una mesa grande cubierta con untapete negro. Detrás había un escribiente delgado, vestido de negro. Sólo se oía elrasgueo de la pluma sobre el papel. Los secuestradores le quitaron la mordaza yle pasaron la soga por las ligaduras de las manos atadas a la espalda. No hacíafrío, pero en la habitación había un brasero de bronce con una barra de hierro nomás gruesa que el meñique de una monja dulcera hundida entre las brasas. Elbisojo la extrajo brevemente para comprobar que la punta estaba al rojo vivo.Odón el Calvo comprendió que le iban a aplicar tormento.

Si se resistía a hablar.¿Resistirse? ¿Quién pensaba en resistirse? Odón el Calvo era un hombre

razonable. Por otra parte, no tenía nada que ocultar, aparte de las cuatrogranujerías propias de un capitán mercante que mantiene una novia en cadapuerto, todas exigiendo regalos y preseas antes de abrirse de piernas. Quizáúltimamente se le había ido la mano y había perpetrado algún que otro asesinato,pero siempre desconocidos, viajeros de poco lustre, aves de paso a las que nadieiba a echar de menos. Se le ocurrió que la Confederación de Ciudades Marítimaspodía estar investigando las misteriosas desapariciones de los pasajeros queadmitía en La Muchacha Sonriente. Las ley es del mar eran estrictas y muchomás cuando andaba Venecia de por medio. Eso podría costarle la horca.

Comenzó a sudar.El hombre que estaba detrás de la mesa dejó de escribir y lo miró con una

expresión indescifrable, que lo mismo podía ser de asco que de pena.—No tengo mucho tiempo que perder —enunció con una voz modulada—.

Por lo tanto te haré una pregunta y si me satisface tu respuesta te librarás deltormento.

—No tengo nada que decir. —Probó Odón el Calvo, a mostrarse firme—.

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Sólo que estáis interfiriendo en los negocios del mercader Paolo Fusta, a quiensirvo. A vuestros jefes en la Serenísima no les va a hacer gracia recibir las quejasde mi patrón, que tiene amistades en lo más alto de Venecia. Tengo una cargaque entregar y Paolo Fusta es un hombre exigente.

El inquisidor río por lo bajo con su voz cascada.No te preocupes. Tu navío tiene ya un nuevo capitán y Paolo Fusta se ha dado

por satisfecho. De Cristo acá no hay nadie imprescindible en esta vida. ¿Quierestormento o prefieres desembuchar voluntariamente?

Odón el Calvo comprendió la gravedad de su situación.—¡Diré lo que sea!—Eso es ponerse en razón —comentó el interrogador con una sonrisa llena de

dientes menuditos—. Veamos: hace unos días arrojaste por la borda a uncaballero teutónico. ¿Qué había en el equipaje del caballero?

No le preguntaban por el caballero, sino por su equipaje. Quizá pudiera salvarel pellejo después de todo. Odón el Calvo cantó de plano y en su confesiónincluyó la descripción de las dos misteriosas piedras.

—¿Qué clase de piedras?—Parecían de ámbar, o de resina del desierto. Intenté sacar una moneda de

plata por ellas pero sólo obtuve cuatro de cobre. ¿Qué importancia tienen? Eransólo baratijas.

—¿Quién las tiene ahora?—Se las vendí a un mercader siciliano, un tal Tomasso Albino.—¿Dónde?—Me abordó cerca de Chioggia, en una galera rápida.—Habrás dado parte en el puerto. La ley prohíbe sacar mercancías en el mar

y comerciar con piratas.—Bueno. No dije nada porque el siciliano no me pareció peligroso. Era sólo

una galera rápida, sin mucha gente, y sólo quería un par de barriles de carnesalada. Temí que se rieran de mí si declaraba que nos abordó de noche mientrasel centinela dormía.

—¿Qué aspecto tenía el siciliano?—Nervudo, con un parche en la mejilla.—¿Has oído hablar de los espejos de Venecia? Los preparan para la Oficina

de Avisos unos magos en la isla de Cos. Por medio de uno de esos espejos hemosvisto a tu mercader. No era siciliano, sino sarraceno: el corsario Muley Osmánque ha abandonado los mares del basileo donde tiene sus pesquerías y se hametido en el Adriático, en las mismas narices del león de Venecia, en busca deesas dos jodidas piedras. ¿Sabes por qué se llama « serenísima» a la Serenísima?

—No, señor —respondió Odón el Calvo con humildad y abatimiento, perotambién con la conformidad del que se sabe irremisiblemente perdido.

—Serenísima quiere decir que nunca se descompone, que mantiene la calma

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y el dominio cuando los reyes, los papas y los basileos bufan —lo ilustró elagente—. La Serenísima no se descompone casi por nada, pero cuando una velaextraña se mete sin su permiso en el Adriático, que es como si se metiera en subañera particular, eso nos toca los cojones a los venecianos, ¿captas la idea?

Odón el Calvo admiró la eficacia del lenguaje diplomático veneciano,flexible y capaz de adaptarse a cada situación y a cada interlocutor.

—Capto, capto —murmuró, mostrando conformidad.El emisario de la Serenísima se dio por satisfecho. Anotó en un folio los datos

facilitados por Odón el Calvo, espolvoreó un poco de arena sobre la tinta fresca,sopló, dobló la cuartilla y la guardó en un bolsillo de su jubón.

Odón el Calvo meditaba sobre su delicada situación. Se le veía bastanteabatido.

—Si lo sabéis todo, ¿por qué me habéis secuestrado en lugar de perseguir alpirata? Yo no tengo nada que pueda interesaros.

El secretario se rió en sordina, una risa cascada, desagradable, que se abríapaso de lado entre los dientecillos carniceros.

—Te equivocas. Todavía hay algo que puedes darnos y nos vas a dar. Tu piel.El prestigio de Venecia se basa en su seriedad y la seriedad aconseja castigar aldelincuente. Has asesinado a tus pasajeros, has robado, te has metido entrapicheos a espaldas de la Serenísima y nos has mentido. La Serenísima tecondena al lazo azul.

El estrangulador de la Serenísima era un tracio recio y baj ito, de brazosmusculosos y un tatuaje en el hombro con la virgen de Blanquernas dentro deuna orla con la inscripción « No me desampares ni de noche ni de día» . Salió delas sombras, hizo una leve venia al interrogador y sin más preámbulo realizó unalazada en su cordón de seda sobre el cuello del prisionero, introdujo una varagruesa de avellano e hizo un torniquete.

Odón el Calvo intentó resistirse.—No te preocupes, amigo, que esto va a ser visto y no visto —lo tranquilizó el

verdugo—. Y piensa que más sufren las mujeres cuando paren.El emisario de la Serenísima abandonó la cámara seguido de los esbirros. Las

sentencias de la Serenísima eran inapelables. A Odón el Calvo no le quedó másrecurso que defecar en los calzones antes de morir. « Que se joda el que losaproveche» .

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CAPÍTULO XXXVIII

Sonaba el toque de cubrefuegos en la iglesia de san Giovanni y Paolo de Venecia,cuando La Rozagante Arbórea atracó en el Canale delle Galeaze. Sven le Berg sedespidió del capitán Giorgio Bonafede y desembarcó. Después de cumplimentarel cuestionario del Registro de Pobres, se guardó la cedulilla que le daba derechoa tres días de sopa boba en la beneficencia del palacio Ducal y se encaminó alpuente de la Ca de Oro, el barrio de las putas, donde al anochecer paseaban lascarrozas cubiertas y las sillas de mano de los libertinos en busca de carne nueva.También acudían señoras insatisfechas a contratar jóvenes robustos; mulatosmusculosos; palafreneros que olían a cuadra o fornidos barqueros que olían asudor. Los que se ofrecían merodeaban por el puente y sus alrededores yadoptaban posturas viriles o delicadas, dependiendo del cliente al que se dirigierala oferta. De vez en cuando una carroza o una silla de manos cubierta se detenía,una mano apartaba la cortina y llamaba a uno de los putos. El elegido seaproximaba, cuchicheaba un momento con quien requería sus servicios y, sillegaban a un acuerdo, sólo tenía que seguir al vehículo a prudente distancia hastaalguna casa apartada, con patio interior débilmente iluminado por una linternasorda, donde el misterioso pasajero se apeaba y subía unas escaleras hasta unaposento alquilado, seguido por el hombre escogido. Al cabo de un cierto tiempo,quizá de varias horas, el joven salía con unos cuantos ducados venecianos en lafaltriquera, pasaba ante el cochero medio dormido sin mirarlo y se perdía en lassombras de la noche. La persona a la que había satisfecho retomaba su carroza yregresaba a su residencia o acudía a sus devociones nocturnas, a las que tanaficionados eran los venecianos, en la iglesia o convento de un barrio lejano.

Sven le Berg sonrió ante la perspectiva de aprovechar en su beneficio estadepravada costumbre de los buenos cristianos de Venecia, los que en susplegarias se declaraban enemigos de la Abominación, sin considerar hasta quépunto la servían. El uso de máscaras en las excursiones nocturnas paraasegurarse el anonimato había comenzado varias generaciones antes, cuando laciudad era todavía una aldea habitada por devotos palurdos. Al principio fue unmodo de preservar la modestia de los fieles que acudían de noche a las iglesias,por mortificación, y querían evitar que su actitud se tomara por alarde de piedad.Corrompida la intención primordial, la máscara ocultaba la identidad de losdisolutos y, especialmente, de las disolutas, cuy a afición al sexo extraconyugalera bien conocida.

Sven examinó los putos que se ofrecían en el puente o sus inmediaciones.Algunos eran jovenzuelos imberbes, casi niños, cabezas teñidas de oro que lucíana la luz de los fanales como crisálidas nocturnas; otros eran talludos y

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musculosos, vestidos para satisfacer los gustos de la variada clientela. Svendestacaba entre ellos por su altura y su apostura. El tosco say o de marinero quevestía quizá no podía compararse con los ceñidos atuendos de sus competidores,pero dejaba adivinar una espalda ancha, unos hombros redondos, un cuello detoro y unos bíceps espléndidos. A los pocos minutos, un coche se detuvo a su ladoy una mano enguantada lo llamó. Sven caminó despacio hasta el vehículo.

—¿Eres nuevo?Era una cálida voz de mujer.—Sí, señora. Acabo de llegar a la ciudad.—Por lo tanto, no tienes amiga —dedujo la voz.—No, señora. No tengo a nadie.—Sigue a mi carruaje y no te arrepentirás.La dama agitó una campanita de plata. El carruaje reanudó su marcha por

las callejuelas solitarias y puentes voladizos sobre oscuros canales, hacia SantaMaría de Frari. Cuando hubieron recorrido una milla, penetraron en un enormepatio rodeado de espectrales cipreses. Del pescante se apeó un negro gigantescoque extendió la escalera articulada bajo la portezuela del vehículo. Una figuraembozada en un amplio manto de viaje, la cabeza cubierta con la capucha,descendió y cuchicheó brevemente al oído del gigante. Después indicó a Svenque la acompañara.

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CAPÍTULO XXXIX

Era de noche y el vuelo mágico del enano Grontal por los cielos de laCristiandad, a no más de cien pies de altura, remontando cuando era menesterpara esquivar montañas, árboles o campanarios, lo llevó sobre Treviso, con sustejados de pizarra inclinados; Saint Moritz, con sus siete campanarios blancos;Ulm, con sus puentes de piedra adornados de berracos de granito; Manheim, consus prados donde crece el trébol y nieva en invierno; Kassel, la de las minas dehierro y Goslar, al lado de una laguna donde un pez antiguo canta vísperas convoz de tenor aguachinado. Llegando a este punto de la región magderburguiana,donde retorna el viento de poniente, el torbellino que transportaba al enano torcióa la derecha y sobrevoló Postdam, donde, por broma, se llevó de un tendederolas bragas de la señora del prefecto imperial y con ellas y Grontal avistó elBáltico frío y gris por Swinemunde, que sobrevoló hasta la isla de Gotland. Eneste punto, el vendaval campanero desaceleró y se redujo a torbellino y eltorbellino a viento y el viento a brisa que depositaron suavemente al enanoGrontal y las bragas de la gobernadora sobre un prado herboso en el quepastaban varias vacas pintas. Grontal como llegaba sediento del viaje, por laemoción y por el aire seco que se respira en las esferas, lo primero que hizo fuellegarse a una de las vacas y darle unas cuantas mamadas en las ubérrimasubres. La vaca lo dejó hacer, comprensiva y maternal. En ello estaba, con losojos cerrados por deleite, cuando llegó zumbando la pedrada de un pastor que nole acertó de milagro.

—Con que robándome la leche de la Gustosa, ¿eh? Y luego querrás follártela.El que hablaba era un vikingo arrebujado en una manta de pelo trenzado, con

un gorro de lana en la cabeza, polainas en los pies y una honda en la mano.Grontal no conocía el idioma vikingo, pero se introdujo en la boca la hoja de

abedul que le había entregado Cantacuzanos para que pudiera hablar y entendercualquier idioma, si bien la dicción le salía algo gangosa a consecuencia de lahoja.

—Me llamó Grontal —se presentó en vikingo, que era un dialecto alto-alemán—. Vengo en son de paz —se apresuró a añadir al ver que el pastor habíacolocado otra peladilla en el cazo de la honda. La primera pedrada había sidopara tomar puntería y la segunda lo podía descalabrar—. Me envía el Papa deRoma para un asunto de mucha importancia para la Cristiandad.

—A nosotros la Cristiandad nos la suda —respondió el vikingo mostrándosealgo más amistoso—. Si tienes hambre mama un poco más de leche, pero no mevay as a vacilar con grandezas, que me conozco y cuando me cabreo soypeligroso. Los enanos sois unos liantes y lo que vais buscando es bebernos la

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leche de las búfalas y enlecharnos a las mujeres.Grontal comprendió que los enanos de aquellos parajes no resultaran

simpáticos a los humanos.—Yo no soy de por aquí —se apresuró a aclarar—. Vengo de la Romanía en

son de paz y traigo credenciales. ¿Hay por aquí alguna comunidad cristiana?—Los Noorgen, nuestros vecinos, están un poco cristianados por unos monjes

misioneros que vienen de Dinamarca y les cuentan unas trolas tremendas de undios que nació de una Virgen y su Padre celestial permitió que lo crucificaranpara redimir a la humanidad por un pecado colectivo que, por lo visto, habíacometido un antepasado y que consistió en robar una ciruela de un árbolprohibido. ¡La repera, pero ellos se lo creen!

—Y esos Noorgen, ¿se pueden ver?—¿No se van a poder ver? En cuando amanezca, porque estas no son horas.Cuando amaneció, el vikingo de las pedradas condujo a Grontal al valle

cercano donde habitaban los Noorgen. Había en el centro de un pradillo verdeuna docena de cabañas de madera y techo de paja y en el extremo másventilado del pueblo una iglesia de piedra en construcción.

—Aquí estaba antes la peña de los Suspiros —indicó el pastor cuando pasaronante la iglesia— donde nos reuníamos mozos y mozas a copular alegrementepara asegurar la fertilidad de los campos, según la religión de Odín, pero ahora,los monjes cristianos han convencido a los Noorgen de que eso es pecado y loque hay que hacer es rezar y sacar en procesión una cruz con un difuntoensangrentado colgando. Yo no digo ni que sí ni que no, pero desde que nopodemos echarles un casquete a las Noorgen, ya verá usted qué mozas tanaparentes son, ya no llueve como antes ni paren por derecho las vacas, eso va amisa.

Klaus Noorgen, un hombre alto, rubio y afable, recibió a Grontal en la cocinade su casa y después de ofrecerle unas gachas de almorta y manteca escuchó suembajada y miró las credenciales vaticanas y reales que el enano aportaba. Noentendió nada de ellas, porque Noorgen era analfabeto. No obstante, envió a unhijo a que llevara al visitante y los papeles a la misión en el valle contiguo, juntoa la costa de Wisby, donde había varios monjes.

Los religiosos recibieron al enano llegado por los aires con cierto recelo y loremitieron al rey Turmon Noorgen en la Nueva Roma, una aldea fangosa en elcentro de la isla. El rey habitaba en un castillo de madera, nada más quemediano, en medio de un fangal.

—Esa piedra que dices, la Templada, la recibí de mi padre que a su vez larecibió del suy o. Es emblema de la realeza y dadora de salud. Basta pasarla porun herpes para que desaparezca la culebrilla y si el paciente se la mete en laboca se le van las fiebres, por eso se llama la Templada. A ella le gusta curar. Ami abuelo le alivió el asma y él, agradecido, le escrituró un molino con sus

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campos circundantes. Otros pacientes aliviados de diversos males le han dejadovarias mandas en los testamentos. Es una piedra bastante rica.

—Veo que la tienen en mucho aprecio —dijo Grontal—. El Papa sólo deseaque la utilicemos en cierta cura que es necesaria para la salud del orbe cristiano.Luego la devolverá con muchas bendiciones para ti y para tu pueblo.

Noorgen dirigió una mirada triste al enano.—El daño está —suspiró— en que la piedra, que y o vi por última vez de niño,

no sé dónde estará ahora. Le hemos perdido la pista.—¿Que le han perdido la pista? —preguntó Grontal incrédulo.—Eso he dicho. La leyenda sostiene que algún día aparecerá un guerrero

intrépido que vencerá al gigante Antulfas. Entonces la piedra Templada, dondequiera que esté, saltará de alborozo y se dejará ver.

El gigante Antulfas vivía en la isla Oland, también llamada de la Espada acausa de su forma alargada, frente al Colmar. Los suecos, que habitaban la costavecina, habían abandonado la isla a causa del gigante, al que creían invencible,pero los vikingos de Gotland aspiraban a recuperar sus ricos pastizales. Hasta queel gigante apareció, hacía de eso unas nueve generaciones, la costumbre era queal final del verano, cuando los barbechos de Gotland estaban medio agotados,algunos rebaños de ovejas y vacas se trasladaran a Oland para aprovechar lahierba. Además, aquella hierba tiene mucho salitre y hace la carne esponjosa yla leche cremosa.

—Así que llego, venzo al gigante Antulfas, la piedra Templada reaparece yme la entregáis como recompensa.

—Si sometes al gigante, ese es el trato —convino Turmon Noorgen.—Bueno.Para llegar a la morada de Antulfas había que atravesar el Báltico. A Grontal

no le entusiasmaba la idea de embarcarse, aunque fuera para un viaje corto ytranquilo. Aquella noche, en el aposento del castillo de Nueva Roma que Noorgenle había asignado, poco más que un barracón con las paredes y el techo detroncos, Grontal atrancó la puerta, sacó el espejo que Cantacuzanos le habíaentregado y recitó el hechizo.

La voz de Cantacuzanos y una leve sombra de su figura se personaron en elaposento.

—¿Qué hay, amigo Grontal? —saludó.—Tengo que matar a un gigante en la isla Oland y pretenden que viaje en

barco. Lo del gigante ya me parece mucho, pero desde luego lo de viajar enbarco es demasiado. Me niego en redondo.

—Te tiembla la barba, ¿eh?—A los enanos no nos gusta el agua, tú lo sabes.—No podemos abusar de la magia. Si hago el hechizo de la

teletransportación, tendrás menos recursos para enfrentarte al gigante.

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—¿Tan duro de pelar es?—Lo es. Los suecos no han podido con el. Tú viajarás por agua y cada poco

rato irás cogiendo una muestra de agua de mar hasta llenar un tonel de cincoarrobas que llevarás hasta el collado del Viento y allí esperarás al gigante y loretarás a pelear. Cuando lo tengas encima en lugar de propinarle un hachazo se lodas al barril.

—De acuerdo —aceptó Grontal—. Supongo que tú sabrás lo que haces.—Lo sé —respondió Cantacuzanos.—Espero no hacer el tonto atacando al barril cuando el gigante intente

aplastarme —objetó todavía el enano.—Pierde cuidado —respondió Cantacuzanos antes de disiparse en el aire.Grontal permaneció un rato meditando sobre el asunto, boca arriba en la

cama, con las manos bajo la nuca, hasta que sonó un cuerno de caza en el patio,que convocaba a la cena. Se vistió y bajó al salón. Una chimenea centralalbergaba un asador enorme del que los vikingos tomaban carne según categoríasy clanes en buena paz y compañía y sin muchos formalismos. Cuando lo vioaparecer, el rey Noorgen lo llamó a su lado e hizo traer un par de mantasdobladas como asiento supletorio para que Grontal alcanzara cómodamente lamesa. Un cocinero franco, raptado en un monasterio de Irlanda, le puso delanteuna gruesa rebanada de pan, que le serviría de plato, y encima de ella unahumeante tajada de ciervo en salsa de hígados y trufas al vino dulce. Grontaltenía el suficiente mundo como para no preguntar qué hacía un cocinero francésen una isla perdida del Báltico. Ya no se organizaban expediciones como en losviejos tiempos, cuando los normandos eran todavía paganos, pero, no obstante,algunos mantenían la costumbre de dejarse caer cada pocos años por las costasde Europa a ver lo que rapiñaban. Los tataranietos de los grandes vikingos quedevastaban regiones enteras se limitaban ahora a violar a las morenas, a robar lasbodegas y a secuestrar a los cocineros. « Ya que vivimos como cerdos —solíadecir Eric el Terrible— por lo menos que comamos y bebamos decentemente» .

—¿Y lo de las morenas?—Es por el gusto que dan.—También lo dan las rubias.—Sí, pero rubias ya las tenemos aquí y todos los días el mismo menú, cansa.Grontal comió carne con salsa especiada hasta la saciedad y bebió aguamiel

fermentada de la misma copa de Noorgen, lo que era un gran honor.—Esto te coloca igual o más que el vino —le dijo Noorgen en confianza— y

no se avinagra aunque agiten el barril en la bodega del barco cien tormentas demil demonios, de esas que siembran de ballenas las cumbres de los montes.

Tras el banquete retiraron las tablas y los caballetes, despejaron la sala yorganizaron corrillos, tertulias, cantos y otras manifestaciones folklóricas. Ya demadrugada, cuando el jolgorio se fue apagando y casi todos se habían retirado a

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dormir, salvo unos cuantos borrachos que roncaban en los bancos, Noorgen selevantó torpemente, agarró su manto de armiño, que había resbalado hasta elsuelo pringoso, se despidió de su invitado y se retiró a sus aposentos ayudado porun par de guerreros.

Durante el banquete, Grontal le había echado el ojo a una camarera rubia,Brunequilda Smudsen, una viuda cuarentona, frondosa, de firmes carnes, elevadaestatura y caracteres sexuales secundarios excelentemente marcados, esosaltaba a la vista. En un aparte, cuando ella le llenaba la jarra, Grontal le habíaacariciado el trasero con la mano tonta, como por descuido y ella había acogidosu atrevimiento con una amable sonrisa.

Brunequilda había despedido a sus compañeras y estaba barriendo la sala.Grontal se le acercó por la espalda y le metió la mano bajo la enagua. La mujerdio un repullo.

—¡Caramba con el huésped y qué atrevido es! —lo riñó divertida.—¡Ya quisiera que la anfitriona fuera tan caritativa como yo atrevido! —dijo

Grontal en tono triste—. Perdona que te importune, mujer, pero mañana pudieraestar muerto, la fiesta se ha extinguido, cada mochuelo se ha ido a su olivo y yono quisiera pasar esta noche, que puede ser la última, solo como un perro.

Brunequilda se enterneció.—Quizá te doy asco porque soy enano —añadió Grontal melancólico. Nada

de eso— replicó la viuda: —todos somos hijos de Odín, enanos, humanos, elfos…incluso puede que los orcos.

—Los oreos no sé —respondió Grontal—, pero desde luego los enanostenemos una sensibilidad la mar de grande.

—Eso es lo que importa —dijo la camarera—, la sensibilidad. El tamaño dela persona no importa.

Grontal enarcó una ceja.—¿De veras crees que el tamaño no importa? La rubia asintió solemnemente.—Eso creo.Grontal la tomó de la mano y la condujo a su aposento. Dos bebedores medio

borrachos se dieron con el codo e intercambiaron pícaros guiños.Grontal y Brunequilda pasaron la noche juntos y al día siguiente, cuando las

banderas del día estaban bien levantadas, sonaron los cuernos que convocaban laexpedición contra el gigante Antulfas. Grontal saltó de la cama, tomó su hacha decombate y se despidió de Brunequilda con un beso en la frente. Ella, sudorosa,satisfecha y escocida, remoloneó un poco antes de abandonar la cama. Queríaregodearse con el recuerdo reciente de lo vivido y sentido.

—¿Volverás?—¿Sigues pensando que el tamaño no importa? —preguntó el enano. Ella

sonrió satisfecha.—¡Vaya si importa!

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La besó otra vez y se fue. En el puerto, los remeros, todos jóvenes, rubios yesforzados, habían ocupado sus puestos y aguardaban con los remos levantados.El pueblo había bajado a aclamar al enano que se enfrentaría con el monstruoAntulfas. Grontal avanzó por el pasillo que formaba la muchedumbre todosmuchísimo más altos que él, recibiendo parabienes y golpecitos amistosos en elhombro, además de algún que otro pescozón accidental. « Así habrán despedido aotros héroes que no regresaron» , pensó mientras lo jaleaban.

El drakar se hizo a la mar y se perdió en dirección a Oland, la isla de laEspada.

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CAPÍTULO XL

Mientras el enano Grontal gozaba de las mieles del amor antes de enfrentarse asu incierto destino, a tres mil kilómetros de distancia, en Venecia, Lucas deTarento no conseguía conciliar el sueño, la mirada perdida en los altos yelaborados artesonados de la nunciatura apostólica. El verano se resistía adespedirse y el día había sido caluroso, con el calor húmedo agobiante quecaracteriza a la ciudad de las lagunas. Definitivamente desvelado, el antiguotemplario se levantó y se acodó en la ventana. La luna en su cuarto crecientedifundía una pálida luz sobre las aguas del gran canal surcadas por las sombras desilenciosas embarcaciones. En la orilla opuesta brillaban algunas luces amarillasen ventanas y puertas de tabernas y palacios.

Del canal ascendía una suave fetidez producto de la putrefacción fluvial,porque la retirada de la marea dejaba al aire el fango del fondo y los vertidos delas cloacas. Lucas, ensimismado en sus pensamientos, dio en pensar en otranoche, semanas atrás, en el palacio de la Salomera de Constantinopla, cuando lovisitó la Dama de la Rosa Azul. Desde entonces no había apartado de suspensamientos la espectral visión, el bello fantasma. El guerrero no sabía descifrarla agradable congoja, si era un atisbo absurdo de amor o la simple conmoción deldeseo carnal.

Aquella noche, Lucas de Tarento conoció una sensación nueva. No era elrecuerdo de la Dama de la Rosa Azul asaltándolo como otras veces, sino algomás próximo. Era que, sin advertirlo apenas, el perfume de las extrañas floresdel patio lejano había sustituido paulatinamente a la fetidez del canal. El caballeropresintió la inminente presencia de la misteriosa dama y al volverse, sintiendoque no estaba solo, la encontró en el centro de su alcoba, enigmática y sonrientedespués de la prolongada ausencia.

—¡Señora! —murmuró.Un golpe de viento abrió la ventana de par en par y apagó las velas. Afuera

comenzó a descargar una tormenta. En la penumbra de la habitación la única luzera una leve fosforescencia que se desprendía, como un halo gaseoso, de los ojosde la Dama. Ella posó una mano de porcelana sobre la leve cicatriz de su cuello.El caballero Lucas, con una creciente opresión en el pecho, la observaba ensilencio.

—Una vez tú y yo estuvimos en el acantilado, como ahora ¿no lo recuerdas?—dijo la dama en el dulce dialecto veneciano—. El viento furioso lo arrastrabatodo a su paso. Subía el mar afilado, enojado, hambriento de sacrificios y todaslas palabras fueron menos que nada, ni todo el amor del mundo… El abismocomo una fiera hambrienta…

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Era hermosa a la luz que ella misma desprendía, la luz que se adensaba en lahabitación envolviendo con un halo mágico al caballero Lucas, a su espada sobreun sillón, a su cota de malla envuelta en la camisa, sobre la mesa, a los variadosobjetos que la estancia contenía.

La Dama hablaba moviendo apenas los labios, en un susurro que la soledad yel silencio acrecían y Lucas, quieto, aturdido, miraba fascinado aquellos labiostocados de un extraño carmín semejante a la sangre.

—Corrí desesperada a tu encuentro. Demasiado tarde. De pie, mirando alvacío, pensé en seguirte pero una fuerza misteriosa detuvo mi cuerpo inclinado.Tu destino es otro. De su cuello —dijo, rozando levemente el suyo— emanó luzazul, éter y aguamarina… —la dama guardó silencio un instante… y quedé derodillas en la noche, el cabello azotado al viento, desnuda, la voz rotapronunciando tu nombre…

La túnica se deslizó lentamente hasta el suelo con un siseo de seda. Estabadesnuda y su cuerpo, hermoso hasta el dolor, brillaba con aquella extraña luzinterior que se desbordaba por los ojos.

—Escuchad a vuestro corazón. El os guiará.Desprendió de su cuello una cadena de la que pendía una aguamarina y la

colocó alrededor del cuello de Lucas de Tarento sin dejar de mirarlo a los ojos.—Su corazón es de éter —añadió—, y participa del alma del mundo y de su

materia. Os acompañará.Lucas sintió el reflejo del mar y del cielo, del agua corriente de las fuentes,

del agua dormida de los lagos y de los arroy os, el azul de la flor, la palabra y lasabiduría.

Cesó la fosforescencia azul y la oscuridad se adueñó nuevamente de laestancia. La dama se adelantó unos pasos hasta situarse en el claro de lahabitación donde la pálida luz lunar iluminaba sus rasgos.

—¡Señora! —Esta vez, cediendo a un impulso irrefrenable, Lucas de Tarentose adelantó hacia ella y extendió sus manos. Lo que encontró no fue un fantasma,sino un denso cuerpo desnudo de mujer, unas caderas firmes y redondeadas queacogieron su contacto con un leve estremecimiento. Ella se apretó contra él,hermosa y enigmática, y le ofreció los labios. Se fundieron en un besoprolongado.

Eso fue todo lo que el guerrero recordó cuando despertó a la mañanasiguiente. Unos golpes en la puerta lo arrancaron del profundo sueño. Se levantóy descorrió el cerrojo. Era un viejo criado de la casa que le traía el batido deleche y vino dulce con el que los venecianos despertaban.

—¿Habéis dormido bien, sire? —preguntó el mayordomo.—Creo que sí —respondió Lucas todavía conmocionado por la imagen de su

sueño.—Me alegro. Este aposento es el más noble de la casa, y lo reservamos para

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huéspedes de alcurnia, aunque algunos prefieren una estancia menos lujosa pormiedo a la Dama Azul.

—¿La Dama Azul?—Así llamaban a la duquesa de Selvo, sire, porque cultivaba rosas azules.Lucas de Tarento se mostró muy interesado.—La duquesa de Selvo vivió hace ahora cien años, sire. Era una mujer muy

hermosa, a la veneciana, hermosa y alta, de erguidos andares, largo cuello,facciones armónicas, ojos de mirada penetrante, labios carnosos y firmes,barbilla voluntariosa, una mujer capaz de cautivar los corazones más templados.Entonces los venecianos éramos menos refinados que ahora, y menos ricos. LaDama Azul escandalizó a la sociedad de los canales porque usaba aguasperfumadas, porque protegía sus manos con unos finos guantes de seda ó deterciopelo, según la estación, se maquillaba con afeites traídos expresamentepara ella de Alejandría y de Bizancio y comía con una etiqueta desconocida,pues usaba un tenedor de oro. Estas innovaciones que hoy son normales entre laalta sociedad de los canales, entonces nos alarmaban. Éramos bastante bárbaros.Los ciudadanos vieron con satisfacción como el cuerpo de la princesa empezó apudrirse debido a los perfumes que usaba. Se llenó de llagas supurantes, blancas,fétidas, la lepra blanca. Los parientes y los criados huy eron de ella y murióabandonada de todos. Ahora dicen que su sombra vuelve a recorrer los salones ylos corredores de este palacio.

—¡La lepra blanca! —Lucas de Tarento recordó que era una de las taras dela Abominación, pero se abstuvo de comentarlo.

El criado se inclinó y salió del aposento cerrando la puerta tras de sí.Así que la misteriosa dama, o el espectro de la dama, la Dama de la Rosa

Azul que se le había aparecido en Constantinopla, regresaba ahora en Venecia,ligada a una terrorífica historia.

« Quizá estemos en manos de la magia» , pensó, pero se abstuvo decomunicar a sus compañeros las sospechas. ¿Había sido un sueño?

¿Había soñado con el contacto de sus manos en torno a las caderas de laDama Azul?

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CAPÍTULO XLI

Sven cruzó el patio en pos de la sombra y luego franqueó una puerta y recorrióun largo corredor iluminado con lámparas de aceite. Al fondo ascendió unospeldaños y penetró en un vasto salón débilmente iluminado por una sola vela. Losúnicos muebles eran una enorme cama doselada, un arcón y un repostero sobreel que una mano previsora había dispuesto los viáticos que reponen del desgasteamoroso: una jarra de plata con vino dulce y bandejas con dulces de almendra ymiel y tocinillos de cielo.

La dama se despojó de la capa, la dejó caer sobre el arcón y se acercó a lavacilante luz de la vela para que Sven contemplara su cuerpo desnudo. Era unaseñora de cierta edad, pero aún apetecible, una mujer dispuesta a recuperaravaramente la vida, a sacar todo el partido posible al esplendor último de subelleza.

—Pórtate bien conmigo, hazme todo lo que sepas hacer y te recompensarédebidamente —le dijo con la voz enronquecida por el deseo. Sven se acercó a lamujer, alargó las manos y oprimió ligeramente sus pechos grandes y firmes,grávidos, ligeramente caídos. Se inclinó y chupó los pezones erectos, grandescomo aceitunas, que emergían de las areolas oscuras. Contempló el bello rostrode la dama y vio, asomada a los ojos alcoholados, ligeramente cansados, esallamarada de pasión que precede a las tristes cenizas de la vejez.

Ella comprendió.—Eres hermoso y maligno —susurró con su sabiduría antigua. Sven volvió a

chupar los pezones con violencia para ocultar la mirada. La contemplónuevamente. Era bella la dama. Los afeites no lograban desvirtuar la pureza desus grandes ojos almendrados, orlados de largas pestañas. Al compás de laentrecortada respiración se movían las aletas de su nariz fina y recta, como demarfil. Las mejillas algo carnosas, en el punto exacto de la madurez que precedea la decadencia, se arrebolaban de deseo. El hombre mordisqueó las orejaspequeñas y cálidas, lo que arrancó un suspiro lúbrico a la mujer, que se apretócontra él y levantó un muslo.

Eso fue todo. A la placentera sensación de su sexo duro en la entrepiernasiguió la inconsciencia y la nada. Sven había tomado la cabeza femenina entresus fuertes manos y con una súbita torsión la había desnucado. Depositó elcadáver sobre las losas de mármol, al pie de la cama y volviendo sobre sus pasossalió al patio donde la carroza aguardaba. Llamó al cochero.

—Tu señora te necesita.El negro recorrió el corredor a grandes zancadas y subió los peldaños de tres

en tres, con una agilidad que desmentía su corpulencia. La puerta de la alcoba

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estaba abierta y la señora yacía en el suelo a la vacilante luz de las velas. Elhombre miró a Sven en demanda de explicación.

—¿Qué ha…?No pudo terminar. El puño del rubio le golpeó la nuez. Se desplomó, como una

torre humana, sobre el cadáver de la señora. Sven le arrebató el cuchillo ancho ycorto que llevaba a la cintura y lo degolló. Después lo cacheó. Sólo encontró unoscobres en la faltriquera y una oreja de Diana, el amuleto mágico quesupuestamente afina la inteligencia de los lerdos.

—No te he servido de mucho —le reprochó.Registró a la dama y la despojó de sus joyas: siete valiosos anillos, un collar

de perlas de tres vueltas, unos pendientes turcos con piedras preciosas engastadasy un puñado de ducados de oro en un bolsillo secreto de la capa. Suficiente paracomprar un buen caballo, una cota de malla y una espada y para vivir una buenatemporada. Asmodeo se había referido a una llave. Sven registró nuevamente lasropas de la señora hasta que dio con otro bolsillo secreto, en el corpiño. Lallavecita de plata que abría el cofre de su esposo, el secretario del dux, GiorgioQuerini.

—Las piedras de San Todaro están en el palazzo Lucca —le había dichoAsmodeo.

Sven salió a la Ruga san Giacomo. ¿A dónde dirigirse? Propinó una patada alpie descalzo de uno de los mendigos que dormían bajo los soportales de la iglesia.

El hombre despertó enfurruñado, pero se calmó inmediatamente en cuantovio la moneda de plata que Sven había puesto delante de sus narices.

—Llévame al palazzo Lucca.Anduvieron un buen rato por callejas y atravesaron un par de canales

malolientes antes de salir al campo Morosini.—Aquel es el palazzo —dijo el mendigo señalando un caserón enorme que

ocupaba una manzana entera.Sven le entregó la moneda y le dijo adiós. Cuando se quedó solo, paseó por la

plaza desierta estudiando las trazas del palazzo. El primer piso carecía deventanas y no presentaba más abertura que la enorme puerta cerrada. En elsegundo había algunas ventanas provistas de fuertes rejas. El tercer piso era unagalería de gráciles columnas y azulejos dorados.

Mientras meditaba el modo de entrar en el edificio, se detuvo y fingió rezarfrente a una hornacina esquinera en la que recibía culto una pequeña imagen desan Marcos. Sobre el altarcillo había un soporte de hierro que sostenía el farol deaceite. Las esquinas del edificio eran de sillares almohadillados. Un hombresuficientemente ágil podría escalarlos hasta la hornacina y si apoy aba un pie enel vástago de hierro del farol podría auparse hasta la galería de las columnas.Sven trepó como un gato ayudándose del cuchillo arrebatado al negro, cuya hojaintroducía en las desmoronadas junturas de los sillares. A la galería del piso

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tercero daban varias puertas de madera. Probó con cada una de ellas hasta queencontró una suficientemente débil que descerrajó con la hoja del cuchillo.

Una vez dentro del edificio, descendió por unas escaleras de caracol tanangostas que con dificultad podía recorrerlas un hombre de su corpulencia. En elpiso de abajo había otro largo corredor débilmente iluminado por una candelilla.

Sacó la llave que había encontrado en el cadáver de la dama y la suspendióen el aire sosteniéndola por su cordoncito azul mientras recitaba el conjuro deAsmodeo. Al instante la llave flotó en el aire y se desplazó. Sven la siguió hastauna puerta cerrada. La llave se había detenido en el aire, en medio de un auravagamente azul. El guerrero empujó la puerta. Se encontró en una sala pequeñay oscura. La llave avanzaba iluminando el entorno con un leve resplandor. Sedetuvo frente a la panoplia que exhibía las armas arrebatadas a los orcos porDoménico Matteo, el fundador de la dinastía Mocénigo, en la campaña dePolonia.

En el centro de la panoplia había un escudo de madera con refuerzos demetal, casi tan grande como la rueda de un carro. Sven lo descolgó cuidando deno desbaratar las armas que lo adornaban. En la pared, detrás del escudo,apareció una puertecita. La llave penetró en la cerradura y giró como si unamano misteriosa la rigiera. Sonó un leve clic metálico. Sven abrió la puerta.Había un objeto tapado con un pañuelo de lino. Levantó el pañuelo. Allí estabanlas tres piedras de san Todaro, las verdaderas, la Manchada, la Luciente y laNuececita, alineadas dentro de un relicario de madera de acacia con tresceldillas de terciopelo en las que las tres piedras encajaban a la perfección.

Sven envolvió las piedras en el pañuelo, se las guardó en la faltriquera yabandonó el edificio por el mismo camino que había utilizado para entrar. Cuandollegó al puente Comer, la vaga claridad del amanecer comenzaba a perfilar elcielo gris de la ciudad. « La policía no es tonta —pensó Sven— especialmente enesta isla. Relacionarán el asesinato de la dama y del criado negro con el robo delas piedras del palazzo Lucca» . En un instante toda la policía de la ciudadbuscaría al vagabundo rubio al que la dama contrató en el puente de la Paja.

Hallar a un hombre rubio en una ciudad en la que predominaban los morenosno iba a ser difícil. Debía abandonar Venecia lo antes posible. En el canal de laViña había un embarcadero. Por una moneda de plata un gondolero lo cruzó alotro lado de la lengua de agua y lo desembarcó en Terrafirma. Sven se dirigióinmediatamente al Fondaco dei Tedeschi, la fonda de los tudescos, un sombríoedificio en medio de un descampado convertido en estercolero. En torno a lafonda, en establos provisionales, de madera con techo de paja, había cientos demulos y caballos llegados de Hungría y de Alemania para cargar la sal de Istria.

Los trabajos pasados y la falta de sueño habían agotado a Sven. Alquiló unacama y durmió hasta media mañana. Después desayunó media hogaza de panempapada en mantequilla fundida y cuando hubo repuesto fuerzas se dirigió a las

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cuadras y compró un buen caballo.—¿Cómo se llama? —le preguntó al vendedor.—Viento.—Muy bien, Viento —le dijo mientras le acariciaba el fino pescuezo—.

Espero que seas tan veloz como tu nombre.Salió de la fonda tudesca por el camino de Roma, pero apenas había

caminado media milla cuando se cruzó con un viajero que traía la cabeza tapadacon una capucha para resguardar los oídos del viento frío de la mañana. Elcaminante se apoy aba en un báculo rematado en una raíz semejante a una manosarmentosa. Lo reconoció y tiró de las riendas.

—Sven le Berg, nuevamente nos encontramos —saludó el caminante casi concordialidad.

—Asmodeo de Sinán, ¿qué haces respirando el polvo de los caminos? Creíaque andabas por el aire.

—¿Tienes las piedras de san Todaro? —preguntó el mago.Sven le Berg le lanzó un atadijo de tela que Asmodeo atrapó al vuelo. Lo

sopesó antes de abrirlo. El mago contempló las piedras de san Todaro, laManchada, la Luciente y la Nuececita. Rió con su risa cortada.

—Los papistas se quedarán con un palmo de narices cuando descubran quelos han timado —comentó Sven.

—Celebro que estés de buen humor —dijo el mago—. Me temo que tendrásque regresar a la ciudad.

—¿Por qué? Los schiavoni me buscan para colgarme.—Odón el Calvo le ha vendido las piedras dragontías que te arrebató a Muley

Osmán, el corsario sarraceno.—¿Dónde están ahora?—En la torre Catalina, en el castillo de la isla Inquieta. El pirata va a ofrecerle

un trato a Lucas de Tarento: las piedras a cambio de la chica que lleva consigo,Isbela de Merens. Dadas las circunstancias, el templario aceptará, si no tiene másremedio, porque debe anteponer los intereses de la cristiandad a los particulares,por muy caballero que sea.

—¿Y nosotros qué podemos hacer?—Tú regresas a Venecia y raptas a Isbela. De ese modo Lucas de Tarento

queda al margen y Muley Osmán negociará con nosotros. De ese modorecuperaremos la Fogosa y la Intrincada.

A Sven le Berg no le entusiasmaba la perspectiva. Venecia se habíaconvertido en un peligro mortal. No obstante estaba ligado a Asmodeo por unjuramento de sangre que implicaba el sometimiento a sus conjuros. Asmodeo lohabía sacado de la fila de novicios templarios que aguardaba turno frente aldegollador de Saladino tras la batalla de los Cuernos de Hattin. Sven le Berg ledebía obediencia ciega hasta la muerte.

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CAPÍTULO XLII

La entrega de las tres piedras de san Todaro a los enviados del Papa se realizó dela manera más discreta, para evitar que el populacho de Venecia se amotinara sise divulgaba que iban a sacarlas de la ciudad. La Serenísima temía que no seentendiera cabalmente que el gobierno de Venecia cediese aquellas veneradasreliquias al odiado Papa de Roma o a los reyes de Occidente, aunque fueratemporalmente y a cambio de beneficios.

Los enviados de la Señoría aguardaron pacientemente a que los últimosdevotos despejaran la basílica. Al anochecer, tras el toque de cubrefuegos en elcampanile de San Marcos, los claveros cerraron las puertas de bronce del templotras asegurarse de que no quedaba nadie dentro. Un momento después,depositaron las antiguas llaves en manos del sacristán may or y este las entregó asu vez al emisario del Patriarca.

En el templo desierto, los esplendidos mosaicos dorados y llenos de vivoscolores brillaban espectrales a la luz de las lámparas de aceite y de las velascontrastando con las zonas oscuras y mal iluminadas.

El perfecto silencio reinó sobre el enorme edificio hasta que un levechasquido perturbó la quietud de su nave central. En el muro occidental, junto alrelieve de los desposorios de la virgen, en la parte que representa la Puerta Áureade Jerusalén, la tabla fingida giró sobre sus secretos goznes mostrando ser unapuerta verdadera que comunicaba con un pasadizo oculto. Giorgio Querini,secretario del dux, levantó una lámpara que iluminó las losas de mármol de labasílica e invitó a sus acompañantes a seguirlo. Detrás de él comparecieronCantacuzanos, Lucas de Tarento y Pedro el Raposo.

Sin pronunciar palabra, Querini indicó a los otros el camino y encabezó unaimprovisada procesión hasta el ambulatorio donde estaba la capilla de lasreliquias.

—Las mejores reliquias de la Cristiandad —musitó Querini mientras abría laverja dorada con una llave de bronce. Una vez dentro, depositó el fanal sobre elaltar y despabiló la llama. Al instante huy eron las sombras del gran retablo yQuerini, fiel a su papel de cicerone, señaló a los visitantes el contenido de losdiminutos compartimentos: una redomita de leche de la virgen, el prepucio deCristo, una esquina de mármol del pesebre de Belén, una losa de Getsemaní, unclavo de la sandalia del señor, perdido en una jornada de pesca en Tiberiades, unpelo de la burra políglota de Balaam, la copa derecha del sujetador de la reina deSaba…

Lucas de Tarento intercambió una mirada nerviosa con Cantacuzanos.—… Y las tres piedras de San Todaro que hemos venido a buscar —dijo por

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fin Querini.Cantacuzanos asintió. Les urgía terminar la operación. Querini acercó una

escalera de mano forrada de terciopelo negro disimulada en un lateral del altar,la apoy ó sobre uno de los largueros dorados del retablo de las reliquias y trepópor ella hasta la tabla que representaba a san Todaro alanceando la boca de unenorme cocodrilo. No se apreciaba ninguna cerradura convencional. Querinisacó del bolsillo una espiga de bronce y la insertó en un agujero disimulado entreel cañaveral del que brotaba el cocodrilo. Sonó un clic metálico y el cuadro, queresultó ser una puertecita disimulada, se abrió dejando a la vista una caj ita.Querini la tomó solemnemente y la besó antes de descender de la escalera.

—Este es el relicario de san Todaro —murmuró con un quiebro emocionadoen la voz.

Sobre el altar mayor, a la luz de los fanales y las lámparas votivas, abrió lacaj ita. Dentro, acomodadas en tres huecos que se amoldaban a sus formasirregulares, había tres piedrecitas no mayores que un dedo pulgar.

—Las piedras de san Todaro.Cantacuzanos hizo ademán de recogerlas, pero Querrini cerró rápidamente la

caj ita con una helada sonrisa.—¡Disculpad, monseñor, pero antes debéis cumplimentar los documentos!Los documentos eran tres diplomas con el borde dorado y los sellos del Papa

y de los compromisarios del rey Felipe y el rey Ricardo, por los que hipotecabanvaliosas tierras y puertos de mar que quedarían en poder de la señoría deVenecia en caso de que no se devolvieran las piedras en un plazo de dos años apartir de la firma.

—Pensé que a los venecianos no les interesaban las tierras —comentó Lucasde Tarento.

—Y no nos interesan —dijo Querini—. Pero cuando somos dueños de ellaspodemos venderlas o cederlas a un vecino molesto y eso no les conviene ni alPapa ni a los rey es.

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CAPÍTULO XLIII

El callejón de los Gatos era una ratonera. Recorrido por un lado por la hoscafachada trasera, sin puertas ni ventanas, del palazzo Stéfano y del otro por elfangoso canale dei Barcarola, los venecianos lo evitaban y desde luego estabadesierto a la hora en que Isbela, Guido y Gorgo regresaban por él. Un mendigode la cofradía de san Esteban, que agrupaba a la gente de mal vivir de la ciudad,los había vigilado desde que salieron del palazzo Selvo por la mañana. Lossalteadores venecianos seguían al forastero pudiente por el dédalo de callejas ycanales con la certeza de que andar por su ciudad era tan complicado que, casicon seguridad, el visitante regresaría a su alojamiento desandando el camino.Solo había que esperarlo en el lugar adecuado y despojarlo de cuanto llevaraencima y, si se terciaba, matarlo. El cadáver desaparecía fácilmente en lasturbias y pestilentes aguas del canal más próximo.

Aquella tarde Isbela estaba de buen humor porque, después de marear a susacompañantes en cien tiendas, había adquirido un vestido sarraceno, largo hastalos tobillos, sin entallar, cerrado por el cuello con un elaborado bordado quedescendía por el escote dividiendo y resaltando sus encantos. Isbela y Guidoregresaban al palazzo Selvo conversando animadamente de trovadores y de lasfiestas de Merens, el castillo occitano del padre de Isbela. Detrás de la jovenpareja, a unos respetuosos pasos de distancia, Gorgo caminaba con oscilacionessimiescas, muy a su sabor, sin cuidarse de disimular aquellos penosos andares delos orcos suaves puesto que no había a la vista ningún humano que pudieramofarse de él.

Se equivocaba. Al otro lado del canal, disimulado detrás del pilar de piedraque sostenía un voladizo, los acechaba el mendigo de san Esteban que los habíaseguido durante todo el día. Cuando llegaron al callejón, el mendigo levantó sumuleta y un grupo de facinerosos que aguardaban a la vuelta de la calleja sepuso en movimiento. Al propio tiempo, otros que habían seguido de lejos a losviandantes se disponían a cortarles la huida.

Guido los vio aparecer a cuarenta metros de distancia, armados con porras ycuchillos. Se percató de que habían caído en una trampa.

—¡Isbela, detrás de mí! —ordenó a la muchacha al tiempo que se adelantabay desenvainaba su espada.

Los foraj idos, cinco hombres malcarados, intercambiaron miradas irónicas.—¡Huy qué miedo, el caballerete tiene una espada! —dijo el jefe, uno que se

tocaba con una gorrilla negra de marinero.Los otros le rieron la gracia. Desplegados en abanico, golpeándose

impacientes la palma de la mano libre con los garrotes y con los cuchillos,

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componían un cuadro que hubiera amedrentado a cualquier doncel menosfogueado que Guido.

El muchacho, vestido con su mejor gala, aquella túnica dorada que le regalóel basileo, parecía un pisaverde incapaz de enfrentarse a nadie. Quizá losbandidos no se hubieran sentido tan confiados si hubieran reparado en su teztostada por el sol y en su forma de caminar, un poco vacilante, que denotaban laexperiencia militar en campo abierto del hombre que, aunque joven, habíaluchado ya en varias campañas y conoce el sabor de la sangre.

Gorgo, alertado por su instinto, giró la cabezota y descubrió que otro grupo detres facinerosos los atacaba por la espalda. El jefe de la partida era un hombre demediana edad que empuñaba una espada ancha y un broquel. Gorgo no poseíagrandes conocimientos tácticos pero sabía que la primera cabeza que hay quepartir en una pelea es la del jefe. Lo malo era que Guido le había ordenado quedejara su garrote en casa por no alarmar a los pacíficos venecianos que noestaban muy habituados a ver orcos en libertad fuera de los muelles.

—Si os desnudáis por completo quizá salgáis bien parados de esta —advirtió elatracador del gorro negro—. Sólo queremos vuestras bolsas, vuestros vestidos yaquí, mis compadres Baltassare y Enrico, quieren también follarse a lamuchacha, que la han visto pasar esta mañana y les han entrado ganas.

—Me temo que tendréis que pelear —respondió Guido con voz serena yvaronil—, pero eso no debe importaros porque seguramente sois muy valientes.

Los facinerosos se miraron un tanto sorprendidos. El del gorro negro seencogió de hombros.

—Démosle gusto al muchacho y acabemos. Y se lanzaron contra él.Mucho antes de que los bandidos lo alcanzaran, Guido les había tomado las

medidas. Ninguno llevaba escudo, solamente las capas enrolladas en el brazoizquierdo, por lo tanto, si lanzaba un tajo tendido a las cabezas se cubrirían losrostros instintivamente ocultando la visión del enemigo durante breves instantes.Guido lanzó el tajo, ellos se cubrieron como había previsto y aprovechó paraenlazar en la finta falsa un golpe verdadero, el llamado de la comba en esgrimaflorentina, que se dirige a las rodillas del adversario. Lo hizo con tal ímpetu que eldel gorro negro se desplomó aullando como un cochino tras perder pie. El tajodel presunto petimetre, al que un instante antes menospreciaba, le habíaseccionado limpiamente la pierna izquierda a la altura de la articulación. Unchorro de sangre brotaba del muñón mientras la pierna sangraba un poco menosa un paso de distancia.

Los otros cuatro facinerosos se impusieron al natural deseo de huir y cerraronfilas contra el forastero rogando a santa Engracia y a todos los santos que aquellohubiera sido un golpe de suerte, la suerte del principiante.

No, no lo había sido. Ahora el petrimetre avanzaba hacia ellos una zancadapor la izquierda y cuando lo esperaban por el lado del brocal saltaba ágilmente a

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la derecha y asestaba una estocada en el pecho al contrincante más cercano. Elhombre, herido en el pulmón y en las arterias superiores, soltó su estaca y seagarró a su compañero más próximo, estorbándolo. En un combate con rufianes,un caballero no estaba obligado a observar regla alguna. Guido aprovechó lacircunstancia para tajar verticalmente al impedido, cuy a cabeza se abrió comouna sandía. Los dos bandidos se desplomaron en un mismo charco de oscurasangre.

Guido recuperó su espada del amasijo de sesos y huesos. Aprovechando elimpulso, le propinó un tajo al bandido siguiente, que había quedado paralizado porla sorpresa. El hombre consiguió esquivarlo, pero impactó con el pretil del canalcon tal ímpetu que volteó de espaldas y cayó al río fangoso desde cuatro metrosde altura. Para su desgracia, la marea estaba baja y sólo había un par de cuartasde agua. Se clavó de cabeza en el barro, las piernas sarnosas coceando el aire, yasí permaneció un buen rato hasta que se ahogó en la inmundicia y quedóinmóvil.

Guido se volvió hacia el único asaltante que quedaba, pero este yacía en elsuelo, malherido, con un temblor de agonía en los miembros y la gargantaabierta.

Isbela de Merens limpiaba su daga en el musgo del muro.—¿Tú? —preguntó Guido incrédulo.La muchacha pestañeó con la mayor inocencia.—En Merens mi padre se ocupó de que aprendiera otras cosas, además de

bordar y rezar.El joven emitió un suave silbido de admiración.—El degollador de Saladino no lo habría hecho mejor.Por el lado del frente no había que temer. Guido atendió entonces a su

espalda, a la pelea que sostenía Gorgo con los otros tres facinerosos. Uno y acíainmóvil en el suelo, a otro le estaba arrancando en aquel momento la cabeza porel procedimiento de darle vueltas hasta que la desprendió del tronco y el tercero,el hombre maduro, había puesto pies en polvorosa y se perdía el doblar laesquina.

Guido acudió en auxilio de Gorgo.—Gracias amigo ¿estás bien?Gorgo gruñó y se encogió de hombros.Lo había llamado amigo. El semiorco con la espalda acribillada de profundas

cicatrices de látigo sintió un revuelo de mariposas en el estómago y se restregó,con el dedo peludo y una uña como una almeja, rematada en negra cenefa, unalágrima gruesa que le había acudido al ojo.

Entonces se volvieron a Isbela.—Isbela —dijo Guido. Iba a añadir algo, pero se quedó mudo. La muchacha

había desaparecido.

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CAPÍTULO XLIV

Dos fornidos vikingos acompañaron a Grontal hasta el valle de la isla de Oland,donde el gigante Antulfas habitaba. La isla, a pesar de ser montuosa, estabarecorrida por anchas navas en las que crecía espesa y mullida la hierba, pero susuelo rocoso carecía de la profundidad necesaria para que arraigaran árboles decierto porte. Sólo había arbustos que crecían entre las rocas al resguardo de losvientos dominantes.

Caminaron durante toda la mañana, con un breve descanso para reponerfuerzas, hasta que llegaron a una llanada alta sobre un cerrillo a la vista de unacordillera gris en la que se abría, como un enorme bostezo, la caverna deAntulfas.

—Allí es donde vive la criatura —señaló uno de los vikingos—. De aquí nopasamos. Ea, adiós.

Y antes de que Grontal pudiera reaccionar, le dieron la espalda ycomenzaron a desandar el camino con tantas prisas que parecía que huían.

Grontal se vio solo, con un barril de agua y su hacha inseparable. En lamochila llevaba carne seca y pan para dos días. ¿Qué hacer? No podía moversede allí porque él solo no podía cargar con el tonel y Cantacuzanos le habíaadvertido que cuando el gigante llegara sobre él debía golpear el barril con suhacha. Seguramente había un hechizo del mago que dependía de la rotura delrecipiente. Grontal no se cuestionaba los hechizos de los humanos. La experienciale había enseñado que por absurdos que sean dan resultado si los prepara unmago experimentado.

Se sentó a esperar al gigante.No se estaba mal allí. La hierba era mullida, lucía un sol radiante que

calentaba la tierra y contrarrestaba la fría brisa del norte. Pájaros de variasplumas cruzaban el cielo azul y hasta se posaban en los arbustos que coronaban elcerro para deleitar con sus trinos al insólito visitante. Grontal se quedó dormido ycuando el frío lo despertó, por que una sombra se había abatido sobre éltapándole el sol, se encontró debajo del gigante Antulfas que se erguía sobre élcomo una torre y lo observaba con cierta curiosidad desde su altura.

El gigante mediría unos veinte metros, quizá más. Vestía unos zaragüellesmoriscos hasta las rodillas y una zamarra hecha con las pieles de un numerosorebaño de ovejas. La enorme cabeza se tocaba con un gorro de lienzoconfeccionado con las velas de una nave hanseática que perdió el rumbo yencalló en la isla. Las sandalias eran tales que en cualquiera de ellas hubierancabido, sin estrecheces, Grontal y un primo suyo.

El gigante se había inclinado ligeramente y observaba a la pequeña criatura

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con más curiosidad que hostilidad, o eso le pareció a Grontal.—¿Quién eres y qué haces en mi isla? —le preguntó con una voz que resonó

como un trueno hasta los farallones de la cordillera y que el eco devolviópausada y solemne.

—Me llamo Grontal —respondió el enano incorporándose despacio. El hachaseguía donde la dejó, sobre el tonel, a dos pasos de distancia—. Soy enano delclan de los Norm que tienen su morada en los bosques de Ulka, en la SelvaEncontrada. Mi madre se murió y me enrolé de minador en el ejército delemperador Barbarroja que iba a las Cruzadas.

—¿Todavía siguen con las Cruzadas? —se extrañó el gigante con su trueno devoz—. ¡Menuda tozudez! Esos borricos de los condes y los reyes haciéndole laolla gorda a los mercaderes italianos. Y los sarracenos a pelearse entre ellos, quees lo suy o.

A Grontal le extrañó que el gigante, en su aislamiento, estuviese enterado dela política internacional.

—Veo que estás informado.—¡A ver! De vez en cuando se deja caer por aquí un humano, sobre todo en

invierno, cuando los barcos naufragan cerca de la costa y siempre sobrevivealguno que me pone al tanto. Algunas veces he juntado hasta veinte humanos queme han proporcionado carne para todo el invierno.

—¿Te… te… los comes? —acertó a preguntar el enano. El gigante se encogióde hombros.

—Ya me dirás, si no, de donde saco y o las proteínas que necesita estecorpachón mío en esta isla pelada. Hay algunas cabras, más listas que el diablo,y de vez en cuando cazo alguna, pero de todas formas necesito un suplemento decarne para mantenerme.

Sólo entonces descubrió Grontal que del bolso de costado del giganteasomaban las piernas de un hombre. Antulfas notó que el enano le miraba elbolso.

—Lo que llevo aquí son dos vikingos que he matado en el collado de ahíabajo. ¿Venían contigo acaso? Los pobretes desenvainaron la espada cuando mevieron. Desgraciados.

Grontal miró su hacha. Si andaba listo podría quizá empuñarla antes de que elgigante se le adelantara. Era evidente que, a pesar de su escasa chicha, Antulfaslo iba a apreciar más por su carne que por su conversación.

—Por cierto, se me ha olvidado preguntarte a qué has venido a mi isla,porque pinta de náufrago no tienes.

Grontal miró al gigante. No parecía persona que se dejara engañarfácilmente. Mejor irse derecho a la verdad y desarmarlo y ganarse su voluntadcon la sinceridad de una criatura subterránea y selvática todavía no maleada conlas intrigas y las mentiras de los hombres, así que echó mano del hacha y deshizo

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de un certero golpe el barril de agua que, al abrirse, dejó escapar su contenido.Antulfas con los pies mojados, palideció visiblemente.

—¡Ay, cuitado! ¡Por qué me he fiado de ti, que eres como los hombres, sóloque más pequeñito! —clamó el gigante al cielo con genuina compunción altiempo que levantaba un pie, se arrancaba la sandalia y se llevaba a la plantacallosa las manos presa de un gran dolor. Después bajó el pie, con un pisotón queconmocionó la tierra, y se despojó de la sandalia del otro para acariciarse laplanta mojada y dolorida de la que se desprendían humeantes grumos de barrocolor carne. Así obró varias veces, aliviándose con el frotamiento, hasta que enuna de ellas, perdió el equilibrio y cayó de espaldas conmocionando la tierra conel golpe. Aun así, sentado en el yerbazal, el gigante no cejaba en sus lamentos yse frotaba los pies alternativamente, despidiendo de ellos polvo y barro. Grontal,que había huido asustado al amparo de unas rocas, se sobrepuso al miedo yasomó la cabeza para ver qué pasaba con el gigante.

—¡Cuitado y ladrón! —le dijo Antulfas—. ¿Qué te he hecho y o para que memaltrates así? ¡Me has mojado los pies! Ahora tardaré meses en reponerme. ¿Esque no sabes lo que es un gigante con los pies de barro?

—Lo había oído, pero no sabía que se refiriera a ti. Un mago amigo mío mepidió que rompiera el barril cuando estuvieras cerca.

—¡Ay, ay, ay ! —se lamentaba el gigante mientras gruesos torterones de pielse le desprendían de las plantas. Yo no iba a provocarte daño alguno, enano deldemonio. Mi guerra particular es con los humanos, que en cuanto me ven quierenmatarme.

—Lo siento —se excusó Grontal—. Yo venía con la idea de que tenía quematarte para conseguir la piedra Templada.

—¿La Templada? ¡Me cago en Satanás! Haber empezado por ahí. ¿Y paraqué quieres la Templada, si puede saberse?

—Mis jefes la quieren por mandato del Papa de Roma, para cierto hechizocontra los sarracenos.

—¡Están jodidos tus jefes con los sarracenos! Los sarracenos le darán por elculo a la Cristiandad por los siglos de los siglos, si no al tiempo. Bueno, ahora mehas derrotado y soy tu prisionero.

—¿Cómo que eres mi prisionero?—Sí, en el código de honor de los gigantes se especifica que los duelos son a

primera sangre o cuando el vencido toca el suelo con las posaderas, como es elcaso.

—Pero este duelo no ha sido legal —objetó el enano—. Te he sorprendido atraición.

—En nuestro código no hay traición que valga. Cuando un gigante es tangilipollas que se fía de un humano, de un enano, de un elfo, de un orco o decualquier otra criatura menuda, y por lo tanto maligna, que lo único que acarrean

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son problemas, entonces merece lo que le pasa. Me has derrotado y estoy a tudisposición.

—Yo sólo quiero la piedra Templada. Dámela y quedarás en paz y libertad.—¿De veras?—Sí.—Acompáñame a mi cueva.La mojadura no había sido demasiado grave. En cuanto se le orearon y

secaron al sol las doloridas plantas, Antulfas se puso en pie y se dirigió a su cuevadando cojetadas seguido de Grontal. La cueva era una caverna profunda,ocupada en parte por un gigantesco lecho de hierba seca y apelmazada donde elgigante dormía. Al fondo de la cueva había una oquedad natural y en ella,disimulada debajo de unas tablas, un cofre rescatado de algún naufragio en elque el gigante guardaba abalorios, espejos, astrolabios, puñales, jarros de peltre,collares, dados y toda suerte de quincalla. Antulfas vació sobre una manta elcontenido del cofre y rebuscó entre los objetos hasta que encontró la piedra. Noera may or que un huevo de codorniz.

—Ahí la tienes, cógela: la Templada.Grontal la contempló sobre la palma de su mano. Era roj iza, con leves motas

azuladas en la superficie irregular.—La Templada. ¿Puedes prestármela?—Te la regalo. Ya estaba un poco harto de custodiarla. Es una grave

responsabilidad, ¿sabes?, porque debes cuidar que no caiga jamás en manos delmal. De otro modo resucitará el dragón del que procede.

—¿Procede de un dragón?—Todas las Doce Hermanas proceden de un dragón, por eso se llaman

dragontías o piedras de dragón. Esta la tenía un nieto de Sigfrido que se extravióen la Montaña de la Nieve y murió congelado. El cadáver lo encontró otrogigante que un día vivió en esta isla, Briareo, que era muy famoso y mucho másalto que yo.

Olía mal, a muerte y podredumbre en la caverna de Antulfas, así que Grontalse despidió de él lo antes posible. Regresó a la playa, ya entrada la noche, yencontró a los vikingos del drakar deliberando sobre si convenía irse o quedarse,tras aceptar por unanimidad que más valía cenar un rancho frío que encender unfuego que pudiera atraer al gigante.

Zarparon inmediatamente y regresaron a la isla de Gotland.

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CAPÍTULO XLV

A Sven no le convenía callejear mucho por la ciudad donde las patrullas deschiavoni buscaban a un tipo rubio y fornido que había asesinado a la esposa delsecretario Querini. Contempló el muelle de san Giacomo, en el Canale dellaGiudecca, frente al promontorio oscuro de la isla de san Giorgio Maiore. Allísolía haber contrabandistas y barqueros que, por una tarifa aceptable, seolvidaban de preguntar si las mercancías o los pasajeros habían pasado por elregistro de la Serenísima.

En la oscuridad oscilaban las barcas oscuras golpeando de vez en cuando laspiedras del embarcadero.

Un barquero se había tendido en un fardo de velas y contemplaba elfirmamento, con las manos detrás del cuello.

—Necesito una barca —le dijo Sven.El hombre enarcó una ceja. ¿Enviaba a paseo al inoportuno forastero o

aceptaba el trabajo?—¿Cuánto y a dónde? —inquirió.—A Terraferma. Un ducado de oro.—Dos ducados.—Está bien.El equipaje era una muchacha amordazada y atada como un fardo. El

barquero la miró con indiferencia cuando el caballero rubio la llevó en brazos yla depositó en el fondo maloliente de la embarcación. A él sólo le interesaban losdos ducados. Desatracaron y la barca diestramente guiada se dirigió a la cintaoscura que algunas distantes luces de las casas de campo señalaban comoTerraferma.

Estaban en el centro de la lengua de mar, a mitad de camino cuando Sven leordenó al barquero.

—Arma la vela.—¿La vela, señor? No es necesaria y podría atraer a los corchetes de

aduanas. Cuando se despliega se ve desde muy lejos.No te preocupes por eso. Arma la vela. El barquero se resistió.—Señor, ya he visto que lleva a una muchacha secuestrada. ¿Usted sabe el

castigo por ese delito? Nos colgarán a los dos por el cuello en el campo delCarmini.

—Le tienes apego a la vida, ¿eh?El barquero se alarmó. ¿Había subido en su barca a un loco o a un enamorado

desesperado? Guardó silencio mientras meditaba. Si conseguía reducirlo y liberara la muchacha podría cobrar alguna recompensa de la Serenísima, o incluso de

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la familia de la muchacha. Los vestidos de la secuestrada parecían buenos. Y lamuchacha tenía el cabello claro. Era muy posible que perteneciera a una buenafamilia, quizá a los Pisani o a los Cornaro. Devolverla sana y salva después dematar al secuestrador podía suponerle una buena bolsa de ducados, quizá unempleo estable en las cocinas de una gran familia. Abandonaría aquella vida demiseria, los dolores de lomos de remar todo el día, de apalear fango por unmísero sueldo.

—Voy a levantar la vela —dijo—, pero tendrá que ay udarme, señor. Elbarquero abandonó los remos y se dirigió al centro de su embarcación para izarel mástil. Sven se dispuso a ayudarle.

—¿Me alcanza ese palo, señor?Sven le dio la espalda. El barquero empuñó un cuchillo cachicuerno e intentó

apuñalarlo.No contó con el sexto sentido del guerrero. Sven había olfateado el miedo o lo

había percibido en algún menudo matiz de la voz. Detuvo la puñaladainterponiendo el brazo y estrelló su puño en el costillar del agresor. Después,mientras el barquero pugnaba por tomar aire, le aprisionó la cabeza con ambasmanos y se la giró bruscamente. Cruj ieron las vértebras y el barquero sedesplomó, cadáver. Sven lo arrojó al mar.

Isbela había asistido a la escena con los ojos desencajados.—Tranquilízate —le dijo Sven.La muchacha vio como su secuestrador izaba la vela y afirmaba el rumbo

antes de sacar de su bolsa de costado una caj ita de pasta vítrea, de las que lasdamas venecianas usan en el tocador. La caj ita contenía el viento boreal, queAsmodeo le había entregado:

« Él solo te llevará a la isla Inquieta» , había añadido.La Isla Inquieta. En el Mar Tenebroso, más allá de los confines de Portugal y

de Inglaterra había islas vivas. Algunas, aunque tuvieran arboleda y playas, sóloeran los lomos de enormes criaturas marinas que flotaban en el mar a la derivade las grandes corrientes. Otras eran islas flotantes de piedra y vegetal, sujetas amagia. Muley Osmán, el corsario, había conseguido de los magos hiperbóreosuna isla menor, la isla Inquieta, y la había trasladado al Mediterráneo. De estemodo podía contar con una base y un refugio incluso ante las mismas narices delpapa o de la Serenísima.

El viento boreal, contento de verse liberado después de muchos años decautividad, se extendió por la bahía e hizo girar, con un sonido lastimero, lasveletas mal engrasadas de la iglesia María Gloriosa del Frari antes de regresar almar e hinchar la vela de la barca de Sven.

—¿Sabes adónde nos dirigimos? —lo interpeló el guerrero mientras seapartaba un mechón rebelde de la cara.

Una racha de viento lo despeinó nuevamente. Era el modo en que bóreas

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asentía.—Pues llévanos.Y el viento produjo un torbellino de agua, una especie de caracola húmeda,

que se desplazó hacia el sur a velocidad de vértigo y arrastró la embarcaciónhasta una playa de fina arena blanca bajo un cielo rojo intenso en el que nobrillaba sol alguno. Tampoco había olas. Era como si estuvieran en el centro deun estanque tranquilo, aunque soplaba una suave y refrescante brisa otoñal.

—La isla Inquieta —reconoció Sven.Saltó a tierra y empujó la barca hasta vararla en la playa luminosa. La play a

terminaba en unas rocas detrás de las cuales crecía feraz la arboleda, grandespinos, acacias, palmeras y un sotobosque de espesos helechos. Entre dos rocas unguerrero moreno espiaba la llegada de la embarcación y cuando se cercioró deque sólo eran un hombre y una mujer se llevó un cuerno a los labios y emitió unlargo y ronco trompetazo.

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CAPÍTULO XLVI

—¿Dónde demonios te metes? —riñó Lucas de Tarento a su escudero.Pedro el Raposo había visitado la sinagoga. Llegó a ella por casualidad,

cruzando canales. Obedeciendo a un impulso inexplicable empujó la puerta y sesentó en la penumbra, en uno de los bancos postreros. Así estuvo toda la tarde, lamirada en la lamparita del nicho donde se guardaban las Escrituras. Luego selevantó y regresó junto a sus compañeros.

—He estado por ahí —dijo el escudero—. ¿Había algo que hacer? Carasserias. No estaba el horno para bollos.

—¡Nos la escamotearon delante de nuestras propias narices! —se lamentóGuido al tiempo que golpeaba la pared con el puño dejando señalados los nudillosen el estuco—. ¡Nunca me lo perdonaré!

Estaban en la sala baja de la nunciatura papal, abatidos por la pérdida deIsbela.

Cantacuzanos, hosco, guardaba concentrado silencio. Había otro problemaque sólo él conocía. Después de llegar al palazzo había examinadocuidadosamente las piedras de San Todaro y, tras someterlas a ciertos conjuros,había llegado a la conclusión de que eran falsas. Los habían timado. No sabía siatribuir el fraude a una artera maniobra de los venecianos, que eran muycapaces de ello, o, simplemente, al hecho de que las piedras que los venecianoscreían legítimas no lo eran y alguien, en algún momento de su historia, las habíasustituido por estas, meras imitaciones desprovistas de valor.

Cualquiera de las dos posibilidades significaba lo mismo: no tenían las piedras.¿Dónde las buscarían ahora? Y para colmo, cuando se disponía a comunicar elcaso a sus compañeros, llegaron Guido y su semiorco con la noticia del rapto deIsbela. Todo iba de mal en peor. Presentía que una magia superior a la suyaestaba auxiliando a la Abominación. No podía explicarse de otro modo aquellaconcatenación de desgracias. ¿Quién de la parte oscura podía ejercer una magiatan poderosa para la Abominación?

Cantacuzanos no conocía a todos los magos, pero sí a bastantes, y todo aquelasunto lo llevaba a sospechar de uno en concreto: Asmodeo de Sinán.

Mientras el clérigo se abismaba en sus pensamientos, Lucas de Tarentomeditaba sobre el rapto de Isbela.

—Estamos en Venecia —dijo—, la ciudad de los delatores y de los espías.Quizá el nuncio Pisani nos pueda llevar ante el jefe de la hermandad demaleantes y rescatemos a la muchacha, si es que sigue viva.

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CAPÍTULO XLVII

Las olas batían contra las rocas al pie de la torre Catalina, en la isla Inquieta. Latorre era una construcción normanda, obra de un renegado irlandés, antiguoarquitecto de campanarios, que había levantado una aguja de piedra en trescuerpos, decreciendo los muros por dentro, de manera que fuera flexible a losvientos y al mismo tiempo no más gruesa de lo necesario para albergar unaescalera de caracol y nueve celdas superpuestas que se iban agrandando con laaltura a medida que se ganaba espacio al grosor de los muros. En el novenoaposento, debajo de la terraza almenada, habían encerrado a Isbela de Merens.La semielfa pasaba las horas en la ventana, oteando el mar por donde esperabaque sus amigos vinieran a rescatarla, especialmente Guido de St. Bertevin, al queamaba.

Desde su alto observatorio, Isbela había estudiado el terreno, por si se leofrecía alguna ocasión de fugarse. La isla parecía inexpugnable. Era solo unaroca rodeada de acantilados, en medio del mar. El castillo ocupaba la parte máselevada, un recinto de siete torres, la más alta la Catalina, donde ella estabapresa, un patio de armas y algunas casas y almacenes. Delante del castillo habíaun prado redondo de doscientos pasos de diámetro, en el que pastaba un rebañode ovejas, y al otro lado del prado, detrás del escarpe, un acantilado más bajoasomado a una pequeña ensenada en la que se guarecían las galeras del pirataMuley Osmán.

La semielfa había venido de nuevo a las manos del odioso sarraceno.—Te he buscado por todas partes, registrando la tierra y los profundos mares

—le había dicho Muley Osmán como bienvenida en tono más amable quereprobador—. Esta vez serás mía para siempre. Nadie podrá empañar nuestrafelicidad.

Nuestra felicidad. El moro no desistía de su proyecto de tomarla enmatrimonio. Quería a toda costa engendrar hijos rubios con una princesa deestirpe franca.

Pasaban los días y con ellos se acrecentaba la impaciencia y el desánimo dela muchacha. En tres ocasiones aparecieron velas en el horizonte y siempreresultaron ser navíos de Muley Osmán que buscaban cobijo en la ensenada de laisla o acudían a descargar el botín de sus rapiñas.

El cuarto día, Muley Osmán en persona visitó a la semielfa. Esta vez se hizopreceder por cuatro esclavas libias, una de ellas experta en maquillaje, quevistieron y adornaron a la cautiva hasta que su belleza natural resplandeció comouna perla sobre un paño de terciopelo. Entonces llegó Muley Osmán, fatigado porla ascensión de tantos peldaños, enjugándose el sudor de la gruesa cerviz con un

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pañuelo de seda.Su rostro ancho y barbudo se dilató en una sonrisa no enteramente cruel.—Hacia años que no subía a esta torre —suspiró recuperando el resuello—.

¡Jodido palomar! —Miró a la muchacha con arrobo y añadió—: El palomardonde posa mi linda palomita.

Isbela se sentó en el hueco de la ventana, dispuesta a saltar al vacío si aquelpatán intentaba propasarse. Él le adivinó las intenciones.

—No temas, mi bella prometida —le dijo, recorriendo con una miradalasciva las gasas vaporosas que no conseguían ocultar las curvas de la muchacha—. No te haré daño. Te he perdonado tu chiquillada cuando escapaste de Acrecon aquellos francos. Ahora estamos de nuevo juntos para no separarnos jamás.Dentro de tres días, cuando la luna llena resplandezca, nos casaremos. Mientrastanto, come muchos dulces, pues te prefiero un poco más gorda, que en lascarnes de la mujer se refleja si el marido es pudiente y yo voy camino de sermás rico que el propio Saladino y que el sultán de Egipto. Te gustará nuestraboda.

Lanzó al aire una almendra garrapiñada que cazó con la boca y despuésbebió un largo trago de vino dulce directamente de la jarra de plata. Eructósuavemente.

—Te aconsejo que no pienses en escapar —añadió—. Esa ventana, como elresto del castillo, está protegida por un conjuro.

Para demostrarlo arrojó un pastelillo que se estrelló contra un obstáculoinvisible y cayó, chafado, sobre el alféizar de la ventana.

—Ya lo ves. Ni siquiera tus amigos podrán rescatarte. Esta vez no. Esta veznadie se interpondrá entre nosotros, nadie te impedirá que seas feliz a mi ladomientras me das una docena de robustos niños, rubios a ser posible.

—¡Nunca me casaré contigo! —gritó Isbela desesperada—. ¡Antes, lamuerte!

Muley Osmán rió en sordina como si hubiese oído algo muy gracioso yarrimó su escabel al de ella. Isbela se pegó a la pared cuanto pudo para escapardel aliento fétido del pirata.

—Por ese lado no tienes que temer nada, paloma mía —susurró el turco—. Eldía de la boda vendrá la comadre Ismina de Túnez y te hará un conjuro de amor.Me amarás como no has amado nunca y sentirás tan violenta atracción por miscarnes que aquella noche me dejarás exhausto en el lecho.

Rió su propia gracia y palmeó el muslo de la muchacha con una manogrande y peluda.

—Ahora tendrás que perdonarme —se excusó, poniéndose de pie—. Estoymuy atareado atendiendo a los invitados y ocupándome de los detalles de laceremonia.

Salió y las comadres que habían aguardado en la escalera mientras Muley

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Osmán visitaba a la novia, volvieron a entrar y despojaron a Isbela de susvestidos ceremoniales dejándola con los vestidos cristianos con que la habíansecuestrado.

Pasaron otros dos días. Isbela, desde su alta atalay a, contaba los navíos queentraban en la ensenada. Ya había más de cuarenta. Todos los piratas delMediterráneo estaban invitados a su boda, así como representantes de Saladino,del sultán de Egipto, del bey de Sardacia y otra docena de banderas que lamuchacha no supo identificar. Crecía su desesperación a medida que pasaban lashoras. Prisionera en aquella alta torre, perpetuamente vigilada por un oreosentado en el último peldaño al otro lado de la puerta, en medio de un marincógnito en el que la magia maligna de Asmodeo de Sinán evitaba la entrada denavíos extraños, no veía ninguna posibilidad de rescate.

En el aposento inferior había una armería. Cuando la trajeron a la torre Isbelahabía visto, al pasar, las ballestas cuidadosamente alineadas en sus perchas, losarcos turcos, reforzados con láminas de cuerno y tendón en sus fundas de tafiletey los barriletes de flechas alineados alrededor de los muros. Si pudiera alcanzaruno de aquellos arcos, pensaba en sus largas horas de soledad, con aquellainagotable provisión de flechas, se haría fuerte en la torre y podría resistirdurante algunos días a los hombres de Muley Osmán. Quizá así Lucas de Tarentotuviera tiempo de rescatarla, como en Acre.

Pero cuando regresaba de las ensoñaciones y ponía de nuevo los pies en latierra se enfrentaba a la amarga certeza de que Lucas de Tarento ni siquieraconocía su paradero.

El día fijado para la boda amaneció con chirimías y músicas. La orquesta deviento y cuerda ensayaba al pie de la torre los monótonos gañidos característicosde la música oriental. En la explanada, entre el puerto y el castillo, se levantabantiendas de campaña y carpas para albergar a los invitados. Habría juegos,músicas, danzas y hasta un torneo a la moda de los cristianos con enfrentamientofingido de los más esforzados guerreros de Muley Osmán. El cielo estaba azul; elsol lucía radiante. La jornada prometía ser memorable.

Entonces ocurrió. Un viento gris se levantó por el este y arrastró unasnubecillas blancas a tal velocidad que todo el mundo abandonó sus quehacerespara contemplarlas porque nadie recordaba haber visto cosa igual. Las nubecillascruzaron el cielo y se congregaron sobre la isla, deshiladas como briznas dealgodón.

—Es el palio que provee el mago Asmodeo al que he invitado a la ceremonia—declaró Muley Osmán—. Ahora despreocupaos y volved a vuestras tareas —ordenó a los criados que le habían avisado del portento:

Detrás de las nubecillas vinieron otras, oscuras, aborregadas, que secongregaron encima de la isla hasta ocultar el sol, como si un retazo de inviernose hubiera instalado sobre aquel islote fantasma mientras la primavera sonreía

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luminosa en el mar del entorno.Muley Osmán, vestido con las galas de novio, con la barba perfumada con

aceite de nardos, se asomó a la ventana de su alcoba con el ceño fruncido.Aquello no parecía obra de Asmodeo de Sinán. Asmodeo era el maestro del mar.Aquello parecía más bien propio del maldito mago del Papa, el clérigoCantacuzanos, cuyos conjuros dominaban el aire y el fuego.

—¡Alí! —gritó a su may ordomo—. ¡Quítame estas plumas mariconiles yponme la cota de malla, porque me parece que vamos a tener el día movidoantes de la boda!

Confirmando sus sospechas, una galera apareció por el lado de Italia con lastres velas triangulares tan henchidas de viento que más que navegar diríase quevolaba por encima de las olas.

Muley Osmán lo reconoció al instante.—La Pajarita Impertinente, la galera aduanera de Venecia. ¡Los cristianos

nos han descubierto! ¡Tocad a rebato y que todo el mundo se prepare para labatalla!

—Pero, señor, en la explanada de los alardes no se puede, ni caminar, contanta tienda —objetó el mayordomo—. Recordad: la boda.

—¡A la mierda la boda! —se expresó el pirata—. Ya me cepillaré a esalechugina franca sin tanta ceremonia cuando termine esto. ¡Ahora todos a lasarmas, que nos atacan!

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CAPÍTULO XLVIII

Soplaba el viento simón, que procede del oeste y arrastra las semillas de la plantakaf hasta los desiertos de Afganistán. La planta crece vigorosa y si un machocabrío come de ella, enloquece y hay que sacrificarlo porque su carne y susemen transmiten la locura a los que se alimentan de él o a las cabras quefecunda.

Era todavía era de noche cuando Asmodeo de Sinán llegó a Taka-i-Taq-dis, elTrono de los Arcos, la antigua fortaleza-santuario edificada por el rey persaCosroes hacia el año 600. Se sentía cansado y enfermo. Había tenido queatravesar montañas, ríos y desiertos poblados de demonios, serpientes yescorpiones.

El mago nunca había estado en el Trono de los Arcos. Se sentó en una peña yaguardó a que amaneciera sintiendo el rumor de las conversaciones de las cincopiedras dragontías en el bolsillo de su chilaba. Cuando las luces del día clarearonvio que estaba rodeado de plantas de kaf. La Abominación le había enseñado lossecretos de la planta. Tomó una ramita y la mordisqueó. El jugo estaba amargo,pero al instante sintió que un nuevo vigor le recorría las venas. Se levantó, sinsentir los pies lastimados por su larga peregrinación, y recorrió las estanciasvacías y derruidas del antiguo santuario.

El Trono de los Arcos era un castillo circular en medio del desierto habitadopor los vientos arenosos, por las matas de kaf y por las serpientes. En aquel lugarremoto había nacido Zaratustra, el profeta del mazdeísmo. Cosroes se limitó arodear la colina con una muralla y a construir en su interior un santuario donde seadoraba el fuego sagrado de la religión irania. En tiempos de la Abominaciónaquel recinto recibía caravanas y devotos de todas las partes del mundo deseososde participar en los ritos fecundantes de la tierra. Cuando Cosroes conquistóJerusalén, en el año 614, se apoderó de los objetos sagrados del Templo y delSanto Sepulcro, entre ellos la Vera Cruz de Cristo, y los depositó en el Trono delos Arcos. Pero en el 629 Heraclio, el emperador de Bizancio, invadió Persia,destruy ó el Trono de los Arcos y rescató las sagradas reliquias.

Asmodeo de Sinán penetró en la sala sagrada, ahora colmada de escombrosy arena. Contempló las bóvedas cubiertas de mosaicos azules que se prolongabanpor los muros en forma de plantas verdes y llamas rojas. Se sentó en una piedra,sacó el envoltorio donde llevaba las piedras dragontías y se dispuso a realizar elantiguo rito que renovaba el fuego.

El viento simón cesó y el sol, que ya remontaba su diario camino, se tiñó derojo a causa de las nubes de arena. Difundía una claridad anaranjada que daba alos objetos un aspecto espectral. Asmodeo presintió una presencia extraña y se

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sobresaltó al encontrar, a pocos pasos de él, a Cantacuzanos, el mago que un díafue su camarada.

—Jorge de Cantacuzanos, ¿qué haces tan lejos de la púrpura y del boato delPapa? —lo saludó sin cordialidad alguna.

—Asmodeo, sirviente del demonio y de la Abominación —respondiósecamente el mago—. ¿Hasta cuándo perseverarás en el mal?

—¿Te crees en posesión de la verdad y del bien? —le replicó Asmodeo—.¿Crees que sigues el recto camino solamente porque la maligna Roma hadepositado en tus manos el poder usurpado a la vieja religión? No eres más queun esclavo al servicio de la inmundicia de los poderosos.

Cantacuzanos dio un paso adelante y se puso la mano en el pecho.—Soy un buscador de la luz, lo que eras tú antes de pervertirte.—¿La luz? —replicó sarcástico Asmodeo—. ¿Qué luz, ciego? La luz está en la

Abominación y tú y los tuyos vivís en medio de las tinieblas.Ashtoreth es otro nombre del demonio.—Sentémonos como en otro tiempo y el que convenza al otro tenga su

bendición —propuso Asmodeo.—No quiero escucharte —se negó Cantacuzanos—, lo único que tienes son

silogismos del mal. Eres un saco de perdición.—¿No has visto, acaso, la imagen del dios dual, el hombre que es una mujer,

la mujer que es un hombre?—La he visto y la he rechazado.—¿Buscas el secreto de Salomón? No comprendes que el sanctasanctórum

del Templo era la imagen de la caverna primitiva, la matriz de la diosa Ashtoreth.—No existe tal diosa —replicó Cantacuzanos—. Sólo el culto al carnero

macho que Dios permitió a nuestros primeros padres antes de la iluminación desu propia palabra.

—¡No te engañes! La Mesa de Salomón encierra los poderes de Ashtoreth: loque vosotros despreciáis como Abominación es, en realidad, el camino de luz, lavía que reconciliará a la humanidad, lo que nos devolverá a la Edad de Oro, a laArcadia.

—Ese veneno que destila tu boca es locura y abominación —dijoCantacuzanos.

Asmodeo no se daba por vencido:—Ashtoreth era la esposa de El, el dios masculino y su hija era Anath, la

reina de los cielos, y su hijo He, el rey de los cielos. Con el tiempo El y He —losdos dioses masculinos, padre e hijo— se fundieron en un solo dios, Yaveh.Mientras que Asherah y Anath se transformaron en Shekinah o Matronit, laesposa de Yaveh.

—Tu boca profana el santuario —insistió Cantacuzanos.—Mi boca habla la verdad y en el fondo de tu corazón alienta la duda, pero

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intentas apagar el rescoldo de la inteligencia para abrazar el credo de losfanáticos que envenenan el mundo. ¡Vuelve tus ojos a la libertad!

—¡No hay libertad fuera de Yaveh!—¿No lo comprendes? —Asmodeo parecía desolado por el empecinamiento

de su antiguo camarada—. El nombre de Yaveh, las cuatro consonantes hebreasrepresentan a los cuatro miembros de la familia celestial: la Y representa alpadre El; la H a la madre Asherah; la W al hijo He; la segunda H a la hija Anath.

Cantacuzanos sintió con pavor que la semilla de la duda germinaba en supecho. Se arrepintió al instante de haber escuchado al esclavo de la Abominacióny levantando su báculo lanzó sobre él un conjuro.

Al instante el viento simón regresó de las montañas y aventó al magoAsmodeo: lo arrebató como una mano poderosa e invisible y elevándolo sobresus pies lo estrelló contra la alta bóveda de la sala de las ofrendas. Al golpe sedesprendió una terrera de ladrillos y teselas. Asmodeo se levantó maltrecho enmedio de la polvareda.

—¡Que sea como tú quieres, Cantacuzanos! —dijo y lo apuntó con su báculo,del que brotó una lengua de fuego que lo envolvió y lo consumió hasta lascenizas.

Asmodeo se acercó a la pira y removió las cenizas calientes con la punta delbastón.

—Lo siento viejo amigo —murmuró.—¿Por qué lo sientes? —preguntó la voz del griego a su espalda.¿Crees acaso que ese truco de magia puede hacerme daño? Yo domino los

vientos y la combustión.El mago se volvió. Allí estaba Cantacuzanos con aquella mirada febril que

Asmodeo no había olvidado. Se sacudía la ceniza de su capa oscura y golpeabalas suelas de las botas contra el suelo para acabar de apagarlas.

Asmodeo lanzó otro hechizo, esta vez un conjuro geométrico, sin intervencióndel aire, una fórmula mágica capaz de reducir a una cárcel lineal a cualquierenemigo compuesto de sangre y vísceras.

Cantacuzanos se comprimió hasta reducirse a un plano ilusorio que visto deperfil era la nada y visto de frente conservaba la apariencia humana, sin relieve,como una lámina. Fue un instante. Después el plano se redujo a una línea, la líneaa un punto, el punto se desvaneció en el aire.

—En esa región tendrás tiempo de meditar, Jorge —dijo Asmodeo de Sinán—, y espero por tu bien que regreses de ella libre y sensato.

—¿De verdad crees que tus trucos prevalecerán contra mi? —preguntóCantacuzanos. Nuevamente había aparecido a la espalda del mago blanco, estavez sonriente, y mostraba en su mano el envoltorio con las cinco piedrasdragontías.

La sonrisa se borró del semblante del griego. Extendió su báculo y Asmodeo

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sintió un ardor vegetal que le recorría las venas, una abrasadora pesadez deplomo fundido en los miembros, una confusión invencible que le ofuscaba lossentidos y lo sumía en un sueño de muerte. Ensayó un contraconjuro, y despuésotro, al tiempo que se sumía en un sopor mineral. Aturdido se sentó en el suelo,pero los brazos se negaron a sostenerlo, se tendió exhausto y comprendió que elmago negro había conseguido poderes ancestrales contra los que nada podía.Reclinó la cabeza y se sumió en la nada.

Cantacuzanos contempló el cuerpo exánime de su antiguo amigo. Lo habíaderrotado, pero no podía matarlo porque el último recurso de la magia impedíaese desenlace. El poder de Asherah regresaba al servicio de la Abominaciónpara que la victoria del bien no fuera completa.

Cantacuzanos convocó a los vientos, incluido el rebelde bóreas, y regresó a lanave Caminito de la Sardina rumbo a la isla Inquieta con el corazón roído por laduda. Aquellos arcanos en los que no se atrevía a penetrar… quizá Asmodeohabía visto una luz que él no se aventuraba a mirar, quizá su antiguo amigo habíacomido la manzana del árbol prohibido y era libre mientras que él habíaaceptado su condición de esclavo y se sometía a un dios caprichoso y cruel quesembraba el dolor en el mundo y exigía la ciega sumisión de sus criaturas. Laduda amarga le destilaba hiel en la garganta mientras a lomos del poder queaquel dios le otorgaba, cabalgaba sobre las olas del mar interior dejando tras de síun rastro de espumas.

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CAPÍTULO IL

Isbela de Merens supo que su liberación era inminente cuando despertósobresaltada por el ronco sonido de las trompas de guerra.

Se asomó al ventanuco de su celda y vio a un oreo de cara bestial sentado enun peldaño de la escalera de caracol. Se hurgaba con un dedo en la monstruosanariz y se comía los mocos que se extraía, según el feo hábito de los orcos y dealgunos especímenes humanos.

Reprimiendo el asco que le producía, Isbela lo llamó:—Oye, buen mozo, ¿cómo te llamas? —la voz de la muchacha sonó

modulada e insinuante.—¿Yo? —dijo el orco suspendiendo su exploración nasal: Nurgo.—¡Nurgo, qué bonito nombre! —exclamó la semielfa—. Nurgo, tengo un

problema. Necesito que me ayudes a cortar esta vieja capa de viaje. Quierohacerla dos piezas que me sirvan para un vestido. Es una sorpresa que quierodarle a nuestro amo y señor Muley Osmán.

—Bueno. ¿Y cómo lo vas a cortar? —preguntó Nurgo.—Con tu cuchillo, claro.—¡Yo no te puedo dar mi cuchillo! —protestó el orco.—Pues entonces córtalo tu mismo. Yo te señalo la línea con un carboncillo y

tú cortas, ¿vale?—Bueno.—Lo malo es que no lo vas a cortar derecho —reflexionó la muchacha—,

pero si yo sostengo la tela, entre los dos podremos cortarla fácilmente. Yo laatiranto desde los extremos y tú cortas por medio.

Nurgo no terminaba de verlo claro. Se rascaba el colodrillo peludo dudando.Por otra parte se había acercado al ventanuco y la muchacha le había hablado apocos centímetros de sus anchas narices. Había percibido el olor de la hembramezclado con el perfume de agua de rosas. A Nurgo le gustaban mucho losolores. Era lo que más le gustaba, aparte de hurgarse en las narices y más abajo.

No sé —titubeó—. Se pueden enfadar si abro la puerta.—¿Quién se va a enterar? —preguntó la muchacha—. Ni tú ni yo lo vamos a

revelar, por la cuenta que nos tiene.El tono de la muchacha era insinuante. Además, se había desabotonado un

par de trabillas de la blusa y el escote dejaba ver el hondo canalillo y la promesade dos tetas duras, altas y en sazón, como le gustaban a Nurgo. Las putas delpuerto con las que a veces iba, pagando el triple de la tarifa, dada su condición deorco, tenían las tetas flojas y caídas del mucho uso. En su vida sólo había catadodos tetas duras y firmes como las de la muchacha, cuando violó a una novicia en

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un convento de la costa Toscana, donde desembarcó con Muley Osmán.La fugaz visión de las tetas terminó de ofuscar el poco juicio de Nurgo. El

orco descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Al otro lado de la breve estancia, laprisionera le sonreía insinuante con el manto en las manos. Nurgo desenvainó elcuchillo y avanzó dispuesto a cortar la tela y a servir a la muchacha en lo quegustara mandar.

Ella sostuvo en alto el tej ido, como un biombo entre los dos, y cuando Nurgose disponía a cortar se lo echó sobre la cabeza.

—¡Jo, jo! Tienes que sostenerla bien muchacha —dijo divertido por el juego—. Se te ha escapado de las manos:

Pero cuando consiguió zafarse del manto, la muchacha no estaba donde teníaque estar, entre él y la ventana. Había desaparecido. Angustiado, intentóasomarse a la ventana y se golpeó la cabeza contra un muro invisible. Estabaintentando comprender que por allí no podía haber saltado la prisionera cuandooy ó correrse el cerrojo de la celda a su espalda. La chica había escapado y susbellos ojos azules lo contemplaban ahora desde el ventanuco, al otro lado de lapuerta cerrada.

Nurgo comprendió el juego. Ahora el preso era él y la muchacha era laguardiana.

—¡Jo jo, qué juguetona eres! —rió de buena gana—. Ahora abre la puerta,que sigamos cortando la capa. No vaya a subir alguien y le vaya a MuleyOsmán con el cuento de que somos amigos.

El rostro de la muchacha desapareció del recuadro y Nurgo percibió susleves pasos descendiendo la escalera de caracol.

—Niña, deja de jugar al escondite o me enfado y no te follo —advirtió elorco.

No hubo respuesta. Nurgo comenzó a comprender que quizá no se trataba deun juego, sino de un intento de fuga. Comprendió lo que siente un asno cuando elaparejo se le viene a la barriga y desparrama la carga.

—Ahora vendrán los palos —pensó, resignado.El depósito de armas no tenía candado, solamente un cerrojo bien engrasado

que se descorrió fácilmente. Isbela tomó uno de los arcos turcos, hechos demadera, cuerno y tendones, e intentó encordarlo. Imposible. Se necesitaba lafuerza de un hombre musculoso. Reparó en que en una de las cajas había mediadocena de arcos galeses, de tejo, tan altos como una persona, toscos y efectivos.Alguna vez había disparado con uno de estos. Apoyó un extremo contra el muro,lo presionó con el peso de su cuerpo y logró encordarlo. Después buscó lasflechas adecuadas. Casi todas las que había eran cortas, las propias de los arcosturcos, o virotes de ballestas. Al fin, detrás de unos lienzos encerados encontró dosbarriles de flechas largas. Se echó uno al hombro y lo subió a la terrazaalmenada de la torre. Luego bajó por el otro y repitió la operación. Al pasar por

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delante del ventanuco de la celda, Nurgo la piropeó para comprobar si todavíacontinuaba el juego. El orco había concebido la absurda esperanza de que laprisionera lo estuviera excitando para hacer más sabrosa la entrega.

Isbela escuchaba los requiebros del orco con una sonrisa. Por nada del mundoquería que se percatara de la verdadera situación y comenzara a alborotar.Cuanto más tardara en cundir la alarma, mejor.

Con su reserva de flechas y dos arcos galeses en la terraza de la torre, lasemielfa estudió la situación. La torre solo tenía un acceso, una puerta baja quese dominaba perfectamente desde el balcón amatacanado. Mientras cubriera consus tiros aquella puerta nadie podría penetrar en la torre. Cuando se le acabaranlas flechas estaría perdida.

¿Y el aire? La envoltura del conjuro que tapaba la ventana quizá afectabatambién al resto de la torre o, incluso, al castillo. Mejor comprobarlo. Lasemielfa tomó una flecha del barrilete y tendió el arco. Apuntó al palo alto de ungallinero, en el patio del castillo, tensó el arco y disparó. La larga flecha de tejofue a clavarse temblando en el centro del palo. No, el conjuro no afectaba a sucampo de tiro.

Entonces sonaron las roncas trompetas de alarma. Isbela levantó la mirada yescrutó el mar. Vio venir a lo lejos, sin tocar las aguas, a La PajaritaImpertinente, la galera negra de los aduaneros venecianos. El corazón le dio unvuelco. ¡Sus amigos no la habían olvidado! ¡Acudían a rescatarla!

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CAPÍTULO L

Mohamed Habibi, después de casi un año al servicio de Muley Osmán, llevabahundidas, por imprudencia o por ignorancia de las artes del mar, tres galeras desu jefe. Dentro de su desgracia podía considerarse un hombre afortunado ya que,en las tres ocasiones, sus errores se habían imputado a alguno de los muertosprovocados por el accidente.

Hacía un mes que Mohamed Habibi estaba a cargo de la intendencia de laIsla Inquieta y a lo largo de ese tiempo había introducido sustanciales reformaspara optimizar el uso de los recursos y ganarse la estimación del amo. Habíadesmontado las cuerdas de crin de caballo y nervios de las balistas de las torres ylas había sustituido por otras de cáñamo igualmente fuertes pero mucho másbaratas. Había trasvasado el contenido de los cántaros de fuego griego a otrosmás pequeños y manejables y había apilado los envases antiguos a la entrada delarsenal con idea de convertirlos en macetas y hacer un camino floral de laensenada al castillo que confiriera a la isla un aspecto más palaciego. De estemodo pensaba congraciarse la voluntad de Muley Osmán, cuy os gustos seestaban volviendo más refinados a medida que se hacía más rico.

Cuando la galera negra veneciana apareció por el horizonte y los vigías de laIsla Inquieta dieron la alarma, los piratas se prepararon para rechazar el ataque.Los servidores de las catapultas echaron mano de los odres del fuego griego ycomenzaron a bombardear al invasor con cáscaras vacías, al tiempo que lasbalistas lanzaban mortíferas jabalinas que, faltas de impulso, debido al cáñamohumedecido por la brisa marina, caían sin fuerza sobre los barcos propios, losrefugiados en la ensenada, ocasionando desgracias.

Los orcos de la guardia de Muley Osmán salieron de las zahúrdas del castilloy se reunieron en el prado gruñendo y golpeando furiosamente los escudos paraenardecerse según acostumbran en vísperas de una batalla. De pronto, el jefe deellos, que se distinguía por un yelmo cerrado grande como un cántaro, con unpenacho de plumas de faisán, se llevó la mano a la cerviz, dijo urg urg (ay, ay ) yse desplomó, herido de muerte.

Sus ayudantes de campo se precipitaron a socorrerlo. Una flecha de agudapunta le había entrado por el morrillo y le había atravesado el cuello, segándolede camino la arteria carótida. El caudillo oreo sangraba como un cochino en lamesa del matarife.

Los orcos intentaban dilucidar qué había ocurrido cuando una segunda flechaatravesó el pecho de otro entrando por la parte blanda entre el peto de cuero y elalmófar que le protegía la cabeza. El orco se desplomó sobre el cadáver de sujefe diciendo urg, urg. Mal asunto.

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Cuando la cuenta de los muertos iba por cinco, uno de los orcos señaló laTorre Catalina y gritó:

—¡Qkku warq kq oy rq hiuq ayw bia nqrq!Miraron todos en la dirección que el señalaba el conmilitón y descubrieron a

Isbela de Merens, asomada a una almena, con el largo arco galés en la mano. Elrebaño de los orcos se disolvió al instante. Los más corrieron hacia el escarpe delos precipicios, pero allí era difícil encontrar una roca tras la que guarecerse.Otros corrían alocados en todas direcciones para ponerse a cubierto, lo que eraimposible en el prado liso. Muchos se precipitaron contra las escolleras (la mareaestaba baja) y otros se enzarzaron en agria disputa por una roca o un agujero trasel que parapetarse. Mientras, la semielfa los seguía cazando muy a su sabor conlas plumadas flechas.

La nave negra veneciana se había aproximado a la isla. En la boca de laensenada, Cantacuzanos, con las cinco dragontías que reforzabanconsiderablemente su poder, convocó dos vientos auxiliares que juntaron suimpulso con el simón y elevaron la nave por encima de los mástiles de lasgaleras de Muley Osmán. Al sobrevolarlas Grontal y el Raposo, cada unoasomado a una borda, las bombardeaban con frascos de fuego griego e ibangritando los aciertos con infantil alborozo mientras dejaban atrás un rastro deincendios que, con la alarma, nadie sofocaba. Finalmente, La PajaritaImpertinente se deslizó sobre la hierba del pradillo y se detuvo, escorada, a laspuertas mismas de la fortaleza.

—La escala, Pedro —ordenó Lucas de Tarento—. ¡Al asalto!Los piratas intentaban defender las almenas, pero malamente podían

concentrarse en rechazar el ataque cuando en cualquier momento podían recibiruna flecha en la espalda desde la Torre Catalina. Después de una breveresistencia inicial no pudieron evitar que el enano Grontal, con su temible hacha,señoreara un lienzo de muralla. Detrás de él subió Gorgo armado de una maza decarpintero de ribera, con la que aplastó la cabeza de dos piratas que le salieron alencuentro. Guido se deslizó escalera abajo, abatiendo a unos cuantos enemigosque le salieron al paso, y abrió la puerta del castillo para que entrara Lucas deTarento. Cantacuzanos, sin abandonar la galera, tembloroso, convocaba a losvientos para que las flechas de la semielfa no se desviaran de sus objetivos.

La lucha cesó en cuanto Muley Osmán salió del castillo vestido con su mejorcota persa, el agudo alfanje en la mano, dispuesto a defender su isla. La semielfaapuntó con cuidado y lo alcanzó con una flecha de aguda punta en el instantemismo en que el jefe pirata intentaba encasquetarse el casco de acero.

Muley Osmán, con la flecha emplumada clavada en el cráneo, la puntaasomándole por el cogote, comprendió, de pronto, que aquel gafe de MohamedHabibi había sido la causa de todas las desgracias que menudeaban sobre éldesde que entró a su servicio. Ahora, en la sucesión de torpezas provocadas en

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aquella jornada por su intendente —los búcaros del fuego griego que no ardían,las balistas que no alcanzaban—, veía claro que aquel egipcio con cara de ratónera el responsable de su ruina y, en última instancia, de su muerte. Muley Osmánle dirigió una mirada asesina y pugnó por levantar la espada contra él, pero susmiembros no lo obedecieron. Tirado como un saco de cebada en los irremisiblesbrazos de la muerte, Muley Osmán concibió un acto de póstuma justicia: por lomenos que aquel gafe recibiera su merecido. El verdugo experto endecapitaciones a la turca estaba en su cabecera, hipando en un mar de lágrimaspor la desgracia de su amo. Antes de morir, Muley Osmán quería verlo ejercersu oficio una última vez. Que decapitara a Habibi y le presentara su cabezachorreante. El rey de los piratas hizo un supremo esfuerzo y consiguió levantaruna mano para señalar a Habibi.

El egipcio podía ser torpe, pero no era lerdo. Comprendió lo que el pirataquería decir, y, rápido de reflejos, se precipitó sobre él, le tomó la manoacusadora y la beso diez veces seguidas con verdadera compunción, bañado enlágrimas.

—¡Por Alá! ¿Lo habéis visto? —exclamó volviéndose hacia los testigos—.¡Me ha señalado! ¡Me designa sucesor suyo! ¡Alá mío, señor, gracias! Estecaudillo victorioso, padre providente de todos nosotros —proclamósolemnemente—, tendrá unos funerales que harán palidecer los de Alejandro elMagno. Vuestro nombre, señor, brillará en boca de juglares, poetas y recitadorespor todos los puertos del Mediterráneo y en todas las cortes del mundo. Vuestroharén quedará bajo mi amparo. Nadie que no sea yo en persona osará tocar unpelo de vuestras mujeres y yo mismo me abstendré de ellas durante los tres díasde luto oficial que en este instante promulgo.

Muley Osmán, agonizante, al escuchar las torcidas razones de aquelmarrullero, y especialmente cuando llegó a lo de quedarse y usar en su provechoel escogido harén que el difunto dejaba, sintió la garra negra de la apoplej íasurgir de lo más hondo de sus entrañas y repartirse por todo el cuerpo, helada ypunzante, para concentrarse en la parte de atrás del cerebro, por donde la flechade la semielfa dolía. Tuvo un golpe de tos y sangre y expiró.

—¡Tres días de luto oficial! —proclamaba solemnemente Mohamed Habibial tiempo que se encasquetaba el turbante de su amo muerto con la esmeraldadel tamaño de un huevo de paloma.

¡Que nadie tema por su paga! ¡Cada oficial seguirá en su puesto! No hayresponsables por la derrota de hoy : pelillos a la mar. Para honrar la memoria delgran Muley Osmán promulgo una recompensa especial de diez dinares de oro desargento para arriba y de tres dinares de sargento para abajo.

La perspectiva de la paga extraordinaria sofocó rápidamente los llantos y loslamentos de los súbditos del difunto. Enjugaron las últimas lágrimas, murmuraronrazones equivalentes a la del muerto al hoy o y el vivo al bollo y, sin ponerse de

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acuerdo, corrieron a celebrar el tránsito en la botica de la isla, el único lugardonde se podía adquirir una bebida alcohólica —el anís, supuestamentemedicinal, no contradecía las ley es del Libro—. Olvidado de los suy os, elcadáver de Muley Osmán permaneció en medio del prado hasta bien entrada lanoche, hasta que Mohamed Habibi, después de catar medio harén, baldado de lasagujetas, se concedió un descanso entre dos viudas y acordándose del difuntoenvió a tres mozos de establo a que lo enterraran en el mismo lugar donde cay ó.

Mohamed Habibi, saciado de amor, como en los tiempos del Viejo de laMontaña, comprendió que, esforzándose un poco, era posible alcanzar el paraísoen la tierra. Se hizo firme propósito de olvidar el hachís y las querellas de Orientepara dedicar sus cinco sentidos a administrar el harén y la flota de MuleyOsmán, o lo que quedaba de ella, que Alá ponía en sus manos de manera tanprovidente.

Mientras tanto, la galera armada La Pajarita Impertinente con la bellasemielfa a bordo, felizmente rescatada de la torre Catalina, había puesto rumbo ala Tierra Firme y avanzaba, no corta el mar sino vuela, impulsada por los vientos,según la magia eólica del clérigo y mago Cantacuzanos.

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CAPÍTULO LI

—Los dos hermanos acuden puntuales a su cita —dijo el capitán aspirando lasbrisas marinas.

Se refería a los vientos de otoño en la costa provenzal, los dos hermanosímpetu y Oso, que juntos componen el Impetuoso y que tienen la peculiaridad deque, cuando se ponen marineros, se dividen racionalmente el trabajo porque unosopla en una vela y el otro en la siguiente, o los dos en la misma, pero de través,si la galera les cae simpática y navega de bolina. Los dos hermanos empujaronla galera Caminito de la Sardina hasta las verdes costas de Francia, en el paísprovenzal, donde la embarcación tocó tierra en un recóndito puerto depescadores, Le Lavandou. Allí los viajeros celebraron la buena travesía con uncordero de los afamados de Sisteron, que Pedro el Raposo adobó con tomillo, ajoy vino blanco y asó sobre unas piedras con mucho arte, sobre el propioembarcadero, sin perder de vista la nave. Acudieron pescadores locales ylabriegos de más adentro por la curiosidad de ver a un orco, y Gorgo, al verse tanadmirado, hacía ruidos con los distintos orificios de su cuerpo, lo que provocabagrititos en las mujeres y carcajadas en los hombres.

Aquella noche durmieron en un buen cobertizo, donde los pescadores sacansus barcas en invierno, y tuvieron que taparse con lienzos encerados porque demadrugada cayó un chaparrón. Guido veló sus amores contemplando el bultoque hacía Isbela bajo la manta. El muchacho estaba triste porque la víspera,cuando avistaron la cinta verde de la costa, su amada había dejado escapar doslágrimas mientras decía: « Ya huelo la chimenea de mi casa» . A Guido leparecía que la doncella lo miraba menos y con indiferencia a medida que seacercaba a sus lares, o como se mira a un hermano, no como a alguien que undía te dio la mano y te hizo sonrojar.

Amaneció una mañana radiante con sus pájaros piadores y su cielo luminosoy azul. Los viajeros zarparon de nuevo, y fueron costeando, de cabotaje, hastadejar la islas de Levante y de Cros a barlovento y también la de Porquelloras. Alcaer la tarde, la Caminito de la Sardina enfiló el estrecho que esta isla forma conel cabo de la Torre Derretida.

A Lucas de Tarento le traían recuerdos aquellos parajes porque los habíarecorrido en otro tiempo con una carraca templaria que cargaba vituallas paraTierra Santa en el puerto de Tolón.

—En ese promontorio —informó— se refugió hace cincuenta años o más elCarpón, un monstruo marino que se moría de viejo. Yo conocí a un perfumistaciego que lo vió antes de perder la vista. Era grande como una iglesia, con unasaletas may ores que la vela de un trirreme. El monstruo se abrazó a la torre vigía,

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suplicando bautismo cristiano, que el obispo de la diócesis le negó por no sercriatura, y allá murió y se pudrió, infestando con su hedor ponzoñoso a toda lacomarca. Cuando las alimañas se lo acabaron de comer y el cuerpo se quedó enlos huesos resultó que sus jugos eran tan ácidos que habían derretido la piedra dela torre. Por eso la llaman la Torre Derretida.

—Ese monstruo que dices era un hijo de Leviatán —señaló Cantacuzanos—.Cada mar tiene el suyo y cada ciento veinte años ponen un huevo y se muerenpidiendo confesión. Ellos mismos se fecundan, porque entre ellos no hay distingosde macho y hembra, lo que es un capricho de la Abominación. Por eso estánmalditos de Dios.

—Sí que es un capricho —comentó el Raposo—. Si los hombres fuéramos ala vez machos y hembras no sé qué sucedería. Más de la mitad se pasarían el díadale que te pego, practicando el amor propio, y se descuidarían las cosechas y eltrabajo y el mundo caminaría al revés.

De allí prosiguieron costa arriba y aunque se apartaron algo de la líneaterrestre al pasar ante Marsella, se cruzaron con muchos barcos de variasnaciones y hechuras que iban o venían de aquel activo puerto. Navegaron un díamás y al amanecer del siguiente vieron que el mar se había tornado más gris queverde.

—Ahí delante tenemos el Ródano —dijo Lucas de Tarento—. Esta agua quenavegamos es dulce.

Para demostrarlo lanzó el odre al agua, lo recogió y bebió de ella. Laencontró amarga, pero disimuló. « Nada es como se recuerda» —reflexionótristemente, y el pensamiento puso una sombra en su corazón. Había acumuladodemasiados recuerdos terribles en la bolsa de su memoria, tantos que incluso losfugaces recuerdos felices se teñían de amargura, como el agua. Lo asaltó lafugaz visión de un cruzado saliendo de una choza con un niño de pecho ensartadoen la sangrienta espada, en una aldea perdida, sin nombre, un día sin fecha, uncamino sin dirección, en la tierra maldita que llaman Tierra Santa.

Enfilaron la corriente fluvial, una desembocadura tan ancha que no sedistinguía de la costa. Cantacuzanos se fue a popa y con mucha reserva, dando laespalda a los presentes, entreabrió su saquito de los vientos y conjuró al Mistralpara que soplara hacia el norte. El Mistral, violento, frío y seco, no es viento quese haga mucho de rogar. Al instante hinchó la vela y empujó al barco corrientearriba levantando espumas con el tajamar. De esta manera subieron el Ródano yal día siguiente, martes de mercado, amanecieron en Arlés, dondedesembarcaron y almorzaron el famoso guiso de toro con aceitunas, elgardianne, en la reputada bodega El Atracón del Canónigo.

—¡Arlés! —suspiró Cantacuzanos en la sobremesa—. Aquí es convenienteencomendarse a san Trófimo, el santo que acompañó a las Tres Marías cuandovinieron a estas tierras, tras la crucifixión de nuestro señor Jesucristo, y

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evangelizó esta comarca, que antes adoraba a la Abominación, y la arrojó a losinfiernos.

—¿La Abominación era una persona? —quiso saber Guido.—Hijo mío, la Abominación adquiere múltiples formas para engañar a los

humanos. La de Arlés se llamaba Venus y adoptaba la forma de una mujerhermosa en su plenitud.

—¡Cómo me hubiera gustado verla! —dijo Pedro el Raposo mientrasapuraba un hueso de buey ante la mirada atenta de dos perros callejeros.

Cantacuzanos le dirigió una mirada severa.—No digas necedades, escudero. El que la veía se prendaba de ella.Su belleza irresistible era el recurso de Satanás para llevar al infierno a las

criaturas. Ahora la ciudad está libre de Abominación, pero no está libre depecado, me temo.

Lo decía porque cuando tocaron puerto y cesó el Mistral velero, habíanpercibido las inequívocas notas de un laúd en la taberna del puerto y sobre másde un balcón pendía un ramo verde, reclamo de las casas de lenocinio.

En Arlés sólo permanecieron una noche. Despidieron al amable capitán delCaminito de la Sardina y prosiguieron el viaje con los seis buenos tordos de laCamarga, que Lucas de Tarento había adquirido, después de mucho regatear,pues los precios se habían disparado después de las últimas sacas de loshospitalarios y de los mercaderes de Tierra Santa. Convenientementeaprovisionados, tomaron la calzada del norte, que remonta el río por su margenizquierda, camino de Beaucaire, el feudo familiar del padre de Isbela, Hugo deMerens.

Cuando se acercaban por bosques y sendas de su infancia, Isbela no podíadisimular su alegría y señalaba tal cerro donde una vez un rayo escindió una rocao tal encina corpulenta a cuya sombra su tío Andrés mató un jabalí herido al queencontraron engastado en un colmillo un anillo de oro, o tal fuente donde un díaabrevó su caballo san Martín.

Los viajeros entraron en el valle de Beaucaire, marcado por un peñascoelevado en cuya cima crecía con dificultad un frondoso almendro. Tras pasar elprimer bosquecillo, lo primero con lo que se toparon fue el molino de Trens, quehabía ardido, y estaba sin techo y silencioso. Sólo quedaban las cuatro paredestiznadas y la maquinaria herrumbrosa estropeada del incendio.

Una corneja pasó graznando por el lado izquierdo. Cantacuzanos se inclinóhacia Lucas de Tarento.

—La muchacha no va a encontrar a su familia —observó—. ¡Lo que nosfaltaba!

Se levantó una niebla espesa que borraba en el horizonte las torres del castillode Baucaire. Después de caminar otro rato, sin cruzarse con nadie, llegaron anteuna choza miserable, construida con troncos y barro. Al ruido de los caballos

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salió un campesino que se asustó al ver a un grupo armado ante su vivienda.—No temáis buen hombre —lo tranquilizó Isbela, cada vez más alarmada—.

¿Que ha ocurrido que no se ve a nadie?—Princesa, ¿no me conoces? —dijo el campesino.Isbela se fijó en aquel rostro roj izo, de barba rala y gris, en aquella boca

trémula y desdentada.—¿Voisin? —aventuró. El viejo afirmó en silencio, con los ojos arrasados en

lágrimas—. ¿Qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho?—¡Ay, señora! —se lamentó el pobre hombre. Y se echó a llorar con

desconsuelo.Lucas de Tarento levantó la mano para ordenar un alto. Descabalgaron y

rodearon al campesino.—Fue hace año y medio —dijo el hombre—, unos meses después de vuestra

marcha, princesa. Una mañana llegaron los hermanos de Baux con sus mesnadasy lo arrasaron todo. Vuestro padre intentó proteger sus estados, pero ellos traíanmás gente además de diez oreos en traílla que les había alquilado un comerciantede esclavos. El choque fue terrible, pero al final los de Baux desbarataronnuestras tropas, mataron a mucha gente, cautivaron a otros y han dejado el vallepara pasto de ganado. De aquí al castillo solo veréis cabreros y pastores de losBaux.

—¿Y qué fue de mi padre?—Combatió como bueno, pero lo descabalgaron y lo hirieron. Cuando lo

llevaban prisionero, atado como un fardo sobre una mula, no cesaba de repetir:« Un día volverá mi y erno con mi hija y os lo hará pagar caro!» .

Isbela disimuló su silencioso llanto. Ignoraba si su padre había muerto y encualquier caso, ella no se había casado en Ultramar. No existía y erno alguno quepudiera defender su causa. Solamente un pretendiente al que, aunque habíademostrado ser bravo y guerrero, no se atrevía a pedir amparo puesto quetodavía no lo habían consagrado caballero.

Aquella noche, en el campamento, Cantacuzanos se reunió con Lucas.—¿Qué haremos ahora? Hemos traído a la muchacha a su casa, pero la casa

y a no existe. Creo que deberíamos dejarla en el monasterio de Nimes. Allí lasmonjas acogen a las muchachas nobles desamparadas. Debemos proseguirnuestra misión sin más aplazamientos.

A Lucas de Tarento le disgustaron las palabras del clérigo.—He estado meditando sobre ello y y o soy de la opinión de que el código de

la caballería nos obliga a restituirla a su padre.—¡Su padre está preso en una mazmorra de los Baux, unos locos homicidas

que tienen a su servicio un batallón de orcos y no sé cuántos hombres de armas!No podemos poner en peligro esta expedición, que es vital para la Cristiandad.Cuando salimos de Tierra Santa y o sabía que la muchacha nos acarrearía

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problemas.—Asumiré esa responsabilidad —respondió Lucas—. Tampoco y o me ofrecí

voluntario para esta misión. En Tierra Santa advertí que buscar las piedras deldragón y la Mesa de Salomón era superior a mis fuerzas. Desde entonces me haabrumado esta carga. Ahora quiero observar la noble ley de la caballería que meobliga a defender a los desamparados.

—No contéis conmigo para esto —advirtió Cantacuzanos—. Si tan fuerte osveis, hacedlo sin ay uda de la magia.

—Lo haremos como podamos.Hablaban tan alto que Guido escuchó lo que decían y se entristeció al

comprobar que el clérigo odiaba a la muchacha. Gorgo le puso la mano en elhombro y le enseñó los dientes. Era su forma de mostrarse agradecido y decomunicarle que podía contar con él.

Gorgo miraba a Isbela, que se había retirado a orar a la capilla en ruinas. Lagrácil figura de la muchacha se recortaba al trasluz sobre una sábana que habíatendido sobre el muro derruido para preservar su intimidad.

Guido tomó su caballo de la rienda y bajó al manantial de Nomeolvides. Uncaño de bronce vertía agua sobre la cantarera. Mientras el animal abrevaba en lagran pila de piedra, el joven sentía su corazón inflamado de amor. Envidiabaaquellos muros, aquellos árboles, aquellas aguas que habían acompañado a suamada todos los años en que estuvo ausente de su vida. ¿Cómo pudo vivir sin ellay sin embargo ser feliz? Ahora aquella ausencia le parecía insoportable.

—Te quiero y daré mi sangre por defenderte —murmuró.La melusina que habitaba en el manantial escuchó estas palabras. El hada

antigua había acunado a la semielfa en su nacimiento, la había acompañado ensus primeros pasos y en sus juegos y se había encariñado con ella. Al escucharlas razones del mancebo enamorado se sonrió con ternura. El hada tenía elaspecto de una adolescente rubia de largos cabellos, en todo semejante a unamuchacha excepto en que vestía una túnica pasada de moda y su cuerpo eraenteramente transparente. Tomó las palabras del muchacho antes de que sedisolvieran en el aire y las enrolló en su dedo índice.

La noche caía lenta sobre los árboles y los caminos.La melusina llevó las palabras del enamorado al oído de su enamorada junto

con la brisa susurrante. Isbela, al oírlas, lo miró y permitió que, por un momento,sus lágrimas brillaran a la luz de la luna.

Aquella noche pernoctaron en las ruinas. Durmieron un sueño intranquilo,excepto Gorgo, que roncó, como siempre, en el prado donde tendió su camastro,e Isbela, a la que la melusina de la fuente acunó con las canciones de su infanciapara que lograra un sueño reparador.

La mañana amaneció envuelta en una niebla algodonosa tan espesa que aduras penas se veía la mano extendida. Tuvieron que llamarse a voces y tras

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desay unar unas galletas con pasta de anchoas y aceite, la anchoiade, que elRaposo había preparado, Lucas de Tarento convocó a la asamblea en el patio dearmas.

Carraspeó antes de hablar, como hacía en las declaraciones solemnes.—He meditado las distintas opciones que se nos presentan y he decidido que

intentemos rescatar al noble Hugo de Merens y le restituy amos su estado. Sé queesto nos aparta de nuestra misión principal, pero lo exigen las leyes de lacaballería, que son la orla que ennoblece a la cristiandad. Deberéis saber que nocontaremos con la magia, pues Jorge Cantacuzanos está en desacuerdo conmigoy no quiere participar, una decisión que yo respeto, pero aun así lo intentaremos.

Cantacuzanos se había sentado en una almena caída en medio del patio ymiraba hacia otro lado aparentando indiferencia.

Guido no pudo ocultar su entusiasmo ante la idea de rescatar al padre deIsbela, lo que, además, le permitiría prolongar sus días junto a la muchacha.

—Somos tres hombres de armas, cuatro contando a Gorgo —dijo— y yaotras veces nos hemos batido con treinta y hemos vencido con la ay uda de Diosy de las piedras del dragón.

—Somos cuatro hombres y una mujer de armas —intervino Isbeladecididamente—, pues llegado el caso combato como uno más. Guido la miró.Estaba hermosa por la mañana, con el pelo recogido en una cola, con losmechones rebeldes orlados de diminutas gotitas que depositaba en ellos la niebla.La capa que cubría sus hombros y la preservaba de la humedad se habíaentreabierto y dejaba ver el brial de paño ceñido marcando los dos pechosseparados y valientes: ¿Cómo no arriesgar la vida por aquella mujer?

—Esta vez las piedras no nos darán ventaja —decía Lucas de Tarento—porque he decidido que se queden con Cantacuzanos. No podemos exponernos aque nos las arrebaten si perdemos el combate. La alta misión de la Cristiandaddebe seguir sin nosotros. Si caemos, otros caballeros nos relevarán.

Pedro el Raposo miró a su señor con asombro. Ahora renunciaba a la ventajade las piedras dragontías. Él era un simple escudero, pero sabía algo de guerra yuno de los principios más elementales del combate consistía en no desaprovecharventaja alguna. Nunca entendería las ley es de la caballería.

Ensillaron y partieron. Cantacuzanos, hosco y serio, convino en aguardarlostres días en las ruinas del castillo. Si no regresaban al cabo de ese plazo, sepresentaría ante el obispo de Marsella y pondría en sus manos las piedras deldragón para que la Iglesia decidiera qué hacer con ellas.

Los expedicionarios tomaron el sendero que discurría hacia el este, las tierrasde los Baux. Durante tres horas caminaron por medio de bosques y prados sin vermás allá de la grupa del caballo que los precedía. Después, la niebla comenzó adisiparse y abrió paso a una mañana soleada con la hierba, los altos helechos ylos árboles salpicados de rocío. Los caminantes llegaron al lugar que llaman el

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anfiteatro, donde una roca semicircular, que parece cortada a cuchillo, cobijauna fuente de agua fría y cristalina. En medio del prado había un carromatopintado de vivos colores con escenas que figuraban a Mucio Scévola quemándoseuna mano para demostrar el valor de los romanos, a Lucrecia suicidándose parademostrar la honestidad de las romanas y a Alejandro Magno contemplando elincendio de Persépolis tras derrotar a los persas. La viñeta estaba ejecutada contal maestría que los ateridos propietarios del carromato se estaban calentando asu lado y extendían las manos hacia el incendio y se las frotaban. Cuando vieronacercarse a un grupo de caballeros con lanzas y caballos de guerra no seinmutaron. Había costumbre.

—¡Dios guarde! —saludó Lucas de Tarento—. ¿Venís de Baux?—Sí, señor, somos juglares y saltimbanquis que venimos de la feria de Baux.

Aquello está bastante animado, pero hemos hecho poco negocio porque haymuchos trovadores que nos hacen la competencia a los profesionales.

—¿Qué es lo que celebran?—¿No lo sabéis? Celebran las bodas del menor de los Baux, el hermano tonto,

Blas, con la hija de Hugo de Merens.Los visitantes se miraron asombrados.—No sabía que tuvieras una hermana —dijo Guido.—Y no la tengo —se apresuró a aclarar Isbela—. Soy hija única. Mi madre

murió cuando nací yo.Lucas de Tarento miró a la muchacha.—¿No tienes ninguna prima o pariente que se llame como tú?—No. Yo soy la única Isbela de Merens. Lucas reflexionó.—En ese caso, saben que nos dirigimos a sus tierras, lo han sabido quizá antes

que nosotros, y nos aguardan.Pedro el Raposo interrogó a los juglares acerca de la fuerza de los hermanos

Baux. La información no era nada halagüeña. Los diez orcos alquilados seguíancon ellos. Además, mantenían su mesnada de doce hombres de armas y seiscaballeros aliados habían acudido a las fiestas cuya atracción principal era untorneo con una jarra de plata como premio.

—A pesar de todo, perseveraremos en nuestro propósito —decidió Lucas deTarento. Espoleó su caballo y retomó la senda del este. Los demás lo siguieron.

—Los caballeros lo ven todo muy fácil —observó Pedro el Raposo hablandoconsigo mismo—, pero a veces se meten en estacadas de las que salen con lospies por delante para que los juglares canten su muerte heroica. Sin embargo, delescudero que muere nadie se acuerda. Le sacan de la faltriquera lo que puedatener de valor, que nunca es mucho, y lo entierran bajo un palmo de tierra paraque lo desentierren los perros o los trudentes. Así es la vida. Si por lo menostuviéramos con nosotros a Grontal, el maldito enano con su hacha.

—¡Lo tenéis! —bramó una voz enanil a su espalda.

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Se volvieron sorprendidos. Allí estaba Grontal, sobre un caballo lanudo de losque se crían en los valles suizos.

—Nunca me he alegrado tanto de ver a un jodido enano —dijo Pedro elRaposo abrazándolo.

El enano mostraba su risa poderosa y dejaba escapar un par de lagrimonesde los oj illos terrosos y arrugados.

—¿Íbais a meteros en danza sin mí? —riñó—. Aquí me tenéis de nuevo ytraigo un presente para nuestro capellán: la piedra Templada que guardaba elgigante Antulfas.

—La verdad es que todos pensábamos en ti y te echábamos de menos —dijoIsbela—. ¿Cuándo has llegado?

—Ya me estoy acostumbrando a volar —dijo Grontal—. Estaba tan tranquiloen un pueblecito suizo donde la mujer de un panadero se disponía a mostrarmeciertas preseas que guardaba en el arcón de su dormitorio y, de pronto, un vientome ha arrebatado y me ha sacado por la ventana, con la bragueta desabrochaday todo, tal como estaba. Viniendo por los aires me creció debajo este caballo quese llama Impetuoso y he venido a caer entre vosotros. Parece cosa de brujería.

—No es brujería, es magia —dijo Guido—. Espero que Cantacuzanos estédetrás de esto.

—Cantacuzanos quiere mantenerse al margen y no creo que cambie deparecer —dijo Lucas de Tarento—. Más bien habría que achacárselo a la virtudde la piedra Templada. Las piedras, según tengo entendido, tienen voluntadpropia. Quizá la Templada ha querido participar en esta aventura.

Prosiguieron el camino entre unos cañaverales espesos en los que se abría unsendero ancho, realzado con losas, que los condujo al Ródano. Había unembarcadero y una vieja choza de troncos en la que aguardaba el barquero, unviejo encorvado por la edad.

—¿Queréis pasar al otro lado del río, je je? —rió—. ¿Sabéis por qué lo sé? Jeje, porque si no quisierais pasar no habríais escogido este camino, viene de LesAntul derecho al río, no va a ninguna otra parte. Yo tenía diecisiete años cuandomi mala cabeza me puso aquí por un pecado que cometí y desde entonces estoycondenado al río.

No nos interesa tu historia —lo interrumpió Pedro el Raposo—. Dinos latarifa, te pagamos y nos pasas.

—¿La tarifa? Para vosotros, nada. Os pasaré de balde. —Trato hecho,entonces— dijo el Raposo.

La barca era en realidad una balsa construida con viejos tablones con unmecanismo de tracción servido por cuatro mulos que tiraban de una soga tendidasobre el agua. El final de la soga eran unos pesebres situados a una distanciaconveniente. Cada vez que la barca se ponía en movimiento los mulos alcanzabanunos bocados de cebada. Tras la cebada les entraba sed y regresaban al río a

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beber, con lo que otra vez traían la balsa de regreso.La barca con los viajeros y sus caballos cruzó el Ródano, que bajaba turbio y

caudaloso con las lluvias del otoño. Cuando llegaron al otro lado, Lucas deTarento le dijo al barquero:

—Acepta esta moneda por tus servicios. El viejo dio un paso atrás.—No sire, no puedo aceptarlo.—¿Acaso no eres pobre? ¿Por qué rechazas lo que te corresponde?—Porque lleváis la muerte con vosotros y a la muerte no le cobro. De lo

contrario, Dios prolongaría mi ancianidad y ese el peor castigo que puede darme.—Adelante —dijo. Su caballo echó a andar.Los otros lo siguieron.No hablaron mucho aquella tarde. Ese día pernoctaron en un collado, junto a

una fuente.—Mañana entraremos en el Valle del Infierno —dijo Lucas—. Ahora

conviene que durmamos.—¿No ponemos centinelas? —dijo Pedro el Raposo.—No. No serán necesarios.Pedro el Raposo no preguntó más. Llevaba algunos años sirviendo a su señor,

desde que era fraile templario, y nunca lo había visto proceder tandescuidadamente. Procuró dormir poco y apostó a Gorgo, al que, de todasformas, le costaba poco velar, al otro lado del campamento.

Aquella noche, Lucas de Tarento se desveló y salió a dar un paseo por elclaro del bosque donde brillaba la luna en todo su esplendor. La lechuza, perchadaen una rama alta, vigilaba con sus inmensos ojos. El caballero se sentó acontemplar la luna desde una roca en torno a la cual crecía la hierba de ladesdicha. Al rato los efluvios de sus flores lo adormecieron. Soñó con la Dama dela Rosa Azul, que lo tomaba de la mano y lo conducía a través de un bosque hastala alta peña en la que habitaba la dragona Tarasca.

—Señora —le dijo—, deteneos un momento para que pueda reflejar mis ojosen los vuestros. Entonces la muerte podrá tomarme a su antojo. Dejadme calmaresta sed devoradora, dad sentido a mi lucha, mostradme el camino de vuestroslabios.

Nevaban pétalos azules y el aire perfumado trastornaba los sentidos. En laoscuridad, un aura espectral iluminaba el hermoso cuerpo de la dama envueltoen flotantes gasas azules y blancas. El cabello al viento abrazaba la piel delcaballero. Alzó los ojos y vio su rostro, sus ojos, el bosque revivió en armoniosossones. La pajarería saludaba la aurora.

Ella, ahora en la distancia, le tendía una mano, humedecía sus labios de mieltemplada y sonreía. Lucas hizo por alcanzarla, pero una fuerza misteriosa se loimpidió. La roca inmensa roja anaranjada y gris se abría a su paso para tragarlo.Luchaba por regresar alargando su mano hacia la que la Dama le ofrecía y,

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cuando sus dedos se tocaban, brotaba la sangre impetuosa de miles de heridasabiertas por las espinas de rosas azules engarzadas en un inextricable zarzal que loseparaba de la Dama. Lenguas de fuego calcinaban los campos, los árboles, laspiedras. Se desplomaban los palacios, tronaban las tormentas, los hombresluchaban y morían en la Desolación.

—Luchad. De vos depende —advirtió la dama, alejándose.Era dulce como la miel, profunda como el océano, reluciente como la piedra.

Lucas de Tarento sintió el encontrado oleaje del desaliento y la esperanza.—Os esperaré siempre en el reflejo del cielo azul, en el mar, en el agua

riente de los arroy os, de los lagos, de los ríos. Buscadme y me hallaréis.La dama, blanca como la espuma, etérea como el aire, se acercaba

entregada y con un gesto suspendía la vida alrededor, el pájaro en el viento, lahoja en su caída, la mariposa de plegadas alas. Con amor infinito acariciaba lasheridas del caballero, las sanaba, el tiempo detenido, el grano de arenasuspendido en la ampolleta, la gota de agua flotando en la clepsidra, ellaacercaba su boca a los labios sedientos del caballero, los ojos bien abiertos, paradejar en ellos la humedad de un único beso, profundo y apasionado, un beso quelo abrasaba y lo consolaba a un tiempo. Intentó abrazarla y se encontró despiertoy agitado en la soledad de su camastro.

Amaneció. Desayunaron unas gachas con ajo que preparó Pedro el Raposoantes de proseguir su camino entre arboledas silenciosas, sin pájaros.

Sin pájaros. El bosque había enmudecido. Lucas de Tarento comprendió.—Escuchad —dijo, volviéndose hacia sus compañeros—. No lejos de aquí

está la roca en la que habita la dragona Tarasca que custodia la piedra Reluciente.Quizá si la conquisto los asuntos que nos esperan en la corte de los Baux se nospresenten más favorables. Vale la pena intentarlo.

Los otros se ofrecieron a acompañarlo, pero él los rechazó.—La dragona es asunto para un solo caballero. Esperadme aquí.—Os aguardaremos aquí, sire —dijo Guido—, pero estaremos atentos al

toque del olifante para acudir en vuestro auxilio.Partió Lucas de Tarento y los expedicionarios acamparon junto al arroy o

Zarzal, en cuy as aguas había oro en tiempos de la Abominación.Después de esperar un día, el Misterio se les apareció en forma de un

chisporroteo que brotaba de la hoguera.—Hugo de Merens está en peligro en el castillo de los Baux —les dijo—. No

hay tiempo que perder. La melusina madrina me envía para deciros que deberéiscontinuar porque ella protegerá al amor de su ahijada.

Se deshicieron las chispas y quedaron las peladas llamas rojas amarillas yazules que brotaban de los troncos de encina. Discutieron lo que convenía hacer.No contaban con el consejo de Cantacuzanos, ni con su magia, ni tenían la

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experiencia de mando de Lucas de Tarento, pero la angustia de Isbela por lasnoticias de su padre los espoleaba a todos. Decidieron seguir adelante y tomaronla senda de Baux. Delante de ellos se erguían unas rocas espectrales, comodientes que surgieran de la tierra, con perfiles afilados y cortados entre los que elviento soplaba inarmónico.

—Este es el Valle del Infierno —dijo Isbela—. Ya estamos en la tierra de losBaux.

Tardaron más de cuatro horas en avanzar una legua por un laberinto depeñascos que brotaban de la tierra como lomos erizados de animalesprehistóricos. A veces seguían un sendero encajados entre dos crestas rocosas y,al cabo de un rato de andar, desembocaban en un callejón sin salida y tenían queregresar sobre sus pasos para buscar otro camino. Otras veces, para salvar unpicacho, tenían que rodearlo durante un buen rato caminando en círculo ycuando llegaban al final se encontraban casi en el punto de partida.

—Ahora entiendo por qué lo llaman el Valle del Infierno —dijo el Raposo.El viento soplaba en los ventisqueros y emitía su lúgubre lamento.—Dicen que son los suspiros del ejército de Atila, al que san Trófimo derrotó

en este lugar —dijo Isbela—. Otros dicen que el santo derrotó a un dragón.Al caer la tarde descrestaron un picacho y vieron a sus pies un valle que

parecía más llano, con algunas huertas y arboledas continuas, pero paraalcanzarlo tuvieron que descender por un desfiladero pedregoso encajado entreun muro rocoso y un abismo. Descabalgaron y prosiguieron a pie. De vez encuando un caballo resbalaba y los guijarros que desprendía daban tumbos por elbarranco oscuro.

Cuando salieron del Valle del Infierno, la noche los tomó en el centro de unbosque recorrido por un arroyo. Trabaron los caballos para que pastaran yencendieron una fogata para preparar la cena. Pedro el Raposo estabapreocupado. Había visto rastros de gente armada a caballo y estaba seguro deque los vigilaban.

—Os vigilan, pero no nos atacarán —dijo el Misterio chisporroteando en lahoguera—. Sólo están escoltándoos para que lleguéis a tiempo a la ceremonia.

—¿A qué ceremonia? —quiso saber Guido.—A la boda de Isbela con Blas de Baux, también conocido como Blas el

Bobo.—¡Jamás me casaré con él! —saltó la muchacha—. Tiene los ojos

churretosos y el labio de abajo es como el de un mulo y babea.¡Antes la muerte!—Lo sé, niña. —El Misterio le acarició una mejilla, un gesto que provocó en

ella un estremecimiento porque el tacto era igual al de su padre, el noble Hugo,llamado el Rey Pescador.

—Las cosas que tengan que ocurrir ocurrirán —dijo el Misterio—, y vosotros

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estáis aquí para que ocurran.Aquella noche, Lucas de Tarento, a treinta leguas de allí, pernoctó en un

bosquecillo de abedules. Desvelado se levantó para salir como otras veces alencuentro de la Dama Azul, pero la dama no compareció esta vez.

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CAPÍTULO LII

Cuando amaneció descubrieron que el semiorco había desaparecido.—Se ha pasado al enemigo —supuso Pedro el Raposo, sin disimular su ira—.

Ya lo he visto otras veces. Los orcos viven en la manada. En cuanto ha olfateadoa otros orcos se ha unido a ellos. Les dirá cuántos somos y cómo peleamos yllegado el caso será él mismo el que nos degüelle.

Guido salió en su defensa.—No lo creo. Más bien habrá decidido no acompañarnos, por cualquier otra

causa y no se ha atrevido a decirlo. Ellos piensan a su manera y quizá no tienenel alto concepto del amor o de la obediencia que nos lleva a los humanos adespreciar el peligro antes que faltar a nuestro deber.

La mención de la muerte extendió una leve capa de pesimismo sobre losviajeros. Nadie lo había dicho hasta entonces, pero probablemente caminabanhacia ella. Se iban a enfrentar a un enemigo experto y más numeroso queluchaba en su terreno y esta vez no contaban con la magia protectora deCantacuzanos.

Levantaron las tiendas y se internaron de nuevo en el monte de encinas, pinosy alcornoques. A medida que avanzaban, los árboles eran más pequeños, debidoal suelo rocoso, y menudeaban los berruecos. A media mañana una murallanatural les cortó el paso. El Raposo se adelantó a reconocer el terreno y regresócon malas noticias. El único camino posible discurría por un barranco estrecho.

—Pasemos rápido —propuso el Raposo—, porque es el lugar ideal paratender una emboscada.

Cuando llevaban un buen trecho, en lo más angosto del camino, se escuchó elinequívoco rugido de Gorgo. Al instante lo acompañaron otros rugidos. El orcopadre, que mandaba en la manada, se lanzó contra Gorgo y lo abofeteó porhaberse precipitado. Aquel grito a destiempo los había delatado antes de que loshumanos llegaran al lugar preciso de la emboscada. El orco padre no podíaimaginar, debido a su limitada inteligencia, que Gorgo lo había hecho adrede,para proteger a los humanos.

—¡Atrás, atrás! Nos están aguardando —gritó Guido de St. Bertevin—. Haciaaquellos árboles. Hay que armarse.

Cabalgaron hacia el lindero del bosque. Guido se caló su cota de malla yPedro y Grontal sus perpuntes. Se ajustaron los yelmos con la celeridad queaconsejaba el apurado trance. Mientras tanto, Isbela de Merens había encordadosu arco galés forzándolo contra el suelo sin ayuda de nadie. Se colocó la aljabaen bandolera.

Guido y Pedro subieron a sus caballos.

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—Recuerda Isbela: a los orcos hay que acertarles en el cuello o a la cara —dijo Pedro—. En el pecho no sirve de nada.

Los orcos tienen las costillas anchas y tan fuertes que es como si llevaran unacoraza natural bajo la piel.

—¡Warw sbunsk bia gs swkarssi! —rugió el orco padre a la manada—. Sgiesgst wyw ue oie wkkia. ¡Snywerw!

Los orcos salieron de las rocas blandiendo sus mazas y corrieron contra losinvasores saltando de piedra en piedra. Guido y Pedro picaron espuelas y lessalieron al encuentro, el muchacho lanza en ristre y Pedro el Raposo con suadarga sarracena y su palanqueta, que brillaba con un intenso azul luminoso alreclamo de la sangre.

Guido se lanzó contra el orco padre, esquivó su maza y le asestó una lanzadaen el sobaco del brazo que sostenía el arma. La lanza penetró dos palmos detravés y atravesó el corazón, aunque del orco todavía tuvo fuerza para aferrarlay partirla antes de desplomarse. En su carrera, el alazán que montaba Guidohabía atropellado a un orco delantero. Sólo estaba aturdido, antes de que sedespabilara el muchacho le asestó un tajo que casi le separó la cabeza del tronco.

—Eso ha estado bien, alevín —le gritó el Raposo desde el otro extremo delbarranco. Había descargado su palanqueta en dos cráneos y los había abiertocomo si fueran de mantequilla.

Los orcos supervivientes titubearon entre rugidos encolerizados. Habíandescubierto demasiado tarde que eran víctimas de una traición. Gorgo, elsemiorco fugitivo de un mercader de esclavos que se había unido a ellos, estabade parte de los humanos. Ya había degollado a tres de sus congéneres y sedisponía a atacar al cuarto.

El enano Grontal, mientras tanto, había eliminado a dos orcos con su temiblehacha. Sólo quedaban tres en condiciones de pelear.

Intentaron huir, pero uno se desplomó alcanzado en la garganta por unaflecha de Isbela y el otro anduvo unos pasos con el hacha de Grontal clavada enla espalda antes de caer en tierra abatiendo de paso un pino joven.

—Hemos vencido en la primera batalla —anunció exultante Guido al verdespejado el campo.

—Gracias a la ayuda de Gorgo —reconoció Pedro el Raposo.Era la primera vez que el escudero pronunciaba su nombre. Hasta entonces

nunca se había dirigido a él. Gorgo dejó escapar una lágrima y respondió con ungruñido agradecido.

Entones Isbela de Merens reparó en la sangre que goteaba por la manoabatida del semiorco.

—¡Gorgo está herido!Uno de los orcos le había acertado cerca del hombro con su maza guarnecida

de trozos de metal cortante y le había abierto una brecha.

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—¿Donde está la botica? —reclamó la muchacha.Pedro el Raposo descolgó de su arzón la bolsa de cuero que contenía las

curas. Palmeó cariñosamente el brazo sano del semiorco.—Tendrás que disculpar que desconfiara de ti? le dijo. —Debo reconocer que

eres un guerrero honorable.Algunos semiorcos desarrollan cualidades humanas. Gorgo desconocía las

exigencias del honor, pero sabía ser fiel aún a costa de su propia vida.Isbela de Merens reprimió la repugnancia que producía la piel orca, formada

de costras terrosas de las que mana un efluvio a estiércol, y lavó la herida convinagre, antes de aplicarle manteca, cortezas cocidas, pasta de hierba cicatrizantey un vendaje. Gorgo, con lágrimas en los ojos, disimulaba el dolor y se dejabahacer. De vez en cuando elevaba la mirada a Guido, como disculpándose porcausar aquella inconveniencia a su prometida.

—Uno de los orcos ha escapado —dijo el Raposo—. Me temo que irá con elcuento al castillo.

Prosiguieron el camino y al caer la tarde llegaron al valle de Arpilles desde elque se avista la ciudadela de los Baux, emplazada a gran altura entre los estratosrocosos del valle, con el pueblo al pie de la roca atravesado por un riachuelo.

Entraron en el pueblo ya anochecido y tuvieron que dirigirse a variasposadas, que encontraron llenas, antes de encontrar alojamiento en un hostalmodesto, El Sarraceno Cojo y Manco.

El mozo del mesón acompañó a Pedro el Raposo a las cuadras paraacomodar las cabalgaduras y darles cebada.

—¡Menudo nombrecito tiene el establecimiento! —comentó el escudero.—En realidad el dueño le quería poner El Sarraceno, a secas, pero le encargó

el cartel a un pintor muy malo, por ahorrarse unos denarios, y el moro le saliócon una pierna más gorda que la otra y con un brazo más corto, así que cuandovino el rotulista a poner debajo el nombre del mesón, el posadero estaba tancabreado por las bromas de los parroquianos que decidió que se llamara ElSarraceno Cojo y Manco.

—¡Eso es un hombre! —alabó con sorna el escudero—: ¡Con dos cojones:sostenedla y no enmendadla!

Después de refrescarse, llegada la hora de la cena, pasaron al comedordonde degustaron el mejor plato de la casa, unos piedpaquets, o callos rellenos deajo, cebolla y hierbas aromáticas.

En la mesa de al lado había un trovador que había acudido a las justaspoéticas. Los Baux eran los señores más rudos, más crueles y más despiadadosde la Provenza, pero, al propio tiempo, Berenguer de Baux era aficionado a lapoesía occitana y se rodeaba de una caterva de trovadores, algunos buenos, otrospasables y otros francamente malos. Muchos de ellos no reunían las mínimascondiciones y sólo se habían dado al laúd para huir del trabajo.

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El trovador Arnaut de Ventadour, pálido y enteco, vestido con un jubón raídoy unas calzas remendadas con esmero, con la barbita y el bigotillo recortados alestilo de la corte de Aquitania, se estaba comiendo, con gran pulcritud yceremonia, dos berzas cocidas y una rebanada de pan. Masticaba lentamentepara que durara. Pedro el Raposo, viéndolo hambreado, le ofreció un cucharónde callos de la fuente comunal. El trovador le quedó tan agradecido que leprometió mencionarlo en una de sus endechas. Entablaron conversación. Arnautde Ventadour conocía todos los chismes relativos a las últimas generaciones delos Baux. El abuelo había pasado a cuchillo a los habitantes de Courthézon; unahermana suy a había descuartizado a su marido en prisión; un hijo de esta sitió elcastillo de una sobrina encinta con la que se había encaprichado.

La sobremesa fue larga y distendida. Los viajeros pidieron sidra joven einvitaron al trovador, que se unió al grupo gustosamente. La conversación derivóhacia el reciente invento de la poesía amorosa cortesana. En Provenza yOccitania había decenas de poetas dedicados a la producción de toda clase deendechas y poemas en los que declaraban su amor sin malicia, puro arroboplatónico, a las más altas y famosas señoras, cuyos nobles maridos, lejos demosquearse, los obsequiaban con plumas de pavo real y alguna que otra moneda.

—La moda procede de los sarracenos de España que, a su vez, la han tomadode oriente, de una tribu de Arabia, los Banu Udra, por eso lo llaman amor udrí —explicaba Arnaut—. Consiste en perpetuar el deseo y no llegar nunca alacoplamiento.

—O sea, que se dan un calentón, pero no follan —dedujo crudamente Pedroel Raposo.

—Es un modo bastante basto de decirlo, pero por ahí va la cosa —reconocióel trovador.

—Me parece una solemne mentecatez —opinó el Raposo.—El amante prefiere la muerte a profanar el cuerpo del ser amado —

prosiguió Arnaut de Ventadour—. ¿No habéis notado esa laxitud, ese decaimientoque sigue al coito, ese deseo de soledad, ese girarse en la cama y roncar? Es elsíntoma de que la realización del coito nos sume en la tristeza. El hombre es elanimal triste tras el coito, lo dijo Aristotil. Nosotros, los trovadores, tomando laidea básica de los sarracenos, la hemos perfeccionado y hemos hecho a la mujerimagen de Dios y, por lo tanto, inalcanzable. Lo bueno es adorarla, sin deseointerpuesto. Por eso la comparamos con el sol, con las estrellas y con la VirgenMaría, porque es un amor casto. El hombre tiene una visión total de la perfeccióndivina en el reflejo de la mujer. Y por eso escogemos como criatura del amor alas esposas de nuestros protectores; ellos saben que por ese lado no hay nada quetemer, aparte de que, para subray ar la idea, vestimos como maricas, concolorines y cascabeles, y tocamos el laúd en plan lánguido, para acompañarnuestras endechas. Ellos, nobles y brutos como son, desprecian todo lo que no sea

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partir un árbol de un mazazo, rajar un tronco de un mandoble o apagar un ciriode un eructo. Esto que digo se verá mejor en un poema. ¿Os lo recito?

—Si no hay más remedio… —se resignó el Raposo. Arnaut tañó su laúd, loafinó y comenzó a cantar:

Aunque estaba dispuesta a entregarse a mí, me abstuve de ella y desobedecía Satanás, que me tentaba con su carne, porque no soy como las bestias sueltas ydestrabadas que toman los jardines como pasto y los ensucian con sus cagajones.

¿Qué os parece?—Muy inspirada —dijo Guido.—De lo más fino —comentó el Raposo.—Bueno, en realidad no es mía —reconoció el trovador—. La composición

pertenece a un poeta sarraceno, un tal Ahmed ibn Farash de Jaén, pero y o la hearreglado a mi manera y le he añadido el último verso, el de los ensucian con suscagajones, que, a mi juicio, presta una gran fuerza expresiva al resto del poema,¿no os parece?

—En efecto —convino Guido—, le presta mucha fuerza expresiva. Pedro elRaposo no acababa de entender el amor cortés.

—¿Y nunca se ha dado el caso de que un trovador pase de la poesía a lasveras? Quiero decir ¿no se enfadan estos señores porque os declaréis enamoradosde sus mujeres?

—Está admitido que la cosa va de finezas, sin pretensión carnal alguna. Noobstante, así en confianza, os diré que es mejor hacerse más fino de lo que unoes. No sé si me entendéis.

Guido y el Raposo se miraron.—No, no te entienden —gruñó Grontal.Arnaut de Ventadour miró alrededor para cerciorarse de que sus confidencias

no saldrían del círculo de sus benefactores.—Quiero decir que es mejor que sospechen que eres gay. De esta manera te

acercas a sus mujeres sin despertar recelo, no te vaya a pasar lo que al pobreGuillem de Cabestanh.

—¿Qué le pasó? —preguntó el Raposo.—Un buen amigo mío, pobrecillo. —Las lágrimas acudieron a los ojos de

Arnaut—. Lo tenía todo: tenía muy buena mano para la poesía amorosa; teníauna manera de pulsar el laúd que imitaba el trino de la pajarería; tenía una vozmás armoniosa que la de los ángeles de los coros celestiales, pero también teníacuarta y mitad de miembro dentro de la bragueta y consiguió insertarlo en lomás íntimo de la señora de este castillo.

—Lo natural —aprobó Pedro el Raposo—. ¿Y qué ocurrió?—Esa fue su desgracia. Berenguer de Baux descubrió el asunto, lo hizo

detener, le rajó con sus propias manos el pecho, le arrancó el corazón palpitantey se lo entregó a su cocinero para que preparara unos farcis de carne que le

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sirvió calentitos a su esposa para la cena. Ella comió los canutillos sin advertir queel relleno era el corazón de su amante. Cuando Berenguer de Baux se lo dijo,esperando horrorizarla, la señora comentó, con su dulce voz, que jamás habíaprobado carne tan deliciosa ni esperaba volver a probarla. A continuación subió alas almenas de la torre redonda y se arrojó al vacío.

—Y ese Berenguer, que por lo que veo es una mala bestia, ¿sigue mandandoaquí? —inquirió el Raposo.

—El mismo. Todos los días se solaza con mujeres y cuando sale de campañaviola a las que puede, pero no ha vuelto a casarse desde que enviudó. Por eso vaa casar a su hermano Blas el Bobo con la princesa de Merens, para conseguirdescendencia que perpetúe la estirpe. La boda es mañana, pero, por lo que yo sé,la novia todavía no ha comparecido. No obstante el mago Tomás de Ageu, queestá invitado en el castillo, ha asegurado que vendrá y ese hombre tiene fama deno equivocarse nunca.

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CAPÍTULO LIII

Lucas de Tarento había entrado en el valle Tenebroso y, después de seguir elúnico camino posible, llegó a la ermita de san Martín, donde descansó junto a lahiguera que sombrea la fuente. El anciano ermitaño le contó la historia de laMagdalena.

—Habréis de saber que en la crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo, tresmujeres acompañaron su agonía al pie de la cruz: María Magdalena, MaríaJacobea y María Salomé, las tres Marías. María Magdalena tenía una hermana,Marta, y un hermano, Lázaro el resucitado. María Magdalena, o María deMagdala, era la esposa de Cristo, porque habéis de saber que Cristo, a pesar de sucarácter divino, en su afán de padecer las mismas limitaciones que cualquierhombre, no se había sustraído a la calamidad del matrimonio. De hecho ningúnjudío mayor de veintidós años escapaba al casorio porque la religión mosaica losobligaba a casarse y a reproducirse para obedecer el mandato divino de crecedy multiplicaos, aparte de que no habría mundo si no nos reprodujéramos, por esoDios, en su infinita sabiduría, ha puesto la vena del gusto en los respectivosórganos sexuales del macho y de la hembra, que, al acoplarse y una vezproducidas las necesarias sacudidas pélvicas del macho, desencadenan unorgasmo placentero y así lo hacemos cuantas veces se apareja con muchadelectación. Ese gusto tan grande es, aunque los clérigos insistan en lo contrario,el más bello canto con el que las criaturas pueden agasajar a su Creador.

Lucas de Tarento convino en que así era.—Después de la muerte de Cristo —prosiguió el anciano—, los derechos

dinásticos de la Casa de David recaían en el niño que María Magdalena llevabaen su vientre y era de temer que sus enemigos la mataran o mataran al niño alnacer. Por lo tanto, María Magdalena huyó de Judea para parir su hijo lejos,donde pudieran vivir en paz, y se embarcó en secreto, junto con algunosparientes y amigos, en una nave fletada por un rico mercader, José de Arimatea.Cruzó el mar, impulsada por vientos favorables, y vino a la Provenza.

Con María Magdalena llegaron Marta y Lázaro y una criada egipcia, Sara,que conocía los secretos de su pueblo. María Magdalena desembarcó en un lugarde la Camarga llamado Santa María del Mar. Ahora hay un santuario dedicado alas Tres Marías al que acuden los peregrinos a postrarse ante una talla de unabarcaza con dos mujeres de pie, las Marías.

—¿Dos y no tres? —preguntó Lucas de Tarento.—Dos, porque se supone que María Magdalena vivió y murió toda la vida en

soledad en una cueva de los montes de Baume, a donde se retiró después de tenersu hijo, la Sangre Real, es decir, el vástago de Cristo, el rey del mundo.

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En este punto la verdadera historia se entrevera con los relatos piadososinventados por los devotos. Han disimulado a la esposa de Cristo haciéndola pasarpor una prostituta que se arrimó al grupo apostólico y nos dicen que al llegar aesta tierra hizo penitencia en una cueva de los montes del Bálsamo Santo(Baume) durante los treinta y tres años que le quedaban de vida. El hijo de Cristoy de la Magdalena fundó en Francia una estirpe judía vinculada a los sicambriosy a los merovingios, los llamados « reyes de los cabellos largos» a « reyesociosos» porque no reinaban. El Papa y Roma no cejaron hasta que una nuevaestirpe, la de los carolingios, desplazó a la merovingia, la sangre de Cristo. Hoy laorden secreta del Temple, no la que conocéis, sino otra más secreta que crece enella, se esfuerza en restaurar la Sangre Real.

El anciano habló de otras cosas, algunas de ellas confundidas en las nieblas dela vejez y, al final, se quedó dormido al solecito tibio del otoño. Lucas de Tarentole cubrió la cabeza calva con la capucha y tomando de reata el caballo prosiguiósu camino.

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CAPÍTULO LIV

Habían instalado el palenque en un prado ameno que se abría entre una fila deroquedos y el río. A un lado estaban las tiendas de los campeones, de plantacircular, más altas que anchas, rematadas en un aro de madera pintado debrillantes colores y un mástil. Había una de listas blancas y negras, otra roja yblanca, otra blanca con flores de lis, e incluso una negra con tréboles verdesrecortados y cosidos. No había dos del mismo color porque las lonas reproducíanlos colores de cada casa. Delante de cada tienda estaba plantada la banderola delcampeón. Casi todas adornadas con leones rampantes, unicornios, ciervos conmuchas puntas, jabalíes y otros animales heráldicos.

Guido admiró los magníficos arreos de los caballeros, que se exhibían sobrecaballetes.

—Habrá que cuidarse del caballero que no tiene enseña —comentó Pedro elRaposo señalando con un gesto a una tienda negra, sin adorno alguno, a cuyapuerta ondeaba una banderola del mismo color.

Una empalizada de madera y cañas que llegaba a la cintura de un hombre,discurría por el centro del prado, entre las peñas y el río. Los contendientes teníanque partir de los extremos y galopar cada uno a un lado para embestirse a mitadde camino, frente al palenque ducal. El que derribaba a su contrario vencía, perosi los dos se derribaban mutuamente continuaban a espada o con las armas quedecidiera el rey de armas, un caballero anciano que arbitraba el torneo.

En el centro del prado, pegado a las rocas de la montaña, delante del lugardonde chocaban los torneadores estaba la presidencia, un espacioso palco demadera, cobijado por un palio de lona roja y adornado con paños de brillantescolores, tapices y cortinas. Asistían al torneo los Baux y sus invitados más ilustres,aliados de otros condados vecinos. La corte de los Baux resplandecía con todoslos refinamientos que Berenguer de Baux había traído de sus correrías porFrancia, corte real incluida. No faltaban mástiles con gallardetes adornando elcampo, ni guirnaldas de boscaje verde enroscadas en las empalizadas quecontenían a la vociferante y festiva multitud que se agolpaba en el prado paraasistir a los torneos, con la esperanza de ver manar la sangre.

En la tribuna condal, dos docenas de invitados ataviados con sus atuendos másceremoniales departían alegremente en espera del comienzo de los juegos. Leshabían traído sillones, jamugas y hasta un aparador en el que podían servirse pan,vino y carne asada en los intervalos de los torneos.

Los campeones se alinearon en un extremo del campo. Llegó el momento dehacer las presentaciones y demostrar los trofeos.

—¡Mi padre está en la tribuna! —señaló Isbela emocionada.

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—¿Quién es? —le preguntó Guido.—El anciano de la izquierda, el de la barba blanca y el semblante triste.El muchacho reparó en la noble figura que parecía distraída y ajena a la

alegría que lo rodeaba.—Tiene las manos encadenadas —observó Pedro el Raposo.—Lo usan como reclamo para cazarnos.—Porque me buscan a mí —dijo Isbela con la voz quebrada—. No soporto

que mi padre sufra por más tiempo.La muchacha no pudo reprimir un sollozo. El secretario de cartas de los Baux,

que andaba examinando a la multitud en compañía de dos guardias reparó en losforasteros y se acercó a ellos. Reconoció inmediatamente a la muchacha.

—¡Isbela de Merens, te esperábamos! —le dijo dedicándole una heladasonrisa. Y volviéndose a su escolta ordenó—: ¡Guardias, prendedla!

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CAPÍTULO LV

La hermana de María Magdalena, Marta, la contemplativa, la que se extasiabaescuchando la palabra de Cristo, entendía mucho de plantas, raíces y jugosvegetales, especialmente el santo muérdago, y sabía componer cocimientos,tisanas y ungüentos que remediaban muchos males. Cuando llegó a Francia supodel valle de la Peña Señalada donde abundaban plantas de muy distintasnaturalezas y quiso cosecharlas con su hocecita de plata, pero los naturales dellugar le advirtieron que lo evitara porque estaba despoblado a causa de unaterrible dragona que lo había asolado. Marta no se arredró, fue a Tarascón yentró en el valle. Los dos primeros días cosechó sus plantas sin que le ocurrieranada, pero al tercero, cuando estaba recolectando el muérdago, una sombracomo de nube se abatió sobre ella ocultándole el sol. Marta se encontró con unadragona de proporciones espantosas. Sus alas de murciélago abarcaban cienpasos abiertas y el cuerpo, que era de serpiente escamosa, verde y gris porarriba y blanquecino por abajo, no medía menos de treinta pasos y por la partedel centro era grueso como el de un buey. En cuanto a la cola, era larga y finacomo un látigo y terminaba en un aguijón venenoso tan grande como la reja deun arado. La cabeza la tenía grande como la de un mulo blanco aunque separecía más a la de una víbora cornuda, con los ojos saltones protegidos por unacresta de hueso y la boca enorme guarnecida por tres filas sucesivas de dientesblancos, agudos como puñales y una lengua negra dividida en dos queproy ectaba más de un metro entre amenazadores silbos y gruñidos.

—¿Qué haces en mi valle? —rugió desde el cielo la Tarasca. Sus palabrasresonaron como un tableteo de cañas, que se extendió, magnificado, por losmontes aledaños.

—Recojo muérdago y flores medicinales —respondió Marta sin inmutarse.—¿Ignoras que el que penetra en mi valle muere? —le preguntó la Tarasca,

mientras describía su vuelo coronado en círculos cada vez más cerrados, comohace el buitre antes de abatirse sobre la carroña.

—Todos los que nacemos hemos de morir —respondió tranquilamente lamujer—. Ni antes ni después de que llegue nuestra hora. La Tarasca voló un ratoen silencio, meditando la respuesta. Después se posó en la copa de una enormeencina, que cruj ió bajo su peso, al tiempo que plegaba las alas. Para mantener elequilibrio rodeó una roca cercana con su gruesa cola de serpiente. A esa roca lallaman la Silla de la Tarasca. Van muchos curiosos a ver la marca de una cinta deescamas que la rodea.

—Ya sé por qué no tienes miedo —dijo la Tarasca—. Porque eres la diosaDiana.

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—No soy ninguna diosa —replicó Marta—. Soy una herboristera judía querecoge plantas para curar y animar a los humanos.

—Quizá no lo sepas, pero eres Diana —insistió el monstruo—. Hace siglosque no te veo, pero estos ojos míos cansados te reconocen. Diana, la hermosa.

—Sin duda que tus ojos deben de estar cansados si me ves hermosa —bromeó Marta—, porque nunca he sido guapa y y a no soy joven. Han salido lasprimeras hebras de plata en mi negra cabellera.

—¡Diana la hermosa! —repitió la dragona—. Ahora debo devorarte para queel mundo siga su curso habitual y amanezca y anochezca cada día.

—Haz lo que debas hacer.La dragona saltó del árbol y se plantó en medio del pradillo, a escasos diez

pasos de Marta que percibió su aliento pútrido y abrasador. La mujer llevaba uncestillo de flores medicinales que se mustiaron y ennegrecieron al instante.

—Te espero —dijo Marta.La lengua viscosa de la dragona se disparó como la de un camaleón y se

enroscó en el talle de la herboristera, la atrajo lentamente al tiempo que lafascinaba con la mirada anestésica de sus ojos. Cuando la tuvo a un palmo de losespantosos hocicos la olisqueó un momento, abrió la boca desencajando lamandíbula inferior, como hacen las serpientes convencionales, y se la tragó, conbáculo y todo. Luego levantó el vuelo y se perdió por el aire, entre berridossatisfechos, camino de su guarida, una gruta que se abría al costado de una altaroca pelada como un bostezo de la tierra. Llegó la Tarasca, posó en el reborderocoso de la cueva sus patas de águila peludas por abajo y escamosas en la unióncon el cuerpo de la serpiente y plegó sus alas. Luego se echó en su lecho dehuesos, musgo y retamas para morir porque, aunque todavía no se cumplían losmil años de la vida de un dragón, conoció, por las señales, que su muerte erainminente.

—¡Diana la hermosa, mátame! —murmuró con su acento pedregoso. De susojos escaparon dos lágrimas que al rodar sobre el polvo se convirtieron en perlas.

—¡Mátame! —suplicó.Marta se removió en el estómago de la Tarasca como se remueve un animal

encerrado en un saco. La barriga del monstruo se abombaba por un lado o porotro según se removía Marta con su báculo. Finalmente la santa desgarró lasentrañas de la bestia y la piel escamosa y a través de la herida, que se ibaensanchando, asomó primero una mano ensangrentada, luego la otra, luego lacabeza y luego el cuerpo entero, como si se desprendiera de una envolturamuerta. La dragona abierta en canal desplegó un ala y la elevó. A lo lejosparecía la vela de un barco funerario, negra y enhiesta.

Marta salió de la dragona entre una confusión de vísceras e intestinos y tiró desu manto que había quedado encajado en el píloro del monstruo. La dragonaagonizaba con una pálida luz en los ojos entreabiertos. Ya no acertaba a articular

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palabra, pero entre los chorros de bilis que se le escapaban de la boca en mediode los suspiros agónicos había un hálito creciente a rosas de primavera queconseguía anular los hedores de la madriguera. Murió el monstruo y Marta bajóal llano frente a la peña con su báculo de obispesa para trazar sobre la hierba, conla sangre del monstruo, la planta de una iglesia. A los pocos días llegaron colonosal valle y le ayudaron a construirla comenzando por la cripta honda, silenciosa yoscura.

—¿Quién se sepultará aquí si no tenemos cuerpo santo? —preguntaba elmaestro de obras.

Nadie se sepultará —respondía Marta—, hacemos esta cripta para que lahabite el Misterio.

Era una mujer hermosa Marta. Andaba entre los canteros y los albañiles conun cántaro a la cadera y les daba de beber. Ellos apagaban una sed, pero lapresencia de la mujer les acrecentaba la otra. Algunos tomaban un extremo de laorla de su manto y la besaban murmurando una jaculatoria a la diosa Diana;otros se ponían a su sombra que sanaba las calenturas y las ardentías.

Marta murió, anciana y hermosa, con el pelo gris y los ojos orlados deoscuras ojeras, pero atractiva todavía, y las gentes del valle la llamaron santaMarta y la representaron saliendo de la Tarasca, por el vientre reventado delmonstruo, con su báculo de obispo, el manto asomando por la boca de la dragonapara demostrar que se la había tragado.

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CAPÍTULO LVI

Isbela de Merens le dirigió una mirada llena de odio al secretario de los Baux. Seenjugó las lágrimas y compuso un semblante altivo.

—¡Sois repugnantes y tú más que ninguno, servidor de la hiena! El secretariosonrió al cumplido.

—Soy feliz royendo los huesos que la hiena desecha —contestó—. No tereplicaré porque hoy mismo serás mi señora. Bienvenida a Baux. Tu prometido,Blas de Baux, te espera con impaciencia de enamorado y las Cortes de Amorllevan una semana celebrando vuestro himeneo con encendidos versos.

Aquello era más de lo que Guido podía soportar. Se adelantó y propinó unpuñetazo al insolente. El secretario era más bien alfeñique y cayó al suelosangrando por la boca y las narices.

—¡A mí la mesnada! —gritó.No fue menester el aviso porque ya varios guardias armados habían rodeado

a los viajeros y los encerraban en un círculo de lanzas.—¡Obispo! —gritó Guido dirigiéndose al prelado que lucía su atuendo

escarlata y su mitra en el palenque—. ¡Apelo a la tregua de Dios! Soy uncaballero que he venido en paz para participar en el torneo. El obispo cuchicheóalgo al oído de Berenguer de Baux.

—¡Hermano, es Isbela! ¡Es Isbela, más buena que el pan candeal! —señalóBlas de Baux, babeando de gozo.

Berenguer dirigió a su hermano una mirada piadosa.—Lo sé, Blas. Es Isbela. Aquí la tenemos como te prometí. Cuando termine el

torneo el obispo Bertrand os casará.—¿Y podré llevármela entonces al castillo?—Podrás.—¿Y hacerla mía?—Claro que sí. Será tu mujer.—Me refiero a jugar con ella al animalito de las dos espaldas.Los invitados reprimieron unas risas. No sabían si el humor de Berenguer

toleraba que se rieran de la simplicidad de su hermano.Berenguer enrojeció ligeramente y sonrió un tanto avergonzado.—Sí, hermano. Tendrás que consumar el matrimonio y engendrar en ella lo

antes posible un robusto Berenguerito que herede nuestros estados. Con labendición de la Iglesia todo será legal.

El obispo Bertrand asintió debidamente.Mientras tanto, los guardias desarmaron a los viajeros y los condujeron hasta

el pie del palenque.

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Isbela se zafó de los guardias y se abrazó a las piernas de su padre, el nobleHugo de Merens, y le mojó los pies descalzos con sus lágrimas. El viejo intentabamantener la compostura, pero no pudo evitar que las lágrimas bañaran tambiénsus curtidas mejillas.

Berenguer de Baux contemplaba la escena con una sonrisa cruel. El boboBlas babeaba tasando los encantos de su prometida con mirada lujuriosa. Lasaliva le goteaba por la pechera bordada del manto.

—¡Hola, Isbela! —saludó a la muchacha con su voz gangosa y le dedicó unasonrisa llena de dientes podridos.

La muchacha escupió en el suelo por toda respuesta, y eso que se habíaeducado con las monjas.

Berenguer de Baux se volvió hacia sus invitados para mostrarles a lamuchacha. Algunos habían puesto en duda que compareciera para la boda, comoel mago Tomás de Agen había vaticinado.

—Isbela de Merens —dijo Berenguer con su voz de trueno—. Sube a estetablado y siéntate al lado de tu prometido. Regocíjate porque lo que estamoscelebrando es el torneo de vuestras bodas.

Dos guardias tomaron a Isbela por los brazos y la obligaron a subir, pero unavez arriba ella se zafó y corrió a abrazarse a su padre.

—Un encuentro enternecedor —observó Berenguer—. Padre e hija llevabandos años sin verse. Dejemos que lo disfruten puesto que quiero agradar a miconsuegro y a mi futura cuñada.

—¿Me siento con ella? —preguntó el bobo—. ¿Puedo meterle mano ya?—No, déjala tranquila con su padre —concedió el tirano—. Tiempo tendrás

de sentarte con ella y de acostarte con ella, hermano. Va a ser tuya para toda lavida, con la bendición del obispo Beltrand que representa al Señor. Ahora quizásea mejor que comience el torneo.

—¡Apelo a la caballería! —gritó Guido desde el cerco de los guardias.

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CAPITULO LVII

Lucas de Tarento recorrió la calle maestra desierta y desembocó en la plazafrente a la iglesia de santa Marta, un adusto edificio de piedra, sin ventanas,hosco, con una espadaña torcida y sin campanas.

El caballero descabalgó y ató las riendas a una argolla del muro. La iglesiaestaba oscura como una cueva. Al fondo, dos velas de sebo apenas iluminaban elaltar, bajo una tosca talla de la santa pisando al monstruo. Los pasos del visitanteresonaron en las bóvedas desnudas. Se detuvo frente a la angosta escalera degastados peldaños que descendía hasta la cripta. ¿Qué invisible fuerza loempujaba a explorar aquel subterráneo? ¿Acaso el cuerpo de la santa podíainfundirle valor o experiencia para la prueba que se avecinaba? El antiguotemplario descendió unos peldaños salitrosos y se halló en una cámarasubterránea parecida a una caja de piedra. Olía a tierra mojada y a cadáver. Lasparedes destilaban regueros de humedad y salitre. Las gotas de humedadcondensada que se desprendían del techo habían formado un charco en el suelo.Al remover con sus pisadas el barro del fondo se elevó un aroma a rosas frescas.

La Dama de la Rosa Azul.Lucas de Tarento frotó un asperón y encendió un cabo de vela. La luz

vacilante le reveló una lápida cubierta con una inscripción antigua, ya ilegible.—Marta y Diana, busco a la Tarasca —dijo Lucas de Tarento.—La Tarasca está en su cueva de la montaña —susurró el Misterio, como un

eco, desde los cuatro ángulos de la cripta. Su voz era apenas audible, ronca yasmática. Se trasladaba por las paredes describiendo ondas de sonido, yconvergía en la piedra central del techo, desde la que se derramaba en suspiroshasta los oídos del caballero:

—Sal por el camino de la herrería y al llegar a la bifurcación, donde hay unacruz de piedra a la que le falta el trozo de arriba, tomas el camino de la izquierda.A medida que te internes en la montaña se irá estrechando, apenas una vereditamedio borrada por las hierbas.

Sigue a pesar de todo sin desviarte hasta la peña de la Muela y allí mismoencontrarás la cueva.

Lucas de Tarento siguió la instrucciones, salió de la iglesia, atravesó el pueblodormido, pasó ante la herrería silenciosa, encontró la cruz decapitada y elcamino sin huellas que se perdía en la espesura de la montaña frente a la peña dela Muela. Una vez allí se detuvo indeciso, sin saber por dónde seguir. Nuevamentela voz le susurró al oído:

—Descabalga y camina hasta la peña.Obedeció. La hierba y los helechos terminaban en la base de un farallón casi

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vertical de peña viva. Miró hacia arriba. La vista se perdía sin ver la cumbre, enla comba muralla de piedra compacta. Sólo piedra y cielo.

—¿Qué hago ahora? —se dijo.Esta vez la voz permaneció muda. Lucas miró alrededor por si veía a alguien,

pero no había nadie en muchas leguas a la redonda. Anduvo unas docenas depasos hacia un lado y otro por ver si la peña tenía alguna cortada por dondeescalarla. Nada. Peña lisa imposible de escalar. Ni siquiera sabía con seguridadque la guarida de la Tarasca estuviera arriba.

Estuvo todavía un buen rato cavilando hasta que recordó que en el arzón delcaballo estaba la pata de cabra de Pedro el Raposo. La tomó y golpeó con ella lapeña.

—¡Ábrete!Un temblor agitó las hojas de los arbustos y conmovió la hierba, como si una

ráfaga de brisa la hubiese sacudido. La peña se hendió en una grieta tan anchaque permitía el paso de un hombre. Dentro apareció una rampa suave queinvitaba a recorrerla. Lucas se guardó la pata de cabra y comenzó a ascenderpor el camino mágico. La rampa serpeaba por el corazón de la peña elevando alviandante. Ascendió por la cuesta internándose en el corazón de la roca. Sinembargo, siempre tenía a la vista el paisaje circundante, como si la peña sehubiera vuelto transparente y le permitiera ver el exterior, con el caballo quepastaba en el prado y se iba empequeñeciendo a medida que el j inete ascendía,los troncos de los árboles, luego las copas, el bosque a vista de pájaro y laslejanas alquerías.

Después de un buen rato llegó a una gruta tan amplia que podría contener adoscientos hombres, el bostezo de la montaña, la guarida de la Tarasca. La cuevaparecía deshabitada. Un techo de roca alto como el de una iglesia, conestalactitas que pendían como los lagrimones de una vela y el suelo lleno deramas petrificadas, escombros humanos propios de un osario y basuras antiguas,todo cubierto por una gruesa capa de polvo y tierra. En un extremo de la cornisa,el intruso encontró un nido de águila con un polluelo del tamaño de una gallina,cubierto de plumón. Al percibir su presencia lo confundió con la madre que letraía la comida y se puso a chillar desaforadamente.

—¿Es aquí donde habita la Tarasca? —preguntó al aguilucho el caballeroLucas.

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CAPÍTULO LVIII

Guido se abrió paso entre la multitud y salió hasta la empalizada donde todos lovieran. Los espectadores contuvieron el aliento. El forastero se había dirigido demanera insolente a Berenguer de Baux, un delito sobradamente merecedor de lamuerte. No obstante, como la ofensa se había inferido delante de sus súbditos yde los invitados extranjeros, seguramente el tirano le reservaría alguna ejecuciónpública especialmente refinada para que su justicia fuera ejemplar. La turba seentusiasmó ante la perspectiva de una ejecución que no figuraba en el programa.La mañana prometía.

De Baux miró al insolente muchacho con más curiosidad que cólera.—¿Quién eres tú, castrador de puercos, para apelar a la caballería?—Guido de St. Bertevin, de la sangre de los Foix. Mi padre tiene un castillo en

Bretaña.—¿A qué apelas? —le preguntó el anciano de rey de armas.—Apelo a un juicio de Dios —respondió Guido con aplomo—. Esa mujer me

ha hecho promesa sagrada de matrimonio y apelo a Dios para que en estecampo del honor, mediante torneo singular, demuestre que la razón y el derechome asisten.

Dos o tres invitados nobles juntaron las cabezas en conciliábulo. El may or deellos, que era también el de más autoridad, dijo:

—Berenguer de Baux, creemos que el muchacho dice la verdad. Los treshemos tratado a los Foix en otro tiempo y todos tenían ese mismo aspecto, anchosde espalda y narigones. El derecho de sangre le asiste.

—Que hable el rey de armas —dijo de Baux.El rey de armas era su compadre Alain de Monfra, conde de Pierrepertuse,

un hombre experimentado que se percató de la situación. Aquel mozalbete Guidode St. Bertevin, estaba desafiando al prometido de Isbela, Blas de Baux, pero eltonto de la baba no sabía levantar una espada, ni era capaz de tenerse en pie másde un minuto.

Por lo tanto, era razonable que escogiera un campeón para que lo sustituyeraen la lucha.

—Decreto que un campeón luche por el caballero Blas de Baux. Cualquierade los caballeros que aquí concurren.

Berenguer de Baux se puso en pie.—Y y o ofrezco una recompensa de cien monedas de oro al campeón que

defendiendo las armas de mi hermano en un duelo a muerte me traiga la cabezade este deslenguado.

Un duelo a muerte eran palabras mayores. Los siete campeones presentes

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intercambiaron miradas.—Yo me retiro —dijo uno—. No he venido a matar a nadie, sino a justar.—Yo hago lo mismo. Bastante sangre he derramado ya —dijo el de la tienda

de rayas rojas y blancas.Los otros titubeaban. Se miraban entre ellos o miraban al suelo. Cien monedas

de oro era más de lo que algunos habían visto o esperaban ver en su vida.—¿No habrá un hombre al que no le tiemble la barba? —preguntó Berenguer

encolerizado a la muda muchedumbre.—¡Yo lo haré!Un misterioso caballero vestido con malla negra de doble anilla y un yelmo

que le ocultaba los rasgos de la cara se adelantó traspasando el cinturón de losguardias.

Pedro el Raposo lo reconoció al instante: Sven le Berg.El voluntario cruzó el prado hasta situarse frente al palenque condal. Se

levantó la celada y dedicó una sonrisa irónica a Guido de St. Bertevin cuando secolocó a su lado. Era algo más alto que el muchacho y mucho más fornido.

—Sven le Berg, volvemos a encontrarnos —le dijo Pedro el Raposo.—No hemos dejado de encontrarnos desde que salisteis de Tierra Santa, pero

estáis ciegos.—Era un aspirante a templario que renegó de la Orden en los Cuernos de

Hattin —explicó el Raposo a Guido en voz baja—. Conoce todos los trucos y sabeluchar. Será mejor que no te enfrentes a él.

—¿Qué pretendes? —preguntó Guido al caballero.—Las cien monedas de oro.—No creo que lo hagas por las cien monedas. Si nos has seguido y conoces la

misión que nos han encomendado no querrás interferir en ella, porque eso puedeacarrear la eterna condenación de tu alma.

—¿Mi alma? ¿Quién te ha dicho que quiero salvar mi alma? Yo sirvo a laAbominación.

—Ya tenemos el campeón —anunció Berenguer de Baux satisfecho—. Blas,querido, entrégale tu prenda.

El hermano bobo se adelantó babeante y ató su pañuelo rosa en el astil de lalanza que Sven le Berg le tendía.

—Yo también tengo mi campeón —dijo Isbela levantándose—. Acercaos,caballero.

Guido se aproximó al palenque para que Isbela anudara su pañuelo verde enel astil de su lanza.

El rey de armas levantó la mano y un trompetero hizo sonar su instrumento,castigando los tímpanos de los observadores más cercanos. Los pájaroslevantaron el vuelo en los árboles que ribeteaban el prado.

Tocaba sortear el campo. El rey de armas y los dos ancianos caballeros que

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lo asistían comparecieron en el palco condal:—La cara para el caballero negro, la cruz para el blanco —dijo Berenguer de

Baux.El negro era Sven le Berg. Lanzaron la moneda al aire.

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CAPÍTULO LIX

—Aquí es —respondió la voz susurrante al oído de Lucas—. La grieta del fondode la cueva es la boca cerrada del abismo.

El caballero se asomó a la grieta. Su anchura no excedía de un par de palmosy su longitud equivaldría a diez zancadas de un hombre. No se veía nada dentroporque un saledizo ocultaba el fondo. Lucas arrojó una piedra de buen tamaño ypercibió sus rebotes contra las rocas durante un buen trecho hasta que el sonido seperdió en las profundidades de la montaña.

—¿Cómo es posible que la Tarasca habite aquí? —preguntó—. Un monstruotan poderoso no cabe por esta rendija.

—La Tarasca murió hace más de mil años, pero espera ahí abajo como lacrisálida de la mariposa espera en su capullo —dijo el Misterio—. No hay másque despertarla.

—¿Cómo puedo despertarla?—Enviándole la sangre de los animales que la componen: el murciélago, el

águila y la serpiente.Al fondo de la cueva había una pequeña galería medio ocluida por los

escombros de cuyo techo pendía una nube de murciélagos dormidos. Lucas deTarento vació su bolsa de costado, la llenó de murciélagos y los fue cortando endos y arrojando a la sima de la Tarasca. Los animales agonizantes cayeron hastalas profundidades.

—¿Donde encontraré una serpiente? —se preguntó el caballero. El Misteriosusurró a su oído.

—Si tu corazón es puro, Dios te proveerá.Apenas lo había dicho cuando una sombra se abatió sobre la cueva y

apareció un águila real de gran envergadura, la que habitaba en la gruta, quetraía en el fuerte pico y en las garras una serpiente gruesa como la muñeca de unleñador y más larga que un hombre.

El águila, al ver su gruta ocupada por un extraño, soltó el cadáver de laserpiente sobre el nido y atacó al intruso. Lucas la esperó con la espadadesenvainada al fondo de la gruta, donde el techo se aplanaba y el vuelo del avesería más difícil. El águila enfurecida se arrojó sobre él avanzando las temiblesgarras, el pico atento para romperle el cráneo, pero el caballero abatió su espaday le cercenó limpiamente la cabeza y un ala.

Una garra hizo presa en el hombro y hundió las crueles uñas en la carne delcruzado antes de que la muerte le infundiera laxitud y olvido.

Lucas arrebató la serpiente al aguilucho, que ya había comenzado apicotearla, la troceó y la arrojó sangrante por la grieta, luego troceó el águila real

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y arrojó sus cuartos al abismo.En el interior de la rendija, a tres sogas de distancia dentro del corazón de la

peña, la angostura se ensanchaba en una especie de bolsa que era el final deaquel intestino de la montaña. Allí reposaban en su sueño los restos momificadosde la Tarasca desde que santa Marta la mató, mil años atrás. Solamente quedabanhuesos recubiertos de una piel de serpiente reseca y unos pergaminosdesarbolados y rotos de lo que fueron las alas, con excrementos de murciélagosy de restos más menudos de otras sabandijas caídas en aquellas oquedades.

Sobre aquellos vestigios del monstruo cayeron los cadáveres ensangrentadosde los murciélagos, de la serpiente y del águila. Las sangres se mezclaron ysiguieron filtrándose gota a gota entre la basura hasta que tocaron el cadáverdescompuesto de la dragona. En la perfecta oscuridad de la gruta se percibió,entonces, un gorgoteo apagado, y un leve hervor seguido de un movimiento casiimperceptible, como el de la masa de pan cuando la levadura hace su efecto ycomienza a hincharse. Así comenzó a hincharse el cadáver reseco de la Tarasca.Sus huesos se removieron entre el polvo y se fueron concertando, sus tendones,sus músculos y la piel conformaron lentamente el espantoso cuerpo, las escamasde la serpiente cobraron vida y vigor, la cola terminada en cruel aguijón engordóy se mostró nuevamente lozana e inquieta como un látigo. La Tarasca serecompuso, levantó la cabeza guarnecida de duras placas córneas, extendió susfuertes alas membranosas y bostezó con su boca de aliento ponzoñosonuevamente guarnecida de tres filas de afilados dientes. Emitió un silbo y miróhacia arriba desde donde se filtraba una remota raya de luz, calculando suposición.

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CAPÍTULO LX

—El caballero blanco partirá de la izquierda —estableció el rey de armas.—¡Silencio y comportarse, que comienza el torneo! —anunció el pregonero a

través de su bocina.La muchedumbre lo jaleó con hurras y aplausos.—Que cada contendiente ocupe su lugar —ordenó el rey de armas. Al

segundo toque de trompeta avanzad el uno contra el otro y que Dios ay ude alvencedor.

Sven le Berg lanzó una mirada conmiserativa a Guido antes de tirar de larienda y espolear su caballo para dirigirse a su extremo del campo. Guido sedirigió al suyo donde lo esperaban Pedro el Raposo, el enano y el semiorco.

—Cuidado con ese tipo —le advirtió Pedro el Raposo poniéndole una mano enel muslo—. Conozco a Sven le Berg, lo he visto combatir y puedo asegurarte quees un guerrero experimentado. Vigila sus tretas. Le Berg tiende a levantardemasiado el escudo porque en un entrenamiento una astilla lo hirió en la frente.Quizá sea esa herida la que a veces le causa ataques de locura. Debesaprovechar esa debilidad. Lo mejor es que no apuntes con tu lanza al cuerpo ni alescudo. Procura embestir más abajo, en la defensa delantera de su silla.

—Entonces puedo herir al caballo —objetó Guido.—Hay muchos caballos en la Camarga —replicó Pedro el Raposo—. No te

preocupes por eso.Sonó la segunda trompeta. Los dos caballeros espolearon los corceles y

partieron cada cual por su lado de la divisoria central. Isbela, con el corazónencogido, no podía apartar la mirada de su amado, que se enfrentaba a la muertepor ella. Hugo de Merens notó la desazón de su hija e intentó confortarlarodeándola con el brazo, pero los grilletes que lo mantenían unido al palco se loimpidieron.

Mientras tanto los j inetes se aproximaban a todo galope. El choque se produjoun poco antes del palco presidencial. La lanza de Sven golpeó la mitad inferiordel escudo de Guido y se rompió en mil pedazos. Guido sintió como si un gigantele hubiera propinado un mazazo. A pesar del respaldo de la silla de guerra sedobló hacia atrás por los riñones y sintió un vivo dolor cuando su cota de mallas,comprimida contra la madera, se le clavó en la cintura rompiéndole la piel yhaciéndole sangrar. No obstante salió bien parado y pudo recomponerse duranteel resto de la cabalgada.

La lanza de Guido había golpeado contra la defensa delantera de la silla deSven y se había tronzado después de saltar una de las dos cinchas del caballo, sindaño alguno para el caballero.

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Los contendientes regresaron al trote a sus respectivos puntos de partida pararomper la segunda lanza de las cuatro autorizadas.

El segundo encuentro fue aún más brutal que el primero puesto que loscaballos enardecidos se encontraron a galope tendido. Esta vez la lanza de Svenhendió el escudo de su adversario dejándolo abarquillado e inservible. La deGuido, nuevamente dirigida a la defensa de la silla, se quebró con un chasquidosiniestro sin causar daño aparente.

—No puedes cambiar de escudo y ese te sirve malamente —le advirtióPedro el Raposo—. Quizá debamos solicitar una tregua para negociar.

—¿Y dejar a Isbela en manos de esos malvados? —replicó el muchacho—.¡Eso jamás! Prefiero morir. Si la razón nos asiste, Dios me protegerá.

El escudero asintió, miró al suelo y se guardó sus pensamientos:« ¡Valiente majadería caballeresca! Dios asiste al más fuerte, nos guste o

no» .Sonó la trompeta de la tercera lanza. Los caballos espoleados hasta la sangre

partieron echando espumarajos por la boca. Esta vez el que montaba Sven seretrasaba y el caballero no parecía tan confiado.

—¡Le está fallando la silla! —señaló Grontal.—Y nosotros vamos sin escudo —comentó, sombrío, Pedro el Raposo. El

encuentro fue tan brutal como los anteriores. Al impacto de la lanza de Guido,nuevamente dirigida contra la silla, la cincha suplementaria del caballo de LeBerg se rompió y su j inete cayó al suelo con todos los arreos dando una grancostalada frente al palco condal.

Su lanza había golpeado con menos fuerza que las otras veces el maltrechoescudo de Guido, pero no obstante le descompuso la guardia y resbalando haciaarriba le asestó un puntazo en el hombro izquierdo que rompió la cota de malla ylo hizo sangrar.

El rey de armas se adelantó a donde Sven yacía en el polvo.—¿Te declaras vencido?Sven dirigió una mirada tan furiosa que el faraute dio un paso atrás.—¡Nunca!—Sea como quieres —declaró el rey de armas—. En ese caso, el duelo

prosigue a espada, pero el caballero blanco tiene derecho a combatir a caballo.—Llevas ventaja —le advirtió Pedro el Raposo mientras le introducía un paño

untado de bálsamo sobre la herida del hombro—. Procura no perderla ahora. Nocombatas a espada sino con el caballo. Échaselo encima y lleva previsto unmolinete a la derecha por si logra apartarse por ese lado.

Guido asintió.El faraute hizo la señal de la tercera trompeta. Guido partió al galope en

busca de su adversario que lo aguardaba frente al palenque, las piernasligeramente separadas para afirmarse sobre el suelo, el escudo embrazado y el

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brazo de la espada extendido apuntando al objetivo.Isbela sintió que el corazón se le salía del pecho. Estaba a punto de

desmayarse cuando una mano fría se poso sobre la suya. Abrió los ojos y miróquien era. Le había parecido reconocer aquella frialdad confortadora. Era lamelusina del manantial de Merens que estaba a su lado y le sonreía con sus labiosazules. Isbela había visto a la melusina solamente tres veces en su vida, siempreen vísperas de acontecimientos importantes. El hada de Merens había asistido asu madre en el parto hacía ya dieciocho años, pero no había cambiado su aspectoy a que las melusinas no envejecen o, al menos, lo hacen tan lentamente que loshumanos no aprecian señales de envejecimiento.

—Sé que tengo que verte cuando muera —le dijo Isbela—. ¿Es mi hora o esla hora de mi amor? Si Guido muere por defendernos a mi padre y a mí, prefierono seguir viviendo.

—Vivirá y vivirás —dijo la melusina con una sonrisa melancólica—. Notemas por eso, niña.

Y tras apretar la mano de la muchacha se disolvió en el aire sin que nadienotara su presencia.

El combate estaba en todo su apogeo. Guido lanzó su caballo a galope sobresu contrincante, pero este adivinó su intención y esquivó el golpe hurtándose porla derecha al tiempo que lanzaba su espada contra su enemigo. El molinete deGuido quedó en el aire, pero la espada de Sven hirió al caballo en el pecho. Elnoble animal dobló las patas delanteras y dio una voltereta lanzando al j inete porlas orejas. La multitud aplaudió.

—¡Ya están igual! —exclamó uno de los invitados de Berenguer de Baux—.El negro mata al blanco.

El pueblo también aplaudía al campeón de los Baux.Guido, sentado en tierra y conmocionado a consecuencia del golpe, miró a su

caballo que agonizaba boqueando sangre con el corazón traspasado. Su propiaespada había caído a diez pasos de distancia. Sven recuperó la suy a y se acercó asu adversario caído para dale el golpe de gracia.

—¡El combate era a primera sangre! —protestó el noble Hugo de Merens—.Nadie debe morir.

—¡Yo fijo las reglas del combate! —replicó Berenguer de Baux con su vozpotente. El faraute y los ancianos lo miraron, pero nadie osó protestar.

—¡El cómbate es a muerte! —proclamó el rey de armas—. Si el caballeronegro quiere matar al blanco, puede hacerlo.

Sven, el caballero negro, sonrió. Sin prisas se acercó a Guido, que seguía en elsuelo aturdido, y situándose sobre él levantó la espada con ambas manos paraimpulsarla a través de la cota, directamente al corazón.

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CAPÍTULO LXI

La dragona Tarasca reconocía el vientre de la montaña, las familiares rocas, laoscuridad telúrica de la sima que había sido su sepulcro durante un milenio. Nopodía volar, pero podía arrastrarse hasta el exterior con su naturaleza deserpiente. Plegó las amplias alas de murciélago y las apretó contra el cuerpoescamoso hasta que fueron dos delgadas láminas y comenzó a reptarpenosamente la peña arriba, caminando sobre las escamas erectas. A vecesenroscaba la cola en las estalactitas para impulsarse. De este modo ascendióhasta el lugar donde la luz se filtraba débilmente del exterior.

Dilató los ollares de su hocico y respiró los aromas del aire que penetraba porla grieta. Se encontraba a pocos pasos de la gruta donde había establecido suantigua guarida. No era fácil salir por ella porque la angostura era tan estrechaque sólo podría pasarla comprimiendo sus agudas costillas de serpiente ydesollándose la cabeza huesuda y poderosa contra las paredes. Percibió, entre losvariados olores del bosque, el olor humano. Allí afuera había un hombre. Por elsudor del miedo, la dragona dedujo que se trataba del mismo que había lanzado ala sima la sangre necesaria para resucitarla. Y aunque temía seguía allí y laesperaba. ¿Por qué? Sólo cabía una explicación. Un caballero que se habíapropuesto matarla por segunda vez, un enemigo astuto que la aguardaba. Salir dela angosta grieta iba a ser difícil y mientras lo intentaba estaría a merced delhombre. La Tarasca, con su astucia de reptil, sacó primero la ágil cola, aquelpoderoso látigo de carne escamosa rematado en aguijón y sacudiéndolo al aireen todas direcciones palpó la oquedad de la gruta buscando a su enemigo. Lucasvio el mortífero aguijón de escorpión, grande como la cabeza de un niño, con laaguda punta goteando su veneno mortal y se refugió lejos de la grieta. Susituación era comprometida. No llevaba la cota de malla ni el escudo, que habíanquedado abajo, junto al caballo, y en estas circunstancias estaba inerme frente allátigo venenoso de la dragona. De repente se le ocurrió una idea. Agarró alaguilucho huérfano, que no dejaba de rebullir y protestar, y lo depositó en elcentro de la gruta. Después volvió del revés el nido vacío y se resguardó debajo,como en una choza. El aguijón del monstruo siguió tanteando la cueva entreespantables silbos que brotaban de la grieta, hasta que encontró carne, la delaguilucho gritador, y se clavó en ella e inoculó su veneno. La Tarasca,convencida de que había matado al hombre que trataba de inmolarla, retrajo lacola venenosa y se concentró en el trabajo de salir de la grieta comprimiendo suabultado abdomen para hacerlo pasar por la hendidura. Solo cuando estaba amitad de camino, la cabeza encajada entre las dos peñas descubrió sobre ella lamirada curiosa del hombre y la espada de mortal acero que empuñaba.

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—¿No te ha matado el veneno? —le dijo—. ¿O es que érais dos?—No éramos dos —respondió el guerrero—. Has matado a un aguilucho.En los ojos vivos como ascuas de la Tarasca sólo había resignación. Hizo un

supremo esfuerzo, cerró los ojos y terminó de sacar la cabeza arrancándose enel esfuerzo las escamas de las resecas y huesudas mejillas. El pescuezo largo ypoderoso brotó tras la cabeza tan largo como los brazos extendidos de un hombre.Lucas saltó hacia atrás esquivando la primera dentellada y la puñalada venenosade su lengua bífida, al tiempo que atacaba con la espada. El certero tajo decapitóal reptil antes de que pudiera liberar de la grieta el resto de su cuerpo. La cabezaquedó en el suelo de la gruta y el resto desprovisto de vida tiró del pescuezocercenado y se precipitó nuevamente en las profundidades de la fosa ciegadonde había permanecido durante un milenio.

—En esa cabeza, bajo la lengua, en la bolsa donde guarda el veneno, está lapiedra Reluciente —había dicho Cantacuzanos.

Lucas de Tarento reprimiendo las arcadas de asco que le producía aquellacabeza espantosa y la sangre maloliente que manaba del pescuezo, se dispuso aexplorar la bolsa del veneno. En vano intentó separar las fuertes mandíbulas. LaTarasca había muerto apretando el receptáculo de su único tesoro.

Recurrió a la pata de cabra que todo lo abre, la extrajo de su zurrón y con ellaforzó las mandíbulas del monstruo desencajándolas, luego metió la garrametálica bajo la lengua y removió la bolsa del veneno.

No encontró nada.Volvió a intentarlo con más cuidado, más profundamente. Nada.—Por un momento creí que la Tarasca acabaría contigo —le susurró el

Misterio al oído—. ¿Qué haces ahora?—Busco la piedra Reluciente.—¿Por eso has matado a la pobre bicha?—¿Por qué si no? —se impacientó el caballero—. ¿Qué crees, que ando por el

mundo haciendo esto por deporte? Es que necesito esa jodida piedra.—¡Alma de Dios, haber empezado por ahí y no habríamos tenido que montar

todo este número! —le regañó el Misterio sin perder su tono tranquilo ysusurrante—. ¿Crees que no tengo otra cosa que hacer que asistir a caballerospirados que no se informan debidamente?

—¿De qué me hablas?—La pobre Tasrasca no tiene ya la piedra Reluciente. Santa Marta se la

arrebató.—Entonces, ¿dónde demonios está la piedra?—En Santa María del Mar, en la iglesia de las tres Marías, adornando la barca

que hay sobre el altar mayor. Eso lo sabe todo el mundo; pero, como la piedraparece un guijarro normal y corriente sin valor, nadie la roba.

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CAPÍTULO LXII

Isbela profirió un alarido que resonó en todo el campo. Intentó acudir en socorrode su amado, pero dos manos poderosas la mantuvieron fija en su asiento.

En el celaje oscuro de la seminconsciencia, Guido escuchó la angustiosallamada de Isbela. Entornó los ojos y vio a través de una neblina que Sven leBerg se disponía a rematarlo.

Al propio tiempo escuchó la voz de Pedro el Raposo que con un alarido leadvertía:

—¡El turco Sarkis!Era una alusión privada. En los ratos de asueto, Pedro el Raposo le había

enseñado al muchacho trucos de lucha escuderil que bajo ningún concepto usaríaun caballero. El golpe del turco Sarkis, una llave favorita de los turcopolos asueldo de los cruzados, consistía en patear los testículos del adversario. No servíacon los varegos castrados de la guardia del basileo, pero con cualquier enemigoentero de sus partes resultaba bastante efectivo.

La espada de Sven inició su recorrido hacia el pecho de Guido, apuntandoentre las dos clavículas, pero en aquel momento la musculosa pierna delmuchacho se disparó como una catapulta. Sven, alcanzado en plena natura, cayóhabía atrás con un alarido de dolor y se revolcó por el suelo hecho un ovillo conlas manos en la parte lastimada.

—¡Ese golpe es innoble y propio de un sarraceno! —protestó Berenguer deBaux.

—Un golpe innoble en un combate innoble, nada importa —replicó Hugo deMerens—. También es innoble la traición, y tú la practicas.

Los otros nobles que ocupaban el cadalso permanecieron en silencio. Sabíanque el prisionero tenía razón.

Ahora era Guido de St. Bertevin el que había recuperado su espada y laapoyaba sobre el cuello de su enemigo.

—¡Mátalo, mátalo! —le gritaba Pedro el Raposo.El joven sacudió la cabeza disipando sus últimos mareos y, tras una breve

vacilación, apartó la espada de la nuez de su enemigo y la devolvió a su vaina.Miró a Isbela que lloraba de alegría y su mirada se cruzó con la del noble Hugode Merens, que sonrió y asintió. Guido desanudó el pañuelo de la muchacha delastil roto y lo pasó por la herida del costado antes de devolvérselo a su dueña,teñido con su sangre. Los dedos temblones y sucios del guerrero acariciaronbrevemente los de la muchacha.

—¡Siempre amor! —suspiró Arnaut de Ventadour, el trovador, desde suposición, en un carro de heno.

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El faraute levantó el brazo y la trompeta tocó convocando al siguienteencuentro.

Berenguer de Baux se levantó furioso del sillón.—¡Aún no hemos decidido este torneo, faraute! ¿A quién corresponde el

arbitrio máximo en este asunto de acuerdo con las leyes de la caballería?Los caballeros presentes intercambiaron miradas de asombro.—Al rey o, en su defecto, al conde que preside el torneo.—El conde soy yo y declaro vencedor al caballero negro, el que ha luchado

con arreglo a las leyes de la caballería con honor y denuedo. Por el contrario,declaro deshonrado al caballero blanco que ha recurrido a una treta artera cuales la execrable patada en los cojones, dicho sea con disculpa si ofendo a lasdamas escuchantes, pero es que a uno lo ponen en tal disparadero que pierdehasta los modales.

—¡Maldición e ignominia sobre ti, conde de Baux! —exclamó el ancianoHugo de Merens—. ¡Acumulas infamia sobre infamia!

Atacaste a traición mis estados, me has cargado de cadenas contra tododerecho y ahora intentas casar a mi hija, que es la flor de Provenza, con esamala bestia de tu hermano, un asno, un imbécil babeante, un follaburras, unacriatura de Dios que no acertaría a la boca con la mano. ¡Invoco a la santaMagdalena y a su sagrada estirpe para que esta injusticia no se cometa!

En estas razones andaban cuando Pedro el Raposo, que se había abierto pasohasta el pie de la tribuna real, sacó de su zurrón una maza de hierro, y, trasdesmayar a un guardia que intentaba cerrarle el paso, saltó sobre el palenque yhaciendo palanca con el mango forzó los grilletes de Hugo de Merens y lo liberó.

—¡Vamos señor, que se nos hace tarde y tengo los caballos listos! —lo animó.—No temas padre —le dijo Isbela—. Es amigo mío.Berenguer de Baux llamó en su auxilio a la guardia al tiempo que pugnaba

por despojarse del manto ceremonial, pesado como una albarda, que le impedíadesenvainar la espada. Cuando lo consiguió, sus prisioneros habían huido. Hugode Merens, su hija y Pedro el Raposo se abrían camino entre la multitud seguidospor el enano del hacha y el orco. Todo había ocurrido tan de súbito que los seishombres que guardaban el palenque no acertaron a reaccionar a tiempo ycuando lo hicieron e intentaron detener a los fugitivos, el barullo de campesinos yespectadores que huían cada uno por su lado, les impedía el paso. Cuandoescaparon de la marea humana, los fugitivos habían montado ya en sus caballos,que el enano Grontal había prevenido detrás del palenque, y huían hacia elbosque.

—¡Tomás de Agen, haz algo! —grito Berenguer volviéndose hacia su mago.El mago comprendió que debía intervenir con toda la energía posible si quería

conservar el puesto. Se elevó de su silla de cuerno, levitando sin esfuerzo, y lanzóun conjuro de los más poderosos contra los fugitivos.

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—¡Ajada xad cadagadajabazaja ha ajadacadaja za jajadagafazakadafafadac!

El anciano conde, su hija, el enano, Guido y el orco casi habían alcanzado lalinde del bosque. De pronto, el galope tendido de sus caballos se ralentizó.Avanzaban en medio de un aire denso como lodo. Cuando el brujo terminó elconjuro se habían detenido y quedaron inmóviles.

—¡Ya son nuestros: ahora podemos degollar a esos malditos y el obispo mecasará con Isbela de Merens! —gritó jubilosamente Blas el Bobo—. ¡Prometopreñarla a la primera!

—Antes de que nadie intervenga debo deshechizar a la muchacha —advirtióel mago.

—¡Pues deshechízala! —le gritó Berenguer—. ¿A qué esperas?El mago descendió del palenque por la escalera posterior. La muchedumbre

que había asistido al prodigio le abrió paso en respetuoso silencio.Los fugitivos estaban a menos de doscientos metros.—¡Guardias, acompañadlo por si os necesita —ordenó el tirano—. Y en

cuanto haya realizado el conjuro me traéis las cabezas de esos malditos!Allá fueron el mago y dos docenas de guardias.Tomás de Agen, aunque había cursado con aprovechamiento los estudios de

la alta magia, carecía de experiencia. Antes de hallar acomodo en la corte de losBaux, había servido en Roma y en París tras un noviciado largo en Egipto.Algunas artes no las dominaba todavía.

Había algo en el aire que lo desconcertaba, como un flato a podrido. Sedetuvo a pensar. ¿Qué significa esto? Debería oler a agua de rosas que es el olornatural de este conjuro sublime.

Pero olía a perro muerto, a cadáver.—¿Qué es lo que apesta? —le preguntó al sargento de los guardias.—Yo no huelo nada, señor —dijo el sargento.El rudo militar ignoraba que la magia caldea se rige por olores que, a su vez,

se relacionan con el ordenamiento espacial de las moléculas que los provocan.Cuando olemos una rosa no percibimos la química de su perfume, sino lageometría de la disposición de sus moléculas. Si tomamos otras sustanciasquímicas y las disponemos según el mismo esquema geométrico de las de larosa, el resultado es el mismo perfume.

Tomás de Agen olía una disposición contraria a su hechizo. El conjuro máspoderoso de que era capaz había ordenado la materia que regía el mundo a lamanera que el brujo deseaba, pero algún elemento se resistía y ahora el mundose desordenaba en su contra. Advirtió que, después de una vida de trabajo yestudio, después de vender su alma y sus conocimientos por el oro de lospoderosos, la suerte suprema le fallaba y aquella limitación quizá le acarrearía lamuerte. Lo que olía era la premonición de su propio cadáver descompuesto. De

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pronto comprendió que el enano no estaba tan petrificado como el resto de loshechizados: una avispa le zumbó cerca de la nariz y había movido un músculo dela cara para espantarla.

Cuando tuvo al brujo cerca, Grontal descabalgó parsimoniosamente delpercherón inmenso que montaba y descolgó su hacha del arzón.

—Uno de los forasteros se está moviendo —observó el secretario de cartas delos Baux desde la tribuna.

—¡Ya veo que se mueve! —gruñó Berenguer.—¿Por qué no te has hechizado como los otros, enano del diablo? —espetó el

mago. Junto al enano, el hedor a cadáver era ya tan insoportable que le hacíasaltar las lágrimas.

—¿No lo sabes tú que eres brujo y adivino? —repuso tranquilamente Grontal.El mago comprendió:—Ya entiendo. Llevas contigo una de las piedras del dragón que te protege de

los hechizos, la dragontía.Grontal sonrió y se introdujo la mano en la faltriquera: Sacó la piedra

Templada y la sostuvo a la vista del brujo entre el pulgar y el índice.—Has comprendido tarde —le dijo, levantando el hacha, y le descargó un

golpe que le entró por el hombro y lo abrió hasta más abajo del pecho. Losintestinos del mago se derramaron como serpientes. Tomas de Agen se desplomóy al tocar el suelo el cadáver y a parecía llevar muerto un mes.

Los guardias que seguían al mago retrocedieron horrorizados.—No podemos luchar contra la magia —dijo el sargento bajando su arma.El hechizo se deshizo y los fugitivos recobraron el movimiento. Se quedaron

indecisos en el límite del bosque sin saber muy bien qué ocurría, rodeados deguardias que habían trocado la agresividad por mansedumbre.

—¡Sargento, te he ordenado que degüelles a los fugitivos y captures a Isbelade Merens! —clamó Berenguer de Baux desde el palenque. El sargento no sedeterminaba a obedecer. Los guardias lo miraban y tampoco se movían,respetuosos con la cadena de mando. También porque sospechaban que el señorde Baux no tenía mucho porvenir y pensaban que más les valía no significarsehasta que se viera por dónde discurrían los acontecimientos.

Isbela había echado pie a tierra y con agilidad de gacela había encordado elarco que llevaba en el arzón. Colocó una saeta emplumada, tendió el arma ydisparó. La saeta cruzó ante los ojos atónitos de la guardia, sobrevoló el campoverde y las cabezas de la muchedumbre paralizada por los acontecimientos y seclavó en la garganta de Berenguer de Baux, en el hoyuelo entre las dosclavículas.

El tirano contempló con mirada incrédula aquella vara de fresno que le salíade la garganta y le impedía hablar y respirar. De pronto se le nubló la vista.Berenguer se llevó la mano al cogote y palpó la punta de hierro que le sobresalía

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y que dejaba manar sobre la espalda un canalillo de sangre caliente. Antes deperder el conocimiento comprendió que lo había matado Isbela de Merens, lahija de su enemigo, la mosquita muerta, la dulce doncella que había deseadocarnalmente desde que la vio en una visita a Beaucaire, cuando ella tenía doceaños y los pechos pugnaces comenzaban a apuntarle bajo la túnica escarlata.Había concebido hacerla su amante, cuando ella hubiese parido un par de hijosde su hermano bobo que perpetuaran la estirpe. Aquellos sueños se desplomabancomo un castillo de naipes.

El tirano cay ó sobre el tablado alfombrado de juncia fragante. Antes demorir acertó a murmurar:

—¡Ay, Blasillo, qué va a ser de ti!—Entonces ¿y a no me caso con Isbela? —preguntaba Blas el Bobo al

secretario, más preocupado por satisfacer sus lujurias que por la muerte de suhermano.

—Me parece que no, sire —le dijo un guardia—. Y con tu hermano muertome temo que tendrás que vagar por esos caminos de Dios mendigando unmendrugo. Creo que tus días de comer caliente se han terminado.

Los invitados se apartaron del cadáver, cada uno con la mano en sus amuletosparticulares.

Alain de Cominges, señor de Lavet y decano de los nobles provenzales tomóla palabra y dijo:

—Es el momento de que se imponga la sensatez y se depongan las armas.Hemos acudido a esta fiesta como otros años, bajo la tregua de Dios y en aras dela paz, pero a nadie se le oculta que el conde Berenguer, que Dios se apiade de sualma, era un mal vecino y una mala persona que atropellaba a los débiles yacrecentaba sus estados por medio de la rapiña, el engaño y la traición. Algunosde nosotros hemos sido sus víctimas, otros, quizá, sus cómplices y aliados. Siahora empezamos a hacernos reproches y a alentar suspicacias quizá su muerte,que debería ser para bien de todos, se convierta en la chispa que inicie unahoguera de la que muchos saldremos chamuscados. Eso es lo que menos nosconviene porque nos debilita y debilita los derechos divinos que nos asisten sobrenuestras propiedades y feudos, así como los privilegios que detentamos por sernobles, particularmente el de apacentar a súbditos que trabajan para nosotros ypara los clérigos a cambio de seguridad para esta vida y de oraciones para laotra. Ese es el orden natural de las cosas y no conviene apartarse de él, so penaque, por nuestra mala cabeza, vengan tiempos peores y más trabajados.

La mención del trabajo provocó un escalofrío helado en los espinazos de losnobles presentes, todos desacostumbrados a doblar la espalda como no fuera pararematar a un jabalí herido en una cacería.

—¡Que el obispo decrete paz y perdón! propuso uno. Los más indecisos semiraron.

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—¿Y dejaremos sin castigo a los culpables? —dijo otro.—¿De qué castigo hablas, Valery? —replicó un tercero—. ¿No fue este

muerto que ves ahí el traidor que atacó alevosamente al noble Hugo de Merens,le incendió su feudo porque lo codiciaba, asoló sus campos y se los apropiócontra todo derecho? ¿No proyectaba casar a su hija, la doncella Isbela (esperoque siga doncella después de los ajetreos vividos en Ultramar), con este tonto dela baba como un medio de legitimar el atropello? ¿No nos hemos sentidoavergonzados de tener ante nosotros al noble Hugo? ¿No hemos hurtado estamañana la mirada incapaces de sostener la suy a inquisitiva?

—Lo que dices está muy en razón —reconoció Valery. Los otros asintieron.El obispo Bertrand se adelantó hasta situarse en medio de la concurrencia

dispuesto a asumir su papel, siempre al lado del vencedor.—Esto que ha ocurrido hoy ha sido un juicio de Dios —declaró con suavidad

pastoral—. Dios ha determinado el castigo del réprobo y ha ensalzado al justo. Mibendición sobre vosotros. Ya no hay más culpables ni más víctimas. Volvemos ala situación de hace dos años, conforme al derecho consuetudinario.

Hugo de Merens asistía a los razonamientos con el semblante resignado,como persona que está de vuelta de todo y que prefiere callarse lo que piensa porno complicar las cosas. Cuando escuchó al obispo comentó a su hija:

—Ya lo ves, Isbelilla, el obispo que iba a bendecir tu boda forzada con el boboBlas, se escabulle también de la justicia y se otorga el perdón.

Isbela asintió con un suspiro.El asunto de la boda estaba olvidado. La muerte de Berengucr acarreaba

otros problemas.—¿Quién nos empleará a nosotros a partir de hoy ? —dijo el sargento de los

Baux—. Porque el conde nos adeudaba la soldada de tres meses y nos teníaprometidas ciertas cargas de cebada y vino para la próxima cosecha.

Los nobles se reunieron en conciliábulo. Algunos aprovecharon para exponerciertas reclamaciones. Un molino, para Carlos de Verdon, un olivar para Juan deVenosque, dos aranzadas de viña para Conto de Brignoles… Los que lindaban conBaux sacaron tajada del condado con la aquiescencia de la asamblea y los queno lindaban acordaron repartirse el contenido del castillo hasta dejarlo en lasparedes mondas.

—¿Y a quién le otorgamos el feudo en el futuro? —inquirió el de Verdon.—Al bobo no, que esta criatura no sabrá regirlo y en cualquier caso morirá

sin descendencia —opinó el de Brignoles.—¿Qué me decís del monasterio de Riez? —propuso el obispo Bertrand—.

Que los buenos monjes lo tengan y cesarán las disputas por lindes y derechos.—Sea —dijo el conde de Venosque. Los otros se mostraron de acuerdo.Después se reanudaron las fiestas mientras dos guardias se llevaban el

cadáver de Berenguer de Baux y lo sepultaban en un estercolero cercano.

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El bobo Blas, compuesto y sin novia, se sumó a un corro de alegres bebedoresque lo acogieron como a uno más. Había amanecido noble y poderoso en vísperade su boda y esa noche no tendría techo bajo el que dormir, pero así es la vida.

Dos días después, los viajeros se trasladaron a Beaucaire, el feudo de Hugode Merens, y al entrar en sus tierras sus antiguos súbditos los recibieron con granalborozo.

—Veo que las noticias viajan rápido —comentaba el conde Hugocomplacido.

—Los trovadores lo van cantando por los caminos, sire.Cuando llegaron al castillo encontraron a un grupo de antiguos siervos que

habían acudido con picos, palas y hachas dispuestos a restaurarlo en cuanto Hugode Merens les explicara las trazas. Entre ellos estaba también JorgeCantacuzanos, tan hosco como siempre, aunque le costó trabajo disimular laalegría de ver a sus compañeros sanos y salvos.

—¡Lo que se ha perdido, paternidad! —le dijo jovialmente el enano Grontal.—No me he perdido nada —replicó el clérigo—. He participado en todo con

mis oraciones y en las largas y solitarias noches he contendido con laAbominación.

Grontal le entregó la Templada y él la guardó con las otras piedras en lacaj ita que llevaba al costado.

—El caballero de Tarento mató a la Tarasca, pero no tenía la piedra —informó el enano.

—Lo sé. Está en la barca del altar de Santa María del Mar —repusoCantacuzanos.

—¿Y no nos lo advirtió? —protestó Pedro el Raposo.Nadie me lo preguntó. Estabais demasiado deseosos de hacer vuestra guerra

particular.Había que reconstruir el castillo incendiado y aportillado. Hugo de Merens

había conseguido una crecida indemnización a cuenta del tesoro del difuntoconde Berenguer con la que podría acometer las obras y las del molino. La vidaregresaba al valle.

Aquella noche comieron ciervo asado y salchichas picantes. Durmieron pocoentre los jolgorios y los cánticos de la celebración. Al día siguiente los despertó elsol contentos y satisfechos. Había que proseguir el camino. Los viajeros sedespidieron con grandes muestras de cariño de Hugo de Merens y de su hija, quequedaba al amparo del padre. La doncella y Guido habían bajado la tardeanterior a la fuente de la melusina y se habían prometido amor. Isbela incluso lepermitió a Guido que la abrazara brevemente, sin magreo, y que la besara en loslabios. Castamente, sin lengua.

—¿Me esperarás? —le preguntó el enamorado.—Claro que sí —dijo Isbela—: Contaré los días.

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—En cuanto cumplamos la misión correré a tu lado y pediré tu mano —leprometió Guido.

Isbela tuvo que reprimir las lágrimas en la despedida.Subieron a los caballos y se alejaron del feudo, esta vez tristes, porque Isbela,

la doncella a la que habían tomado tanto cariño, no los acompañaba.Invirtieron dos días en descender el Ródano, que venía crecido con las lluvias

de otoño, y desembarcaron en un lugarejo de la Camarga, la extensa llanura deyerbazales, lagunas y caballos. Tres días después llegaron a Santa María del Mar,una iglesia de piedra oscura, levantada en la arena de una play a desolada. Larodeaban media docena de cabañas de pescadores.

Entraron sin advertir que traspasaban una de las siete puertas. La iglesiaestaba en tinieblas. Había un tosco altar mayor de piedra y sobre él una barcaantigua como ya no se veía en el mar, sobre la que habían dispuesto dos sencillasimágenes que representaban a las dos Marías (la Magdalena estaba en su propiosantuario de Baume). Detrás de la barca, una figura más tosca y medio ocultarepresentaba a Sara la Goda, la esclava egipcia de María Magdalena, sobre unaesfera de piedra que los pescadores adoraban antes de la cristianización deaquellas tierras.

La iglesia estaba desierta. Cantacuzanos, con las seis piedras dracontías en lafaltriquera, se acercó al altar mayor llevando una lamparita de aceite en la manoy recitó un conjuro.

Al instante, la piedra Reluciente, la que santa Marta arrancó a la Tarasca,emitió una viva luz desde el cuerpo de la barca en la que estaba disimuladafigurando una cuña. El clérigo adelantó la mano y la piedra se desprendió sola yvibró ligeramente en su palma.

—Bienvenida a mí, la luminosa —susurró el clérigo y la besó antes deguardarla con las otras.

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CAPÍTULO LXIII

—¿Tomarás mi bendición? —preguntó Jorge Cantacuzanos.—Naturalmente, padre —dijo Guido arrodillándose ante él.La víspera, Jorge Cantacuzanos había ayudado a decir misa al anciano

párroco de Santa María del Mar. Poca gente asistía al misterio. Sólo mediadocena de viejas, viudas de pescadores, que acudían a dialogar con las almas desus difuntos. Mientras el párroco consagraba el pan, Cantacuzanos emitió un largosollozo y abandonó precipitadamente la ceremonia. Guido pensó que el Señor lodispensaría si dejaba la misa en el momento del misterio para confortar a sucompañero. Afuera la ventisca traía el olor del salitre y el mar. Cantacuzanos sehabía sentado en una roca, detrás de la iglesia y miraba las olas violentasrestallando en la playa y salpicando de espumas la arena a sus pies. Llorabadesconsoladamente. Después de una vacilación, el joven Guido se le acercó y lepuso una mano en el hombro.

—¿Qué sucede, paternidad? ¿Por qué abandonáis el misterio? Dios ha bajadoa esta humilde iglesia para consolar a sus pobres criaturas.

Cantacuzanos levantó sus ojos enrojecidos hacia el muchacho.—¡Ay, Guido de St. Bertevin, mi buen amigo! ¡Cuántas cosas terribles

ignoras! No puedo presenciar el misterio porque no soy digno de él.Guido no pudo disimular la perplej idad que le causaban aquellas palabras.—Pero el Santo Padre de Roma os ha elegido a vos para liberar a la

Cristiandad —objetó—. Eso quiere decir que en el mundo no hay un clérigo másdigno ni más sabio.

—Ni un clérigo más carcomido por las dudas —replicó el sacerdote.¡Ay, amigo mío! La sabiduría infiere dolor. Tú caminas por el mundo con

media docena de certezas y eres feliz. A mí me aquejan siete docenas de dudas,a cual más mortificante. Esos poderes míos no sé si me los otorga el bien o suenemigo. Soy una brizna de hierba en medio de un torrente arrastrado porfuerzas superiores, perdido y angustiado y sin un confesor al que abrir micorazón.

—Podéis decir vuestras cuitas al ermitaño que custodia la Sara. Parece unhombre sabio y comprensivo.

No puedo confiarme a nadie porque después de hablar conmigo él mismo noestaría seguro de qué altar es el que contiene el misterio, si el de la Sara o el de lacabecera del templo donde dice misa.

—No os comprendo, padre Jorge.No sé si será mejor que no intentes comprenderme —dijo el clérigo—. Tu

inocencia es tu escudo y Dios, quienquiera que sea, resplandece en ella.

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Ya Cantacuzanos se había serenado. Se levantó de la piedra y regresó altemplo seguido de Guido. La misa terminó y las mujerucas se agolparon en lacapilla de Sara, apenas una alacena en un muro renegrido por las velas, parabesar la piedra esférica que servía de peana a la imagen de la egipcia negra,Sara de los gitanos.

Después de la misa, los viajeros regresaron al resguardo de la choza dondeacampaban. El semiorco había salido de caza y había capturado dos conejos yuna serpiente gruesa, que llevaba en el estómago una rata de pantano. Pedro elRaposo desolló los conejos, los evisceró, los frotó con ajo y tomillo y los puso aasar, abiertos, en la parrilla de los pescadores. Gorgo, por su parte, viendo que nilos humanos ni el enano parecían entusiasmarse con la serpiente y la rata, se loscomió él mismo, crudos, después de sacarles la piel y las tripas. Le habíaentristecido que le rechazaran aquel bocado que entre los orcos se consideraexquisito. Gorgo estaba acostumbrado a aceptar el desprecio, el asco y el miedo,todo a un tiempo, que provocaba en los humanos, pero desde que estaba alservicio de Guido había aprendido que también, en determinadas circunstancias,pueden sentir afectos por las criaturas. Los había visto mimar a los caballos. ¿Porqué no podían sentir el mismo afecto por él, que era medio humano? ¿Quizárechazaban esa mitad? Con su limitada inteligencia, el semiorco no comprendíaalgunas cosas.

Después del desayuno, Cantacuzanos se levantó y dijo.—El camino prosigue por el reino de Aragón, que está a siete jornadas de

aquí, pasando los montes Pirineos. Pero antes de llegar a la nueva Tierra Santa, elSanto Reino, donde los cristianos contienden con los sarracenos, el doncel deberecuperar las piedras anglias, la Melada y la Peregrina.

—Recuperar esas piedras no está exento de peligros —dijo Lucas—. Lo haréyo.

—La piedra Melada es muy caprichosa —observó el clérigo—. Solo serendirá a un doncel, a un hombre virgen. Guido debe buscarla. Los rostros de losviajeros se volvieron expectantes.

—¿Eres virgen? —preguntó Pedro el Raposo, sorprendido.Guido no supo si había sorna en su pregunta, probablemente sólo sorpresa. Lo

había visto muy acaramelado con Isbela en la despedida de Beaucaire y dabapor hecho que lo habían consumado.

—Sí, soy virgen —reconoció Guido, sonrojándose. Y dirigiéndose aCantacuzanos preguntó:

—¿Qué debo hacer?—Sólo ser tú mismo.—¿Dónde debo buscar la piedra Melada?—Ella misma te indicará el camino. Tú déjate llevar.Pedro el Raposo le preparó el caballo y le colgó del arzón una talega con

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carne seca y pan bizcocho, además de una cantimplora de vino fuerte delbarrilete que habían adquirido en Arlés.

El muchacho apoyó el pie en el estribo y montó. El caballero Lucas, aldespedirlo, le puso una mano en el muslo.

—Con Dios.—Gracias, sire. Con la ayuda de santa María tendré suerte.—Que la santa María verdadera te guíe —le dijo Cantacuzanos.—¿La santa María verdadera?Cantacuzanos no respondió. Palmeó la grupa del caballo y el animal echó a

andar.Guido invirtió toda la mañana en atravesar la llanura pantanosa de la

Camarga por la vía romana, hacia el norte. Al caer la tarde, después delalmuerzo, se encontró en un paisaje de colinas suaves, con manchas de bosque yroquedos entre los que crecían zarzamoras. Según caminaba, tomaba frutas delbosque maduras y oscuras, con granitos repletos de zumo, que se metía en laboca y aplastaba con la lengua para chupar golosamente el licor. La vida erabella, pero no podía apartar de su pensamiento a Isbela a la que no sabía cuándovolvería a ver. Se había prometido buscarla cuando alcanzaran la Mesa deSalomón, pero nadie sabía cuántos peligros y aventuras lo separaban de ella.

Declinaba el sol. Cantacuzanos le había entregado una bolsita de cuero paraque la abriera al ponerse el día.

—Aquí estoy joven Guido: tú dirás.—Yo diré ¿qué? —dijo Guido, asustado, pues no había nadie en muchos pasos

a la redonda y la voz había sonado próxima, casi al oído.—Tú sabrás —dijo la voz, despreocupándose—. Yo soy el viento Bóreas del

que hablan todos los jodidos poetas sin conocerme. Estoy a tu servicio.—¿Y qué puedes hacer por mí?—Llevarte prestamente a donde me pidas…—El padre Cantacuzanos, con esa costumbre suya de no aclarar nada, no me

indicó adónde debo ir —objetó Guido—. Me dijo que siguiera mis impulsos.—Pues yo tampoco sé adónde tengo que llevarte —respondió el viento—. Si

quieres te levanto y te doy un garbeo y tú dirás dónde te poso. En eso consistenmis servicios.

Guido titubeó. Un viaje por el aire. Había oído que las brujas viajaban por elaire, pero nunca que un buen cristiano pudiera hacerlo, gracias al poder de unmago. Viniendo del mago del Papa, pecado no sería. Por otra parte, el relato delenano Grontal, que no se cansaba de contar su experiencia en las tertulias delcampamento, frente a la hoguera, lo había entusiasmado. Viajar por el aire y verla tierra a los pies. Como debían de verla los pájaros.

—¡Ea, vamos! —dijo el muchacho.Bóreas lo levantó, con caballo y todo, y lo llevó a la altura de una elevada

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montaña, desde donde veía a sus pies el valle con las redondas copas de losárboles, las peñas diminutas como guijarros y los ríos y arroyos espejeando conlos últimos rayos del sol.

Guido notó un cosquilleo en el estómago, la angustia agradable de volar y verel mundo desde la altura de los ángeles y de los magos. El viento sonrióenredando en sus largas barbas las brisas menores que acariciaban, como dedossuaves el rostro casi lampiño del joven.

—¡Allá vamos! —dijo el bóreas.Desde aquella altura se desplazó lateralmente. Dejaron a la derecha las luces

de Tolouse, como ascuas dispersas de una hoguera, cuando las campanas de St.Sert tañían el toque de cubrefuegos. Sobrevolaron Clermont.

—¿Ves aquella plaza delante de la iglesia? —preguntó el viento.—¡La veo! —gritó Guido para hacerse oír en medio del torbellino.—Allí se juntaron el Papa y sus prelados vestidos de rojo hasta el suelo, y los

nobles y los reyes cuando declararon la guerra santa a los sarracenos. Clamaban« ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!» , tan fuerte y tan alto que mis compañeros losvientos esquivaban la ciudad y sufrió calma chicha durante un mes. Al finalenviamos un lebeehe perdido que estaba en prácticas y regresó diciendo: « Deesa plaza sube un hedor de sangre podrida al sol» .

« ¿Cómo de sangre? —se extrañó el maestro de los vientos—. Si la plaza estádesierta y la ciudad medio despoblada» .

« Pues huele a sangre —dijo el lebeche—. A sangre podrida» .El maestro de los vientos envió una comisión de alientos para que exploraran

el lugar y efectivamente a ellos también les olió a sangre. Los vientos may ores,que, como sabes, somos siete, tardamos veintidós días en ventilar la ciudad de suhedor de muerte, turnándonos día y noche.

—Quizá el hedor de los sarracenos que los cruzados iban a degollar —aventuró Guido.

—¡Ah, no sé, y o en eso no me meto! Solamente soy un viento. SobrevolaronChinon. En las calles oscuras algunos fanales brillaban sobre los muros de piedrablanca.

—¿Ves esa casa de ahí abajo? —indicó el viento.—La veo.—Ahí morirá Ricardo Corazón de León dentro de tres años.—¡Cómo que morirá! —se extrañó el muchacho—. ¿No vamos a conseguir

la Mesa de Salomón? ¿No triunfará la Cristiandad?—Todos tenéis que morir —dijo el viento—. Para eso sois humanos: agua

coloreada, humores, carne, tendones, huesos, pelos… Si conseguiréis la tabla delas esmeraldas y despertaréis con ella la Mesa de Salomón es algo que ignoro.Sólo soy un viento.

Sobre Chartres pasaron entre las dos agujas de la catedral y el viento se

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arremolinó en la plaza, frente a los relieves de la portada.—Siempre me acerco para acariciar el rostro de la Magdalena —se justificó.Dejaron atrás el espejo del Loira y Caen y la península de Cotrentin a la

izquierda, con sus trigales salpicados de rocas graníticas que desde la alturaparecían ovejas paciendo en un prado.

En el canal el viento descendió hasta que la espuma del mar salpicó el rostrodel muchacho.

—¡Respira el olor de las algas y de la vida, Guido! —le decía—. Yo soy unviento más de tierra adentro, pero cuando me sale un soplo por el mar no pierdoocasión de rizar espumas. ¿Ves aquello que brilla a la derecha, en la inmensidadoscura del agua?

Guido miró hacia donde el viento le indicaba. Tuvo que hacer un esfuerzopara distinguirlo.

—¡Sí, como una vestidura de plata! —exclamó ilusionado—. ¿Es una ondina?—No, un banco de sardinas ¿quieres ves las ondinas?—Si no es mucho pedir…El viento sopló cerca de la isla de Wight. Media docena de doncellas peinaban

sus largas cabelleras sentadas en una roca gris frente a los acantilados.—¡Lástima que tengan esos pelos verdes tan abundantes! —se lamentó el

viento—. Porque, si no fuera por ellos, les verías las tetas que las tienen grandes ylevantadas, con unos pezones como frambuesas que saben a percebe segúnaseveran los que las han catado.

—¿Conoces a alguno que haya estado con sirenas? —quiso saber Guido.—A uno. Un marinero ciego que naufragó. Bueno, cuando naufragó veía,

pero estuvo nueve años con las sirenas y se quedó ciego de las profundas aguas.Cuando lo encontraron en la playa, y a su viuda se había casado con otro, pero lorecogió. El hombre creía que había estado con las sirenas una noche. Por lo vistotienen la natura en la parte de pez, un poco fría, pero angosta y deleitosa.

El viento y Guido sobrevolaron una larga play a orlada por una cinta deespumas blancas que brillaban a la luna y luego prados verdes, colinas, caminos,riachuelos, caseríos, aldeas sin murallas.

—Esto es Albión —declaró el viento.—¿Falta mucho para Inglaterra? —preguntó Guido. Empezaba a tomarle

gusto al viaje.—Ya estamos en Inglaterra, criatura. Albión es el nombre fino de Inglaterra.

¿Tú es que no lees poesía?No mucho —reconoció Guido—. Estoy preparándome para caballero y no

quiero que la lectura me gaste la vista.—Pues has de saber que la pluma no es incompatible con la espada —señaló

el viento—. Cuando regreses de este viaje vas a conocer a un poeta. Habla con ély aprende, a ver si te pule un poco.

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Sobrevolaban una llanura moteada de pequeñas colinas, casi toda cubierta deespesa arboleda, que alternaba con grandes claros de pastizales en los que seveían alquerías con las chimeneas iluminadas.

—Esos bosques se llaman la Floresta Tenebrosa —dijo el viento— porqueapenas llega la luz al suelo, tan espeso es la enramada. Los propios árbolesmuertos se sostienen sobre los vivos, sus troncos huecos sirven de madrigueras dealimañas y a toda clase de insectos y seres. Ahí incluso viven los enanos trolls.No quieren saber nada de los humanos cortadores de árboles. Se dedican alcultivo de hongos en sus cuevas subterráneas y a recoger frutos silvestres. Unacomunidad feliz, no tiene mucho que hacer, todo el día pelándosela e imaginandoadivinanzas.

Sobrevolaron un círculo de grandes piedras verticales con otras encima.—Las piedras de los gigantes —dijo el viento.—¿Hay gigantes en Inglaterra? —preguntó Guido.—No temas —lo tranquilizó el viento—. La estirpe de los gigantes emigró

hace muchos años al norte, cuando empezaron a llegar los humanos. Ya no quedaninguno.

Cuando empezaba a amanecer, con la lívida luz de la aurora aclarando elhorizonte, avistaron una montaña negra de tierra y hierba y, un poco más allá,una abadía con sus patios, sus edificios, sus cocinas, sus establos, su iglesia, susdormitorios, sus refectorios y todos las demás dependencias.

—Esa es Glastonbury, que antes del santo José se llamaba Avalon. Me refieroa José de Arimatea, el rico hombre que acompañó a la Magdalena a Francia.Luego vino a estas tierras, se estableció en la colina de Weary hall y edificó laprimera iglesia dedicada a la Virgen. Por cierto, que clavó su cayado en la cimay floreció un hermoso espino que todavía existe más robusto que cualquier árbolde la Floresta Tenebrosa. Cada día de Navidad, el espino echa flores, en plenoinvierno, lo nunca visto.

El viento depositó a su pasajero en un descampado.—Ea, adiós y que te vaya bien —dijo el viento—. Ahora abre tu bolsita para

que me eche.Guido abrió la bolsita y el viento penetró en tromba, aunque la bolsita parecía

vacía y cabía en un puño.Estaba a las afueras del pueblo. El lugar no parecía muy poblado, una calle

central empedrada con su mercado y su plaza y unas docenas de casas, algunasen calles laterales de piso terrizo, embarrado a causa de las lluvias otoñales. Alfondo, como una mole amedrentadora, se alzaba el monasterio.

El muchacho echó a andar. En algunas casas asomaba una rendija de luz pordebajo de las puertas porque la gente se estaba levantando. Mugían las vacas enlos establos con las tetas prietas, pidiendo ordeño. En medio de la plaza, junto a lafuente y el abrevadero, había una picota de granito con un aro de hierro en la

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parte superior del que pendían media docena de cadenas. Había un delincuenteen el cepo. Levantó la cabeza cuando sintió que alguien se acercaba.

—¡Agua, por el amor de Dios, agua! —suplicó.—¿Cómo te la doy? —dijo Guido.—¡Con las manos hombre, que los jóvenes no tenéis iniciativa ninguna: junta

las manos en forma de cuenco y lo llenas en el pilón! Guido hizo lo que elpenitenciado le pedía.

—En el caño ¿eh? —le advirtió el condenado—. No vayas a dármela de lapila, que tiene sanguijuelas.

—Descuida, hombre.Guido dio de beber al sediento y le preguntó qué delito había cometido para

que lo pusieran en la picota.—Poca cosa. Solté un cuesco en domingo, el día del Señor.—¿En la iglesia?—No, hombre, en la calle.Si lo suelto en la iglesia me cortan las orejas. En este pueblo hay un sheriff

que no se anda con tonterías. Los desamparados echamos de menos al reyRicardo. Con él a lo mejor tampoco se comía, pero por, lo menos te podías peera gusto.

—Yo lo he conocido —lijo Guido con orgullo.—¿Al rey Ricardo? Pero si está en Tierra Santa destripando sarracenos.—Es que vengo de Tierra Santa.—¿Y lo han visto tus ojos? —se interesó el hombre de la picota¿Cómo está?—Fuerte como un león y valeroso, con una barba rubia en la que ya se le ven

algunas canas.—Eso debe de ser de los disgustos que le da su hermano Juan, el regente.

¡Que Dios te lo pague! Me has alegrado el día. Por eso quiero darte lo único quetengo de valor.

—No me tienes que dar nada —objetó Guido.—Lo sé, pero, no obstante, quiero dártelo. Soy tan pobre que nada tengo, pero

quiero compartir contigo mi secreto. Hace muchos años, cuando estos brazoseran más fuertes, era leñador. Una vez, en la Floresta Tenebrosa, me disponía aabatir un roble de mucho porte cuando la tierra se removió bajo mis plantas ysalió el enano que cuidaba del árbol. No todos los árboles tienen un enano que loscuide, porque los árboles son muchos y los enanos pocos, pero aquel roble era unhermoso ejemplar y tenía su cuidador. Conque el enano salió, me llegaría pordebajo de la cintura, gordo, con la barba de raíces, la piel terrosa, los oj illosdiminutos, pero de mirada viva. Se encaró conmigo y me dijo: « ¡A ver si tienescojones de tocar este roble!» ; « ¿Qué dices? —le pregunté—. Tengo permiso deladministrador del conde para abatir cinco árboles este invierno a cambio deentregar en el castillo la mitad de la leña. Si me pones pegas vuelvo al pueblo y el

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administrador me pondrá una escolta de guardias para que nadie me molestemientras hago mi trabajo» . El enano se lo pensó y dijo: « Si traes una guardia y opuedo traer a Krastig, conque tú veras lo que haces» .

—¿Quien es Krastig? —preguntó Guido.—¿En qué mundo vives, muchacho? Cómo se nota que no eres de por aquí.

Krastig es un demonio encarnado en un jabalí verraco de más de diez pies delargo que pesa lo que una vaca, puro músculo, y es tan fiero que la salud se ledesborda y va dejando un fétido rastro de semen descompuesto por donde pasa.Todo el mundo teme a Krastig.

—Ya veo que debe de ser peligroso. « ¿Y si no corto el árbol, qué me das?» ,le pregunté al enano. « Una palabra que amansa a Krastig» , me dijo el enano.

« ¡Venga, trato hecho, la palabra» , le dije. Al fin y al cabo me daba igualcortar otro árbol que no tuviese enano protector.

—Me dijo la palabra, que en realidad son dos: Xwesur vinuri Con eso seamansa el bicho. Así que te la entrego.

Guido notó que la palabra se quedaba impresa en su memoria.—Te agradezco que hayas compartido conmigo tu secreto.—No lo he compartido: te lo he entregado entero —precisó el penitente—. Yo

ahora he olvidado la palabra y si me encuentro a Krastig en la FlorestaTenebrosa, Dios no lo quiera, me abrirá en canal.

—Si quieres te la devuelvo —ofreció Guido.—No, quédatela, es una carga pesada y sospecho que a ti te hará falta antes

que a mí.—¿Dónde puedo hospedarme?—En la posada La Chinche Infatigable. No tiene pérdida. Está al final de la

calle, en el camino del monasterio.

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CAPÍTULO LXIV

El forastero había desembarcado en Burnham al mediodía, después de unasemana de navegación en el mercante hanseático La Colipava Rumbosa, quehacía la ruta entre La Rochele y Bristol con un cargamento de vino y lana. Sinperder un momento Sven había adquirido un caballo, por el que pagó nueve librasde oro, tras breve regateo, y se había encaminado a la Floresta Tenebrosa.Cuando lo sorprendió la noche, en las inmediaciones de Highbridge, se acercó alas primeras luces que vio cerca del camino, las de la única posada en variasleguas a la redonda, Sin Pegar Ojo, un edificio destartalado y sombrío que sealzaba en la confluencia. El forastero, que resultó ser el único huésped, pidió unaposento alto, sin puta, sólo dormir, avena para el caballo y una cena como Diosmanda para él, un estofado de carne de ciervo, media hogaza de pan y una jarrade cerveza.

La hambruna se había señoreado de Inglaterra desde que el buen rey Ricardola dejó. Muchos campesinos habían tenido que abandonar sus campos paramendigar en las ciudades, al tiempo que aumentaba el número de foraj idos quevivían de la violencia, con la cabeza a precio, refugiados en los impenetrablesbosques del país. Sven le Berg, mientras consumía su cena con avidez,resarciéndose de las dos semanas navales a tasajo y bizcocho revenido, parecíaajeno al hecho de que tres viajeros, a los que había adelantado en las afueras deBurnham, eran los mismos tipos ociosos que lo habían observado cuandodesembarcaba, y que lo habían seguido a las cuadras donde adquirió el caballo.Los tres foraj idos vivían de asaltar a los viandantes en medio del campo. Estabana punto de caer sobre él a medio camino de Highbridge cuando la presencia deuna partida de alguaciles que escoltaba a un rico comerciante de Wells lesaconsejó aplazar el atraco. Ahora estaban en la posada y ocupaban una mesacerca del forastero. No había ningún otro huésped en el local. El posadero,antiguo compinche de los bandidos, había cerrado la puerta exterior con la dobletranca y había prevenido a los criados para que desaparecieran en el momentooportuno. El viajero rubio cenaba tranquilamente y con gran apetito. Ignorabaque aquella podía ser su última cena y que había caído en una trampa mortal. Enel corral de la posada, detrás de una pila de palos donde no hozaran los cerdos, enla galería de una antigua mina abandonada, habían recibido sepultura, en el cursode los últimos tres años, hasta docena y media de viajeros solitarios.

Los facinerosos llevaban tanto tiempo en el oficio que se habían envilecido.Ya no se conformaban con matar al viajero. Antes acostumbraban a divertirsecon él, hacerle sentir el miedo de la muerte.

Llegado el momento el jefe de los bandidos se levantó arrastrando el taburete

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y se acercó al forastero.—¿Vienes de muy lejos? —le preguntó colocando su bota enorme y enlodada

sobre el taburete contiguo.Sven lo miró y no respondió. El que lo interpelaba era corpulento y

musculoso y vestía de matachín, con mucho cuero. Tenía una mirada feroz, dosojos hundidos oscuros en un rostro ancho, con una barba negra casi azulada en laque brillaba la pringue pues tenía la costumbre de usarla como servilleta.

—¡Gracias por invitarme a beber! —dijo el bandido con su terrible vozarrón,y tomando el jarro de Sven lo apuró hasta la ultima gota dejando que parte de lacerveza le resbalara por las comisuras de los labios y le manchara el pecho.

—Creo que no te había invitado —apuntó Sven casi con humildad, sin dejarde comer su asado de ciervo.

Sven sabía interpretar las señales. Observó que el posadero, un tipo de ruinapariencia, con una cicatriz en la mejilla, que revelaba un anterior oficio menospacífico, le guiñaba un ojo a su pinche y que ambos se retiraban de la escenaapresuradamente. Sonó el cerrojo al correrse por fuera. Sven comprendió queestaba encerrado con los tres facinerosos.

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CAPÍTULO LXV

Al otro lado de la Floresta Tenebrosa, en Glastonbury, la posada de La ChincheLaboriosa ocupaba una casona de ladrillo y vigas de madera. La puerta eraancha, de dos hojas, y estaba abierta porque algunos viajeros madrugadoressalían temprano.

—En este cuarto dormirás como un rey —dijo el posadero y se echó a reírcomo si acabara de decir un chiste muy gracioso. Al reírse la panza le temblabacomo un flan—. Aquí durmió el buen rey Eduardo durante una partida de caza.

—Tengo entendido que en el bosque hay un jabalí enorme —dijo Guido.El posadero empalideció y se santiguó.—Señor, vienes de lejanas tierras y sin embargo has oído hablar de la bestia.

Es el mismo diablo. Krastig: un jabalí, con un solo colmillo, afilado como lacuchilla de un zapatero, un animal más astuto que los cazadores. Ha matado amás de cien hombres. Les mete el colmillo por sus partes los raja hasta elcomienzo de las costillas de un sólo envío, los eviscera y luego, antes de quemueran, se revuelca en las tripas del desgraciado y lo deja agonizante. Nuestrobuen rey Ricardo aumentó la recompensa por la piel de Krastig a cien piezas deoro, pero hasta la presente nadie lo ha matado. Los cazadores entran en lafloresta para buscarlo y no advierten los desdichados que es Krastig el que loscaza a ellos. Algunos se hospedan aquí la noche de antes y dejan sus cosas.Cuando pasa un mes y no han vuelto, las vendo, como permite la ley. Una vezuno dejó un medallón con un rubí, en el fondo del zurrón, liado en un trapo. Medieron por él cinco piezas de oro.

Guido durmió algunas horas. Soñó que estaba en el claro de un bosque florido,al lado de una fuente limpia y que recostaba su cabeza en el lomo de un león. Elanimal era manso y servicial. De vez en cuando agitaba la cola ante su rostropara espantarle las moscas. Estaba sintiéndose muy bien, feliz y tranquilo,cuando, de pronto, se escuchó una música deleitosa que salía del bosque. Guidovio venir a Isbela vestida con una túnica azul tachonada de estrellas sobre un leónenorme y detrás una dama igualmente bella sobre un dragón. Cuando despertóno recordó este sueño. Se levantó, ya descansado, y descubrió sin sorpresa quehabía decidido internarse en el bosque de la Floresta Tenebrosa a pesar del jabalí.Al otro lado del bosque, le había dicho el viento, está el castillo de Tintagel,muchos caballeros acuden allí.

—¿Por qué? —le había preguntado.—No lo sé. Hace siglos que algunos caballeros solitarios van allí, aunque no

vive nadie. Hay un acantilado, con parapetos y torres ruinosos donde sólo habitanmurciélagos y culebras.

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Recordó la recomendación de Cantacuzanos:—Sigue tus impulsos.Era cerca de mediodía y el sol debía estar alto, aunque no se veía porque el

cielo estaba encapotado. Guido se vistió y bajó al vestíbulo empedrado, dondeestaban las cocinas. Los huéspedes se habían marchado ya y sólo quedaba elposadero trasegando vino de unos pellejos a las cubas con la ayuda de doscriados.

—¿Cómo has dormido señor?—Muy bien. Ahora continuaré mi camino.—¿Insistís en cruzar la Floresta Tenebrosa?—Sí.—Entonces os aconsejo que aguardéis a mañana porque el bosque es tan

intrincado que se precisa un día entero para cruzarlo. No os conviene que ossorprenda la noche en él.

No me importa —dijo Guido—. Saldré ahora.Pagó su hospedaje y el del caballo y salió del pueblo. Un sendero conducía al

bosque a través de un ancho pastizal. Después el camino se internaba en laarboleda y al cabo de un rato se iba desdibujando hasta que se perdía porcompleto. Llegado a este punto, el viajero continuó entre los árboles espesos de laFloresta Tenebrosa procurando evitar los barrancos donde el sotobosque crecíamás intrincado. Sus pasos lo condujeron a un lago de aguas turbias, quizáprofundo, rodeado de árboles. Estaba bordeándolo cuando, al pasar un macizo dejuncos, se encontró a un pescador que había lanzado la caña y aguardabapacientemente a que picara algún pez.

—¿Qué hay? —le preguntó—. ¿Pican?El pescador lo miró. Había una gran nobleza en sus rasgos, pero la ropa que

vestía era de la que los indigentes adquieren por una moneda de cobre en lospuestos de los ropavejeros. La llevaba limpia, eso sí, pero se le caía a pedazos.Guido observó que sólo llevaba la calza de la pierna derecha. El otro muslo lotenía al aire y, por encima de la rodilla, tenía una llaga purulenta. El anciano vioque el muchacho se la miraba con aprensión.

—¡Ay, amigo! Me he quitado la calza para ver si el aire del bosque y el solme la curan. Llevo siete años penando y la llaga no se cierra.

—¿La ha visto un médico? —preguntó Guido.—La han visto todos los médicos y los curanderos del condado y la he untado

con el agua bendita de todas las iglesias y con la de unas pocas más que me hantraído de lejos. Sin resultado. La llaga sigue abierta y destilando el jugo de lavida. En fin. —Miró al agua—. Parece que los peces se resisten a picar. Creo quelo dejaré por hoy y volveré a mi choza.

El pescador recogió el anzuelo, lo ató en la caña e intentó levantarse, perotenía entumecida la pierna sana y cuando iba a alcanzar la tosca muleta que tenía

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al lado, trastabilló y se cayó. Guido saltó del caballo y lo ay udó a levantarse.—¿Se ha hecho daño, buen hombre?—Sólo se ha herido mi dignidad —dijo el pescador.—Permítame que lo acompañe a su casa. Lo llevaré en el caballo.—No se preocupe, joven. Mi casa está por ahí atrás, tendría usted que perder

toda la mañana.Eso era cierto, pero Guido tenía buen corazón y no iba a permitir que aquel

pobre hombre hiciera el camino a pie.—No importa. Luego desandaré el camino.—Pero se le hará de noche y el bosque es peligroso.No importa. Me quedaré a dormir donde me sorprenda la noche. Guido se

colocó el brazo del pescador sobre el hombro y lo ayudó a montar. Luego letendió los trebejos de pescar y una cesta con dos peces esmirriados, la pesca deldía.

—Vamos allá —dijo, tomando el caballo de reata—. Vos me indicaréis dóndevivís.

Un noble joven y vigoroso, de buena estirpe, y aspirante a caballero llevabaen su caballo a un viejo andrajoso impedido con una llaga maligna. Era unavisión bastante insólita, pero Guido se había criado lejos de la corte, en la aldeade san Bertevin, hijo de una viuda que lo había educado en la caridad y en elamor al prój imo y era un muchacho humilde y servicial, aunque a veces, esealejamiento de la sociedad también pudiera hacerlo parecer algo bobo.Caminaron más de una hora en dirección opuesta a la que Guido llevaba hastaque, por fin, llegaron a una humilde cabaña de troncos en un claro del bosque.

—¿Vives solo, buen hombre? —Así es.—¿Y no te atacan las fieras? Me han dicho que hay un jabalí peligroso.—Hasta la presente he tenido suerte. He vivido toda mi vida aquí.—¿Y cómo puedes llegar tan lejos con esa pierna?No faltan almas caritativas que me ayuden.La cabaña se prolongaba en un pequeño establo con un pesebre, de los

tiempos en que el pescador tenía una mula.—Ya murió de vieja —dijo— después de hacerme compañía durante más de

veinte años. Me conforta saber que vuelve a haber un animal en esta cuadra.Guido pensó que podía regalarle el caballo. Con aquella herida supurante era

cruel que el anciano tuviera que caminar tan largo trecho para llegar al lago. Lopensó y tuvo que reprimirse. El caballero Lucas lo aleccionaba a veces sobre elsentido de la caridad. « Nunca tienes nada, Guido, siempre lo estás regalandotodo. El vicio más feo es la avaricia, pero tu excesiva generosidad es tambiéncensurable» .

En la cabaña sólo había una estrecha cama de hierba seca cubierta con unamanta agujereada. El pescador se la ofreció a su joven invitado.

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—Yo soy viejo y puedo dormir en el suelo, delante de la chimenea.—De ninguna manera —dijo Guido—. Yo estoy acostumbrado a dormir

sobre mi capa en suelos de piedra. Esta noche dormiré como un bendito sinmiedo a que el monstruo del bosque nos devore a mí o al caballo.

Cenaron sopa verde, de hierbas y ajo, con un corrusco migado de pan queGuido traía en su talega y se echaron a dormir.

Guido tardó en conciliar el sueño. El viento susurraba sus misteriosas palabrasal deslizarse entre las copas de los árboles y por los intersticios de la cabaña.

Al final, el muchacho se durmió profundamente. Cuando despertó abrió losojos y por un momento pensó que estaba soñando. Los cerró y los abrió denuevo. Veía un techo perfectamente ensamblado de vigas de madera pintadasque reproducían escudos, caballeros y escenas piadosas.

Saltó de la cama alarmado.—¿Dónde estoy ?Era una habitación desconocida, con los muros de piedra sillar bien

escuadrada. Había dormido en el suelo, pero a su lado había una cama ancha ybien alhajada, con sábanas y una colcha damascena magnífica. En las paredeshabía tapices de los caros. La ventana estaba cubierta con una gruesa cortina. Séasomó y comprobó que estaba en la torre redonda de un castillo, con su foso deagua en el que nadaban cisnes.

¿Estaba prisionero? Corrió a la puerta y la encontró abierta. Recorrió unpasillo de piedra adornado con una cenefa azul. Se asomó a varias habitacionesbien amuebladas y desiertas. Descendió por una hermosa escalera circular, debuenos peldaños canteados.

—¿Hay alguien aquí? —preguntó varias veces, al final casi gritando, peronadie le respondió.

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CAPÍTULO LXVI

En la posada de Highbridge, el forastero rubio no se inmutó cuando el matón dela mesa de al lado se bebió su vino. Pinchó tranquilamente otro trozo de ciervo, loembadurnó en la salsa del plato e iba a llevárselo a la boca cuando el bandido learrebató el cuchillo con el trozo de carne.

—¿Qué tal está el guisado? —preguntó con sorna—. A juzgar por el apetitocon el que comes debe de estar buenísimo.

Se lo llevó a la boca con el chiste preparado porque la escena se habíarepetido otras veces con otras víctimas. Lo masticaría cuidadosamente, lotragaría con los ojos apreciativamente entrecerrados, chascaría la lengua y haríacualquier comentario banal: « Estupendo, aunque con pimienta hubiera estadomejor» . O bien, « No está mal, pero quizá debieran haberlo macerado envinagre y tomillo antes de guisarlo» .

Esta vez el facineroso no pudo completar el chiste. Cuando se llevó el cuchilloa la boca, el forastero le propinó una fuerte palmada. La hoja de acero penetróhacia arriba por detrás de los dientes superiores, atravesó el cerebro y la puntasalió por la cúpula del cráneo. Un chorro de sangre oscura parecido a un penachoo una cresta brotó de la herida. El bandido puso los ojos en blanco y se desplomóarrastrando un par de taburetes, la boca grotescamente abierta y la daga delforastero inserta en ella hasta las guardas de la empuñadura.

Sven no se levantó. Se inclinó sobre el muerto, le puso un pie en el pecho, asióla daga y tiró de ella con fuerza, desclavándola. Luego pinchó con ella,ensangrentada como estaba, otro pedazo de carne y continuó con su cenatranquilamente.

Los dos socios del facineroso se miraron estupefactos y, sin necesidad deintercambiar pareceres, decidieron escapar cuanto antes. Se habían equivocadode víctima. Se levantaron atropelladamente y corrieron a la puerta, queencontraron cerrada.

La aporrearon llamando al posadero a grandes voces. Sven los mirabatranquilo. El posadero estaba detrás de la puerta y a través de una mirilla habíapresenciado la escena. Ahora estaba tan asustado como sus huéspedes yparalizado por el miedo.

Sven terminó de apurar la salsa, rebañó el plato con un trozo de pan y sechupó los dedos antes de levantarse. Los bandidos se volvieron a él suplicantes.

—¡Señor, por caridad! —dijo uno de ellos—. Somos dos padres de familiaque nos vemos obligados a robar para alimentar a nuestros hijos. Ese hombre,Andrón, nos había llevado por el mal camino, pero ahora hemos visto la luz.Regresaremos a nuestros hogares y, a partir de ahora, observaremos una

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existencia irreprochable. Trabajaremos nuevamente los campos arando,sembrando y talando y los domingos asistiremos a misa y comulgaremos.

Sven escuchó con reflexiva atención los buenos propósitos de los maleantes.—No. Creo que no podréis hacer nada de eso —dijo al fin—; y creedme que

aprecio vuestras buenas intenciones.—Lo haremos, señor-dijo uno. —Os juro por la eterna salvación de nuestras

almas que nos reintegraremos al buen camino.—Y yo os digo que no os reintegraréis —replicó Sven.—Señor insisto —dijo el bandido—. Somos sinceros.—No dudo de vuestra sinceridad. De lo que dudo es de que tengáis ocasión de

realizar esos buenos propósitos, porque vais a morir ahora mismo.Se miraron. Aquel loco hablaba en serio. Sería mejor intentar otro recurso.—Señor, piensa que somos dos contra uno.—Sé contar.El forastero se les acercó: Los bandidos desenvainaron sus espadas cortas y

doblaron las capas sobre el brazo listos para defenderse.El combate fue corto. Uno de los foraj idos amagó una estocada que Sven

detuvo con la cruceta de su puñal al tiempo que le asestaba un pisotón en ellateral de la rodilla. El hueso se salió de su sitio y el bandido se desplomó entreay es de dolor. El otro bandido, un joven de barba rala, mentón huidizo y larganariz aguileña, estaba tan asustado que reculó hasta apoyar la espalda en lapuerta.

—¡No me mates, señor! Tengo dieciocho años y te juro que, si me perdonasla vida, ingresaré en religión y oraré por tu alma lo que me quede de vida.

—Ese propósito te ha salvado —dijo Sven.—¿Me perdonas la vida, señor? —preguntó, incrédulo.No, quiero decir que ha salvado tu alma, que es lo importante —respondió el

guerrero—. La vida terrenal es un transitorio valle de lágrimas por el quearrastramos nuestras pobres y pecadoras existencias para acceder a la celestial yeterna.

—¡Señor, no me mates! —suplicó—. Te daré todo lo que tengo.—Por eso no te preocupes —respondió Sven—. Tomaré, de todas formas,

todo lo que tienes.El guerrero se acercó al muchacho y lo desarmó de un manotazo antes de

degollarlo con una breve herida en la yugular.El de la pierna rota seguía quejándose en el suelo. Sven se inclinó sobre él, le

arrebató la espada que aún tenía asida y se la clavó en el hombro verticalmentede manera que le atravesó los pulmones y le llegó al estómago.

Después contempló por un momento la carnicería antes de llamar con losnudillos en la puerta.

—¡Ábreme posadero!

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—¡Señor, prométeme primero que no me harás daño! —dijo el posadero—.Júramelo por santa María.

—Te juro por santa María que no te haré daño —dijo Sven—. Hecomprendido que actuabas forzado por estos maleantes.

El posadero descorrió el cerrojo y entornó la puerta.Sven salió. Su aspecto era amedrentador, con el rostro salpicado de la sangre

de sus víctimas.—¡Señor, beso tu mano! —dijo el posadero aliviado y servil—. Te cederé mi

propio aposento. Llamaré a mi hija para que te sirva. Dormirás como un rey.Sven pareció considerar la propuesta.—Está bien. Envía a tu hija a esa habitación y dile que me espere desnuda.El posadero envió al pinche a buscar a la muchacha que compareció

asustada, pero arreglándose el cabello, no del todo indispuesta con aquel hombretan guapo que acababa de matar a los tres bandidos. Sven le dirigió una miradaadmirativa. Era muy hermosa.

—Sube a la habitación de la cama grande y esperas al caballero desnuda —ordenó el posadero—. Pórtate bien porque quiero que quede muy satisfecho.

La muchacha subió la escalera con más lentitud de la necesaria,contoneándose un poco para que el caballero apreciara sus encantos. Quedaronnuevamente solos el huésped y el posadero.

—¿Qué más puedo hacer por ti, señor?Fueron sus últimas palabras. Sven tomó entre sus manos la temblorosa cabeza

y lo desnucó con un giro brusco. El pinche comprendió que tampoco iba a salircon vida e intentó huir, pero antes de que alcanzara la puerta, la daga de Svensilbó por el aire y se le clavó en el corazón por debajo del omoplato.

Sven subió lentamente las escaleras y penetró en el aposento del posadero.Pasó allí la noche entretenido con la muchacha y le enseñó el arte de la felación,bastante común en Oriente, entre bizantinos y sarracenos, pero todavíadesconocido en Inglaterra y las hiperbóreas. La muchacha mostró muy buenadisposición de aprender y Sven la necesaria paciencia para enseñarla a abrir laboca y recibir el miembro hasta donde pudiera aguantarlo sin que le produjeraarcadas y a cerrar los labios y apretarlo mientras Sven lo sacaba, al tiempo quele acariciaba circularmente el glande con la lengua. En esos juegos, y enensayar las diversas posturas coitales que el guerrero traía de Oriente, estuvierongran parte de la noche, hasta que ella, que había sentido espasmos de placer diezveces, suplicó una tregua y se quedó dormida. También Sven durmió algo antesde rodear con sus manos la cabeza de la muchacha.

En cuanto amaneció, el guerrero rubio se vistió con la cota de malla, se pusola espada al cinto, cubrió el cadáver aún caliente de la muchacha con la sábana,bajó a la cocina, desayunó huevos y tocino, ensilló el caballo y retomó sucamino hacia la Floresta Peligrosa.

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Después de tres horas de abrirse camino en el bosque intrincado, a veces conay uda de la espada, cuando el matorral espeso le cortaba el paso, observó queuna bandada de cornejas levantaba el vuelo de unos árboles vecinos. Algoocurría. Descabalgó y prosiguió a pie con la ballesta armada en la mano. En unclaro del bosque vio la escena: un muchacho atacado por un jabalí enorme.Apuntó cuidadosamente y el virote de acero fue a clavarse en un ojo de la bestiaatravesando la enorme cabeza.

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CAPÍTULO LXVII

Guido recorrió todas las dependencias del castillo, la sala, las cocinas, losestablos, el cuerpo de guardia, los calabozos, la bodega. No había nadie, pero todoestaba dispuesto como si el edificio estuviera habitado.

En los arcones había ropa y vaj illas de plata, en las despensas no faltaba denada y en los graneros había grano, aceite y carne adobada; los manojos decebollas se oreaban colgados en los altillos; las chimeneas estaban encendidas; enel patio de armas había un tendedero con ropa; el horno de la panadería estabaencendido; en el establo, con capacidad para treinta caballos, sólo estaba el suy o.Se acercó y le palmeó el pescuezo.

—¿Tú puedes entenderlo, Andrés? —le preguntó—. Me acuesto en unacabaña miserable y amanezco en un castillo bien abastecido.

—¿Habéis dormido bien? —preguntó la voz del pescador.Guido giró la cabeza y vio detrás al mismo hombre que lo condujo a su

cabaña la víspera, aunque arreglado de distinta manera. Tenía la barba recortaday peinada y vestía una principesca túnica de Damasco. Al cuello traía una gruesacadena de oro y en la cabeza una gorra adornada con un rubí de gran tamaño.

—Sire, ¿sois vos el mismo que encontré ayer? —preguntó Guido sin salir desu asombro—. ¿Qué encantamiento es este?

—Soy el mismo —respondió el Rico Pescador— y este castillo es real, sinencantamiento, aunque ayer, cuando hicisteis la caridad con el pobre, os pareciócabaña. Sois joven y supongo que tendréis hambre, y a que ayer casi osacostasteis sin cenar.

—Sí, sire, la verdad es que tengo hambre.Los criados habían aparejado un banquete. Una tabla espaciosa abarrotada de

bandejas, platos, fuentes, cestas y cuencos de plata que contenían todo lo que unhambriento pudiera soñar: carnes de diversos guisos, pescados, frutos frescos ysecos, fragante pan recién horneado, media docena de salsas, vino e hidromiel.

El Rico Pescador y su invitado se sentaron a la mesa, cada uno en unextremo, y comieron las viandas que les servía un maestresala silencioso.

Del patio exterior llegaba una música dulce y acordada que parecíacomplacer mucho al dueño del castillo, el Rico Pescador. Cuando iban por elsegundo plato, una carne adobada con su sangre, a la música de instrumentos seañadió un coro de voces angélicas. Se abrió una puerta que hasta entonces habíapermanecido cerrada, a la espalda del Rico Pescador, y entró en la sala unmuchacho en cuyo sereno rostro Guido reconoció sus propios rasgos, como sifuera el hermano gemelo que nunca tuvo, vestido con una rica librea bordadacon hilos de oro y de plata. El muchacho sostenía con las dos manos una lanza

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antigua enteramente blanca. De la punta del hierro, que era grande, se deslizabauna gota de sangre que resbalaba el blanco astil abajo hasta alcanzar la manoenguantada de blanco. Detrás de este paje venían otros dos, no tan ricamentevestidos, que portaban sendos candelabros con diez cirios cada uno. La habitaciónse iluminó como jamás había visto Guido estancia alguna. Los pajes precedían auna doncella rubia, con el cabello desparramado por la espalda hasta la cinturacomo una cascada de oro. Guido sintió el vuelco de su corazón cuando reconocióen el rostro bellísimo de la doncella los familiares rasgos de Isbela. Era ellamisma, seria y solemne, con la túnica azul que le regaló el basileo. Entre susmanos extendidas llevaba una copa preciosa de oro recamada con perlas, rubíesy esmeraldas que parecía llena de sangre, aunque por encima del rojo líquidoasomaba un grumo que Guido, sin saber por qué, pensó que era un cordónumbilical. Cuando la doncella entró en la estancia, el resplandor de su aura sehizo tan intenso que palidecieron las antorchas, los cirios y hasta la luz del sol queentraba a raudales por la ventana. Seguía a la muchacha una dama muy bellaque portaba una bandeja de plata. Llevaba el pelo recogido bajo una cofia deperlas y vestía una severa túnica de terciopelo azul con bordados de plata. Unacinta de terciopelo que le rodeaba el cuello ocultaba una cicatriz.

El cortejo apareció por una puerta, cruzó la sala y salió por la puerta del ladoopuesto, a espaldas de Guido.

Guido miró al Rico Pescador, esperando que le explicara el sentido de aquellaceremonia, pero el señor del castillo seguía comiendo ajeno a lo que acababande ver. Quizá había sido una alucinación que sólo él había visto. En esa dudaestaba cuando se repitió el prodigio y desfilaron ante sus ojos nuevamente élmismo con la lanza sangrante, la doncella que era Isbela y la Dama Azul. Laúnica variación fue que los cirios que sostenían los pajes eran más cortos, pueshabían consumido hasta la mitad, y la gota de sangre que se deslizaba por la lanzallegaba ya al guante de la mano que la sostenía.

Guido miró al Rico Pescador, que bebía un trago de vino con expresióntranquila y no parecía encontrar anómalo lo que ocurría ante sus ojos. Aunatravesó la sala el extraño cortejo una tercera vez. La sangre se había deslizadopor los cuatro dedos y seguía su camino recto a lo largo del astil, mientras que lasvelas de los candelabros estaban casi consumidas. Cuando se extinguió elresplandor Guido reparó en que afuera había oscurecido. A través de la ventanasolo se veía la negrura del bosque en una noche sin luna.

—¿Has cenado bien? —preguntó el Rico Pescador.—Muy bien, sire —respondió Guido distraídamente.—¿Se se te ofrece algo? —se interesó su anfitrión—. ¿Tienes alguna

necesidad?Guido sentía la necesidad apremiante de preguntar qué sentido tenía lo que

acababa de ver. ¿Quién era aquel doncel que tanto se le parecía?, ¿Quién era la

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doncella que reproducía el rostro de su amada distante?, ¿Quién la dama quehabía visto otras veces en circunstancias siempre misteriosas?, pero era tímido yestaba tan perplejo por el misterio que no se atrevió a formular pregunta alguna.

El Rico Pescador, después de aguardar unos instantes a que su joven invitadose decidiera, ordenó al maestresala que levantara los manteles y acompañó a suinvitado a sus aposentos. Cojeaba más que nunca a causa de la llaga abierta.

—Mañana partiré —dijo Guido.—Marcharás con mis bendiciones —le respondió el señor del castillo—.

Buenas noches.Después de tantas emociones, Guido durmió profundamente. Cuando

despertó se encontró nuevamente en la cabaña de troncos y barro, con techo depaja. El castillo había desaparecido, así como el Rico Pescador, o el pobrepescador, que parecían ser la misma persona. Aturdido, tomó su caballo yreanudó su camino a través de la Floresta Tenebrosa, desandando la marcha quehabía hecho dos días antes. Cuando alcanzó el lago interior, lo bordeó con laesperanza de encontrarse nuevamente al misterioso tullido. Esta vez estabadecidido a preguntarle quién era y qué significaba la visión que por tres vecestuvo en el castillo o en la cabaña encantada, pero no había rastro del pescador.Guido continuó su camino por la parte opuesta del lago y se internó nuevamenteen la espesura. Anduvo horas por el bosque y cuando sintió hambre descabalgó,trabó el caballo para que royera los musgos de los troncos y él se sentó sobre unpeñasco y abrió la talega. Iba a comenzar su almuerzo cuando cruj ieron lasramas secas en la floresta contigua como si alguien se abriera paso a través deella. Miró con la esperanza de que fuera el Rico Pescador. Demasiado tardedescubrió que era el jabalí Krastig, no podía ser otro, grande como un toro, conaquel único colmillo babeante, los oj illos en los que brillaba la crueldad antiguade las bestias con que la Abominación infectó la tierra. Ante aquella cuchilla conla que el monstruo se disponía a embestir, Guido estaba inerme. La cota de mallade doble tej ido capaz de detener sablazos y flechas estaba en el arzón del caballo.Ni siquiera podía defenderse. La espada pendía del arzón del animal, que sehabía alejado unas docenas de pasos en busca de la hierba de un claro. Guidoestaba desarmado, a merced del jabalí que se había detenido a observarlo en ellindero de los árboles. Todavía tenía el sortilegio. Un par de veces pronunció lapalabra que le confió el hombre de la picota, sin observar mengua de fiereza enel monstruo. La gritó incluso, por si el jabalí era duro de oído, sin producircambio alguno. Entonces desenvainó lentamente la daga que llevaba al cinto ysin perder de vista a la bestia se dirigió sin movimientos bruscos hacia su caballo.

Krastig escarbó un poco con el hocico y se echó una paletada de tierra yhojas secas por el lomo acribillado de cicatrices de viejas heridas. Miró alhumano que, después de pronunciar las palabras de la mansedumbre que un díadetuvieron a su padre, se acercaba a su caballo a requerir la espada o la ballesta.

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Krastig olfateó el peligro y arremetió contra el humano antes de que pudieraarmarse. Guido apenas pudo ponerse en guardia. Su cuchillada alcanzó al jabalídetrás de la oreja. La hoja penetró profundamente y se trabó entre las vértebrasy la primera costilla. El muchacho sintió un golpe violento, como si un caballo algalope lo hubiera arrollado, y cay ó de espaldas mientras el jabalí cerdoso, sucioy maloliente le pasaba por encima. Le pareció que había escapado indemne delprimer ataque, pero cuando intentó levantarse sintió una viva quemadura en lasentrañas. Se miró el vientre. El jabalí lo había abierto en canal. La sangre lebrotaba a borbotones de una herida que le cruzaba todo el abdomen.

Guido sabía que las heridas en aquella parte son mortales de necesidad,aunque a veces el herido tarda varias horas en morir, entre atroces dolores yaquejado de una sed abrasadora. De hecho, en Tierra Santa muchos camaradasdegollaban al herido de muerte, después de trazar en al aire la señal de la cruzcon el puñal, para evitarle sufrimientos. Guido no tenía quien le evitarasufrimientos. Cerró los ojos, en los que escocía el sudor mezclado con laslágrimas, y se dispuso a morir.

El jabalí, mientras tanto, se frotaba contra un tronco para arrancarse el puñal.Gruñía de dolor, pero no cejaba en su intento. Al final el arma cay ó al suelo y elanimal herido volvió sobre el rastro de la sangre de su enemigo humano,dispuesto a ensañarse con él.

—Santa María de los Misterios: voy a morir —murmuró Guido.El jabalí volvía al trote, la cabeza monstruosa ligeramente baja, la cuchilla

carnicera sobresaliendo del extremo de su hocico.En ese momento se percibió el chasquido de un disparo de ballesta. El

proyectil, grueso, corto, emplumado con dos aletas de cuero, con punta de acero,se clavó en el ojo derecho de la bestia, atravesó su cerebro y se atoró en lapotente musculatura del pescuezo. El jabalí volteó en el aire y cay ó al lado deGuido, las patas hacia arriba, espasmódicamente temblonas. Guido alcanzó a versu oj illo cruel en el que se apagaba la luz de la vida. En el morro abierto, dentrode la cavidad monstruosa de la boca, asomó una lengua gorda y roja bañada ensangre. Entre dos dientes Guido distinguió el grumo informe de la Peregrina, lapiedra oculta en la Floresta Tenebrosa. A su memoria acudieron las palabras deCantacuzanos:

—Y tú solo encontrarás lo que buscas.La había encontrado, sí, pero al precio de su propia vida. Tomó la piedra

cuando la vista se le empezaba a nublar, como si un velo oscuro descendierasobre sus ojos. Instintivamente retrajo el brazo para plegarlo sobre el pecho, peroel esfuerzo sólo lo llevó a medio camino, lo posó sobre el vientre abierto con losintestinos al aire donde los insectos acudían a la sangre y perdió el conocimientoen la antesala de la muerte.

Sven le Berg salió de la espesura y se acercó al jabalí precavidamente, con el

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cuchillo en la mano. Como todo experto cazador, conocía la astucia de estasbestias que, cuando están malheridas, fingen la muerte hasta que el cazador sepone a su alcance y entonces, reuniendo sus últimas fuerzas, lo atacanfieramente. Krastig no fingía. Estaba bien muerto.

Sven miró el rostro pálido como la cera y los labios sin color de Guido de St.Bertevin. El muchacho tenía el abdomen abierto y se sostenía el paqueteintestinal con las dos manos. Si no lo remataba una mano piadosa le esperaba unalarga y dolorosa agonía. Sven enfundó su cuchillo después de limpiarlo en ellomo hirsuto del jabalí y se sonrió.

—Ah, Guido de St. Bertevin, ya no me darás la revancha de aquel torneo dela Provenza —se lamentó—. Amigo, ¿de qué te han servido los hechizos con queme derrotaste? Mírate ahora a punto de morir y sumirte en la nada después detan breve vida.

Se preguntó cuánto le quedaba a él. En Tierra Santa había despreciado la vidamuchas veces. Ahora comenzaba a verla como una fuente de placer. Viajabasolo, por espacios abiertos, bosques y mares, tomaba lo que quería y satisfacíasus deseos. No temía a nadie, ni siquiera a Asmodeo de Sinán ni a laAbominación a la que servía. Había descubierto que la felicidad radica en lalibertad y él era libre.

Tomó una piedra, rompió el colmillo de Krastig y se lo guardó. Despuésregistró la boca del animal para buscar la piedra Peregrina. Con la punta delcuchillo exploró el hueco debajo de la lengua, levantando los tegumentos. Noencontró nada. Después hurgó en el resto de la boca. Nada. Al final, furioso,cortó el morro hasta que la mandíbula inferior se desprendió. Sin resultado. Quizáel jabalí se había tragado la piedra antes de morir. Lo abrió en canal y rebuscó enel estómago de la fiera sin hallar nada.

—Parece que el jabalí no tenía la piedra —se dijo, al fin, abandonando labúsqueda.

Se lavó en el arroy o los brazos ensangrentados, recuperó su caballo y semarchó.

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CAPÍTULO LXVIII

Pasaron dos horas y muchos pájaros por el cielo. La brisa movía levemente lascopas de los árboles que formaban una corona en torno al claro donde yacíaGuido. El muchacho comprendió que estaba viendo todo aquello: el cielo azul, losárboles oscuros, los pájaros, una nube viajera en forma de alcuza, otra nube queparecía una oveja. ¡Tenía los ojos abiertos y veía! ¡Estaba vivo!

De pronto recordó: el jabalí le había abierto el saco de las entrañas. Juntóvalor para levantar la cabeza y examinar su estómago. La camisa ensangrentaday desgarrada dejaba ver un estómago sano, piel blanca, sin un rasguño sobre unamusculatura desarrollada. El jabalí yacía a su lado, muerto y destripado, con unvirote de ballesta profundamente clavado en el ojo. Algún misterioso benefactorle había salvado la vida. Se miró otra vez al estómago ileso y esta vez vio lapiedra. La Peregrina estaba sobre su ombligo. La virtud de la piedra habíacerrado la espantosa herida y lo había salvado.

—¿Estoy vivo?—Lo estás —dijo una voz armoniosa de mujer.Guido, sobresaltado, abrió los ojos de nuevo. Esta vez no había una corona de

árboles, sino el rostro de una muchacha rubia, agraciada, de finos cabellos quecaían en cascada sobre su rostro, una muchacha que le sostenía la cabeza sobreun regazo frío.

—¿Quién eres? —preguntó Guido—. ¿Acaso un ángel del cielo? Nuevamentepensaba que estaba muerto y que sus anteriores impresiones eran un sueño en eltraspaso entre la vida y la muerte, cuando el ánima remolonea junto al cadávercaliente antes de partir a unirse con el Creador. Los cruzados creían estas cosas.Por eso a veces encomendaban sus asuntos terrenales al amigo recién muertocon la esperanza de que se ocupara de sus asuntos en el Paraíso.

—No estás muerto —dijo la voz cantarina de la muchacha—. Vives gracias ala piedra.

—¿Quién eres?—Soy la Melusina de este arroyo.—¿Cómo te llamas?—Si conocieras mi nombre podrías cautivarme. Si quieres, llámame Olvido.La melusina era una muchacha menuda, la piel transparente como el nácar y

una túnica sencilla de un tej ido brillante como el limo que se le pegaba al cuerpocomo si estuviera mojado, resaltando sus muslos torneados, su vientre núbil, suspechitos redondos y sus pezones oscuros. Guido conocía historias de melusinasque enamoran al caminante y lo retienen por espacio de un día para que sirvansus placeres. Cuando lo dejan, aunque el caminante crea que sólo ha pasado una

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siesta con la celestial criatura, en realidad han pasado cien años y cuando regresaa su pueblo lo encuentra habitado por gentes enteramente desconocidas,descendientes de los que él dejó, ya viejos, y solo una vaga memoria de lo que élfue en el mundo antes de desaparecer misteriosamente.

—Creía que el jabalí me había matado —dijo Guido.—Y te había matado, pero depositaste la piedra Peregrina en la herida y su

virtud te sanó.Guido hizo un esfuerzo y se puso en pie. Se sentía aturdido pero, por lo demás,

volvía a ser un joven vigoroso y lleno de energía.La melusina le quitó la camisa y le acarició la extensión de la herida con sus

dedos suaves y fríos. Bajó con la caricia a la pelusilla púbica y le sopesó losgenitales en la palma de la mano con una sonrisa pícara.

—Parece que estás muy bien y que lo que los muchachos más apreciáis noha sufrido merma —bromeó.

Guido se sonrojó y las orejas se le pusieron como dos carbones encendidos,aunque comprendía que la muchacha no era descarada. Entre las melusinas noexisten los pudores absurdos de los mortales. Las melusinas viven todavía en lainocencia virginal de un mundo libre e incontaminado.

Mientras la melusina le lavaba la camisa en el arroyo (al inclinarse mostrabaun trasero redondo, firme, poderoso, que invitaba a la palmada galante, pero elmuchacho se abstuvo, por respeto), Guido le formuló algunas preguntas.

—¿Has estado en el Sitio Peligroso (así se llamaba el castillo del RicoPescador) y has visto la procesión del Grial? —dijo ella—. Eres un hombreafortunado porque el Grial sólo se aparece a los puros y limpios de corazón.¡Ojalá no pierdas esa pureza! La lanza que llevabas en la procesión es larepresentación del Rey Sagrado que desvirga a la Diosa Madre. En los tiemposantiguos, que los cristianos llamáis la Abominación, lo que se paseaba era unpene erecto hecho de ramas verdes, hojas y flores. La sangre que destila es la dela Diosa Madre. Gracias a esa ceremonia, con la Diosa Madre encarnada en unasacerdotisa que copula con el Rey Sagrado sobre un surco sembrado, él debajo,ella encima, se renueva la vegetación, germina el grano de trigo enterrado porlos sembradores, brota la espiga verde y potente, con el sol y la lluvia, y la vidase prolonga de cosecha en cosecha. Para que el ciclo se renueve es necesarioque cuando la Diosa Madre se sienta embarazada, el Rey Sagrado muera y seasustituido por el hijo que ella engendra. A los dieciocho años preñará sobre elsurco a la nueva Diosa Madre y otra vez se repite el ciclo. Esa es la verdadantigua, pero los cristianos la habéis sustituido por la lanza de Longinos, el romanoque atravesó el costado de Cristo, y decís que la sangre que destila es la de laestirpe terrenal de Cristo, la Sang Real, oculta en Francia. Esa lanza hirió en elmuslo al Rico Pescador y sólo ella puede sanarlo para que devuelva laprosperidad al reino y los pájaros que ahora pasan de largo vuelvan a anidar en

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la Floresta Tenebrosa.—¿Y la muchacha que portaba el Grial?—Esa te interesa mucho, ¿eh? —bromeó la melusina—. Esa doncella que

viste en la forma y el semblante de tu enamorada Isbela representa a la DiosaMadre cuando todavía es virgen. Lo que lleva en la mano es la sangre y elcordón umblical del Rey Sagrado que nacerá en su seno, la promesa de larenovación de la naturaleza. Tras ella viene la Diosa Madre cuando es matrona yva envejeciendo en la espera de que crezca su hijo, que será el próximo ReySagrado a los dieciocho años. La bandeja que lleva en la mano representa latierra que sostiene la vida. Cuando empezó este ritual los hombres creían que laTierra era plana. Ahora dicen que es redonda como una manzana o como laspiedras que en la edad arcaica representaban a la Diosa Madre.

—Esa mujer, la señora de la bandeja, la he visto en otros lugares, enConstantinopla y en Venecia.

—Lo que has visto es su figura encarnada en otras mujeres. Se llamaMorgana o la Dama Blanca, la esposa de Arturo Pendragón, que antes fue reinade Saba y enamoró a Salomón. En esa bandeja ofreció al rey de Israel las docepiedras dragontías que ahora buscáis y gracias a ellas Salomón y sus sucesoresrestablecieron el equilibrio del mundo.

—Mi maestro, el caballero Lucas de Tarento, piensa mucho en ella.—El viejo caballero sufrirá por amor porque Morgana sólo puede ofrecer sus

cenizas frías, aunque se apiada de las criaturas porque en ella vive la memoriaantigua de cuando la humanidad era perfecta en el amor.

La melusina había lavado la camisa hasta dejarla inmaculadamente blanca.La sacó del arroyo completamente seca y cosió el desgarrón con una aguja deplata que de vez en cuando mojaba en la corriente para renovar el hilo. Cuandoterminó, contempló satisfecha su obra. La camisa había quedado como nueva,sin señal alguna del remiendo. Se la devolvió a Guido.

La piedra Peregrina lo había sanado, pero se sentía muy débil. Permaneciójunto a la melusina unas horas, echado sobre la hierba, junto a la fuente, con lacabeza en el regazo de ella. La muchacha le acariciaba las mejillas, en las quey a comenzaba a brotar la barba rubia como una pelusilla de melocotón. Lamelusina le explicó los enigmas de la Floresta Tenebrosa. En tiempos de losdruidas, hace muchas generaciones, Inglaterra y sus islas adoraban a la diosa dela Tierra, la sembradora, la germinadora, la crecedora, a la que ahora llamanAbominación. Eran sencillos y felices. Inglaterra estaba cubierta de bosques. Lospueblos eran pocos y distantes, la gente vivía de manera sencilla: un poco decaza, un poco de la recolección y en las fiestas acudían a las fuentes, adornabanlos árboles sagrados con cintas y copulaban a calzón quitado con alegría yentusiasmo. Entonces la vida era más simple. Se gastaba más hierro en azadasque en espadas.

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La melusina se apartó un largo mechón de cabello rubio que la brisa de latarde deshilaba sobre su rostro. Se quedó un momento recordando con expresióndolorida.

—Pero un día llegó una nave con trece hombres morenos, trece misionerosdel sol que trajeron el cristianismo. Uno de ellos era ese José de Arimatea quebuscas. José de Arimatea huía de él mismo.

—¿Porqué?—Tenía sus motivos, que no hacen al caso. La Virgen lo envió en busca de

tres piedras dragontías, la Melada, la Peregrina y la Honda.—¿Cómo habían llegado aquí?—Un fugitivo de la guerra de Troya, Antideo, las trajo en una nave fenicia.

Entonces estas islas se llamaban Casitérides y no figuraban en ningún mapaporque los fenicios, muy celosos de sus mercados, no querían que se divulgara elorigen del estaño que vendían a altos precios a los soberanos de oriente. EnOriente no había minas de estaño y ya sabes que el estaño es imprescindible parafabricar bronce. En los tiempos de la Abominación, como vosotros los llamáis, oen la Edad de Plata, como la llamamos nosotros, las armas eran de cobre o debronce. El mundo era relativamente apacible, aunque y a las comunidades élficasse estaban retirando a sus ciudades secretas y les dejaban el mundo a loshumanos. Todavía no se conocían las armas de hierro.

—¿Y qué ocurrió?—Antideo robó esas tres piedras del santuario troyano de Neptuno el día que

los griegos irrumpieron en la ciudad y la incendiaron. Puso a salvo las trespiedras con la esperanza de generar tres dragones que destruy eran a la dinastíade Menelao, su enemigo, pero no conocía el secreto de la incubación de la piedray murió antes de conseguir su propósito.

—¿La incubación de la piedra?—Las piedras dracontías, bajo ciertas condiciones, generan al dragón.

Cuando el dragón muere e incluso sus huesos se consumen, sólo queda la piedracon esa capacidad de engendrar otro dragón, así hasta la eternidad.

—Esta Peregrina que me ha salvado ¿encierra también un dragón?—Sí. Y además tiene la virtud de sanar las heridas del dragón. Ese jabalí

Krastig nació de un eructo del dragón Kragerstomir al que mató un rayo antes dela llegada del troy ano.

—¿Y las otras dos piedras? ¿Dónde están ahora?—La Melada está en la boca de Arturo Pendragón, en un sepulcro de Avalon.

La Honda está en la región fría, a cien días de distancia, cruzando estepas heladasy mares de hielo.

—Tendré que ir a Avalon —dijo el muchacho poniéndose de pie. Su caballoseguía pastando junto a los árboles donde lo dejó por la mañana.

—Querrás decir volver —corrigió la melusina—. Avalon es la abadía de

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Glastonbury donde José de Arimatea, el anfitrión de la Santa Cena, fundó unacomunidad, alejada del mundo. A su muerte dejó el ministerio en manos de sucuñado Bron, el Rico Pescador al que ayer socorriste cuando se te presentó bajola forma de un anciano tullido.

—¿Por qué se desterraron la Magdalena y José de Arimatea?—Porque los discípulos de Cristo habían fundado una iglesia falsa, la que

ahora sostiene al Papa.Guido se alarmó.—Yo soy cristiano y obedezco al Papa —se apresuró a decir.—Lo sé —respondió la melusina—. Si quieres, no te diré más, no sea que

peligre tu fe.Guido permaneció un rato callado, sintiendo su propia respiración. Lo que le

dijera la melusina no iba a alterar su fe. Quizá valiera la pena oírlo.—Dímelo.—Hay una Iglesia falsa, la de Roma, y una Iglesia verdadera que es la de

Juan, el apóstol amado al que Cristo confió su secreto. Esa es la que encarnó Joséde Arimatea. Por eso acompañó a la esposa de Cristo al exilio y fundó unaabadía en los confines del mundo, al otro lado de la Floresta Tenebrosa.

—¿Y eso no lo saben los doctores de la Iglesia?—Algunos lo saben, pero no se atreven a proclamarlo; otros, lo ignoran. Esa

fue la causa de que Cantacuzanos anduviese errante por el mundo y la causa,también, de que Lucas de Tarento abandonara la orden templaria. La verdadturba, el que atisba la luz no puede vivir ya en la oscuridad y eso es, a veces, unpeso insoportable.

En estas pláticas cay ó la tarde hasta que oscureció por completo. Aquellanoche Guido durmió en el regazo maternal de la melusina y al día siguiente, encuanto amaneció, se despidió del hada y se puso en camino para atravesar laFloresta Tenebrosa. Hubiera tomado por un sueño su encuentro con el hada si nohubiera sido porque le dejó un mechón dorado en la nuca que brillaba en laoscuridad como un ascua de oro. Guido tomó la costumbre de cubrirse la cabezacon una gorra en cuanto entraba la noche para evitar las preguntas de loscuriosos.

Guido llegó a la abadía, al pie de la montaña negra, al caer la tarde. Junto alcamino había un ermitaño que labraba la tierra. Le ofreció agua y le preguntó elmotivo de su visita. Cuando lo supo, él mismo lo acompañó al lugar donde dosaños antes se habían encontrado los restos de Arturo y de Ginebra, su mujer. Allíseguían, resguardados por un brocal alto y una cancela de hierro que el ermitañoabrió.

—El esqueleto de Ginebra, el más pequeño, tenía sobre la tercera vértebradel cuello un broche de plata en forma de serpiente con tres meandros —explicóel ermitaño.

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Guido pensó que era el mismo que sujetaba la cinta en torno al cuello deMorgana en la procesión del Grial.

—La calavera de Arturo era más grande de lo normal —siguió diciendo elermitaño. Un ratoncito salió de una de sus cuencas vacías. Guido asintió.

—En esto quedamos, en habitáculo de roedores —comentó el ermitañomelancólicamente. Entre el polvo, debajo de la quijada de Arturo, había dos otres muelas que se habían desprendido de sus alveolos y una piedrecita deaspecto terroso del tamaño de un huevo de paloma.

—Esa es la Melada —dijo Guido:—No quisimos tocarla hasta que vinierael doncel del mechón de oro que

anuncia el libro de Bron —concluy ó el ermitaño.—¿El libro de Bron?—Es un códice antiguo que se conserva en la abadía desde el tiempo de José

de Arimatea. Solo puede leerlo el abad. En él se especifica que la piedra Meladaaguardaría en la boca de Arturo hasta que tú aparecieras. Ahora los hermanosestán rezando por tu alma y me han designado a mí, que soy el más joven, paraque te acompañe. Esa piedra marcará el resto de tu vida, y si eres puro y lamereces, conocerás el gozo eterno.

Guido tomó la piedra entre sus dedos. Estaba caliente. Le sopló el polvo de latumba y la guardó en la bolsa junto a la piedra Peregrina. Hacía más de mil añosque las piedras no estaban juntas. Se saludaron y comenzaron a charlaranimadamente.

—Creo que debo irme —dijo Guido.—Ve con Dios, amigo —lo despidió el monje.Lo acompañó fuera de la verja y lo despidió con un abrazo. Guido descendió

hasta el pueblo y se sentó en el poyo de piedra de la herrería.—Es hora de regresar a Francia —se dijo.Abrió la bolsa de los vientos y Bóreas no tardó en comparecer con su cortejo

de hojas secas y semillas voladoras y lo levantó hasta la altura de los tejados.—¿Tienes ya las dos piedras? —sonó el susurro ronco del bóreas.—Las tengo —respondió Guido—, pero me falta la tercera, la Honda.—Me temo que esa se te ha escapado. Has estado con la melusina más de

tres meses y mientras tanto otro caballero ha viajado a la región de los hielos yha conseguido la Honda.

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CAPÍTULO LXIX

Sven le Berg abandonó la Floresta Tenebrosa por el norte, siguiendo la antigua víaromana que cruza Bath, donde pernoctó y se dio un baño reparador en la famosapiscina termal. Allí conoció a un armador de Bristol que acudía a los baños paraaliviar el reuma, como tantos de su oficio que pasan media vida en el mar. Elarmador le habló de un carguero varego que salía en una o dos semanas con uncargamento de carne seca y cerámica rumbo a Bergen, en la costa atlántica deNoruega. Sven lo tomó y en Bergen encontró otro barco que lo llevó a Narvik,más al norte, en un mar helado donde la noche duraba seis meses, siempre conuna leve claridad en el horizonte como si probara a amanecer, aunque nuncaamanecía. Desde Narvik, ciudad de media docena de almacenes y un puñado depescadores, se embarcó en una nao ballenera que se dirigía al cazadero deSvalbard, en una isla helada y desierta del ártico. Cuando llegaron a su objetivose dirigió al capitán y le dijo:

—¿Cuánto piensas ganar en este viaje?El capitán se mostró bastante sorprendido de que el marinero franco le

preguntara por sus ingresos, pero no tuvo inconveniente en confesarlos.—Después de pagar los gastos, saldremos por las trescientas piezas de oro.—Yo te ofrezco cien más.—¿Quién pagará esa suma? —preguntó el capitán escéptico. El falso

marinero le arrojó una bolsa sobre la mesa:—Cuéntalos. Ahí hay cien más. El capitán los contó.—¿Quien eres? —inquirió—. Desde luego no eres un simple marinero.—Puedes asegurarlo —respondió Sven—. Quién soy no te importa. Ahí tienes

tus ganancias. Ahora el barco y su tripulación serán míos hasta el regreso.El patrón miraba las monedas de oro sobre la mesa. Recelaba que aquella

ganancia le podía acarrear daño.—¿Qué pretendes?—Desembarcaremos en la isla del Hielo Ardiente. Vosotros aguardaréis una

semana en la playa. Si al cabo de siete días no he vuelto, regresad.—La isla del Hielo Ardiente —meditó el capitán—. Llevó treinta años

navegando y nunca he puesto un pié en ella, aunque la he visto a lo lejos un parde veces, con su penacho de humo… Tendré que comunicárselo a la tripulación.

El capitán reunió a sus siete hombres en cubierta.Nuestro huésped nos ofrece cien monedas de oro si lo llevamos a la isla del

Hielo Ardiente. Y si al regreso cazamos alguna ballena será otra gananciasuplementaria. ¿Qué decís?

Un marinero corpulento llamado Isak se levantó de la caja donde se había

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sentado.—En la isla del Hielo Ardiente hay un dragón enorme que echa humo y

llamas por la boca. De noche se ve a más de diez leguas de distancia. Me opongoa ese viaje.

El capitán se volvió hacia Sven.—Ya lo ves. Según las normas de la hermandad de pescadores sólo se puede

variar el rumbo si todos estamos de acuerdo.—Solamente ha hablado Isak —dijo Sven—. ¿He de suponer que es el único

que desprecia mis cien monedas de oro?Los compañeros de Isak agacharon la cabeza. La codicia era más fuerte que

el miedo.—¿Por ese hijo de cien padres perderéis una ganancia segura? —preguntó

Sven arrastrando intencionadamente las palabras para agravar el insulto.Isak era un hombre colorado y colérico. Cuando escuchó al forastero elogiar

la disposición amatoria de su madre sufrió un arrebato de cólera y se lanzó sobreél, cuchillo en mano, para vengar la ofensa. Sven le sostuvo en alto el brazoarmado al tiempo que descargaba un fuerte rodillazo en sus partes más sensibles.El gigante emitió un rugido de dolor seguido de un confuso gorgoteo cuando ladaga del guerrero, que había aparecido como por ensalmo, le segó la garganta.

Después de aquello nadie se opuso al viaje. Rezaron un responso, lanzaron elcadáver al mar y tomaron rumbo norte en dirección a la isla.

Fueron cinco días de navegación peligrosa por un mar de aguas turbias en elque flotaban enormes bloques de hielo a la deriva que debían esquivar. Al quintodía, antes de que amaneciera, distinguieron una llama en el horizonte y una bocaroja, con venas negras, que vomitaba hacia el cielo el escupitajo candente.

—Allí está el dragón —señaló uno de los hombres.Se agolparon en la borda en silencio y contemplaron en el horizonte la silueta

baja de la isla del Hielo Ardiente, una mancha blanca que se iba agrandando amedida que se aproximaban a ella. De buena gana hubieran renunciado a laganancia con tal de no desembarcar en la isla del dragón, pero se acordaban dela muerte del pobre Isak y el misterioso viajero que llevaban a bordo les parecíamás peligroso que cualquier fiera.

Desembarcaron, y Sven los dejó atados a una roca al pie de la playa.—De este modo estaremos seguros de que no zarpáis sin mí —advirtió.—¿Y si nos descubre el dragón? —gimió el capitán—. Rezad a san Brandán

para que no os descubra.La isla era un enorme bloque de hielo con sus planicies, sus picachos, sus

ventisqueros y sus colinas, todo de hielo duro como la roca y blanco como elarmiño. Sven, arrebujado en su capa de piel, que había adquirido en Narvik antesde zarpar, se encaminó al centro de la isla, de donde salía el fuego y la bocacandente del dragón subterráneo. A1 cabo de dos horas de camino, en una

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llanura, se topó con el dragón que llevaba muerto y helado varios siglos. Erasolamente una piel descolorida y aplanada por las tormentas en la quesobresalían, por diversos lugares, como de un saco roto, extremos de huesos yfuertes costillas del tamaño de las cuadernas de un navío. Había sido un dragónenorme. El guerrero caminó cien pasos del extremo de la cola a la cabeza, querecordaba vagamente la del caballito de mar. La piedra Honda debía de estardebajo de la lengua. Sven cavó en el duro hielo con ay uda de su espada. Le llevótoda la mañana hacer un agujero mediano que llenó de piel y fragmentos dehueso del dragón. Le prendió fuego y dejó que la hoguera ablandara la roca. Asíestuvo hasta la caída de la tarde, dando viajes por la anatomía de la bestia yarrancando huesos y tiras de piel apergaminada para alimentar la hoguera.Empezaba a descender la luz espectral de la noche cuando se escuchó un cruj idoen el fondo de las brasas. Sven apartó los huesos humeantes y contempló lapiedra Honda, no mayor que una bellota, oscura y rugosa. La tomó conprecaución. Estaba caliente. La guardó en su zurrón y volvió sobre sus pasos endirección al amarradero de la nave. La boca del dragón, en el centro de la isla,continuaba lanzando escupitajos candentes contra el cielo.

Los marinos del ballenero recibieron con alborozo a Sven, pues ya se estabantemiendo que, si el dragón lo devoraba, no tardarían en perecer de una muerteincluso más horrible: De hecho, todos sufrían síntomas de congelación y uno deellos había muerto a media tarde. Le abrieron el vientre aún caliente eintrodujeron por turnos, en las entrañas humeantes, las manos y los pies ateridosde los demás, hasta que la sangre volvió a circular por los miembros. Luego sehicieron a la mar, izaron la vela y se alejaron de la isla.

—¿Has encontrado lo que buscabas? —preguntó el capitán al forastero.—El dragón hace tiempo que está muerto —dijo Sven—. La que escupe

fuego en el interior de la isla debe de ser la dragona, pero no he llegado tan lejos.

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CAPÍTULO LXX

Los guardias de la puerta del León de Tolouse condujeron a Guido hasta elpalacio del conde Trencavel, un bello edificio de piedra con un patio de columnasen el que una docena de niños, hijos del conde y de los criados de la casa,jugaban a liberar el Santo Sepulcro. Los hijos del conde, con cruces de trapocosidas al hombro, llevaban las de ganar, como es natural, y breaban a palos, consus espadas de madera, a los niños de la cara tiznada y él turbante de trapo. Eseera el precio que pagaban las criaturas por codearse con lo más alto.

Era mediodía. De las cocinas emanaba un estimulante aroma a carne deciervo, rehogada en grasa de cerdo, que despertó el apetito de Guido.

El conde Trencavel era un hombre de mediana edad, enjuto, vestido conelegante jubón a la moda lombarda, una cadena de oro al pecho y la calvafriolenta cubierta con una gorra de terciopelo. Estaba tocando la viola con unmaestro de música italiano. Cuando aparecieron los guardias con taconeomarcial sobre las maderas del piso torció el gesto, molesto por la interrupción,pero en cuanto supo que el mancebo que traían a su presencia era Guido de St.Bertevin distendió el ceño y se deshizo en amabilidades.

—Bueno, maese Banqueri —le dijo al profesor—, dejemos la música porhoy, y atendamos los graves asuntos de gobierno.

El italiano se inclinó y salió de la habitación. Los dos guardias lo imitaron.—Así que vos sois Guido de St. Bertevin —dijo Trencavel ensanchando la

sonrisa—. ¡Por fin os dejáis ver! Hace meses que os esperaba. —Lo tomó delbrazo familiarmente y lo llevó a una de las ventanas del salón. Le ofreció asientoa su lado en el banco de piedra abierto en el espesor del muro—. El caballeroLucas y los demás se cansaron de esperaros y cuando supieron que andabaisliado con una ondina prosiguieron su viaje…

—¿Que y o andaba liado con una ondina? —exclamó el mancebo sindisimular su asombro.

—Eso fue lo que entendió el mago Cantacuzanos después de consultar unbalde de agua bañada por la luna, que es oráculo infalible, pero tranquilizó aLucas de Tarento asegurándole que sólo era cosa de una temporada.

—¡Sólo estuve un día con ella!—Lo sé, pero los días de las ondinas son trimestres nuestros. Guido asintió un

poco perplejo.Trencavel se sonrió. Apretaba el brazo de su huésped con llaneza y

camaradería.—Ejem, ¿puedo preguntaros si la ondina se dio bien? Debo confesaros que

tengo una poderosa razón personal que, abusando de vuestra amabilidad, me

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anima a inmiscuirme en vuestra vida íntima. Creo que en mi jurisdicción, en lafuente de Loeches, hay una ondina o ninfa o como la llamen. Yo no la he vistotodavía, pero aseveran que vive allí y que algunas veces se deja ver, con unas,con unas… mamellas así. —Se colocó las manos a dos cuartas del pecho—. Yque si se le canta una canción dulce al son de una viola, se enternece y seentrega.

Guido comprendió la razón por la que el conde tomaba clases de viola.No lo sé —repuso—. A la ondina inglesa no le tuve que cantar nada. Salió del

arroyo (en el buen sentido) sin magia ni arte…—Y… ¿se dio bien? Quiero decir, ¿establecisteis con ella alguna clase de

interacción afectiva?Guido se quedó pensando.No señor, hasta donde y o recuerdo no hubo nada entre nosotros.—Debe de ser que sin música no se dejan —suspiró Trencavel—. Bueno, en

ese caso parece que voy por el buen camino.El conde se sumió en sus pensamientos. Guido le notó que, como todos los

obsesos, tenía cierta tendencia al ensimismamiento. Luego el conde sacudió lacabeza y regresó al presente:

—Como os decía, el caballero Lucas y los otros abandonaron la ciudaddespués de las Pascuas de Nuestro Señor, pero os dejaron por escrito el itinerarioque seguirán para que os unáis a ellos. Mi secretario os facilitará la carta con lasciudades, los montes y los ríos.

—En ese caso partiré un día de estos —dijo Guido.—Mi secretario os entregará pasaportes con el sello real que os librarán de

cargas y pontazgos, así como las cartas de presentación para que los alcaldes delrey de Francia os ay uden por el camino. Ahora supongo que querréis descansarde vuestro viaje.

Trencavel agitó una campanita de plata y al momento compareció un pajevestido con librea dorada y roja, una calza de cada color, que condujo al invitadoa su aposento, en el piso alto. Cuando remontaban la escalera se volvió paradecirle:

—Señor, el escudero del caballero Lucas, un tal…—Pedro el Raposo.—Eso, Pedro el Raposo, un hombre muy simpático, me encomendó mucho

que os dijera que Isbela de Merens se ha unido nuevamente a los viajeros.Guido se detuvo en seco, sin poder disimular su excitación.—¿Isbela? ¿Vos la visteis?—Sí, señor, que la vi: llegó a la ciudad disfrazada de muchacho, con jubón y

calzas, la daga al cinto, en un caballo enorme, con un baúl a la grupa, perocuando descendió por esta escalera para la cena ya se había cambiado y era unadoncella rubia, con su cofia encarnada, su vestido de corte azul, los pechitos

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apretados… muy rica si se me permite la expresión, que quiere ser laudatoria yno lúbrica.

Guido no estaba acostumbrado a un lenguaje tan alambicado. No entendía« laudatorio» ni « lúbrico» . Puso cara de no entender.

—Quiero decir que estaba para follársela, señor —tradujo el paje al románpaladino—. No sé si me explico.

Guido se dio por enterado.—Se puso triste cuando preguntó por vos y le dijeron que andabais en las

Inglaterras, al otro lado del mar —prosiguió el paje.—Creo que no descansaré unos días —dijo Guido tomando una brusca

determinación—. El servicio de la Cristiandad me requiere. Saldré mañanamismo.

Llegaron al aposento reservado al invitado, una habitación confortable conuna cama alta rodeada de un dosel y un brasero de latón en el centro, que eninvierno llenarían de ascuas para templar el cuarto. El paje se despidió. Guidocerró la puerta por dentro y se tendió en la cama a descansar del viaje mientraslo llamaban para el almuerzo.

Contemplando las vigas del techo decoradas con pinturas de escudos yescenas de torneos se quedó dormido y soñó, una vez más, con Isbela. Unos díasatrás, en la posada había conocido a un trovador provenzal, un tal Chretien deTroy es, con el que había compartido unas cuantas frascas de vino en sanacamaradería. Chretien le había explicado los misterios del amor cortés y lo habíacatequizado a la nueva religión de la entrega absoluta y desesperada a una dama.Desde entonces, por los caminos solitarios, en la florestas umbrías, sin máscompañía que los pájaros, el día y la noche, el amor había crecido en el pechojuvenil y virgen de Guido de St. Bertevin. ¡El amor le rebosaba por las cinchasdel caballo!

Aquel mediodía almorzaron en la sala principal del palacio, frente a unaenorme chimenea de granito. Debido a la nueva moda galante, presidió la mesala esposa del castellano, una morena fea, metida en arrobas, con el labio superiorcasi blanco de manteca de ballena porque se lo había lastimado al depilarse elmostacho en honor al huésped. Mirando a la condesa, Guido comprendió queTrencavel anduviera obsesionado por la ondina de la fuente de Loeches.

Fue una cena cortesana. El caldo de carne y pimienta, servido en una lujosaescudilla de plata con las armas de Trencavel troqueladas; pasó de mano enmano a la antigua usanza, cuidando cada comensal de posar los labios donde loshabía puesto la dama de más honor, y luego siguieron las carnes asadas yadobadas con distintas especias sobre la amplia rebanada de pan, servidas a laborgoñona, los seis platos simultáneamente en fuentes capaces que elmaestresala presentaba a cada comensal. Antes de los postres entró maeseBanqueri tañendo su viola al frente de media docena de mimos y ministriles que

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el conde Trencavel había convocado para honrar al ilustre invitado.La cena fue más frugal y silenciosa porque asistía el anciano obispo de la

diócesis de Chalons, que se había empeñado en bendecir al mancebo del Papa y,de paso, suplicaba que se le concediera la caridad de permitir que su médicoparticular, un judío que acompañaba al prelado a todas partes, incluso alexcusado, pudiera presionar con las piedras dragontías cierto rodal de la cabezaepiscopal bajo el que sospechaba que le estaba creciendo un tumor. Guido seapenó del anciano que no exigía desde su condición de obispo, sino que suplicabadesde su condición de enfermo y tomando la daga se descosió el borde del mantodonde llevaba ocultas las dragontías.

—Te bendigo y te auguro un camino venturoso —le dijo el obispo antes deretirarse—. Eres joven y pronto serás hombre: no dejes de practicar la caridad,que es lo único que nos redime de esta vida miserable.

Aquella noche Guido durmió poco ante la expectativa del viaje que, ahora losabía, lo llevaría al lado de Isbela. Para siempre. Estaba tan abrasado en la pasiónamorosa que no pensaba profesar más religión que la del amor a Isbela.

Amaneció y abrieron la puerta del León antes de la hora para que el condeTrencavel acompañara el primer trecho de camino al comisionado papal. Era unhonor reservado a los más altos dignatarios, que Trencavel dispensaba almancebo Guido en su calidad de representante pontificio. De esta manerapensaba alejar algunas nubes negras que se congregaban sobre su cabeza pues elPapa de Roma no estaba nada satisfecho con la protección que el condedispensaba a los herejes cátaros que surgían como hongos en las tierras delLanguedoc.

Treneavel y sus cuatro guardias escoltaron al muchacho hasta pasado elpuente de Panetier, dejando atrás el hedor de la picota condal, una columna depiedra de la que pendían los restos de un ahorcado. Un par de cuervos aletearonsobre la carnaza cuando la comitiva pasó ante ellos.

Estaban en medio de un prado verde, brillante todavía de la rociada nocturna,que el antiguo camino atravesaba:

—Recuerda, gentil amigo, que dejas un amigo en las Galias —dijo Trencavelguiñando un ojo, e inclinándose hacia Guido para que no lo oy eran los guardiasañadió—. ¡Cuando regreses te diré si ha habido progresos con la viola!

Guido tomó el camino del sur, el que desciende por Pamiers. Foix, Aix lesTermes y Auriol. Prefería viajar en solitario, evitando ocasionales compañeros,para solazarse en el pensamiento de Isbela. Silbaba mucho alegres melodíasaprendidas en los días de Beaucaire. También, a veces, cantaba a voz en grito loshimnos de batalla de Tierra Santa, algunos de ellos empedrados de palabrasgruesas que resonaban en la paz de los verdes campos con un eco muy extrañodespués de haber crecido en los desiertos de piedra y alacrán de Palestina. Guidose sentía contento con la vida. Otras veces, cuando el camino era bueno, picaba

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espuelas y se daba una cabalgada soñando que cargaba contra una celada desarracenos que habían apresado a Isbela o que acechaban el paso distraído de suseñor Lucas de Tarento. En esos inocentes pasatiempos entretenía sus jornadas.

En algunas posadas Guido asistió a las predicaciones de los buenos hombres ocátaros, que iban en parejas, barbudos, vestidos de negro, con un adusto ceñidorde cuerda. Predicaban el amor, la tolerancia y la libertad, rechazaban la iglesiadel Papa y no creían en la encarnación de Cristo, puesto que la materia, esodecían, es una creación satánica.

Guido, cuando escuchaba estas cosas, se encogía de hombros. Él era unaspirante a caballero al servicio del Papa y de los rey es de la cristiandad yprefería no saber de doctrinas. No obstante, en las vigilias, en las camas pobladasde chinches de las posadas o en los pajares donde a veces pernoctaba, sepreguntaba si no serían esas extrañas doctrinas las que habían llevado a su señorLucas de Tarento a apartarse de la Orden después de haber profesado comocaballero templario.

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CAPÍTULO LXXI

Sven y la piedra Honda navegaron durante dos meses en distintos navíos, siempreproa al sur. El comienzo de la primavera con las gaviotas nuevas ejercitando susvuelos, los tomó en Setúbal. En el mesón portuario El Cerdo Risueño el guerrerosupo de la existencia de un viejo espadero ciego que vivía en la cuesta del castilloy adivinaba el futuro por el filo de las espadas y por las cicatrices de la mano.Fue a verlo a su casilla, poco más que un agujero abierto en el flanco de lamontaña, con una fragua apagada que le servía de alacena. El viejo estabasentado en una piedra a la puerta de su vivienda con las cuencas vacías de susojos vueltas al primer solecito de la mañana. La sombra silenciosa de Sven cayósobre él.

—Te estaba esperando —dijo el viejo en tortuoso latín.—¿Sabes quién soy?—Un guerrero.—Hay muchos guerreros —dijo Sven—. El mundo vive de las guerras.—Un guerrero rubio, alto, fuerte, con un perpunte milanés de cuero y

remaches y una espada alemana de pomo recto.Todo eso se lo podía haber dicho cualquiera de los contertulios de la taberna

que se le hubiera adelantado. El viejo adivinó las reservas del guerrero y añadió:—Un hombre rubio que guarda en su macuto la piedra Honda.—¿Cómo sabes eso? —inquirió Sven, sorprendido.—Sé muchas cosas. Yo antes era el mejor espadero del reino. Venían

caballeros de muy lejos a ponerse en cola para conseguir una espada mía. Lasmás las conocerás por la señal del triángulo cerca de la empuñadura. No soninferiores a las espadas de la India, forjadas con sangre humana.

No me has contestado —se impacientó Sven—. ¿Cómo sabes que tengo lapiedra?

—Porque sirvo a Diana. Por eso me sacaron los ojos los pesquisidores delobispo Pereira.

—¿Diana?—Otros la llaman la Abominación. La diosa bella que nos invita al amor y a

la templanza. En mi familia éramos una casta de herreros que venía del principiode los tiempos y siempre habíamos servido a Diana en el bosque de Parem, a lasorillas del Sado, en su santuario de piedra. Me sacaron los ojos por servirla yentonces ella me otorgó la clarividencia. Dame tus manos.

Sven le tendió las manos. El viejo las cogió y las estuvo palpandocuidadosamente por el dorso y por la palma. Se demoró en una amplia cicatrizque cruzaba el pulpejo de la mano derecha.

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—Asmodeo de Sinán ¿lo conoces? Te espera en la ermita del fin del mundo.—¿Dónde está eso?—A nueve jornadas de aquí, en el cabo de san Vicente. En cuanto te pongas

en camino los cuervos te guiarán al santuario. Que Diana te acompañe. Ahora, teruego que no me quites el sol.

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CAPÍTULO LXXII

No era media mañana todavía y el sol probaba ya a derretir las piedras. Losviajeros avanzaban silenciosos por el camino polvoriento, sin un árbol a la vista,sin una sombra piadosa que los cobijara en los descansos. Hacía rato quepercibían un sonido parecido al de un trueno lejano, que a veces se perdía y aveces sonaba más vivo, según los caprichos del viento.

—Parece que vamos a tener tormenta —dijo Cantacuzanos.—No creo que sea tormenta —opinó Pedro el Raposo.El ruido crecía a medida que caminaban. Los caballos estaban inquietos, con

las orejas aguzadas.—¿Tambores? —dijo Grontal—. Como en Tierra Santa. En efecto. Eran

tambores.Llegaron a un otero desde el que se dominaba un valle angosto lleno de

piedras y arbustos escuálidos. En el centro, en un pequeño claro, había un espaciocuadriculado con piedras como la cabeza de un hombre, entre las que brillaba,como un espejo, una delgada lámina de agua. Junto a las piedras habíamontoncitos de tierra blanca que destellaban al sol.

—Una salina —señaló Pedro el Raposo—. He vivido en Castilla y tengo vistasmuchas. La gente de esta tierra no saca la sal de las minas, sino de los arroy os.

Los tambores sonaron más próximos. A un lado y a otro del valle, entre lasrocas graníticas, aparecieron dos mesnadas de hasta quince hombres cada una,algunos a caballo y otros a pie, todos armados para la guerra. Detrás de cadagrupo venía media docena de auxiliares provistos de grandes tambores queparcheaban sin cesar.

—He ahí el origen del ruido —dijo Lucas de Tarento.A la derecha, en un berrocal herboso, un pastor joven con diez cabras se

disponía a asistir al enfrentamiento con visible satisfacción.—¡Eh! Tú —lo llamó Pedro el Raposo—. ¿Quiénes son esos y por qué se

pelean?El pastorcillo sufrió un sobresalto. Con el ruido de la tamborrada no los había

visto llegar.—Señor, ¿sois bandidos?—No temas —dijo el Raposo—. Somos gente de paz. Contesta a lo que se te

pregunta.—Ese caballero que manda a los que salen por la izquierda es don Nuño

Puñonrostro del Berrueco y el que sale por la derecha es don Ordoño Matamorosde la Peña Tajada. Son primos, pero hace tiempo que contienden a causa de estasalina que el abuelo de entrambos, al testar; no aclaró a quién se la dejaba porque

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en la agonía le vino un golpe de tos y no se le entendió si decía Nuño u Ordoño, eincluso hay quien opina que lo que dijo fue « coño» .

—¿Y por esta mierda de salina se matan? —preguntó el Raposo.—No es por la sal, señor, que sólo da un par de sacos al año, terrosa y mala,

sino porque, como llevan tanto tiempo contendiendo por ella, se han llamadocosas muy gruesas y ya está el honor de por medio.

Los contendientes habían llegado cada uno a un extremo de la salina y sehabían detenido. Lucas de Tarento observó cómo formaban sus haces en cuña, lainfantería detrás, como si cada uno dispusiera de un gran ejército. Los arquerosse habían quedado un poco más retrasados, al resguardo de unas peñas ymontaban sus arcos o clavaban las saetas en la tierra, delante de cada posición,para tenerlas más a mano.

—¿Y suelen tardar mucho en dilucidar las diferencias? —preguntó Lucas deTarento.

El pastor se encogió de hombros.—Algunas veces todo el día, señor, con un descanso en medio para comer y

sestear. Cuando hay unos cuantos muertos por cada lado y otros tantos heridos,recogen el campo y se van sin decidir quién ganó, hasta otro año si viene bueno.Si flojea la cosecha, ese año no pelean, por falta de fuerzas, no porque deponganlas enemistades.

Lucas comprendió. Después de reflexionar un momento le ordenó a Pedro elRaposo.

—A ver, Pedro, que suene ese cuerno.Pedro se llevó el olifante a la boca y soltó un trompetazo ronco que se

escuchó en todo el valle. Don Nuño Puñonrostro y don Ordoño Matamorosmiraron en su dirección y vieron gentes de armas.

Don Ordoño Matamoros gritó a su primo y enemigo:—¡Tregua, primo, veo quiénes son y enseguida reanudamos el negocio por

donde lo dejamos!El otro asintió. Matamoros abandonó su formación y cabalgó hacia el otero

donde se habían parado los visitantes. Después de dudarlo un momento, su primolo imitó, por no parecer menos. Se acercaron a Lucas de Tarento. Los dos eranmás bien chaparros, pero fornidos, cej ijuntos y carirredondos, lo que les daba unaire de familia.

—¿Quiénes sois y en contra de quién venís? —preguntó Matamoros.—Somos cristianos de Tierra Santa que peregrinamos a las Españas por

encargo de su santidad el Papa y de los ilustres reyes de Francia y de Inglaterra—informó Cantacuzanos.

—Nuestros primos —se ufanó Puñonrostro.—Sí —afirmó Matamoros—. Somos parientes de los reyes de la Cristiandad,

por la bisabuela Jacoba que en gloria esté.

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Los primos se santiguaron en memoria de la anciana.Cantacuzanos los imitó.—Sabemos que tenéis diferencias sobre esta salina y que el asunto ha hecho

correr mucha sangre —dijo Cantacuzanos—. Por eso, y en virtud de lasprerrogativas y poderes que mi cargo papal me confiere, estoy en disposición depromulgar una tregua de Dios y una solemne y pontificia concordia perpetuaentre vosotros.

Los primos se miraron.—¿Tú qué dices Nuño? —preguntó Ordoño.—Hombre, viniendo del Papa de Roma… —opinó Puñonrostro.—La concordia sólo tiene un artículo —prosiguió Cantacuzanos—. A partir de

hoy os turnaréis pacíficamente en la posesión y explotación de la salina, un añoNuño y otro año Ordoño y lo mismo harán vuestros sucesores que la heredaránconjuntamente hasta el final de los días, cuando suenen las trompetas del JuicioFinal y todos comparezcamos en el valle de Josafat.

—¿Y quién empieza primero? —preguntó Ordoño suspicaz.—Este año le tocará explotarla —intervino Pedro el Raposo—, al que pague

el banquete de la concordia que se ha de dar en este mismo lugar y hora, que y ava siendo la de almorzar.

Los dos primos se apearon y estuvieron un rato discutiendo, pues, encaballería, cada uno le quería ceder el honor de pagar el banquete y empezarcon la salina al otro hasta que, al final, arbitraron echarlo a suertes y quesufragara la comida el afortunado que sacara la paj ita más corta. Le tocó aPuñonrostro. Mientras su mayordomo discutía con el pastorcillo el precio de lasdos peores cabras del hato, las dos mesnadas se regocijaban de la concordia y sejuntaban en medio de la salina, pisoteando la sal, para abrazarse. El moro quecuidaba de la industria se quitó el turbante, lo arrojó al suelo y lo pisoteó condesesperación.

—Luego querréis la sal, paisa —se quejaba—. Todos los años lo mismo parabueno o para malo… Me hacéis polvo las piletas y luego querréis la sal…

Los celebrantes instalaron el campamento a la sombra de unos higuerones,tres o cuatro tiendas astrosas. Mientras unos mesnaderos cortaban leña, loscocineros sacrificaron las cabras, las despellejaron, las evisceraron, las frotaroncon sal y hierbas aromáticas y las dispusieron sobre asadores improvisados. Doscorredores con sendos asnos fueron a la aldea más próxima a comprar vinosobre fiado.

Los dos primos, Puñonrostro y Matamoros competían por servir a Isbela yhacían gala de gentilezas de las que nadie los hubiera creído capaces viéndolos unrato antes, cuando proferían los insultos de ritual que preceden a la pelea,mentándose a sus madres respectivas, de costumbres, al parecer livianas, ymanifestando dudas sobre la paternidad de los respectivos progenitores, así como

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otras lindezas que salpicaban a la común difunta parentela.—¡Pelillos a la mar! —proponía Puñonrostro llevándose un pellejo de vino a

la boca.—¡Por el ánima de Jacoba, que nos bendice desde la derecha de Dios Padre!

—brindaba el otro primo.En eso estaban, entre regocijos, cantos y confraternización, cuando el

escudero de Puñonrostro, un gordo que se había quejado de que dos cabras erapoca carne para tanta gente, miró al camino y dijo:

—Llega más personal. Me parece que deberíamos matar otra cabra… El quellegaba era Guido, emborrizado con el polvo del camino, pues había cabalgadotoda la noche para abreviar la última etapa, deseoso de reencontrarse con Isbela.

Isbela profirió un grito de sorpresa cuando reconoció al recién llegado. Corrióhacia él con los brazos abiertos y se fundieron en un apretado abrazo.

—Bien, bien, tórtolos, pero dejad algo para la boda —les gritó Pedro elRaposo.

Cantacuzanos adoptó la expresión severa de quien desaprueba toda efusiónsentimental. El sabio clérigo, aunque versado en tantos saberes, no estaba al tantode la nueva moda amorosa, de la que Guido era novicio, después de las charlascon el trovador Chretien de Troy es.

—Sé que has rescatado las dos piedras dragontías, la Melada y la Peregrina—le dijo al muchacho después de los saludos.

Guido se las entregó.No he podido conseguir la Honda, maestro Jorge. Está en el país de los hielos,

según me dijo una melusina.Cantacuzanos asintió sombrío.—La Honda es de naturaleza sociable. La más sociable de todas las

dragontías, por eso ocupa la esquina inferior izquierda en el pectoral sagrado. Selas arreglará para reunirse con sus once hermanas cuando sepa que, después detanto tiempo, se vuelven a juntar.

Los viajeros del Papa permanecieron durante dos días en compañía de losdos primos festejando la concordia y celebrando la nueva alianza. Al tercer díase despidieron y prosiguieron su viaje.

Después de caminar durante varias horas llegaron al río Lobos y atravesaronel cañón donde las encinas y las carrascas crecen entre los riscos en equilibriosinverosímiles. Aquella noche acamparon en un recodo del río lento y claro, alotro lado de la Cueva Negra, la vagina de la tierra.

—Os prohíbo que crucéis el río —advirtió Cantacuzanos—, porque en esacueva maldita se rendía culto a la Abominación.

De las rocas de la cueva partió un buitre leonado con su lento batir de alas yfue a posarse en una cornisa del lado opuesto. Graznaban los buitrecitos en unnido invisible, reclamando la cena.

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Pedro el Raposo había ballesteado un ciervo. Un anciano y hambrientoermitaño, que habitaba en una cueva alta, acudió al olor de la carne. Lo invitarona cenar.

—¿Cómo vives en este lugar de Abominación? —le preguntó Cantacuzanos.—Este lugar es sagrado —dijo el ermitaño mientras clavaba el diente en su

tajada de carne—. Los templarios de Ucero están cortando la piedra para haceruna ermita delante de la Cueva Negra, una ermita a san Bartolomé, el santo quecambia de piel.

—Cambia de piel porque sus torturadores lo despellejaron —explicóCantacuzanos.

El ermitaño sacudió la cabeza.—El santo cambia de piel, como la antigua serpiente que habitaba en la raja,

y él y Dios saben por qué lo hacen —dijo en un susurro apagado.Cantacuzanos no replicó. Reconoció la sabiduría antigua en labios del anciano

y prefirió guardar silencio porque ciertas revelaciones no eran para los oídos desus compañeros. Aquella noche tomó a Lucas de Tarento aparte y estuvohablando con él sobre las piedras y sobre el destino del joven Guido de SaintBertevin.

—Es una señal de Dios que después de haber caminado por tantos senderospeligrosos, sin amparo alguno, pernoctando en prostíbulos que creía posadas,conserve inalterada su virginidad y su inocencia. Creo que ha llegado elmomento de nombrarlo caballero, antes de que se desgracie su inocencia, lo queme temo que debe de estar al caer.

Lucas de Tarento convino en que, en lo que tocaba a las armas, el muchachoestaba completamente preparado. La claridad de juicio ya se la daría la vida consus desengaños.

Terminaron de cenar, avivaron la candela para ahuy entar a los lobos y seecharon a dormir. El ermitaño no dormía. Acompañó a Pedro el Raposo en laguardia.

—Yo sé que tú tampoco duermes —le dijo—, aunque a veces lo finjas paraparecer más humano.

Pedro el Raposo lo miró en silencio y luego escrutó las estrellas. Fue unanoche larga y calurosa de primavera. Olía el campo y la felicidad de lascriaturas brillaba sobre los arroy os y en los nidos pletóricos.

Dos días después atravesaron unas chozas, en Berlanga, y a través de unbosque de venerables encinas y viejos robles llegaron a una iglesia solitaria, unaescueta nave de piedra que se alzaba en un cerrete, a media ladera, de cara alcierzo. Estaba rodeada de tumbas excavadas en la misma roca sobre la que seasentaba el edificio. Un manantial brotaba a unos pasos de distancia.

—Este es el lugar —dijo Cantacuzanos. Lucas de Tarento asintió.—Acamparemos aquí —dijo.

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Salió a recibirlos el ermitaño que guardaba la iglesia, un antiguo sargento demesnada robusto, con la barba negra apenas moteada por algunas canas, con unacicatriz que le partía la ceja y le recorría la mejilla izquierda.

—¿Sois los enviados del Papa? —preguntó—. Os esperaba. Hace tiempo queestá todo dispuesto.

Los viajeros entraron en la ermita por una puertecilla rematada con arco deherradura.

Gorgo se había sentado en una peña, conocedor de que en los lugaressagrados no se le permitía la entrada a los orcos, pero Pedro el Raposo reparó enél y le puso una mano en el hombro.

—Anda, pasa conmigo, pero no toques nada ni te separes de mi lado.El semiorco asintió emocionado y siguió al escudero.—Petah Tikvah —murmuró Pedro el Raposo posando su mano en la piedra

del dintel.Entraron. La ermita era oscura. Una docena de lamparillas distribuidas por

nichos y repisas, sumadas a una rendija de luz que se filtraba desde una saeteraorientada al Oriente, iluminaban apenas el interior. En el centro se elevaba unagruesa columna de cuy o remate partían graciosamente, como ramas depalmera, los nervios que sostenían la techumbre. A los pies de la iglesia, apoyadoen la columna central, el coro alto se sostenía sobre dieciocho columnitas en tresfilas de seis y una de cuatro. A la escasa luz de las lamparillas de sebo que elermitaño les entregó, los visitantes admiraron los frescos de vivos colores quedecoraban los muros: el elefante, el dromedario, el oso pardo, los perrosrampantes, los animales extraños y desconocidos.

El ermitaño lo mostró todo elevando la linterna que sostenía en su manofuerte y morena.

—Este es el viandante —señaló una de las figuras—. ¿A quién se parece?El personaje iba vestido con un ropaje ocre con amplia capucha alzada y

calzado de borceguíes azulados.—¡Guido! —exclamó Isbela—. ¡Eres tú!—Una simple coincidencia, aunque notable —reconoció Cantacuzanos. Otra

pintura retrataba a un guerrero de noble porte embrazando un escudo redondo,antiguo, con borlas, y sosteniendo en la otra mano una delgada azagaya.

—Y este es mi señor Lucas —intervino Pedro el Raposo.El ermitaño sonrió y acercó la luz al rostro de la pintura. El parecido era

asombroso, aunque aquel diseño de escudo hacía mucho que había dejado deusarse. Lucas de Tarento sólo había conocido los escudos en cometa.

—Y este eres tú —dijo Isbela, entusiasmada, señalando el mural encima dela puerta que representaba a un cazador que arco en mano perseguía a un ciervoherido.

—Yo —convino el escudero—, sólo que ahora los ciervos se cazan con

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ballesta.Quedaba una figura en un friso extenso. Un cazador a caballo, con un largo

tridente en la mano, galopaba detrás de un podenco y dos galgos que perseguíana dos liebres.

Lucas de Tarento reconoció los rasgos de su antiguo discípulo Sven le Berg, enel tiempo de su mocedad, cuando aspiraba a ser un guerrero de Cristo, antes devender su espada y deshonrar su nombre.

—La última figura —dijo el ermitaño señalando a un joven a caballo quesostenía jovialmente en su mano un halcón peregrino: el rey del Mundo, el quetraerá la concordia y superará los odios que emponzoñan la tierra.

—El Resh Galutha —murmuró Cantacuzanos.El ermitaño se volvió hacia él y escrutó su rostro, como si las palabras

pronunciadas siguieran en su boca y pudiera leerlas. Guardó silencio y se dirigióa un ángulo oculto por las columnitas que sostenían el coro.

—Aquí tenéis la cueva santa —señaló la entrada de una caverna en un ángulodel muro.

Aquella noche, ante el fuego del campamento, el ermitaño contó la historiade san Baudelio, el patrón del lugar. « Cuando estaba en el desierto venció a laserpiente Groya y la expulsó de esta cueva y sobre ella levantó esta iglesia. Laermita permaneció mucho tiempo sin techo, sólo los muros, hasta que MaríaMagdalena se le apareció en un sueño y lo enseñó a levantar una palmera depiedra en el centro, que sostuviera el mundo. Luego san Baudelio predicó contralos druidas y derribó los ídolos de la antigua religión» .

El ermitaño excluyó del relato la última parte, quizá porque la ignoraba,cuando Baudelio interroga a un anciano druida, el último de Nimes, que le revela,antes de morir, cocimientos arcanos que modificaron para siempre su vida y lomovieron a retirarse a la soledad de los desiertos y hacerse ermitaño.

A día siguiente descansaron. Al atardecer, el caballero Lucas tomó aparte aGuido y le dijo:

—Guido, hace años que tu madre te confió a mi cuidado para que velara porti en tu triste orfandad. Tu padre, que murió combatiendo a mi lado como unbuen caballero, me enseñó cosas que yo ignoraba y me dio la medida delmundo. No puedo decir que el conocimiento me hiciera más feliz, pues en laignorancia en que vivía tenía menos cuidados, pero el conocimiento me ha hechomás hombre al acercarme a la Verdad. Hay cosas que no puedo decirte porqueyo mismo no las comprendo cabalmente, pero esta noche te vas a hacercaballero sobre la cueva santa, en la palmera de piedra que alberga a loselegidos. Creerás soñar y en ese sueño vas a atisbar la verdad. Esta nochemueres para que nazca otro que vive en ti y pugna por nacer. Ha llegado la hora.En lo sucesivo servirás a tu corazón y tu corazón no te engañará. Llevas mibendición.

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Se acercó Cantacuzanos. Guido se arrodilló y el clérigo le rodeó la cabezacon sus manos mientras murmuraba unos conjuros.

—Ahora ve al ermitaño y que él te enseñe el camino.El ermitaño lo esperaba a la puerta de la iglesia. Entraron y cerró la puerta

tras de sí. Llevaba una débil lamparilla de sebo que apenas alcanzaba a iluminarun rodal de losas mal encajadas.

—Sígueme —le dijo.Del otro lado de la columna central, en la parte más despejada del templo,

partía una escalera angosta que conducía al nivel superior del coro a la altura delas ramas de palmera que sostenían la techumbre. Entre el arranque de dosramas había un agujero estrecho por el que apenas cabía una persona que nofuera demasiado corpulenta. El ermitaño acercó la lamparilla.

—Ahí tienes la capilla donde debes velar toda la noche —dijo—, el ojo deDios, la tumba de Guido.

—¿Debo entrar?El ermitaño asintió.Guido se despojó de los zapatos y de la túnica parda y se quedó en camisa

blanca. De esa guisa entró en el habitáculo. No era más ancho que un ataúd, ytan angosto que no permitía echarse como no fuera apoyándose en la pared. Elermitaño tomó una vasija del suelo y se la tendió al muchacho.

—Bebe.Guido bebió un líquido denso y amargo.—Es el agua de la vida que te ayudará en el tránsito —le dijo—. Mañana

serás un caballero profeso y un hombre nuevo. El mancebo que eres ahora sequeda aquí.

No habló más. Se fue llevándose la lamparilla y dejó a Guido en la másabsoluta oscuridad, a solas con sus confusos sentimientos. Aquella noche larga deprimavera floreció la violeta y rezumaron de verdor los prados, despertaron lassemillas de la adormidera, de la espuela del caballero, del basilisco y deldondiego. Fuera de la ermita de san Baudelio la atmósfera estaba despejada,aunque hacía un tiempo nublado, húmedo y borrascoso. Llegaban de África lasabubillas, nacían los primeros topos, despertaban en sus agujeros subterráneos lasculebras bastardas, la hembra del búho real incubaba sus huevos. Todo lo percibíadesde su nicho ciego Guido, el caballero, y sentía girar sobre sí los infinitos astrosdel firmamento, el sabio búho sobre el tejado con los ojos vueltos a Egipto,vigilantes de la noche. Salía de su nido la procesionaria del pino, los árbolesexudaban resina, cuajaban las habas en los huertos, la hembra del jabalí paríaentre las breñas, suspirando, mientras en el alto ciprés se conmovía el nido delcárabo al romper el polluelo la cáscara del huevo. Venía la golondrina y el tordose marchaba. Guido lo percibía todo en la confusión de su alma, nubes y vientos,la minuciosa geografía de un cuerpo de mujer que nunca había recorrido,

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abrazado al corazón candente de la Abominación, comprendiendo, comoiluminado por un súbito relámpago, la mentira de las grandes verdades por lasque había jurado morir, por las que juraba ahora profesar las exigentes ley es dela caballería.

Un rayo de sol entró por una alta piquera, se deslizó por las pinturas del muroy fue a posarse en veloz carrera sobre la cabeza del muchacho que velaba susarmas en el nicho de la palmera. Resonó la tranca de la puerta de la ermita aldescorrerse. El ermitaño subía la escalera del coro, con su paso poderoso, unaalcarraza de agua fría en las manos. El nuevo caballero apagó en ella su sedprodigiosa.

—Ya es de día —dijo el ermitaño—. La ceremonia ha concluido. ¿Haspasado una buena noche, señor?

La primera vez que lo llamaban señor. Guido estaba tan confundido que noacertaba a articular palabra.

No te preocupes —dijo el ermitaño tendiéndole de nuevo la alcarraza de aguafría—. Lo que tenías que saber y a lo sabes, en tu corazón más que en tumemoria. Serás un buen caballero.

Afuera, delante de la hoguera que había alejado a los lobos, Cantacuzanos yLucas de Tarento velaron también toda la noche mientras los demás dormían.Hablaron de muchas cosas, entre ellas algunas relativas a la Mesa de Salomón.

—Hace cuatrocientos años —explicó Cantacuzanos—, existía en la ciudad deSusa, en Mesopotamia, una academia judía cuya fundación se remontaba altiempo en que los romanos destruyeron Jerusalén. Durante muchas generacionesaquella academia talmúdica veló celosamente por la transmisión de los secretosde la Mesa de Salomón. No todos los discípulos de la academia perseveraban enel estudio. A muchos, después de lustros de arduas lucubraciones, les ganaba ladesesperanza y abandonaban la empresa, persuadidos de que nunca existió talMesa de Salomón, y decidían que se trataba tan solo de una leyenda talmúdica ode una broma pesada ideada por algún rabino loco. Pero otros estabanfervientemente convencidos de la existencia del misterioso objeto del que sólosabían que estaba en occidente.

Llegó un momento en que sólo quedaron en la academia cuatro ancianostalmudistas, todos ellos notables por su sabiduría y piedad, pero los cuatroancianos ya no tenían ningún discípulo que los sucediera. Los cuatro ancianosdecidieron, de común acuerdo, partir para Occidente y buscar ellos mismos elsecreto de Salomón: Vendieron los escasos bienes que la academia poseía y conel caudal que obtuvieron, sumado a las limosnas de gente caritativa, seprocuraron sendos pasajes en una caravana especiera que iba al mar.

Llegados a Haifa se embarcaron para Italia en un cóncavo bajel pues sabíanque los romanos habían llevado la Mesa a Roma junto con los otros tesoros delTemplo. Cuando ya avistaban las costas, la nave naufragó y tres de los sabios

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perecieron ahogados. Al cuarto lo rescataron unos piratas y lo vendieron dentrode un lote de esclavos, a Rumahis, el famoso almirante del califa de Córdoba. Asífue como Moshé ben Hanok fue a parar a Córdoba donde la aljama, conocedorade su sabiduría, lo adquirió y le encomendó la escuela talmúdica de la ciudad. Elsabio vivió todavía doce años, durante los cuales formó en la sabiduría a undiscípulo, Hasday ben Chaprut, que luego sería ministro del califa y gran visir.Ese discípulo transmitió a otros la enseñanza secreta y así ha llegado hastanosotros.

Con las claras del día, el ermitaño rescató a Guido de su nicho en la altacolumna y lo devolvió al mundo ya transformado en caballero.

Afuera, en la pequeña explanada al pie de la iglesia, le habían preparado unmodesto banquete de celebración. Guido asistió al agasajo con amabilidadausente. Ni siquiera miró mucho a Isbela que había escogido para la ocasión sucapa bizantina, azul, con reflejos dorados, y se había alcoholado los ojos. Elnuevo caballero tenía la mirada perdida y estaba abstraído, lo que la muchachadisculpó, un poco decepcionada, atribuy éndolo a la falta de sueño.

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CAPÍTULO LXXIII

Sven caminó durante veinte días de sol a sol, siempre seguido por un cuervo queunas veces se adelantaba y otras se retrasaba, y sólo desaparecía cuando seacercaban a algún castillo o aldea. Algunas veces otros cuervos se unían alprimero e intercambiaban graznidos. Los cuervos de san Vicente lo tratabancomo a un peregrino más de los que acudían al santuario.

Al cabo de muchos días llegó a un paraje desolado, tierras pedregosassurcadas por arroyos secos en las que crecían algunos arbustos tumbados por losvientos oceánicos. Olía a yodo y a mar, aunque no se veía el agua porque estababajo los acantilados. Sven distinguió a lo lejos una bandada de cuervos que volabaen círculos. Se dirigió hacia aquel lugar y llegó a una humilde cerca de piedra nomás alta que las rodillas de un hombre, derrumbada a trechos, a trechos sustituidapor matas de espino. Un hombre con chilaba y bordón esperaba sentado en unade las dos grandes piedras que delimitaban la entrada. Al llegar Sven se levantó yse echó hacia atrás la capucha que le cubría el rostro revelando los familiaresrasgos de Asmodeo, el mago.

—Llevaba tiempo sin verte —dijo Sven sin mucho entusiasmo—. Creía que tehabías olvidado de mí.

—No me he olvidado de ti ni de nuestro trato —respondió Asmodeo con vozfatigada—. Sé que tienes la Honda.

Sven le entregó la piedra.—Quédatela. A mí sólo me interesa la recompensa. Asmodeo la guardó.—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó el guerrero.Los emisarios del Papa buscan las dos piedras que les faltan, la Granito y la

Dolida. Están en tierras de moros. Debes adelantarte y arrebatárselas.—¿Dónde están? Asmodeo señaló al cielo.—Los cuervos te guiarán.Sven hizo ademán de retirarse, pero Asmodeo lo detuvo por el brazo. La

mano del mago quemaba como un cuchillo al sol.—¿No quieres visitar el santuario?Sven se encogió de hombros y se dejó conducir.El santuario era un humilde morabito cubierto por una cúpula de media

naranja, todo blanqueado, que se asomaba al borde del acantilado batido por elocéano.

—Este es el Cabo Sagrado de Estrabón, un sabio antiguo que escribió de estastierras —dijo Asmodeo—. El santuario al que peregrinó el pagano Artemidorocien años antes de Cristo.

Salieron un grupo de peregrinos musulmanes y dos cristianos ataviados a la

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italiana.—¿Qué hacen esos cristianos en una mezquita? Asmodeo sonrió:—¿Y quién te dice que es una mezquita? Es un lugar sagrado de la Diosa, más

antiguo que todas las mezquitas y que todas las iglesias. Los peregrinos queacuden aquí dejan sus afanes y sus mezquindades religiosas donde tú has dejadola espada.

Una puerta angosta, de madera tan reseca que parecía acribillada decuchilladas, conducía a un recinto cuadrado en cuyo centro había tres piedrasesféricas de una braza de diámetro. Los devotos vertían sobre ellas suscantimploras, mojaban las manos en el líquido que resbalaba por la piedra y seuntaban con él la cabeza, las llagas y los miembros enfermos. Un regatoconducía el agua sobrante al exterior, para irrigar el huertecillo del ermitaño.

—Esta ermita la destruyeron los almorávides —dijo Asmodeo—, pero susdevotos la reconstruyeron.

Los cuervos se posaban sobre la blanca cúpula, graznaban y aleteaban.—Míralos: parecen negros, pero si te fijas contienen los tres colores de la

Diosa, los colores de la luna: negro, rojo y blanco.Sven no dijo nada. Todo aquello le parecía una pérdida de tiempo para

consuelo de gentes débiles y supersticiosas incapaces de regir sus vidas. Él sólofiaba de su espada. La recuperó a la salida del recinto, se despidió de Asmodeo yse marchó sin volver la cabeza, tras el vuelo de un cuervo que lo llevaba hacia elsur.

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CAPÍTULO LXXIV

En los días siguientes no ocurrió nada digno de mención. El enano Grontaldivertía a Guido con el recuento de las aventuras vividas por el grupo en suausencia, entre ellas la de la abadesa de Conouvert. Las primeras jornadas a estelado de los Pirineos las habían hecho por el camino habitual de los peregrinos queacudían a la tumba del apóstol Santiago.

En la posada La Santa Almeja, cerca del Puente de la Reina, habíancoincidido con una abadesa francesa, cuarentona y risueña, que peregrinaba condos de sus novicias y un nutrido séquito de criados y acemileros. El paje queservía a la abadesa cayó enfermo de bubas y el posadero rogó a Grontal quesubiera un gran caldero de agua caliente donde la monja hacía sus abluciones. Enel baño, el vapor era tan denso y hacía tanto calor que la camisa del enano se lepegó al cuerpo revelando sus intimidades.

—¡Alabado sea el señor que cuida de sus criaturas! —dijo la abadesaconmocionada, y, con un guiño pícaro, le ordenó que le frotara la espalda.Grontal atendió al mandado y ayudó a la eclesiástica en todo lo que fuemenester. Al día siguiente la abadesa envió a su administrador a Lucas deTarento.

—Señor caballero: vengo a comprarle el enano.—No está en venta —dijo Lucas—. Aunque pertenezca a la raza de los

enanos, Grontal es hombre libre.—Y pienso proseguir mi camino con mis compañeros, señor tesorero —

intervino el enano con firmeza—, aunque agradezco el interés de vuestra señorapor mi bienestar. Quizá, si Dios me da vida, la visite alguna vez en su monasterio,puesto que para regresar a mis montañas tendré que atravesar forzosamente ladulce Francia.

Pedro el Raposo había ensillado los caballos. Los viajeros proseguían sucamino. La abadesa abandonó sus oraciones y compareció en el patio paradespedirse de Grontal.

—Rezaré a santa María para que permita vuestro pronto regreso —le dijoponiéndole disimuladamente una mano sobre el muslo—, y le pondré un ciriobien gordo a santa Nefija porque todo el tiempo de vuestra ausencia lo viviré conla esperanza de repasar nuevamente con vos los misterios Gozosos.

Cuando se apartaron, Gorgo preguntó a Grontal.—¿Qué ha querido decir la monja con eso de los Misterios Gozosos?—Se refería a estar todo el día liados como conejos.Siempre hacia el sur, entraron en un páramo montuoso y atravesaron aldeas

miserables. En algunos caminos les salían guardias al paso y Lucas de Tarento

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mostraba el salvoconducto firmado por el canciller del rey de Castilla. A la vistadel sello real, los guardias torcían el gesto, pues ello significaba que se les iba laganancia, pero los dejaban pasar.

—¿No entraremos en ninguna ciudad? —preguntaba Isbela.—Me temo que no, muchacha —respondía el caballero—. Al menos no antes

de Calatrava, que es la última ciudad cristiana, asomada a las lindes sarracenas.—El campo da centeno, albergue y batalla —citó Cantacuzanos—, pero la

ciudad da la letra, la cosa numeral que no se rige por las estrellas. Pedro elRaposo solicitó y obtuvo permiso del caballero Lucas para desviarse y visitarToledo, donde quería honrar la memoria de su antiguo amo, el cabalista dePraga, en el cementerio de los judíos. A los pocos días regresó y se unió al grupo.Grontal intentó averiguar lo que había hecho, pero Pedro el Raposo desvió laconversación. Eludía hablar de ciertas cosas.

La primavera se extinguía. Avanzaban por medio de sembrados raquíticos, dearboledas diezmadas por los incendios, las talas de la guerra y las cabras. Amedida que profundizaban hacia el sur volvía a hacer calor, especialmente en losmediodías y la tierra comenzaba a parecerse a los pedregales de Tierra Santa.

—¡Tierra de escorpiones y de sarracenos! —dijo Grontal.—Sí, amigo, pero también de fuentes y jardines. Aquí los sarracenos están

bien instalados.Caminando por una interminable llanura de pastizal y esparto, con ralas

arboledas, Lucas de Tarento explicaba la historia de aquellas tierras que habíarecorrido en su juventud.

—Hace quinientos años, o más, estas tierras eran de los romanos y de losgodos, pero llegaron los sarracenos mataron al rey y conquistaron todo el país enun año, todo menos unas cuevas en las montañas donde se refugiaron algunoscristianos fugitivos. Con el tiempo esos cristianos crecieron y se fortalecieronhasta formar pequeños reinos, León, Castilla, Navarra, Aragón… Luego seextendieron hacia el sur aprovechando que los sarracenos habían dejado muchastierras despobladas. No hará dos siglos que el reino sarraceno de Córdoba sefragmentó en un mosaico de pequeños principados y esto desequilibró la balanza,porque entonces los cristianos invadían las tierras de los moros y les exigíantributos. Así las cosas uno de los reyezuelos sarracenos llamó en su auxilio a unastribus mahometanas feroces y numerosas que dominaban el norte de África, queestaban deseando morir en combate.

—Ten en cuenta —intervino el Raposo— que el paraíso de Mahoma es másapetecible que el cristiano. Mientras nosotros sólo tenemos la contemplación deDios en una especie de arrobo místico, a ellos se les ofrece un jardín con arroy osde leche y miel y sesenta huríes por barba que hoy desvirgas una y mañana te laencuentras virgen de nuevo, como si nada.

Guido pensó que aquello tenía que ser fatigoso, pero se abstuvo de opinar.

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—Pues bien —prosiguió Lucas de Tarento—, los almorávides atravesaron elestrecho y derrotaron a los cristianos, pero cuando vieron la riqueza de estastierras se lo pensaron mejor y se quedaron con ellas. Al-Andalus, como lollamaban, se incorporó a su dominio norteafricano, un imperio que se tardaba encruzar tres meses, con el mar y un desierto por medio.

—Parece mucho —dijo Guido.—Más tierra que todos los estados cristianos juntos… Hazte cargo. Estaban en

esta conversación, con la tarde ya vencida, cuando divisaron un cerro amesetadoque se levantaba apenas unos metros sobre el llano.

—Aquello es Calatrava —dijo Lucas de Tarento—. ¿No querías una ciudad,Isbela?

Isbela no lo escuchaba, se había quedado retrasada, como de costumbre, paraconversar con Guido, que iba a la zaga.

Se acercaron a la ciudad rodeada de un foso y un muro torreado, con uncastillo fuerte en el extremo más eminente. Un flanco estaba protegido por un ríomanso y ancho, escaso de aguas, que formaba un extenso barrizal al derramarsepor el llano. Un par de norias de lento giro, sujetas a potentes corachas queavanzaban hasta el centro del río, suministraban agua a la ciudad.

—Esta es la última ciudad importante antes de las montañas del Santo Reino—dijo Lucas de Tarento—. Aquí se juntan las caravanas, los arrieros y losmercaderes porque está a medio camino de Córdoba y Toledo, y de Mérida aCalatayud y a Cartagena.

Llegaron a las puertas de la ciudad. Lucas de Tarento le mostró al sargento dela guardia las cartas pontificias y le pidió que lo condujera ante el alcaide. Elsargento llamó a dos pilluelos y les ordenó que llevaran a los viajeros al castillo.Recorrieron una calle estrecha llena de tiendas de pañeros, en la que clientes ymercaderes discutían ruidosamente, y desembocaron en una plazuela dominadapor el enorme arco monumental que separaba la ciudad de su fortaleza. Unnovicio calatravo se informó de la embajada y les franqueó el paso. Mientras losdemás esperaban, otro novicio condujo a Lucas de Tarento a través de un patiointerior ante el alcaide. Después de las presentaciones, el alcaide convocó a suescribano, un judío moreno con los rizos de las sienes enmarcándole las mejillashuesudas, que examinó el documento así como los sellos pontificios de plomo quependían de él.

—Es auténtico —dijo devolviéndolo al alcaide—. Del puño y letra delprotonotario apostólico.

—En los tiempos que corren toda precaución es poca —dijo el alcaide, altiempo que ofrecía asiento al visitante. Era un guerrero del que nadie hubieradicho que también era fraile de no verle las cuatro flores de lis de la cruz deCalatrava.

Los dos veteranos de la frontera conversaron durante un buen rato, hablando

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de conocidos comunes y de los avatares de la guerra en Tierra Santa y en lafrontera de Castilla. Un novicio compareció en medio de la conversación con unajarra de vino manchego, áspero y corpudo. El alcaide agasajó a su huésped.

—¿Cómo piensas pasar a tierra de moros?—Nos disfrazaremos de traj inantes.El calatravo se encogió de hombros.—Debes saber que es peligroso. Los almohades están preocupados por la

fuerza de Castilla y vigilan mucho los pasos. Recelan de espías. Ven exploradorespor todas partes. Detienen e interrogan a los caminantes.

—Lo tendré en cuenta.Permanecieron dos días en la ciudad alojados en una de las casas de la

Orden. Calatrava estaba llena de comerciantes y caravaneros. Lo musulmán y locristiano se mezclaban y confundían como en Tierra Santa. Guido paseó conIsbela, por el zoco y al pie del foso fluvial en el que nadaban los patos. Sentadosen un jardincillo de la muralla, frente a la enorme noria que alimentaba lasfuentes, planeaban su futuro.

Pedro el Raposo ocupó su tiempo de manera distinta. En la judería preguntópor un antiguo rabino y fue a verlo. El rabino lo reconoció al instante.

—¿Eres hijo de Baruj Meir?—Sí, rabí —dijo el escudero.—¿Cómo te sienta la vida?El escudero se encogió de hombros. El judío le ofreció una silla. Le hizo

algunas preguntas sobre los países y las ciudades que había visto, sobre gentesque había conocido, sobre sus sentimientos en tal o cual ocasión, pero evitóreferirse al asunto que lo traía tan lejos a la tierra de los moros occidentales: elrescate de la Mesa de Salomón.

En un momento dado se levantó de su asiento y desató el pañuelo ocre quecubría la frente del escudero. Sus dedos suaves recorrieron los relieves que elpañuelo ocultaba. Cuando terminó su examen acarició paternalmente las ásperasmejillas.

—Hay vida en ti —dijo, y le volvió a colocar el pañuelo—. Dentro de unosdías llegaréis a un lugar, Arjona. Busca allí a Baruj Chaprut y muéstrale tufrente. Él sabe lo que tiene que hacer.

Pedro el Raposo asintió. Después se ajustó el pañuelo y salió.

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CAPÍTULO LXXV

Sven desembarcó en el animado puerto de Almería tras recorrer la costa en unanave almohade que recogía espadas y hierros de deshecho con destino a lasherrerías de Túnez. El rubio se hacía pasar por un mercenario turco del califaalmohade. Vestido de chilaba corta, con las musculosas piernas al aire, el pico delturbante cruzado delante de la boca, dejó su impedimenta al cuidado del guardade los baños del Toro, detrás de la mezquita mayor, y se dirigió al cercanomercado, donde adquirió un buen caballo y un asno para las provisiones.Abastecido de todo lo necesario, aquel mismo día tomó el camino del norte, elque discurre por la hoya de Baza, entre cerros pelados y valles verdes, y enlazacon el curso fluvial del Guadiana Menor. Unos días después llegó a Tísear, entrelas montañas meridionales, y durmió en el santuario, junto al torrente de aguassantas, confundido entre los peregrinos. Cuando amaneció atravesó el puerto demontaña y se unió a una recua de traj inantes que se dirigía a la feria y mercadoanual de Quesada. Al día siguiente avistaron Cazorla y el guerrero se despidió delos caravaneros.

Cazorla. Un peñasco gris en medio de un bosque verde y un castillo medioderruido. Allí habitaba la dragona Tragantía, la dueña de la piedra Granito, en unsubterráneo tan escondido que nadie conocía su entrada. Desde un otero, bajo lapotente enramada de una encina que lo protegía de los rigores del sol, Svencontempló los muros erosionados del castillo. Se extendía a todo lo largo de unapeña extensa que se asomaba a una cortada, En el hondón, casi oculto por laarboleda, se escuchaba el murmullo de un río estrecho y caudaloso.

El guerrero estudió el territorio desde su altura, antes de aventurarse. No veíani la más ligera traza de cueva alguna que pudiera ocultar a la dragona. Sólo unaarboleda intrincada que tendría que explorar pacientemente hasta dar con laguarida del monstruo.

Sven suspiró, resignado, palmeó el pescuezo de su caballo y reemprendió elcamino. Miró hacia atrás. El asno atado de reata los seguía cabizbajo con sufardo de impedimenta sobre la albarda. El guerrero rubio volvió la cabeza paramirarlo. Quizá atado frente a la boca de la cueva le pudiera servir de reclamopara cazar a la dragona.

Bajó la cuesta y se detuvo. Aguzó el oído. Le había parecido percibir músicaen la enramada. En efecto, los acordes de un laúd morisco se oían a través de lamuralla vegetal. El guerrero se abrió paso hacia ellos. En un claro del bosque,junto a una alfaguara que manaba agua fría sobre un antiguo pilar de piedra,había una gran tienda de campaña, blanca, circular, con el mástil centraladornado con tres esferas doradas, a la morisca, y, a su lado, un lujoso palanquín

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de viaje, rojo, con las cortinas de cuero fogueado. En torno a la tienda se veíahasta una docena de personas, entre subsaharianos armados, pajes, esclavas ydamas, cada cual ocupado en sus menesteres.

El guerrero abandonó el bosque y se acercó abiertamente a través del prado.Dos subsaharianos le salieron al paso.

—¿Quién eres y adónde vas? —preguntó uno de ellos.—Dejadlo que se acerque —dijo una dama desde la espesura.Sven le Berg descabalgó y se aproximó a la mujer. Era morena y hermosa.

No aparentaba tener más de veinticinco años, aunque su mirada profunda y sabiasugería más experiencia. Vestía calzones de seda, a usanza islámica, que seajustaban en la cintura resaltando su talle fino y sus caderas espléndidas. Encimallevaba una camisa sencilla y un chaleco de tafilete que no lograba disimular lahermosura de dos pechos grávidos y firmes, más bien la realzaba. Era tanhermosa y las facciones de su rostro eran tan delicadas que Sven no pudo ocultarla impresión que le causaba.

—¿Quién eres? —preguntó la dama con su voz de seda.—Sólo un viajero que se dirige al norte, a una guarnición del califa, señora —

respondió Sven.—Yo soy Sara la Goda —dijo ella—. Llevo las cenizas de mi difunto marido

a la Peña de Sirio, en Sierra Morena, donde las sepultaremos según su deseo. Mehe detenido en esta arboleda para refrescarme de los rigores del mediodía ysestear. Si te place descansa junto a nosotros, come y restaura tus fuerzas antesde proseguir tu camino. Veo, por tu acento, que procedes de lejanas tierras ¿quizádel otro lado del mar? Me gustaría escuchar tu historia.

—No deseo otra cosa que servirte, señora —dijo Sven.La dama lo tomó familiarmente de la mano y se adentró con él en la

arboleda mientras los criados subsaharianos se ocupaban del caballo y del asno.Un camino antiguo, empedrado y medio invadido de malezas, discurría hacia

el castillo como un túnel verde. Algunos ray os de sol, abriéndose paso entre lasramas, fingían manchas de oro sobre el oscuro pavimento. La vereda, en suavecuesta, zigzagueaba siete veces antes de alcanzar la carcomida puerta de lafortaleza. La dama remontó la senda en silencio con el guerrero de la mano.Sven percibía de manera creciente el aroma a rosa densa que emanaba elcuerpo femenino, un aroma que lo envolvía también a él y lo teñía de una suavedulzura azul. Pensó que el marido de aquella señora, donde quiera que estuviesesu alma, debía de echarla de menos y sintió una violenta atracción por ella.

Miró atrás. Se habían alejado del campamento lo suficiente para que noescucharan sus gritos. Podía tomar lo que deseaba allí mismo, sin estorbo denadie.

Entonces lo sorprendió la mirada de la dama, una mirada intensa y sensual.Ella había percibido su deseo y parecía dispuesta a entregársele de buen grado.

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Se aproximó a él y lo besó largamente, tomándole la cabeza entre las manosdelicadas y frías. Sven notó la lengua fina y cálida de la beldad explorando suboca y encontró su saliva dulce y templada.

En el patio abandonado los helechos crecían espesos y mullidos, como uncamastro natural. Sven abrazó a Sara la Goda y la abatió lentamente sobre aquelblando verdor que, al echarse, se cerró sobre ellos encerrándolos en un capullovegetal. La dama pesaba más de lo que aparentaba, lo que el guerrero atribuyó alas carnes densas y jóvenes. Se desnudaron sin dejar de besarse. Contempló condeseo aquel cuerpo perfecto de piel delicada y brillante como el nácar, con unpequeño tatuaje, una rosa azul, entre la cintura y el redondo trasero.

Sven recorrió con sus besos el cuerpo de Sara desde el meñique del piederecho hasta la nuca (ella se había despojado de todo menos del escarpíndorado que protegía su pie izquierdo y de una cinta de tafilete morado que lerodeaba el cuello). Después desandó nuevamente con la lengua el deleitosocamino. Con el intercambio de caricias y besos, su erección era tan grande quele dolía. Todavía se demoró en otras caricias más íntimas, con la lengua y con losdedos, mareado por el olor a almizcle y rosas que la dama emanaba.

—Éntrame —suplicó ella con la voz descompuesta y ronca de un cisne suave.La penetró delicadamente. Sara la Goda elevó las piernas, como dos

columnas vivas, al cielo vegetal de la pérgola arbolada y se abrazó con ellas alamante al tiempo que lo hacía con los brazos, entre profundos suspiros y quedaspalabras de amor al oído.

Era la mujer más hermosa que había conocido jamás, y había conocido amuchas mujeres, desde las rubias y pecosas de su tierra natal, dignas en público,apasionadas en la intimidad, hasta una princesa siria de ojos insondables como lanoche y la piel tostada como la Sulamita que encantó a Salomón. Tambiénprostitutas de alto rango y mozas de miserable mesón. Ninguna le había deparadouna pasión tan desaforada y repentina como aquella viuda de edad indefinibleque se le entregaba sin términos en las ruinas deshabitadas de un castillo.

Estaban desnudos y rodaban de un lado a otro de la cama de helechos segúnlos lances venéreos. Sven mientras penetraba a ritmo creciente en el cuerpo de ladama, sentía el tacto frío y envolvente de las piernas femeninas aferradas a sutrasero, a sus muslos, a sus piernas, a sus pies, un tacto progresivamente heladoque le inmovilizaba los miembros con una fuerza que sin duda anunciaba lainminencia del orgasmo. También él percibió el asalto de un espasmo largo ycopioso como no recordaba haber sentido hacía mucho tiempo. La dama semantenía boca contra boca entre jadeos y besos sobre el cuello, debajo de laoreja. El guerrero esperaba la laxitud que sigue al placer, pero la presión de laspiernas femeninas en torno a las suyas no remitía. Además, percibía algoanómalo en aquel contacto. Un pensamiento que antes había rechazado, en losardores del coito, volvió a asaltarlo ahora. La piel de la dama se había vuelto fría

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y el abrazo de sus piernas seguía abarcando absurdamente su cintura, sus muslos,sus propias piernas y hasta sus pies. Alarmado, Sven le Berg se desasió de la bocainsaciable de la mujer, volvió la cabeza y miró: no eran los muslos de la dama,sino los anillos de una enorme serpiente lo que lo abrazaba y oprimía. En aquelmomento la boca de Sara se abrió hasta desencajarse, una boca monstruosa quebuscó la garganta del guerrero. Sven lo comprendió todo: aquella mujer era laTragantía. La dragona lo había hechizado para seducirlo con la forma de unamujer deseable.

Sven apartó su y ugular de la boca de la espantosa criatura justo a tiempo deevitar la afilada dentellada de unos colmillos agudos y sanguinolentos. Aullandode asco y de miedo se zafó del abrazo de la serpiente sintiendo el frío delmonstruo en su miembro viril y mientras luchaba por escapar de la Tragantíareparó en que seguía siendo una hermosa mujer de cintura para arriba, aunquede las caderas para abajo se hubiera convertido en una serpiente gruesa, larga yrepugnante.

Sven había dejado su jubón, con la daga al cinto, en la cabecera. La hojaescapó de la vaina con un lúgubre tintineo.

La cabeza de Sara, hermosa y sensual, pero con un brillo diabólico en losojos, volvía al ataque con sus colmillos de serpiente y su lengua de reptil larga ybífida. Sven le lanzó una cuchillada al cuello y logro herirla superficialmente, loque provocó un silbido furioso del monstruo. Estaba a merced de ella, con laspiernas atrapadas entre los anillos que se las oprimían fuertemente, sin posibilidadde zafarse.

La segunda cuchillada, más efectiva, alcanzó el rostro de la Tragantía, desdeel lóbulo de la oreja al final de la mandíbula.

Los silbidos aumentaron y la boca ensangrentada se distendió aún más hastadesencajarse.

El tercer tajo seccionó la delicada garganta de la mujer y cortó la cinta detafilete que la adornaba. Al caer, dejó al descubierto una leve cicatriz circular,como si aquella cabeza hubiese estado separada del tronco alguna vez.

Antes de sumirse en la noche eterna de la muerte, la Tragantía, serpiente ymujer, lanzó la mirada oscura y terrible de sus monstruosas pupilas donde unmomento antes albergaba la belleza y el deseo. Quiso decir algo, pero solo emitióun quej ido inarticulado, con las cuerdas vocales seccionadas. Aflojó losbellísimos brazos y la poderosa presa serpentina, y murió. Entre los labiosbrillaba la piedra Granito. Sven le abrió la boca con precaución, usando elcuchillo, rescató la piedra, se vistió y se marchó. Antes de abandonar el castillocontempló el cadáver del monstruo. La serpiente provocaba escalofríos, pero laotra mitad era la mujer más hermosa que había conocido.

Sven descendió el camino de las siete cuestas. Donde antes había dejado unaespesa arboleda, con la tienda blanca, el palanquín y los criados de Sara la Goda,

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había ahora un pueblo pequeño con las casas encaladas y las puertas y ventanasazules. Recuperó su caballo y su asno del pradillo donde pastaban y atravesó elpueblo con ellos de reata. En la plazuela, junto a la mezquita y los baños había unciego, las sarmentosas manos apoyadas en el arco de una gancha. Sven le arrojóen el regazo una moneda de plata, un dirham almohade cuadrado y fino comouna oblea.

—Dime hermano, el castillo de ahí arriba ¿quién lo habita? —le preguntó.—Lo habita el alcalde de Cazorla, Mohamed ibn Firzi, un hombre esclarecido

que lleva toda la vida luchando contra los cristianos idólatras.—Me habían hablado de Sara la Goda —dijo Sven. El ciego asintió.—¡Ay, buen amigo! También ella lo habita. Una mujer bellísima que de

cintura para arriba es mujer y de cintura para abajo espantosa serpiente. Cuandolos musulmanes llegamos a estas tierras, hace veinte generaciones, el castillopertenecía a un conde cristiano que ocultó a su hija, Sara la Goda, en elsubterráneo secreto donde guardaba sus tesoros. Llegaron los musulmanes,asaltaron el castillo, el conde murió en la pelea y nadie supo dar con la entradaque conducía a la princesa y a los tesoros del cristiano. Pasó el tiempo y laprincesa condenada al horror del laberinto encantado, se transformó en unaserpiente espantosa que sólo come en la noche del día más corto del año. Ese díaabandonamos el pueblo y dormimos lejos, le dejamos ovejas y caballos almonstruo para que los devore y calme su apetito hasta el año siguiente. Una vez,un alcaide del castillo pensó que eran paparruchas de viejas y se quedó por lanoche en su fortaleza. Al día siguiente encontraron lo que quedaba de su cadáver,menos de la mitad de un hombre.

Sven puso la mano en el hombro del ciego para despedirse y prosiguió sucamino. La última piedra dragontía estaba en Jaén, siete jornadas al sur.

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CAPÍTULO LXXVI

Los viajeros remontaron las primeras estribaciones de Sierra Morena ydescendieron por las riberas del río Magaña, entre empinados riscos que seerguían sobre sus cabezas como los pilares y los muros de una catedral. Losacebuches, las encinas y las retamas se asomaban a los precipicios en equilibriosvertiginosos.

El Magaña bajaba impetuoso y mineral, arrastrando algunos peces muertos.—¿Peces muertos? —dijo Grontal—. ¿No es eso un mal agüero?—Pudiera ser, si no encontramos la explicación natural aguas arriba —dijo

Cantacuzanos.Mediando la mañana la encontraron. Una mujer gorda, mochilona

despatarrada en medio del arroyo se lavoteaba sus partes íntimas.—¡Una ondina! —señaló Guido.—¿Una ondina? —replicó Pedro el Raposo—. ¿Dónde has visto tú una ondina

gorda, con las mantecas al aire y el pelo blanco como la pus aunque lo tiña derojo para disimular?

—Eso es cierto —dijo Cantacuzanos—. Las ondinas son estilizadas y sutiles,casi transparentes y sólo se dejan ver en camiseta mojada, nunca en sus cuerostan groseramente como esta virago.

Grontal se adelantó con el hacha en la mano:—¡Eh, tú, mujer o lo que demonios seas! ¿Quién eres?La gorda, sorprendida por la súbita concurrencia de tantos mirantes, se tapó

las vergüenzas y, aunque al principio puso cara de pasmada, enseguida serecompuso dado que lo que le sobra es jeta.

—Soy Pilara Palizón, la reina de los iberos —informó con suficiencia.¡Ya estáis marchándoos de mis dominios!—¡Vaya, hombre! —exclamó Cantacuzanos con fastidio—. ¡Hemos ido a dar

con ella!—¿La conocéis? —preguntó Lucas—. ¿Quién es?—Una vacaburra vanidosa que se cree la reina de estas tierras porque ahí

arriba en esas peñas, en el lugar del Collado de los Jardines, hubo un santuario dela Abominación. Ahora ya no lo venera nadie y la magia se ha marchitado, peroesta pirada, que sólo busca notoriedad, se empeña en resucitarlo.

—¿Qué hacemos con ella? —preguntó el semiorco.—Darle de lado y seguir a lo nuestro. Ya digo que lo que busca es publicidad

y que se hable de ella. Le diremos que su nombre es famoso en toda la tierra ydejará de molestar.

—¡Eh, tú! —le gritó Grontal—. ¡Nos postramos ante una mujer cuyo nombre

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anda en boca de todos!Pilara Palizón sonrió complacida, con la media sonrisa escorada de su boca

sin labios y ellos pasaron de largo, sin mayor daño. Estaban impacientes porllegar al lugar de las cuevas.

El semiorco la miró detenidamente al pasar junto a ella. Grontal lo advirtió yle dio con el codo a Pedro el Raposo.

—Parece que la Pilara Palizón le gusta a Gorgo —observó.—A Gorgo le gusta cualquier ser moviente que tenga buenas mantecas —

comentó el escudero—. La vulva alopécica de la gorda lo excita no por lujuriasino porque se la imagina asada a la parrilla.

Faldearon la montaña dejando a la derecha el castillo y el poblado de Vilchesy tomaron una calzada que se abría hacia el este, a través de un bosque. Alremontar un otero, el valle hermoso se ofreció a las miradas de los viajeros.

—Hemos llegado a Eritrea, la de los hermosos campos —avisó Lucas deTarento—. Un día estos parajes fueron las aguas del lago Ligustino hasta que unterremoto lo abrió y lo vació en el mar. Todavía queda un lugar al que llaman elPiélago, en recuerdo de aquello. Y eso que veis ahí delante es nuestro primerdestino: Giribaile o las Cuevas.

Los viajeros contemplaron una montaña no muy elevada, de bordesescarpados. Reanudaron el camino charlando animadamente. La cercanía de lameta les ponía alas en los pies y regocijo en los corazones. Incluso Cantacuzanos,habitualmente tan parco en palabras, se mostraba optimista y hablador.

—Giribaile parece una montaña —dijo Lucas de Tarento—, pero también escasi una isla, porque la rodean tres ríos, el Guadalimar, el Guadalén y elGuarrizas, que se juntan para rendir sus aguas al Guadalquivir. En esa meseta deGiribaile, entre los tres ríos, floreció en los tiempos de la Abominación la ciudadde Tartessos, cuyo rey Argantonio vivió cientos de años. Ahora sólo queda unmontón de piedras y la ciudad yace sepultada en el olvido. Por aquí discurre lavía Heraclea, que une Roma con Cádiz, y el camino real de Toledo a Almería,que pasa por Úbeda y Granada. Bajo estos campos, en la entraña de estos riscos,crecen los minerales de Cazlona, la mina famosa de la que Aníbal sacaba la platapara su ejército.

—¿No luchaban por el Paraíso, entonces? —quiso saber el enano Grontal.—No, amigo mío, todavía no habían llegado las religiones monoteístas con sus

camelos.A Cantacuzanos no le agradó el comentario. Se apresuró a desviar la

conversación.—Giribaile significa « el lugar de Gerión» , el rey que había nacido junto a

las fuentes del río Tartessos, « de raíces argénteas» . La matriz que lo contuvo erala peña forada o hueca, un santuario de la Abominación, al otro lado de lamontaña.

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—Los tres cuerpos gigantescos que tenía —señaló Lucas—, son los tres ríos.—En tiempos de la Abominación —prosiguió Cantacuzanos—, hubo un gran

terremoto seguido de un diluvio. Cuando se retiraron las aguas, los ríos estabancolmatados de barro y habían dejado de ser navegables. Entonces Tartessos searruinó y cedió su importancia a una nueva ciudad surgida unas leguas más alsur, Cástulo.

Remontaron una cuesta entre árboles centenarios y llegaron al monasterio deGiribaile, unos humildes edificios apoyados en el escarpe del cerro. Una cercade piedras sueltas evitaba que las ovejas invadieran el espacio empedrado queprecedía a los edificios. Una enorme higuera cobijaba una fuente junto a unaalberca antigua, de piedra, con su abrevadero y sus lavaderos.

Se abrió una puertecilla y salió un monje enteco y descalzo, vestido con untosco sayal de estameña, al que no le hubiera venido mal un lavado, incluso dos.

—Selam malikum. ¿Qué se ofrece a los viajeros? —preguntó humildemente,creyéndolos musulmanes.

—Que Dios te dé su paz —respondió en cristiano Cantacuzanos, al tiempo quese echaba hacia atrás el sombrero de paja para mostrar su tez y sus faccionesoccidentales.

El ermitaño abrió los ojos desmesuradamente y recogiéndose las faldascorrió a llamar al abad. Unos instantes después, un hombre de barba canosa, nomenos enteco que el primero, se asomó por uno de los agujeros del acantilado, ala altura de un tercer piso, y, al reconocer a los visitantes, bajó a recibirlos yapareció por una de las puertecillas inferiores, todo amabilidad y afecto.

—¿Sois los peregrinos que estaba esperando? —preguntó—. Llevo mesesaguardándoos. ¿Qué os ha demorado tanto?

—Las dificultades de la vida —dijo Lucas al tiempo que descabalgaba.—Soy el abad Singerico —se presentó el ermitaño al tiempo que daba la paz

besando en la boca a cada uno de los viajeros, excepto a Grontal, Gorgo e Isbela,ante los cuales meramente se inclinó.

Los invitó a pasar a lo que parecía una humilde casilla apoyada en el escarpede la montaña. Dentro encontraron una escalera tallada en la piedra queconducía hasta el nivel superior, a través de varias habitaciones. La escaleraascendía de nivel en nivel y llevaba a galerías y celdas excavadas en la rocaviva, a cincel, a lo largo de siglos, quizá de milenios. En el tercer nivel, el abadSingerico los condujo por una galería jalonada de diversos aposentos, almacenes,oratorios, dormitorios y hornacinas vaciadas con minuciosa paciencia. Al finalllegaron a un cuarto de forma circular, con un banco corrido en torno a unamesa, también de piedra. Una hermosa ventana se asomaba al paisaje, albosque, al lago y a los montes azules.

—Esta es la sala capitular —explicó Singerico—. Tomad asiento, hermanos.Apareció un lego joven con un cuenco de cremosa leche recién ordeñada.

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Singerico le añadió un poco de sal, lo removió con un palo y lo hizo circular entrelos visitantes, que fueron sorbiendo por turnos. Guido, celoso, posó los labiosdonde los había posado Isbela, para evitar que nadie catara la saliva de la amada.

Llegó la hora de la cena, a la que convocó una campanita lejana. De lascuevas de la montaña fueron saliendo ermitaños para concurrir al ágape. Hacíabuen tiempo y lo tomaban fuera, en la lonja empedrada de la higuera. Lacomida consistía en ajo blanco de habas secas, con su miga de pan, su ajo, suaceite de oliva y su vinagre, acompañado de huevos duros, uno para cada dosmonjes, aunque a los visitantes les dieron uno por cabeza. Después circuló demano en mano una cestilla de higos secos y pan para que cada uno tomara unpuñado de higos y una rebanada.

Aquella noche durmieron sobre los humildes jergones de paja de las celdasde los transeúntes. Cuando amaneció, mientras los monjes cantaban su gorigori,los viajeros visitaron las cuevas talladas, con ventanas altas y bajas abiertas en lapared de la montaña a distintas alturas.

Mientras desay unaban leche, pan e higos secos, Singerico explicó a sushuéspedes las dos variantes del monacato cristiano, la anacorética y lamonástica.

—Los anacoretas se retiran a un despoblado o desierto para ayunar ymortificarse; los monjes somos antiguos anacoretas que hemos decididoagruparnos y aceptar una regla común. En Giribaile observamos la regla de sanAntonio, el primer anacoreta en el desierto de la Tebaida, el que se apartó de todocontacto humano y perseveró en la virtud, a pesar de las tentaciones que leenviaba el maligno en forma de mujeres hermosísimas que se le presentaban atodas horas y le solicitaban cópula carnal.

—¿Qué es cópula carnal? —inquirió Gorgo.—Follar —le aclaró Pedro el Raposo—. Y cállate que esto se está poniendo

interesante.—¿Y san Antonio qué hacía en esa tesitura? —preguntó Grontal, el enano.—¿Qué iba a hacer? —dijo el abad Singerico—: perseverar en la virtud,

castigar sus carnes con azotes y hasta, eso sostienen los libros piadosos, conhierros al rojo vivo.

—¡Caramba! —exclamó el Raposo—. ¡Eso tiene que doler!—¡Más duele el pecado! —repuso Singerico—. El monacato llegó a España

en tiempos de los visigodos, pero, como veis, perdura incluso bajo el dominiosarraceno. Nuestro objetivo es alcanzar la apatheia o imperturbatio, una pazprofunda consecuencia de la aniquilación del deseo y al dominio de las pasioneshumanas. Por eso vivimos en la soledad del cenobio, para superar las tentaciones.Habéis de saber que cada pecado proviene de una tentación y cada tentaciónproviene de un demonio. El más peligroso de todos es el demonio del mediodía,el que infunde dudas acerca de la sensatez de la vida ermitaña. A veces consigue

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la inrationabilia confusio mentis o confusión irracional de la mente.—¿Y qué ocurre cuando un monje sucumbe? —inquirió Isbela.—Que ahorca los hábitos y se reintegra a la vida seglar, a las mujeres, al

vino, a los placeres, a la copulación en sus diversas posturas, a la parranda, a ladisolución de la virtud —el piadoso abad se santiguó tres veces al evocar tantospeligros—. Entonces oramos y ay unamos durante tres meses por el desertorChristi miles o el soldado desertor de Cristo.

—Los eremitas de la Tebaida observaban las costumbres de los reclusos okatochoi de los templos de Serapis, en el antiguo Egipto —añadió Cantacuzanos—:unos hombres obsesionados por la idea de combatir a los demonios.

A Singerico no le agradó que le recordaran el origen pagano de sus prácticas,pero no replicó. Se despidió pretextando obligaciones ineludibles y los viajeroscontinuaron su paseo explorando unas anchas estancias talladas en piedra quepenetraban profundamente en el interior de la montaña y se comunicaban porpasillos laterales.

—Este es el santuario —dijo Cantacuzanos.Junto a la cueva había una escalera excavada en la roca, con su pasamanos.

Ascendieron con precaución, pues algunos peldaños estaban muy gastados.—La escalera termina aquí —observó Lucas de Tarento al llegar a una

meseta intermedia—. Falta un segundo tramo para alcanzar la parte superior.—Es una escalera que no conduce a parte alguna porque en realidad conduce

al cielo —dijo Cantacuzanos—. Un oratorio para una sola persona. Esta mesetillaes el habitáculo de la iniciación, como en San Baudelio.

Prosiguieron el paseo por un camino que ascendía suavemente a lo largo delescarpe hasta la planicie de arriba. Allí había un enorme pastizal que habíacrecido sobre los restos soterrados de la ciudad antigua. Un enormeamontonamiento de piedras señalaba el lugar de la muralla.

Un monje joven y lampiño guardaba un rebaño de cabras. Se acercó a losvisitantes, lanzando furtivas miradas a Isbela, y les explicó:

—Aquel castillo que veis al fondo, donde ahora hay una guarnición de moros(no hay cuidado con ellos, son buena gente, aunque aburrida, y se pasan el díapelándosela), perteneció en su tiempo a un noble godo llamado Gil Baile. Cuandollegaron los moros pactó con ellos y los ayudó, y ellos, a cambio, le entregaron elcastillo con la tierra que se divisara desde su almena más alta. Entonces Gil Bailealargó la torre cuanto pudo, de manera que se quedó con toda la comarca. A laentrada del castillo puso un letrero que decía:

De río a río todo es mío. Esta es la tierra de Gil Baile que no morirá ni de sedni de hambre.

—Era algo soberbio, el fulano —comentó el Raposo.—Bastante soberbio —dijo el monje—, pero ahora viene lo bueno. Un día,

don Gil Baile andaba persiguiendo a un venado y su caballo se encontró de pronto

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con la boca de una mina antigua, frenó en seco y despidió al j inete por las orejas.Aquí tienes a don Gil Baile precipitándose en la bocamina y dando una grancostalada en el fondo del pozo. Cuando el caballo regresó a sus cuadras, sin elseñor, los criados se preocuparon, es posible que tampoco mucho, según lostratara, y salieron a buscarlo, pero las tierras de don Gil Baile eran tan extensasque no dieron con él, hasta que, por casualidad, unos cazadores encontraron elcadáver, años después, en el fondo del agujero. Por lo visto se había fracturadolas piernas al caer y no pudo salir.

—Al final murió de sed y de hambre.—Exactamente. Lo contrario de lo que había pronosticado. Algunos dijeron

que sobre estos acantilados pesaba una maldición, pues el gigante Gerión, antesde morir, maldijo a los que ocuparan sus tierras. Solamente los anacoretas, queno tememos a la muerte, sino al pecado, nos hemos atrevido a vivir aquí desdeentonces.

Mientras el grupo escuchaba las explicaciones del monje pastor,Cantacuzanos y Lucas de Tarento se apartaron para conversar y llegaron hasta elotro lado de la meseta, donde una humilde vereda conducía a un antiguo oratoriode la Abominación, apenas una concavidad en la roca con la esfera de piedraque adoraban los paganos.

—¿Cómo podrás descifrar el Espejo de Salomón para que libere su poder? —preguntó Lucas.

—Las piedras dragontías, cuando están juntas y debidamente ordenadassobre el pectoral del Sumo Sacerdote, lo defienden de los rayos divinos que laMesa irradia y le infunden la claridad de pensamiento necesaria para quepronuncie sin temor la palabra absoluta. Hemos traspasado seis de las SietePuertas. Ahí adelante nos espera la séptima. Junto a cada una de ellas había unárbol de una especie distinta.

Los nombres verdaderos primigenios de estos árboles los sabe el enanoGrontal, por eso lo reclamé para la expedición. Con la inicial de cada árbol secompone la palabra terrible que debo pronunciar, como Sumo Sacerdote, paraque la Mesa realice su poder.

Paseando por la montaña, Cantacuzanos explicó a su amigo el sentido de unasabiduría secreta, la Cábala, el legado espiritual transmitido a la sombra de lassinagogas, aunque fuera de ellas porque no todos los rabinos la aprobaban.

No se trata de una enseñanza común, accesible a todos —advirtió—. LaCábala conduce al conocimiento del mundo a través del lenguaje de Dios o suescritura. La palabra de Dios está en las Escrituras reveladas. La inteligenciainfinita de Dios condesciende a plasmarse en un libro sagrado en el que, por venirde Dios, no puede existir nada que sea casual. Es un mecanismo de infinitospropósitos en el que caben los esquemas de la creación, sus razones, sujustificación y todos los elementos, por complejos que sean, de que se compone

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el universo. Una emanación directa y voluntaria de Dios tiene que participar desu propia perfección de su omnipotencia y de su infinitud. Por lo tanto si elhombre lo estudia puede remontarse a la comprensión de la obra divina, puedatrascender sus límites y levantarse hasta la inteligencia de Dios. Es una escalerapara ascender al Todopoderoso. La única duda que me queda, y que a veces meatormenta, es la imperfección del mundo, el mal que contiene, la enfermedad yla injusticia. Aunque, por otra parte, disculpo a Dios. Lo creó sólo en siete días.Me parece que no se puede exigir más de lo que evidentemente fue un trabajotemporal.

Así pasaron el nuevo día y al amanecer del siguiente se encaminaron haciasu última etapa, más al sur, por caminos recónditos, cruzando dos ríos y algunasflorestas en las que anidaban muchas especies de pájaros y excavaban susmadrigueras el inquieto conejo y el sangriento hurón.

—La ciudad de la seda —dijo Lucas de Tarento señalando en el horizonte.Caía la tarde. Desde muy lejos contemplaron una fortaleza larga que

coronaba una peña gris recortada entre varias montañas de afilados perfiles queel sol poniente doraba. La ciudad se extendía en la falda de la montaña ceñidapor las murallas blancas como un collar de perlas. El caserío era igualmenteblanco, con las manchas verdes de los huertos, de los cipreses y las higuerasdespuntando por encima de los corrales.

—Nuestro último destino —dijo Lucas de Tarento con un asomo demelancolía—: Jaén, la ciudad apacible, famosa por su seda, por sus moreras ypor sus manzanas de cera pequeñas, blancas y dulces, con un punto agrio. En laparte más antigua de la ciudad hay una peña dura de la que brota un manantialgrueso como el cuerpo de un buey y en ese manantial habita el Lagarto queguarda la piedra Dolorida.

Arrearon las monturas y se incorporaron al flujo de hortelanos y traj inantesque acudían a la ciudad pues era víspera de mercado. Entraron por la puerta deMartos, a la sombra del torreón imponente, y siguieron la calle maestra queconducía al manantial y a la mezquita vieja y, atravesando la ciudad, llegabahasta la mezquita nueva.

Cerca de la puerta de Martos había una fonda grande, La alcaicería dePoyagorda, el hornero de los Caños, rezaba el cartel. Penetraron en el ampliozaguán y contemplaron el enorme patio empedrado rodeado de soportales, losalmacenes de los mercaderes, las cuadras en la planta baja y los aposentos dealquiler arriba. Los viajeros pasaron allí la noche en paz y sosiego, cansados perosatisfechos.

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CAPÍTULO LXXVII

Al día siguiente, antes del amanecer, Lucas de Tarento despertó al joven Guido.—Hoy serás mi escudero —le dijo.—¿Y Pedro el Raposo? —preguntó el joven.—Ha ido a encontrar su destino, como nosotros debemos prepararnos para el

nuestro. Ármate porque vamos a rescatar la piedra Dolorida.Los dos guerreros se armaron con sus respectivas cotas de malla, cada uno

calzó y vistió al otro, como hacían los caballeros de antaño antes de la batalla, yse ciñeron las brillantes espadas.

La guarida del Lagarto estaba en la misma gruta de la que brotaba elmanantial, frente a la mezquita vieja. Hacía mucho que la bestia dormía, pero,de todos modos, los habitantes de los contornos realizaban cada año diversos ritosy conjuros para evitar que despertara. Algunos creían que había muerto; otros,que sólo estaba dormida, con ese extraño sopor que a veces mantiene la vidalatente de los grandes y misteriosos reptiles.

Lucas y Guido se adentraron en las entrañas de la montaña, después de beberdel fresco manantial. Al principio tuvieron que arrastrarse por un estrechopasadizo, después el espacio se ensanchó y, y a de pie, prosiguieron el camino,alumbrándose con hachones de resina por una serie de cavernas que secomunicaban. Encontraron osamentas de ovejas y de personas devorados por elmonstruo, ninguno reciente.

El monstruo dormitaba su profundo letargo en una honda grieta del cerrointerior. Parecía un lagarto, aunque de enorme tamaño, con una boca capaz deengullir a un hombre a caballo. El cuerpo era verde claro, escamoso; los ojos,saltones bajo los espesos párpados; el hocico, remachado y negro. Cuandodescubrió a los intrusos abrió la boca un par de veces, grande como la puerta deuna iglesia, mostrando las tres filas sucesivas de dientes que guarnecían susmandíbulas.

De las oscuras fauces exhalaba un pestífero aliento a carne podrida. Cuandoobservó a los dos caballeros vestidos de hierro y armados de espadas, lo asaltó elconfuso recuerdo de viejos lances y supo que venían a matarlo. No era laprimera vez que se enfrentaba a hombres de armas. Los restos de cotasmordisqueadas y de armas oxidadas y rotas alfombraban la cueva.

El Lagarto reptó ágilmente hasta situarse en una plataforma rocosa desde laque dominaba a los dos hombres. Allí se agazapó y esperó. Por encima de laroca sólo asomaba la dura ceja y la inmóvil pupila redonda y brillante. El sauriocalculó el salto. Cuando los guerreros cruzaran el arroy uelo que discurría por elcentro de la gruta, caería sobre ellos y los devoraría.

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El Lagarto nunca había visto una ballesta. Contempló con su ojo brillante lasactuaciones del caballero, primero tensarla con el armatoste, un conjunto decuerdas, carruchas y manubrios que Lucas de Tarento accionó hasta que el arcode acero estuvo listo y los nervios encordados sujetos por el trinquete o nuez. ElLagarto asomó algo más la cabeza y vio que el caballero Lucas introducía en laranura del arma un virote con la punta de acero y las aletas de cuero. Luego lovio apuntar cuidadosamente en su dirección, la mejilla sobre el astil de palo, elojo izquierdo cerrado. Por encima de la roca el caballero sólo veía la ceja depedernal y el ojo del Lagarto. Contuvo la respiración y oprimió el disparador.Zumbó la cuerda de nervio al liberarse de la nuez y el proy ectil silbó por el airey se clavó en el ojo de la bestia con tal fuerza que le atravesó el cerebro y asomómás de un palmo por la cresta pétrea que le recorría la parte superior del cráneo.

El Lagarto rugió herido, se alzó sobre sus patas y saltó contra sus enemigos.Los guerreros lo aguardaban empuñando las espadas.

El primer envite del Lagarto, chapoteando sobre el arroyo, quedó corto y sóloconsiguió quebrar una estalactita de un potente coletazo.

Rugiendo de dolor, pues se había lastimado la cola, el Lagarto fijó el ojo sanosobre los intrusos y se lanzó contra el primero de ellos, el caballero Lucas. Esteesquivó la dentellada, que se cerró con un chasquido a pocos centímetros de sucabeza, y atacó a su vez con la espada montante, larga y pesada, que sólo habíausado en contados duelos a pie. El primer mandoble rebotó sobre las escamas delreptil y apenas le causó un corte superficial en el pescuezo. La cola enorme seabatió sobre el caballero y de no ser por la interposición de una roca, que detuvoel golpe, quizá lo hubiese aplastado. Lucas de Tarento comprendió que las durasescamas guardaban al monstruo de las heridas filosas. Si quería acabar con él,debía herirlo de punta. Se incorporó, miró a Guido que, parapetado tras otra roca,esperaba órdenes, y emitió el grito de guerra.

—¡Sus!Los dos caballeros atacaron simultáneamente. Guido consiguió clavar su

espada hasta la empuñadura en el ojo sano del lagarto al tiempo que su maestroalcanzaba el corazón de la bestia entrándole en la piel blanda de la coyuntura deuna de las patas delanteras.

Herido de muerte, el animal se desplomó y coleó lánguidamente mientras elzócalo de roca se cubría de pequeños regatos de sangre. Lucas de Tarentodesenvainó el cuchillo de montero y lo hundió en la garganta de la bestia. Hurgóun rato entre los tegumentos blanquecinos, bajo la lengua, hasta que topó con algoduro. Metió la mano y la sacó ensangrentada con la piedra Dolorida.

—Creo que podemos regresar —le dijo a su compañero.—Sire —dijo Guido al llegar a la boca de la cueva—, ¿no os ha parecido que

el Lagarto se ha defendido poco?—Quizá —respondió Lucas—. Es posible que estuviera cansado de vivir. El

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mundo es muy antiguo y algunas criaturas pudieran estar hartas.

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CAPÍTULO LXXVIII

Baruj Chaprut era médico, de una antigua estirpe de médicos judíos entre loscuales hubo también un ministro famoso en tiempos del califato. Ahora estabaviejo y casi ciego y sólo ejercía su profesión con los pobres. Cuando Pedro elRaposo se presentó ante él, lo contempló con sus ojos velados y lo reconoció.

—El muchacho de Praga. Ahora has crecido y eres un hombre.—Sí, rabí.—Desnúdate, hijo mío.Pedro el Raposo se desnudó. Solo se dejó el pañuelo que le cubría la cabeza.—Hijo mío, trae tus manos, que las acaricie —dijo Chaprut.El escudero puso sus manos entre las del anciano y las encontró frías y

apergaminadas, pero muy suaves. Aquellas manos acariciaron delicadamentelas toscas manos del guerrero.

—Déjame que examine tu cabeza —dijo el anciano.Pedro el Raposo se arrodilló e inclinó la cabeza. El médico le desanudó el

pañuelo, palpó la frente y recorrió los relieves impresos en ella con las sensiblesyemas de los dedos.

A1 término de su examen suspiró con amargura, como si se sintieraabrumado por el peso del mundo.

—Es hora de morir, hijo —murmuró.Pedro el Raposo escrutó el rostro del anciano. Un cuervo se posó sobre un

palo del tejado y miró al escudero. Pedro el Raposo lo reconoció. Era el cuervoque le habló en Delfos. Comprendió que la vida llegaba a su fin.

—Rabí, ¿es necesario que muera tan pronto? —preguntó—. Soy joven yvigoroso.

El viejo asintió en silencio.—¡Ay, hijo mío! La vida es sólo un préstamo, somos menos perennes que el

verdor de las eras y cuando nuestra misión se cumple tenemos que marchar.Consuélate. No conocerás las angustias de la decrepitud y la vejez. Te irás comoviniste, en el momento de tu esplendor y de tu fuerza. Has recorrido los caminosdel mundo, has amado, has peleado, has gozado, has vivido, pero tu misión,ayudar a que las Piedras del Destino se congreguen de nuevo, ha concluido.Ahora debes marchar.

—¿Cómo voy a morir? —preguntó el Raposo—. Mi padre nunca me lo dijo.Esperaba perecer en la batalla, bajo el sol luciente, entre relinchos y trompetas;que, al menos, quedara memoria de mi esfuerzo.

—Tu esfuerzo es de otra clase más callada —le dijo el anciano—. Tú eres elgolem. Llevas en la frente, grabada por el dedo del cabalista de Praga, la palabra

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hebrea « vida» . Yo, en este acto, le borro un trazo a la primera letra y latransformo en la palabra « muerte» .

El anciano había borrado el trazo.Pedro el Raposo se desplomó a sus pies y se deshizo al instante. Sólo quedó un

montón de arcilla seca sin apariencia humana.El cuervo miró el cadáver y enfoscó las plumas. Después levantó el vuelo y

regresó a sus moradas.

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CAPÍTULO LXXIX

Aquella tarde, Lucas de Tarento tomó un puñado de la tierra que había sido Pedroel Raposo y llevándoselo a los labios lo besó. Gorgo se apresuró a imitarlo. Elsemiorco la olisqueó sin percibir nada particular, la besó y la devolvió al montón.

—¿Tú lo sabías? —preguntó Cantacuzanos. El antiguo templario asintió.—La magia judía ha viajado entre nosotros emponzoñándolo todo —observó,

severo, el clérigo. Se sentía humillado porque, después de tantos mesesconviviendo con el hombre de barro, no había sido capaz de descubrirlo, lo quedemostraba que la magia judía era superior a la suy a.

—Pedro ha sido un buen escudero y un compañero abnegado —opinó Lucasde Tarento—. Mientras estuvo entre nosotros se portó como bueno y sirvió a lacausa del Papa.

—Ya veremos a la causa que sirvió —replicó Cantacuzanos amenazador—.Cuando regrese a Roma tendré que informar al Santo Oficio de todo esto.

Estaban fuera de la ciudad, en la floresta que llaman del Poyo y de la Ribera,donde se abren los caminos de las huertas, entre norias fragorosas, sobre unaantigua ciudad sin nombre que yacía dos brazas bajo sus pies, con sus muros, sussembradíos y fosos concéntricos, un lugar misterioso y antiguo.

Al fondo del pradillo había una acacia tan vieja que parte de sus ramas sehabían descolgado hasta el suelo en busca de reposo. De sus agudas espinas,ablandadas por el humus de la tierra, habían brotado nuevas raíces, la vida.

Debajo de la acacia, a su sombra, descansaba un caballero de elevadaestatura, vestido de cota tupida, el escudo breve y lobulado a la usanza alemana,pintado de un negro desvaído, sin más adornos.

—Lucas de Tarento —gritó—. Ha llegado nuestra hora.El antiguo templario reconoció la voz grave y juvenil de Sven le Berg.

Caminaron hasta el centro del terreno. Sven desenvainó la espada a diez pasos desu adversario. Lucas de Tarento lo imitó.

—Nos vemos de nuevo, maestro —dijo el rubio con una media sonrisa. Lucasde Tarento le había enseñado a luchar con la espada cuando Sven era un novicioque aspiraba a ingresar en el Temple. Lo recordaba como un alumno aventajadoque pasó la fase de la lanza y el estafermo mucho antes que sus compañeros dehornada. Por eso el maestro de armas de Chalons encomendó personalmente aLucas de Tarento que lo enseñara a combatir con la espada. El muchacho eraágil y despierto. Lucas se empleó con él a fondo y en sólo tres meses consiguióque fuera tan bueno como él. Ahora, después de los años y los combates, podíaser incluso mejor. Lo comprobaría enseguida.

Lucas embrazó el escudo con una sensación de amargo fatalismo. No podía

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apartar de su imaginación la imagen de Pedro el Raposo, el fiel escudero que sehabía marchado sin despedirse para encontrar su destino. Estaba embargado enestos pensamientos cuando Sven lo arrancó de ellos golpeando el pomo sobre suescudo, al estilo bárbaro.

—¿Listo, maestro?—Listo.Se aproximaron hasta el centro del claro, levemente inclinados, bien

cubiertos, las piernas ligeramente abiertas, las espadas apuntando hacia fuera, losbrazos flexionados. De repente, a media distancia, Sven se arrancó, como unrelámpago, y descargó un tajo terrible que Lucas, alerta, detuvo con su escudo,aunque sintió cruj ir la tabla central y el golpe le conmocionó el brazo.

Sven se retiró unos pasos para romper la línea de ataque de su adversario. Suexpresión a medio camino entre la sonrisa y la mueca expresaba una ferocidadanimal que helaba la sangre. Isbela, que contemplaba el duelo desde el amparodel bosque, desvió la mirada y ocultó el rostro en el pecho de Guido. Elmuchacho la acogió con un cálido abrazo.

—Tranquila —murmuró—, el caballero Lucas sabe lo que se hace. Losluchadores se trabaron de nuevo. Cruzaron las espadas un par de veces conterribles golpes que resonaban sobre los escudos como hachazos. Lucasaprovechó que Sven se afirmaba para descargar el tajo vertical buscandohendirle el escudo y le asestó un puntazo. La espada le entró lateral, alcanzandode sesgo la cota, un golpe sin la fuerza necesaria para quebrantar el tupido tej idode acero, pero capaz de dañarle el costado. Sven reculó tomando aire y se palpóla zona afectada con el brazo que sostenía la espada. Fue un momento. Enseguidareinició la pelea más agresivo que antes. Cruzaron las espadas media docena deveces, en rápida sucesión de golpes y contragolpes, para quebrar la guardia deladversario. Lucas era consciente de que si la pelea se prolongaba, él se agotaríaprimero. Intentó romper la guardia de su antiguo discípulo con las fintas queconocía, pero aquellos mismos trucos los había aprendido Sven de él. Era inútil.

En un par de ocasiones chocaron con los escudos, cuerpo a cuerpo, lasespadas trabadas a la altura de los ojos, empujando. Lucas encontró la miradafría y despiadada de los bellos ojos glaucos de su adversario.

—Vas a morir, maestro —le susurró entre dientes en una de aquellasaproximaciones.

—Dios dispone nuestro destino.Sven empujó para destrabarse con tal fuerza que Lucas trastabilló, perdió el

equilibrio y se desplomó de espaldas. El guerrero rubio no desaprovechó laocasión. Le lanzó un furioso hachazo vertical, que Lucas detuvo con su escudohendido y maltrecho. Sven repitió con un nuevo tajo que el viejo guerrero parócon la espada. Enfurecido levantó el brazo y descargó un tercer tajo, másviolento que los anteriores. Esta vez Lucas giró sobre su cuerpo y hurtó el blanco.

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La espada del guerrero rubio dio contra una piedra y se rompió en dos.Hirviendo de ira, Sven arrojó lejos de sí el arma rota.

—¡Vas a morir, Lucas de Tarento!El caballero se había puesto de pie y contemplaba el estropicio con el

semblante sereno: Jadeaba.—Ve a por otra espada —le dijo a su antiguo alumno como si todavía

estuvieran en uno de los entrenamientos de Chalons—. Te espero. Sven llevaba ensu equipaje una espada francesa, algo más corta que la rota e igualmente buena,pero prefirió armarse con un mangual, el látigo de guerra, una bola de hierro deltamaño de un puño, erizada con una docena de punzones de acero y pendientedel mango por medio de una cadena, un arma de difícil manejo, pero temible.

Aunque el escudo del adversario detenga el golpe, la cadena rodea elobstáculo y la bola erizada descarga dentro del escudo, hiriendo el brazo que losostiene o en la espalda del oponente. En los dos casos el golpe es mortífero y noexiste cota de malla capaz de contenerlo. La única defensa efectiva contra unlátigo de guerra es la rapidez. El mangual es un arma lenta y no siempre golpeadonde se quiere. El adversario avezado se puede adelantar con la espada.

Lucas de Tarento adelantó el escudo y la espada para mantener alejado a suenemigo: A cierta distancia, el látigo de hierro perdía efectividad. Lucas descargóun par de tajos, que el guerrero rubio detuvo sin dificultad. Sus fuerzasmenguaban. Se estaba cansando. El sudor le encharcaba la espalda, le bajaba dela cofia de lino bajo el almófar y le escocía en los ojos. Parpadeó un momento.A pesar de todo, apreciaba a Sven. Lo había educado como a un hijo, habíahecho de él un formidable guerrero. Quizá si conseguía desarmarlo, se rendiría yabandonaría la Abominación.

En aquel momento Sven, como un ray o, aprovechó que el caballero habíadistendido la guardia, distraído con estos pensamientos, para caer sobre él ydescargarle un golpe furioso que resonó en la espalda como un sordo tambor. Eltremendo impacto desgarró la cota de malla y hendió la carne. Las costillas y lasvértebras tronchadas resonaron con un chasquido de madera vencida. Lucas deTarento cayó de rodillas, la mirada perdida, el velo negro sobre los ojos, a puntode desvanecerse. Las fuerzas lo abandonaron y dejó caer el escudo, vencido.Sven no se contentó con la victoria. Se revolvió furioso y descargó un segundotrallazo sobre su enemigo, esta vez en el pecho, en el que abrió una segundaherida detrás de la malla. El tercer golpe hendió el casco metálico queresguardaba la cabeza y fracturó el cráneo, echándole los sesos fuera en mediode un manantial de sangre. Lucas de Tarento cerró los ojos, pálido como la cera,cayó hacia delante y quedó tendido boca abajo. Muerto.

Morgana, la Dama Azul, contempló la escena desde la arboleda, la espina dela rosa azul en su pecho y su aroma perfumando el aire. El goce y el deseo, unfuego alimentado por un sentimiento sin lugar en el mundo, la sangre limpia

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sellando su alianza. Una lágrima se deslizó por la mejilla de la dama hastahumedecer sus labios.

—Como una mañana de pájaros, así es la vida del hombre —murmuró antesde continuar su camino hacia el higueral de Sara la Goda.

Sven levantó la espada del adversario vencido, que le pertenecía como botínde guerra, y profirió un grito de victoria que sonó tan inhumano como el rugidode una fiera. Con la espada en alto se volvió hacia los enviados del Papa con unasonrisa cruel y la mirada heladora de la fiera aún no saciada.

Era el turno de Guido. El joven caballero, que todavía no se había estrenadoen la lucha desde que veló sus armas, se desasió bruscamente del abrazo deIsbela y desenvainó su espada. Parecía tranquilo, pero en su corazón lo consumíala cólera y lo abrasaba la sed que sólo se calma con la sangre del enemigo.

—¿Estas dispuesto? —le gritó Sven, que ahora empuñaba su espada francesa.El joven caballero embrazó el escudo y se adelantó, en guardia. Ya había

vencido a Sven una vez, en el torneo provenzal, aunque nunca supo si el méritoera de Pedro el Raposo, que le había aconsejado aquellas mañas impropias de uncaballero. Ahora Pedro no estaba para auxiliarlo, pero quizá la suerte volviera asonreírle.

Los contendientes se alejaron del cadáver de Lucas de Tarento para que noles estorbara el combate. El primer movimiento lo hizo Guido, que lanzó unfurioso tajo sobre el guerrero rubio. Sven, más tranquilo y más hábil, se desvió desu trayectoria e interpuso su espada en la diagonal para terminar de desviarlo. Nocontraatacó. Simplemente sonrió mostrando sus dientes crueles y balanceó laespada en espera del segundo ataque. Jugaba con Guido como con un niño.

El segundo tajo de Guido fue más directo y entró por la izquierda al tiempoque empujaba con la punta de su escudo. Sven reculó, detuvo el ataque con elescudo y aprovechando el impulso de su enemigo, que no le permitiría modificarla trayectoria, le lanzó un planazo por la derecha que acertó plenamente en elcostado de Guido. El joven caballero trastabilló y tuvo que apoyar una rodilla entierra. Sven giró hacia el lado opuesto y propinó una patada lateral en la pierna desu adversario que se mantenía erguida. La articulación de la rodilla chascó comouna rama seca pisada por un buey. Esta vez Guido se desplomó de espaldas conuna mueca de dolor. Sven le pisó la espada inmovilizándola y apoyó la punta desu arma bajo la barbilla del caído.

—Vas a morir, muchacho —dijo con voz tranquila. Guido le lanzó una miradafuribunda.

—¡Vas a morir! —repitió al tiempo que lo presionaba ligeramente sobre latráquea.

Morgana se había alejado por el camino de la floresta, pero volvió la cabezay comprendió que Guido estaba a punto de morir como había muerto Lucas, suseñor. La Dama Azul se apiadó de Isbela, o quizá se apiadó del amor mismo, del

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recuerdo del amor que abrasaba sus venas en otro tiempo.Sven levantó la mirada hacia el cadáver de su antiguo maestro, con el que

había combatido en Hattin, al que había protegido y por el que se había sentidoprotegido tantas veces en Tierra Santa. Ahora era un mercenario a punto decumplir su encargo: acabar con los enviados del Papa y arrebatarles las piedrasdragontías. Ese era el galardón del desafío por el que recibiría una cantidad deoro que le permitiera vivir en la abundancia el resto de sus días. Había pensadoen regresar a Alemania y adquirir una finca junto a un lago, ver encañar elcenteno, ver dorarse las manzanas, ver a los gansos sacar a sus crías, a losesclavos reproducirse mientras él se dedicaba a la caza, a extender su semilla enlas muchachas de la comarca y a entrenar halcones.

Todo eso dependía de que en aquel momento hiciera lo que se le habíaencomendado. Ese era el pacto con Asmodeo de Sinán.

Lo que hizo fue levantar el acero y envainarlo. Se inclinó y ofreció su manoal caído. Guido, incrédulo, se dejó ayudar.

—Apoy a tu mano en mi hombro —le dijo—. Esa pierna tendrá quearreglarla un concertador de huesos. No es grave.

Grontal y Gorgo se acercaron para ay udar a su amigo. Acudió Isbela yabrazó al muchacho con los ojos arrasados de lágrimas. La muchacha se volvióhacia Sven.

—Gracias —le dijo—: Que santa María te lo premie.El guerrero rubio se encogió de hombros. Clavó la espada de Lucas de

Tarento en tierra, les volvió la espalda y marchó. Sólo había caminado unos pasoscuando recordó algo y se volvió hacia Cantacuzanos. Introdujo dos dedos en lalimosnera que pendía de su cintura y extrajo algo.

—Monseñor —dijo—, necesitarás esto para tu magia, ¿no?Lanzó un pequeño objeto al aire. Cantacuzanos lo atrapó al vuelo. Era la

piedra Honda.El clérigo tenía las doce piedras en su poder. Ahora podía componer el

Pectoral Sagrado. Estaba en condiciones de cumplir las funciones del ReshGalutha, comparecer ante la Mesa de Salomón y evocar el Shem Shemaforash.Imprimiría un quiebro en la historia, gracias a él la Cristiandad prevaleceríasobre el Islam. Ahora tenía en su poder la magia de Dios. La emoción le ahogó lavoz en la garganta. Iba a preguntarle al guerrero del mal por qué habíarenunciado a la victoria, pero y a se había alejado a caballo en dirección al norte.

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CAPÍTULO LXXX

Las piedras engastadas en el pectoral conducían al secreto escondite de la Mesade Salomón, el recóndito sanctasanctórum en el que la habían ocultado losobispos Totila y Rufinus en tiempos de la invasión sarracena.

Los viajeros anduvieron cuatro leguas, con una parada en el manantial deRegomello donde bebieron agua y permitieron abrevar a las bestias. Al final delcamino subieron las cuestas que conducen a la ciudad de Arjona, alta sobre uncerro, una isla blanca en medio de un océano verde de olivos, higueras, allozares,prados y campos de pan.

El hombre que guardaba las puertas los invitó a seguir sin preguntarlesquiénes eran o adónde iban, ni cobrarles fielato. Tomaron una calle pina,empedrada, y se encaminaron a la parte alta del pueblo, a la alcazaba redonda.Pegada a los muros de tapial y mampuesto se elevaba la antigua ermitamozárabe de san Nicolás, el guardador de los tesoros, el patriarca que pastorealas tres esferas.

Estaban en el lugar antiguo que había recibido cultos desde los tiempos de laAbominación, como testimoniaba la esfera de piedra asentada junto a los murosde la fortaleza, vestigio del antiguo templo matriarcal. Los viajeros ataron lasriendas de sus cabalgaduras en las argollas exteriores. La puerta ferrada de laermita chirrió al girar sobre sus goznes. El templo estaba desierto y en penumbra.Bajo la supervisión de Cantacuzanos, Grontal y Gorgo empujaron la pesada losaque coronaba el altar hasta desplazarla lateralmente. Debajo apareció la boca deun pozo estrecho cerrada con una tapa de piedra con su argolla de bronce. Laasieron, tiraron de ella y abrieron el pozo. Ascendió un olor a humedad y averdín no del todo desagradable. Descolgaron un farol atado del extremo de unacuerda. El pozo no era muy ancho, apenas lo suficiente para que por éldescendiera una persona no demasiado voluminosa. Estaba construido demampuestos en hileras, con algunas piedras planas saledizas a intervalosregulares que servían de escalera.

En el fondo había agua, pero por encima de su nivel el farol alumbró unabocamina cubierta con una bóveda. Descendieron, primero Guido, que cojeaba acausa de su pierna lastimada y tras él, temblando de emoción o de miedo,Cantacuzanos. Se internaron por un corredor salitroso y húmedo de techo tanbajo que los obligaba a avanzar inclinados, el farol por delante, iluminando unpiso irregular, salitroso y cruj iente que nadie había hollado desde hacía siglos.Accedieron a una cámara algo más espaciosa, que tenía al fondo una escaleracon peldaños anchos y elevados, tan desgastados por el uso que les resultó difícilescalarlos. Penetraron en una cueva contigua. A la luz de las lámparas

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comprobaron que el final del túnel no era de mampostería, sino de piedraarenisca excavada en la entraña del monte. Nuevos peldaños estrechos ytortuosos se perdían en la oscuridad. Llegaron a un portal esculpido en la roca yminuciosamente decorado con signos antiguos.

—La Séptima Puerta —murmuró Cantacuzanos mientras se santiguaba a labizantina.

La traspasaron. El aire era denso y en él flotaba un remoto efluvio de flor.Las voces despertaban ecos lejanos. Guido levantó la lámpara: estaban en unagruta natural inmensa, con estalactitas y estalagmitas, cuyos techos noalcanzaban a iluminar. Prosiguieron la marcha tropezando a veces en el sueloirregular, rodeando las enormes formaciones minerales que se alzaban como lospilares de una catedral. A trechos, breves hilillos de agua resbalaban sobre losmuros. En otras partes goteaba el mineral formando delgadas columnas ycaprichosas figuras: El terreno descendía. Al fondo de la cuesta percibieron unresplandor semejante al reflejo de la luz de antorchas en la lejanía. Quizá aquellapendiente desembocaba en una charca o en una corriente subterránea querecibía la luz del exterior. Las palabras se agrandaban en la gruta y volvíanmagnificadas y rotas en mil susurros, emanaciones de la montaña misma.

Así llegaron al final de la cuesta y comprobaron que las luces que creyeronpercibir eran millones de insectos fosforescentes que pululaban sobre suscabezas.

Tres pasadizos les salieron al paso, como las tres ramas de un camino que seabre. Cantacuzanos escogió el de la derecha. Lo siguieron unos cientos de pasoshasta que desembocaron en otra gruta cubierta de alta bóveda en cuyo centro seremansaba un lago de aguas quietas y transparentes.

Al otro lado del lago un pasadizo angosto los condujo a una chimenea por laque se despeñaba un rumoroso manantial de aguas calientes que al estrellarsecon la roca viva de la base se deshacían en una nube de agua. Pasado el torrenteaccedieron a una nueva gruta, mayor que las precedentes, a juzgar por los ecosque devolvía.

—Simurg, el castillo de la luz —dijo Cantacuzanos con la voz rota por laemoción—, el lugar donde el hierro se torna del color de la carne.

En aquella sima no era la luz amarillenta mortecina de las lámparas de aceitelo que los iluminaba, sino la luz limpia y clara que mana del prodigio. De prontootra luz se hizo en los corazones. Habían llegado a la última cámara, al lugardonde el espíritu del Poder velaba el sueño de los siglos en la Mesa de Salomón.

Un vivísimo resplandor levemente azulado emanaba del centro y descubríalos ámbitos de la sala. No era la luz de un astro ni la de mil lucernaslaboriosamente encendidas, era una luz espectral y consistente, como nieblafosforescente y tierna, que se derramara de un punto elevado, medio oculto entreun semicírculo de enormes pilares semejantes a nervudos árboles que

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elevándose del centro parecían sostener, como un palio, la inaccesibletechumbre. La luz se dispersaba por entre aquellas columnas y descendía hasta elnivel del entorno algo más bajo, niebla encendida con la consistencia de un lentovenero de espectrales aguas.

Guido y Cantacuzanos permanecieron en un ángulo de la gruta contemplandoel prodigio, arrobados. La pierna de Guido había dejado de doler. Palpó la regióndonde un rato antes lo atormentaban las punzadas, hundió los dedos entre loshuesos y comprobó que había sanado por completo.

Una alta gotera se desplomaba sobre un charco próximo y el rítmico sonidoque producía era como el cristal levemente tañido, lo que hería el silencio yotorgaba extraña sonoridad al lugar.

—Jakim y Boaz —murmuró Cantacuzanos, y se postró sobre las piedras,tembloroso.

Del zurrón que llevaba a la espalda sacó una vestidura de alba blanca queGuido le ayudó a ponerse. Sobre ella, en el pecho, se ajustó la placa de oro en laque se engarzaban las doce piedras dragontías: La Fogosa, la Intrincada, las treshermanas de san Todaro, la Manchada, la Luciente y la Nuececita; la Templada,la Reluciente, la Melada, la Peregrina, la Honda, la Granito y la Dolorida.Ataviado de esta guisa, se aminoraron un poco sus temblores.

—Así se acercaba al misterio el Resh Galutha —susurró, hablando consigomismo—. Toda la vida esperando este momento. ¡Gracias, Señor…!

Se levantaron y avanzaron con precaución, dejando atrás las inútileslámparas sobre el polvo. Llegaron al centro de la luz entre las columnas de piedraque parecían la entrada, sobre tres gradas que no se distinguía bien si erantalladas por la mano del hombre o naturales, tan desgastado estaba el antiguoaltar. La morada de la Mesa de Salomón.

Circular, liso, con una concavidad en el centro en la que brillaba una extrañagema, un rubí grande como un huevo, rojo intenso, pero blando, como uncorazón de piedra roja, que latía acompasadamente, y a veces desaparecía bajosu propio surtidor de oscura sangre.

Guido miró la placa de oro, la superficie minuciosamente decorada consignos y letras en torno a una gran exalfa, el trabajo de tres ángeles metalúrgicosy orfebres, según la tradición, que obraban para el rey Salomón.

Cantacuzanos había enmudecido. De rodillas, presa de temblores,murmuraba sus conjuros o quizá rezaba.

Guido se mantuvo detrás, a respetuosa distancia. Después de un rato, el griegose levantó, se acercó hasta el borde mismo del espejo y desplegó el saco de sedaen el que envolverían la venerable reliquia. El auxilio de la Cristiandad, pensóGuido.

El resplandor que emitía el objeto creció como si mil soles se concentraranen él y la palpitación de la joya central, la Madre de las Sangres, se hizo más

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rápida; el surtidor de sangre, más intenso. Guido cerró los ojos, deslumbrado porla hiriente luz, y retrocedió unos pasos, desconcertado, con una sombra de pavoren el pecho. Cantacuzanos, los ojos abiertos al borde del espejo, como de unabismo, se inclinó sobre la reliquia y vio en la lámina de oro el reflejo de lasdoce piedras dragontías que llevaba en el pecho. Comenzó a descifrar losmisteriosos arcanos.

Transcurrió una hora.Guido, cegado por la intensa luz que crecía y llenaba la sala, se había retirado

a la entrada del pasadizo y desde allí, a través de un velo echado sobre suslastimados ojos, asistía al extraño portento: Cantacuzanos estaba ahora inmersoen la luz, ardía en el centro de una hoguera de llamas frías que no parecíanconsumirlo y continuaba sus operaciones, ajeno al mundo. Después de largo ratose volvió hacia Guido y descendió los tres peldaños con el paso vacilante de unautómata. El brillo del espejo lo había impregnado y lucía como si la luz brotarade su interior, como si un halo de invisibles llamas azules surgieran de él y loungieran. Su rostro y su persona se habían transfigurado. Parecía más limpio yelevado, como un espíritu desprovisto de toda material sustancia.

—Amigo mío, tendrás que regresar solo —le dijo al muchacho—. Yo mequedaré aquí velando la Mesa y la sabiduría. La Mesa está más allá de loshombres, de los dogmas, de las guerras y de las mezquindades de losgobernantes. Ante la inmensidad de los abismos que contiene no hay causa quemerezca la intercesión de su poder, por eso las cuitas del mundo que aquí nos hanconvocado seguirán su curso y el Poder no intervendrá en ellas, ni el Nombre lasmodificará.

Guido comprendió.—Regresa y sé feliz —le dijo el clérigo posando su mano ardiente sobre la

cabeza a guisa de bendición.Cantacuzanos regresó a la hoguera y se perdió en medio del resplandor.

Guido comprendió que era inútil prolongar la espera. El mago no iba a regresar.Lanzó una última mirada al milagro y regresó solo a la superficie. Grontal y

Gorgo empujaron la piedra detrás de él, tapando nuevamente el pozo y susgalerías.

Salieron al exterior, a la explanada del alcázar de Arjona, que estaba desierta.Desde el mirador de la esfera de piedra contemplaron los campos que seprolongaban hasta las montañas azules y grises del fondo, la Sierra Morena.

—Tenemos que despedirnos —dijo Guido. Sus compañeros asintieron contristeza.

Salieron de la ciudad y tomaron distintos caminos. Guido e Isbela haciaBeaucaire, el lugar de la muchacha, donde vivirían felices el resto de sus vidas;Gorgo y Grontal hacia las montañas del norte, donde los inviernos son largos ylos bosques espesos se cubren de nieve, aunque, si les pillaba de camino,

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visitarían a la abadesa de Conouvert y pasarían a su amparo una temporada.—Al Papa y a los rey es de la Cruzada no les hará ninguna gracia —observó

el enano.El semiorco se rió con su risa franca y escandalosa.—¡El jodío, cómo aprende! —reflexionó Grontal, palmeando la ancha

espalda, llena de cicatrices, de su amigo.

FIN

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DRAMATIS PERSONAE

ABADÁN DE SUPPAR. Familia de enanos de Arabia, emparentada con laestirpe de Hozam.

ABU BAKÚ. Suegro de Mahoma, seguido por los chütas.AHMED IBN FARASH. Famoso poeta sarraceno de Jaén.AIMERY DE LITMOGES. Patriarca de Antioquía.ALAIN. Caballos de Sven le Berg. Era blanco ceniza, con una mancha negra en

la frente que Sven le acariciaba melancólico cuando recordaba algunoslances de su juventud. Ya había renunciado al amor.

ALAIN DE COMINGES. Señor de Lavet y decano de los nobles provenzales quevisitan a los Baux. Solía cazar perdigones con liga y era de natural pacífico.

ALAIN DE MONFRA, conde de Pierrepertuse. Rey de armas de los Baux yamigo de Berenguer.

ALEJANDRO MAGNO. Rey de Macedonia que cortó el nudo gordiano,conquisto oriente hasta la India e incendió Persépolis, las malas lenguas dicenque por capricho de una concubina, pero no es de creer.

ALÍ. Primo y yerno de Mahoma y rival de Abu Bakú. Seguido por los sunnitas.AMARO. Conde cruzado, antiguo superior de Sven le Berg.

ANATH. La diosa reina de los cielos, hija de El y Ashtoreth.ANDRÉS. El caballo de Guido de Saint Bertevin. Cuando se acercaba tormenta o

escuchaba el silbato de un castrador, arrimaba la grupa al muro más cercanoy no había quien lo despegara hasta que pasara el peligro. Por lo demás, eramanso.

ANDRÉS DE MERENS. Tío de Isabela, gran cazador.ANDRÓN. Jefe de los foraj idos que atacan a Sven le Berg en una posada de

Highbridge. Había sido aprendiz de carpintero, pero lo echaron porque poníabisagras en los dos lados de la puerta.

ANDRÓNIKO ARGOS. El nuevo patriarca de Constantinopla, « hinchado deviento, como un fuelle» , lo describe el cronista Constantos Papatekos.

ANDROS MARMITAKOS. Cocinero del logotetes de Nicomedia y amigo dePedro el Raposo. Algunos autores lo consideran autor de la salsa chipriota,precedente de la mayonesa, que emulsionaba con leche de burra y unasgotas de savia de higuera, lo que en los manuscritos bagdadíes se anota como« leche del Pontífice» . Vaya usted a saber.

ÁNGELO. Primer emperador de Constantinopla. Permitió a Moshé ben Abraconstruir su academia. Fundador de la dinastía de los Ángelos.

ÁNGELO PISANI. Legado papal en la Serenísima República de Venecia. Eracojo del izquierdo y usaba coturno.

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ÁNGELOS. Actual dinastía de los basileos, emperadores de Bizancio.ARTÍSAL. Famoso caudillo cartaginés que conquistó gran parte de Italia y

derroto repetidamente a los romanos, aunque al final resultó derrotado enZama.

ANTIDEO. Fugitivo de la guerra de Troy a que llevó las piedras anglias a Albión.ANTOS LAPOROS. Mercader, armador y capitán de La GolondrinaRisueña, en la que navegan Lucas y su grupo a Constantinopla.

ANTULFAS. Gigante que habita en la isla de Oland. Grontal debe matarlo paraque la Templada reaparezca. Lo más notable era el miembro viril que, segúnlas Eddas, lo tenía como un narval marino.

ARGANTONIO. Antiguo rey de Tartessos que se dice que vivió cientos de añosy amistó con los griegos.

ARISTOTIL. Famoso pensador griego también conocido como Aristóteles. Dijoque la mosca tiene cuatro patas, y su prestigio era tan grande que nadie osócontradecirlo en mil años, aunque es evidente que la mosca tiene seis patas.ARNAUT DE VENTADOUR. Trovador del valle de los Baux. Se perfumabaun poco más de la cuenta.

ARTEMIDORO. Pagano que peregrinó al famoso santuario del Cabo Sagrado ydejó constancia de la adoración de las piedras.

ARTURO PENDRAGÓN. Legendario rey de Inglaterra. Sus cuescos olían aalmendra quemada, lo que entre los pictos es señal de realeza.

ASHERA. Diosa de la sabiduría de los cananeos. En sus templos se practicaba laprostitución ritual. El rito exigía que una vez en su vida las devotas acudierande velo y misal y se sentaran a esperar en la antesacristía hasta que unforastero ojeaba el género, entregaba una moneda de plata a la escogida, latomaba de la mano y la llevaba a un reservado donde copulaba con ellasegún la norma fenicia, cinco culadas rápidas con la mujer debajo y el restodel coito hasta el orgasmo rugidor con la mujer encima, las tetas sueltas quese balanceen. Las más agraciadas cumplían el rito el mismo día, pero sedieron casos de feas que tuvieron que aguardar meses.

ASHERAH. Otro nombre de la diosa Ashtoreth.ASHTORETH. Diosa hebrea, anterior a Yaveh y esposa de El.ASMODEO DE SINÁN. Mago y sabio armenio, practicante de la magia libre.

Padre adoptivo de Besante. Aliado con Sven le Berg, busca las piedrasdragontías para sus propios fines.

ATILA. Famoso caudillo huno, llevaba la piedra Templada en su espada. Se decíaque donde pisaba su caballo no volvía a crecer la hierba, lo que no estáprobado. Le reventó la arteria carótida en su noche de bodas, incidente quefue muy celebrado en toda la Romanía.

BAAL. Dios heredado de la Abominación y adorado por los fenicios.BANQUERI. Profesor de música del conde Trencavel.

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BANU UDRA. Tribu de Arabia donde se originó la moda del amor cortés.Trataban las orquitis con aceite de romero untado en los pies.

BARUJ CHAPRUT. Famoso médico judío de Toledo, perteneciente a una largaestirpe de estos. Es el poseedor del secreto de Pedro el Raposo.

BARUJ MEIR. Rabino y cabalista de Praga. Padre adoptivo de Pedro el Raposo.BAUX, Los. Familia rival de los Merens que invade el feudo de estos ysecuestra a Hugo. Estaban considerados unas malas bestias.

BELISARIO. Famoso general bizantino que amplió considerablemente losdominios del imperio. Era eunuco y cada vez que ganaba una batalla decía sufórmula: « Echándole cojones» . Robert Graves escribió su biografíanovelada.

BERENGUER DE BAUX. Primogénito de los Baux. Hombre cruel y aficionadoa la trova. Mató a su esposa al enterarse de su infidelidad con Guillem deCabestanh. Quiere casar a Isabela con su hermano Blas.

BERRIENDA, LA. Prostituta de Pera, amiga de Expira Candente y de Holgada.Se le atribuy e la invención del trentuno (copulación con treinta y un hombresen una sola sesión de no más de doce horas).

BERTRAND. Obispo de la Provenza que visita a los Baux.BESANTE. Hijo adoptivo de Asmodeo de Sinán, que este adquirió por un besante

bizantino, de ahí su nombre.BLAS DE BAUX, EL BOBO. Hermano menor de los Baux. De cortas luces, cree

ser el prometido de Isabela de Merens. Terminó su vida de portero en unconvento donde lo mantenían de caridad. Sabía trenzar las ristras de ajoscomo nadie.

BÓREAS. Uno de los vientos, el que transporta a Guido a Inglaterra.BRIAREO. Gigante legendario que ocupó la isla de Otland antes de que llegara

Antulfas. Aparece en el Quijote.BRON. Verdadera identidad del Rico Pescador. Cuñado de José de Arimatea,

herido accidentalmente con la lanza de Longinos.BRUNEQUILDA SMUDSEN. Viuda vikinga, amante de Grontal. Era cariñosa y

agradecida y, cuando entraba en faena, se le ponía un sudorcillo viscoso porla rabadilla y otro que le perlaba el bozo rubio. Muy reidora.

CARLOS DE VERDON. Uno de los nobles provenzales que visitan a los Baux.Terminó sus días en el convento de Kalamata y fue el inventor del injerto detijereta. CARPÓN. Monstruo marino hermafrodita, hijo de Leviatán. Hayuno en cada mar. El contramaestre de la fragata alemana Emdem divisó unoy lo dibujó y describió, pero sus apuntes se perdieron cuando la flota inglesahundió el barco.

CASA DE DAVID, LA. Los descendientes del legendario rey de los hebreos. Secree que el rey Jesús tuvo un hijo póstumo que la reina María de Magdalacrió en Francia y por ahí se ha prolongado la estirpe, en secreto, hasta

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nuestros días. CHRETlEN DE TROYES. Conocido trovador provenzal,predicador del amor cortés. Escribió Perceval o el cuento del Grial.

COMMENOS. Antigua dinastía de los basileos, emperadores de Bizancio, rubiosazafranados.

CONRADO DE MONFERRATO. El defensor de Tiro y actual sitiador de SanJuan de Acre, candidato al trono apoy ado por el rey Felipe Augusto y rival deGuido de Lusignan.

CONSTANTINO EL GRANDE. Fundador del Imperio de Bizancio. La capitalfue bautizada Constantinópolis en su honor.

CONTO DE BRIGNOLES. Uno de los nobles provenzales que visitan a los Baux.CORNARO, Los. Poderosa familia veneciana. Traficaban en clavo, pimientay oro del Sudán.

COSROES. Rey persa de la antigüedad, constructor del Templo de los Arcos,cuya fama originó en Occidente las tradiciones del castillo del Grial.

CUNQUEIRO. Gallego, miembro de la academia de la cábala de Constantinopla.Tiene el poder de hacer aparecer muertos ante su presencia. Se reencarnó enel escritor Alvaro Cunqueiro muerto en Galicia en 1982. Me lo lean.

DAEMON. Sacerdote de la antigüedad, adorador de Nasaq y creador de lallamada « magia libre» .

DAMA AZUL, LA. Misteriosa mujer que seduce a Lucas de Tarento. Elcaballero Lucas, allá donde esté, espera algún día juntar los labios con los dela dama. Se apareció por última vez en Jerez de la Frontera.

DAMA DE LA ROSA AZUL. Otro nombre de la Dama Azul.DARÍO EL GRANDE. Famoso emperador persa que guerreó con las polis

griegas sin mucha fortuna.DIANA. Diosa romana de la caza. Tiene mal pronto y donde pone el ojo pone la

flecha. Suele representársela con un pecho fuera, muy bonito.DMITROS LAKRITES. Reputado poeta bizantino.DIOS. Ser supremo, de carácter eminentemente viril. Representa la

masculinidad y la belicosidad. El culto a este, en sus diferentes aspectos,reemplazó al de la Diosa.

DIOSA. Divinidad primigenia, eminentemente femenina. Representa la fertilidady la armonía con la Naturaleza. Fue depuesta y casi olvidada por el culto aDios, para desgracia de la Humanidad, que desde entonces anda de cabeza.

DIOSA MADRE, LA. La Diosa en su aspecto materno. Engendra hijoscíclicamente con el Rey Sagrado.

DOMÉNICO ASTOLFI. Patricio, antiguo propietario de la casa de Muley Osmánen San Juan de Acre.

DOMÉNICO MATEO. Famoso guerrero veneciano, fundador de la dinastíaMocénigo. Le gustaban las empanadas de lamprea regadas con chianti de lacasa Rufino.

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DUQUESA DE SELVO. Noble veneciana del pasado, y de gran belleza y gustosrefinados. Se dice que su fantasma es la Dama Azul.

EL. Antiguo dios hebreo, esposo de Ashtoreth.ELENA DE TROYA. Bella mujer de la antigüedad, seducida por Paris. Muerta

eminente convocada por Cunqueiro.ENRIQUE DÁNDOLO. Gran dux de Venecia. Quedó ciego por un conjuro.

ENRIQUE DE PLANTAGENET. Padre de Ricardo Corazón de León.ERIC EL TERRIBLE. Conocido vikingo de Gotland.ESCIPIÓN EL AFRICANO. Cónsul romano que derrotó a los cartagineses.ESTHER. Heroína bíblica del pueblo de Israel. Muerta eminente convocada por

Cunqueiro.ESTRABÓN. Famoso geógrafo e historiador griego.EXPIRA CANDENTE. Prostituta de Pera visitada por Grontal.EXPIRA FRÍGIDA. Nuevo nombre que recibe Expira Candente tras la visita de

Grontal.FEDERICO BARBARROJA. Rey de Alemania, muerto accidentalmente al

atravesar el río Salef, camino de Tierra Santa.FELIPE AUGUSTO. Rey de Francia. Primo y enemigo acérrimo del rey

Ricardo. FOCIO. Patriarca de Constantinopla que acusó de herej ía al Papa deRoma. FOIX. Familia noble de Bretaña.

FUSTA. Familia de armadores italianos.GERIÓN. Gigante que habitó unos acantilados cercanos a Giribaile y maldijo

esas tierras antes de morir a manos de Hércules. Tenía tres cuerpos y trescabezas.

GIL BAILE. Noble godo que pactó con los moros. Propietario de un castillocercano a Giribaile, pereció en un desafortunado accidente y dejó viudatrigueña en la edad de los sofocos y un par de hijos, a cual más vago.

GIORGIO BONAFEDE. Capitán albanés que recoge a Sven le Berg en la ruta aVenecia tras ser este robado y echado por la borda. Cuando se retiró del marpuso una casa de baños y un mesón especializado en salchichas chipriotas.

GIORGIO QUERINI. Secretario de cartas latinas del dux de Venecia. Guarda ensu alcoba las tres piedras verdaderas de san Todaro. La llave del cofre lacustodia su infiel esposa. Leía a Homero en griego y soñaba con ser Héctor,el desgraciado.

GODOFREDO DE PLANTAGENET. Abuelo de Ricardo Corazón de León.GORGO. Semiorco galeote al que rescata Guido de Saint Bertevin en un

naufragio. Se une al grupo de Lucas de Tarento. Era buena gente, perolimitado.

GRONTAL. Enano de la estirpe de Hozam. Capataz de los zapadores del reyEnrique, alistado a la fuerza por apoy ar las insurrecciones helvéticas.Acompaña a Lucas de Tarento en su misión. Terminó su vida de portero de la

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abadía de Conouvert, en Francia, por enchufe con la abadesa.GUIDO DE LUSIGNAN. Sitiador de San Juan de Acre, candidato al trono

apoyado por el rey Ricardo y rival de Conrado de Monferrato.GUIDO DE SAINT BERTEVIN. Aprendiz de caballero recién llegado a San Juan

de Acre.Discípulo de Lucas de Tarento, acompañará a este en su misión.GUILLEM DE CABESTANH. Trovador de la Provenza y amante de la señora

de Baux. Berenguer lo mató al enterarse de sus amoríos.GUY DE FORBES. Ingeniero del rey Ricardo. Inventó una polea con la que se

podía alzar el señor de Comingues, herniado de la ingle, hasta la altura delpercherón holandés que cabalgaba cuando salía a matar moros.

HASDAY BEN CHAPRUT. Discípulo del talmudista Moshé ben Hanok, llegó aser ministro del califa de Córdoba y gran visir.

HASID. Jefe sarraceno hospedado en la casa de Muley Osmán.HASSAN IBN SABAH. Nombre propio del Viejo de la Montaña (véase). HE. El

dios hijo de El y Ashtoreth.HERACLIO. Emperador de Bizancio que invadió Persia, destruy ó el Trono de los

Arcos y recuperó las sagradas reliquias.HOLGADA, LA. Prostituta de Pera, amiga de Expira Candente y de Berrienda.

Cuando cumplió los cuarenta se retiró del oficio y halló empleo en las cocinasdel monasterio de Paros, donde atendía a sesenta y seis monjes y veinticuatronovicios.

HOMERO KARTENOS. Reputado estratega bizantino.HORÓN. Rama de la familia de Grontal que habita en Gotland.HOZAM. Fundador de la estirpe de enanos a la que pertenece Grontal.HUGO DE MERENS. Padre de Isabela y señor de Beaucaire. Murió feliz

rodeado de una caterva de nietos. Se le daba muy bien la jardinería.HUSSEIN. Hijo y sucesor de Alí, asesinado por los sunnitas. ÍMPETU. Uno de

los dos hermanos que forma el viento Impetuoso.IMPETUOSO. Un viento, sobre el que monta Grontal.ISAAC. Último nombre que Asmodeo de Sinán da a Besante.ISAAC ABRANEL. Reputado cabalista de Toledo, amigo de Baruj Meir.ISAAC II EL MAGNÍFICO. Actual emperador de Bizancio, de la dinastía de los

Ángelos.ISABELA DE MERENS. Maga semielfa francesa, nacida en Beaucaire, hija de

Hugo de Merens. Tenía la mirada dulce y unos ojos de color de la miel queazuleaban por la noche. Raptada por Muley Osmán. Acompaña a Lucas deTarento en su misión. Gran flechadora.

ISAK. Marinero del ballenero que lleva Sven le Berg a la isla del Hielo Ardiente.Se opone a este viaje y le dan matarile.

ISMINA DE TÚNEZ. Comadre famosa por sus conjuros de amor.

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JACOBA. Bisabuela común de Ordoño Matamoros y Nuño de Puñonrostro. Adecir de estos, emparentada con los reyes de la Cristiandad.

JESÚS (o « Jesucristo» o « Cristo» ). El hijo de Dios para los cristianos. JORGECANTACUZANOS. Clérigo, polemista y mago griego huido de la Iglesia deOriente y al servicio del Papa. Acompaña a Lucas de Tarento en su misión.

JOSÉ DE ARIMATEA. Rico mercader hebreo, anfitrión de la última Cena. Fletóla nave en que María Magdalena huyó a la Provenza y fue con ella.Posteriormente fundó la primera iglesia dedicada a esta María, en Inglaterra.

JUAN DE VENOSQUE. Conde, uno de los nobles provenzales que visitan a losBaux.

Era un poco tartaja y sólo hablaba cuando no había más remedio.JUAN SIN TIERRA. Regente y tirano de Inglaterra tras la partida a las Cruzadas

del rey Ricardo, su hermano.KEOPS. Antiguo faraón, constructor de pirámides y rey de los dos Nilos.

KLAUS NOORGEN. Campesino que acoge a Grontal tras su aterrizaje enGotland.

KRAGERSTOMIR. Legendario dragón de Inglaterra, padre de Krastig.KRASTIG Monstruoso jabalígigante, hijo de Kragerstomir y que vigila la

Floresta Tenebrosa.KRISNOR EL DE HIMPARIR. Abuelo de Grontal.LAGARTO, EL. Dragón que guarda la piedra Dolorida en un manantial de la

parte antigua de Jaén.LÁZARO, EL RESUCITADO. Hermano de María Magdalena y Marta. Huy ó a

la Provenza con ellos.LENUDESEN. Jefe de los vikingos que, en el pasado, adquirió la Templada de los

orcos.LEONOR DE PLANTAGENET. Madre de Ricardo Corazón de León. Divorciada

del rey de Francia y casada con Enrique de Plantagenet.LEVIATÁN. Monstruo de las profundidades, padre de Carpón.LIXOS DE TAROS. Famoso estratega de la antigüedad al que se atribuy e el

perfeccionamiento de la gastafreta o ballesta griega.LONGINOS. El legionario romano que alanceó el costado de Cristo y luego se

hizo cristiano. El centurión le retiró la paga.LUCAS DE TARENTO. Caballero ex templario, antiguo maestro de Sven le Berg

y ahora tutor de Guido de Saint Bertevin. Rescata a Isabela de Merens y esenviado por el rey Ricardo en busca de las piedras dragontías.

LUCRECIA. Famosa romana que se suicidó para demostrar la honestidad de suscompatriotas mujeres.

MACARO. Marinero fanfarrón al que mata Sven le Berg en una taberna dePatrás. MAHOMA. Profeta, fundador del Islam.

MARÍA DE MAGDALA. Otro nombre de María Magdalena. MARÍA

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JACOBEA. Una de las Tres Marías.MARÍA MAGDALENA. Una de las Tres Marías, esposa de Cristo y madre de la

Sangre Real. Huyó de Judea y se estableció en la Provenza. MARÍASALOMÉ. Una de las Tres Marías.

MARTA. Hermana de María Magdalena y Lázaro. Huyó a la Provenza con ellos.MATRONIT. Otro nombre de la diosa Shekinah.

MENELAO. Griego que fue enemigo de Antideo.MILOTTO BORTANECHI. Mago italiano, antiguo compañero de Jorge

Cantacuzanos. Transporta mágicamente a Grontal hasta Hiperbórea.MOCÉNIGO, Los. Dinastía veneciana, descendientes de Doménico Mateo.

Inventaron el interés bancario al treinta por ciento.MOHAMED IBN FIRZI. Alcalde de Cazorla. Vivía divinamente en aquel pueblo

tan hermoso.MOHAMED HABIBI. Pícaro buscavidas que parte de Kalsa en busca del Viejo

de la Montaña. Posteriormente, muhaidín que entra al servicio de MuleyOsmán para dar con Sven le Berg. Era el patrón de los gafes, aunque nuncase le levantó capilla por miedo a los terremotos y a los incendios.

MORGANA. Hechicera, esposa de Arturo Pendragón. También fue la reina deSaba, que ofreció las doce piedras a Salomón, y la Dama Azul.

MOSHÉ BEN ABRA. Judío fundador de la academia de la cábala deConstantinopla.

MOSHÉ BEN HANOK. Conocido talmudista mesopotámico que estuvo en lacorte de un antiguo califa de Córdoba. Maestro de Hasday ben Chaprut.

MUCIO SCÉVOLA. Famoso romano que se inmoló para demostrar su valor.MULEY OSMÁN. Capitán de corsarios y almirante de Saladino. Enterró un

tesoro en una de las Islas Baleares en medio de una borrachera, y luego nosupo en cuál. MULEY SINÁN. Patrono del padre de Mohamed Habibi.

NAQAR. Uno de los aspectos de la Diosa en la antigüedad. NEPTUNO. Diosromano del mar. Se le representa con un tridente.

NiCACOS. Inventor de Bizancio, famoso por sus bisagras de caperuza simple,entre otros ingenios.

NOORGEN. Estirpe de cristianos vikingos que habita en Gotland.NUÑO DE PUÑONROSTRO. Noble castellano enemistado con su primo,

Ordoño Matamoros, por la propiedad de una salina.NURGO. Orco guardián de Isabela de Merens en la torre Catalina de la isla

Inquieta. La semielfa lo engañó miserablemente, lo que le costó el puesto.ODÓN EL CALVO. Capitán tunecino a sueldo de los Fusta que roba a Sven le

Berg. ORDOÑO MATAMOROS DE LA PEÑA TAJADA. Noble castellanoenemistado con su primo, Nuño de Puñonrostro, por la propiedad de unasalina.

OSO. Uno de los dos hermanos que forma el viento Impetuoso. PAOLO FUSTA.

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Patrón de Odón el Calvo.PARIS. Hijo de rey de Troya. Raptó a Elena, desencadenando la legendaria

guerra. Muerto eminente convocado por Cunqueiro.PEDRO EL RAPOSO. Escudero de Lucas de Tarento. Ex ladrón y guerrero

originario de Praga.PERFUMADA, La. Reina de las prostitutas del arrabal de Pera, Constantinopla.

PILARA PALAZÓN. Mujer de Sierra Morena que se cree la reina de losiberos. Es gorda mochilona, tiene la sonrisa escorada y se tiñe el pelo de rojo.

PISANI, Los. Poderosa familia veneciana.PLANTAGENET. Dinastía de los actuales rey es ingleses. PRINCESA DE

NEVERS. Suegra del rey Ricardo Corazón de León.RAMAKOS EL SIMPLE. Enano que orienta a Grontal y al Raposo camino de

Delfos.REY SAGRADO, EL. Representación de la masculinidad, muere cada vez que le

da un hijo a la Diosa Madre y se reencarna en este.RICARDO CORAZÓN DE LEÓN. Hermano de Juan Sin Tierra y rey de

Inglaterra, venido a las Cruzadas. Enemigo de Saladino y de Felipe Augustode Francia. Abría una herradura con las manos. Murió de la forma más tonta,de una rozadura infectada. RICO PESCADOR, EL. Enigmático rey quehabita en un castillo mágico y se aparece a los caballeros en forma de unpobre pescador llagado.

ROBERT DE SABLÉ. Amigo de Hugo de Merens y maestre de los templarios.RUFINUS. Junto a Totila, uno de los obispos que ocultó la Mesa de Salomón en

tiempo de la invasión sarracena del sur de la península ibérica.RUFUS. Gigantón contramaestre que provoca y ataca a Sven le Berg en una

taberna de Patrás. Un desgraciado, oiga.RUNTARIS. Famoso almirante de un antiguo califa de Córdoba.SALADINO. Líder de los ejércitos sarracenos que han tomado San Juan de

Acre. SALOMÓN. Mago y sabio legendario, antiguo rey de Israel.SAN BAUDELIO. Patrón de Berlanga y vencedor de la serpiente Groya. Erigió

su iglesia con ayuda de María Magdalena. Acabó con la idolatría druídica dela región y después se hizo ermitaño.

SAN NICOLÁS. Santo guardador de tesoros y patriarca de las tres esferas.SAN TODARO. Santo muy venerado en Venecia, y de historia similar a la de

san Jorge.SAN TRÓFIMO. Santo que acompañó a las Tres Marías, evangelizó parte de

Italia y derrotó a Atila.SARA LA GODA. Esclava egipcia de María Magdalena que huyó a la Provenza

con ella. Tiene una capilla en la iglesia de santa María y también se la conocecomo « Sara de los gitanos» . Con el mismo nombre y apodo, la hija malditade un conde cristiano que seduce a Sven le Berg en Cazorla.

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SATANÁS. El demonio rey de los infiernos para los cristianos.SERAPIS. Dios egipcio de la antigüedad, resultado de la unión de Apis, el dios

buey.SHEKINAH. Diosa de los hebreos, esposa de Yaveh. Según los seguidores de la

Abominación, es el resultado de la unión entre las diosas Ashtoreth y Anath,madre e hija.

SIGFRIDO. Famoso héroe germánico que mató a un dragón.SINGERICO. Abad del monasterio de Giribaile. Inventó el chorrito de vinagre en

la yema del huevo frito.SULAMITA, La. Sacerdotisa de los cultos infernales, anterior poseedora de la

dragontía Fogosa. Amante de Salomón.SVEN LE BERG. Ex novicio de los templarios y antiguo discípulo de Lucas de

Tarento. Caballero renegado seguidor de la Abominación. Va en busca de laspiedras dragontías por encargo de Asmodeo de Sinán. Una mujer enamoradalo soñó con la cara verde y la boca roja.

TARASCA, LA. Dragona mítica de Tarascón que custodiaba la piedra Relucientey a la que mató Marta.

TEODORO AKRITES. Anterior patriarca de Constantinopla. TEODOSIO.Antiguo emperador de Bizancio.

THOT. Dios egipcio, el arquitecto y agrimensor que se encarna en el faraón.TOMÁS DE AGEN. Mago y adivino de la familia de Baux. Llegado de Roma

tras pasar por París y el noviciado en Egipto.TOMASSO ALBINO. Mercader siciliano al que Odón el Calvo dice haber

vendido las piedras que robó a le Berg.TOTILA. Junto a Rufinus, uno de los obispos que ocultó la Mesa de Salomón en

tiempo de la invasión sarracena del sur de la península ibérica.TRAGANTÍA. Monstruo híbrido de dragona y mujer, poseedor de la piedra

Granito. Seduce a Sven le Berg bajo la forma de Sara la Goda.TRENCAVEL. Conde de Tolouse. Acoge a Lucas de Tarento y su grupo y luego a

Guido, que les sigue la pista. Encaprichado de una ondina.TRES MARÍAS, LAS. María Magdalena, María Jacobea y María Salomé, las

famosas mujeres que velaron a Cristo al pie de la Cruz.TRIPLE MADRE, LA. Otro nombre de la Diosa.TURMON NOORGEN. Rey de los Noorgen, afincado en Nueva Roma. Dice a

Grontal que conseguirá la Templada si este derrota al gigante Antulfas.VALERY. Uno de los nobles provenzales que visitan a los Baux.VENUS. Divinidad del amor, aspecto de la Diosa en Arlés entre otros sitios.VIEJO DE LA MONTAÑA, EL. Figura legendaria, fundador de la secta islámica

de los asesinos. Sus diversos sucesores adoptan su nombre y título,perpetuando la leyenda.

VIENTO. Nombre del caballo que Sven le Berg adquiere al huir de Venecia.

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VIENTO IMPETUOSO. Nombre con el que se hace pasar Sven le Berg ante elViejo de la Montaña.

VIRGEN MARÍA. La madre de Dios, para los cristianos.VOISIN. Anciano que estuvo al servicio de los Merens antes de la invasión de los

Baux.YAVÉ(también parece con la grafía « Yaveh» ). Dios de los hebreos. Según los

seguidores de la Abominación, es el resultado de la unión entre los dioses El yHe, padre e hijo.

ZARATUSTRA. Profeta del mazdeísmo.

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GLOSARIO

Abominación, la. Nombre que dan los seguidores de Dios a la Diosa y a cualquierpráctica relacionada con esta.

Al-Andalus. Nombre que los sarracenos dan a la península ibérica. Albión.Nombre poético de Inglaterra.

Almorávide. Imperio africano formado por una confederación de tribus deldesierto que llegó a dominar las tierras de Al-Andalus.

Anacoreta. El practicante de una de las variantes del monacato cristiano.Mortifica sus carnes y lucha contra las tentaciones demoníacas.

Anchoiade. Pasta de anchoas y aceite.Apatheia. El objetivo de los anacoretas: la paz interior, consecuencia del dominio

de la pasión.Arca de la Alianza. Objeto mágico que guarda el secreto de la alianza entre Dios

y la Humanidad.Arcadia. Lugar mítico y paradisíaco, antiguo santuario de los elfos en la Edad de

Oro.Asesinos. Orden secreta de seguidores fanáticos del Viejo de la Montaña (véase

maestros, compañeros y muhaidines).Atlántida, la. Tierra mítica, ya desaparecida.Avalon. Nombre dado a Glastonbury antes de la llegada de José de Arimatea.

Dicho nombre se lo siguen dando los iniciados en la Iglesia verdadera.Baal Shem. Término hebreo para designar al Maestro del Nombre, el sumo

sacerdote del templo de Salomón.Basileo. Emperador del Imperio Bizantino. Besante. Moneda bizantina.Buenos hombres, los. Cátaros o albigenses. Grupo religioso opuesto al Papa de

Roma. Predican el amor, la tolerancia y la libertad y rechazan la autoridadpapal y la encarnación de Cristo. La Iglesia los consideró herejes y losexterminó en una Cruzada.

Cábala, la. Conocimiento místico del mundo a través del lenguaje de Dios o Suescritura.

Carolingios. Dinastía de reyes impuesta por el Papa de Roma en detrimento delos merovingios.

Casitérides, las. Nombre dado por los fenicios a las islas Británicas. Castellano.El natural de Castilla. También, el señor o responsable de un castillo.

Cátaros, los. Nombre despectivo que dan los papistas a los buenos hombres(véase estos).

Comadre. La que hace de mediadora en relaciones amorosas, normalmenteprohibidas o mal vistas.

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Compañeros. Miembros de la secta islámica de los asesinos. Siervos de losmaestros e informadores del Viejo de la Montaña.

Concertador. El que arregla huesos fracturados o desencajados. También, el quetiene el poder de hablar con los espíritus o hacerlos aparecer.

Coquinaria. El arte de la cocina.Corriente telúrica. Canal por el que fluye la magia de la tierra. Cuadrirreme.

Galera con cuatro hileras de remos por costado.Desertor Christi miles (soldado desertor de Cristo). El monje que cuelga los

hábitos por tentación del demonio.Djinn. Genio maléfico propio de Oriente Medio. Dolorida. Una de las doce

piedras dragontías que componen el pectoral sagrado. Dominante, la.Nombre que los venecianos dan a su ciudad.

Dykfie. Nombre que dan los iniciados a las pulsiones telúricas, origen de lamagia.

Edad de Oro. Época mítica en que las cuatro razas vivían en armonía bajo losauspicios de la Diosa.

Edad de Plata. La edad de la Abominación.Elfo. Miembro de una de las cuatro razas primigenias. De ojos almendrados y

orejas picudas, suelen refugiarse en zonas inaccesibles y guardan fuertesvínculos con la Naturaleza y la magia que emana de esta.

Enano. Miembro de una de las cuatro razas primigenias, también llamados« humanos de las cuevas» . Son bajos, corpulentos y peludos, gustan de viviren las profundidades y mantienen fuertes lazos familiares, en especial unvínculo empático con los miembros de su propia camada.

E. profundo (o « de las profundidades» ). El que habita en las entrañas de latierra.

E. superficial (o « de la superficie» ). El que habita en la superficie de la tierra.Espatario. Cargo bizantino, heredado del Imperio Romano. Portador ceremonial

de una espada.Espejo de Salomón o Mesa de Salomón. Objeto mágico de gran poder en el que

el rey de Israel Salomón inscribió la fóruma del Shem Shemaforash oNombre del Poder que otorga al poseedor acceso directo al poder de Dios.Pasó sucesivamente a romanos, visigodos y árabes y estuvo depositado enRoma, Tolouse y Toledo. Los árabes lo enviaron al califa de Damasco pero seperdió al pasar Sierra Morena en tierras de Jaén.

Fogosa. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado.Gatti. Naves de guerra venecianas, similares a castillos flotantes y provistasde máquinas de asedio.

Gematría, la. Libro de la cábala. Ghemara, la. Libro de la cábala.Gnomo. Miembro de una de las cuatro razas primigenias.Golem. Ser mágico creado de arcilla, a imagen y semejanza del hombre. Es

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producto de la magia de la cábala y lleva inscrita en la frente la palabrahebrea « vida» .

Granito. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado.Honda. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoralsagrado. Humano. Miembro de una de las cuatro razas primigenias, son comolos hombres de nuestro mundo.

Ibis. Ave zancuda egipcia, símbolo de Thot.Iglesia falsa. La de los seguidores de Pedro y su representante en la Tierra, el

Papa.Iglesia verdadera. La de los seguidores de san Juan apóstol.Impertubatio. Otro nombre para la apatheia (véase esta).Inrationabilia confusio mentis. Confusión irracional de la mente que a veces

consigue introducir el demonio en los ermitaños.Intrincada. Una de las doce piedras que componen el pectoral sagrado.

Ismaelita. Otro nombre dado al chüta.Justa. Lucha entre dos caballeros. También, competición poética. Ka, el.

Nombre que los egipcios dan al poder telúrico.Kalamata. Una variedad de ovejas y de aceitunas.Katochoi. Orden de reclusos de Serapis, en el antiguo Egipto, que combatían al

demonio. Fueron los precursores de la actual disciplina monástica católica.Látigo de guerra. Véase mangual.

Libro de Bron. Códice antiguo, de carácter profético, que se conserva en Avalon.Libro, el. La Biblia para los cristianos y el Corán para los musulmanes.

Licor de Mantua. Narcótico hecho de beleño y mirra.Luciente. Una de las tres piedras dragontías de san Todaro y de las doce que

componen el pectoral sagrado.Maestros. Miembros de los asesinos que se encargan de predicar las enseñanzas

del Viejo de la Montaña.Magia. El dominio de las fuerzas ocultas de la Naturaleza, ejercido mediante

conjuros.Magia blanca. La destinada a la curación del cuerpo o alma o a la protección de

estos.Magia eólica. La destinada a controlar los vientos con diversos fines.Magia libre. La practicada sin someterse al arbitrio de los dioses ni las ley es

humanas.Magia negra. Nombre despectivo que dan algunos a la magia libre.Mago. Practicante de la magia que no se somete a ninguna orden religiosa.Manchada. Una de las tres piedras dragontías de san Todaro y de las doce que

componen el pectoral sagrado.Mangual (o el « látigo de guerra» ). Arma consistente en una bola de hierro del

tamaño de un puño, erizada con una docena de punzones de acero y

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pendiente del mango por medio de una cadena.Mazdeísmo. Religión de la antigua Persia que adora a la divinidad suprema

Ahura Mazda.Melada. Una de las dos piedras dragontías anglias y de las doce que componen el

pectoral sagrado.Melusina. Hada de las aguas. Muchas de ellas tutelan a conocidas familias

nobiliarias.Merovingios. La estirpe de Cristo, la Sangre Real, con derecho al trono.

Desbancados por los carolingios.Mesa de Salomón. Otro nombre para el Espejo de Salomón (véase). Misdrashin,

el. Libro de la cábala.Mishna, la. Libro de la cábala.Mistral. Viento frío del norte.Monje. Miembro de una orden religiosa. En sentido estricto, el que se recluye

para evitar las tentaciones terrenales. Es una de las variantes del monacatocristiano.

Montante. Espada grande que suele usarse con amabas manos. Muhaidines. Losasesinos en sentido estricto. Guerreros fanáticos que, sabedores de que irán adescansar en el Paraíso, dan su vida por el Viejo de la Montaña.

Notaricón, el. Libro de la cábala.Nuececita. Una de las tres piedras dragontías de san Todaro y de las doce que

componen el pectoral sagrado.Oreo. Miembro de una raza humanoide. Son belicosos, gregarios, fieros y

bastante primitivos.O. padre. El jefe de una manada de orcos.O. suave. El criado en cautividad y destinado a trabajos serviles.Peludo (poilu). Apodo que dan los europeos a los cristianos nacidos en Tierra

Santa.Peregrina. Una de las dos piedras dragontías anglias y de las doce que

componen el pectoral sagrado.Piedra dragontía (o « dragonites» ). Cálculo terroso de gran poder mágico que

crece en la cabeza de los dragones. Doce de ellas componen el juego depiedras del pectoral sagrado necesario para usar el Espejo de Salomón.

Pirámide. Edificio egipcio construido en un punto telúrico y desencadenante de lamagia de este.

Pócima. Bebedizo de poder curativo, mágico o similar.Reluciente. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral

sagrado. Rey de armas. Caballero veterano que arbitra un torneo.Reyes de los cabellos largos. Otro nombre de los rey es ociosos.Reyes ociosos. Sobrenombre de la Sangre Real, llamados así por su carencia de

trono.

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Salomera, la. Caserón donde se hospedan Lucas de Tarento y su séquito durantesu estancia en Bizancio. Llamado así por su anterior propietaria.

Sangre Real. La estirpe de Cristo y María Magdalena.Schiavoni. Los mercenarios albanos a sueldo de Venecia. Semielfo. Producto de

la unión entre un hombre y una ella, o un elfo y una mujer. En general,cualquier humano con sangre de elfo.

Serenísima. Sobrenombre de la República de Venecia.Shem Shemaforash. Término hebreo que designa al Nombre Secreto de Dios,

conjuro creador de máximo poder.Silla de la Tarasca. Piedra de Tarascón marcada por la mítica dragona. Sirena.

Criatura fantástica, mitad mujer y mitad pez.Spiraco. Masaj ista profesional, típico de Bizancio. Taka-i-Taq-dis. El Trono de los

Arcos.Talmúdico o talmudista. Perteneciente o relativo al Talmud.Tarida. Barco antiguo, propio del Mediterráneo. Usado normalmente para el

transporte de caballos y pertrechos.Templada. Una de las doce piedras dragontías que componen el pectoral sagrado.

Templarios.Temple, el. Orden de los caballeros templarios. En sentido estricto, orden secreta

dentro de la anterior que lucha por restaurar la Sangre Real. Temurah, la.Libro de la cábala.

Terraferma. Nombre que los venecianos dan a cualquier lugar que no seaVenecia, especialmente el continente.

Tiempos de los Caudillos. Época en que los diferentes pueblos riñeron entre sí.Abarca la Edad de Piedra, la de Bronce y la de Hierro.

Trirreme. Galera con tres hileras de remos por costado.Trudentes. Pueblo salvaje y caníbal, originario del Danubio, llegados a Tierra

Santa con la Primera Cruzada.

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JUAN ESLAVA GALÁN nació en Arjona (Jaén) en 1948; se licenció en FilologíaInglesa por la Universidad de Granada y se doctoró en Letras con una tesis sobrehistoria medieval. Amplió estudios en el Reino Unido, donde residió en Bristol yLichfield, y fue alumno y profesor asistente de la Universidad de Ashton(Birmingham). A su regreso a España ganó las oposiciones a Cátedra de Inglés deEducación Secundaria y fue profesor de bachillerato durante treinta años, unalabor que simultaneó con la escritura de novelas y ensayos de tema histórico. Haganado los premios Planeta (1987), Ateneo de Sevilla (1991), Fernando Lara(1998) y Premio de la Crítica Andaluza (1998). Sus obras se han traducido avarios idiomas europeos. Es Medalla de Plata de Andalucía y Consejero delInstituto de Estudios Giennenses.