marco denevi - ceremonia secreta

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CEREMONIA SECRETA56CEREMONIA SECRETACeremonia Secretarecibi el PrimerPremio en unconcurso de cuentosllevado a cabo porla revista LIFEEN ESPAOL, en lacual se publicpor primera vez.Jurado:Octavio FazHernn Daz ArrietaArturo Uslar PietriEmir Rodrguez MonegalFederico de OnsObras presentadas: 3149Reproducido porautorizacindel autor y deLIFE EN ESPAOL 1960 Time. Inc.MARCO DENEVICEREMONIASECRETAIlustrado porElbio FernndezCORREGIDOR Ediciones Corregidor, 1994Rodrguez Pea 452 (1020) Bs. As. I.S.B.N.: 950-05-0632-7 Hecho el depsito de ley. Impreso en Colombia.Impreso por Carvajal S.A. Cali - Colombia Octubre 1994CEREMONIA SECRETA:EN LA TIENDA DEL ILUSIONISTACristina PiaComo acertadamente lo ha sealado la esttica de la recepcin, el transcurso del tiempo no es en absoluto indiferente para la captacin de los textos literarios por parte de los lectores, sino que la modifica a partir de los cambios que se van produciendo en su horizonte de expectativas, tanto en relacin con los nuevos textos que aparecen dentro del campo intelectual, como de los nuevos marcos tericos desde los cuales se leen e interpretan dichas obras.Tal proceso de transformacin, desde mi punto de vista, resulta especialmente significativo en el caso de la nouvelle de Denevi que hoy me ocupa, Ceremonia secreta, ya que, releda desde la teorizacin actual sobre el conjunto de rasgos discursivos que caracterizan a los textos posmodernos, adquiere un carcter precursor que difcilmente pudiera percibirse en el momento de su publicacin 1960, fecha en la cual, por estas tierras, nadie siquiera conoca la palabra posmodernidad que, hoy en da, por el contrario, alude a la suma de caractersticas de la cultura de fin de siglo.En efecto, cuando atendemos a la personal utilizacin que en ella hace Denevi de los gneros menores o populares el relato policial, al igual que en su primera novela, Rosaura a las diez, el melodrama pero, sobre todo, el cuento de hadas; as como la manipulacin de saberes poco prestigiosos pero de hondo arraigo en el imaginario popular el ocultismo que subraya el aura misteriosa de Jan Engelhardt y de la metamorfoseada Cecilia del final; las supersticiones asociadas con el lenguaje de las flores que sustentan las inslitas ofrendas matinales de Leonides Arrufat; la opcin por la amenidad en el minucioso y matemtico trazado de la trama y la hbil manipulacin de la voz narrativa para graduar la distancia del lector respecto de la historia, reconocemos el tipo de actitud que Umberto Eco Eco, Umberto: Apostillas a El nombre de la rosa. Bs. As. Lumen/ De la Flor, 1987. (3era. edicin)., entre otros, ha sealado como propia de la ficcin posmoderna, la cual rompe con la dicotoma entre arte elevado y elitista, por un lado, y arte popular y ameno, por el otro, tanto como construye su discurso a partir de citaciones sesgadamente irnicas de la tradicin.En este sentido, la presente nouvelle de Denevi al igual que Rosaura a las diez y Falsificaciones, sobre todo se revela como instancia que articula la transformacin discursiva que, desde Borges, nos lleva a Puig y los dems narradores de los aos setenta y ochenta que construyeron sus textos a partir de la apropiacin de cdigos tomados del arte popular en general y de los diversos gneros literarios menores, en particular.Como considero que el reprocesamiento del cuento de hadas constituye el elemento estructurante de la nouvelle, partir de su anlisis para dar cuenta del desplazamiento irnico que opera el texto respecto del corpus tradicional en el cual se apoya.Un cuento de hadas al revs:el prncipe-solterona y la negacinde la sexualidadTal como lo seala Bruno Bettelheim en su conocido estudio Psicoanlisis de los cuentos de hadas Bettelheim, Bruno: Psicoanlisis de los cuentos de hadas. Barcelona, Crtica, 1977 (3era. edicin)., el relato maravilloso funciona como un medio privilegiado de maduracin psquica para el nio, en tanto sus situaciones y personajes, a partir de los procesos de identificacin y rechazo, le permiten resolver conflictos difcilmente articulables, introducindolo, adems, en un universo moral donde el bien y el mal, plasmados con ntidos contornos y carentes de la ambigedad que a menudo revisten en la vida real, dramatizan su lucha constante. Entre tales conflictos, la sexualidad ocupa un lugar preponderante, y as, gran parte de los cuentos que poblaron nuestra infancia y la de nuestros hijos Caperucita Roja, La bella durmiente. La bella y la bestia, Blancanievespueden leerse como resoluciones, en el plano simblico, de dichos problemas, que le sealan adems al nio pautas de relacin interpersonal y de comportamiento social que les permitirn configurar sanamente su vida futura.Si he hecho esta breve referencia a la significacin profunda del cuento de hadas, es porque me parece importante que tengamos en cuenta dicho carcter moral y sexual a la hora de considerar Ceremonia secreta, ya que el texto de Denevi, tanto como seala explcitamente si bien de forma sutil y casi como un guio al lector avisado su relacin con el universo del cuento maravilloso me refiero a la comparacin final de la metamorfosis que sufre Cecilia ante la muerte con la de la campesina que se transforma en princesa en las fbulas antiguas, pone de manifiesto de entrada el carcter esencialmente sexual del conflicto que signa la vida de la protagonista. Como se nos dice casi apenas se abre el relato, para la pudibunda y solitaria Leonides Arrufat, el sexo es la Bestia que todo lo emponzoa y arruina. De all, su cmica entrega de secretas ofrendas florales urticantes a Natividad Gonzlez cuando se inicia la accin, tanto como, segn lo veremos en detalle ms adelante, su ajusticiamiento final de la fatdica Belena.Es decir que este moderno e irnico cuento de hadas, replantea el camino inicitico del hroe tradicional en su enfrentamiento con la sexualidad, slo que en lugar de resolverlo en una reconciliacin con ella a partir del establecimiento de una relacin personal que la incluya las bodas del prncipe y la princesa, la expulsa definitivamente del universo de los personajes protagnicos, reemplazndola por la relacin blanca de una maternidad espiritual que encuentra su afirmacin en el crimen con el que se cierra el texto y la soledad que le sucede.Dicho desplazamiento radical, determina prcticamente la totalidad de las alteraciones y divergencias que establece la nouvelle con sus modelos tradicionales, lo cual le confiere su peculiar productividad significativa y su carcter de recuento pardico, en gran medida similar a las mltiples recreaciones desviadas que har Denevi en sus libros ulteriores del acervo universal de mitos, fbulas y leyendas.Considerada desde esta perspectiva, la aventura de la mamarrachesca y entraable Leonides Arrufat resulta equivalente a la de cualquiera de los mltiples hroes que animan el cuento popular, en tanto implica un conjunto de pruebas para acceder al carcter de hroe (herona) y merecer el amor de la princesa. Slo que aqu, si bien las pruebas y el espacio mgico la casa de los Engelhardt presentan sugestivas vinculaciones y similitudes con los propios del periplo heroico, en lugar de un prncipe tenemos a una solterona, por lo cual el vnculo amoroso, del plano ertico pasar al filial, tanto como la sexualidad incluida implcitamente en las bodas que cierran de forma cannica el relato maravilloso quedar expulsada, por inasimilable, del universo de mujeres solas en que transcurre la accin. Pero veamos tales coincidencias y divergencias con mayor detalle.Me refera, en el prrafo anterior, al espacio mgico donde se cumplen las pruebas y, en efecto, a los ojos de la protagonista, la casa de Cecilia aparece como un autntico castillo de cuento de hadas. AI igual que en ste, su cmara maravillosa la habitacin de Guirlanda est rodeada de un mbito siniestro que la encubre el resto de la casa corrodo por la mugre, el abandono, las alimaas y los rancios olores a medicamentos y en ella se abre un espacio de metamorfosis y transformaciones que nos hace recordar las mutaciones por las que debe pasar el prncipe para lograr su cometido. Aqu, sin embargo, no se trata ya de transformarse en pjaro u otro objeto o animal mgico, sino de asumir primero el aspecto y luego la funcin de Guirlanda Santos, la madre muerta de Cecilia. Esta mutacin superar el mero disfraz posteriormente, cuando Leonides, bajo el nombre de Anabel, la inventada prima de Guirlanda, visite a Encarnacin y Mercedes y las expulse a esas viejas bribonas de la vida de Cecilia. Al respecto, esta segunda instancia de su metamorfosis en Guirlanda que se cumplir casi definitivamente al volver al espacio mgico proclamndose la madre muerta nos remite tambin a la destruccin de los guardianes que tradicionalmente mantienen encarcelada a la princesa en el cuento maravilloso. El factor de vinculacin aparece en las comparaciones de las dos mujeres con animalesel oso, la serpiente y la cabra, que recuerdan a los que la fantasa popular imagin como carceleros de la herona.Estas pruebas y transformaciones implican, a su vez, reconocer en Cecilia al objeto amado. La muchacha, al igual que las princesas de numerosos cuentos infantiles, presenta un aspecto y una condicin alterados por intervencin de la bruja mala Belena y tanto como su aspecto de campesina o animalito actualiza el motivo de la princesa-sapo y de Cenicienta, su atontamiento el profundo sueo mrbido en el que se refugia la joven tras el trauma de la violacin, nos remite sutilmente al sueo en el que quedan sumidas la Bella durmiente y Blancanieves. Slo que aqu, como lo dice el texto, cuando las pisadas del visitante se detengan y ella salte de su sueo, no ser para caer en brazos del prncipe prometido y partir hacia el banquete nupcial, sino para entrar en la muerte. Porque, de nuevo, a diferencia de lo que ocurre en el cuento de hadas, a esta princesa no se le ha prometido un hroe que la iniciar en el amor y el sexo sancionados por la comunidad a travs de las bodas, sino la ascesis que alcanza su realizacin ms pura en la muerte.Este aspecto nos lleva a la consideracin del personaje del padre. En el universo del cuento maravilloso, las princesas son hijas de un rey terrestre, cuyo inters est centrado en el entorno social y material del reino y para quien la hija es la garanta de la transmisin de la riqueza y la estirpe. En cambio, Jan Engelhardt es, en palabras de Cecilia, el sabio, el mago, el santo, el hombre del espritu y las ciencias ocultas que, lejos de preparar a la hija para el reino de este mundo la hace su discpula en la purificacin por medio del dolor y la prescindencia respecto del mundo y sus dones. Aqu, en consecuencia, no hay promesa de descendencia o de continuidad social, por lo cual no cabe la sexualidad sino el ascetismo, no se registra una bsqueda de un intercambio interpersonal sino la de la soledad. En rigor, lo nico que queda en esta especie de Amfortas que es Jan Engelhardt de las seales propias del rey del cuento de hadas, es el dinero, pero que en la nouvelle funciona esencialmente como marca de aristocracia, no ya de poder material.En un mundo donde sexo y dinero estn excluidos en aras de la purificacin y el sufrimiento, es coherente, entonces, que, por el contrario, la bruja mala o dragn fatdico, cuya destruccin finalmente calificar al prncipe-solterona como madre-pretendiente, los ostente como su marca. Y, en efecto, Belena, si bien se nos dice muy poco de ella, est caracterizada como una mujer ambiciosa y sexual, cuya desmesura ante la carne y el dinero no la hacen retroceder ni ante el asesinato. En cuanto a sus maquinaciones para deshacerse de Cecilia, es llamativo cmo en Belena reaparece el tema de la madrastra asesina de Blancanieves: al igual que ella Belena le ordena a un hombre joven que aqu es su amante, no el montero tradicional que mate a la muchacha, pero ste no cumple. Slo que para Cecilia no habr ms enanitos salvadores que la intrpida solterona, a quien encuentra en el bosque de la locura al que la ha confinado el horror de la violacin.Por fin, y como ya lo seal antes, el ajusticiamiento de la bruja-madrastra constituye la prueba calificatoria final por la cual Leonides la pretendiente a madre asumir de forma radical su papel materno. Sin embargo, y segn el contexto significativo del relato, se trata de una madre trgica, una madre/muerte, ya que al haberse expulsado la sexualidad de forma definitiva, no puede haber bodas ni retoo posible, por lo cual el banquete nupcial de la princesa nubil se transforma en el velorio de la mujer violada y el nio que nunca lleg a nacer.Esta violenta divergencia respecto del festivo universo del cuento maravilloso, sin embargo, no es algo que se produzca inopinadamente en el relato, sino que va acompaada por un conjunto de elementos de inversin por llamarlos de alguna manera que confirman, y a veces anticipan el carcter luctuoso de la aventura en la que se ve embarcada la protagonista.S, hacindole caso a Roland Barthes, nos fijamos en la forma como empieza y como termina el relato, advertimos que la oscuridad, el luto, la soledad y la muerte caracterizan la atmsfera de la nouvelle. En efecto, sta se abre cuando an no ha comenzado a clarear, con la solitaria figura de Leonides rigurosamente vestida de negro atravesando las calles vacas, con aspecto de pope que al abrigo de la noche hua de alguna roja matanza, y se cierra casi circularmente con su misma figura lgubre que, en la noche, ahora s huye de la roja matanza que queda a sus espaldas. Tal sutil correlacin, en otro sentido, nos da la sensacin de que el texto ha trabajado especficamente para transformar en atributo concreto y real el primer smil ominoso, y convertir en ceremonia secreta los ritos florales que el pope corra a oficiar.Idntica funcin alusiva a la inversin que sufren los elementos tradicionales en la nouvelle la cumplen los nombres atribuidos a los personajes femeninos. Porque ocurre que todas las mujeres negativamente caracterizadas en la historia Belena, Natividad, Encarnacin y Mercedes llevan nombres asociados a la Virgen, mientras que las valoradas Leonides, Cecilia, Guirlanda y la ficticia Anabel se apartan de dicha asociacin. Asimismo, las nominadas segn la Virgen, en otra vuelta de tuerca irnica, no tienen hijos y oscilan entre la prostitucin y el crimen, por un lado, y formas menores de la delincuencia los mezquinos robos de las dos hermanas y la hipocresa, por el otro, mientras que las dems, aunque sea espiritualmente como es el caso de Leonides-Anabel son madres y representan las diversas formas del bien en el universo del relato. Como si, desde el puro nivel discursivo, se subrayara que en este texto nada es lo que parece e impera el principio de la reversin.Un tercer elemento de inversin est representado por el lapso temporal en el que se desarrolla el desenlace del relato: el carnaval. Tal como lo ha sealado Mijail Bajtin en su conocido estudio sobre el contexto cultural de Francois Rabelais Bajtn, Mijail: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. Barcelona, Barral, 1974., el carnaval representa un momento de muerte-renacimiento en el cual, a partir de la inversin del orden jerrquico que domina lo social, pueden liberarse las fuerzas vitales asociadas con las funciones bajas del cuerpo, establecindose un mundo al revs utpico, en el que lo popular insufla su vitalidad y su risa liberadora en el orden opresivo y esclerosado oficial. Sin embargo, en Ceremonia secreta el carnaval, lejos de abrir una dimensin de vitalidad aparece como una instancia de muerte y tragedia, en tanto est despojado de la vida representada por la sexualidad, en favor de una espiritualizacin que niega lo material.Asimismo, puede ponerse este desplazamiento del canon propio del cuento de hadas en relacin con la incorporacin del segundo cdigo literario que aparece en el texto: el del relato policial. En efecto, tanto como Leonides en un nivel es el prncipe-solterona, tambin es el detective que, a travs de una arriesgada investigacin consigue rearmar el enigma y descubrir al asesino: Belena. Slo que, apartndose de la estructura tradicional de la narracin detectivesca de enigma que apareca en Rosaura a las diez, en favor de la propia de la novela negra, no se trata ya de un detective pasivo que intelectualmente desanuda los hilos de la intriga sentado en su gabinete, al estilo del inspector Baigorri, sino de uno activo que pasa de investigador a asesino justiciero, vengando con sus propias manos la violacin y la muerte de Cecilia, al margen de toda intervencin policial.En esta reapropiacin del esquema del relato detectivesco nos encontramos con el mismo tipo de desplazamiento que se produca en el caso del gnero popular anterior: el hroe no es ya el duro investigador solitario que empezaron a delinear Chandler y Hammet, sino una solterona de mediana edad, un tanto mamarrachesca pero entraable que configura uno de los antihroes ms llamativos de nuestra ficcin.En este punto, creo que se impone, aunque sea, una mnima reflexin acerca del papel que cumplen los personajes femeninos y masculinos en el texto.Segn lo hemos visto a partir de la manipulacin transgresora que hace el texto de los topoi del cuento de hadas y del relato detectivesco negro, el lugar que cannicamente ambos gneros le atribuyen al hroe joven y apuesto, aqu es asumido por una mujer fea, ridcula y madura que, a partir de su soltera y su rechazo horrorizado del sexo slo guarda de mujer la posibilidad del amor materno. Al margen del juego irnico con los estereotipos machistas de larga data que esto entraa, creo que tal sustitucin apunta a una exclusin deliberada del varn de sus lugares de poder y seduccin tradicionales, rasgo que se confirma y adquiere una connotacin an ms radical cuando consideramos al resto de los personajes femeninos, pues advertimos que todas las mujeres que han tenido algn contacto con hombres mueren, mientras que slo sobreviven aquellas que han eludido dicho comercio funesto: las solteronas, si bien en los dos grupos encontramos tanto mujeres buenas como malas, ordenadas segn el rgido sistema de valores morales del cuento de hadas y el melodrama.Es decir que lo masculino parecera emerger como instancia autnticamente letal dentro de la nouvelle, idea que se confirma cuando consideramos a los dos nicos hombres operantes en el relato: Jan Engelhardt y Fabin. Si bien por medios absolutamente opuestos en uno la ascesis espiritual, en el otro la sexualidad y la delincuencia y con sentidos tambin contrarios pues la muerte para la que Jan se ha preparado y ha preparado a su hija es la de la carne, a fin de que el espritu resplandezca, mientras que Fabin infiere la muerte con y por el sexo y el dinero, ambos son vehculos de la muerte. Claro que en esa diferencia se dibuja precisamente el elemento causante de todas las catstrofes en la nouvelle y al que ya me he referido varias veces: la sexualidad. En el contexto de tal repudio, por fin, adquiere su ambigua significacin la maternidad espiritual de Leonides, la cual a pesar de ser autnticamente por amor, est marcada por una pattica esterilidad.Como ltimo factor en este juego con los gneros y la tradicin que caracteriza al texto de Denevi, me parece importante detenerme en las estrategias de manipulacin del lector que este gran ilusionista pone en funcionamiento.Porque, ms all del habilsimo manejo de un aparente realismo que en los dilogos alcanza una mmesis perfecta de la lengua coloquial a partir del cual se monta una atmsfera mgica y una trama que desafa, por sus sutiles lazos con el cuento de hadas, toda verosimilitud realista; de la articulacin de una fina observacin psicolgica con los cdigos del relato maravilloso y detectivesco; y del virtuosismo en el manejo del lenguaje, quizs el aspecto ms original de su construccin del relato sea su manipulacin del lector a partir de una ambigua y omnipresente voz narrativa.En efecto, a partir de esa voz, que haciendo gala de una total libertad, opina sobre los personajes y las situaciones en toda la primera parte de la nouvelle, por momentos se dirige directamente al lector, desaparece tras el dilogo organizado segn los cnones dramticos en la escena del enfrentamiento entre Leonides/Anabel y las dos hermanas, para, por fin, permitirse un estallido afectivo respecto de la protagonista, se va dosificando con mano maestra el inters del lector y su compromiso con el mundo narrado, as como se consigue articular el pasaje del tono predominantemente pardico del comienzo al pathos trgico del final. Guiado por dicha voz, el lector lentamente va pasando de la actitud distanciada y crtica del comienzo a un tipo de atencin propia del nio o del adicto a la novela policial o al folletn, en la que se pone entre parntesis el principio de incredulidad fomentado al comienzo y, tanto como se potencia un tipo de compromiso afectivo e identificatorio que asegura el efecto emotivo del texto, se lo hace ingresar al lector, con total aceptacin, en un universo misterioso y donde se suspende la verosimilitud realista. En cierta forma, Denevi, sin pronunciar el ritual Haba una vez... que abre el cuento de hadas y, lo cual es un autntico tour de force, apelando a un supuesto realismo, va generando en el lector la peculiar actitud de quien acepta sin objeciones un universo maravilloso. Y una vez all, en plena tienda del ilusionista y siempre apoyndose en esa hbil voz narrativa, consigue descender desde l al mundo tambin estilizado pero sin duda diferente del gran melodrama romntico. Porque ese final con cirios y atades y el ruido siniestro del carnaval, en que una mujer largo tiempo inmvil mata con un estilete a la hermosa villana nos remite al mundo de la gran novela romntica de tintes gticos, quizs la nica modulacin trgica posible para el derrumbe del ilusorio mundo del cuento de hadas.Sin duda podran decirse muchas cosas ms de este fascinante relato, pero mi inters fundamental ha sido sealar hasta qu punto desde su peculiar procesamiento irnico de los gneros literarios menores, Ceremonia secreta anticipa el nuevo tipo de ficcin pardica pero que reivindica la validez del puro funcionamiento de la mquina ficcional que se ha ido imponiendo en la literatura de fin de siglo. El resto, es el placer de la lectura que, como siempre ocurre con Denevi, resulta superlativo.Marco DeneviMarco Denevi es uno de los ms sorprendentes escritores hispanoamericanos de la hora actual. Hay algo, o mucho, de magia en su produccin literaria: magia para ver el mundo y las gentes no en las dimensiones que todos conocemos, sino por debajo de las dimensiones, all donde toda frontera se borra y los objetos reales adquieren presencia humana mientras los hombres se desdoblan y empiezan a actuar como enemigos de s mismos. Es difcil, acaso imposible, prever lo que harn los personajes de Denevi. Quizs el autor no lo sabe tampoco cuando comienza a escribir su historia y se entusiasma con las sorpresas que se avecinan. Da la impresin de que los personajes le buscan no como en la obra de Pirandello en la que reconocemos un amable e inofensivo truco sino, ms bien, con malas intenciones y por mandato ajeno.Prevalece en su mundo literario una especie de locura activa que al lector le pone los pelos de punta: principalmente porque es una locura diablicamente ingeniosa.Denevi trabaja a base de una realidad minuciosamente observada.Sus ambientes de Buenos Aires son verdaderas joyas de clsico realismo.Nada falta all: ni las casas, ni las mansiones, ni la luz ni el tiempo, ni los parques ni el ro, ni los olores ni la oscuridad, ni los objetos ni los prisioneros de los objetos. Pero esos objetos pretenden sobrevivir a sus dueos. Y en ese duelo comienza el frenes. En Rosaura a las diez la mejor novela policial que se ha escrito en lengua espaola (novela policial sin policas, naturalmente), se parte de una pattica situacin dostoievskiana que Denevi meticulosamente desarma en cada uno de sus elementos pasionales para construir luego, un cuadro de espesos tonos en que la pobre humanidad del barrio bonaerense, suea, ama, castiga sufre y mata, como parte del diario vivir. Denevi pinta con trazo caprichoso; ve la miseria detrs de la dignidad; el mamarracho de circo bajo la circunspeccin. Sus apartes, para calificar la actitud o el gesto o la palabra y hasta la condicin de un personaje, son de un ingenio asesino. Personaje que describe no se levanta ya como ser humano: llevara varios seres humanos a la siga, pegados igual que parches de un espantapjaros, persiguindole eternamente con su trgica impotencia.Y, junto a eso, ve la poesa excelsa que irradia el ser humano en sus ratos de tranquila angustia. Una mesa o una cama o un cielo sobre el ro o una calle al amanecer. Cualquier cosa le basta para que, mirando a travs del hombre como si el hombre fuera una grieta en alguna pared del mundo, vea a la vida vibrando, a veces, con honda y seria ternura.FERNANDO ALEGRAUniversidad de Berkeley, California An no haba comenzado a clarear cuando la seorita Leonides Arrufat sali de su casa.No se vea un alma en la calle.La seorita Leonides camin pegada a las paredes, los ojos bajos, el cuerpo tieso, el paso enrgico y casi marcial, como conviene que camine a esas horas una mujer sola si adems es honesta y por aadidura soltera, aunque tenga cincuenta y ocho aos. Porque nunca se sabe.(Pero, quin se hubiera atrevido a abordarla? Vestida toda de negro, de pies a cabeza, en la cabeza un litrgico sombrero en forma de turbante, al brazo una cartera que semejaba un enorme higo podrido, la figura alta y enteca de la seorita Leonides cobraba, entre las sombras, un vago aire religioso. Se la hubiera podido confundir con un pope que al abrigo de la noche hua de alguna roja matanza, si la sonrisa que le distenda los labios no mostrase que, por lo contrario, aquel pope corra a oficiar sus ritos).Marchaba tan de prisa que las rodillas, filosas y puntiagudas, golpeteaban en la falda del vestido, en el ruedo del tapado, y vestido y tapado le bailaban alrededor de las piernas como una agua revuelta en la que chapotease, y de cuyas salpicaduras pareca querer salvar el ramito de hojas y de flores que sostena reverentemente con ambas manos a la altura del pecho.Al llegar a la casa de aquel nio paraltico que una vez le haba sonredo deposit sobre el umbral de la puerta de calle una flor de pasionaria, inclin la frente, y en voz alta rez: Oh, Seor, a cuya voluntad corren los momentos de nuestra vida, acoge las ruegos y ofrendas de tus siervos, que te imploran por la salud de los enfermos, y snalos de todo mal.Sigui caminando.En el balcn de la casa de Ruth, Edith y Judith Dobransky puso una rama de vincapervinca atada con una cinta rosa, y or: Que el Dios de Israel sea el tabernculo de tu virginidad, oh doncella, y te salve de las tentaciones de la serpiente.Sigui caminando.Arroj tres hojas de cineraria en el jardn de un chalet frente al cual, varios das antes, haba visto detenido un cortejo fnebre, y en un intrpido latn musit: Requiem ae ternam dona eis, Domine, y lux perpetua luceat eis.Sigui caminando.Ahora le llegara el turno a Natividad Gonzlez. A esa mujerzuela le dejaba diariamente, desde haca meses, una ostentosa rama de ortiga. La seorita Leonides tena decidido que la rama de ortiga fuese como una esquela donde, sin usar malas palabras pero con todos sus puntos y comas, se invitara a la destinataria a mudarse de barrio. Pero Natividad Gonzlez pareca ser analfabeta al idioma de la ortiga y no se mudaba nada. De modo que la seorita Leonides se vea en la penosa obligacin de insistir en sus urticantes intimaciones de desalojo.Pero cuando aquella maana se detuvo frente a la casa de Natividad, cuando abri la cartera y, conteniendo la respiracin (a fin de volverse inmune al veneno de la ortiga), extrajo su mensaje; cuando iba a colocarlo sobre el umbral, un rayo cay sobre ella y la fulmin. El rayo era Natividad.La cual Natividad, con cara de no haber dormido, con cara de haber estado toda la noche en acecho, plida y despeinada, se plant frente a la seorita Leonides y se puso a insultarla clamorosa y concienzudamente. La llam con nombres erizados de erres y de pes como de vidrios rotos, le adjudic imprevistos parentescos, le atribuy profesiones a las que se suele calificar ya de tristes, ya de alegres; la apostrof como los peores pecadores seremos apostrados el Da del juicio, y, en fin, la exhort a perpetrar con la pobre ortiga los ms heroicos y los menos vulgares usos y abusos. Se hubiera dicho que Natividad se haba multiplicado por ciento y que las cien Natividades chillaban todas juntas. De dnde sacara aquella mujer tantas palabras? La seorita Leonides tuvo la aterradora sensacin de una lava volcnica que avanzaba hacia ella y en la que, si no escapaba a tiempo, quedara atrapada para siempre como un habitante de Pompeya. Para zafarse del ro de fuego y no morir dio media vuelta, y todo lo decorosamente que pudo, se alej.(Quiero decir que corri como una loca, por cuadras y cuadras, hasta que no pudo ms. Cuando las piernas se le doblaban como alambres se detuvo. Jadeaba. El tambor del pulso le ensordeca los odos. Debajo de la ropa todo su cuerpo destilaba un muclago helado. Los pies le latan como corazones. Bizqueaba y senta deseos de vomitar. Tard un siglo en serenarse).Para ir a tomar el tranva dio un largusimo rodeo, porque all mismo se jur no volver a pasar jams delante de la casa de Natividad. Jams. Y como refirmando aquel solemne juramento, arroj al suelo el resto de las flores que todava conservaba en una mano y que parecan repentinamente marchitas, quemadas, sin duda, bajo el azufre de los insultos.Entretanto, una especie de relmpago fijo se instalaba en el cielo, y espoleado por esa tormenta apareci, como salido de alguna casa, el primer tranva.La seorita Leonides lo tom, se sent junto a una ventanilla, y una infinita calle, compuesta con los trozos de muchas calles, comenz a rodar bajo sus ojos. Se lo conoca de memoria ese itinerario. Pero no importa, ella siempre hallaba la forma de entretenerse. Contaba, por ejemplo, los rboles de la acera (saltendose uno que otro que le resultaba antiptico), buscaba en los carteles murales las letras de su nombre, trataba de adivinar cuntas personas de luto vera antes de llegar a la sexta bocacalle. Cuando se tiene imaginacin, uno no se aburre.(La verdad es que estos juegos haban terminado por convertirse en obsesiones. La seorita Leonides no poda sentarse en el cuarto de bao sin contar los azulejos de la pared. En la cocina solfeaba furiosamente con los ocho vidrios de una ventana. Mientras caminaba por la calle iba agrupando los mosaicos en cruces, en estrellas, en grandes figuras poligonales. A veces el dibujo era tan complicado que tenia que dejar de caminar para terminarlo. Y entonces haba que verla, de pie en medio del ro de peatones, paseando por el suelo un arabesco de miradas que excitaba la curiosidad de todo el mundo).Pero aquella maana la seorita Leonides no estaba para juegos. Tan pronto como se ubic en el asiento de madera del tranva, los cfiros del pensamiento la raptaron y le llevaron lejos, la transportaron hasta la casa de Natividad Gonzlez.Dios mo, qu lenguaje haba empleado aquel basilisco! La seorita Leonides no recordaba, concretamente, ninguna palabra; todo se funda en un mismo galimatas inextricable. Pero que esa fritura estaba condimentada con los insultos ms atroces, no lo dudaba. Fjese: una mujerzuela se permita vejar, en plena calle y a voz en cuello, a la seorita Leonides Arrufat. Y ella, cmo se lo haba consentido? Ah, no, era necesario volver a poner las cosas en su sitio. Y comenz a injuriar mentalmente a Natividad. No dispona del vasto repertorio de la otra, pero qu importaba? Se conformaba con una sola palabra. Una palabra terrible. Arrastrada. Y la repeta como una frmula mgica,-como un conjuro, como quien redobla golpes sobre un clavo rebelde. La repeta hasta el xtasis, hasta el vrtigo y la embriaguez anglica. Se imaginaba que aquella palabreja, as salmodiada, volaba por encima de las calles y los edificios, llegaba hasta la propia Natividad, caa sobre la miserable como una lluvia de ardientes alfileres, la derribaba y la arrojaba al suelo, all le sorba el orgullo, la juventud, la belleza, aquel maligno vigor que haba despegado con la seorita Leonides, y, por fin la abandonaba como una nube de langostas a un rbol seco.(Y mientras conceba estos seductores destinos para Natividad, la seorita Leonides temblaba en su asiento y haca pequeos ademanes y gestos espasmdicos, de modo que la persona sentada a su lado poda pensar que la seora del turbante abacial no estaba en sus cabales. O tal vez pensase, como alguien lo pens, que la haba reconocido y que toda esa mmica era atribuible a la emocin o equivala a un secreto mensaje cifrado).De pronto la seorita Leonides record algo. S, un pequeo episodio dentro de la gran escena con Natividad. En su momento lo haba mirado sin verlo, y en seguida el terror lo sepult bajo sus ondas. Pero ahora que esa agua turbia se haba evaporado, el pequeo episodio reapareca. Fjense que Natividad, mientras acribillaba de palabrotas a la seorita Leonides, haba acercado inadvertidamente un pie descalzo a la ortiga, y la ortiga la haba mordido. Como dicindole: Grazna todo lo que quieras, que yo lo mismo te clavo las uas, porque as !o ordena mi ama. Yo la obedezco a ella, no a ti. Y Natividad haba dado un respingo, haba apartado el-pie de la ortiga como de una brasa, y exacerbada ms por la humillacin que por el dolor se haba puesto a aullar como una loca. Recordndolo, la seorita Leonides sufri un ataque de hilaridad. Se sofocaba. Debi llevarse el pauelo a los labios. Pero no pudo evitar que los hombros se le sacudiesen y que una rfaga de risa se le escapara estrepitosamente por la nariz.Espantados por ese ruido, los cfiros soltaron a la seorita Leonides y la dejaron caer otra vez en el tranva. La seorita Leonides se movi sobre su asiento, tosi, compuso una cara de dignidad ultrajada y se volvi hacia la persona ubicada a su lado.Fue como virar en redondo y chocar con la punta de un cuchillo. Porque la persona ubicada a su lado era una muchachita (confusamente la distingui rubia, un poco gorda, vestida de luto), y esta muchachita, hundida en su asiento, las manos en los bolsillos del abrigo, inmvil y como con el alma en suspenso, tena el rostro resueltamente vuelto hacia la seorita Leonides y la miraba. Pero la miraba no como una persona momentneamente sorprendida porque oy que alguien se rea solo, sino como quien espera esa risa y sabe que despus de esa risa ocurrir una cosa tremenda, y ahora espera que esa cosa tremenda suceda.La seorita Leonides apart la vista (la apart trabajosamente, como si para hacerlo, qu cosa tan extraa, hubiera tenido que desmontar un engranaje) y se dedic a mirar a travs de la ventanilla. Esper un rato y luego mir hacia adelante. No necesit ms para comprobar que la muchacha no haba cambiado de posicin.Volvi a mirar por la ventanilla y volvi a mirar hacia adelante. La muchacha no se haba movido.Es una pobre loca, pens.Pero con pensar que es una pobre loca no se gana mucho si la pobre loca est sentada a nuestro lado y nos escruta hipnticamente. La seorita Leonides no saba qu hacer. Se senta vagamente amenazada. Le pareca que aquella muchacha haba comenzado a envolverla, a comprometerla. A partir del momento en que las dos se miraron, la joven haba dejado de ser una desconocida. Estaba posesionndose de ella. La invada. Le trasvasaba una responsabilidad, una carga, un peligro. Hasta la coincidencia de estar vestidas de luto creaba entre ambas un misterioso vnculo que las separaba de los dems y las colocaba juntas y aparte.Los ojos de la seorita Leonides iban de la ventanilla a la puerta delantera del tranva y viceversa, y gracias a ese ir y venir vigilaba a la muchacha. Y la muchacha segua mirndola.La seorita Leonides abri y cerr repetidas veces la insondable cartera, carraspe enrgicamente, canturre en voz baja, se puso a leer las fascinantes inscripciones del boleto, demostr en todas formas que no estaba intimidada.Y la muchacha segua mirndola. Segua mirndola, segua mirndola.Como me siga mirando as (gema mentalmente la seorita Leonides) voy a preguntarle si tengo monos en la cara. Pero no se da cuenta del papel que hace? O ser yo la que llamo la atencin? Tendr algo en la oreja? Se me habr puesto la cara violcea? Estar por morirme?Abandonndose a una suerte de vrtigo s volvi hacia la joven. Para qu lo hizo? Debi apartar rpidamente la vista. Pues aquella chiflada segua mirndola, si, pero las pupilas que antes parecan esperar algo tremendo ahora se haban hecho aicos. La muchacha lloraba. Lloraba silenciosamente, sin un gesto, sin un movimiento. Lloraba con las manos en los bolsillos. Encogida en su asiento, lloraba. Lloraba y miraba a la seorita Leonides. Miraba a la seorita Leonides y amargamente le reprochaba no cumplir con el pacto.Con el pacto? Con qu pacto? La seorita Leonides perdi la cabeza. Bruscamente se puso de pie, pas por delante y por encima de la joven, literalmente la aplast, sinti bajo sus pies los pies de la otra, le pareci que la muchacha intentaba detenerla, que murmuraba algo, pero ella no deba escucharla, porque si la escuchaba estara perdida, perdida para siempre. Corri por el pasillo, choc con un pasajero, le grit al conductor que detuviese el tranva, cuando el tranva lleg a la esquina se arroj del pacfico vehculo como de un edificio en llamas, trastabill, estuvo a punto de caer, se alej por la calle a todo lo que se lo permitan las piernas. Ni una sola vez se volvi a mirar hacia atrs.Estaba en San Martn. Desde San Martn y Crdoba oy las campanas del Santsimo Sacramento. La iglesia la acogi como siempre la reciban todas las iglesias: como el asilo secreto que la pona a salvo de los infinitos males de este mundo. Despus, todo sucedi como en el juego de la oca loca, en el que una ficha avanza lentamente, caprichosamente, deslizndose aqu, detenindose all, por un camino zigzagueante dibujado sobre un cartn multicolor, y otra ficha, ms atrs, la sigue, marchando ella tambin a intervalos, hasta que de sbito, y cuando el azar lo dispone, la segunda ficha alcanza a la primera y entonces las dos, la perseguida y la perseguidora, saltan fuera del camino y van a encerrarse juntas en un escaque como en una fortaleza.La seorita Leonides entr en el Santsimo Sacramento, oy (ay, distradamente) misa, volvi a salir, desde el atrio espi los alrededores, no vio a la muchacha de luto (la muchacha de luto estaba dentro del templo, de pie entre dos confesionarios, en un rincn penumbroso), descendi a la calle y tom por San Martn hacia el Norte.Atravesar la plaza le acarre dos disgustos. El primero: aquella pareja. Cmo es posible tener deseos de abrazarse y de besarse en una plaza, a las ocho de la maana? Pas frente a ese triste espectculo haciendo como que no lo vea. Pero oy. Oy la risa de la mujer. La seorita Leonides apret los labios. Arrastrada. Arrastrada. Arrastradarrastradarrastrada.El segundo disgusto: los muchachones. No hay, en todo el universo de galaxias y nebulosas, nada tan temible como una horda de muchachones. No se sabe cmo se forman, de dnde provienen, pero all estn ms unidos que los bulbos de una raz, enredados en un intrincamiento de palabrotas y ademanes obscenos, adheridos unos a otros hasta formar una sola masa coralgena. Mrenlos. Se saludan a zarpazos. Casi no hablan. Se entienden con risitas, con guios, con frmulas en clave. Adoptan un aire sigiloso y taimado como si estuvieran tramando quin sabe qu complot. Y si una mujer pasa junto a ellos, todos la miran, ya torvamente, ya con arrogancia, como si le conocieran algn secreto y la amenazaran con divulgarlo. Pero nunca .son ms feroces que cuando estn instalados en sus esquinas como en un aduar. Hay que ser mujer y atravesar ese campo minado para saber lo que es el ludibrio y el vejamen del sexo. Cranle a la seorita Leonides.Y bien; su ojo de lince le descubri desde lejos el peligro. Una banda de muchachones vena a su encuentro. La seorita Leonides dio media vuelta y se volvi por donde haba venido. Tuvo que pasar otra vez frente a la pareja (y la mujer, otra vez, se ri provocativamente. Me gustara verte muerta, pens la seorita Leonides), tuvo que bajar escalones, subir escalones, caminar varias cuadras de ms. Pero todo es preferible.A las nueve lleg al cementerio. Visit los tres monumentos iguales, de mrmol gris. Ley, como lo haca siempre, en una especie de saludo, las inscripciones que ya comenzaban a borrarse. Aquiles Arrufat. 23 de marzo de 1926. Leonides Liegat de Arrufat. 23 de marzo de 1926. Robertito Arrufat. 23 de marzo de 1926.Hoy no les he trado flores, les explic en voz alta, porque las que traa me las manch esa mujerzuela, ustedes saben, esa Natividad.Deambul un rato entre las bvedas y los panteones. Al doblar un recodo, inopinadamente, la vio.Estaba all, a pocos metros de distancia, como cerrndole el paso. La seorita Leonides se detuvo y las dos se miraron.Ahora poda observarla mejor. Era de baja estatura, un poco gorda, de gordas piernas cortas. La cabeza, demasiado grande para aquel cuerpo, lo pareca an ms a causa de la profusa cabellera rubia que la enmarcaba. El rostro, ancho y de facciones algo toscas, irradiaba inocencia y bondad, como el de una campesina, y esta semejanza se vea acentuada gracias a una suerte de arrebol, a un curioso abotagamiento que congestionaba aquellos rasgos ya de por s esponjados, como si la joven sostuviera un enorme peso sobre la cabeza. Por lo dems, vesta ropa de calidad. En cambio, no se le vea ninguna alhaja. Ni guantes, ni cartera, ni sombrero. Y eso era todo.Vaya, pens la seorita Leonides con alivio, si es una pobre chica inofensiva. Me da la impresin de una extranjera que se ha perdido y quiere preguntarme cmo volver a su casa. Francamente, no s por qu he hecho tantas historias arriba del tranva.Era todo y no era todo. Pues alguien nos ha mirado largamente y ha llorado. No se llora porque s. Despus nos ha seguido a travs de media ciudad, hasta que volvemos a enfrentarnos. Entonces nuevamente nos mira. Ya no derrama lgrimas absurdas. Ahora se queda inmvil, en una actitud de ofrecimiento y renuncia, de splica y resignacin. Y cedindonos la iniciativa, aguarda dolorosamente qu es lo que haremos. Se necesita ser de hierro para rehusarse y pasar de largo. Esa presencia all es una pregunta que es necesario contestar, por s o por no. Hay que decidirse. Y la seorita Leonides no era de hierro. Era de cera y de manteca. De modo que la seorita Leonides, sin pensarlo ms, se decidi.Quiero decir que se sonri. Y como si esta sonrisa hubiera abierto de golpe una hendedura en su espritu, la seorita Leonides se precipit al vaco e, incapaz de dominar sus movimientos, hizo varios ademanes, como un saludo. Fue suficiente. Un vertiginoso mecanismo entr en funcin. Como lanzada por una mano brutal, la muchacha se abalanz sobre Leonides y la abraz, se aferr a su cuello, apoy la cabeza en su magro busto de solterona, todo su cuerpo le vibraba como si estuvieran flagelndola. Y entretanto, debajo de la mata rubia se oa un llantito, o una risa convulsa, un estertor de animalito enloquecido, una cantilena inarticulada que paulatinamente se transform en una palabra, una sola, repetida en el tono del ms delirante arrobamiento:Ma, ma, ma, ma ma.. .La seorita Leonides parpadeaba de estupor.Hasta que la cantilena fue extinguindose, la enorme mata de pelo rubio se agit y se separ del pecho de la seorita Leonides; debajo, tmidamente, como una bestezuela recelosa, apareci el rostro de la muchacha. Con una especie de pnico la seorita Leonides la mir. La mir, y no vio los surcos de seda de las lgrimas, ni la frente que brillaba de sudor, ni la sonrisa espectral, ya dolorosa, ya regocijada que apareca y desapareca incesantemente entre los labios, ni la garganta hinchada como un buche de paloma. La seorita Leonides vio nicamente los ojos. As, con esos mismos ojos, la haba mirado Robertito aquel 23 de marzo de 1926. Una piedad inmensa y una infinita dulzura la poseyeron. Supo que ya no podra evadirse. Haba cado en una red. Estaba capturada, enjaulada, vendida. Ahora la conduciran a donde su cazador lo dispusiese.La joven la tom del brazo y ambas salieron del cementerio.Atravesaron otra vez la ciudad. Caminaban juntas y abrazadas, como dos ntimas amigas, o como madre e hija. No cruzaron una palabra. La seorita Leonides daba sus enrgicas zancadas de soldado y miraba el suelo. Se senta perpleja, excitada, turbiamente feliz. El sesgo que tomaba su aventura con la joven de luto le produca una especie de embriaguez. Qu ira a ocurrirle? Pero no quera hacer conjeturas. Sucediera lo que sucediere, ella estaba pronta. Pues a menudo, enferma de soledad, haba soado que en este poblado mundo haba alguien que conoca su existencia, que necesitaba de ella, que la esperaba y la buscaba, y que alguna vez la encontrara y se la llevara consigo. Y ahora esa loca fantasa dejaba de serlo. Pero no hay que interferir en la delicadsima mecnica de la magia con un pedido de explicaciones. Hay que someterse y dejarse gobernar. La seorita Leonides no se atreva ni a echarle a la joven una miradita de soslayo por temor de que el sortilegio se quebrase.Pero el sortilegio no se quebraba, el sueo prosegua, la muequita rubia y regordeta continuaba trotando a su lado; senta, bajo el suyo, su brazo rollizo, incesantemente sacudido por ramalazos elctricos. Y ella avanzaba, avanzaba. Hacia dnde? No lo saba, no quera saberlo.As llegaron a la calle Suipacha. Llegaron a ese tramo de Suipacha que va desde la Diagonal Norte hasta la Avenida de Mayo y donde no se ven sino tiendas, tiendas y tiendas, y mujeres que husmean los escaparates de las tiendas.Hay all, a la sombra de los grandes edificios modernos, una antigua casona en la que nadie repara. Lleva (o llevaba hasta hace poco tiempo) el nmero 78. Tiene dos ventanas enrejadas en la planta baja, tiene una puerta de doble hoja: con dos fnebres llamadores de bronce; tiene en el piso alto un largo balcn saledizo y no tiene ms, como no sea una enorme grieta que la cruza como una fatdica cicatriz o como el dibujo de un rayo en una cndida acuarela. A su izquierda una tienda, a su derecha otra tienda, enfrente el muro de San Miguel Arcngel, la casona hace todo lo posible para pasar inadvertida, como si la avergonzasen su fea facha y su vetustez. No hace falta, nadie se fija en ella. Se la saltean como a un terreno baldo. Si la miran, en seguida la olvidan. Acaso alguna pareja de novios, durante la noche, se acoge a su amparo, pero es para besarse, no para ocuparse de arquitectura. De modo que la casona est all y es como si no estuviera; est all por omisin, como si por una fisura entre los dos edificios que la flanquean hubiese salido a la superficie una excrecencia, un escombro de la ciudad colonial, la que ahora yace sepulta bajo los rascacielos y las torres. A la tienda de la derecha y a la tienda de la izquierda les bastara aproximarse un poco ms la una a la otra, y como una tenaza extirparan ese grano.La seorita Leonides, que marchaba raudamente por Suipacha, se qued boquiabierta cuando la joven se detuvo frente a aquella reliquia. La vio extraer del bolsillo de su abrigo una llave, abrir trabajosamente la puerta (cuyos llamadores la amedrentaron como dos perros que se hubieran puesto a ladrar) y luego hacerse a un lado para que ella entre. Pero la seorita Leonides no se decida.Quin hay, quin hay ah dentro? pregunt, mientras espiaba el interior de la casona, envuelto en vagas oscuridades.La joven sacudi repetidamente la cabezota.Nadie, nadie dijo, y la cara se le puso repentinamente sombra, y mir a la seorita Leonides con angustia.Entonces, con el corazn palpitante, la seorita Leonides Arrufat penetr en la casa de la calle Suipacha 78.Un olor a humedad, a encierro, a medicamentos, a podredumbre, y a muerte, un olor que era la suma y el producto de todos los malos olores de este mundo, fue lo primero que le sali al encuentro, arruinndole la emocin que experimentaba. Hubiera preferido retroceder. Hubiera querido, al menos, llevarse el pauelo a la nariz. Pero la joven ya la haba tomado de una mano y la arrastraba hacia el fondo de aquel abismo ftido.Atravesaron varias habitaciones en penumbra y atiborradas de muebles. Llegaron a un estrecho vestbulo, iluminado por la luz de tormenta que se filtraba a travs de una remota claraboya. Escalaron una negra escalera de madera, que rechin y cruji bajo sus pies. Llegaron a otro vestbulo an ms pequeo. Recorrieron un pasillo. Atravesaron una antecmara. Se detuvieron frente a una puerta. La muchacha abri esa puerta y la seorita Leonides se encontr dentro de un lujoso dormitorio.En los primeros instantes no vio sino la formidable cama matrimonial, cubierta con una colcha de raso blanco; el vasto ropero de tres cuerpos y espejo de luna; un abigarramiento de mesitas y poltronas, y all, al fondo, la gran puerta ventana velada por un store de macram. Detrs del store distingui la maana, y en la maana, la silueta ocre de San Miguel, y esa imagen, entrevista desde una perspectiva para ella tan inslita, sin saber por qu la alarm. Bruscamente todo le pareci tan absurdo que no supo cmo continuar.Dio unos pasos por la habitacin. Senta a sus espaldas los ojos de la joven. La oa respirar entrecortadamente. Hasta se le antojaba percibir otra vez aquel estertor, aquel gemidito. Estaba azorada. La haban arrastrado, se haba dejado arrastrar, hasta un escenario, y ahora esperaban que representase un papel. Qu papel? Lo ignoraba. Y la joven, ah, como un teln que se levanta, como un timbre que suena, como una mano tendida.Buscando cmo colmar ese vaco embarazoso, la seorita Leonides hizo una cosa de lo ms cmica. Se puso a examinar con denodado inters las fotografas que decoraban las paredes del dormitorio. Se mir con un hombre rubicundo y de grandes bigotes, con desvadas seoras que ostentaban sombreros muy semejantes al suyo, otra vez con el hombre de los bigotes, con recin nacidos vestidos y desnudos, nuevamente con el hombre de los bigotes. De pronto tuvo un sobresalto. Una mujer que se le pareca extraordinariamente, que se le pareca vagamente, que tena con ella un admirable o, no saba bien, un borroso parecido, la contemplaba desde una de las fotografas. De pie a su lado, una nia idntica a la joven de luto apoyaba la cabeza en el hombro de la sosas de Leonides Arrufat, y ambas, a travs del objetivo de la cmara fotogrfica, la miraban fijamente, con unos ojos cautelosos y pertinaces.La seorita Leonides estaba tan estupefacta que no pudo evitar volverse maquinalmente en direccin de la joven. Esta, evidentemente, esperaba ese gesto. Y lo esperaba como una fogosa invitacin a dar rienda suelta, otra vez, a sus demostraciones de cario. Porque, aproximndose a la carrera, se le colg del brazo, acomod la cabeza sobre su hombro, copi fielmente la actitud de la nia de la fotografa y nuevamente repiti aquella extraa palabreja:Ma, ma, ma. . .Durante unos minutos las cuatro mujeres se estudiaron.Evidentemente, reflexionaba la seorita Leonides mirando a su doble, evidentemente posee algunos de mis rasgos. Lstima ese peinado con la raya al medio. La hace tan anticuada!.(Comprenden? Una mujer que pareca escapada de un lbum de fotografas del ao 1920 contemplaba la fotografa de una mujer que pareca escapada del ao 1920 y la hallaba anticuada. Y est bien. Porque, de lo contrario, no habra en este mundo ni jueces ni crticos).En cambio, segua pensando la seorita Leonides, la chica sali tal cual.(Tal cual, menos el abotagamiento de la cara).De modo que aqu est la clave, dedujo la seorita Leonides. Me ha tomado por esa mujer, que seguramente es su madre y que seguramente acaba de morir. Vaya, as todo queda aclarado.La vulgaridad de esa explicacin la defraud. Haba esperado otra cosa, menos fcil, ms enrevesada. Y ahora, qu restaba por hacer? Decirle: Hija ma, yo no soy lo que usted imagina. As que, por favor, djeme ir, e irse.Se libr del brazo de la joven, dio unos pasos oblicuos, unos pasos en varias direcciones al mismo tiempo, como quien busca una salida, y como quien no la encuentra se detuvo y apoy una mano sobre un mueble. Inesperadamente se vio reflejada en el espejo de luna. Una mezcla de miedo y de rabia la acometi. Y volvindose hacia la joven prorrumpi en un torrente de palabras que no poda contener:Y bien? Y bien? Qu esperas? Qu quieres de m? No haces nada? No dices nada? Te has vuelto muda?Se mordi los labios. Por qu haba hablado as? Y de dnde sacaba esa voz spera y dura, como si estuviese enfadada? Pero si no estaba enfadada. No, al contrario. Su estallido era, todo lo ms, un pedido de socorro. Cuando no se encuentra la salida, se grita y se da un puetazo. Por otra parte, se haba visto tan ridcula en el espejo, tan desgarbada y grotesca entre los lujos del dormitorio! Y ahora? Sin duda ahora la muchacha rompera a llorar.Y no, no. Paradjicamente, la muchacha no slo no rompi a llorar, sino que emiti una risita aguda y barbote:Desayuno, desayuno.Hizo un ademn como pidindole a la seorita Leonides que esperase, y sali precipitadamente.De pie en el centro de aquella amplia habitacin, la seorita Leonides pestaeaba. Haba odo bien? La muchacha haba dicho: desayuno, desayuno? Vaya, se quedara un rato ms, a ver qu significaban aquellas palabras y el ademn protector. S, por qu no? Despus de todo, no estaba cometiendo ninguna mala accin. Si alguien, digamos un pariente, un amigo, apareca, qu poda reprocharle? Nada. Desayuno, desayuno. Vaya, esperemos.Y penetrada de un sbito bienestar, la seorita Leonides se envain en un exacto silln de terciopelo ndigo. Pero no, hay que aprovechar mejor el instante en que nos dejan solos. Se puso de pie, se asom fugazmente al balcn, volvi adentro, hoje varios libros apilados sobre una especie de pupitre (libros de poesa, algunos en un idioma extranjero, todos signados en la primera pgina por una firma prolija: Jan Engelhard y una rbrica como la cola de un cometa y tres puntos como tres estrellas), abri el ropero (mil vestidos de mujer), abri una puertecita oculta tras un biombo (la puertecita daba a un cuarto de bao inmenso como una piscina romana) y la cerr inmediatamente, como si hubiera sorprendido all a un hombre haciendo sus necesidades; admir una chimenea de piedra (con sus morillos cargados de lea, lista para ser encendida), un reloj de pndulo (las diez y quince, ya), innumerables estatuillas de marfil, de jade, de raras sustancias tornasoladas, y estaba acariciando el cobertor de raso cuando la joven reapareci.La seorita Leonides enderez instantneamente la espalda y, como si la hubiesen pillado en falta, se ruboriz. (Tonta. Como que, para la joven, ella estaba en su propia casa y en su propio dormitorio). Pero el espectculo que presenci en seguida le hizo olvidar sus rubores, el cobertor de raso, las estatuillas, el reloj que marcaba las diez y quince, el bao del emperador Caracalla, los mil vestidos de mujer, los libros, Suipacha, el aposento, la casona, el mundo, todo. Porque la joven haba entrado sosteniendo con ambas manos una gigantesca bandeja. Y sobre esta bandeja de elevaba, en plata y porcelana, el ms excelso servicio de desayuno que alguien que est en su sano juicio pueda imaginar. La joven deposit aquel monumento sobre una mesita, acerc una silla y luego se volvi hacia la seorita Leonides, como invitndola a aproximarse.La seorita Leonides de repente vio todo turbio. Los ojos se le nublaron. Un hambre canbal se le despertaba rabiosamente en el fondo de las vsceras. El estmago, los pulmones, el corazn, la cabeza, todas sus entraas se sensibilizaban, el mismo escorpin las roa todas. Sin quitarse el sombrero, tambaleante, se acerc a la mesita y se sent.Las manos le temblequeaban. Tuvo una ltima vacilacin. Mir a la joven. Pero la joven, de pie a su lado, tena el aire respetuoso de una criada de confianza que asiste a su patrona. Entonces la seorita Leonides no espero ms, el hambre era ms fuerte que la buena educacin, que la vergenza y el disimulo. Como a un dios hind, diez brazos le brotaron a derecha y a izquierda, y con esos tentculos ondulando todos a un tiempo cay sobre la bandeja. Durante largo rato su conciencia desapareci. Una Leonides Arrufat astral manipul cucharitas que se sumergan en jaleas rosceas, en traslcidas mermeladas, en perfumado t con leche, y que luego ascendan radiosamente hasta su boca; maniobr con cuchillos cargados, como diminutas gras, de dulce y de manteca; tritur tostadas que le llenaban el crneo de ruido, medialunas tiernas como tiernos pollos deshuesados, trozos de una torta que se deslea sobre la lengua y derramaba los ms sorprendentes, los ms imprevistos, los ms exquisitos sabores. A ratos levantaba hacia la joven unos ojos sin pensamientos, unos ojos de mica, la joven le sonrea, ella le devolva maquinalmente la sonrisa, y segua devorando.Hasta que todo el monumento qued reducido a ruinas. Entonces la seorita Leonides se junt otra vez con su espritu, se recost en la silla, dio un magistral suspiro que a mitad de camino se le metamorfose en un eructo, mir tmidamente a la joven, murmur, como excusndose:Delicioso. Muchas gracias.Y experiment una repentina simpata por aquella joven.La muchacha, cada vez ms parecida a una honesta sirvienta polaca o alemana, tom la bandeja con los modos tranquilos de quien repite un acto cotidiano y se la llev. La seorita Leonides se puso de pie, se quit el sombrero, se quit el abrigo, se afloj el cinturn, y fue a instalarse en la poltrona de terciopelo. (Al pasar cruz una miradita con la Leonides del espejo de luna, las dos se encogieron de hombros, lanzaron una breve risa y puestas de acuerdo, se separaron). La seorita Leonides se senta sbitamente optimista y no saba por qu. Olas de abnegacin y de bondad le trepaban por el cuerpo. Tena ganas de conversar. De conversar con la muchacha, con alguien, con cualquiera. El mundo es hermoso. La gente es simptica. Hay que vivir. As son de profundos los efectos de un tremendo desayuno.Cuando la chica volvi, la seorita Leonides, balanceando una pierna y pasndose la lengua por los dientes, le pregunt:Querida, de veras estamos solas?La muequita dijo que s con toda su cabezota.Y ese desayuno, lo preparaste t?Otra vez la cabezota se sacudi como la de una marioneta. Sin la ayuda de nadie?Una sonrisita socarrona aflor entre los labios pulposos.No se acuerda? No se acuerda, mam? farfull con una voz de algodn, como si hablase con la boca llena No se acuerda?No me acuerdo de qu, querida?Despedimos a Rosa y a Amparo. No se acuerda, no se acuerda?Ah, si. Pero abajo, hay alguien ms?Nadie, nadie.Pero la seorita Leonides procuraba asegurarse.Y despus, digamos esta tarde, o maana, u otro da, quin vendr? Tendrs visitas?Nadie, nadie.Est bien, nadie. Por lo visto, aquella desdichada no tena familiares ni amigos, viva sola en la vasta mansin, estaba sola en el mundo. La seorita Leonides se sinti ntimamente complacida.Querida dijo en un tono insinuante, te gustara que me quedase aqu, a vivir contigo?En seguida se arrepinti. Haba dado un paso en falso. Por toda respuesta, la muchacha se puso de hinojos frente a la seorita Leonides, le cogi ambas manos, la mir de hito en hito, una expresin de horrible congoja se le pint en el rostro llameante, y como al mismo tiempo la odiosa sonrisita socarrona empez a titilarle otra vez entre los labios, esa fisonoma siniestramente dual aterroriz al dolo as exhortado a la benevolencia.Si t quieres tartamudeaba la seorita Leonides, si t quieres me quedar... me quedar todo el tiempo que... Y como la figura arrodillada segua escrutndola catatnicamente, grit:Para siempre, para siempre, me quedar para siempre!Entonces la joven estall en una especie de frentica contorsin. La congoja se le borr de los ojos, la prfida sonrisita hirvi, se corri hasta las comisuras de los labios, revent como un burbujeo paldico. La seorita Leonides se vio abrazada, estrujada, besada. Un repulsivo hipo repiquete junto a su boca. Dos manos hmedas le acariciaron el pelo. La seorita Leonides no poda tolerar que nadie le tocase el pelo. Se debati bajo aquellas repugnantes caricias. En un impulso irreprimible le asest a la muchacha un bofetn y grit:Djeme! Djeme! Instantneamente la joven se ech hacia atrs, dej caer las manos, se puso muy plida, muy blanca (y as, blanco, su rostro semej la rplica, en plido mrmol, del otro rostro, rojo y dorado, de campesina), las pupilas le temblaron, pero el espectro de su extraviada sonrisa sigui dndole detrs de los labios.La seorita Leonides no estaba menos plida. Qu haba hecho? Por qu haba cedido a esa crisis de histerismo? As le retribua a aquella pobre criatura inocente su desayuno y su devocin? Eran ms importantes, por lo visto, sus pequeas manas con el pelo? Pobre chiquita, pobre muequita. Y cuando vio que en la mejilla de la joven comenzaba a dibujarse la seal del golpe, se sinti al borde del llanto. Pobre muequita, pobre loquita.Disclpeme murmur, y le tendi una mano contrita que imploraba perdn.(S, perdn, perdn. Pero, no haba forma de que se dejara de sonrer?)La joven tom esa mano venosa y descarnada, se la llev a la mejilla, la mantuvo all como si fuese una compresa (la cara le arda. Tendr fiebre, estar enferma?, pens la seorita Leonides), en seguida los colores le volvieron, la cobarde agua temblorosa se le desvaneci en los ojos. Fue otra vez la aldeana que viene, con un pesado canasto sobre la cabeza, de vendimiar todo un da a pleno sol.Despus se sent en el suelo, a los pies de la seorita Leonides. As, inmviles y silenciosas, ambas permanecieron un largo rato, mientras perseguan con perezosa mirada el abejorro de la cavilacin y del ensueo.A ratos la seorita Leonides se volva a mirar a hurtadillas la gran cama matrimonial. Esa cama la hechizaba, la imantaba. Qu delicioso deba de ser acostarse all, no para dormir, sino para estarse horas y horas descansando, leyendo o tomando t. Muchas veces, en su casa, haba proyectado quedarse varios das en cama. Porque si, porque al levantarse se haba dicho: para qu levantarme?, para qu repetir esta rutina intil?, para qu? Pero en su casa ese programa no tena nada de seductor. Mirar las manchas de humedad de las paredes, imaginar que son monstruosos rganos enfermos, solfear con los rosetones del cielo raso, pensar: Dentro de diez minutos me morir, dentro de cinco minutos, dentro de un minuto, ahora, gritar y volver a empezar. En cambio, aqu era distinto.Hasta que la seorita Leonides ya no aguant ms. Se levant, se acerc al lecho, se puso a mirarlo fijamente como si estuviera observando a una persona acostada en l. En seguida sinti que dos manos de fuego se posaban sobre sus hombros y comenzaban a desvestirla. Un minuto despus flotaba en el seno de aquel vasto lecho como en una agua limpia, braceaba entre sbanas de hilo bordado, haca reposar la cabeza en una almohada de plumas, tibios cobertores la abrigaban como un fino edredn de arena. Y todava una muchacha se inclinaba y la besaba en la frente y luego iba a encender un esplndido fuego.La seorita Leonides cerr los ojos, Lgrimas de felicidad se agolparon bajo sus prpados. Mil yemas heladas se le desentumecan en los hondores del espritu y se abran como corolas. Viejos mecanismos paralizados se desoxidaban, volvan a ponerse en movimiento, giraban. Se senta navegar en el vrtice de mil corrientes encontradas pero todas igualmente deleitosas. Dios mo, por fin estaba a cubierto de la soledad, de la pobreza, de las mujeres que se abrazan en los paseos pblicos, de las hordas de muchachones y de Natividad Gonzlez. Que nadie viniera a arrancarla de aquel paraso. Que le permitiesen permanecer en l cuanto menos un da, siquiera unas horas. Y como reivindicndolo para s, acariciaba con pies y manos el inmenso lecho de una emperatriz.Ese primer da transcurri rpidamente, despachado y como sableado por las sorpresas, las novedades, la constante tensin. De todos modos, la seorita Leonides no lo pas mal. La chica le prepar un almuerzo que multiplicaba por diez el desayuno; luego le sirvi una copita de una bebida fortsima, que le desoll la garganta y la hizo rer durante un buen rato (la joven, aunque no prob el licor, la acompa en las carcajadas); luego la seorita Leonides charl hasta por los codos, sin importrsele un bledo si la chica la escuchaba o no, porque ella hablaba para desengarabitarse le lengua, no para ser oda por una pobre loca; luego vino la tarde y la seorita Leonides, por no despreciar, engull una copiosa merienda; luego la joven se sent frente al pupitre con libros (que result ser una especie de arcaico piano) y le arranc unos tintineos de cajita de msica que emocionaron terriblemente a la seorita Leonides; luego todos los sonidos se apagaron, lleg la noche, la muchacha encendi una lmpara que pint de rosa el dormitorio; luego la seorita Leonides quiso asomarse un momentito al balcn y ver desde all arriba cmo era Suipacha de noche; luego cen; luego la joven ley en voz alta (y haciendo ademanes) un poema en el que alguien invocaba a cada rato a un tal Anabel Anabel; luego, arrullada por aquella letana, la seorita Leonides se durmi.No comprenda cmo, si la ventana estaba siempre a su izquierda, ahora la vea a la derecha. Y qu diablos era ese reflejo rojizo que reverberaba como un carey en el sitio de la cmoda? Se incorpor baada en sudor. Debieron pasar varios minutos antes que se diese cuenta de que no se encontraba en su casa, sino en la casa de la calle Suipacha 78. La aventura que estaba viviendo se le antoj, de pronto, una disparatada pesadilla, un sueo que ahora, al despertarse, volva a soar. Sus manos tantearon en el aire. Dio con la lmpara y la encendi. Estaba sola. Una ltima brasa arda en la chimenea. El reloj marcaba las tres.Como una sonmbula se levant y sali del dormitorio. Abajo brillaba, lejansima, una luz. Entrevi la escalera, la descendi en medio de sordos rechinamientos, lleg al vestbulo. Camin con los ojos fijos en aquella luz remota. No era ella la que se mova, sino la luz la que avanzaba a su encuentro. Bajo las plantas de los pies sinti alfombras, pisos de madera, mosaicos. Un objeto puntiagudo la golpe en la pantorrilla. Otro, tenue como una telaraa, le roz la frente. La luz se aproximaba, se dilataba, se converta en el vano de una puerta iluminada. Detrs de la puerta se oan ruido de vajilla y la voz de una mujer que barboteaba palabras ininteligibles. La seorita Leonides se detuvo y esper. El corazn le lata con fuerza. Luego, sigilosamente, dio unos pasos y se coloc de modo que pudiera observar el interior de la habitacin donde resonaba aquella charla. Vio que era una amplia cocina, y que por esa cocina iba y vena, cubierta con un delantal y con el pelo cayndole sobre los ojos, la enigmtica muchacha de luto. Qu haca all a esas horas? No dorma? Y con quin hablaba? En qu idioma hablaba? Y esa voz voluble, modulada, llena de matices, como la de una actriz, era la suya? La seorita Leonides permaneci un rato observndola. Pareca atareadsima. Acomodaba pilas de platos, abra y cerraba las puertas de un armario, fregaba cacerolas, se sentaba a una mesa de mrmol y escriba, con un lpiz cuya punta mojaba en la lengua, en un cuaderno de tapas de hule. Y todo esto sin cesar en su brbara jerigonza. Como no haca pausas, como nadie le responda, la seorita Leonides comprendi que la joven hablaba sola.La seorita Leonides se estremeci. Quiso volver por donde haba venido, pero ahora no haba ninguna luz que la orientase. Camin en cualquier direccin, tropez con una pared, unos muebles le bloquearon el paso, no saba dnde se hallaba, se haba perdido, grit.Se oy una corridita, dos manos se apoderaron de las suyas, una voz le murmur al odo:Venga, mam, venga.La joven la guiaba lentamente a travs de aquel laberinto tenebroso; la tranquilizaba con una suerte de zureo, como a un nio; le apretaba con fuerza la mano.La seorita Leonides gema y se dejaba conducir. Durante dos das nadie vino a expulsarla del paraso.La seorita Leonides estaba encantada, verdaderamente encantada. Pero su situacin no era todava segura. Reposaba sobre la cuerda floja de una alucinacin. Y la alucinada a ratos se quedaba mirndola fijamente, como en el tranva. La seorita Leonides esperaba un estallido: Quin es usted? Y qu hace aqu, en el dormitorio de mi madre? Vamos, lrguese, lrguese rpido, y entonces ella tendra que emigrar del edn. Otras veces la joven se sonrea como para s, con aquella sonrisa solapada que despertaba en la seorita Leonides las ms negras sospechas. Ser una simuladora?, pensaba. No me habr trado aqu quin sabe con qu intenciones? Pero no, qu intenciones? Si excepto en esos raros momentos en que pareca extraviarse dentro de su propio extravo, la muchachita era tan dcil, tan diligente y sumisa! No haba ms que decir: querida, querida y la muequita correteaba sobre sus piernecitas como si le hubiesen dado toda la cuerda. Y haba que ver cmo la atenda. Como a una reina.Pero por las dudas la seorita Leonides tena el ojo atento. Por las dudas, trataba con extrema cortesa a la guardiana del paraso, no le haca preguntas, no averiguaba nada. Por las dudas, se pein con la raya al medio. No volvi a abandonar el dormitorio. Era su propiedad, su fortaleza y su refugio. Que en la planta baja sucediera lo que sucediere, le daba lo mismo. Dnde dorma la joven? No lo saba. De dnde sacaba el dinero? Tampoco lo saba. No lo saba ni le interesaba. No tena por qu arriesgarse por esos ddalos que podan hacer trizas su identificacin hiposttica con la difunta. No abandonaba, casi, el lecho, sino para reemplazarlo por la baera, que llenaba de agua tibia y chorros de perfume, y donde permaneca horas y horas, con el agua al cuello y gimoteando de placer. Pensaba en su casita como en un lejano mundo srdido al que, ms adelante, debera regresar. Pero entretanto estaba viviendo un largo da de fiesta. Y en cuanto al mal olor, qu mal olor? Ella no perciba ningn mal olor. La seorita Leonides estaba encantada, verdaderamente encantada.La chica haba vuelto a servirle una copita de aquella diablica bebida. Luego trajo la botella, y las dos se sirvieron. Un repentino dinamismo acometi a la seorita Leonides.Queridita dijo alzando los hombros y frunciendo la nariz, como quien va a proponer una picarda, qu te parece si me pruebo uno de esos vestidos?La joven lanz una risa estridente (que a la seorita Leonides no le cay nada bien), movi para todos lados la cabezota de ttere y se precipit a abrir el ropero. La seorita Leonides salt fuera de la cama y, de pie frente al espejo de luna, fue colocndose uno tras otro los vestidos que, con toda evidencia, haban pertenecido a la falsa Leonides de la fotografa. No le quedaban mal. Un poco cortos, tal vez, y algo holgados. Pero eran tan hermosos! La seorita Leonides se contemplaba en el espejo, giraba sobre s mismo, quera verse de espaldas y de perfil, exclamaba a cada rato siempre lo mismo: Pero si es un modelo, un modelo!.La muchacha se haba sentado en el suelo y desde all presenciaba con cara ambigua los sucesivos avalares de la seorita Leonides. De tanto en tanto (al azar? O cuando el vestido le quedaba particularmente bien? O particularmente mal? Cmo saberlo?) se rea chillonamente. Se rea estpidamente. Como lo que era. Como una loca. Estar burlndose de m?, pensaba la seorita Leonides con alguna inquietud y una pizca de clera.Se sirvieron otra copita.La seorita Leonides trataba ahora de embutirse dentro de un traje de noche, de seda negra. Despus quiso agregarle una estola de piel. Despus la chica, extraamente excitada, extrajo de algn mueble una caja de afeites, y la seorita Leonides se colore los labios y las mejillas.Se sirvieron otra copa.Alhajas! vocifer de pronto la seorita Leonides. Dnde estn mis alhajas? Necesito un collar, una pulsera, aros.La joven busc febrilmente por todas partes, la seorita Leonides la secund, revolvieron toda la habitacin, encontraron un cofre vaco, varios estuches tambin vacos, pero ni una modesta sortija apareci.No importaba. Con paso ondulante la seorita Leonides regres junto al espejo y volvi a admirarse. Era ella esa mujer peinada con raya al medio, pintarrajeada, de ojos de tigre, el cuerpo enfundado en un ajustadsimo traje de seda y con una capa de piel cubrindole apenas los hombros desnudos?Bebi otra copa.Y de golpe se ech a llorar. No saba por qu lloraba. Pero lloraba. Las lgrimas le corran por las mejillas, arrasaban los cosmticos, le saltaban al escote, mojaban la seda del vestido.(La marioneta ya no se rea. Estaba inmvil y observaba a la seorita Leonides con el ceo fruncido).En ese instante se oyeron lejos, en la planta baja, varios golpes.La niebla alcohlica se disip como una burbuja dentro de la cabeza de la seorita Leonides.Qu es? Qu son esos golpes? pregunt con voz queda.La chica se haba puesto velozmente de pie y corra a espiar desde el balcn.Quin es? Por favor, quin es? repiti la seorita Leonides, sin osar moverse de su sitio.Encarnacin y Mercedes cuchiche la joven, separndose del balcn y atravesando a la carrera el dormitorio.Por favor, por favor rogaba la seorita Leonides No les digas que estoy aqu.Pero ya la joven haba desaparecido.La seorita Leonides sigui clavada en el piso. Vestida de fiesta, con la capa sobre los hombros y la cara hecha un desastre, ofreca, a cambio de no ser descubierta, e! holocausto de la ms absoluta inmovilidad.Pero al cabo de media hora ese cadver se recobr, y la curiosidad sucedi al pnico. Se descalz, se quit la estola de piel, y procurando volverse ingrvida inici el descenso a los infiernos. Ahora no se orientaba por una luz, sino por varias voces de mujer que parloteaban en uno de los aposentos del frente. Lleg a una salita y luego a un antecomedor. Desde all, y a travs de una puerta de vidrios cubierta con un cortinaje de tul, distingui a las visitantes, familiarmente repantigadas en sendos sillones. Eran dos viejas de pelo blanco. La chica se haba sentado en el borde de una silla y miraba obstinadamente el suelo, con el aire de un reo que comparece delante de un tribunal.Cecilia deca en ese momento una de las viejas, cuya voz, ronca y curiosamente metlica, se cortaba a cada slaba y haca recordar el balido de una cabra, ayer estuvimos en el cementerio. Sobre la tumba de tu pobre madre no haba ni una flor. Se ve que hace mucho tiempo que no vas por all. Te parece bonito?Otra voz, tarda y pastosa, un chorro de aceite goteando sobre la arena, agreg:Tu pobre madre ha muerto, Cecilia. Tens que convencerte, y no andar buscndola por la calle. Me os?Mercedes! la amonest la primera vieja.Pero es que...Callate.Hubo un silencio. Cecilia (de modo que se llamaba Cecilia) jugueteaba con la falda del vestido, se sacuda toda. Lloraba?La cabra golpe con la pezua en el piso y bababal:Y ahora de qu te res? No te ras. Te ordeno que no te ras, Cecilia. Hola, hola, me parece que hueles a alcohol. Has bebido? Es lo nico que faltaba. Que te emborrachases.Sales a tu padre rezong la otra vieja.Mercedes!Pero es que...Callate.Otro silencio, y el balido recomenz:Y hoy qu pasa, que nos tienes aqu sin servirnos el t? Vamos, Cecilia, aprate.La joven se puso de pie y corri hacia los fondos de la casa, tal como si la seorita Leonides le hubiera dicho: querida querida. Por lo visto, pens la seorita Leonides, cualquiera puede darle cuerda a mi muequita. Y sinti una especie de celos.Durante un rato en el comedor no pas nada. Las dos viejas permanecan rgidas y mudas como estatuas. Pero de pronto esa inmovilidad se quebr. Y la seorita Leonides, atnita, asisti a una escena tan impecablemente jugada que en seguida comprendi que aquellas dos actrices venan representndola desde haca mucho tiempo. Mercedes, rechoncha y de andar plantgrado, se pona de pie, se diriga hacia la puerta del comedor, desde all vigilaba el regreso de Cecilia. Una pausa, y ahora era Encarnacin la que se levantaba, ergua un largo cuerpo de ofidio, iba derechamente hacia una vitrina, la abra, con movimientos limpios como pases magnticos se apoderaba de algo, lo guardaba en su bolso, cerraba el mueble, volva al silln y se sentaba. A poco Mercedes se le reuna. Las dos mujeres se transformaban de nuevo en esfinges. No se oa ni el zumbido de una mosca.La nica espectadora de aquella pantomima, desde su escondite, herva de indignacin. Aprovech la algazara que levantaron las dos viejas cuando Cecilia apareci con el t para escabullirse fuera del antecomedor. Durante ms de una hora se pase de un extremo al otro del dormitorio. Y si desde abajo oan sus pisadas, mejor. Se le importaba un rbano. Ladronas, ladronas, mascullaba. Ahora estaran atracndose con el t que les haba preparado la pobre chica. Y un rato antes, como dos arcngeles, la cubran de reproches. Miren quines. Arrastradas. Arrastradas. Arrastradasarrastradasarradas.Se sent en el silln de terciopelo y esper. Debi esperar casi una hora, porque las dos viejas canallas no se fueron sino con las primeras sombras de la noche. La seorita Leonides no haba encendido, por prudencia, la lmpara. Miraba, abstrada, el fuego, cuyas reverberaciones, iluminndola desde abajo, le convertan el rostro en una calavera prpura que haca guios.Cecilia entr en el dormitorio, se sent en el suelo y, como pareca ser su costumbre, apoy la cabeza en las rodillas de la seorita Leonides. Aparentaba hallarse singularmente alegre. Las palabras de las visitantes, por lo visto, haban resbalado sobre ella sin herirla.An le dura la borrachera, pens la seorita Leonides. Y dijo:Ya se han ido, por fin, esas dos?La mata de pelo rubio se agit de arriba hacia abajo y empoll una risita.Y t que me asegurabas que no vendra nadie... prosigui la seorita Leonides.Nuevos gorgojeos de hilaridad explotaron bajo el plumn rubio.Les has hablado de m?Nada.Cecilia, les hablaste de m?El plumn se infl, tembl, se levant, se ech hacia atrs, descubri el huevo del rostro.Una sonrisa de desvaro crispaba aquellos labios. Los ojos refulgan. Miraba a la seorita Leonides con horrible sorna, como hacindola cmplice de una befa atroz.Y en un tono viscoso, molusco, alabeado, babose:Te creen muerta.La seorita Leonides, sobrecogida, desvi la vista.Cecilia haba salido.Haba farfullado una palabra misteriosa, algo as como danerbn, y se haba ido. La seorita Leonides sigui con los ojos aquel puntito negro que se escurra entre las malas del store, hasta que desapareci. Entonces se volvi, mir a la otra Leonides, que desde su luna de azogue le devolva una mirada de conspiradora, se pidieron consejo, se dieron mutuamente nimo, y al mismo tiempo y por distintas direcciones abandonaron las dos el dormitorio.La casa estaba all, rendida, prosternada, toda a su disposicin. Una febril impaciencia la enardeca. Se descolg sobre la planta baja como sobre una prenda de vestir en cuyas costuras se ocultase un diamante. Encenda y apagaba luces; abra y cerraba puertas, ventanas, cajones; revisaba uno por uno todos los muebles, tan ardorosamente que casi no se fijaba en lo que vea y tena que volver a revisarlos; se cercioraba de haber espulgado hasta el ltimo rincn; espiaba detrs de cada colgadura, de cada cuadro, debajo de las alfombras; se sobresaltaba, crea or un ruido, los pasos de Cecilia que regresaba. Las manos le hormigueaban. Tena los pmulos atezados. Estaba segura de que al doblar un corredor, al abrir una puerta, al encender una luz o mirar dentro de un mueble, realizara un descubrimiento maravilloso o macabro, encontrara alguna cosa fabulosa de la que todo el resto no era sino el engarce. Pero, revuelta la ceniza, no hall ningn fuego.Lo nico que sac en limpio es que aquella casa, amueblada y alhajada con suntuosidad, yaca (salvo el dormitorio de la planta alta) en el ms completo abandono. Una capa de polvo enfundaba los muebles. Se advertan claros sospechosos (productos, sin duda, de las depredaciones de Encarnacin y Mercedes). Un infecto algodn creca bajo los zcalos. No era difcil imaginar que, de noche, por todas partes brotaran cucarachas. Quizs hasta alguna rata arrastrara su ominoso trapo hmedo. Y en la cocina lo mismo. Y ella se alimentaba con las comidas preparadas en medio de aquel estircol! Volva a percibir el hedor a podredumbre, a medicamentos, a muerte.Lleg a la puerta de calle. La encontr cerrada. Una ilusin pstuma le hizo introducir la mano en el buzn para la correspondencia. Encontr dos sobres, ambos dirigidos a la seorita Cecilia Engelhard. Uno era pequeo y pareca contener una tarjeta de visita. El otro, de mayor tamao, ostentaba el membrete del Banco Dans. Los matasellos probaban que haban sido enviados cinco meses atrs el primer sobre y haca dos semanas el segundo. Los mir un rato, los hizo bailar en una mano, los guard en el bolsillo de la bata y se volvi hacia el interior de la casa. Despus se los dar a Cecilia, pens. Y sin saber por qu tuvo la sensacin de que estaba mintiendo, mintindose a s misma.Subi la escalera. En la antecmara advirti una puerta en la que antes no haba reparado. La abri y se hall en otro dormitorio. Vio una cama toda revuelta; vio un secrtaire; vio una repisa y, sobre la repisa, una coleccin de muecas vestidas de holandesas; vio la pelcula de polvo que lo cubra todo; vio una ventana, cuyos postigos estaban abiertos; se aproxim, y vio el techo de los fondos de la casa, sembrados de detritus, y ms all los grandes muros dorsales de los edificios vecinos; dio varias vueltas por aquella ttrica habitacin; sus dedos, casi mecnicamente, recomenzaron el espulgo de los muebles; dentro del secrtaire encontr fotografas, tarjetas postales, una carta.Ley:Querida Cecilia: Acabo de conseguir que el lunes me den franco, as que podr ir. Te ruego que rompas esta carta. La arpa que ahora vive con vos podra leerla.No estars enojada, me supongo. Ayer me qued un rato en la esquina de Suipacha y Bartolom Mitre, por si salas. Pero no saliste. En cambio vi a la arpa que se asomaba al balcn. Bueno, el lunes seguro que voy. Yo estar en la vereda de la iglesia. Si todo marcha bien, sals al balcn y desde arriba me haces alguna sea. Si no te veo es porque ha habido algn inconveniente. Tuyo, Fabin.La seorita Leonides sinti una punzada en el coxis. Arroj la carta dentro del secrtaire y huy a su dormitorio. Durante largo rato no pudo pensar. Todo su espritu era una negra cavernosidad donde ululaba un negro viento.Despus comenz a solfear con los libros, con las fotografas, con los faisanes de macram del store.Por ltimo, hilachas de pensamientos aparecieron entre ese chisporroteo de notas como peces fugaces entre la espuma.Dorremifasolasid. As que la arpa. Dosilasofamirred. La arpa que ahora vive con vos. Dorr. Con vos. Tuyo, Fabin. Dorr, dorr. Entonces es una embaucadora, una simuladora. Y ella que haba comenzado a dorr dorr. Y ella encerrada aqu, con esa impostora. Encerrada bajo llave. Prisionera. Domisold. As que se vea con hombres. Tuyo, Fabin. En ese mismo momento estara con Fabin. Y dnde? Y haciendo qu? Ya se sabe haciendo qu. Hipcrita. Y no tramaran algo esos dos? Algo contra ella? Para eso la haba arrastrado hasta aqu y la trataba a cuerpo de rey. Una estratagema. Para matarla. Solfasol solsol. Y para qu la querran matar? Para qu, para qu. Con una loca y un muchachn de las esquinas no se pregunta para qu. La querran matar y basta. Y despus la enterraran en los fondos, de noche. Y quin se enterara, quin notara la desaparicin de Leonides Arrufat, quin saba lo que pasaba dentro de aquella condenada casona? Nadie. Eso, nadie. Ah, no, saldra al balcn y pedira socorro. Pero no, veamos. Hay que tranquilizarse. Veamos, veamos, Querida Cecilia. Consegu que el lunes. El lunes. Cundo es lunes? Hoy qu es?: jueves. O viernes? Mircoles. Bueno, lunes no es, porque si fuese lunes, ayer tendra que haber sido domingo, y ayer no fue domingo; todos los negocios de Suipacha estaban abiertos. Y cundo habra llegado la carta de Fabin? La habra trado el cartero? O tal vez. Cartas.Cartas. Meti la mano en el bolsillo de la bata y extrajo los dos sobres. Ah, s, los abrira. Ahora los abrira. Estaba libre, libre de compromisos, libre de escrpulos. Los abrira, s seor.El sobre pequeo alojaba, tal como lo haba adivinado, una tarjeta. En la tarjeta haba un nombre impreso, Andrs Jorgensen, y debajo, manuscritas, dos palabras; sentido psame. En el otro sobre haba una nota. Seorita Cecilia Engelhard. Titular de la cuenta 3518. Se le comunica que el saldo de su cuenta... al 31 de julio ppdo.... de no recibirse observacin dentro de los diez das... el saldo de su cuenta... 4... 4315... 4315276 4. 315. 276 pesos moneda nacional... El estupor le paralizaba todos los msculos, le obnubilaba el cerebro. No poda entender, no poda comprender qu significaba aquella cifra monstruosa. Volvi a leerla. Cuatro millones. Se ahogaba. Tuvo que sentarse.Al cabo de un rato la anestesia de la estupefaccin se le disip y gradualmente le fue posible beberse aquel mar. Se sinti anonadada. Se sinti difusamente humillada, burlada, ofendida. Todos, pues, confabulaban a sus espaldas. Cecilia, Fabin, el Banco Dans, el mundo, todos. Y ella era una pobre imbcil. Quera llorar. {Pero, al mismo tiempo, en los ms profundos repliegues del alma, se le despertaban subrepticiamente vagos deseos de vengarse, un rencor ecumnico, la determinacin de ser, en lo sucesivo, implacable y taimada).Hasta que oy los inconfundibles pasos de la muequita. Tom un libro, cualquiera, el primero que encontr a mano, y de un salto se introdujo en el lecho. Hizo como que no la vea, como que no se daba cuenta de que haba vuelto. Estaba tan entretenida leyendo aquel libro! Se sonrea, o suspiraba, o frunca el ceo y fijaba la vista, como si no comprendiese bien lo que lea y debiera leerlo otra vez.Cecilia dio unos pasos hacia aqu, dio unos pasos hacia all, se acerc a la cama, se alej de la cama, tom una estatuilla, la coloc nuevamente en su sitio, fue hasta el ventanal, juguete con los flecos del store, y todo esto sin apartar sus ojos de los ojos de la seorita Leonides. Pero la seorita Leonides se encontraba a mil leguas de distancia. La seorita Leonides galopaba por los senderos de la poesa. La seorita Leonides miraba y remiraba unos signos que decan (si es que decan algo):Du liebes Kind, komm, spiel mit mir, Gar schone Spiele spiel ich mit dir...Cecilia se sent junto al ventanal, como resignada a esperar todo el tiempo que fuese necesario el regreso de la seorita Leonides. Pero as no se puede leer. No se puede leer con alguien que nos vigila. La ensimismada lectora de Goethe se tumb de costado, le volvi la espalda a aquella inoportuna criatura, con un regio ademn dio vuelta la pgina, se top con nuevos jeroglficos, tan fascinantes como los anteriores:Es war ein Koning in Thule,Gar treu bis an das Grab,Dem sterbend seine VhuleEinem goldnen Lecher gab... Ella tambin estaba dispuesta a esperar. Pero transcurri casi un cuarto de hora, ya llegaba a la ltima pgina del libro, y esa idiota segua muda.Te figuras que no s de dnde vienes? grit de pronto la seorita Leonides sin dejar de leer.Cecilia se puso de pie como izada con una cuerda, pero no contest.Te figuras que no lo s? repiti la seorita Leonides, al tiempo que le echaba una rpida miradita desdeosa.Cecilia se acercaba al lecho por el lado del rostro de la seorita Leonides, buscaba afanosamente en sus bolsillos, extraa un fajo de billetes de mil pesos, los mostraba en alto, como un trofeo, como un salvoconducto.La seorita Leonides empezaba comprender. Pero no se daba por vencida. Segua pataleando, por gusto, entre los hilos de liga.Quisiera saber quin te ha dado ese dinero.Los ojos de Cecilia le coman toda la cara. Balbuceaba:Pero mam... pero mam... fui al Banco... al Banco... al Banco...El espritu de la seorita Leonides era un calidoscopio zarandeado por brutales manotazos. Un golpe, un dibujo; otro golpe, otro dibujo.Me juras que no has ido a encontrarte con ningn hombre?Cecilia palideca, temblaba, pareca abrumada por aquella acusadora interrogacin.Pero mam, pero mam protestaba dbilmente, qu dice?, con qu hombre?En el calidoscopio se formaba el arabesco rojinegro de un dolor que quera propagarse hasta todos los confines, consumir el universo, devorarse a s mismo.Quin es ese Fabin? Contesta. Quin es? Dnde se ven? No te quedes callada, no finjas que no comprendes.Mam, mam, clmese sollozaba Cecilia.No quiero calmarme, quiero que me contestes. Te he preguntado quin es Fabin.No s, no s...(Dios mo, esa cara demudada, esos ojos, esas manos que se retorcan, podan ser obra de la simulacin? Pero sigamos torturando, sigamos torturndonos. Y despus, del otro lado, la felicidad de perdonar, de reconciliarse, de llorar juntas).Hipcrita. No te creo. Mientes. Para que sepas, he encontrado la carta de Fabin y la he ledo.Mam, mam lloraba Cecilia, qu carta?Ah, todava lo niegas? y ella ya no poda ms, ella tambin lloraba. Ahora vers.Rompi violentamente el capullo de sbanas donde todos sus gusanos maduraban, y no una mariposa, sino una guila levant vuelo. Y ya corra como una enajenada hacia el dormitorio vecino cuando, de golpe, se detuvo. Pues un recuerdo, un recuerdo delgadsimo, apenas una astilla, una viruta, se haba encendido entre la hojarasca de sus desaforados pensamientos y les haba prendido fuego. La hoguera de la revelacin la envolvi como a una mrtir. Ah, Leonides, Leonides Arrufat, tonta, mil veces tonta! Qu estaba por hacer? Pero si la carta de Fabin no era reciente, una pelcula de polvo la cubra como a todos los objetos de aquella habitacin clausurada sin duda desde haca varios meses. De modo que el idilio con Fabin tampoco era reciente, los encuentros de Fabin no eran de ahora, el lunes prximo era un lunes ya pasado. Y la arpa no era ella, era otra.Pas otra vez delante de Cecilia, se refugi nuevamente en su capullo, se sinti avergonzada y locamente feliz. Le pareca haber sorteado un grave peligro. Cerr los ojos. Estir los brazos. Bajo las sbanas, sus dedos tropezaron con los dos sobres dirigidos a Cecilia.Querida musit con la voz gemebunda de un convaleciente. Queridita.Y cuando Cecilia acudi a su l