- not for that not for that- · - not for that... not for that- una voz ronca se lamenta a susurros...
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- Not for that... Not for that- una voz ronca se lamenta a susurros al final de la barra.
-Not for that... Not for that- repite una y otra vez, interrumpiendo sólo la cantinela
para echar cuentas a la pinta de cerveza negra que sujeta entre las manos.
- No le molestes- me dice intuitivo mi compañero con amabilidad, en castellano,
con un profundo acento británico, pero con la intención de que no exista ningún
malentendido. Lo suelta guiñando un ojo, con un leve movimiento de cabeza que
apunta hacia el hombre, entrado en años. En un tono amable, pero rígido,
revelando una norma no escrita.
Son las cinco y media de la tarde; la taberna se encuentra medio llena. Poca gente,
extrañamente, para ser viernes. Llueve en Londres, como cada día de octubre, en
una especie de acuerdo tácito entre el otoño y el calendario.
Apenas llevo diez días de camarero en este bar. Un nuevo empleo, no sé cuántos
van desde que emigré del sur de España a la capital británica. Mi historia es la de
tantos. Una de miles. Terminé la carrera de Humanidades en mitad de la crisis,
volví a mi ciudad, encadené varios trabajos de repartidor de comida hasta que me
cansé y decidí irme a Inglaterra. “Al menos aprendo el idioma”. Y voy para cinco
años, aplazando el “me vuelvo a casa”. Total, qué hago allí. Mirando vuelos baratos
una vez por semana y aguardando el pedido de embutidos, aceite y latas de
conservas que recibo de mi madre a inicios de cada mes. Mi estancia en Londres es
más simple que sencilla. Tres tardes en semana juego al fútbol en un equipo
aficionado, les enseño a lanzar paredes, dar un pase al hueco y encarar a un
defensa en banda. Los sábados jugamos por la mañana una liga de distrito y, si el
cuadrante nos lo permite, nos emborrachamos en el tercer tiempo, que a veces se
convierte en quinto tiempo, incluso sexto. El resto de las horas las paso currando.
Antes, de ayudante de cocina; ahora, como comenté antes, de camarero en el
Freemason’s Arms. Me ofrecen 15 libras más a la semana. Así que decidí cambiar de
aires. Le comenté el nuevo curro a mi compañero de piso, un tipo de Soria,
silencioso y con gafas, que pasa su tiempo libre delante del ordenador.
- Allí, en esa taberna, inventaron las reglas del fútbol moderno -me soltó como
quien cuenta una obviedad. Intenté rebatirle, me gusta hacerlo cuando se pone
sabiondo, pero Wikipedia, como el 97% de las veces, terminó dándole la razón.
Algún día le pillaré en una mentira al maldito pedante soriano. Sueño con ese día.
Si os soy sincero, imaginé que el Freemason’s sería una especie de mausoleo
futbolístico. Me equivocaba. Es el típico pub británico atemporal. Intenso olor a
madera, sofás al fondo, pantallas televisivas, bebidas alcohólicas, cuadros en las
paredes y sándwich con patatas fritas de aperitivo. Sólo hay una pequeña
referencia a la efeméride. Una especie de vitrina colgada en la pared de una de sus
esquinas y que protege una antigua bota de fútbol, un balón, un banderín, la foto de
un hombre con bigote y un par de recortes de prensa. Poco más.
- Not for that… -El tipo canoso alza el tono de voz, ni siquiera se ha quitado el
abrigo. Lo miro y hace un pequeño gesto con el dedo. Quiere otra pinta. La séptima,
según mis cálculos, en lo que lleva de tarde. Le sirvo el vaso con una pequeña
reverencia y justo al girarme siento que unas manos gruesas y grandes me sujetan
el brazo. Cruzo la mirada con sus ojos marrones, envueltos en unas visibles ojeras.
El hombre sonríe y le devuelvo la mueca con más incertidumbre que simpatía. No
me suelta, acerca un poco su rostro, noto la bofetada de alcohol en el aliento y dice
en un uso casi perfecto del castellano:
- Chico, deberías saber que el fútbol es como la vida o las revoluciones: no se
entiende sin los bares. Ja, ja, ja... -Suelta una carcajada tras la frase. Sólo él entiende
el chiste, aunque finjo una pequeña risa. -No eres argentino, no. Me caes bien. Sé
distinguirlos, he aprendido su idioma y sus formas por si me cruzo con él, de
casualidad, algún día. Y, no. Tú no eres argentino. Y digo de casualidad. No, no voy a
hacer un circo. No voy a tener una cita con él para que tengan la maldita foto 32
años después. He dicho ya cientos de veces que no, fuck… -Apenas distingo su
acento inglés mientras habla.
Intento desmarcarme y alejarme de aquel rincón de la barra. Miro alrededor, busco
la complicidad de mi compañero, pero no la encuentro. Un ademán, una orden,
algo... Nada. Pasa por mi lado como si fuéramos invisibles e interpreto que mi
trabajo, al menos hoy, se limita a prestar atención al tipo ebrio que sigue con su
gigantesca mano enganchada a mi brazo.
- Fue aquí, lo sabes, ¿verdad? En Freemason’s, la tarde del 26 de octubre de 1863.
Hoy se cumplen exactamente 155 años. Las reglas las escribió Ebenezer Cobb
Morley con su puño y letra. A tinta y a fuego. De las 13 normas, una predominó por
encima del resto. Una, exactamente una, “no podían usarse las manos”. Por eso, se
fracturaron el fútbol y el rugby y se convirtieron en dos deportes diferentes. Por
eso, los representantes de la ciudad de Rugby se levantaron de la mesa, se
marcharon indignados y crearon otra disciplina. Por eso, fuck, precisamente por
eso agotaron las cervezas y la saliva de tanto discutir y debatir calurosamente. No
era para menos. Se trataba del uso, o no, de las manos. Ebenezer Morley lo sabía.
Sabía que sería una tarde larga que se extendería hasta la madrugada. Me gusta
imaginarlo con su traje y su sombrero de copa, saliendo de su casa de Barnes,
subiéndose en el carruaje tirado por un caballo y recorriendo las seis millas de
distancia hasta el centro de un Londres en plena ebullición. Un Londres en su
esplendor victoriano, un Londres que acababa de consolidar su tejido industrial.
Un Londres de humo y niebla. Obrero y burgués, de lucha de clases. Un Londres
capital del mundo. Lo imagino en su carruaje, fingiendo tranquilidad, atravesando
unas calles sucias, de tierra, sin alcantarillado que disimulase ese hedor
insoportable de los lugares masificados. Consciente de que en aquel bar, el fútbol
viviría su propia revolución para exportarse al resto del mundo, al último rincón
de cada continente. Mira, chico, no hay idioma más universal que el del gol. No lo
hay. El gol lo entiende y lo siente toda persona de este planeta.
Sólo los largos tragos de cervezas, los sorbos de pinta negra detienen los labios y la
memoria. Los recuerdos de alguien que mil veces ha repetido aquel relato y, sin
embargo, necesita soltarlo una vez más para deshacerse de un lastre que da
vueltas sin permiso en su cabeza.
- Aún tengo pesadillas. Por mí y por Ebenezer Morley. Él escribió la historia de este
deporte. Él debería ser recordado y venerado. Él, fuck. El otro fue un tramposo. Un
maldito tramposo. No fue heroico. No lo fue. Fue una trampa. Nadie lo entiende.
Nadie me entiende a excepción de los once que estuvimos sobre el césped. El resto
se ríe de mí. Todos se ríen de mí. Él se ríe de mí. ¿Sabes qué respondió cuando le
preguntaron hace poco por aquello? “No me arrepentí entonces, no me arrepiento
ahora, ni me arrepentiré en mi lecho de muerte”. No fue la mano de Dios. Fue la
mano de un tramposo. Toda Inglaterra fue engañada. Todo un país. Nosotros
fuimos engañados, la memoria de Ebenezer, el recuerdo de los inventores del
fútbol. Han pasado 32 años, 4 meses y 4 días de aquel 22 de junio de 1986. Y aún
hoy tengo pesadillas. Me asalta el recuerdo mientras duermo. Miro el balón, un
balón templado; lo veo a él, salto tranquilo, confiado, porque llego antes y más alto.
Sin embargo, el 10 celeste separa el brazo del cuerpo. Entonces sólo escucho los
gritos, los cánticos, el rugido del estadio. Le grito: Not for that, not for that. No fue
para eso. No inventaron las leyes para eso. Pero no me escucha desde su atalaya de
brazos y hombres. El estadio Azteca se encuentra sumergido en el ruido de las
gradas. Y me despierto en mitad del estruendo, sudando, con la garganta seca y esa
desazón en el alma.
- ¿Eres...? -le pregunto.
- Sí, I am Peter Shilton
Un silencio inunda el Freemason’s. Peter bebe y siento un peso extraño en las
piernas.
- A mí no me vale que Diego hable de las Malvinas porque a mí me duelen tanto la
vida de sus 649 soldados como las de los 255 británicos. Todos eran jóvenes. Y
padecieron en un fango frío, en una tierra yerma, en unas islas que tienen grabadas
el nombre de la muerte y que vieron por primera vez para perder la vida. No me
vale. No es excusa ni justicia, porque no existe justificante para la guerra.
Shilton. Peter Shilton. Curiosamente, aquel tipo había colgado durante años en una
de las paredes de mi cuarto. La habitación de la infancia que compartí con mis
hermanos y en la que estaba el póster de Maradona, con su mano rozando el cielo,
y un portero anónimo, sin nombre, que parecía un actor secundario, un invitado en
aquella fotografía. Tengo la tentación de comentárselo, pero seamos honestos, no
es el momento.
-Después de aquello, vagué por los terrenos de juego hasta los 48 años. Me retiré
cercano a los 50. Incluso volví a intentarlo en el 2004, pero ya no estaba para los
golpes contra el suelo después de una estirada. No quise retirarme. No quiero aún
retirarme. Sólo pido otra oportunidad al destino. Un delantero que salte, golpee
con la mano y yo detenga la pelota. Para recriminarle luego a un palmo de su
rostro: “Eso no se hace, fullero”. Pero, no. Nunca se ha repetido, así que vuelvo aquí
cada 26 de octubre como penitencia, para reconciliarme con quienes hicieron las
leyes y ahogar mis recuerdos en cervezas. Así, cojo aire para regresar a la vida real
y para seguir amando el fútbol: “La única religión que no tiene ateos”, como dijo
Galeano, ja, ja, ja.
Shilton apura de un trago la cerveza, luego golpea el vaso contra la barra y fuerza
una mueca que se asemeja a una sonrisa.
- Ahí está, Ebenezer Cobb Morley. Tú, tú deberías vivir en el recuerdo de la gente
dice mientras señala la vitrina que protege la foto del tipo con bigotes.
- He aprendido su idioma, para que algún día me escuche, para que el sonido del
Azteca no apague mi voz. Aunque, qué importa, si la historia ya está escrita -suelta
mientras se abrocha hasta el último botón del abrigo y se levanta del taburete.
Y se va. Se marcha con los hombros caídos y el rostro cansado. Cargando dos fechas
en su memoria. La de octubre de 1863, cuando inventaron las reglas del fútbol. Y la
de junio de 1986, el día que Diego Armando Maradona las burló de la forma más
poética jamás vista.