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¿ROJO CONTRA NEGRO OTRA VEZ? UNA REVISITA AL DEBATE DE MARX CON LOS ANARQUISTAS ACERCA DE LA POLÍTICA Julio Quiñones Páez * Introducción Las referencias acerca de la aspereza que caracterizó las relaciones de Marx con Proudhon, Stirner y Bakunin (en adelante PSB), son bastante populares entre todos aquellos interesados en en el estudio de lo que podríamos llamar el pensamiento radical. Y es ese mismo carácter ríspido uno de los factores que desde un principio más han contribuido a generar no solo desconfianza sino ignorancia recíprocas entre las dos familias que componen dicho pensamiento, es decir, la anarquista y la que se inspira en Marx. En esa dirección, suele destacarse, por ejemplo, el rudo tratamiento que Marx le dio a Stirner y a Proudhon en obras como La ideología alemana y Miseria de la filosofía y cómo incluso después de muerto este último hizo un durísimo balance de su contribución. Y si bien estos nunca respondieron (el primero no solo por su prematura muerte sino porque La ideología alemana se mantuvo inédita durante la vida de Marx, y el segundo porque no quiso hacerlo o quizá porque no llegó a entender cabalmente lo que estaba en juego 1 ), en cambio la polémica entre Marx y Bakunin en el marco de las disputas intestinas de la Internacional sí generó un nutrido fuego cruzado. En este caso, por demás, el conflicto descendió del nivel puramente teórico en que se había mantenido en lo que respecta a los dos primeros, al plano personal, en parte debido al calor de la lucha política que libraban, en parte por tratarse de dos personalidades de fuerte liderazgo y en parte dada la tradicional malquerencia entre rusos y alemanes. Como sea, mientras Bakunin centraba sus cuestionamientos en que Marx “como alemán y judío que es, es un autoritario de los pies a la cabeza”, Marx veía en Bakunin no solo una nulidad teórica (“un Mahoma sin Corán”) sino además un intrigante inclinado a la creación de sectas aventureristas y autonomizadas respecto del movimiento de los trabajadores, que, como en el caso de la Alianza Internacional de la Democracia Socialista, promovida por aquel, resultaban eminentemente reaccionarias. La valoración que hace del programa de dicha organización lo dice todo: “...el programa de la Alianza, a remolque de un «Mahoma sin Corán», solo representa un amasijo de ideas de ultratumba, disfrazadas con frases sonoras y que solo pueden asustar a burgueses idiotas o servir como piezas de convicción contra los internacionalistas a los fiscales de Bonaparte u otros”; y más adelante: “Una olla podrida de manoseados lugares comunes, una charlatanería vacua, rosario de oquedades con las que se busca infundir espanto, una improvisación insípida a la que tan solo preocupa producir una cierta sensación”. * Profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del grupo de investigación Teoría Política Contemporánea (Teopoco) de esa misma unidad académica. 1 Hay quienes sostienen que al conocer Miseria de la filosofía, de Marx, Proudhon consideró que la crítica de la que era víctima era un producto de la envidia de aquel. 1

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Page 1: Rojo Contra Negro Otra Vez. Una Revisita Del Debate de Marx Con Los Anarquistas Acerca de La Política - Julio Quiñones Páez

¿ROJO CONTRA NEGRO OTRA VEZ? UNA REVISITA AL DEBATE DE MARX CON LOS ANARQUISTAS ACERCA DE LA POLÍTICA

Julio Quiñones Páez*

Introducción

Las referencias acerca de la aspereza que caracterizó las relaciones de Marx con Proudhon, Stirner y Bakunin (en adelante PSB), son bastante populares entre todos aquellos interesados en en el estudio de lo que podríamos llamar el pensamiento radical. Y es ese mismo carácter ríspido uno de los factores que desde un principio más han contribuido a generar no solo desconfianza sino ignorancia recíprocas entre las dos familias que componen dicho pensamiento, es decir, la anarquista y la que se inspira en Marx.

En esa dirección, suele destacarse, por ejemplo, el rudo tratamiento que Marx le dio a Stirner y a Proudhon en obras como La ideología alemana y Miseria de la filosofía y cómo incluso después de muerto este último hizo un durísimo balance de su contribución. Y si bien estos nunca respondieron (el primero no solo por su prematura muerte sino porque La ideología alemana se mantuvo inédita durante la vida de Marx, y el segundo porque no quiso hacerlo o quizá porque no llegó a entender cabalmente lo que estaba en juego1), en cambio la polémica entre Marx y Bakunin en el marco de las disputas intestinas de la Internacional sí generó un nutrido fuego cruzado. En este caso, por demás, el conflicto descendió del nivel puramente teórico en que se había mantenido en lo que respecta a los dos primeros, al plano personal, en parte debido al calor de la lucha política que libraban, en parte por tratarse de dos personalidades de fuerte liderazgo y en parte dada la tradicional malquerencia entre rusos y alemanes. Como sea, mientras Bakunin centraba sus cuestionamientos en que Marx “como alemán y judío que es, es un autoritario de los pies a la cabeza”, Marx veía en Bakunin no solo una nulidad teórica (“un Mahoma sin Corán”) sino además un intrigante inclinado a la creación de sectas aventureristas y autonomizadas respecto del movimiento de los trabajadores, que, como en el caso de la Alianza Internacional de la Democracia Socialista, promovida por aquel, resultaban eminentemente reaccionarias. La valoración que hace del programa de dicha organización lo dice todo: “...el programa de la Alianza, a remolque de un «Mahoma sin Corán», solo representa un amasijo de ideas de ultratumba, disfrazadas con frases sonoras y que solo pueden asustar a burgueses idiotas o servir como piezas de convicción contra los internacionalistas a los fiscales de Bonaparte u otros”; y más adelante: “Una olla podrida de manoseados lugares comunes, una charlatanería vacua, rosario de oquedades con las que se busca infundir espanto, una improvisación insípida a la que tan solo preocupa producir una cierta sensación”.

*Profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del grupo de investigación Teoría Política Contemporánea (Teopoco) de esa misma unidad académica.

1 Hay quienes sostienen que al conocer Miseria de la filosofía, de Marx, Proudhon consideró que la crítica de la que era víctima era un producto de la envidia de aquel.

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Pero si todo esto es conocido y resaltado, en cambio muy pocas veces se reflexiona en torno al fondo teórico de estas diferencias, investigación cuanto más necesaria de cara a poder subrayar la paradoja de que tras ellas se hallaba en realidad una gran coincidencia ética y política, coincidencia cuyo contenido hoy se presenta más vigente que nunca: la convicción acerca de la urgente necesidad de trabajar en pro de un mundo sin dominación. Bakunin se refería a ello como la “creación de un nuevo mundo humano” o también como “la fraternidad humanitaria triunfante sobre las ruinas de todos los Estados”; y Marx, por su parte, hablaba del “movimiento real” que lleva hacia “una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”.

Importancia, pues, de volver sobre el contenido del debate entre Marx y PSB para identificar y entender el origen de las fisuras y buscar su superación de cara a la unidad de fuerzas en el presente. Y es en ese contexto en el que debe ser visto este trabajo, cuyo propósito es contribuir al esclarecimiento antedicho. Para tales efectos, se defiende como tesis central la de que para comprender las diferencias teóricas entre ellos hay que remontarse a la relación Marx-Hegel, encontrando cómo las críticas que Marx dirige contra Stirner y Proudhon en 1845/46 y luego contra Bakunin en 1872, son análogas a las que previamente había esgrimido contra Hegel en 1843, a saber: que el error de este no consistía solo en la inversión de sujeto y predicado, es decir, en el apriorismo de poner la idea en donde debe ir la materialidad de lo real, sino además en utilizar un método construido con base en categorías generales y abstractas, en absoluto adecuadas para aprehender y criticar lo positivo. En su lugar ––deduce Marx y se aboca a ello–– el método correcto exige una reconstrucción categorial alrededor de conceptos específicos, de esos conceptos que un Theodor Adorno llamará después “categorías-clave”, idóneas para abrir el contenido de lo concreto como si se tratara de la combinación de una caja de seguridad. Caracterizando este tipo de novedosa epistemología materialista emanada de su debate con Hegel, Marx hablará de que “la investigación ha de tender a asimilarse en detalle a la materia investigada, a analizar sus diversas formas de desarrollo y a descubrir sus nexos internos” o, lo que es lo mismo, “a buscar la fuente de la ciencia en el conocimiento crítico del movimiento histórico”. Ahora bien, en nuestra hipótesis el sesgo abstracto que según Marx lastraría los enfoques de PSB no sería, sin embargo, como en Hegel, de orden lógico-metafísico sino de orden ético y residiría, concretamente, en la defensa a ultranza del principio de la autonomía individual asumido como a priori epistemológico desde el cual se construye la teoría (normativismo metodológico).

En este punto es necesario, sin embargo, hacer una distinción. Una cosa es la validez moral del principio anarquista de la autonomía y otra su uso como pilar sobre el cual se erige una metodología de análisis social. Una cosa es la sensibilidad ácrata en tanto actitud ante la vida y otra cosa es introducirle una impronta moralista a la teoría, lo cual la lleva a incurrir en generalizaciones sin matices y en actitudes reactivas, manifiestas por ejemplo en la indignación de PSB ante toda política. En su combate de más de 30 años contra eso que llamó ––refiriéndose a las ideas que predominaban entre el proletariado francés vinculado a la Internacional–– “una infección de stirnerismo proudhoniano”, Marx ganó todas las batallas teóricas en las que se enfrentó a PSB, por una razón: porque su método era incomparablemente superior, sofisticado y poderoso. Marx tomó lo mejor de Hegel, lo transformó y lo potenció y esa combinación se manifestó imbatible a la hora de contrastarla con lo que era tan solo una mezcla no muy

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sistemática de normativismo e intuiciones lúcidas. Sin embargo, pese a esos triunfos marxianos, la sensibilidad ácrata goza hoy por hoy de inmejorable salud, incluso de mejor salud que la que acusa la teoría de Marx, afectada no tanto porque de plano se haya quebrantado su propia validez epistemológica interna, sino por el rotundo fracaso de las experiencias históricas que supuestos epígonos, en realidad antimarxianos, pretendieron llevar a la práctica en su nombre. Mas, al poner las cosas en esos términos antinómicos, ¿debe acaso entenderse que asumimos que Marx era ajeno a la sensibilidad ácrata?

Contrariamente, este texto suscribe también la hipótesis ––debida a Maximilien Rubel–– de que Marx era, incluso antes de hacerse un comunista, un “teórico del anarquismo”, el cual ya en 1844 formuló en el marco de esa perspectiva la idea de “emancipación humana” y vio en el Estado lo que, mucho más tarde, hacia principios de la década de 1870, llamaría “una excrecencia parasitaria”, “un boa constrictor” que vive de sofocar a la sociedad, demostrando con ello la continuidad de esa primigenia inspiración libertaria. No obstante, es de aclarar que aunque Marx hace la crítica del Estado, eso no significa que haya en su concepción un repudio de la política, sino antes bien un reconocimiento de su importancia en la búsqueda de la emancipación. En tales condiciones, la política aparece como la cristalización práctica de esa apuesta epistemológica por la concreción a la que ya hacíamos referencia. Mas al atribuirle a aquella ese papel de tipo práctico, Marx se perfilaría como el teórico del anarquismo que asume el proyecto paradójico de aspirar a alcanzar el autogobierno colectivo a través del uso de los instrumentos propios del gobierno o, en otras palabras, que apela a la política en aras de “volverla superflua”, como señalara Rubel. En cualquier caso, lo cierto es que si, pensando en la salud del proyecto emancipador, hoy por hoy se aspira a poder reforzar los nexos ––de tipo no normativista–– entre ética libertaria y teoría social crítica, la combinación del impulso ácrata que anima la teoría de Marx con la potencia que ella misma conserva para el análisis de la realidad, la faculta para seguir jugando un papel fundamental.

Por último, el presente trabajo también se ocupa de resaltar las diferencias entre PSB y Marx a propósito del problema de la democracia. En ese sentido, intentará mostrar cómo en el caso de aquellos el prurito antipolítico les impide considerar relevante la distinción entre formas autocráticas y formas democráticas, desinteresándose en consecuencia del tema. A contrapelo, Marx se ocupará de la democracia tanto en su versión burguesa ––en cuanto contexto adecuado para la lucha de los trabajadores–– como en su condición de contenido político de una dictadura del proletariado entendida a imagen y semejanza del modelo de la Comuna de París. Pero el solo hecho de hablar de que para Marx habría una versión burguesa y otra proletaria de la democracia, indica que el paradigma democrático que suscribe no es el republicano y consensual ––como afirman los defensores de la tesis de la presencia de un “momento maquiaveliano” en su pensamiento, a la manera de Miguel Abensour––, sino uno que se halla atravesado por las luchas de clases y en donde, por ende, la democracia (en su dos versiones) únicamente es pensable a la luz del conflicto, es decir, como una combinación de dominación económica y de hegemonía política. En tales términos, solo saliendo de la política se podría superar esa índole conflictual; mas salir de la política es, cabalmente, entrar en la acracia.

1. Proudhon, Stirner y Bakunin: entre el autogobierno y la antipolítica

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Se ha vuelto ya un tópico considerar al anarquismo en general y a las versiones del mismo en los casos de PSB en particular, como el producto de una cierta radicalización del individualismo liberal, si bien al mismo tiempo se reconoce la presencia de otras fuentes, por lo demás bastante heterogéneas respecto de este último, en su conformación.2 Sin entrar en ese debate, que no corresponde a los propósitos que se persiguen en este escrito, lo que en todo caso sí puede argüirse como común seña de identidad ácrata en estos tres autores, es la apuesta por un principio innegociable de autonomía individual. Y es precisamente el carácter absoluto que ellos le imprimen a dicho principio lo que da pie para que su anarquismo se vea emparentado con el liberalismo, pues conduce a un enfoque, análogo al de este último, en el que la autonomía queda esgrimida como a priori conceptual, aclarando que ello no se entiende aquí en el sentido de contenido esencial de un “estado de naturaleza” anterior a la vida en sociedad, sino, más genéricamente, en el de punto de vista a partir del cual se aborda la consideración del todo social. La diferencia de fondo con el liberalismo es que para este el presupuesto de la autonomía parte de lo económico y termina derivando hacia el campo de lo jurídico-político, mientras que en el caso de los autores de los que nos ocupamos (y podría decirse sin temor que en el del anarquismo en general) a lo que asistimos es a su asunción como un principio ético intransigentemente irrenunciable. Esto, por otra parte, faculta para pensar en un maximalismo moral como otro de los rasgos propios del pensamiento de PSB, postura que, por ejemplo, ya la crudeza de un Stirner criticaba en Proudhon, quien, en su opinión, habría reemplazado la sacralización del ser supremo por la de la moral: “Si se han presentado adversarios para combatirla [a la actitud piadosa] fue, casi siempre, en nombre de la moral misma, para destronar al Ser Supremo en provecho de otro ser supremo. Así Proudhon no vacila en decir: «Los hombres están destinados a vivir sin religión, pero la moral es eterna y absoluta; ¿quién hoy osaría atacar a la moral?»” (Stirner, 2003, 91). Lo que Stirner no alcanzaba a ver es que su rotunda defensa del egoísmo de “el Único” era la expresión de un punto de partida incluso aún más exaltadamente moralista: yo y mi goce, yo y mi propiedad, yo y mi poder como lo valioso. La distancia respecto de Proudhon estaría en que en lugar de seguir algún tipo de moral objetiva, la moral de otros, “el Único” se da la suya propia.

Ahora bien, ese apriorismo moral tiene sin duda varias consecuencias importantes de cara a la teoría política, comenzando por las de naturaleza epistemológica. Tal el caso de lo que podemos caracterizar como la deriva hacia un normativismo metodológico. En efecto, no de otra forma puede ser calificada la actitud según la cual un observador articula una metodología de análisis político en la que fija como punto de partida su tabla de valores y desde allí asume el estudio y la crítica de la realidad. Y este rasgo, muy poco relievado en los estudios sobre PSB, es en nuestra opinión una de las razones fundamentales por las cuales Marx da inicio a su confrontación con ellos. En efecto, desde la perspectiva de la teoría nada podía parecerle más absurdo e inconsistente que el método normativo a alguien que, como él, al referirse al “desarrollo de la formación económica de la sociedad”, declara entenderla “como un proceso histórico-natural”, es

2 Es difícil hablar de fuentes comunes respecto de un pensamiento tan plural y poco sistemático como el anarquista y ello quedaría de manifiesto en el caso de los tres autores mencionados. Así, por ejemplo, hay quienes observan la presencia de elementos racionalistas y positivistas de origen ilustrado en todos ellos, pero, a la vez, de un componente naturalista de tipo aristotélico en Bakunin y de formas de comunitarismo cristiano en Proudhon. Finalmente, los tres habrían tenido en el pensamiento de Hegel una referencia común. Al respecto ver Álvarez Junco (1992).

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decir, como un proceso humano que se ha hecho objetivo, razón por la cual el método adecuado es aquel en el que “la investigación ha de tender a asimilarse en detalle a la materia investigada, a analizar sus diversas formas de desarrollo y a descubrir sus nexos internos” (Marx, 1977, XV y XXIII). Así, la de Marx es una metodología que, por cuanto aspira a que el pensamiento siga al objeto y dé cuenta de su desenvolvimiento, es materialista y, en consecuencia, se halla en las antípodas del normativismo.3 Y es precisamente esa oposición lo que lo llevará, por ejemplo, a descalificar enfoques de economía política como el de Proudhon (el cual parte, por vía del mutualismo, de asegurar a priori la libertad individual, cosa que deriva en el establecimiento del requisito de la existencia de productores independientes y, por ende, en la defensa de la “posesión” o propiedad individual, del mercado y de la ley de la oferta y la demanda4):

Para el pequeño burgués, que ve en la producción de mercancías el non plus ultra de la libertad humana y de la independencia individual, sería muy grato, naturalmente, ver remediados los abusos que lleva consigo esta forma, entre ellos y muy principalmente el de la imposibilidad de que todos los objetos sean directamente cambiables. A pintar esta utopía de filisteo se reduce el socialismo de Proudhon, que como hube de demostrar en otro lugar no puede presumir ni siquiera de originalidad, ya que tal socialismo fue desarrollado antes de venir él, y bastante mejor, por Gray, Bray y otros. Lo cual no obsta para que esa sabiduría haga hoy verdaderos estragos entre ciertas gentes, bajo el nombre de “ciencia”. Jamás ninguna escuela ha prodigado la palabra “ciencia” más a troche y moche que la proudhoniana, pues sabido es que

“a falta de ideas, se sale del paso con una palabreja” (ídem, 34).

En otras palabras, según Marx el normativismo metodológico como propuesta científica es pura y simple charlatanería. Y podemos agregar, sin hilar demasiado fino porque volveremos sobre esto más adelante, que como postura filosófica sería paralelamente y a la luz de su materialismo, una reedición del idealismo, en la medida en que antepone una norma (moral, jurídica, etc.) a la realidad fáctica. Por ese camino, para Marx sería idealista la posición de un Bakunin, cuando en su visceral defensa de la abolición del derecho de herencia en el Congreso de Basilea de la Internacional, en 1869, veía en ella la clave para la supresión de las clases, con lo que anteponía

3 El normativismo de PSB tiene como presupuesto el dejar sentada una norma o un sentido moral y ese es su punto de partida metodológico; el materialismo, como lo señalara Horkheimer, parte de considerar que “la materia carece en sí misma de sentido y no sirve para proporcionar una norma”. De ahí que Marx señale que en el método científico correcto el pensamiento sigue al objeto pura y simplemente, sin a prioris normativos de ninguna índole. En esa misma dirección, Adorno postula la “prioridad del objeto” y entiende que, en virtud de ella, adoptar el método materialista implica enfrentarse a un “vértigo” radical: el de soltar amarras y entregarse al movimiento del objeto, el de dejarse llevar por él y, al mismo tiempo, tratar de aprehenderlo específicamente y criticarlo. Al respecto ver Quiñones Páez (2011).

4 Como contrapeso a su aceptación del mercado, Proudhon propone medidas para “disciplinarlo”: “Los partidarios de la mutualidad conocen tan bien como cualquiera otro la ley de la oferta y la demanda, y no está en su ánimo violarla. Estadísticas detalladas y renovadas a menudo; informaciones precisas sobre necesidades generales y las existencias; (...) la determinación entre productores, comerciantes y consumidores, por medio de un amistoso debate, de un tipo máximo y mínimo proporcionado a las dificultades y a los riesgos de los negocios; la organización por fin de sociedades reguladoras: tal es poco más o menos el conjunto de medidas por las que piensan disciplinar el mercado” (Proudhon, 1978, 80-81).

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el derecho a la producción.5 Y ni qué decir de su muy stirneriana teología del Estado,6 según la cual este “ha nacido históricamente en todos los países del matrimonio de la violencia (...) con los dioses (...) Ha sido desde su origen (...) la sanción divina de la fuerza bruta” (Bakunin, sf a, 34), con lo que desplazaba a un segundo plano de importancia la relación del Estado con el capital. En esta materia, no obstante, hay que decir en favor de Bakunin que la teológica es apenas una de las diversas ópticas que él utiliza para criticar al Estado, de tal forma que en otros momentos se concentra más en sus facetas burocrática, militar o de dominio de clase. El punto es que todas esas miradas remiten a una misma consideración de tipo normativo: el a priori de la condena del Estado como inmoral, es decir, como antítesis de la autonomía y la libertad, enfoque que para Marx, según hemos visto, era científica y filosóficamente inconsistente, así por otra parte pudiera estar de acuerdo en la censura del Estado, como lo comentaremos con posterioridad. En otras palabras, aun coincidiendo en las valoraciones, lo que los dividía era el lugar y la importancia diferentes que le otorgaban a las mismas dentro de sus apuestas epistemológicas. Por eso, correlativamente a los reproches que recibía de Marx, para Bakunin la actitud cientifista de este era la expresión de un elitismo intelectual definitivamente indeseable por autoritario, es decir, por establecer una relación jerárquica con respecto al saber y al instinto populares, que es desde donde en su opinión debería partir el conocimiento. Para él, elitismo intelectual y actitud estatista son una y la misma cosa:

Nosotros revolucionarios anarquistas, defensores de la educación del pueblo entero, de la emancipación y del desenvolvimiento más vasto de la vida social, y por consiguiente enemigos del Estado y de toda estatización, en oposición a todos los metafísicos, positivistas y a todos los adoradores sabios o profanos de la diosa Ciencia, afirmamos que la vida natural y social precede siempre al pensamiento, [mientras que, por contra,] los idealistas de todo matiz, los metafísicos, los positivistas, los defensores de la hegemonía de la ciencia sobre la vida, los revolucionarios doctrinarios, todos juntos soportan con el mismo ardor, bien que con argumentos diferentes la idea de Estado y del poder estatista (...) son forzados necesariamente a concluir que, puesto que el pensamiento, la teoría, la ciencia constituyen el patrimonio de un pequeño número, y como ese pequeño número debe administrar la vida social (...) al día siguiente de la revolución la nueva organización de la sociedad deberá ser creada (...) exclusivamente por el poder dictatorial de esa minoría sabia que pretende expresar la voluntad del pueblo (Bakunin, 2008, 160-161).

Pero el normativismo metodológico, en tanto cristalización epistemológica del apriorismo moral de PSB, tiene unas consecuencias políticas muy definidas dentro de las que hay dos que nos interesa destacar aquí, a saber: la reivindicación del autogobierno como principio organizativo y, simultánea y concordantemente, la asunción de una actitud antipolítica a la hora de pensar tanto la organización de conjunto de la sociedad como las formas de actuación colectiva.

Como la palabra lo indica, en general el autogobierno alude a la capacidad tanto de los individuos como de los actores y las organizaciones sociales para gobernarse a sí mismos. En esa dirección, podríamos decir que el autogobierno es la primera y más inmediata manifestación política del principio ácrata de la autonomía: es la capacidad para resistir la determinación externa, para

5 “¿Pero qué es lo que separa la propiedad y el capital del trabajo? ¿Qué produce las diferencias económicas y políticas entre las clases? ¿Qué es lo que destruye la igualdad y perpetúa la desigualdad, los privilegios de un pequeño número de personas y la esclavitud de la gran mayoría? Es el derecho de herencia” (Bakunin, 1994 a, 219).

6 Para Stirner, “el Estado es el enemigo, el asesino del individuo (...) es un espíritu que quiere ser adorado (...) En suma, el Estado es sagrado” (Stirner, 2003, 346).

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tomar decisiones con independencia y moldear el propio entorno. Autogobierno significa que la relación de un agente con lo externo está determinada desde dentro de sí mismo y ello se aplica indistintamente a un individuo, a una organización social, a la sociedad toda, a los espacios geopolíticos, pero, también, más allá del campo de la acción y según las versiones más recientes de un enfoque como el funcionalista, a las categorías de sistema y subsistema, los cuales bajo esa luz son interpretados como “autorreferenciales”, “autoorganizados”, “autodirigidos” y, haciendo uso de un concepto que engloba todo lo anterior, como “autopoiéticos”. De ahí que Jan Kooiman, uno de los más reconocidos exponentes de la teoría contemporánea de la gobernanza, hable, en clave sistémica, de que: “La autopoiesis, especialmente en el sentido amplio de autorreferencialidad y conceptos relacionados, puede ser vista como un punto de inicio para la teorización del autogobierno en las sociedades modernas” (Kooiman, 2005, 66).

Es de aclarar a este respecto que la comprensión de la idea de autogobierno como autopoiesis, en el marco de una teoría de sistemas, a lo que apunta es a justificar la denominada “diferenciación sistémica”, es decir, la concepción según la cual en las sociedades contemporáneas las distintas esferas de la vida social se han complejizado y autonomizado, haciendo que las instituciones y los procedimientos convencionales de gobierno (que se galvanizaban alrededor del aparato de Estado fordista tradicional), ya no logren cumplir con éxito la función de dirección para la cual fueron creados y se vean, por el contrario, crecientemente desbordados por procesos y tramas de relaciones que se hallan cada día más fuera de su alcance y control: la globalización, la descentralización política, la expansión del oligopolismo corporativo, los avances tecnológicos aplicados a las comunicaciones, etc. En tales circunstancias, se argumenta, aparecen nuevas formas de “gobernación” al lado del típico gobierno jerárquico o gobernación por el gobierno: la gobernación sin el gobierno o autogobierno y la gobernación con el gobierno o gobernanza, a las cuales hay que apelar, combinadas, para poder dar cuenta de la función de dirección. Ahora bien, más allá de que algunas de las características descritas puedan efectivamente corresponder a la realidad (como el desenvolvimiento de la producción capitalista en escenarios cada vez más mundializados, la emergencia de fracturas culturales, la aparición de espacios supranacionales, la conformación de actores globales, etc.), lo cierto es que el discurso sistémico de la autopoiesis cumple una clara función ideológica: la deslegitimación del balance entre grupos sociales que se había constituido alrededor del Estado fordista y la justificación de la conformación de una nueva correlación de fuerzas en virtud de la cual el capital corporativizado se encuentra ahora cara a cara, sin medición política, con las debilitadas organizaciones propias de un mundo del trabajo cada vez más fracturado, de un lado, y con un heterogéneo paisaje de “organizaciones de la sociedad civil”, del otro. Este nuevo escenario, elegantemente descrito como “redes de gobernanza”, encuentra al gobierno tradicional, llamado a encarnar los restos de la soberanía popular, en retirada y reducido a mero coordinador de la red (aunque sorprendentemente para la guarda del orden público y el control de las formas de oposición extraparlamentaria, sí conserva su antiguo rol jerárquico y represivo, el cual ejerce con autoritaria desenvoltura).

Hecha esta acotación, puede afirmarse que una concepción del autogobierno como autopoiesis, es decir, como la imposibilidad para los actores colectivos de someter a control la dinámica objetiva del sistema, se halla en las antípodas del enfoque que PSB tienen del fenómeno. En efecto, desde su perspectiva el autogobierno se entiende nítidamente enclavado en la esfera de la acción por oposición a la del sistema, es decir, como un potencial de la actividad humana para controlarse a

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sí misma y a su entorno, bien sea en cabeza de los individuos singularmente considerados o bien en la de los actores colectivos. En el caso de Proudhon, por ejemplo, el autogobierno descansa en la relación de reciprocidad entre los individuos condensada en la idea de contrato sinalagmático. Fiel a su idea de una dialéctica asintética, de equilibrio entre los extremos opuestos, dice Proudhon refiriéndose a la mutualidad en tanto primer pilar de una “nueva democracia” —noción como tal totalmente extraña al parlamentarismo y a la dinámica electoral: “la sociedad debe ser considerada, no como una jerarquía de funciones y facultades, sino como un sistema de equilibrio entre fuerzas libres”, en donde el segundo pilar, la proyección del mutualismo a la política, es decir, el Estado organizado de manera federal, “no es otra cosa que el resultado de la unión libremente formada entre personas iguales, independientes, y todas dotadas del sentimiento de la justicia” (Proudhon, 1978, 55). En otras palabras, para él la sociedad se entiende como un entramado de relaciones libremente trabadas entre individuos, que erigen una serie de instituciones: “seguros mutuos, crédito mutuo, socorros mutuos, enseñanza mutua y garantías recíprocas de expendición, cambio, trabajo, buena calidad, y justo precio de las mercancías, etc.” (ídem, 56); ese conjunto de instituciones (lo que llamará también “federación agrícola-industrial”), será la base sobre la cual descansará su equivalente político: el contrato federal, entendido como “el pacto por el cual uno o muchos jefes de familia, comunas, grupos de comunas o Estados se obligan recíproca y equitativamente unos a otros para uno o muchos objetos particulares [siendo] lo esencial y característico (...) que en este sistema los contratantes no sólo se obligan sinalagmática y conmutativamente unos a otros, sino que al celebrar el pacto se reservan individualmente más derechos, libertad, autoridad y propiedad de lo que ceden” (Proudhon, 2008, 63).

En el caso de Stirner, por su parte, es manifiesta —quizá más que en ninguno— la pasión con la que defiende el autogobierno del individuo, entendido como radicalmente egoísta. Dicha pasión lo lleva a reaccionar contra el poder que puedan llegar a ejercer sobre ese individuo, no ya solamente otros seres de carne y hueso, ni las instituciones políticas y económicas, sino incluso las abstracciones socialmente construidas: “Es la marca de todas las tendencias reaccionarias querer instaurar algo general, abstracto, un concepto vacío y sin vida, en tanto que los votos de los egoístas tienden a liberar a los individuos llenos de vida y de vigor de la carga de las generalidades abstractas” (Stirner, 2003, 269). Entre esas “generalidades abstractas” se encuentran: Dios; el “hombre” (en tanto abstracción del individuo); la nación; evidentemente, el Estado; el vivir para un fin; la libertad (como proyecto político diferente de la autonomía del individuo7); el socialismo; el derecho; el pueblo;8 la sociedad;9 la verdad, etc. En este contexto, adquiere pleno sentido su clásica declaración de que: “Yo basaré, pues, mi causa sobre mí; soy,

7 La libertad individual del liberalismo no implica para Stirner “perfecta y total autonomía del individuo (autonomía gracias a la cual todos mis actos serían exclusivamente míos) [que es lo que él reivindica,] sino únicamente independencia frente a las personas” (ídem, 148).8 “Quién es, pues, el pueblo? El pueblo no ha sido nunca más que el cuerpo del gobierno: es varios cuerpos bajo un mismo sombrero (corona de príncipe), o varios cuerpos bajo una misma Constitución. Y la Constitución es el príncipe” (ídem, 268).9 “Las relaciones implican reciprocidad, son el comercio de los individuos. La sociedad no es más que la ocupación en común de una sala... siendo tal la significación natural de la palabra sociedad, se sigue de aquí que la sociedad no es obra tuya o mía, sino de un tercero” (ídem, 256).

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como Dios, la negación de todo lo demás, soy para mí todo, soy el único” (ídem, 50).

Por último, en lo que se refiere a la actitud de Bakunin respecto del autogobierno, puede decirse que al igual que para Proudhon y para Stirner es un prurito que se resuelve en antiestatismo, pero que, a diferencia de ellos, ofrece un enfoque de la subjetividad más colectivo, como queda de manifiesto en la importancia que le es otorgada a la categoría de pueblo en tanto agrupación cohesionada alrededor de necesidades e instintos, es decir, en tanto expresión natural y espontánea. Así, por ejemplo, aunque sigue a Proudhon en la defensa del federalismo, la comprensión bakuniniana del mismo no pone tanto el énfasis en la reciprocidad contractual entre agentes sino en el hecho de entenderlo como “una organización nueva que no tenga otra base que los intereses, las necesidades, y las atracciones naturales de los pueblos” y en virtud de la cual se va generando una libre inserción “de los individuos en las comunas, de las comunas en las provincias, de las provincias en las naciones, en fin de éstas en los Estados Unidos de Europa primero y más tarde del mundo entero” (Bakunin, sf b, 10). Adicionalmente, ese enfoque, que podríamos caracterizar como un populismo impregnado de acentos naturalistas y románticos, se traduce en el elogio del pueblo como un colectivo que se construye “de abajo a arriba”, a partir de las organizaciones sociales “naturales” o espontáneas y, en concreto, de las “colectividades humanas menores” asentadas en el plano local. A ese respecto, resulta clarificadora su referencia al ideal de la anarquía como “la organización libre de la vida del país en acuerdo con las necesidades del pueblo, no de arriba a abajo, por el pueblo mismo, al margen de todo gobierno y de los parlamentos, la unión libre de las asociaciones, de las comunas, de las provincias y de los pueblos agrícolas e industriales; y en fin, en un porvenir más lejano, la fraternidad humanitaria triunfante sobre las ruinas de todos los Estados” (Bakunin, 2008, 41, 42). Evidentemente, dentro de ese marco el Estado aparece como la antítesis del pueblo, pues no es “una sociedad humana natural que apoye y refuerce la vida de cada uno mediante la vida de todos. Al contrario, es la inmolación de todo individuo y de las asociaciones locales (...) Es el Estado el altar de la religión política donde se inmola siempre la sociedad natural: una universalidad devoradora que subsiste a partir de sacrificios humanos...” (Bakunin, sf b, 253, 254).

No obstante lo anterior, la exaltación emocional del pueblo como actor colectivo convive dentro del pensamiento de Bakunin —de manera por demás aporética— con el reconocimiento del autogobierno individual, como queda de manifiesto en su argumentación acerca de los dos momentos que componen la libertad: “el primero (...) es altamente positivo y social. Es el desarrollo completo y el goce total por cada individuo de todas las facultades y poderes humanos a través de la educación, la formación científica y la prosperidad material (...) El segundo elemento o fase de la libertad tiene un carácter negativo. Es el elemento de la rebelión por parte de la individualidad humana contra toda autoridad divina y humana, colectiva o individual... ” (Bakunin, 1994 b, 15). Por supuesto, llevando el argumento hasta sus últimas consecuencias, dentro de esa sublevación contra toda imposición colectiva quedaría incluida también la rebelión contra la autoridad que se deriva del propio pueblo, lo cual difícilmente compagina con las loas previas dispensadas a este último y con su asunción como colectividad “natural”.

En cuanto a la antipolítica como la segunda consecuencia del apriorismo moral a la que se hacía referencia previamente, es la reacción propia de quien concibe la política a la luz de un paradigma conflictual, es decir, como una relación de desigualdad de poder o de

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dominación/servidumbre, y se indigna moralmente ante ello al punto de repudiarla como medio de acción colectiva. En tales condiciones, no es dable entrar a hacer matizaciones (por ejemplo, distinguir democracia de autocracia), siendo la búsqueda de caminos diferentes a los de la política la única alternativa para la superación de la dominación. Sin embargo, tal rechazo no significa que la antipolítica conlleve, en el caso de PSB, un desinterés por el problema de la dirección de la sociedad, sino el entendimiento de que dicha dirección solo puede ser pensada como autogobierno directo desde la particularidad y la pluralidad de lo social y, por tanto, sin que quepa la mediación institucional de ninguna esfera que al reivindicar para sí la representación de la sociedad como un todo, anule tales autonomía y diversidad. Desde el punto de vista de la acción política, antipolítica significa, en la clave ácrata de nuestros autores, acción directa a partir de los agentes sociales, bien individuales o bien colectivos; desde el punto de vista de la configuración y distribución institucional del poder en la sociedad, antipolítica significa rechazo de toda instancia que pretenda autonomizarse respecto de lo social en cuanto dimensión constituida por una multiplicidad de intereses e identidades autoorganizados. Antipolítica, en fin, es el rechazo de la política vista como la jerarquía que implica el dominio de lo general (la sociedad, o una parte de ella, erigida como totalidad abstracta institucionalmente organizada), sobre lo particular (la sociedad como pluralidad de actores autónomos empíricos) o, en otros términos, el rechazo del privilegio de la dirección arriba a abajo (el gobierno) por sobre la relación abajo a arriba (el autogobierno). Ahí, por supuesto, vuelve a salir a la luz la impronta del normativismo varias veces relievado en este texto: la reflexión acerca de la política parte del rechazo en bloque, sin matizaciones, de cualquier forma de gobierno, independientemente de si esta prevé mecanismos de redistribución y control del poder o no.

A ese respecto, la censura del carácter jerárquico inherente a todo gobierno ha quedado claramente evidenciada en la famosa y elocuente diatriba de Proudhon:

Ser gobernado significa ser vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, reglamentado, encasillado, adoctrinado, sermoneado, fiscalizado, sopesado, evaluado, censurado, mandado, por seres que carecen de títulos, capacidad o virtud para ello. Ser gobernado significa verse anotado, registrado, empadronado, arancelado, sellado, timbrado, medido, cotizado, patentado, licenciado, autorizado, apostillado, amonestado, prohibido, reformado, reñido, enmendado, al realizar cada operación, cada transacción, cada movimiento. Significa verse gravado con impuestos, inspeccionado, saqueado, explotado, monopolizado, atracado, exprimido, estafado, robado, en nombre y so pretexto de la autoridad publica y del interés general. Y luego, a la menor resistencia, a la primera queja, ser castigado, multado, insultado, vejado, intimidado, maltratado, golpeado, desarmado, acogotado, encarcelado, fusilado, ametrallado, juzgado, condenado, deportado, sacrificado, vendido, traicionado y, para colmo, burlado, ridiculizado, ultrajado y deshonrado. Eso es el gobierno, esa es su justicia, esa su moral (citado por Álvarez Junco, 1992, 271).

Semejante sensibilidad reafirma categóricamente la antipatía proudhoniana hacia la diferenciación entre lo social y lo político-estatal, la cual traería consigo la “introducción de una clase particular de ciudadanos en el cuerpo político, a saber, los funcionarios públicos”, que se autonomizan y reivindican sin mandato el privilegio de dirigir. Y ello ocurre no solamente en el marco de las instituciones de gobierno establecidas, sino que también se manifiesta a la hora de la acción colectiva. De ahí que Proudhon rechace la idea de una revolución como medio de cambio social (“creo que no tenemos necesidad de eso para triunfar, y que, en consecuencia, no debemos plantear la acción revolucionaria como medio de reforma social” [Proudhon, 1998, 192]) y que

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en su lugar defienda más bien la posibilidad de “hacer arder la propiedad a fuego lento” a través de la aplicación del principio de la mutualidad, al cual concibe como la manera de “hacer entrar en la sociedad, por una combinación económica, las riquezas que han salido de la sociedad por otra combinación económica” (ídem). Bajo esa luz, su apuesta es por el cambio progresivo de las relaciones económicas, por ir transformando pequeños nichos de la vida socioeconómica interpersonal, por la introducción progresiva de intercambios igualitarios que poco a poco se vayan extendiendo hasta que sean capaces de convertirse en la regla que preside la organización económica de la sociedad; alcanzado esto, todo estaría dado para pasar a impregnar también la vida política, a través, como ya se ha visto, de la introducción del federalismo como dinámica organizativa que se construye de abajo a arriba, es decir, sin que las partes pierdan el control del conjunto y sin que lo social se vea diferenciado de lo político y desfigurado y dominado por él.10

En esta materia, sin embargo, Proudhon es objeto del cuestionamiento de Bakunin, quien no solo contempla la revolución como la única vía posible para la superación del estado de cosas existente, sino que considera el repertorio mutualista, además de inane, contraproducente. Refiriéndose tácita pero claramente a Proudhon, dice Bakunin:

…los socialistas pacíficos, en cambio, quieren preservar todas las bases principales y esenciales del orden económico existente, manteniendo que (…) los trabajadores pueden emanciparse y mejorar sustancialmente su posición material únicamente gracias al poder milagroso de la libre asociación (…) Así, entregan a los trabajadores como único medio de salvación la formación de sociedades de ayuda mutua, bancos laborales y asociaciones cooperativas de consumidores y productores (…) La experiencia (…) ha acabado demostrando que el sistema cooperativo, que lleva en su interior el germen del orden económico futuro, no puede liberar, ni siquiera mejorar sustancialmente, la situación de los trabajadores en las condiciones actuales. [Ello porque, entre otras razones,] todas las asociaciones de obreros-consumidores, al disminuir los precios de los artículos principales de su presupuesto, provocan invariablemente un descenso en la escala salarial, empeorando así la situación de los trabajadores (…) los bancos obreros, alimentados solo por los exiguos ahorros de los trabajadores, serán incapaces de resistir la competencia de los poderosos bancos burgueses internacionales y oligárquicos (Bakunin, 1994 b, 178-181).

Así pues, en lo referente a rebatir la ilusión de los pequeños espacios “liberados”, tan propia del discurso mutualista, Bakunin se halla más cerca de Marx que de Proudhon, coincidiendo también con aquel en la necesidad de la revolución. No obstante, Bakunin le reprocha a Marx el contenido político que le impregna a la acción revolucionaria: “Pero los comunistas imaginan que esto [la emancipación] puede lograrse mediante el desarrollo y la organización del poder político de las clases trabajadoras, encabezadas por el proletariado de la ciudad con ayuda del radicalismo burgués; mientras los socialistas revolucionarios, enemigos de toda alianza ambigua, creen que este objetivo común no puede lograrse a través de la organización política sino mediante la organización social (y por tanto antipolítica) y el poder de las masas trabajadoras de las ciudades y los pueblos (...) De ahí la existencia de dos métodos diferentes. Los comunistas creen que es

10 Aunque tras la revolución de febrero de 1848 Proudhon fue elegido a la Asamblea Nacional (en la que tuvo un desempeño brillante y valiente que hasta Marx elogió), con posterioridad a eso rechazó persistentemente la participación de los trabajadores en elecciones. De igual forma, se opuso a su organización en tradeuniones (“coaliciones”, como solían ser llamadas por entonces) y al uso de la huelga: “La huelga de los obreros es ilegal, y esto lo dice no solamente el Código Penal, sino el sistema económico, la necesidad del orden establecido... Que cada obrero individualmente tenga libertad de disponer de su persona y de sus brazos, se puede tolerar; pero que los obreros recurran mediante coaliciones a la violencia contra el monopolio, es cosa que la sociedad no puede permitir” (citado por Marx, 1981, 139).

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necesario organizar las fuerzas de los trabajadores para tomar posesión del poder político estatal. Los socialistas revolucionarios las organizan con vistas a destruir, o si preferís, a liquidar el Estado” (ídem, 60-61). En la perspectiva de Bakunin, la revolución política busca tomar el poder del Estado, mientras la revolución social apunta a destruirlo; en la revolución política, ademas, el proletariado monopoliza la acción en nombre del pueblo y, en cambio, en la revolución social el pueblo, con todos sus matices (particularmente la confluencia del proletariado urbano y del campesinado,11 aunque también de sectores estudiantiles y lumpenproletarios) conserva su personería sin que una parte asuma la representación del todo; finalmente, en la revolución política hay una organización vertical liderada por un partido, a diferencia de la revolución social en la que “las acciones de los individuos apenas cuentan, mientras la acción espontánea de las masas lo es todo”. En otras palabras, en una revolución social no hay una minoría dirigente que indique qué hacer y cómo hacerlo, sino que los individuos más capaces y experimentados se limitan a “aclarar, propagar y desarrollar las ideas que corresponden al instinto popular”. ¿Quiere eso decir que la acción va a ser caótica y ciega? No. A lo que apunta Bakunin es a subrayar que, aunque habrá sin duda cierta división del trabajo organizativa, ello será compensado con “el acuerdo” entre los intervinientes: “es necesario tener una organización real, y dicha organización no puede existir sin cierto grado de regimentación, que después de todo es simplemente el producto de un mutuo acuerdo o de un contrato” (ídem, 170).12

La antipolítica desdoblada como espontaneidad y libre consentimiento en el marco de una acción negadora de lo existente será también, por último, un punto innegociable en el enfoque de Stirner acerca del tema. Ello queda de manifiesto, por ejemplo, en su rechazo de la idea de un partido como vehículo organizativo, así como en su definición de insurrección. En efecto, respecto de lo primero, para Stirner un partido no es sino “un Estado dentro del Estado”, pero “el individuo es único, y no es miembro de un partido. Libremente se une, y después se separa libremente” (Stirner, 2003, 273). En especial, un partido es la osificación del libre entendimiento entre individuos, es la conversión de la “asociación” —tejido en el que la voluntad de unirse permanece viva y, por tanto, en el que la unidad está cargada de sentido y no resulta constrictora— en “sociedad”, es decir y según ya se anotaba con anterioridad, en reunión muerta, rígida y sofocante: “Pero la unión o asociación son la disolución de la sociedad. Es cierto que una asociación puede degenerar en sociedad, como un pensamiento puede degenerar en una idea fija; esto ocurre cuando en el pensamiento se extingue la idea pensante (…) Cuando una asociación se ha cristalizado en sociedad, cesa de ser una asociación (porque la asociación quiere que la acción de asociarse sea permanente), no consiste más que en el hecho de estar asociados, no es más que

11 “Organizad al proletariado urbano en nombre del socialismo revolucionario y, al hacerlo, unificadlo en una organización previa junto con el campesinado. Un alzamiento realizado exclusivamente por el proletariado no sería suficiente; sólo produciría una revolución política que generaría necesariamente una reacción natural y legítima por parte de los campesinos (…) una revolución social, es una revolución simultánea del pueblo de las ciudades y del campesinado” (ídem, 169).

12 Sin embargo, pese a ese declarado antielitismo, Bakunin justificaba “la acción secreta, pero poderosa, de todas las partes interesadas”, con lo cual daba pie para la acción espasmódica y autonomizada de todo tipo de minorías autolegitimadas y aventureristas. Como ya se señalaba en la introducción de este trabajo, ese era uno de los puntos que más fastidiaba a Marx, defensor de la publicidad total de la acción política de los trabajadores y, por ende, enemigo acérrimo de las conspiraciones y el secretismo: “Las sectas están justificadas (históricamente) mientras la clase obrera aún no ha madurado para un movimiento histórico independiente. Pero en cuanto ha alcanzado esa madurez, todas las sectas se hacen esencialmente reaccionarias” (Marx, 1976 a, 446).

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la inmovilidad, la fijeza; está muerta como asociación, es el cadáver de la asociación, es decir, que es sociedad, comunidad. Una analogía notable relaciona bajo este aspecto a la asociación con el partido” (ídem, 344).13

En ese orden de ideas, para Stirner es admisible pensar en “alianzas entre individuos, asociaciones entre egoístas, que tendrán por efecto multiplicar los medios de acción de cada cual”, pero solo en el contexto de una asociación, nunca en el de un partido. Esa asociación de egoístas, en principio pensada como útil para una redefinición de las relaciones de propiedad (que cada quien se atreva a tomar lo que su fuerza pueda proveerle), es el tipo de alianza que se hallaría en el corazón de una insurrección, entendida como la acción en la que el propósito no es derribar lo que existe “sino elevarme por encima de ello”. En la insurrección, a diferencia de la revolución, no tiene lugar solamente “un trastorno del orden establecido, del status del Estado o de la sociedad” sino que, aparte de eso, se produce un cambio cualitativo mas profundo: “La revolución tenía sus miras en un régimen nuevo; la insurrección nos lleva a no dejarnos regir, sino a regirnos nosotros mismos, y no funda brillantes esperanzas sobre las «instituciones por venir». Es una lucha contra lo que se halla establecido, en el sentido de que, cuando vence, lo que se halla establecido se derrumba solo. Es mi esfuerzo para desprenderme del presente que me oprime; y en cuanto lo he abandonado, ese presente ha muerto y entra en descomposición” (ídem, 353-354).

2. La respuesta de Marx: la dialéctica entre gobierno y autogobierno

Según Umberto Cerroni, en la Crítica del derecho del Estado de Hegel Marx “manifiesta una insistencia en un tema marginado por la tradición crítica poskantiana y poshegeliana, a saber: el de la reasunción acrítica de la realidad objetiva en el marco de una concepción apriorista e idealista. Es decir, Marx centra su crítica a Hegel no ya en el apriorismo en sí y por sí, sino en su retorno a la realidad «trastocada» ––sin mediarla–– en el discurso apriorista. Y concluye con la reivindicación de la positividad de lo finito en la construcción categorial” (Cerroni, 1975, 113). En otras palabras, el reparo que desde una perspectiva materialista Marx le hace a Hegel no se reduce al hecho de que este anteponga la idea a la realidad material, sino que apunta además a lo que se considera una incapacidad hegeliana ––debida a las herramientas conceptuales puramente abstractas con las que trabaja–– para realizar una captación concreta de dicha realidad, la cual en consecuencia termina siendo asumida de manera acrítica. En su lugar, Marx postula la necesidad de usar categorías específicas, las únicas capaces de aprehender a cabalidad la realidad, para que esta no termine siendo justificada y reproducida sino concretamente criticada. Pues bien, nuestra hipótesis es que los argumentos que Marx esgrime contra Hegel son los mismos que vuelca luego sobre PSB (de los cuales ya habíamos avanzado el rechazo marxiano del apriorismo moral de inspiración ácrata por ser metodológicamente normativista o, si se quiere, simplemente, por ser una forma de idealismo), cosa que habría quedado consignada en los tres textos en que se ocupa de criticarlos: La ideología alemana, Miseria de la filosofía y Acotaciones al libro de Bakunin

13 Abundando en su comprensión de la categoría de asociación, acota Stirner: “La asociación no es mantenida ni por un lazo natural, ni por un lazo espiritual; no es ni una sociedad natural ni una sociedad moral (...) en uno como en otro caso, lo que tú eres como único debe pasar a segundo término y borrarse. No es más que en la asociación donde vuestra unicidad puede afirmarse, porque la asociación no os posee, pero vosotros la poseéis y os servís de ella” (ídem, 359-360).

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“Estatismo y anarquía”. Pero, de otro lado, es necesario señalar también que ese cuestionamiento, que es en principio de naturaleza epistemológica, trae consigo implicaciones políticas que son precisamente las que están en el centro de nuestra preocupación. En efecto, el afán de aprehensión de lo real-concreto lleva a Marx a reconocer el peso teórico y práctico de lo político y, por ende, a suscribir la búsqueda del autogobierno pero por caminos distintos de los de la antipolítica (alternativa para él idealista por abstracta y apriorista, acientífica por normativista y moralista e incapaz de dar cuenta no solo de la realidad social en sí sino de su transformación), es decir, por la vía del gobierno tanto de las fuerzas sociales como de la sociedad en su conjunto. La clase como categoría a la vez sociológica y política, su autoorganización en partido político, la toma y destrucción del aparato de Estado existente, la dictadura del proletariado, conforman el repertorio conceptual y estratégico que da cuenta de su apuesta por la difícil y para nada exenta de problemas tensión dialéctica entre gobierno y autogobierno. Como ha sintetizado Maximilien Rubel, Marx “asume el proyecto dialéctico de una negación creadora; se arriesga con la alienación política en vistas de volver superflua la política” (Rubel, 2003 a, 120).

2.1. El “misterio de la filosofía hegeliana en general” y la crítica del apriorismo anarquista. El punto de partida de la crítica que Marx le dirige a Hegel es la convicción de que este habría operado una mistificación al invertir el proceso cognitivo, es decir, al poner el acento en la idea y no en la realidad, anteponiendo aquella respecto de esta y, sobre todo, viendo en la primera la verdadera fuente productora de la segunda. Prueba de la vigencia que esa consideración tendrá a todo lo largo del itinerario intelectual posterior de Marx es el hecho de que todavía en 1857, reflexionando sobre “El método de la economía política”, señale cómo se debe evitar que el ejercicio de la abstracción induzca a la confusión de creer que la realidad emana del pensamiento:

...las determinaciones abstractas conducen a la reproducción de lo concreto por el camino del pensamiento. He ahí por qué Hegel cayó en la ilusión de concebir lo real como resultado del pensamiento que, partiendo de sí mismo, se concentra en sí mismo, profundiza en sí mismo y se mueve por sí mismo, mientras que el método que consiste en elevarse de lo abstracto a lo concreto es para el pensamiento solo la manera de apropiarse lo concreto, de reproducirlo como un concreto espiritual. Pero esto no es de ningún modo el proceso de formación de lo concreto mismo (…) la totalidad concreta, como totalidad del pensamiento, como un concreto del pensamiento es in fact un producto del pensamiento y de la concepción, pero de ninguna manera es un producto del concepto que piensa y se engendra a sí mismo, desde fuera y por encima de la intuición y de la representación, sino que, por el contrario, es un producto del trabajo de elaboración que transforma intuiciones y representaciones en conceptos (Marx, 1975, 21,22).

Retrocediendo en el tiempo, la denuncia ––como un rasgo propio del apriorismo idealista–– de ese proceso de inversión que sustantiva el pensamiento, había sido hecha por Marx por primera vez y de manera sistemática en 1843, en su crítica de los parágrafos 261 a 313 de los Rasgos fundamentales de la filosofía del derecho de Hegel. La metodología utilizada para dicho ejercicio no era por entonces, sin embargo, de su propia cosecha, sino que en ello se acogía a la idea recientemente propuesta por Feurbach de utilizar el “método transformativo” como eje de la crítica del idealismo. Como señala Miguel Abensour: “Es en 1842, en las Tesis provisionales para la reforma de la filosofía, que Feurbach había definido el método transformativo, consistente en «convertir el predicado en sujeto y este sujeto en objeto y principio»” (Abensour, 1998, 59). De esta manera, en manos de Marx la transformación del predicado en sujeto llegará a constituirse en un motivo analítico recurrente a todo lo largo de su Crítica del derecho del Estado de Hegel: “Lo importante es que Hegel erige siempre la idea en sujeto, haciendo del sujeto real y

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verdadero (…) el predicado. Y el desarrollo se opera siempre por el lado del predicado” (Marx, 1982 a, 325). Pero si el método transformativo es la manera de invertir lo invertido de forma que, finalmente, lo real quede sobre sus pies y se suprima la mistificación, ese será apenas el primer momento de la crítica que va a desplegar Marx. En efecto, además de desvelar y rechazar el trastocamiento de la realidad realizado por Hegel, Marx denuncia también que dicho equívoco es debido a la imposibilidad de aprehender concretamente lo real en virtud del instrumental categorial puramente abstracto que es utilizado. Así, por ejemplo, refiriéndose a la manera como Hegel entiende la relación entre el Estado y la constitución, Marx señala cómo la argumentación hegeliana es tan general que “lo mismo podría decir, con igual contenido de verdad, con respecto al organismo animal que con respecto al organismo político. ¿Qué es, pues lo que diferencia al organismo político del organismo animal? La diferencia no emana, desde luego, de esta determinación general. Una explicación que no ofrece una differencia specifica no es tal explicación. El único interés está en volver a encontrarse con «la idea» pura y simple, con la «idea lógica» en cualquier elemento, ya sea este el Estado o la naturaleza, con lo que los sujetos reales, como ocurre aquí con la «constitución política», se convierten simplemente en sus nombres, lo que representa solamente la apariencia de un conocimiento real” (ídem, 326). Así las cosas, a lo que conduce la falta de especificidad del planteamiento hegeliano es a una circunlocución, a un rodeo fraseológico que sin embargo no es inocente: tras pasar por el alambique logicista, la realidad tal cual es sale repetida, sí, pero a la vez sacralizada y mistificada:

Se toma, pues, la realidad empírica tal y como es; además, se le califica de racional, pero no es racional gracias a su propia razón, sino porque el hecho empírico adquiere en su existencia empírica otra significación de la que él mismo tiene. El hecho de que se parte no se concibe como tal, sino como un resultado místico. La realidad se torna fenómeno, pero la idea no tiene más contenido que este fenómeno. Y tampoco la idea tiene más fin que el lógico: «llegar a ser... el espíritu real infinito para sí». En este párrafo se contiene todo el misterio de la filosofía del derecho y de la filosofía hegeliana en general (ídem, 323).

He ahí entonces el punto decisivo que nos interesa destacar: sin especificidad no hay explicación verdadera y, más aún, sin especificidad a lo que llegamos es a la legitimación de lo existente, que emerge sacralizado. Pero, ¿qué repercusiones tendrá esta conclusión en el pensamiento de Marx? Una primera, de tipo epistemológico, en la que debemos detenernos pues resulta fundamental para entender lo que va a ser el punto de partida de su debate con PSB, es que si se aspira a hacer la crítica de la realidad, es necesario estructurar y trabajar con categorías específicas, cuya extensión no sea tan grande que resulten ser aplicables a todo sin que den cuenta de nada, aunque, a la vez y por contra, evitando que esa misma extensión sea tan pequeña que se caiga en el extremo de no poder hacer ninguna abstracción, como suele sucederle al “empirismo usual”.

Y precisamente el ejercicio de utilizar conceptos aplicables a todo pero que no dan cuenta de nada, es lo que Marx va a censurar en argumentaciones como las de Stirner y Proudhon. En Stirner, por ejemplo, cuestiona lo que considera una quijotesca batalla (aunque no le otorga la dignidad de Quijote sino la de Sancho) contra el molino de viento de las generalidades abstractas, verdaderos fantasmas a los que el autor de El único y su propiedad tiende a reconocerles ––siguiendo el argumento hegeliano–– vida propia y entidad autónoma, amén de un estatuto sacralizado; esto a pesar de que, al mismo tiempo y en oposición a Hegel, se rebela moralmente contra todo ello, contraponiéndole el empirismo del individuo singular y su egoísmo. Pero el

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error está ante todo en el propio punto de partida: en aceptar que Hegel acierta en su mistificación de lo abstracto, en suscribir su resultado de abstracciones sacralizadas, así luego, repetimos, se oponga a ellas; un error que se debería, según Marx, a la incapacidad de Stirner para identificar el proceso de producción social concreto de dichas abstracciones en virtud del abanico conceptual carente de especificidad con el que adelanta su reflexión. En tales condiciones, Stirner, dice Marx, “vuelve, en general, las condiciones empíricas del revés” (Marx y Engels, 1959, 335) o, también: “San Sancho solo conoce de «cosas» y «Yos», y de todo lo que no entra bajo ninguna de estas dos rúbricas, de todas las relaciones, sólo conoce los conceptos abstractos, que, por esta razón, se convierten para él también en «fantasmas»” (ídem, 407). Esto lo llevaría al más adocenado de los idealismos y a la ––ya criticada en Hegel–– repetición y justificación de lo dado, con lo que fenómenos como el derecho y el Estado, por ejemplo, a la vez que quedan en la incomprensión, resultan siendo legitimados en cuanto se les reconoce el estatus de generalidades autónomas. Veamos:

Todas las relaciones se pueden expresar en el lenguaje de los conceptos. Y el que estos conceptos y generalidades se hagan valer como potencias misteriosas es una consecuencia necesaria de la sustantivación de las relaciones reales y efectivas, de las que son expresión. Además de esta vigencia en la conciencia usual, dichas generalidades adquieren una vigencia y un desarrollo especiales por obra de los políticos y los juristas, a quienes la división del trabajo encomienda la misión de practicar el culto a estos conceptos, viendo en ellos, y no en las condiciones de producción, el verdadero fundamento de todas las relaciones reales de la propiedad. San Sancho adopta esta ilusión a la buena de Dios y consigue, con ello, erigir la propiedad jurídica en base de la propiedad privada y el concepto del derecho en base de la propiedad jurídica, lo que le permite limitar toda su crítica a la declaración de que el concepto del derecho es un concepto, un fantasma (ídem, 408).

Y:

Junto al hecho del “Estado de los burgueses” alemán figuran de nuevo aquí, en el mismo plano las quimeras cerebrales de Sancho y Bauer, sin que encontremos, en cambio, por ninguna parte los Estados históricamente importantes. San Sancho empieza convirtiendo el Estado en una persona, en “el poderoso”. Entiende y tergiversa a la manera pequeño-burguesa alemana el hecho de que la clase dominante erija su dominación común en poder público, en Estado, en el sentido de que “el Estado” se erige en una tercera potencia frente a la clase dominante y absorbe todo poder con respecto a ella (ídem, 398).

Como puede verse, hay en la crítica de Marx una plena continuidad con su argumentación de 1843 en contra de las abstracciones hegelianas, pero ahora, en 1845, salpicada con las categorías específicas y estructurantes de lo que es ya su propia concepción, materialista: “división del trabajo”, “condiciones de producción”, “relaciones reales de propiedad”, visión “pequeño burguesa”, “clase dominante”, etc.

En cuanto a su crítica de Proudhon, el planteamiento de Marx sigue esas mismas huellas, entrando a hacer el reproche de lo que se considera una incapacidad proudhoniana para aprehender lo concreto. En carta a Pavel Annenkov, del 28 de diciembre de 1846, en la que manifiesta que una semana antes ha recibido un ejemplar de Filosofía de la miseria, de Proudhon, texto que declara haber mirado por encima aunque desde ya le ha parecido “malo, muy malo”, hace una serie de consideraciones preliminares de lo que luego será su respuesta en Miseria de la filosofía (título que da cuenta, una vez más, del uso del método transformativo feurbachiano), consideraciones que se encaminan todas a rechazar el carácter abstracto de la aproximación del

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autor francés a la economía política. Así, por ejemplo, Marx censura que al hablar de división del trabajo Proudhon deja el concepto en el aire, denotando una incapacidad para captar las diferencias de tipo histórico entre lo que es esa división en un “régimen de castas”, con respecto a la de un “régimen de corporaciones” o a la de un “régimen de la manufactura” y, finalmente, a “la división del trabajo de la gran industria”; otro tanto sucedería, por su parte, con el tratamiento que hace del tema de los instrumentos de producción, cuya evolución histórica concreta se le escapa y, en consecuencia, interpreta como atada a una ilusoria realización de la idea de la igualdad, etc. Todo ello, a su vez, sería producto, según Marx, de que “en vez de considerar las categorías político-económicas como abstracciones de relaciones reales, transitorias, históricas, el señor Proudhon, debido a una inversión mística, solo ve en las relaciones reales encarnaciones de esas abstracciones. Esas abstracciones son ellas mismas fórmulas que han estado dormitando en el seno de Dios padre desde el nacimiento del mundo” (Marx, 1976 b, 537). Y, concluye: “Eso no es historia, sino viejos trapos hegelianos, no es una historia profana ––la historia de los hombres––, sino una historia sagrada, la historia de las ideas. A su modo de ver, el hombre no es más que un instrumento del que se vale la idea o la razón eterna para desarrollarse” (ídem, 534).

Ahora bien y no obstante lo anterior, la médula de su cuestionamiento ha quedado consignada, como se señalaba y es ampliamente conocido, en Miseria de la filosofía. Allí el ataque va dirigido contra los presupuestos económicos sobre los que descansa el mutualismo y, concretamente, contra la creencia de que es posible mantener el régimen de la producción de mercancías y, a la vez, suprimir los efectos perniciosos que este trae consigo, soslayando así las leyes que en el mismo rigen la fijación de los precios. La crítica de Marx es triple: primero, contrario a lo que Proudhon presuntuosamente cree, no está inventando nada nuevo, pues ese tipo de planteamiento ya había sido hecho casi una década antes por los economistas británicos que habían intentado hacer una lectura socialista de Ricardo, como Gray y Bray;14 segundo, la idea de todos ellos de que es posible lograr que el intercambio de mercancías se haga directamente según las cantidades de trabajo en ellas insertas, soslaya la existencia de las leyes de la competencia y olvida que la oferta y la demanda son la vía a través de la cual se materializa la relación entre tiempo de trabajo y precio. En otras palabras, el tiempo de trabajo y el precio coinciden solo como media y solo en los largos plazos, pues en lo inmediato están sujetos a los vaivenes propios de la oferta y la demanda que llevan a que algunas veces el precio esté por encima y otras por debajo; y tercero, el planteamiento pasa por alto crasamente el funcionamiento de la plusvalía en un régimen de producción de mercancías, basado en la diferencia de clases.

Se dirá, como lo hace Proudhon, que todo lo anterior es superable logrando acuerdos entre los intervinientes; pero con ello ya estaríamos en un escenario comunista y no en uno de intercambio de mercancías, que es lo que él defiende como lo veíamos en la primera parte, empeñado en salvaguardar la propiedad individual y la libertad de comercio, salvaguarda con la que buscaba protección ante la amenaza de un estatismo que se haría realidad si aquellas fueran suprimidas.

Para Marx, todos estos errores se deben a que en Proudhon hay “abstracción y no análisis” concreto:

14 Como señala Engels, también antes que Proudhon (principios de los 40), el alemán Rodbertus había hecho un planteamiento análogo; Marx, sin embargo, no estaba familiarizado con los trabajos de este último.

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Los economistas presentan las relaciones de la producción burguesa ––la división del trabajo, el crédito, el dinero, etc.–– como categorías fijas, inmutables, eternas. El señor Proudhon, que tiene ante sí estas categorías perfectamente formadas, quiere explicarnos el acto de la formación, el origen de estas categorías, principios, leyes, ideas y pensamientos.

Los economistas nos explican cómo se lleva a cabo la producción en dichas relaciones, pero lo que no nos explican es cómo se producen esas relaciones, es decir, el movimiento histórico que las engendra. El señor Proudhon, que toma esas relaciones como principios, categorías y pensamientos abstractos, no tiene que más que poner orden en esos pensamientos, que se encuentran ya dispuestos en orden alfabético al final de cualquier tratado de economía política. El material de los economistas es la vida activa y dinámica de los hombres; los materiales del señor Proudhon son los dogmas de los economistas. Pero desde el momento en que no se sigue el desarrollo histórico de las relaciones de producción, de las que las categorías no son sino la expresión teórica, desde el momento en que no se quiere ver en estas categorías más que ideas y pensamientos espontáneos, independientes de las relaciones reales, quiérase o no se tiene que buscar el origen de estos pensamientos en el movimiento de la razón pura (…) ¿Es de extrañar que, en último grado de abstracción ––porque aquí hay abstracción y no análisis–– toda cosa se presente en forma de categoría lógica? (Marx, 1981, 84-85).

En contrapartida, Marx reivindica un afán de concreción que solo se alcanza, como ya se señalaba en el primer apartado, abandonando el apriorismo tanto lógico como moral y esforzándose por desarrollar un instrumental categorial que sea capaz de seguir al objeto en su desenvolvimiento. En ese sentido, con ocasión de la muerte de Proudhon y en respuesta a una solicitud de J. B. Schweitzer, editor del periódico Social-Demokrat, Marx destaca, casi 20 años después, en 1865, y sin que la intervención de la parca ablande su juicio, que en su momento él señaló las insuficiencias del conocimiento de Proudhon sobre economía política (“a veces digno de un escolar”), así como la forma en que “al igual que los utopistas, corre en pos de una pretendida «ciencia», con ayuda de la cual se puede elucubrar a priori una fórmula para la «solución del problema social», en lugar de ir a buscar la fuente de la ciencia en el conocimiento crítico del movimiento histórico, de ese movimiento que crea por sí mismo las condiciones materiales de la emancipación” (Marx, 1976 c, 23). Y remata con una fórmula que nos sirve de puente para lo que vamos a analizar en el siguiente apartado: “El charlatanismo en la ciencia y la contemporización en política son compañeros inseparables de semejante punto de vista” (ídem, 27).

“Ir a buscar la fuente de la ciencia en el conocimiento crítico del movimiento histórico”: tal sería la síntesis de lo que Marx considera como el método científico correcto. Un método que es materialista, pero no en cuanto supuestamente antepone la materia a la idea, sino en cuanto se esfuerza en seguir el movimiento del objeto sin valoraciones previas, aunque empeñándose al mismo tiempo y a medida que ese movimiento se va desenvolviendo, en hacer la crítica inmanente del mismo. Esa perspectiva crítica, por otra parte, solo logra cristalizarse por vía del uso de lo que Cerroni ha llamado “una lógica específica del objeto específico”. Este enfoque, en fin, que se halla en las antípodas de todo apriorismo y de todo normativismo, lo perfiló Marx a partir de su toma de posiciones respecto de la dialéctica hegeliana y lo aplicó a lo largo de su vida, tal y como fue el caso a la hora de combatir a PSB, sus coetáneos del campo libertario; estos, al igual que él, se habían formado en la escuela de Hegel, del que, no obstante haber tomado distancia en materia política al rechazar visceralmente su idolatría del Estado, a la vez habrían mantenido en lo epistemológico ––en opinión de Marx–– su punto de vista abstracto e

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idealista y, de esa manera, habrían reproducido la sustancia mística que lastra a dicho pensamiento. Las consecuencias políticas de esa reproducción serían, según hemos visto, la hipertrofia del apriori moral del autogobierno y la descalificación, igualmente apriorista y moralista, de la política.

2.2. La política, en tanto política de clase, como el camino de lo concreto. Analizadas ya las repercusiones de carácter epistemológico que la adopción de la exigencia de un pensamiento concreto iba a tener en la teoría de Marx, debemos ocuparnos ahora del segundo tipo de consecuencias, en este caso de carácter político, que no son en absoluto de inferior calado. Al respecto, la formulación general que podemos hacer es esta: Marx entra a ver en la política, en tanto práctica, la consumación de su aspiración a lo concreto o, en otros términos, la política se convierte para él en la actividad capaz de realizar lo concreto en el terreno de lo real. En efecto, en adelante Marx entenderá que, en aras de su realización, la crítica de la realidad tiene que pasar de la mera actividad intelectual a la dimensión de la práctica y, más aún, que quien dice práctica, dice política. Esa transición, en el caso de su evolución teórica, ha quedado evidenciada en el artículo En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, escrito a fines de 1843 y publicado en los Anales Franco- Alemanes, en 1844. Allí Marx introduce por primera vez la idea de que, contrario a lo que pensaba Hegel, la superación de la filosofía está aún pendiente y profundiza en el problema de las relaciones entre teoría y práctica.

Como es sabido, el de la realización de la filosofía era un motivo temático recurrente en Hegel, con el cual pretendía aludir ––en cuanto a la cuestión política se refiere–– a lo que en su opinión era la plena consumación de la razón y, por ende, de la libertad, en el Estado burocrático moderno emanado de la Revolución Francesa. Tras su revisión crítica de la filosofía política hegeliana, lo que Marx encontró es que mal se podría hablar de una realización de la libertad mientras siguieran vigentes en la realidad formas de opresión e irracionalidad como aquellas a las que se asistía en su tiempo y, en particular, de las que era víctima ese amplio sector social que comenzaba a situarse en el centro de su interés: el proletariado. Pero además, dado el peso de esa realidad, se hacía evidente que la anhelada emancipación ya no podía seguir siendo considerada únicamente un problema especulativo y que, por tanto, “la filosofía solo puede superarse realizándola” (Marx, 1982 b, 496), escenario en el que, necesariamente, quedamos resituados en el terreno de la política. Mas, ¿cuál es la mediación? Ante todo, la conciencia de que aunque es cierto “que el arma de la crítica no puede suplir a la crítica de las armas, que el poder material tiene que ser derrocado por el poder material”, también es verdad que “la teoría se convierte en un poder material cuando prende en las masas. Y la teoría puede prender en las masas a condición de que argumente y demuestre ad hominem, para lo cual tiene que hacerse una crítica radical. Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el hombre es el hombre mismo” (ídem, 497). Ahora bien, ¿en qué se traduce concretamente esa radicalidad del ir a la raíz en lo que a los asuntos humanos se refiere? En la idea de necesidad, en la satisfacción de las necesidades colectivas más vivas, en lograr que la teoría dé respuesta a esas expectativas (“en un pueblo, la teoría solo se realiza en la medida en que es la realización de sus necesidades”). La política, pues, adquiere ahí toda su legitimidad como espacio de la lucha por la definición social de las necesidades que deben ser satisfechas, lucha que como tal muestra a las claras la diferencia de intereses entre grupos sociales. Y he aquí otro paso en la construcción del pensamiento Marx como pensamiento concreto: Marx abandona las referencias genéricas al “pueblo” o al “demos”,

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que lo habían acompañado hasta mediados de 1843, de lo cual da fe el texto de la Crítica del derecho del Estado de Hegel, y comienza a hablar por primera vez de proletariado:

¿Dónde reside, pues, la posibilidad positiva de la emancipación alemana?

Respuesta: en la formación de una clase atada por cadenas radicales, de una clase de la sociedad civil que no es ya una clase de ella; de una clase que es ya la disolución de todas las clases; de una esfera de la sociedad a la que sus sufrimientos universales imprimen carácter universal y que no reclama para sí ningún derecho especial, porque no es víctima de ningún desafuero especial, sino del desafuero puro y simple; que ya no puede apelar a un título histórico, sino simplemente al título humano; que no se halla en ninguna suerte de contraposición unilateral con las consecuencias, sino en contraposición omnilateral con las premisas mismas del Estado alemán; de una esfera, por último, que no puede emanciparse a sí misma sin emanciparse de todas las demás esferas de la sociedad y, al mismo tiempo, emanciparlas a todas ellas; que representa, en una palabra, la pérdida total del hombre, por lo cual solo puede ganarse a sí misma mediante la recuperación total del hombre. Esta disolución total de la sociedad cifrada en una clase especial, es el proletariado (ídem, 501).

Ese desplazamiento conceptual, desde el pueblo a la clase, supone el paso desde una categoría general y abstracta a un universal concreto, es decir, a una noción que no representa ni el empirismo estrecho de los grupos sociales directamente observables ––cuyos conflictos mutuos son puramente regionales y, por ende, carecen de la potencia necesaria para la disolución del orden social en su conjunto–– ni la generalidad vacía del pueblo ––en la que todo cabe sin matices ni distinciones y sin la posibilidad de aprehender las contradicciones fundamentales que atraviesan a la sociedad. En los conflictos entre los grupos empíricos, como en el movimiento plano del pueblo, la visión resultante es la de un orden social descualificado, neutro; en cambio, tras las contradicciones entre clases lo que emerge no es una idea de sociedad en abstracto, sino un tipo específico de la misma, con una estructura material determinada y característica, que abre las puertas de la crítica. De otra parte, en tanto universal concreto, la categoría de clase vehiculiza la mediación entre lo social y lo político, pues reúne el particularismo propio de lo social y al mismo tiempo la generalidad que distingue a lo político. Comentando acerca de esas diferencias, Marx plantea su concepción de una conjugación entre lo político y lo social al interior del concepto de clase y, al mismo tiempo, sus delimitaciones mutuas: “Todo movimiento en el que la clase obrera actúa como clase contra las clases dominantes y trata de forzarlas «presionando desde fuera», es un movimiento político. Por ejemplo, la tentativa de obligar mediante huelgas a capitalistas aislados a reducir la jornada de trabajo en determinada fábrica o rama de la industria es un movimiento puramente económico; por el contrario, el movimiento con vistas a obligar a que se decrete la ley de la jornada de ocho horas, etc., es un movimiento político. Así pues, de los movimientos económicos separados de los obreros nace en todas partes un movimiento político, es decir, un movimiento de la clase, cuyo objeto es que se dé satisfacción a sus intereses en forma general, es decir, en forma que sea compulsoria para toda la sociedad. Si bien es cierto que estos movimientos presuponen cierta organización previa, no es menos cierto que representan un medio para desarrollar esta organización” (Marx, 1976 a , 448).

Así las cosas, la clase en tanto categoría concreta se presenta para Marx como la correa de transmisión de la politización de grupos e individuos que, de no mediar ese antagonismo clasista, se quedarían en el aislamiento y en la competencia mutua.15 Hay en Marx, por tanto y apoyado en

15 La visión de Marx sobre el comportamiento de los individuos en el marco del capitalismo es la del egoísmo

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la clase, una apelación a la política como el momento en que un grupo social fragmentado ––heterogéneo y plural en su composición interna–– se constituye como un conjunto, como generalidad concreta opuesta a otras clases. Política entonces como unidad, organización y antagonismo y, en ese sentido, quedan descalificadas interpretaciones como las que luego ha impuesto cierta tradición estructuralista y según las cuales el de las clases sería un mero problema de posiciones en el proceso productivo.16 Para Marx, por el contrario, no hay clases sin política ni política sin clases. Más aún, es esa propia condición de la política como política de clase, lo que le otorga un valor y una importancia a la política en sí misma. Según Marx, es debido a que “los señores de la tierra y los señores del capital se valdrán siempre de sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos” que “La conquista del poder político ha venido a ser, por tanto, el gran deber de la clase obrera” (Marx, 1976 e, 12-13); y es debido a que se ha impuesto por parte de los estados existentes “una política exterior que persigue designios criminales, que pone en juego prejuicios nacionales y dilapida en guerras de piratería la sangre y las riquezas del pueblo”, que los trabajadores se ven obligados a “iniciarse en los misterios de la política internacional, de vigilar la actividad diplomática de sus gobiernos respectivos, de combatirla (…) por todos los medios de que dispongan” (ídem). Ante el poder del adversario de clase, la política pasa a ser defendida como unidad de los oprimidos y como capacidad de elevarse desde el particularismo y la estrechez de lo social hacia el plano de lo general, de la clase en cuanto universal concreto.

Pero precisamente esa mediación de lo general era el eje de las reservas de la actitud ácrata de PSB respecto de la política, en la medida en que, como lo veíamos, identificaban en ella una instancia intermedia que se arrogaba la representación de la sociedad como un todo, haciendo nugatorio el peso específico de los agentes sociales empíricos y su capacidad de autogobierno, es decir, diluyendo su autonomía y su diversidad. Pues bien, desde la óptica de Marx esa objeción carece totalmente de valor por varias razones. En primer lugar, la clase no es, en sentido político, anterior a los individuos y grupos que la integran sino el producto de su voluntad de unirse y, así, en tanto construcción contingente, oficia, como ya lo hemos señalado, como fluida correa de transmisión entre lo social y lo político, de tal forma que aquel no pierde su entidad sino que, al contrario, logra galvanizar en una unidad superior y en absoluto sobrepuesta, lo que de otra forma sería el saludo a la bandera de un particularismo muy orgulloso de su autonomía pero impotente en su fragmentación y en su incapacidad para cohesionarse y ofrecer una oposición sólida al poder del adversario social y político. En segundo lugar, la clase (proletaria) no es una unidad artificial sino que se funda en un hecho rotundamente humano que ya destacábamos unos

competitivo y ni los propios trabajadores escapan de ello: “Los diferentes individuos solo forman una clase en cuanto se ven obligados a sostener una lucha común contra otra clase, pues de otro modo ellos mismos se enfrentan unos con otros, hostilmente, en el plano de la competencia” (Marx y Engels, 1959, 58).

16 Para Marx es claro que la mera situación económica compartida no basta para poder hablar de clase, requiriéndose, necesariamente, el componente de la articulación política y cultural. A ese respecto, por ejemplo, obsérvese la referencia que hace en El dieciocho brumario al campesinado parcelario, al que le niega la condición de clase: “Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones. Su modo de producción los aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones mutuas entre ellos (…) Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase. Son, por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio nombre” (Marx, 1976 d, 489-490) (subrayado nuestro).

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párrafos atrás: en la búsqueda de la satisfacción de necesidades radicales, en el rechazo no de un “desafuero especial” sino del “desafuero puro y simple”, en responder a “la pérdida total del hombre” y, por tanto, en catalizar la posibilidad de una autoasunción en tanto “recuperación total del hombre” o, si se prefiere, en tanto “emancipación humana”. Y en tercer lugar, en su faceta más política, destacaba Marx en el texto de los anales franco-alemanes: la clase no se halla en una “contraposición unilateral con las consecuencias sino en contraposición omnilateral con las premisas mismas del Estado...”, es decir, que no se opone a una forma particular de organización del Estado sino al Estado en sí mismo. Esa es precisamente la diferencia entre una generalidad política abstracta ––el Estado, al que Marx se refería en Sobre la cuestión judía como una “comunidad ilusoria”, como un ente que se presenta como generalidad abarcadora pero que en realidad descansa sobre la defensa de intereses particulares–– y una generalidad política concreta ––la clase, que en cuanto generalidad es cabalmente representativa de los subgrupos particulares que la integran y que a diferencia del Estado no privilegia hacia adentro ningún tipo de interés particular encubierto de formas generales: en una palabra, la clase, en cuanto construcción contingente, no es ideológica respecto de la diversidad social que la constituye y la integra y en ese sentido niega la dominación interna o, si se quiere, posibilita el autogobierno.

Pero se dirá y no sin razón, que aunque la categoría de clase pueda aparecer en lo conceptual como una construcción de abajo a arriba, paralelamente Marx previó instancias de dirección o gobierno de la misma, aparente antinomia cuya resolución exige de nuestra parte la consideración de tres aspectos, diferentes pero articulados: su visión respecto de la relación entre clase y teoría, entre clase y tradeuniones y entre clase y partido.

Según Engels, “para el triunfo definitivo de las tesis expuestas en el Manifiesto, Marx confiaba tan solo en el desarrollo intelectual de la clase obrera, que debía resultar inevitablemente de la acción conjunta y la discusión” (Engels, 1976, 104). Y en efecto, en el previamente citado Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores, Marx defiende que “la clase obrera posee ya un elemento de triunfo: el número. Pero el número no pesa en la balanza si no está unido por la asociación y guiado por el saber” (Marx, 1976 e, 12). Pero, ¿acaso significará esto que ese saber es algo previamente elaborado por intelectuales externos a la clase que luego iluminarán a los trabajadores, como lo defenderían con posterioridad Kautsky, primero, y Lenin, después? Sí es verdad, según ya veíamos, que para convertirse en una fuerza material la teoría requiere ser aprehendida y que, de otro lado, también tiene que ser elaborada por alguien. Pero en lo que concierne tanto a su elaboración como a su adopción no hay en Marx ninguna apelación a una relación de unidireccionalidad, verticalidad y exterioridad semejante a la aludida, así como tampoco se registra una apuesta, que podríamos llamar de tipo “lukacsiano”, por categorías como las de “conciencia de clase” o “clase para sí” en tanto atadas a una mistificación de la clase, es decir, en el sentido de la hipóstasis de atribuirle a esta caracteres que solo se deben predicar de los individuos.17 En las referencias, muy puntuales, que uno encuentra en Marx a propósito de su

17 Ya señalábamos, pero no está demás repetirlo, que para Marx la clase en sentido político no es una construcción anterior a los individuos, sino el producto de una unión entre ellos derivada de su oposición a un adversario social y político común; adicionalmente, también destacábamos que su idea del individuo existente en el capitalismo es la del egoísmo competitivo (o sea que tal egoísmo aparece vinculado no a una concepción apriorista de la naturaleza humana en abstracto sino a la mera descripción del comportamiento de los individuos en las condiciones existentes). En tal virtud, la formación de la clase no responde a ningún tipo de “conciencia

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comprensión de la categoría de clase y, en particular, de la de clase dominada, siempre está acentuado ––al lado del común denominador del asalariado, por supuesto–– el contenido político de su constitución, es decir, el de la lucha práctica y la unidad con respecto al adversario socio-político. Y es al calor de esa lucha que va emergiendo la importancia del saber: “la acción conjunta y la discusión”, como fuentes de iluminación mutua de los miembros de la clase obrera, a las que aludía Engels. En otras palabras, dado que Marx parte de entender el comportamiento de los individuos bajo el capitalismo a la luz del egoísmo competitivo, entonces la conformación de la clase solo puede derivarse del papel cohesionante que juega la lucha política y, en tal virtud, es un proceso contingente. Su razonamiento ––en nuestra interpretación–– es de este tenor: los individuos concretos, que compiten entre sí por cuenta de su inserción en las relaciones de producción capitalistas, se elevan a la condición de clase sobre la base tanto de compartir una misma posición en el proceso productivo como de un desarrollo intelectual adquirido en la acción y el debate común y cohesionándose siempre a partir de la oposición política a un adversario social: “En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a estas de un modo hostil, aquellas forman una clase” (Marx, 1976 d, 119). Por último, a manera de conclusión acerca del tema de la actitud marxiana respecto de las relaciones entre clase y teoría, cabe traer a colación dos referencias específicas: de un lado, la Instrucción sobre diversos problemas a los delegados del Consejo Central Provisional, en la que, a propósito del tratamiento de la cuestión teórica al interior de la Internacional, señala con total claridad: “La asociación Internacional de los Trabajadores se propone unir, llevando a un mismo cauce, los movimientos espontáneos de la clase obrera, pero, de ninguna manera, dictarle o imponerle cualquier sistema doctrinario” (Marx, 1976 f, 82); y, del otro, la famosa postulación de la Carta a Bracke: “Cada paso de movimiento real vale más que una docena de programas” (Marx, 1979, 8). Esto último significa que para Marx lo primero es la acción y que al calor de ella y como consecuencia de ella es que se abraza la teoría.18

En cuanto al problema de la relación entre clase y tradeuniones en el pensamiento de Marx, hay que decir que más o menos hasta principios de la década del 60 su actitud fue de indiferencia y, casi se diría, de desconfianza respecto de tales organizaciones, cosa debida principalmente a su familiaridad con el caso inglés, en donde las mismas habían venido desarrollándose tras la disolución del cartismo, pero con una orientación puramente reivindicativa y de baja politización. No obstante, a medida que dicha década avanza el panorama tradeunionista británico ––y hasta cierto punto también el francés–– comienza a cambiar, sobre todo como consecuencia del deterioro de las condiciones laborales de los trabajadores de la industria textil, sector impactado

atribuida”, sino a la mediación de un antagonismo político. Eso queda de manifiesto también a propósito de la noción de “clase para sí”, de la que Marx hace uso en Miseria de la filosofía, la cual alude a la lucha y no a ninguna “conciencia de clase” en abstracto (y menos aún a ninguna “iluminación” debida a una “ciencia” emanada de intelectuales externos): “Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación común, intereses comunes. Así pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es una clase para sí. En la lucha, de la que no hemos señalado más que algunas fases, esta masa se une, se constituye como clase para sí. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política” (Marx, 1981, 141).

18 Ese privilegio de la acción recuerda el principio que más tarde reivindicará Rosa Luxemburg: “Hoy los obreros aprenderán en la escuela de la acción. Nuestro evangelio dice: en el principio era el hecho” (Luxemburg, sf, 433).

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por el cierre del mercado norteamericano en virtud de la Guerra de Secesión que desgarraba a ese país. Así las cosas, se abre paso un movimiento de radicalización política y de avance hacia formas de cooperación internacional encabezado por los proletariados británico y francés, cuyo subproducto inmediato vendría a ser la constitución de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Marx es invitado a intervenir en el proceso fundacional del organismo en calidad de representante de los obreros alemanes en Inglaterra y ese será el pistoletazo de salida de una nueva actitud suya en lo concerniente al fenómeno tradeunionista. En efecto, en el documento interno de trabajo de la Internacional que luego se ha conocido como Salario, precio y ganancia (1865), Marx defiende en contra del obrero inglés Weston ––que sostenía la inutilidad de las luchas por la mejora salarial, alegando que un alza de salarios generaba inmediatamente un alza de precios19–– la importancia de la organización en tradeuniones y de “la guerra de guerrillas” económica que ellas, en su calidad de representantes del trabajo, desarrollan contra el capital: “Si en sus conflictos diarios con el capital los obreros cediesen cobardemente, se descalificarían sin duda para emprender movimientos de mayor envergadura” (Marx, 1976 g, 76). Para él, entonces, la lucha tradeunionista es importante no sólo porque ayuda a impedir el deterioro del salario en relación con la cuota de ganancia, sino sobre todo porque puede contribuir a potenciar la maduración de formas de organización de clase más elevadas. Sin embargo, eso no sucedería si se limitaban, como había venido sucediendo hasta ese momento, a desarrollar una mera lucha reivindicativa: “Las tradeuniones trabajan bien como centros de resistencia contra las usurpaciones del capital. Fracasan, en algunos casos, por utilizar poco inteligentemente su fuerza. Pero, en general, son deficientes por limitarse a una guerra de guerrillas contra los efectos del sistema existente, en vez de esforzarse, al mismo tiempo, por cambiarlo, en vez de emplear sus fuerzas organizadas como palanca para la emancipación definitiva de la clase obrera; es decir, para la abolición definitiva del sistema del trabajo asalariado” (ídem).

Sin embargo, un año después, es decir, en 1866, Marx hace una nueva valoración, esta vez bastante más positiva, que vale la pena recoger en extenso:

La única fuerza social de los obreros está en su número. Pero, la fuerza numérica se reduce a la nada por la desunión. La desunión de los obreros nace y se perpetúa debido a la inevitable competencia entre ellos mismos.

Originariamente, las tradeuniones nacieron de los intentos espontáneos que hacían los obreros para suprimir o, al menos, debilitar la competencia, a fin de conseguir unos términos del contrato que les liberasen de la situación de simples esclavos. El objetivo inmediato de las tradeuniones se limitaba, por eso, a las necesidades cotidianas, a los intentos de detener la incesante ofensiva del capital, en una palabra, a cuestiones de salarios y de duración del tiempo de trabajo. Semejante actividad de las tradeuniones, además de legítima, es necesaria. Es indispensable mientras exista el actual modo de producción. Es más, esta actividad debe extenderse ampliamente mediante la formación y la unidad de las tradeuniones en todos los países. Por otra parte, sin darse cuenta ellas mismas, las tradeuniones se fueron convirtiendo en centros de organización de la clase obrera, del mismo modo que las municipalidades y las comunas medievales lo habían sido para la burguesía. Si decimos que las tradeuniones son necesarias para la lucha de guerrillas entre el capital y el trabajo, cabe saber que son todavía más importantes como fuerza organizada para suprimir el propio sistema de trabajo asalariado y el poder del capital (…) Ocupadas con demasiada frecuencia en las luchas locales e inmediatas contra el capital, las tradeuniones no han adquirido aún plena conciencia de su fuerza en la lucha contra el sistema de la esclavitud asalariada. Por eso han estado demasiado al margen del movimiento general social y político. Sin embargo, últimamente, por lo visto, se ha despertado en ellas la conciencia de su gran

19 Punto de vista que precisamente defendía también Proudhon desde la época de la Filosofía de la miseria, y que Marx había rebatido ya en 1846. Cf. última parte de Miseria de la filosofía.

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misión histórica (…) Aparte de sus propósitos originales, deben ahora aprender a actuar deliberadamente como centros organizadores de la clase obrera ante el magno objetivo de su completa emancipación. Deben apoyar a todo movimiento social y político en esta dirección. Considerándose y actuando como los campeones y representantes de toda la clase obrera, tienen el deber de llevar a sus filas a los obreros no asociados. Deben preocuparse solícitas por los obreros de las ramas más miserablemente retribuidas, como, digamos, de los obreros agrícolas, que, vistas las circunstancias excepcionales, se ven privados de toda capacidad de acción. Las tradeuniones deben mostrar a todo el mundo que no luchan por intereses estrechos y egoístas, que su objetivo es la emancipación de los millones de oprimidos (Marx, 1976 f, 83-84). Esto significa que para Marx la clase obrera se construye de abajo a arriba, de lo social (y particularmente lo socioeconómico) a lo político, de la parte (las tradeuniones) al todo (el partido), del autogobierno al gobierno. En ese marco, las tradeuniones juegan un papel clave en cuanto se erijan en el medio a través y a partir del cual se produzca el desarrollo político de la clase obrera como colectivo. Todo ello, claro, siempre y cuando aprendan “a actuar como centros organizadores ante el magno objetivo de la completa emancipación”, asumiendo un rol catalizador similar al que en su momento jugaron los espacios locales para la burguesía. El desafío político del momento, en 1866, era para Marx, por tanto, la politización de las tradeuniones. Mas, ¿en qué consistía concretamente esa politización? Sin duda, en la asunción de la meta de la unidad de clase, en trabajar de cara a llevar “a un mismo cauce los movimientos espontáneos de la clase obrera” ––que era precisamente el proceso que, en su visión, debía coordinar la Asociación Internacional de los Trabajadores–– y donde tal cauce común era, evidentemente, la toma del poder político en el escenario nacional por los trabajadores. Sin embargo, como advirtió en crítica a Lassalle, tampoco había que sobreestimar en la lucha el peso de la esfera nacional (“Lasalle concebía el movimiento obrero desde el punto de vista nacional más estrecho”); la cuestión era, entonces, entender que “naturalmente, la clase obrera, para poder luchar, tiene que organizarse como clase en su propio país, y este es la palestra inmediata de sus luchas. En este sentido, su lucha de clase es nacional, no por su contenido, sino como dice el Manifiesto Comunista, «por su forma».20 Pero «el marco del Estado nacional de hoy» (…) se halla a su vez, económicamente, «dentro del marco del mercado mundial», y políticamente, «dentro del marco del sistema de Estados»” (Marx, 1979 b, 22).

Según lo anterior, el “organizarse como clase” del proletariado es algo que debe hacerse a dos bandas, tanto en el escenario nacional como en el mundial. En el primer caso, con miras a la toma y destrucción del Estado existente y, en el segundo, a una coordinación global del accionar obrero; pero en ambos, organizarse como clase significa, para Marx, organizarse como partido. El propio itinerario de la Internacional es clarificador a ese respecto: en el Manifiesto inaugural, del año 64, Marx ya postula que “la conquista del poder político ha venido a ser (…) el gran deber de la clase obrera. Así parece haberlo comprendido esta, pues en Inglaterra, en Alemania, en Italia y en Francia, se han visto renacer simultáneamente estas aspiraciones y se han hecho esfuerzos simultáneos para reorganizar políticamente el partido de los obreros” (Marx, 1976 e, 12). A su vez, en 1872, en De las resoluciones del Congreso General celebrado en La Haya (que es el último congreso de la Internacional antes de su disolución, en el que se decide, entre otras cosas, trasladar la sede de Londres a Nueva York y expulsar a los bakuninistas), se lee lo siguiente: “En su lucha contra el poder colectivo de las clases poseedoras, el proletariado no puede actuar como

20 Lo que señalaba el Manifiesto al respecto era esto: “Por su forma, aunque no por su contenido, la lucha del proletariado contra la burguesía es primeramente una lucha nacional. Es natural que el proletariado de cada país deba acabar en primer lugar con su propia burguesía” (Marx y Engels, 1976 a, 121).

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clase sino constituyéndose él mismo en partido político propio y opuesto a todos los antiguos partidos formados por las clases poseedoras” (Marx y Engels, 1976 b, 309). Pero surge entonces la pregunta: ¿cuál era la concepción que tenía Marx del partido y, más concretamente, de las relaciones entre clase y partido?

Maximilien Rubel ha demostrado que habría en Marx no una sino dos nociones de partido: de un lado, la clase entendida como partido y, del otro, el partido como aparato “opuesto a todos los antiguos partidos formados por las clases poseedoras” en el marco de la democracia burguesa, a la manera del Partido Socialista de los Trabajadores Alemanes, fundado en 1875 tras la unión de las ramas de Eisenach y lassalleana. En el primer caso, se trataría de la clase en tanto logra autoorganizarse como colectivo, es decir, coordinando los esfuerzos particulares de las distintas agrupaciones (tradeuniones) e individuos que la conforman y encaminándolos en una misma dirección. En el segundo, en cambio, estaríamos hablando de un organismo llamado a ocupar un lugar en el escenario del sistema político burgués, organismo cuya relación con la clase dependería del grado de maduración política de esta última: si la organización de la clase está en una etapa inferior de desarrollo, esa élite partidista debe contribuir a impulsar el proceso; en el evento contrario, su papel sería subalterno. Respecto del rol como impulsor, eso es lo que se desprendería de la afirmación de Marx según la cual “allí donde la clase obrera no ha desarrollado su organización lo bastante para emprender una ofensiva resuelta contra el poder colectivo, es decir, contra el poder político de las clases dominantes, se debe, por lo menos, prepararla para ello mediante una agitación constante contra la política de las clases dominantes y adoptando una actitud hostil contra ese poder” (Marx, 1976 a, 448). A propósito de esa manera de entender el partido como aparato abunda Rubel, quien señala que “para Marx parece que no hay ambigüedad alguna: su papel consiste en activar el proceso de maduración de la conciencia revolucionaria de los obreros” (Rubel, 2003 b, 217), de lo cual se desprende, a su vez, su subordinación a la clase en tanto conjunto de “movimientos espontáneos”: “Así se entiende la diferencia, subrayada constantemente por Marx, entre el movimiento de clase y la praxis política, y la relación de subordinación que establece al afirmar que el movimiento político de los partidos obreros no es sino el medio que tiene el proletariado para realizar su emancipación” (ídem). Pero Rubel va más allá y entra a categorizar la diferencia entre el partido como clase y el partido como aparato:

Así, los partidos obreros no son forzosamente los agentes de la lucha política del proletariado; al contrario, una forma de representación no institucionalizada puede representar mejor el movimiento proletario, en el sentido «histórico» del término. Naciendo, la mayoría de las veces, fuera del proletariado, las ligas obreras, los partidos obreros, etc., no pueden pues ser considerados como la expresión de la autonomía de la clase y del movimiento real. Por eso es que la idea de espontaneidad es esencial para comprender la distinción establecida por Marx entre los partidos obreros cuya estructura no puede ser muy distinta que la de los demás partidos políticos en régimen liberal, y el partido proletario: al trascender de alguna manera las condiciones de la sociedad establecida, este no puede identificarse con una organización real sometida a la esclavitud de la alineación política (ídem, 224). Finalmente, el otro aspecto que vale la pena tener en cuenta para darnos una idea de cuál era la concepción de Marx acerca del partido, de su estructuración y relaciones de poder internas y de su relación con la clase, es el gobierno de la propia Asociación Internacional de los Trabajadores en cuanto agrupación obrera formal, la cual tenía instancias decisorias y se hallaba sometida a normas, y a la que Marx concebía como “la contraorganización internacional del trabajo frente a

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la conspiración cosmopolita del capital” (Marx, 1976 i, 255), es decir, como el partido internacional del proletariado. Al respecto, ya hemos visto su manifestación explícita rechazando la posibilidad de imponerle al ente cualquier tipo de sistema doctrinario; en esa misma dirección, el proyecto de los estatutos generales de la asociación, redactado por el propio Marx y finalmente adoptado en 1871, era un cuerpo normativo flexible y de mínimos, con solo 13 artículos que, entre otros aspectos, se ocupan de definir la función de la organización (“crear un centro de comunicación y de cooperación entre las sociedades obreras de los diferentes países”) y de señalar el “Congreso obrero general”, que debía reunirse anualmente, como asamblea en la que reposaba el poder decisorio y que tenía, entre otras funciones, la de elegir al Consejo General. Este último, por su parte, era un ente representativo de las diferentes nacionalidades vinculadas, que no tomaba decisiones sobre el destino de la AIT, sino simplemente cumplía tareas “de enlace internacional entre los diferentes grupos nacionales y locales de la Asociación, con el fin de que los obreros de cada país estén constantemente al corriente de los movimientos de su clase en los demás países” (Marx, 1975 h, 15); además, debía hacer encuestas sobre la situación social de los diferentes países europeos e informar a las distintas agrupaciones sobre las propuestas hechas por alguna de ellas y tenía iniciativa para someter a consideración proposiciones. Así pues, en ningún caso podría decirse que el modelo organizativo de la Internacional era vertical y autoritario, ni adoctrinador o burocratizante.21 Al contrario, se trataba de una forma descentralizada, en la que “a pesar de estar unidas por un lazo indisoluble de fraternal cooperación, todas las sociedades obreras adheridas a la Asociación Internacional conservarán intacta su actual organización” (ídem, 16).22

3. Marx: ¿“teórico del anarquismo” ...o de “la democracia contra el Estado”?

En Marx, teórico del anarquismo (1973), Maximilien Rubel argumenta en favor de la idea según la cual “con el nombre de comunismo, Marx ha desarrollado una teoría de la anarquía; mejor aún, él fue en realidad el primero en poner las bases racionales de la utopía anarquista y el primero en definir el proyecto de su realización” (Rubel, 2003 a, 95-96); para este autor, “aunque Marx tuvo pocas simpatías para con algunos anarquistas, se ignora generalmente que compartió con ellos el ideal y el objetivo: la desaparición del Estado”. En su visión, la negación del Estado y del dinero serían elementos presentes en Marx aun con anterioridad a sus estudios de economía política,

21 Vale la pena destacar que a lo largo de la vida de Marx, que coincide con el grueso del siglo XIX, no se habían desarrollado todavía las formas de organización corporativa que luego serían características del capitalismo fordista. Por tanto, ni las empresas, ni el Estado, ni los partidos, ni las tradeuniones tenían la densidad burocrática que aparecerían más tarde. Para efectos de lo que nos interesa a estas alturas del trabajo, puede decirse que las tradeuniones estaban todavía más cerca de la condición de movimiento social espontáneo que de aparato gremial formalizado; y los partidos respondían más al modelo que la ciencia política ha llamado de “notables”, por oposición al fordista partido de masas (progresión hacia la que el futuro Partido Socialdemócrata Alemán señalaría el camino), es decir, eran organizaciones poco formalizadas y bastante flexibles.

22 Haciendo una valoración retrospectiva de los estatutos de la Internacional por él redactados, señalaba Marx un año después, en 1872: “...los Estatutos de la Internacional no reconocen más que simples sociedades «obreras», todas las cuales persiguen el mismo objetivo y aceptan el mismo programa. Programa que se limita a trazar los rasgos generales del movimiento proletario y deja su elaboración teórica a cargo de las secciones, que aprovechan para ello el impulso dado por las necesidades de la lucha práctica y el intercambio de ideas que se efectúa. En los órganos de las secciones y en sus congresos se admiten indistintamente todas las convicciones socialistas” (Marx y Engels, 1976 c, 287) (subrayado nuestro).

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comoquiera que se derivan de su crítica de la filosofía política de Hegel y de sus investigaciones sobre la historia de las revoluciones burguesas. Una manifestación clara de ello es la noción de “emancipación humana” que Marx desarrolla en Sobre la cuestión judía, la cual condensaría el primer intento de formalización del anarquismo marxiano: mientras la emancipación política ––centrada en la separación entre el Estado y la sociedad civil–– no logra emancipar al ser humano de la propiedad privada ni de la religión (pues se limita a otorgar libertad religiosa y libertad económica) y, lo que es más, no logra establecer una comunidad real, la emancipación humana supera la escisión, reconcilia a los individuos consigo mismos y crea las condiciones para su autorrealización, es decir, para que puedan organizar “sus propias fuerzas como fuerzas sociales” sin separar de sí mismos “la fuerza social bajo la forma de fuerza política” (Marx, 1982 c, 484). Sin embargo ––destaca Rubel–– la emancipación política no se diluye así como así en la construcción de Marx y, antes bien, se reconoce su importancia como medio necesario para poder alcanzar la emancipación humana:

Partiendo del Contrato social de Rousseau, teórico del ciudadano abstracto y precursor de Hegel, Marx encontró su propio camino. Habiendo rechazado un aspecto de la alienación política preconizada por los dos pensadores, llegó a la visión de una emancipación humana y social que restablecería al individuo en la integridad de sus facultades y en la totalidad de su ser. Rechazo parcial, pues al ser un dato histórico, esta etapa no puede desaparecer o ser abolida mediante un acto de voluntad. La emancipación política es un «gran progreso», es incluso la última forma de la emancipación humana en el interior del orden establecido, y como tal puede servir de medio para cambiar este orden e inaugurar la etapa de la verdadera emancipación humana. Dialécticamente antinómicos, los fines y los medios se acuerdan éticamente en la conciencia del proletariado moderno que, de esta forma, se convierte en portador y en sujeto histórico de la revolución (Rubel, 2003 a, 110).

La emancipación política, pues, como el camino para alcanzar la emancipación humana o, si se prefiere, la política como mediación de la anarquía. La tensión entre gobierno y autogobierno que se nos presentaba a la hora de considerar la organización interna de la clase obrera, reaparece aquí, de nuevo, pero ahora a propósito de la conformación de la voluntad política colectiva alrededor del fin emancipatorio. Para Rubel, “hombre de partido tanto como hombre de ciencia, Marx ha tratado siempre, en su actividad política, de armonizar los fines y los medios del comunismo anarquista” (ídem, 107); pero, ¿hasta qué punto tuvo éxito en lograr esa armonización? O más aún, ¿hasta dónde es posible lograrla, en especial cuando en este plano del gobierno de la sociedad, a diferencia del interno de la clase, hay que vérselas con ese universal abstracto y enajenante que es el aparato de Estado? Si nos atenemos al punto de vista de Bakunin, por ejemplo, el proyecto está fracasado de antemano, pues todo gobierno, incluso el que se deriva de una elección popular, es siempre dictadura de una minoría y, lo que es aun peor, toda ocupación de posiciones en el mismo, así sea por parte de los trabajadores, implica autonomización respecto de aquellos a quienes se representa y, consiguientemente, instauración de una nueva oligarquía.23 Veamos entonces cómo intenta Marx resolver esta cuestión, cosa que

23 Dice Bakunin en Estatismo y anarquía: “Este dilema se resuelve fácilmente en la teoría marxista. Entienden, por gobierno del pueblo, un gobierno de un pequeño número de representantes elegidos por el pueblo. El sufragio universal ––el derecho de elección por todo el pueblo de los representantes del pueblo y de los gerentes del Estado––, tal es la última palabra de los marxistas lo mismo que de la minoría dominante, tanto más peligrosa cuanto que aparece como la expresión de la llamada voluntad del pueblo. Así, pues, desde cualquier parte que se examine esta cuestión se llega siempre al mismo triste resultado, al gobierno de la inmensa mayoría de las masas del pueblo por la minoría privilegiada. Pero esa minoría, nos dicen los marxistas, será compuesta de trabajadores. Sí, de antiguos trabajadores, quizá, pero que en cuanto se conviertan en gobernantes o representantes del pueblo

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nos exigirá tomar en consideración la categoría de la dictadura del proletariado como forma de gobierno; dicha noción, a su vez, envuelve varios interrogantes que igualmente deben ser resueltos: ¿se trataba para Marx de un modelo político autocrático o democrático? Si era democrático, ¿cómo se conciliaba con la idea de la lucha de clases? O, lo que es lo mismo, ¿hacía referencia a un paradigma de democracia consensual o conflictual? Y, por último, ante la objeción de Bakunin, ¿por qué no era indiferente para Marx que fuera autocrático o democrático? Para responder estas preguntas, nos será útil traer a colación el texto La democracia contra el Estado (1997), de Miguel Abensour, en el que este autor desarrolla una concepción de la democracia en Marx que debe ser vista como una respuesta a la interpretación de Rubel arriba reseñada, es decir, la de un Marx opuesto a PSB en los medios más no en el fin.

El argumento de Bakunin sobre el gobierno no era nuevo para Marx, pues aparte de la apelación al mismo que ya hacía El único y su propiedad,24 en 1843 (es decir un año largo antes de la publicación del texto de Stirner), Moses Hess, su muy cercano amigo, lo había utilizado a propósito de su toma de distancia respecto de Hegel. Según Abensour, en ese año Hess publica dos trabajos, Filosofía de la acción y Socialismo o comunismo, en los que “rompe abiertamente con la utopía [hegeliana] del Estado racional, caracterizando la religión y la política, por igual y en un mismo gesto crítico, como formas de la relación amo-esclavo” (Abensour, 1998, 74) y cita a Hess en dos pasajes relevantes: “«La dominación y su contrario, la sujeción, son la esencia de la religión y de la política, y cuanto más perfectamente se manifiesta esta esencia, tanto más tienen la religión y la política una forma consumada»”; y, “«Toda política, sea absoluta, aristocrática o democrática, debe necesariamente, a los fines de su autoconservación, mantener la oposición de la dominación y de la servidumbre; ella tiene interés en las oposiciones porque a ellas debe la existencia»” (ídem). Para Abensour, Hess coincide con Hegel en lo referente a entender la política como dominación ––y, más aún, en ver la monarquía como la forma por excelencia de la política––, pero a partir de esa coincidencia saca conclusiones y toma posiciones totalmente contrarias: “Por eso la conclusión de M. Hess se encamina lógicamente, en nombre del axioma spinoziano «Es bueno lo que favorece la actividad, aumenta el apetito de vivir», verdadero initium de la libertad moderna, hacia la anarquía entendida como negación de toda dominación, tanto en la vida espiritual como en la vida social”. Y es esa toma de posiciones ácrata la que explicaría el porqué “Moses Hess impugna el Estado de derecho, incluso bajo su forma republicana, ya que reconoce ahí, bajo la forma de la división entre gobernantes y gobernados, la reemergencia de la pareja dominación/servidumbre. Asimismo, rechaza explícitamente la democracia” (ídem, 75).

Así pues, con Moses Hess estamos de nuevo ––es decir, al igual que en el caso de PSB, según lo demostrábamos en el apartado anterior–– ante un discípulo de Hegel que por asumir como verdadera la argumentación de este se ve forzado a tomar posiciones políticas diametralmente opuestas en lógica reactiva. Y ya veíamos también cómo Marx, al hacer la crítica de las

cesarán de ser trabajadores y considerarán el mundo trabajador desde su altura estatista; no representarán ya desde entonces al pueblo, sino a sí mismos y a sus pretensiones de querer gobernar al pueblo. El que quiera dudar de ello no sabe nada de la naturaleza humana” (Bakunin, 2008, 210).

24 Recordemos la afirmación de Stirner en el sentido de que “todo Estado es despótico, sea el déspota uno, sean varios o (y así se puede representar una República) siendo todos señores, sea cada uno el déspota del otro” (Stirner, 2003, 235).

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categorías hegelianas en su abstracción, muestra la mistificación oculta tras las conclusiones políticas que se desprenden de allí y queda libre para hacer un cuestionamiento que no es meramente reactivo y que lo lleva a identificar la importancia crucial de la categoría de clase, en cuanto universal concreto, para efectos de entender la política. Munido de estas herramientas conceptuales, Marx deriva hacia un horizonte teórico nuevo que permite pensar la acracia (en tanto superación de la relación dominante/dominado) por la vía de la política y no de la antipolítica. Sin embargo, no es este el punto de vista de Abensour, cuyas objeciones pasaremos a considerar para poder desarrollar más a fondo esta idea.

Este autor niega, efectivamente, que Marx haya defendido la paradoja según la cual hay que apelar a la política para poder salir de ella, o lo que no es sino otra manera de expresar lo mismo, apelar al gobierno para acceder al autogobierno. Por el contrario, su interpretación se centra en defender la hipótesis de la presencia de un “momento maquiaveliano” en el pensamiento político de Marx, el cual se habría gestado a comienzos de los años 40, alcanzando una primera expresión clara en 1843, en la Crítica del derecho del Estado de Hegel; sorpresivamente, tras un breve pestañear de apenas unos meses, esa inspiración se habría soterrado a partir de principios de 1844 y a lo largo de más de dos décadas, pero solo para reemerger en 1871 con ocasión del “acontecimiento” de la Comuna de París, delineando así un hilo conductor: “¿no puede pensarse que lo que se abre paso en el texto de 1843, bajo el nombre de «verdadera democracia», no desaparece totalmente, sino que persiste, como una dimensión oculta, latente, de la obra, lista para resurgir, susceptible de ser despertada bajo el choque del acontecimiento? Así, si se consulta el conjunto de los textos de Marx relativos a la Comuna de París (…) se percibe efectivamente un cierto despertar de la problemática de 1843” (ídem, 112). En la mirada de Abensour, consecuentemente, la aparición del momento maquiaveliano, manifiesto en el Marx republicano y democrático de 1843, tendría, entre otras, estas implicaciones teóricas: la asunción marxiana de la naturaleza política de la condición humana (el zoon politikon); el reconocimiento de la autonomía de la esfera política, entendida como subproducto de lo anterior; la defensa del civismo participativo; y, finalmente y por ende, la apuesta por un enfoque consensual de la política, es decir, por una comprensión de esta como “la puesta en práctica de un vivir-juntos de los hombres según las exigencias de la libertad, de la voluntad libre”. En otras palabras, en virtud de la impronta maquiaveliana “para Marx, la esencia de la política no puede pensarse apenas sobre el polo de la relación amo-esclavo, sino que consiste más bien en el establecimiento de la unión de los hombres, en la institución sub specie rei publicae, bajo la forma de la república, de un ser-juntos orientado a la libertad”. En tales condiciones, “mientras Moses Hess tiene un acercamiento a la política puramente negativo, Marx, por su parte, consigue elaborar un abordaje crítico que le permite distinguir lo verdadero de lo falso y pensar la desaparición del Estado, pero como advenimiento de la verdadera democracia” (ídem, 77), es decir, como “reducción” de lo político institucional sobre sí mismo, como abandono de sus pretensiones de imperar sobre las otras esferas de la vida social, condición en virtud de la cual se abrirían, por contraste, las puertas de la politicidad plena: si el Estado en tanto aparato ya no interfiere en los espacios propios de la sociedad civil, esta se politiza. La consecuencia política del enfoque de Abensour está, pues, a la vista: bajo sus términos, Marx no es un teórico del anarquismo sino de la democracia y del republicanismo. Eso significa que la “desaparición del Estado” es algo muy distinto de la superación de la política entendida como paso a la mera “administración de las cosas”; que, de otro lado, queda cerrada la posibilidad de ver en Marx una apuesta por la dilución de lo político

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en lo social; y que, finalmente, se excluye de plano en él una comprensión de la acracia como ingreso en un horizonte metapolítico, es decir, de la acracia como la única opción dable para superar la relación dominación/servidumbre propia de la política.

Independientemente de la interpretación que se haga de la Crítica del derecho del Estado de Hegel (texto en el que sin duda encontramos un Marx democrático-radical), son varios los problemas que nos presenta el argumento de Abensour de una continuidad o pervivencia del momento maquiaveliano en Marx, a saber: primero, el momento maquiaveliano conlleva el pensamiento de la autonomía de la política, marco en el que esta se presenta como independiente respecto de la producción, entrando así en contradicción con la concepción de Marx acerca de esta última y con la prioridad otorgada ––dentro del marco específico del capitalismo–– al momento económico de la misma; segundo, por virtud del punto de vista consensual que es inherente al republicanismo, no solo queda colocada en un plano subalterno la lucha de clases sino que se entra en franca contradicción teórica con ella; y, tercero, fuerza a pensar la democracia únicamente a la luz del republicanismo cívico, cosa que lleva a entender la Comuna de París, que para Marx era “la forma al fin descubierta” de la dictadura del proletariado, según el modelo de la política como consenso.

Respecto de lo primero, sin abundar demasiado en el punto por razones de espacio, baste señalar que suscribimos aquí la interpretación de Étienne Balibar acerca del tema de la producción en Marx, según la cual él “suprimió uno de los más antiguos tabúes de la filosofía: la distinción radical de la praxis y la poiesis” (Balibar, 2000, 47), lo que no es sino otra manera de decir que la política, quintaesencia de la praxis junto con la ética, es para Marx una forma de la producción y, en consecuencia, no cabe el pensamiento de la autonomía de la una respecto de la otra. Pero observemos más en detalle el argumento de Balibar:

Desde la filosofía griega (que hacía de ella el privilegio de los “ciudadanos”, es decir, de los amos), la praxis es la acción “libre”, en la cual el hombre no realiza ni transforma otra cosa que a sí mismo, al procurar alcanzar su propia perfección. En cuanto a la poiesis (del verbo poiein: hacer/fabricar), que los griegos consideraban como fundamentalmente servil, es la acción “necesaria”, sometida a todas las coacciones de la relación con la naturaleza, con las condiciones materiales. La perfección que busca no es la del hombre, sino la de las cosas, los productos de uso.

Este es entonces el fondo del materialismo de Marx en La ideología alemana (que es efectivamente un nuevo materialismo): no es una simple inversión de la jerarquía, un “obrerismo teórico” por así decirlo (como se lo reprocharán Hannah Arendt y otros), vale decir, una primacía acordada a la poiesis sobre la praxis en razón de su relación directa con la materia, sino la identificación de ambas, la tesis revolucionaria según la cual la praxis pasa constantemente a la poiesis y a la inversa. Nunca hay libertad efectiva que no sea también una transformación material, que no se inscriba históricamente en la exterioridad, pero jamás, tampoco, hay trabajo que no sea una transformación de sí mismo, como si los hombres pudieran cambiar sus condiciones de existencia y conservaran al mismo tiempo una “esencia” invariante (ídem).

En la perspectiva de Balibar, adicionalmente, Marx de hecho va más allá, incluyendo también al “tercer término del tríptico clásico: la theôria o teoría” en esa interrelación dialéctica, la cual en tal medida es asumida no solo como un momento de la praxis sino, a la vez, como poiesis o “producción de conciencia”, como ideología. Hay que señalar, por otro lado, que esa comprensión dialéctica de las relaciones entre producción, política y teoría o, lo que es lo mismo,

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entre necesidad y libertad, se remonta más allá de la Ideología alemana, tan destacada por Balibar, a los Manuscritos del 44, donde es clara la noción de una actividad humana natural-social, es decir, de una actividad humana que es tanto producción de los medios materiales de existencia, en lucha contra la naturaleza, como también producción de su propio medio social. Las referencias correspondientes son por lo demás innumerables y explícitas. Considérense estas tres: “...la actividad vital, la vida productiva misma, solo se le representa al hombre como medio para la satisfacción de una necesidad, de la necesidad de conservar la existencia física. Pero la vida productiva es la vida genérica. Es la vida que engendra vida. En el tipo de actividad vital se contiene todo el carácter de la especie, su carácter genérico, y la actividad libre y consciente es el carácter genérico del hombre” (Marx, 1982 d, 600); o: “Religión, familia, Estado, derecho, moral, ciencia, arte, etc., son solamente modalidades especiales de la producción y se rigen por la ley general de esta” (ídem, 618); y, finalmente: “No me es dado como producto social solamente el material de mi actividad ––incluso el lenguaje en que el pensador se expresa––, sino que mi propio pensamiento es también una actividad social; y así mismo, por tanto, lo que yo hago de mí para la sociedad y con la conciencia de mí como ser social” (ídem, 619).

Así las cosas, queda de plano rechazado el pensamiento de una autonomía de la política en Marx; más aún, si bien para él hay una interrelación dialéctica entre las tres dimensiones referidas de la actividad humana en un sentido general u antropológico, al mismo tiempo lo que encuentra cuando pasa a analizar sistemáticamente la estructura de la sociedad capitalista moderna ––en una perspectiva ya más específica de teoría social–– es la prioridad de la producción en sentido económico por sobre la política. De ahí entonces que la crítica de la economía política, la comprensión del funcionamiento del capital, sea la clave para la comprensión de la naturaleza del Estado. Lejos de ser autónomo respecto del capital, para Marx el Estado moderno se halla subordinado a él, cosa que por supuesto es distinta a decir que es omnímodamente controlado por la clase burguesa, como bien da fe de ello El dieciocho brumario, en donde la relación del Estado con esta depende del grado de cohesión y organización de la misma y del nivel del conflicto con las clases subalternas.

Ahora bien, el segundo problema que se desprende de la hipótesis de la subyacencia de un momento maquiaveliano a todo lo largo de la vida de Marx y al que hacíamos alusión previamente, es el que se refiere a las relaciones entre el enfoque de la política como consenso propio del republicanismo cívico y la lucha de clases. Al respecto, hay que señalar que Abensour parece menospreciar las consecuencias teóricas y políticas de la suscripción por parte de Marx de una concepción de la sociedad vertebrada alrededor de la categoría de clase, postura que como ya comentábamos en el apartado anterior hace su aparición por primera vez en el texto En torno de la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, escrito apenas unos pocos meses después de la Crítica del derecho del Estado de Hegel.25 Por el contrario, para nosotros una primera

25 Interesado en mostrar que el momento maquiaveliano no fue flor de un día sino que se “aclimató” en el pensamiento de Marx, al punto de reaparecer en 1871, señala Abensour: “¿Puede entonces considerarse que en el momento en que Marx descubre «el ser del proletariado» sale del momento maquiaveliano y se aparta de la lógica de las cosas políticas? Semejante conclusión sería por lo menos precipitada...” (Abensour, ídem, 108). En su lugar, para Abensour la ambigua salida marxiana del momento maquiaveliano se daría solo a partir de su identificación de la importancia de la producción en la sociedad moderna. Es a partir de entonces que “Estamos pues autorizados a concluir que se produce una desaparición del momento maquiaveliano, una retirada del

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consecuencia de este nuevo enfoque de Marx es el abandono del modelo consensual de la política presente en el último texto mencionado y manifiesto en la caracterización del sujeto político como demos o pueblo. Al aparecer la idea de las clases, estas no solo pasan a encarnar la centralidad política, desplazando al pueblo, sino que de la mano de la contradicción que preside sus relaciones naufraga el modelo político consensualista de inspiración republicana que había sido acariciado durante el período anterior. Así las cosas, es muy claro que a partir de finales de 1843 y comienzos de 1844, Marx adoptará una concepción de la política como conflicto que ya no lo abandonará y que lo llevará ––punto en el que estamos de acuerdo con Rubel–– a una coincidencia fundamental con PSB y Hess: la que se da en torno a la comprensión de la política ––¡de toda política!–– como dominación y, en consecuencia, del fin emancipatorio como acracia, es decir, como salida de la política o como superación de la emancipación política por la emancipación humana. Coincidencia en torno al fin con PSB, pero radical divergencia en torno a los medios: “Todos los socialistas entienden por anarquía lo siguiente: una vez conseguido el objetivo de la clase obrera ––la abolición de las clases––, el poder del Estado, que sirve para mantener a la gran mayoría productora bajo el yugo de una minoría explotadora poco numerosa, desaparece y sus funciones de gobierno se transforman en simples funciones administrativas. La Alianza [Internacional de la Democracia Socialista, creada por Bakunin] toma el rábano por las hojas. Proclama que la anarquía en las filas proletarias es el medio más infalible para romper la potente concentración de fuerzas sociales y políticas que los explotadores tienen en sus manos. Con este pretexto, pide a la Internacional, en el momento en que el viejo mundo trata de aplastarla, que substituya su organización por la anarquía” (Marx y Engels, 1976 c, 301).

Si la coincidencia en los fines implica que el autogobierno es la superación del gobierno, la divergencia en los medios supone, a su vez, que para Marx es por la vía del gobierno que se puede alcanzar el autogobierno. Pero ¿qué significa eso específicamente en lo que a la dirección de la sociedad en su conjunto se refiere? Respuesta: significa que él entiende la dictadura del proletariado como un régimen político de dominación de clase llamado a crear las condiciones económicas adecuadas para el comunismo anarquista, pero a la vez como un régimen político democrático. En su visión, en efecto, ambos aspectos no solo van de la mano, sino que son una y la misma cosa: “...el primer paso de la revolución obrera es la elevación del proletariado a clase dominante, la conquista de la democracia” (Marx y Engels, 1976 a, 128). El que dicho régimen sea de clase, alude a la fuerza que acaba con la dominación económica del capital sobre el trabajo; el que sea democrático, connota la creación de una hegemonía política de este mediante la destrucción del aparato de Estado burgués y su reemplazo por un régimen político organizado de abajo hacia arriba, es decir, a partir de la autonomía comunal o local. En tales términos, la reaparición en 1871 del tema de la democracia no es, como cree Abensour, manifestación de un momento maquiaveliano reemergente, con su carga de republicanismo y consensualismo, sino

ambiente propio de la política. Todo ocurre como si la complejidad de lo político se hubiera desvanecido de pronto en Marx, como si este no hubiera retenido más que el par dominación/servidumbre y para colmo lo hubiera referido a un lugar empíricamente localizable, la producción” (110). Sin embargo, esa salida sería solo aparente, o sea que sí pero no, contradicción en los términos: “¿Acaba esto con nuestra indagación? ¿Debe esta terminar con la constatación del elemento político que habría desaparecido para siempre de la obra de Marx, como si este hubiera perdido el sentido de lo político y de su especificidad? Esta tesis es insostenible” (111). Como se ve, para complicar más las cosas Abensour confunde política y republicanismo: solo piensa la presencia de la política en Marx como momento maquiaveliano.

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expresión de un dominio de clase. Eso es muy claro a la luz de la valoración que hace Marx del proceso de la Comuna de París, en doble clave. Así, mientras por un lado reconoce las credenciales democráticas de la organización comunal (“La Comuna dotó a la república de una base de instituciones realmente democráticas”), por el otro señala: “He aquí su verdadero secreto: la Comuna era, esencialmente, un Gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo (…) la Comuna había de servir de palanca para extirpar los cimientos económicos sobre los que descansa la existencia de las clases y, por consiguiente, la dominación de clase (…) Sí, caballeros, la Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos pocos. La comuna aspiraba a la expropiación de los expropiadores” (Marx, 1976 i, 236-237). Mas se dirá: dominación de clase y, sin embargo, democracia, ¿cómo es ello posible? Es posible si se entiende esa dominación como hegemonía en el sentido gramsciano, es decir, como el establecimiento de un orden político democrático que sea la expresión de una dirección económica y cultural de la clase trabajadora. Así parece desprenderse de la presentación que hace Marx de la experiencia de la Comuna, en donde, aunque esta aparece invitablemente idealizada, se evidencia una superación de los fundamentos institucionales a partir de los cuales se erige el predominio político de la burguesía, a saber: la organización alrededor de una dimensión espacial y poblacional de tipo nacional y la burocratización, aspectos ambos que caracterizan al aparato de Estado moderno.

La organización política en torno a espacios distantes de lo local dificulta el control de las instituciones por parte de los individuos comunes y corrientes, a la vez que la idea de “nación” supone un tamaño poblacional que hace inviable el autogobierno directo y lleva, por tanto, a la creación de mecanismos representativos que propician la autonomización de los elegidos. En su lugar, el establecimiento de la comuna o, si se prefiere, del municipio, como base espacial y poblacional a partir de la cual se constituye el orden político permite superar esos obstáculos, favoreciendo los mecanismos de autoorganización de los individuos y de control respecto de los delegados. En lo concerniente a este tema, que era una vieja preocupación rousseauniana, estaba de acuerdo incluso el propio Bakunin cuando señalaba que: “El pueblo comprende bien sus intereses cotidianos, los asuntos de la vida diaria. Pero por encima de ellos comienza para él lo desconocido, lo incierto y el peligro de la mistificación política. Puesto que el pueblo posee una buena dosis de instinto práctico rara vez se deja engañar en las elecciones municipales (…) En tales asuntos, el control popular es bastante posible, porque se producen bajo los mismos ojos de los electores y afectan los intereses más íntimos de su existencia cotidiana” (Bakunin, 1994 a, 273). Pues bien, de ello da cuenta la Comuna en el relato de Marx, cuando se elogia cómo los “consejeros municipales” eran elegidos por sufragio universal, siendo “responsables y revocables en todo momento”. Y a partir de ahí, Marx especula ––dejándonos ver de paso, cuál era su aspiración en esta materia–– acerca de lo que habría sido un orden político desenvuelto en torno a la Comuna si esta hubiera podido subsistir:

Como es lógico, la Comuna de París había de servir de modelo a todos los grandes centros industriales de Francia. Una vez establecido en París y en los centros secundarios el régimen de la Comuna, el antiguo gobierno centralizado tendría que dejar paso también en las provincias a la autoadministración de los productores (...) Las comunas de cada distrito administrarían sus asuntos colectivos por medio de una asamblea de delegados en la capital del distrito correspondiente y estas asambleas, a su vez, enviarían diputados a la Asamblea Nacional de delegados de París, entendiéndose que todos los delegados serían revocables en todo momento y se hallarían obligados por el mandato

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imperativo (instrucciones) de sus electores. Las pocas, pero importantes funciones que aún quedarían para un Gobierno central no se suprimirían (...) sino que serían desempeñadas por agentes comunales y, por tanto, estrictamente responsables. No se trataba de destruir la unidad de la nación, sino al contrario, de organizarla mediante un régimen comunal, convirtiéndola en una realidad al destruir el poder del Estado, que pretendía ser la encarnación de aquella unidad, independiente y situado por encima de la nación misma, en cuyo cuerpo no era más que una excrecencia parasitaria (...) El régimen de la Comuna habría devuelto al organismo social todas las fuerzas que hasta entonces venía absorbiendo el Estado parásito, que se nutre a expensas de la sociedad y entorpece su libre movimiento (...) La sola existencia de la Comuna implicaba un régimen de autonomía local, pero ya no como contrapeso a un poder estatal que ahora era superfluo" (Marx, 1976 i, 234-236).

En cuanto a la expansión de la burocracia, es sabido todo lo que implica como instancia que concentra poder decisorio, en la que la jerarquía es la médula organizativa y en la que la distancia, tanto institucional como técnica, respecto de los individuos del común la hacen incontrolable. Frente a ello, el régimen de la Comuna era un trasunto de desburocratización y devolución de facultades de control al espacio local, no solo porque suprimía la división de poderes (“La comuna no había de ser un organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo”) y el ejército, sino porque todos los funcionarios eran responsables ante ella, amén de revocables: policía, jueces, magistrados, etc.

De manera que el episodio de la Comuna de París y el elogio que Marx hace de ella, nos dan cuenta de la manera como responde a la objeción de Bakunin, a la que hacíamos alusión al principio de este apartado, acerca de que todo gobierno es necesariamente despótico y oligárquico. En primer lugar, Marx está de acuerdo con Bakunin ––se repite una vez más–– en la concepción de la política como relación dominante/dominado y, por tanto, en la necesidad de la acracia en tanto superación de la misma y logro del autogobierno. Mas, en segundo término, no está de acuerdo con que el escenario de la política sea olímpicamente soslayado, ya que es el espacio ineludible de actuación que ofrece la realidad concreta; sin embargo, y quizá en virtud de una mirada como esa en la que dicho reconocimiento está más dictado por el realismo que por el entusiasmo, la defensa que Marx hace de la política no es una exaltación de la misma sino, al tiempo, una aceptación tanto de sus límites como del contenido contradictorio de la apuesta. En efecto, dicha actitud de apelación no entusiasta respecto de la política se percibe ya en una fecha tan temprana como 1844, en el texto Glosas críticas al artículo “El rey de Prusia y la reforma social. Por un prusiano”. Allí, discutiendo a propósito del problema de la inevitable interrelación entre una revolución social y una revolución política (por virtud de la cual, toda revolución es al mismo tiempo una y otra cosa), Marx señala que “el hombre es más infinito que el ciudadano y la vida humana más infinita que la vida política” y que, por tanto, “por parcial que sea una insurrección industrial, encerrará siempre un alma universal, y por universal que sea una insurrección política albergará siempre, bajo la más colosal de las formas, un espíritu estrecho” (Marx, 1982 e, 519), con el riesgo, además y según lo argumenta a continuación, de caer en el peor de los voluntarismos. Y la misma defensa desencantada la volvemos a encontrar 30 años después, en 1874/75, en las Notes of Bakunin's “Statehood and Anarchy” [Acotaciones al libro de Bakunin “Estatismo y anarquía”], donde señala que “as the proletariat in the period of struggle leading to the overthrow of the old society still acts on the basis of the old society and hence still moves within political forms which more or less correspond to it, has at that stage not yet arrived at its final organisation, and hence to achieve its liberation has recourse to methods which will be discarded once that liberation has been attained” [“dado que en el período de lucha

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conducente al derrocamiento de la vieja sociedad el proletariado tiene forzosamente que actuar dentro del marco de la misma y, particularmente, al interior de las formas políticas que de una u otra manera se corresponden con ella, las cuales aún no han alcanzado su forma definitiva, entonces para lograr su liberación el proletariado se ve obligado a utilizar métodos que serán descartados una vez esta haya sido conseguida”] (Marx, sf, 521).

Pero continuando con la respuesta de Marx al argumento de Bakunin, hay que señalar que, en tercer y último lugar, tampoco está de acuerdo con este en que sea indiferente la forma de gobierno existente: para Marx, no es lo mismo un régimen autocrático que uno democrático, o sea que matiza donde Bakunin no matiza, al punto de distinguir entre dominación pura y dura y hegemonía o, si se quiere, entre dirección basada en la fuerza y dirección voluntariamente aceptada. De un lado, en lo que se refiere al contexto político dentro del cual se ha de adelantar la lucha por la liberación, es muy clara su opción en favor de la democracia en su versión burguesa. Según Rubel, Marx veía esta última como un “objetivo provisional” el cual debía “realizarse contra el pasado feudal y absolutista mediante la lucha común de la burguesía y el proletariado, asumiendo cada clase un papel revolucionario específico” (Rubel, 2003 c, 210); a partir de ahí, el proletariado debía adelantar su propia batalla, echando mano de los recursos políticos y jurídicos que esas mismas formas democráticas le proveyesen: “La democracia aporta a los productores, organizados en sindicatos y partidos, los medios legales para conquistar el poder y actuar progresivamente hacia la transformación de toda la sociedad” (ídem, 211).

Por su parte, respecto de la organización política de la dictadura del proletariado entendida como paso siguiente al anterior y período de transición, las respuestas, como ya hemos visto, están en la experiencia de la Comuna.26 En su visión, esta ––en tanto “forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo”–– representaba un orden de dominación económica pero, simultáneamente, de hegemonía política del proletariado, de tal forma que si bien se mantenía la desigualdad de fuerzas propia de toda política entendida en clave de relaciones de clase ––desigualdad en este caso favorable al proletariado–– al mismo tiempo el andamiaje en su conjunto descansaba sobre el autogobierno local. Eso se traducía, a su vez, en unos mecanismos organizativos que, como la delegación con revocatoria de mandato, aseguraban el control y la rendición de cuentas permanente, impidiendo la autonomización y diferenciación de los delegados. En ese sentido, respondiendo a las críticas hechas por Bakunin en Estatismo y anarquía a propósito de que un gobierno de obreros equivalía a la gestación de una nueva minoría dirigente en nada diferente de cualquier otra cúpula elitista, dice Marx: “If Mr. Bakunin were familiar even with the position of a manager in a workers' cooperative factory, all his fantasies about domination would go to the devil. He should have asked himself: what forms could management functions assume whithin such a worker's state, if he wants to call it that?” [“Si el señor Bakunin estuviera familiarizado aunque fuera con la posición de un dirigente de una empresa cooperativa de trabajadores, todas sus fantasías acerca de la dominación se irían al diablo. Él debería preguntarse a sí mismo: ¿qué formas podrían asumir las funciones de dirección en un Estado de los trabajadores, si es que quiere llamarlo así?”] (Marx, sf, 520). En otras

26 En 1891, en el contexto del debate interno de la socialdemocracia alemana acerca de lo que debía entenderse por dictadura del proletariado, señala Engels: “Últimamente, las palabras «dictadura del proletariado» han vuelto a sumir en sabio horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!” (Engels, 1976 b, 200).

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palabras, las formas específicas de organización cuentan y marcan la diferencia; y la dictadura del proletariado así entendida, es decir, en tanto autoorganización de los oprimidos a partir del plano local, de abajo a arriba, señala el camino hacia el autogobierno como “administración de las cosas”.

Marx, en fin, se interesa por la forma concreta que asume la organización de las funciones de dirección o gobierno. Y lo hace porque, como ya hemos visto, no suscribe ––al contrario de Bakunin–– el argumento hegeliano acerca de la autonomía de la política, en virtud del cual el Estado aparece tan sobrepuesto y sacralizado, que ante él solo caben el sometimiento total o el rechazo total. Por cuanto, de un lado, la política en general es para Marx una forma de producción, de poeisis y, del otro ––en el caso específico del capitalismo––, el aparato de Estado se halla determinado por la naturaleza de la producción económica, es decir, por el capital, entonces al cambiar esa forma de producción e iniciarse un proceso de extirpación del capital, cambia la correlación de fuerzas entre las clases y cambia la política misma, abriéndose la posibilidad de un control democrático hasta el punto en que la propia política llegue a hacerse superflua. Así pues, en esa etapa transicional es posible subordinar el Estado a la voluntad de los individuos: “La misión del obrero, que se ha librado de la estrecha mentalidad del humilde súbdito, no es, en modo alguno, hacer «libre» al Estado (…) La libertad consiste en convertir al Estado de órgano que esta por encima de la sociedad en un órgano completamente subordinado a ella” (Marx, 1979 b, 27).

Conclusión

El pensamiento de PSB se estructura a partir de la defensa sin fisuras del principio ético de la autonomía individual. Independientemente de la validez de dicha reivindicación, la misma trae consigo una implicación epistemológica que le da un claro aire de familia a la mirada que estos autores despliegan sobre los fenómenos sociales y políticos: la apuesta por un enfoque metodológico normativista, en el que el principio ético antedicho agencia como a priori conceptual desde el que es abordado el análisis. Dos de las consecuencias políticas que se desprenden de este tipo de enfoque son la reivindicación del autogobierno y la apuesta por una actitud antipolítica, entendidos como criterios que deben presidir la organización de las relaciones de poder no solo en lo que se refiere a la sociedad considerada como un todo sino también al desenvolvimiento de los agentes colectivos.

La idea de autogobierno alude a la capacidad de todo actor para dirigirse a sí mismo, resistiendo la determinación externa y ejerciendo control sobre su entorno. Las relaciones de reciprocidad entre agentes en el caso de Proudhon, el egoísmo individual en el de Stirner y el elogio romántico del pueblo como unidad natural e instintiva autodeterminada en el de Bakunin, serían algunas de las manifestaciones de dicha noción en el caso de nuestros autores. Por su parte, contrario a lo que podría pensarse en una primera consideración, el concepto de antipolítica no apunta a defender una actitud de indiferencia respecto del problema de la dirección tanto de la sociedad como de los actores sociales; en concreto, lo que se pone en juego con él es el rechazo de formas de dirección jerárquicas y sobrepuestas que apunten a sofocar la autonomía y diversidad que caracterizan al plano de lo social, es decir, el rechazo de los paradigmas de dirección arriba a

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abajo y la consiguiente defensa de la relación abajo a arriba a la hora de la organización y conducción de los asuntos colectivos.

En el caso de PSB, la actitud antipolítica asume distintas manifestaciones. Así, en Proudhon, por ejemplo, lo que encontramos es un descreimiento respecto del parlamentarismo y de la acción revolucionaria con el consiguiente repliegue hacia espacios microsociales donde primen entre los individuos relaciones equitativas, contractual y voluntariamente establecidas (mutualismo); tales relaciones serían el tejido sobre el que luego, en un segundo momento, se podría dar el despliegue hacia el plano de lo general, en tanto movimiento que se vertebra en torno a la idea de una organización federal. A contrario sensu, aunque Bakunin está de acuerdo con el federalismo proudhoniano, no suscribe la apuesta por la construcción previa de un tejido mutualista defendida por el libertario francés; el mutualismo puede ser el modelo organizativo de la sociedad futura, pero no el medio para alcanzarla. Sólo una revolución social, es decir, un levantamiento espontáneo del pueblo en su conjunto ––trabajadores, campesinos, estudiantes avanzados e incluso de los sectores desclasados o lumpenproletarios––, orientado a la destrucción del aparato del Estado, puede conducir a ella. Mas si la revolución social es el camino, en cambio la revolución política ––que sería la defendida por los marxistas y que se orienta a la toma del poder estatal, con el proletariado arrogándose la representación del pueblo y con la dirección vertical de un partido–– es considerada totalmente indeseable. Finalmente, la idea de movimiento espontáneo también se halla en el centro de la mirada ácrata de un Stirner y, particularmente, de su concepción de una “asociación de egoístas”, entendida como la única forma de construcción colectiva aceptable. En efecto, para él la noción de asociación se diferencia de la de sociedad, pues mientras esta es una unión fosilizada y sobrepuesta respecto de los individuos que la conforman, en cambio en aquella se mantiene viva y activa la voluntad de unidad.

¿Cómo responde Marx a este enfoque de PSB, es decir, a la defensa moralista del autogobierno y la antipolítica, así como al normativismo metodológico que se halla a la base de tal punto de vista? Aunque coincide con ellos en el autogobierno como meta ––cosa que le da pie a Maximilien Rubel para hablar de Marx como “teórico del anarquismo”–– se opone categóricamente a su rechazo de los medios políticos para alcanzar dicho objetivo, así como, desde una postura materialista, repudia todo apriorismo epistemológico. En nuestra hipótesis, las claves de esa divergencia tanto metodológica como política se pueden hallar en el tronco común que se remonta a Hegel y a las diferentes maneras de asumir su contribución. Así, en el caso de PSB, lo que se registra es una actitud dual: de una parte, hay una reacción de indignación moral respecto del elogio hegeliano del Estado que los lleva a las antípodas, es decir, a la condena de toda política, postura ante la que resulta totalmente irrelevante la diferenciación entre formas de gobierno democráticas o autocráticas pues unas y otras no son sino manifestaciones de la relación dominación/servidumbre; de la otra, se suscribe acríticamente el punto de vista idealista y abstracto que caracteriza al método hegeliano. Esta aceptación en bloque los lleva a adoptar la conclusión hegeliana de la autonomía de la política y, por ende, de un Estado inexpugnable y sacralizado; pero a la luz de tal contexto comprensivo, si es verdad que esa es la esencia de la política, de toda política, entonces solo cabrá la respuesta reactiva: el refugio en la antipolítica.

Por su parte, la actitud de Marx ante la política de Hegel se deriva del ejercicio de crítica sistemática del método utilizado por este, el cual es caracterizado como fundado en abstracciones

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que repiten y legitiman lo existente. Así, la sacralización del Estado realizada por Hegel no sería sino el producto de su incapacidad metodológica para captar las relaciones concretas existentes entre aquel y la sociedad civil. En tales condiciones, la visión hegeliana de un Estado autónomo respecto de la sociedad civil y, lo que es más, exaltado en tanto encarnación de la racionalidad, es repudiada por Marx. Para él la política ya no será entonces una esfera de omnímoda autonomía (ante la que solo caben o bien el sometimiento o bien el repudio moral que lleva a la autoorganización en los márgenes), sino un campo que se halla estrechamente entrelazado con las relaciones materiales de producción existentes en una sociedad en un momento histórico particular. Mas este tipo de deslinde respecto de la impronta política hegeliana es posible gracias a que la respuesta de Marx, en clave de una innovadora epistemología materialista, no se reduce al simple expediente de poner la materia donde Hegel ponía la idea (la inversión de sujeto y predicado que propugnaba el “método transformativo” de Feurbach), sino que además cristaliza en el esfuerzo por seguir críticamente el movimiento del objeto, sin a prioris ni lógicos ni normativos, cosa alcanzable únicamente a través de una reconstrucción categorial: en lugar de apelar a categorías abstractas, de gran formato, que ––como las hegelianas–– repiten y mistifican la realidad, Marx se vuelca, guiado por la convicción de que “una explicación que no ofrece una differencia specifica no es tal explicación”, a la afanosa búsqueda de categorías que no se desenvuelvan ni en el nivel abstracto de la metafísica ni en el del particularismo estrecho propio del empirismo convencional, es decir, se vuelca en pos de universales concretos idóneos para aprehender lo específico y, por ende, para adelantar la crítica de lo real. Resultado de esa pesquisa será el abanico conceptual que caracterizará su pensamiento en adelante: división del trabajo, fuerzas productivas, modos y relaciones de producción y, sobre todo, en lo que se refiere a sus consecuencias políticas directas, clases y luchas de clases.

Y es ese salto cualitativo metodológico, que tiene lugar hacia 1843/44, el que conduce a que en el período inmediatamente siguiente (1845/46), Marx tome distancia crítica de las primeras elaboraciones teóricas y conclusiones políticas de sus rivales del campo libertario, Stirner y Proudhon, cosa que hará respectivamente en La ideología alemana y Miseria de la filosofía. En estos textos censura lo que considera la incapacidad de tales autores para identificar el proceso social de producción de abstracciones, cosa que, por ejemplo, en el caso de Stirner se manifiesta en su reconocimiento de los universales abstractos hegelianos, verdaderos fantasmas contra los que se desgasta en una batalla que lo lleva a encallar en la defensa de una nueva abstracción opuesta a las anteriores: la de la individualidad egoísta ahistoricamente asumida que representa “el Único”. En el caso de Proudhon, por su parte, el cuestionamiento de Marx se encamina a desnudar lo que ve como un pedante intento por deducir las categorías económicas a partir de la idea abstracta de igualdad, intento que, por otra parte, era una reedición de desarrollos previos que habían tenido lugar en Inglaterra desde una década antes. Las limitaciones de ese tipo de enfoque se evidenciarían, entre otras cosas, en la manera como Proudhon soslaya el efecto de la ley de la oferta y la demanda sobre los precios y la existencia de la plusvalía.

Ahora bien, aparte de estos desarrollos críticos, el afán marxiano por una aprehensión cabal de lo real se traduce en un reconocimiento del peso específico de la política a la hora de pensar en la transformación de la sociedad y, en particular, del nexo inextricable existente entre clases y política. Metodológicamente, la clase aparece como un universal concreto intermedio entre el contenido generalista propio de la idea de pueblo y la estrechez empírica que se desprende de la

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conceptualización de los grupos particulares observables de manera directa. Pero, en simultánea, desde el punto de vista político la clase significa además la posibilidad de que los individuos y las agrupaciones de interés particular, que compiten entre sí en la realidad existente, alcancen una unidad más amplia y potente sobre la base de un interés compartido y antitético respecto del adversario social común: el capital. En ese sentido, toda política anticapitalista es de clase y toda constitución de clase es un proceso político. Mas definida la importancia de la clase, ¿cómo responder a las objeciones que inmediatamente se podrían hacer desde el campo ácrata ––y que efectivamente realiza Bakunin––, a saber: de un lado, la del gobierno interno de la clase y, del otro, la de un gobierno de clase en tanto control del aparato de Estado (léase dictadura del proletariado), como expresiones ambas de una relación de dominación?

La respuesta de Marx en ambos casos es la de la tensión entre gobierno y autogobierno, la de la idea según la cual la jerarquía inherente a toda dirección política puede ser neutralizada o contrabalaceada con la construcción de una relación abajo a arriba. En otras palabras, la respuesta de Marx es matizar donde PSB no matizaban debido a la impronta que la política hegeliana les impuso y que ya referíamos; así, aunque el paradigma de política que suscribe es el conflictual (en virtud de las relaciones de clase que constituyen a esta), cosa que se traduce en la comprensión de que toda política supone una relación de desigualdad de poder o de dominación/servidumbre ––punto este último en el que coincide con PSB, con el propio Hegel y con otros anarquistas como Moses Hess––, sin embargo para Marx no es lo mismo la dominación pura y dura que la hegemonía o, si se prefiere, no es lo mismo la autocracia que la democracia. En esa dirección, pese a abrazar la idea de que una superación definitiva de la dominación solo es posible en un horizonte metapolítico como el del comunismo anarquista, no obstante apuesta por la democracia como el marco idóneo tanto para la toma del poder (caso en el que estaríamos hablando de la democracia burguesa), como para el necesario período de transición en el que se echan las bases de la emancipación del trabajo mediante la destrucción por la fuerza de la dominación económica burguesa (caso en el que estaríamos hablando de la dictadura del proletariado, entendida a la vez como forma de dominación económica y de hegemonía política, organizada a imagen y semejanza de la Comuna de París de 1871, es decir, como una relación de abajo a arriba, con delegación revocable de mandato en todos los niveles comenzando desde el autogobierno local). La democracia así asumida, por tanto, está lejos del paradigma republicano y consensual que algunos autores, como Miguel Abensour, creen encontrar en Marx a la luz de lo que interpretan como un “momento maquiaveliano” que, habiéndose manifestado por primera vez en la Crítica del derecho del Estado de Hegel, se habría mantenido latente para resurgir de la mano del “acontecimiento” de la Comuna de París.

Finalmente, en cuanto al problema de la tensión entre gobierno y autogobierno al interior mismo de la clase, puede decirse que discurre en torno a tres ejes: las relaciones de la clase con la teoría, las tradeuniones y el partido. En cada caso lo que se puede encontrar es un ajuste de cuentas con los lugares comunes que gravitan sobre Marx y que, en buena parte, se derivan de atribuirle postulados leninistas. Así, por ejemplo, respecto del tema de la teoría, una revisión de los textos políticos de Marx arroja la defensa que hace de la autoactividad del proletariado, la exaltación de sus movimientos espontáneos, la comprensión de que su necesario desarrollo intelectual solo podría ser producto de la lucha y un explícito rechazo de los intentos por “imponerle cualquier sistema doctrinario”. En cuanto a las tradeuniones ––por entonces más cercanas a la idea de

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movimiento social que a la de sindicato formalizado––, Marx respalda sus luchas reivindicativas pero, además, reclama su politización, la cual considera esencial para la necesaria organización de la clase obrera desde la parte al todo, es decir, desde las tradeuniones, tan cercanas a la lucha cotidiana de los trabajadores, al partido. Y, por último, en lo concerniente a este, la visión de Marx se mueve entre dos planos. De un lado, tenemos el partido en tanto aparato (lo que Rubel llama el “partido obrero”), cuya función depende del grado de desarrollo organizativo de la clase obrera: mientras este se halla en una etapa apenas embrionaria, el rol de aquel crece en importancia, ejerciendo labores de impulsor; pero, en cambio, cuando la clase obrera ya ha alcanzado una madurez política suficiente, entonces el aparato pasa a un segundo plano, apareciendo como mero instrumento al servicio de esta; y, de otra parte, está la comprensión del partido como la clase organizada en sí misma (“partido proletario”, en la terminología de Rubel), que es el concepto central, presidido por las ideas de autoorganización, espontaneidad, capacitación en la lucha y convergencia alrededor de la oposición al adversario de clase.

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