spondylus 18

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Ramiro Molina Cedeño • Director general

Colaboran en este númeroAlfredo Cedeño DelgadoMarigloria Cornejo CousinÁlvaro Mejía SalazarAlfredo Cedeño DelgadoBenjamín Rosales ValenzuelaRamiro Molina CedeñoJorge Núñez SánchezElías Barzallo CabreraVíctor Arévalo

Revista cultural creada en el mes de marzo del año 2004 por Ramiro Molina Cedeño, con propiedad intelectual compartida con Alfredo Cedeño Delgado. Cuenta con el auspicio económico de la I. Munici-palidad de Portoviejo.

Consejo editorial

Ramiro Molina CedeñoAlfredo Cedeño DelgadoMarigloria CornejoCarlos Calderón ChicoEdgar Freire RubioFernando Jurado Noboa

Colaboradores permanentes

Tonio Iturralde Cevallos Anita MendozaÁngel Loor GilerAlfredo Román MurilloMaría Fernanda Bravo

Portoviejo – ManabíTeléfonos: 052 639461 – 093123580

E-Mail: [email protected] CULTURAL “PORTOVIEJO”

Trabajando por la culturaPortoviejo, agosto del 2009

Corrección

Estela Guión Palumbo

Diagramación e impresión

LA TIERRA

La Isla N27-96 y Cuba (593 2) 256 6036 [email protected]

Imagen de portada:Estatuaria del Libertador “Simón Bolívar”

Portoviejo, agosto del 2009 • No. 18

ISBN978-9942-02-540-1

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EditorialAlfredo Cedeño Delgado 3

BolívarenlapoesíadesiempreMarigloria Cornejo Cousin 4

reflejosdelaConquista: elesCudodelinCaGarCilasodelaveGaÁlvaro Renato Mejía Salazar 23

elliBreComerCioyel9deoCtuBrede1820Alfredo Cedeño Delgado 29

GuayaquilylarevoluCióndequitode1809Benjamín Rosales Valenzuela 36

ComentariossoBreelliBroEnsayo histórico y geográfico del cantón Montecristi delprof.domingoolmedodelgadomantuanoRamiro Molina Cedeño 43

lospueBlosindíGenasyneGrosfrentealaindependenciahispanoamericanaPonencia del Dr. Jorge Núñez Sánchez 50

Contenido

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Editorial

Estamos de vuelta. Después de un lapso de silencio que nos ha do-lido intensamente y por el cual

pedimos disculpas, volvemos con este número 18 que es emblemático.

Representa esta edición la persis-tencia quijotesca de quienes queremos construir caminos de cultura histórica desde una región, que como la mana-bita, se merece enteramente el esfuer-zo; representa, también, la demanda generada en el resto del país para que no desaparezca definitivamente este instrumento de divulgación que tanta falta hace a la provincia y a la nación, y representa, de manera emblemática, el maravilloso concepto de que las ideas y la palabra perduran, más allá de con-tingencias vanas y pobres.

En estos meses de forzoso si-lencio, sin ánimo de envanecernos, hemos recibido por parte de historia-dores locales y nacionales, de insti-tuciones historiográficas y de un pú-blico heterogéneo, el respaldo por la labor desarrollada durante diecisiete ediciones, y también, el estímulo y la petición constante para que volva-mos a forjar páginas que cobijen las investigaciones históricas de tantos y tantos académicos, cronistas y apasio-nados. Ese respaldo, ese estímulo, es el que hemos tomado como demanda

para, aunando esfuerzos, conjuntan-do voluntades y sorteando dificulta-des, aparecer nuevamente.

La historia es un factor de ense-ñanza cívica, de espíritu humanitario, de dignidad nacional y de desarrollo del amor a la verdad que no puede usarse para fines extraños a su propia misión, ni debe utilizarse como un instrumento de propaganda. Spon-dylus, en sus dieciocho ediciones, ha hecho estandarte de ese mandato, porque todo sectarismo debe ser aje-no por completo a la función de ense-ñar y eso es lo que hemos pretendido siempre: que nuestra publicación sea un instrumento de enseñanza.

A quienes nos han estimulado con sus conceptuosas opiniones, a quienes nos han leído y nos han extrañado, a nuestros amigos colaboradores y aun a nuestros detractores –que felizmen-te los tenemos– les agradecemos la paciencia de la espera y solo promete-mos seguir tratando los temas que se reflejen en nuestras páginas con suma cautela, con visión integradora, con res-peto profundo por quien opina y con el ánimo de enriquecer a nuestra región y a nuestro país, porque comprendemos a Paúl Valery cuando dijo: “La historia es el producto más peligroso que la quí-mica intelectual haya elaborado”.

Alfredo Cedeño Delgado

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BolivarenlapoesíadesiempreMarigloria Cornejo Cousin

unaexplicación entornoaltema

Creo que mi deseo de estudiar y compartir el tema (Bolívar/poesía; poesía/Bolívar) nace,

por una parte, del conocimiento que mi padre puso en mí desde muy tempra-na edad, contagiándome su devoción a Bolívar; y, por otra parte, mi amor a la literatura hispanoamericana.

A ese punto lejano de mi cons-ciente o de mi subconsciente, creo que debo sumar algo inolvidable: las expresiones de Rufino Blanco Fombo-na al prologar la edición tardíamente aparecida en París de Los siete tratados de Montalvo (edición Garnier Her-manos, París, 1912), cuando

clamaba desde Europa porque en nuestras tierras llenas de grandes figuras olvidadas, se formara la con-ciencia de la valoración y del resca-te, y se actualizara el mensaje que aquellas figuras nos transmitieron , a fin de identificarnos mejor, de de-fender lo nuestro, de ser dignos de la memoria de nuestros próceres, de aquellos que nos dieron patria, cul-tura y libertad…

Esa sería una forma de engar-zar en una cadena de solidaridad las

generaciones de ayer y las actuales, y comprender entonces que sin lugar a dudas hay muertos que irradian vida desde sus sepulcros.

Es indiscutible que los grandes hombres caminan por los fastuos de la historia entre la admiración y la detracción. Bolívar, el Grande, no po-día ser la excepción. Pero gracias a la Divinidad y al tiempo, la figura egre-gia de este venezolano de América y del mundo trasciende, y su vida y su gloria se elevan siempre más allá de su muerte.

nuestrohéroeen lainspiracióndelospoetas

Eso explica el porqué este héroe universal haya inspirado a poetas de todos los tiempos en este continente, inspiración magistralmente resumida por don Guillermo Valencia, el gran vate colombiano (1873-1943) que es-cribió una página inolvidable en la revista El cojo ilustrado, Caracas 1914; y de cuyo texto podemos fácilmente extraer las pinceladas indelebles que la vida y obra de nuestro héroe deja-ron en el alma del poeta:

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…Un día se apodera del poeta el anhelo de lo ignoto, y evoca al genio de la historia. En vuelo hacia los campos idos conduce hasta las forjas romanas todo el bronce que ha recogido, para fundir en él el alma de una estatua: la estatua de nuestro padre Bolívar.

Y evoca la epopeya americana, y ve lo que fue la independencia: un sueño de hom-bres agitados del espíritu de aquella diosa que escanció en cincelado vaso para el filósofo antiguo el divino coloquio de la República; una tribuna ocupada sin cesar por oradores férvidos; un circo de los tiempos antiguos lleno de mártires despeda-zados; una historia entera desbaratada a cañonazos; y sobre él cuadro portentoso y épico, un hombre: ¡y ese hombre era Bolívar!

La palabra vuela, cansada, para decir lo que fue él: predecir, luchar, vencer, crear. Orar, gemir, cantar, rugir, maldecir, convencer, soñar, padecer, agonizar, mo-rir… Morir, no como quiera, sino como la columna dórica cansada de llevar sobre sus hombros el peso inmenso de las naves; contemplando como España ataba de su escudo a la fiera soberbia y melenuda, y dejaba volar, a cobijar el nuestro, con la sombra sagrada de sus plumas, esa ave libre que gusta de armar su nido sobre él pico más alto de sus sierras. Y esa fue la visión del poeta.

Esa fue, en realidad, la visión de ese poeta de Valencia, y esa misma visión es la que se apodera de todos quienes fascinados por su vida y sus hazañas, por sus sueños y sus luchas, hacen de Bolívar con sus versos el bronce de una estatua inmortal.

Él vio al héroe mártir, y supo con-templar su perfil vencedor sobre el muro negro y derruido de los tiem-pos que fueron; y su gesto aguileño y su abrasada tez y sus mismas que-madoras pupilas en que reverberaba el rojo sol del combate. Y vio cómo, al acompasado galopar de su caba-llo, la tierra brotaba soldados que iban formando, a su espalda, como la cauda inmensurable de un come-ta; y cómo iba llevando de monte en monte andino, los incendios de la guerra y la voz de Dios…

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El poeta tomó esos rasgos esenciales y fue a llevar a la fragua volcánica el sagrado crisol que contenía el bronce futuro de la estatua inmortal… porque Bolívar vivi-rá mientras la lengua castellana nos esté pregonando en América, en las estrofas del poeta, un pasado glorioso y un compromiso para el futuro…

lospoetasdeamérica yBolívar

El tema que nos ocupa actualiza el homenaje que la Lira americana, a través de sus más caros representan-tes, ha rendido al Gran Hombre de quien tenemos –a través de sus con-temporáneos– americanos o europeos que lo conocieron, que compartieron con él, que lucharon como él y que nos han permitido con sus juicios ar-mar el propio y nuestro.

Así, podemos repetir lo que en bella forma poética y haciendo una especie de inmersión en lo popular, nos dicen los versos del venezolano Alberto Arvelo Torrealba, a través de cuya lectura se enciende nuestra ima-ginación y nos hace ver a Bolívar cru-zando los llanos, cuando dice:

De bandera va su capa, su caballo de puntero;baquiano, volando rumbos,artista, labrando pueblos;hombre, retoñando patrias,picando glorias, tropero.

Oígale la voz perdidasobre el resol de los médanos,la voz del grito más hondooígasela compañero

Como el son de las guarurascuando pasan los arrieros,como la brisa en la palma,como el águila en el ceibo,como el trueno en las lejuras,como el cuatro en el alero, como el eco en las tonadas,como el compás en el remo,como el tiro en el asalto,como el toro en el rodeo,como el relincho en el alba,como el casco en el estero,como la pena en la canta,como el gallo en el silencio,como el grito del catireen las Queseras del Medio,como la Patria en el Himno,como el clarín en el viento.Por aquí pasó, compadre,dolido, gallardo, eterno…

(Hasta aquí la cita de Sonetos a Bolívar 2, Biblioteca de la Soc. Bolivariana de Venezuela,

1989, pp. 8 y 99)

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Esa apreciación de corte popular era lo que el campesino veía y sen-tía frente al paso de ese hombre para quien guerrear era su sino, mientras la patria –concebida en la misma for-ma y con las mismas dimensiones en que la soñó nuestro Rocafuerte– pug-naba por romper las cadenas del yugo colonial. Bolívar, que perteneció a esa clase de hombres que por vencer has-ta las tempestades llegan a encarnar la esperanza de las masas, era dueño de una combatividad sin límite, due-ño además de una palabra vibrante y persuasiva, convocaba a las multitu-des; y, triunfador o derrotado, no co-noció la pausa ni el descanso y aplicó todo su esfuerzo como un ente ilumi-nado hasta la victoria.

Y también con corte popular, re-cogido en Nueva Granada por el his-toriador colombiano Enrique Otero D’Costa, podríamos citar los siguien-tes versos anónimos que en la época sonaron espontáneos con un especial fondo musical:

Arriba zambos del llanolos del brazo arremangaoque el Libertador nos llamaa pelear como es mandao.

Arriba zambos del llano,que el Libertador nos llevacon el triunfo aseguraomontado en su caballitode color acanelao.

Codicia del Negro Infantecoco de Julián Mellao.

Caballo no bebas aguaque el agua es para el pescao;

bebe los vientos llaneroshasta morir aventao.

Ya tocan a la botasillaya está el escuadrón montao!arriba los zambos del llano,a pelear como es mandao!que el Libertador nos llevacon el triunfo asegurao.

El texto leído nos hace recordar unas muy bellas frases de José Martí:

Aquel hombre solar a quien no con-cibe la imaginación sino cabalgando en carrera frenética, con la cabeza rayana en las nubes, sobre caballo de fuego, asido del rayo, sembrando naciones.

(Caracas y el Libertador, tomo LXVI, julio-septiembre 1983, Academia Venezolana de la Historia, p. 637)

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Su vida llena de pasajes tan ri-cos y tan variados, hace pensar en la carga emocional acumulada que evi-dentemente lo impulsaron a la acción. Y nos hace recordar a nuestro Juan Montalvo cuando refiriéndose a sus atributos dijo:

Libertad era su Dios vivo; después del Todopoderoso, a ella rendía cul-to su grande alma. Caído muchas veces, alzábase de nuevo y tronaba en las nubes como un Dios resuci-tado. Gran virtud es el tesón en las empresas en donde vaivén de triun-fos y reveses promete dejar arriba el lado de la constancia, sin la cual no hay heroísmo. El secreto de erguir-se en la propia ruina, romper por medio de la desgracia y mostrarse aterrador al enemigo, no lo poseen sino los hombres realmente superio-res, esas almas prodigiosas que en la nada misma hallan elementos para sus obras.

(Simón Bolívar, Juan Montalvo, tomo 8, Clásicos Bolivarianos, Caracas, 1994)

A él le correspondió crecer y formarse en una etapa de profundos cambios sociales, filosóficos, políticos e históricos entre la obsolescencia de la Ilustración y el nacimiento del Ro-manticismo. Las páginas maravillosas de la vida de nuestro Héroe –cada una de más intensidad que otra– han sido inspiración de los poetas en todas las épocas… Así, pues, en su visita a Pa-rís en 1804, cuando en compañía de su maestro y amigo Simón Rodríguez toma contacto con lo más selecto de

la intelectualidad francesa de la épo-ca; su ascenso al Monte Sacro, o el te-rremoto en Caracas, o su delirio en el Chimborazo, o su triunfo en Junín, o su agonía en San Pedro Alejandrino; sus triunfos o sus derrotas han sido chispas que encendieron la inspira-ción de nuestros poetas.

Puestos frente a un escritor o un poeta debemos preguntarnos qué fuer-za lo motiva a escribir. Para unos será recordar, para otros recrear o expresar sentimientos o simplemente pensar. Es-tos tres verbos describen ese trabajo in-telectual por el que se concibe o se hace historia, en el primer caso, literatura en el segundo o filosofía en el tercero.

Por el tema que vamos tratando, nuestra atención se centra en el segundo grupo al que debemos entrar aceptando ante todo que nuestro pro hombre no fue un filósofo sobre cuyas ideas pueda escribirse una historia, ni tampoco un personaje de novela capaz de generar un mundo de ficción en su entorno. Fue, sí, un hombre real, de carne y hueso; un hé-roe íntegro en cuerpo y alma, un hombre con un ideario que dio forma de patria a cinco naciones de este continente, y que dio vida al criterio integracionista que en la actualidad –siglo XXI– alienta a las na-ciones de Hispanoamérica y el Caribe a sentir –como él decía– que para nosotros “¡la patria es la América!”. Un hombre que complementaba su quehacer con el pensar, haciendo historia en cada día de su vida y en cada pasión de su alma; tal como lo muestran sus cartas, sus ba-tallas, sus proclamas, en las que, por la autenticidad con la que actuó siempre, aún está vivo para gloria de América.

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Eso, justamente, explica las miles y miles de páginas que se han escrito en torno a su figura, y de las cuales solo me referiré a los poemas de autores hispanoame-ricanos de renombre, con los cuales pretendo hacer una especie de mapeo poético bolivariano. Y comenzaré por Miguel Otero Silva, de Venezuela, en un poema cuyo mensaje, en el contexto, nos dice que Bolívar es América:

Solo una sombra escuálida como un árbol sin ramas.Solo una frente amplia y unos ojos de abismo. Solo una sombra ágil, nerviosa, diminutaque se tornaba inmensa como todas las sombras.Era una sombra inmensa y era un pueblo a su espalda.Un pueblo de pausados campesinos andinos,de llaneros festivos, audaces y valientes,de mulatos cordiales y de negros risueños,de curtidos y ariscos pescadores mestizos,de soldados corianos sufridores y recios:pueblo dicharachero, ingenioso y palúdico.Era una sombra inmensa y era un pueblo a su espalda.

Hoy la sombra está muerta. De su saviase han nutrido mil bosques de hombres.En su loor clarines tempestuosos,tambores desbocados y pífanos marcialeshan florecido bajo muchos cielos.Bronces y mármoles no han logrado plasmar en su quietudla vital sombra muertaporque la tempestad no puede ser tallada.Hoy la sombra está muerta frente a su pueblo vivo.Frente a su mismo pueblo, sobre su mismo paisaje, rumiando el mismo pan y la misma amargura.Pueblo que aún persigue por las rutas con sollo que la arrolladora voluntad de la sombra buscaba.

Hoy la sombra está muerta,mas su pueblo está vivo.Pueblo vivo y enmarcado con la mirada fijaen la bandera libre que tremoló la sombra.¡Arar nunca es en vano, ni en el mar!”

Qué hermosas palabras de Otero al glosar una frase del Bolívar decaído, por un momento en su última proclama, pero en su canto reconoce textualmente que “de su savia se han nutrido mil bosques de hombres”, por eso con razón –nos dice, y repito– “arar nunca es en vano… ni en el mar”.

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En Centroamérica, el chorotega más grande del siglo XIX, Rubén Darío, en sus años juveniles, le dedicó esta oda:

Oda en Centroamérica

Salve el cóndor andinoque al Chimborazo arrebató su llama!¡Salve al genio divinoque clamó al torbellino en medio del hervor del Tequendama!

(Alude al bellísimo pasaje del salto del Tequendama, hacia donde fue Bolívar a deleitarse en el río Funza que allí cae desde 145 metros de altura, desde cuya orilla saltó para asombro de quienes lo acompañaban)

(…) La naciones lo han visto:sol fecundo en la paz, rayo en las lides;redondo como Cristo,fue de raza de Cidesy en su alma inmensa revivió Arístides.

(…) Gloria al que ofrece vida,a la codicia y al temor ajeno;gloria eterna y crecidaal paladín sereno,que se anunció con el clarín del trueno.¡Bolívar! Las edades escriben ese nombre, alto y bendito;llevan las tempestades,ese poema escritoy se escucha un rumor en lo infinito.

Sus críticos señalan que en poe-ma posterior titulado “PAX” hace mención a Bolívar junto a Washington y San Martín, con formas magistrales.

Ese pasaje maravilloso e inol-vidable de las proezas de Bolívar lo aprendí con mi padre, que, al relatar-lo ponía tanta fuerza en sus palabras que mi imaginación se echaba al vue-

lo para verlo saltar desde tremenda altura ante los ojos de asombro de sus soldados que lo acompañaban, y al hacerlo, con la misma elegancia decía Justino de un “atleta heleno”, caía sobre una piedra tremendamente grande que casi se columpia sobre el tenebroso abismo: y lo hizo –palabras textuales de Justino Cornejo.

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Bajo la infinitud radiante de los cielos y al compás del mágico instrumental de las aguas en tropel.

Abajo, en el punto en que se rompe descomunal aquella masa líquida y en el que el Funza vuelve a ser río, algo como una sonriente aprobación suena y se expande en alas del viento, para satisfacción y gloria de Colombia y de la especie humana.

(Esta cita textual de Cornejo pertenece a un opúsculo titulado “La sublime teatralidad de Bolívar en siete estancias”, reeditado con el auspicio de la M. Ilustre Municipalidad de Guayaquil para la fiesta de Bolívar en julio del 2005)

Por la grandiosidad del hecho insuperado del salto del Tequendama, tam-bién una mujer, con humildad y grandeza, le dedica un poema titulado:

El himno a Bolívar

Avergüenza decir: “Voy a hacerle un himno a Bolívar”.¡Es tan menguada la voz de los hombrespara alzarla en elogio de los héroes!

A Bolívar habría que cantarle con la garganta de los vientosy el pecho del mar…”

Yo tendría que suplicarle al Pampero:¡dame tu acento!Y al Atlántico y al Caribe:

Hoy necesito vuestra voz.La montaña y el salto estarán desde entoncescantando las alabanzas del General.Lo que no han sabido hacer los hombreslo habrán hecho el agua y el volcán.

Y eso basta; ahora, nosotrosaprendamos a escuchar,a escuchar religiosamenteel canto triunfal.

A las voces eternas se unirán las de mi Río de La Plata y mi Uruguay,y el himno enorme se integrarácon el ritmo del Amazonas, del Orinoco,Del Magdalena, del Paraná.

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Venezuela: para hacer la alabanza de tu héroetodos los ríos de América mezclaránsu voz, sobre llanuras y montañas.Así han de cantarle a Bolívarel agua y los ecos, la cordillera y el huracán.

Y todos los hombres de Américaque le deben su libertadcon el corazón exaltado y la cabeza descubiertaescucharán el himno que ninguno de los poetasfue capaz de concebir para tu general.

La autora, Juana de América: Juana de Ibarbourou. Realmente her-moso y sobrecogedor, porque el senti-do de gratitud estalla en expresión so-brecogedora hasta en la naturaleza de este continente hacia el caraqueño.

Y también desde el Sur, hay una voz grave y una pluma grande que cantan a Bolívar. Es la de Neruda, que lo encuentra en el drama de la guerra civil española, en la década del 30 y escribe “Un canto para Bolívar”, del que extractamos lo siguiente:

Padre nuestro que estás en la tierra, en el agua, en el airede nuestra extensa latitud silenciosa;todo lleva tu nombre, padre, en nuestra morada:tu apellido la caña levanta a la dulzura,el estaño bolívar tiene un fulgor bolívar,el estaño bolívar sobre el volcán bolívar;la patata, el salitre, las sombras espaciales,las corrientes, las vetas de fosfórica piedra,todo lo nuestro viene de tu vida apagada:tu herencia fueron ríos, llanuras, campanarios:tu herencia es el pan nuestro de cada día, padre.

Tu pequeño cadáver de capitán valienteHa extendido en lo inmenso su metálica forma:de pronto salen dedos tuyos entre la nieve;y el austral pescador saca a la luz de prontotu sonrisa, tu voz palpitando en las redes.

De qué color será la rosa que junto a tu alma alcemos?Roja será la rosa que recuerde tu paso.

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Cómo serán las manos que toquen tu ceniza?Rojas serán las manos que en tu semilla nacen.Y cómo la semilla de tu corazón vivo?

Por eso es hoy la ronda de manos junto a ti,junto a mi mano hay otra, y hay otra junto a ella,y otra más, hasta el fondo del continente oscuroy otra mano que tu no conocisteviene también, Bolívar, a estrechar a la tuya.

Bolívar, capitán, se divisa tu rostro,bandera se adorna con la sangre de nuestra insigne aurora.Capitán combatiente, donde un bocagrita Libertad, donde un oído escucha,donde un soldado rojo rompe una frente pardadonde un laurel de libres brota, donde una nueva.Otra vez entre pólvora y humo tu espada está naciendo.Otra vez tu bandera con sangre se ha bordado.Los malvados atacan tu semilla de nuevo:clavado en la cruz está el hijo del hombre

Pero hacia la esperanza nos conduce tu sombra,el laurel y la luz de tu ejército rojo,a través de la noche, América con tu mirada miras.Tus ojos que vigilan más allá de los mares,más allá de los pueblos oprimidos y heridos,más allá de las negras ciudades incendiadas.Tu voz nace de nuevo, tu voz otra vez nace;tu ejército defiende las banderas sagradas.La libertad sacude las campañas sangrientasy un sonido terrible de dolores precedela aurora enrojecida por la sangre del hombre.

Libertador: un mundo de paz nació de tus brazos.La paz, el pan, el trigo de tu sangre nacieron:de nuestra joven sangre venida de tu sangresaldrá la paz, pan y trigo para el mundo que haremos.

Yo conocí a Bolívar, una mañana largaen Madrid, en la boca del Quinto Regimiento “Padre”, le dije: eres o no eres, o quién eres?Y mirando al Cuartel de la Montaña, dijo:“Despierto cada cien años, cuando despierta el pueblo”.

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Y acercándonos geográficamente a nosotros, desde su Perú de origen, también se escucha y se lee a un escri-tor de fuste, siempre con tono enérgico y conocido en el mundo de la política por un proyecto personal de recons-trucción y regeneración nacional. Me refiero a don Manuel González Prada (Lima, 1848-1918), a quien pertenece el siguiente cuarteto:

Tú, Bolívar. No demandesbella estatua en firme asiento:es tu digno monumentoel murallón de los Andes.

Con cuyo texto engarza geográ-ficamente la acción bolivariana en todo el callejón andino.

Y también de Perú no podemos dejar de mencionar al gran poeta épico de América, José Santos Chocano (Lima, 1875; Santiago, 1934) en un terceto que aprendimos cuando éramos estudiantes de Literatura de una composición titula-da “Tríptico bolivariano”, y que dice:

Gloria al que lucir pudo, como ja-más se ha visto,a veces el sudario trascendental de Cristoy a veces la bordada camisa de Don Juan…

Y de Colombia podemos citar al modernista José María Rivas Groot (Bo-gotá, 1863; Roma, 1923), a quien se debe la dirección acertada de dos famosas re-vistas de literatura y política de aquella época denominada Opinión y el orden (Planeta, tomo 9, p. 162).

En su producción poética, sus críticos sienten la influencia principal-mente de Lamartine y Víctor Hugo, distinguiéndose “El canto a Bolívar” de 1883, del que extractamos lo si-guiente:

¡Bolívar!… el gigantecuyo nombre repite la tormentasobre la faz del turbulento Atlante.(…) El que llevó sumisa, encadenada,a las flotantes crinesde su corcel fogoso a la victoria.

El hombre bueno entre los hombres grandes,el genio colosal entre los buenos,el que por pedestal tiene los Andesy por corona la fulgente nubepreñada de relámpagos y truenos.

(Citado en el libro de Gilberto Molina Correa, Ambato, 1983, p. 60)

Y Bolivia no podía estar ausente de ésto que yo llamo “mapeo de la lí-rica bolivariana”. Traemos la cita de la poetisa María Josefa Mujía ( 1813-1888), cuando dice en su soneto “A Bolívar”:

Aquí reposa el ínclito guerrero:Bolivia triste y huérfana en el mundollora a su Padre con dolor profundo,Libertador de un Hemisferio entero.

(Sonetos a Bolívar, Caracas, 1989)

Y en la década del 30, en Pana-má, frente al monumento internacio-nal que se levantara en su honor, el gran vate Ricardo Miró, pronunció estos versos:

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Bien está que a tus plantas se prosterne la América,si un día echó en olvido tu loca hazaña homéricaque hoy surge, tras un siglo, con mayor claridad.Pues si fuiste el más grande Capitán de la historia,serás, desde hoy, sobre este pedestal de tu gloria ,el Centinela eterno de nuestra libertad.

(Sonetos a Bolívar, Caracas, 1989)

En este recorrido poético por América hemos dejado casi al final un país del Cono Sur del que emerge una pluma inigualable: la de Edgardo Ubaldo Genta, que al referirse a nues-tro héroe, dijo: “que habiendo nacido hombre supo morir como un dios” en su obra titulada La epopeya de Bolívar, (Montevideo, Editorial Independen-cia, 1944), única en su género, que fue auspiciada por el gobierno de su Uruguay natal mediante decreto del 19 de mayo de 1944, considerándola como un nuevo signo de vinculación de este país con Perú, Bolivia, Colom-bia, Ecuador y Venezuela, y en cuyas palabras iniciales el propio autor nos dice cómo nacieron sus poemas “amé-ricos” llamados a exaltar las grandes

fuerzas del nuevo mundo bajo la su-gestión de su naturaleza, su historia y su destino; y, cuyo primer ciclo de siete obras culmina justamente con La epopeya a Bolívar, a través de la cual el autor encuentra una relación entre Prometeo y Bolívar, entre el héroe mi-tológico y el real. Genta se pregunta y nos preguntamos nosotros también a propósito de esta consideración:

¡Prometeo en América! En un bloque de los Andes, tallado con el cincel del verso, desgarradas sus entrañas por el cóndor de la gloria, encadenado por el amor a los efímeros y las pasiones sin freno ¿No es acaso Bolívar más Prometeo que el mismo esquiliano y sobrenatural?…

Esta obra, compuesta por tres actos y un epílogo que se extienden en nada menos que 277 páginas, se representó por primera vez en el Tea-tro Sucre de Quito, con motivo de la celebración del Cincuentenario de la Unión Panamericana y en homenaje a la Batalla de Pichincha; y, en su prime-ra página, hay una frase del escritor también uruguayo José Enrique Rodó (Montevideo, 1872; Palermo, 1917), que nunca he olvidado y que dice:

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Nada hay más grande que Bolívar

Grande en el pensamiento, grande en la acción;grande en la gloria, grande en el infortunio;grande para magnificar la parte impuraque cabe en el alma de los grandesy grande para sobrellevar, en el abandonoy en la muerte, la trágica expiación de su grandeza.

(Hombres de América, José Enrique Rodó)

Y nada menos que de Guatemala el gran premio Nobel, Miguel Ángel Asturias, nos ha dejado una compo-sición que es, para los bolivarianos, oración de cada día:

Credo

Creo en la Libertad, Madre de América,creadora de mares dulces en la tierra,y en Bolívar, su hijo, Señor Nuestro,que nació en Venezuela, padecióbajo el poder español, fue combatido,sintiose muerto sobre el Chimborazo,y con el Iris descendió a los infiernos,resucitó a la voz de Colombia, tocó al Eterno con sus manos, y está parado junto a Dios.

No nos juzgues, Bolívar, antes del último día,porque creemos en la comunión de los hombresque comulgan con el pueblo; solo el pueblo hace libres a los hombres. Proclamamosguerra a muerte y sin perdón a los tiranos,creemos en la resurrección de los Héroes,y en la vida perdurable de los que, como Tú,Libertador, ¡no mueren!: ¡cierran los ojos y se quedan velando!

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Y tendríamos necesidad de mu-cho más tiempo para completar este recorrido por la Lira americana inspi-rada en nuestro pro hombre. Por eso entramos a la parte final de este traba-jo que lo he preparado con verdadero

amor y con inquebrantable fe en los principios bolivarianos, convencida de la profundidad de sus hazañas, del legado que no pierde actualidad y que continúa cosechando la mies que arro-jó el Libertador. Por eso siempre digo:

“Libertador y padre nuestro”Cuando todas las voces sean polvoy todos los silencios sean nada;cuando el tallo verde sea apenasrecuerdo de la espiga y la raíz primeraun desangrarse de agua inédita;cuando las perdidas huellaslloren el polvo de sus pasos;cuando las manos huérfanasdestilen su porción de estrellas,y Dios, solo Dios quede en la eternidad,estarás tú, Simón de Caracas y de América,temblando en el silencio de la vozpara decir tu palabra.”

(Esta es una bellísima composición del venezolano Lucas Castillo Lara)

Bolívarylospoetasecuatorianos

Y ahora sí en la parte final de este trabajo entramos en el Parnaso ecua-toriano, en el que mencionaremos en primer lugar a Olmedo, que con su “Canto a Bolívar” hace realidad su

deseo y su esperanza de hallarse lue-go, con él, en la gloria, como lo ma-nifestara en carta del 31 de enero de 1825, poema cuyo principal crítico fue el propio Bolívar:

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(Fragmento)

El trueno horrendo que en fragor revientay sordo retumbando se dilatapor la inflamada esfera,al Dios anuncia que en el cielo impera.

Y el rayo que en Junín rompe y ahuyentala hispana muchedumbreque más feroz que nunca amenazabaa sangre y fuego eterna servidumbre;

Y el canto de victoriaque ecos mil discurre ensordeciendolos hondos valles y encumbrada sierra:en la tierra proclaman a BolívarÁrbitro de la paz y de la guerra.

Recordemos, de paso, que este famoso poema fue traducido al fran-cés por el poeta Víctor Manuel Ren-dón, también guayaquileño.

La eximia poetisa guayaquile-ña Rosa Borja de Ycaza, mi madrina sea dicho de paso, dedica al Genio de América su inspiración en el poema-rio titulado “Libertad” (Guayaquil,

1960), en seis cantos que acertada-mente prologa el Padre Aurelio Es-pinoza Pólit que lo califica como “un bello canto al espíritu de la patria, al que con su gallarda y constante hidal-guía ennoblece la pequeñez relativa de nuestras realidades históricas”. En el último canto, imaginando al Li-bertador en el Chimborazo, la autora dice textualmente:

Hay un supremo instante de abstracción del espírituque en inquietud creciente mira hacia el más allá;en que el héroe se eleva con visión de poeta,y cual grave filósofo hasta el abismo va,buscando en el espacio la luz de la quimeray en el profundo abismo la voz de la verdad.Y con un insondable misterio en las pupilas,donde prende el ensueño su irradiación fugaz;en alto el pensamiento, que el espacio domina,y saturada el alma de blanca soledad;siguiendo los arcanos de su propio Destino,delante de los siglos que lo miran pasar,Bolívar se engrandece como un dios mitológicoy levanta a los cielos su delirio inmortal.

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no.18•unencuentroconlahistoria

Un hálito de cumbres envuelve su grandeza,en asombro el silencio sobrecogido está;Bajo el signo del cielo, testigos del prodigioson el vasto Universo, el Alma y la Eternidad.

(Libertad, p. 48)

Y muchos más ecuatorianos can-taron a nuestro Bolívar. Así, el guaya-quileño Medardo Ángel Silva, lírico por excelencia, incluye en su obra un canto heroico y sublime en el que sen-timos también que arde su inspiración

épica. Me refiero a “Bolívar y el tiem-po”, poema que todas las alumnas de Emma Esperanza Ortiz Bermeo, en la época de oro del Dolores Sucre, decla-mábamos con unción:

El huracán aullaba como un mastín de cazaa la noche invasora… la niebla era una gasavelando el rostro puro del día. Se dijeraque el hálito del viento apagaba la hogueradel sol… la sombra inmensa de los montes crecíacomo haciendo la noche… cada cumbre fingíauna mano extendida para coger estrellas.Alzaba sobre el mundo la más altiva de ellasun pabellón de llamas. Viéndolas se diríaque de aquella montaña iba a salir el día.El Chimborazo alzaba su cabeza de abueloentre todos. El viejo monte vecino al cieloconocía la voz del Padre de las cosas.El alba filialmente encendía de rosassu frente de patriarca. El sol era su hermano:otro gigante era también el océano.Su actitud al Titán rememora del mito:quizá pensó robar un astro al infinito,y la mano de Dios, frustrando la aventuraslo inmoviliza a tiempo que escalaba la altura!…

De súbito, un rumor, levísimo, tan levecomo el caer de una hoja sobre el tapiz de nievede la montaña. Aquel rumor crecía lento.El silencio se hacía momento por momento,tan grande que, atendiendo a mil ocultos sones,se hubiera oído el paso de las constelaciones.Era de pies humanos aquel suave ruido.El Chimborazo alzó la faz semidormido;

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y vio un hombre parado en frente del vacío.Y el monte sintió algo como un escalofrío!...La túnica de ese hombree era de llama, cieloy sangre. Lo envolvía como si, en vez de velo,fuera su propia carne; su frente despedíaun fulgor parecido al del naciente día;su mano era capaz de doblar al destino:le circundaba un halo de prestigio divinocomo una emanación de sí. Cuando el sonidode su voz rasgó el aire, se oyó como un rugidoarmonioso; y el tiempo refrenó su carrera,en la nevada cúspide, para mirar lo que era!

Y sobre la montaña, al prodigio propensa,se detuvo un instante la eternidad suspensa.Nunca desde el Tabor, se vio mayor grandezahumillando de un monte la vetusta cabeza!

Y aquellos dos gigantes se hallaron frente a frente:los siglos, como una fugitiva corriente,circundaban las sienes del viejo; su coronaeran los muertos días; en su mano temblonallevaba una hoz por cetro. Y la figura homéricaera Simón Bolívar, Libertador de América.

Y una muy especial mención haremos del poeta coronado Pablo Hannibal Vela Egüez, que en su libro El árbol que canta (Quito, 1943, pp. 81-101), la segunda parte titulada Taber-náculo bolivariano, dedica seis poemas hermosísimos a nuestro Héroe con estos títulos:• La epoepeya bolivariana (canto épi-

co en 100 versos dedicado al Dr. Alfredo Baquerizo Moreno).

• “La libertad de hispanoamérica” (Canto lírico dedicado a don Is-mael Pérez Pazmiño).

• “Al soñador del Chimborazo” (soneto para la Sociedad Boliva-riana del Ecuador).

• “Al corazón de Bolívar: soneto metálico” (soneto para la Socie-dad Bolivariana de Caracas).

• “Bolívar y el Tequendama: los dos saltos” (poema para la So-ciedad Bolivariana de Bogotá).

• “Bolívar y el Chimborazo” (poe-ma dedicado a don Enrique Ba-querizo Moreno).

• “La espada de Bolívar” (hermo-so soneto dedicado a don Fco. Chiriboga Bustamante, presi-dente de la Sociedad Bolivariana del Ecuador).

• “Elio Bolívar” (escrito en home-naje al Gral. Ángel Isaac Chiri-boga).

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Y tratando de acortar el tiempo mencionemos que en ese parnaso nues-tro hay nombres que fulguran como: Remigio Crespo Toral, en su famoso paralelo entre Washington y Bolívar; Manuel María Sanchez, en su poema “Bolívar” que comienza con el siguien-te cuarteto:

Héroe, Libertador, mártir y genio,grande entre los excelsos, su figurallenará de los siglos el proscenio,más y más aumentando su estatura.

Y del Dr. Carlos Alberto Arroyo del Río, político y literato (1893-1969), el poema “Bolívar”.

La joven plenitud del continentetiene aspecto de fúnebre escenario;hay en cada volcán un incensarioy un responso de paz en cada fuente.

La selva por alfombra: el esplenden-te confín, por cortinaje funerario;el siglo, un pedestal, y solitariosobre él, un redentor omnipotente.

Ante tu genio múltiple y fecundoque a través de los tiempos nos in-flama, y con que en medio de la his-toria brillasEstá callado y reverente un mundo,absorta y pensativa está la famay la gloria, gimiendo de rodillas.

Y del el libro Almas errantes, de don Emilio Gallegos del Campo publicado en Guayaquil en 1913 extractamos estos versos:

Bolívar

El Gigante de los Andes, el titán de férreo brazo,que logró con su entereza las caricias de la gloriafue el gran Héroe; el bienamado de una Diosa: la Victoria,que estrechole con su fuerte y amoroso dulce abrazo.Fue el gran Genio que nacido de la gloria en el regazodejó un mundo luminoso de su amor en nuestra historia,y en los pueblos redimidos veneramos su memoria;que no es sueño su delirio sobre el blanco Chimborazo.

Fue un genial de raza invicta que dejó radiante huellapor sus lauros, por sus triunfos, por su historia, por su vida;luz hermosa, luz bendita, luz espléndida, luz bella.

Y este Genio más glorioso que los héroes de la Esparta,por Colombia la indomable, la adorada, la querida,fue a morir en un tugurio miserable en Santa Marta.

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Aludiendo a esa dolorosa escena final en la quinta de San Pedro Alejan-drino en Santa Marta, en diciembre de 1830, cuando no solo es cruel el cuadro de un hombre en agonía, sino que re-sulta mucho más cruel y destructiva la ingratitud, que, como una lepra, ha corroído el alma de quienes debieron haber levantado para el artífice de su libertad un sitio digno de su hazaña y de su gloria, pues “habiendo nacido hombre supo morir como un dios”, en expresión del uruguayo Edgardo Ub-aldo Genta, que nunca dejo de repetir para enseñar.

Nos faltaría tiempo y espacio para un registro total de los poetas naciona-les que han cantado al genio de Amé-rica. Entre ellos, de mayor renombre Jorge Carrera Andrade, Mary Coryle, Celiano Monge, Nicolás Rubio Vás-quez, Abel Romeo Castilllo, Moraima Ofir de Carvajal, Sergio Núñez, Miguel Ángel León. Y en muchos de ellos sal-ta el tributo sincero y sentido a la ges-ta libertadora, pero no es menos cierto que en el contexto de muchos poemas subyace el deseo profundo de que ese hombre de espada y pensamiento, de sueños y creación, vuelva para reforzar su obra o repetir su lección de patria, o

… a cobrar lo que dejó pendiente,a devolver los frutos a sus dueñosy a liberar de nuevo al continente,

como lo canta Fernando Cazón Vera, poeta guayaquileño en I Soneto del Tríptico titulado “El fuego vivo”, man-teniendo la misma idea en el segundo y tercer soneto.

Y no estaría completo este trabajo si no repitiéramos lo que en bella for-ma literaria escribió al insigne ameri-cano María Piedad Castillo de Leví, poetisa de Ecuador y de América:

Qué silencioso duermes! Abre los negros ojos,lanza de tus pupilas el rayo cegador,que flamee a las ráfagas violentas, desplegadacomo un ala inmensa que empuja al batallónla bandera del Iris que surgió en Ayacucho,que en Pichincha se alzara como en una redención.

Detrás iremos todos. Tú, pálido y erguidoenvuelto en tu capote silente y so-ñador; y nosotros, los hombres, las mujeres, los niñosseguiremos las huellas de tu negro bridón.

Y otra vez los combates, la victoria, la muerte,la gloria que ilumina al vencedor.Será la Gran Colombia realidad ver-daderay Santa Marta, un vago recuerdo, una expiación.

Los siglos abrirán su cortina gigantey será tu pasado sobrehumana in-tuición.América te aguarda, ha sonado la horade paz y de grandeza, de trabajo y de honor:

¡Retorna de las sombras, vuelve li-bertador!

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reflejosdelaConquista:elescudodelincaGarcilasodelavega

Álvaro Renato Mejía Salazar

introducción

Esta es la segunda entrega de nuestra serie denominada Re-flejos de la Conquista; serie en

la que presentamos investigacio-nes sobre varios temas referentes a la conquista y al coloniaje. Asuntos cotidianos, jurídicos, gubernativos, costumbristas, etc., demostrando su validez y pertinencia para entender el fenómeno histórico y social que representó el descubri-miento y posterior conquista de América. Nuestra labor se aleja de cualquier matiz so-ciológico, pues consideramos que existen muchas fuentes de información histórica que, de manera objetiva, reflejan lo que el nuevo mundo re-presentó para el ibérico, para el nativo, y, posteriormente, para el vástago de la mezcla racial.

Es justamente esta últi-ma visión, la del mestizo, de la que se encarga el presente trabajo, al analizar del escudo del Inca Garcilaso de la Vega. Comenzamos realizando un acercamiento a la vida del personaje.

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vidadelinca Garcilasodelavega1

Nace en el Cuzco, el 12 de abril de 1539. Fue bautizado con los nombres de Gómez Suárez de Figueroa. Hijo natural del capitán español Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas, conquis-tador del Perú, llegado en 1534, junto a Pedro Alvarado. Sebastián pertenecía a la nobleza española y gozaba de la alta posición de conquistador hidal-go. La madre del Inca Garcilaso fue la Palla Chimpu Ocllo, bautizada luego como Isabel, perteneciente a la familia imperial inca.

Durante sus primeros años de vida, Garcilaso mantuvo estrecha re-lación con su madre y con la familia de ésta, de allí obtuvo amplios cono-cimientos sobre el incario. Luego, a raíz de los matrimonios de su padre con la española Luisa Martel de los Ríos, y de su madre con el español Juan de Pedroche, las relaciones con su casa materna se redujeron. Sebas-tián siempre se hizo cargo del cuida-do de su hijo, lo educó en el colegio de indios nobles del Cuzco, junto a los hijos también mestizos de Francis-co y Gonzalo Pizarro. Dejó en su tes-tamento cuantiosa fortuna a su hijo, con las instrucciones de que pasará a España a continuar su instrucción, lo cual se verificó en 1560. En dicho año llegó el Inca Garcilaso a Extremadu-ra, donde visitó a algunos familiares. Se estableció en el pueblo de Montilla donde residía su tío Alonso de Vargas. En 1561, fue a Madrid donde conoció al conquistador Gonzalo Silvestre,

1 La vida y obra de este personaje ha sido materia de amplios estudios y publi-caciones. Entre las fuentes materia de nuestra consulta para la elaboración de este aparado, se encuentran:• Ángel Rosenblat, Ricardo Rojas e Inca

Garcilaso de la Vega, Comentarios reales de los incas, Buenos Aires, Emecé Edi-tores, 1943, pp. 21-58.

• Cristian Fernández, Inca Garcilaso: imaginación, memoria e identidad, Lima, UNMSM / Fondo Editorial, 2004, pp. 97-127.

• Karine Perissat, “Los incas represen-tados”, en Revista de Indias, vol. LX, Madrid, CCHS, 2000, pp. 623-649.

• Fernando Jurado Noboa, “Los Lasso de la Vega y los grupos de poder en la conquista de los países andinos”, en SAG de Guayas, No. 1, Guayaquil, 1985, pp. 87-142.

• Rodolfo Pérez Pimentel, Diccionario Biográfico del Ecuador, tomo III, Guaya-quil, Editorial Universidad de Guaya-quil, 2001, pp. 122-135.

quien le suministró numerosos datos para su obra La Florida. En 1563, pen-só en volver a Perú, pero declinó el viaje y optó por seguir la carrera mili-tar. Además, en ese año nació su hijo Diego de Vargas.

En esta época dejó de usar su nombre de bautismo y pasó a firmar con el nombre de su padre y de tantos otros de sus antepasados: Garcilaso de la Vega. Guerreó bajó el mando de Juan de Austria, en contra de los moriscos de Granada. En 1570 muere su tío, Alon-so de Vargas, con quien había surgido una profunda relación paternal. Alonso legó una herencia considerable a su so-brino. Pasó entonces a vivir con su tía política viuda. A la muerte de ésta, se mudó a Córdoba, donde consiguió la aprobación para la publicación de su

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no.18•unencuentroconlahistoria

traducción de los tres Diálogos del amor, del filósofo León Hebreo.

En 1590, muy probablemente dolido por la poca consideración que se le tenía en el ejército por su condi-ción de mestizo, dejó las armas y en-tró de religioso. Frecuentó los círculos humanísticos de Sevilla, Montilla y Córdoba. Publicó su traducción de los Diálogos de amor y remitió una copia de los mismos, debidamente autogra-fiada, al rey Felipe II. En 1605, publi-có en Lisboa La Florida. Ya había co-menzado años antes a trabajar en sus famosos Comentarios reales, los cuales fueron publicados también en Lisboa, en 1609. En esta obra incluyó su escu-do de armas, que fue diseñado por él mismo. Recibía visitas, se escribía con parientes y amigos. Su privilegiada memoria le servía de mucho y, como aún conservaba los pequeños censos y juros sobre el marquesado de Prie-go, se mantenía con cierto lujo; usa-ba vajilla de plata sobredorada, que

adornaba sus aposentos, tenía diver-sas armas y hasta seis criados. Todo ésto demuestra el gran orgullo que tenía en su condición doble de aristó-crata español e indio.

Entre 1592 y 1612 redactó la se-gunda parte de los Comentarios Reales que titula Señorío de los incas o Histo-ria General del Perú. En 1612, compró la Capilla de las Ánimas de la Cate-dral de Córdoba, donde su hijo sería sacristán y donde pidió ser enterrado. En 1613 obtuvo la aprobación y licen-cia para la publicación de la segunda parte de sus Comentarios reales, pero la edición demoró hasta 1617, saliendo a la luz después de ocurrido su falleci-miento en Córdoba, el 22 de abril de 1616, a los 77 años de edad. Su tumba se encuentra adornada de los escudos de sus antepasados ibéricos y su epi-tafio, elaborado poco después de su muerte, reza:

El Inca Garcilaso de la Vega, varón insigne, digno de perpetua memoria. Ilustre en sangre. Perito en letras. Valiente en armas. Hijo de Garcilaso de la Vega. De las Casas de los duques de Feria e Infantado y de Elisabeth Palla, hermana de Hua-yna Capac, último emperador de las Indias. Comentó La Florida. Tradujo a León Hebreo y compuso los Comentarios reales. Vivió en Córdoba con mucha religión. Murió ejemplar: dotó esta capilla. Enterróse en ella. Vinculó sus bienes al sufragio de las ánimas del purgatorio. Son patronos perpetuos los señores Deán y Cabildo de esta santa iglesia. Falleció a 23 de abril de 1616.

El 25 de noviembre de 1978, el rey Juan Carlos I de España depositó parte de los restos del Inca Garcilaso en la Catedral del Cuzco, ciudad don-de ciertamente le corresponde reposar como miembro de la familia imperial inca.

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elescudodelinca Garcilasodelavega

El Inca Garcilaso de la Vega di-señó para sí un escudo como muestra –acaso rabiosa, acaso puramente va-nidosa– de su condición de miembro del estado noble español e indio. Tal cual fue su sangre, su escudo también fue mestizo. Según se ha anotado, el Inca Garcilaso de la Vega publicó este escudo desde la edición príncipe de los Comentarios reales. La composición heráldica de las armas es la siguiente:

El escudo es partido –división vertical en dos partes–. En el primer campo –división izquierda desde los ojos del lector– constan inicialmen-te las armas de los Vargas, mismas que son: en campo de plata, tres fajas ondeadas de azur, bien orladas por las armas de Castilla y León. El Inca Garcilaso, en estricta línea de varón, fue hijo de Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas, nieto de Alonso He-nestrosa de Vargas, bisnieto de Alon-so de Vargas y Tordoya y tataranieto de Hernando de Vargas y Badajoz. Consideramos que la colocación de las armas de Vargas en el sitio de pri-vilegio del escudo obedece más al aprecio que tenía por su tío Alonso de Vargas, antes que por rigurosidad en la composición heráldica del orden de los linajes. A continuación el escudo luce las armas de los Figueroa, éstas son: en campo de oro, cinco figuras naturales, en sotuer. Don Gómez Suá-rez de Figueroa y Sotomayor, Señor de Torre del Águila, fue bisabuelo del Inca Garcilaso de la Vega. El hecho de

que el Inca Garcilaso haya represen-tado las armas de los Figueroa, a con-tinuación de las de los Vargas, pese a que su antepasado Figueroa estaba algo distante en su línea genealógica, de seguro obedece al gran prestigio y poderío que poseía dicha familia en aquellos momentos. Legitimante des-de el punto de vista social, era “ser” y “demostrar ser” un Figueroa.

Luego, se representa la heráldi-ca de los Sotomayor, la cual en plata, muestra tres fajas jaqueladas, de gules y oro, cargadas cada una de un ceñi-dor de sable. El Inca Garcilaso perte-necía a los Sotomayor al ser tatara-nieto de doña Blanca de Sotomayor y Vásquez de Goes, segunda Señora de Los Arcos y Botoa. Finalmente, esta parte del escudo presenta a las armas

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dobles de los Mendoza y Lasso de la Vega. Éstas, en campo cuartelado en aspa, lucen en la primera y tercera partición en sinople, una banda, de gules, perfilada de oro; en la segun-da partición en campo de oro, la ins-cripción “Gratia plena” y, en la cuarta partición, en campo de oro, la inscrip-ción “Ave María”. El Inca Garcilaso fue tataranieto de Gómez Suárez de Figueroa y Lasso de la Vega, a través de quien descendía también de Elvira Lasso de la Vega y Mendoza, de Die-go Hurtado de Mendoza y Ayala, de Leonor Lasso de la Vega y Cisneros, y de Pedro de Mendoza y Orozco.2 So-tomayores, Lassos de la Vega y Men-dozas eran de las casas más prestantes en la España del XVI, incluso estaban emparentadas con el Rey.

En el segundo campo –división derecha desde los ojos del lector– cons-ta el Sol –Inti– y la Luna –Quina–, divi-nidades mayores del incario, símbolos que solo podían ser usados por los hijos de tales divinidades, éstos son, los incas. El Inca Garcilaso fue bisnieto materno del Inca Túpac Yupanqui y sobrino nieto del gran Huayna Cápac. Luego, se representan dos serpientes –Amaru– coronadas, de cuyas bocas nace un arco iris. La serpiente se iden-tifica con un dios menor de los indios orientales, quienes rendían tributo

2 Fernando Jurado Noboa, “Los Lasso de la Vega y los grupos de poder en la con-quista de los países andinos”, en SAG de Guayas, pp. 87-142.

3 Cristian Fernández, Inca Garcilaso: imagi-nación, memoria e identidad, pp. 97-127.

al Inca obsequiándole estos reptiles. Además, también se lo relaciona con la dinastía inca, al ser el tótem o animal símbolo de Pachacútec Inca. También Atahualpa adoptó a la serpiente como símbolo, luego de que su padre el Sol lo habría transformado en tal reptil para poder huir del cautiverio en que le había puesto su medio hermano Huáscar, durante una de las primeras escaramuzas por el dominio del impe-rio. En todo caso, las serpientes coro-nadas constan como atributo heráldico de los incas desde la concesión de tal pieza para el escudo de Paullo Topa Inca, pariente cercano del Inca Garcila-so. El arco iris –Mascaypacha– es una divinidad menor del incario, que se identificaba con lo infinito. Finalmente, pende del arco iris una borla colorada. Este es el atributo de supremo poder del emperador inca, toda vez que lo usaba con tal significado el último inca Atahualpa, a la sazón, tío segundo del Inca Garcilaso.3

El escudo se encuentra adorna-do con marco y cintas, llevando la si-guiente divisa: “Con la espada y con la pluma”, la cual se identifica con la doble condición de militar y escritor del Inca Garcilaso. Ha de notarse el contenido desafiante de este lema.

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reflejodelaConquista

Según hemos advertido, el escu-do del Inca Garcilaso de la Vega está íntimamente relacionado con la con-cepción de su identidad. Es un hecho incontrovertible el gran orgullo que sentía tanto de su sangre española, como de su sangre india; pese a que su condición de mestizo, ciertamente, le había costado cierta marginación a lo largo de su vida. Sobre este mesti-zaje racial que produjo la conquista, él mismo escribió en sus Comentarios reales:

A los hijos de español y de india, o de indio y española, nos llaman mestizos, por decir que somos mez-clados de ambas naciones; fue im-puesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en Indias; y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena y me honro con él. Aunque en Indias si a uno de ellos le dicen: sois un mestizo, lo toman por menosprecio.

Esta consciente pertenencia del Inca Garcilaso a los dos mundos, le ayudó a superar los conflictos inter-nos que tantos otros mestizos tuvie-ron al no sentirse parte ni de una ni de otra cultura. El orgulloso sincre-tismo de la obra del Inca Garcilaso y, por supuesto, de su escudo, deviene en una defensa y revalorización del mestizaje, al conceptuarlo como una realidad de cambio y oportunidad de evolución y no como una pérdida de

la supuesta pureza racial o desmedro de la persona.

Debemos aceptar que esta con-cepción particular de la conquista que refleja el blasón del Inca Garcila-so, donde el hijo de España e Indias une a sus progenitores colocándolos en igualdad de condiciones, es mar-ginal aun hasta nuestros días. En su gran mayoría el mestizaje fue y con-tinúa siendo tema de vergüenza y de ocultamiento.

Sin embargo, a través del escudo de nuestro personaje y de toda su obra literaria, observamos que ya desde la colonia temprana existieron hombres que, superando complejos o falsas rei-vindicaciones, declararon abiertamen-te su realidad, su mestizaje.

San Francisco de Quito, 14 de julio de 2009

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La agricultura de la Costa ecua-toriana, a lo largo del siglo XVIII tuvo, en el primer boom

cacaotero que abarca el período 1779-1820, su más alta fase de desarrollo.

Desde 1631 regía la prohibición de comercializar cacao desde Guaya-quil. Por Cédula Real, la Corona con-cedía el derecho exclusivo de producir y comercializar cacao solo a México, Venezuela y Trinidad y Tobago en una clara demostración de política monopolista y regulación de comer-cio. Guayaquil, con mayor capacidad de producción y mejor calidad de producto, al verse prohibido de un li-bre comercio, de manera clandestina comercializaba cacao a través de la ruta a Acapulco con salida posterior a Europa por los puertos de Sonsonete, en Nicaragua, y Ajacutla y Amapala, en Guatemala.1 Cuando, incremen-tando su producción, empezó a usar el puerto del Callao para exportar ha-cia Acapulco, el Cabildo de Caracas elevó constantes quejas para frenar la producción y el embarque de la fruta desde Guayaquil.

Así, clandestinamente y usando el Callao como puerto de embarque ofi-cial y “legal”, el cacao guayaquileño sa-lía a la Metrópoli pese a prohibiciones, frenos y restricciones de toda clase.

elliBreComerCioyel9deoctubrede1820

Alfredo Cedeño Delgado

1 Vientos de Río, Articulación de la provincia de Guayaquil en la economía mundo, Museo Nahim Isaías, Banco Central del Ecuador, 2006, p. 140. En 1630 ya se registraban envíos de hasta 40000 fanegas usando el puerto de Guayaquil, y pequeñas caletas costeras como Manta.

2 En Nueva España, el cacao satisfacía necesidades de consumo popular ini-cialmente y dejaba ingentes ganancias a los comerciantes que lo importaban de Guayaquil. Compraban la carga de 81 quintales a 4 pesos, y vendían, en México DF, la libra a real y medio, ganando has-ta el 74% de lo invertido. Enrique Ayala Mora, Nueva Historia del Ecuador, vol. 4, Edit. Grijalbo, 1989.

Inicialmente las plantaciones de cacao se ubicaron en las planicies del río Guayas y su principal mercado fue Nueva España. Las cosechas anuales oscilaban entre 40 y 50 mil cargas de 81 libras, siendo las ventas al exterior apenas de 34 mil cargas.2

El 17 de enero de 1774 se dictan, por la Corona, medidas económi-cas y políticas de comercio que van a determinar cambios profundos en la estructura productiva de América Latina y de Guayaquil. En efecto, las reformas borbónicas liberaron el co-mercio, permitiéndolo fluidamente por el Pacífico entre todas las provin-cias indianas; redujeron los derechos de almojarifazgo, una especie de im-

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puesto por ventas en el exterior: de 8 a 5%; y, de 5 a 3% los intereses que pesaban sobre los censos o hipotecas; eliminaron totalmente los aranceles en las remesas para España; y, el 14 de noviembre de 1776 autorizó el fomen-to de las exportaciones del puerto de Guayaquil.

Estos factores de libre comercio, expansión de mercados y proteccio-nismo determinaron un proceso de crecimiento natural de las plantacio-nes y de áreas de cultivo con un au-mento extraordinario de la produc-ción de cacao, que llegó a subir a 70 mil cargas por año a partir de 1779 hasta llegar a las 100 mil cargas por año a fines del siglo XVIII.3

La dinamización de la econo-mía guayaquileña generó una inmi-gración necesaria para atender culti-vos que tuvo como consecuencia un incremento poblacional. La explosión demográfica acaecida en las últimas dos décadas del Siglo XVIII y las tres primeras del XIX casi cuadriplicó la población de la Costa4 dado por una

3 María Luisa Laviana Cueto, “Astillero, puerto, ciudad. Modernización y desa-rrollo del Guayaquil Colonial!”, en María Elena Porras y Pedro Calvo Sotelo, co-ord., Ecuador-ESPAÑA Historia y perspec-tiva, Quito, Archivo Histórico de RREE / Embajada de España, 2001, pp. 44-47.

4 Michael Hamerly, Historia social y econó-mica de la antigua provincia de Guayaquil 1763-1842, Banco Central del Ecuador.

Casa cacaotera de Guayaquil.

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no.18•unencuentroconlahistoria

afluencia masiva de gentes atraídas solo por el auge económico. Esta po-blación, fruto de mezclas raciales, llegó a configurar una sociedad más abierta: las oportunidades económi-cas hacían menos rígidas las jerar-quías sociales tradicionales5 y dotaba de un mayor grado de movilización social que la existente en lugares de economía cerrada y poblados, mayo-ritariamente, por indios.

En Guayaquil, como en otros lugares de la América colonial, la ex-pansión económica generó una clase social poderosa y adinerada. Los ex-portadores, banqueros y propietarios de extensas plantaciones configura-ron una élite criolla. Esta élite procuró una educación europea para sus hijos y, protegiendo sus intereses, crearon lazos con los funcionarios y los indivi-duos poderosos en todas las ciudades que ejercían autoridad sobre la ciu-dad, como Lima, Santa Fe y Quito.6

Entre finales de 1807 y primeros meses de 1808, el ejército de Napo-león Bonaparte invadió la península Ibérica y depuso a Fernando VII. Lo reemplazó con José Bonaparte, su her-mano, y este acontecimiento dio lugar a una gran revolución en el mundo hispánico. Fieles a Fernando VII, las “Juntas regionales” que se formaron para regir a las Provincias actuaron como si gobernaran a un país inde-pendiente, pues invocaron el princi-pio legal hispánico, según el cual, en ausencia del Rey, la soberanía vuelve al pueblo de donde se origina.

En América, a las ciudades Atlán-ticas, llegó la noticia primero que a las

del Pacífico; pero la respuesta sería uná-nime: fidelidad a Fernando VII su rey legítimo y amado, rechazo a Napoleón y contribución con fondos recolectados para apoyar la guerra en la Península. En Guayaquil, por ejemplo, el 22 de Octubre de 1808, el Ayuntamiento se pronunció como cualquier Provincia española.7

A.H.G., 1987. Entre 1765 y 1839 la po-blación de la Costa aumentó de 22445 a 82 206 habitantes.

5 Jaime E. Rodríguez, “De la fidelidad a la revolución. El proceso de independencia de la Antigua Provincia de Guayaquil. 1809-1820”, en Procesos, No. 21, II semes-tre, Quito, 2004. Gente de distintos oríge-nes étnicos y raciales mantenían vínculos que no eran posibles en las mayorías de las otras zonas de la monarquía española y existía una distribución más equitativa de la riqueza, por ejemplo, existía un sec-tor medio considerable y los pobres esta-ban en situación menos precaria.

6 Jaime E. Rodríguez, La revolución políti-ca durante la época de la Independencia. El Reino de Quito 1808-1822, Quito, Corpo-ración Editora Nacional, 2006, p. 128. “Formando alianzas con los funcionarios reales de la localidad e intentando con-trolar las instituciones locales como los ayuntamientos”, el contrabando del ca-cao se había difundido de tal grado que los comerciantes, grandes y pequeños, así como los funcionarios reales, partici-paban en la operaciones ilegales”.

7 Acordó reunir un donativo “para los gastos de la presente guerra (…) contra el Emperador de los franceses, por la conservación de nuestra religión, inde-pendencia y por la libertad de nuestro augusto monarca”. También envió co-misionados a “los pueblos de ésta Pro-vincia [con el fin de obtener ayuda para] nuestros hermanos los españoles que se havan peleando por la defensa de nues-tra Santa Religión y del Rey legítimo que nos ha dado la Providencia…” Ver

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Los ejércitos franceses conquis-taron gran parte del territorio español. Necesitada del apoyo de América, la Junta Central expidió un decreto en la que invitaba a los cuatro Virreinatos y a las cinco Capitanías Generales de América a elegir diputados que los re-presentara ante la Junta. En Lima, el virrey Abascal asumió el control polí-tico y militar de la provincia de Gua-yaquil y la incluyó entre las diecisiete ciudades con derecho a elegir diputa-dos. La Provincia eligió al Dr. José de Silva Olave, Chantre de la Catedral de Lima, quien finalmente fue electo por el Virreinato de Lima, diputado ante la Junta Central. Silva Olave era tío de José Joaquín de Olmedo y a él lo nom-bró su secretario para que lo acompa-ñe a España. Solo por el avance de las tropas francesas, los electos diputa-dos no pudieron reunirse. La Junta Central resolvió nombrar un Consejo de Regencia y autodisolverse. A Silva la noticia lo tomó de sorpresa en ple-no viaje.

A la Revolución de Quito del 10 de Agosto de 1809, Guayaquil respon-dió con notorio rechazo: la Indepen-dencia como tal no era el objetivo de los guayaquileños; la búsqueda era de autonomía e igualdad.8 Los sueños de sus habitantes estaban concentrados en la posibilidad del levantamiento de las restricciones comerciales ejercidas por las autoridades y comerciantes limeños que la paralizaban en su di-namismo. No estaban totalmente des-encantados con la monarquía española como para buscar la emancipación.

Para 1810, la Junta Central tomó la determinación de efectuar eleccio-

nes para Cortes Nacionales para in-tentar reforzar el apoyo al gobierno independiente español. Decidió que cada Provincia en el Nuevo Mundo podría elegir a un diputado. José Joa-quín Olmedo, de la élite criolla, fue electo el 11 de septiembre de 1810 y se presentó en Cádiz el 24 de septiembre de 1811. En marzo de 1812, los diputa-dos de España y América expidieron la Constitución de la Monarquía, una carta que creó un Estado unitario con leyes iguales para todas las partes de la nación española que, posteriormen-te el 4 de mayo de 1814, un restituido Fernando VII aboliera.

En el lapso que Olmedo fuera di-putado por Guayaquil a las Cortes de Cádiz buscó para Guayaquil justicia comercial y libre comercio. En dos in-formes enviados a Miguel Lardizábal y Uribe, Ministro Universal de las In-dias nombrado por Fernando VII en 1.814, Olmedo resumió su actividad como diputado y las necesidades de Guayaquil.9

Jaime Rodríguez O. “De la fidelidad a la revolución: el proceso de Independencia de la Antigua Provincia de Guayaquil, 1809-1820”, en revista Procesos, No. 21, II Semestre, Quito, 2004, p. 46.

8 Ibídem, p. 569 Jaime Rodríguez O., La Revolución Po-

lítica durante la época de la Independencia Quito, Corporación Editora Nacional, 2006 pp. 167-168. Pidió: un obispado para Guayaquil que la liberaría de la do-minación eclesiástica de Cuenca y man-tendrá las rentas de la Iglesia en la Costa; un Tribunal de Consulado, que liberaría a los comerciantes de Guayaquil de la intervención del Consulado de Lima y ayudaría a extender el comercio; la eli-minación de aranceles a los productos de Guayaquil, en especial del cacao, que el

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El retorno del absolutismo mo-nárquico no pudo cumplir con las aspi-raciones de la provincia de Guayaquil. La caída de Napoleón y la restauración de la paz en Europa determinaron re-ajustes en la economía de América. Los gobiernos europeos buscaban recupe-rar sus maltrechas economías, “inun-dando” a América con sus productos y, para agravar la situación, la depau-perada Administración Real del Perú aumentó los impuestos y restringió el comercio del puerto, en un esfuerzo por aliviar la solvencia fiscal.

La sobretasa de un peso en cada carga de cacao importado para el con-sumo local decretado por Lima, en 1919 apretó el nudo que representaba un cú-mulo de impuestos y aranceles que iban desde contribuciones “voluntarias” y tributos hasta aranceles comunes.10

En 1820, la Junta de Arbitrios de Lima agregó un nuevo impuesto de cuatro reales sobre cada carga de ca-cao enviada a México, castigando una vez más a la economía comercial gua-yaquileña. Ya Guayaquil pagaba con desmesura para beneficios ajenos a su desarrollo. Por ejemplo, el derecho consular “de millones” era para pagar un préstamo de un millón y medio de pesos hecho por el Consulado de Co-mercio de Lima a la Corona, en 1777; igualmente, el tributo “de corsarios” estaba destinado a pagar al Consulado de Lima por la compra y armada de la fragata Pax, cuya función era patru-llar las costas del Pacífico; y, la nueva contribución patriótica para pagar la donación de un millón prometida a la Corona en 1810.

Los derechos consulares y adua-neros involucraban considerables su-mas de dinero que, en el caso del ca-cao, no podían pasarse al consumidor puesto que los guayaquileños solo podían competir con el cacao de Ve-nezuela, vendiendo su producto a un

Virrey de Nueva España había impuesto para pagar por el empréstito forzoso de veinte millones de pesos para las urgen-cias de la Madre Patria (impuesto solo cobrado a productos de Guayaquil que así se ponían en seria desventaja ante las demás regiones comerciales); la trans-ferencia de la Comandancia General de Armas desde Quito a Guayaquil para mejorar la vigilancia de la Costa; y ter-minar con “la grande injusticia que está sufriendo mi Provincia “debido a que la aduana de Lima aplicaba severas cargas impositivas a “todos los frutos y manu-facturas nacionales que se comerciasen recíprocamente de unos puertos a otros” como resultado de la Real Órden de co-mercio libre; y, el “regreso inmediato de mi Provincia a Quito”.

10 Michael Hamerly, Historia social y econó-mica de la Antigua Provincia de Guayaquil, BCE / AHG, 1987, p. 127.

(Dice Hamerly que “los impuestos eran elevados y se los estaban aumentando aún más”. Los enumera así: 7% de dere-chos de aduana ad valorem sobre las im-portaciones (almojarifazgo, almirantazgo y el nuevo derecho de aduana); derechos consulares como Avería, 1,5%; corsarios el 0,25%; contribución patriótica 1,5% sobre productos americanos. Además de estos seis derechos aduaneros había que pagar la alcabala de 3%. En exportaciones almo-jarifazgo, almirantazgo y el nuevo dere-cho de aduana pagaba el 3,5% y habían cinco derechos consulares; avería el 1%; de corsarios el 0,25%; nueva contribución patriótica 3%; la contribución “de millo-nes” el 0,5% y la subvención de guerra, una sobretasa de 1,5%.

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menor precio. Solamente en 1815 se pagó por derechos consulares 51060 pesos.11

El inicio del año 1820 encontró a Lima acumulando derechos adua-neros y consulares en desmedro de Guayaquil. Desde 1800, que Carlos V concediera al Perú una reducción de tres cuartas partes en los derechos sobre “todos los frutos y manufac-turas nacionales que comerciasen recíprocamente de unos puertos con otros” se inició un verdadero mono-polio limeño sobre el comercio entre la Península, Callao y Guayaquil, no solo mediante el artificio de aranceles favorables, sino limitando la cantidad de cacao que aceptaban para enviar a España. Guayaquil, además, no po-seía una marina mercante con barcos suficientes para el largo viaje por el Cabo de Hornos hasta Cádiz para in-tentar un comercio libre y sacudirse de la tutela limeña.

Los hacendados y comerciantes guayaquileños mantuvieron una po-sición de reclamos que fueron esté-riles. Al Cabildo llegaron peticiones de reducciones de impuestos o auto-rizaciones para comerciar libremente con el extranjero. Consideraban que una reducción o una eliminación de los derechos aduaneros y consulares disminuirían el precio del cacao en la Nueva y Vieja España, aumentando el consumo y por tanto la demanda. La Corona, es justo reconocerlo, hizo varios esfuerzos para intentar fomen-

tar el libre comercio de productos pe-ninsulares y de cacao entre Guayaquil y Cádiz, vía Nueva España, pero los monopolistas limeños lograron obs-truir en cada ocasión esos esfuerzos.

Para 1820, los guayaquileños de-bieron meditar profundamente sobre su situación. Poseían una clase ilus-trada marcada por un liberalismo económico y un republicanismo en abierta comunicación con el mundo por su condición de puerto. Habían elevado sus sentimientos de autoesti-ma en 1816 por el triunfo de la defen-sa de la ciudad sobre las pretensiones de invasión de Guillermo Brown y la actitud patriótica de José de Villamil. Ésto hizo que los guayaquileños to-maran conciencia de su propio poder; conocieron que la situación política exterior se modificaba sorprendente-mente: el 9 de julio de 1816 el Congre-so de Tucumán declaró la indepen-dencia de las Provincias Unidas de Sudamérica; el 5 de abril de 1818, el ejército del general San Martín derro-ta a las tropas españolas en Maipú en Chile y planifica el avance a Lima; por el norte, en Boyacá, las fuerzas insur-gentes venezolanas y neogranadinas vencieron a los realistas en 1819; y, el 17 de diciembre de ese mismo año, el Congreso de Angostura estableció la república de Colombia y tomó todo el territorio del Virreinato de la Nueva Granada para sí, incluyendo el Reino de Quito y negándose a reconocer la transferencia de la provincia de Gua-yaquil al Perú.

La situación se decantó para septiembre de 1820. El día 10 de ese 11 Ibídem, p. 128.

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mes, San Martín llega a Pisco, al sur de Lima, con un gran contingente ma-rino y terrestre. Pese a que en España el Rey, en un esfuerzo tardío y estéril, había decidido restaurar la Constitu-ción de Cádiz, la suerte estaba echa-da: los guayaquileños, entre la espada y la pared, ubicada por el azar entre dos ejércitos insurgentes que la recla-maban para sí, sabiendo que no tenían ninguna garantía de que Fernando VII mantuviera la Constitución, y que solamente la autonomía y la indepen-dencia le podía otorgar la libertad de comercio tantas veces negada, el 9 de Octubre declaró su independencia de España y Perú.

No es de sorprender que el Re-glamento Provisorio de Gobierno con-sagrara el libre comercio en su artículo tercero, pues recoge la aspiración me-dular que inspiró el movimiento.

Las razones por las que las élites criollas de Guayaquil, antes opuestas a las ideas independentistas, se plega-ran a la causa fueron los cambios de política de España respecto a las ex-portaciones que devino en una alter-nativa final: buscar la independencia para declarar el libre comercio y eva-dir definitivamente el monopolio de Callao.12

Las altas utilidades de los mer-caderes limeños generadas por la uti-lización obligada del puerto de Callao para exportar cacao guayaquileño y las reiteradas negativas de España de permitir la exportación libre des-de su puerto, gatillaron la respuesta de los guayaquileños, antes reacios a cualquier movimiento separatista.

12 Guillermo Bustos Lozano, Enciclopedia Ecuador Océano, p. 443. Citado en Vientos de Ría, Museo Nahim Isaías, Banco Cen-tral del Ecuador, pp. 152.

13 Enrique Ayala Mora, Nueva Historia del Ecuador vol. 4, Quito, Corporación Edi-tora Nacional, 1989, p. 247

Las utilidades eran altas. Del 25% de los impuestos que recaían sobre el cacao, el 18% es absorbido por la ciudad de Lima: 10,5% por derechos aduaneros y 7,5% por derechos consulares en el puerto del Callao, según Chiriboga la riqueza de los propietarios de plantaciones de cacao los transforma en deudores de la Corona y los vincula fuertemente a los intereses peninsulares, pues el crecimiento y el desarrollo de su economía dependía de lo estrecho de ese vínculo; de modo que no sorprende que el grupo sea reacio a cualquier intento separatista de España ya que no ve en ella a un rival sino el respaldo para satisfacer sus anhelos de grandeza.

Si al final Guayaquil participa en las efemérides de la Independencia es por cuanto España le había negado en repetidas ocasiones la posibilidad de exportar cacao directamente por su puerto.13 Paradójicamente, la In-dependencia resultó ser el medio más idóneo para la integración estrecha entre Guayaquil y la antigua metró-poli española en materia comercial. El primer consumidor del cacao ecuato-riano en el siglo XX fue España.

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Guayaquilylarevolucióndequitode1809

Benjamín Rosales Valenzuela

Guayaquil formó parte de la Audiencia de Quito desde su erección en 1563, como tam-

bién lo hicieron Cuenca y Popayán. En la primera mitad del siglo XVIII, la Presidencia pasó a ser parte del Vi-rreinato de Santa Fe, primero tempo-ralmente y luego en forma definitiva, aunque las provincias de Guayaquil y Azuay nunca disminuyeron los inten-sos lazos comerciales, familiares y aun políticos que mantenían, por su cer-canía, con el Virreinato del Perú, del que la Audiencia formó parte durante dos siglos. De hecho, Guayaquil, para su mejor protección según las reco-mendaciones de Francisco Requena, regresó a depender militarmente de Lima en 1802.

Eso no disminuía los lógicos ne-xos que Guayaquil tenía con la capital de la Presidencia de Quito, una ciu-dad para entonces casi tres veces ma-yor que el puerto porque se realizaba la mayor parte de su comercio exte-rior. Por esa dependencia de Guaya-quil para su comercio y transporte al Virreinato del Perú y a la metrópoli es-pañola, los quiteños tenían relaciones familiares y de amistad en Guayaquil. Por otro lado, los guayaquileños que querían hacer estudios universitarios debían ir a Quito o Lima, estrechan-do lazos entre el puerto y las dos ciu-

dades. Los que lo hacían en la capital de la Audiencia, entraron en contac-to con las ideas de la ilustración eu-ropea que eran estudiadas en la uni-versidad quiteña. La existencia de un pensamiento vanguardista en Quito a fines del siglo XVIII ha sido confirma-da con el análisis de los libros de bi-bliotecas y pénsums durante esa épo-ca. Ekkehart Keeding en la obra Surge la nación dice:

La lista de los libros utilizados por los agustinos demuestra en forma con-tundente que los estudios de claustros en Quito no esperaron el llamado de reformas en las universidades espa-ñolas, dictado en 1771, para proveerse de literatura moderna.

Sin duda resaltan en Quito el pen-samiento y obras de Eugenio Espejo, en las cuales advierte la exigencia del hom-bre moderno de tener autonomía inte-lectual y moral. Pero Espejo no estuvo solo en la difusión de ideas modernas en Quito, el obispo José Pérez Calama y el Dr. Pedro Quiñónez impulsaron la secularización de la enseñanza univer-sitaria; sobresalieron, también, los doc-tores Miguel Rodríguez y José Mejía, Fernando López y José Clavijo que pre-pararon el camino para el 10 de Agosto de 1809. También tuvieron contacto con

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ideas vanguardistas de republicanis-mo e independencia, unos pocos gua-yaquileños con gran fortuna que, como Vicente Rocafuerte, podían estudiar en Francia, la principal fuente de la ilustra-ción europea.

La situación económica de Quito también influyó para que esta ciudad se adelantara a otras americanas en su insurgencia contra las autoridades co-loniales españolas. Desde la mitad del siglo XVIII, la exportación de textiles desde los obrajes de Quito y su región a los virreinatos del Perú y Santa Fe dis-minuyó sustancialmente. A modo de ilustración, en la década de 1760, se ex-portaron a Lima vía Guayaquil un pro-medio de 440 fardos anuales de textiles, en la de 1780, 215 fardos y para fines de siglo XVIII, éstas eran insignificantes. La competencia de la producción indus-trial europea estaba desplazando a los textiles quiteños de los mercados que le habían dado prosperidad en el comien-zo de la colonia, y esto sumió a Quito y a su región en una grave crisis eco-nómica que afectaba tanto a los nobles, dueños de los grandes obrajes, como a los ciudadanos en general. Guayaquil y su provincia, por otro lado, estaban experimentando un crecimiento comer-cial excepcional gracias al incremen-to de la producción cacaotera y de su exportación en el mercado mexicano y europeo. Existiendo una gran variación anual en el precio y producción, pode-mos estimar que el promedio anual del valor exportado se duplicó entre 1780 y 1800. Este desarrollo de la región de Guayaquil lo evidenció el gobernador Juan Urbina, cuando en 1803 comunicó al Virrey del Perú lo siguiente:

Su gran puerto está en el centro de una porción de países que hacen de él un comercio muy activo, y el aliciente del cacao atrae embarcacio-nes grandes que lo extraen…. cien mil cargas pueden reputarse de co-secha todos los años… mantienen a esta provincia en un estado de des-ahogo y facilidad que no he notado en ninguna otra de las muchas que he visitado en el vasto continente americano (…) la población que en la mayor parte de los países dismi-nuye, aquí aumenta visiblemente… el año 1793 era de 39 mil almas… en el pasado 1801, ascendió a 50 mil.

Hago esta reflexión para entender la diferente disposición de la provincia de Guayaquil a comienzos del siglo XIX, con respecto a la capital de la Audiencia de Quito a ideas revolucionarias. Aun-que no es el único motivo, podemos admitir que las crisis económicas de las naciones suelen ser un detonante, aún ahora en el siglo XXI, para el estallido de revoluciones y golpes de Estado. En general, ni los empresarios que tenían fuertes lazos comerciales con Lima ni la mayoría de la población de Guayaquil beneficiada con el apogeo económico estuvieron prestos a apoyar la revo-lución que se inició en Quito el 10 de Agosto de 1809.

Ciertamente algunos guayaquile-ños apoyaban ideas independentistas y otros incluso participaron como patrio-tas en Quito. El guayaquileño Juan Pa-blo Arenas Lavayen, hermano de ma-dre de Jacinto Bejarano Lavayen y tío de Vicente Rocafuerte, fue a estudiar a Quito donde entabló amistad con el Dr. Eugenio Espejo y participó en la Socie-

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dad “Escuela de la Concordia”, que pro-movía ideas de la ilustración francesa. Según el investigador Ángel Dávalos, el Dr. Arenas, que se había casado con la quiteña María de la Vega y era profe-sor de la Universidad de Santo Tomás, fue uno de los patriotas que con mayor entusiasmo hicieron la propaganda de la emancipación, desde comienzos del siglo XIX. Luego del pronunciamiento revolucionario del cual fue uno de los inspiradores e instalada la Junta Supre-ma de Gobierno, Juan Pablo Arenas fue nombrado auditor general de Guerra. Setenta y cuatro días se sostuvo la pri-mera etapa del proceso revolucionario, porque el 25 de octubre, ante la falta de apoyo de las provincias vecinas, el fracaso de la incursión militar a Pasto y la aproximación de fuerzas realistas, el conde Ruiz de Castilla fue reinstalado como presidente bajo la promesa de no afectar a los involucrados. No cumplie-ron los españoles la palabra del Conde, el Dr. Arenas fue apresado y procesado junto a decenas de patriotas quiteños, que el fatídico 2 de Agosto de 1810 fue-ron vilmente asesinados. Este guaya-quileño fue participante directo de la Revolución de Quito.

Vicente Rocafuerte, hijo de una adinerada familia guayaquileña, ha-bía estudiado en San Germán en Laya, una afamada academia cerca de París, donde tuvo como compañeros, según el propio Rocafuerte, a la juventud más florida de aquella época, siendo presen-tado y admitido en la familia de Napo-león, y frecuentado los más brillantes salones. En la “ciudad luz” entabló amistad con americanos como Simón

Bolívar, Carlos Montúfar y Fernando Toro, con quienes vislumbraban los días de independencia de América. Ro-cafuerte relata que regresó a Guayaquil en 1807 cuando tenía veinticuatro años, dedicándose a trabajar en su propiedad de Naranjito. Luego de la muerte del Barón de Carondelet, su viuda viajó al puerto de regreso a España acompaña-da por Juan de Dios Morales, quien ha-bía sido Secretario del fallecido y que-rido Presidente de la Audiencia. Como el Dr. Morales se había opuesto a que el Coronel Nieto, oficial español de mayor rango en la capital que estaba de tránsi-to a Puno para ocupar la intendencia, ocupase el mando de la Audiencia, cuando éste logró su objetivo, ordenó el arresto de su opositor. Al conocer esto, la Baronesa le pidió a Rocafuerte, a quien conocía porque le había traído correspondencia de Europa, que refu-giara a Morales, motivando que los dos criollos entablaran amistad y cruzaran ideas libertarias en la hacienda del Na-ranjito. Relata Rocafuerte:

Morales y yo discutimos largamente la cuestión de la independencia de la América, convinimos en que había llegado el momento de establecer-la; solo diferimos en los medios de llevarla a cabo, y de obtener el me-jor resultado. Yo era del sentir que esperáramos a formar y extender la opinión, por medio de sociedades secretas, de extenderlas al Perú y a la Nueva Granada, para apoyarnos en tan poderosos auxiliares. Él qui-so todo lo contrario, y que en el acto mismo se diese el grito de indepen-dencia.

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Es interesante analizar esta con-versación. Por un lado se confirma la intención independentista de Morales y la existencia, entre los revoluciona-rios de Quito, de un bando radical que quería la separación inmediata de España desde el inicio del proceso. Sin embargo, esa idea no fue la que primó el 9 de agosto, ni en la toma del poder por los criollos el día siguien-te. El historiador quiteño José Gabriel Navarro nos explica así la posición de los nobles, curia y pueblo quiteño:

Considerando que el movimiento del 10 de Agosto era monárquico y a favor de Fernando VII, traiciona-do por Godoy, y contra las autori-dades que las consideraban adver-sas a Fernando VII. De ahí la pugna del pueblo contra el gobierno de los virreyes y de los presidentes y capi-tanes generales; de ahí, las súplicas de los insurgentes y las quejas al mismo Consejo de Regencia; de ahí el querer formar juntas a la manera como se formaban en España; de ahí una revolución que, si era con-tra las autoridades españolas, no era contra España; de ahí un obispo que tomaba su parte en el gobier-no revolucionario del miedo que se desmande; de ahí las rogativas, las procesiones, las misas para que tengamos la fiesta en paz y no haya derramamiento de sangre herma-na; de ahí, en fin, el que todas las quejas de los insurgentes se dirigie-ran al gobierno español. Solo más tarde cuando el pueblo quiteño, el pueblo americano en general, sintió que no le comprendían las Cortes y los monarquistas españoles, dio al traste con la Monarquía, que se puso inaguantable en sus exigen-

cias. En el grito del 10 de Agosto, como en todos los movimientos de la América del Sur, no hubo revolu-ción sino evolución. La revolución vino después. La hicieron los mis-mos españoles.

En la conversación que Rocafuer-te relató, vemos que él, aunque más joven, era más prudente que Morales. Debió estar consciente que en Guaya-quil no existían condiciones todavía para apoyar la revolución, había que convencer a más gente. Era necesario hacer contactos en los virreinatos, for-mar sociedades secretas, como las de americanos en Europa, para difundir las ideas independentistas en Lima y Bogotá. El Dr. Morales regresó a Qui-to a impulsar la revolución y liderar el grupo más radical. Morales como Quiroga, Salinas, Riofrío, y muchos otros patriotas de la revolución, mu-rieron en aquella aciaga tarde del 2 de Agosto de 1810.

El historiador Navarro dice que al día siguiente de la Revolución de Quito, se pensó en personas de con-fianza que pudieran dar el golpe en el Puerto, y se escogió a don Jacinto Be-jarano, amigo de Juan Pío Montúfar, tío de Rocafuerte y medio hermano del Dr. Juan Pablo Arenas. Acordaron que los conjurados dirigieran también cartas a otros allegados guayaquileños para que apoyen a los quiteños, entre ellos a Antonio Arenas, hermano de Juan Pablo, Francisco Campuzano, Felipe Ovalle, Francisco Oramas, Dr. Luis Quijano y Vicente Rocafuer-te. Las sospechas del gobernador de Guayaquil, Bartolomé Cucalón, de

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la existencia de un correo “expreso” para Jacinto Bejarano, hizo que pusie-ra bajo arresto al Coronel de Milicias, enviándolo a Santa Elena primero y luego a la isla Puná, para evitar que apoyara a los rebeldes quiteños. Ro-cafuerte, quien había recibido correo de Morales, también fue apresado y luego acosado por Cucalón para evitar que ejerza el cargo de alcalde ordinario de Guayaquil, al que fue elegido en 1810. La eficaz acción del gobernador Cucalón, quien coordina-ba la contrarrevolución con Melchor de Aymerich, gobernador del Azuay, y el rápido envío de tropas dirigidas por Arredondo y enviadas por el vi-rrey Abascal del Perú, amedrentaron a los revolucionarios, quienes entre-garon la Presidencia de la Junta al propio Conde Ruiz de Castilla con la condición que no haya represalia con-tra los insurgentes.

Sobre la posterior actuación de Cucalón, quien encargó la Goberna-ción de Guayaquil para ir a Quito a fines de diciembre, existen incógnitas por aclarar. En la capital, fue bien reci-bido por el Conde y según Navarro:

Toda la ciudad manifestó su alegría, pues ya para entonces Quito sentía todo el peso de la opresión desenca-denada por Arechaga y Arredondo.

Aparentemente el Gobernador de Guayaquil quería evitar excesivas represalias contra los insurgentes y que se respete los acuerdos realiza-dos, pero Ruiz de Castilla cambió de actitud por influencia del fiscal y del

comandante de las fuerzas de pardos peruanos. Dice Navarro de Cucalón:

que cayó en desgracia tan completa que, después de haberle recibido en-tre palmas y banquetes cuando fue llamado, salió de Quito aniquilado, perdió la Gobernación de Guayaquil y Presidencia del Cuzco por el juicio de residencia, que no se concluyó sino el año 1814.

En la segunda parte de la revo-lución, aquélla que revivió la insur-gencia con afanes independentistas, levantada por la indignación provo-cada luego de la vil matanza de los patriotas quiteños el 2 de Agosto de 1810, hay un personaje, poco estudia-do, relacionado por matrimonio con una familia de patriotas guayaqui-leños. Se trata del coronel Francisco Calderón, nacido en Cuba en 1768, quien había venido al territorio de la Audiencia de Quito como contador de las Cajas Reales en Cuenca. Se casó con doña Manuela Garaicoa Llaguno, y en esa ciudad nacieron sus cinco hi-jos, entre ellos Abdón en 1804, quien seria héroe en Pichincha en 1822, y doña Baltasara, que años después se casó con Vicente Rocafuerte. José Vi-llamil debió haber conocido a Calde-rón en Guayaquil en 1812, cuando el luisianés llegó al Puerto desde Mara-caibo, pues lo describe así:

Era hombre de cuerpo de fierro, co-razón de león, de cabeza volcánica y de alma indomable; un verdade-ro republicano que no pretendía ser superior a nadie, ni consentía ser inferior a ninguno. Se ve, pues, por

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este solo rasgo de su carácter moral, que poseía el verdadero elemento republicano.

Francisco Calderón dirigió con heroísmo las tropas republicanas en la última parte de la revolución, sien-do derrotado por fuerzas realistas muy superiores dirigidas por el coro-nel Sámano y fusilado en la ciudad de Ibarra, el 3 de diciembre de 1812. Su viuda era hermana de José, Lorenzo y Ana de Garaicoa, esta última se casó con José Villamil; todos ellos partici-paron activamente en la organización de la exitosa revolución de Guayaquil de octubre de 1820.

Recordemos que Vicente Roca-fuerte le dijo a Juan de Dios Morales que era necesario ampliar las ideas independentistas en Lima y Bogotá, para asegurar el éxito de la revolu-ción. Quito se adelantó en la revo-lución de América, y la revolución fracasó trágica, aunque heroicamen-te. A fines de 1812 todo estaba con-sumado, los afanes independentistas de la capital de la Audiencia habían sido completamente aplastados. Sin embargo, el ejemplo de los patriotas quiteños no quedó en el olvido, sirvió de inspiración para héroes como Si-món Bolívar y San Martín, que sacri-ficaron todo por la Independencia de la patria americana; y, para miles de patriotas en Chile, Venezuela, Nueva Granada y toda América. Los guaya-quileños declararon la Independencia de la ciudad el 9 de Octubre de 1820 y enseguida emprendieron un gran esfuerzo militar y económico para la liberación definitiva de todo el terri-

torio de la Audiencia de Quito, de las opresoras fuerzas realistas. La victoria final se logró al pie del Pichincha el 24 de mayo de 1822, con la participación de batallones conformados con habi-tantes de lo que ahora es el Ecuador y los enviados por los libertadores Bolívar y San Martín, procedentes de toda la Sudamérica hispana, que fue-ron brillantemente liderados por el general Antonio José de Sucre.

El historiador guayaquileño Ca-milo Destruge escribió en 1909, al ce-lebrarse el primer centenario de la Revolución de Quito, un libro en que defiende la primacía quiteña en el proceso independentista de Améri-ca. Destaca Destruge el pensamiento de Espejo y la formación de la “Escue-la de la Concordia” como parte de los antecedentes de la revolución; acep-tando que el de Quito, como todas los primeros movimientos, se caracteri-zaron como manifestación de fideli-dad a Fernando VII, defiende al qui-teño como el primero en deponer a las autoridades españolas y luego decla-rarse independiente, así:

El 10 de Agosto de 1809, se organizó en Quito una Junta completamente independiente, un nuevo Gobierno que desconoció y depuso de sus cargos a las autoridades españo-las, Junta formada por los mismos que, desde fines del siglo anterior, venían haciendo la propaganda de las nuevas ideas; Junta que, al ser reorganizada en 1810, la compusie-ron los mismos miembros, y declaró terminantemente, el 11 de Octubre, absolutamente independiente y se-

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parada del Reino Español a la anti-gua Presidencia de Quito.

Destruge enfatiza además que esa Junta, después de la declaración de Independencia, estableció la forma de Gobierno conforme a una Cons-titución Política, dictó un decreto de elecciones y convocó a un Congreso. El guayaquileño Destruge afirma:

De tal manera que, ya para el 1 de enero de 1812, se instaló el Primer Congreso Constituyente de la enti-dad política que hoy se llama Repú-

Plaza del Centenario, Guayaquil, 1960.

blica del Ecuador, aunque ésta no es-tuviera aún declarada ni constituída.

El Municipio de Guayaquil, como homenaje a la Revolución de Quito, re-imprimió el año pasado este pequeño pero sustancial documento en el que se alega con suficiente argumentos la primacía de la revolución de Quito en la Independencia americana de Espa-ña, y cuyo bicentenario honra la Aso-ciación Iberoamericana de Academias de Historia con este Congreso Extraor-dinario.

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ComentariossoBreelliBroEnsayo histórico y geográfico

del cantón Montecristidelprof.domingoolmedodelgadomantuano

Ramiro Molina Cedeño • Academia Nacional de Historia

Domingo Olmedo Delgado Mantuano, nacido en Mon-tecristi, Manabí, el 19 de di-

ciembre de 1934, en su Ensayo histó-rico y geográfico del cantón Montecristi, Imp. Universitaria, 2003, por su condición de profesor fiscal, fue una persona que dedicó su vida a formar juventudes, un permanente enamo-rado de su pueblo y un apasionado de su historia.

En la breve introducción a su obra, Delgado Mantuano nos señala las poblaciones que existieron en la am-plia y actual geografía manabita, para entonces hasta 1824, existente como dos regiones: la del sur comprendida desde Santa Elena hasta Charapotó, que según el cronista español Pedro Cieza de León y el padre Juan de Ve-lasco estuvo habitada por los apichi-quies, cancebis, charapotoes, pichotas, picoasaes, pichunsis, manabies, ja-rahusas y jipijapas, aunque estos datos sean conflictivos y dan mucho margen a la duda; poblaciones dedicadas a la pesca, a la agricultura y al comercio del spondylus; sabedores de muchas lenguas; propietarios de una exquisita alfarería y un delicado tallado de pie-dras, muy semejante y en algunos ca-

sos de mayor relevancia que la cultura Maya en Centramérica; por su condi-ción de mercaderes fueron pacíficos por naturaleza y obligación, distintos a los pueblos del norte, desde Bahía de Caráquez hasta Esmeraldas, de quie-nes el padre Juan de Velasco dice que fueron descendientes de los Caras que dan inicio a la nación quiteña, y que estos pueblos eran los apecignes, ca-niloas, chones, pasaos, silos, tosahuas, jahuas, quaques, colimas, pimpagua-ces, pechaucinchis y jaramijos, que vivían de la agricultura y la pesca aunque cultivaban el arte de la guerra, igual que las poblaciones de los pu-naes y huancavilcas, con sus propias poblaciones, al sureste de Santa Elena, y que por esta condición guerrerista, muy difícilmente pudieron desarrollar el comercio, poblaciones guerreras tan distintas a las poblaciones manteñas, pero que ingeniosamente algunos ar-queólogos e historiadores guayaqui-leños pretenden, y lo han conseguido, que se considere a los huancavilcas. Según Juan Marchena fue poblado an-dino de linaje Vilca, como parte estruc-tural y ancestral de la cultura manteña, más irónico aún es que se pretenda, actualmente, considerar a la pobla-

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ción y al territorio Huancavilca como el eje o centro principal de las cultu-ras indígenas de la Costa ecuatoriana y del Pacífico sur, desde sus primeros asentamientos humanos, y otros más osados, repitiendo lo dicho por ciertos cronistas que, desorientados en su vi-sión geográfico–territorial en su tiem-po, confunden a las poblaciones de los niguas y paches con los manteños. Felizmente, las edificaciones de piedra en el antiguo Manta, los calendarios, hachas, manos, descansa nucas y otros elementos del mismo material pétreo, así como las sillas “U” de los cerros de Hojas y Jaboncillo, son únicos y exclu-sivos de Manabí.

Es la pérdida de este sentido identitario actual lo que ha llevado a que interesados y bien intencionados estudiosos y curiosos de la historia busquen rastros que les permitan de-terminar el origen y la fecha funda-cional de su ciudad y el nombre de su fundador, creyendo de esta manera encontrar sus raíces, menospreciando su identidad ancestral, desconocien-do su propia historia. Éste es el caso de ciudadanos de Charapotó, antiquí-sima población indígena, menciona-da por el padre Juan de Velasco con el nombre de “Jacpocto”, frontera natu-ral norte del territorio Jocay y del úl-timo cacique Cancebí, muerto por or-den de Pedro de Alvarado en su paso al reino andino de Quito, territorio comprendido desde la península de Santa Elena hasta la punta de Chara-potó, y que cobijó a las culturas alfa-reras de Valdivia, Machalilla y Manta principalmente, que reclama ser la primera ciudad fundada en el Ecua-

dor, en abril de 1 534, precisamente por quien dejó tras de sí un territorio devastado y a sus pobladores, en su mayoría asesinados; pero, quienes sobrevivieron al genocidio buscaron refugio para sus vidas fusionándose con la selva virgen, tierra adentro.

Montecristi, como accidente geo-gráfico de fácil identificación y ubica-ción en la cartografía de la época por su condición de cerro, empieza a ser men-cionado por los primeros españoles que llegan a territorio manabita desde 1529, aún en 1605, en la descripción de Guayaquil, en lo referente a Portovie-jo, anónimo, se lo sigue mencionando como cerro mas no como población, y dice “a dos leguas tiene una montaña que llaman Montecristi, en que hay ár-boles de leña…”. El autor de esta obra, Domingo Delgado, afirma que “es un pueblo milenario”, ciertamente por ser un territorio donde se asentaron los pobladores que dieron origen a la cultura manteña, especialmente en el cerro de Jaboncillo, aunque se encon-traron dispersos en sectores aledaños como los cerros de Hojas y Monte-cristi, Picoazá, Jaramijó, Jupe, Agua Blanca y López Viejo, donde Marshall Saville, en su primer viaje en 1905, des-cubrió los pozos de agua dulce de los “gigantes”, terrazas agrícolas y gran-des habitaciones, silos, construidos de piedra que sirvieron como bodegas de almacenamiento de alimentos y las conocidas sillas en forma de “U”, así mismo talladas en piedra, que descan-san sobre una base que tiene esculpida figuras antropomorfas y zoomorfas, todas ellas formando un círculo, seme-jando un centro de adoración o centro

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de reunión de caciques o más bien de poder, punto de avistamiento marino y talvez de comunicación con los po-blados que se encontraban a su alre-dedor, sea en el valle o las montañas circundantes. Ante esta aseveración debo considerar que la apreciación de Domingo Delgado tiene fundamento y lógica, mas confunde fundación o poblamiento de ciudad con existencia milenaria de pueblos indígenas en el territorio de Montecristi, o mejor decir en el territorio indígena, ante desco-nocimiento del nombre de la comarca, denominado Jocay, que para entonces y por datos de los cronistas españoles, tiene una extensión de 18 leguas a ni-vel de costa, desde los actuales canto-nes de Santa Elena hasta Charapotó, y 14 leguas hacia el interior, desde el mar hasta las montañas de los actuales can-tones de Paján, Olmedo, San Plácido, Junín, y que agrupa o cobija a diversi-dad de tribus que tienen idiosincrasia y cultura semejante.

Diferentes versiones o teorías se han vertido acerca del nombre de Montecristi, desde aquéllas que na-cen en el imaginario popular como aquéllas que tienen un sustento do-cumental y de análisis histórico serio. El autor nos invita a conocer algunas de ellas, como la del profesor monte-cristense Juan José Aníbal San Andrés Robledo, escrita en el libro de José Buenaventura Navas: Monografía his-tórica e ilustrada de Manabí, 1934, y que dice: “La fundación de Montecristi data desde los principios del siglo XVIII. Se dice que el primer fundador fue cierto señor Criste que fabricó su casa-choza en la cima del cerro y por

tal motivo se denominó Montecristi”; fábula ésta que fue aceptada como cierta durante muchos años y expues-ta en conferencias y actos escolares y cívicos alusivos a su supuesta funda-ción, pretendiendo con ello justificar el desconocimiento de su historia y su origen como ciudad.

El trabajo de recopilación de tantas versiones sobre el origen del nombre de Montecristi es loable en el profesor Delgado, principalmente por-que ha tenido que recurrir a libros de connotados historiadores, cronistas, literatos, revistas, periódicos, tradición oral, o a la memoria viva de personas que, siendo respetadas por su calidad humana o reconocimiento profesional en la comunidad, pero sin formación ni investigación histórica en documentos que respalden sus tesis, pretendieron explicar el origen de su nombre por la simple lógica. Tomemos otro ejemplo como el del padre Luis Hermidas, s.j., en su obra Jocay–Manta, 1972, que dice:

Después de sufrir el saqueo de los pi-ratas, como Guayaquil en 1687, Man-ta decidió alejarse del mar hacia la montaña. Así lo hizo, y fundó allí un pueblo que debió llamarse “Nueva Manta” pero tomó el nombre del ce-rro adonde se acogió: Montecristi…;

así también Fernando Jurado No-boa, en el libro Manabí, su historia–su nombre, editor Ramiro Molina, luego de las referencias que hace a los ata-ques de piratas a la costa ecuatoriana y particularmente a Manabí, incluso especula sobre su posible fundación y dice:

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Podría llegar a afirmarse-aunque de manera provisional que Montecristi se fundó hacia 1709 por indios man-teños, huidos de los piratas …

Por qué no considerar, entonces, que Montecristi ya existía como ciudad desde 1628, cuando este territorio fue saqueado por el pirata Guvernot, como lo dicen las crónicas de aquella época.

Es indudable que las poblaciones americanas, ante el acoso permanente de los corsarios, debieron fortificar sus ciudades unas, y otras, como Por-toviejo en 1628, trasladarlas a lugares más seguros y alejados de la costa, aun cuando ello les representara perder su condición de ciudad puerto, para en-tonces, condición necesarísima para su desarrollo; ésto no significa funda-ción ni nueva fundación, el traslado de ciudades, ante eventos adversos, significa el inicio de una nueva etapa histórica en la existencia de la ciudad y de sus pobladores.

Continuando con la cita del pa-dre Hermidas, dice:

nombre que, como a los primeros es-pañoles, saturados del espíritu cristia-no, se les ocurrió venir a descubrir la América en el velero “Santa María”, a estos segundos se les ocurrió llamar “Monte de Cristo” al contemplar des-de el mar cómo se destacaba en el ho-rizonte aquella hermosa montaña.

Ya aquí vemos cómo el razona-miento y la lógica en el estudio histó-rico empieza a prevalecer; el indígena, al imponer nombres, lo hace desde la

óptica de su propia geografía, mien-tras el español relaciona al nombre, y los impone por su entorno geográfico, sus características raciales, laborales, lugar de procedencia, nombres de santos, etc., acepciones que también van dando origen a los apellidos. Lo mismo hace con las regiones que va conociendo, las relaciona con otros sectores ya conocidos, especialmente por su similitud geográfica, ésto nos dice el portovejense Gonzalo Molina García en su obra: El capitán Francisco Pacheco en la conquista de América. Fun-dador de la ciudad de Portoviejo, Madrid, Editorial Universitaria, 1986, que el nombre de Puerto Viejo es producto de la similitud geográfica de la costa de Nicaragua con la costa sur mana-bita, y dice:

El nombre de Puerto Viejo se lo men-ciona por primera vez en 1522, tal-vez antes por Gil González de Ávila, cuando en busca de un desaguadero que le permita pasar de la mar del sur a la del norte, llega hasta la pro-

Plaza Alfaro, Montecristi.

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vincia de Chinandega en Nicaragua, y pone nombre a pueblos existentes en dicha costa, y que por la similitud geográfica luego se impondrían a los pueblos de la costa ecuatoriana….

Aquí encontramos que posible-mente el nombre de Montecristi, por su cerro, es mencionado por primera vez en dicho año, así lo dice Molina en otro párrafo de su obra:

Es el caso del Puerto Viejo nicara-güense, semejante al manabita, con un río flanqueado por manglares y un cerro (el Viejo en Nicaragua y el Montecristi en Manabí), en su parte posterior; con indios amigables y de-dicados al comercio, con alfarería y labrado de piedras muy semejantes, con ritos y costumbres que parecían ser un mismo territorio y pueblo...

En otro acápite, el profesor Del-gado hace alusión al nombre de San Fernando de Montecristi, municipio enclavado en la parte noroeste de Re-pública Dominicana, en base a lo na-rrado por el cronista Bartolomé de las Casas, sin citar el nombre de la obra, que dice:

Después de llegar, fundada la villa de Navidad, Cristóbal Colón, en su segundo viaje a América, navegó así al este, camino de un monte muy alto, que quiere parecer isla, pero no lo es, porque tiene participación con tierra muy baja, el cual tiene forma de un alfaneque muy hermoso al cual puso por nombre Monte Cristi en honor a Cristo, por la belleza y grandeza de las vegas que contem-

pla y que le parecían un monte dig-no de Cristo…

He aquí una visión más real de que toda elevación que se distinguie-ra desde alta mar no solamente era un punto geográfico de referencia sino también de dominio del horizonte marino-terrestre circundante y de defensa estratégica ante situaciones adversas.

Aunque el profesor Domingo Delgado no asegura, sí presupone que “Montecristi existió antes del incario”, que sus pobladores fueron los cons-tructores de “pozos construidos con piedras buriladas que tienen parecido a los ladrillos actuales, con medidas exactas para ir colocándolas dentro de las excavaciones”. Esta apreciación, sin fundamento, está referida a la le-yenda de los gigantes, de 8 y 9 pies de altura que asolaban el territorio entre Santa Elena y Machalilla, y cuenta la leyenda que “fueron exterminados por un haz de luz y fuego despren-dido de la espada divina, queriendo así terminar con sus infames aberra-ciones”, pozos que se encuentran en diversas partes de Montecristi, como en El Pechiche, Loma de Juancho y la Ciénaga de Cárcel, aunque también lo encontramos y aún existe y brinda agua dulce y cristalina en Choconchá de Jipijapa.

Insiste el autor en que:

los peninsulares que llegaron por vez primera, a Montecristi, ya lo describen como lugar de abasteci-miento del líquido vital, para satis-facer sus necesidades diarias en sus

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largas caminatas, que realizaban en-tre Manta y Portoviejo,

pero no menciona fecha de este rela-to, que sí es verídico, porque el pozo abierto en piedra viva en El Pechiche brinda agua desde siglos antes de la presencia de España; es desde este pozo que conquistadores y coloniza-dores calman su sed, que las naves pliegan sus velas para abastecerse de alimentos y el agua de pozo.

Por todos estos argumentos debo remitirme a 1565, cuando ya Porto-viejo había perdido su condición de Gobernación, su calidad de puerto, su importancia como ciudad y era territorio anexado a la Gobernación de Guayaquil, gran urbe que ofrecía posibilidades y perspectivas de de-sarrollo: los peninsulares migraron hacia ella, desamparando y empo-breciendo a Portoviejo, que pasó a ser conocida como “la culata”, enclavada en la espesura de un valle rodeado de colinas: la ciudad que nació mirando al mar se encontraba distante, para entonces, unas 6 leguas del mar de Manta, que comprendía el territorio señalado como reducción indígena, los pobladores de Portoviejo vivien-do de la agricultura y escasa crianza de ganado, que a pesar de su condi-ción de cabeza de Partido, solo con-taba con catorce familias españolas y unos cuantos indios tributarios; remi-támonos a la crónica documental de José Rumazo González inmersa en el Boletín de la Academia Nacional de His-toria No. 112, julio-diciembre, 1968, que dice:

Siendo Puerto Viejo para ese año una ciudad con 17 casas, teniendo una igle-sia y un monasterio de La Merced, y 14 familias españolas y 16 señores indios, el presidente de la Real Audiencia de Quito, Hernando de Santillán, ordenó que de las 14 familias españolas exis-tentes en esta ciudad, la mitad de ellas se trasladara hasta el pueblo de indios, cuyo primitivo nombre fue Tocay, que dista a seis leguas, y en donde existe una iglesia en donde apaciguan sus almas los viajeros en tránsito cuando los navíos hacen escala para aprovisio-narse de comida, agua y vituallas, para que dicho puerto se transforme en ciu-dad y la nombró “ciudad de San Pa-blo”. Como los vecinos de Puerto Viejo reclamaron por esta dura dispersión de sus congéneres, el presidente Santi-llán dispuso que se trasladen solamen-te aquéllos que lo desearen, siendo tres familias las que decidieron poblar la nueva ciudad…

Ya vemos aquí un espacio inte-resante donde se habla de la intencio-nalidad de fundar una ciudad puerto en el territorio del partido de Puerto Viejo, fundación que no puede darse, principalmente, por la insuficiencia de pobladores, es más bien un po-blamiento lento, progresivo y muy sacrificado de lo que posteriormente sería Manta, como caleta española. Las leyes de Indias no permitían que una ciudad se fundara bajo la égida indígena y fuera reconocida como tal por la Corona; Montecristi era territo-rio indígena, en sus colinas habitaban los naturales de esta tierra, reducidos a esa circunscripción territorial, por lo tanto Montecristi no se funda como ciudad, peninsulares y criollos la lle-

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gan a poblar paulatinamente; pobla-ción blanca que es minoritaria hasta mediados del siglo XIX, es la pobla-ción indígena que se opone a su extin-ción como raza y cultura, así nos lo da a conocer Fernando Jurado, Manabí. Su historia-su nombre, Ramiro Moli-na, editor, 2008, cuando dice que “en 1821, como cosa curiosa y única en el país, en Montecristi funciona el Cabil-do compuesto por 8 ediles indígenas alfabetos”, poblamiento que se da por la necesidad de contar con individuos que les abastezcan de alimentos y agua, para con ello abastecer a su vez a las naves que acoderan en Manta en su paso al Perú.

Por ello, Montecristi no pudo ser ciudad fundada en fecha determina-da, su poblamiento se pierde en las brumas del tiempo y en la inexistencia de documentos escasos, muy escasos; pero de los pocos existentes nos brinda la satisfacción de conocer parte de la génesis de su historia, de su nombre, de su religiosidad; son los documentos que deleitan el alma e invitan a seguir escudriñando en los archi-vos del tiempo. Citemos, como colofón de este tra-bajo, lo escrito por fray Joel Monroy en su obra: Los re-ligiosos de La Merced en la Corte del Antiguo Reino de Quito, en lo que respecta a la Virgen venerada por los montecristenses, la Virgen de Monserrat, dice:

En 1541 Carlos V, emperador de España, en muestra de su imperial benevolencia, mandó a obsequiar a los padres mercedarios, residentes en el Reino de Quito, dos imáge-nes sagradas; la una para Quito, la de Nuestra Santísima Madre de la Merced, más tarde conocida como virgen de la Merced, la Peregrina de Quito; y la otra para Portoviejo que fue la virgen de Monserrate, imagen venerada por varios años en el convento de La Merced y que por disposición de fray Dionisio de Castro y fray Miguel de Santamaría, principales de la Orden en este terri-torio, dispusieron años más tarde su traslado y ubicación en la cima del monte conocido como Monte Chris-ti, por la ausencia de iglesias y de curas que calmen la sed de espíritu a aquellos viajeros que por mar se trasladan a Lima o a Panamá, y sea vista y adorada como Estrella de los Mares, Consuelo de Afligidos, Auxi-lio de Cristianos, Reina de Apósto-les e Imán de Corazones.

Montecristi en 1850.

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lospueBlosindíGenasyneGrosfrentealaindependenciahispanoamericana

* Ponencia del Dr. Jorge Núñez Sánchez, de la Universidad Central del Ecuador, al IV Congreso Sudamericano de Histo-ria, Quito, 27 al 31 de julio de 2009.

resumendelaponencia

Se han escrito bibliotecas enteras sobre la independencia hispa-noamericana, complejo proceso

político y militar conducido por la clase propietaria criolla, que consti-tuía una verdadera minoría oligárqui-ca. Empero, es muy poco conocido el papel que en ese proceso histórico re-presentaron las mayorías populares y particularmente los indios, sometidos a la servidumbre de la mita, y los ne-gros, atados al dogal de la esclavitud.

Esta ponencia enfoca precisa-mente el fenómeno político–social de la presencia, o ausencia, de esas ma-yorías oprimidas en las luchas de la emancipación, analizando las expe-riencias habidas en los virreinatos de Nueva España y Nueva Granada, con un énfasis particular sobre lo ocurri-do en la Audiencia de Quito.Palabras claves: Fidelismo, emancipación, criollos, es-clavitud, servidumbre.

lasprimeras revolucionesanticoloniales

América puede gloriarse de haber producido las primeras revoluciones anticoloniales de la historia universal, que fueron la independencia de los Es-tados Unidos (1776–1783), la Indepen-dencia de Haití (1803) y la Independen-cia de Hispanoamérica (1809–1824).

Esas tres revoluciones marcaron en muchos sentidos la historia univer-sal y desataron un proceso de desco-lonización que constituye uno de los mayores signos de dignidad política y progreso social de la humanidad contemporánea, proceso que comen-zó entonces y aún no ha terminado, como nos lo recuerdan hoy mismo ciertos fenómenos geopolíticos como la existencia de la base norteamericana de Guantánamo en Cuba, el dominio británico sobre el Peñón de Gibraltar, el dominio francés sobre la Guayana, la posesión española de las ciudades norafricanas de Ceuta y Melilla, o esa especie de limbo jurídico en que vive Puerto Rico, casos todos ocultos tras eufemismos como “Departamentos de ultramar de Francia”, “Colectivi-dades de Ultramar”, “Regiones ul-traperiféricas de la Unión Europea”, “Estación naval de la Bahía de Guan-

Dr. Jorge Núñez Sánchez*

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tánamo” o “Estado Libre Asociado a los Estados Unidos”, denominaciones que buscan maquillar las horrendas facciones del colonialismo y neocolo-nialismo supervivientes.

En último término, esas tres re-voluciones anticoloniales dieron luz a 18 nuevas naciones independientes, liberaron del dominio extranjero a millones de personas, rompieron los antiguos monopolios comerciales y crearon las bases para el surgimien-to de un mercado mundial. También encarnizaron y dieron vida concreta a principios políticos, derechos huma-nos y libertades civiles hasta entonces solo esbozadas en el papel, tales como la soberanía popular, la división de poderes, la libertad personal, la igual-dad jurídica de los ciudadanos, la li-bertad de imprenta, etc.

De otra parte, esas revoluciones, junto con la francesa de 1789, integraron el ciclo de transformaciones liberales de Occidente, que validó ante el mundo entero un modelo de organización po-lítica, la democrática–republicana, que hasta entonces solo había existido en los libros de los teóricos del liberalismo, como Locke y Montesquieu.

Pero si resulta del todo meritorio ese impulso anticolonialista, lo que ya no resulta tan glorioso es el horizonte político interno que delineó la mayo-ría de esas revoluciones anticolonia-les, pues, salvo el caso de Haití, esos procesos fueron progresistas hacia afuera, pero extremadamente conser-vadores hacia adentro. Dicho de otro modo, buscaban que los nuevos paí-ses se liberaran del dominio colonial

metropolitano, pero paralelamente se proponían mantener indemne la estructura social interna y, en algu-nos casos, incluso buscaron preservar hasta donde fuera posible la estructu-ra política preexistente. Por eso, he-mos optado por definirlas como “re-voluciones conservadoras”, ya que tenían elementos de ruptura política propios de una revolución, tales como la insurgencia armada contra el poder colonial extranjero y la destrucción o violenta sustitución del viejo sistema político, pero su fin último era, en la mayoría de los casos, la preservación de la antigua estructura social interna o, al menos, de los elementos funda-mentales de ella.

laestructuracolonial interna

Son conocidas las diferencias históricas y culturales que hubo en-tre los sistemas coloniales hispánico, luso, anglosajón y francés desarrolla-dos en América. Uno de los elementos diferenciales fue la relación de esos sistemas con los pueblos indígenas preexistentes, especialmente a partir de la mayor o menor resistencia que ellos mostraron frente a los conquis-tadores europeos y, sobre todo, a las posibilidades de explotación laboral que su presencia ofrecía.

Allí donde la población indígena era sedentaria y numerosa, como en Mesoamérica y Sudamérica andina, la explotación minera y agropecuaria se basó en la explotación de la mano de obra nativa, fundamentalmente a tra-

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vés del sistema de trabajo obligatorio y gratuito, también llamado “mita”. Pero donde la población indígena no podía ser explotada sistemáticamente, por-que era escasa, o nómada, o fieramente resistente –como ocurriera en las islas y costas del Caribe, o en las llanuras de América del Norte–. La explotación co-lonial se basó en el trabajo esclavo.

Millones de seres humanos de piel oscura, sometidos a la brutalidad de la mita o a la barbarie de la esclavitud, gemían bajo el látigo de implacables ca-pataces y sostenían con su trabajo esa primera expansión capitalista mundial, es decir, eso que Adam Smith llamó “la riqueza de las naciones”. De otra parte, esas mismas gentes trabajadoras consti-tuían la inmensa mayoría de la población en cada una de las regiones americanas, lo que contrastaba con la realmente mí-nima presencia numérica de los colonos blancos de cualquier origen.

Empero, esa población blanca americana, hija de los procesos de co-lonización y heredera directa de los be-neficios coloniales, poseía la riqueza y la cultura necesarias para emprender, desde fines del siglo XVIII, en los pri-meros proyectos de descolonización. Esos proyectos vinieron acompañados de grandes ideas liberales. La famosa Declaración de Derechos de Virginia, texto esencial de la revolución norteamerica-na, sostuvo en su primer artículo que

Todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes, de los cuales, cuando entran en un estado de sociedad, no pueden ser privados o postergados; expresamente, el gozo

de la vida y la libertad, junto a los me-dios para adquirir y poseer propieda-des, y la búsqueda y obtención de la felicidad y la seguridad. También dis-puso, por su artículo 9, que no se im-pongan, ni se dicten castigos crueles o anormales; y, recalcó, en su artículo 16, “que es deber mutuo de todos el practicar la indulgencia, el amor y la caridad cristianas.

Pero todas esas bellas teorías y solemnes declaraciones ignoraban o soslayaban expresamente la presencia de los casi 4 millones de esclavos que existían para entonces en Norteaméri-ca, formando parte de una masa labo-ral esclava que era de unos 7 millones en todo el continente americano.1 Y es conocido el hecho de que, antes de aprobar y disponer la publicación de la “Declaración de Independencia”, el congreso de los Estados Unidos alte-ró sustancialmente el texto preparado por el “Comité de los cinco” (Adams, Franklin, Jefferson, Livingston y Sher-man), y eliminó en forma vergonzan-te todo lo relativo al comercio de es-clavos. Así, ignorando oficialmente esa realidad social, la nueva república pudo seguir gloriándose de los altos principios liberales que la inspiraban, a la vez que sus plantadores seguían beneficiándose con la explotación de la esclavitud, y sus tratantes de escla-vos seguían enriqueciéndose con su negocio vil.

La Revolución haitiana, iniciada en 1791 como un eco caribeño de la

1 Eric Hobsbawm, Industria e imperio, Bar-celona, Editorial Crítica, 2001, p. 48.

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Revolución francesa, vino a replantear en toda América el problema de la es-clavitud. Tras varios años de lucha, el movimiento revolucionario pasó a ser dirigido por Toussaint Louverture, bajo cuyo liderazgo el ejército de an-tiguos esclavos venció a sus enemigos locales y derrotó a los ejércitos expe-dicionarios enviados por España e In-glaterra. Dos años más tarde, en 1801, una Asamblea Central convocada por Toussaint decretó la “Constitución de la colonia de Santo Domingo”, por la cual Haití y sus islas adyacentes reco-nocían la soberanía de Francia, pero también el espíritu libertario de la Re-volución francesa, consagrado en la “Declaración de Derechos del Hom-bre y del Ciudadano”. En consecuen-cia, esa Constitución proclamaba:

Art. 3. En este territorio no podrá haber esclavos. La servidumbre ha sido abolida para siempre. Todos los hombres nacen, viven y mueren li-bres y franceses.Art. 4. Todo hombre, cualquiera sea su color, puede ser admitido en cual-quier empleo.Art. 5. No hay otra distinción que la de la virtud y el talento, ni otra supe-rioridad que la otorgada por la ley en el ejercicio de la función pública. La ley es igual para todos, tanto cuando castiga como cuando protege.

Obligada por la exitosa insurrec-ción de los esclavos haitianos, la Asam-blea Nacional francesa declaró abolida la esclavitud en las colonias. Pero poco después, en 1802, Napoleón Bonapar-te anuló la abolición y envió hacia el Caribe un gran ejército colonial, en-

cargado de restablecer la esclavitud en los dominios de Francia. Toussaint fue apresado por los franceses, pero los haitianos resistieron exitosamente y, luego de dos años de guerra, derrota-ron al ejército colonial y consolidaron definitivamente su libertad. En enero de 1804, bajo la jefatura de Dessalines, fue proclamada la Independencia hai-tiana. La proclama de Independencia decía:

… Hemos osado ser libres, osemos serlo por nosotros mismos y para nosotros mismos … Juremos ante el universo entero, ante la posteridad, ante nosotros mismos, renunciar para siempre a Francia, y morir an-tes que vivir bajo su dominación … Prestad entonces juramento de vivir libres e independientes, y de prefe-rir la muerte a todo lo que pueda volveros al yugo.

Al consagrar la eliminación de esa lacra social en la teoría y en la práctica, el pueblo haitiano rebasó el límite de una “guerra de independencia” contra Francia y alcanzó el de una “guerra de liberación social y nacional”, efectuan-do en una de las más radicales transfor-maciones de la historia universal, que dio lugar al nacimiento de la segunda república independiente de América, la primera república negra del mundo y la primera república anticolonialista de la historia.

Años después, el gobierno haitia-no del presidente Pétion proveería de armas y recursos a la empresa liberta-dora de Simón Bolívar, exigiendo como condición única que el futuro Liberta-

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dor de Sudamérica decretara la manu-misión de los esclavos de Venezuela.

Inevitablemente, las acciones revolucionarias de Haití provocaron una creciente inquietud social y polí-tica en el Caribe y todavía más allá de ese espacio geográfico. El ejemplo de ese pequeño país, donde los esclavos se habían rebelado contra sus amos e instaurado una democracia social, a la par que derrotaban militarmente a una de las mayores potencias mi-litares de la época, estremeció a los esclavistas de todas partes y a los co-lonialistas de todos los idiomas, que se apresuraron a tomar medidas para evitar la expansión del fuego revolu-cionario. Los Estados Unidos decre-taron el bloqueo comercial de Haití, en un anticipo de lo que un siglo y medio después harían contra otra isla revolucionaria del Caribe, la de Cuba, por similares razones. A su vez, las autoridades españolas prohibieron en sus colonias la introducción de ne-gros esclavos provenientes de las co-lonias francesas, porque temían que viniesen contagiados con el virus de la revolución. Y cosa igual hicieron en sus colonias los ingleses, holandeses y portugueses, basados en similares motivaciones.

El área del Caribe albergaba por aquella época una población esclava de aproximadamente 1200000 perso-nas, de las cuales más de 600000 ra-dicaban en las posesiones francesas, unas 300000 en las posesiones britá-nicas y sobre 200000 en las posesio-nes españolas insulares (Cuba, Puer-to Rico, Santo Domingo) y de Tierra

Firme (Venezuela y Nueva Granada). Considerando la tradicional rebeldía de la población esclava, que en ese mismo siglo XVIII había protagoniza-do levantamientos en casi todos los te-rritorios de la región, resultaba lógico esperar el estallido de nuevas subleva-ciones en el área. De ahí que el ejem-plo haitiano, que quitaba el sueño a los poderosos propietarios coloniales, se convirtió en una irrefrenable espe-ranza para los esclavos de todo el con-tinente, que empezaron a enarbolar y proclamar “la ley de los franceses” en todos los estallidos de simpatía que se produjeron en otras colonias de la re-gión antillana: Martinica, Tobago, San-ta Lucía, casi todas las islas británicas, Curazao y Venezuela.

Nuevos motivos de inquietud surgieron para el criollismo del nor-te sudamericano con el movimiento subversivo venezolano de Gual y Es-paña –cuyo programa inspirado en los principios de la Gran Revolución, contemplaba la abolición de la escla-vitud–; y, sobre todo, con la conspi-ración del mulato Chirino, testigo de la Revolución haitiana, que planeaba un masivo levantamiento de pardos contra la oligarquía mantuana de Venezuela. Ello avivó todavía más el temor de las clases propietarias de América Latina, que tomaron medi-das para evitar el eventual estallido de rebeliones esclavas en su jurisdic-ción y asumieron una actitud política abiertamente conservadora.

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losindiosfrente alaindependencia

Si brutal era la situación de los esclavos negros, no lo era menos la de los indígenas americanos, sometidos a la más oprobiosa servidumbre. Aun-que legalmente eran vasallos libres del rey de España, al que debían pagar tributos, desde los días de la conquis-ta tenían también encima la carga del trabajo personal gratuito, derivado de la encomienda, que transformó la “mita”, sabia costumbre indígena de trabajo obligatorio en beneficio de la comunidad, en un brutal mecanismo de expolio colonial, definido fielmente por José Joaquín Olmedo en 1812, en sus dos memorables “Discursos sobre las mitas de América” ante las Cortes de Cádiz. Dijo en el primero de ellos:

Desde los principios del descubri-miento se introdujo la costumbre de encomendar un cierto número de in-dios a los descubridores, pacificado-res y pobladores de América, con el pretexto de que los defendieran, pro-tegieran, enseñasen y civilizasen… De esta costumbre nacieron males y abusos tantos y tan graves, que no pueden referirse sin indignación y sin enternecimiento… De aquí provinie-ron los repartimientos de indios para todo, que se conocen con el nombre de mitas, así como a las que las sirven de mitayos. Repartimientos de indios para fábricas u obrajes; repartimiento para las minas, labranza de tierras y cría de ganados; repartimiento para abrir y componer caminos y asistir en las posadas a los viajeros; reparti-mientos para las postas y para todos

los servicios públicos, particulares y aun domésticos, y hasta repartimien-to de indios para que llevasen en sus hombros a grandes distancias y a grandes jornadas cargas y equipajes, como si fuesen animales o bestias do-mesticadas…

Además de las leyes mitales, la explotación indiscriminada y brutal de los indígenas estaba garantizada por la misma lógica de la economía colonial, que determinaba que los siervos indios fuesen tratados peor que los esclavos negros, pese a en-contrarse teóricamente en mejor con-dición legal que éstos. Y es que un esclavo valía mucho dinero y su amo lo cuidaba para proteger su inversión, mientras que el indio, en teoría vasa-llo libre del rey, no era propiedad de nadie y, según esa lógica perversa, no importaba que muriese por causa de la sobreexplotación laboral en minas, haciendas u obrajes.

Explotado doble y paralelamente, tanto por la corona y sus corregidores, como por los hacendados, mineros u obrajeros criollos, el indio halló en el alzamiento tumultuario la única sa-lida a su miserable condición. Así se entiende la frecuencia y virulencia de esos alzamientos de gentes famélicas y desesperadas, que en sus estallidos de protesta cometían los más feroces actos de violencia, aunque no mayores a los que los beneficiarios del sistema colonial cometían a su vez contra ellos. Los indígenas, tratados como bestias domésticas por sus amos, reacciona-ban de tiempo en tiempo con la fero-cidad de unas bestias salvajes. Pero no

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eran bestias, ni mucho menos. Eran seres humanos que tenían plena con-ciencia de su humanidad y también de la crueldad e injusticia con que eran tratados por el sistema colonial y, en particular, por los propietarios crio-llos. Lo demuestran las abundantes quejas, denuncias, reclamos, pedidos y ruegos que elevaban a las autorida-des, que llenan anaqueles enteros de nuestros archivos nacionales o de los archivos coloniales españoles. Ahí hay abundante material para escribir nu-merosos tomos de una real “Historia universal de la infamia”, seguramente más dramática que la obra imaginati-va de Jorge Luis Borges.

Los nativos americanos se sabían víctimas de la violencia conquistadora y de la opresión colonial, y ansiaban reconquistar de nuevo un horizonte de libertad. Por eso desarrollaron su propio pensamiento milenarista y su particular profecía de un futuro feliz, que fueron mecanismos de resisten-cia espiritual frente al avasallamien-to mental que buscaba imponerles el conquistador. Una expresión tem-prana de ello fue el movimiento del Taqui Ongo, surgida en la zona an-dina del Perú hacia 1560, ceremonia de denuncia de la tragedia indígena y también de preparación para el ad-venimiento de una era feliz, que ase-guraban se iniciaría con la expulsión de los blancos y del dios español. Y una expresión tardía de lo mismo fue el amotinamiento de los nativos del centro quiteño tras el terrible terre-moto de 1797, a los gritos de que la Pachamama, su Madre Tierra, y sus

montañas tutelares se habían violen-tado, para manifestar su ira contra los españoles y exigirles que se mar-charan de América, devolviendo a los indios sus tierras y su libertad, puesto que ya se habían cumplido los tres si-glos de dominio que el Papa les die-ra sobre este continente. Igualmente, proclamaron que ya no debían pagar tributos al rey ni hacer trabajos para hacendados y obrajeros.2

Esa ideología de resistencia im-plicaba también una sorprendente conciencia política. Lo muestra hasta la saciedad el movimiento de Túpac Amaru, que entre 1780 y 1781 procla-mó paralelamente la eliminación de los tributos y la servidumbre indíge-na, y la eliminación de la esclavitud de los negros, en busca de crear un frente común de los explotados para resistir a los abusos de la dominación colonial. Cosa similar puede decir-se del movimiento de los comune-ros del Socorro, que estalló en 1781 en la Nueva Granada y fue también un acto de resistencia al dominio co-lonial. Una tropa entre mestiza e in-dígena, de más de 20000 hombres, cercó al poder y lo obligó a firmar las “Capitulaciones de Zipaquirá”, por las que se abrogaban los impuestos y estancos y se reconocían los derechos indígenas sobre la tierra. Su líder, José Antonio Galán, llegó a proclamar el fin del colonialismo español: “Se aca-bó la esclavitud”, dijo.

2 Los testimonios del asunto en AGI, S. Quito, L. 250.

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losvariosproyectosemancipadores

Lo expuesto nos lleva a sostener que, para comienzos del siglo XIX, en Hispanoamérica estaban planteados de hecho varios proyectos de emanci-pación: uno, el de los siervos indíge-nas, que buscaban liberarse del domi-nio europeo y recuperar América para los americanos nativos; otro, el de los esclavos negros, que aspiraban a la liquidación de la esclavitud y el otor-gamiento de la libertad personal para todos; y otro más, el de los criollos o españoles americanos, que ansiaban independizarse de España, para me-jor control de estos países, culminar su constitución clasista y continuar con el dominio sobre indios, negros y mestizos.

Eran proyectos distintos, desi-guales e inclusive opuestos de modo radical. Obviamente, el más avanza-do era el de los criollos, que durante largo tiempo habían ido construyen-do una identidad propia, enfrentada a los funcionarios “chapetones” o “ga-chupines” por el control del poder en las colonias españolas.

Poseedores de florecientes plan-taciones cultivadas con trabajo escla-vo o de grandes latifundios benefi-ciados por el trabajo indígena servil, y muchos de ellos poseedores de títu-los nobiliarios, los criollos constituían –según la precisa definición de Severo Martínez Peláez–3 una “clase domi-

nante a medias”, que tenía en sus ma-nos el poder económico, la influencia social y los mecanismos culturales de las colonias españolas, pero que úni-camente participaba de las migajas del poder político y nunca por su pro-pio derecho, sino mediante el pago de jugosos donativos a la corona. Por lo mismo, ellos deseaban una emanci-pación de España que les entregase el control del poder político en sus paí-ses y los convirtiese en miembros de una clase dominante con plenos dere-chos. Pero, desde luego, no estaba en el horizonte de sus aspiraciones polí-ticas la realización de una revolución social que, como la francesa, repartie-ra la tierra a los campesinos pobres, liquidara los derechos feudales y arrasara legal y físicamente con la no-bleza. Lo que querían, en definitiva, no era transformar esencialmente a la sociedad colonial, sino mantenerla para su exclusivo provecho, cortando de un tajo la dependencia frente a la metrópoli y asumiendo el tan anhela-do poder político.

Por el contrario, los planes eman-cipadores de indios y negros, pese a su aparente primitivismo, apuntaban a una transformación profunda de la estructura socio-económica desarro-llada durante los tres siglos colonia-les. Los indios, en tanto que dueños originales del continente, y los ne-gros, convertidos por la historia en una suerte de nueva etnia nativa, as-piraban a una emancipación personal que los liberara de la servidumbre y la esclavitud, respectivamente, y que les diera dominio efectivo sobre la tierra que cultivaban con su esfuerzo.

3 Martínez Peláez, La Patria del criollo, San José, EDUCA, 1983.

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Los reiterados motines indígenas, los alzamientos de resistencia a las refor-mas borbónicas, las sublevaciones de esclavos y el cimarronaje tienen que ser vistos en esta perspectiva general, dentro de esa común búsqueda de Li-bertad, Tierra y Soberanía, y no como fenómenos aislados o eventos histó-ricos inconexos, ocurridos aquí o allá por causas particulares. Porque con esos levantamientos ocurre lo mismo que con la gripe porcina: aunque se manifiesta por acá o por allá en casos aislados, revela un fenómeno de igual origen y similar efecto. Pero nuestra historiografía, afectada por un incu-rable positivismo y empeñada en la descripción de fenómenos particula-res, ha renunciado en gran medida al análisis de esos fenómenos generales, que fueran protagonizados por pue-blos iletrados y gentes humildes, que en general no dejaron documentos ni testimonios escritos, pero que sabían perfectamente lo que querían e identi-ficaban bastante bien a sus enemigos.

Quienes sí entendieron la ge-neralidad y peligrosidad de esos fenómenos fueron las autoridades metropolitanas, que, desde su lejana atalaya europea, planificaron formas de refrenar esos proyectos étnicos de liberación. El principal de ellos fue la constitución de un sistema continen-tal de Milicias Disciplinadas, que sir-viera al mismo tiempo para enfrentar las amenazas militares externas, plan-teadas por otras potencias y especial-mente por Inglaterra, y también las amenazas internas, representadas por las sublevaciones indígenas y las re-beliones de esclavos. Ese sistema esta-

ba concebido para que lo financiaran y sostuvieran en gran medida los pro-pietarios que formaban la oligarquía criolla, que eran el sector social más amenazado por los ataques extranje-ros y sublevaciones étnicas, y quienes recibirían a cambio las jefaturas de los nuevos cuerpos militares. La implan-tación de ese sistema se inició preci-samente en el Caribe, zona de mayor amenaza extranjera y de gran con-flictividad social, con la promulga-ción del “Reglamento de Milicias de Cuba”, redactado por el mariscal de campo Alejandro O’Reilly en 1764.

En la zona andina, esas milicias fueron empleadas con eficacia para aplastar o desanimar levantamientos indígenas. Así ocurrió, por ejemplo, en la Audiencia de Quito, donde esas milicias reprimieron sangrientamente a los nativos sublevados del centro del país (Guamote y Columbe), que en número de 30 mil protagonizaron en 1803 un nuevo levantamiento contra el sistema colonial, proclamando “que se maten a los mestizos y españoles”, y enfrentándose con armas primitivas a las tropas milicianas dirigidas por el corregidor Javier Montúfar, hijo del II Marqués de Selva Alegre, las que lue-go efectuaron una sanguinaria repre-sión contra los alzados.

Estos fenómenos relatados exi-gen que este Bicentenario no sea solo ocasión para rememorar las luchas anticoloniales de los criollos, sino tam-bién las luchas anticoloniales de los indígenas y negros que ansiaban su liberación, así sea que estas últimas no hayan tenido los alcances políticos, la continuidad histórica y el éxito que

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tuvieron las primeras. Porque la histo-ria, como ciencia, no puede limitarse a hablar de causas triunfantes y de ven-cedores; debe también interesarse por lo otro, por lo que no triunfó o triunfó a medias, y por los otros, por los derro-tados y especialmente por las víctimas, cuyas luchas fueron también parte del drama colectivo y en muchos casos, como en el de los indígenas y negros, siguen siendo un asunto no resuelto y un problema pendiente de nuestras sociedades nacionales.

Ésta tiene que ser la ocasión para que revisemos también algunos crasos errores de nuestro oficio. Me refiero a que nuestras historiografías nacionales del XIX, y también las del XX, no qui-sieron o no pudieron reconocer la exis-tencia de otro movimiento de emanci-pación que no fuera el de los criollos. Embebidas de patriotismo y naciona-lismo, se ocuparon más de apuntalar la construcción ideológica de los Esta-dos nacionales que ha de estudiar lo sucedido en aquel importantísimo pe-ríodo, que va del tercio final del siglo XVIII al tercio inicial del siglo XIX. Y por esas mismas razones, clasificaron a los movimientos de liberación nacio-nal de los indígenas y a los movimien-tos de liberación social de los esclavos negros bajo la denominación de “mo-vimientos precursores de la Indepen-dencia”.

Hay que corregir esa plana porque está mal escrita, equívocamente escrita. Y es que insurrecciones indígenas como las de Túpac Amaru y Túpac Katari en Perú, Jacinto Canek en Yucatán, o Ju-lián Quito en la Audiencia de Quito, no

fueron el preludio ni el anticipo de las luchas criollas por la independencia, sino algo radicalmente distinto y, en muchos sentidos opuesto al proyecto criollo. Esas luchas fueron parte de un dilatado plan de liberación nacional indígena, que en diversos momentos tuvo una formidable influencia social y estremeció al sistema colonial entero, pero que fracasó por ser intermitente e inconexo y sobre todo por carecer de actualización histórica y no reconocer, en general, las nuevas exigencias de la realidad social americana.

Similar cosa puede decirse de las rebeliones negras de aquel período, como la del mulato Chirino en Vene-zuela, en el sentido de que buscaban la liberación social de los esclavos y apuntaban contra los amos blancos, es decir, contra los esclavistas criollos, y no a favor de los planes de éstos.

Borremos, pues, esa página equí-voca de nuestra historia y dejemos de hablar de los tales “movimientos precursores”, que si los hubo fueron otros y no estos esfuerzos de libera-ción nacional de indígenas, negros y mestizos, fracasados entonces pero todavía vivos y presentes en nuestra historia.

elproyectocriollo deemancipación

El proyecto emancipador de los criollos se construyó sobre ese agita-do mar de fondo de las luchas étni-cas de liberación y en gran medida en oposición a ellas. Frente a los indios que se reclamaban dueños naturales

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de América y ansiaban expulsar a todos los españoles, retrotrayendo la historia a tres siglos atrás, los españo-les americanos reivindicaron los “de-rechos de conquista” heredados de sus padres para reclamar la posesión del nuevo continente. En su “Carta a los españoles americanos”, el perua-no Juan Pablo Vizcardo y Guzmán proclamaba el derecho preferencial de los descendientes de los conquis-tadores a ejercer señorío sobre Améri-ca, derivado del “mayor y mejor dere-cho” de sus antecesores ibéricos para “adueñarse enteramente del fruto de su arrojo y gozar de su felicidad”. De este modo quedó planteada una con-tradicción histórica que todavía no ha sido resuelta del todo, entre los crio-llos y los indígenas, por el derecho a la posesión de las tierras americanas. ¿No es eso, en gran medida, lo que hoy mismo enfocan las contemporá-neas “leyes de reforma agraria”, que enfrentan a los hacendados, herederos del sistema colonial, y a los indígenas de muchos países, todavía oprimidos y marginados?

Pero volvamos a dos siglos atrás, para decir que sobre ese panorama de emancipaciones cruzadas, el naciente proyecto criollo se dirigía en una am-plia gama de posiciones ideológicas, incluso contradictorias, desde aqué-llas de los radicales, que propugna-ban por la liberación de los esclavos, el reparto de tierras a los campesinos, la eliminación del tributo indígena y el establecimiento de un sistema republicano de gobierno, hasta las posiciones de los monárquicos con-servadores, que aspiraban a sustituir

a la Corona española por las testas co-ronadas de unos señores criollos. Los mexicanos Hidalgo e Iturbide serían, en un mismo país, buena muestra de la existencia de estas encontradas po-siciones.

Don Miguel Hidalgo y Costilla, considerado el padre de la Indepen-dencia de México, expidió en Guadala-jara, el 5 de diciembre de 1810, su cé-lebre “Bando sobre tierras”, por el que dispuso que concluyesen los tramposos arriendos de tierras comunitarias indí-genas hechas por los hacendados y que

se entreguen a los referidos natura-les las tierras para su cultivo, sin que para lo sucesivo puedan arrendarse, pues es mi voluntad –decía– que su goce sea únicamente de los natura-les de sus respectivos pueblos.

Adicionalmente, al día siguiente promulgó un “Bando sobre esclavos y tributos”, en el que hacía las siguientes declaraciones:

Primera: Que todos los dueños de esclavos deberán darles la libertad en el término de diez días, so pena de muerte, que se les aplicará por transgresión de este artículo. Segun-da: Que cese para lo sucesivo la con-tribución de tributos, respecto de las castas que lo pagaban, y toda exac-ción que a los indios se les exigía…

Hidalgo resultó ser el cataliza-dor que facilitó la reacción social que se venía incubando, en un país don-de la oligarquía criolla poseía los dos tercios de las tierras cultivadas y los

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indios apenas un tercio.4 Un ejército de seis mil indios, que luego fue de ochenta mil indios, se lanzó a luchar contra todos los españoles, tanto pe-ninsulares como criollos, asaltando y saqueando haciendas, y matando autoridades y propietarios, en una explosión social que no era parte del programa criollo de emancipación nacional, como ha querido verlo la historia oficial, sino un acto más de ese gigantesco, intermitente e inco-nexo esfuerzo de liberación de los in-dígenas americanos. Así lo entendió el obispo electo de Michoacán, Ma-nuel Abad y Queipo, cuando dijo en su edicto de 8 de octubre de 1810:

… El cura Hidalgo y sus secuaces in-tentan persuadir y persuaden á los in-dios que son los dueños y señores de la tierra, de la cual los despojaron los españoles por conquista, y que por el mismo medio ellos la restituirán á los mismos indios: en esta parte, el proyecto del cura Hidalgo constituye una causa particular de guerra civil, de anarquía y destrucción, asimismo eficiente y necesaria entre los indios, castas y españoles, que componen todos los hijos del país.

Claro está que la clase criolla, de la que Abad y Queipo era uno de los intelectuales más lúcidos, trataba de enmascarar el fenómeno social de la insurrección indígena como un acto de supuesta maldad o perversidad personal del cura Hidalgo, cuya pré-

dica no hizo sino avivar los rescoldos de un fuego encendido desde antes.

larevoluciónquiteña

Mirada en esta perspectiva, den-tro de un proceso de emancipaciones paralelas, la Revolución quiteña de 1809–1812 puede ser entendida me-jor. Podemos ver de mejor modo esas contradicciones internas de la prime-ra Junta Soberana de Quito, donde el líder del bando radical, Juan de Dios Morales, era un antiguo amigo de los indios, que desde tiempo atrás había propuesto medidas políticas a favor de estos, y luego había ejercido como defensor de pobres, y donde el ideó-logo del bando conservador, el obispo Cuero y Caicedo, recomendó al presi-dente Selva Alegre que diera marcha atrás en la insurgencia y devolviera el poder al defenestrado presidente de la Audiencia, Conde Ruiz de Castilla, pero que previamente Morales fuera apresado, cargado con grillos de hie-rro y encerrado en un calabozo, para evitar que radicalizara más el proce-so insurgente. Y así se hizo, en efecto. Tras fracasar la primera Junta, Mora-les fue el único preso al que se cargó de grillos y se mantuvo en prisión so-litaria hasta su asesinato.

Esa nueva perspectiva nos ayu-da a entender también el recelo de los nativos frente a los insurgentes crio-llos, cuyos líderes habían sido, apenas unos años antes, los grandes “mata-dores de indios” que aplastaron el alzamiento de Julián Quito y Lorenza Avimañay. La verdad es que tampoco

4 Obispo Manuel Abad y Queipo, “Edicto contra el cura Hidalgo”, 8 de octubre de 1810.

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los criollos convocaron el apoyo de las masas indígenas, de las que recelaban precisamente por ese abismo de odio y sangre que los dividía. En una car-ta de Carlos Montúfar al Consejo de Regencia, se revelaba el miedo que el Comisionado Regio y su clase tenían a los indios, al alertar sobre

las novedades que sucesivamente se suscitan por todas partes y la ne-cesidad que hay de conservar estas provincias tranquilas y seguras, y las que componen el gobierno de Popayán, comprendido en el vasto distrito, amenazados de conmo-ciones que ya se presienten de los muchísimos indios, negros y castas procedentes de ellos. Todas estas cir-cunstancias reunidas exigen impe-riosamente poner un pie de fuerza viva que sostenga las obligaciones y haga respetar los derechos, pues de lo contrario se trastornará todo y no gobernará otra ley que la del más fuerte…5

Esa carta expresa bien el do-ble papel de los aristócratas criollos quiteños en ese momento histórico: rebeldes e insurgentes frente a Espa-ña, colonialistas y represores frente a los indios, negros y castas. Salvedad hecha del bando político “sanchista”, que abogó por una vinculación aun-que fuera tímida a los sectores popu-lares urbanos, buscando atraerlos con ciertas medidas de beneficio econó-

mico, en general la aristocracia criolla se mantuvo alejada de los sectores po-pulares y en especial de la gran pobla-ción campesina. Como ejemplo de lo afirmado, no puede ser más patética la escena ocurrida en Paredones, Ca-ñar, donde las fuerzas quiteñas, que acababan de vencer a los realistas, re-nunciaron a atacar Cuenca y se reti-raron hacia el norte porque los indios arrieros, reclutados para transportar el parque y los bastimentos, habían huido durante la noche.

Ahí radicó la debilidad de los criollos quiteños de la primera in-dependencia, en esa incapacidad de convocar al pueblo, a los pueblos oprimidos, para formar un frente uni-do anticolonial, cosa que sí la había propuesto e intentado Túpac Amaru treinta años atrás. Los chapetones en-tendieron esa debilidad del criollismo aristocrático y buscaron golpearlo en su lado más débil, convocando a los sectores oprimidos a pelear contra sus opresores, bajo las banderas del rey. Eso fue lo que desató la guerra social venezolana, liderada por José Tomás Boves, y eso mismo fue lo que desató la guerra social quiteña, desarrollada en la sierra norte y particularmente en la provincia de Pasto y en los distri-tos mineros de Barbacoas, Tumaco e Izcuandé, y que tuvo entre sus líderes a Benito Boves, sobrino de José To-más, y sobre todo al coronel indígena Agustín Agualongo.

Esa guerra se inició a partir de la convocatoria hecha a indios y ne-gros por el gobernador de Pasto, co-ronel español Miguel Tacón, cuando

5 Montúfar al Consejo de Regencia, Quito, a 12 de octubre de 1810. Citado por Alfre-do Ponce Ribadeneira, Quito, 1809–1812, Madrid, 1960, pp. 214–215.

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se sintió desbordado por las fuerzas insurgentes que venían del sur (Qui-to) y del norte (Cali). Entonces, Tacón armó a los indios de Pasto y a los es-clavos negros de Barbacoas y del Pa-tía, y decretó liberación de tributos y manumisión de la esclavitud a favor de quienes tomaran las armas con-tra los propietarios criollos alzados contra el rey. Eso animó la resistencia social pastusa y patiana, que se exten-dió hasta 1823.

La historia de esa guerra social ha sido ignorada y ocultada por nues-tra historiografía, que, cuando se ha referido a ella, ha sido solo para mos-trar la obstinada resistencia de los pastusos y los triunfos militares de los libertadores, aunque ha ocultado piadosamente las sucesivas derrotas de los héroes colombianos a manos de un pueblo armado de palos, chu-zos y lanzas, que sufrió a cambio la desatada violencia del ejército repu-blicano. En general, tampoco se ha-bla en nuestros libros de historia del vigor y audacia de ese ejército indio de Agualongo, que, mientras Simón Bolívar se hallaba en Guayaquil, pre-parando la campaña de liberación del Perú, avanzó arrolladoramente hasta Ibarra, con el evidente respaldo de los indígenas de la Sierra norte. Si Bolívar no hubiese retornado a rompe cinchas desde Guayaquil, al frente de una fuerza de caballería, y no se hu-biera lanzado audazmente sobre las posiciones enemigas en la batalla de Ibarra, esa guerra social pudo haberse extendido a toda la Sierra quiteña y quizá a toda la Sierra andina.

Y es aquí donde adquiere mayor relieve el papel del Libertador Simón Bolívar en esa guerra de independen-cia; más allá de su indudable genio militar y político, y de su formidable tenacidad, que lo hizo emprender su-cesivas campañas de liberación sin amilanarse por las derrotas, destacan su vocación democrática y su com-prensión política de los problemas sociales, cualidades que lo elevaron por encima de los intereses clasistas del criollismo y lo llevaron a buscar la instauración de una república abierta, liberal y progresista, en la que tuvie-ran cabida todos los anhelos de libe-ración social y nacional. Ese espíritu lo llevó inicialmente a convocar a los llaneros venezolanos mediante varias reformas importantes, tales como la entrega de libertad y tierras a los es-clavos que participasen en la lucha anticolonial y fue eso lo que le permi-tió quitar piso social a Boves y final-mente vencer a las fuerzas realistas de Venezuela.

Más tarde esa vocación democrá-tica suya quedaría plasmada en el Dis-curso de Angostura, donde expresó:

Un gobierno republicano ha sido, es y debe ser el de Venezuela; sus bases deben ser la soberanía del pueblo, la división de los poderes, la libertad civil, la proscripción de la esclavi-tud, la abolición de la monarquía y de los privilegios.

El tema de la esclavitud volvería una y otra vez a sus escritos. En su Mensaje al Congreso de Bolivia, ma-nifestó:

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Legisladores, la infracción de todas las leyes es la esclavitud. La ley que la conservara sería la más sacríle-ga… Mírese este delito por todos as-pectos, y no me persuado que haya un solo boliviano tan depravado que pretenda legitimar la más insig-ne violación de la dignidad humana. ¡Un hombre poseído por otro! ¡Un hombre propiedad! ¡Una imagen de Dios puesta al yugo como un bruto! … Transmitir, prorrogar, eternizar este crimen mezclado de suplicios, es el ultraje más chocante.

De otra parte, la vocación de re-forma social de Bolívar se expresaría reiteradamente en las medidas toma-das a favor de los indios de la región andina. Él entendió que los mayores problemas que enfrentaban los in-dígenas provenían de su condición

servil, impuesta por la mita, y de la usurpación de sus tierras por parte de los blancos. En consecuencia, dictó medidas para suprimir esos abusos, destacándose sus decretos de Cúcu-ta (mayo de 1820), Trujillo, Curaca y Cusco (julio de 1825), tendientes a suprimir la mita y toda forma de do-minio servil, repartir tierras a los cam-pesinos, rescatar las tierras usurpadas a las comunidades indígenas y elevar socialmente a los nativos por medio de la educación.

En conclusión, afirmamos que hoy es indispensable recuperar la rica historia social imbricada en esas diversas luchas de independencia, algunas de las cuales nos han legado tareas todavía por cumplir, que son deudas históricas atrasadas 200 años en su pago.

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El autor de esta obra se compenetra con su personaje, real, verdadero, auténtico; lo lee, lo estudia, lo analiza, lo comprende; se iden-tifica con él, se conocen y dialogan, recorren juntos la geografía montecristence, el cerro que fue albergue de nuestra aborigen milenaria; identifican a sus personajes, indios y blancos; sus costumbres; sus tradiciones; sus cabildos representativos de dos razas; el mestizaje pro-ducto de la unión del blanco con el indio, que se rebelan, que toman las armas, buscando es-pacios donde forjar su mañana, el mañana de sus hijos, el mañana de la patria.

Ramiro Molina Cedeño

La virtud de la memoria, la seriedad investigativa y el tesón del zapador permanente distinguen a Ramiro Molina Cedeño, cronista vitalicio de Por-toviejo. Esas condiciones proyectan este libro a su exacta dimensión: la crónica historiadora de una ciudad; la vida inicial tambaleante y dubita-tiva de todo un pueblo caminando a través de los siglos y llegando, firme y seguro, a la época actual.

Alfredo Cedeño Delgado

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