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SUDESTADA AGUAS TURBIAS Minina Santana

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Page 1: Sudestada. Aguas turbias. Minina Santana. Primeras páginas

ISBN: 978-84-16848-93-5

La Sudestada es un fenómeno meteorológico habitual en la región del Río de la Plata (Argentina) que se caracteriza por vientos fríos y humedad. Es uno de los problemas con el que se encuentran Frau Hilde y su nieta Ana, alemanas judías que llegan a Argentina huyendo del holocausto nazi. Cuando llegan a Argentina son víctimas de un engaño, descubren que la parcela que han comprado para vivir en calma, está en una isla del Delta del Paraná a 50 kilómetros de Buenos Aires. La vida se les complica en una geografía desconocida y difícil amenazada por las crecidas del río, pero ese no será su único problema.

A la zona están llegando alemanes nazis ayudados por el presidente Perón. Todo se complica mucho más, ya que Ana, al comenzar el conflicto, se enamora de un alemán nazi. La lucha de poderes, las misiones que van surgiendo y los cambios en el país con la muerte de la primera Dama, Eva Duarte, relacionada con la protagonista, hacen que la situación se vuelva peligrosa y confusa.

Minina Santana desarrolla una trama donde los acontecimientos históricos, los sentimientos y la humanidad de los personajes se entremezclan para hacer un libro imprescindible para los amantes de la literatura romántica que además tienen gusto por lo histórico, ya que Sudestada muestra esos escenarios reales a los que llegaron algunos jerarcas nazis cuando comienzan los juicios tras la II Guerra Mundial.

SUDESTADA

SUD

ESTA

DA AGUAS TURBIAS

Minina Santana

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SUDESTADA

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2017

MININA SANTANA

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SUDESTADA© Minina Santana© de la imagen de cubiertas: Minina SantanaDiseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2017.

Editado por: ExLibricc/ Cueva de Viera, 2, Local 3Centro Negocios CADI29200 Antequera (Málaga)Teléfono: 952 70 60 04Fax: 952 84 55 03Correo electrónico: [email protected]: www.exlibric.com

Reservados todos los derechos de publicación en cualquier idioma.

Según el Código Penal vigente ninguna parte de este ocualquier otro libro puede ser reproducida, grabada en algunode los sistemas de almacenamiento existentes o transmitidapor cualquier procedimiento, ya sea electrónico, mecánico,reprográfico, magnético o cualquier otro, sin autorizaciónprevia y por escrito de EXLIBRIC;su contenido está protegido por la Ley vigente que establecepenas de prisión y/o multas a quienes intencionadamentereprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,artística o científica.

ISBN: 978-84-16848-93-5Depósito Legal: MA-1623-2017

Impresión: PODiPrintImpreso en Andalucía – España

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

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“Tengo que defender mis ideales, el tiempo dirá cuando puedo llevarlos a cabo”

ANNA FRANK

Agradecimientos

A Pablo, Florencia y Adrián. Los tres seres que le dan luz y sentido a mi vida. Ellos me permiten soñar y respetan mi tiempo, mi espacio y mi libertad.

A mi yerno Jason y mi nuera Alexandra, mis otros hijos, porque me permiten aprender de ellos, viendo su creatividad y crecimiento.

A mis dos primas queridas Susana y Maridel. Tan diferentes y tan exquisitas, a las que considero mi espejo y mis compañeras de ruta.

Si de agradecer se trata, pienso en mis dos profesoras de los talleres de escritura a las que asistí. Verónica Monterroso que me ayudó a iniciar este camino de poder contar historias, allá en la casa de Victoria Ocampo en Mar del Plata, en donde todo ese escenario nos permitía respirar la magia que nos rodeaba.

Sara Roma mi actual profesora, que con su elegancia y de-licadeza, me fue corrigiendo y no solo me ayudó a escribir, sino que con sus clases de crítica literaria me ayudó a leer. Sacar el jugo y exprimir el potencial de grandes obras.

Esta novela es un agradecimiento a la que me motivó a es-cribirla. Anna Frank y a todas las jovencitas sufrientes, persegui-

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das, torturadas, incomprendidas, por su género, religión, cultura, nacionalidad y por ser mujer yo misma conseguí exorcizar las injusticias que vi y veo en este mundo que nos toca vivir.

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Índice

Prólogo Minina Santana ......................................................................... 13

CAPÍTULO 1 - LA CASA DE LAS ROSAS ........................................... 15

CAPÍTULO 2 - PRIMERA DOCUMENTACIÓN DE LA NOVELA 33

CAPÍTULO 3 - LA FIESTA .................................................................... 41

CAPÍTULO 4 - UN DÍA AL AIRE LIBRE ............................................ 51

CAPÍTULO 5 - NOCHE DE CONFESIONES ..................................... 59

CAPÍTULO 6 - CONTINUACIÓN ...................................................... 67

CAPÍTULO 7 - INVESTIGACIÓN DE BERNARDA,LA ESCRITORA .................................................................................. 73

CAPÍTULO 8 - TOMANDO EL TÉ CON EVA DUARTE .................. 79

CAPÍTULO 9 - JUAN DUARTE - UN HOMBRE MIEDOSO ........... 87

CAPÍTULO 10 - LA MUERTE DE EVA DUARTE............................... 95

CAPÍTULO 11 - EL FALLECIMIENTO DEEVA DUARTE CONTADO POR LA ESCRITORA ....................... 107

CAPÍTULO 12 - VIAJE A RÍO ............................................................. 111

CAPÍTULO 13 - COMIENZO DE LA INVESTIGACIÓN ................ 119

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CAPÍTULO 14 - SUSANA DOTTI ...................................................... 127

CAPÍTULO 15 - REENCUENTRO CON RUDY ............................. 133

CAPÍTULO 16 - RECUERDOS DE ROQUE .................................... 147

CAPÍTULO 17 - ANA Y EL DOCTOR MORO VAN A LA ÓPERA 159

CAPÍTULO 18 - INVESTIGACIÓN DE LA ESCRITORA.BERNARDA VIAJA A MÚNICH ...................................................... 165

CAPÍTULO 19 - REVOLUCIÓN DE 1955.DERROCAMIENTO DE PERÓN .................................................... 177

CAPÍTULO 20 - FIN DE UNA ÉPOCA .............................................. 187

CAPÍTULO 21 - FIESTA EN EL HOTEL EDÉN ................................ 195

CAPÍTULO 22 - FUNERAL DE FRAU HILDE ................................. 205

CAPÍTULO 22 - DESPEDIDA DE RUDY ........................................... 213

CAPÍTULO 23 - LA VIDA DE ANA ESTÁ CAMBIANDO ................. 219

CAPÍTULO 24 - OTRO DÍA EN EL HOSPITAL ............................... 233

CAPÍTULO 25 - FINAL ........................................................................ 241

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Prólogo Minina Santana

Siempre supe que comenzaría mi novela en un día como hoy. Una lluvia lenta y mansa aplaca mis instintos, dulcifica mis inquietudes interiores, llama a mis nostalgias olvidadas y me deja a solas con mis miedos, pero al mismo tiempo es fuente de paz.

Muchas veces pensé que tal vez todos esos recuerdos es-taban como cubiertos por una niebla espesa. Pero bastó que abriera la ventana y viera esa lluvia, para que en forma de alud comenzaran a llegar.

Este libro tiene que nacer de la lluvia, de un otoño triste como una guerra absurda. Se tiene que gestar en un invierno, cuando veo morir a la naturaleza, la palabra vacía y va a florecer en una primavera húmeda, como un amor adolescente.

Este libro es lluvia. Cada página, cada recuerdo, va a ser una gota de lluvia gestada en un fracaso, en una aventura, en un sueño.

Este grupo de nubes se reunieron en un otoño, sí, en un viernes de otoño, para llover en forma de palabras y en ese mundo que quiero contar, mientras se lanzan balas, injusticia y olvido, yo voy a fabricar sueños de papel y construiré muros con esos afanes locos, y trataré de poner belleza, pintando ese escenario gris de la historia.

Este libro es lluvia. Me gustaría dejarla correr. No. No.La pondría en un cubo como a mis recuerdos y lavaría ese

mundo de miserias. Entonces, este libro va a ser más que lluvia.

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Nació en el otoño, pero arderá en una primavera y en ese atardecer rojo, cuando el sol desaparece, conseguiré exorcizar mis recuerdos, el día que termine de contarlos.

En mi libro voy a hablar de personas que se aman, que se odian, de guerras, de hambre y de frío. Voy a hablar del olor del miedo, ácido, intenso, pero también hablaré del aroma a jazmines, a glicinas.

Solo me queda escribir. Sentarme a escribir y transformar ideas en letras, en tinta.

Ya no llueve, aunque en mis pensamientos sigue lloviendo. Siento un intenso aroma a tierra mojada.

Quiero hablar de esa tierra prometida, allá en el sur, cruzan-do el océano. Esa Argentina que más tarde recibiría a algunos sí y a otros no, porque no les dio tiempo de partir, porque les tocó partir a otro lado.

Quiero contar de ese lugar donde sobraba la mantequilla, donde se tiraba al azar unas semillas y nacía un trigal, donde no se escucharían las sirenas para correr a los refugios antiaéreos.

Quiero contar también sobre la esperanza reflejada en los rostros de tantas personas paradas, apoyadas sobre la barandilla de un barco que se acerca a un puerto de aguas amarronadas.

La nueva patria.

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CAPÍTULO 1

LA CASA DE LAS ROSAS

Alemania, ciudad de Múnich año 1940.

Estaba colocado sobre la pared de la puerta de entrada «La casa de las rosas». Una casa de piedra con un precioso jardín por delante y un terreno en la parte trasera que llegaba hasta el bosque.

Hilde pasaba gran parte del día en ese lugar con sus plan-tas y sobre todo en primavera, había que limpiar lo que había destruido la nieve del invierno. Acomodar canteros, cambiar almácigos, arreglar el sendero, pintar el cerco de la entrada… Pero nada de eso la cansaba. Era su gran vocación, su jardín. Pero últimamente mientras trabajaba con sus rosas, una serie de pre-sagios de grandes desastres volaba sobre su cabeza como cuando sus huesos sentían el avance de la lluvia. Lo estaba sintiendo en su garganta que se le cerraba casi, impidiéndole respirar.

La primavera se podía sentir en el aire. Los días eran más largos y la tarde se desplomaba sobre un horizonte rojizo que marcaba el final de la jornada. Unos abejorros pululaban entre los jazmines, trepando sobre las paredes de piedra. Hilde se sentó junto a un castaño y volvió a sentir de pronto un viento helado que la hizo estremecer. Sin saber por qué sintió un profundo miedo, aunque debería estar feliz. Su nieta volvía a vivir con ellos. La situación en Alemania se hacía cada vez más peligrosa.

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El país tenía grandes dificultades económicas y un hombre del nacional socialismo estaba liderando con fuerza.

Ana vivía ese cambio con alegría porque le gustaba estar en la casa de los abuelos. También el cambio de colegio lo tomaría de forma natural, pues ella ya había estudiado en ese estable-cimiento y tenía amigas en Múnich en un barrio apartado del centro llamado Feldmoching. Julia, su madre, se quedaría una semana. Su esposo Franz, había llegado con ella a la casa de sus padres desde Trossingen, donde vivían desde hacía un tiempo, pero había recibido un mensaje en donde era convocado para trabajar como ingeniero en una fábrica militar en Hamburgo. Una familia desmembrada, pensó Hilde, pero no le hizo ningún comentario a su hija. Esa tarde encendieron el gran hogar de la sala, la temperatura todavía bajaba por la noche, y las tres co-mieron cerca del fuego. Ana se quedó dormida sobre el regazo de su madre. Tenían mucho de qué hablar y al mismo tiempo temían hacerlo. La situación era delicada.

—Mamá, si las cosas siguen así, es probable que no nos podamos comunicar. Están persiguiendo a las familias judías. Estuve pensando que podrías hablarle al doctor Hering, es muy amigo de Franz y nos va a ayudar.

—¿En qué hija?—Es necesario que tengan que abandonar Alemania y lo

tienen que hacer pronto. La guerra es inminente y luego no van a poder salir.

El pasado miércoles Julia, la mamá de Ana, se dirigía al hotel donde trabajaba. Estaba caminando por Odeonsplastz, una de las avenidas de Múnich, y vio un grupo de personas paradas. Quiso ver que estaban mirando. El local de sombreros de Herr

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Rosembaum tenía los cristales rotos y varios hombres con camisa color caqui con una banda roja en donde tenían grabada la cruz gamada, estaban quemando los sombreros. A Herr Rosenbaum lo tenían tirado en el suelo y le estaban pegando con una espe-cie de bastones. El resto del público gritaba «judíos fuera». Julia apuró el paso. Ya había visto en solo una semana dos atentados similares. Cuando llegó a Feldmoching se lo contó a su madre.

—Eres muy pesimista Julia —dijo su mamá.—No mamá —respondió Julia—. Tengo conocidos de

Franz y me cuentan cosas. Ellos acusan a los judíos del malestar económico que vive el país, porque no donan su dinero para ayudarlo y están creando odio en la población. Tienes que irte mamá. Tienes que salvar a Ana y después nosotros nos reuni-remos con ustedes.

En ese momento llegó Herr Josef, el marido de Hilde. Había estado trabajando en el campo y luego fue a tomar una cerveza a la casa de un vecino.

—¿Tomas un chocolate? —le preguntó su esposa.—No gracias, acabo de beber una cerveza —le respondió

Josef.Hilde le contó lo que su hija pensaba y que a ella le parecía

una locura. —Además, ¿irse dónde? —sentenció Hilde. Josef bajó la

cabeza y les dijo: —Yo estaba pensando lo mismo. En Polonia ya comenzaron

los problemas y me contaron que hay gente desaparecida.—Me asustas Josef —le contestó su esposa. Su marido le confirmó que hacía dos semanas vio un camión

y llevaba gente dentro.

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—No es para asustarse. Es una realidad y hay que enfren-tarla. Nosotros nos quedaríamos más tranquilos si ustedes se van bien lejos —comentó su marido.

—Pero ¿dónde? —respondió Hilde—. ¿A algún país es-candinavo?

—No. No pueden quedarse en Europa.Ana se despertó al escuchar a su abuelo.—Abuelo me prometiste que me dejarías montar a caballo

—es lo primero que le preguntó—. ¿Mañana? —Sí querida —le respondió Herr Josef, —. Mañana.Josef salió nuevamente y se dirigió a la casa del doctor He-

ring. Sabía que en esa casa estaban muy agradecidos desde la guerra anterior. Josef había construido en el sótano de su casa un cuarto y el doctor le ayudó a instalar la gruesa puerta de hierro y estanterías con provisiones, colchones y mantas. Cada vez que faltaban alimentos, los vecinos sabían que debían correr a la casa de los Frenkel y seguro allí conseguirían comestibles, sobre todo para los niños y ancianos.

La casa del médico estaba cerca de la estación de tren. Golpeó y una señora de servicio abrió la puerta. De muy mala manera le informó que el doctor no atendía a esa hora. En ese momento el médico abrió la puerta de la cocina.

—Hola Josef, ¿qué le pasa? —Tengo un fuerte dolor en el pecho —le respondió. —

Cuando pasaron a la consulta le contó todo. —No alce la voz porque desconfiamos de mi asistente —

mencionó el doctor.—Necesito que se vayan mi esposa y mi nieta.

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—Tengo que ir a Baden-Baden a llevar dos aparatos de rayos, podríamos arreglar el viaje —pensaba el médico en voz alta—. Josef ya pasamos una guerra y estamos vivos.

—Sí, pero esto es diferente doctor. Para nosotros son dos guerras —apuntó Josef.

Cuando se abrió la puerta, la asistente los miraba. —Tómese dos cápsulas al día. Se sentirá bien —indicó el

médico. —Gracias doctor. —Cuando Josef saludó a la señorita, esta

solo levantó el brazo.Le contó el proyecto a Hilde, de lo que habían hablado.

Irían al banco y sacarían todo el dinero en varias veces, luego comprarían joyas de oro y piedras preciosas, y eso es lo que llevaría Hilde para el viaje.

—¿Podría Hering llevar algún mueble? —pensaba.Él pensó en todo el plan. Las llevarían en un pequeño

camión y cerca de la puerta colocaría dos máquinas grandes de rayos X y a ellas las pondría entre los muebles. La ruta más segura era entrar lo antes posible a Francia, luego llegar a España y dirigirse a Vigo. La mudanza la harían en medio de la noche. Entrarían los dos sillones que tanto amaba Hilde, las bibliotecas y el piano.

Esos días se hicieron interminables. Temían que en cualquier momento los fueran a buscar. Julia se quedaba a dormir en el hotel donde consiguió trabajo, en el centro de Múnich. Era buena cocinera y rápidamente la tomaron. Fueron comprando las joyas en lugares ocultos del mercado negro y esperaron para marcharse en una noche lluviosa, aprovechando que todos es-tarían en sus hogares.

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La despedida fue desgarradora.—No llores Hilde, ahora tienes la responsabilidad de cui-

dar de Ana. Tienes que tener confianza mujer. Ya vivimos otra guerra —continuó su marido—. En cuanto menos lo esperes nos aparecemos Julia, Franz y yo. Van a viajar a Argentina en un buque de la compañía Dodero y, cuando lleguen a Buenos Aires, tienes que tratar de comprar un campo, aunque sea pequeño. Yo no me adaptaría viviendo en una gran ciudad. Tienes suficiente dinero como para vivir bien. Apenas podamos, viajamos nosotros tres. Cuando lleguemos nos tienes que sorprender viendo un hermoso jardín lleno de flores y muchos frutales.

—Si ni siquiera sé que clima hay allí. ¿Y si es un desierto? —se planteaba Hilde.

—Mujer —le contestó su marido—. Acá con la nieve que tenemos y te las has arreglado para tener tantas rosas. Vamos Hilde, tu nieta depende de ti. Tienes que pensar con un poco más de optimismo.

Se abrazaron muy fuerte y salieron esa misma noche. Antes de ubicarse entre los huecos que formaban los muebles, Julia se quitó una cadena y se la colocó a su hija. Le tuvo que quitar la estrella de David que tenía prendida, por si las paraban, pero al sentir Ana que llevaba algo de su madre, ya la hizo feliz. Julia y Josef se quedaron en la calle hasta que el transporte apenas se divisaba a lo lejos y recién en ese momento Julia pudo llorar sin ser vista por su hija. El doctor Hering colocó las máquinas de rayos X. Si los paraban diría que la idea era montar un con-sultorio en Baden-Baden. Se colocó el brazalete con la cruz gamada y partieron.

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El viaje no era fácil. Se movían por caminos secundarios y paraban muy poco, solo para comer algo que el doctor po-día comprar en los pueblos. Una de las noches casi llegando a Francia, vieron luces y camiones del ejército.

Hering fue parando, y bajándose hizo el saludo nazi. Los soldados estaban un tanto ebrios y se reían.

—Documentos —le gritó un soldado que aparentaba más rango.

Hering sacó sus papeles y les comunicó que transportaba má-quinas de rayos X para la zona cerca de la frontera con Francia.

—Abra —le pidió el soldado.Hering tranquilamente abrió el camión. Junto al lado de

la puerta había colocado dos cajas de vino, una de ginebra y varias cajas de cigarrillos. El soldado saltó al interior y comenzó a correr lo que podía con su fusil.

—Qué frío está haciendo —comentó Hering. El soldado no contestó.

—¿Qué es esto? —preguntó el militar. —Soy médico y se necesitan máquinas de rayos X en el

frente. Un colega me las pidió porque no pueden evaluar a las tropas sin ellas. —Para intentar cambiar el tema continuó—. ¿Quieren que bebamos una ginebra para calentarnos un poco? Nos vendría bien para este frío húmedo. Tengo los pies helados y estirar las piernas me sentará mejor. —Sin esperar respuesta, el doctor comenzó a abrir una caja con alcohol. Los soldados no pusieron resistencia, sobre todo al ver que el hombre no estaba apurado por irse.

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En ese momento se acercaron varios soldados más, que ya se habrían bebido varias botellas antes. Apenas se podían man-tener parados.

Hering abrió una botella. —Me temo que no tengo copas tenientes. —No soy teniente aún. ¿Herr? —prguntó mirando nueva-

mente el documento que lo tenía en su mano—. Herr Hering. —No creo que le moleste tomar por la botella. Se lo dice un

médico. Esta ginebra mata a cualquier bacteria. —Y consiguió sacarle una sonrisa.

Se sentaron sobre la tapa del camión. Hering abrió también un paquete de cigarrillos y le ofreció. Cuando el soldado tomó uno le ofreció el paquete.

—La noche es larga, lo van a necesitar. Ustedes nos están protegiendo —les agradeció el médico.

Cuando terminaron de tomar, el soldado saltó a tierra, He-ring lo imitó y el soldado cerró con un fuerte golpe la tapa del camión. Se saludaron levantando el brazo nuevamente, Hering subió y puso en marcha el transporte. El camión comenzó a moverse y no habrían hecho ni cien metros cuando se escuchó un fuerte silbato. El médico sacó su cabeza y fue frenando.

—Herr doktor, ¿puede llevar hasta la frontera a un oficial? —preguntó el militar.

—Por supuesto —respondió. Un oficial vestido con el típico abrigo alemán subió en el

lugar del acompañante. Partieron. Hering no tenía idea qué conversar y lo que más temía era escuchar algún ruido de las dos mujeres. A los pocos kilómetros el oficial se quedó dormido. Ya estaba amaneciendo cuando llegaron a un pequeño pueblo

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de campaña. Hering lo despertó y le dijo que sería buena idea pedir algún café en alguna casa que estuviese iluminada.

—Sí Herr doktor, lo necesitamos.Recorrieron el pueblo y Hering golpeó la puerta en un bar.

Vieron cómo se encendían las luces de la planta alta. Cuando el dueño vio al oficial enseguida bajó. Abrió la puerta y los saludó.

—Adelante señores, pasen. ¿Quieren desayunar? —preguntó el señor del bar.

—Si es posible —le respondió el médico.El señor colocó unas maderas y avivó el fuego, y les trajo

café, leche, panes con mermelada y dos lonjas de salchichón ahumado. Hering pensaba lo bien que les sentarían a sus pasa-jeras, que estarían sin moverse y con tanto frío.

—¿Cuánto falta para la frontera? —le preguntó el oficial. —No mucho. —Entonces yo me quedo. Seguro que mi división pasa por

acá —decidió el oficial—. Gracias por el viaje Herr doktor. —Por nada señor —contestó el médico.Hering intentó pagar, pero el oficial se lo impidió. Al rato

llegaron a Francia y pararon en un hotel y pudieron bajar Ana y Hilde. Ana se había hecho sus necesidades encima y estaba toda mojada. Al mediodía continuaron el viaje mucho más tranquilos. Comieron bien en una granja y por la noche durmieron en el camión. No querían llamar la atención. Se notaba que Europa estaba al borde de una guerra. En Alemania por ser judías y en Francia por ser alemanas, siempre corrían peligro.

Por la mañana partieron hacia la frontera de España. Lle-garon a Gerona y viajarían hacia el norte rumbo a Vigo. En España notaron la tristeza y la hambruna que había dejado la

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guerra civil, pero fueron bien tratados por las autoridades, que históricamente fueron aliadas de los alemanes. El viaje fue largo y estaban muy cansados, sobre todo el médico que era el único que conducía.

Al llegar a Vigo se instalaron en un hotel. Hilde salió con Ana para comprar ropa, porque adonde iban las estaciones es-taban cambiadas. Allá comenzaba el otoño y no tenían abrigos ni prendas adecuadas para el vapor.

Hilde sacó dos pasajes en primera clase. Hering ya las dejó instaladas a días del embarque. —Cuando nos juntemos todos al terminar esto vamos a reír y contar nuestra odisea a toda la familia.

—Gracias doctor. Usted fue nuestra salvación. —Nuestra salvación fue su marido al construir esa especie

de refugio con provisiones y salvar tantas vidas. Gracias Frau Hilde y que tengan un buen viaje —se despidió el doctor.

Hilde y Ana realizaron los trámites del transporte de sus pertenencias. Al ir en primera clase tenían más beneficios. Fi-nalmente, llevaron los dos sillones escoceses, que tanto amaba Hilde, dos bibliotecas y el piano. Salieron el 28 de abril de 1942 para Argentina. A las siete un sonido grave y estridente anunció la partida del buque. Los familiares que se encontraban en el puerto agitaban pañuelos, gritaban, lloraban. Muchos corrían siguiendo el recorrido de la dársena hasta donde terminaba. Ellas miraban en silencio. Toda la fuerza que demostró Hilde en el recorrido por las rutas pareció desvanecerse. Un frío intenso la sacudió y Ana se dio cuenta.

—¿Te sientes mal Oma? —preguntó su nieta.—No querida, tengo un poco de frío, es todo.

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—En poco tiempo vas a ver como todos nos vamos a reunir y esto va a ser una anécdota —argumentaba Ana para animar a su abuela.

—Sí hija, seguro que sí —contestó finalmente.Hilde se quedó en cubierta hasta que no vio más la costa.

Ana estaba ansiosa por conocer todo el buque. Su abuela se trasladó a su cabina para abrir los baúles y las maletas. Cuando llegó Ana, le contó a Hilde todo lo que había visto. Grandes salones, cubiertas con reposeras para el que quería tomar el sol. Ana le propuso a su abuela un baño bien caliente y Hilde le hizo caso. Parecía que los roles habían cambiado. Ana la notó tan destruida, tan desamparada. Cuando Hilde salió del baño le dijo a su nieta:

—¿No querrías, solo por hoy, bajar a cenar tu sola? —Sí Oma, ponte el pijama y luego yo hago que te envíen

una cena liviana acá. —Gracias Ana. Solo por hoy —agradeció su abuela. En el salón comedor, cuatro músicos ejecutaban música

muy suave para no molestar a los comensales. Ya estaban las mesas preparadas y los lugares señalando donde debían sentarse. La que les correspondía a ellas era una mesa redonda donde ya se encontraba un señor tomando un Martini y un matrimonio alemán de mediana edad con su hijo de 14 años. Ana apenas habló con los otros comensales. Le preguntaron si viajaba sola y ella les dijo que su abuela se sentía enferma en la cabina.

Pero ese solo por hoy, la mantuvo a Hilde en cama cuatro días. El médico de a bordo la auscultó, le tomó la fiebre, pero nada. Hilde no quería levantarse. Mientras tanto su nieta reco-rría el buque, escuchaba jazz en cubierta, hasta llegó a tomar

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Martini con un abogado italiano. Bailaba con una señora es-pañola, sacaba libros de la biblioteca y acompañaba a Hilde en su reposo. El tiempo cambió y unas nubes oscuras presagiaron tormenta. Lo que le preocupaba a Ana era el poco apetito que tenía su abuela. Solo tomaba caldos y agua. Una fuerte tormenta se descargó sobre el mar. El barco parecía una cáscara de nuez en semejante océano. El comedor estaba casi desierto. Muchas personas lo estaban pasando mal con ese movimiento. Ana, como todas las noches, se vistió y bajó a cenar. Esa noche en la mesa que les habían designado solo estaba el abogado y el niño alemán. Aun así, los músicos tocaron y Ana le propuso al jo-vencito salir a bailar. Le extraño que con lo tímido que parecía aceptó. Las pocas personas que estaban en el salón los miraban girar, danzar, reírse. Luego también bailó con el abogado. Esa noche Ana regresó a su camarote a las 12 de la noche.

A la mañana siguiente, un resplandor le molestó. Estaba soñando con su amiga Helga. Abrió los ojos y encontró a su abuela vestida, maquillada, con un hermoso collar de perlas diciéndole. —Ana llegaremos tarde a desayunar.

Parecía un milagro. Ya nunca más se puso enferma, y hasta bailó cuando el capitán la invitó a una fiesta.

Los días transcurrían muy divertidos, jugaban a las cartas, escuchaban música... Hasta una noche, una soprano que subió en uno de los puertos donde atracaron y cantó Arias de Mada-me Butterfly. Fue muy lindo. Una noche después de la cena, el abogado las invitó a tomar una copa. Se sentaron en dos sillones que había distribuidos en un salón.

—¿Saben dónde se van a radicar? —comenzó directamente diciendo el abogado.

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Ana con un batido de chocolate, se adelantó a Hilde y le dijo: —En el campo. —Ah, yo pensaba que querrían vivir en Buenos Aires. —No señor —respondió Hilde—. No sabríamos vivir en

una gran ciudad. A mi marido le gusta la naturaleza y cuando nos reunamos quiero que estemos ya instaladas, criando ani-males de granja o cultivando algo. Yo pensé en una gran quinta donde haya frutales.

—Mire Hilde, un abogado amigo tiene una propiedad a unos 40 kilómetros de Buenos Aires. El lugar es muy tranquilo. Cultivan fruta, sobre todo manzanas que se las venden a una fábrica de sidra que está en la zona. Piénselo Hilde. Si quiere cuando se instalen en el hotel las acompaño para firmar la escri-tura. La casa no es muy grande, pero es muy acogedora. Seguro les va a gustar —comentó el abogado.

Por la noche se quedaron pensando. —¿Tú qué piensas hija? —preguntó Hilde a Ana.—Yo no entiendo nada de negocios y de manzanas menos,

solo sé que me gustan en tartas como las que tú haces. —Eres incorregible Ana. No se puede hablar en serio. —Oma, lo único bueno es que no tendríamos que viajar

viendo propiedades por toda la provincia. Esa ya está al alcance nuestro —argumentó Ana.

La cuestión es que a los pocos días el abogado les comunicó el precio. Como Hilde tenía tasadas todas las joyas, con un collar de esmeraldas y algo de dinero que había cambiado en el barco, le compró la quinta de frutales. Brindaron y el abogado quedó en visitarlas alguna vez. Además, todavía faltaba la firma de la escritura de la propiedad que se haría en Buenos Aires.

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—¿Dónde se van a hospedar? —preguntó el abogado. —En el hotel Plaza, señor. —Las llamaré allí para llevarlas personalmente —se ofreció

el abogado.Ya faltaban dos días para llegar. Habían salido de Río de

Janeiro y navegaban por la costa de Brasil. En Montevideo descendieron parte de los pasajeros y entraron a la mañana si-guiente en el Río de la Plata. Una llovizna suave los acompañó desde Montevideo y la temperatura había bajado bastante. Ya los pasajeros tenían sus maletas y baúles preparados para el fin del viaje. Hilde y Ana habían salido para mirar la ciudad desde el río. Ese sería su nuevo hogar y estaban ansiosas por ver lo que les deparaba esa ciudad, que ya en Europa la llamaban la París de América.

—Oma, el agua es marrón. El Rhein es verde. —Sí Ana, no comencemos a comparar.La llegada al puerto de Buenos Aires fue un infierno. Por

una parte, ordenar todas las pertenencias y presentar la docu-mentación en la oficina de inmigraciones. Les preguntaron si se iban a alojar en el hotel de inmigrantes, pero Hilde ya había enviado una carta a un hotel en la zona del parque San Martín. El personal de la tripulación les dijo que sus pertenencias que-darían en un depósito hasta que las vinieran a retirar. Todo era confuso. Nadie se entendía. Tantos idiomas, tanta gente. Solo les llegaban gritos y se respiraba un ambiente de gran ansiedad. Había carros tirados por caballos que ofrecían alojamiento en distintas zonas de Buenos Aires. Había familiares que corrían al ver a sus seres queridos. Todo era caótico. El puerto cubierto por cajones, mudanzas, baúles. La lluvia hacía que todo fuese

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peor. Una fina capa de barro cubría las calles y más allá, altísimos edificios hacían lo imposible para dejarse ver entre la niebla que cubría la ciudad. Hilde pidió si la podían ayudar con sus cosas y la condujeron a un taxi. Una vez ubicadas en el vehículo, el señor le preguntó:

—¿Adónde la llevo doña? —Al hotel Plaza, por favor —respondió Hilde.El vehículo se puso en marcha y cuando salieron del puerto,

recién pudieron comenzar a ver la gran ciudad que era Buenos Aires. A esa hora carros, tranvías, bocinas y mucha gente, que tal vez estarían saliendo de sus trabajos, se agolpaban para subirse a algún tranvía. Todo el mundo estaba apurado. Los vendedores de diarios gritaban y también los floristas. Hilde comenzó a manejarse con el poco español que había aprendido en Alemania cuando era muy joven. Ellas venían de una casa en el medio del campo y eso era… lo pensó y no supo definirlo. Tenemos que acostumbrarnos.

—Estoy pensando cómo se va a asustar el abuelo cuando vengamos a buscarlo al puerto —comentó Hilde observando el bullicio.

—Oma, pero no hay camiones con soldados. —Tienes razón Ana —le respondió Hilde.Ana siempre la llamaba a la reflexión e Hilde conseguía apa-

ciguarse. Ana la llevaba a otro terreno. Le daba paz. Era una niña que veía la vida desde otro punto de vista. Ana, no se quejaba. La abuela rara vez la veía triste o pensativa. Ana sabía trascender de los problemas. A lo inevitable lo enfrentaba con valentía y lo que se podía solucionar lo enfrentaba con optimismo.

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El automóvil se desplazaba con dificultad por la zona cén-trica y recién allí vieron lo imponente de esa ciudad. Grandes parques y más grandes avenidas surcaban Buenos Aires. Ana entendió por qué la llamaban la París de América. Al llegar al hotel, salieron a recibir su equipaje, mientras ellas se dirigían al gran mostrador de caoba que formaba la recepción. Realizaron los trámites y un botones las acompañó hasta su habitación en el tercer piso. Un dormitorio grande con un balcón sobre el parque San Martín. A la izquierda del hotel vieron un gran palacio que tenía tres banderas. Hilde todavía contaba con algo de dinero en efectivo que había cambiado en el barco. Le entregó una buena propina al joven que las ayudó abriendo las maletas.

—Si necesitan algo, no tienen más que llamarme. Gracias señora —añadió el botones agradecido.

—Bueno, Ana. Al fin estamos en un lugar agradable y sali-mos de ese sitio siniestro del puerto. Mañana nos compraremos varias cosas que necesitamos para la casa, las haremos llevar al depósito donde tenemos nuestras pertenencias y, si todo va bien, en tres días nos vamos a nuestra casa. No veo la hora de estar arreglando nuestro hogar Ana —decía entusiasmada Hilde.

Al día siguiente caminaron por Florida, una de las calles céntricas más importantes para hacer compras. Hermosas confi-terías y casas de moda. A Hilde le llamó la atención la elegancia de ese sitio y también de sus negocios y su gente. Ella pensó que, ahí tan lejos de su patria y en ese lugar tan al sur, se en-contrarían con un país decadente. Sobre todo, lo pensó cuando vio el puerto. Ana se había puesto un abrigo azul con botones dorados, una falda celeste y zapatos de charol negros. —Oma,

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mira esa blusa. Es de seda. ¿Y si se la compramos a mamá y le damos la sorpresa cuando venga?

Hilde se sobresaltó. Faltaría tanto para que Julia y su marido pudiesen venir, pero entraron al local y una señora muy elegante las ayudó a elegir la blusa.

—¿Desea probarse usted algo, señora? —preguntó la de-pendienta.

—No gracias, ya compré ropa en España antes de venir —respondió Hilde.

—Pero Oma, mira ese traje negro, te va a quedar precioso —insistió Ana.

—No Ana, no insistas. En otro momento —sentenció la abuela.

De allí fueron a un banco a hacer tasar dos de las joyas que llevaban y así quedarse con efectivo para hacer las compras y vivir un tiempo. Compraron ropa de cama, artículos de coci-na, manteles, dos veladores que después sacaron de la compra, porque no sabían si al lugar donde irían habría luz eléctrica. Compraron cosas muy lindas. Un juego de porcelana azul y blanco, cubiertos. Todo eso lo eligieron en una tienda de va-rios pisos, Harrods, que Ana había escuchado que era la única sucursal de la casa central que estaba en Londres. Comieron en un restaurante por la calle Florida y regresaron al hotel cuando ya estaba oscureciendo.

—Acá oscurece más temprano Oma. —Lo que pasa es que acá están en otoño y en Alemania

comenzó la primavera.Estaban muy cansadas pero felices porque compraron cosas

muy lindas. Hilde quería poner ese hogar lo más bonito posi-

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ble. Sobre todo, el cuarto de su nieta. Temía que comenzara a extrañar.

—Mañana iremos por una avenida que el maitre del hotel me dijo que está repleto de librerías y casas de discos.

En la recepción les dijeron que tenían un mensaje. Dentro de un sobre estaba un número de teléfono de un abogado.

Hilde llamó y era el abogado italiano que conocieron en el barco. El dueño de la propiedad las esperaba al día siguiente a las 3 de la tarde. Le pasó la dirección y le recordó que llevara los documentos.

Mañana concretarían la compra de su nuevo destino. Se quedó pensando frente a la señorita de la recepción. Cómo le hubiese gustado contárselo a Josef y a Julia. Necesitaba tanto sus consejos. Pero ellos estaban a miles de kilómetros de allí y eso era su realidad.

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CAPÍTULO 2

PRIMERA DOCUMENTACIÓN DE LA NOVELA

Escritora Bernarda, año 2000.

Me levanté temprano, el agua estaba alta. Desde la terraza veía el muelle. Ese mediodía vendría la lancha almacenera y ya tenía la lista con los comestibles que necesitaba. También había anotado cerillas y algo de carbón. Puse unos troncos en el hogar y avivé el juego que había quedado toda la noche encendido. El ambiente estaba cálido y afuera se veía que ese amanecer había helado. Un tono blanquecino lo cubría todo. Los eucaliptos estaban pelados con las ramas oscurecidas por el frío.

Había decidido pasar todo el invierno escribiendo. Hacía mucho tiempo que me daba vueltas esa historia. Pasé todo un año documentando la parte histórica. Recorrí periódicos, hablé con historiadores, periodistas y familiares de gente que estuvo en el poder en 1950, gobierno de Juan Domingo Perón. Ya tenía en mi poder varios libros donde se relataba el período histórico de esos años. Pero el tema me empezó a dar vueltas al escuchar las historias que me contaron de la casa vecina a la mía.

Justo en ese momento desde mi ventanal la miraba, pre-guntándome tantas cosas ocurridas en esa familia. No dejaba de mirarla. Estaba a una distancia de unos 100 metros, pero

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en esa época la propiedad estaba dentro de una gran quinta en donde Frau Hilde, la Frau, como la llamaban los isleños, ayudada por gente del lugar. Se dedicó al cultivo de frutales y arbustos de camelias blancas. Todavía la zona conservaba las plantas de camelias, hoy transformadas en árboles. En mi jardín tenía una muy grande, de unos cuatro metros de altura, color blanco, como la que inmortalizó Cocó Chanel en sus trajes. Los que pasaban con sus lanchas los fines de semana, se paraban para fotografiarlas. Como es una flor que no tiene tallo largo que la sujete, en época invernal que es cuando florece, las coloco en un cubo grande con agua y quedan flotando. La flor es tan perfecta, que me las imagino como modelo de algún lienzo de Cézanne.

Pero ahora, la casa de Hilde estaba cerrada y sola. ¿Pero desde cuándo?

Me preguntaba tantas cosas ahí parada, con mi pocillo de café frente al ventanal. Cómo me hubiese gustado conocerlas. La isla en 1942, sin electricidad, aún no se conocía la televisión y aunque se conociera, no podía llegar a las islas, pero si tenían radio, con un sistema que se llamaba a Galena, luego vinieron las radios a pila.

¿Escucharía Frau Hilde y su nieta las novelas de la noche? ¿Entenderían lo suficiente el español? O solo escuchaban mú-sica. Lo que no dudo, es que estarían pendientes de las noticias sobre la guerra. Dicen que Hilde tocaba muy bien el piano y a su nieta la habían enviado en Alemania a estudiar violonchelo.

Las velas encendidas, un hogar o salamandra con leños, una alfombra descolorida, dos sillones frente al calor, un tejido a medio hacer, las cortinas blancas de encaje a bolilla y un perro

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pastor junto al fuego. Ese es el escenario que imagino y por lo que averigüé sería el ambiente en la casa de esas dos mujeres.

¿Cómo trajeron los muebles y el piano, huyendo desde Ale-mania? ¿Irían al cine en el continente a ver películas de Clark Gable o Lana Turner?

En parte, pude hilvanar mi historia hablando con gente muy mayor que las conoció y, lo que siempre me repetían, es que allí vivieron una señora alemana y judía, doña Hilde o la Frau, y su nieta, una hermosa jovencita que se llamaba Ana Frenkel.

—Hola, buenos días, Bernarda. ¿Cómo estás? Desde el jardín os veía con el pocillo en la mano. ¿No escuchabas?

—Perdón, estaba pensando, pero entra, tengo café caliente —respondí.

—Qué lindo que se está acá. Hay olorcito a café y a leños del hogar.

—Elsa, la poeta soy yo.—Sí, tienes razón, me gustaría pintarte en el estado hipnó-

tico en que estabas —sugirió Elsa.—Soñaba Elsa, quería imaginarme la isla hace 80 años.—Sabía que algo tramabas.—No va a ser una historia de amor, pero va a tener también

amor —desvelando un poco la historia.—Lo que yo pienso Bernarda, es que la isla habrá sido aún

mucho más hermosa de lo que es hoy, porque ahora los terrenos son más chicos y lo que abundan son turistas, que solo vienen los fines de semana. En cambio, antes con grandes quintas, las familias italianas que competían con las francesas, tenían grandes extensiones de cultivo de frutales, principalmente manzanas.

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No sé cómo se las habrá arreglado Frau Hilde para conseguir que le vendieran esta quinta —comentaba Elsa reflexionando.

—Eso también tengo que averiguarlo —dije decidida.—Sí, porque acá era un monopolio de los italianos, como

la familia Cigaglia, Paglietini y las familias francesas, como los Bodeau, Sartou, los Duclòs…

—Acuérdate que la fábrica de Sidra Real estaba ubicada en las proximidades del río Carapachay. Las grandes barcazas cargadas con manzanas se paraban en el río Espera y, al atar-decer, cuando subía el agua, por el río Sarmiento, un barco las recogía y todas amarradas eran conducidas a la fábrica. De allí viene el nombre del río Espera, porque allí es justamente donde esperaban al barco grande —narraba.

—Te imaginas Bernarda, tanta gente trabajando en las quin-tas. Las plantaciones de duraznos. Las pequeñas empresas que fabricaban mermeladas y dulces con fruta de la zona que luego eran vendidas en el Puerto de Frutos de Tigre. Todo debería ser un vergel. Que importaba que no hubiese luz, televisión o teléfono.

Las hermosas fiestas que hacían los Noel en su parque en las noches estivales. Todo eso murió —decía Elsa.

—No, todo no, quedan las sudestadas —añadí.—Y a quién le importa el viento del sudeste y la crecida

de las aguas.—A mí, porque mi libro se va a llamar así, Sudestada, y

precisamente eso le va a dar carácter a mis personajes.Una bocina muy fuerte y muy conocida nos hizo salir a la

terraza. La lancha almacenera estaba atracando en el muelle de

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Bernarda, en donde un cartel tallado en madera indicaba «Las camelias», nombre de la casa.

Las dos bajamos y yo llevaba dos canastos que había dejado preparados.

—Te veo por la noche. Mamá va a preparar pastel de patatas. Trae un rico vinito —dijo Elsa.

Nos conocíamos hace ya, no recuerdo, pero mucho. Éramos dos jovencitas cuando nuestros padres compraron estas casas. Yo diría que Elsa era una amiga de la isla.

Cuando cada una estaba en la ciudad, la magia se perdía. Era como que no sabíamos de qué hablar en la vorágine de la vida en Buenos Aires.

Elsa es pintora y su trabajo la tiene atrapada en la isla. Es todo más tranquilo y como yo, huimos un poco de la gente y ella decidió traerse a su mamá que se sentía muy cómoda en este paisaje. Sin sirenas de la policía o ambulancias, sin el ruido de los motores de las motos.

Como decimos siempre «Somos animales solitarios».Estuvo casada, pero nunca fue muy clara en contarme el

motivo de su separación. Yo intuí que no era un lugar cómodo para ella y nunca pregunté.

Lo que pude averiguar es que cuando Hilde y su nieta se instalaron en la isla, el trabajo sobraba y la paz era algo que las dos no la habían imaginado en Alemania. No fue todo fácil, pero cuando Hilde se dio cuenta del valor de su quinta, aprendió a valorar el Delta, que lo describía como Vida, que es lo primero que intuyó cuando conoció el lugar.

Los isleños le preguntaron como hizo para conseguir que le vendieran esa quinta, ella siempre respondía que la adquirió por

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intermedio de un abogado que conoció en el buque que las trajo a América. Ese truhan le presentó al dueño de la propiedad y les supo sacar mucho oro y dinero, vendiéndole lo que describió como una chacra en el campo. Y ella, debido a la traumática situación en que se encontraba, no recordó las palabras de su marido: «Debes desconfiar de los abogados, Hilde, son personas que mantienen una relación constante con la mentira». Cuando Hilde y Ana, siguiendo las instrucciones, llegaron a la ciudad de Tigre, comenzaron a preguntar y les respondieron que esa direc-ción era en la isla. Le preguntaron si podían tomar algún taxi.

Un viejo capitán de lanchas, me contó que al principio ella no entendía lo de la isla y le respondieron que solo podrían ir en una embarcación. No había otra manera. Hilde no lo podía creer y su preocupación era dejar instrucciones para que llegaran sus pertenencias, su piano… pero hubo un señor, dueño de una farmacia, que se apiadó de las dos mujeres y se ofreció ayudarlas con sus muebles.

Las llevó una barcaza de un isleño que vendía en el Mercado de Frutos de Tigre. Recuerdo que Juan, que así se llamaba su capitán, contaba que cuando desembarcaron en el muelle de la quinta donde había un cartel que indicaba su nombre, «El Ran-cho», Ana saltó de la embarcación y corrió por el parque. No le daban los ojos para mirar semejante paisaje. Estaban separadas del mundo por agua. Ana cantaba, gritaba y le decía a su abuela que estaba llorando, que eso era bellísimo, que iban a ser muy felices allí. El lanchero también intervino diciendo que no se preocupara tanto. Lo primero que le dijo es que estaba seguro que cuando se acostumbrara a ese lugar, no lo querría cambiar por nada. La niña decía en un mal español que todo eso era

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único y le preguntaba si realmente era de ellas. Frau Hilde con lágrimas en los ojos le contestó que sí, que era de ellas.

Juan las ayudó a llevar las maletas y abrir la casa. La señora miraba todo. Ellas hablaban casi siempre en alemán, pero la se-ñora hablaba algo de español y la niña también. Se preocupó por el desorden, pero Juan les dijo que no era una casa tan grande y conseguiría gente para pintarla y hacer algunos arreglos. El mismo señor les llevó leña para que pudieran calentar la casa por esa noche.

Ana subió la escalera de madera y corrió por la galería y el mismo Juan se emocionó cuando relataba ese instante en la vida de esas dos mujeres. La joven diciendo a su abuela que allí no había soldados como en Alemania.

Yo también creo que el cambio habrá sido conflictivo. Era mucho para dos mujeres solas y hablando un mal español, adaptarse, pero también sé que se hicieron querer pronto por las personas del lugar. Los seres humanos tenemos el poder de enfrentar situaciones que ni nosotros mismos sabemos que somos capaces.

Esas mujeres vinieron dejando todo, y todo era seres que-ridos, hogar, sus raíces… ¿Sería este cambio tan dramático, comparándolo con el verdadero drama que se estaba viviendo allá lejos, en su Alemania natal? Y así, en ese lugar remoto de América del Sur, comenzó una nueva vida para ellas.

Ana vivió ese comienzo como una señal de bienestar, se propuso brindar a su abuela de toda la paz que había perdido y aprender a vivir con pequeñas alegrías. Sintió que algo mágico se estaba instalando en sus vidas en ese paraíso.

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