summa caligramática: "la pierna de rimbaud"

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122 Summa caligramática Cuando se presentaba como Arthur Rimbaud, nuestro ex prodigio no estaba bromeando del todo. Por mucho tiempo, inclusive antes de empezar a recordar por escrito, había senti- do una profunda afinidad con el poeta francés. ¿Cómo podía ser de otra manera? Es cierto que Rimbaud ya tenía quince años cuando La Revue pour tous le publicó «Los regalos de los huérfanos» mientras que nuestro ex prodigio apenas había cumplido diez cuando publicó Caligramas. También es cierto que a Rimbaud le tomó cuatro años completar Une Saison en Enfer mientras que nuestro ex prodigio solo necesitó tres para terminar su primer libro. Pero ésas son diferencias me- nores. Ambos empezaron a escribir temprano, ambos escri- bieron febrilmente por unos pocos años, ambos fueron como flechas que buscan con ardiente urgencia el blanco donde se consumirá su vuelo. No resulta extraño que nuestro ex prodigio escribiera so- bre el poeta francés en un tono de orgullo fraternal. En su segunda libreta, por ejemplo, escribe que Rimbaud, seguro La pierna de Rimbaud El chico dudó unos instantes, pero supuso que debía al- canzarla, aunque no tuviera la menor idea de cómo explicar lo que acaba de hacer. Cuando llegó al primer piso, el chico vio a Vera con su madre y a su padre llamándolo con la mano. Le habría gustado regresar al mundo de Tintín del que aca- baba de salir. Pero su padre lo miró tan serio que no tuvo más remedio que obedecer. —¿Qué has hecho? —su padre lo señaló con el dedo. El chico no supo qué decir. Su padre lo conminó—: Responde. —No te preocupes —dijo la madre de Vera—. Son cosas de chicos, además, estoy segura de que esta señorita también ha hecho algo. El chico se sintió tan avergonzado que, sin pensarlo, salió corriendo de la librería. Recordaría después que corrió hasta el Parque Kennedy, cruzó el círculo de los artesanos, luego saltó sobre unas cantutas y unos lirios, sin poder librarse de la vergüenza. Fue la primera vez que deseó estar muerto.

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Page 1: Summa caligramática: "La pierna de Rimbaud"

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Summa caligramática

Cuando se presentaba como Arthur Rimbaud, nuestro ex prodigio no estaba bromeando del todo. Por mucho tiempo, inclusive antes de empezar a recordar por escrito, había senti-do una profunda afinidad con el poeta francés. ¿Cómo podía ser de otra manera? Es cierto que Rimbaud ya tenía quince años cuando La Revue pour tous le publicó «Los regalos de los huérfanos» mientras que nuestro ex prodigio apenas había cumplido diez cuando publicó Caligramas. También es cierto que a Rimbaud le tomó cuatro años completar Une Saison en Enfer mientras que nuestro ex prodigio solo necesitó tres para terminar su primer libro. Pero ésas son diferencias me-nores. Ambos empezaron a escribir temprano, ambos escri-bieron febrilmente por unos pocos años, ambos fueron como flechas que buscan con ardiente urgencia el blanco donde se consumirá su vuelo.

No resulta extraño que nuestro ex prodigio escribiera so-bre el poeta francés en un tono de orgullo fraternal. En su segunda libreta, por ejemplo, escribe que Rimbaud, seguro

!La pierna de Rimbaud

El chico dudó unos instantes, pero supuso que debía al-canzarla, aunque no tuviera la menor idea de cómo explicar lo que acaba de hacer. Cuando llegó al primer piso, el chico vio a Vera con su madre y a su padre llamándolo con la mano. Le habría gustado regresar al mundo de Tintín del que aca-baba de salir. Pero su padre lo miró tan serio que no tuvo más remedio que obedecer.

—¿Qué has hecho? —su padre lo señaló con el dedo. El chico no supo qué decir. Su padre lo conminó—: Responde.

—No te preocupes —dijo la madre de Vera—. Son cosas de chicos, además, estoy segura de que esta señorita también ha hecho algo.

El chico se sintió tan avergonzado que, sin pensarlo, salió corriendo de la librería. Recordaría después que corrió hasta el Parque Kennedy, cruzó el círculo de los artesanos, luego saltó sobre unas cantutas y unos lirios, sin poder librarse de la vergüenza. Fue la primera vez que deseó estar muerto.

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José de Piérola

se hizo capataz en Chipre. Era ya un viejo de veintiséis años cuando perdió la paciencia y mató a pedradas a un trabajador que le había levantado la voz.

De hecho, se podría decir que ya no era Rimbaud cuando La Vogue publicó Les Illuminations. El nuevo Rimbaud estaba demasiado ocupado cerrando un negocio en Etiopía como para que la publicación le importara. Cruzaba el desierto con un cargamento de rifles, seguro de que ganaría una fortuna, pero el rey Menelik II de Abisinia, su cliente, no aceptó el cargamento. Estamos en 1887. Rimbaud intenta otros nego-cios, entre los cuales —según una carta de Alfred Ilg— está la posibilidad de traficar con esclavos, pero al final decide ne-gociar café, pieles y musk. Pero esta nueva empresa también lo hace perder dinero. No es cómico, ni irónico, sino triste. El joven prodigio cuya poesía luminosa trató de destruir el lenguaje humano gastó catorce años de su vida tratando de acumular riquezas. Un día descubre que su pierna izquier-da se ha adormecido, y en uno de sus últimos momentos de lucidez, escribe una carta. «Siguiendo el destino del alma —dice su letra inclinada y desordenada— también el cuerpo tiene que morir, aunque sea por partes, desde las más grandes hasta las más insignificantes».

Como el héroe épico que nunca fue, Rimbaud cruza el desierto africano bajo un cielo despiadado cuyo Sol se ensa-ña con su carne. Padeciendo una fiebre desbocada, sabiendo que una neblina interior empieza a apoderarse de sus sen-tidos, delira. Imagina que el Rey Menelik II le ha pagado generosamente por los rifles. Se imagina viviendo en Harari, en una mansión blanca, enorme, rodeado de esclavas núbiles. Recita el poema que una vez escribió para Ofelia. De vez en cuando, tirita pensando en Verlaine, cuyas caricias amorosas le enseñaron que hay cosas que la poesía no puede expresar porque pertenecen al reino de la carne. El ex prodigio, to-davía lúcido, piensa que está pagando por los errores de su juventud. Delirante, incapaz de saber si las luces que ve están fuera o dentro de su cabeza, cree que sus poemas regresan convertidos en incandescencia pura.

Sin saber si llegará a su destino, Rimbaud viaja por doce días, de Harari a Zeila, hablando en una lengua afiebrada

de las limitaciones del lenguaje para comunicar ciertas ideas, se propuso desmontarlo, llegando hasta las partes más insig-nificantes, para después recombinarlo de una manera nueva, inesperada, empujándolo a los límites mismos de su natura-leza. La meta era lograr que el lenguaje revelara «la cara ocul-ta de la realidad». Un proyecto ambicioso de consecuencias paradójicas. Si lograba mostrar la cara oculta de la realidad, entonces el lenguaje, a pesar de sus limitaciones, era capaz de expresarlo todo. Por el contrario, si el lenguaje se quebraba en el proceso, entonces nunca veríamos la cara oculta de la realidad.

Seis años son muy poco tiempo para un proyecto tan ambicioso. Seis años no son nada. El francés, como cualquier otro lenguaje humano, fue capaz de resistir los golpes más fuertes sin sufrir magulladuras visibles. No importa cuan poderoso sea el asalto, ni cuanta furia impulse al asaltante, el lenguaje parece desaparecer bajo el golpe, pero solo por un instante, porque reaparece pronto, fluyendo con la misma pausada fuerza de siempre, burlándose del asaltante, recor-dándole quién es quién en esa relación. Imposible romperlo en pedazos, imposible controlar su flujo: el lenguaje es nues-tro dueño y no al revés, como pensaba Rimbaud. Nos pre-cede, lo tomamos prestado por unos pocos años, luego se lo pasamos a la generación siguiente dejando solo un leve rastro de nuestra existencia en su tejido acuoso.

Pero el fracaso de Rimbaud, su verdadero fracaso, no le sobrevino en el reino del lenguaje, sino en el reino de la exis-tencia encarnada. Tenía solo veintidós cuando dejó de escri-bir, cerrando un breve capítulo de su vida, los seis años por los cuales es recordado. El ardiente deseo de hacer poesía se apagó, y a los veintidós años era ya un viejo. El sueño origi-nal —dinamitar la lengua francesa— fue reemplazado por otro, quizá perseguido con el mismo ardor, pero difícilmente tan original. Se hizo soldado del Ejército Colonial Holandés, reclutó mercenarios en Colonia, y en Bremen trató de enlis-tarse en el US Marine Corps, pero fue rechazado debido a su delgadez extrema. Empezaba a sumergirse en una realidad mucho más alucinante que cualquiera de sus poemas. Traba-jó en un circo en Estocolmo, viajó a pie por media Europa,

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Summa caligramática

Se vendieron más de seis mil ejemplares de Caligramas en un mes. Considerando que era un libro de poesía publicado en un país donde las tiradas de los libros de ficción rara vez sobrepasan los dos mil ejemplares, se trataba de un éxito ab-soluto, un verdadero best seller. El padre vio esto como una señal de que el método de trabajo estaba dando los resulta-dos esperados. De modo que, cuando las apariciones públicas menguaron, le dijo al chico que era hora de volver a la rutina para trabajar en el segundo libro. Cada tarde, sin falta, mien-tras otros chicos de su edad correteaban detrás de una pelota en la calle, el chico dedicaba dos horas a la escritura.

Un lunes, su padre le dijo que ese día no trabajarían, pero antes de que pudiera alegrarse, le aclaró que era una excep-ción porque tenía que salir con su madre. El chico sospechó a dónde iban, pero sentía tanto alivio de no tener que escri-bir, que logró ignorar sus temores por un buen rato. Recién cuando el taxi dobló Santa Cruz sintió un hormigueo helado en la nuca, y cuando bajaron del auto se negó a moverse.

"El viejo y el fuego

que no es francés, ni ninguna de las otras seis que aprendió en su vida. Cuando la caravana por fin llega al puerto de Anden, su pierna infectada no es más que una masa de carne incapaz de sentir aquello que la poesía no puede expresar. El alucinado traficante de armas, el mercenario, el caminan-te infatigable, el capataz irascible, el ladrón, el mentiroso, el hombre que quizá en el fondo nunca dejó de ser poeta, cruza el Mediterráneo pidiéndole a los marineros que tengan cui-dado porque no quiere caer fuera de borda. Los marineros, para quienes Rimbaud no es más que un enfermo delirante incapaz de controlar su vejiga, lo consuelan en una lengua que no es francés ni ninguna de las otras seis que Rimbaud ya no hablaba. Le amputan la pierna en Marsella, y el ex prodigio, expulsado del mundo material, se ve confinado a la cárcel del lenguaje. No es irónico. Él, que quería hacer que el francés revelara el lado oculto de la realidad, habla ahora en un idioma privado que suena para los demás como una serie de quejidos guturales. Es triste.

Las luces se multiplican dentro de su cabeza. Quizá ve a Ofelia, porque es el último nombre que articula con clari-dad, aunque para los demás suena como una palabra extran-jera, rara —Ofelia, Ofelia, Ofelia—, luego cae en un estado delirante que dura tres días hasta que la carne mortal sigue el destino del alma. Su muerte les permitió a otros el po-der olvidar, misericordiosamente, al rufián, reteniendo solo una parte de Rimbaud: los seis años en los que fue poeta. Su muerte lo limpió, lo renovó, lo transformó en el adolescente etéreo cuyos ojos clarividentes parecen mirar más allá de la cámara en su más famosa fotografía.