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Traducción deCarlos Milla Soler

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www.megustaleerebooks.com

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Recordando a James M. Cain

Hacia el mediodía me arrojaron del camión deheno…

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EL MERCEDESGRIS

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9-10 de abril de 2009 Augie Odenkirk tenía un Datsun de 1997que aún funcionaba bien pese a susmuchos kilómetros, pero el combustiblesalía caro, sobre todo para un hombresin trabajo, y el Centro Cívico estaba enla otra punta de la ciudad; decidió, pues,tomar el último autobús del día. A lasonce y veinte de la noche se apeó con lamochila a la espalda y el saco de dormir

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enrollado bajo el brazo. Pensó que a esode las tres de la madrugada agradeceríaese saco de plumón. Era una noche fría yneblinosa.

—Buena suerte, amigo —dijo elconductor cuando Augie se bajó delautobús—. Deberías conseguir algo solopor ser el primero.

Pero en realidad no lo era. CuandoAugie llegó a lo alto del empinado yancho acceso al gran auditorio, vio quefrente a las puertas aguardaban ya másde veinte personas, algunas de pie, en sumayoría sentadas. Una cinta amarilla

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con el rótulo PROHIBIDO EL PASO,sostenida por postes, formaba un pasillozigzagueante a modo de laberinto. Augiehabía visto ya antes ese dispositivo encines, así como en el banco donde ahoraestaba en números rojos, y comprendíasu finalidad: apelotonar al mayornúmero de gente posible en el menorespacio posible.

Cuando se acercó al extremo de loque pronto sería una fila interminable deaspirantes a un empleo, Augie vio conestupefacción y desaliento que la últimaera una mujer con un niño dormido en

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una mochila portabebés. La criaturatenía las mejillas encarnadas por el fríoy un leve resuello acompañaba cada unade sus espiraciones.

La mujer oyó aproximarse a Augie, unpoco falto de aliento, y se volvió. Erajoven, y tirando a guapa pese a lasacusadas ojeras. Tenía a sus pies unapequeña bolsa acolchada. Augie supusoque guardaba ahí las cosas del bebé.

—Hola —saludó ella—. Bienvenidoal club de los madrugadores.

—A quien madruga Dios lo ayuda. —Tras una breve vacilación, Augie se

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decidió a presentarse porque, al fin y alcabo, qué más daba, y le tendió la mano—. August Odenkirk. Augie. Mereestructuraron hace poco. Así lo llamanen el siglo XXI cuando te ponen depatitas en la calle.

La mujer le estrechó la mano. Teníaun apretón más que aceptable, firme ynada tímido.

—Soy Janice Cray, y este angelito esPatti. A mí también me reestructuraron,digamos. Era empleada doméstica deuna familia de Sugar Heights, todos muysimpáticos. Él… en fin, tiene un

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concesionario de coches.Augie hizo una mueca.Janice movió la cabeza en un gesto de

asentimiento.—Eso pienso yo. Dijo que sentía

dejarme marchar, pero tenían queapretarse el cinturón.

—Pasa mucho hoy día —comentóAugie, preguntándose: ¿Es que no tienesa nadie con quien dejar a la niña?¿Nadie en absoluto?

—No me ha quedado más remedioque traerla.

Augie supuso que Janice Cray no

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necesitaba ser adivina para leerle elpensamiento.

—No tengo a nadie —añadió ella—.Nadie literalmente. Una chica de micalle no podía quedarse hoy toda lanoche… ni aunque hubiera podidopagarle, y no puedo. Si no consigotrabajo, no sé qué vamos a hacer.

—¿No podías dejársela a tus padres?—preguntó Augie.

—Viven en Vermont. Si yo tuviera dosdedos de frente, cogería a Patti y memarcharía allí. Aquello es precioso.Aunque también para ellos corren

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tiempos difíciles. Dice mi padre quetienen la casa bajo el agua. Noliteralmente, no es que estén en mediodel río ni nada por el estilo; es por algorelacionado con la hipoteca.

Augie asintió: eso también pasabamucho hoy día.

Unos cuantos coches ascendían por lacuesta desde Marlborough Street, dondeAugie se había bajado del autobús.Doblaron a la izquierda y accedieron ala amplia superficie vacía delaparcamiento, que sin duda estaríaatestado al clarear el día… cuando

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faltaran aún unas horas para que laPrimera Feria Anual de Empleo de laCiudad abriera sus puertas. Ninguno delos vehículos se veía nuevo. Losconductores aparcaron, y de casi todoslos automóviles salieron tres o cuatropersonas en busca de trabajo y seencaminaron hacia las puertas delauditorio. Augie no era ya el último dela cola. Esta casi llegaba al primerrecodo del pasillo zigzagueante.

—Si tengo trabajo, tengo canguro —explicó Janice—. Pero esta noche a Pattiy a mí no nos queda otra que

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aguantarnos.La niña tuvo un arranque de tos

áspera que a Augie no le gustó nada.Luego se revolvió en la mochila y setranquilizó de nuevo. Al menos iba bienabrigada; llevaba incluso unos mitonesdiminutos.

Los críos sobreviven a cosas peores,se dijo Augie, desazonado. Pensó en lapersistente sequía de los años treinta yen la Gran Depresión. Aunque esta otracrisis, la actual, no era precisamentepequeña, o eso opinaba él. Dos añosatrás todo le iba bien. No era que nadase

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en la abundancia, pero pagaba lasfacturas, y a fin de mes, la mayoría delas veces, aún le sobraba un poco.Ahora todo se había ido al garete.Habían hecho algo raro con el dinero.Augie no alcanzaba a entenderlo; antesera oficinista, un simple machaca, en eldepartamento de logística de GreatLakes Transport, y sabía solo de facturasy de organización de envíos por barco,tren o avión mediante un ordenador.

—La gente me verá con un bebé ypensará que soy una irresponsable —dijo Janice Cray, preocupada—. Lo sé,

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lo veo ya en sus caras; lo he visto en latuya. Pero ¿qué iba a hacer? Aunque esachica de mi calle hubiera podidoquedarse toda la noche, me habríacostado ochenta y cuatro dólares.¡Ochenta y cuatro! Ya tengo apartado elalquiler del mes que viene, y despuésme quedo sin blanca. —Sonrió, y Augie,a la luz de las farolas, vio lágrimasprendidas de sus pestañas—. Hablo porlos codos. Perdona.

—No tienes por qué disculparte, si esque te estás disculpando.

La cola había doblado la primera

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revuelta y llegaba ya a la altura deAugie. Y la chica tenía razón: muchagente miraba a la niña dormida en lamochila.

—Pues sí, me estoy disculpando, note quepa duda. Soy una madre soltera enparo. Quiero pedir disculpas a todos,por todo. —Se volvió y miró la pancartacolgada sobre las puertas. ¡1.000EMPLEOS GARANTIZADOS!, seleía. Y debajo: ¡No abandonamos a laspersonas de nuestra ciudad! RALPHKINSLER, ALCALDE—. A vecesquiero disculparme por Columbine, y el

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11-S y los esteroides de Barry Bonds.—Dejó escapar una risita semihistérica—. A veces incluso quiero disculparmepor la explosión del transbordadorespacial, y eso que por entonces yoempezaba a dar mis primeros pasos.

—No te preocupes —dijo Augie—.Saldrás adelante. —Era una de esascosas que se decían por decir.

—La verdad, preferiría que nohubiera tanta humedad. La he abrigadobien por si apretaba el frío, pero estahumedad… —Cabeceó—. Pero loconseguiremos, ¿a que sí, Patti? —

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Dirigió una parca sonrisa dedesesperanza a Augie—. Más vale queno llueva.

No llovió, pero la humedad fue enaumento, y al final se veían sutiles gotassuspendidas en la luz proyectada por lasfarolas. En algún momento, Augie cayóen la cuenta de que Janice Cray se habíaquedado dormida de pie: la cadera a unlado y los hombros encorvados, el pelocolgando en mechones mojados en tornoa la cara, la barbilla casi en contacto

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con el esternón. Consultó su reloj y vioque eran las tres menos cuarto.

Al cabo de diez minutos Patti Craydespertó y rompió a llorar. Su madre (sumadre joven y soltera, pensó Augie) dioun respingo, emitió un resoplido equino,levantó la cabeza e intentó sacar a lapequeña de la mochila. Al principio laniña no salía; se le habían enganchadolas piernas. Augie, para echar una mano,sujetó los laterales del portabebés.Cuando Patti se desprendió, ahoraberreando, Augie vio destellar gotas deagua por toda la chaquetita rosa y el

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gorro a juego.—Tiene hambre —dijo Janice—.

Puedo darle el pecho, pero tambiénlleva el pañal mojado. Lo noto a travésdel pantalón. Dios mío, no puedocambiarla aquí en medio… ¡fíjate quéniebla se ha levantado!

Augie se preguntó qué deidad cómicahabría dispuesto que le tocase a él irdetrás de Janice en la cola. Se preguntóasimismo cómo demonios iba esa mujera arreglárselas el resto de su vida, todasu vida, no solo durante los dieciochoaños poco más o menos que sería

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responsable de la niña. ¡A quién se leocurría salir en una noche como aquellasin nada más que un paquete de pañales!¡Tenía que estar desesperada!

Había dejado el saco de dormir en elsuelo junto a la bolsa de Patti. Seagachó, desató los lazos, lo desenrolló ydescorrió la cremallera.

—Métete aquí. Entra en calor, y sobretodo que entre en calor la niña. Luegoiré pasándote lo que necesites.

Con el bebé llorando y retorciéndoseen los brazos, Janice lo miró.

—¿Estás casado, Augie?

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—Divorciado.—¿Con hijos?Él negó con la cabeza.—¿Por qué eres tan amable con

nosotras?—Porque estamos aquí —respondió

él, y se encogió de hombros.Janice lo observó aún por un

momento, sin acabar de decidirse, yfinalmente le entregó a la niña. Augie lasostuvo con los brazos extendidos,fascinado por aquella cara roja yfuribunda, los mocos en la naricillarespingona, el pedaleo de las piernas en

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el pelele de franela. Janice,revolviéndose, entró en el saco y luegoalzó las manos.

—Dámela, por favor.Augie se la dio, y Janice se hundió

más en el saco. Junto a ellos, donde lacola daba ya una vuelta completa, doshombres jóvenes no les quitaban ojo.

—A lo vuestro, chicos —dijo Augie,y ellos desviaron la mirada.

—¿Puedes acercarme un pañal? —pidió Janice—. Debería cambiarla antesde darle el pecho.

Augie hincó una rodilla en el asfalto

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húmedo y abrió la cremallera de labolsa acolchada. Por un momento lesorprendió encontrar pañales de tela enlugar de desechables, pero enseguida locomprendió. Los de tela podíanreutilizarse. Quizá, pese a lasapariencias, aquella mujer no fuese uncaso perdido.

—Veo también un frasco de loción.¿Lo quieres?

Desde el interior del saco de dormir,donde ahora asomaban solo unosmechones de pelo entre negro y castaño,Janice contestó:

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—Sí, por favor.Le entregó el pañal y la loción. El

saco empezó a combarse y sacudirse. Alprincipio el llanto se intensificó. Desdemás atrás en la cola alguien, oculto en laniebla cada vez más espesa, dijo:

—¿Nadie puede hacer callar a eseniño?

Otra voz añadió:—Alguien debería avisar a los

servicios sociales.Augie esperó, observando el saco.

Por fin este dejó de moverse y salió unamano con un pañal.

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—¿Podrías meterlo ahí? Dentro hayuna bolsa de plástico para los sucios. —Janice lo miró como un topo desde sumadriguera—. No te preocupes, no escaca; solo está mojado.

Augie cogió el pañal, lo metió en labolsa de plástico (con el rótulo de lacooperativa COSTCO a un lado) y luegocorrió la cremallera de la bolsa delbebé. (¡Bolsas dentro de bolsas!,pensó). En el interior del saco los lloroscontinuaron durante un minuto o dos y depronto cesaron, en cuanto Patti empezó amamar en el aparcamiento del Centro

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Cívico. Por encima de las puertas, queno se abrirían hasta pasadas seis horas,la pancarta flameó con un lánguidochasquido. ¡1.000 EMPLEOSGARANTIZADOS!

Ya, pensó Augie. Y además nopillarás el sida si te atiborras devitamina C.

Pasaron veinte minutos. Más cochesascendieron por la cuesta desdeMarlborough Street. Más gente seincorporó a la cola. Augie calculó quehabía ya unas cuatrocientas personasesperando. A ese ritmo habría dos mil

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cuando, a las nueve, abriesen laspuertas, y eso calculando por lo bajo.

Si me ofrecen un puesto de cocineroen McDonald’s, ¿lo aceptaré?

Probablemente.¿Y de recepcionista en Walmart?Uy, sin pensárselo dos veces. Una

amplia sonrisa y ¿cómo estamos hoy?Augie no dudó que como recepcionistase llevaría la palma.

Tengo don de gentes, se dijo. Y seechó a reír.

Desde dentro del saco:—¿Qué te hace tanta gracia?

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—Nada —respondió Augie—. Tú tena esa niña bien abrazada.

—Eso hago. —Una sonrisa en la voz.

A las tres y media Augie se arrodilló,levantó el extremo del saco y echó unaojeada al interior. Janice Cray,acurrucada, dormía profundamente conla niña en el pecho. Esa escena lerecordó Las uvas de la ira. ¿Cómo sellamaba la chica? ¿La que acababaamamantando a aquel hombre? Era unnombre de flor, pensó. ¿Lily,

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«Azucena»? No. ¿Pansy,«Pensamiento»? Ni remotamente. Seplanteó formar bocina con las manos y, avoz en cuello, preguntar al gentío¿QUIÉN HA LEÍDO LAS UVAS DE LAIRA?

Cuando volvía a erguirse (sonriendoante una idea tan absurda), el nombreacudió a su memoria: Rose, «Rosa». Asíse llamaba la chica de Las uvas de laira. Pero no solo Rose, sino Rose ofSharon. Parecía un nombre bíblico, peroAugie no habría podido asegurar que lofuera; nunca le había dado por leer la

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Biblia.Miró el saco de dormir, donde había

previsto pasar esas horas de lamadrugada, y pensó en Janice Craydiciendo que quería disculparse porColumbine, y por el 11-S, y por BarryBonds. Posiblemente estaría dispuesta acargar también con el calentamientoglobal. Quizá después de aquello,cuando hubieran conseguido sendospuestos de trabajo —o no, porqueseguramente tan probable era lo unocomo lo otro—, la invitaría a desayunar.No sería una cita. No, nada de eso. Solo

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unos huevos revueltos con beicon.Después no volverían a verse.

Llegó más gente. Ocupaba ya todoaquel pasadizo en zigzag delimitado porlos postes y la pretenciosa cinta con elrótulo PROHIBIDO EL PASO. Más allá,la cola seguía por el aparcamiento. ParaAugie, lo más sorprendente —einquietante— era lo callado que estabatodo el mundo. Como si supieran ya queeso era una misión fallida y aguardaransolo el anuncio oficial.

La pancarta volvió a flamearlánguidamente.

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La niebla continuó espesándose.

Poco antes de las cinco de lamadrugada, Augie salió de su propioestado de sopor, pateó para despertarselos pies y advirtió que una desapacibleluz plomiza impregnaba el aire. Era lomenos parecido en el mundo a esosamaneceres de dedos arreboladospropios de la poesía y las películasantiguas en Technicolor; aquello era elantiamanecer, húmedo y tan pálido comolas mejillas de un cadáver veinticuatro

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horas después de la muerte.Vio el edificio del Centro Cívico

revelarse en todo su ramplón esplendorarquitectónico de los años setenta. Viola cola que se extendía por el recorridoen zigzag a lo largo de más de veintevueltas y luego se prolongaba hastaperderse de vista en la niebla. Ya apenasse oían conversaciones, y cuando unconserje uniformado de gris cruzó elvestíbulo al otro lado de las puertas,algunos de los presentes, con ciertoretintín, lanzaron discretos vítores.

—¡Han descubierto vida en otros

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planetas! —exclamó uno de los jóvenesque antes observaban a Janice Cray; eraKeith Frias, a quien no mucho despuésle sería arrancado de cuajo el brazoizquierdo.

Esta ocurrencia provocó moderadasrisas, y la gente empezó a conversar. Lanoche había quedado atrás. La luz quecomenzaba a diseminarse no resultabaespecialmente alentadora, pero sí era unpoco mejor que las largas horas previasal amanecer.

Augie se arrodilló otra vez junto a susaco de dormir y aguzó el oído. Una

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sonrisa se dibujó en sus labios cuandooyó los ronquidos suaves yacompasados. Tal vez se habíapreocupado por ella sin razón. Supusoque ciertas personas sobrevivían —quizá incluso prosperaban— gracias a labondad de los desconocidos. Acaso lajoven que en ese momento dormitaba enel saco con su bebé fuera una de ellas.

Se le ocurrió que Janice Cray y élpodían presentarse en las distintasmesas de solicitud como pareja. Así, lapresencia de la niña tal vez no seinterpretara como indicio de

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irresponsabilidad sino, más bien, comoabnegación conjunta. No se habríaatrevido a asegurarlo —la naturalezahumana era en gran medida un misteriopara él—, pero consideró que no debíadescartarse la posibilidad. Decidió quese lo plantearía a Janice cuandodespertara. A ver qué opinaba. Nopodían hacerse pasar por matrimonio;ella no llevaba alianza, y él se habíaquitado la suya hacía tres años, pero sípodían hacerse pasar por… ¿cómodecían ahora? Pareja de hecho.

Seguían subiendo coches por la

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pendiente desde Marlborough Street conrítmica regularidad. Pronto se unirían aellos personas a pie, recién apeadas delprimer autobús del día. Augie estabacasi seguro de que el servicio empezabaa las seis. Debido a la espesa niebla, loscoches que llegaban eran solo faros consombras imprecisas perfiladas detrás delos parabrisas. Algunos conductores, alver a la muchedumbre ya congregada, sedaban media vuelta, desalentados, peroen su mayoría continuaban adelante enbusca de las pocas plazas deaparcamiento libres que quedaban,

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menguando sus luces de posición.Augie reparó entonces en los

contornos de un coche que no se diomedia vuelta ni siguió adelante hacia losconfines del aparcamiento. Unas lucesantiniebla flanqueaban los dos farosanormalmente luminosos.

Faros de alta intensidad, pensóAugie. Eso es un Mercedes-Benz. ¿Quéhace un Mercedes-Benz en una feria deempleo?

Se dijo que acaso fuera el alcalde,Kinsler, que acudía para pronunciar undiscurso ante el club de los

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madrugadores. Para felicitarlos por suempuje, esa presencia de ánimo tancaracterísticamente americana. Si eraasí, pensó Augie, llegar en su Mercedes—aunque fuese viejo— era de malgusto.

Un hombre de cierta edad, por delantede Augie en la cola (Wayne Welland, yaen los últimos momentos de suexistencia terrenal), dijo:

—¿Eso es un Mercedes? Parece unMercedes.

Augie se disponía a decir que claroque lo era, que los faros de alta

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intensidad de un Mercedes eraninconfundibles, cuando el conductor delcoche situado justo detrás de la formadesdibujada del Mercedes tocó elclaxon: un bocinazo prolongado eimpaciente. Los faros de alta intensidadbrillaron más aún, formandoresplandecientes conos blancos en lasgotas en suspensión presentes en laniebla, y el coche dio un brinco al frentecomo si el impaciente bocinazo hubiesesido una palmada en el trasero.

—¡Eh! —exclamó Wayne Welland,sorprendido. Fue su última palabra.

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El coche aceleró directamente haciael lugar donde la multitud de solicitantesde empleo estaba más apiñada, cercadapor la cinta con el rótulo PROHIBIDOEL PASO. Algunos intentaron echar acorrer, pero solo lograron escaparaquellos situados al fondo. Quienes máscerca de las puertas se hallaban —losverdaderos madrugadores— no tuvieronla menor oportunidad. En su intento dehuida, tropezaron con los postes y losderribaron, se enredaron en la cinta,chocaron entre sí. La muchedumbre sezarandeó en una sucesión de tumultuosas

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olas. Los de mayor edad y los de menorcorpulencia cayeron y fueronpisoteados.

Augie se vio embestido violentamentehacia la izquierda, dio un traspié,recuperó el equilibrio y salió lanzadohacia delante de un empujón. Un codazolo alcanzó en el pómulo justo por debajodel ojo derecho, y en ese lado de suvisión aparecieron los vivos destellosde un Cuatro de Julio. Con el otro ojo,vio que el Mercedes no solo surgía de laniebla, sino que parecía crearse a partirde ella. Era un enorme sedán gris, acaso

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un SL500, de los de doce cilindros, y enese momento los doce bramaban a plenapotencia.

Augie cayó de rodillas junto al sacode dormir y recibió un puntapié tras otromientras pugnaba por levantarse: en elbrazo, en el hombro, en el cuello. Lagente chillaba. Oyó gritar a una mujer:«¡Cuidado, cuidado, no parará!».

Vio a Janice Cray asomar la cabezapor la boca del saco con un parpadeo deperplejidad. Una vez más le recordó aun topo tímido mirando desde sumadriguera. Un topo hembra con el pelo

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muy revuelto después de una noche desueño.

A gatas, Augie avanzó y se echó sobreel saco, y sobre la mujer y la niña quehabía dentro, como si así pudieraprotegerlas de aquellas dos toneladas deingeniería alemana. Oyó los alaridos dela gente, sus voces ahogadas casi por elrugido del motor del gran sedán, cadavez más cerca. Alguien le asestó ungolpe tremendo en la nuca, pero apenaslo sintió.

Tuvo tiempo para pensar: Iba ainvitar a Rose of Sharon a desayunar.

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Tuvo tiempo para pensar: A lo mejorgira.

Esa parecía ser su mejor opción,probablemente su única opción. Empezóa alzar la cabeza para ver si ocurría, yun enorme neumático negro engulló sucampo visual. Sintió cerrarse la mano dela mujer en su antebrazo. Tuvo tiempopara abrigar la esperanza de que la niñasiguiera dormida. Al cabo de un instanteel tiempo se acabó.

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INS. RET.

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1

Hodges sale de la cocina con una lata decerveza en la mano, se sienta en el La-Z-Boy y deja la lata en la mesita a suizquierda, junto al arma. Es un revólverSmith & Wesson M&P, calibre 38,donde la sigla M&P significa Militar yPolicial. Le da unas palmadasdistraídamente, tal como uno tocaría aun perro viejo, y luego coge el mando a

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distancia y pone el Canal Siete. Haencendido el televisor un poco tarde, yel público ya está aplaudiendo.

Piensa en una moda, breve y siniestra,que se extendió por la ciudad a finalesde los años ochenta. O quizá la palabraadecuada sea infectó, porque fue comouna fiebre transitoria. Los tresperiódicos de la ciudad incluyeroneditoriales al respecto a lo largo de todoun verano. Ahora dos de esos periódicoshan desaparecido y el tercero está encuidados intensivos.

El presentador sale con paso airoso al

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escenario, bien trajeado, y saluda alpúblico. Hodges ha visto este programacasi todos los días entre semana desdeque se retiró del cuerpo de policía, yopina que ese hombre es demasiadolisto para ese trabajo, un trabajo queviene a ser como hacer submarinismo enuna cloaca sin traje de neopreno. Opinaque el presentador es uno de esosindividuos que a veces se suicidan, yluego todos sus amigos y parientescercanos dicen que no sospechaban niremotamente que pudiera pasarle algo;hablan de lo alegre que estaba la última

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vez que lo vieron.Tras esta reflexión, Hodges da otra

palmada distraída al revólver. Es elmodelo Victory. De las antiguas peroexcelente. Su propia arma, cuando aúnpermanecía en activo, era una Glock 40.Se la compró él —en esta ciudad losagentes del orden debían adquirir suspropias armas reglamentarias—, y ahoraestá en la caja fuerte del dormitorio. Abuen recaudo. La descargó y la dejó allídespués de la ceremonia de jubilación, yno ha vuelto siquiera a mirarla desdeentonces. No le interesa. En cambio sí le

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gusta el 38. Siente un apego sentimentalpor él, pero hay algo más. Un revólvernunca se atasca.

He ahí a la primera invitada, unamujer joven con un vestido corto decolor azul. Su expresión es un tantoausente, pero tiene todo un cuerpazo. Enalgún sitio debajo de ese vestido, comoHodges sabe, lleva un tatuajeprovocador. O quizá dos o tres. Loshombres del público silban y patean.Las mujeres del público aplauden conmenos entusiasmo. Algunas alzan lavista al techo. No les gustaría

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sorprender a sus maridos mirando a unamujer así.

La mujer exhibe su enfado ya deprimeras. Cuenta al presentador que sunovio ha tenido un hijo con otra y va averlos continuamente. Todavía lo quiere,sostiene la invitada, pero detesta aesa…

Las siguientes dos o tres palabrasquedan silenciadas por un pitido, peroHodges lee en sus labios puta demierda. El público la vitorea. Hodgestoma un sorbo de cerveza. Sabe quéviene a continuación. Este programa es

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tan predecible como un culebrón deviernes por la tarde.

El presentador da cuerda a la invitadadurante un rato y de pronto anuncia a…¡LA OTRA MUJER! También tiene todoun cuerpazo y varios metros de espesocabello rubio. Luce un tatuajeprovocador en el tobillo. Se acerca a laotra y dice: «Me hago cargo de cómo tesientes, pero yo también lo quiero».

Tiene más cosas que decir, pero soloha conseguido llegar hasta ahí cuandoCuerpazo Uno entra en acción. Entrebastidores alguien toca una campanilla,

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como si fuera el comienzo de uncombate de boxeo. Hodges supone quelo es, porque todos los invitados delprograma deben de recibir unacompensación económica; ¿por qué ibana salir ahí, si no? Las dos mujeres searañan y se dan de puñetazos por unossegundos, hasta que las separan doshombres que observaban desde el fondo,los dos muy cachas y con el rótuloSEGURIDAD estampado en lascamisetas.

Ellas se gritan durante un momento, uncompleto y equitativo intercambio de

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opiniones (silenciadas en buena partepor medio de pitidos) mientras elpresentador las contemplabenévolamente, y en esta ocasión esCuerpazo Dos quien inicia la pelea conun bofetón en gancho que obliga aCuerpazo Uno a echar atrás la cabeza.Vuelve a sonar la campanilla. Caen en elescenario, se les remangan los vestidos,cruzan zarpazos, golpes de puño ybofetadas. El público se enardece. Loscachas de seguridad las separan otravez, y el presentador, interponiéndoseentre ambas, habla con un tono que es en

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apariencia apaciguador pero en el fondolas incita. Las dos declaran laprofundidad de su amor y se escupen ala cara. El presentador comunica queenseguida vuelven y a continuación unaactriz de serie B anuncia ciertoscomprimidos dietéticos.

Hodges toma otro sorbo de cerveza ysabe que ni siquiera se beberá la mitadde la lata. Es curioso, porque cuandoaún estaba en la policía, eraprácticamente un alcohólico. Después,cuando la bebida acabó con sumatrimonio, asumió que era un

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alcohólico. Hizo acopio de toda sufuerza de voluntad, controló el hábito yse prometió entonces que en cuantollevara cuarenta años trabajados —unaantigüedad más que considerable habidacuenta de que el cincuenta por ciento delos policías se retiraban a losveinticinco años de servicio y el setentapor ciento a los treinta— bebería tantocomo quisiera. Y ahora que ha superadoesos cuarenta años, el alcohol apenas leinteresa. Se obligó a emborracharseunas cuantas veces, solo para ver si aúnera capaz, y lo era, pero estar borracho,

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como vio, no era mucho mejor que estarsereno. De hecho, era un poco peor.

Vuelve el programa. El presentadoranuncia a otro invitado, y Hodges sabequién será. El público, que también losabe, manifiesta su expectación conaullidos. Hodges coge el arma de supadre, mira el interior del cañón y ladeja otra vez sobre la guía deprogramación televisiva.

El hombre por quien Cuerpazo Uno yCuerpazo Dos se han enzarzado en tanenconado conflicto sale por la derechadel escenario. Uno adivinaba ya qué

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aspecto tendría aun antes de verloaparecer pavoneándose y dándoselas degran hombre: un empleado de gasolinerao un mozo de almacén en Target, o quizáel tipo que te limpió el coche a fondo (ymal) en Mr. Speedy. Flaco y pálido,tiene el pelo negro, apelotonado en lafrente. Lleva unos chinos y una delirantecorbata verde y amarilla, con unprendedor en la garganta, justo pordebajo de la prominente nuez. Lasafiladas punteras de unas botas de anteasoman bajo el pantalón. Uno sabía quelas mujeres escondían tatuajes, y sabe

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que ese hombre está tan bien dotadocomo un caballo y arroja semen con lapotencia de una locomotora y lavelocidad de una bala: si una doncellavirginal se sentara en un váter despuésde hacerse una paja allí ese individuo,se quedaría embarazada. Probablementede gemelos. En la cara luce la sonrisasemiinteligente de un tío guay en plenodesmelene. El trabajo de sus sueños: laincapacidad permanente. Pronto sonarála campanilla, y las dos mujeres tendránotra agarrada. Más adelante, cuando seharten de oír las gilipolleces de él, se

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mirarán, cruzarán un parco gesto deasentimiento y lo atacarán juntas. Estavez el personal de seguridad esperará unpoco más, porque la batalla final es loque de verdad quiere ver el público,tanto en el plató como en casa: lasgallinas arremetiendo contra el gallo.

Aquella moda breve y siniestra definales de los ochenta —la infección—se llamó «pelea de vagabundos». Laidea se le ocurrió a algún lumbreras delos bajos fondos, y cuando diobeneficios, tres o cuatro emprendedoresse apresuraron a meter mano para

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perfeccionar el negocio. La cosaconsistía en pagar a un par devagabundos treinta pavos por cabezapara que se liaran a golpes a una hora yen un lugar convenidos. El sitio queHodges mejor recordaba era la zona deservicio situada detrás de un club destriptease, un auténtico nido de ladillas,llamado Bam Ba Lam, en el Lado Estede la ciudad. Una vez organizada lavelada pugilística, se le daba publicidad(de boca en boca por aquel entonces,cuando el uso generalizado de internetno estaba aún a la vista) y se cobraba

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veinte pavos a cada espectador. Enaquella en la que Hodges y Pete Huntleyirrumpieron, se congregaban más dedoscientos, en su mayoría apostando ycontraapostando como descosidos, losmuy cabrones. Había también mujeres,algunas en traje de noche y cargadas dejoyas, viendo cómo aquellos dos beodosdescerebrados hacían aspavientos y sedaban puntapiés y se caían y selevantaban y vociferaban incoherencias.La muchedumbre reía y vitoreaba yjaleaba a los contrincantes.

Este programa es como aquello, solo

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que incluye comprimidos dietéticos ycompañías de seguros para atenuar laacción, y Hodges supone que loscontendientes (eso es lo que son, aunqueel presentador los llame «invitados») seembolsan algo más que treinta pavos yuna botella de vino barato. Y no hayredadas policiales, porque todo es tanlegal como la lotería.

Al final del programa, aparecerá lainexorable jueza revestida de sucaracterístico moralismo impaciente y,con ira apenas contenida ante tantaestupidez y mezquindad, escuchará a los

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demandantes, esos mierdecillas. Lesigue el psicólogo de familia, un gordo,que hace llorar a sus invitados (a esto lollama «abrir brecha en el muro de lanegación») y anima a marcharse a todoaquel que ponga en tela de juicio susmétodos. Hodges considera que esegordo, el psicólogo de familia, bienpodría haber aprendido sus métodos delos antiguos vídeos de adiestramientodel KGB.

Entre semana, una tarde tras otra,Hodges se alimenta a base de esamierda a todo color, sentado en el La-Z-

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Boy con el revólver de su padre —elque llevaba como policía cuando hacíala ronda— a su lado en la mesa.Siempre lo coge unas cuantas veces ymira el ánima del cañón. Inspeccionaesa oscuridad redonda. En un par deocasiones se la ha introducido entre loslabios, solo por ver qué se siente altener un arma cargada apoyada en lalengua y apuntada hacia el paladar.Acostumbrándose a ello, supone.

«Si fuera capaz de beber, podríaretrasar esto —piensa—. Podríaretrasarlo al menos un año. Y si pudiera

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retrasarlo dos, tal vez el impulso pasara.Quizá empezara a interesarme por lahorticultura, o por la ornitología, oincluso por la pintura.» Tim Quigley seaficionó a la pintura allá en Florida, enuna comunidad de jubilados llena depolis viejos. Según contaban, Quigley selo pasaba en grande, e incluso habíavendido parte de su obra en la Feria deArte en las calles de Venice. Es decir,hasta el derrame cerebral. Después delderrame pasó ocho o nueve mesespostrado en cama, con parálisis en todoel lado derecho. Se acabó la pintura

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para Tim Quigley. Luego se fue. Chúpateesa.

Suena la campanilla, y efectivamente:las dos mujeres, entre melenasondeantes y destellos de uñas pintadas,la emprenden con el tipo flaco de lacorbata delirante. Hodges tiende lamano hacia el arma otra vez, pero nadamás tocarla oye el golpe metálico de latapa del buzón en la puerta de la calle yel ruido sordo de la correspondencia alcaer en el suelo del recibidor.

En estos tiempos de correoelectrónico y facebook, nada importante

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entra en su buzón, pero él se levantaigualmente. La revisará y dejará el M&P38 de su padre para otro día.

2

Cuando Hodges vuelve a su sillón con lapequeña pila de cartas, el presentadordel programa de lucha ya se despide ypromete a su público de TV Land quemañana habrá enanos. Pero noespecifica de qué clase, si física omental.

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Junto al La-Z-Boy tiene dos cubos deplástico, uno para las latas y cascos debotella retornables, el otro para labasura. A este último van a parar unacircular de Walmart que prometePRECIOS REBAJADOS; una oferta deun seguro de decesos dirigido aNUESTRO VECINO PREFERIDO; unanuncio de que todos los DVD tendránun descuento del cincuenta por cientosolo durante una semana en DiscountElectronix; una petición de «suimportante voto» en una tarjeta deltamaño de una postal enviada por un

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individuo que se presenta a la campañaelectoral para cubrir una concejalíavacante. Incluye una fotografía delcandidato, y a Hodges le recuerda aldoctor Oberlin, el dentista que loaterrorizaba de niño. Hay también unacircular del supermercado Albertsons.Esta la aparta (tapando con ella demomento el arma de su padre), porqueadjunta un montón de cupones.

Lo último parece una cartapropiamente dicha —bastante gruesa, oesa sensación da al tacto—, en un sobreamericano. Va dirigida al Ins. G.

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William Hodges (ret.),

Harper Road 63. No lleva remite.En el ángulo superior izquierdo, dondeeste suele ponerse, ve la segunda carasonriente en el correo del día. Solo queesta no es el emoticono de Walmart, sinoel característico smiley de los e-mails,con gafas de sol y enseñando losdientes.

Esto le despierta un recuerdo, y no esbueno.

«No —piensa—. No.»Pero abre la carta con tal

precipitación que el sobre se rompe y se

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desparraman cuatro hojasmecanografiadas, no realmentemecanografiadas, no mecanografiadascon una máquina de escribir, sino conuna fuente de ordenador que crea elmismo efecto.Apreciado inspector

Hodges, se lee en el encabezamiento.Sin mirar, alarga el brazo, tira al

suelo la circular de Albertsons, roza conlos dedos el revólver sin notarlosiquiera y coge el mando a distancia deltelevisor. Pulsando el botón de apagado,hace callar a la inexorable jueza en

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pleno apercibimiento y centra laatención en la carta.

3

Apreciado inspector Hodges:

Confío en que no le moleste que

emplee el tratamiento, pese a que

lleva usted 6 meses retirado.

Considero que si jueces ineptos,

políticos venales y militares

estúpidos conservan el tratamiento

después de retirarse, lo mismo

debería ser válido para uno de los

policías más condecorados en la

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historia de esta ciudad.

¡Sea, pues, inspector Hodges!

En fin, caballero (otro

tratamiento que merece, ya que es

un auténtico caballero de la Orden

de la Placa y la Pistola), le

escribo por muchas razones, pero,

para empezar, debo felicitarle por

sus años de servicio, 27 como

inspector y 40 en total. Vi parte

de la ceremonia de jubilación (por

el Canal 2 de la televisión de

acceso público, recurso olvidado

por muchos), y casualmente me

enteré de que a la noche siguiente

se celebró una fiesta en el

Raintree Inn, cerca del aeropuerto.

¡Seguro que esa fue la auténtica

ceremonia de jubilación!

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Desde luego nunca he asistido a

una de esas «jaranas», pero veo

muchas series de policías, y aunque

sin duda en general presentan una

imagen muy ficticia del «sino del

policía», varias han mostrado esas

fiestas de jubilación (Policías de

Nueva York, Homicidio, The Wire,

etc., etc.), y me gustaría pensar

que son retratos FIELES de cómo los

Caballeros de la Placa y la Pistola

dicen «hasta la vista» a uno de sus

cofrades. Creo que es muy posible

que lo sean, porque también he

leído «escenas de la fiesta de

jubilación» en al menos dos libros

de Joseph Wambaugh, y se parecen.

Él bien debe saberlo, porque, como

usted, es un «Ins. Ret.».

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Imagino globos colgando del techo,

bebida abundante, mucha

conversación subida de tono y no

pocos recuerdos de los Viejos

Tiempos y los casos antiguos.

Posiblemente suena sin parar música

alegre a todo volumen, y quizá haya

una o dos strippers «meneando el

pandero». Posiblemente se

pronuncian discursos mucho más

graciosos y mucho más sinceros que

esos de la «ceremonia envarada».

¿Voy bien?

«Muy bien —piensa Hodges—.

Bastante bien.» Según mis indagaciones, durante su

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etapa como inspector, resolvió

cientos de casos, literalmente, y

muchos fueron de esos que los

periodistas (a quienes Ted Williams

llamaba los Caballeros del Teclado)

definen como «de gran resonancia».

Ha atrapado a Asesinos y Bandas de

Atracadores y Pirómanos y

Violadores. En un artículo (cuya

publicación coincidió con su

ceremonia de jubilación), su

compañero durante mucho tiempo (el

ins. de 1.er grado Peter Huntley) lo

describió a usted como «una

combinación de fidelidad al

reglamento y brillante intuición».

¡Un buen cumplido!

Si es verdad, y creo que lo es, ya

habrá deducido a estas alturas que

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soy uno de esos pocos a los que no

consiguió atrapar. Soy, de hecho,

el hombre a quien la prensa decidió

llamar:

a) el Joker,

b) el Payaso,

o

c) el Asesino del Mercedes.

¡Yo prefiero este último!

Estoy seguro de que «sudó la

camiseta», pero lamentablemente

(para usted, no para mí) no le

sirvió de nada. Imagino que si

alguna vez ha deseado de verdad

atrapar a un «mareante», inspector

Hodges, ese ha sido el hombre que

el año pasado embistió con toda

intención a la muchedumbre

congregada ante el Centro Cívico

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con motivo de la Feria de Empleo,

matando a ocho personas e hiriendo

a otras muchas. (Debo admitir que

superé mis expectativas más

optimistas.) ¿Me tenía en mente

cuando le entregaron aquella placa

conmemorativa en la ceremonia

oficial de jubilación? ¿Me tenía en

mente mientras otros Caballeros de

la Placa y la Pistola, compañeros

suyos, contaban anécdotas sobre (y

esto son solo suposiciones)

delincuentes sorprendidos con los

pantalones bajados literalmente o

bromas pesadas que se gastaban en

la tradicional sala de revista?

¡Seguro que sí!

Debo decirle que me lo pasé en

grande. (Aquí le soy franco.)

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Cuando «pisé a fondo» y embestí a

la muchedumbre de gente con el

Mercedes de la pobre señora Olivia

Trelawney, ¡se me «empinó» como

nunca en la vida! ¿Y puede creerse

que el corazón me latía a

doscientas pulsaciones por minuto?

«¡Pues sí señor!»

Aquí aparecía otro smiley con gafas

de sol. Le contaré algo que es

«información privilegiada», y si

quiere reírse, no se prive, porque

la cosa tiene su gracia (aunque

también es prueba, creo, de lo

meticuloso que fui). ¡Llevaba

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puesto un condón! ¡Una «goma»!

Porque me temía una posible

Eyaculación Espontánea, y el ADN

resultante. Bueno, la verdad es que

eso no ocurrió, pero desde entonces

me he masturbado muchas veces

recordando cómo intentaban escapar

y no podían (estaban allí como

sardinas en lata), y lo asustados

que se los veía (eso fue

graciosísimo), y cómo me sentí

lanzado hacia delante cuando el

coche «impactó» contra ellos. Con

tal fuerza que el cinturón de

seguridad se trabó. ¡Vaya si fue

emocionante!

Para serle sincero, no sabía qué

podía pasar. Pensé que las

probabilidades de que me cogieran

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eran del cincuenta por ciento. Pero

soy un «optimista impenitente», y

me preparé para el Éxito, no para

el Fracaso. Lo del condón es

«información privilegiada», pero

seguro que su Unidad de

Investigación Forense (también veo

CSI) se llevó una gran decepción al

no encontrar ninguna muestra de ADN

en la máscara de payaso.

Seguramente dijeron: «¡Maldita sea,

debía de llevar debajo una

redecilla para el pelo, ese

mareante, el muy zorro!».

¡Y así era! Además, ¡la lavé con

LEJÍA!

Aún revivo los topetazos al

atropellarlos, y los crujidos, y el

bamboleo del coche sobre los

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amortiguadores cuando pasaba por

encima de los cuerpos. ¡Si uno

quiere potencia y control, donde

esté un Mercedes de 12 cilindros

que se quiten los demás! Cuando vi

en el periódico que una de las

víctimas era un bebé, no sabe cómo

me alegré. ¡Segar una vida así de

joven! Piense en todo lo que la

pobre se perdió, ¿eh? Patricia

Cray, RIP. ¡Y me cargué también a

la madre! ¡Mermelada de fresa en un

saco de dormir! Qué emocionante,

¿no? También es para mí una

satisfacción pensar en el hombre

que perdió el brazo y más aún en

los dos que quedaron paralíticos.

El hombre solo de cintura para

abajo, pero Martine Stover es ahora

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la proverbial «cabeza empalada».

¡No murieron, pero seguramente

DESEARÍAN haber muerto! ¿Qué le

parece eso, inspector Hodges?

Imagino que ahora estará pensando:

«Pero ¿qué clase de psicópata

enfermo y retorcido es este?». Lo

cierto es que no puedo echárselo en

cara, aunque eso sería discutible.

En mi opinión, muchísima gente

disfrutaría haciendo lo que yo

hice, y por eso disfrutan con

libros y películas (y hoy día

incluso programas de televisión)

que muestran Torturas y

Descuartizamientos, etcétera,

etcétera, etcétera. La única

diferencia es que yo lo hice de

verdad. Pero no porque esté loco o

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furioso. Solo porque no sabía cómo

sería exactamente la experiencia,

aparte de emocionantísima, dejando

«recuerdos para toda la vida», como

suele decirse. A la mayoría de las

personas les ponen unas Botas de

Plomo en la niñez y tienen que

llevarlas ya siempre. Esas Botas de

Plomo se llaman CONCIENCIA. Yo no

tengo, y por eso puedo elevarme muy

por encima de las cabezas de la

Gente Normal. ¿Y si me hubieran

cogido? Bueno, si hubiese ocurrido

allí mismo, si el Mercedes de la

señora Trelawney se hubiese calado

o algo así (cosa poco probable,

porque el mantenimiento parecía

óptimo), supongo que quizá la

multitud me hubiese hecho pedazos.

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Era consciente de esa posibilidad,

y le añadía emoción. Pero en

realidad lo dudo, porque casi todas

las personas son borregos, y los

borregos no comen carne. (Es

posible, imagino, que me hubieran

sacudido un poco, pero puedo

aguantar una paliza.) Probablemente

me habrían detenido y procesado, y

en el juicio habría alegado

demencia. Tal vez sí sea un demente

(la idea se me ha pasado por la

cabeza, claro está), pero es una

clase de locura muy particular. En

todo caso, al lanzar la moneda,

salió cara, y yo escapé.

¡La niebla ayudó!

Y he aquí otra cosa que he visto,

está en una película. (No recuerdo

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el título.) Trataba de un Asesino

en Serie muy listo, y al principio

los policías (uno era Bruce Willis,

en los tiempos en que aún tenía

pelo) eran incapaces de atraparlo.

Y Bruce Willis decía: «Volverá a

hacerlo, porque no puede evitarlo,

y tarde o temprano cometerá un

error y lo cogeremos».

¡Como así fue!

Eso no se cumple en mi caso,

inspector Hodges, porque yo no

siento el menor impulso de

repetirlo. En mi caso bastó una

vez. Conservo mis recuerdos, claros

como el agua. Y naturalmente estuvo

también el posterior miedo de la

gente, porque tenían la convicción

de que lo repetiría. ¿Recuerda los

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actos públicos que se suspendieron?

Eso no fue tan divertido, pero sí

fue «très amusant».

Como ve, pues, estamos los dos

«ret.».

Y hablando de eso, una cosa sí

lamento: no haber podido asistir a

su Fiesta de Jubilación en el

Raintree Inn y brindar por usted,

mi buen inspector. Sin duda sudó la

camiseta. También el inspector

Huntley, por supuesto, pero si la

información sobre sus respectivas

trayectorias que aparece en los

periódicos y en internet es

correcta, usted jugaba en primera

división y él siempre ha jugado y

siempre jugará en regional. Estoy

seguro de que el caso sigue en el

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Archivo Activo, y de vez en cuando

él saca esos viejos informes para

examinarlos, pero no llegará a

ninguna parte. Creo que eso los dos

lo sabemos.

¿Me permite que acabe con una Nota

de Preocupación?

En algunas de esas series de

televisión (y también, creo, en uno

de los libros de Wambaugh, pero

podría ser en uno de James

Patterson) una escena final triste

sigue a la fiesta con globos y

bebida y música. El inspector

vuelve a casa y descubre que sin su

Pistola ni su Placa la vida no

tiene sentido. Cosa que puedo

entender. Si uno se para a

pensarlo, ¿qué hay más triste que

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un Viejo Caballero Retirado? La

cuestión es que finalmente el

inspector se pega un tiro (siempre

con su Revólver Reglamentario).

Consulté en internet y comprobé que

esas cosas no son simple ficción.

¡Pasan en la realidad!

¡Los policías retirados tienen un

índice de suicidios extremadamente

alto!

En la mayoría de los casos, los

polis con ese final tan triste no

tienen parientes cercanos que

puedan ver las Señales de Aviso.

Muchos, como usted, están

divorciados. Muchos tienen hijos ya

mayores que viven lejos de casa.

Pienso en usted, inspector Hodges,

totalmente solo en su casa de

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Harper Road y me preocupo. ¿Qué

vida lleva ahora que ha dejado

atrás la «emoción de la cacería»?

¿Ve mucho la televisión?

Probablemente. ¿Bebe más?

Posiblemente. ¿Le pasan las horas

más despacio por lo vacía que está

ahora su vida? ¿Padece insomnio?

Espero que no, eh.

¡Pero mucho me temo que podría ser

así!

Seguramente necesita un Pasatiempo

para tener algo en qué pensar, y no

en «aquel que escapó» y que nunca

atrapará. Sería una lástima que

empezara a pensar que toda su

carrera fue una pérdida de tiempo

porque el individuo que mató a esas

Personas Inocentes «se le escurrió

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entre los dedos».

No me gustaría que empezara a

pensar en su arma.

Pero sí piensa en ella, ¿verdad?

Desearía terminar con una última

reflexión de «aquel que escapó». La

reflexión es:

VÁYASE A LA PUTA MIERDA, PERDEDOR.

¡Es broma!

Sin otro particular,

EL ASESINO DEL MERCEDES

A esto seguía otra cara sonriente más.

Y más abajo: ¡P. D.! Siento lo de la señora

Trelawney, pero cuando entregue

esta carta al ins. Huntley, dígale

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que no se moleste en revisar las

fotos que tomó la policía en su

funeral. Asistí, pero solo en mi

imaginación. (Tengo una imaginación

muy poderosa.)

P. P. D.: ¿Quiere ponerse en

contacto conmigo? ¿Hacerme llegar

sus «impresiones»? Pruebe Bajo el

Paraguas Azul de Debbie. Incluso

tengo un nombre de usuario para

usted: «ranagustavo19». Puede que

no le conteste, pero «nunca se

sabe, eh».

P. P. P. D.: ¡Espero que esta

carta lo haya animado!

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4

Hodges se queda inmóvil durante dosminutos, cuatro minutos, seis, ocho.Totalmente quieto. Con la carta en lamano, mira el grabado de AndrewWyeth en la pared. Al final deja lashojas en la mesa, junto al sillón, y cogeel sobre. Lleva matasellos de la propiaciudad, cosa que no le sorprende. Sucorresponsal quiere hacerle saber queestá cerca. Forma parte de laprovocación. Como diría él, es…

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¡Parte de la diversión!Los nuevos productos químicos y los

procedimientos de escaneo asistidos porordenador pueden obtener excelenteshuellas digitales en papel, pero Hodgessabe que si entrega esta carta a lostécnicos forenses, no encontrarán en ellamás huellas que las suyas. Esteindividuo está loco, pero su evaluaciónde sí mismo —ese mareante, el muyzorro— es absolutamente correcta. Soloque ha escrito mareante, no maleante, ylo ha escrito dos veces. Además…

Un momento, un momento.

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¿Cómo que si la entregas?Hodges se levanta, se acerca a la

ventana con la carta y contempla lacalle, Harper Road. Pasa la hija de losHarrison en su ciclomotor. Diga lo quediga la ley, es demasiado joven paraandar en un trasto de esos, pero almenos lleva casco. Aparece laestridente camioneta de Mr. Tastey;cuando llega el buen tiempo, recorre elLado Este de la ciudad entre el final dela jornada escolar y el anochecer. UnSmart negro avanza lentamente. La mujercanosa sentada al volante lleva rulos. ¿O

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acaso no es una mujer? Podría ser unhombre con una peluca y un vestido. Losrulos añadirían el toque perfecto, ¿o no?

Eso es lo que él quiere que pienses.Pero no. No exactamente.No lo que, sino cómo quiere que

pienses el autodenominado «Asesino delMercedes» (solo que ahí no mentía: enefecto, ese era el nombre que le habíanpuesto los periódicos y los noticiariosde televisión).

¡Es el heladero!¡No, es el hombre disfrazado de mujer

en el Smart!

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¡Ah, no, es el conductor del camiónde propano, o el lector de contadores!

¿Cómo puede desatarse la paranoiade esa manera? Ayuda dejar caer comosi tal cosa que conoce la dirección delex inspector. Y no solo eso, sino tambiénque está divorciado, y como mínimoinsinúa que tiene un hijo o hijos en algúnsitio.

Mirando el césped, Hodges advierteque hay que cortarlo. Si Jerome no pasapor allí pronto, piensa Hodges, tendráque llamarlo.

¿Hijo o hijos? No te engañes. Sabe

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que mi ex es Corinne y que tenemos unahija adulta, Alison. Sabe que Allie tienetreinta años y vive en San Francisco.Probablemente sabe que mide un metrosesenta y cinco y juega al tenis. Todoeso es fácil de averiguar por internet.Hoy día todo lo es.

El siguiente paso debería ser entregarla carta a Pete y la nueva compañera dePete, Isabelle Jaynes. Ellos heredaron laMatanza del Mercedes, junto con unoscuantos asuntos pendientes más, cuandoHodges colgó los guantes. Algunoscasos son como los ordenadores

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inactivos: entran en hibernación. Esacarta despertará en el acto el caso delMercedes.

Reproduce en su cabeza el itinerariode la carta.

De la rendija del buzón al suelo delrecibidor. Del suelo del recibidor al La-Z-Boy. Del La-Z-Boy a ese espaciojunto a la ventana, desde donde ahora élve irse la furgoneta de correos pordonde ha venido: Andy Fenster da porconcluida su jornada. De ahí a la cocina,donde la carta iría a parar a una bolsade plástico para alimentos, de esas con

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cierre hermético, porque los viejoshábitos son hábitos muy arraigados.Luego a Pete e Isabelle. De Pete allaboratorio forense para su dilatación yraspado completos, donde se demostraráde manera concluyente la superfluidadde la bolsa de plástico: ni huellas, nipelos, ni ADN de ninguna clase, papelvendido a cajas en cualquier papelería ytienda de material de oficina de laciudad y —por último pero no por ellomenos importante— impresión lásercorriente. Puede que consigan identificarel tipo de ordenador utilizado para

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redactar la carta (en cuanto a esto, no lotiene muy claro; sabe poco deinformática, y cuando su ordenador le daalgún problema, recurre a Jerome, quevive a un paso), y si es así, será un Maco un PC. Gran hurra.

Del laboratorio forense volverá aPete e Isabelle, quienes sin dudaconvocarán una de esas absurdas charlasde polis que se ven en las series de laBBC como Luther y Principalsospechoso (que muy posiblementeencantan al muy psicópata de sucorresponsal). En dicha charla no

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pueden faltar la pizarra ni las fotosampliadas de la carta, ni quizá tampocoel puntero láser. También Hodges vealgunas de esas series británicas, yopina que Scotland Yard, por algunarazón, desconoce el dicho: Muchoscocineros estropean el puchero.

La charla de polis servirá solo parauna cosa, y Hodges cree que eso es loque quiere el psicópata: con diez o docepolicías presentes, la existencia de lacarta se filtrará inevitablemente a laprensa. Es muy probable que elpsicópata no mienta cuando afirma que

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no siente el menor impulso de repetir sucrimen, pero Hodges sí está totalmenteseguro de una cosa: echa en falta salir enlas noticias.

Entre el césped brotan dientes deleón. Decididamente ha llegado elmomento de llamar a Jerome. Céspedaparte, Hodges echa de menos ver sucara por allí. Es buen chico.

Otra cosa. Incluso si el psicópata nomiente en cuanto a su impulso deperpetrar otra matanza (lo cual es pocoprobable, pero no puede descartarse porcompleto), muestra un interés extremo en

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la muerte. El subtexto de la carta nopodría ser más claro: Pégate un tiro. Yate lo estás planteando. Da, pues, elpaso siguiente. Que resulta ser tambiénel último.

¿Me ha visto jugar con el 38 de mipadre?

¿Me ha visto metérmelo en la boca?Hodges debe admitir que es posible;

jamás se le ha ocurrido siquiera bajarlas persianas. Sintiéndose estúpidamentea salvo en el salón de su casa cuandocualquiera podía disponer de unosprismáticos. O podría haberlo visto

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Jerome. Jerome al acercarse bailoteandopor el camino de acceso parapreguntarle por sus tareas: lo que secomplace en llamar faena’ que hasé.

Solo que si Jerome lo hubiese vistojugar con ese revólver viejo, se habríallevado un susto de muerte. Habríadicho algo.

¿De verdad se masturba Mr.Mercedes cuando se acuerda delmomento en que atropelló a esa gente?

A lo largo de sus años en el cuerpo depolicía, Hodges ha visto cosas de lasque nunca hablaría con nadie que no las

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hubiera visto también. Esos recuerdostan emponzoñados lo inducen a darcrédito a su corresponsal en lo tocante ala masturbación, como también por loque se refiere a no tener conciencia.Hodges ha leído que hay en Islandiapozos tan profundos que si se tira unapiedra, nunca se la oye llegar al fondo.Piensa que ciertas almas humanas sontambién así. Cosas como las peleas devagabundos son solo la mitad delrecorrido en uno de esos pozos.

Regresa a su La-Z-Boy, abre el cajónde la mesa y saca el teléfono móvil.

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Guarda en él el 38 y cierra el cajón.Pulsando la tecla de marcación rápida,llama al Departamento de Policía, perocuando la recepcionista le pregunta conquién quiere hablar, Hodges contesta:

—Ah, vaya por Dios. Creo que me heequivocado. Disculpe la molestia.

—No tiene importancia —dice ellacon voz risueña.

Nada de llamadas, todavía no. Nadade acción de ningún tipo. Necesitareflexionar.

Necesita reflexionar muy muy afondo.

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Hodges se queda inmóvil con lamirada fija en el televisor, que estáapagado la tarde de un día entre semanapor primera vez desde hace meses.

5

Esa noche va en coche a NewmarketPlaza y cena en el restaurante tailandés.La señora Buramuk lo atiendepersonalmente.

—¡Cuánto tiempo sin verlo, inspectorHodges! —Lo pronuncia Inspecta

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Jaches.—Desde que me retiré, me preparo yo

la comida.—Eso déjemelo a mí. Mucho mejor.Cuando vuelve a probar el tom yum

gang de la señora Buramuk, cae en lacuenta de lo harto que está de lashamburguesas fritas poco hechas y losespaguetis con salsa Newman’s Own. Ycon el sang kaya fug tong tomaconciencia de lo cansado que está de latarta de coco Pepperidge Farm. Si nocomiera nunca más tarta de coco, piensa,viviría el mismo tiempo y moriría igual

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de feliz. Bebe dos latas de Singha con lacena, y es la mejor cerveza que hatomado desde la fiesta de su jubilaciónen el Raintree, que fue casi exactamentecomo Mr. Mercedes la ha descrito;incluso hubo una stripper «meneando elpandero». Junto con todo lo demás.

¿Acechaba acaso Mr. Mercedes alfondo del salón? Como acostumbrabadecir la zarigüeya de los dibujosanimados: «Es posible, Muskie, esposible».

Ya otra vez en casa, se sienta en elLa-Z-Boy y coge la carta. Sabe cuál

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debe ser el paso siguiente —es decir, sino se la entrega a Pete Huntley—, perotambién sabe que no le convieneintentarlo después de un par de birras.Deja, pues, la carta en el cajón, encimadel 38 (no se ha tomado siquiera lamolestia de guardarla en una bolsa deplástico) y va a por otra cerveza. La quetiene en la nevera es una simple IvorySpecial, la marca autóctona, pero lesabe tan bien como la Singha.

Tras apurarla, enciende el ordenador,abre Firefox y escribe Bajo el ParaguasAzul de Debbie. El descriptor que

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aparece debajo no es muy descriptivo:Una página web para las relacionessociales donde personas interesantesintercambian opiniones interesantes.Se plantea seguir adelante, pero al cabode un momento apaga el ordenador. No,eso tampoco. Esta noche no.

De un tiempo a esta parte se acuestatarde, porque así pasa menos horasrevolviéndose en la cama, dando vueltasy más vueltas a casos antiguos y erroresantiguos, pero esta noche se retiratemprano y sabe que se quedará dormidocasi de inmediato. Es una sensación

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maravillosa.En lo último que piensa antes de

cerrar los ojos es en el final delofensivo anónimo de Mr. Mercedes. Mr.Mercedes quiere que se suicide. Hodgesse pregunta qué pensaría si supiese que,por el contrario, le ha dado a este exCaballero de la Placa y la Pistola enparticular una razón para vivir. Almenos por un tiempo.

Luego lo vence el sueño. Consigueseis horas seguidas y plácidas hasta quelo despierta la vejiga. Va a tientas albaño, orina hasta vaciarse y vuelve a la

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cama, donde duerme otras tres horas.Cuando despierta, los rayos del solentran oblicuamente por las ventanas ylos pájaros trinan. Va a la cocina, dondese prepara un desayuno completo.Mientras vierte dos huevos fritos muyhechos de la sartén al plato, ya repletode beicon y tostadas, se detiene,sobresaltado.

Alguien canta.Es él.

6

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Con los platos del desayuno ya en ellavavajillas, entra en el despacho paradesmenuzar la carta. Es una tarea que hallevado a cabo más de veinte vecesantes, pero nunca solo; cuando erainspector, contó siempre con la ayuda dePete Huntley o sus dos compañerosanteriores. Las cartas eran, en sumayoría, mensajes amenazadores de exmaridos (y una o dos ex esposas). Esasno representaban un gran reto. Algunaseran intentos de extorsión. Otras eranchantajes, lo que de hecho no deja de ser

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también una forma de extorsión. Una erade un secuestrador que exigía un rescatemiserable y poco imaginativo. Y tres —cuatro, contando la de Mr. Mercedes—eran de asesinos confesos. Dos de estaseran a todas luces pura fantasía. Unapodía ser o no del asesino en serieconocido como Joe el de la Autopista.

¿Y esta? ¿Es verdadera o falsa?¿Realidad o fantasía?

Hodges abre un cajón del escritorio,coge un bloc pautado y arranca laprimera hoja, donde está la lista de lacompra de la semana anterior. A

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continuación saca un bolígrafo Uni-Balldel vaso que hay junto al ordenador.Primero analiza el detalle del condón. Siese individuo de verdad llevaba unopuesto, no lo dejó allí… pero eso eslógico, ¿no? Un condón puede contenerhuellas además de semen. Hodgesanaliza otros aspectos: el bloqueo delcinturón en el momento del impactocontra la multitud, el bamboleo al pasarpor encima de los cuerpos. Detalles queno se habrían mencionado en ningúnperiódico, pero que él podría haberseinventado. Incluso llega a decir…

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Hodges echa un vistazo a la carta yencuentra la frase: «Tengo unaimaginación muy poderosa».

Pero incluye dos detalles que nopuede haberse inventado. Dos detallesque se ocultaron a los medios decomunicación.

En su bloc, debajo de ¿ES REAL?,Hodges escribe: REDECILLA PARA ELPELO. LEJÍA.

Mr. Mercedes se llevó la redecillaigual que se llevó el condón(probablemente enfundado aún en lapolla, en el supuesto de que dicho

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condón de verdad existiera), peroGibson, el del laboratorio forense, teníamuy claro que usó una redecilla, porqueMr. Mercedes dejó allí la máscara depayaso y no apareció un solo peloadherido a la goma. En cuanto al olor apiscina de la lejía destinada a eliminartodo rastro de ADN, no cabía la menorduda. Debió de utilizar mucha.

Pero no son solo esas sutilezas: estodo. Es el aplomo mismo. En la cartano se observa el menor titubeo.

Hodges vacila; luego, en mayúsculas,escribe: ES ÉL.

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Vacila otra vez. Tacha ÉL y escribeEL CABRÓN.

7

Hace tiempo que no piensa como unpolicía, y más aún que no se dedica aesta clase de trabajo —una forma deinvestigación forense que no requierecámaras, microscopios ni sustanciasquímicas especiales—, pero, en cuantose pone manos a la obra, entra en calorenseguida. Empieza con una serie de

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encabezamientos.

PÁRRAFOS DE UNA SOLAFRASE.PALABRAS CON MAYÚSCULA.EXPRESIONESENTRECOMILLADAS.EXPRESIONES FLORIDAS.PALABRAS POCOCORRIENTES.SIGNOS DE ADMIRACIÓN.

Aquí se detiene y, golpeteándose el

labio inferior con el bolígrafo, relee la

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carta desde Apreciado inspectorHodges hasta ¡Espero que estacarta lo haya animado! Acontinuación añade otros dosencabezamientos en la hoja, que empiezaa llenarse.

UTILIZA METÁFORASDEPORTIVAS, QUIZÁ SEAAFICIONADO.CONOCIMIENTOS DEINFORMÁTICA (¿MENOS DE 50AÑOS?).

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En cuanto a estos dos últimosaspectos, tiene sus dudas. Las metáforasdeportivas son ya muy comunes, sobretodo entre los comentaristas políticos, yhoy día hay octogenarios en facebook ytwitter. Hodges en concreto aprovechasolo en un doce por ciento lasposibilidades de su Mac (eso segúnJerome), pero él no es representativo dela mayoría. No obstante, por algún sitiohay que empezar, y además la cartatransmite una sensación de juventud.

Hodges siempre ha tenido un don paraesta clase de trabajo, y aquí la intuición

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desempeña un papel muy superior aldoce por ciento.

Bajo el encabezamiento PALABRASPOCO CORRIENTES ha anotado casiuna docena de ejemplos, y ahora marcados con sendos círculos: cofrades yEyaculación Espontánea. Al lado añadeun nombre: Wambaugh. Mr. Mercedeses un comemierdas, pero uncomemierdas inteligente y leído. Tieneun vocabulario amplio y no cometefaltas de ortografía. Hodges se imagina aJerome Robinson diciendo: «Anda ya,hombre, ¿para qué se cree que está el

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corrector ortográfico?».Ya, ya, hoy día cualquiera con un

procesador de textos tiene una ortografíaimpecable, pero Mr. Mercedes haescrito Wambaugh, no Wombough niWombow, que es como suena. El solohecho de que haya recordado poner esagh muda induce a pensar en cierto nivelde inteligencia. Puede que la misiva deMr. Mercedes no sea gran literatura,pero su redacción es mucho mejor quelos diálogos de series como Navy:Investigación criminal o Bones.

¿Educado en casa, alumno de una

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escuela pública o autodidacta? ¿Esoimporta? Quizá no, pero quizá sí.

Hodges no cree que sea autodidacta,no. La redacción es demasiado… ¿qué?

—Demasiado comunicativa —dice envoz alta a la habitación vacía, pero esmás que eso—. Hacia fuera. Esteindividuo escribe hacia fuera. Aprendiócon otros. Y escribió para otros.

Una deducción poco sólida, pero sesustenta en ciertos adornos: esasEXPRESIONES FLORIDAS. Paraempezar, debo felicitarle, escribe.Cientos de casos, literalmente, escribe.

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Y dos veces: Me tenía en mente. En elinstituto Hodges sacaba sobresalientesen lengua, y en la universidad notables,y recuerda cómo se llama a esto último:«repetición incremental». ¿Acaso Mr.Mercedes imagina que su carta sepublicará en el periódico, circulará porinternet, se reproducirá (con renuenterespeto) en el telediario de la noche delCanal Cuatro?

—Seguro que sí —dice Hodges—.Antiguamente leías tus trabajos en clase.Y te gustaba. Te gustaba ser el centro deatención. ¿A que sí? Cuando te

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encuentre, si es que te encuentro,descubriré que sacabas tan buenas notascomo yo en lengua.

Probablemente mejores. Hodges norecuerda haber utilizado nunca larepetición incremental, como no fuerapor casualidad.

Solo que en la ciudad hay cuatroinstitutos y a saber cuántos colegios desecundaria privados. Por no hablar yade los centros de formaciónpreuniversitaria, las facultades dediplomatura y la Universidad Católicade San Judas. Un sinfín de pajares donde

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esconder una aguja emponzoñada. Y esosi es que estudió allí, y no en Miami oPhoenix.

Además, es ladino. La carta estásalpicada de falsas huellas digitales: laspalabras con mayúscula como «Botas dePlomo» o «Nota de Preocupación», lasexpresiones entrecomilladas, el abusode los signos de admiración, loscontundentes párrafos de una sola frase.Si se le pidiera una muestra de escritura,Mr. Mercedes no incluiría ninguno deesos recursos estilísticos. Hodges es tanconsciente de eso como lo es de su

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desafortunado nombre de pila: Gustavo,como en ranagustavo19.

Pero.Este capullo no es tan listo como se

piensa. La carta contiene casi con todaseguridad dos huellas reales, unaborrosa y la otra clara como el agua.

La huella borrosa es el uso insistentede números en cifras: 27, no veintisiete;40 en lugar de cuarenta; ins. de 1.er

grado en vez de ins. de primer grado.Hay algunas excepciones (ha escrito unacosa sí lamento en lugar de 1 cosa sílamento), pero Hodges opina que son

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las que confirman la regla. Aunque lascifras podrían ser solo más camuflaje,como él bien sabe, muy probablementeel bueno de Mr. Mercedes no esconsciente de ello.

«Si pudiera llevármelo a la SI4 ypedirle que escribiera Cuarentaladrones robaron ochenta alianzasnupciales…»

Solo que G. William Hodges nuncavolverá a entrar en una sala deinterrogatorios, incluida la SI4, que erasu preferida; su SI de la suerte, laconsideró siempre. A menos que lo

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cojan tonteando con esta gilipollez,claro está, y entonces podría acabar alotro lado de la mesa metálica.

De acuerdo, pues: Pete lleva alindividuo a la SI. Pete o Isabelle, o losdos. Consiguen que escriba 40 ladronesrobaron 80 alianzas nupciales. Ydespués ¿qué?

Después le piden que escriba La policogió al maleante escondido en elcallejón. Solo que les conviene farfullarun poco al llegar a maleante. PorqueMr. Mercedes, pese a sus aptitudes parala redacción, cree que la palabra

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empleada para hacer referencia a undelincuente es mareante. Acaso tambiénpiense que un viaje por una carreteracon curvas es maleante.

A Hodges no le sorprendería. Hasta launiversidad, él mismo pensaba quecierto calzado robusto y lo que uno hacecuando deposita su papeleta en una urnase escribían exactamente igual. Habíavisto la palabra bota escrita mil veces,pero por alguna razón su cabeza seresistía a registrarla. Su madre le decíaÁtate los cordones de las votas, Gus;los llevas sueltos; su padre a veces le

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daba dinero para comprarse unas votasde fútbol, y a él sencillamente se lequedó grabado así.

«Te reconoceré cuando te encuentre,ricura», piensa Hodges. Vuelve aescribir la palabra en mayúsculas y trazarepetidos círculos alrededor,cercándola. «Serás el capullo que llamamareante a un maleante.»

8

Da una vuelta a la manzana para

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despejarse la cabeza, saludando apersonas a quienes no saludaba desdehacía tiempo. Semanas, en algunoscasos. La señora Melbourne trabaja ensu jardín, y cuando lo ve, lo invita aentrar en su casa a tomar un trozo de sutarta de café.

—Me tenía usted preocupada —dicela mujer cuando se acomodan en lacocina. Tiene la mirada intensa yescrutadora de un cuervo con la vistafija en una ardilla recién aplastada.

—Acostumbrarme a la jubilación noha sido fácil. —Toma un sorbo de café.

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Sabe a rayos, pero al menos estácaliente.

—Algunos no llegan a acostumbrarsenunca —dice ella, escudriñándolo consus ojos brillantes. No desentonaría enla SI4, piensa Hodges—. En especialaquellos que trabajaban bajo grandespresiones.

—Al principio andaba un pocodesorientado, pero ahora ya estoy mejor.

—Me alegra oírlo. ¿Todavía trabajapara usted ese negrito tan simpático?

—¿Jerome? Sí. —Hodges, sonriendo,se pregunta cuál sería la reacción de

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Jerome si supiera que alguien del barriolo ve como ese negrito tan simpático.Probablemente enseñaría los dientes enuna expresión risueña y exclamaría¡Pue’ claro que lo soy! Jerome y susfaena’ que hasé. Con la mira ya puestaen Harvard. Princeton como segundaopción.

—Pues está remoloneando —diceella—. Tiene usted el césped bastantedescuidado. ¿Más café?

Hodges rehúsa el ofrecimiento conuna sonrisa. Un mal café está mejorcaliente, pero solo hasta cierto punto.

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9

Otra vez en casa. Siente un hormigueo enlas piernas, los efectos del aire frescoen la cabeza y cierto regusto a papel deperiódico usado antes para cubrir elfondo de una jaula, pero tiene el cerebroacelerado por la cafeína.

Accede a la versión digital delperiódico de la ciudad y abre variosartículos sobre la matanza en el CentroCívico. Lo que busca no es la noticia

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inicial, publicada bajo titularesalarmistas el 11 de abril de 2009, ni elreportaje mucho más extenso aparecidoen la edición dominical del 12 de abril.Busca el periódico del lunes: unaimagen del volante del coche homicidaabandonado. El pie de la foto, con tonoescandalizado, reza: LE PARECIÓDIVERTIDO. En el centro del volante,pegada sobre el emblema del Mercedes,se ve una cara sonriente amarilla, deesas que llevan gafas de sol y enseñanlos dientes.

Esa foto produjo gran indignación

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entre la policía, porque los inspectoresresponsables del caso —Hodges yHuntley— habían pedido a los mediosinformativos que se abstuvieran depublicar el icono de la sonrisa. Eldirector del periódico, recuerdaHodges, se disculpó con actitudobsecuente. Un mensaje traspapelado,pretextó. No volvería a repetirse.Prometido. Palabra de honor.

«Un error, y un huevo —recuerda quedijo Pete, exasperado—. Tenían una fotoque era como meterse un chute deesteroides en las venas, y los muy

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cabrones la han usado.»Hodges amplía la foto del periódico

hasta que la risueña cara amarillaabarca toda la pantalla del ordenador.La marca de la bestia, piensa, estilosiglo XXI.

Esta vez no pulsa la tecla demarcación rápida correspondiente a larecepción del Departamento de Policía,sino la del móvil de Pete. Su antiguocompañero contesta después de sonar eltimbre dos veces.

—Vaya, compañero de fatigas. ¿Cómote trata la jubilación?

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Se lo nota sinceramente complacido,y eso arranca una sonrisa a Hodges.También le crea cierta culpabilidad, ysin embargo ni siquiera se le pasa por lacabeza la posibilidad de echarse atrás.

—Estoy bien —dice—, pero añoroesa cara gorda e hipertensa tuya.

—Sí, ya, y en Irak ganamos nosotros.—Te lo juro por lo más sagrado,

Peter. ¿Y si quedamos a comer y nosponemos al día de nuestras cosas? Túelige el restaurante, y yo invito.

—Me parece bien, pero hoy ya hecomido. ¿Qué tal mañana?

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—Ya buscaré un hueco en mi apretadaagenda; tenía que venir Obama para quelo asesore sobre el presupuesto, perosupongo que podré arreglarlo. Portratarse de ti.

—Anda y que te folle un pez,Gustavo.

—¿Un pez? ¿Para qué quiero un pez siya te tengo a ti? —Este intercambiojocoso es una vieja melodía con unaletra sencilla.

—¿Qué tal el DeMasio? Siempre teha gustado.

—El DeMasio me parece bien. ¿A las

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doce?—Buena hora.—¿Y seguro que tienes tiempo para

un viejo carcamal como yo?—Billy, eso no tienes ni que

preguntarlo. ¿Quieres que lleve aIsabelle?

Prefiere que no, pero responde:—Si tú quieres…Parte de la antigua telepatía debe de

funcionar aún, porque al cabo de unbreve silencio Pete dice:

—Pues que esta vez sea unacelebración solo para hombres.

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—Tú mismo —contesta Hodges conalivio—. Esperaré impaciente.

—Yo también. Me alegro de saber deti, Billy.

Hodges cuelga y observa una vez másla cara sonriente con los dientes a lavista. Abarca toda la pantalla delordenador.

10

Esa noche se sienta en el La-Z-Boy a verlas noticias de las once. Con su pijama

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blanco, parece un fantasma obeso. Sucuero cabelludo emite un tenueresplandor a través del pelo ralo. Lanoticia de cabecera es el vertido de laplataforma Deepwater Horizon en elgolfo de México, donde siguederramándose el petróleo. Elpresentador dice que el atún está enpeligro, y la industria marisquera deLuisiana puede irse a pique durante unageneración. En Islandia, un volcán enerupción (con un nombre que elpresentador, como buenamente puede,reduce a Iya-fil-cul o algo parecido)

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sigue desbarajustando el tráfico aéreotransatlántico. En California, la policíaanuncia que quizá por fin haya algúnavance en el caso del asesino en serieconocido como «Parca Durmiente». Nose dan nombres, pero se describe alsospechoso (el mareante, piensaHodges) como «un afroamericanoeducado y bien arreglado». Hodgespiensa: «Ahora ya solo falta que alguientrinque a Joe el de la Autopista. Y depaso a Osama bin Laden».

Llega el parte meteorológico.Temperaturas suaves y cielos

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despejados, promete la chica deltiempo. Es hora de sacar los bañadores.

—Ya me gustaría verte a ti enbañador, encanto —dice Hodges, yapaga el televisor con el mando adistancia.

Extrae del cajón el 38 de su padre, lodescarga a la vez que entra en eldormitorio y lo mete en la caja fuertejunto con la Glock. En los últimos dos otres meses ha pasado mucho tiempoobsesionado con el Victory 38, pero estanoche apenas le presta atención mientraslo guarda. Está pensando en Joe el de la

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Autopista, pero apenas; ahora Joe esproblema de otro. Igual que ParcaDurmiente, ese afroamericano educado.

¿También Mr. Mercedes seráafroamericano? En rigor, es posible —nadie vio nada excepto la máscara depayaso, una camiseta de manga larga yunos guantes amarillos aferrados alvolante—, pero Hodges no lo cree. Biensabe Dios que en esta ciudad haymuchos negros capaces de asesinar, perodebe tenerse en cuenta el arma. En elbarrio donde vivía la madre de laseñora Trelawney predomina la

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población blanca de clase acomodada.Un negro merodeando cerca de unMercedes SL500 aparcado habríallamado la atención.

Bueno. Probablemente. Es asombrosolo poco observadora que puede llegar aser la gente. Pero Hodges sabe porexperiencia que los ricos tienden a serun poco más observadores que el comúnde los estadounidenses, sobre todo en loque se refiere a sus juguetes caros. Noquiere decir que sean unos paranoicos,pero…

¡Joder que si lo son! Los ricos pueden

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ser generosos, incluso aquellos conideas políticas horripilantes pueden sergenerosos, pero casi todos creen en lagenerosidad según sus propiascondiciones, y en el fondo (o no tan enel fondo, de hecho) siempre temen quealguien vaya a robarles los regalos y acomerse su pastel de cumpleaños.

¿Y atildado y educado, quizá?Sí, decide Hodges. No hay pruebas

sólidas, pero eso induce a pensar lacarta. Mr. Mercedes puede vestir trajesy trabajar en una oficina o puede vestirvaqueros y camisas Carhartt y equilibrar

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neumáticos en un taller mecánico, perono es una persona desastrada. Puede queno hable mucho —los individuos comoese son cuidadosos en todos losaspectos de su vida, y eso incluye elparloteo promiscuo—, pero cuandohabla, seguramente es directo y claro. Siuno se perdiera y necesitaraindicaciones, él se las daría bien.

Hodges, mientras se lava los dientes,piensa: «El DeMasio. Pete quiere comeren el DeMasio».

Pete, que todavía lleva la placa y lapistola, no ha visto el menor

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inconveniente en eso, como tampoco selo ha visto Hodges mientras hablabanpor teléfono, porque en ese momentopensaba como un policía, no como unjubilado con quince kilos de más. Yquizá no hubiera inconveniente —aplena luz del día y tal—, pero elDeMasio linda con Lowtown, que no esprecisamente un centro de veraneo. Auna manzana al oeste del restaurante,más allá del paso elevado del ramal dela autopista, la ciudad se transforma enun andurrial de solares y bloques deapartamentos abandonados. En las

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esquinas se vende droga a la vista detodos, existe un floreciente tráfico dearmas ilegales, y la piromanía es eldeporte preferido del barrio. Es decir, sipuede llamarse barrio a Lowtown. Así ytodo, el restaurante en sí —un italianoexcelente— es seguro. El dueño tienecontactos, y eso lo convierte en algoparecido a la casilla de Parking Gratuitoen el Monopoly.

Hodges se enjuaga la boca, vuelve aldormitorio y —todavía pensando en elDeMasio— mira con incertidumbre elarmario donde está escondida la caja

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fuerte, detrás de la ropa allí colgada, lospantalones, las camisas, y lasamericanas que ya no usa (se le hanquedado todas pequeñas, excepto dos).

¿Se lleva la Glock? ¿El Victory, talvez? El Victory abulta menos.

Ni lo uno ni lo otro. Tiene aún vigenteel permiso para portar armas ocultas,pero no va a llevarse la pipa a unacomida con su antiguo compañero. Sesentiría incómodo, y ya lo incomodabastante la labor de sondeo que sepropone realizar. Va, pues, a la cajonera,levanta una pila de calzoncillos y mira

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debajo. Ahí sigue su cachiporra, dondela dejó después de la fiesta dejubilación.

La cachiporra bastará. Una simpleprecaución en una parte de la ciudad dealto riesgo.

Satisfecho, se acuesta y apaga la luz.Mete las manos en ese hueco fresco ymístico bajo la almohada y piensa enJoe el de la Autopista. Joe ha tenidosuerte hasta el momento, pero al final loatraparán. No solo porque sigueactuando en las áreas de descanso de lasautopistas, sino porque no puede dejar

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de matar. Recuerda lo que ha escrito Mr.Mercedes: Eso no se cumple en micaso, porque yo no siento el menorimpulso de repetirlo.

¿Dice la verdad, o miente comomiente en sus PALABRAS CONMAYÚSCULA Y SUS NUMEROSOSSIGNOS DE ADMIRACIÓN yPÁRRAFOS DE UNA SOLA FRASE?

Hodges piensa que miente —quizá nosolo a G. William Hodges, Ins. Ret.,sino también a sí mismo—, pero ahora,mientras yace ahí a punto de dormirse,le trae sin cuidado. Lo importante es que

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ese individuo se sienta a salvo. Y por loque a eso se refiere, no alberga la menorduda. No parece consciente de lavulnerabilidad que ha mostrado alescribir una carta al hombre que fue,hasta su jubilación, el inspector a cargodel caso del Centro Cívico.

«Necesitas hablar de eso, ¿verdad?Sí, ricura, lo necesitas, no mientas al tíoBilly. Y a menos que el Paraguas Azulde Debbie sea otra pista falsa, comotodas esas comillas, has abierto un canalhacia tu vida. Quieres hablar. Necesitashablar. Y si pudieras arrastrarme a algo

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con tus provocaciones, sería la guindadel pastel, ¿no es así?»

En la oscuridad, Hodges dice:—Escucharé gustosamente. Tengo

tiempo de sobra. Al fin y al cabo, estoyjubilado.

Sonriente, se duerme.

11

A la mañana siguiente Freddi Linklatter,sentada en el borde del muelle de carga,fuma un Marlboro. A su lado tiene la

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chaqueta de Discount Electronix,cuidadosamente plegada, y, encima, lagorra promocional de DE. Habla de unproselitista religioso que le estuvodando la vara. La gente siempre andadándole la vara, y se lo cuenta todo aBrady durante el descanso. Se lo explicacon pelos y señales, porque Brady sabeescuchar.

—Así que viene y me dice: «Todoslos homosexuales irán al infierno, y estefolleto lo deja muy claro». Y yo lo cojo,¿vale? En la portada sale una foto dedos gays de culo estrecho… con esos

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trajes entallados de los setenta, te lojuro… cogidos de la mano, mirando unacueva llameante. ¡Y para colmo se ve aldemonio! ¡Con un tridente! No te miento.A pesar de todo, intento razonar con él.Tengo la errónea impresión de quequiere mantener un diálogo. Así que voyy le digo: «Deberías apartar la vista unrato del LaBittico, o como se llame, yleer unos cuantos estudios científicos.Los gays son gays de nacimiento, osea… ¿lo pillas?». Y él dice: «Eso esfalso, sencillamente. La homosexualidades un comportamiento adquirido y puede

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desadquirirse». Y yo flipo, ¿vale? Osea, este me está tomando el pelo. Perono se lo digo. Lo que le digo es:«Mírame, tío, mírame bien. De arribaabajo, no seas tímido. ¿Tú qué ves?». Yantes de que me venga con alguna de suschorradas, le suelto: «Pues ves a un tío,eso es lo que ves. Solo que Dios sedistrajo antes de plantarme una polla ypasó al siguiente de la fila». Y entoncesva y…

Brady sigue a Freddi —más o menos— hasta que llega al LaBittico (serefiere al Levítico, pero Brady no le

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concede tanta importancia como paracorregirla) y a partir de ahí básicamentepierde el hilo, atendiendo lo justo paraintercalar algún que otro ajá. La verdades que no le molesta el monólogo. Estranquilizador, como la música de LCDSoundsystem que escucha cuando se va adormir. Freddi Linklatter es más bienalta para ser mujer —con su metroochenta y cinco, ochenta y ocho, superade largo a Brady—, y lo que dice esverdad: parece una chica tanto comoBrady Hartsfield se parece a Vin Diesel.Viste Levi’s 501 de pernera recta, botas

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de motorista y una sencilla camisetablanca que cae totalmente vertical, sin elmenor asomo de tetas. Lleva el pelorubio cortado al uno. No usa pendientesni maquillaje. Seguramente piensa queMax Factor es una declaración deprincipios relacionada con lo que unfulano le hizo a una chica detrás delgranero de su padre.

Brady va diciendo ya, ajá y claro, sindejar de preguntarse qué le habráparecido su carta al viejo poli, y si elviejo poli intentará ponerse en contactoa través del Paraguas Azul. Es

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consciente de que enviar la cartaentrañaba un riesgo, pero no muygrande. Se inventó un estilo de prosatotalmente distinto del suyo. Lasprobabilidades de que el viejo polisaque algo útil de la carta oscilan entreescasas y nulas.

El Paraguas Azul de Debbie es unriesgo un poco mayor, pero si el viejopoli se cree que va a poder seguirle elrastro por ese camino, va a llevarse todauna sorpresa. Los servidores de Debbieestán en Europa del Este, y en Europadel Este la privacidad informática es

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como el aseo personal en EstadosUnidos: va de la mano de la devoción.

—Así que el tío va y dice, te lo juro:«En nuestra iglesia hay muchas jóvenescristianas que podrían enseñarte aarreglarte, y si te dejaras el pelo largo,estarías muy guapa». ¿Te lo puedescreer? Y yo le contesto: «Con un pocode lapizus labialidus, también tú estaríasbastante mono. Ponte una cazadora decuero y un collar de perro y a lo mejor,con un poco de suerte, ligas en TheCorral y te echas tu primer casquete pordetrás». Entonces sí se pone a cien, el

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tío, y me suelta: «Si vas a llevar lascosas al terreno personal…».

El caso es que si el viejo poli quiereseguir el rastro informático, no lequedará más remedio que entregar lacarta al departamento forense, y Bradyno cree que lo haga. O al menos noinmediatamente. Por fuerza tiene queaburrirse, ahí sentado sin más compañíaque el televisor. Y el revólver, claro, elque deja a un lado con la cerveza y lasrevistas. No debe olvidarse delrevólver. Brady en realidad nunca lo havisto metérselo en la boca, pero sí lo ha

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visto varias veces con él en la mano. Lagente radiante de felicidad no tiene unarma en el regazo de esa manera.

—Así que voy y le digo: «No te lotomes a mal. Sois todos iguales: alguienecha por tierra vuestras preciadas ideas,y os pilláis un rebote». ¿A que es eso loque hacen los meapilas? ¿Tú no lo hasnotado?

Brady no lo ha notado, pero contestaafirmativamente.

—Solo que este escuchaba, eso sí.Escuchaba de verdad. Y acabamostomando un café en la panadería

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Hosseni. Donde, aunque cueste creerlo,mantuvimos algo parecido a un diálogode verdad. Yo no me hago muchasilusiones respecto a la especie humana,pero de vez en cuando…

Brady está casi seguro de que su cartalevantará el ánimo al viejo poli, almenos inicialmente. No recibió todasesas menciones honoríficas por tonto, yenseguida sabrá interpretar la veladasugerencia de que siga los pasos de laseñora Trelawney y se suicide. ¿Veladasugerencia? En fin, no tan velada. Laverdad es que queda bastante claro.

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Brady cree que el viejo poli pasará porun primer momento de exaltación. Perocuando vea que no llega a ninguna parte,la caída será aún más estrepitosa.Luego, en el supuesto de que muerda elanzuelo del Paraguas Azul, Brady podráponerse manos a la obra realmente.

Ahora el viejo poli piensa: Si consigohacerte hablar, conseguiré incitarte.

Solo que Brady se juega cualquiercosa a que el viejo poli no ha leído aNietzsche; Brady se juega cualquiercosa a que lo suyo es más bien JohnGrisham. Si es que lee. «Cuando miras

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el abismo —escribió Nietzsche—, elabismo también te mira a ti.»

«El abismo soy yo, vejete. Yo», sedice.

El viejo poli es sin duda un desafíomayor que la pobre Olivia Trelawney,corroída por la culpa… pero empujar aesa mujer al abismo fue tal chute para elsistema nervioso que Brady no puedecontener el deseo de intentarlo de nuevo.En cierto sentido inducir a la DulceLivvy a despeñarse le produjo másemoción que abrir brecha en medio deaquel hatajo de gilipollas en busca de

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empleo ante el Centro Cívico. Porquerequería inteligencia. Requeríadedicación. Requería planificación. Ytampoco le vino mal cierta ayuda porparte de la poli. ¿Llegaron a darsecuenta de que sus deduccionesincorrectas fueron en parte la causa delsuicidio de la Dulce Livvy? Huntley no,eso seguro. A un machaca como él jamásse le pasaría por la cabeza unaposibilidad así. Pero ¿y Hodges? A lomejor él sí tenía sus dudas: unos cuantosratoncillos mordisqueando los cables enel fondo de su cerebro de poli listo. Esa

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esperanza alberga Brady. Si no, puedeque tenga opción de decírselo. En elParaguas Azul.

Así y todo, el principal responsablefue él: Brady Hartsfield. Todo hay quedecirlo. El Centro Cívico fue un mazazo.Con Olivia Trelawney utilizó el bisturí.

—¿Me estás escuchando? —preguntaFreddi.

Brady sonríe.—Se me ha ido el santo al cielo, creo.Nunca mientas cuando puedes decir la

verdad. La verdad no es siempre elcamino más seguro, pero sí las más de

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las veces. Ociosamente, se pregunta quédiría ella si le anunciase: Freddi, soy elAsesino del Mercedes. O si dijese:Freddi, tengo cinco kilos de explosivoplástico de fabricación casera en uncuarto de mi sótano.

Freddi lo mira como si realmentepudiera leer en su cabeza esospensamientos, y Brady siente unmomento de inquietud. Por fin dice:

—Colega, eso te pasa por elpluriempleo. Acabará contigo.

—Ya, pero me gustaría volver a launiversidad, y nadie va a pagármelo.

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Además, está mi madre.—Sigue dándole al vino.Brady sonríe.—En realidad lo suyo es más bien el

vodka.—Invítame a tu casa —dice Freddi

con toda seriedad—. La llevaré a rastrasa una puta reunión de AlcohólicosAnónimos.

—No serviría de nada. Ya sabes loque dijo Dorothy Parker, ¿no? Puedesllevar a una ramera a la cultura, pero nopuedes hacerla pensar.

Freddi se detiene a reflexionar en eso

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por un momento; de pronto echa atrás lacabeza y deja escapar una ronca risotadade fumadora de Marlboro.

—No conozco a Dorothy Parker, peroesa me la aprendo. —Ya más seria,pregunta—: Oye, ¿por qué no le pidesmás horas a Frobisher? Ese otro trabajotuyo es una auténtica cutrez.

—Te diré por qué no pide más horas aFrobisher —dice Frobisher, que sale enese momento a la plataforma de carga.Anthony Frobisher es joven y lleva unasgafas de chico estudioso. En eso separece a la mayoría de los empleados de

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Discount Electronix. Brady también esjoven, pero más agraciado que TonesFrobisher, sin llegar a guapo. Y estábien así. Brady prefiere tener un aspectopoco llamativo.

—Ilústranos —dice Freddi, y aplastael cigarrillo.

Enfrente de la zona de carga, detrásde la megatienda situada en el extremosur del centro comercial de Birch Hill,están los coches de los empleados(tartanas en su mayoría) y tresEscarabajos Volkswagen pintados decolor verde claro. Estos los mantienen

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siempre impecables, y el sol deprimavera destella en sus parabrisas. Enlos costados, en azul, se lee el rótulo:¿PROBLEMAS CON ELORDENADOR? ¡LLAME A LACIBERPATRULLA DE DISCOUNTELECTRONIX!

—Circuit City ha desaparecido, yBest Buy se tambalea —explicaFrobisher con tono de maestro deescuela—. Discount Electronix tambiénse tambalea, junto con varios sectoresque están en cuidados intensivos graciasa la revolución informática: periódicos,

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editoriales, tiendas de discos y elServicio de Correos de Estados Unidos.Por mencionar solo unos pocos.

—¿Las tiendas de discos? —preguntaFreddi, y enciende otro cigarrillo—.¿Qué son las tiendas de discos?

—Eso sí es para troncharse —diceFrobisher—. Un amigo mío opina quelas bolleras no tienen sentido del humor,pero…

—¿Tú tienes amigos? —preguntaFreddi—. ¡Vaya! ¿Quién iba a decirlo?

—… pero tú eres la prueba viva deque se equivoca. No hacéis más horas

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porque la empresa ahora sobrevive sologracias a los ordenadores. Casi todosbaratos, fabricados en China y enFilipinas. La grandísima mayoría denuestros clientes no quiere ya la otramierda que vendemos —continúaFrobisher. Brady piensa que solo TonesFrobisher diría «la grandísimamayoría»—. Esto se debe por un lado ala revolución tecnológica, pero tambiénse debe a que…

—«¡Barack Obama es el peor errorque ha cometido este país!» —declamanFreddi y Brady al unísono.

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Frobisher los observa con expresiónadusta por un momento y finalmentedice:

—Al menos escucháis. Brady, túacabas a las dos, ¿correcto?

—Sí. Empiezo en el otro sitio a lastres.

Frobisher arruga esa napiadescomunal plantada en medio de sucara para expresar lo que opina del otrotrabajo de Brady.

—¿Te he oído decir algo sobre volvera estudiar?

Brady no contesta, porque cualquier

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respuesta puede ser la errónea. AnthonyFrobisher, más conocido como «Tones»,no debe saber que Brady lo odia. ¡Joder,lo aborrece con toda su alma! Bradyodia a todo el mundo, incluida laborracha de su madre, pero como dice lavieja canción country: «por ahora nadiedebe saberlo».

—Brady, tienes veintiocho años.Edad suficiente para librarse de esamierda de pólizas para conductoresjóvenes a la hora de contratar el segurodel coche, lo cual está bien, pero ya unpoco tarde para hacer la carrera de

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ingeniería eléctrica. O de programacióninformática, si a eso vamos.

—No seas tarado —interviene Freddi—. No seas Tarado Tones.

—Si por tratar el tema contransparencia soy un tarado, pues taradoseré.

—Sí —responde Freddi—. Pasarás ala historia: Tones el Tarado que Tratalos Temas con Transparencia. Los niñosestudiarán tu vida en los colegios.

—No me molesta un poco desinceridad —dice Brady en voz baja.

—Bien. Pues que siga sin molestarte

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mientras catalogas y etiquetas DVD.Desde ya mismo.

Brady asiente con actitud afable, selevanta y se sacude el polvo de losfondillos del pantalón. Las rebajas delcincuenta por ciento de DiscountElectronix empiezan la próxima semana;la gerencia, en New Jersey, ha dadoorden de que para enero de 2011 DEdebe haber abandonado ya el negociodel disco versátil digital. Esa línea deproducto en otro tiempo rentable se havisto estrangulada por Netflix y Redbox.Pronto no quedará en la tienda nada más

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que ordenadores domésticos (fabricadosen China y Filipinas) y televisores depantalla plana que en esta profundarecesión pocos pueden comprar.

—Y tú —dice Frobisher, volviéndosehacia Freddi— tienes una salida. —Leentrega el albarán de servicio, una hojarosa—. Una anciana. Se le ha colgado elordenador, o eso dice ella.

—Sí, mon capitaine. Vivo paraservir. —Se pone en pie, realiza unsaludo militar y coge el albarán que él letiende.

—Remétete la camiseta. Ponte la

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gorra para que la clienta no se horroricecon ese corte de pelo tuyo tan raro.Conduce despacio. Si te ponen otramulta, se habrá terminado para ti la vidatal como la conoces en la Ciberpatrulla.Y recoge esas putas colillas antes demarcharte.

Frobisher entra antes de que ellapueda devolverle la pelota.

—Para ti, etiquetas de DVD; para mí,una anciana, muy posiblemente con laCPU llena de migas de galletasintegrales —dice Freddi. Salta de laplataforma y se pone la gorra. Retuerce

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el albarán y se encamina hacia elVolkswagen sin echar siquiera unaojeada a las colillas. Se detiene eltiempo suficiente para volverse y, conlas manos en sus inexistentes caderasmasculinas, mirar a Brady—. Esta no esla vida que imaginaba para mí a los diezaños cuando iba a quinto.

—Tampoco yo —coincide Brady envoz baja.

La observa marcharse en misión pararescatar a una anciana queprobablemente está como loca porqueno puede bajarse su receta preferida de

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falsa tarta de manzana. Esta vez Bradyse pregunta qué diría Freddi si lecontara cómo era su vida de niño. Fueentonces cuando mató a su hermano. Ysu madre lo encubrió.

¿Por qué no iba a hacerlo?Al fin y al cabo, la idea salió en

cierto modo de ella.

12

Mientras Brady pega etiquetas amarillascon el rótulo 50 % DE DESCUENTO en

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películas viejas de Quentin Tarantino yFreddi, en el Lado Oeste, ayuda a laanciana señora Vera Willkins (es elteclado lo que está lleno de migas, comose ha visto), Bill Hodges abandonaLowbriar, la calle de cuatro carriles quedivide en dos la ciudad y da nombre aLowtown, y accede al aparcamientocontiguo al restaurante italianoDeMasio. No necesita ser SherlockHolmes para saber que Pete ha llegadoantes. Hodges aparca junto a un sencillosedán gris, un Chevrolet, que anuncia agritos que es de la policía, y se apea de

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su viejo Toyota, un coche que anuncia agritos que pertenece a un jubilado. Tocael capó del Chevrolet. Aún caliente.Pete no se le ha adelantado por mucho.

Se detiene un momento para disfrutarde la mañana, cerca ya de las doce, consu sol radiante y sus nítidas sombras, ycontempla el paso elevado, a unamanzana de allí. Está lleno a rebosar depintadas territoriales de las bandas, yaunque ahora no hay nadie (el mediodíaes la hora del desayuno para los vecinosmás jóvenes de Lowtown), le consta quesi pasara por ahí debajo, percibiría un

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tufo acre a vino y whisky baratos. Lasesquirlas de botellas rotas crujiríanbajos sus pies. En los albañales, másbotellas. De esas pequeñas y marrones.

Ya no es su problema. Además, laoscuridad bajo el paso elevado estávacía, y Pete lo espera. Hodges entra yle complace descubrir que Elaine, trasel atril de recepción, le sonríe y losaluda por su nombre pese a que nopone los pies allí desde hace meses,quizá un año. Aunque bien podría ser,claro está, que Pete, instalado ya en unreservado desde el que alza una mano

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para reclamar su atención, haya«refrescado la memoria» a Elaine, comodicen los abogados.

Hodges levanta a su vez la mano, ypara cuando llega al reservado, Peteestá de pie a un lado con los brazos enalto para saludarlo con un fuerte abrazo.Intercambian las palmadas en la espaldade rigor, y Pete le dice que tiene buenaspecto.

—Sabes el de las tres edades delhombre, ¿no? —pregunta Hodges.

Pete, sonriente, mueve la cabeza en ungesto de negación.

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—La juventud, la mediana edad ycuando tienes un aspecto de puta madre.

Pete suelta una carcajada y pregunta aHodges si sabe qué dijo la rubia cuandoabrió la caja de Cheerios. Hodgescontesta que no. Pete abre mucho losojos en expresión de asombro y dice:

—¡Vaya! ¡Mira qué monada, estassemillitas de donut!

Hodges, como corresponde, lanza supropia risotada (pese a que no considerael chiste un ejemplo especialmenteingenioso del género «Rubias»).Concluidas ya las cortesías, ambos

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toman asiento. Se acerca un camarero —en DeMasio no hay camareras, sino solohombres ya entrados en años condelantales impolutos, que llevan atadosmuy arriba en torno al pecho estrecho yhundido—, y Pete pide cerveza en unajarra de litro y medio para los dos. BudLight, no Ivory Special. Cuando llega,Pete levanta su vaso.

—Por ti, Billy, y por la vida despuésdel trabajo.

—Gracias.Entrechocan sus vasos y beben. Pete

se interesa por Allie, y Hodges por los

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hijos de Pete, un chico y una chica. Susesposas, ambas ya en la categoría de«ex», son mencionadas de refilón (comopara demostrarse mutuamente —y a símismos— que no les da miedo hablar deellas) y luego excluidas de laconversación. Piden la comida. Paracuando les sirven, han terminado ya conlos dos nietos de Hodges y hananalizado las posibilidades de losIndians de Cleveland, que escasualmente el equipo de béisbol deprimera división más cercano. Petecome raviolis; Hodges, espaguetis con

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ajo y aceite, que es lo que siempre pideaquí.

Ya demediadas estas bombascalóricas, Pete extrae un papel plegadodel bolsillo del pecho y, con ciertaceremonia, lo coloca junto a su plato.

—¿Qué es eso? —pregunta Hodges.—Una prueba de que mi olfato de

investigador sigue tan fino comosiempre. No nos veíamos desde aquellapelícula de terror en el Raintree Inn… laresaca me duró tres días, por cierto… yhemos hablado… ¿cuántas veces? ¿Dos?¿Tres? Y de pronto, pumba, propones

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que quedemos a comer. ¿Me sorprende?No. ¿Me huelo un motivo oculto? Sí.Veamos, pues, si doy en el blanco.

Hodges se encoge de hombros.—Siento curiosidad, como el gato. Ya

conoces el dicho: «… pero lasatisfacción lo resucitó».

Pete Huntley despliega una ampliasonrisa, y cubre el papel con la manocuando Hodges alarga el brazo paracogerlo.

—No, no, no, no. Tienes que decirlo.Déjate de remilgos, Gustavo.

Hodges exhala un suspiro y, contando

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con los dedos, enumera cuatro opciones.Cuando termina, Pete desliza la hojaplegada por encima de la mesa. Hodgesla extiende y lee:

1. Davis2. El Violador del Parque3. Casas de empeños4. El Asesino del Mercedes

Hodges simula estupefacción.—Me has pillado, sheriff. No digas

nada si no quieres.Pete adopta una expresión seria.

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—Por Dios, si no te interesaran loscasos que estaban en el aire cuandocolgaste los guantes, me defraudarías.He estado… un tanto preocupado por ti.

—No quiero meterme en camisa deonce varas ni nada por el estilo. —Hodges se horroriza un poco por ladesenvoltura con que suelta esa trolamonumental.

—Pinocho, te crece la nariz.—No, en serio. Solo quiero que me

pongas al día.—Con mucho gusto. Empecemos por

Donald Davis. Ya te sabes el guión. La

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cagó en todos los negocios donde metióla cuchara, más recientemente en DavisClassic Cars. Está de deudas hasta elcuello, el tío, tan hundido que deberíacambiarse el nombre y hacerse llamarCapitán Nemo. Tiene dos o tres rolletespor ahí bajo mano.

—Eran tres cuando yo lié los bártulos—dice Hodges, y vuelve a concentrarseen su plato de pasta. No es DonaldDavis la razón por la que está ahí, ni elviolador del City Park, ni el tipo quelleva cuatro años atracando casas deempeños y licorerías; esos casos son

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solo camuflaje. Pero no puede evitarcierto interés.

—La mujer se cansa de las deudas ylos rolletes. Cuando ella desaparece,está preparando los papeles deldivorcio. La historia más antigua delmundo. Él denuncia la desaparición y sedeclara en quiebra el mismo día.Concede entrevistas a la televisión yabre el grifo de las lágrimas decocodrilo. Todos sabemos que la hamatado, pero sin cadáver… —Seencoge de hombros—. Tú estuviste enlas reuniones con Diana la Débil

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Mental. —Se refiere a la fiscal de laciudad.

—¿Todavía no habéis podidoconvencerla de que presente cargoscontra él?

—Sin corpus delicia, no hay cargos.La poli de Modesto sabía que ScottPeterson era más culpable que Caín, yaun así no se presentaron cargos hastaque recuperaron los cadáveres de lamujer y el hijo. Ya lo sabes.

Hodges lo sabe. Pete y él hablaronmucho de Scott y Laci Peterson durantela investigación de la desaparición de

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Sheila Davis.—¿Y sabes qué? Se encontraron

restos de sangre en su chalet de veraneoa orillas del lago. —Pete hace un altopara mayor suspense y luego suelta labomba—. Es de ella.

Hodges, olvidándose por un momentode la comida, se inclina al frente.

—¿Eso cuándo fue?—El mes pasado.—¿Y no me lo contaste?—Te lo cuento ahora. Porque tú me lo

preguntas ahora. Continúan las laboresde búsqueda en la zona. Se encarga la

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policía de Victory County.—¿Alguien lo vio cerca de allí antes

de la desaparición de Sheila?Pete sonríe.—Pues sí. Dos chicos. Davis sostiene

que andaba buscando setas. ¡Vaya unputo naturista del copón! Cuandoencuentren el cadáver, si es que loencuentran, el bueno de Donnie Davis yano tendrá que esperar siete años enterospara solicitar que la declaren fallecida ycobrar el seguro. —Pete exhibe unaancha sonrisa—. Piensa en todo eltiempo que se ahorrará.

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—¿Y qué hay del Violador delParque?

—Es solo cuestión de tiempo.Sabemos que es blanco; sabemos queronda los veinte años, y sabemos quenunca se sacia de felpudo de mujermadura bien conservada.

—Habréis puesto señuelos, ¿no?Porque le gusta el buen tiempo.

—Así es, y lo cogeremos.—Estaría bien que lo cogierais antes

de que viole a otras cincuenta y tantasmientras van de camino a casa al salirdel trabajo.

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—Hacemos todo lo posible. —Peteparece un poco molesto, y cuando seacerca el camarero para preguntar sitodo va bien, lo despacha con un gesto.

—Ya lo sé —dice Hodges.Apaciguadoramente—. ¿Y el de lascasas de empeños?

Pete sonríe de oreja a oreja.—Young Aaron Jefferson.—¿Eh?—Ese es su verdadero nombre,

aunque cuando jugaba al fútbol en elequipo del instituto, se hacía llamar YA.Como el famoso quarterback YA Tittle,

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¿te acuerdas? Aunque él no lo llamabaYA Tittle; lo llamaba YA Tetitas, segúnnos ha contado la novia… y madre de suhijo de tres años. Cuando le pregunté aella si lo decía en broma o en serio, medijo que no tenía ni idea.

He ahí otra historia que Hodges yaconoce, tan vieja que podría habersesacado de la Biblia… y probablementehay en esta alguna versión de lo mismo.

—A ver si adivino. Acumula en totaluna docena de golpes…

—Ahora son ya catorce. Y andaenseñando un pistolón de cañón corto,

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como Omar en The Wire.—… y sigue impune porque tiene una

suerte de mil demonios. Entonces va yse la pega a la joven madre. Ella secabrea y da el chivatazo.

Pete forma una pistola con la mano yapunta a su antiguo compañero.

—Hoyo en uno. Y la próxima vez queYoung Aaron entre en una casa deempeños o una agencia de cambio decheques con su hierro, lo sabremos poradelantado, y será, ángel, ángel, allávamos.

—¿Por qué esperar?

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—Otra vez la fiscal —responde Pete—. Le sirves un filete a Diana la DébilMental, y te dice: ásamelo, y si no estáen su punto, lo devuelvo.

—Pero ya lo tenéis.—Te apuesto unos neumáticos de

banda blanca a que Ya Tetitas está en lacárcel del condado para el Cuatro deJulio y en la del Estado para Navidad.Con Davis y el Violador del Parquequizá tardemos un poco más, pero lostrincaremos. ¿Quieres postre?

—No. Sí. —Dirigiéndose alcamarero, dice—: ¿Aún tienen aquella

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tarta al ron? ¿La de chocolate negro?Da la impresión de que el camarero

se siente insultado.—Claro que sí, caballero. Siempre.—Yo tomaré eso. Y un café. ¿Tú,

Pete?—Yo me conformo con lo que queda

de cerveza. —Dicho lo cual, vacía lajarra en su vaso—. ¿Seguro que quieresesa tarta, Billy? Me parece que hasincorporado un anexo a tu porchedelantero desde la última vez que te vi.

Es verdad. Hodges engullevorazmente desde la jubilación, pero la

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comida solo le sabe bien desde hace unpar de días.

—Estoy pensando en acudir a WeightWatchers.

Pete mueve la cabeza en un gesto deasentimiento.

—Ya. Y yo estoy pensando en elsacerdocio.

—Vete a la mierda. ¿Y qué hay delAsesino del Mercedes?

—Hemos iniciado una nueva tanda deinterrogatorios en el vecindario de laTrelawney. De hecho, allí está Isabelleen este preciso momento. Pero me

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extrañaría que a estas alturas aparecierauna pista viva. Izzy no está llamando aninguna puerta a la que no se hayallamado ya media docena de veces. Esetío robó el buga de lujo de la Trelawney,salió de la niebla, hizo lo que hizo,volvió a esfumarse en medio de laniebla, abandonó el coche y… nada.Ríete tú del chiflado de YA Tetitas… sialguien tuvo de verdad una suerte de mildemonios fue el tío del Mercedes. Sihubiese montado ese número un pocomás tarde, aunque fuese solo una hora,habría estado allí la policía, para el

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control de la aglomeración.—Ya lo sé.—¿Crees que él también lo sabía,

Billy?Hodges gira una mano a uno y otro

lado para indicar que no es fácilsaberlo. Quizá se lo pregunte a Mr.Mercedes si llegan a entablarconversación en esa web, el ParaguasAzul.

—Ese mamón homicida podría haberperdido el control cuando empezó aatropellar a la gente y haberseestrellado, pero no. Ingeniería alemana,

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la mejor del mundo, eso dice Isabelle.Alguien podría haber saltado al capó yhaberlo dejado sin visibilidad, pero no.Uno de los postes de NO PASAR podríahaber rebotado bajo el coche y habersequedado atascado ahí, pero eso tampocoocurrió. Y alguien podría haberlo vistocuando aparcó detrás de aquel almacény se quitó la máscara, pero no lo vionadie.

—Eran las cinco y veinte de lamadrugada —señala Hodges—, y esazona habría estado igual de vacíaincluso al mediodía.

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—Por la recesión —dice Pete,taciturno—. Ya, ya. Probablemente lamitad de quienes antes trabajaban enesos almacenes estaba en el CentroCívico esperando a que empezara lacondenada feria de empleo. Tómatelocon ironía: es bueno para la tensiónarterial.

—O sea, que no tenéis nada.—Estancamiento total.Llega la tarta de Hodges. Huele bien y

sabe mejor.Cuando el camarero se marcha, Pete

se inclina sobre la mesa.

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—En mis pesadillas sueño que vuelvea hacerlo, que nos invade otra vez laniebla del lago, y ese individuo vuelve ahacerlo.

«Él sostiene que no —piensa Hodges,llevándose otro trozo de deliciosa tartaa la boca con el tenedor—. Sostiene queno siente el menor impulso. Sostieneque en su caso bastó una vez.»

—Eso o alguna otra barbaridad —dice Hodges.

—En marzo tuve una pelotera de aúpacon mi hija —comenta Pete—. Unapelotera de padre y muy señor mío. En

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abril no la vi ni una sola vez. Se saltótodos los fines de semana.

—¿Ah, sí?—Sí. Quería ir a ver un concurso de

animadoras. «Tráete la marcha», creoque se llamaba. Participabanprácticamente todos los colegios delestado. ¿Recuerdas cómo le chiflaban aCandy las animadoras?

—Sí —contesta Hodges. No lorecuerda.

—A los cuatro o cinco años, o algoasí, tenía una faldita plisada, y no habíamanera de que se pusiera otra cosa. Dos

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de las madres se ofrecieron a llevar alas chicas. Y yo no dejé ir a Candy.¿Sabes por qué?

Claro que lo sabe.—Porque el concurso se celebraba en

el Centro Cívico, por eso. En miimaginación vi a un millar de chavalas ysus madres pulular por delante deledificio, esperando a que se abrieran laspuertas, esta vez al anochecer, no alamanecer, pero ya sabes que a esashoras también se levanta la niebla dellago. Vi a ese soplapollas avanzar haciaellas en otro Mercedes robado, o a lo

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mejor esta vez en un puto Hummer, y alas niñas y las madres allí de pie,mirándolo pasmadas como un ciervobajo el haz de unos faros. Así que menegué. Tendrías que haberla oídogritarme, Billy, y aun así me negué. Nome habló durante un mes, y seguiría sinhablarme si Maureen no la hubierallevado. Le dije a Mo: «Ni hablar, no teatrevas», y ella me contestó: «Por esome divorcié de ti, Pete, porque me canséde oír ni hablar y no te atrevas». Y alfinal no pasó nada, claro.

Apura la cerveza y vuelve a

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inclinarse hacia delante.—Espero que cuando lo trinquemos,

haya mucha gente conmigo. Si lo pillo yno hay nadie delante, soy capaz dematarlo solo por ponerme a malas conmi hija.

—¿Por qué esperas, pues, que hayamucha gente?

Pete se queda pensativo y finalmentedespliega una lenta sonrisa.

—En eso tienes razón.—¿Alguna vez te paras a pensar en la

señora Trelawney? —Hodges formula lapregunta con naturalidad, pero ha

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pensado mucho en Olivia Trelawneydesde que echaron la carta anónima porla rendija de su buzón. Incluso antes. Dehecho, ha soñado con ella en variasocasiones durante esa etapa grisposterior a su jubilación. Aquella caraalargada, la cara de un caballo alicaído.Una de esas caras que parecen decirnadie lo entiende y todo el mundo estácontra mí. Con tanto dinero, y eraincapaz de dar gracias por lo que la vidale ofrecía, empezando por la libertad deno depender de un sueldo. Hacía muchosaños que la señora T. no tenía que hacer

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cuadrar las cuentas ni estar pendientedel contestador automático por si lallamaba algún cobrador, y aun así, soloveía el lado malo de las cosas,acumulando una larga lista de quejasporque el corte de pelo no la favorecía oporque había recibido un servicio pocoatento. La señora Trelawney con susdeformes vestidos de escote barco, elbarco en cuestión siempre escorado ababor o estribor. Los ojos húmedos,como si estuviera siempre al borde delllanto. No inspiraba simpatía a nadie, yeso incluía al inspector de primer grado

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Gustavo William Hodges. Cuando sequitó la vida, no fue una sorpresa paranadie, incluido ese mismísimo inspectorHodges. La muerte de ocho personas —y las lesiones de otras muchas— era unapesada carga para la conciencia.

—Si me paro a pensarlo, ¿en quésentido? —pregunta Pete.

—Si no estaría diciendo la verdad.Sobre la llave.

Pete enarca las cejas.—Ella creía que sí decía la verdad.

Eso tú lo sabes tan bien como yo. Seconvenció de tal modo que podría haber

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superado la prueba del detector dementiras.

Es verdad, y lo de Olivia Trelawneyno extrañó a ninguno de los dos. Biensabe Dios que en su trabajo habían vistoa otros como ella. Los delincuentesprofesionales se comportan como sifueran culpables incluso cuando no hancometido los delitos en cuyainvestigación se ven obligados adeclarar, porque saben de sobra que sonculpables de algo. Los ciudadanosprobos sencillamente reaccionan conincredulidad, y cuando uno de ellos

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acaba siendo interrogado antes depresentarse cargos, como Hodges sabe,rara vez hay un arma de por medio.«Pensé que había atropellado a unperro», dicen, y al margen de lo quehayan visto por el retrovisor después dela horrenda doble sacudida en el coche,se lo creen.

Solo un perro.—Pues yo sí me paro a pensar —dice

Hodges procurando adoptar unaapariencia reflexiva más que insistente.

—Vamos, Billy. Tú viste lo mismoque yo, y cuando necesites un curso de

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reciclaje, puedes venir a la comisaría ymirar las fotos.

—Supongo que sí.Los acordes iniciales de Una noche

en el Monte Pelado suenan desde elbolsillo de la americana barata de Pete.Saca el teléfono móvil, lo mira y dice:

—Esta tengo que contestarla.Hodges, con un gesto, le indica que

adelante.—¿Sí? —Pete escucha. Con los ojos

desorbitados, se pone en pie tanbruscamente que casi derriba la silla—.¿Cómo?

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Otros comensales paran de comer y sevuelven a mirarlo. Hodges observa coninterés.

—¡Sí… sí! Enseguida voy. ¿Cómo?Sí, sí, de acuerdo. No me esperes, tú veyendo.

Cierra el teléfono y vuelve a sentarse.De pronto se le nota totalmente alerta, yen ese momento Hodges siente unaenvidia atroz.

—Tendría que comer contigo más amenudo, Billy. Me traes suerte, siempreha sido así. Hablamos del tema, yocurre.

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—¿Qué? —pregunta Hodges,pensando que se refiere a Mr. Mercedes.A continuación lo asalta una idea que esabsurda y a la vez triste: ese mecorrespondía a mí.

—Era Izzy. Acaba de recibir unallamada de un coronel de la Policía delEstado en la delegación de VictoryCounty. Un guarda forestal haencontrado unos huesos en una antiguagravera hace una hora. La gravera está amenos de tres kilómetros del chalet deveraneo de Donnie Davis a orillas dellago, y adivina qué. Según parece, los

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huesos llevan los restos de un vestido.Alza la mano por encima de la mesa.

Hodges choca los cinco con él.Pete devuelve el teléfono al bolsillo

deformado y saca el billetero. Hodgesniega con la cabeza, sin siquieraengañarse por lo que siente: alivio. Ungran alivio.

—No, invito yo. Has quedado conIsabelle allí mismo, ¿no?

—Sí.—Pues ponte en marcha.—De acuerdo. Gracias por la comida.—Una cosa más: ¿has sabido algo de

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Joe el de la Autopista?—Eso está en manos de la Policía del

Estado —contesta Pete—. Y ahora delos federales. Y bienvenidos sean. Porlo que he oído, no tienen nada. Soloesperan a que él actúe otra vez y hayasuerte. —Lanza una ojeada a su reloj.

—Vete, vete.Pete se aleja, se detiene, vuelve a la

mesa y planta un beso a Hodges en lafrente.

—Encantado de verte, amor mío.—Piérdete —responde Hodges—. La

gente pensará que estamos enamorados.

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Pete se larga con una amplia sonrisaen el semblante, y Hodges se acuerdadel nombre por el que a veces sellamaban a sí mismos: los Sabuesos delCielo.

Se pregunta si conserva el fino olfatode otros tiempos.

13

El camarero regresa para saber si deseaalgo más. Hodges, a punto ya decontestar que no, cambia de idea y pide

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otro café. Solo quiere quedarse ahísentado durante un rato, saboreando sudoble motivo de satisfacción: no era Mr.Mercedes y sí era el soplapollas deDonnie Davis, el farsante que mató a sumujer y luego encargó a su abogado queorganizara una recaudación de fondospara ofrecer una recompensa a cambiode cualquier información que permitieradescubrir su paradero. Porque, Diosbendito, la amaba tanto que su únicodeseo era que ella volviera a casa parapoder empezar de cero.

También quiere pensar en Olivia

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Trelawney, y en el Mercedes robado deOlivia Trelawney. Nadie duda de que enefecto fue robado. Pero, a pesar detodos los desmentidos de esa mujer,tampoco nadie duda de que ella facilitólas cosas al ladrón.

Hodges recuerda un caso que IsabelleJaynes, por entonces recién llegada deSan Diego, les contó después de ponerlaal corriente sobre la participacióninvoluntaria de la señora Trelawney enla Matanza del Centro Cívico. En elrelato de Isabelle se trataba de un arma.Explicó que un día se requirió la

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presencia de su compañero y ella en unacasa donde un niño de nueve años habíamatado de un tiro a su hermana decuatro. Estaban jugando con la pistolaautomática que el padre había dejado ensu escritorio.

—El padre no fue procesado, perocargará con eso durante el resto de suvida —dijo Isabelle—. Esto otroacabará igual, esperad y veréis.

Al cabo de un mes, o quizá menos, laTrelawney se atiborró de pastillas, yentre quienes intervenían en el caso delAsesino del Mercedes nadie se inmutó.

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Para ellos —y para Hodges—, la señoraT. no era más que una ricachonapropensa a la autocompasión que senegaba a aceptar su parte en losucedido.

El Mercedes SL se hallaba en elcentro de la ciudad cuando fue robado,pero la señora Trelawney, una viuda queperdió a su adinerado marido a causa deun infarto, vivía en Sugar Heights, unbarrio residencial de las afueras tanopulento como induce a pensar sunombre, «los Altos del Azúcar», dondenumerosas verjas dan acceso a

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supermansiones de hasta veintehabitaciones. Hodges se crió en Atlanta,y siempre que pasa en coche por SugarHeights se acuerda de un lujosovecindario de su ciudad natal llamadoBuckhead.

La anciana madre de la señora T.,Elizabeth Wharton, vivía en unapartamento —uno muy agradable, conhabitaciones tan grandes como laspromesas de un candidato electoral— deun selecto complejo de Lake Avenue. Lachabola en cuestión tenía espaciosuficiente para alojar a una asistenta

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fija, y una enfermera privada iba tresdías por semana. La señora Whartonpadecía de escoliosis avanzada, y fue suOxyContin lo que su hija afanó en elbotiquín del apartamento cuando decidióquitarse del medio.

El suicidio es una prueba deculpabilidad. Hodges recuerda que esodecía el teniente Morrissey, pero élpersonalmente tiene sus dudas, y de untiempo a esta parte esas dudas hanarreciado más que nunca. Lo que ahorasabe es que la culpabilidad no es laúnica razón por la que la gente se

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suicida.A veces uno sencillamente se aburre

de la televisión vespertina.

14

Dos agentes de la policía motorizadaencontraron el Mercedes una horadespués de los asesinatos. Estaba detrásde uno de los muchos almacenessituados a orillas del lago.

En el extenso patio pavimentado sealzaban numerosos contenedores

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oxidados como los monolitos de la islade Pascua. El Mercedes gris estabaaparcado de cualquier manera entre dosde ellos, medio atravesado. Para cuandollegaron Hodges y Huntley, ya había enel patio cinco coches patrulla, dos casitocando el parachoques trasero delvehículo, como si los agentes temieranque el enorme sedán gris fuera aarrancar por propia iniciativa, igual queaquel viejo Plymouth en la película deterror, y se diera a la fuga. La niebla sehabía condensado en llovizna. Lospuentes de luces de los coches patrulla

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iluminaban las gotas con sus pulsacionesazules de ritmos dispares.

Hodges y Huntley se aproximaron algrupo de patrulleros. Pete Huntley hablócon los dos que habían descubierto elcoche mientras Hodges llevaba a cabouna primera inspección. El SL500 teníael morro solo un poco abollado —lafamosa ingeniería alemana—, pero elcapó y el parabrisas eran un salpicón derestos sanguinolentos. Una manga decamiseta, ahora rígida por la sangrecoagulada, se había prendido de lacalandra. Más tarde se averiguó que

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pertenecía a August Odenkirk, una de lasvíctimas. Había también otra cosa. Algoque refulgía pese a la tenue luz de esamañana. Hodges hincó una rodilla entierra para mirar desde cerca. Seguía enesa posición cuando Huntley se reuniócon él.

—¿Qué demonios es eso? —preguntóPete.

—Una alianza nupcial, diría yo —contestó Hodges.

Y en efecto lo era. La sencilla sortijahabía sido propiedad de Francine Reis,treinta y nueve años, vecina de Squirrel

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Ridge Road, y un tiempo después fuedevuelta a la familia. La mujer tuvo queser enterrada con la alianza en el dedoanular de la mano derecha, porque habíaperdido el índice, el medio y el anularde la mano izquierda. El forense dedujoque levantó ese brazo en un gesto deprotección instintivo cuando elMercedes se abalanzó sobre ella. Dosde dichos dedos se hallaron en el lugarde los hechos poco antes de las doce delmediodía del 10 de abril. El índicenunca apareció. Hodges sospechó queuna gaviota —una de esas muchachas

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enormes que rondaban por las orillasdel lago— lo había cogido y se lo habíallevado. Prefería esa hipótesis a la otraopción, mucho más horripilante: que unode los supervivientes ilesos del CentroCívico se lo hubiese quedado a modo derecuerdo.

Hodges se irguió e indicó a uno de lospatrulleros que se acercase.

—Tenemos que tapar esto con unalona impermeable antes de que la lluviase lleve…

—Ya está de camino —contestó elagente, y señaló a Pete con el pulgar—.

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Ha sido lo primero que nos ha dicho.—¡Vaya, qué espabilado! —dijo en

una imitación no del todo mala de labeata televisiva del show de DanaCarvey, pero la sonrisa con querespondió su compañero fue tan tenuecomo la luz de ese día. Petecontemplaba el morro chato yensangrentado del Mercedes, y el anilloatrapado entre el cromado.

Se acercó otro agente, cuaderno enmano; la hoja por donde lo tenía abiertose abarquillaba ya a causa de lahumedad. La placa lo identificaba como

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F. SHAMMINGTON.—El coche está registrado a nombre

de la señora Olivia Ann Trelawney,Lilac Drive 729. Eso está en SugarHeights.

—El sitio adonde se va a dormir lamayoría de los buenos Mercedes cuandotermina su larga jornada laboral —comentó Hodges—. Averigüe si esamujer está en su casa, agenteShammington. Si no está, haga lo posiblepor localizarla. ¿Puede ocuparse deeso?

—Sí, inspector, por supuesto.

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—Simple rutina, ¿de acuerdo? Unainvestigación sobre el robo de un coche.

—Hecho.Hodges se volvió hacia Pete.—Parte delantera del habitáculo: ¿has

observado algo?—Los airbags no se han disparado.

Los ha desactivado. Eso indicapremeditación.

—Indica también que sabía cómohacerlo. ¿Qué opinas de la máscara?

Pete, bajo la lluvia, echó un vistazo através de la ventanilla del conductor, sintocar el cristal. En el asiento de piel del

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conductor se veía una máscara de goma,de esas que cubren toda la cabeza.Mechones de pelo anaranjado, a loBozo, sobresalían por encima de lassienes como cuernos. La nariz era unbulbo de goma rojo. Sin cabeza que latensara, la sonrisa de aquellos labiosrojos se había convertido en una muecade desdén.

—Pone la carne de gallina. ¿Has vistoesa película del payaso en laalcantarilla?

Hodges negó con la cabeza. Más tarde—solo unas semanas antes de jubilarse

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— compró esa película en DVD, y Petetenía razón. La máscara se parecíamucho al rostro de Pennywise, el payasode la película.

Los dos circundaron de nuevo elcoche, fijándose esta vez en las manchasde sangre en neumáticos y estribos. Granparte la eliminaría la lluvia antes de quellegaran la lona y los técnicos; faltabanaún cuarenta minutos para las siete de lamañana.

—¡Agentes! —llamó Hodges. Cuandolos policías se agruparon, preguntó—:¿Quién tiene un móvil con cámara?

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Todos tenían. Hodges los dispuso encírculo alrededor de lo que yaconsideraba el «coche de la muerte» —el «coche de la muerte», así sin más—,y empezaron a tomar fotos.

El agente Shammington, un pocoapartado, hablaba por teléfono. Pete,con una seña, le pidió que seaproximara.

—¿Sabemos la edad de esaTrelawney?

Shammington consultó su cuaderno.—La fecha de nacimiento que consta

en el carnet de conducir es el 3 de

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febrero de 1957. Tendrá, pues…mmm…

—Cincuenta y dos —se adelantóHodges.

Pete y él trabajaban juntos desdehacía más de diez años, y a esas alturaseran ya muchas las cosas que no teníanque decirse en voz alta. OliviaTrelawney, por sexo y por edad, habríasido una víctima idónea para el Violadordel Parque, pero no encajaba enabsoluto en el papel de asesina en masa.Sabían que se habían dado casos depersonas que perdían el control de sus

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vehículos y, por accidente, embestían agrupos de gente; hacía solo cinco años,en esa misma ciudad, un octogenario,casi senil, había invadido la terraza deuna cafetería al volante de su BuickElectra, matando a una persona ehiriendo a otras cinco o seis. PeroOlivia Trelawney tampoco secorrespondía con ese perfil. Demasiadojoven.

Además, estaba la máscara.Pero…Pero.

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15

La cuenta llega en una bandeja de plata.Hodges deposita la tarjeta encima ytoma un sorbo de café mientras espera aque regrese. Se siente gratamentesaciado, y por lo regular a mediodía eseestado lo predispone a una siesta de doshoras. No esta tarde. Nunca se hasentido tan despierto como esta tarde.

El pero era tan evidente que tampocoeso requirió comentario alguno, ni entreellos dos ni de cara a los patrulleros,

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que seguían llegando sin cesar, pese a locual la condenada lona no aparecióhasta las siete y cuarto. El SL500 teníael seguro puesto en todas las puertas yno había llave en el contacto. Por lo quelos inspectores vieron, no parecíaforzado, cosa que confirmó más tarde elmecánico jefe del concesionario deMercedes en la ciudad.

—¿Sería muy difícil abrirlo conganzúa? —preguntó Hodges al mecánico—. ¿Accionar así la cerradura?

—Casi imposible —dijo el mecánico—. Estos Mercedes son muy robustos.

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Si alguien lo consiguiera, dejaríamarcas. —Se echó atrás la gorra—. Loque pasó, señores, lisa y llanamente, esque esa mujer se dejó la llave en elcontacto y al salir no prestó atención alavisador. A lo mejor tenía la cabeza enotra parte. El ladrón vio la llave y sellevó el coche. O sea, tenía la llave detodas todas. ¿Cómo, si no, iba a cerrarel coche al marcharse?

—Ha dicho «esa mujer» —observóPete. No habían mencionado el nombrede la propietaria.

—Venga, vamos. —El mecánico

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esbozó una sonrisa—. Este es elMercedes de la señora Trelawney.Olivia Trelawney. Lo compró en nuestroconcesionario, y nosotros nos ocupamosdel mantenimiento cada cuatro meses,puntualmente. Solo revisamos unospocos vehículos de doce cilindros, y losconocemos todos. —Y a continuación,sin decir nada que no fuese lahorripilante verdad, añadió—: Estamaravilla es un tanque.

El asesino metió el Mercedes-Benzentre los dos contenedores, apagó elmotor, se quitó la máscara, la roció de

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lejía y salió del coche (los guantes y laredecilla para el pelo, cabía suponer, selos llevó, probablemente guardados enla chaqueta). Luego, mientras se alejabaadentrándose en la niebla, el últimocorte de mangas: cerró el coche con elmando a distancia de Olivia AnnTrelawney.

En eso quedaba el pero.

16

«Nos advirtió que no hiciéramos ruido

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porque su madre dormía —recuerdaHodges—. Luego nos ofreció café ypastas.» Sentado en el DeMasio, toma elúltimo sorbo de su actual taza mientrasespera a que le devuelvan la tarjeta decrédito. Piensa en el salón de aquelapartamento descomunal, con una vistaespectacular del lago.

Junto con el café y las pastas, lesofreció esa característica expresión deinocencia propia de los ciudadanosprobos que nunca han tenido problemascon la policía, que ni siquiera hanconcebido la posibilidad, como si dijera

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«Claro que no». Llegó al punto deexpresarlo de viva voz cuando Pete lepreguntó si era posible que hubieradejado la llave en el contacto trasaparcar el coche en Lake Avenue a unaspuertas del edificio de su madre.

—Claro que no. —Las palabrassalieron de sus labios contraídos en unaparca sonrisa que daba a entender: «Esaidea me parece absurda y no pocoinsultante».

El camarero vuelve por fin. Deja labandejita plateada, y antes de que lleguea erguirse, Hodges le pone en la mano

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un billete de diez y otro de cinco. En elDeMasio, los camareros se reparten laspropinas, práctica que Hodgesdesaprueba plenamente. Y si eso se debea que es de la vieja escuela, pues queasí sea.

—Gracias, caballero, y buonpomeriggio.

—Igualmente —contesta Hodges.Coge el resguardo y su American

Express, pero no se levanta deinmediato. Quedan unas migajas en elplato del postre, y las captura con eltenedor como hacía con los pasteles de

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su madre cuando era niño. Para él, esasúltimas migajas, sorbidas lentamente deentre las púas del tenedor y depositadasen la lengua, eran siempre la parte másdulce de su porción.

17

Ese primer interrogatorio crucial, solounas horas después del crimen. Café ypastas mientras los cuerpos destrozadosde los muertos eran identificados. Enalgún lugar los familiares lloraban y se

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rasgaban las vestiduras.La señora Trelawney fue al recibidor

del apartamento, donde había dejado elbolso en una mesa auxiliar. Mientrasregresaba con el bolso, revolvió en elinterior, empezó a fruncir el entrecejo,siguió revolviendo, empezó apreocuparse un poco. De pronto sonrió.

—Aquí tiene —dijo, y entregó lallave.

Los inspectores observaron la llave, yHodges pensó en lo corriente queparecía para ser algo que acompañaba aun coche tan caro. En esencia se reducía

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a una placa de plástico con unabultamiento en un extremo. Dichoabultamiento llevaba el logo deMercedes a un lado. En el otro tenía tresbotones. Uno mostraba un candado conel asa cerrada. En el botón contiguo, elcandado aparecía con el asa abierta. Eltercer botón mostraba el rótuloALARMA. Cabía suponer que si unatracador asaltaba al conductor mientrasabría la puerta del vehículo, podíapulsarse ese botón y el coche empezabaa pedir socorro.

—Entiendo que le haya costado un

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poco encontrarla en el bolso —comentóPete adoptando un tono de charladesenfadada lo más convincente posible—. Mucha gente usa un llavero conalgún distintivo. El de mi mujer tieneuna margarita de plástico enorme. —Desplegó una afectuosa sonrisa, como siMaureen fuera aún su mujer, y a pesar deque aquella consumada esclava de lamoda ni en sueños habría llevado unamargarita de plástico en el bolso.

—Un detalle encantador —dijo laseñora Trelawney—. ¿Cuándo medevolverán el coche?

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—Eso no depende de nosotros,señora —respondió Hodges.

La señora Trelawney suspiró y seenderezó el escote barco del vestido.Era la primera de las docenas de vecesque le verían ese gesto.

—Tendré que venderlo, claro.Después de esto sería incapaz demontarme en ese coche. Pensar que micoche… Qué horror. —Aprovechandoque tenía el bolso a mano, lo exploró denuevo y sacó un puñado de Kleenex decolor pastel—. Un verdadero horror.

—Nos gustaría repasarlo todo una vez

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más —dijo Pete.Ella alzó la vista al techo, poniéndose

de manifiesto lo ribeteados e inyectadosen sangre que tenía los ojos.

—¿De verdad es necesario? Estoyagotada. Me he pasado en vela casi todala noche con mi madre. De tan doloridacomo está, no ha podido dormirse hastapasadas las cuatro. Me gustaría echaruna siesta antes de que llegue la señoraGreene, la enfermera.

Hodges pensó: «Acaban de usar sucoche para matar a ocho personas, ochosi todas las demás sobreviven, y quiere

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echarse una siesta». Más tarde no sabríacon certeza si su antipatía por la señoraTrelawney empezó en ese momento,pero seguramente sí. Cuando uno teníadelante a personas angustiadas, deseabaabrazarlas y decir «vamos, vamos» a lavez que les daba palmadas en laespalda. A otras uno deseaba darles unbuen bofetón en plena jeta y decirles quese comportaran como un hombre. O en elcaso de la señora T., como una mujer.

—Aligeraremos lo máximo posible—prometió Pete. No le dijo que esesería el primero de muchos

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interrogatorios. Para cuando terminarancon ella, se oiría a sí misma contar suversión de los hechos en sueños.

—Muy bien, pues. Llegué aquí, a casade mi madre, el jueves por la tarde,poco después de las siete…

La visitaba al menos cuatro veces porsemana, explicó, pero los jueves sequedaba allí a dormir. Siempre pasabaantes por el B’hai, un excelenterestaurante vegetariano del centrocomercial de Birch Hill, y se llevaba lacena para las dos, que luego calentabaen el horno. («Aunque ahora mi madre

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come muy poco, claro. Por el dolor.»)Les contó que siempre se organizabapara llegar poco después de las siete,porque era entonces cuando empezaba elhorario de aparcamiento nocturno, y casitodas las plazas de la calle quedabandesocupadas.

—Yo no sé aparcar en paralelo.Sencillamente soy incapaz.

—¿Y el parking que hay en estamisma manzana? —preguntó Hodges.

Ella lo miró como si estuviera loco.—Cuesta dieciséis dólares dejar el

coche ahí toda la noche. En la calle sale

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gratis.Pete sostenía aún la llave, pero no

había dicho a la señora Trelawney quese la llevarían.

—Paró en Birch Hill y pidió la cenapara su madre y usted en el… —Consultó su cuaderno—. El B’hai.

—No, ya había hecho el encargo poradelantado. Desde mi casa de LilacDrive. Siempre se alegran de saber demí. Soy una clienta antigua y apreciada.Anoche pedí kuku sabzi para mi madre,que es una tortilla de hierbas conespinacas y cilantro, y gheimeh para mí.

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El gheimeh es un delicioso estofado deguisantes, patatas y champiñones. Muyligero para el estómago. —Se enderezóel escote barco—. Tengo una acideztremenda desde la adolescencia. Unaaprende a convivir con eso.

—Supongo que su pedido estaba… —comenzó Hodges.

—Y de postre sholeh-zard —añadió—. Eso es un pudin de arroz con canela.Y azafrán. —Exhibió su sonrisa,peculiarmente compungida. Al igual queel hábito compulsivo de enderezarse elescote barco, esa sonrisa era un rasgo

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muy suyo que llegarían a conocer hastala saciedad—. Es el azafrán lo que le dael toque especial. Incluso mi madrecome siempre el sholeh-zard.

—Debe de estar riquísimo —comentóHodges—. Y su pedido… ¿estaba yapreparado y listo para llevar cuandousted llegó?

—Sí.—¿En una sola caja?—No, no. En tres.—¿En una bolsa?—No, solo las cajas.—Debió de tener su complicación,

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sacar todo eso del coche —observó Pete—. Tres cajas de comida para llevar, elbolso…

—Y la llave —añadió Hodges—. Note olvides de eso, Pete.

—Además, imagino, quería subirlotodo al apartamento lo antes posible —dijo Pete—. La comida fría no tieneninguna gracia.

—Ya veo adónde quieren ir a parar—contestó la señora Trelawney—, y lesaseguro… —una brevísima pausa—,caballeros, que están muy equivocados.Metí la llave en el bolso nada más

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apagar el motor; es lo primero que hagosiempre. En cuanto a las cajas, iban lastres atadas con un cordel, apiladas… —Separó las manos unos cincuentacentímetros para dejarlo claro—. O sea,eran muy manejables. Llevaba el bolsoen el brazo. Mire. —Dobló el brazo, secolgó el bolso y se paseó por elespacioso salón cargada con una pila decajas invisibles del B’hai—. ¿Lo ven?

—Sí —dijo Hodges. Le pareció vertambién otra cosa.

—En cuanto a las prisas… pues no.No había necesidad, porque en todo

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caso hay que calentar la comida. —Guardó silencio por un momento—. Elsholeh-zard no, claro. No hace faltacalentar un pudin de arroz. —Dejóescapar una risita. No una risa boba deniña, pensó Hodges; sino más bien unarisa forzada. O más exactamente, sedijo, una risita forzada de viuda, dadoque su marido había muerto. A suantipatía se añadió otra capa, tan finaque era casi invisible, pero no del todo.No, no del todo.

—Permítame, pues, repasar susmovimientos desde el momento en que

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llegó aquí a Lake Avenue —dijo Hodges—. Llegó poco después de las siete.

—Sí. A las siete y cinco, quizá unpoco más.

—Ajá. Aparcó… ¿dónde? ¿A tres ocuatro puertas en esta misma calle?

—Cuatro como mucho. Solo necesitodos plazas libres, y así ya puedo entrarsin dar marcha atrás. Detesto la marchaatrás. Siempre giro en el sentidoequivocado.

—Ya, a mi mujer le pasa lo mismo. Osea, apagó el motor. Retiró la llave delcontacto y la metió en el bolso. Se colgó

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el bolso del brazo y cogió las cajas conla comida…

—La pila de cajas. Atadas las trescon un cordel grueso y robusto.

—La pila, eso mismo. Y luego ¿qué?Lo miró como si fuera el idiota más

grande en un mundo donde la idiotez eraun mal generalizado.

—Luego vine hasta el edificio de mimadre. La señora Harris… la asistenta,como ya saben… me abrió por elinterfono. Los jueves se marcha encuanto yo llego. Subí en ascensor al piso19. Donde están ustedes ahora

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haciéndome preguntas en lugar dedecirme cuándo tendré el coche a midisposición. El coche que me hanrobado.

Hodges tomó nota mentalmente de quedebía preguntar a la asistenta si habíavisto el Mercedes de la señora T. almarcharse.

—¿En qué momento volvió a sacar lallave del bolso, señora Trelawney? —preguntó Pete.

—¿Volví? ¿Para qué iba yo…?Pete sostuvo la llave en alto: Prueba

A.

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—Para dejar el coche cerrado antesde entrar en el edificio. Porque lo cerró,¿no?

Por un instante asomó un destello deincertidumbre a sus ojos. Los dos lovieron. Enseguida desapareció.

—Claro que sí.Hodges la miró a los ojos. Ella los

desvió, dirigiendo la vista hacia el lagoa través de la ventana panorámica, y éllo advirtió de nuevo.

—Piénselo detenidamente, señoraTrelawney. Han muerto varias personas,y esto es importante. ¿Recuerda el

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momento concreto en que, estorbada porlas cajas, sacó la llave del bolso yapretó el botón de BLOQUEO? ¿Y vioparpadear los faros en señal deconfirmación? Eso es lo que ocurre, yalo sabe, ¿no?

—Claro que lo sé. —Se mordió ellabio inferior, cayó en la cuenta de quelo hacía, y se interrumpió.

—¿Recuerda ese momento enconcreto?

Por unos segundos quedó totalmenteinexpresiva. De pronto aquella sonrisade superioridad suya asomó en todo su

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irritante esplendor.—Espere. Ahora me acuerdo. Metí la

llave en el bolso después de recoger lascajas y salir. Y después de pulsar elbotón que bloquea las puertas del coche.

—Está segura —dijo Pete.—Sí.Lo estaba, y así seguiría. Los dos lo

sabían. Tal como un ciudadano proboque se daba a la fuga después de unatropello sostenía, una vez descubierto,que por supuesto era un perro lo quehabía arrollado.

Pete cerró el cuaderno de un golpe de

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muñeca y se levantó. Hodges lo imitó.La señora Trelawney parecía más queimpaciente por acompañarlos a lapuerta.

—Una pregunta más —dijo Hodgesya en el recibidor.

Ella enarcó las cejas bien depiladasen una expresión de cautela.

—¿Sí?—¿Dónde tiene la llave de repuesto?

Debemos llevárnosla también.Esta vez no reaccionó con semblante

inexpresivo; tampoco apartó la miradani titubeó.

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—No tengo llave de repuesto, ni lanecesito —declaró—. Llevo muchocuidado con mis cosas, inspector.Compré la Dama Gris… así llamo a miMercedes… hace cinco años, y la únicallave que he utilizado es la que hayahora en el bolsillo de su compañero.

18

En la mesa donde Pete y él han comido,se ha recogido ya todo excepto el vasode agua a medio beber, y sin embargo

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ahí sigue Hodges, contemplando a travésdel ventanal el aparcamiento y el pasoelevado que marca el límite no oficialde Lowtown, un barrio en el que losvecinos de Sugar Heights, como ladifunta Olivia Trelawney, nunca seaventuran a entrar. ¿Y además para quéiban a entrar? ¿Para comprar droga?Hodges está convencido de que en SugarHeights hay drogotas, y muchos, perocuando se vive allí, los camellos van adomicilio.

La señora T. mentía. Por fuerzamentía. La alternativa era afrontar el

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hecho de que un momentáneo descuidohabía tenido consecuencias horrendas.

Ahora bien, ¿y si suponemos, a modode hipótesis, que sí decía la verdad?

De acuerdo, supongámoslo. Pero sinos equivocamos, si en realidad no dejóel Mercedes sin bloquear y con la llaveen el contacto, ¿en qué nosequivocamos? ¿Y qué ocurrió?

Permanece ahí sentado, mirando porel ventanal, absorto en sus recuerdos,ajeno a que algunos de los camareroshan empezado a observarlo con ciertainquietud: el jubilado obeso repantigado

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en su silla como un robot que se haquedado sin pilas.

19

El coche de la muerte había sidotransportado con grúa al depósitopolicial, todavía sin abrir. Se informó deello a Hodges y Huntley cuandovolvieron a su propio vehículo. Elmecánico jefe de Ross Mercedesacababa de llegar, y tenía casi la totalcerteza de que podía desbloquear el

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condenado artefacto. Tarde o temprano.—Dígale que no se moleste —indicó

Hodges—. Tenemos la llave de lapropietaria.

Al otro lado de la línea se produjo unsilencio, y a continuación el tenienteMorrissey preguntó:

—¿De la propietaria? ¿No estarádiciéndome que ha sido ella…?

—No, no, nada más lejos. ¿Elmecánico está ahí esperando, teniente?

—Está en el depósito, examinando losdesperfectos del coche. Al borde delllanto, según me han dicho.

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—Quizá no estaría de más quereservara alguna lágrima para losmuertos —comentó Pete. Iba al volante.El limpiaparabrisas se deslizabarítmicamente a uno y otro lado. Habíaarreciado la lluvia—. Era solo uncomentario.

—Dígale que se ponga en contactocon el concesionario y compruebe undato —indicó Hodges—. Luego que mellame al móvil.

El tráfico avanzaba con lentitud en elcentro, debido en parte a la lluvia y enparte a que Marlborough Street estaba

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cortada a la altura del Centro Cívico.Habían recorrido únicamente cuatromanzanas cuando sonó el móvil deHodges. Era Howard McGrory, elmecánico.

—¿Alguien en el concesionario le haconfirmado ese dato por el que sentíacuriosidad? —preguntó Hodges.

—No ha hecho falta —respondióMcGrory—. Trabajo en Ross desde1987. Desde entonces debo de habervisto mil Mercedes salir por la puerta, ypuedo asegurarle que todos salen condos llaves.

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—Gracias —dijo Hodges—. Notardaremos en llegar. Tenemos unascuantas preguntas más que hacerle.

—Aquí estaré. Esto es un horror. Unhorror.

Hodges cortó la comunicación ytransmitió la información que McGroryacababa de facilitarle.

—¿Te sorprende? —preguntó Pete.Más adelante, un indicador de color

naranja anunciaba DESVÍO. Eso losobligaría a rodear el Centro Cívico… ano ser que optaran por encender lasluces de emergencia, claro, cosa que

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ninguno de los dos deseaba. Lo quenecesitaban en ese momento era hablar.

—No —contestó Hodges—. Es elprocedimiento de rutina. Como dicen losingleses, un heredero y otro de repuesto.Te dan dos llaves cuando compras uncoche nuevo…

—… y te dicen que la guardes enlugar seguro, para que puedas echarmano de ella si pierdes la que suelesllevar encima. Algunas personas, sinecesitan la de repuesto pasado un parde años, ya no se acuerdan de dónde lahan dejado. Las mujeres con bolsos

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grandes, como el maletón de laTrelawney, tienden a echar las dosllaves dentro y se olvidan por completode la de reserva. Si es verdad eso quedice de que no la llevaba en un llavero,quizá utilizaba las dos indistintamente.

—Sí —convino Hodges—. Llega acasa de su madre, preocupada ante laperspectiva de pasar una noche másafrontando los dolores de la anciana,haciendo malabarismos con las cajas yel bolso…

—Y deja la llave en el contacto. Noquiere reconocerlo, ni ante nosotros ni

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ante sí misma, pero eso es lo que hizo.—A pesar de que el avisador… —

observó Hodges con incertidumbre.—A lo mejor cuando ella salía del

coche pasaba un camión grande yruidoso, y no oyó el avisador. O uncoche de policía con la sirena puesta. Oa lo mejor estaba tan absorta en suspensamientos que no se enteró.

Le vieron la lógica en ese momento ymás aún después, cuando McGrory lesexplicó que el coche de la muerte no sehabía abierto con ganzúa ni se habíaarrancado el motor por medio de un

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puente. Lo que preocupaba a Hodges —en realidad lo único que le preocupaba— era lo mucho que deseaba verle lalógica a esa interpretación. Ninguno delos dos sentía la menor simpatía por laseñora Trelawney, la mujer del escotebarco, las cejas perfectamente depiladasy la risita forzada de viuda. La señoraTrelawney, que no se había interesadopor los muertos y los heridos, ni habíaquerido conocer el menor detalle. Ellano era la autora —eso imposible—,pero estaría bien echarle parte de laculpa. Para que tuviera algo en qué

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pensar además de las cenas vegetarianasdel B’hai.

—No compliquemos lo que essencillo —repitió su compañero. Eltráfico era más fluido, y pisó elacelerador—. Le dieron dos llaves.Sostiene que siempre ha tenido solo una.Y ahora sí es verdad. El hijo de puta quemató a esa gente seguramente ha tiradola que la señora Trelawney dejó en elcontacto a alguna alcantarilla que le caíade paso. La que ella nos ha enseñado erala de repuesto.

Esa debía de ser la explicación.

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Cuando uno oía ruido de cascos, nopensaba en cebras.

20

Alguien le da una ligera sacudida, comohace uno cuando quiere despertar a unapersona profundamente dormida. YHodges cae en la cuenta de que en efectocasi estaba dormido. O hipnotizado porsus evocaciones.

Es Elaine, la recepcionista delDeMasio, y lo mira con preocupación.

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—¿Inspector Hodges? ¿Se encuentrabien?

—Estupendamente. Pero ahora solosoy el señor Hodges, Elaine. Me heretirado.

Él advierte la preocupación en sumirada, pero también algo más. Algopeor. Es el único cliente que queda en elrestaurante. Observa a los camarerosagrupados en torno a la puerta de lacocina, y de pronto se ve a sí mismocomo debe de verlo Elaine, un viejo quesigue ahí sentado mucho después demarcharse su acompañante (y todos los

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demás). Un viejo obeso que ha sorbidolas últimas migajas de tarta del tenedorcomo un niño que chupara una piruleta yluego se ha quedado abstraído sin más,mirando por el ventanal.

«Se preguntan si voy derecho alReino de la Demencia a bordo delExpreso del Alzheimer», piensa.

Sonríe a Elaine: su mejor sonrisa,amplia y encantadora.

—Pete y yo hemos charlado de casosantiguos. Ahora estaba acordándome deuno de ellos. Rebobinándolo, por asídecirlo. Lo siento. Ya me voy.

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Pero cuando se pone en pie, setambalea y tropieza con la mesa,volcando el vaso de agua medio vacío.Elaine lo sujeta por el hombro para queno se caiga, aún más preocupada queantes.

—Inspector… señor Hodges, ¿está encondiciones de conducir?

—Claro —responde con excesivaefusividad. Un hormigueo sube y bajaentre sus tobillos y sus ingles en sprintscortos—. Solo he tomado dos vasos decerveza. Pete se ha bebido el resto. Seme han dormido las piernas, nada más.

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—Ah. ¿Ya está mejor?—Perfectamente —contesta Hodges,

y es verdad que se nota las piernasmejor. Gracias a Dios. Recuerda haberleído en algún sitio que los hombresmayores, en especial los hombresmayores obesos, no deben permanecersentados demasiado rato. Puedeformarse un coágulo de sangre detrás dela rodilla. Cuando te levantas, elcoágulo liberado realiza su propio sprintletal hasta el corazón, y entonces será,ángel, ángel, allá vamos.

Elaine va con él hasta la puerta.

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Hodges no puede por menos queacordarse de la enfermera privada quecuidaba a la madre de la señora T.¿Cómo se llamaba? ¿Harris? No, Harrisera la asistenta. La enfermera eraGreene. Cuando la señora Whartonquería ir al salón, o ir al váter, ¿laseñora Greene la acompañaba tal comoElaine lo acompañaba a él ahora? Sinduda.

—Elaine, estoy bien —asegura él—.De verdad. La mente despejada. Elcuerpo en equilibrio. —Extiende losbrazos para demostrarlo.

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—De acuerdo —dice ella—. Vuelvapor aquí, y no tarde tanto.

—Prometido.Hodges consulta su reloj mientras

sale a la intensa luz del sol. Son más delas dos. Va a perderse los programas dela tarde, y le trae sin cuidado. Por él,como si a la jueza y el psicólogo nazi selos folla un pez. O como si se follan eluno al otro.

21

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Despacio, accede al aparcamiento,donde los únicos coches que quedan,aparte del suyo, pertenecenprobablemente al personal delrestaurante. Saca las llaves y las hacetintinear en la palma de la mano. Adiferencia de la llave de la señora T., éllleva la de su Toyota prendida de un aro.Y sí, el aro forma parte de un llavero: unrectángulo de plástico con una foto de suhija en la parte inferior. Allie a losdiecisiete años, sonriente, vestida con eluniforme de lacrosse del instituto.

En cuanto a lo de la llave del

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Mercedes, la señora Trelawney nunca seretractó. En todos los interrogatoriosinsistió en que siempre había tenido unaúnica llave. Siguió en sus trece inclusodespués de enseñarle Pete Huntley elalbarán con la lista de accesoriosentregados junto con el nuevo coche,allá por 2004, donde constaba LLAVESCENTRALES (2). Afirmó que elalbarán estaba equivocado. Hodgesrecuerda la férrea certidumbre en suvoz.

Pete diría que al final la señora T. serindió a la evidencia. No había

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necesidad de nota: el suicidio es en síuna confesión. En el último momento sele vino abajo el muro de la negación.Como cuando aquel que se da a la fugadespués de un atropello admite su culpa.«Sí, vale, era un niño, no un perro. Eraun niño, y yo estaba mirando mi teléfonomóvil para ver de quién era la llamadaperdida y lo maté.»

Hodges recuerda que los posterioresinterrogatorios a la señora T. produjeronalgo así como un extraño efectoamplificador. Cuanto más lo negaba ella,más antipatía les despertaba. No solo a

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Hodges y Huntley, sino a toda labrigada. Y cuanto más antipatía lesdespertaba, más estridente era lanegativa de ella. Porque sabía quépensaban. Sí, eso desde luego. Acasofuera egocéntrica, pero no ton…

Hodges se detiene con una mano en eltirador de la puerta del coche, calientepor efecto del sol, y la otra en la frentepara protegerse los ojos. Mira hacia lassombras bajo el paso elevado de laautopista. Es casi primera hora de latarde, y los moradores de Lowtown hanempezado a salir de las criptas de sus

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casas de vecindad. Cuatro de ellos sehallan entre esas sombras. Tres grandesy uno pequeño. Los tres grandes parecenestar zarandeado al pequeño. Este llevauna mochila, y mientras Hodgesobserva, uno de los grandes se laarranca de la espalda. Eso da pie a unestallido de risas: carcajadas de trol.

Hodges recorre la aceraresquebrajada en dirección al pasoelevado. No se para a pensar en ello niva con prisa. Hunde las manos en losbolsillos de la americana. Coches ycamiones circulan con un monótono

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zumbido por el ramal de la autopista,proyectándose sus siluetas sobre la calleen una sucesión de lamas de persiana.Oye a uno de los troles preguntar al niñocuánto dinero lleva encima.

—No llevo nada —contesta elpequeño—. Dejadme en paz.

—Vacíate los bolsillos, y veamos —ordena el Trol Dos.

Pero el niño intenta salir corriendo.El Trol Tres rodea su pecho descarnadodesde atrás. El Trol Uno le mete la manoen el bolsillo y aprieta.

—Vaya, vaya, aquí oigo crujir billetes

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—dice, y el niño contrae la cara en unesfuerzo para no llorar.

—Cuando mi hermano se entere dequiénes sois, os pegará un tiro en el culo—dice.

—Eso sí que da miedo —responde elTrol Uno—. Casi estoy a punto demearme…

En ese momento ve a Hodges, quien,precedido de su barriga, se adentraparsimoniosamente en las sombras parareunirse con ellos. Las manos hundidasen los bolsillos de su chaqueta de patade gallo, vieja y deforme, con coderas,

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esa a la que no es capaz de renunciar apesar de que sabe que se cae a pedazos.

—¿Y tú qué quieres? —pregunta elTrol Tres. Sigue sujetando al niño desdeatrás.

Hodges se plantea adoptar una vozarrastrada a lo John Wayne, pero lodescarta. El único Wayne a quienconocerían esos mamones era Lil.

—Quiero que dejéis en paz a estehombrecito —dice—. Marchaos deaquí. Ahora mismo.

El Trol Uno suelta el bolsillo delpequeño. Lleva una sudadera con

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capucha y la obligada gorra de losYankees. Apoya las manos en lasescurridas caderas y ladea la cabeza conexpresión socarrona.

—Anda y que te den, gordo.Hodges no pierde tiempo. Al fin y al

cabo, son tres. Saca la cachiporra delbolsillo derecho de la chaqueta,complacido al sentir su reconfortantepeso en la mano. La cachiporra es uncalcetín de rombos con la parte del piellena de bolas de cojinete y un nudo enel tobillo para evitar que se salgan lasbolas de acero. Trazando un arco

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cerrado y horizontal con el brazo, lanzaun golpe lateral al Trol Uno, a la alturadel cuello, procurando no darle en lanuez; si uno alcanzaba ahí a alguien,podía matarlo, y luego se veíaempantanado en un lodazal deburocracia.

Se oye un ruido metálico. El Trol Unosale despedido hacia un lado, y unsemblante de sorpresa y dolor sustituyea la anterior expresión socarrona. Da untraspié en el bordillo y cae en la calle.Rueda hasta quedar tendido de espaldas,boqueando, agarrándose el cuello, con

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la mirada en la parte inferior del pasoelevado.

El Trol Tres hace ademán de avanzar.—Puto… —empieza a decir, y

Hodges levanta la pierna (ya sin elmenor hormigueo, gracias a Dios) y leasesta una vigorosa patada en laentrepierna. Oye que se le desgarran losfondillos del pantalón y piensa: «Joder,pedazo de gordo». El Trol Tres dejaescapar un aullido de dolor. Ahí abajo,con los coches y los camiones pasandopor encima de ellos, el grito suenaextrañamente ahogado. El Trol Tres se

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dobla por la cintura.Hodges mantiene la mano izquierda

en el bolsillo de la chaqueta. Estira eldedo índice para que asome por elbolsillo y apunta al Trol Dos.

—Eh, carapijo, no hace falta queesperes al hermano mayor delhombrecito. Te pegaré un tiro en el culoyo mismo. Me cabrea ver a tres contrauno.

—¡No, tío, no! —El Trol Dos es alto,atlético, de unos quince años, pero en suterror se retrotrae a los doce comomucho—. Por favor, tío, solo era un

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juego.—Pues sal corriendo, juguetón —

ordena Hodges—. Ya mismo.El Trol Dos se echa a correr.Entretanto el Trol Uno se ha puesto de

rodillas.—Te arrepentirás de esto, gor…Hodges avanza un paso hacia él con

la cachiporra en alto. El Trol Uno la ve,deja escapar un chillido de niña y seprotege el cuello.

—Más vale que salgas corriendo tútambién —aconseja Hodges—, o elgordo va a arreglarte la cara. Cuando tu

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madre llegue a urgencias, pasará delargo sin reconocerte. —En esemomento, con la adrenalina en las venasy la tensión sanguínea probablementepor encima de veinte, lo dice muy enserio.

El Trol Uno se levanta. Hodges haceamago de abalanzarse sobre él, y congran satisfacción ve que el Trol Uno daun salto hacia atrás.

—Llévate a tu amigo y ponle hielo enlas pelotas —recomienda Hodges—.Van a hinchársele.

El Trol Uno rodea al Trol Tres con el

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brazo, y se alejan los dos, renqueantes,hacia el lado del paso elevado que da aLowtown. Cuando el Trol Uno seconsidera a salvo, se vuelve y anuncia:

—Volveremos a vernos, gordo.—Reza a Dios para que no sea así,

tonto del culo —dice Hodges.Coge la mochila y se la entrega al

niño, que lo mira con los ojos muyabiertos y expresión de desconfianza.Quizá tenga diez años. Hodges se guardala cachiporra en el bolsillo.

—¿Por qué no has ido al colegio,hombrecito?

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—Mi madre está enferma. Voy abuscarle la medicina.

Es una mentira tan descarada queHodges no puede evitar sonreír.

—No, eso no es verdad —dice—.Estás haciendo novillos.

El niño calla. Ese es de la pasma.¿Quién, si no, iba a entrometerse así sinmás? Y solo un poli llevaría un calcetíncargado en el bolsillo. Lo más sensatoes quedarse con la boca cerrada.

—Ve a hacer novillos a un sitiomenos peligroso —aconseja Hodges—.Hay una zona de juego en la Octava

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Avenida. Prueba allí.—En esa zona de juego venden perico

—responde el niño.—Lo sé —dice Hodges, casi

benévolamente—, pero no tienes porqué comprar.

Podría añadir: «Tampoco tienes quetrapichear», pero eso habría sidoingenuo por su parte. Allá en Lowtown,la mayoría de los críos trapichean.Puedes detener a un niño de diez añospor tenencia, pero intenta que la cosacuaje y verás.

Se encamina de nuevo hacia el

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aparcamiento, en el lado seguro del pasoelevado. Cuando vuelve la vista atrás, elniño sigue allí de pie, mirándolo, con lamochila colgada de una mano.

—Hombrecito —dice Hodges.El niño lo mira, sin decir nada.Hodges levanta una mano y lo señala.—Acabo de hacer algo bueno por ti.

Antes de que se ponga el sol esta noche,quiero que tú hagas una buena acciónpor otro.

Ahora el niño tiene una expresión detotal incomprensión, como si Hodgesacabara de hablar en una lengua

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extranjera, pero da igual. A veces elmensaje cala, sobre todo entre los másjóvenes.

Más de uno se sorprendería, piensaHodges. Se sorprendería de verdad.

22

Brady Hartsfield se pone el otrouniforme —el blanco— y con la hoja deexistencias en mano hace una rápidacomprobación del contenido de lacamioneta, tal como quiere el señor

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Loeb. Está todo. Asoma la cabeza a lasoficinas para saludar a Shirley Orton. Esuna vaca, demasiado aficionada alproducto de la empresa, pero Bradyquiere estar a buenas con ella. Quiereestar a buenas con todo el mundo. Esmucho más seguro. Ella estáencaprichada de él, y eso ayuda.

—¡Shirley, guapísima! —exclama, yella se ruboriza, enrojeciéndosele todala cara, incluida la frente salpicada degranos, hasta el nacimiento del pelo.

«Vaquita, muuu muuu —piensa Brady—. Estás tan gorda que seguro que el

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coño se te vuelve del revés cuando tesientas.»

—Hola, Brady. ¿Otra vez el LadoOeste?

—Toda la semana, encanto. ¿Tú estásbien?

—Muy bien. —Y se sonroja aún más.—Estupendo. Solo quería saludar.Dicho esto, se marcha, y respeta todos

los límites de velocidad pese a que,conduciendo tan despacio, tardacuarenta putos minutos en llegar a suzona. Pero así tiene que ser. Si te pillanexcediendo el límite de velocidad en

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una camioneta de la compañía despuésde finalizar la jornada escolar, te echana la calle. No hay vuelta de hoja. Perouna vez en el Lado Oeste —esa es laparte buena— está en el barrio deHodges, y con pleno derecho a estar allí.Oculto a la vista de todos, como dice eldicho, y por lo que atañe a Brady, es undicho lleno de sabiduría.

Abandona Spruce Street y recorrelentamente Harper Road, pasando justopor delante de la casa del viejo Ins. Ret.«Ah, mira —piensa—. El negrito está enel jardín delantero, desnudo de cintura

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para arriba (sin duda para que todas lasamas de casa recreen la vista en sutableta sudorosa), empujando uncortacésped.»

«Ya era hora de que te pusieras aello», piensa Brady. Empezaba a versemuy abandonado. Aunqueprobablemente el viejo Ins. Ret.tampoco se fija mucho. Está muyocupado viendo la tele, comiendogalletas Pop Tarts y jugando con elrevólver que tiene en la mesa junto alsillón.

El negrito lo oye acercarse pese al

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ruido del cortacésped y se vuelve paramirar. «Sé cómo te llamas, negrito —piensa Brady—. Eres Jerome Robinson.Lo sé casi todo sobre el viejo Ins. Ret.No sé si pretende mariconear contigo,pero no me extrañaría. Puede que seapor eso que te mantiene cerca.»

Al volante de la camioneta de Mr.Tastey, con sus calcomanías de niñosfelices y el feliz tintineo de sus melodíasgrabadas, Brady saluda con la mano. Elnegrito le devuelve el saludo y sonríe.Cómo no.

Todo el mundo aprecia al heladero.

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BAJO ELPARAGUAS

AZUL DEDEBBIE

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1

Brady Hartsfield recorre la maraña decalles del Lado Oeste hasta las siete ymedia, cuando, con la llegada delcrepúsculo, empieza a degradarse eseazul propio de un cielo primaveral aúltima hora del día. La primeraandanada de clientes, entre tres y seis,se compone de niños a la salida delcolegio con las mochilas a cuestas y

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billetes arrugados en las manos. Engeneral ni lo miran. Están demasiadoocupados parloteando con sus amigos ohablando por los móviles, que para ellosno son simples accesorios sino unanecesidad tan vital como la comida o elaire. Unos cuantos le dan las gracias,pero muchos ni se molestan. A Brady leda igual. No quiere que lo miren niquiere que lo recuerden. Para esos críosno es más que el proveedor de azúcaruniformado de blanco, y así lo prefiere.

De seis a siete, el rato que esasbestezuelas entran en sus casas a cenar,

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es tiempo muerto. Quizá unos cuantos —los que dan las gracias— incluso hablancon sus padres. En su mayoríaseguramente siguen dale que dale consus teléfonos mientras mamá y papá seenfrascan en conversaciones sobre sustrabajos o ven las noticias vespertinasen la tele para enterarse de todo lo quepasa en el gran mundo, donde los amosdel cotarro no dan una a derechas.

En la última media hora de su turno laactividad aumenta de nuevo. Esta vezson los padres quienes, junto con sushijos, se acercan a la tintineante

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camioneta de Mr. Tastey, paraobsequiarse unos helados que secomerán después de acomodar el culo(por lo común gordo) en las tumbonasde sus jardines. Casi le dan pena. Sonpersonas con poca visión, tan estúpidascomo hormigas yendo de aquí para alláen su hormiguero. Un asesino en masales sirve un helado, y ellos ni se loimaginan.

De vez en cuando Brady se preguntasi sería muy difícil envenenar todos loshelados de la camioneta: el de vainilla,el de chocolate, el de frutas del bosque,

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el sabor del día, los sorbetes Tastey, laschocodelicias, incluso los polosclásicos y los silbatos helados. Hallegado al punto de investigar porinternet. Ha hecho lo que AnthonyFrobisher, alias Tones, su jefe enDiscount Electronix, probablementellamaría «estudio de viabilidad», y hadecidido que si bien podría hacerse,sería una estupidez. No es que seareacio al riesgo. Al fin y al cabo, salióairoso de la Matanza del Mercedes,cuando tenía más probabilidades de seratrapado que de quedar impune. Pero no

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quiere que lo pillen ahora. Tiene untrabajo pendiente. Para lo que queda deprimavera y principios del verano, sutrabajo es el ex poli gordo: G. WilliamHodges.

Ya recorrerá su ruta en el Lado Oestecon la camioneta llena de heladosenvenenados cuando el ex poli se cansede jugar con el arma que tiene junto alsillón en su sala de estar y la utilice enserio. Pero no antes. El ex poli gordoirrita a Brady Hartsfield. Lo irritamucho. Hodges se retiró con todos loshonores, incluso le organizaron una

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fiesta, ¿y qué derecho tenía después defracasar en la búsqueda del criminalmás famoso en la historia de la ciudad?

2

En su último circuito del día pasa pordelante de la casa de Teaberry Lane,donde vive Jerome Robinson, el chico alservicio de Hodges, con su madre, supadre y su hermana pequeña. JeromeRobinson también irrita a Brady. Esatractivo, trabaja para el ex poli y sale

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cada fin de semana con una chicadistinta. Todas guapas. Algunas inclusoblancas. Eso no está bien. Va contra lasleyes de la naturaleza.

—¡Eh! —exclama Robinson—.¡Señor heladero! ¡Espere!

Echa una ágil carrera por la hierba desu jardín, seguido de cerca por su perro,un enorme setter irlandés. Detrás deellos aparece la hermana menor, de unosnueve años.

—¡Pídeme uno de chocolate, Jerry!—dice a gritos—. ¡Porfaaa!

Incluso tiene nombre de blanco:

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Jerome. Jerry. Es ofensivo. ¿Por qué nopuede llamarse Traymore? ¿O Devon?¿O Leroy? ¿Por qué no puede ser un putoKunta Kinte?

Jerome no lleva calcetines debajo delos mocasines y se le ven los tobillos,todavía verdes después de cortarle elcésped al ex poli. Luce una ampliasonrisa en ese rostroincuestionablemente agraciado suyo, yBrady da por hecho que cuando laexhibe ante las chicas con las que salelos fines de semana, ellas se bajan lasbragas y abren los brazos: «Adelante,

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Jerry».Brady, por su parte, nunca ha estado

con una chica.—Hola, ¿cómo va? —saluda Jerome.Brady, que ha dejado el volante y

ahora está en la ventana de atención alpúblico, sonríe.

—Bien. Ya casi es hora de cerrar, yeso siempre me sienta bien.

—¿Te queda de chocolate? LaSirenita quiere uno.

Brady, todavía sonriente, levanta elpulgar. Es casi la misma sonrisa quedesplegaba bajo la máscara de payaso

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cuando pisó el acelerador a fondo yembistió a aquella muchedumbre depatéticos buscadores de empleo delantedel Centro Cívico.

—Un sí rotundo al de chocolate,amigo mío.

Llega la hermanita con una expresiónradiante en los ojos y un vaivén detrenzas.

—No me llames Sirenita, Jere, ¡no losoporto!

Ronda los nueve años y,absurdamente, también tiene un nombrede blanca: Barbara. Para Brady la idea

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de que una niña negra se llame Barbaraes tan surrealista que ni siquiera leparece ofensivo. El único en la familiacon un nombre de negro es el perro, queahora menea el rabo, erguido sobre laspatas traseras, con las delanterasplantadas en el costado de la camioneta.

—¡Abajo, Odell! —ordena Jerome, yel perro se sienta, jadeante y contento.

—¿Y tú qué? —pregunta Brady aJerome—. ¿Quieres algo?

—Un cucurucho de mousse devainilla, por favor.

«Vainilla tenía que ser», piensa

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Brady, y prepara los pedidos.Le gusta tener controlado a Jerome, le

gusta saber en qué anda, porque de untiempo a esta parte parece que es laúnica persona que pasa algún rato con elIns. Ret., y en los últimos dos mesesBrady los ha observado juntos el tiemposuficiente para darse cuenta de queHodges trata al chico no solo comoempleado a tiempo parcial sino tambiéncomo amigo. Brady por su parte nuncaha tenido amigos —los considerapeligrosos—, pero sabe lo que son:alimento para el ego. Redes de

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seguridad emocional. Cuando te sientesmal, ¿a quién acudes? A los amigos,claro, y los amigos dicen cosas como«Vaya por Dios» y «Arriba ese ánimo» y«Estamos contigo» y «Vamos a tomaralgo». Jerome tiene solo diecisiete años;es, pues, demasiado joven para salir conHodges a tomar algo (a no ser que seaun refresco), pero siempre puede decir«Arriba ese ánimo» y «Estoy contigo».Así que vale la pena observarlo.

La señora Trelawney no tenía amigos.Tampoco marido. Tenía solo a su madre,vieja y enferma. Por eso era presa fácil,

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sobre todo cuando la policía empezó apresionarla. Hasta el punto de que lehicieron a Brady la mitad del trabajo.Del resto se ocupó él, casi ante lasmismísimas narices de esa zorra flaca.

—Aquí tienes —dice Brady,entregando a Jerome los helados, queojalá estuvieran aderezados conarsénico. O quizá con warfarina. Sifuera esto último, se desangrarían porlos ojos y las orejas y la boca. Ademásde por el culo. Se imagina a todos losniños del Lado Oeste soltando susmochilas y sus preciados teléfonos

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móviles mientras la sangre mana detodos sus orificios. ¡De ahí sí saldríauna buena película de catástrofes!

Jerome le entrega un billete de diez, yBrady, junto con el cambio, le da unagalleta para el perro.

—Para Odell —dice.—¡Gracias, señor! —contesta

Barbara, y da un lametón a su cucuruchode chocolate—. ¡Qué rico!

—Disfrútalo, cariño.Conduce la camioneta de Mr. Tastey,

y a veces un Volkswagen para laCiberpatrulla cuando hay algún servicio

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a domicilio, pero este verano suverdadero trabajo será el inspector G.William Hodges (ret.). Y asegurarse deque el inspector Hodges (ret.) hace usode esa arma.

Brady se encamina de regreso a lafábrica de helados Loeb para devolverla camioneta y ponerse la ropa de calle.Respeta el límite de velocidad durantetodo el recorrido.

Hombre precavido vale por dos. 3

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Después de marcharse del DeMasio —con un breve rodeo para ocuparse de losmatones que acosaban al niño bajo elpaso elevado de la autopista—, Hodgesse limita a pilotar su Toyota por lascalles de la ciudad sin ningún destino enmente. O eso cree hasta que cae en lacuenta de que está en Lilac Drive, callede la postinera zona residencial deSugar Heights, a orillas del lago. Sedetiene frente a la verja del número 729,que consta en una placa atornillada auno de los pilares de piedra sin labrar.

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Aparca en la acera opuesta.La casa de la difunta Olivia

Trelawney se halla en lo alto de unacuesta de asfalto casi tan ancha como lacalle en la que desemboca. En la verjacuelga el rótulo SE VENDE, invitando acompradores solventes a telefonear a laagencia MICHAEL ZAFRON REALTY& FINE HOMES. Hodges sospecha queese cartel seguirá ahí durante muchotiempo, a juzgar por cómo anda elmercado inmobiliario en este año delSeñor 2010. Pero alguien mantiene elcésped bien cortado, y dada la extensión

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del jardín, ese alguien debe de utilizarun cortacésped mucho más grande que elde Hodges.

¿Quién paga el mantenimiento? Debende ser los herederos de la señora T.Desde luego nadaba en la abundancia.Hodges creía recordar que la cifravalidada rondaba los siete millones dedólares. Por primera vez desde sujubilación, cuando dejó en manos dePete Huntley e Isabelle Jaynes el casosin resolver de la Matanza del CentroCívico, se pregunta si la madre de laseñora T. todavía vive. Recuerda la

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escoliosis que tenía casi doblada por lacintura a la pobre anciana y le causabatremendos dolores… pero la escoliosisno es forzosamente una enfermedadmortal. Además, ¿no tenía OliviaTrelawney una hermana que vivía enalgún lugar del oeste?

Rebusca en la memoria el nombre dela hermana pero no le viene nada a lacabeza. Lo que sí recuerda es que a Petele dio por llamar «Señora Tics» a laseñora Trelawney, porque no podíadejar de reacomodarse la ropa, yretocarse el pelo recogido en un

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apretado moño que no necesitabaretocarse, y juguetear con la cadena deoro de su reloj Patek Philippe, dándolevueltas y más vueltas en torno a lamuñeca huesuda. Hodges le teníaantipatía; Pete había llegado casi aaborrecerla. Debido a lo cual endosarleparte de la culpa por la atrocidad delCentro Cívico resultaba bastantesatisfactorio. A fin de cuentas, ella habíafacilitado las cosas a ese individuo;¿qué duda podía caber al respecto? Lehabían entregado dos llaves al comprarel Mercedes, pero solo había podido

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mostrar una.Luego, poco antes de Acción de

Gracias, el suicidio.Hodges recuerda claramente el

comentario de Pete cuando supieron lanoticia: «Si se encuentra con esosmuertos al otro lado (en particular conesa joven, Cray, y su hija) tendrá querendir cuentas». Para Pete había sido laconfirmación definitiva: en algún lugarde su mente, la señora T. sabía desde elprincipio que había dejado la llave en elcontacto del coche al que ella llamaba«Dama Gris».

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Eso mismo creía Hodges entonces. Lacuestión es si todavía lo cree. ¿O acasoha cambiado de idea después de recibirayer la ofensiva carta anónima delsedicente Asesino del Mercedes?

Tal vez no, pero esa carta suscitadudas. ¿Y si Mr. Mercedes escribió unamisiva parecida a la señora Trelawney?¿A la señora Trelawney, con todos sustics e inseguridades justo por debajo deuna fina costra de desafío? ¿Era esoposible? Mr. Mercedes sin duda conocíala ira y el desprecio que el públicohabía vertido sobre ella después de los

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asesinatos; le bastaba con leer las cartasal director en el periódico local.

¿Es posible que…?Pero en ese momento se interrumpen

sus pensamientos, porque un cocheacaba de detenerse detrás de él, tancerca que casi toca el parachoques de suToyota. No lleva luces de emergencia enel techo, pero es un Crown Vic últimomodelo, azul pastel. De detrás delvolante se apea un hombre fornido, conel pelo a cepillo, y bajo la americanaoculta obviamente un arma en una fundacolgada al hombro. Si ese fuera un

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inspector de la policía municipal, comoHodges sabe, el arma sería una Glock40, igual que la que él tiene guardada enla caja fuerte de su casa. Pero no es uninspector de la policía municipal.Hodges aún los conoce a todos.

Baja la ventanilla.—Buenas tardes, caballero —dice

Pelocepillo—. ¿Le importaría decirmequé hace aquí? Porque lleva ya un buenrato aparcado.

Hodges echa una ojeada a su reloj yve que es verdad. Son casi las cuatro ymedia. Con el tráfico de hora punta que

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encontrará en el centro, tendrá suerte sillega a casa a tiempo de ver a ScottPelley en el noticiario vespertino de laCBS. Antes veía la NBC, hasta quedecidió que Brian Williams era unmemo de buen carácter demasiadoaficionado a los vídeos de YouTube. Nola clase de presentador de informativosque él busca cuando da la impresión deque el mundo entero se desmo…

—¿Caballero? Sinceramente, esperouna respuesta. —Pelocepillo se inclina.Se le abre el lateral de la americana. Noes una Glock, sino una Ruger. Una

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pistola de vaquero, en opinión deHodges.

—Y yo —replica Hodges— esperosinceramente que tenga usted laautoridad necesaria para preguntarlo.

Su interlocutor arruga la frente.—¿Cómo dice?—Creo que es usted guardia de

seguridad privado —explica Hodgespacientemente—, pero desearía que seidentificara. ¿Y sabe qué más? Tambiéndesearía ver su permiso de armasocultas para ese cañón que escondedebajo de la chaqueta. Y mejor será que

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lo tenga en la cartera y no en la guanteradel coche, o estará infringiendo lasección diecinueve del código municipalde armas de fuego, cuyo contenido,resumiendo, es este: «Si porta un armaoculta, también debe llevar encima elpermiso para portar armas ocultas». Asíque veamos la documentación.

Pelocepillo arruga aún más la frente.—¿Es usted policía?—Retirado —contesta Hodges—,

pero eso no significa que haya olvidadomis derechos ni sus responsabilidades.Déjeme ver su identificación y su

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permiso de armas, por favor. No esnecesario que me los entregue…

—Puede estar seguro de que no loharé.

—… pero quiero verlos. Despuéspodremos hablar de mi presencia aquíen Lilac Drive.

Pelocepillo se lo piensa, pero solopor unos segundos. Luego saca la carteray la abre con un golpe de muñeca. Enesta ciudad —como en la mayoría,piensa Hodges—, los guardias deseguridad tratan a los policías retiradoscomo tratarían a los que aún están en

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servicio activo, porque los policíasretirados tienen muchos amigos que aúnestán en servicio activo, y que puedencomplicarle la vida a alguien si se lesda una razón para ello. Como Hodgesve, el tipo se llama Radney Peeples, y elcarnet de su agencia lo identifica comoempleado de la empresa Servicio deGuardia Vigilante. También le enseña aHodges el permiso de armas ocultas,válido hasta junio de 2012.

—Radney, no Rodney —observaHodges—. Como Radney Foster, elcantante de country.

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Una sonrisa se dibuja de pronto en elrostro de Peeples.

—Exacto.—Señor Peeples, yo soy Bill Hodges.

Terminé ya mi carrera como inspectorde primera clase, y mi último gran casofue el del Asesino del Mercedes.Imagino que eso le permitirá hacerse unaidea de qué hago aquí.

—La señora Trelawney —dicePeeples, y retrocede respetuosamentecuando Hodges abre la puerta del coche,se apea y se despereza—.¿Rememorando el pasado, inspector?

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—Ahora soy solo «señor». —Hodgesle tiende la mano. Peeples se la estrecha—. Por lo demás, ha acertado. Me retiréde la policía más o menos al mismotiempo que la señora Trelawney seretiró de la vida en general.

—Eso fue triste —dice Peeples—.¿Sabe que los niños tiraban huevos a suverja? Y no solo en Halloween. Tres ocuatro veces. Cogimos a unos cuantos;los otros… —Meneó la cabeza—.Además de papel higiénico.

—Ya, eso les encanta —comentaHodges.

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—Y una noche alguien hizo unapintada en el pilar izquierdo de la verja.Conseguimos que la borraran antes deque ella la viera, y me alegro. ¿Sabe quéescribieron?

Hodges niega con la cabeza.Peeples baja la voz.—PUTA ASESINA, decía, en letras

mayúsculas grandes y chorreantes. Eramuy injusto. Sencillamente la pifió. ¿Aquién no le ha pasado alguna vez?

—A mí sí, eso desde luego —confirma Hodges.

—Ahí tiene. Como dice la Biblia,

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quien esté libre de pecado que tire laprimera piedra.

«Eso no lo verán mis ojos», piensaHodges, y con sincera curiosidadpregunta:

—¿A usted le caía bien?Peeples desvía la mirada hacia arriba

y a la izquierda, gesto involuntario queHodges ha visto en muchas salas deinterrogatorio a lo largo de los años.Significa que Peeples va a eludir lapregunta o mentir descaradamente.

Al final opta por la evasiva.—Bueno —dice—, nos trataba bien

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en Navidad. A veces confundía losnombres, pero nos conocía a todos, ytodos recibíamos cuarenta dólares y unabotella de whisky. De buen whisky.¿Qué se cree que nos daba el marido?—Suelta un bufido—. Diez pavos dentrode una postal era lo que nos daba aquelrácano cuando aún estaba al pie delcañón.

—¿Para quién trabaja exactamenteServicio de Guardia Vigilante?

—Para algo que se llama AsociaciónSugar Heights. Ya sabe, una de esasagrupaciones de vecinos. Se oponen a la

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normativa de zonificación cuando no lesgusta y se aseguran de que el vecindarioconserva cierta… esto, categoría,digamos. Hay muchas reglas. EnNavidad, por ejemplo, pueden ponersebombillas blancas pero no de colores. Yno pueden ser intermitentes.

Hodges alza la vista al cielo. Peeplessonríe. Han pasado de enemigospotenciales a colegas —o casi—, y ¿porqué? Porque casualmente Hodges hareconocido su nombre de pila, un tantoatípico. Podría atribuirse eso a la suerte,pero siempre hay algo que te permite

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congraciarte con la persona a quienquieres interrogar, algo, y parte deléxito de Hodges en la policía se debía asu capacidad para identificarlo, almenos en la mayoría de los casos. Es undon que Pete Huntley jamás ha poseído,y a Hodges le complace sobremaneradescubrir ahora que los vestigios delsuyo funcionan aún de maravilla.

—Creo que tenía una hermana —comenta—. La señora Trelawney, quierodecir. Pero no llegué a conocerla, y norecuerdo cómo se llamaba.

—Janelle Patterson —contesta

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Peeples al instante.—Usted sí la conoce, deduzco.—Pues sí. Es buena persona. Se da un

aire a la señora Trelawney, pero conmenos años y de mejor ver. —Traza lasilueta de un reloj de arena con lasmanos—. Más llenita. ¿No sabrá si hahabido algún avance en el asunto delMercedes, señor Hodges?

Esa es una pregunta a la que Hodgespor lo regular no respondería, pero siuno quiere información, debe darinformación. Y lo que sabe no implica elmenor riesgo, porque no es siquiera

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información. Emplea la expresiónutilizada por Pete Huntley en elalmuerzo hace unas horas.

—Estancamiento total.Peeples asiente como si ya lo

supusiera.—Un crimen impulsivo. Sin lazos con

ninguna de las víctimas, ni motivos, solola emoción de matar. La mejor opciónpara atraparlo es que vuelva aintentarlo, ¿no cree?

«Mr. Mercedes sostiene que eso noentra en sus planes», piensa Hodges,pero esa es una información que no

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quiere dar a conocer bajo ningúnconcepto, así que expresa suconformidad. El consenso colegiadosiempre es bueno.

—La señora T. dejó una gran herencia—dice Hodges—, y no hablo solo de lacasa. Me pregunto si se la legó a lahermana.

—Pues sí —confirma Peeples.Guarda silencio por un momento y luegodice algo que el propio Hodges repetiráa otra persona en un futuro no muylejano—. ¿Puedo confiar en sudiscreción?

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—Sí. —Ante esa pregunta, larespuesta sencilla es la mejor. Sincalificativos.

—Esa Patterson vivía en Los Ángelescuando su hermana… ya sabe. Laspastillas.

Hodges asiente.—Casada pero sin hijos. No era un

matrimonio feliz. Cuando se enteró deque había heredado un pastón y unapropiedad en Sugar Heights, se divorcióa toda prisa y vino al este. —Peeplesseñala con el pulgar la verja, el anchocamino de acceso y la casa enorme—.

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Vivió ahí un par de meses mientras sevalidaba el testamento. Hizo buenasmigas con la señora Wilcox, la del 640.A la señora Wilcox le gusta hablar, y meconsidera un amigo.

Eso podía significar cualquier cosa,desde unos cafés en compañía hastasexo por la tarde.

—La señora Patterson pasó a hacersecargo de las visitas a la madre, quevivía en un apartamento en el centro.¿Sabía lo de la madre?

—Elizabeth Wharton —dice Hodges—. Me pregunto si aún vive.

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—Casi seguro que sí.—Porque tenía una escoliosis atroz.

—Hodges imita un andar un tantoencorvado para demostrárselo. Si unoquiere recibir, tiene que dar.

—¿Ah, sí? Una lástima. En todo casoHelen… la señora Wilcox, dice que laseñora Patterson la visitaba puntualcomo un reloj, igual que antes la señoraTrelawney. Es decir, hasta hace un mes.Entonces las cosas debieron deempeorar, porque creo que ahora laanciana está en una residencia deWarsaw County. La señora Patterson se

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ha trasladado al apartamento. Y ahí estáahora. Aunque todavía la veo de vez encuando. La última vez hará una semana,cuando el hombre de la inmobiliariaenseñó la casa.

Hodges decide que ya ha sonsacado aRadney Peeples todo lo que en principiocabe esperar.

—Gracias por ponerme al día. Mevoy ya. Siento que hayamos empezadocon mal pie.

—Descuide —dice Peeples, y da dosvigorosos apretones a la mano queHodges le tiende—. Lo ha manejado

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como un profesional. Pero recuerde: yono he dicho nada. Puede que JanellePatterson viva en el centro, pero siguesiendo miembro de la Asociación, y esola convierte en clienta.

—No ha dicho usted una palabra —asegura Hodges, y vuelve a su coche.Espera que el marido de Helen Wilcoxno pille a su mujer y al cachas juntos enel catre, si eso es lo que en realidad estásucediendo; muy posiblemente sería elfin del acuerdo entre Servicio deGuardia Vigilante y los vecinos de SugarHeights. El propio Peeples se vería en

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la calle por despido procedente. A eserespecto no hay la menor duda.

«Probablemente la señora Wilcox nohace más que acercarse trotando alcoche de Peeples con unas pastas reciénhechas —piensa Hodges mientras sealeja—. Has estado viendo demasiadaterapia nazi para parejas en la televisiónde la tarde.»

Tampoco es que le interese mucho lavida amorosa de Radney Peeples. Loque le interesa a Hodges mientras sedirige a su casa mucho más modesta enel Lado Oeste es que Janelle Patterson

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heredó el patrimonio de su hermana, queJanelle Patterson vive aquí en la ciudad(al menos de momento), y que JanellePatterson debe de haber hecho algo conlas pertenencias de la difunta OliviaTrelawney. Eso incluiría sus papelespersonales, y dichos papeles quizácontengan una carta —posiblemente másde una— remitida por el psicópata quese ha puesto en contacto con Hodges. Siesa correspondencia existe, le gustaríaverla.

Naturalmente, eso es asunto de lapolicía, y G. William Hodges ya no es

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policía. Persistiendo en su actitud, estáadentrándose en un terreno resbaladizomás allá de los límites de lo legal, y losabe —para empezar está reteniendopruebas—, pero no tiene intención dedetenerse todavía. La arroganciaachulada de la carta del psicópata lo hacabreado. Pero, admite, lo ha cabreadoen el buen sentido. Le ha dado unobjetivo, y después de los últimosmeses, eso le parece fantástico.

«Si de verdad consigo hacer algúnavance, lo pondré todo en manos dePete.»

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No mira por el retrovisor mientras lopiensa, pero de haberlo hecho habríavisto que él mismo desviabamomentáneamente la mirada hacia arribay a la izquierda.

4

Hodges aparca el Toyota en el cobertizoque utiliza como garaje, situado a laizquierda de su casa, y se detiene aadmirar el césped recién cortado antesde encaminarse hacia la puerta. Allí

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encuentra una nota asomando de larendija del buzón. En un primermomento piensa que podría ser de Mr.Mercedes, pero algo así seríademasiado audaz incluso para eseindividuo.

Es de Jerome. Su cuidada caligrafíacontrasta en extremo con la jerigonza delmensaje.

Apreciado bwana Hodges:He cortao la hierba y dejao el cortase’pe’ otra vé

en la coshera. E’pero que no lo haya shafao, amo.Si tié alguna otra faena que hasé pa e’te negro, cojael tubo y me dé un toque. Con musho gu’to hablarécon u’té si no e’toy trajinando con una de mi’

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señora’. Como sabe, dan musho trabajo y a vese’nesesitan un repasito, porque se me suben a laparra, y la’ mulata’ má que ninguna. Siempre a sudi’posisión, amo.

JEROME

Hodges menea la cabeza en un gesto

de hastío pero no puede contener unasonrisa. Ese chico que trabaja para élsaca sobresalientes en matemáticasespeciales, sabe recolocar canalonescaídos, le arregla a Hodges el correoelectrónico cuando se le bloquea (cosaque ocurre con frecuencia, debido sobretodo a su propia torpeza), tiene nociones

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de fontanería, habla francés bastantebien, y si le preguntas qué está leyendo,es capaz de aburrirte durante media horacon el condenado simbolismo de lasangre en D. H. Lawrence. No quiere serblanco, pero ser un negro con talento enuna familia de clase media alta le hagenerado lo que él define como«conflictos de identidad». Esto locomenta en tono festivo, pero Hodges nocree que hable en broma. En realidadno.

El padre de Jerome, profesoruniversitario, y su madre, auditora —los

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dos faltos de sentido del humor, enopinión de Hodges—, sin duda sehorrorizarían ante esa nota. Inclusopodría ser que pensaran que su hijonecesita tratamiento psicológico. Perono se enterarán por Hodges.

—Ay, Jerome. Jerome, Jerome —dicemientras entra. Jerome y sus «faena’ quehasé». Jerome, que no acaba de decidir,de momento, en qué universidad de élitequiere estudiar; está cantado quecualquiera de las importantes loaceptará. Es la única persona delvecindario a quien Hodges considera

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amiga, y en realidad la única a quiennecesita. Hodges opina que la amistadestá sobrevalorada, y en este sentido,solo en este, se parece a BradyHartsfield.

Ha llegado a tiempo para casi todoslos noticiarios de la noche, pero decideno verlos. Su paciencia con los vertidosde petróleo en el golfo de México y lapolítica del Tea Party tiene un límite.Opta, pues, por encender el ordenador,abre Firefox e introduce Bajo elParaguas Azul de Debbie en la casillade búsqueda. Solo obtiene seis

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resultados, una captura muy pequeña enel inmenso mar abundante en peces deinternet, y solo uno coincideexactamente con el texto. Hodges clicaen ese enlace y aparece una imagen.

Bajo un cielo cubierto deamenazadores nubarrones se extiende unpaisaje de montaña. Lluvia animada —un sencillo bucle en continua repetición,concluye— cae en plateados raudales.Pero las dos personas sentadas debajode un gran paraguas azul, una mujer y unhombre jóvenes, están secas y aresguardo. No se besan, pero tienen las

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cabezas muy juntas. Parecen enfrascadasen una conversación.

Bajo la imagen se lee una brevedescripción de la razón de ser delParaguas Azul.

A diferencia de sitios como facebook y LinkedIn,

Bajo el Paraguas Azul de Debbie es un chat dondepueden reunirse viejos amigos y entablarse nuevasamistades dentro de un ANONIMATOABSOLUTAMENTE GARANTIZADO. Nada defotos, nada de porno, nada de tuits de 140caracteres. Solo BUENA CONVERSACIÓN ALA ANTIGUA USANZA.

Debajo hay un botón con el rótulo:

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¡EMPIEZA YA! Hodges desplaza elcursor hasta ahí y se queda indeciso.Hace unos seis meses Jerome tuvo queanular su dirección de correo yconseguirle una nueva, porque todos loscontactos de su libreta de direccioneshabían recibido un mensaje diciendo queestaba aislado en Nueva York, le habíanrobado la cartera con todas las tarjetasde crédito dentro, y necesitaba dineropara volver a casa. ¿Sería el receptordel mensaje tan amable de enviarcincuenta dólares —más si podíapermitírselo— al apartado de correos,

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etcétera, de Tribeca? «Te lo devolveréen cuanto haya resuelto este lío»,concluía el mensaje.

Para Hodges fue un profundobochorno, porque la petición de dinerohabía llegado a su ex, a su hermano enToledo y a más de cincuenta policíascon quienes había trabajado a lo largode los años. También a su hija. Se temióque su teléfono —tanto el fijo como elmóvil— sonara sin parar durante lassiguientes cuarenta y ocho horas, perofueron pocos los que llamaron, y soloAlison parecía preocupada de verdad.

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Eso no le sorprendió. Allie, una doñaangustias por naturaleza, vive con eltemor de que a su padre pueda darle unpatatús desde que cumplió cincuenta ycinco años.

Hodges llamó a Jerome para pedirleayuda, y Jerome le explicó que habíasido víctima del phishing.

—En general, los que se apropian delas direcciones de otros a través delphishing solo quieren venderles Viagrao joyas de imitación, pero también lo hevisto de esta clase. Le pasó a miprofesor de Estudios Medioambientales,

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y tuvo que devolver a los afectados casimil dólares. Claro que eso fue en otraépoca, antes de que la genteespabilara…

—Con eso de otra época, ¿a cuándo terefieres exactamente, Jerome?

Jerome se encogió de hombros.—Hará dos o tres años. Lo que hay

ahí fuera es un mundo nuevo, señorHodges. Dé gracias de que el hacker nole haya colado uno de esos virus que secome todos los archivos y aplicaciones.

—No perdería gran cosa —contestóHodges—. Básicamente solo navego por

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la red. Aunque echaría de menos elsolitario del ordenador. Se oye HappyDays Are Here Again cuando gano.

Jerome le dirigió esa mirada tanpeculiar suya con la que parecía decir:«Soy demasiado educado para llamarletonto».

—¿Y qué me dice de la declaraciónde Hacienda? El año pasado lo ayudé ahacerla online. ¿Quiere que alguien vealo que le pagó al tío Sam? Aparte de mí,quiero decir.

Hodges admitió que no quería.Con ese extraño (y en cierto modo

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entrañable) tono pedagógico que losjóvenes inteligentes parecen adoptarcuando se proponen aleccionar a losviejos ignorantes, Jerome dijo:

—Su ordenador no es solo una nuevaclase de televisor. Quítese eso de lacabeza. Cada vez que lo encienda, estáabriendo una ventana de acceso a supropia vida. Si es que alguien quieremirar, claro.

Todo esto pasa por su cabeza mientrascontempla el paraguas azul y laincesante lluvia. Desfilan por ellaasimismo otras cosas, cosas de su mente

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de policía que permanecían latentes yahora han despertado del todo.

Quizá Mr. Mercedes quiere hablar.Ahora bien, también es posible que enrealidad pretenda mirar por esa ventanade la que Jerome le habló.

En lugar de clicar en EMPIEZA YA,Hodges abandona la web, coge elteléfono y pulsa uno de los pocosnúmeros que tiene en marcación rápida.Contesta la madre de Jerome y, despuésde una charla breve y agradable, pasa elaparato al joven señor don Faena’ QueHasé en persona.

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Hablando en el dialecto negro másespantoso que se le ocurre, Hodgesdice:

—Qué hay, tronco, ¿tienes a las tipasen cintura? ¿Te rinden? ¿Das ejemplo?

—Ah, hola, señor Hodges. Sí, todo enorden.

—No te mola que te hable así por eltubo, ¿eh, mano?

—Esto…Jerome está sinceramente

desconcertado, y Hodges se compadecede él.

—El jardín ha quedado estupendo.

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—Ah. Bueno. Gracias. ¿Puedo haceralgo más por usted?

—Es posible. Me preguntaba sipodrías dejarte caer por aquí mañanadespués de clase. Por una cosa delordenador.

—Claro. ¿Qué pasa esta vez?—Prefiero no hablar de eso por

teléfono —responde Hodges—. Pero alo mejor te parece interesante. ¿Qué tal alas cuatro?

—A esa hora me va bien.—Vale. Y hazme un favor: deja a

Batanga el Negro Zumbón en casa.

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—De acuerdo, señor Hodges, esoharé.

—¿Cuándo vas a relajarte y tutearme?Con eso de «señor Hodges», tengo lasensación de que soy tu profesor deHistoria Americana.

—Quizá cuando acabe el instituto —responde Jerome, muy serio.

—Siempre y cuando sepas que puedesdar el salto cuando quieras…

Jerome se echa a reír. Tiene una risavibrante, fantástica. Hodges siempre seanima al oírla.

Se queda sentado ante el ordenador en

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el diminuto cubículo que usa comodespacho, tamborileando con los dedos,pensando. Se da cuenta de que casinunca usa esa habitación por la tarde. Sise despierta a las dos de la madrugada yno puede volver a conciliar el sueño,entonces sí. Entra ahí y juega al solitariodurante más o menos una hora antes deregresar a la cama. Pero suele estarinstalado en su La-Z-Boy entre las sietede la tarde y las doce de la noche,viendo películas antiguas en AMC oTCM y atiborrándose de grasa yazúcares.

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Coge otra vez el auricular, llama alservicio de información telefónica ypregunta al robot al otro lado de la líneasi tiene el número de Janelle Patterson.No se hace muchas ilusiones; ahora quees la Mujer de los Siete Millones deDólares, y encima está reciéndivorciada, la hermana de la señoraTrelawney no debe de aparecer en laguía.

Pero el robot se lo escupe. Hodges selleva tal sorpresa que tiene que buscaratropelladamente un lápiz y luegomarcar el 2 para que lo repita.

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Tamborilea un poco más con los dedos,pensando en cómo le convieneabordarla. Posiblemente quedará ennada, pero ese sería su siguiente paso siél fuera aún policía. Como no lo es,requerirá un poco más de sutileza.

Le complace descubrir su propiaimpaciencia ante este desafío.

5

Brady telefonea por adelantado aSammy’s Pizza de camino a casa y

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recoge una pizza pequeña dechampiñones y pepperoni. Si pensaraque su madre comería un par deporciones, habría pedido una másgrande, pero sabe que no lo hará.

«A lo mejor si fuera de pepperoni yvodka Popov… —piensa—. Si hubierade esas, no me bastaría siquiera con lamediana; tendría que pasar directamentea la grande.»

En el Lado Norte de la ciudad hayviviendas unifamiliares. Se construyerontodas entre las guerras de Corea yVietnam, lo que significa que son todas

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casi iguales y están que se caen. En lamayoría de los jardines, invadidos porla grama, todavía hay juguetes deplástico tirados en el césped, pese a queahora ya ha oscurecido. La casa de losHartsfield está en el número 49 de ElmStreet, la «calle del olmo», donde nohay un solo olmo, ni seguramente lo hahabido nunca. Sencillamente todas lascalles de esta parte de la ciudad —conocida, no sin criterio, comoNorthfield, «campo del norte»— tienennombre de árbol.

Brady aparca detrás de la carraca

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oxidada de su madre, un Honda, quenecesita un escape nuevo, platinosnuevos y bujías nuevas. Por no hablar dela pegatina de la inspección devehículos.

«Que se ocupe ella», piensa Brady,pero no lo hará. Le tocará a él. No lequedará otro remedio. A fin de cuentas,siempre se ocupa él de todo.

«Como me ocupé de Frankie —piensa—. En los tiempos en que el sótano erasolo el sótano y no mi centro decontrol.»

Brady y Deborah Ann Hartsfield no

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hablan de Frankie.La puerta está cerrada con llave. Eso

al menos por fin ha conseguidoinculcárselo a su madre, aunque lo suyole ha costado. Ella es de esas personasque cree que todo se soluciona con decir«vale». Tú dile «Guarda la leche en lanevera después de servirte», y ellacontesta «Vale». Luego llegas a casa y tela encuentras en la encimera,agriándose. Tú dile «Por favor, pon unalavadora para que mañana tenga eluniforme de heladero limpio», y ellacontesta «Vale». Pero cuando asomas la

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cabeza al cuarto de la lavadora, todosigue en la cesta.

Lo recibe el parloteo del televisor.Algo sobre una «prueba de inmunidad»,así que es Supervivientes. Ha intentadoexplicarle que eso es todo falso, unmontaje. Ella dice que sí, vale, que ya losabe, pero no se lo pierde nunca.

—¡Mamá, ya estoy en casa!—¡Hola, cariño! —Solo arrastra

moderadamente la voz, lo cual es buenaseñal a esa hora de la noche.

«Si yo fuera su hígado —piensaBrady—, me escaparía por su boca una

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noche mientras ronca y saldría de aquípor piernas.»

Aun así, al entrar en el salón, sienteese peculiar asomo de expectación, eseasomo que detesta. Su madre estásentada en el sofá con la bata de sedablanca que Brady le regaló por Navidad,y él ve más blanco allí donde la bata sele abre a la altura de los muslos: la ropainterior. Se niega a pensar en la palabrabragas en relación con su madre —tieneconnotaciones demasiado sexuales—,pero ronda igualmente en el fondo de sucabeza, una serpiente oculta entre unas

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matas de zumaque venenoso. También velas pequeñas sombras redondas de suspezones. No está bien que esas cosas loexciten —ella se acerca ya a loscincuenta, empieza a reblandecérsele lacintura, y es su madre, por Dios—,pero…

Pero.—He traído pizza —anuncia,

sosteniendo la caja en alto, y piensa:«Ya he cenado».

—Ya he cenado —responde ella.Probablemente es verdad. Unas hojas delechuga y un miniyogur. Así conserva lo

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poco que queda de su figura.—Es tu preferida —dice, y piensa:

«Disfrútala, cariño».—Disfrútala, cielo —contesta ella.

Levanta la copa y toma un sorbo en ungesto muy refinado. Beber a tragosllegará más tarde, cuando él se acueste yella piense que está dormido—. Cogeuna Coca-Cola y ven a sentarte a milado. —Da unas palmaditas en el sofá.Se le abre la bata un poco más. Batablanca, bragas blancas.

«Ropa interior —se recuerda—.Ropa interior, eso es todo, es mi madre,

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es mamá, y cuando es tu mamá solo esropa interior.»

Ella lo ve mirar y sonríe. No se cierrala bata.

—Este año los supervivientes estánen Fiyi —comenta su madre, y frunce elentrecejo—. O creo que es Fiyi. Bueno,una de esas islas, en cualquier caso. Vena verlo conmigo.

—No, me parece que me voy atrabajar un rato abajo.

—¿Con qué proyecto andas ahora,cariño?

—Un nuevo tipo de router. —Ella no

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sabría distinguir un router de un cúter,así que por ese lado no hay peligro.

—Uno de estos días inventarás algo ynos haremos ricos —dice ella—. Lo sé.Y adiós a la tienda de electrónica. Yadiós a esa camioneta de la heladería.—Lo mira con los ojos muy abiertos ysolo un poco húmedos a causa delvodka.

Brady no sabe cuánto se mete en elcuerpo a lo largo de un día normal, ycontar las botellas vacías no es unaopción, porque las tira en algún sitio. Sísabe sin embargo que tiene un aguante

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asombroso.—Gracias —dice. Y se siente

halagado a su pesar. Siente tambiénotras cosas, muy a su pesar.

—Ven a dar un beso a mamá, cariñito.Brady se acerca al sofá guardándose

de mirar por el escote de la bata abierta,procurando pasar por alto esa crecientesensación que experimenta justo pordebajo del cinturón. Su madre vuelve lacara a un lado, pero cuando él se inclinapara besarle la mejilla, ella gira otra vezla cabeza y aprieta su boca húmeda yentornada contra la de su hijo. Él

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percibe el sabor a alcohol y huele elperfume que ella se aplica siempredetrás de las orejas. Se lo aplicatambién en otros sitios.

Su madre le rodea la nuca con lapalma de la mano y le alborota el pelocon las puntas de los dedos, y Bradysiente un estremecimiento a lo largo dela espalda hasta los riñones. Ella le tocael labio superior con la punta de lalengua, un simple roce, brevísimo; luegose recuesta y posa en él su mirada destarlette, con los ojos muy abiertos.

—Mi cariñito —susurra, como la

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heroína de una película románticadirigida a un público femenino, una deesas en que los hombres blandenespadas y las mujeres lucen vestidosmuy escotados con las tetas hinchadascomo globos relucientes.

Brady se aparta apresuradamente.Ella le sonríe y vuelve a fijar la miradaen el televisor, donde jóvenes atractivosen bañador corren por una playa. Conmanos un poco temblorosas, él abre lacaja de la pizza, saca una porción y ladeja en la ensaladera de su madre.

—Cómete eso —sugiere—.

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Absorberá la bebida. Al menos unaparte.

—No seas malo con mamá —contestaella, pero sin rencor, y desde luego nodolida. Se ciñe la bata distraídamente,absorta de nuevo en el mundo de lossupervivientes, decidida a descubrir aquién expulsan de la isla esta semana—.Y no te olvides de mi coche, Brady.Necesita la inspección.

—Necesita mucho más que eso —replica él, y entra en la cocina. Saca unaCoca-Cola de la nevera; luego abre lapuerta del sótano. Se detiene por un

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momento en la oscuridad y pronunciauna única palabra—: Control. —Abajo,se encienden los fluorescentes(instalados por él mismo, que se ocupótambién de toda la reforma del sótano).

Al pie de la escalera, piensa enFrankie. Casi siempre se acuerda de élcuando se detiene allí donde Frankiemurió. La única vez que no pensó en élfue cuando se preparaba para su acciónen el Centro Cívico. Durante esassemanas desapareció de su mente todolo demás, y vaya si fue un alivio.

«Brady», dijo Frankie. Su última

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palabra en el planeta Tierra. Losgorgoteos y jadeos no contaban.

Deja la pizza y el refresco en la mesade trabajo situada en el centro de la salay a continuación entra en el minúsculocuarto de baño y se baja el pantalón. Nopodrá comer, no podrá trabajar en sunuevo proyecto (que por supuesto no esun router), no podrá pensar, hasta queresuelva un asunto urgente.

En su carta al ex poli gordo, afirmabaque antes de arremeter contra losbuscadores de empleo del Centro Cívicose excitó tanto sexualmente que se puso

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un condón. Añadía que se masturba alrevivir el suceso. Si eso fuera cierto, ledaría un significado totalmente nuevo altérmino autoerotismo, pero no lo es. Enesa carta mintió mucho, calculada cadamentira para azuzar un poco más aHodges, y sus inexistentes fantasíassexuales no eran las mayores de esasmentiras.

En realidad no le interesan mucho laschicas, y las chicas lo notan.Probablemente por eso se lleva tan biencon Freddi Linklatter, su colega laciberbollera de Discount Electronix. Por

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lo que Brady sabe, es posible que ellapiense que es gay. Pero tampoco es gay.Es en gran medida un misterio para símismo —un frente ocluido—, pero unacosa sí sabe: no es asexual, o no deltodo. Su madre y él comparten unsecreto que es un auténtico arcoírisgótico, algo en lo que no hay que pensara menos que sea absolutamentenecesario. Cuando pasa a ser necesario,debe afrontarse y apartarse de nuevo.

«Mamá, te veo las bragas», piensa, yse ocupa de su asunto lo más deprisaposible. Tiene vaselina en el botiquín,

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pero no la usa. Quiere que le escueza. 6

Ya de nuevo en su amplio espacio detrabajo en el sótano, Brady pronunciaotra palabra. Esta es caos.

En la pared opuesta de la sala decontrol sobresale un largo estante a unaaltura aproximada de un metro. Encimahay siete ordenadores portátiles,abiertos pero con las pantallasapagadas. Ahí dispone también de una

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silla rodante para poder desplazarserápidamente de uno a otro. CuandoBrady pronuncia la palabra mágica, lossiete cobran vida. En todas las pantallasaparece el número 20, seguido del 19, yel 18… Si permite que la cuenta atrásllegue a cero, se activará un programade suicidio que borrará los discos durosy sobreescribirá incoherencias.

—Oscuridad —dice, y los grandesnúmeros de la cuenta atrás desaparecen,sustituidos por fondos de pantalla confotogramas de Grupo salvaje, supelícula preferida.

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Había probado con «Apocalipsis» y«Armagedón», palabras a su juiciomucho mejores como orden de arranque,colmadas de rotunda irrevocabilidad,pero el programa de reconocimiento devoz no las asimila bien, y nada deseamenos que tener que reemplazar todossus archivos por un fallo técnicoabsurdo. Las palabras de dos sílabasson más fiables. Aunque en realidad enseis de los siete ordenadores no haygran cosa. El Número Tres es el únicoque contiene lo que el ex poli gordollamaría «información incriminatoria»,

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pero le gusta contemplar ese imponentedespliegue de potencia informática, todoen funcionamiento como ahora. Así, lasala del sótano parece un auténticocentro de mando.

Brady se considera creador ademásde destructor, pero es consciente de quehasta la fecha no ha conseguido crearnada que revolucione el mundo, y loatormenta la posibilidad de no lograrlonunca. De poseer, en el mejor de loscasos, una mente creativa de segundoorden.

Pongamos, por ejemplo, el Rolla. Eso

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se le ocurrió una noche en un arrebatode inspiración cuando pasaba laaspiradora por el salón (al igual queponer la lavadora, esa es una tarea a laque su madre no suele rebajarse).Concibió un aparato semejante a unescabel con rodamientos, provisto de unmotor y una manguera corta acopladadebajo. Brady calculó que, añadiéndoleun simple programa informático, elaparato podría desplazarse por unahabitación aspirando a su paso. Si setopaba con un obstáculo —una silla, porejemplo, o una pared—, se daría media

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vuelta y seguiría en otra dirección.De hecho, había empezado ya a

montar un prototipo cuando vio unaversión de su Rolla rodar diligentementepor el escaparate de una selecta tiendade electrodomésticos en el centro.Incluso el nombre se parecía; se llamabaRoomba. Alguien se le habíaadelantado, y probablemente ese alguienestaba amasando millones. No era justo,pero ¿qué lo es? La vida es una putabarraca de feria con premios de mierda.

Ha puenteado los televisores de lacasa, lo que significa que Brady y su

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madre no solo tienen acceso gratuito a latelevisión por cable básica, sino a todoslos canales de pago (incluidos unoscuantos extras exóticos como AlJazeera), y Time Warner, Comcast oXFINITY no pueden hacer ni un carajoal respecto. Ha manipulado elreproductor de DVD para que admitadiscos de todas las regiones del mundo,no solo de Estados Unidos. Es muyfácil: solo se requieren tres o cuatrorápidos pasos con el mando a distancia,más un código de reconocimiento deseis dígitos. Fantástico en teoría, pero

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¿se utiliza? En el número 49 de ElmStreet, no. Su madre no ve nada que lascuatro principales cadenas no le den yamasticado, y el propio Brady se pasacasi todo el tiempo en sus dos empleos oaquí abajo en la sala de control, dondelleva a cabo su verdadero trabajo.

Lo del cable puenteado es genial,pero ilegal. Que él sepa, lamanipulación del reproductor de DVDtambién es ilegal. Por no hablar delpirateo de películas por medio deRedbox y Netflix. De hecho, todas susmejores ideas son ilegales. Sin ir más

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lejos, la Cosa Uno y la Cosa Dos.La Cosa Uno la llevaba en el asiento

del acompañante del Mercedes de laseñora Trelawney al alejarse del CentroCívico aquella neblinosa mañana deabril del año pasado con la calandraabollada, goteando sangre, y elparabrisas salpicado. La idea se leocurrió hace tres años, durante un turbioperíodo, después de decidirse a matar aun montón de gente —lo que entoncesveía como su acción terrorista—, peroantes de decidir cómo, cuándo y dónde.Por entonces rebosaba ideas, siempre

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con los nervios a flor de piel, sin apenasdormir. En esa época se sentía como siacabara de tomarse un termo entero decafé solo, más alguna que otraanfetamina.

La Cosa Uno es un mando a distanciade televisión modificado con unmicrochip a modo de cerebro y variaspilas para potenciar el alcance… aunquepor entonces el alcance era aún bastantecorto. Si apuntabas con él un semáforo aveinte o treinta metros, podíascambiarlo de rojo a ámbar pulsando unavez, de rojo a ámbar intermitente

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pulsando dos, y de rojo a verdepulsando tres.

Brady estaba encantado con él, y lohabía usado varias veces (siempredesde su viejo Subaru aparcado; lacamioneta de la heladería llamabademasiado la atención) en cruces demucho tráfico. Tras varios intentosfallidos, por fin consiguió ocasionar unaccidente, una simple abolladura en losparachoques, pero fue divertido verdiscutir a los dos hombres sobre quiénera el culpable. Por un momento inclusopareció que llegarían a las manos.

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La Cosa Dos llegó poco después,pero fue la Cosa Uno lo que llevó aBrady a establecer su objetivo, porqueaumentó radicalmente las posibilidadesde éxito en la huida. La distancia entreel Centro Cívico y el almacénabandonado que eligió para deshacersedel Mercedes gris de la señoraTrelawney se hallaba exactamente a 2,9kilómetros. Había ocho semáforos en laruta que planeaba seguir y, gracias a sumagnífico artilugio, no tendría quepreocuparse por ninguno. Pero esamañana —por increíble que parezca—

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todos esos semáforos estaban en verde.Brady comprendió que la temprana horade la mañana tenía algo que ver; aun así,le dio rabia.

«Si no hubiera tenido la Cosa Uno —piensa mientras se dirige hacia el cuartode material en el otro extremo del sótano—, al menos cuatro de esos semáforoshabrían estado en rojo. Así es mi vida.»

La Cosa Dos era el único de susartefactos que había dado dinero. Nomucho, pero, como todo el mundo sabe,el dinero no lo es todo. Además, sin laCosa Dos no habría dispuesto del

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Mercedes. Y sin el Mercedes, no habríahabido matanza en el Centro Cívico.

La Cosa Dos, esa maravilla.Un robusto candado Yale cuelga del

pasador de la puerta del cuarto dematerial. Brady lo abre con una llave desu llavero. Las luces en el interior —más fluorescentes nuevos— ya estánencendidas. El cuarto es pequeño y sereduce aún más a causa de los sencillosestantes. En uno de ellos hay nueve cajasde zapatos. Cada caja contiene mediokilo de explosivo plástico defabricación casera. Brady ha probado

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parte de este material en una graveraabandonada en campo abierto, y elresultado es excelente.

«Si estuviese en Afganistán —piensa—, con un turbante y una de esas túnicastan auténticas, podría labrarme toda unacarrera volando transportes de tropas.»

En otro estante, dentro de otra caja dezapatos, hay cinco teléfonos móviles.Son de esos desechables que loscamellos de Lowtown llaman«quemables». Los móviles, a la venta entiendas y supermercados, son elproyecto de Brady para esta noche. Hay

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que modificarlos para que suenen todosen respuesta a un mismo número yproduzcan así la chispa necesaria parahacer detonar simultáneamente la arcillade Boom de todas las cajas de zapatos.En realidad, todavía no se ha decidido ausar el plástico, pero una parte de éldesea hacerlo, eso desde luego. Dijo alex poli gordo que no siente el impulsode reproducir su obra maestra, pero esotambién era mentira. En gran medidadepende del propio ex poli gordo. Sihace lo que Brady quiere —tal como lohizo la señora Trelawney—, seguro que

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el impulso desaparecerá, al menos porun tiempo.

Y si no… en fin…Coge la caja de los móviles, sale del

cuarto, se detiene y mira hacia atrás. Enuno de los otros estantes hay un chalecoacolchado de leñador comprado en L. L.Bean. Si Brady fuera a ir realmente albosque, le bastaría con una talla M —esdelgado—, pero esta es una XL. Tieneen el pecho una pegatina, un smiley, elque lleva gafas de sol y enseña losdientes. El chaleco contiene otros cuatrobloques de medio kilo de explosivo

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plástico, dos en los bolsillos exteriores,dos en los bolsillos de ojal interiores.El chaleco hace mucho bulto, porqueestá lleno de bolas de cojinete (igualque las de la cachiporra de Hodges).Brady rajó el forro para echarlas dentro.Incluso se le pasó por la cabeza la ideade pedirle a su madre que cosiera lasrajas, y encontró en eso un motivo derisa mientras las precintaba con cintaaislante.

«Mi propio chaleco bomba», piensaafectuosamente.

No lo utilizará… probablemente no

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lo utilizará… pero esa posibilidad tienetambién su encanto. Pondría fin a todo.Se acabaría Discount Electronix, seacabarían las visitas a domicilio con laCiberpatrulla para sacar mantequilla decacahuete o migas de galletas integralesde la CPU de alguna vieja idiota, seacabaría la camioneta de la heladería.También se acabarían las serpientes quereptaban por el fondo de su cerebro. Opor debajo de la hebilla de su cinturón.

Se imagina haciéndolo en unconcierto de rock; sabe que Springsteenva a actuar en el Lakefront Arena en

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junio. ¿O por qué no el desfile delCuatro de Julio en Lake Street, laavenida principal de la ciudad? O talvez el día de la inauguración de la Feriay el Festival de Arte de Verano, que secelebra cada año el primer sábado deagosto. Eso estaría bien, aunque ¿noquedaría un poco raro llevar un chalecoacolchado una calurosa tarde de agosto?

«Sí, pero esas cosas, con una mentecreativa, siempre pueden resolverse»,piensa mientras esparce los teléfonosdesechables por su mesa de trabajo yempieza a extraer las tarjetas SIM.

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Además, el chaleco bomba es solo…cómo se dice… la peor situaciónimaginable. Lo más probable es que nolo use nunca. Aun así, está bien tenerlo amano.

Antes de subir, se sienta frente a suNúmero Tres, se conecta a internet yentra en el Paraguas Azul. Nada del expoli.

Todavía. 7

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Cuando Hodges llama al porteroelectrónico del edificio de la señoraWharton en Lake Avenue a las diez de lamañana siguiente, va con traje. Es lasegunda o tercera vez que se lo ponedesde que se jubiló. A pesar de que leaprieta la cintura y le tiran las sisas, sesiente a gusto vestido así. Un hombretrajeado tiene la sensación de estar enactivo.

Contesta una mujer.—¿Sí?—Soy Bill Hodges, señora.

Hablamos anoche.

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—Así es, y llega usted puntualmente.Es el 19-C, inspector Hodges.

Él se dispone a aclarar que ya no esinspector, pero suena el zumbido de lapuerta y no se molesta en decirlo.Además, ya la informó en suconversación telefónica de que estabaretirado.

Janelle Patterson lo espera en lapuerta, igual que su hermana el día de lamatanza en el Centro Cívico, cuandoHodges y Pete Huntley fueron ainterrogarla por primera vez. Elparecido entre las dos mujeres es tal que

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Hodges experimenta una poderosasensación de déjà vu. Pero mientrasrecorre el corto rellano desde elascensor hasta la puerta del apartamento(procurando caminar con pasodesenvuelto en lugar de dar la impresiónde que se arrastra), ve que lasdiferencias son mayores que lassimilitudes. La Patterson tiene tambiénlos ojos de color azul claro y lospómulos prominentes, pero en tanto queOlivia Trelawney contraía y tensaba laboca, perdiendo sus labios el color acausa de una combinación de tirantez e

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irritación, la boca de Janelle Pattersonparece, incluso en reposo, presta asonreír. O a conceder un beso. Y elbrillo de labios le confiere unresplandor húmedo: una boca tanapetecible que casi dan ganas decomérsela. Y esta no es mujer de escotesbarco. Lleva un jersey de cuello altoajustado que ciñe unos pechosperfectamente redondos. No songrandes, esos pechos, pero como solíadecir el querido padre de Hodges, másde lo que abarca una mano es undesperdicio. ¿Está contemplando el

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resultado de prendas moldeadoras debuena calidad o un realce posterior aldivorcio? Hodges decide queprobablemente sea un realce. Gracias asu hermana, puede permitirse cualquierreparación estética que desee.

Janelle Patterson le tiende la mano yle da un firme apretón.

—Gracias por venir. —Como si élestuviese allí a petición de ella.

—Me alegro de que pueda recibirme—contesta Hodges, y la sigue al interior.

Se topa con la misma vistaespectacular del lago. Le quedó grabada

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en la memoria pese a que allí solointerrogaron a la señora T. una vez;todas las demás fueron en la gran casade Sugar Heights o en la comisaría. Ellatuvo un ataque de histeria durante una deesas visitas a la comisaría, recuerda.«Todo el mundo me echa la culpa», dijo.El suicidio se produjo no mucho mástarde, apenas unas semanas después.

—¿Le apetece un café, inspector? Esjamaicano. Sabe muy bien, en miopinión.

Hodges tiene por costumbre no bebercafé a media mañana, porque le provoca

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una acidez atroz incluso si toma Zantac.Pero acepta.

Se sienta en una tumbona junto alamplio ventanal del salón mientrasespera a que ella vuelva de la cocina.Hace un día cálido y despejado; en ellago los veleros se deslizan y trazancurvas como patinadores. Cuando ellaregresa, él se pone en pie para coger labandeja de plata de sus manos, peroJanelle sonríe, niega con la cabeza y ladeja en la mesita de centro con unaelegante flexión de rodillas. Casi unareverencia.

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Hodges ha contemplado todos losposibles derroteros que podría seguir laconversación, pero al final sus cábalasno sirven de nada. Es como si despuésde planear meticulosamente unaseducción, el objeto de su deseo hubierasalido a recibirlo a la puerta con uncamisón corto y provocadores zapatosde tacón.

—Quiero averiguar quién empujó ami hermana al suicidio —dice mientrasecha el café en robustos tazones deporcelana—, pero no sabía por dóndeempezar. Su llamada fue como un

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mensaje de Dios. Después de nuestraconversación, pienso que es usted elhombre ideal para esa misión.

Hodges, perplejo, no sabe qué decir.Ella le ofrece un tazón.—Si quiere leche, tendrá que

servírsela usted mismo. Cuando se tratade aditivos, no me hago responsable.

—Solo ya me va bien.Janelle sonríe. Sus dientes son

perfectos o tienen unas fundas perfectas.—Es usted de los míos.Hodges toma un sorbo, más que nada

para ganar tiempo, pero el café está

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delicioso. Se aclara la garganta y dice:—Como le comenté anoche en nuestra

conversación, señora Patterson, ya nosoy inspector de policía. El 20 denoviembre del año pasado me convertíen un ciudadano de a pie más. Esnecesario que eso quede claro de buencomienzo.

Ella lo observa por encima del bordedel tazón. Hodges se pregunta si elbrillo húmedo de sus labios deja marca,o si gracias a la tecnología del carmínese problema ha quedado obsoleto. Esun disparate plantearse algo así, pero

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está ante una mujer guapa. Además,últimamente no sale mucho.

—En lo que a mí se refiere —diceJanelle Patterson—, lo importante esque usted, como inspector, tiene laexperiencia de un investigador y, comopolicía retirado, puede trabajar a títuloprivado. Quiero averiguar quién lamanipuló, quién jugueteó con ella hastaque se quitó la vida, y eso en elDepartamento de Policía no le preocupaa nadie. Aún les gustaría encontrar alhombre que utilizó su coche para matar aesa gente, eso sí, pero en cuanto a mi

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hermana… ¿puedo decir unavulgaridad? Les importa una mierda.

Puede que Hodges esté retirado, peroconserva sus lealtades.

—Eso no es forzosamente cierto.—Entiendo por qué dice eso,

inspector Hodges…—Señor Hodges, por favor. Solo

señor. O Bill, si lo prefiere.—Bill, pues. Y es verdad. Existe un

vínculo entre esos asesinatos y elsuicidio de mi hermana, porque elhombre que utilizó el coche es tambiénel hombre que escribió la carta. Y esas

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otras cosas. Esas cosas del ParaguasAzul.

«Calma —se previene Hodges—. Nola pifies.»

—¿De qué carta me está hablando,señora Patterson?

—Janey. Si usted es Bill, yo soyJaney. Espere. Se la enseñaré.

Se levanta y abandona el salón. AHodges se le acelera el corazón —mucho más que cuando arremetió contralos troles debajo del paso elevado—,pese a lo cual todavía es capaz deadvertir que Janey Patterson, por detrás,

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es tan digna de verse como por delante.«Calma, chico —se repite, y toma

otro sorbo de café—. Philip Marloweno eres.» Tiene el tazón ya medio vacíoy no siente acidez. Ni el menor asomo.«Un café milagroso», piensa.

Ella regresa con dos hojas sujetas porlos ángulos y cara de repulsión.

—Encontré esta carta cuandorevisaba los papeles del escritorio deOllie. Su abogado, el señor Schron,estaba conmigo… ella lo nombróalbacea testamentario, así que tenía queestar… pero en ese momento se había

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ido a la cocina a buscar un vaso de agua.No llegó a verla. La escondí. —Lo dicecon toda naturalidad, sin vergüenza niactitud desafiante—. Supe qué era deinmediato. Por esto. Ese individuo dejóuna igual en el volante del coche deOllie. Podríamos llamarlo, supongo, sutarjeta de presentación.

Señala con un dedo la cara sonrientecon gafas de sol que aparece hacia lamitad de la primera hoja de la carta.Hodges ya se ha fijado en ese icono. Seha fijado asimismo en la fuente de lacarta, que, gracias a su procesador de

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textos, ha identificado como AmericanTypewriter.

—¿Cuándo la encontró?Ella, retrotrayéndose, calcula el paso

del tiempo.—Vine para el entierro, que fue a

finales de noviembre. Cuando se leyó eltestamento de Ollie, descubrí que era laúnica heredera. Eso debió de ser laprimera semana de diciembre. Preguntéal señor Schron si podíamos aplazar elinventario de los activos y bienes deOllie hasta enero, porque tenía un asuntoque resolver en Los Ángeles. Él

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accedió. —Dirige a Hodges una miradaserena con un vivo destello en sus ojosazules—. El asunto que tenía queresolver era divorciarme de mi marido,un… ¿me permite otra vulgaridad?… ungilipollas, mujeriego y cocainómano.

Hodges no siente el menor deseo deseguir por ese camino.

—¿Regresó a Sugar Heights en enero?—Sí.—¿Y encontró la carta entonces?—Sí.—¿La ha visto la policía? —Ya

conoce la respuesta (enero fue hace casi

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cuatro meses), pero es necesarioformular la pregunta.

—No.—¿Por qué no?—¡Ya se lo he dicho! ¡No me fío de

ellos! —El vivo destello de sus ojos sederrama cuando se le escapan laslágrimas.

8

Janelle Patterson le pide que ladisculpe. Hodges asiente con la cabeza.

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Ella desaparece, para recobrar lacompostura y retocarse la cara, cabesuponer. Hodges coge la carta y,tomando sorbos de café, la lee. El caféestá ciertamente delicioso. Aunque situviera una o dos pastas paraacompañarlo…

Apreciada Olivia Trelawney:

Espero que lea esta carta hasta el

final antes de tirarla o quemarla.

Sé que no merezco su consideración,

pero se lo ruego igualmente. Verá,

soy el hombre que le robó el

Mercedes y atropelló a aquella

gente. Ahora ardo como podría arder

esta carta si usted así lo deseara,

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solo que yo ardo de vergüenza y

remordimientos y pesar.

¡Por favor, por favor, por favor,

deme la oportunidad de

explicárselo! Nunca podré recibir

su perdón, esa es otra cosa que

también sé, y no lo espero, pero si

consiguiera que usted me

comprendiese, me conformaría con

eso. ¿Me concederá esa oportunidad?

¿Por favor? Para la gente, soy un

monstruo; para los informativos de

televisión, soy solo una noticia

sangrienta más para vender

publicidad; para la policía, soy

solo otro mareante al que quieren

atrapar y meter en la cárcel, pero

también soy un ser humano, igual

que usted. He aquí mi historia.

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Me crié en una familia donde había

malostratos y abusos deshonestos.

Mi padrastro fue el primero, ¿y

sabe qué pasó cuando se enteró mi

madre? ¡Ella se sumó a la fiesta!

¿Ha dejado ya de leer? No se lo

reprocharía: esto es repugnante,

pero confío en que siga adelante,

porque necesito desahogarme. Verá,

quizá no continúe ya mucho tiempo

«en el mundo de los vivos», pero no

puedo poner fin a mi vida sin que

nadie sepa POR QUÉ hice lo que

hice. No diré que yo mismo me

entienda totalmente, pero a lo

mejor usted, desde «fuera», sí me

entiende.

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Aquí aparecía el amigo Smiley. Los abusos sexuales siguieron

hasta que mi padrastro murió de un

infarto cuando yo tenía doce años.

Mi madre dijo que si llegaba a

contarlo alguna vez, me echarían a

mí la culpa. Dijo que si enseñaba

las cicatrices de las quemaduras de

cigarrillo en los brazos y las

piernas y las partes íntimas, ella

contaría que me lo había hecho yo

mismo. Yo no era más que un crío y

me lo tragué. Añadió que si la

gente me creía, ella iría a la

cárcel y yo a un orfanato (y

probablemente eso sí era verdad).

Mantuve la boca cerrada. A veces

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«más vale malo conocido que bueno

por conocer».

No crecí mucho y estaba muy

delgado, porque los nervios no me

dejaban comer, y cuando comía, a

menudo vomitaba (bulimia). Por lo

tanto, a causa de eso, en el

colegio me acosaban. También

desarrollé un montón de tics, como

deshilacharme la ropa o tirarme del

pelo (a veces hasta arrancarme

mechones). Debido a esto, se reían

de mí, no solo los otros niños sino

también los profesores.

Janey Patterson ha vuelto y, ya

sentada delante de Hodges, se bebe elcafé, pero de momento él apenas percibe

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su presencia. Está rememorando loscuatro o cinco interrogatorios a los quePete y él sometieron a la señora T.Recuerda la manera en que ella searreglaba una y otra vez los escotesbarco. O se tiraba de la falda. O setocaba las comisuras de los labioscontraídos, como para retirarse unresiduo de carmín. O se enrollaba unrizo de pelo en torno a un dedo y lotensaba. Eso también.

Vuelve a centrarse en la carta. Nunca fui un niño malo, señora

Trelawney. Se lo juro. Nunca

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torturé a los animales ni di

palizas a niños aún más pequeños

que yo. Solo correteaba de aquí

para allá como un ratón, intentando

pasar por la infancia sin que se

burlaran de mí ni me humillaran,

pero eso no lo conseguí.

Quería ir a la universidad, pero

no pude. Imagínese, ¡acabé cuidando

de la mujer que abusó de mí! Casi

tiene gracia, ¿no? Mi madre tuvo un

derrame cerebral, posiblemente por

la bebida. Sí, también es

alcohólica, o lo era cuando podía

ir a buscar botellas a la tienda.

Aún camina un poco, pero la verdad

es que no mucho. Tengo que ayudarla

a ir al baño y limpiarla cuando

acaba de «hacer sus cosas». Trabajo

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todo el día en un empleo

malremunerado (posiblemente puedo

considerarme afortunado por tener

un empleo, sea cual sea, en los

tiempos que corren, ya lo sé) y

luego vuelvo a casa y cuido de

ella, porque solo puedo permitirme

que venga una mujer unas pocas

horas los días laborables. Es una

vida mala y absurda. No tengo

amigos ni posibilidad de ascensos

donde trabajo. Si la Sociedad es

una colmena, yo soy un zángano más.

Al final empecé a sentir rabia.

Quería que alguien pagara. Quería

devolverle el golpe al mundo y

hacer saber al mundo que yo estaba

vivo. ¿Lo comprende? ¿Se ha sentido

alguna vez así? Casi seguro que no,

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porque usted es rica y muy

probablemente tiene los mejores

amigos que pueden comprarse con

dinero.

Después de esta agudeza, hay otra de

esas caras sonrientes con gafas de sol,como para decir que es broma.

Un día todo me superó e hice lo

que hice. No lo planeé con

antelación…

«Y un huevo que no», piensa Hodges. … y creía que existía al menos un

cincuenta por ciento de

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probabilidades de que me cogieran.

Me daba igual. Y DESDE LUEGO no

sabía hasta qué punto llegaría a

obsesionarme después. Todavía

revivo los topetazos del momento de

atropellarlos y todavía oigo los

gritos. Después, cuando vi las

noticias, y me enteré de que había

matado incluso a una niña, tomé

verdadera conciencia de la

atrocidad que había hecho. Yo mismo

no sé cómo puedo convivir con eso.

Señora Trelawney, ¿por qué,

dígame, por qué, por qué dejó la

llave en el contacto? Si yo no la

hubiera visto mientras paseaba una

mañana temprano porque era incapaz

de dormir, nada de esto habría

ocurrido. Si usted no hubiera

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dejado la llave en el contacto, esa

niñita y su madre aún vivirían. No

la culpo, seguro que le rondaban

por la cabeza sus propios problemas

y angustias, pero ojalá las cosas

hubieran acabado de otra manera, y

así habría sido si usted se hubiese

acordado de coger la llave del

contacto. Y yo no ardería ahora en

este infierno de culpabilidad y

remordimientos.

Seguramente también usted siente

culpabilidad y remordimientos, y lo

lamento, sobre todo porque muy

pronto descubrirá lo ruin que puede

llegar a ser la gente. En la

televisión y los periódicos dirán

que mi acto fue posible gracias a

su negligencia. Sus amigos le

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retirarán la palabra. La policía la

agobiará. Cuando vaya al

supermercado, la gente la mirará y

cuchicheará. Algunos no se darán

por contentos con cuchichear y se

lo «soltarán a la cara». No me

sorprendería que padeciera actos de

vandalismo en su propia casa, así

que indique a sus guardias de

seguridad (no dudo que los tiene)

que estén «alertas».

Imagino que no quiere hablar

conmigo, ¿verdad? Y no digo cara a

cara, claro. Me refiero a hablar en

un sitio seguro, seguro para

nosotros dos, donde podemos

comunicarnos por medio de nuestros

ordenadores. Se llama Bajo el

Paraguas Azul de Debbie. Incluso le

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he asignado un nombre de usuario,

por si le apetece. Es: «otrelaw19».

Sé qué haría una persona normal en

estas circunstancias. Una persona

normal llevaría esta carta a la

policía en el acto. Ahora bien,

permítame una pregunta: ¿Qué ha

hecho la policía por usted aparte

de agobiarla y ocasionarle noches

de insomnio? Pero he aquí una

reflexión: si me quiere muerto,

entregar esta carta a la policía es

la manera de conseguirlo, con la

misma certeza que ponerme una

pistola en la cabeza y apretar el

gatillo, porque me mataré.

Por disparatado que parezca, usted

es la única persona por la que sigo

vivo. Porque usted es la única con

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quien puedo hablar. La única que

entiende qué se siente cuando uno

está en el Infierno.

Ahora esperaré.

Señora Trelawney, no sabe lo

mucho, lo muchísimo, que LO SIENTO.

Hodges deja la carta en la mesita de

centro y dice:—Hay que joderse.Janey Patterson mueve la cabeza en un

gesto de asentimiento.—En esencia esa fue también mi

reacción.—La invitó a ponerse en contacto con

él…

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Janey lo miró con expresión deincredulidad.

—¿Cómo que la invitó? Más bienintentó chantajearla: «Hágalo o memato».

—Según usted, ella entró en el juego.¿Ha visto alguna comunicación entreellos? ¿Había quizá algún mensajesacado por impresora junto con estacarta?

Ella niega con la cabeza.—Ollie contó a mi madre que estaba

en contacto con lo que ella describiócomo «un hombre muy trastornado» e

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intentaba convencerlo para que buscaseayuda porque había hecho algoespantoso. Mi madre se alarmó. Dio porsupuesto que Ollie hablaba cara a caracon ese hombre tan trastornado, como enun parque o en una cafetería o algo así.Recuerde que tiene casi noventa años.Sabe qué son los ordenadores pero notiene una idea muy clara de cuáles sonsus usos prácticos. Ollie le explicó quese mantenían en contacto por internet, através de un chat, o mejor dicho intentóexplicárselo, pero no sé hasta qué puntomi madre lo entendió. Lo que sí

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recuerda es que Ollie dijo que hablabacon el hombre trastornado bajo unparaguas azul.

—¿Su madre relacionó el hombre conel Mercedes robado y la matanza en elCentro Cívico?

—Nunca ha dicho nada que mellevara a pensarlo. Su memoria a cortoplazo es muy nebulosa. Si le preguntapor el ataque japonés a Pearl Harbor,puede contarle cuándo oyó la noticia porla radio con toda exactitud, y esprobable que también sepa quién era ellocutor. Pregúntele, en cambio, qué ha

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desayunado, o dónde está… —Janey seencogió de hombros—. Quizá sea capazde decírselo, quizá no.

—¿Y dónde está, exactamente?—En un sitio que se llama Sunny

Acres, a unos cincuenta kilómetros deaquí. —Deja escapar una risotada, unsonido pesaroso, sin la menor alegría—.Cada vez que oigo el nombre, meacuerdo de esos melodramas antiguosque ponen en el canal de cine clásico deTurner, donde declaran demente a laheroína y se la quitan del mediorecluyéndola en un manicomio horrendo

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con corrientes de aire.Se vuelve para contemplar el lago.

Adopta una expresión que Hodgesencuentra interesante: un tanto pensativay un tanto defensiva. Cuanto más la mira,más le gusta físicamente. Las finasarrugas en las comisuras de los ojosinducen a pensar que es una mujer aquien le complace reír.

—Sé quién sería yo en una de esaspelículas —comenta ella, contemplandoaún los veleros que danzan en el agua—.La hermana cómplice que hereda,además de un pastón, la obligación de

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cuidar de su anciana madre. La hermanacruel que se queda el dinero perodespacha a la susodicha madre senil auna horripilante mansión donde a losviejos les dan comida para perros y losdejan toda la noche empapados en supropia orina. Pero Sunny Acres no esasí. Es en realidad un sitio muyagradable. Y nada barato, por cierto. Yfue mi madre quien quiso ir.

—¿Ah, sí?—Sí —contesta ella, arrugando un

poco la nariz en un gesto burlón—.¿Recuerda usted a la enfermera? La

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señora Greene, Althea Greene.Hodges hace ademán de llevarse la

mano al bolsillo interior de la chaquetapara consultar una libreta con lasanotaciones del caso, libreta que ya noestá ahí. Pero, tras hurgar en la memoriapor un momento, recuerda a la enfermerasin necesidad de notas. Una mujer alta ymajestuosa vestida de blanco que, másque andar, parecía deslizarse. Lucía unamata de pelo gris cardado con la que sedaba un aire a Elsa Lanchester en Lanovia de Frankenstein. Pete y él lepreguntaron si había visto el Mercedes

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de la señora Trelawney aparcado junto ala acera al marcharse aquel jueves porla noche. La enfermera contestó queestaba casi segura de que sí, lo cual parael equipo Hodges-Huntley significabaque no estaba en absoluto segura.

—Sí, me acuerdo de ella.—Anunció su jubilación nada más

volver yo de Los Ángeles. Explicó que asus sesenta y cuatro años ya no se sentíacapaz de atender de una maneracompetente a una paciente condiscapacidades tan acusadas, y semantuvo en sus trece pese a que me

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ofrecí a contratar a una ayudante deenfermera, o dos, si ella quería. Creoque la horrorizaba la publicidadresultante de la Matanza del CentroCívico, pero si hubiera sido solo eso, talvez se habría quedado.

—¿El suicidio de su hermana fue lagota que colmó el vaso?

—Seguramente sí. No diré que Altheay Ollie fueran amigas del alma ni nadapor el estilo, pero se llevaban bien, ycoincidían plenamente en los cuidadosnecesarios para mi madre. Ahora SunnyAcres es lo mejor para ella, y para mi

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madre es un alivio estar allí. Al menosen sus días buenos. Como también lo espara mí. Para empezar, controlan mejorsu dolor.

—Si yo me presentara allí y hablaracon ella…

—Puede que recordara alguna cosa,puede que no. —Aparta la vista del lagopara fijarla en Hodges—. ¿Acepta eltrabajo? He consultado por internet loshonorarios de los detectives privados, yestoy en situación de mejorarlosconsiderablemente. Cinco mil dólaressemanales más gastos. Un mínimo de

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ocho semanas.«Cuarenta mil por ocho semanas»,

piensa Hodges, maravillado. Quizá sípodía ser Philip Marlowe después detodo. Se imagina en una mísera oficinadividida en dos despachos que da alrellano de la tercera planta de un bloquede oficinas barato. Contratando a unarecepcionista despampanante llamadaLola o Velma. Una rubia sin pelos en lalengua, naturalmente. Los días lluviososél llevaría gabardina y un sombrero defieltro marrón, sesgado y calado hastauna ceja.

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Absurdo. Y no es eso lo que lo atrae.Lo atrae no pasarse las tardesapoltronado en su La-Z-Boy, viendo a lajueza y picando sin parar. También legusta ponerse el traje. Pero hay más. Semarchó del Departamento de Policíadejando cabos sueltos. Pete haidentificado al atracador de las casas deempeños, y según parece Isabelle Jaynesy él quizá pronto detengan a DonaldDavis, el zoquete que mató a su mujer yluego salió por la televisión, exhibiendosu deslumbrante sonrisa. Bien por Pete eIzzy, pero ni Davis ni el pistolero de la

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casa de empeños son el plato fuerte.«Por otra parte —piensa—, Mr.

Mercedes debería haberme dejado enpaz. A mí y a la señora T. También a elladebería haberla dejado en paz.»

—¿Bill? —Janey chasqueó los dedoscomo una hipnotizadora al sacar deltrance a un sujeto en el escenario—.¿Está usted ahí, Bill?

Hodges fija de nuevo la atención enella, una mujer de unos cuarenta y cincoaños que no teme sentarse a plena luzdel sol.

—Si acepto, me contratará como

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asesor en materia de seguridad.Ella adopta una expresión risueña.—¿Como los que trabajan para el

Servicio de Guardia Vigilante allá enSugar Heights?

—No, no como ellos. Para empezar,ellos firman un seguro de caución. Yono. —«Yo nunca lo he necesitado»,piensa—. Sería solo seguridad privada,en las mismas condiciones que losporteros de los locales nocturnos delcentro. Eso usted no podría deducirlo ensu declaración de la renta, sintiéndolomucho.

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Janey vuelve a arrugar la nariz, y suexpresión risueña se abre en unasonrisa. Una imagen de lo mássugerente, a juicio de Hodges.

—Me da igual. Por si no lo sabía, mesobra la pasta.

—Lo que pretendo es que todo quedemuy claro, Janey. No tengo licencia dedetective privado, lo cual no me impidehacer preguntas, pero aún está por verseen qué medida puedo actuar sin unaplaca o un carnet de investigadorprivado. Es como pedir a un ciego quese pasee por la calle sin su perro

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lazarillo.—Existirá sin duda una red de viejos

compañeros del Departamento dePolicía, ¿no?

—Existe, pero si intentara utilizarla,pondría en una situación comprometidaa esos viejos compañeros, y de pasotambién a mí mismo. —El hecho de queya haya recurrido a eso sonsacandoinformación a Pete es algo de lo que noestá dispuesto a informarla siendo surelación tan reciente.

Coge la carta que Janey le haenseñado.

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—De entrada, soy culpable de ocultaruna prueba si me presto a mantener estoentre nosotros dos. —La circunstanciade que ya oculta una carta parecida esotro dato que ella no necesita saber—.Al menos, en rigor. Y ocultar pruebas esun delito grave.

Janey parece consternada.—Dios mío, eso ni se me había

pasado por la cabeza.—Por otra parte, dudo que la Unidad

de Investigación Forense pueda sacarlemucho provecho. Una carta echada en unbuzón de Marlborough Street o

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Lowbriar Avenue es prácticamente lomás anónimo del mundo. En otro tiempo,lo recuerdo bien, era posible establecerla correlación entre un textomecanografiado y la máquina de escribirutilizada. En el supuesto de que seencontrara la máquina, claro está. Eraalgo tan válido como una huella dactilar.

—Pero esto no está escrito a máquina.—No. Es un texto de impresora láser.

Lo que significa que no hay ninguna «a»desplazada ni ninguna «t» torcida. Osea, no ocultaría gran cosa.

Aun así, por supuesto, ocultar una

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prueba es ocultar una prueba. Pero esoél se lo calla.

—Aceptaré el trabajo, Janey, perocinco mil semanales es una cifradisparatada. Cogeré un cheque por valorde dos mil, si quiere usted extenderlo. Yya le pasaré factura por los gastos.

—Eso no me parece suficiente ni delejos.

—Si llego a alguna parte, yahablaremos de una posible gratificación.

Pero no cree que vaya a quererla, nisiquiera si logra sacar de su escondrijoa Mr. Mercedes. Sobre todo teniendo en

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cuenta que él se ha presentado ahí yaresuelto a investigar a ese hijo de puta, ya persuadirla con buenas razones paraque lo ayude.

—De acuerdo. Trato hecho. Ygracias.

—De nada. Ahora hábleme de surelación con Olivia. Yo solo sé que eralo bastante buena para que usted lallame Ollie, y me vendría bien algo másde información.

—Para eso hace falta tiempo. ¿Leapetece otro café? ¿Y una galleta paraacompañarlo? Tengo galletas de limón.

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Hodges contesta afirmativamente a lasdos preguntas.

9

—Ollie —repite Janey Patterson, y acontinuación se queda en silencio eltiempo suficiente para que Hodges tomeun sorbo de su nueva taza de café y secoma una galleta. Después ella sevuelve otra vez hacia la ventana y losveleros, cruza las piernas y habla sinmirarlo—. ¿Alguna vez ha querido usted

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a alguien que no le caía bien?Hodges piensa en Corinne, y en los

tempestuosos dieciocho mesesanteriores a la ruptura definitiva.

—Sí.—Entonces lo comprenderá. Ollie era

mi hermana mayor, tenía ocho años másque yo. La quería, pero cuando semarchó a la universidad, fui la chicamás feliz del país. Y cuando ella dejólos estudios tres meses después y volviócorriendo a casa, me sentí como unachica cansada que tiene que cargar otravez con un saco enorme de ladrillos

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después de permitírsele dejarlo duranteun rato. Ella no me trataba mal, nuncame insultaba ni me tiraba de las coletasni me tomaba el pelo cuando yo volvíadel instituto cogida de la mano de MarkySullivan; pero cuando ella estaba encasa, vivíamos siempre en alertaamarilla. No sé si me entiende.

Hodges no está del todo seguro, peroasiente de todos modos.

—La comida le revolvía el estómago.Le salían sarpullidos cuando seestresaba por algo; lo peor eran lasentrevistas de trabajo, pese a que al

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final consiguió un empleo de secretaria.Tenía aptitudes y era muy guapa. ¿Losabía?

Hodges respondió con un murmulloevasivo. Si hubiera tenido que contestarsinceramente, tal vez habría dicho:«Puedo creerlo porque lo veo en usted».

—Una vez accedió a llevarme a unconcierto. Era de U2, y yo estaba comoloca por verlos. A Ollie también legustaban, pero la noche del conciertoempezó a vomitar. Se puso tan mal quemis padres acabaron llevándola aurgencias y yo tuve que quedarme en

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casa viendo la tele en lugar de darbrincos y gritar a Bono. Ollie juró queera una intoxicación alimentaria, perotodos habíamos comido lo mismo, ynadie más se puso enfermo. Estrés, esoera. Puro estrés. ¡No sabe usted lo quees la hipocondría! Con mi hermana, tododolor de cabeza era un tumor cerebral ytodo grano era un cáncer de piel. Unavez tuvo conjuntivitis y se pasó unasemana convencida de que iba aquedarse ciega. Sus reglas eranhorroramas. Se metía en la cama hastaque se le pasaban.

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—¿Y aun así conservó el empleo?La respuesta que da Janey es tan seca

como el Valle de la Muerte.—Las reglas de Ollie siempre

duraban exactamente cuarenta y ochohoras y siempre le venían los fines desemana. Era increíble.

—Ah. —Hodges no sabe qué decir.Janey hace girar la carta varias veces

en la mesita de centro con la yema deldedo y después posa en Hodges esosojos de color azul claro suyos.

—Este individuo hace un comentario,algo sobre sus tics. ¿Se ha fijado?

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—Sí. —Hodges ha reparado enmuchos detalles de esa carta,especialmente en que es en ciertosaspectos un negativo de la que recibióél.

—Mi hermana también tenía lossuyos. Quizá notara usted algunos deellos.

Hodges se tira de la corbata en unadirección y luego en la otra.

Janey sonríe.—Sí, ese era uno de ellos. Tenía otros

muchos. Palpar los interruptores de laluz para asegurarse de que estaban

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apagados. Desenchufar la tostadoradespués del desayuno. Siempre decía«pan y mantequilla» antes de salir decasa, supuestamente porque, al decirlo,uno se daba cuenta de si se olvidabaalgo. Recuerdo que un día tuvo quellevarme en coche al colegio porque yohabía perdido el autobús. Mis padres yase habían ido a trabajar. Cuandoestábamos a medio camino, de pronto sele metió en la cabeza la idea de que sehabía dejado el horno encendido.Tuvimos que dar media vuelta y volver acomprobarlo. Solo así se quedaría

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tranquila. Estaba apagado, por supuesto.No llegué al colegio hasta la segundaclase, y fue la primera y única vez queluego tuve que quedarme castigada. Meenfadé muchísimo. Me enfadaba con ellaa menudo, pero la quería. Y también mimadre y mi padre, todos la queríamos.Como si tuviéramos grabado a fuego elafecto por ella. Pero, créame, vaya unsaco de ladrillos que era.

—Demasiado nerviosa para salir conchicos, y sin embargo no solo se casó,sino que además se casó con un hombrede dinero.

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—De hecho, se casó con un empleadoprematuramente calvo de la compañíade inversiones donde trabajaba ella.Kent Trelawney. Un bicho raro… y lodigo con cariño, Kent era una bellísimapersona. Muy aficionado a losvideojuegos. Empezó a invertir en lasempresas que los creaban, y esasinversiones fueron rentables. Mi madredecía que tenía un toque mágico y mipadre decía que tenía la suerte de lostontos, pero no era ni lo uno ni lo otro.Conocía el medio, sencillamente, y loque no conocía, se esforzaba en

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aprenderlo. Cuando se casaron, hacia elfinal de los setenta, solo eran ricos.Entonces Kent descubrió Microsoft.

Janey echa atrás la cabeza y sueltauna sonora carcajada, sobresaltando aHodges.

—Perdone —dice—. Solo pensaba enla pura ironía de todo eso. Yo era unachica guapa, además de equilibrada ysociable. Si alguna vez me hubiesepresentado a un concurso de belleza…lo que yo llamo exhibiciones de carnepara hombres, por si le interesa saberlo,y probablemente no le interesa… me

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habrían nombrado Miss Simpatía a laprimera de cambio. Muchas amigas,muchos novios, muchas llamadastelefónicas y muchas citas. Me ocupé dela orientación de los alumnos deprimero en mi último año en el InstitutoCatólico, y lo hice de maravilla, aunqueno esté bien que yo lo diga. Ayudé a másde uno a controlar los nervios. Mihermana era igual de guapa, pero ellaera la neurótica. La obsesivacompulsiva. Si se hubiese presentadoalguna vez a un concurso de belleza, sehabría vomitado en el bañador.

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Janey se ríe un poco más. A la vez leresbala una lágrima por la mejilla. Se laenjuga con la base de la mano.

—Y he aquí la ironía. Miss Simpatíaacabó con el cocainómano tarado y MissNervios pilló un buen partido, quien,además de ganar dinero, no la engañaba.¿Capta?

—Sí —contesta Hodges—. Capto.—Olivia Wharton y Kent Trelawney.

Un noviazgo con tantas probabilidadesde éxito como un bebé prematuro de seismeses. Kent no paraba de invitarla asalir y ella no paraba de negarse. Al

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final accedió a cenar con él, solo paraque dejara de molestarla, según ella. Ycuando llegaron al restaurante, se quedóparalizada. No podía salir del coche.Temblaba como una hoja. Otros habríandesistido en ese mismo instante, pero noKent. La llevó a un McDonald’s ycompró dos menús en la ventanilla deatención para automóviles. Comieron enel aparcamiento. Supongo que lorepitieron muchas veces. Ella iba al cinecon él, pero siempre tenía que sentarseen la butaca al lado del pasillo. Decíaque si se sentaba en una butaca interior,

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le faltaba el aire.—Lo tenía todo, la buena mujer.—Durante años mis padres intentaron

convencerla para que fuera a unpsiquiatra. Allí donde ellos fracasaron,Kent salió airoso. El psiquiatra lamedicó, y ella mejoró. Tuvo uno de suscaracterísticos ataques de ansiedad eldía de la boda. Yo fui quien le sostuvoel velo mientras vomitaba en el lavabode la iglesia. Pero lo superó. —Janeyesboza una sonrisa melancólica y añade—: Fue una novia preciosa.

Hodges guarda silencio, fascinado

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por esa imagen de Olivia Trelawneyantes de convertirse en Nuestra Señorade los Escotes Barco.

—Después de su boda, nosdistanciamos. Como a veces ocurreentre hermanas. Nos veíamos mediadocena de veces al año hasta que muriónuestro padre, y después aún menos.

—¿Acción de Gracias, Navidad y elCuatro de Julio?

—Más o menos. Yo notaba queempezaba a caer otra vez en algunas desus antiguas manías, y cuando Kentmurió, de un infarto, ella cayó otra vez

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en todas. Se quedó en los huesos. Volvióa vestir tan mal como cuando iba alinstituto y cuando trabajaba en laoficina. Parte de eso yo lo veía cuandovenía a visitarlas a mi madre y a ella, ycuando hablábamos por Skype.

Hodges, con un gesto de asentimiento,da a entender que ya sabe de qué lehabla.

—Tengo un amigo que intenta una yotra vez liarme con eso de Skype.

Ella lo mira con una sonrisa.—Usted es de la vieja escuela, ¿no?

Muy de la vieja escuela. —Se le apaga

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la sonrisa—. La última vez que vi aOllie fue en mayo del año pasado, nomucho después de aquello del CentroCívico. —Janey titubea y a renglónseguido decide llamar al episodio por sunombre—: La matanza. Estaba por lossuelos. Me contó que la policía laacosaba. ¿Eso es verdad?

—No, pero ella lo pensaba. Esverdad que la interrogamos variasveces, porque ella insistió en que sellevó la llave y dejó el Mercedescerrado. Eso era un problema paranosotros, porque no forzaron las puertas

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del coche ni hicieron un puente. Lo quefinalmente decidimos… —Hodges seinterrumpe, pensando en el psicólogo defamilia gordo que sale en la tele todaslas tardes entre semana a las cuatro, elespecialista en abrir brecha en el murode la negación.

—¿Qué decidieron finalmente?—Que ella era incapaz de enfrentarse

a la verdad. ¿Eso le parece propio de lahermana con la que se crió?

—Sí. —Janey señala la carta—.¿Cree que al final contó la verdad a esteindividuo? ¿A través del Paraguas Azul

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de Debbie? ¿Cree que por eso se tomólas pastillas de mi madre?

—Es imposible saberlo con certeza.—Pero Hodges piensa que es probable.

—Dejó los antidepresivos. —Janeyvuelve a mirar el lago—. Lo negócuando se lo pregunté, pero yo lo sabía.Nunca le gustó tomarlos, decía que leproducían un estado de confusión. Lostomaba por Kent, y en cuanto Kentmurió, los tomó por nuestra madre, perodespués de lo del Centro Cívico… —Menea la cabeza y respira hondo—. ¿Lehe dado ya información suficiente sobre

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su estado mental, Bill? Porque haymucho más si quiere oírlo.

—Creo que ya me formo una idea.Ella mueve la cabeza en un gesto de

triste asombro.—Es como si ese individuo la

conociera.Hodges no dice lo que para él es

evidente, sobre todo porque tiene supropia carta con la que hacercomparaciones: la conocía. De algúnmodo la conocía.

—Ha comentado que su hermana eraobsesiva compulsiva. Hasta el punto de

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darse media vuelta y volver paracomprobar si el horno estaba encendido.

—Sí.—¿Le parece probable que una mujer

así se olvidara la llave en el contacto?Janey tarda largo rato en contestar.

Por fin dice:—La verdad es que no.A Hodges tampoco. Existe una

primera vez para todo, claro está,pero… ¿analizaron Pete y él en algúnmomento ese aspecto del asunto? Noestá seguro, pero cree que quizá sí. Soloque entonces desconocían la gravedad

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de los trastornos mentales de la señoraT.

—¿Ha intentado entrar usted en esaweb, el Paraguas Azul? ¿Usando elnombre de usuario que él le dio?

Janey, atónita, se queda mirándolo.—Ni se me ha pasado por la cabeza,

y si se me hubiese ocurrido, me habríadado miedo lo que pudiera encontrar.Supongo que por eso es usted eldetective y yo la clienta. ¿Usted sí lointentará?

—No sé qué intentaré. Necesitopensármelo, y necesito consultar a una

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persona que entiende más que yo deordenadores.

—No olvide apuntar los honorariosde esa persona —recuerda ella.

Hodges contesta que así lo hará,pensando que al menos JeromeRobinson sacará algún provecho deesto, acabe como acabe la partida. ¿Ypor qué no? Ocho personas murieron enel Centro Cívico y otras tres hanquedado lisiadas permanentemente, peroJerome tiene aún la universidad pordelante. Recuerda un viejo dicho:Incluso en el día más oscuro el sol

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ilumina el culo de algún perro.—¿Y cuál es el siguiente paso?Hodges coge la carta y se pone en pie.—El paso siguiente es que yo llevo

esto a la copistería más cercana y luegole devuelvo el original.

—No hace falta. La escanearé y lesacaré una copia por impresora.Démela.

—¿En serio? ¿Puede hacer eso?Janey todavía tiene los ojos

enrojecidos por el llanto; aun así, ledirige una mirada alegre.

—Menos mal que tiene a mano a un

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experto en informática —comenta—.Enseguida vuelvo. Entretanto, cómaseotra galleta.

Hodges se come tres.

10

Cuando Janey vuelve con la copia de lacarta, Hodges la dobla y se la mete en elbolsillo interior de la chaqueta.

—El original debería guardarse enuna caja fuerte, si es que tiene una aquí.

—Hay una en la casa de Sugar

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Heights, ¿eso sirve?Probablemente sirve, pero a Hodges

no acaba de gustarle la idea.Demasiados posibles compradoresentrando y saliendo. Lo cual quizá seaun reparo estúpido, pero no puedeevitarlo.

—¿Tiene caja de seguridad en unbanco?

—No, pero podría alquilar una. Tengocuenta en Bank of America, a unasmanzanas de aquí.

—Eso me parecería mejor —responde Hodges ya de camino hacia la

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puerta.—Gracias por aceptar —dice ella, y

le ofrece las dos manos, como si él lahubiese invitado a bailar—. No sabe elalivio que representa para mí.

Él coge las manos que ella le tiende,les da un ligero apretón y se las suelta,pese a que de buena gana se las habríaretenido un poco más.

—Otras dos cosas. En primer lugar,su madre. ¿Con qué frecuencia la visita?

—Día sí, día no, más o menos. Aveces le llevo comida del restauranteiraní que les gustaba a Ollie y a ella…

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el personal de cocina de Sunny Acres notiene inconveniente en calentarla… y aveces le llevo un DVD o dos. Le gustanlas películas antiguas, como las de FredAstaire y Ginger Rogers. Siempre voycon algo, y ella siempre se alegra deverme. Cuando tiene un día bueno, meve. Cuando tiene uno malo, es capaz dellamarme Olivia. O Charlotte. Esa es mitía. También tengo un tío.

—La próxima vez que su madre tengaun día bueno, llámeme e iré a verla.

—De acuerdo. A lo mejor loacompaño. ¿Y cuál es la otra cosa?

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—El abogado que ha mencionado.Schron. ¿Le parece competente?

—Se las sabe todas, o esa impresiónme dio.

—Si llego a averiguar algo, quizáincluso el nombre del individuo, vamosa necesitar a alguien así. Iremos a verlo,le entregaremos las cartas…

—¿Las cartas? Yo solo he encontradouna.

Hodges piensa: «Uy, mierda», yenseguida recupera el control.

—La carta y la copia, quiero decir.—Ah, claro.

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—Si encuentro al individuo,corresponde a la policía detenerlo ypresentar cargos contra él. A Schron lecorresponde asegurarse de que no nosdetienen por meternos donde no nosllaman e investigar por nuestra cuenta.

—Eso sería derecho penal, ¿no? Nosé bien si él se dedica a eso.

—Probablemente no, pero si esbueno, conocerá a alguien que sí sededique. Alguien que sea tan buenocomo él. ¿Estamos de acuerdo en eso?Tenemos que estarlo. Estoy dispuesto ahusmear aquí y allá, pero si se convierte

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en asunto de la policía, lo dejaremos enmanos de la policía.

—Me parece bien —accede Janey. Acontinuación se pone de puntillas, apoyalas manos en los hombros de la chaquetademasiado ajustada de Hodges y leplanta un beso en la mejilla—. Creo quees usted un buen hombre, Bill. Y lapersona indicada para esto.

Hodges siente ese beso mientras bajaen el ascensor. Un grato punto de calor.Se alegra de haberse tomado la molestiade afeitarse antes de salir de casa.

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11

La lluvia plateada caeininterrumpidamente, pero la jovenpareja —¿amantes?, ¿amigos?—permanece seca y resguardada bajo elparaguas azul que pertenece a alguien,probablemente un alguien ficticio,llamado Debbie. Esta vez Hodgesadvierte que es el chico quien parecehablar, y la chica tiene los ojos muyabiertos, como por efecto de lasorpresa. ¿Acaso acaba él de proponerle

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matrimonio?Jerome revienta esta idea romántica

como quien pincha un globo.—Parece una web porno, ¿no?—¿Y qué sabe de webs porno un

futuro estudiante de una universidad deélite como tú?

Sentados uno al lado del otro en eldespacho de Hodges, miran la página deinicio del Paraguas Azul. Odell, el setterirlandés de Jerome, tumbado boca arribadetrás de ellos con las patas traserasextendidas y la lengua colgando a unlado de la boca, mantiene la mirada fija

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en el techo con una plácida expresióncontemplativa. Jerome lo ha llevadohasta ahí atado con la correa, pero soloporque así lo exige la ley dentro de loslímites urbanos. Odell sabe que no leconviene bajarse de la acera y es casitan inofensivo con los transeúntes comopuede serlo un perro.

—Sé lo que sabe usted y lo que sabecualquiera que tenga un ordenador —dice Jerome. Con su pantalón caqui y sucamisa de universitario, y los espesosrizos cortados a cepillo, parece a ojosde Hodges un Barack Obama en joven,

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solo que más alto. Jerome mide un metronoventa y dos. Y lo envuelve el aromatenue y gratamente nostálgico de laloción para después del afeitado OldSpice—. Las webs porno abundan comola mala hierba. Si uno navega por la red,es imposible no encontrárselas. Y lasque tienen nombres en aparienciainocentes son las que tienden a estarcargadas.

—Cargadas ¿de qué?—De la clase de imágenes por las

que uno puede acabar detenido.—Porno infantil, quieres decir.

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—O porno con tortura. El noventa ynueve por ciento del material con látigosy cadenas es falso. El otro uno porciento… —Jerome se encoge dehombros.

—¿Y tú eso cómo lo sabes?Jerome le dirige una mirada: directa,

franca, abierta. No es teatro, él es así, yeso es lo que a Hodges más le gusta delchico. Sus padres son iguales. Incluso suhermana pequeña lo es.

—Señor Hodges, eso lo sabecualquiera. Cualquiera que tenga menosde treinta años, claro.

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—En mis tiempos la gente decía: note fíes de nadie de más de treinta años.

Jerome sonríe.—Yo me fío, pero en lo que se refiere

a ordenadores, muchos de ellos notienen ni idea. Tratan sus máquinas apatadas y esperan que funcionen. Abrenlos adjuntos de los e-mails a pelo.Visitan webs como esta, y de pronto suordenador se pone en plan HAL 9000 yempieza a descargar imágenes deseñoritas de compañía adolescentes ovídeos de terroristas en los que se vecómo decapitan a personas.

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Hodges ha estado a punto depreguntar quién es HAL 9000 —le suenaa apodo de gángster—, pero lo de losvídeos de terroristas lo distrae.

—¿Eso pasa de verdad?—Se ha dado el caso. Y luego… —

Jerome cierra el puño y se golpea lacoronilla con los nudillos—. Toc, toc,toc, tienes a los del Departamento deSeguridad Nacional ante tu puerta. —Abre el puño para poder señalar con undedo a la pareja bajo el paraguas azul—. Por otro lado, esto podría ser solo loque afirma ser, un chat donde personas

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tímidas pueden mantenercorrespondencia electrónica. Ya sabe,ese rollo de los corazones solitarios.Hay por ahí mucha gente buscando amor,señor mío. Veamos.

Tiende la mano hacia el ratón, peroHodges le agarra la muñeca. Jerome lomira con expresión interrogativa.

—No lo mires en mi ordenador —dice Hodges—. Míralo en el tuyo.

—Si me hubiera pedido que trajera elportátil…

—Hazlo esta noche, no hay problema.Y si resulta que desencadenas un virus

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que devora el aparato entero, yo cargocon la compra de uno nuevo.

Jerome le lanza una risueña mirada decondescendencia.

—Señor Hodges, tengo el mejorprograma de detección y prevención devirus que puede comprarse con dinero, yel segundo mejor como respaldo.Cualquier virus que intenta colarse enmis máquinas es aplastado de inmediato.

—Quizá la misión del virus encuestión no sea devorar —señalaHodges. Está pensando en un comentariode la hermana de la señora T: «Es como

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si ese individuo la conociera»—. Quizásea vigilar.

Jerome no parece preocupado; pareceinteresado.

—¿Cómo ha encontrado esta web,señor Hodges? ¿Abandona lajubilación? ¿Está, digamos, en el caso?

Hodges nunca ha echado tanto demenos a Pete Huntley como en esemomento: un compañero de tenis con elque pelotear, solo que con teorías yconjeturas en lugar de con bolas verdespeludas. No le cabe duda de que Jeromepodría cumplir esa función; tiene buena

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cabeza y ha demostrado talentodeductivo… pero le falta un año parapoder votar, cuatro para poder compraruna bebida alcohólica legalmente, y estopodría ser peligroso.

—Solo quiero que eches un vistazo ala web por mí —dice Hodges—. Peroantes investiga un poco en la red. A verqué puedes averiguar al respecto. Loque quiero saber sobre todo es…

—Si tiene un verdadero historial —interrumpe Jerome, haciendo gala unavez más de su admirable capacidaddeductiva—. Un… ¿cómo se llama? Un

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contexto. Quiere asegurarse de que no esun montaje creado solo para usted.

—Oye —dice Hodges—, deberíasdejar de hacer tareas para mí y buscartrabajo en una de esas empresas dereparación de ordenadores.Probablemente ganarías más. Lo que merecuerda que necesitas ponerle precio aeste trabajo.

Jerome se ofende, pero no por elofrecimiento de honorarios.

—Esas empresas son para frikisantisociales. —Echa el brazo atrás yrasca a Odell entre el pelo rojo oscuro.

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El perro, agradecido, menea la cola,aunque posiblemente preferiría unsándwich de carne—. De hecho, algunosmandan a sus empleados de aquí paraallá en Escarabajos Volkswagen. No haynada más friki que eso. ¿ConoceDiscount Electronix?

—Claro —contesta Hodges,acordándose de la circular publicitariaque ha recibido junto con el anónimo.

—Pues a ellos debe de gustarles laidea, porque eso es lo que hacen. Lollaman Ciberpatrulla y sus Volkswagenson verdes. También hay muchos que

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trabajan por su cuenta. Mire en internet:encontrará a doscientos en esta mismaciudad. Creo que me quedo con lasfaena’ que hasé, bwana Hodges.

Jerome sale de Bajo el Paraguas Azulde Debbie y vuelve al salvapantallas deHodges, que resulta ser una foto deAllie, de cuando tenía cinco años y aúnpensaba que su padre era Dios.

—Pero como lo veo preocupado,tomaré precauciones. Tengo un viejoiMac en el armario donde solo haycargados juegos arcade de Atari y unascuantas antiguallas mohosas más. Usaré

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ese para examinar la web.—Buena idea.—¿Puedo hacer algo más por usted

hoy?Hodges se dispone a decir que no,

pero el Mercedes robado de la señora T.sigue causándole desazón. Ahí hay algoque no encaja. Lo intuyó en su día y lointuye todavía más ahora, con talintensidad que casi lo ve. Pero con elcasi uno nunca gana el primer premio enla feria del condado. Eso que no encajaes una pelota que quiere golpear yquiere que alguien se la devuelva.

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—Podrías escuchar una historia —dice. En su cabeza compone ya un relatoimaginario que aborde todos los puntosdestacados. Quién sabe, a lo mejorJerome, con su visión nueva, detectaalgo que a él se le ha pasado por alto.Es poco probable, pero no imposible—.¿Estarías dispuesto a hacer eso?

—Claro.—Pues ponle la correa a Odell. Nos

acercaremos a Big Licks dando unpaseo. Me ha entrado el antojo de uncucurucho de fresa.

—Quizá veamos la camioneta de Mr.

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Tastey antes de llegar allí —dice Jerome—. Ese hombre lleva en el barrio todala semana, y tiene unos helados que sonpara chuparse los dedos.

—Tanto mejor —contesta Hodges, yse pone en pie—. Andando.

12

Pasean cuesta abajo hasta las pequeñasgalerías comerciales en el cruce deHarper Road y Hanover Street, conOdell en medio sin tirar de la correa.

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Ven los edificios que se alzan en elnúcleo urbano, a unos tres kilómetros dedistancia, destacando entre el grupo derascacielos el Centro Cívico y el Centrode Arte y Cultura del Medio Oeste. ElCACMO no es una de las mejorescreaciones de I. M. Pei, en opinión deHodges. Aunque nadie ha pedido suopinión al respecto.

—Bien, ¿de qué va la cosa,mariposa? —pregunta Jerome.

—Verás —dice Hodges—, digamosque cierto individuo tiene una amigadesde hace muchos años, y ella vive en

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el centro. Él por su parte vive enParsonville. —Este es un municipiosituado poco más allá de Sugar Heights,no tan lujoso pero tampoco míseroprecisamente.

—Algunos amigos míos llaman aParsonville «Blanquilandia» —comentaJerome—. Oí a mi padre decirlo unavez, y mi madre le ordenó que no queríaoír ese lenguaje racista.

—Ya. —Los amigos de Jerome, losnegros, probablemente también llaman«Blanquilandia» a Sugar Heights, lo quelleva a Hodges a pensar que de momento

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va por buen camino.Odell se para a examinar las flores de

la señora Melbourne. Jerome tira de élantes de que pueda dejar allí un mensajecanino.

—El caso es que —prosigue Hodges— la amiga de hace muchos años tieneun apartamento en la zona de BransonPark: Wieland Avenue, Branson Street,Lake Avenue, esa parte de la ciudad.

—Tampoco está mal.—No. Él va a verla tres o cuatro

veces por semana. Una o dos noches porsemana la invita a cenar o al cine y se

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queda a dormir en su casa. Cuando va,aparca el coche, un cochazo, un BMW,en la calle, porque es un buen barrio,bien vigilado por la policía, con muchasfarolas de alta intensidad. Además, elaparcamiento es gratuito entre las sietede la tarde y las ocho de la mañana.

—Si yo tuviera un BMW, lo dejaríaen uno de los parkings de la zona ypasaría del aparcamiento gratuito —diceJerome, y vuelve a dar un tirón a lacorrea—. Para ya, Odell, los perrosbuenos no comen de la alcantarilla.

Odell mira por encima del hombro

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con cara de hastío, como diciendo:«¿Qué sabrás tú lo que hacen los perrosbuenos?».

—En fin, los ricos son muy suyos encuestiones de economía —comentaHodges, acordándose de la explicaciónque les dio la señora T. por hacerprecisamente eso.

—Si usted lo dice…Casi han llegado al centro comercial.

En el camino han oído varias veces eltintineo melódico de la camioneta de laheladería, una de ellas muy cerca, peroluego el heladero se ha dirigido hacia

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los complejos de viviendas al norte deHarper Road y el sonido ha vuelto aalejarse.

—Así que un jueves por la noche,como de costumbre, ese hombre va avisitar a su amiga. Como de costumbre,aparca en la calle… allí quedan muchasplazas libres cuando termina la jornadalaboral… y como de costumbre cierra elcoche con el mando. Su amiga y él,dando un paseo, van a un restaurantecercano, disfrutan de una buena cena yvuelven a pie. El coche sigue allí: él love antes de entrar. Se queda a dormir en

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casa de su amiga, y a la mañanasiguiente, cuando sale del edificio…

—Adiós al BMW.Se encuentran ya ante la heladería.

Cerca hay un aparcabicicletas. Jeromeamarra ahí la correa de Odell. El perrose tumba y apoya el hocico en una pata.

—No —corrige Hodges—, sigue ahí.—Considera que esta es una excelentevariación respecto a lo que ocurriórealmente. Casi se lo cree él mismo—.Pero orientado en dirección contraria,porque está aparcado en la otra acera.

Jerome enarca las cejas.

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—Sí, raro, ¿verdad? Ya lo sé. Elhombre, pues, cruza la calle hacia allí.El coche parece intacto, y bien cerrado,tal como lo dejó, solo que aparcado enun sitio distinto. Así que lo primero quehace es comprobar que lleva la llave, yen efecto sigue en su bolsillo. ¿Quédemonios ha pasado, Jerome?

—No lo sé, señor H. Parece un relatode Sherlock Holmes, ¿no? Es unauténtico problema de tres pipas. —Jerome esboza una sonrisa que Hodgesno sabe muy bien cómo interpretar, nisabe si le gusta. Es una sonrisa sagaz.

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Hodges saca la cartera de sus Levi’s(lo del traje está bien, pero es un aliviovolver a ponerse un vaquero y unacamiseta de los Indians). Extrae unbillete de cinco y se lo da a Jerome.

—Ve a por los cucuruchos. Ya meocupo yo de Odell.

—No hace falta. Él se queda aquí tantranquilo.

—No lo dudo, pero mientras estés enla cola, tendrás tiempo para reflexionarsobre mi pequeño enigma. Imagínate queeres Sherlock, eso a lo mejor te ayuda.

—Vale. —Batanga el Negro Zumbón

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aflora a la superficie—: ¡Solo queSherlo’ é u’té! ¡Yo soy el do’tó Watso’!

13

Hay una pequeña zona ajardinada al otrolado de Hanover. Cruzan por elsemáforo, ocupan un banco y observan aun grupo de chicos greñudos desecundaria jugarse la vida y laintegridad física en la pista de skate,construida por debajo del nivel delsuelo. Odell reparte su tiempo entre

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mirar a los chicos y mirar los helados.—¿Has probado a hacer eso alguna

vez? —pregunta Hodges, señalando conel mentón a los temerarios.

—¡Ni hablá! —Jerome le lanza unamirada con los ojos muy abiertos—. Soynegro. En mi tiempo libre tiro a lacana’ta y corro en la pi’ta de senisa deli’tituto. Nosotro’ lo’ negro’ corremo’ queno’ la’ pelamo’, como to’l mundo sabe.

—Creía haberte dicho que dejaras aBatanga en casa. —Hodges se unta eldedo de helado y lo extiende, goteante,hacia Odell, que se lo lame con fruición.

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—¡A vese’ ese mushasho se presentapo’la cara! —afirma Jerome. Y depronto Batanga desaparece, así sin más—. No existen ni el hombre ni la amigani el BMW. Está hablándome delAsesino del Mercedes.

Adiós a la fantasía, pues.—Digamos que sí.—¿Está investigándolo por su cuenta,

señor Hodges?Hodges se detiene a pensarlo, con

sumo cuidado, y luego se repite:—Digamos que sí.—¿La web del Paraguas Azul de

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Debbie tiene algo que ver con eso?—Digamos que sí.Un skater se cae y se pone en pie con

las dos rodillas despellejadas. Uno desus amigos pasa por su lado como unaexhalación, mofándose. El despellejadose palpa una rodilla sangrante con lamano, lanza unas gotitas rojas hacia elque se ha mofado de él y vuelve a rodaren su skate a la vez que exclama:«¡SIDA! ¡SIDA!». El otro lo sigue, soloque ahora ya no se mofa: se parte derisa.

—Bestias —masculla Jerome. Se

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inclina para rascar a Odell detrás de lasorejas y enseguida vuelve a erguirse—.Si quiere hablar de eso…

Abochornado, Hodges contesta:—Ahora ya no sé hasta qué punto…—Lo entiendo —dice Jerome—. En

todo caso he pensado en su problemamientras estaba en la cola, y tengo unapregunta.

—¿Sí?—Ese hombre ficticio del BMW…

¿dónde tenía la llave de repuesto?Hodges se queda totalmente inmóvil,

pensando en lo listo que es el chico.

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Luego ve un hilillo de helado rosadescender por un lado de su cucurucho ylo lame.

—Afirma que nunca ha tenido esallave, digamos.

—Como afirmó la dueña delMercedes.

—Sí. Exactamente igual.—¿Recuerda que antes le he dicho

que mi madre se rebotó con mi padrepor llamar Blanquilandia a Parsonville?

—Sí.—¿Quiere que le cuente qué pasó una

vez que mi padre se rebotó con mi

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madre? ¿La única vez que le oí decir«Típico de una mujer»?

—Si tiene que ver con miproblemilla, adelante.

—Mi madre tiene un ChevroletMalibu. De color rojo manzanacaramelizada. Ya lo habrá visto usteddelante de casa.

—Cómo no verlo.—Mi padre lo compró nuevo a

estrenar hace tres años y se lo regalópara su cumpleaños, cosa que fuerecibida con tremendos chillidos deplacer.

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«Sí —piensa Hodges—, Batanga seha ido definitivamente de paseo.»

—Mi madre lo usa durante todo unaño. Ningún problema. Entonces llega elmomento de renovar el permiso decirculación del coche. Mi padre seofrece a hacerlo por ella un día decamino a casa después del trabajo. Salea buscar la documentación y vuelve conuna llave en la mano. No está furioso,pero sí irritado. Le dice que si deja lallave de repuesto en el coche, alguienpodría encontrarla y llevárselo. Mimadre pregunta dónde la ha encontrado.

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Él le contesta que en una bolsa deplástico de cierre hermético junto con elpermiso de circulación, la tarjeta delseguro y el manual del usuario, que ellanunca ha abierto. Aún conservaba la fajade papel donde dice «Gracias porcomprar su coche nuevo en elconcesionario Chevrolet Lake».

Otro hilillo de helado desciende porel cucurucho de Hodges. Esta vez no seda cuenta ni siquiera cuando llega a sumano y se acumula ahí.

—En la…—En la guantera, sí. Mi padre dijo

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que eso era negligencia, y mi madrecontestó… —Jerome se inclina, fijandosus ojos castaños en los grises deHodges—. Contestó que ni siquierasabía que estaba ahí. Fue entoncescuando él dijo que eso era típico de unamujer. Cosa que a ella no le hizo ningunagracia.

—Seguro que no. —En la cabeza deHodges se ponen en funcionamiento losmás diversos engranajes.

—Mi padre dice: «Cariño, basta conque, en un descuido, no cierres con llaveuna sola vez. Aparece un adicto al

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crack, ve los seguros de las puertasabiertos y decide probar suerte por sihay algo que merezca la pena robar.Mira en la guantera buscando dinero, vela llave en la bolsa de plástico y selarga a ver si encuentra a alguien quequiera comprar en efectivo un Malibucon pocos kilómetros.

—¿Y qué respondió tu madre a eso?Jerome sonríe.—De entrada, le dio la vuelta a la

tortilla. Nadie sabe hacer eso mejor quemi madre. Dice: «Tú compraste el cochey tú lo trajiste a casa. Tú deberías

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habérmelo dicho». Yo estoydesayunando mientras ellos se enzarzanen su pequeña discusión y de buena ganahabría dicho: «Si hubieras consultadoalguna vez el manual del usuario, mamá,aunque solo fuera para saber quésignifican todas esas lucecitas tan monasdel salpicadero…», pero mantengo laboca cerrada. Mis padres no tienenmuchas broncas, pero cuando tienen una,cualquier persona sensata se queda almargen. Eso lo sabe incluso Barbie, ysolo tiene nueve años.

Hodges piensa que también Alison

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debía de saberlo cuando Corinne y élestaban casados.

—Lo otro que dijo mi madre fue queella jamás se olvidaba de cerrar elcoche con llave. Cosa que, por lo quesé, es verdad. En todo caso, la llave estáahora colgada de un gancho en la cocina.A buen recaudo, a salvo, y lista parausarse si alguna vez se pierde la llaveprincipal.

Hodges, inmóvil, mira a los skaterspero no los ve. Está pensando que lamadre de Jerome tenía algo de razón aldecir a su marido que debería haberle

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entregado la llave de repuesto, o almenos hablarle de su existencia. No hayque dar por supuesto que los demásharán inventario y lo encontrarán todopor sí mismos. Pero el caso de OliviaTrelawney era distinto. El coche locompró ella misma, y debería haberlosabido.

Solo que el vendedor probablementela había saturado de información sobreesa nueva adquisición tan cara; era algoque solía ocurrir. Cuándo cambiar elaceite, cómo utilizar el control decrucero, cómo utilizar el GPS, no

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olvidarse de dejar la llave de repuestoen un lugar seguro, así se enchufa elteléfono móvil, aquí está el número parallamar a asistencia en carretera por si lonecesita, con el mando de los farostotalmente a la izquierda se enciende elsensor de luminosidad.

Hodges recordó que él mismo, alcomprar su primer coche nuevo, escuchócomo quien oye llover al individuomientras le daba las instruccionesposteriores a la venta —ajá, sí, deacuerdo, capto—, impaciente por sacara la calle su nueva adquisición, por

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disfrutar del paseo libre de ruido y porinhalar ese incomparable olor a cochenuevo que para el comprador es elaroma del dinero bien empleado. Pero laseñora T. era una mujer obsesivacompulsiva. Hodges creía posible queella hubiera pasado por alto la llave derepuesto y la hubiera dejado en laguantera, pero si se había llevado lallave principal aquel jueves por lanoche, ¿no habría bloqueado también laspuertas? Ella insistió en que sí, lomantuvo hasta el final, y la verdad eraque si se paraba a pensarlo…

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—¿Señor Hodges?—Con las llaves modernas, es un

sencillo proceso en tres pasos, ¿no? —dice—. Paso uno, apagar el motor. Pasodos, retirar la llave del contacto. Sitienes la cabeza en otra parte y teolvidas del paso dos, hay un avisadorque te lo recuerda. Paso tres, cerrar lapuerta y pulsar el botón con el icono delcandado. Teniendo la llave en la mano,¿por qué iba uno a olvidarse de eso? Unmétodo antirrobo a prueba de tontos.

—Muy cierto, señor H., pero algunosson tan tontos que se olvidan igualmente.

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Hodges está demasiado absorto en suspensamientos para discrepar.

—Ella no era nada tonta. Nerviosa ycon tics sí, pero no idiota. Si se llevó lallave, casi me veo en la obligación deaceptar que cerró el coche. Y noforzaron el coche. O sea que aun si deverdad dejó la llave de repuesto en laguantera, ¿cómo accedió a ella eseindividuo?

—Es, pues, el misterio de un cochecerrado, no de una habitación cerrada.¡Entonse’ é un problema de cuatropipa’!

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Hodges no contesta. Da vueltas y másvueltas al asunto. Ahora le pareceevidente que la llave de repuesto podríahaber estado en la guantera, pero¿plantearon alguna vez esa posibilidadPete o él? Está casi seguro de que no.¿Porque pensaban como hombres? ¿Oporque, irritados por la negligencia dela señora T., querían cargarle la culpa?Y tenía la culpa, ¿o no?

«No si realmente cerró su coche»,piensa.

—Señor Hodges, ¿qué tiene que verla web del Paraguas Azul con el

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Asesino del Mercedes?Hodges sale de su ensimismamiento,

aunque, de tan abstraído como estaba, lecuesta lo suyo.

—Ahora no quiero hablar de eso,Jerome.

—¡Pero a lo mejor yo puedoayudarlo!

¿Ha visto alguna vez a Jerome tanentusiasmado? Quizá en una ocasión,cuando el equipo de debate quecapitaneaba en su segundo año deinstituto ganó el campeonato municipal.

—Investiga esa web, y así me

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ayudarás —dice Hodges.—No quiere contármelo porque soy

muy joven. Es eso, ¿no?Es parte de la razón, pero Hodges no

tiene intención de reconocerlo. Y da lacasualidad de que hay algo más.

—No es tan sencillo. Verás, yo ya nosoy policía, e investigar lo del CentroCívico bordea el límite de lo ilegal. Siaveriguo algo y no informo a mi antiguocompañero, que es ahora el inspector acargo del caso del Asesino delMercedes, habré rebasado ese límite. Tútienes un gran futuro por delante,

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incluida la posibilidad de entrar encualquier universidad a la que decidashonrar con tu presencia. ¿Qué voy adecir yo a tus padres si mis actos danpie a una investigación, y tú te vesenvuelto, quizá como cómplice?

Jerome permanece en silencio,asimilando lo que acaba de oír. Luegoda la punta del cucurucho a Odell, quelo acepta con avidez.

—Lo entiendo.—¿Sí?—Sí.Jerome se levanta y Hodges hace lo

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mismo.—¿Seguimos siendo amigos?—Claro. Pero si cree que puedo

ayudarlo, prométame que me lo dirá. Yaconoce el dicho: Dos cabezas piensanmejor que una.

—Trato hecho.Se ponen en marcha cuesta arriba. Al

principio Odell camina entre ellos comoantes, pero al cabo de un rato empieza atirar porque Hodges va cada vez másdespacio. Además, respira condificultad.

—Tengo que perder un poco de peso

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—comenta a Jerome—. ¿Sabes? El otrodía se me rompió por detrás un pantalónque estaba impecable.

—Sí, puede que le fuera bien perderunos cinco kilos —responde Jeromediplomáticamente.

—Multiplica eso por dos y estarásmucho más cerca.

—¿Quiere parar a descansar unmomento?

—No.El propio Hodges se da cuenta de su

infantilismo. Pero lo del peso lo dice enserio; en cuanto llegue a casa, tirará al

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cubo de la basura todos esos dichosostentempiés que tiene en la nevera y losarmarios de la cocina. Luego piensa:«Mejor a la trituradora. Es fácil flaqueary sacar las cosas del cubo».

—Jerome, sería conveniente que nocomentaras nada respecto a mi pequeñainvestigación. ¿Puedo contar con tudiscreción?

—Plenamente —contesta Jerome sinvacilar—. Soy una tumba.

—Bien.Al cabo de una manzana, la camioneta

de Mr. Tastey recorre con su tintineo

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Harper Road y enfila Vinson Lane.Jerome saluda con la mano. Hodges nove si el heladero contesta.

—Ahora aparece —dice Hodges.Jerome se vuelve y le sonríe.—El heladero es como la policía.—¿Eh?—Nunca están cuando los necesitas.

14

Brady sigue su ruta, respetando el límitede velocidad (aquí en Vinson Lane

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treinta kilómetros por hora), casi sin oírel estridente tintineo de Buffalo Galsprocedente de los altavoces instaladosen el techo. Lleva un suéter debajo de lachaqueta de Mr. Tastey porque la carga,a sus espaldas, está fría.

«Como mi mente —piensa—. Con ladiferencia de que el helado está solofrío. Mi mente, además, es analítica. Esuna máquina. Un Mac lleno de gigaselevados a un gúgolplex.»

Fija esa mente en lo que acaba de ver:el ex poli gordo sube por Harper RoadHill acompañado de Jerome Robinson y

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el setter irlandés con nombre de negro.Jerome lo ha saludado con la mano, yBrady le ha devuelto el gesto, porqueesa es la manera de pasar inadvertido.Como escuchar las interminablesperoratas de Freddi Linklatter sobre lodura que es la vida para una lesbiana enun mundo heterosexual.

Gustavo William Hodges, alias«Ojalá Fuera Joven», y JeromeRobinson, alias «Ojalá Fuera Blanco».¿De qué hablaba la Extraña Pareja? Esoes sí le gustaría saberlo a BradyHartsfield. A lo mejor se entera si el

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poli muerde el anzuelo e inicia unaconversación en el Paraguas Azul deDebbie. Desde luego dio resultado conla ricacha; en cuanto empezó a hablar,no hubo manera de hacerla callar.

El Ins. Ret. y su criado morenito.También Odell. No nos olvidemos de

Odell. Jerome y su hermanita quierenmucho al perro. Se quedaríandesconsolados si le pasara algo.Probablemente no le pase nada, peroquizá investigue en la red algún venenomás cuando llegue a casa esta noche.

Esas ideas siempre andan rondándole

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por la cabeza: son los pájaros en suazotea. Esta mañana en DE, mientrasinventariaba otro cargamento de DVDtirados de precio (por qué llegan más almismo tiempo que pretenden liquidar lasexistencias es un misterio que nunca seresolverá), se le ha ocurrido que podíautilizar su chaleco bomba para asesinaral presidente, el señor Barack Obama,alias «Ojalá Fuera Blanco». Sería unfinal glorioso. Barack visita confrecuencia este estado, porque esimportante dentro de su estrategia decara a la reelección. Y cuando viene al

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estado, viene a esta ciudad. Da un mitin.Habla de la esperanza. Habla delcambio. Ra-ra-ra, bla-bla-bla. Bradyestaba maquinando un plan para evitarlos detectores de metal y los controlesaleatorios cuando Tones Frobisher lo hallamado por el intercomunicador y le hadicho que tenía un servicio a domicilio.Una vez en la calle, cuando iba alvolante de uno de los Volkswagenverdes de la Ciberpatrulla, pensaba yaen otra cosa. En Brad Pitt, para serexactos. Ese puto ídolo de la masa.

Pero a veces se mantiene firme en sus

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ideas.Un niño regordete se acerca a todo

correr por la acera agitando un billete.Brady se detiene.

—¡Lo quiero de chocolate! —bramael crío—. ¡Y lo quiero con fideos decaramelo!

«Marchando, culigordo repelente —piensa Brady, y despliega su sonrisa másamplia y encantadora—. Jódete elcolesterol todo lo que quieras, te doyhasta los cuarenta. ¿Y quién sabe? A lomejor sobrevives al primer infarto.Aunque eso no te detendrá, no señor. No

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en un mundo lleno de cervezas yhamburguesas y helados de chocolate.»

—Marchando, amiguito. Uno dechocolate con fideos de caramelo almomento. ¿Cómo va el cole? ¿Sacasmuchos sobresalientes?

15

Esa noche la televisión no se enciendeen el 63 de Harper Road, ni siquierapara el noticiario de la noche. Tampocoel ordenador. Hodges prefiere sacar su

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fiel bloc pautado. Janelle Patterson le hadicho que era de la vieja escuela. Y loes, y no se disculpa por ello. Así escomo ha trabajado siempre, así es comose siente más cómodo.

Sentado en ese maravilloso silenciosin televisor, relee la carta que le envióMr. Mercedes. A continuación lee la querecibió la señora T. Pasa de una a otradurante una hora o más, examinándolaslínea por línea. Como la carta de laseñora T. es una copia, anotacomentarios en los márgenes y trazacírculos en torno a ciertas palabras con

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entera libertad.Concluye esta parte de su

procedimiento leyendo las cartas deviva voz. Emplea voces distintas,porque Mr. Mercedes ha adoptado dospersonalidades distintas. La carta quellegó a Hodges destila regodeo yarrogancia. Ja ja, viejo idiota yacabado —insinúa—. No tienesninguna razón para vivir, y tú lo sabes.¿Por qué no te matas de una vez, ylistos? El tono utilizado en la carta aOlivia Trelawney es apocado ymelancólico, impregnado de

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remordimientos y cuentos de malostratos en la infancia, pero aquí tambiénestá presente la idea del suicidio, estavez expresado en forma de compasión:Me hago cargo. Lo entiendoperfectamente, porque yo siento lomismo.

Al final guarda las cartas en unacarpeta con el rótulo ASESINO DELMERCEDES en la etiqueta. No contienenada más, por lo cual es muy delgada,pero si Hodges conserva las aptitudespara su trabajo, aumentará de grosor amedida que añada una hoja de

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anotaciones tras otra.Permanece sentado un cuarto de hora

con las manos cruzadas sobre la ampliacintura, como un Buda en meditación.Después se acerca el bloc y empieza aescribir.

«Creo que tenía razón en cuanto a lamayoría de las pistas estilísticas falsas.En la carta dirigida a la señora T. noutiliza signos de admiración, ni palabrascon mayúscula, ni muchos párrafos deuna sola frase (en los del final busca unefecto dramático). Me equivocabarespecto a las comillas, eso sí le gusta.

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También es aficionado a subrayar. Puedeque en definitiva no sea tan joven, quizáme equivocaba en eso…»

Pero piensa en Jerome, queprobablemente ha olvidado ya máscosas acerca de los ordenadores einternet de las que el propio Hodgesllegará a aprender nunca. Y en JaneyPatterson, que sabía cómo escanear lacarta de su hermana para hacer unacopia, y que usa Skype. Janey Patterson,que tiene casi veinte años menos que él.

Coge otra vez el bolígrafo.«… pero no lo creo. Probablemente

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no sea un adolescente (aunque no puededescartarse), pero pongamos que tieneentre veinte y treinta y cinco años. Eslisto. Buen vocabulario, un nivel deredacción alto.»

Repasa las cartas todavía una vez másy anota algunas de esas expresiones bienredactadas: «correteaba de aquí paraallá como un ratón», «mermelada defresa en un saco de dormir», «casi todaslas personas son borregos, y losborregos no comen carne».

Nada que pudiera eclipsar a PhilipRoth, pero Hodges considera que esas

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frases revelan cierto talento. Encuentrauna más y la escribe debajo de las otras:«¿Qué ha hecho la policía por ustedaparte de agobiarla y ocasionarle nochesde insomnio?».

Golpetea el papel con la punta delbolígrafo por encima de esto, creandouna constelación de diminutos puntosazules. Piensa que la mayoría de la gentediría «provocarle noches de insomnio»o «darle noches de insomnio», pero Mr.Mercedes no se conformó con eso,porque es un jardinero plantando lassemillas de la duda y la paranoia. Ellos

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van a por usted, señora T., y no les faltarazón, ¿verdad que no? Porque usted sedejó la llave olvidada. Eso dice lapolicía; eso digo yo también, y yo estabaallí. ¿Cómo podemos estar equivocadostanto ellos como yo?

Hodges anota estas ideas, lasencuadra, y luego pasa la hoja.

«El mejor rasgo para la identificaciónsigue siendo MAREANTE porMALEANTE, que usa en las dos cartas,pero también puede observarse cómoJUNTA PALABRAS: “malostratos” enlugar de “malos tratos”;

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“malremunerado” en lugar de “malremunerado”. Si consigo identificar aeste individuo y sacarle una muestra deescritura, puedo trincarlo.»

Huellas dactilares estilísticas comoesas no bastarían para convencer a unjurado, pero ¿y al propio Hodges? Sinduda.

Se recuesta otra vez, con la cabezaladeada, la vista fija en nada. Permaneceajeno al paso del tiempo; para Hodges,el tiempo, que tanto le pesaba desde lajubilación, ahora ha dejado de existir.De pronto se echa hacia delante,

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arrancando a la silla de oficina unchillido de protesta que ni siquiera oye,y escribe en grandes mayúsculas: «¿HAESTADO VIGILANDO MR.MERCEDES?».

Hodges tiene la casi total certeza deque sí. Ese es su modus operandi.

Siguió la campaña de denigración deque fue víctima la señora Trelawney amanos de la prensa, vio sus dos o tresapariciones en los informativos detelevisión (escuetas y pocofavorecedoras, dichas aparicionesdejaron por los suelos su índice de

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popularidad, ya de por sí bajo). Tambiénes posible que pasara en cochereiteradamente por delante de la casa dela señora T. Hodges tendrá que hablarde nuevo con Radney Peeples yaveriguar si él o algún otro empleado deVigilante vieron circular determinadoscoches por el vecindario de la señoraTrelawney en Sugar Heights durante susúltimas semanas, antes de que liara losbártulos. Y alguien pintó PUTAASESINA en uno de los pilares de suverja. ¿Cuánto tiempo transcurrió desdeentonces hasta el suicidio? Tal vez la

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pintada era del propio Mr. Mercedes. Ynaturalmente podía haberla conocidomejor, mucho mejor, si ella habíaaceptado la invitación de encontrarsebajo el Paraguas Azul.

«Por otro lado estoy yo», piensa, ymira el final de la carta dirigida a él:«No me gustaría que empezara a pensaren su arma», seguido de «Pero sí piensaen ella, ¿verdad?». ¿Se refiere Mr.Mercedes a su teórica armareglamentaria, o ha visto el 38 con elque a veces juguetea Hodges? Esimposible saberlo, pero…

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«Pero creo que sí —se dice—. Sabedónde vivo, desde la calle se ve misalón, y creo que lo ha visto.»

La idea de haber sido observadodespierta en Hodges excitación más quetemor o vergüenza. Si pudiera estableceruna correspondencia entre algúnvehículo detectado por los hombres deVigilante y un vehículo que haya pasadoun tiempo excesivo en Harper Road…

En ese preciso momento suena elteléfono.

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16

—Hola, señor H.—¿Qué hay, Jerome?—Estoy bajo el Paraguas.Hodges deja el bloc a un lado. Ahora

las cuatro primeras páginas contienennotas deshilvanadas, las tres siguientesun denso resumen del caso, como en losviejos tiempos. Se retrepa en la silla.

—Veo que no se te ha comido elordenador, pues.

—No. Nada de gusanos, nada devirus. Y ya he recibido cuatro

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propuestas para hablar con nuevosamigos. Una desde Abilene, Texas. Diceque se llama Bernice, pero puedollamarla Berni. Así como suena,acabado en «i». Parece un encanto dechica, y no diré que no me tiente, peroposiblemente es un travesti de Bostonque vive con su madre y trabaja dedependiente en una zapatería. Internet,tío… es una caja mágica.

Hodges sonríe.—Empezaré por el contexto, que he

encontrado en parte hurgando en elpropio internet, y sobre todo gracias a

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un par de pirados de la informática,amigos míos ya universitarios. ¿Listo?

Hodges vuelve a coger el bloc y pasala hoja para seguir anotando en unanueva.

—Suéltalo. —Que es exactamente lomismo que decía a Pete Huntley cuandoeste llegaba con información sobre uncaso.

—Vale, pero primero… ¿sabe cuál esel bien más preciado en internet?

—Pues no. —Y acordándose de JaneyPatterson, añade—: Soy de la viejaescuela.

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Jerome se ríe.—Y que lo diga, señor Hodges. Es

parte de su encanto.—Gracias, Jerome —responde

irónicamente.—El bien más preciado es la

privacidad, y eso es lo que ofrecen elParaguas Azul de Debbie y otras webspor el estilo. A su lado, facebook pareceuna línea de teléfono compartida allá enlos años cincuenta. Desde el 11-S hanaparecido cientos de webs cuyoprincipal objetivo es garantizar laprivacidad. Fue entonces cuando varios

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gobiernos del primer mundo empezarona fisgonear en serio. Los que están en elpoder le tienen miedo a la red, y conrazón. La cuestión es que muchas deestas webs con PE, que significa«privacidad extrema», operan desdeCentroeuropa. Son a internet lo queSuiza a las cuentas bancarias. ¿Mesigue?

—Sí.—Los servidores del Paraguas Azul

están en Olovo, un pueblo bosnio quehasta el año 2005 poco más o menos fueconocido sobre todo por las peleas entre

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toros. Servidores encriptados.Hablamos de niveles comparables a losde la NASA, ¿vale? El rastreo esimposible, a menos que la Agencia deSeguridad Nacional o la Kang Sheng,que es la versión china de la Agencia deSeguridad Nacional, tengan algúnsoftware supersecreto que nadie másconoce.

«Y aunque lo tengan —piensa Hodges—, no van a usarlo en un caso como eldel Asesino del Mercedes.»

—He aquí otra característica de esaswebs, especialmente útil en estos

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tiempos en que los escándalos porsexteo son el pan de cada día. A ver,señor H., ¿alguna vez ha encontrado algoen internet, como una foto o un artículode un periódico, que quería imprimir, yno ha podido?

—Más de una vez, sí. Das la orden deimprimir, y la Vista Previa de Impresiónsolo muestra una página en blanco. Esde lo más molesto.

—Pues lo mismo pasa en el ParaguasAzul de Debbie. —A Jerome, más quemolestarlo, parece despertarleadmiración—. Mi nueva amiga Berni y

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yo hemos cruzado unos cuantosmensajes… qué tal tiempo hace allí,cuáles son tus grupos preferidos, en fin,esas cosas, ya sabe… y cuando heintentado imprimir la conversación, mehan salido unos labios con un dedoencima y el texto: CHISSS. —Jerome lodeletrea para asegurarse de que Hodgeslo entiende—. Es posible tenerconstancia de la conversación…

«Eso seguro», piensa Hodges,lanzando una mirada afectuosa a lasanotaciones de su bloc.

—… pero habría que sacar fotos de

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la pantalla o algo así, lo cual es unpeñazo. Se da cuenta de lo que quierodecir con eso de la privacidad, ¿no?Esta gente se lo toma en serio.

Hodges se da cuenta. Salta a laprimera página del bloc y traza uncírculo alrededor de una de sus primerasanotaciones: CONOCIMIENTOS DEINFORMÁTICA (¿MENOS DE 50AÑOS?).

—Cuando se accede, aparece laopción habitual: INTRODUCE TUNOMBRE DE USUARIO oREGÍSTRATE AHORA. Como yo no

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tenía nombre de usuario, he clicadoREGÍSTRATE AHORA y he conseguidouno: soy batanga40. Luego hay querellenar un cuestionario: edad, sexo,aficiones, cosas así, después hay que darel número de tarjeta de crédito. Cuestatreinta dólares al mes. Lo he hechoporque confío en su capacidad dereembolso.

—Tu confianza será recompensada,hijo mío.

—El ordenador se lo piensa duranteunos noventa segundos o algo así: elParaguas Azul gira y la pantalla dice

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CLASIFICANDO. Al final aparece unalista de personas con aficionesparecidas a las tuyas. Eliges a unaspocas y en cuestión de minutos estáschateando a toda mecha.

—¿La gente podría usar eso paraintercambiar porno? Sé que eldescriptor dice que no, pero…

—Podría usarse para intercambiarfantasías, pero no fotos. Aunque sí hevisto que los bichos raros… pederastas,fetichistas del aplastamiento, cosasasí… pueden usar el Paraguas Azul paradirigir a amigos de inclinaciones

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parecidas hacia webs donde es posibleacceder a imágenes ilegales.

Hodges está a punto de preguntar quées eso de los «fetichistas delaplastamiento», pero de pronto decideque prefiere no saberlo.

—En su mayor parte, pues, no es másque chateo inocente.

—Bueno…—Bueno ¿qué? —pregunta Hodges.—Se me ocurre que los chiflados

podrían utilizar la web paraintercambiar información chunga, comoprocedimientos para construir bombas y

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cosas así.—Pongamos que tengo ya un nombre

de usuario. ¿Qué pasa entonces?—¿Lo tiene? —El entusiasmo asoma

de nuevo a la voz de Jerome.—Pongamos que sí.—Eso dependería de si acaba de

inventárselo o si lo ha conseguido dealguien que quiere chatear con usted.Por ejemplo, si se lo han dado porteléfono o e-mail.

Hodges sonríe. Jerome, un auténticohijo de su tiempo, nunca se ha planteadola posibilidad de que la información

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pudiera transmitirse por medio de unvehículo tan decimonónico como unacarta.

—Pongamos que se lo ha dado otrapersona —prosigue Jerome—. Comopor ejemplo el tío que robó el coche deesa mujer. Como si quisiera quizá hablarcon usted sobre lo que hizo.

Jerome espera. Hodges calla, perorebosa admiración.

Tras unos segundos de silencio,Jerome continúa.

—No puede echarme en cara que lointente. En fin, usted coge e introduce el

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nombre de usuario.—¿Cuándo pago los treinta dólares?—No los paga.—¿Por qué no?—Porque otro los ha pagado ya por

usted. —Jerome adopta ahora un tonocircunspecto, muy serio—.Probablemente no hace falta que leaconseje prudencia, pero lo haré detodos modos. Porque si ya tiene unnombre de usuario, ese tío estáesperándolo.

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17

Brady se detiene de camino a casa paracomprar la cena (esta noche sándwiches«submarino» de Little Chef), pero sumadre duerme la mona en el sofá. En latele dan otro de esos reality shows, unoen el que se reúne a unas cuantasjóvenes despampanantes y se las pone adisposición de un guaperas soltero queaparenta el coeficiente intelectual de unalámpara de pie. Brady ve que su madreya ha cenado… más o menos. En lamesita de centro hay una botella medio

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vacía de Smirnoff y dos latas de téadelgazante NutraSlim. «Una meriendacena en el infierno», piensa él, pero almenos está vestida: vaqueros y unasudadera del City College.

Por si acaso, desenvuelve uno de lossándwiches y lo desplaza bajo la narizde su madre, pero ella solo resopla yaparta la cabeza. Decide comérselo él yguardar el otro en su nevera particular.Cuando regresa del garaje, el guaperassoltero pregunta a uno de sus potencialesjuguetes sexuales (una rubia, claro está)si le gusta cocinar en el desayuno. La

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rubia, sonriendo como una boba,contesta: «¿A ti te gustan las cosascalientes por la mañana?».

Sosteniendo el plato con el sándwich,observa a su madre. Sabe que existe laposibilidad de que una tarde, al volver acasa, se la encuentre muerta. Inclusopodría darle una ayudita: bastaría contaparle la cara con un cojín. No sería elprimer asesinato que se cometía en esacasa. Si se decidía a hacerlo, ¿su vidamejoraría o empeoraría?

Su mayor temor —no expresado perosuspendido bajo la superficie de su

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mente consciente— es que no cambiaranada.

Baja al sótano y enciende con la vozlas luces y los ordenadores. Se sientafrente al Número Tres y accede alParaguas Azul de Debbie, convencidode que a estas alturas el ex poli gordo yahabrá mordido el anzuelo.

No hay nada.Se golpea la palma de una mano con

el puño de la otra. Siente una sordapalpitación en las sienes, augurio de undolor de cabeza, una migraña que bienpodría mantenerlo en vela media noche.

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Cuando esos dolores de cabeza sepresentan, la aspirina no tiene el menorefecto. Los llama «Pequeñas Brujas»,solo que a veces las Pequeñas Brujasson grandes. Sabe que hay pastillas queteóricamente alivian los dolores decabeza como los suyos —lo hainvestigado en internet—, pero no esposible conseguirlas sin receta, y aBrady lo aterrorizan los médicos. ¿Y siuno de ellos descubriera que tiene untumor cerebral? ¿Un glioblastoma, que,según Wikipedia, es el peor? ¿Y si esees el motivo por el que mató a toda

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aquella gente en la feria de empleo?«No seas idiota, un glio habría

acabado contigo hace meses.»De acuerdo, pero ¿y si el médico

dictaminara que las migrañas sonindicio de una enfermedad mental?¿Esquizofrenia paranoide o algo así?Brady reconoce que tiene unaenfermedad mental, claro que sí: unapersona normal no embiste con un cochea una muchedumbre ni se planteaeliminar al presidente de EstadosUnidos con un atentado suicida. Unapersona normal no mata a su hermano

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menor. Un hombre normal no se detieneante la puerta de su madre,preguntándose si está desnuda.

Pero a un hombre anormal no le gustaque los demás sepan que es anormal.

Apaga el ordenador y deambula porla sala de control. Coge la Cosa Dos yvuelve a dejarla en su sitio. Ni siquieraeso es original, ha descubierto; losladrones de coches llevan usandoartefactos como ese desde hace años.No se ha atrevido a utilizarlo desde laúltima vez que lo empleó en elMercedes de la señora Trelawney, pero

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quizá sea hora de sacar de su retiro a laCosa Dos, esa maravilla: es increíble loque la gente deja en el coche. Usar laCosa Dos es un poco peligroso, pero nomucho. No si anda con cuidado, y Bradypuede ser muy cuidadoso.

Ese puto ex poli, ¿por qué no hamordido el anzuelo?

Brady se frota las sienes.

18

Hodges no ha mordido el anzuelo

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porque es consciente de lo que está enjuego: el bote entero de apuestas. Siescribe el mensaje equivocado, nuncavolverá a tener noticia de Mr. Mercedes.Por otro lado, si hace lo que Mr.Mercedes sin duda prevé —esfuerzostímidos y torpes para descubrir suidentidad—, el muy hijo de puta, el muymanipulador, lo tendrá a su merced.

La pregunta que debe contestar antesde empezar es muy sencilla: ¿quién va aser el pez, y quién va a ser el pescadoren esta relación?

Tiene que escribir algo, porque el

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Paraguas Azul es su único cauce. Nopuede valerse de ninguno de susantiguos recursos policiales. Las cartasque Mr. Mercedes escribió a OliviaTrelawney y a él mismo no sirven denada sin un sospechoso. Además, unacarta es solo una carta, en tanto que unchat es…

—Un diálogo —dice en voz alta.Pero necesita un cebo. El cebo más

apetecible que quepa imaginar. Podríafingir que está al borde del suicidio; nole costaría mucho, porque lo ha estadohasta fecha reciente. Está seguro de que

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unas reflexiones sobre la atracción de lamuerte inducirían a hablar a Mr.Mercedes durante un tiempo, pero¿cuánto tardaría en darse cuenta de quejugaba con él? Este no es un colgado sindos dedos de frente convencido de quela policía de verdad va a poner a sudisposición un millón de dólares y un747 para llevarlo a El Salvador. Mr.Mercedes es un individuo muyinteligente que casualmente está loco.

Hodges se coloca el bloc sobre elregazo y lo abre por una página enblanco. Hacia la mitad escribe cuatro

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palabras en mayúsculas:

TENGO QUE DARLE CUERDA

Dibuja un recuadro alrededor, añadeel bloc a la documentación del caso ycierra la carpeta, cada vez más gruesa.Se queda ahí sentado por un momento,contemplando el salvapantallas, una fotode su hija, que ya no tiene cinco años yya no cree que él es Dios.

—Buenas noches, Allie.Apaga el ordenador y se va a la cama.

No espera dormir, pero enseguida lo

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vence el sueño.

19

A las 2.19 horas según el reloj de lamesilla de noche se despierta con larespuesta en la cabeza, tan clara como elletrero de neón de un bar. Entraña suriesgo pero es el camino acertado, unade esas cosas que uno hace sin la menorvacilación o no hace. Va a su despacho,un fantasma grande y pálido encalzoncillos bóxer. Enciende el

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ordenador. Accede al Paraguas Azul deDebbie y clica ¡ENTRA AHORA!

Aparece una nueva imagen. Esta vezla joven pareja, montada en lo queparece una alfombra mágica, flota sobreun mar infinito. Cae la lluvia plateada,pero ellos están secos y a resguardobajo el paraguas azul. Hay dos botonesdebajo de la alfombra: REGÍSTRATEAHORA a la izquierda e INTRODUCETU NOMBRE DE USUARIO a laderecha. Hodges clica en INTRODUCETU NOMBRE DE USUARIO y en lacasilla que aparece escribe

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ranagustavo19. Pulsa intro y pasa a unanueva pantalla. En ella se lee estemensaje:

¡asemerc quiere chatear contigo!¿Quieres chatear con asemerc?S N

Desplaza el cursor hasta S y pulsa el

botón izquierdo del ratón. Aparece unrecuadro para el mensaje. Hodgesescribe rápidamente, sin vacilar.

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20

A cinco kilómetros de allí, enNorthfield, en el número 49 de ElmStreet, Brady Hartsfield no puededormir. Siente un martilleo en la cabeza.Piensa: «Frankie. Mi hermano, que teníaque haber muerto cuando se atragantócon el trozo de manzana. La vida habríasido mucho más sencilla si las cosashubieran ocurrido de esa manera».

Piensa en su madre, que a veces seolvida de ponerse el camisón y duermeen cueros.

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Sobre todo piensa en el ex poli gordo.Finalmente se levanta y sale de su

habitación y, deteniéndose un momentofrente a la puerta de su madre, escuchasus ronquidos. El sonido menos eróticodel universo, se dice, y aun así se hadetenido. Luego baja por la escalera,abre la puerta del sótano y la cierradespués de entrar. De pie en laoscuridad, dice: «Control». Pero tiene lavoz demasiado ronca y la oscuridad nose disipa. Se aclara la garganta y pruebaotra vez: «¡Control!».

Las luces se encienden. Caos activa

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sus ordenadores y oscuridad interrumpela cuenta atrás en las siete pantallas. Sesienta ante el Número Tres. Entre losdiversos iconos hay un pequeñoparaguas azul. Lo clica, sin darse cuentade que ha estado conteniendo larespiración hasta que suelta el aire enuna exhalación larga y áspera.

¡ranagustavo19 quiere chatearcontigo!¿Quieres chatear conranagustavo19?S N

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Brady marca S y se inclina hacia

delante. Conserva por un momento laexpresión de avidez, hasta que laperplejidad se adueña de él. Después,mientras lee una y otra vez el escuetomensaje, la perplejidad da paso primeroal enfado y luego a la pura cólera.

En la vida he visto muchasconfesiones falsas, pero esta lassupera a todas.Estoy retirado pero no soy tonto.Ciertas pruebas ocultas

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demuestran que no eres elAsesino del Mercedes.Vete a la mierda, capullo.

Brady siente un impulso casi

irrefrenable de asestar un puñetazo a lapantalla, pero se contiene. Sentado en susilla, tiembla de la cabeza a los pies.Tiene los ojos muy abiertos en unaexpresión de incredulidad. Transcurreun minuto. Dos. Tres.

«Enseguida me levanto —piensa—.Me levanto y vuelvo a la cama.»

Pero ¿eso de qué va a servirle? No

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podrá dormir.—Gordo de mierda —susurra sin

darse cuenta de que unas lágrimascalientes han empezado a derramarse desus ojos—. Gordo de mierda, pedazo deinútil, imbécil. ¡Fui yo! ¡Fui yo! ¡Fuiyo!

Ciertas pruebas ocultasdemuestran…

Eso es imposible.Se aferra a la necesidad de hacer

daño al ex poli gordo, y con esa idea en

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la cabeza recupera la capacidad depensar. ¿Cómo podía hacerle daño? Selo plantea durante casi media hora,analizando y rechazando variasposibilidades. La solución, cuando se leocurre, es de una elegante sencillez. Elamigo del ex poli gordo —el únicoamigo, por lo que Brady ha podidocomprobar— es un negrito con nombrede blanco. ¿Y en qué deposita su afectoel negrito? ¿En qué deposita su afectotoda su familia? En el setter irlandés,claro. En Odell.

Brady recuerda su anterior fantasía

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sobre el envenenamiento de unoscuantos litros de los mejores helados deMr. Tastey, y se echa a reír. Entra eninternet y empieza a investigar.

«Con la debida diligencia», piensa, ysonríe.

En algún momento cae en la cuenta deque se le ha pasado el dolor de cabeza.

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CEBOENVENENADO

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1

Brady Hartsfield no necesita muchotiempo para decidir cómo envenenar alcompañero canino de Jerome Robinson,Odell. Resulta oportuno el hecho de queBrady sea también Ralph Jones, unindividuo imaginario lo bastante real —y provisto de una tarjeta Visa con unlímite de crédito bajo— para comprarartículos en sitios como Amazon y eBay.

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La mayoría de la gente no sabe lo fácilque es inventar una identidad falsautilizable en internet. Basta con pagarlas facturas. Si no las pagas, todo puededesvelarse precipitadamente.

Bajo el nombre de Ralph Jonesencarga una lata de un kilo de raticida yda la dirección de entrega de Ralphie, laoficina del servicio de correos SpeedyPostal, que está cerca de DiscountElectronix.

El principio activo del raticida es laestricnina. Brady consulta en internet lossíntomas del envenenamiento por

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estricnina y le complace descubrir queOdell pasará un mal rato. Unos veinteminutos después de ingerirla, empiezana producirse espasmos musculares en elcuello y la cabeza. Enseguida sepropagan por el resto del cuerpo. Laboca se dilata en una sonrisa (al menosen los humanos; en cuanto a los perros,Brady no sabe). Puede haber vómitos,pero para entonces gran parte delveneno se ha absorbido ya y esdemasiado tarde. Las convulsiones seimponen y se agravan hasta que lacolumna vertebral se convierte en un

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arco duro y permanente. A veces elespinazo incluso llega a partirse.Cuando sobreviene la muerte —ya unalivio, Brady no lo duda— es resultadode la asfixia. Las vías neuralesencargadas de conducir el aire a lospulmones desde el mundo exteriorsencillamente dejan de actuar.

Brady se consume de impaciencia.Al menos no será una espera larga, se

dice mientras apaga sus sieteordenadores y sube por la escalera. Elpaquete estará aguardándolo la próximasemana. La mejor manera de dárselo al

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perro, piensa, sería en una jugosa bolade carne picada. A todos los perros lesgusta la carne picada, y Brady sabeexactamente cómo va a administrar elmanjar a Odell.

Barbara Robinson, la hermana menorde Jerome, tiene una amiga que se llamaHilda. Las dos niñas frecuentan Zoney’sGoMart, un pequeño supermercado a unpar de manzanas de la casa de losRobinson. Dicen que es porque lesgustan los granizados de uva, pero enrealidad lo que les gusta es reunirse allícon sus amiguitas. Media docena de

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chiquillas, sentadas en el murete depiedra al fondo del aparcamiento de latienda, con capacidad para cuatrocoches, cotillean, se ríen e intercambianchuches. Brady las ha visto muchasveces al pasar por allí con la camionetade Mr. Tastey. Las saluda con la mano yellas le corresponden debidamente.

Todo el mundo aprecia al heladero.La señora Robinson autoriza estas

escapadas una o dos veces por semana(en Zoney’s no circula droga, cosa queprobablemente ha investigado ella enpersona), pero ha dado su aprobación

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con ciertas condiciones, que Brady hadeducido sin mayor problema. Barbaranunca puede ir sola; siempre debevolver al cabo de una hora; su amiga yella deben llevarse siempre a Odell. EnGoMart no se admiten perros, y portanto Barbara lo deja atado al tirador dela puerta de los lavabos exterioresmientras Hilda y ella entran a comprarsus granizados de uva.

Es entonces cuando Brady —alvolante de su coche particular, unSubaru totalmente anónimo— lanzará aOdell la bola de carne picada letal. Es

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un perro grande; quizá aguante unasveinticuatro horas. Brady espera que asísea. El dolor tiene una propiedadtransitiva que queda bien expresada porel axioma: La mierda siempre cae haciaabajo. Cuanto más sufra Odell, mássufrirán la negrita y su hermano mayor.Jerome transmitirá su pena al ex poligordo, más conocido como GustavoWilliam Hodges, y el ex poli gordocomprenderá que la muerte del perro esculpa suya, el desquite por enviar aBrady ese mensaje indignante eirrespetuoso. Cuando Odell muera, el ex

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poli gordo sabrá…A medio camino del piso de arriba,

escuchando los ronquidos de su madre,Brady cae de pronto en la cuenta y sedetiene con los ojos desorbitados.

El ex poli gordo lo sabrá.Y ese es el problema, ¿o no? Porque

los actos tienen consecuencias. Es larazón por la que Brady puede fantasearcon el envenenamiento de una remesadel helado que vende a los niños, peroen realidad nunca haría una cosa así. Esdecir, no mientras quiera pasarinadvertido, y por ahora eso es lo que

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quiere.De momento Hodges no ha acudido a

sus colegas del Departamento de Policíacon la carta que Brady le mandó. Alprincipio, Brady pensó que Hodgesactuaba así porque quería mantener elasunto entre ellos dos, e intentar acasoseguir la pista al Asesino del Mercedespor su cuenta y conseguir cierta gloriaen la jubilación, pero ahora sabe que noes así. ¿Por qué iba a querer seguir lapista el puto Ins. Ret. a Brady si piensaque no es más que un mamarracho?

Brady no se explica cómo ha podido

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llegar Hodges a esa conclusión cuandoél, Brady, sabía lo de la lejía y laredecilla para el pelo, detalles jamásrevelados a la prensa, pero por algúnmotivo esa es su conclusión. Si Bradyenvenena a Odell, Hodges solicitará laintervención de sus colegas policías.Empezando por Huntley, su antiguocompañero.

Peor aún, eso puede dar una nuevarazón para vivir al hombre a quienBrady esperaba inducir al suicidio,frustrando así el objetivo mismo de lacarta tan sagazmente redactada. Eso

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sería del todo injusto. Empujar a lazorra de la Trelawney al abismo habíasido para él la mayor emoción de suvida, mucho mayor (por motivos que noentiende, ni le importan) que matar atoda aquella gente con el coche de ella,y deseaba repetirlo. ¡Lograr que elinvestigador a cargo de su caso sematara! ¡Ese sí sería un gran triunfo!

Brady, todavía inmóvil en medio de laescalera, se devana los sesos.

«A lo mejor ese gordo cabrón aún sedecide a hacerlo —se dice—. Matar alperro podría ser el empujón final que

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necesita.»Solo que eso no acaba de creérselo, y

siente en la cabeza una palpitación deadvertencia.

Experimenta el repentino impulso devolver a toda prisa al sótano, acceder alParaguas Azul y exigir al ex poli gordoque le explique qué «pruebas ocultas»absurdas son esas para que él, Brady,pueda refutarlas. Pero eso sería un errorgarrafal. Daría una imagen dedesvalimiento, quizá incluso dedesesperación.

Pruebas ocultas.

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Vete a la mierda, capullo.

¡Pero fui yo! ¡Arriesgué mi libertad!

¡Arriesgué mi vida, y lo hice! ¡Nopuedes quitarme el mérito! ¡No esjusto!

Vuelve a palpitarle la cabeza.«Imbécil, soplapollas —piensa—, de

una manera u otra acabarás pagándolo,pero no antes de morir el perro. A lomejor también muere tu amigo el negrito.A lo mejor muere toda la familia denegritos. Y después de ellos a lo mejor

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muere un montón de gente más. Tantaque lo del Centro Cívico parecerá unjuego de niños.»

Sube a su habitación y se tiende en lacama en calzoncillos. Siente de nuevo unmartilleo en la cabeza, le tiemblan losbrazos (es como si hubiese ingerido laestricnina él mismo). Yacerá allíatormentado hasta el amanecer, a menosque…

Se levanta y recorre otra vez elpasillo. Permanece ante la puerta abiertade su madre durante casi cuatro minutos;al final se rinde y entra. Se mete en la

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cama con ella y el dolor de cabezaempieza a remitir casi de inmediato.Quizá sea por el calor, quizá sea por elolor de ella: champú, loción corporal,alcohol. Lo más probable es que sea porlas dos cosas.

Ella se vuelve. Tiene los ojos muyabiertos en la oscuridad.

—Ah, cariñito. ¿Tienes una de esasnoches?

—Sí. —Siente el calor de laslágrimas en los ojos.

—¿La Pequeña Bruja?—Esta vez es una Bruja grande.

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—¿Quieres que te ayude? —Ella yasabe la respuesta: palpita contra suvientre—. Tú haces tantas cosas por mí—dice con ternura—. Déjame que yohaga esto por ti.

Brady cierra los ojos. A su madre leapesta el aliento a alcohol. Eso a élahora no le importa, aunque por logeneral lo detesta.

—Vale.Su madre se ocupa de él con rapidez y

destreza. No tarda mucho. Nunca tardamucho.

—Ya está —dice ella—. Ahora

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duérmete, cariñito.Él se duerme, casi al instante.Cuando despierta en la claridad del

amanecer, ella ronca otra vez, con unmechón de pelo húmedo de salivapegado a la comisura de los labios.Brady se levanta de la cama y vuelve asu habitación. Tiene la cabezadespejada. El matarratas a base deestricnina está de camino. Cuandollegue, envenenará al perro, y leimportan un comino las consecuencias.Le importan un comino. En cuanto a esosnegritos de zona residencial con

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nombres de blancos… le traen sincuidado. El ex poli gordo será elsiguiente, cuando haya tenido ocasión deexperimentar plenamente el dolor deJerome Robinson y la pena de BarbaraRobinson, ¿y qué más da si es unsuicidio o no? Lo que cuenta es que élsea el siguiente. Y después de eso…

—Algo grande —dice a la vez que sepone unos vaqueros y una sencillacamiseta blanca—. Un final glorioso.

En qué consistirá ese final no lo sabetodavía, pero da igual. Tiene tiempo, yantes necesita hacer otra cosa. Necesita

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echar por tierra las supuestas «pruebasocultas» de Hodges y convencerlo deque él, Brady, es en efecto el Asesinodel Mercedes, el monstruo que Hodgesno logró atrapar. Necesita restregárselohasta que le duela. Lo necesita tambiénporque si Hodges se cree esas falsas«pruebas ocultas», deben de creérselasigualmente los otros polis, los polis deverdad. Eso es inaceptable. Necesita…

—¡Credibilidad! —exclama Brady ala cocina vacía—. ¡Necesitocredibilidad!

Se dispone a prepararse el desayuno:

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beicon y huevos. Quizá el olor floteescalera arriba hasta su madre y la tientea bajar. Si no, poco importa. Ya secomerá él su parte. Está famélico.

2

Esta vez sí da resultado, aunque cuandoDeborah Ann aparece, todavía estáatándose el cinturón de la bata y mediodormida. Tiene los ojos ribeteados, lasmejillas pálidas y el pelo disparado entodas direcciones. Ya no padece resacas

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propiamente dichas —su cerebro y sucuerpo se han acostumbrado al alcohol—, pero se pasa las mañanas un tantodescentrada, viendo concursos ytomando antiácidos. A eso de las dos,cuando empieza a ver con mayor nitidezlos contornos del mundo, se sirve laprimera copa del día.

Si recuerda lo ocurrido anoche, nohace ningún comentario al respecto.Pero la verdad es que nunca mencionaesos episodios. Como tampoco él losmenciona.

«De la misma manera que nunca

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hablamos de Frankie —piensa Brady—.Y si habláramos, ¿qué diríamos? ¿Caray,qué lástima, aquella caída suya?

—Huele bien —dice ella—. ¿Hayalgo para mí?

—Todo lo que quieras. ¿Café?—Por favor. Con mucho azúcar.Se sienta a la mesa y fija la mirada en

el televisor que hay en la encimera. Noestá encendido, pero ella fija la miradaen la pantalla igualmente. A Brady no leextrañaría que creyera que sí estáencendido.

—No te has puesto el uniforme —

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dice ella, refiriéndose a la camisa azulcon el rótulo DISCOUNTELECTRONIX en el bolsillo.

Brady tiene tres colgadas en elarmario. Se las plancha él mismo. Aligual que la aspiradora y la colada,tampoco la plancha forma parte delrepertorio de su madre.

—No entro hasta las diez —contestaél, y como si las palabras fueran unconjuro mágico, su teléfono despierta yempieza a desplazarse por efecto de lavibración a lo ancho de la encimera. Locoge justo antes de que caiga al suelo.

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—No lo cojas, cariñito. Haz como sihubiéramos salido a desayunar.

Es tentador, pero a Brady le resultatan imposible dejar sonar un teléfonocomo renunciar a sus planes confusos ysiempre cambiantes para realizar un actoapoteósico de destrucción. Mira elidentificador de llamada y no lesorprende ver TONES en el visor.Anthony Frobisher alias «Tones», elgran capitoste de Discount Electronix(en la sucursal del centro comercial deBirch Hill).

Coge el teléfono y dice:

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—Hoy entro más tarde, Tones.—Lo sé, pero necesito que hagas un

servicio a domicilio. Lo necesito mucho,mucho. —Tones no puede obligar aBrady a aceptar un servicio el día queentra más tarde, de ahí ese tonolisonjero—. Además, es la señoraRollins, y ya sabes que da propina.

Claro que las da, vive en SugarHeights. La Ciberpatrulla atiendemuchos servicios a domicilio en SugarHeights, y una de sus clientas —una delas clientas de Brady— era la difuntaOlivia Trelawney. Estuvo en su casa dos

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veces después de empezar a chatear conella bajo el Paraguas Azul de Debbie, yaquello sí fue un gustazo: ver lo muchoque había adelgazado; ver cómo letemblaban las manos. Por otra parte,tener acceso a su ordenador abrió unsinfín de posibilidades.

—No sé, Tones…Pero claro que irá, y no solo por las

propinas de la señora Rollins. Lecomplace pasar por delante del 729 deLilac Drive y pensar: «El responsablede que esa verja esté cerrada soy yo. Loúnico que tuve que hacer para darle el

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empujón final fue añadir un pequeñoprograma a su Mac».

Los ordenadores son maravillosos.—Oye, Brady, si atiendes este

servicio, hoy te eximo de trabajar en latienda, ¿qué te parece? Solo tienes quedevolver el Escarabajo y luego puedeshacer lo que te dé la gana hasta la horade poner en marcha ese ridículocarromato de los helados tuyo.

—¿Y Freddi? ¿Por qué no la mandasa ella? —Ahora en una descaradaprovocación. Si Tones pudiera haberenviado a Freddi, ella estaría ya de

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camino.—Hoy no viene; está enferma. Acaba

de telefonear. Según dice, tiene la reglay no puede con su alma. Es una trola,eso seguro. Yo lo sé, ella lo sabe, y ellasabe que yo lo sé, pero me denunciarápor acoso sexual si yo le llamo laatención al respecto. Ella sabe que esoyo también lo sé.

Su madre lo ve sonreír y le devuelvela sonrisa. Levanta una mano, la cierra yla gira a uno y otro lado: Retuércele loshuevos, cariñito. La sonrisa de Brady seensancha hasta convertirse en una

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mueca. Quizá su madre sea unaborracha, quizá solo cocine una o dosveces por semana, quizá en ocasionessea peor que un grano en el culo, perohay momentos en que lee el pensamientocomo un libro abierto.

—De acuerdo —dice Brady—. ¿Y sivoy en mi propio coche?

—Ya sabes que no puedo darte lasdietas por kilometraje para tu vehículoparticular —responde Tones.

—Además, es la política de laempresa, ¿no? —dice Brady.

—Bueno… sí.

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Schyn S. A., la empresa matrizalemana de DE, cree que losVolkswagen de la Ciberpatrulla sonbuena publicidad. Freddi Linklattersostiene que cualquier persona dispuestaa dejar que un tipo al volante de unEscarabajo verde moco le arregle elordenador está mal de la cabeza, y a esterespecto Brady coincide con ella. Así ytodo, debe de haber por ahí mucha gentemal de la cabeza, porque servicios adomicilio nunca faltan.

Aunque pocos dan tan buenaspropinas como Paula Rollins.

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—Vale —dice Brady—, pero medebes una.

—Gracias, colega.Brady corta la comunicación sin

molestarse en decir: «Tú y yo no somoscolegas, y los dos lo sabemos».

3

Paula Rollins es una rubia de formasopulentas que vive en una mansión defalso estilo Tudor con dieciséishabitaciones a tres manzanas de la gran

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casa de la difunta señora T. Dispone detodas esas habitaciones para ella sola.Brady no sabe exactamente de dóndesale el dinero, pero supone que es lasegunda o tercera ex esposa trofeo dealgún ricacho, y que salió muy bienparada en el divorcio. A lo mejor alprincipio el individuo, encandilado porsus tetas, pasó por alto el acuerdoprematrimonial. A Brady todo eso letrae sin cuidado; él solo sabe que lamujer tiene pasta suficiente para darbuenas propinas y nunca se le hainsinuado. Eso está bien. Él no tiene

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ningún interés en las opulentas formasde la señora Rollins.

Aun así, lo agarra de la mano y pocomenos que lo obliga a entrar en la casa atirones.

—¡Ah… Brady! ¡Gracias a Dios!Parece una mujer rescatada de una

isla desierta después de tres días sincomida ni agua, pero Brady ha percibidoen su voz una breve pausa antes depronunciar su nombre, el tiempo justopara echar un rápido vistazo a su camisay leerlo, a pesar de que él ya ha estadoahí cinco o seis veces. (También Freddi,

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dicho sea de paso; Paula Rollins es unamaltratadora en serie de ordenadores.)No le importa que ella no lo recuerde.Brady prefiere ser olvidable.

—Es que… ¡No sé qué pasa!Como si esa descerebrada supiera

alguna vez qué pasa. En su última visita,hace seis semanas, se trataba de un«error grave del sistema», y ella estabaconvencida de que un virus informáticohabía engullido todos sus archivos.Brady, con suma delicadeza, la obligó asalir del despacho y prometió (sin darlemuchas esperanzas) hacer lo que

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estuviera en sus manos. Luego se sentó,reinició el ordenador y navegó duranteun rato antes de llamarla y decirle quehabía conseguido resolver el problemapor los pelos. Media hora más, dijo, ysus archivos habrían desaparecidorealmente. Ella le había dado unapropina de ochenta dólares. Esa nochesu madre y él salieron a cenar ycompartieron una botella de champánque no estaba nada mal.

—Cuénteme qué ha pasado —diceBrady con la seriedad de unneurocirujano.

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—Yo no he hecho nada —gimoteaella. Siempre gimotea. Como muchos desus clientes en los servicios a domicilio.Y no solo las mujeres. Nada amedrentatanto a un ejecutivo de alto rango comola posibilidad de que todos los datosguardados en su MacBook se hayan idoal más allá.

Lo arrastra por el salón (tan largocomo un vagón restaurante) hasta eldespacho.

—Aquí limpio yo misma, nunca dejoentrar aquí a la asistenta. Hoy he hecholos cristales, he pasado la aspiradora…

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y luego, cuando me he sentado a mirar elcorreo, ¡el maldito ordenador ni siquieraha arrancado!

—Mmm. Qué raro.Brady sabe que en casa de la señora

Rollins una hispana se ocupa de lastareas domésticas, pero por lo visto lacriada no tiene acceso al despacho. Ymejor para ella, porque Brady ya hadetectado el problema, y si hubiera sidola causante, probablemente la habríandespedido.

—¿Puedes arreglarlo, Brady? —Gracias a las lágrimas que anegan los

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grandes ojos azules de la señoraRollins, estos parecen más grandes quenunca. De pronto acuden a la memoriade Brady imágenes de Betty Boop enesos viejos episodios de dibujosanimados que pueden verse en YouTube.Piensa ¡Pup-pup-pe-dup! y contiene larisa.

—Al menos lo intentaré —contestaaguerridamente.

—Tengo que ir a casa de HelenWilcox, que vive aquí mismo, en laacera de enfrente —dice la señoraRollins—, pero enseguida vuelvo. Hay

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café recién hecho en la cocina, siquieres.

Dicho esto, lo deja solo en su lujosamansión, y a saber cuántas joyasvaliosas habrá desperdigadas por elpiso de arriba. Pero no existe el menorriesgo. Brady nunca robaría a un clienteen un servicio a domicilio. Podíansorprenderlo con las manos en la masa.O incluso si eso no ocurría, ¿quién seríael sospechoso lógico? La respuesta esobvia. No salió impune después desegar las vidas de aquellos idiotas quebuscaban empleo en el Centro Cívico

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solo para acabar detenido por robarunos pendientes de diamantes de los queni siquiera sabría cómo deshacerse.

Espera a que se cierre la puertatrasera y luego va al salón paraobservarla mientras se aleja, encompañía de sus tetas de primeramagnitud, hacia la acera de enfrente.Cuando la pierde de vista, vuelve aldespacho, se pone a gatas bajo elescritorio y enchufa el ordenador. Laseñora Rollins debe de haberlodesenchufado para pasar la aspiradora ydespués ya no se ha acordado de

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conectarlo.Aparece la ventana que pide la

contraseña. A bulto, por pasar el rato,escribe PAULA, y sale la pantalla delescritorio, con todos sus archivos.«Dios mío, hay que ver lo tonta que es lagente», piensa.

Entra en el Paraguas Azul de Debbiepara ver si el ex poli gordo ha escritoalgo más. No hay nada, pero Brady,impulsivamente, decide enviar unmensaje al Ins. Ret. Total, ¿por qué no?

En el instituto descubrió que a él no lesirve dar muchas vueltas a las cosas a la

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hora de escribir. Si piensa demasiado,muchas ideas surgen en su cabeza yempiezan a superponerse. Es mejordisparar sin más. Así escribió a OliviaTrelawney —un momento de pasión,nena—, y también así escribió aHodges, aunque el mensaje al ex poligordo lo repasó un par de veces paracerciorarse de que no habíaincoherencias de estilo.

Ahora escribe con ese mismo estilo,pero recordándose que le conviene serconciso.

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¿Cómo sabía yo, si no, lo de laredecilla para el pelo y la lejía,inspector Hodges? ESOSDETALLES sí eran pruebasocultas, porque nuncaaparecieron en los periódicos nien la televisión. Dice usted que noes tonto pero LE ASEGUROQUE A MÍ ME LO PARECE. Meda la impresión de que a fuerzade ver tanto la tele se le hapodrido el cerebro.

¿QUÉ pruebas ocultas?CONTESTE SI SE ATREVE.

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Brady vuelve a leerlo e introduce un

cambio: junta las palabras «si no» en laprimera frase. No cree que llegue aconvertirse en sospechoso, pero sabeque si alguna vez eso ocurre, le pediránuna muestra de escritura. Casi deseapoder darles una. Se puso una máscaracuando embistió a la multitud, y se poneotra cuando escribe en su papel deAsesino del Mercedes.

Pulsa ENVIAR y a continuacióndespliega el historial de la señoraRollins en internet. Se interrumpe por un

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momento, desconcertado al descubrirvarias visitas a Corbatas y FracsBlancos. Sabe qué es esa web por ciertahistoria que le contó Freddi Linklatter:un servicio de acompañantesmasculinos. Al parecer, Paula Rollinstiene una vida secreta.

Pero ¿acaso no la tiene todo elmundo?

No es asunto suyo. Borra su visita aBajo el Paraguas Azul de Debbie, abresu maletín de servicio técnico y saca unpuñado de chatarra al azar: discos deutilidades, un módem (averiado, pero

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eso ella no lo sabrá), varios lápicesUSB y un regulador de voltaje que notiene nada que ver con la reparación deordenadores pero queda muytecnológico. Extrae asimismo un librode bolsillo de Lee Child, que lee hastaque oye entrar a su clienta por la puertatrasera al cabo de veinte minutos.

Cuando la señora Rollins asoma lacabeza al despacho, el libro hadesaparecido y Brady está recogiendolos trastos sacados al azar. Ella loobsequia con una sonrisa depreocupación.

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—¿Ha habido suerte?—Al principio pintaba mal —

responde Brady—, pero he localizado elproblema. El interruptor de arranqueestaba mal y eso cerró el circuitoanoide. En un caso así, el ordenador estáprogramado para no encenderse, porquesi se pusiese en marcha, podría perderusted todos los datos. —La mira muyserio—. El cacharro incluso podríaincendiarse. No sería la primera vez quepasa.

—Dios… mío… de mi alma —exclama ella, insuflando dramatismo a

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cada palabra y llevándose una mano alpecho, muy arriba—. ¿Seguro que haquedado bien?

—Como salido de fábrica —contestaél—. Compruébelo usted misma.

Brady enciende el ordenador y desvíala mirada educadamente mientras ellaintroduce su ridícula contraseña. Laseñora Rollins abre un par de archivosy, sonriente, se vuelve hacia él.

—Brady, eres un regalo del cielo.—Eso mismo me decía mi madre

hasta el día en que tuve edad paracomprar cerveza.

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La señora Rollins se ríe como si fuerala ocurrencia más graciosa que ha oídoen su vida. Brady se ríe con ella, porquelo asalta una repentina visión: seimagina arrodillado sobre los hombrosde esa mujer, hundiendo un cuchillo detrinchar en su boca mientras grita.

Casi siente ceder el cartílago. 4

Hodges ha estado accediendo alParaguas Azul con frecuencia, y ha leído

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la respuesta del Asesino del Mercedessolo unos minutos después de que Bradypulsara ENVIAR.

Hodges despliega una sonrisa, unaamplia sonrisa con la que se le estira lapiel y, al desaparecerle las arrugas, casiparece guapo. La relación entre ambosha quedado oficialmente establecida:Hodges, el pescador; Mr. Mercedes, elpez. Pero un pez ladino, se recuerda,capaz de dar un súbito tirón y romper elsedal. Tendrá que tratarlo con cuidado,recoger el hilo lentamente hacia labarca. Si Hodges lo consigue, si tiene

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paciencia, Mr. Mercedes antes odespués accederá a un encuentro. De esono le cabe la menor duda.

«Porque si no puede inducirme aquitarme la vida, solo le queda unaopción, que es el asesinato.»

Para Mr. Mercedes, lo más inteligentesería desaparecer sin más; si lo hiciera,cortaría a Hodges toda vía de acceso.Pero no lo hará. Está furioso, aunque esosolo es parte de la historia, y de hechouna parte pequeña. Hodges se preguntasi Mr. Mercedes es consciente de loloco que está. Y si es consciente de que

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ha incluido un dato sólido.

Me da la impresión de que afuerza de ver tanto la tele se leha podrido el cerebro.

Hasta esta mañana Hodges solo

sospechaba que Mr. Mercedes ha estadovigilando su casa; ahora le consta. Esehijo de puta ha visitado la calle, y másde una vez.

Coge su bloc y empieza a anotarposibles mensajes de respuesta. Tieneque hacerlo bien, porque el pez siente el

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anzuelo. El dolor lo enfurece pese a queaún no sabe qué es. Necesita enfadarsemucho más antes de descubrirlo, y esoimplica ponerse en peligro. Hodgesdebe dar un tirón al sedal para afianzarel anzuelo, aun a riesgo de que se rompael sedal. ¿Qué…?

Recuerda algo que dijo Pete Huntleyen la comida, solo un comentario depasada, y se le ocurre de pronto lasolución. Hodges escribe en su bloc,luego reescribe, luego pule. Relee elmensaje acabado y decide que ya vale.Es breve y maligno. «Has olvidado un

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detalle, mamón —piensa—. Algo que unconfesante falso no sabría.» Ni unconfesante verdadero, dicho sea depaso… a menos que Mr. Mercedesexaminara su arma del delito sobreruedas de arriba abajo antes de subirse,y Hodges está seguro de que no lo hizo.

Si se equivoca, el sedal se rompe y elpez escapa. Pero como dice el dicho:Quien no arriesga no gana.

Quiere enviar el mensaje deinmediato, pero sabe que no conviene.Hay que dejar que el pez nade en círculoun rato más con ese malévolo anzuelo en

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la boca. La cuestión es qué hacermientras tanto. La televisión nunca le hainteresado menos.

Tiene una idea —esta mañana levienen una detrás de otra— y abre elcajón inferior de su escritorio. Hay unacaja llena de pequeños cuadernos con laespiral en la parte superior, de los quellevaba antes encima cuando Pete y élandaban interrogando por la calle. Creíaque nunca volvería a necesitarlos, peroahora coge uno y se lo guarda en elbolsillo trasero de los chinos.

Es del tamaño exacto.

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5

Se encamina Harper Road abajo. Haciala mitad de la calle empieza a llamar alas puertas, como en los viejos tiempos.Cruza de una a otra acera, sin saltarse anadie, desandando el camino. Es un díalaborable, pero para su sorpresa sonmuchas las personas que salen a abrirle.Si bien algunas son amas de casa,muchas son jubilados como él, que hantenido la suerte de haber pagado sus

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casas antes del desplome de laeconomía, pero por lo demás no nadanprecisamente en la abundancia. No esque vivan día a día, ni siquiera semana asemana quizá, pero sí tienen que hacercuadrar a fin de mes los gastos encomida y en todos esos medicamentospara viejos.

La explicación de Hodges es sencilla,porque lo sencillo siempre es lo mejor.Dice que han entrado a robar en variascasas a unas manzanas de allí —probablemente adolescentes—, y estácomprobando si alguien en el vecindario

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ha visto algún vehículo que parezcafuera de lugar, y que haya pasado más deuna vez. Era probable que circularaincluso por debajo de los cuarentakilómetros por hora, el límite develocidad, añade. No necesita decirnada más; todos ven series de policías ysaben qué quiere decir «tener marcadauna casa».

Les enseña su carnet, donde, bajo lafoto, aparece estampado el rótuloRETIRADO en rojo encima del nombrey los datos personales. Pone especialempeño en decir que no, que la policía

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no le ha encargado esas indagaciones depuerta en puerta (el último de sus deseoses que un vecino telefonee al edificioMurrow, en el centro de la ciudad, paraverificar su versión); ha sido idea suya.Al fin y al cabo, también él vive en elbarrio y tiene un interés personal en suseguridad.

La señora Melbourne, la viuda cuyasflores tanto fascinaron a Odell, lo invitaa entrar a tomar un café y unas galletas.Hodges accede porque se la ve sola. Essu primera verdadera conversación conella, y enseguida se da cuenta de que es

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una mujer excéntrica en el mejor de loscasos, y una absoluta chiflada en el peor.Aun así, se expresa bien, hay queadmitirlo. Le cuenta lo de lostodoterrenos negros que ha observado(«Con lunas tintadas a través de lascuales no se ve, como en 24), y le hablade sus antenas especiales. «Oscilantes»,las llama, moviendo la mano haciadelante y hacia atrás a modo deaclaración.

—Ajá —dice Hodges—. Permítametomar nota. —Pasa una hoja y en lanueva escribe: «Tengo que salir de

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aquí».—Buena idea —responde ella con un

brillo en los ojos—. Tengo que decirlelo mucho que lo sentí cuando su esposalo abandonó, inspector Hodges. Porquelo abandonó, ¿verdad?

—Estuvimos de acuerdo en que noestábamos de acuerdo —contestaHodges con una afabilidad que nosiente.

—Me alegro de conocerlo en personay saber que permanece usted alerta.Coja otra galleta.

Hodges consulta su reloj, cierra el

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cuaderno y se pone en pie.—Me encantaría, pero será mejor que

me ponga en marcha. Tengo hora a lasdoce.

Ella examina su corpulencia ypregunta:

—¿Con el médico?—El quiropráctico.Ella frunce el entrecejo,

transformándose su cara en una cáscarade nuez con ojos.

—Piénselo bien, inspector Hodges.Esos crujidores de espaldas sonpeligrosos. Hay gente que se ha tendido

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en una de esas camillas y no hacaminado nunca más.

Lo acompaña a la puerta. CuandoHodges sale al porche, ella dice:

—Yo también estaría atenta alheladero. Esta primavera parece quesiempre anda rondando por aquí. ¿Creeque Helados Loeb investiga losantecedentes de las personas quecontrata para conducir esas furgonetitas?Espero que sí, porque ese tiene una pintasospechosa. Podría ser un pedorrastra.

—Seguro que sus conductores tienenreferencias, pero ya indagaré.

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—¡Otra buena idea! —exclama ella.Hodges se pregunta qué haría si la

señora Melbourne sacara un gancholargo, como en los antiguos espectáculosde vodevil, e intentara obligarlo a entrarotra vez de un tirón. Lo asalta unrecuerdo de la infancia: la bruja deHansel y Gretel.

—Por otra parte… acaba de venirmea la cabeza… últimamente he vistovarias camionetas de reparto… Parecencamionetas de reparto, llevan nombrescomerciales, pero cualquiera puedeinventarse un nombre comercial, ¿no

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cree?—Siempre es posible —dice Hodges

mientras baja por la escalinata.—También debería pasarse por el

número 17 de esta calle. —Señalacuesta abajo—. Está casi en HanoverStreet. Tienen visitas hasta muy tarde yponen la música muy alta. —Sebalancea hacia delante en el umbral dela puerta, casi en una reverencia—.Podría ser un nido de droga, uno de esosfumaderos.

Hodges le da las gracias por el dato ycruza pesadamente la calle.

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«Todoterrenos negros y el tipo de Mr.Tastey —piensa—. Además de lascamionetas de reparto llenas deterroristas de Al Qaeda.»

En la acera de enfrente encuentra a unamo de casa, de nombre AlanBowfinger.

—Pero no me confunda conGoldfinger —dice, e invita a Hodges asentarse en una de las hamacas en ellado izquierdo de la casa, donde da lasombra. Hodges acepta de buena gana.

Bowfinger le cuenta que se gana lavida creando tarjetas de felicitación.

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—Me especializo en las que son unpoco corrosivas. Por ejemplo, una quepone por fuera: «¡Feliz cumpleaños!¿Quién es la más guapa de todas?». Ycuando la abres, contiene una hoja depapel de aluminio con una grieta dearriba abajo en el centro.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es el mensaje?Bowfinger levanta las manos y forma

un marco, como si encuadrara el texto.—«Tú no, pero te queremos

igualmente.»—Es un poco cruel —se aventura a

decir Hodges.

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—Cierto, pero acaba con unaexpresión de amor. He ahí la clave paraque se venda la tarjeta. Una de cal y otrade arena. Y en cuanto al motivo de suvisita, señor Hodges… ¿o debo llamarloinspector?

—Hoy por hoy basta con «señor».—Yo solo he visto el tráfico habitual.

Ningún vehículo que circularalentamente aparte de alguna que otrapersona buscando una dirección y lacamioneta de la heladería cuando losniños salen del colegio. —Bowfingeralza los ojos al cielo—. ¿La señora

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Melbourne le ha soltado el rollo?—Bueno…—Es miembro del CNIFA —aclara

Bowfinger—. Es la sigla del ComitéNacional de Investigaciones sobreFenómenos Aéreos.

—¿Sobre cuestiones meteorológicas?¿Tornados y formaciones de nubes?

—Platillos voladores. —Bowfingerseñala hacia arriba—. Cree que ellosviven entre nosotros.

Hodges dice algo que jamás habríasalido de sus labios si siguiera en elservicio activo y llevara a cabo una

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investigación oficial.—Según ella, Mr. Tastey podría ser

un «pedorrastra».Bowfinger se ríe de tal modo que se

le saltan las lágrimas.—¡Dios mío! —exclama—. Ese

hombre viene por aquí desde hace cincoo seis años, con su camioneta y suscampanillas. ¿Cuántos pedos cree ustedque habrá arrastrado en todo esetiempo?

—A saber —responde Hodges, y selevanta—. Docenas, imagino.

Tiende la mano y Bowfinger se la

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estrecha. Esa es otra de las cosas queHodges ha descubierto en la jubilación:sus vecinos tienen personalidades ycosas que contar. Algunos incluso soninteresantes.

Cuando se guarda el cuaderno, unamirada de alarma asoma al rostro deBowfinger.

—¿Qué pasa? —pregunta Hodges, deinmediato alerta.

Bowfinger señala la acera de enfrentey dice:

—¿No habrá comido por casualidadalguna de las galletas de esa mujer?

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—Sí. ¿Por qué?—Yo que usted no me alejaría mucho

del váter durante unas horas. 6

Cuando vuelve a su casa, con las plantasde los pies palpitantes y los tobillosdando ya el do de pecho, el piloto delcontestador automático parpadea. EsPete Huntley, y parece eufórico.«Llámame —dice—. Es increíble.Surrealista, joder.»

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De pronto Hodges tiene la irracionalcerteza de que Pete y su guapa nuevacompañera, Isabelle, al final hanatrapado a Mr. Mercedes. Siente unaaguda punzada de envidia y de —absurdo pero cierto— ira. Con elcorazón acelerado, pulsa la tecla demarcación rápida asignada a Pete, perosu llamada pasa directamente al buzónde voz.

—He recibido tu mensaje —diceHodges—. Devuélveme la llamadacuando puedas.

Cuelga y se queda ahí sentado,

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tamborileando con los dedos en el bordedel escritorio. Se dice que da igualquién atrape a ese psicópata hijo deputa, pero no es verdad. No da igual.Para empezar, sin duda saldrá a la luz sucorrespondencia con el mareante (escurioso cómo se le mete a uno esapalabra en la cabeza), y eso puede darlealgún que otro quebradero de cabeza.Pero el problema no es ese. El problemaes que sin Mr. Mercedes su vida volveráa ser lo que era antes: la televisión porlas tardes y el jugueteo con el arma desu padre.

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Saca su bloc de papel pautado yempieza a transcribir las notas de suronda por el vecindario. Al cabo de unpar de minutos, echa el bloc de nuevo alinterior de la carpeta y la cierrabruscamente. Si Pete e Izzie Jaynes handado caza al individuo, las camionetas ylos siniestros todoterrenos negros de laseñora Melbourne importan ya uncarajo.

Se plantea entrar en el Paraguas Azulde Debbie y enviar un mensaje aasemerc. «¿Te han pillado?»

Absurdo, pero extrañamente tentador.

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Suena el teléfono y lo coge deinmediato, pero no es Pete. Es lahermana de Olivia Trelawney.

—Ah —dice—. Hola, señoraPatterson. ¿Qué tal?

—Bien —contesta ella—. Y puedellamarme Janey, ¿recuerda? Yo Janey,usted Bill.

—Janey, eso.—No parece muy contento de oírme,

Bill. —¿Se advierte cierto coqueteo ensu voz? Eso sí sería encantador.

—No, no es eso. Sí me alegro derecibir su llamada, pero no tengo nada

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de qué informar.—Tampoco yo lo esperaba. Lo llamo

por lo de mi madre. La enfermera deSunny Acres que mejor conoce su casohace el turno de día en el edificioMcDonald, donde mi madre tiene supequeña suite. Le pedí que llamara siveía lúcida a mi madre en algúnmomento. Todavía le pasa.

—Sí, ya me lo dijo.—Bueno, la enfermera acaba de

telefonear para decirme que mi madreestá de vuelta, al menos de momento. Esposible que esté despejada durante un

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día o dos, luego vuelve a irse a lasnubes. ¿Todavía está interesado enverla?

—Creo que sí —contesta Hodges concautela—, pero tendría que ser estatarde. Estoy esperando una llamada.

—¿Tiene que ver con el hombre quese llevó el coche de mi hermana? —Janey manifiesta una súbita euforia.«Así debería haber reaccionado yo», sedice Hodges.

—Eso es lo que necesito averiguar.¿Puedo llamarla más tarde?

—Por supuesto. ¿Tiene mi número de

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móvil?—Pues sí.—Pues sí —lo imita ella con cierto

tono burlón. Pese a su nerviosismo,Hodges sonríe—. Llámeme en cuantopueda.

—Eso haré.Hodges corta la comunicación, y el

teléfono vuelve a sonar cuando tiene aúnel auricular en la mano. Esta vez sí esPete, y más eufórico que antes.

—¡Billy! He de volver enseguida…lo tenemos en una sala deinterrogatorios. La SI4, de hecho, la que

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siempre decías que te traía suerte, ¿teacuerdas? Pero es que necesitaballamarte, joder. Lo tenemos, compañero,¡lo tenemos!

—¿A quién tenéis? —preguntaHodges, manteniendo un tono ecuánime.Ahora el corazón le lateacompasadamente, pero con tal fuerzaque nota las palpitaciones en las sienes:pum, pum, pum.

—¡Al puto Davis! —exclama Pete—.¿A quién va a ser?

Davis. No Mr. Mercedes, sino DonnieDavis, el asesino de su esposa, tan

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aficionado a las cámaras. Bill Hodges,aliviado, cierra los ojos. No es laemoción que debería sentir, pero lasiente.

—¿El cadáver que encontró elguardabosques cerca de su chalet era,pues, el de Sheila Davis? ¿Estás seguro?

—Afirmativo.—¿A quién has sobornado para

conseguir los resultados de la prueba deADN tan deprisa?

Cuando Hodges estaba en el cuerpo,podían considerarse afortunados si losresultados de la prueba de ADN

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llegaban en menos de un mes una vezentregada la muestra, y seis semanas erael término medio.

—¡No necesitamos el ADN! Para eljuicio, sí, claro, pero…

—¿Cómo que no…?—Calla y escucha, ¿vale?

Simplemente se ha presentado y haconfesado. Sin abogado, sinjustificaciones absurdas. Ha escuchadomientras le leíamos los derechos y hadicho que no quería abogado. Soloquería desahogarse.

—Santo Dios. ¿Tan dócil como en

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todos los interrogatorios que le hicimos?¿Seguro que no está tomándote el pelo,que no está arrastrándote a uno de esoslargos juegos suyos?

Pensando que es eso precisamente loque intentaría Mr. Mercedes si lotrincaran. No solo un juego, sino unlargo juego. ¿No es por eso por lo queintenta alternar estilos de redacción ensus ofensivos anónimos?

—Billy, su mujer no ha sido la únicavíctima. ¿Te acuerdas de aquellosrolletes que tenía a escondidas? ¿Chicascon melena y tetas hinchadas y nombres

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como Bobbi Sue?—Claro. ¿Qué pasa con ellas?—Cuando esto salga a la luz, esas

jovencitas van a ponerse de rodillas ydar gracias al cielo por estar vivastodavía.

—No te sigo.—¡Joe el de la Autopista, Billy!

Cinco mujeres violadas y asesinadas endistintas áreas de descanso en laInterestatal entre aquí y Pennsylvania, laprimera en 1994 y la última en 2008.¡Donnie Davis afirma que fue él! ¡Davises Joe el de la Autopista! Está dando las

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fechas y los lugares y las descripciones.Todo concuerda. Esto… ¡estoyalucinado!

—Lo mismo digo —contesta Hodges,y es verdad—. Enhorabuena.

—Gracias, pero mi único mérito hasido venir a trabajar esta mañana. —Pete se echa a reír descontroladamente—. Me siento como si me hubiesetocado el gordo de la lotería.

Hodges no se siente así, pero almenos no ha perdido el gordo de lalotería. Todavía tiene un caso queresolver.

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—Tengo que volver, Billy, antes deque ese hombre cambie de idea.

—Sí, sí, pero Pete… antes de ir…—¿Qué?—Consíguele un abogado de oficio.—Esto, Billy…—Lo digo en serio. Machácalo a

preguntas, pero antes de empezar,anúnciale, para dejar constancia, que seha solicitado la presencia de unabogado. Puedes exprimirlo antes deque se presente alguien en Murrow, perotienes que hacer las cosas bien. ¿Meoyes?

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—Sí, vale. Es un buen consejo. Lediré a Izzy que se ocupe.

—Estupendo. Ahora vuelve allí.Tríncalo.

Pete suelta un auténtico cacareo.Hodges ha leído que hay gente que tienela risa así, pero hasta ahora nunca se lahabía oído a nadie, salvo a los gallos.

—¡Joe el de la Autopista, Bill! ¡Joeel de la puta Autopista! ¿Te lo puedescreer?

Cuelga sin dar tiempo a contestar a suex compañero. Hodges se queda sentadodonde está durante casi cinco minutos,

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esperando a que remita un tardío ataquede temblor. A continuación telefonea aJaney Patterson.

—¿No tenía que ver con el hombreque buscamos?

—Lo siento, pero no. Era otro caso.—Ah. Lástima.—Sí. Pero ¿sigue dispuesta a

acompañarme a la residencia deancianos?

—Por supuesto. Lo espero en laacera.

Antes de marcharse, Hodges accedepor última vez al Paraguas Azul. No hay

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nada, y no tiene intención de mandar a lolargo del día el mensaje que haredactado con tanto cuidado. Lo enviaráesta noche como muy pronto. Dejará queel pez sienta el anzuelo un rato más.

Sale de su casa sin el presentimientode que no volverá.

7

Sunny Acres presenta un aspectomagnífico; Elizabeth Wharton, no.

Está en una silla de ruedas, encorvada

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en una postura que a Hodges le recuerdaEl pensador de Rodin. Los rayosoblicuos del sol vespertino que entranpor la ventana convierten su cabello enuna nube plateada tan etérea que pareceun halo. Fuera, en el jardín ondulado ycuidado con esmero, unos cuantosancianos pudientes juegan al cróquet acámara lenta. Para la señora Wharton,los tiempos del cróquet quedaron atrás.Como quedaron atrás los días demantenerse erguida. Cuando Hodges,acompañado de Pete Huntley, vio porúltima vez a la señora Wharton, con

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Olivia Trelawney sentada a su lado, laanciana estaba doblada. Ahora estáquebrantada.

Janey, vibrante con su pantalón blancopitillo y una blusa de marinero a rayasazules, se arrodilla junto a la señoraWharton y acaricia una de sus manos,muy retorcidas.

—¿Cómo estás hoy, querida mía? —pregunta—. Se te ve mejor.

Si eso es verdad, Hodges se horrorizasolo de imaginar cómo estaba antes.

La señora Wharton escruta a su hijacon unos ojos de un azul deslavazado

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que no expresan nada, ni siquieraperplejidad. A Hodges se le cae el almaa los pies. Ha disfrutado en el viaje conJaney hasta aquí, ha disfrutadocontemplándola, ha disfrutadoconociéndola un poco más, y eso ya estábien. Significa que no hadesaprovechado del todo el tiempo.

De pronto se produce un pequeñomilagro. Los ojos velados por lascataratas de la anciana se despejan; losagrietados labios sin carmín sedespliegan en una sonrisa.

—Hola, Janey. —Solo puede levantar

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la cabeza un poco, pero dirige los ojoshacia Hodges. Ahora con expresión fría—. Craig.

Gracias a la conversación con Janeydurante el trayecto, Hodges sabe dequién habla.

—No es Craig, cielo. Es un amigomío. Se llama Bill Hodges. Ya loconoces.

—No, no creo que… —Se le apaga lavoz, arruga la frente y dice—: ¿Ustedes… uno de los inspectores?

—Sí, señora —responde Hodges. Nise plantea aclarar que se ha retirado.

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Mejor que la conversación siga unalínea recta mientras queden en su cabezaunos cuantos circuitos activos.

La señora Wharton arruga aún más lafrente y en su piel se forman riadas depliegues.

—Ustedes creían que Livvy dejó lallave en su coche, y que por eso aquelhombre pudo robarlo. Ella se lo explicóuna y otra vez, pero ustedes se negaron acreerla.

Imitando a Janey, Hodges hinca unarodilla junto a la silla de ruedas.

—Señora Wharton, ahora creo que

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quizá nos equivocamos en eso.—Claro que se equivocaron. —

Vuelve a dirigir la vista hacia la hija quele queda, mirándola desde debajo delhuesudo saliente formado por sus cejas.No puede mirar de otra manera—.¿Dónde está Craig?

—Me divorcié de él el año pasado,mamá.

La señora Wharton se queda pensandopor un momento y luego dice:

—Pues adiós muy buenas, no tepierdes nada.

—No podría estar más de acuerdo.

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¿Puede hacerte Bill unas preguntas?—No veo por qué no, pero quiero un

zumo de naranja. Y mis pastillas para eldolor.

—Iré al puesto de enfermeras a ver siya es la hora. Bill, ¿me permite que…?

Él asiente con la cabeza y mueve dosdedos en un gesto de váyase, váyase. Encuanto Janey sale por la puerta, Hodgesse yergue, rodea la silla de las visitas yse sienta en la cama de ElizabethWharton con las manos cruzadas entrelas rodillas. Lleva su cuaderno, peroteme que ella se distraiga si toma notas.

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Los dos se observan en silencio. Hodgesmira fascinado la aureola plateada entorno a la cabeza de la anciana. Da laimpresión de que una auxiliar la hapeinado esa mañana, pero el pelo se leha alborotado en las horas transcurridasdesde entonces. Hodges se alegra. Laescoliosis le ha retorcido el cuerpotransformándolo en algo de una fealdadextrema, pero tiene el pelo hermoso.Revuelto y hermoso.

—Creo que tratamos mal a su hija,señora Wharton —dice Hodges.

Sin duda así fue. Aunque la señora T.

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fuera cómplice sin saberlo, y Hodges noha descartado del todo la idea de quedejara la llave en el contacto, Pete y élno se portaron bien. Es fácil —demasiado fácil— no creer o despreciara alguien que te inspira antipatía.

—Nos cegaron ciertas ideaspreconcebidas, y me disculpo por ello.

—¿Está hablando de Janey? ¿DeJaney y Craig? Ese hombre la pegaba,¿lo sabía? Ella le insistió en que dejaraesa droga que tanto le gustaba, y la pegó.Según Janey, fue solo una vez. Pero yocreo que fueron más. —Levanta

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lentamente una mano y se toca la narizcon un dedo pálido—. Una madre se dacuenta de esas cosas.

—Esto no tiene nada que ver conJaney. Hablo de Olivia.

—Ese hombre convenció a Livvypara que dejara las pastillas. Ella dijoque lo hacía porque no quería ser unadrogadicta como Craig, pero no era lomismo. Livvy necesitaba esas pastillas.

—¿Se refiere a los antidepresivos?—Eran pastillas que le permitían salir

a la calle. —Se detiene a pensar por unmomento—. Tomaba también otras, unas

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para no andar toqueteándolo todo una yotra vez. Tenía ideas raras, mi Livvy,pero era buena persona. En el fondo eramuy buena persona.

La señora Wharton se echa a llorar.Hay una caja de pañuelos de papel en

la mesilla de noche. Hodges coge unoscuantos y se los ofrece, pero cuando velo mucho que le cuesta cerrar la mano,le enjuga los ojos él mismo.

—Gracias, caballero. ¿Cómo hadicho que se llama? ¿Hedges?

—Hodges, señora.—Usted era el más amable. El otro la

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trataba muy mal. Livvy decía que se reíade ella. Se reía continuamente. Decíaque lo veía en sus ojos.

¿Eso era verdad? Si lo era, Hodges seavergüenza de Pete. Y se avergüenza desí mismo por no haberse dado cuenta.

—¿Quién le aconsejó que dejara laspastillas? ¿Se acuerda?

Janey ha vuelto con el zumo denaranja y un vaso de papel pequeño queprobablemente contiene la medicaciónpara el dolor de su madre. Hodges lamira de reojo y, con los mismos dosdedos de antes, le indica de nuevo que

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se aleje. No quiere que la señoraWharton desvíe la atención, ni que tomeunas pastillas que enturbiarán más aúnsu memoria ya de por sí confusa.

La señora Wharton guarda silencio.De pronto, justo cuando Hodgesempezaba a temer que no contestara,dijo:

—Fue ese amigo con el que seescribía.

—¿Lo conoció bajo el ParaguasAzul? ¿El Paraguas Azul de Debbie?

—No lo conoció. No personalmente.—Lo que quiero decir…

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—El Paraguas Azul era imaginario.—Desde debajo de las cejas blancas, lelanza una mirada con la que parecellamarlo «idiota redomado»—. Era algoque estaba en el ordenador. Frankie eraun amigo con el que se escribía por elordenador.

Hodges siempre siente una especie dedescarga eléctrica en el vientre cuandorecibe información nueva: Frankie.Seguramente no es el nombre real delindividuo, pero los nombres tienenpoder y los alias a menudo ocultan unsignificado. Frankie.

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—¿Fue él quien dijo a Livvy quedejara la medicación?

—Sí, le dijo que se estabaenganchando. ¿Dónde está Janey?Quiero mis pastillas.

—Enseguida viene, seguro.La señora Wharton, con la cabeza

hundida en el regazo, cavila por unmomento.

—Frankie le contó que él tomaba losmismos medicamentos, y por eso hizo…lo que hizo. Dijo que se sentía mejordespués de dejarlos, que fue después dedejarlos cuando tomó conciencia de que

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lo que había hecho estaba mal. Pero ledaba pena porque no podía deshacerlo.Eso dijo. Y que la vida no merecía lapena. Aconsejé a Livvy que no siguierahablando con él. Le expliqué que esehombre era malo. Era veneno. Y ellacontestó…

Vuelven a saltársele las lágrimas.—Contestó que tenía que salvarlo.Esta vez cuando Janey entra por la

puerta, Hodges le dirige un gesto deasentimiento. Janey pone dos pastillasazules en la boca arrugada y ávida de sumadre y luego le da a beber el zumo.

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—Gracias, Livvy.Hodges ve que Janey hace una mueca

y luego sonríe.—De nada, querida. —Se vuelve

hacia Hodges—. Creo que deberíamosirnos, Bill. Está muy cansada.

Eso él también lo ve, pero se resiste amarcharse. Tiene esa sensación que unoexperimenta cuando el interrogatorioaún no ha terminado. Cuando aún quedaal menos una manzana colgando delárbol.

—Señora Wharton, ¿dijo Olivia algomás sobre Frankie? Porque tiene usted

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razón. Es malo. Me gustaría encontrarlopara que no haga daño a nadie más.

—Livvy nunca habría dejado la llaveen el coche. Nunca. —ElizabethWharton permanece encorvada en su hazde sol, un paréntesis humano en una bataazul afelpada, ajena a su vaporosacorona de luz plateada. Vuelve alevantar el dedo, en actitud admonitoria,y dice—: El perro que teníamos novolvió a vomitar en la alfombra. Solo lohizo esa vez.

Janey coge a Hodges de la mano ydibuja con los labios Vámonos.

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Es difícil dejar atrás las viejascostumbres, y Hodges pronuncia lafórmula habitual cuando Janey se inclinapara besar a su madre primero en lamejilla y luego en la comisura de loslabios resecos.

—Gracias por su tiempo, señoraWharton. Ha sido usted de gran ayuda.

Cuando llegan a la puerta, la señoraWharton habla con toda claridad:

—Aun así, no se habría suicidado deno ser por los fantasmas.

Hodges se vuelve. A su lado, JaneyPatterson abre mucho los ojos.

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—¿Qué fantasmas, señora Wharton?—Uno era el bebé —responde—.

Aquella pobre niñita que murió contodos los demás. Livvy oía llorar yllorar a ese bebé por las noches. Dijoque se llamaba Patricia.

—¿En su casa? ¿Olivia oía eso en sucasa?

Elizabeth Wharton consigue mover lacabeza en un exiguo gesto deasentimiento, un mínimo descenso de labarbilla.

—Y a veces oía a la madre. Decíaque la madre la acusaba.

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Los mira encorvada desde su silla deruedas.

—Le gritaba: «¿Por qué le dejasteasesinar a mi bebé?». Por eso se matóLivvy.

8

Es viernes por la tarde, y en las callesresidenciales pululan niños reciénsalidos del colegio. En Harper Road nohay muchos, pero sí unos cuantos, y esoproporciona a Brady un pretexto

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perfecto para pasar lentamente ante elnúmero 63 y echar un vistazo al interiorpor la ventana. Pero no puede, porquelas cortinas están corridas. Y bajo elcobertizo situado a la izquierda de lacasa no hay nada a excepción delcortacésped. En lugar de quedarseapoltronado viendo la tele, como seríalo propio, el Ins. Ret. anda por ahí dejarana en su viejo Toyota de mierda.

Pero de jarana ¿dónde? Seguramenteda igual, pero la ausencia de Hodgescausa una vaga inquietud a Brady.

Dos niñas se acercan trotando al

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bordillo con dinero en la mano. Sin dudales han enseñado, tanto en casa como enel colegio, que no deben hablar nuncacon desconocidos, muy en particular conhombres desconocidos, pero ¿quiénpodría ser más conocido que el buenode Mr. Tastey?

Les vende un cucurucho a cada una,uno de chocolate y el otro de vainilla.Bromea con ellas, les pregunta qué hanhecho para ser tan guapas. Ellas se ríen.La verdad es que una es fea, y la otramás aún. Mientras les sirve y lesdevuelve el cambio, piensa en el

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Corolla desaparecido, preguntándose siesa alteración en la rutina vespertina deHodges tiene algo que ver con él. Otromensaje de Hodges en el Paraguas Azulpodría esclarecer un poco las cosas,darle alguna idea de qué le ronda por lacabeza al ex poli.

Y aunque no fuera así, Brady desearíasaber algo de él.

—Ni se te ocurra pasar de mí —dicemientras las campanillas tintinean yrepican por encima de su cabeza.

Cruza Hanover Street, aparca en elcentro comercial, apaga el motor

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(acallándose gracias a Dios el molestorepiqueteo) y saca el ordenador portátilde debajo del asiento. Lo tiene guardadoen un estuche con revestimiento aislante,por el frío que hace siempre en la jodidacamioneta. Lo enciende y accede alParaguas Azul de Debbie por gentilezade la conexión wifi de la cafeteríacercana.

Nada.—Pedazo de cabrón —musita Brady

—. Ni se te ocurra pasar de mí, pedazode cabrón.

Mientras mete el portátil en el estuche

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y cierra la cremallera, ve a dos niñosdelante de la tienda de cómics. Charlan,lo miran y sonríen. Dados sus cincoaños de experiencia, Brady calcula queestán en sexto o séptimo curso, con uncoeficiente de inteligencia combinadode ciento veinte y un largo futuro pordelante recogiendo los cheques delsubsidio de desempleo. O un futurocorto en un país desértico.

Se acercan. El que tiene más pinta dememo va en cabeza. Brady, sonriente, seasoma por la ventana de atención alpúblico.

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—¿En qué puedo serviros, chicos?—Queremos saber si tienes ahí dentro

a Jerry Garcia —dice el Memo.—No —responde Brady con una

sonrisa aún más amplia—, pero si lotuviera, desde luego lo dejaría salir.

Se los ve tan absurdamentedecepcionados que Brady casi se echa areír. Sin embargo señala el pantalón delMemo.

—Llevas la bragueta abierta —advierte Brady, y cuando el Memo bajala mirada, le da un papirotazo debajo dela barbilla. Un poco más fuerte de lo que

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pretendía, en realidad mucho más fuerte,pero ¿y qué? Luego, jocosamente, dice—: Te he pillado.

El Memo esboza una sonrisa dando aentender que sí, que lo han pillado, perotiene una marca roja encima de la nuez ylágrimas de sorpresa empañan sus ojos.

El Memo y el No Tan Memo sealejan. El Memo se vuelve y lo mira porencima del hombro. Hace un puchero, yahora parece un niño de tercero en lugarde otro tarado preadolescente más, unode esos que, llegado septiembre,andarán jorobando por los pasillos del

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colegio de enseñanza media Beal.—Eso me ha hecho daño —dice con

cierto asombro.Brady se enfurece consigo mismo. Un

papirotazo así de fuerte, tanto como paraque al chico se le salten las lágrimas,equivale a delatarse. También implicaque el Memo y el No Tan Memo seacordarán de él. Brady puededisculparse, puede incluso regalarlesunos cucuruchos para demostrar susinceridad, pero entonces se acordaránde eso. Es un detalle insignificante, perolos detalles se van sumando y al final

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pueden llegar a convertirse en algogrande.

—Lo siento —dice, y habla en serio—. Era solo una broma, chico.

El Memo le hace un corte de mangas,y el No Tan Memo alza su dedo medioen señal de solidaridad. Entran en latienda de cómics, donde —si Bradyconoce a los chicos como esos, y losconoce— los invitarán a comprar omarcharse después de hojear el materialdurante cinco minutos.

Se acordarán de él. Incluso es posibleque el Memo se lo cuente a sus padres, y

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que sus padres presenten una queja aLoeb. Es poco probable pero noimposible, ¿y quién tiene la culpa de quele haya dado un papirotazo al Memo enel cuello desprotegido con fuerzasuficiente para dejarle una marca enlugar de un golpecito como se proponía?El ex poli ha descolocado a Brady. Estáinduciéndolo a cometer errores, y eso aBrady no le gusta.

Pone en marcha el motor de lacamioneta. Las campanillas empiezan aemitir una estridente melodía por losaltavoces del techo. Brady gira a la

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izquierda por Hanover Street y reanudasu ronda diaria, vendiendo cucuruchos yNiños Felices y Polos Pola, esparciendoazúcar en la tarde y respetando loslímites de velocidad.

9

Aunque pasadas las siete de la tarde hayplazas de aparcamiento de sobra enLake Avenue —como bien sabía OliviaTrelawney—, a las cinco, cuandoHodges y Janey Patterson regresan de

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Sunny Acres, son escasas y están muydistanciadas. Aun así, Hodges ve una atres o cuatro edificios calle abajo, ypese a ser pequeña (el coche de detrásha invadido un poco el espacio), meteallí el Toyota con calzador en un abrir ycerrar de ojos sin mayor problema.

—Estoy impresionada —dice Janey—. Yo nunca habría podido hacer eso.Me suspendieron el examen de conducirpor aparcar mal en paralelo las dosprimeras veces que me presenté.

—El examinador debía de ser muyexigente.

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Ella sonríe.—La tercera vez me puse una

minifalda, y dio resultado.Pensando en lo mucho que le gustaría

verla en minifalda —cuanto más cortamejor—, Hodges comenta:

—La verdad es que no tiene ningúnmisterio. Si se retrocede hacia elbordillo en un ángulo de cuarenta ycinco grados, es infalible. A menos queel coche sea demasiado grande, claro.Un Toyota es perfecto para aparcar enciudad. No como un… —Se interrumpe.

—No como un Mercedes —concluye

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ella—. Suba a tomar un café, Bill.Incluso echaré unas monedas en elparquímetro.

—Ya voy yo. De hecho, sacaré untíquet para el tiempo máximo. Tenemosmucho de qué hablar.

—Ha averiguado algo por medio demi madre, ¿no? Por eso ha estado tancallado todo el camino.

—Así es, y la pondré al corriente,pero no es ahí donde empieza laconversación. —Ahora la miradirectamente a la cara, y es una cara queresulta fácil mirar. Dios, cómo lamenta

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no tener quince años menos. O aunquefueran diez—. Debo hablarle sintapujos. Creo que tiene usted laimpresión de que vine en busca detrabajo, y no es así.

—No —responde ella—. Creo quevino porque se siente culpable de lo quele pasó a mi hermana. Yo sencillamenteme aproveché de usted. Y no mearrepiento. Ha tratado bien a mi madre.Ha sido amable. Muy… muy delicado.

Janey está cerca, con los ojos muyabiertos, de un azul más oscuro en la luzde la tarde. Separa los labios como si

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tuviera algo más que decir, pero él no leda opción. La besa sin pararse a pensarque es una estupidez, una temeridad, y seasombra cuando ella le devuelve elbeso, e incluso le rodea la nuca con lamano derecha para que el contacto seaun poco más firme. No se prolonga másde cinco segundos, pero a Hodges, queno daba un beso así desde hacía tiempo,se le antoja mucho más.

Ella se aparta, le acaricia el pelo ydice:

—He estado deseándolo toda la tarde.Ahora subamos. Prepararé un café y tú

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me darás el parte.Pero no hay parte hasta mucho más

tarde, y el café ni siquiera llega.

10

Hodges vuelve a besarla en el ascensor.Esta vez Janey entrelaza las manos pordetrás de su cuello, y él desliza lassuyas por la espalda de ella hasta elpantalón blanco, ceñido en el trasero. Éles consciente de la presión de su vientreabultado contra el abdomen firme de

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Janey y piensa que debe de repugnarle,pero cuando la puerta del ascensor seabre, ella tiene las mejillas sonrojadas,un brillo en los ojos y los labiosseparados en una sonrisa que deja a lavista sus dientes pequeños y blancos. Locoge de la mano y tira de él por el cortorellano desde el ascensor hasta la puertadel apartamento.

—Vamos —insta—. Vamos,acabaremos haciéndolo, así quehagámoslo ya, antes de que uno de losdos se eche atrás.

«No seré yo», se dice Hodges, que

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sólo piensa en seguir adelante.Al principio Janey no consigue abrir

la puerta por lo mucho que le tiembla lamano con la que sostiene la llave. Se ríede su propia torpeza. Hodges cierra losdedos en torno a los de ella, y juntosmeten la llave en el ojo de la cerradura.

El apartamento donde Hodgesconoció a la hermana y la madre de estamujer se halla en penumbra, porque elsol ha recorrido su trayecto hasta el otrolado del edificio. El lago se haoscurecido y ahora presenta un colorcobalto tan intenso que casi parece

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púrpura. No hay veleros, pero ve unagabarra.

—Vamos —repite ella—. Vamos,Bill, no me falles ahora.

De pronto están en una de lashabitaciones. Hodges no sabe si es la deJaney o es la que usaba Olivia cuando sequedaba a dormir los jueves por lanoche, ni le importa. La vida de losúltimos meses —la televisión por lastardes, las comidas calentadas en elmicroondas, el revólver Smith &Wesson de su padre— se le antoja tanlejana que habría podido ser la de un

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personaje ficticio de una películaextranjera aburrida.

Janey intenta quitarse la blusa demarinero a rayas por la cabeza y se leengancha al broche del pelo. Dejaescapar una risa ahogada de frustración.

—Ayúdame con este lío del demonio,¿quieres…?

Hodges recorre con las manos loscostados tersos de ella —que seestremece por el primer contacto— y lasintroduce por debajo de la blusa vueltadel revés. Tensa la tela y la levanta. Lacabeza de Janey asoma, libre. Se ríe con

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un jadeo entrecortado. Lleva un sencillosujetador de algodón blanco. Hodges lerodea la cintura con las manos y la besaentre los pechos a la vez que ella ledesabrocha el cinturón y el botón delpantalón. Él piensa: «Si hubiera sabidoque esto iba a pasarme a estas alturas dela vida, habría vuelto al gimnasio».

—¿Por qué…? —empieza a decir.—Vamos, calla. —Janey baja la

mano, empujando la cremallera con lapalma. A Hodges se le cae el pantalónen torno a los zapatos con un tintineo decalderilla—. Dejemos la charla para

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después. —Le agarra el miembro erectoa través del calzoncillo y se lo manipulacomo la palanca de un cambio demarchas. Él ahoga una exclamación—.Eso es un buen comienzo. Ni se teocurra tener un gatillazo, Bill.

Se desploman en la cama, Hodgestodavía con sus calzoncillos bóxer,Janey con sus bragas de algodón, tansencillas como el sujetador. Él intentatenderla de espalda, pero ella se resiste.

—Tú no te pones encima —dice ella—. Si te da un infarto en pleno polvo,me aplastarás.

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—Si me da un infarto en pleno polvo,no habrá hombre que haya abandonadoeste mundo más decepcionado.

—Quédate quieto. Tú quédate quieto.Janey mete los pulgares bajo la

cinturilla del calzoncillo. EntretantoHodges ahueca las manos en torno a lospechos colgantes de ella.

—Levanta las piernas. Y sigue a lotuyo. Usa un poco los pulgares, eso megusta.

Hodges es capaz de acatar esas dosórdenes sin problema; siempre se le hadado bien la multitarea.

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Al cabo de un momento ella lo miradesde arriba, con un rizo ante los ojos.Echa adelante el labio inferior y sesopla el mechón hacia atrás.

—Quédate quieto. Ya haré yo eltrabajo. Y tú no te me vayas. No quieroparecerte avasalladora, pero no meacuesto con nadie desde hace dos años,y la última vez dio pena. Ahora quieropasármelo bien. Me lo merezco.

La calidez adherente y resbaladiza deella lo envuelve en un tibio abrazo, y élno puede evitar levantar la cadera.

—Te he dicho que te quedes quieto.

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La próxima ya te moverás todo lo quequieras, pero esta es mía.

No sin dificultad, él obedece.El pelo vuelve a caerle ante los ojos,

y esta vez no puede utilizar el labioinferior para echárselo atrás de unsoplido porque está mordisqueándoselode tal modo que, piensa Hodges, mástarde notará los efectos. Janey extiendelas dos manos y le frota vigorosamenteel pecho cubierto de vello cano, y luegoel embarazoso bulto de la barriga.

—Tengo que… perder un poco depeso —dice él con voz entrecortada.

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—Tienes que callarte —contesta ella,y a continuación se mueve, solo un poco,y cierra los ojos—. Dios, quéprofundidad. Y qué gusto. Ya tepreocuparás por la dieta más tarde,¿vale?

Empieza a moverse otra vez, sedetiene un momento para corregir elángulo, y luego establece un ritmo.

—No sé cuánto tiempo podré…—Más te vale… —Janey mantiene

los ojos cerrados—. Más te vale queaguantes, inspector Hodges. Cuentanúmeros primos. Piensa en los libros

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que te gustaban cuando eras pequeño.Deletrea «xilófono» hacia atrás.Simplemente no te me vayas. Nonecesitaré mucho tiempo.

Hodges no se le fue, pero por poco.

11

A veces Brady Hartsfield, cuando estáalterado, recorre nuevamente elitinerario de su mayor triunfo. Eso lotranquiliza. Este viernes por la noche noregresa a casa después de dejar la

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camioneta en la fábrica de helados ycruzar los obligados comentariosjocosos con Shirley Orton en lasoficinas. Opta por acercarse al centro alvolante de su tartana, un pocopreocupado por la vibración de la partedelantera y por el estridente gimoteo delmotor. Pronto tendrá que contrapesar elcoste de un coche nuevo (un cochenuevo usado) y el coste de lasreparaciones. Y el Honda de su madrenecesita la intervención de un mecánicocon mayor urgencia que su Subaru.Tampoco es que su madre use mucho el

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Honda últimamente, y mejor así,teniendo en cuenta la cantidad de tiempoque se pasa borracha.

Sus rememoraciones empiezan enLake Avenue, poco más allá de la vivailuminación del centro, donde la señoraTrelawney siempre aparcaba suMercedes los jueves por la noche, ysiguen por Marlborough Street hasta elCentro Cívico. Solo que esta vez sedetiene ante el edificio. Frena tanbruscamente que el coche de atrás casitopa con él. El conductor da un largo eiracundo bocinazo, pero Brady no le

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presta atención. Lo mismo podría habersido una sirena de niebla en la otraorilla del lago.

El conductor lo adelanta y, al pasarpor su lado, baja la ventanilla delacompañante para decirle «Gilipollas»a pleno pulmón. Brady tampoco prestaatención a eso.

Debe de haber miles de ToyotasCorolla en esta ciudad, y cientos deToyotas Corolla azules, pero ¿cuántosToyotas Corolla azules con el adhesivoAPOYA A LA POLICÍA LOCAL puedehaber? Brady se jugaría algo a que solo

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hay uno, ¿y qué demonios hace el ex poligordo en el apartamento de la vieja?¿Por qué visita a la hermana de laseñora Trelawney, que ahora vive ahí?

La respuesta parece obvia: elinspector Hodges (ret.) ha salido decaza.

A Brady ya no le interesa revivir eltriunfo del año pasado. Cambia desentido con una maniobra ilegal(totalmente impropia de él) y enfila lacalle en dirección al Lado Norte. Endirección a casa, con una sola idea en lacabeza, parpadeando como un letrero de

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neón.«Cabrón. Cabrón. Cabrón.»Las cosas no van como deberían. Las

cosas escapan a su control. Eso no estábien.

Hay que hacer algo.

12

Cuando las estrellas salen sobre el lago,Hodges y Janey Patterson, sentados en elrincón de la cocina, devoran la comidachina encargada por teléfono y beben té

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oolong. Janey lleva un albornoz blanco.Hodges va en calzoncillos y camiseta.Cuando ha ido al baño después de hacerel amor (ella, hecha un ovillo en mediode la cama, dormitaba), se ha subido ala báscula y, complacido, ha visto queha bajado dos kilos desde la última vezque se pesó. Por algo se empieza.

—¿Por qué yo? —pregunta Hodgesahora—. No me malinterpretes. Mesiento extraordinariamente afortunado,esto me parece incluso una bendición,pero tengo sesenta y dos años y soyobeso.

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Ella toma un sorbo de té.—Bueno, vamos a ver, pensémoslo.

En una de las películas antiguas dedetectives que veíamos Ollie y yo deniñas por televisión, yo sería la arpíacodiciosa, tal vez una vendedora detabaco en un club nocturno, que intentaseducir al detective privado hosco ycínico con su hermoso cuerpo blanco.Solo que yo no soy codiciosa… ninecesito serlo, teniendo en cuenta queacabo de heredar varios millones dedólares… y mi hermoso cuerpo blancoha empezado a venirse abajo en varios

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puntos vitales. Como quizá hayasnotado.

Hodges no lo ha notado. Lo que síadvierte es que ella ha eludido supregunta. Así que espera.

—¿No te ha bastado con eso?—No.Janey alza la mirada al techo.—Ojalá pudiera encontrar una

respuesta más delicada que «loshombres son muy idiotas» o máselegante que «estaba cachonda y queríaquitarme las telarañas». No se meocurre gran cosa más, así que

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conformémonos con eso. Por otra parte,sentía atracción por ti. Han pasadotreinta años desde que era una debutanteingenua, y demasiado tiempo desde elúltimo polvo. He cumplido ya cuarenta ycuatro años, y eso me permite tender lamano para coger lo que quiera. Nosiempre lo consigo, pero tengo derechoa tender la mano.

Hodges se queda mirándola,francamente atónito. ¿Cuarenta y cuatro?

Janey prorrumpe en una risotada.—¿Sabes una cosa? Esa mirada ha

sido el mejor cumplido que me han

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hecho en mucho, mucho tiempo. Y elmás sincero. Esa simple mirada. Así quevoy a exprimirlo un poco más. ¿Quéedad me echabas?

—Unos cuarenta. A lo sumo. Lo queme convertiría en corruptor de menores.

—Tonterías. Si el que tuviera dinerofueras tú y no yo, nadie se extrañaría deque estuvieras con una mujer más joven.En ese caso la gente vería como lo másnormal del mundo que te acostaras conuna chica de veinticinco años. —Guardasilencio por un momento—. Aunque eso,en mi modesta opinión, sí sería

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corrupción de menores.—Aun así…—Tú eres viejo, pero no tan viejo;

estás en el límite de peso, pero no tan enel límite. Aunque lo pasarás si siguespor ese camino. —Lo señala con eltenedor—. Esta es la clase de sinceridadque una mujer solo puede permitirsecuando se ha acostado con un hombre ytodavía le gusta lo suficiente como paracenar con él. Ya te he dicho que no teníarelaciones sexuales desde hacía dosaños. Es verdad, pero ¿sabes cuántohace que tuve relaciones sexuales con un

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hombre y me lo pasé realmente bien?Hodges mueve la cabeza en un gesto

de negación.—Estaba en tercero de universidad,

calculo. Y no era un hombre: eraplacador suplente del equipo de fútbol ytenía un grano rojo, enorme, en la puntade la nariz. Era muy tierno, eso sí. Torpey demasiado rápido, pero tierno. Dehecho, después lloró en mi hombro.

—Así que esto no solo ha sido… nosé…

—¿Un polvo de agradecimiento? ¿Unpolvo por compasión? Tendrás que

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creerme. Y he aquí una promesa. —Seinclina hacia delante, y el albornoz se leabre y deja a la vista el valle enpenumbra entre sus pechos—. Pierdediez kilos y me arriesgaré a que tepongas encima.

Hodges no puede contener la risa.—Ha estado muy bien, Bill. No me

arrepiento, y siento debilidad por losgrandullones. El placador con el granoen la nariz rondaba los ciento veinte. Miex era un alfeñique, y debería haberadivinado ya la primera vez que lo vique nada bueno saldría de eso.

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¿Podemos dejarlo ahí?—Pues sí.—Pues sí —lo imita ella, sonriente, y

se levanta—. Vamos al salón. Es hora deque des el parte.

13

Hodges se lo cuenta todo salvo lo de laslargas tardes viendo malos programasde televisión y coqueteando con el viejorevólver reglamentario de su padre.Janey lo escucha muy seria, sin

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interrumpirlo, casi sin apartar los ojosde su cara en ningún momento. Cuandoél termina, ella saca una botella de vinode la nevera y sirve dos copas. Soncopas grandes, y él mira la suya conincertidumbre.

—No sé si debo, Janey. He deconducir.

—No, esta noche no. Te quedas aquí.A no ser que tengas un perro o un gato…

Hodges niega con la cabeza.—¿Ni siquiera un loro? En una de

esas películas viejas tendrías en eldespacho al menos un loro, que diría

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groserías a los potenciales clientes.—Claro. Y tú serías la recepcionista.

Lola en lugar de Janey.—O Velma.Él sonríe. Hay una longitud de onda, y

los dos sintonizan la misma.Janey se inclina, ofreciéndole de

nuevo esa vista tentadora.—Hazme un perfil psicológico de ese

individuo.—Ese nunca fue mi trabajo. Para eso

teníamos especialistas. Uno en el cuerpoy dos a nuestra disposición en lafacultad de Psicología de la Universidad

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Estatal.—Hazlo igualmente. Te informo de

que he buscado tu nombre en Google, yme da la impresión de que erasprácticamente el mejor delDepartamento de Policía. Menciones dehonor para dar y vender.

—Tuve suerte unas cuantas veces.Suena a falsa modestia, pero es cierto

que la suerte desempeña un papelimportante. La suerte, y estar preparado.Woody Allen tenía razón: el ochenta porciento del éxito consiste solo en estarahí presente.

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—Tú inténtalo, ¿vale? Si lo hacesbien, quizá volvamos a visitar eldormitorio. —Arruga la nariz—. A noser que estés demasiado viejo para undoblete.

Tal como Hodges se siente ahoramismo, quizá no esté demasiado viejo nipara un triplete. Han sido incontableslas noches de celibato, por lo que tienemucho saldo acumulado al que recurrir.O eso espera. Parte de él —una granparte— aún no puede creerse que estono sea un sueño con un grado extremo dedetalle.

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Toma un sorbo de vino y lo paladea,dándose tiempo para pensar. Janey havuelto a cerrarse la bata, lo que lo ayudaa concentrarse.

—Vale. Probablemente es joven, esopara empezar. Tendrá entre veinte ytreinta y cinco años, calculo. Lo deduzcoen parte de sus conocimientos deinformática, pero no es solo eso. Cuandoun hombre de mayor edad asesina a unmontón de gente, suele ir a porfamiliares, compañeros de trabajo, o louno y lo otro. Luego acaba poniéndosela pistola en la cabeza él mismo. Si

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buscas una razón, la encuentras. Unmotivo. La mujer lo puso en la calle;luego recibió una orden de alejamiento.El jefe lo despidió; después lo humillómandando a un par de guardias deseguridad a su despacho mientras élrecogía sus cosas. Préstamos vencidos.Tarjetas de crédito agotadas. La casabajo el agua. El coche embargado.

—¿Y qué hay de los asesinos enserie? ¿Aquel de Kansas City no era unhombre de mediana edad?

—Dennis Rader, sí. Era un hombre demediana edad cuando lo cogieron, pero

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solo tenía unos treinta cuando empezó.Además, esos eran crímenes sexuales.Mr. Mercedes no es un asesino sexual,ni es un asesino en serie en el sentidotradicional. Empezó con un homicidio enmasa, pero después se ha centrado enindividuos: primero tu hermana, ahorayo. Y no ha venido a por nosotros con unarma o un coche robado, ¿verdad queno?

—Al menos todavía no —dice Janey.—Nuestro hombre es un híbrido, pero

tiene en común ciertos rasgos con losasesinos más jóvenes. Se parece más a

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Lee Malvo, uno de los Francotiradoresde Washington, que a Rader. Malvo y sucompañero planearon matar a seispersonas al día. Homicidios al azar.Cualquiera que tuviera la desgracia deponerse bajo la mira de su arma eraabatido. El sexo y la edad no contaban.Acabaron matando a diez, lo que no estámal para un par de maníacos homicidas.El motivo declarado era racial, y en elcaso de John Allen Muhammad, elcompañero de Malvo, mucho mayor, unaespecie de figura paterna, quizá esofuera verdad, o parcialmente verdad.

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Creo que la motivación de Malvo eramucho más compleja, toda unaconjunción de cosas que él mismo noentendía. Si lo analizáramosdetenidamente, tal vez descubriríamosque la confusión sexual y la educaciónfueron factores determinantes. Creo quelo mismo es aplicable a nuestro hombre.Es joven. Es listo. Sabe integrarse, tantoque muchos de sus conocidos no se dancuenta de que en esencia es un solitario.Cuando lo atrapen, todo el mundo dirá:«No me puedo creer que fulano hicierauna cosa así, con lo amable que era

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siempre».—Como Dexter Morgan en la serie de

televisión.Hodges sabe de quién habla y mueve

la cabeza en un rotundo gesto denegación. Y no solo porque la serie seapura fantasía.

—Dexter sabe por qué hace lo quehace. Nuestro hombre no lo sabe. Casicon toda seguridad es soltero. No salecon mujeres. Puede que sea impotente.Es muy posible que viva aún en casa dela familia. Si es así, probablemente solocon el padre o la madre. Si es el padre,

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la relación es fría y distante: barcos quese cruzan en la noche. Si es la madre,seguramente Mr. Mercedes actúa comomarido sustituto. —Ve que ella va adecir algo y levanta la mano—. Eso nosignifica que sea una relación sexual.

—Puede que no, pero te diré unacosa, Bill. No tienes que acostarte conalguien para tener una relación sexualcon él. A veces está en las miradas, o enla ropa que te pones cuando sabes que élva a estar presente, o en lo que hacescon las manos: tocar, dar palmadas,acariciar, abrazar. En esto el sexo tiene

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que estar en alguna parte. O sea, esacarta que te mandó… lo de llevar puestoun condón mientras lo hacía… —Seestremece dentro de su albornoz blanco.

—El noventa y nueve por ciento deesa carta es ruido blanco, pero desdeluego hay un componente sexual.Siempre lo hay. Y también rabia,agresividad, soledad, sentimiento deineptitud… pero no sirve de nadaperderse en esos detalles. Eso no escrear un perfil psicológico; es análisis.Lo que estaba muy por encima de minivel salarial cuando tenía nivel

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salarial.—Vale…—Ese hombre está roto —se limita a

decir Hodges—. Y es malo. Como unamanzana que parece sana por fuera, perocuando la abres, está ennegrecida y llenade gusanos.

—Malo —repite ella, casi exhalandola palabra con un suspiro. Acontinuación, más para sí que para él—:Y tanto que lo es. Se cebó en mihermana como un vampiro.

—Es posible que su trabajo incluyaatención al público, porque tiene

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bastante encanto superficial. En tal caso,es probable que sea un empleo de bajaremuneración. No progresa porque esincapaz de combinar su inteligenciasuperior a la media con unaconcentración a largo plazo. Sus actosinducen a pensar que es un elemento queobra por impulso y aprovecha lasoportunidades. La Matanza del CentroCívico es un ejemplo perfecto. Creo quetenía la mira puesta en el Mercedes de tuhermana, pero dudo que supiese qué ibaa hacer realmente con él hasta unos díasantes de la feria de empleo. Quizá solo

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unas horas antes. Ojalá pudieradescubrir cómo lo robó.

Se interrumpe, pensando que gracias aJerome se forma una idea como mínimode parte de lo ocurrido: la llave derepuesto probablemente estuvo siempreen la guantera.

—Creo que las opciones de asesinatopasan por la cabeza de este individuotan deprisa como salen los naipes de lasmanos de un buen repartidor.Seguramente ha pensado en volaraviones, provocar incendios, dispararcontra autobuses escolares, envenenar el

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sistema de suministro de agua, y tal vezincluso atentar contra el gobernador o elpresidente.

—¡Dios santo, Bill!—Ahora mismo está obsesionado

conmigo, y eso es bueno. Así será másfácil atraparlo. También es bueno porotra razón.

—¿Cuál?—Prefiero que siga pensando a

pequeña escala. Que siga pensando enlas víctimas de una en una. Cuanto mástiempo pase así, más tardará endecidirse por montar algún otro

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espectáculo de terror como el del CentroCívico, quizá todavía de mayoresdimensiones. ¿Sabes qué me resultaespeluznante? Ahora ya debe de teneruna lista de posibles objetivos.

—¿No decía él en su carta que nosentía el menor impulso de repetirlo?

Hodges despliega una sonrisa. Leilumina toda la cara.

—Sí, eso decía. ¿Y sabes cómo te dascuenta de cuándo miente un individuocomo ese? Mueve los labios. Solo queen el caso de Mr. Mercedes, escribecartas.

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—O se comunica con sus objetivos enla web del Paraguas Azul. Como hizocon Ollie.

—Pues sí.—Si presuponemos que con ella lo

consiguió debido a su fragilidadpsíquica… y perdóname, Bill, pero¿tiene alguna razón para creer que puedeconseguirlo contigo por el mismomotivo?

Hodges mira su copa de vino y ve queestá vacía. Empieza a servirse otra, sepregunta qué efecto puede tener eso ensus probabilidades de un nuevo

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encuentro con éxito en el dormitorio, yno se echa más que un dedo.

—¿Bill?—Podría ser —contesta él—. Desde

mi jubilación, he estado a la deriva.Pero no estoy tan perdido como tuhermana. —Al menos ya no—. Y eso noes lo importante. No es lo que sedesprende de las cartas, ni de losmensajes en el Paraguas Azul.

—¿Qué es lo importante, pues?—Ha estado vigilando. Eso es lo que

se desprende. Lo hace vulnerable. Pordesgracia, también lo vuelve peligroso

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para las personas con las que trato. Nocreo que sepa que he estado hablandocontigo…

—Y no solo hablando —señala ella,moviendo las cejas a lo Groucho.

—… pero sabe que Olivia tenía unahermana, y debemos suponer que sabeque estás en la ciudad. Debes andar conmucho cuidado. Cierra bien la puertacuando estés en casa…

—Siempre cierro.—… y no te creas lo que te digan por

el portero automático. Cualquiera puededecir que es de un servicio de

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mensajería y necesita una firma.Identifica visualmente a todas las visitasantes de abrirles la puerta. Cuandosalgas, echa una ojeada alrededor. —Seinclina hacia delante, la pizca de vinointacta. Ya no le apetece—. La cosa vaen serio, Janey. Cuando salgas, estatemuy atenta al tráfico. No solo cuandovayas en coche, sino también a pie.¿Sabes a qué nos referimos cuando en lapolicía decimos OA?

—Ojo alerta.—Exacto. Cuando salgas, debes estar

OA a cualquier vehículo que aparezca

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repetidamente en tus inmediaciones.—Como el todoterreno negro de esa

mujer —dice ella con una sonrisa—. Laseñora como se llame.

La señora Melbourne. Al pensar enella, Hodges tiene la impresión de haberrozado, en el fondo de su mente, elrecóndito interruptor de la asociación deideas, pero la sensación se desvanecesin que pueda llegar a localizarlo, ymenos aún pulsarlo.

Jerome también tiene que estar ojoalerta. Si Mr. Mercedes ronda la casa deHodges, habrá visto a Jerome cortar el

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césped, poner las mosquiteras, limpiarlos canalones. Probablemente ni Jeromeni Janey corren el menor peligro, pero aél ese «probablemente» no le basta. Mr.Mercedes es un cúmulo de potencialeshomicidios aleatorios, y Hodges hafijado un rumbo de provocaciónintencionada.

Janey le lee el pensamiento.—Y tú estás… ¿cómo has dicho?

Dándole cuerda.—Pues sí. Y dentro de un momento

voy a pedirte el ordenador para darle unpoco más de cuerda. Tenía un mensaje

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ya preparado, pero estoy pensando enañadir algo más. Mi compañero haresuelto hoy un caso importante, y puedosacarle provecho a eso.

—¿Qué ha sido?No hay ninguna razón para no

contárselo; mañana saldrá en la prensa,o el domingo a lo sumo.

—Joe el de la Autopista.—¿El que mata a mujeres en las áreas

de descanso? —pregunta ella. Y cuandoél asiente, añade—: ¿Encaja con tuperfil de Mr. Mercedes?

—Ni mucho menos. Pero nuestro

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hombre no tiene por qué saberlo.—¿Qué te propones?Hodges se lo explica.

14

No tienen que esperar a la prensa de lamañana; la noticia de que Donnie Davis,ya bajo sospecha por el asesinato de sumujer, se ha atribuido los homicidios deJoe el de la Autopista es cabecera delinformativo de las once de la noche.Hodges y Janey lo ven desde la cama.

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Para Hodges el nuevo encuentro ha sidoextenuante pero en extremo satisfactorio.Aún no ha recobrado el aliento. Estásudoroso y necesita una ducha, perohacía mucho, mucho tiempo que nosentía tal felicidad. Tal plenitud.

Cuando el presentador pasa a hablarde un cachorro atrapado en una cañeríade desagüe, Janey apaga el televisor conel mando a distancia.

—Vale. Podría dar resultado. Pero,Dios mío, qué arriesgado es.

Hodges se encoge de hombros.—A falta de recursos policiales, lo

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considero mi mejor opción. —Y a él nole importa que así sea, porque esa es lavía de acción que prefiere.

Piensa por un momento en el armaimprovisada pero muy eficaz que tieneguardada en su cajonera, el calcetín derombos con bolas de cojinete. Imaginalo satisfactorio que sería golpear con lacachiporra al hijo de puta que, alvolante de uno de los sedanes máspesados del mundo, arremetió contra unamultitud de gente indefensa.Probablemente eso no ocurrirá, pero esuna posibilidad. En este mundo nuestro,

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el mejor (y el peor) de todos los mundosconcebibles, nada puede descartarse.

—¿Qué opinas de lo que ha dicho mimadre al final? ¿Eso de que Olivia oíafantasmas?

—Necesito pensar en ello un pocomás —contesta Hodges, pero ya lo hapensado, y si no va desencaminado, talvez tenga otro cauce para llegar a Mr.Mercedes. Si pudiera elegir, noinvolucraría a Jerome Robinson más delo que ya lo está; pero si ha de darcrédito a las palabras de despedida dela anciana señora Wharton, quizá no le

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quede más remedio. Conoce a cinco oseis policías con las aptitudesinformáticas de Jerome y no puedeacudir a ninguno de ellos.

«Fantasmas —piensa—. Fantasmas enel ordenador.»

Se incorpora en la cama y baja lospies al suelo.

—Si mantienes la invitación aquedarme a dormir, lo que necesitoahora mismo es una ducha.

—La mantengo. —Janey se acerca yle olfatea un lado del cuello, y él sienteun grato estremecimiento cuando ella le

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da un ligero apretón en la parte superiordel brazo—. Y desde luego la necesitas.

Después de ducharse, ya otra vez encalzoncillos, Hodges le pide queencienda el ordenador. Luego, con ellasentada a su lado, muy atenta, Hodges secuela bajo el Paraguas Azul de Debbie ydeja un mensaje para asemerc. Al cabode un cuarto de hora, y con JaneyPatterson acurrucada junto a él,duerme… y no dormía tan bien desde lainfancia.

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15

Cuando Brady llega a casa después devarias horas circulando de aquí paraallá sin rumbo fijo, es tarde y encuentrauna nota en la puerta de atrás: «¿Dóndehas estado, cariñito? Hay lasaña caseraen el horno». Solo tiene que ver la letravacilante y la línea descendente parasaber que su madre estaba como unacuba cuando la ha escrito. Desclava lanota y entra.

Normalmente nada más llegar a casava a verla, pero percibe un olor a

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quemado y corre a la cocina, donde flotaen el aire una neblina azul.Afortunadamente el detector de humo deesa zona no funciona (hace tiempo quequiere cambiarlo pero, con todo lo quetiene en la cabeza, nunca se acuerda).También hay que dar gracias por lapotente campana extractora, que haabsorbido humo suficiente para impedirque los otros detectores se activen,aunque eso pronto sucederá si no ventilala casa. El horno está a ciento setenta ycinco. Lo apaga. Abre la ventana quehay encima del fregadero, luego la

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puerta de atrás. Hay un ventilador de pieen el armario de la limpieza. Lo colocade cara al horno descontrolado y loenciende a la máxima potencia.

Hecho esto, va por fin al salón a vercómo está su madre. La encuentratraspuesta en el sofá, con un vestido deandar por casa abierto en el escote yarrugado en torno a los muslos,roncando tan sonora y acompasadamenteque parece una sierra de cadena alralentí. Brady desvía la mirada y,mascullando «mierda, mierda, mierda,mierda», vuelve a la cocina.

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Se sienta a la mesa con la cabezagacha, las palmas de las manos en lassienes, los dedos hundidos en el pelo.¿Por qué será que cuando las cosasempiezan a torcerse, se tuercen cada vezmás? Acude a su memoria el eslogan dela empresa Morton Salt: «Siemprellueve sobre mojado».

Después de ventilar durante cincominutos, se aventura a abrir el horno.Mientras contempla el bulto negro yhumeante en el interior, cualquier asomode apetito que pudiera haber sentido alllegar a casa desaparece. Esa bandeja

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no se limpiará lavándola; esa bandeja nose limpiará restregando una hora enteray empleando toda una caja deestropajos; esa bandeja probablementeno la limpiaría ni un láser industrial. Esabandeja ha quedado para tirarla. Ha sidouna suerte que, al llegar a casa, no sehaya encontrado a los putos bomberos ya su madre ofreciéndoles cócteles vodkacollins.

Cierra el horno —no quiere ver esacatástrofe nuclear— y opta por volver alsalón. Aun mientras recorre con lamirada de arriba abajo las piernas

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desnudas de su madre, piensa: «Seríamejor que se muriera. Mejor para ella ymejor para mí».

Baja al sótano y, usando las órdenesde voz, enciende la luz y la batería deordenadores. Se acerca al Número Tres,coloca el cursor en el icono delParaguas Azul… y vacila. No porquetema no encontrar un mensaje del ex poligordo, sino porque teme encontrarlo. Sies así, no será algo que quiera leer. Notal como están yendo las cosas. Ya tienela cabeza bastante revuelta, ¿por quérevolverla más?

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Solo que podría proporcionarle unaexplicación de lo que el poli hacía en elapartamento de Lake Avenue. ¿Ha estadointerrogando a la hermana de OliviaTrelawney? Probablemente. A lossesenta y dos años, seguro que no se laestá cepillando.

Brady clica con el ratón, y en efecto:

¡ranagustavo19 quiere chatearcontigo!¿Quieres chatear conranagustavo19?S N

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Brady sitúa el cursor en la N y traza

círculos con la yema del dedo índicesobre el dorso curvo del ratón.Retándose a pulsar la N y poner fin aeso de una vez por todas. Es evidenteque no logrará inducir al ex poli gordoal suicidio tal como hizo con la señoraTrelawney, así que ¿por qué no? ¿Nosería eso lo inteligente?

Pero tiene que saberlo.Y lo más importante, el Ins. Ret. no

debe ganar.Desplaza el cursor a la S, clica, y el

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mensaje —esta vez bastante largo—aparece en la pantalla.

Mira por dónde, aquí está otra

vez mi amigo el de la confesiónfalsa. No debería ni siquieracontestar. Tipejos como tú loshay a patadas, pero, como bienseñalas, estoy jubilado, e inclusohablar con un chiflado es mejorque el Doctor Phil y todos esospublirreportajes que ponen yaentrada la noche. Un anuncio másde OxiClean de treinta minutos y

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me volveré tan loco como tú:JAJAJA. Por otra parte, he deagradecerte que me hayas dado aconocer esta web, que de locontrario no habría encontrado.Ya he hecho 3 nuevos amigos (ycuerdos). ¡¡¡Uno es una señoradeliciosamente malhablada!!! Asíque, bueno, «amigo mío», tepondré en antecedentes.

En primer lugar, cualquierseguidor de CSI deduciría que elAsesino del Mercedes llevaba unaredecilla para el pelo y roció de

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lejía la máscara de payaso. Osea: OBVIO.

En segundo lugar, si fuerasrealmente el que robó elMercedes de la señora Trelawneyhabrías mencionado la llave deemergencia. Eso es algo que nohabrías deducido viendo CSI, asíque a riesgo de repetirme:OBVIO.

En tercer lugar (espero que

estés tomando nota), hoy he

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recibido una llamada de miantiguo compañero. Ha atrapadoa uno de los malos, unoespecializado en confesionesVERDADERAS. Mira lasnoticias, amigo mío, y luegoadivina qué más va a confesar esetipo dentro de una semana pocomás o menos.

Que duermas bien, y porcierto, ¿por qué no te vas amolestar a otro con tus fantasías?

Brady recuerda vagamente un

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personaje de dibujos animados —tal vezfuera el Gallo Claudio, aquel galloenorme con acento sureño— que seenfadaba tanto que su cuello y luego sucabeza se convertían en un termómetro yla temperatura subía y subía, pasando decocción BAJA a cocción MEDIA y acocción MÁXIMA. Brady casi sienteque eso mismo le ocurre a él mientraslee el mensaje, arrogante, ofensivo yexasperante.

¿Llave de emergencia?¿Llave de emergencia?—¿De qué hablas? —dice, su voz en

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algún punto entre susurro y gruñido—.¿De qué coño hablas?

Se levanta y, con paso inestable,como si sus piernas fueran zancos,deambula en círculo, mesándose elcabello con tal vehemencia que se lesaltan las lágrimas. Se olvida de sumadre. Se olvida de la lasañaennegrecida. Se olvida de todo exceptode este mensaje odioso.

¡Incluso ha tenido la desfachatez deponer un smiley!

¡Un smiley!Brady da una patada a la silla,

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lastimándose los dedos del pie, y lamanda a la otra punta de la sala, dondechoca contra la pared. Luego se damedia vuelta y corre de regreso hasta suordenador Número Tres, ante el que seencorva como un buitre. Su primerimpulso es contestar de inmediato,llamar embustero al puto poli, llamarloidiota con Alzheimer prematuroinducido por la grasa, llamarlo bujarrónaficionado a chuparle la polla a sujardinero negro. De pronto se imponeuna apariencia de racionalidad, frágil yvacilante. Recoge la silla y entra en la

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página web del periódico de la ciudad.Ni siquiera necesita clicar NOTICIASDE ÚLTIMA HORA para ver de quéiban los delirios de Hodges; está ahímismo, en la primera plana delperiódico matutino.

Brady sigue la crónica de sucesoslocales con asiduidad, y conoce tanto elnombre de Donald Davis como susagraciadas y bien definidas facciones.Sabe que la policía iba tras los pasos deDavis por el asesinato de su mujer, y aBrady no le cabe duda de que el autorfue él. Ahora el muy idiota ha

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confesado, pero no solo el asesinato deella. Según el artículo, Davis también seha declarado culpable de los homicidioscon violación de otras cinco mujeres.En pocas palabras, afirma ser Joe el dela Autopista.

Al principio Brady es incapaz derelacionar esto con el intimidatoriomensaje del ex poli gordo. Pero depronto, en una repentina y funestainspiración, cae en la cuenta: ahora queDonnie Davis ha abierto el corazón,también se propone declararse culpablede la Matanza del Centro Cívico. Puede

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que lo haya hecho ya.Brady empieza a girar como un

derviche: una vez, dos, tres. La cabezale va a estallar. Tiene violentaspalpitaciones en el pecho, el cuello, lassienes. Incluso las siente en las encías yla lengua.

¿Davis ha dicho algo de una llave deemergencia? ¿Ha salido el asunto arelucir por eso?

—No había llave de emergencia —dice Brady… pero ¿cómo puede estarseguro de eso? ¿Y si la había? Y si lahabía… y si le colgaban el mochuelo a

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Donald Davis y le arrebatan a BradyHartsfield su gran triunfo…. después delos riesgos que había asumido…

Ya no puede contenerse. Se sienta denuevo ante el Número Tres y escribe unmensaje a ranagustavo19. Uno corto,pero las manos le tiemblan de tal modoque tarda casi cinco minutos. Lo envíaen cuanto acaba, sin molestarse enreleerlo.

ERES UN EMBUSTERO DE

MIERDA, GILIPOLLAS. Vale,la llave no estaba en el contacto,

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pero no era una LLAVE DEEMERGENCIA. Era una llave derepuesto que estaba en laguanterra y YA AVERIGUARÁSTÚ, CARACULO, cómo abrí lapiuerta del coche. Donald Davisno cometió este crimen. Repito,DONALD DAVIUS NOCOMETIÓ ESTE CRIMEN. Sidices a la gente que lo hizo él temataré aunqu con lo acabado queestás nop mataría gran cosa.

Firmado,El VERDADERO Asesino del

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MercedesP. D.: Tu madre era una puta,

le daban por el culo y lamía lechede la alcantarilla.

Brady apaga el ordenador y sube a su

habitación, dejando a su madre roncandoen el sofá en lugar de ayudarla aacostarse. Toma tres aspirinas, añadeuna cuarta y luego se tumba en la cama,tembloroso, con los ojos desorbitados,hasta que asoman por el este lasprimeras vetas del amanecer. Al final, seadormece durante dos horas, con un

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sueño tenue, inquieto y plagado depesadillas.

16

El sábado por la mañana Hodges estápreparando unos huevos revueltoscuando Janey entra en la cocina con sualbornoz blanco. Recién duchada, llevael pelo mojado y peinado hacia atrás,con la cara al descubierto, y parece másjoven que nunca. Hodges vuelve apensar: «¿Cuarenta y cuatro?».

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—He buscado beicon, pero no lo hevisto. Aunque no descarto que haya.Según mi ex, la gran mayoría de loshombres de este país padece de«ceguera ante el frigorífico». No sé siexiste un teléfono de ayuda para eso.

Ella le señala la cintura.—Vale —contesta él. Y a

continuación, como a Janey parecegustarle, añade—: Pues sí.

—Y por cierto, ¿cómo andas decolesterol?

Hodges sonríe y dice:—¿Unas tostadas? Es pan integral.

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Como seguramente ya sabes, dado quelo has comprado tú.

—Una. Sin mantequilla, solo un pocode mermelada. ¿Qué vas a hacer hoy?

—Aún no lo sé muy bien. —Aunquepiensa ya que le gustaría ponerse encontacto con Radney Peeples en SugarHeights, si es que está de servicio ysigue «Vigilante». Y necesita hablar deordenadores con Jerome. Por ese ladolas perspectivas son infinitas.

—¿Has entrado en el Paraguas Azul?—Antes quería prepararte el

desayuno. Y también el mío. —Es

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verdad. Ha despertado con el sincerodeseo de alimentar su cuerpo en lugar deintentar poner un tapón a un agujero ensu cabeza—. Además, no sé tucontraseña.

—Es «Janey».—¿Quieres un consejo? Cámbiala. De

hecho, es el consejo del chico quetrabaja para mí.

—Jerome, ¿no?—El mismo.Ha revuelto media docena de huevos

y se lo comen todo, repartiéndoselo porla mitad exactamente. Se le ha pasado

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por la cabeza preguntarle si searrepiente de lo ocurrido anoche, perodecide que la forma en que haarremetido contra su desayuno aclaratoda duda.

Tras dejar los platos en el fregadero,van al ordenador y permanecen sentadosen silencio durante casi cuatro minutos,leyendo y releyendo el último mensajede asemerc.

—Virgen santa —dice ella por fin—.Querías darle cuerda, y creo que ahoraestá pasado de vueltas. ¿Ves quécantidad de erratas? —Señala

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«guanterra» y «piuerta»—. ¿Eso formaparte de su…? ¿Cómo lo llamaste?¿Camuflaje estilístico?

—No lo creo. —Hodges mira «nop»y sonríe. No puede evitarlo. El pez notael anzuelo, y lo tiene bien hincado.Duele. Arde—. Yo diría que así es comouno escribe cuando está hecho una furia.Lo último que esperaba era que esteindividuo tuviese un problema decredibilidad. Esto está sacándolo dequicio.

—Aún más —añade ella.—¿Mmm?

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—Sacándolo aún más de quicio.Mándale otro mensaje, Bill. Mete eldedo en la llaga. Se lo merece.

—De acuerdo. —Piensa, y empieza aescribir.

17

Después de vestirse, Janey recorre elrellano con él y le obsequia unprolongado beso ante el ascensor.

—Todavía no me puedo creer que lode anoche ocurriera de verdad —dice

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él.—Pues ocurrió. Y si juegas bien tus

cartas, tal vez vuelva a ocurrir. —Janeyescruta el rostro de Hodges con esosojos azules suyos—. Pero nada depromesas ni compromisos a largo plazo,¿vale? Nos lo tomaremos tal comovenga. Día a día.

—A mi edad, es así como me lo tomotodo.

Se abre la puerta del ascensor.Hodges entra.

—Mantente en contacto, vaquero.—Cuenta con ello. —La puerta del

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ascensor empieza a cerrarse. Hodges lapara con la mano—. Y recuerda,vaquera: OA.

Ella mueve la cabeza en un solemnegesto de asentimiento, pero a él no se lepasa por alto el destello en su mirada.

—Janey estará OA a tope.—Ten el móvil siempre a mano, y no

estaría de más poner el 911 enmarcación rápida.

Hodges retira la mano. Ella le lanzaun beso. La puerta se cierra antes de queél pueda devolvérselo.

Su coche está donde lo ha dejado,

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pero el tiempo fijado por el parquímetrodebió de cumplirse antes de empezar elperíodo de aparcamiento gratuito,porque tiene una multa bajo una de lasvarillas del limpiaparabrisas. Abre laguantera, deja ahí la multa y acontinuación saca el móvil. Se le dabien dar consejos a Janey que él mismono sigue: desde la jubilación, siempre sedeja olvidado el maldito Nokia, unmodelo bastante prehistórico para lo queson los móviles. En todo caso hoy día nolo llama casi nadie. Sin embargo estamañana tiene tres mensajes, todos de

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Jerome. En el segundo y el tercero —uno a las 21.40 horas de anoche, el otroa las 22.45— le pregunta conimpaciencia dónde está y por qué nocontesta. Habla con su voz normal. Elmensaje original, dejado a las 18.30 dela tarde de ayer, empieza con suexuberante voz de Batanga el NegroZumbón.

«Bwana Hodges, ¿dónde e’tá?¡Nesesito hablá con u’té! —Acontinuación vuelve a ser Jerome—.Creo que ya sé cómo lo hizo. Cómo robóel coche. Llámeme.»

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Hodges consulta su reloj y piensa queJerome probablemente no se habrálevantado todavía, no un sábado por lamañana. Decide acercarse hasta allí,pasando antes por su casa para coger susnotas. Enciende la radio, sale Bob Segercon Old Time Rock and Roll y loacompaña a voz en grito: «Take thoseold records off the shelf».

18

En otros tiempos más sencillos, antes de

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las apps, los iPad, los Samsung Galaxy yel vertiginoso mundo del 4G, los finesde semana eran los días de máximoajetreo en Discount Electronix. Ahoralos chicos que antes iban a comprar CDse descargan los temas de VampireWeekend desde iTunes, mientras susmayores navegan por eBay o ven enHulu los programas de televisión que sehan perdido.

Este sábado por la mañana la sucursalde DE en el centro comercial de BirchHill es un páramo.

Tones, cerca de la entrada, intenta

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vender a una anciana un televisor de altadefinición que ya es una antigüedad.Freddi Linklatter está fuera, en la partede atrás, fumando un Marlboro rojo trasotro y probablemente ensayando en sucabeza la última filípica sobre losderechos de los gays. Brady se hallasentado ante uno de los ordenadores dela última fila, un Vizio antiguo que haamañado para no dejar registro detecleo, y menos aún historial. Tiene lamirada fija en el último mensaje deHodges. En un ojo, el izquierdo, hadesarrollado un tic rápido e irregular.

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Deja de poner verde a mi

madre, ¿vale? No es culpasuya que te hayan pillado en unasarta de mentiras absurdas.Conque sacaste una llave de laguantera, ¿eh? Esa sí que esbuena, porque Olivia Trelawneytenía las dos. La que faltaba erala llave de emergencia. La teníaen una pequeña caja magnéticadebajo del parachoques trasero.El VERDADERO Asesino delMercedes debió de descubrirla.

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Creo que ya me he hartado deescribirte, tontolaba. Comofuente de diversión, tu actualcoeficiente ronda más o menos elcero, y sé de buena tinta queDonald Davis va a confesar loscrímenes del Centro Cívico. Yeso a ti te deja ¿dónde? Puesviviendo esa insípida vida demierda tuya, imagino. Una cosamás antes de poner fin a estaencantadora correspondencia.Me has amenazado de muerte.Eso es un delito grave, pero

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¿sabes qué te digo? Me la traefloja. Chaval, no eres más que uncagueta, gilipollas. Internet estáplagado de gente así. ¿Quieresvenir a mi casa (ya sé que sabesdónde vivo) y amenazarme enpersona? ¿No? Ya me loimaginaba. Permíteme acabarcon una palabra tan sencilla quehasta un zoquete como tú deberíaentender.

Piérdete. Brady siente tal cólera que se queda

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paralizado. Sin embargo, también estáardiendo. Cree que se quedará así,encorvado sobre ese Vizio de mierda alridículo precio rebajado de 87,87dólares, hasta morir congelado o entraren combustión, o de algún modo las doscosas a la vez.

Pero cuando una sombra se proyectasobre la pared, Brady descubre que sípuede moverse a pesar de todo. Con unclic, elimina de la pantalla el mensajedel ex poli gordo justo antes de queFreddi se incline junto a él para echar unvistazo a la pantalla.

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—¿Qué miras, Brades? Te has dadomucha prisa en esconderlo, lo que seaque fuera.

—Un documental de NationalGeographic. Se titula Cuando atacanlas lesbianas.

—Es posible que tu recuento deespermatozoides —dice ella— seasuperior a tu sentido del humor, pero meinclino a dudarlo.

Tones Frobisher se reúne con ellos.—Hay un servicio a domicilio en

Edgemont —anuncia—. ¿Quién loquiere?

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—Si me dan a elegir entre un servicioa domicilio en ese nido de macarras otener una comadreja salvaje metida en elculo, me quedo con la comadreja —diceFreddi.

—Ya me encargo yo —se ofreceBrady. Ha decidido que tiene que hacerun recado. Uno que no puede esperar.

19

Cuando Hodges llega a casa de losRobinson, la hermana pequeña de

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Jerome y un par de amigas suyas saltan ala comba en el camino de acceso. Todasellas llevan camisetas con centelleantesestampaciones de un grupo musical deadolescentes. Hodges, con la carpeta delcaso en una mano, atraviesa el jardín.Barbara se acerca el tiempo suficientepara chocar con él primero la palma dela mano y luego el puño, y se marchacorriendo a coger otra vez su extremo dela cuerda. Jerome, en pantalón corto ycamiseta del City College con lasmangas arrancadas, bebe un zumo denaranja sentado en los peldaños del

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porche. Odell yace a su lado. Jeromeexplica a Hodges que sus padres se hanido de compras y él ha asumidofunciones de canguro hasta que vuelvan.

—Aunque no es que ella necesitecanguro. Es mucho más espabilada de loque se piensan mis padres.

Hodges se sienta junto a él.—No lo des por sentado, Jerome.

Hazme caso.—¿A qué se refiere con eso

exactamente?—Primero cuéntame qué has

descubierto.

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En lugar de contestar, Jerome señalael coche de Hodges, que ha aparcadojunto a la acera para no estorbar a lasniñas en su juego.

—¿De qué año es?—De 2004. No deslumbra pero no

tiene muchos kilómetros. ¿Quierescomprarlo?

—Paso. ¿Lo ha cerrado con llave?—Pues sí. —A pesar de que este es

un barrio tranquilo y él está sentadojusto delante, mirándolo. La fuerza de lacostumbre.

—Deme sus llaves.

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Hodges las saca del bolsillo y se lasentrega. Jerome examina el mando yasiente.

—PKE —dice—. Empezó a usarse enlos noventa, primero como accesoriopero desde el año 2000 básicamentecomo equipamiento de fábrica. ¿Sabequé quiere decir?

Como inspector a cargo de la Matanzadel Centro Cívico (e interrogadorfrecuente de Olivia Trelawney), Hodgessin duda lo sabe.

—Sistema de entrada pasiva sinllave.

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—Exacto. —Jerome pulsa uno de losdos botones del mando. Junto albordillo, las luces de posición delToyota de Hodges parpadeanbrevemente—. Ahora está abierto. —Pulsa el otro botón. Las luces destellanotra vez—. Ahora está cerrado. Y ustedtiene la llave. —La coloca en la palmade la mano de Hodges—. Todo bajocontrol, ¿no?

—Por el derrotero que está tomandola conversación, quizá no.

—Conozco a unos tíos de launiversidad que tienen un club de

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informática. No voy a darle susnombres, así que no me los pregunte.

—Ni se me ocurriría.—No son mala gente, pero se conocen

todas las malas prácticas: hackear,clonar, apropiarse de información pormedio de spyware, cosas así. Me dicenque los sistemas PKE son prácticamenteuna licencia para robar. Cuando aprietasel botón para bloquear o desbloquear elcoche, el mando emite una señal deradio en baja frecuencia. Un código. Sipudiera oírlo, se parecería a los pitidosque suenan cuando se telefonea a un

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número de fax con la marcación rápida.¿Me sigue?

—De momento, sí.En el camino de acceso las niñas

canturrean mientras Barbara Robinsonsalta diestramente a la comba,agitándose sus trenzas y resplandeciendosus piernas morenas y robustas.

—Mis amigos dicen que es fácilcaptar el código si uno dispone delaparato indicado. Para hacerlo, puedemodificarse el mando de apertura de lapuerta de un garaje o el mando adistancia de un televisor, solo que con

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algo así hay que estar muy muy cerca.Digamos que a menos de veinte metros.Pero también puede construirse uno máspotente. Todos los componentes seencuentran en la tienda de electrónicadel barrio. Coste total: unos cien pavos.Alcance: unos cien metros. Esperas aque el conductor salga del vehículo encuestión. Cuando aprieta el botón parabloquear el coche, tú aprietas el botónde tu mando. Tu aparato captura la señaly la guarda. El conductor se marcha, ycuando se ha ido, vuelves a pulsar elbotón. El coche queda desbloqueado, y

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tú entras.Hodges mira su llave y luego a

Jerome.—¿Eso funciona?—Desde luego que sí. Según mis

amigos, ahora es más difícil, porque losfabricantes han modificado el sistema demanera que la señal cambia cada vezque aprietas el botón, pero no esimposible. Todo sistema creado por lamente humana puede ser pirateado por lamente humana. ¿Me atiende?

Hodges apenas lo oye, y menos aún loatiende. Está pensando en Mr. Mercedes

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antes de convertirse en Mr. Mercedes.Podría haber comprado uno de esosaparatos de los que Jerome acaba dehablarle, pero es igual de probable quelo montara él mismo. ¿Y era elMercedes de la señora Trelawney elprimer coche con el que él utilizabadicho dispositivo? Probablemente no.

«Tengo que consultar los robos decoches en el centro —piensa—.Empezando desde… pongamos 2007,hasta principios de la primavera de2009.»

Tiene una amiga en el archivo, Marlo

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Everett, que le debe un favor. Hodgesestá seguro de que Marlo realizará unacomprobación oficiosa por él sinhacerle muchas preguntas. Y si ellaencuentra unas cuantas denuncias en lasque el responsable de la investigaciónconcluye que «quizá el denunciante sehaya olvidado de bloquear el vehículo»,lo sabrá.

En el fondo de su alma, lo sabe ya.—¿Señor Hodges? —Jerome lo mira

con expresión un tanto dubitativa.—¿Qué, Jerome?—Cuando trabajaba en el caso del

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Centro Cívico, ¿no comprobó esto delPKE con los policías encargados de losrobos de coches? O sea, ellos tienen quesaberlo. No es algo nuevo. Según misamigos, incluso tiene nombre: «robar elpeque».

—Hablamos con el mecánico jefe delconcesionario de Mercedes, y nos dijoque se utilizó una llave —explicaHodges. A él mismo la respuesta leparece endeble, a la defensiva. Peoraún: inepta. Lo que hizo el mecánicojefe, lo que hicieron todos, fue dar porsupuesto que se había utilizado una

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llave. Una llave dejada en el contactopor una mujer despistada que no caíabien a nadie.

Jerome le dirige una sonrisa cínicaque resulta extraña y fuera de lugar en sujoven rostro.

—Hay cosas de las que no hablan laspersonas que trabajan en unconcesionario de coches, señor Hodges.No puede decirse exactamente quemientan; solo las borran de la cabeza.Por ejemplo, que el airbag, aldesplegarse, puede salvarle la vida perotambién hundirle las gafas en los ojos y

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dejarlo ciego. El alto índice de vueltasde campana de algunos todoterrenos. Olo fácil que es robar una señal de PKE.Pero los policías encargados de losrobos de coches tienen que estar alcorriente, ¿no? O sea, es su obligación.

La triste verdad es que Hodges no losabe. Tendría que saberlo pero no losabe. Por aquellas fechas Pete y él sepasaban el tiempo en la calle, haciendodos turnos y durmiendo como muchocinco horas por noche. El papeleo seamontonó. Si les llegó algúncomunicado de la sección de robo de

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coches, probablemente está en algúnsitio entre la documentación del caso.No se atreve a preguntárselo a suantiguo compañero, pero sabe que quizápronto tenga que contárselo todo a Pete.Es decir, si no puede resolverlo él solo.

Mientras tanto, Jerome necesitasaberlo todo. Porque el individuo conquien Hodges anda tonteando está loco.

Barbara se acerca corriendo,sudorosa y sin aliento.

—Jay, ¿podemos ir Hilda, Tonya y yoa ver Historias corrientes?

—Adelante —contesta Jerome.

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Ella le echa los brazos al cuello yaprieta la mejilla contra la suya.

—¿Nos prepararás crepes, queridohermano?

—No.Ella deja de abrazarlo y retrocede.—Eres malo. Y encima perezoso.—¿Por qué no os vais a Zoney’s y

compráis unos gofres congelados?—Porque no tenemos dinero.Jerome se mete la mano en el bolsillo

y le da un billete de cinco. Esto le valeotro abrazo.

—¿Aún soy tan malo?

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—¡No, eres bueno! ¡El mejorhermano que existe!

—No puedes ir sin tus compinches —dice Jerome.

—Y llevaos a Odell —añade Hodges.Barbara se echa a reír.—Siempre nos llevamos a Odell.Con una sensación de profunda

inquietud, Hodges observa a las niñasalejarse brincando por la acera con suscamisetas a juego (hablando por loscodos y turnándose para llevar la correade Odell). Difícilmente va a poderconfinar a la familia Robinson, pero

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esas tres niñas le parecen tanpequeñas…

—¿Jerome? Si alguien intentarameterse con ellas, ¿Odell…?

—¿Si las protegería? —preguntaJerome, ahora muy serio—. Con su vida,señor H. Con su vida. ¿En qué estápensando?

—¿Puedo seguir contando con tudiscreción?

—¡Pue’ claro que sí, señó!—Vale, voy a confiarte algo muy

importante. Pero a cambio tienes queprometerme que me tutearás.

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Jerome se detiene a reflexionar.—Me costará un poco

acostumbrarme, pero vale.Hodges se lo cuenta todo (solo omite

dónde ha pasado la noche), remitiéndosede vez en cuando a las notas de su blocde papel pautado. Para cuando acaba,Barbara y sus amigas vuelven deGoMart, lanzándose una caja de gofres yriendo. Entran en la casa para disfrutarde su tentempié de media mañanadelante del televisor.

Hodges y Jerome, sentados en lospeldaños del porche, hablan de

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fantasmas.

20

Edgemont Avenue parece una zona enguerra, pero como se encuentra al sur deLowbriar, al menos es una zona enguerra mayoritariamente blanca,poblada por los descendientes de losmontañeses de Kentucky y Tennesseeque emigraron allí para trabajar en lasfábricas después de la Segunda GuerraMundial. Ahora las fábricas han

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cerrado, y gran parte de la población secompone de drogadictos que se pasarona la heroína marrón cuando la oxicodonase puso demasiado cara. Edgemont esuna sucesión de bares, casas deempeños y agencias de cambio decheques, todos cerrados a cal y cantoeste sábado por la mañana. Las únicasdos tiendas abiertas son un Zoney’s y elestablecimiento que requiere el serviciode Brady, la panadería Batool.

Brady aparca delante, donde podráver si alguien intenta forzar suEscarabajo de la Ciberpatrulla, y,

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acarreando su maletín, entra en la nubede gratos olores. La bola de sebo queatiende detrás del mostrador, unpaquistaní, discute con un cliente queagita una Visa ante él y señala laadvertencia escrita en una cartulina:SOLO PAGOS EN EFECTIVO HASTAQUE SE REPARE LA AVERÍAINFORMÁTICA.

El ordenador del paqui padece eltemido síndrome del «bloqueo».Lanzando miradas de control alEscarabajo a intervalos de treintasegundos, Brady recurre al truco del

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«desbloqueo», que consiste en pulsarsimultáneamente las teclas alt, ctrl ysupr. Con eso aparece la ventana deladministrador de tareas, y Brady ve deinmediato en la lista de aplicaciones queel Explorer no responde.

—¿Es grave? —pregunta el paqui,inquieto—. Por favor, dígame no grave.

Otro día Brady habría alargado lasituación, no porque los tipos comoBatool den propina —que no la dan—,sino por verlo sudar unas cuantas gotasmás de manteca. Pero no hoy. Esto hasido solo su pretexto para marcharse de

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la tienda y del centro comercial, yquiere acabar lo antes posible.

—No, ya lo he detectado, señorBatool —responde. Marca FINALIZARTAREA y reinicia el PC del paqui. Alcabo de un momento reaparece lafunción caja registradora junto con losiconos de las cuatro tarjetas de crédito.

—¡Usted genio! —exclama Batool.Por un desagradable momento Brady

teme que ese hijo de puta perfumado loabrace.

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21

Al irse del «nido de macarras», Bradyse dirige al norte, rumbo al aeropuerto.En el centro comercial de Birch Hill hayun Home Depot donde casi con todaseguridad podría conseguir lo quebusca, pero prefiere otro destino, elcomplejo de tiendas Skyway. Lo que sedispone a hacer es de por sí arriesgado,temerario y superfluo. No complicaráaún más las cosas yendo a una tiendaque está solo a un paso de DE. Uno nocaga donde come.

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Brady ha decidido, pues, resolver suasunto en el garden center de Skyway, yenseguida ve que ha sido la elecciónacertada. Es una tienda enorme, y en estamañana de un sábado de finales deprimavera está abarrotada decompradores. En el pasillo depesticidas, Brady mete dos latas deraticida en un carrito ya cargado deartículos añadidos a modo de camuflaje:abono, mantillo, semillas y unescarificador de mango corto. Sabe quees una locura comprar venenopersonalmente cuando ya lo ha

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encargado y le llegará a la oficina delservicio de correos dentro de unos días,pero no puede esperar. Le es imposible.Seguramente no podrá envenenar alperro de la familia negra hasta el lunes—tal vez ni siquiera hasta el martes o elmiércoles—, pero debe hacer algo.Necesita tener la sensación de que haempezado a… ¿cómo lo dijoShakespeare? A armarse contra un marde adversidades.

Mientras hace cola con el carrito, sedice que si la cajera (otra bola de sebo,la ciudad está plagada) comenta algo

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sobre el raticida, aunque sea algototalmente inocuo como «Este productoda muy buen resultado», abandonará elplan. Existen demasiadasprobabilidades de que lo recuerden y loidentifiquen: «Ah, sí, era aquel jovennervioso con el escarificador y elmatarratas».

«Quizá debería haberme puesto gafasde sol —piensa—. Tampoco llamaría laatención. Aquí la mitad de los hombreslas llevan.»

Ahora ya es demasiado tarde. Se hadejado las Ray-Ban en Birch Hill,

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dentro del Subaru. Lo único que puedehacer es quedarse aquí en la cola de lacaja y obligarse a tranquilizarse. Que escomo pedirle a alguien que no piense enun oso polar azul cuando lo tienedelante.

«Me fijé en él por lo tenso queestaba», dirá a la policía la cajera, esade sebo (pariente de Batool, elpanadero, juraría Brady a juzgar por suaspecto). También se acordará porqueha comprado el raticida, uno de esos quecontienen estricnina.

Por un momento está a punto de huir,

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pero ahora no solo tiene gente delantesino también detrás, y si abandona lacola, ¿no llamará la atención? ¿No sepreguntarán…?

Un ligero empujón desde atrás.—Te toca, amigo.Ya sin opciones, Brady empuja el

carrito. Las latas de raticida, colocadasdebajo de todo lo demás, son de unamarillo chillón; Brady tiene laimpresión de que son del color mismode la locura, y deben de serlo: estar ahíes de locos.

De pronto lo asalta un pensamiento

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tranquilizador, tan reconfortante comouna mano fresca sobre una frenteafiebrada: «Embestir con el coche a esagente del Centro Cívico fue una locuramucho mayor… pero salí del paso,¿no?».

Sí, y sale del paso también esta vez.La bola de sebo pasa sus compras por ellector sin mirarlo siquiera. Tampoco lomira cuando le pregunta si pagará enefectivo o con tarjeta.

Brady paga en efectivo.No está tan loco.Ya de vuelta en el Volkswagen (ha

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aparcado entre dos furgonetas, donde elverde fosforescente apenas se ve), sesienta al volante y respira hondo variasveces hasta que se le acompasa el ritmodel corazón. Piensa en los siguientespasos de su plan, y eso lo serena másaún.

Primero, Odell. El chucho tendrá unamuerte atroz, y el ex poli gordo sabráque el único responsable es él mismo,aunque no lo sepan los Robinson.(Desde un punto de vista estrictamentecientífico, Brady tiene interés encomprobar si el Ins. Ret. admite su

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culpa. Pero no lo cree.) Segundo, elpropio Hodges. Brady lo dejará unosdías cociéndose en su culpa, ¿y quiénsabe? Quizá al final sí opte por elsuicidio, aunque no es probable. Así queBrady lo matará, estando el método aúnpor determinar. Y tercero…

Una acción sublime. Algo que serecordará durante cien años. La cuestiónes: ¿cuál podría ser esa acción sublime?

Brady gira la llave en el contacto y,tras encender la mierda de radio delEscarabajo, sintoniza BAM-100, dondedestinan los fines de semana al rock.

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Oye el final de un espacio dedicado aZZ Top y se dispone ya a pulsar el botónde KISS-92 cuando se le paraliza lamano. En vez de cambiar de emisora,sube el volumen. Le habla la voz deldestino.

El DJ informa a Brady de que elgrupo musical de adolescentes más demoda visitará la ciudad en un únicoconcierto. Sí, ha oído bien: ’Round Hereactuará en el CACMO el jueves queviene. «Ya casi se han agotado lasentradas, niños y niñas, pero nosotros,los Chicos Buenos de BAM-100,

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tenemos aún una docena, y lasregalaremos por pares a partir del lunes,así que estad atentos a la indicaciónpara llamar y…»

Brady apaga la radio. Tiene unamirada distante, brumosa,contemplativa. CACMO es como llamanen la ciudad al Centro de Arte y Culturadel Medio Oeste. Ocupa toda unamanzana y cuenta con un auditoriogigantesco.

«Qué manera de irse —piensa—.Dios mío, ¡qué manera!»

Se pregunta cuál será exactamente el

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aforo del Mingo, el auditorio delCACMO. ¿Tres mil espectadores?¿Quizá cuatro mil? Esta noche loconsultará por internet.

22

Hodges se compra algo en una tienda decomida preparada cercana (una ensaladaen lugar de la hamburguesa con todassus guarniciones que le pide a gritos elestómago) y se va a su casa. Losplacenteros esfuerzos de anoche le

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pasan factura, y aunque debe unallamada a Janey —por lo visto, tienen unasunto pendiente en la casa de la difuntaseñora Trelawney en Sugar Heights—,decide que el siguiente paso en lainvestigación será una breve siesta.Comprueba el contestador automáticodel salón, pero el visor de MENSAJEEN ESPERA indica cero. Echa unvistazo a Bajo el Paraguas Azul deDebbie y ve que no hay nada nuevo deMr. Mercedes. Se acuesta y pone sudespertador interno para que lo avise alcabo de una hora. Lo último que piensa

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antes de cerrar los ojos es que ha vueltoa dejarse el teléfono móvil en laguantera del Toyota.

«Debería ir a por él —piensa—. Lehe dado a Janey los dos números, peroella es de la nueva escuela, no de lavieja, y es al móvil adonde llamaráprimero si me necesita.»

Entonces lo vence el sueño.Es el teléfono de la vieja escuela el

que lo despierta, y cuando se vuelve enla cama para cogerlo, ve que sudespertador interno, que nunca le hafallado en todos sus años de policía, al

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parecer ha decidido jubilarse también.Ha dormido casi tres horas.

—¿Sí?—¿Nunca escuchas los mensajes,

Bill? —Janey.Se le pasa por la cabeza decirle que

se ha quedado sin batería en el móvil,pero mentir no es buena manera deempezar una relación, ni siquiera unaestablecida sobre la pauta del «día adía». Y eso no es lo importante. Janeytiene la voz empañada y ronca, como sihubiera estado hablando a voz en cuello.O llorando.

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Hodges se incorpora.—¿Qué pasa?—Mi madre ha tenido un derrame

cerebral esta mañana. Estoy en elHospital Conmemorativo de WarsawCounty. Es el que está más cerca deSunny Acres.

Hodges baja los pies al suelo.—Dios mío, Janey. ¿Está mal?—Muy mal. He telefoneado a mi tía

Charlotte, que vive en Cincinnati, y a mitío Henry, el de Tampa. Van a venir losdos. La tía Charlotte seguramente traeráa rastras a mi prima Holly. —Se echa a

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reír, pero es una risa sin humor—.Seguro que van a venir. Como sueledecirse, «sigue la pista del dinero».

—¿Quieres que vaya yo?—Claro, pero no sé cómo explicarles

tu presencia. No puedo presentarte comoel hombre con el que me acosté casinada más conocerlo, y si les explico quete contraté para investigar la muerte deOllie, seguro que sale en la página defacebook de alguno de los hijos del tíoHenry antes de las doce de la noche.Cuando se trata de chismorreo, el tíoHenry es peor que la tía Charlotte, pero

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ninguno de los dos es un dechado dediscreción. Al menos Holly es solo rara.—Toma aire con un suspiro profundo ylloroso—. Dios mío, desde luego ahoramismo me vendría bien ver una caraamiga. Hace años que no veo a Charlottey Henry. Ninguno de los dos se presentóen el entierro de Ollie, y te aseguro queno han hecho el menor esfuerzo pormantenerse al corriente de mi vida.

Hodges reflexiona y dice:—Soy un amigo, solo eso. Antes

trabajaba para la compañía de seguridadde Sugar Heights, Servicio de Guardia

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Vigilante. Me conociste al volver parahacer el inventario de las pertenenciasde tu hermana y ocuparte del testamentocon el abogado, ese tal… Chum.

—Schron. —Vuelve a tomar aire, denuevo con un suspiro profundo y lloroso—. Eso podría servir.

Servirá. Cuando se trata de inventarsecuentos, nadie se mantiene másimperturbable que un policía.

—Voy para allá.—Pero… ¿no tienes asuntos

pendientes en la ciudad? ¿Asuntos queinvestigar?

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—Nada que no pueda esperar.Tardaré una hora en llegar ahí. Con eltráfico de un sábado, quizá menos.

—Gracias, Bill. De todo corazón. Sino estoy en el vestíbulo…

—Ya te encontraré, soy un detectivebien adiestrado —dice a la vez que sepone los zapatos.

—Si vienes, mejor será que te traigasuna muda, creo. He reservado treshabitaciones en el Holiday Inn de estamisma calle. Reservaré también unapara ti. Las ventajas de tener dinero. Yno digamos de la tarjeta platinum de

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American Express.—Janey, volver a la ciudad es solo un

paseo en coche.—Ya lo sé, pero ella podría morirse.

Si eso pasa hoy o esta noche, de verdadque voy a necesitar a un amigo. Paralos… ya sabes, los…

Se interrumpe a causa del llanto y nopuede terminar la frase. Pero Hodges nonecesita oír el final, porque sabe a quése refiere. Para los preparativos delfuneral.

Al cabo de diez minutos está ya en lacarretera, camino de Sunny Acres y el

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Hospital Conmemorativo de WarsawCounty. Prevé encontrar a Janey en lasala de espera de la unidad de cuidadosintensivos, pero está fuera, sentada en elparachoques de una ambulanciaaparcada. Cuando él se detiene a sulado, ella sube al Toyota, y su cara,demacrada y ojerosa, le dice todo lo quenecesita saber.

Janey conserva la compostura hastaque él estaciona en el aparcamientodestinado a los visitantes, y una vez allíse viene abajo. Hodges la abraza. Ellale anuncia que Elizabeth Wharton ha

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abandonado este mundo a las tres ycuarto, hora estándar central, horario deverano.

«Más o menos mientras me ponía loszapatos», piensa Hodges, y la estrechaaún más entre sus brazos.

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La temporada de béisbol infantil está enpleno apogeo, y Brady pasa esa soleadatarde de sábado en el McGinnis Park,donde se disputan en tres campos los

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partidos de toda una pizarra. Hace buenatarde y la venta está animada. Muchasquinceañeras han ido a ver batirse a sushermanos menores, y mientras esperansus helados en la cola, aparentementesolo hablan, o al menos Brady solo lasoye hablar, del inminente concierto de’Round Here en el CACMO. Segúnparece, todas tienen pensado ir. Bradyha decidido que también él irá. Solonecesita ingeniar una manera de entrarcon su chaleco especial puesto, el queva cargado de bolas de cojinete ybloques de explosivo plástico.

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«Mi apoteosis —piensa—. Un titularpara la posteridad.»

La sola idea lo anima. Como tambiénlo anima que toda la carga de helados,incluso los polos con sabor a fruta, hayavolado ya a las cuatro de la tarde. Devuelta en la fábrica de helados, entregalas llaves a Shirley Orton (da laimpresión de que nunca se mueve deahí) y pregunta si puede cambiar deturno con Rudy Stanhope, que tiene eldel domingo por la tarde. Los domingos—siempre y cuando el tiempo acompañe— son días de mucha actividad, y las

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tres camionetas de Loeb trabajan no soloen el McGinnis, sino en los otros cuatrograndes parques de la ciudad. Añade asu petición la cautivadora sonrisa deniño que tanto encandila a Shirley.

—Dicho de otro modo —respondeShirley—, quieres dos tardes libresseguidas.

—Lo has pillado. —Le explica que sumadre quiere ir a visitar a su hermano,el tío de Brady, y eso significa pasarfuera una noche como mínimo,posiblemente dos. No existe talhermano, claro está, y por lo que se

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refiere a viajes, el único que interesa asu madre hoy por hoy es la rutapanorámica que la lleva del sofá almueble-bar y de vuelta al sofá.

—Seguro que Rudy acepta. ¿Noquieres llamarlo tú mismo?

—Si se lo pides tú, es cosa hecha.La gorda deja escapar una risita, que

pone hectáreas de carne en perturbadormovimiento. Realiza la llamada mientrasBrady se cambia de ropa. Rudy cede debuena gana su turno del domingo y sequeda con el del martes, quecorrespondía a Brady. Eso deja a Brady

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dos tardes libres para vigilar en lascercanías de Zoney’s GoMart, y deberíabastarle con eso. Si la niña no sepresenta con el perro ninguno de los dosdías, el miércoles no irá a trabajar conel pretexto de que está enfermo. Si esnecesario, pero no cree que le exijatanto tiempo.

Al salir de Loeb, Brady hace tambiénsus propias compras. Coge cinco o seiscosas que necesitan: todas básicas,como huevos, leche, mantequilla ycereales. En la nevera de la carne, cogemedio kilo de carne picada. Noventa por

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ciento magra. Solo lo mejor para laúltima comida de Odell.

En casa, abre el garaje y descarga lacompra del garden center, tomando laprecaución de poner las latas de raticidaen un estante alto. Su madre rara vezentra allí, pero no es cuestión de correrriesgos. Hay una mininevera debajo dela mesa de trabajo; Brady la compró enun mercadillo por siete pavos, unverdadero robo. Ahí guarda susrefrescos. Deja la carne picada detrásde las Coca-Colas y las naranjadas;luego lleva adentro el resto de la

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compra. Lo que encuentra en la cocinaes una delicia: su madre echandopaprika a una ensalada de atún queincluso tiene un aspecto apetitoso.

Ella advierte su mirada y se echa areír.

—Quería compensarte por lo de lalasaña. Lo siento mucho, pero estaba tancansada….

«Borracha es lo que estabas», piensaél. Pero al menos su madre no ha tiradola toalla del todo.

Le ofrece los labios, recién pintados.—Dale un beso a mamá, cariñito.

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Cariñito la rodea con los brazos y leda un prolongado beso. El carmín tieneun sabor dulce. A continuación ella le dauna vigorosa palmada en el trasero y ledice que baje a jugar con susordenadores hasta que la cena esté lista.

Brady deja al policía un brevemensaje de una sola frase: Voy ajoderte, Abuelo. Luego juega aResident Evil hasta que su madre lollama para cenar. La ensalada de atúnestá excelente, y Brady repite. Su madrecocina francamente bien cuando se lopropone, y él calla cuando ella se sirve

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la primera copa de la velada,especialmente generosa para resarcirsede las dos o tres de las que se haprivado esa tarde. A las nueve está otravez roncando.

Brady aprovecha para entrar eninternet e informarse sobre el inminenteconcierto de ’Round Here. Ve un vídeoen YouTube donde un corrillo de niñasse plantea cuál de los cinco miembrosdel grupo es el más sexy. Coinciden enque es Cam, la voz solista en Look Mein My Eyes, un audiovómito que Bradyrecuerda vagamente haber oído por la

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radio el año pasado. Se imagina esosrostros risueños destrozados por lasbolas de cojinetes, esos vaqueros Guess,todos idénticos, convertidos en jironesllameantes.

Más tarde, después de ayudar a sumadre a acostarse y asegurarse de queduerme como un tronco, coge la carnepicada, la pone en un cuenco y la mezclacon dos tazas de raticida. Si eso nobasta para matar a Odell, atropellará alcondenado chucho con la camioneta dela heladería.

Sonríe ante la sola idea.

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Mete la carne picada envenenada enuna bolsa con cierre hermético y laguarda en la mininevera, otra vez ocultadetrás de las latas. También toma laprecaución de lavarse las manos conjabón y mucha agua caliente y fregar elcuenco a fondo.

Esa noche Brady duerme bien. Notiene dolores de cabeza ni sueña con suhermano muerto.

24

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Para que Hodges y Janey hagan susllamadas telefónicas, el hospital lescede una sala situada al final del pasilloque da al vestíbulo. Una vez allí sereparten los trámites funerarios.

Es él quien se pone en contacto con lafuneraria (Soames, la misma que seocupó de las honras fúnebres de OliviaTrelawney) y se asegura de que elhospital tendrá el cadáver preparadocuando vayan a buscarlo. Janey, usandoel iPad con una eficiencia natural queHodges envidia, se descarga unformulario para la necrológica del

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periódico local. Lo rellena con presteza,hablando de vez en cuando en susurros;en un momento dado Hodges la oyemusitar las palabras «en lugar deflores». Una vez remitida la necrológica,saca del bolso la agenda de su madre yempieza a llamar a los pocos amigosque le quedaban a la anciana. Se muestraafectuosa con ellos, y serena, perotambién expeditiva. La voz le tiemblasolo una vez, cuando habla con AltheaGreene, la enfermera y compañera máscercana de su madre durante casi diezaños.

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A las seis —más o menos a la mismahora que Brady Hartsfield llega a casa yencuentra a su madre dando los últimostoques a su ensalada de atún— ya casihan resuelto todos los detalles. A lassiete menos diez el coche fúnebre, unCadillac blanco, entra en el camino deacceso al hospital y rodea el edificiohasta la parte de atrás. Los ocupantessaben adónde tienen que ir; han estadoahí muchas veces.

Janey, pálida, con labios trémulos,mira a Hodges.

—No sé si puedo…

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—Ya me ocupo yo.La transacción es en realidad como

cualquier otra: entrega al responsable dela funeraria y su ayudante un certificadode defunción firmado; ellos le dan unrecibo. «Podría estar comprando uncoche», piensa. Cuando vuelve alvestíbulo del hospital, ve que Janey estáfuera, sentada una vez más en elparachoques de la ambulancia. Se sientaa su lado y le coge la mano. Ella leaprieta los dedos con fuerza. Se quedanmirando el coche fúnebre hasta que sepierde de vista. Luego la conduce al

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Toyota y recorren las dos manzanashasta el Holiday Inn.

Henry Sirois, un hombre obeso con unapretón de manos húmedo, aparece a lasocho. Charlotte Gibney llega una horadespués, apremiando a un botones muycargado que la precede y quejándose delpésimo servicio durante el vuelo. «Yesos bebés llorones —dice—, noquieras saber.» Ellos no quieren saber,pero ella se lo cuenta igualmente. Es tandelgada como gordo es su hermano, yobserva a Hodges con una miradaacuosa y desconfiada. Al acecho junto a

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la tía Charlotte, está su hija Holly, unasolterona más o menos de la edad deJaney pero sin su buena presencia. HollyGibney habla siempre en un murmullo yal parecer le cuesta mirar a los ojos.

—Quiero ver a Betty —anuncia la tíaCharlotte después de un abrazo breve yfrío a su sobrina. Parece pensar que laseñora Wharton podría estar expuesta enel vestíbulo del hotel con azucenas en lacabeza y claveles a los pies.

Janey explica que el cadáver ya hasido trasladado a la funeraria Soames,en la ciudad, donde los restos mortales

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de Elizabeth Wharton serán incineradosel miércoles por la tarde, después de unvelatorio el martes y un breve acto noconfesional la mañana del miércoles.

—La incineración es una atrocidad—anuncia el tío Henry. Todo lo quedicen esos dos parece un anuncio.

—Es lo que ella quería —aclaraJaney en voz baja, cortés, pero Hodgesadvierte que se le enrojecen lasmejillas.

Piensa que pueden surgir problemas,que quizá exijan ver un documentodonde se especifique por escrito que la

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difunta prefería la incineración a lainhumación, pero ellos callan. Tal vezestén acordándose de todos esosmillones que Janey ha heredado de suhermana, dinero que solo ella puededecidir si quiere compartir o no. Esposible que el tío Henry y la tíaCharlotte incluso piensen en todas lasvisitas que no han hecho a su ancianahermana durante sus últimos años desufrimiento. Las visitas que recibió laseñora Wharton en esos años fueron lasde Olivia, a quien la tía Charlotte noalude por su nombre, prefiriendo

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llamarla «la de los problemas». Y porsupuesto fue Janey, todavía afectada porlos malos tratos en el matrimonio y undivorcio marcado por el rencor, quienestuvo allí al final.

Los cinco comparten una cena tardíaen el comedor casi vacío del HolidayInn. Por el sistema de megafonía se oyela trompeta de Herb Alpert. La tíaCharlotte ha pedido una ensalada y sequeja de la vinagreta, que le han servidoaparte por expreso deseo suyo.

—Por mucho que la pongan en unajarrita, si sale de un envase del

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supermercado, sale de un envase delsupermercado —anuncia.

Su susurrante hija pide algo que suenaa frambuesaapeso, voyflecha. Resultaser hamburguesa con queso, muy hecha.El tío Henry opta por unos fettucinialfredo y los sorbe con la eficiencia deuna aspiradora industrial, perlándoselela frente de sudor cuando se acerca a lalínea de meta. Cogiendo un trozo de panuntado con mantequilla, rebaña la salsa.

Hodges es quien más habla, contandoanécdotas de su época en el Servicio deGuardia Vigilante. El empleo es

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imaginario, pero las anécdotas son en sumayoría ciertas, de sus tiempos en lapolicía, adaptadas a las circunstancias.Les cuenta lo del ladrón que quedóatrapado cuando intentaba colarse por laventana de un sótano y perdió elpantalón en el esfuerzo para liberarse afuerza de contoneos (esto arranca aHolly una parca sonrisa); lo del niño dedoce años que se escondió detrás de lapuerta de su habitación y dejó grogui aun intruso de un golpe con su bate debéisbol; lo de la asistenta doméstica querobó varias joyas a su señora y se le

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cayeron de las bragas mientras servía lacena. Hay anécdotas más turbias,muchas, pero esas se las reserva.

En el postre (que Hodges se salta,disuadido por la desvergonzada gula deltío Henry), Janey invita a los reciénllegados a quedarse en la casa de SugarHeights a partir de mañana, y luego lostres se retiran a sus habitaciones yapagadas. Charlotte y Henry parecenanimarse ante la perspectiva deinspeccionar con sus propios ojos cómoviven los demás. En cuanto a Holly…¿quién sabe?

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Las habitaciones de los reciénllegados están en la planta baja; las deJaney y Hodges en la segunda. Cuandollegan a las puertas contiguas, Janey lepregunta si quiere dormir con ella.

—Nada de sexo —dice—. No me hesentido menos sexy en la vida.Básicamente, no quiero estar sola.

Hodges no tiene inconveniente. Entodo caso duda que él mismo esté paramuchas travesuras. Tiene agujetas en elabdomen y las piernas de los esfuerzosde anoche… y anoche, se recuerda, fueella quien hizo casi todo el trabajo.

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Cuando están entre las sábanas, ella seacurruca a su lado. A Hodges le cuestacreer que Janey tenga ese cuerpo tancálido y firme. Esa presencia. Es verdadque no siente deseo en ese momento,pero se alegra de que la anciana hayatenido la gentileza de morir de underrame cerebral después de echarse élel casquete, no antes. No es una actitudmuy encomiable de su parte, pero es loque hay. Corinne, su ex, decía que loshombres ya nacían con una erección.

Janey acomoda la cabeza en suhombro.

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—Me alegro de que hayas venido.—Yo también. —Es la pura verdad.—¿Crees que saben que estamos

juntos en la cama?Hodges se lo piensa antes de

contestar.—La tía Charlotte lo sabe, pero lo

sabría aunque no lo estuviéramos.—Y estás muy seguro de eso porque

eres un detective bien…—Exacto. Ahora duérmete, Janey.Ella así lo hace, pero cuando Hodges

se despierta de madrugada, connecesidad de ir al baño, la encuentra

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sentada junto a la ventana, mirando elaparcamiento y llorando. Él apoya unamano en su hombro.

Ella alza la vista.—Te he despertado. Lo siento.—No, es mi habitual meada

obligatoria de las tres. ¿Estás bien?—Sí. Pues sí. —Janey sonríe y se

enjuga las lágrimas con los puños, comouna niña—. Solo estoyreconcomiéndome por haber despachadoa mi madre a Sunny Acres.

—Pero ella quería ir, dijiste.—Sí. Ella lo quería. Pero eso no

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cambia lo que siento. —Janey lo miracon los ojos apagados y lacrimosos—.También me reconcomo por haberpermitido que Olivia cargara con elpeso mientras yo estaba en California.

—Como detective bien adiestrado,deduzco que intentabas salvar tumatrimonio.

Janey esboza una sonrisa.—Eres buena persona, Bill. Ve al

baño.Cuando él regresa, ella está otra vez

hecha un ovillo en la cama. La rodea conel brazo desde atrás y, arrimándose, se

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acopla a ella; en esa posición duermenel resto de la noche.

25

El domingo por la mañana a primerahora Janey, antes de ducharse, le enseñaa usar su iPad. Hodges accede alParaguas Azul de Debbie y encuentra unnuevo mensaje de Mr. Mercedes. Esbreve y va al grano: Voy a joderte,Abuelo.

—Ya, pero cuéntame cómo te sientes

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de verdad —dice, y para su sorpresa seecha a reír.

Janey sale del cuarto de bañoenvuelta en una toalla, en medio de unanube de vapor que parece un efectoespecial de Hollywood. Le pregunta dequé se ríe. Hodges le enseña el mensaje.Ella no le ve la gracia.

—Espero que sepas lo que estáshaciendo, Bill.

Hodges también lo espera. De algoestá seguro: cuando regrese a casa,sacará la Glock 40 reglamentaria de lacaja fuerte de su dormitorio y empezará

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a llevarla encima otra vez. Lacachiporra ya no le basta.

El teléfono contiguo a la cama dematrimonio gorjea. Lo coge Janey,mantiene una breve conversación ycuelga.

—Era la tía Charlotte. Propone que laAlegre Pandilla se reúna para desayunardentro de veinte minutos. Tengo laimpresión de que se muere de ganas deir a Sugar Heights y echar el ojo a laplata.

—De acuerdo.—También me ha hecho saber que la

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cama era demasiado dura y ha tenidoque tomar un antihistamínico porquetiene alergia a la gomaespuma de lasalmohadas.

—Ajá. Janey, ¿el ordenador de Oliviaestá aún en la casa de Sugar Heights?

—Claro. En la habitación que usabacomo despacho.

—¿Puedes cerrar esa habitación conllave para que ellos no entren?

Janey se queda inmóvil a medioabrocharse el sujetador y permanece porun instante en esa posición, los codosatrás, un arquetipo femenino.

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—Al diablo, les diré que ahí no sepuede entrar y listos. No voy a dejarmeintimidar por esa mujer. ¿Y qué opinasde Holly? ¿La entiendes cuando habla?

—En la cena pensé que pedía«frambuesaapeso» —admite Hodges.

Janey se deja caer en la silla donde élla encontró llorando anoche al despertar,solo que ahora ríe.

—Cielo, eres un detectivefrancamente malo. Lo que en estesentido significa bueno.

—En cuanto acabe todo esto delfuneral y ellos se vayan…

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—El jueves como mucho —lointerrumpe ella—. Si se quedan más, losmato.

—Y ningún jurado te condenará. Encuanto se vayan, quiero llevar a miamigo Jerome a echar un vistazo a eseordenador. Lo llevaría antes, pero…

—No se despegarían de él. Ni de mí.Hodges, pensando en los ojos

brillantes e inquisitivos de la tíaCharlotte, coincide con ella.

—¿No habrá desaparecido lo delParaguas Azul? Creía que se borrabacada vez que salías de la web.

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—No es el Paraguas Azul de Debbielo que me interesa. Son los fantasmasque oía tu hermana por la noche.

26

Mientras se dirigen hacia el ascensor,Hodges pregunta a Janey algo que vienepreocupándolo desde que ella lo llamóayer por la tarde.

—¿Crees que mis preguntas sobreOlivia precipitaron el derrame cerebralde tu madre?

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Ella se encoge de hombros conexpresión apesadumbrada.

—Es imposible saberlo. Era muymayor, tenía al menos siete años másque la tía Charlotte, creo… y el dolorconstante la consumía. —Luego, de malagana, añadió—: Puede que tus preguntascontribuyeran.

Hodges se llevó una mano al pelo,peinado apresuradamente, y se loalborotó otra vez.

—Dios mío.Suena la campanilla del ascensor.

Entran. Janey se vuelve hacia él y le

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coge las dos manos. Con voz aceleraday apremiante, aclara:

—Pero te diré una cosa: si tuvieraque hacerlo otra vez, lo haría. Mi madreha disfrutado de una larga vida. Ollie, encambio, merecía unos años más. No eramuy feliz, pero iba saliendo adelantehasta que ese cabrón se cruzó con ella.Ese… ese usurpador. ¿No tuvosuficiente con robarle el coche y usarlopara matar a ocho personas y herir a nosé cuántas más? No, no le bastó con eso.Tuvo que robarle la mente.

—Seguimos adelante, pues.

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—Y tanto que sí. —Janey le aprietalas manos—. Esta es la nuestra, Bill.¿Lo entiendes? Esta es la nuestra.

Espoleado como está, Hodges nohabría cejado en ningún caso, pero lecomplace percibir la vehemencia de surespuesta.

Se abre la puerta del ascensor. Holly,la tía Charlotte y el tío Henry esperan enel vestíbulo. La tía Charlotte los escrutacon su mirada inquisitiva de cuervo,probablemente en busca de lo que elantiguo compañero de Hodges llamaba«cara de recién follado». Pregunta por

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qué han tardado tanto; luego, sin esperarrespuesta, comenta que el bufet deldesayuno parece bastante deficiente. Sipretenden comerse una tortilla reciénhecha, lo tienen mal.

Hodges piensa que a Janey Pattersonla esperan unos días muy largos.

27

Como ayer, el domingo amaneceradiante y veraniego. Como ayer, Bradyha vendido toda la carga a las cuatro,

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dos horas antes de echarse encima lahora de la cena y de empezar a vaciarselos parques. Piensa en telefonear a casay preguntar a su madre qué le apetecepara cenar; luego decide comprarcomida preparada en Long John Silver ydarle una sorpresa. Le encantan losbocaditos de langosta.

Al final resulta que es Brady quien selleva la sorpresa.

Entra en la casa desde el garaje, y elsaludo —«¡Hola, mamá, ya estoy encasa!»— se desvanece en sus labios.Esta vez su madre se ha acordado de

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apagar el horno, pero flota aún en el aireel olor de la carne chamuscada que ellase ha preparado para el almuerzo. Desdeel salón llegan un tamborileo ahogado yun extraño gorgoteo.

Hay una sartén en uno de los fogonesdelanteros. Brady le echa una ojeada yve restos de hamburguesa quemadasobresalir como pequeñas islasvolcánicas por encima de una películade grasa cuajada. En la encimera hayuna botella medio vacía de Stolichnaya,y un tarro de mayonesa, lo único queella echa a sus hamburguesas.

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Se le caen de las manos las bolsas decomida preparada con manchas degrasa. Brady ni siquiera se da cuenta.

«No —piensa—. No puede ser.»Pero así es. Abre la puerta de la

nevera de la cocina y ahí, en el estantesuperior, está la bolsa de cierrehermético con la carne envenenada.Aunque ahora solo queda la mitad.

La contempla pasmado, pensando:«Ella nunca mira en la mininevera delgaraje. Nunca. Esa es mía».

A eso sigue otra reflexión: «¿Cómosabes qué mira y qué no cuando no estás

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aquí? Que tú sepas, bien puede haberregistrado todos tus cajones y rebuscadodebajo del colchón».

Vuelve a oírse el gorgoteo. Dejandola puerta de la nevera abierta ymandando de una patada una de lasbolsas de Long John Silver bajo la mesade la cocina, Brady corre hacia el salón.Su madre está sentada en el sofá, con laespalda muy erguida. Viste su pijamaazul de seda. Un babero de vómitoveteado de sangre cubre la chaqueta. Suvientre hinchado tensa los botones; es labarriga de una mujer embarazada de

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siete meses. En torno a su rostroamarillento, el pelo erizado forma unaaureola delirante. Tiene los ojosdesorbitados y cuajarones de sangre enla nariz. No lo ve, o eso cree él alprincipio, pero de pronto su madretiende las manos.

—Mamá. ¡Mamá!Su primer impulso es darle palmadas

en la espalda, pero ve en la mesita decentro lo que queda de la hamburguesa,consumida casi por entero, junto a unvaso con un par de dedos de lo quedebía de haber sido un destornillador

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descomunal, y sabe que unas palmadasen la espalda no servirán de nada.Aquello no está alojado en su garganta.Ojalá fuera así.

El tamborileo que ha oído al entrarsuena de nuevo cuando ella empieza aagitar los pies arriba y abajo comopistones. Da la impresión de estardesfilando sin avanzar. Arquea laespalda. De repente levanta los brazoshacia el techo. Ahora desfila ysimultáneamente, como un árbitro defútbol, indica que el golpe de castigo hapasado entre los tres palos. Extiende un

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pie bruscamente y golpea la mesita decentro. Se vuelca el vaso con los restosdel destornillador.

—¡Mamá!Ella se arroja de espaldas contra los

cojines del sofá, luego se echa haciadelante. Lo mira con ojos atormentados.Farfulla un sonido ahogado que podríaser o no su nombre.

¿Qué se hace con la víctima de unenvenenamiento? ¿Eran huevos crudos?¿O Coca-Cola? No, la Coca-Cola erapara el estómago revuelto, y ella harebasado ya ese punto de largo.

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«Tengo que hundirle los dedos en lagarganta —piensa—. Provocarle elvómito.»

Pero en ese momento los dientes de sumadre inician su propio desfile, y Bradyretira la mano que había acercadovacilantemente y opta por taparse laboca con la palma. Ve que ella ya se hadestrozado el labio inferior a fuerza demorderse; de ahí proceden las manchasde sangre en la chaqueta. Al menosparte.

—¡Breibi!Toma aire en una aspiración

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sincopada. Las palabras siguientes songuturales pero comprensibles.

—¡Lla… ma… nuev… un… uno!Llama al 911.Brady se acerca al teléfono y coge el

auricular antes de caer en la cuenta deque no puede hacerlo. Piensa en laspreguntas incontestables que seguirían.Lo deja y, girando sobre los talones, sevuelve hacia ella.

—Mamá, ¿por qué has ido a meter lasnarices allí? ¿Por qué?

—¡Breibi! ¡Nuev… un… uno!—¿Cuándo te la has comido? ¿Cuánto

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tiempo hace?En lugar de responder, su madre

reanuda el desfile. Echa atrás la cabezacon una sacudida y fija en el techo susojos desorbitados durante unos segundosantes de bajar la cabeza con igualbrusquedad. Mantiene la espaldainmóvil; da la impresión de que tuvierala cabeza montada sobre rodamientos.Vuelve a oírse el gorgoteo: un sonido deagua en un desagüe parcialmenteatascado. Separa los labios y suelta unabocanada de vómito, que cae en suregazo con un ruido líquido. Dios santo,

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la mitad es sangre.Brady piensa en todas las veces que

ha deseado su muerte. «Pero yo nunca hequerido que fuera así —se dice—. Asínunca.»

Una idea ilumina su mente como unaúnica bengala resplandeciente sobre unmar tempestuoso. Puede averiguar quétratamiento necesita por internet. Eninternet sale todo.

—Voy a ocuparme de esto —asegura—, pero tengo que ir al sótano unmomento. Tú… aguanta, mamá.Intenta…

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Está a punto de decir «Intentarelajarte».

Entra corriendo en la cocina, endirección a la puerta que conduce a susala de control. Ahí abajo descubrirácómo salvarla. Y si no puede, al menosno tendrá que verla morir.

28

La palabra que enciende las luces es«control», pero el sótano permanece aoscuras pese a que la pronuncia tres

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veces. Brady toma conciencia de que elprograma de reconocimiento de voz nofunciona porque él no habla con su vozde siempre, ¿y tiene eso algo de raro?¿Tiene algo de raro, joder?

Opta por pulsar el interruptor y baja,no sin antes cerrar la puerta paraaislarse y dejar atrás los sonidosinhumanos procedentes del salón.

Sin siquiera tratar de activar pormedio de la voz la batería deordenadores, enciende solo el NúmeroTres con el botón situado detrás delmonitor. La cuenta atrás para el Borrado

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Total aparece y la interrumpeintroduciendo la contraseña a través delteclado. Pero no busca antídotos para elveneno; ya es demasiado tarde, como sepermite admitir ahora que está aquísentado en su lugar seguro.

Y también sabe cómo ha ocurrido.Ayer ella se portó bien, manteniéndosesobria por la tarde a fin de preparar unabuena cena para los dos, así que se haconcedido un premio. Ha pillado unacogorza, y luego ha decidido que eramejor comer algo para absorber elalcohol antes de que su cariñito llegara

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a casa. No ha encontrado nada que laatrajera en la despensa ni en elfrigorífico. «Ah, pero ¿qué habrá en lamininevera del garaje?» Los refrescosno le interesaban, pero a lo mejor habíaalgo para picar. Solo que ha encontradouna cosa aún mejor: una bolsa herméticallena de apetecible carne recién picada.

Eso lleva a Brady a pensar en unaantigua máxima: si algo puede salir mal,saldrá mal. ¿Es el Principio de Peter?Entra en internet para averiguarlo.Después de una breve investigación,descubre que no es el Principio de Peter,

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sino la Ley de Murphy, así llamada porun tal Edward Murphy. Se dedicaba afabricar piezas de avión. ¿Quién lohabría dicho?

Visita otras pocas webs —en realidadbastantes— y juega unas cuantaspartidas al solitario. Cuando llega delpiso de arriba un ruido especialmentesonoro, decide escuchar unas cuantascanciones en su iPod. Algo alegre. LasStaple Singers, quizá.

Y mientras suena Respect Yourself enmedio de su cabeza, entra en el ParaguasAzul de Debbie para ver si hay algún

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mensaje del ex poli gordo.

29

Cuando Brady ya no puede aplazarlomás, sube sigilosamente. Ya anochece.El olor a hamburguesa quemada casi hadesaparecido, pero el hedor a vómito estodavía intenso. Entra en el salón. Sumadre yace en el suelo junto a la mesitade centro, ahora volcada. Tiene la vistafija en el techo, los labios contraídos en

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una amplísima sonrisa, las manosconvertidas en garras. Está muerta.

Brady piensa: «¿Por qué tenías que iral garaje cuando te ha entrado hambre?Ay, mamá, mamá, ¿cómo se te puedehaber ocurrido una cosa así?».

«Si algo puede salir mal, saldrámal», piensa, y luego, viendo cómo lo hadejado todo su madre, se pregunta sihabrá en casa algún un espray paralimpiar moquetas.

La culpa de esto la tiene Hodges.Todo remite a él.

Ya le ajustará las cuentas a ese viejo

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Ins. Ret., y pronto. Pero ahora mismotiene un problema más acuciante. Sesienta a reflexionar en el sillón queocupa cuando ve la televisión con sumadre. Se da cuenta de que ella ya novolverá a ver ningún reality show. Estriste… pero tiene su lado gracioso.Imagina a Jeff Probst enviando florescon una tarjeta en la que dice «De todostus amigos de Supervivientes», y nopuede contener una risita.

¿Y ahora qué hace con su madre? Losvecinos no la echarán de menos, porquenunca ha tenido trato con ellos; los

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tachaba de envarados. Tampoco tieneamigos, ni siquiera compañeros deborracheras, porque bebía siempre encasa. Una vez, en un raro momento deintrospección, dijo a Brady que no iba alos bares porque estaban llenos deborrachos como ella.

—Por eso no has notado el sabor alprobar esa mierda y no la has dejado,¿verdad? —pregunta al cadáver—.Estabas como una puta cuba.

Lamenta no disponer de uncongelador. Si lo tuviera, encajonaríadentro el cuerpo. Lo vio una vez en una

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película. No se atreve a meterla en elgaraje; por alguna razón, eso se le antojademasiado público. Supone que podríaenvolverla en una alfombra y bajarla alsótano, donde seguro que cabría debajode la escalera, pero ¿cómo iba a trabajarsabiendo que ella estaba ahí, que,incluso envuelta en una alfombra,miraba con esos ojos tan abiertos?

Además, el sótano es su espacio. Susala de control.

Al final se da cuenta de que solopuede hacer una cosa. La coge por lasaxilas y la arrastra hacia la escalera.

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Para cuando llega allí, ve que elpantalón del pijama se le ha bajado,dejando a la vista lo que ella a vecesllama (llamaba, se recuerda a sí mismo)el chichi. Una vez, cuando estaban losdos en la cama y ella le procuraba aliviopor un dolor de cabeza especialmenteintenso, él intentó tocarle el chichi y ellale apartó los dedos de un manotazo. Unbuen manotazo. «Ni se te ocurra —ledijo—. De ahí saliste tú.»

Brady la arrastra escalera arriba,peldaño a peldaño. El pantalón delpijama se le baja hasta los tobillos y ahí

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se queda enrollado. Recuerda cómodesfilaba sentada en el sofá en su horafinal. Qué horror. Pero, al igual que laidea de las flores enviadas por JeffProbst, tenía su lado gracioso, aunque noera una ocurrencia que uno fuera acompartir con nadie. Tenía algo de zen.

Sigue por el pasillo. Entra en eldormitorio de su madre. Se yergue conuna mueca por el dolor de riñones.«Dios mío, cómo pesa.» Es como si lamuerte la hubiese rellenado de unamisteriosa carne densa.

«Da igual. Acabemos con esto.»

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Para adecentarla —adecentarla en lamedida de lo posible tratándose de uncadáver con un pijama empapado envómito—, le sube el pantalón de untirón, y, levantándola, la deja en lacama. Suelta un gruñido a causa de unanueva punzada en la espalda, y esta vez,cuando se endereza, nota un crujido enla columna. Piensa en quitarle el pijamay ponerle algo limpio —alguna de lascamisetas XL que a veces usa paradormir, quizá—, pero eso implicaríavolver a levantar y manipular lo queahora son solo kilos de carne muda

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colgada de perchas de hueso. ¿Y si selesionaba la espalda?

Podía quitarle al menos la chaqueta,que es lo que más se ha ensuciado, peroentonces tendría que verle las tetas. Esosí le dejaba tocárselo, pero solo de vezen cuando. «Mi niño guapo», decía enesas ocasiones deslizándole los dedosentre el pelo o masajeándole la nuca,donde el dolor de cabeza parecíaagazaparse y gruñir. «Mi cariñitoguapo.»

Al final Brady se contenta con subirla colcha y taparla enteramente. Sobre

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todo esos ojos tan abiertos y fijos.—Lo siento, mamá —dice mirando la

silueta blanca—. Tú no has tenido laculpa.

No, la culpa la tiene el ex poli gordo.Fue Brady quien compró el raticida paraenvenenar al perro, cierto, pero solo conla intención de acceder a Hodges yrevolverle la cabeza por dentro. Ahoraes Brady quien tiene la cabeza revuelta.Por no hablar ya del salón. Le quedamucho por hacer ahí abajo, pero antestiene una tarea pendiente.

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30

Ha recobrado la calma otra vez y ahorasus órdenes de voz sí funcionan. Sinpérdida de tiempo, se sienta ante elNúmero Tres y accede a su cuenta en elParaguas Azul de Debbie. Su mensaje aHodges es breve y conciso.

Voy a matarte.No me verás venir.

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LLAMADA ALOS MUERTOS

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1

El lunes, dos días después de la muertede Elizabeth Wharton, Hodges está unavez más en el restaurante italianoDeMasio. En su última visita alestablecimiento, comió con su antiguocompañero. En esta ocasión es una cena.Comparte mesa con Jerome Robinson yJaney Patterson.

Janey le dirige un cumplido por el

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traje, que ya le sienta mejor pese a haberperdido solo un par de kilos (y la Glockque lleva al cinto apenas se nota). Loque le gusta a Jerome es el sombreronuevo de Hodges, uno de fieltro marrónque Janey le ha compradoimpulsivamente ese mismo día y le haregalado con cierta ceremonia. Porqueahora es detective privado, ha dicho, ytodo detective privado debe tener unsombrero de fieltro que calarse hastauna ceja.

Jerome se lo prueba y se lo inclinacon ese sesgo exacto.

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—¿Qué opináis? ¿Me parezco aBogart?

—Lamento decepcionarte —contestaHodges—. Pero Bogart era blanco.

—Tan blanco que prácticamenteresplandecía —añade Janey.

—No me acordaba de ese detalle.Jerome le lanza el sombrero a

Hodges, que lo coloca bajo su silla,recordándose que no debe dejárselo almarcharse. Ni pisarlo.

Le complace ver que sus invitados acenar congenian de inmediato. Despuésde la bobada del sombrero, un simple

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recurso para romper el hielo, Jerome —una cabeza madura en un cuerpo joven,piensa a menudo Hodges— actúa comoes debido: cogiendo una mano de Janeyentre las suyas, le da el pésame.

—Por las dos —dice—. Sé quetambién has perdido a tu hermana. Si yoperdiera a la mía, sería la persona mástriste del mundo. Barb es un peñazo,pero la quiero con toda mi alma.

Janey le da las gracias con unasonrisa. Como Jerome aún no tiene laedad legal para tomar vino, piden todosté con hielo. Janey le pregunta por sus

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planes para la universidad, y cuandoJerome menciona la posibilidad deHarvard, ella alza la vista al techo ycomenta con cierto engolamiento:

—¡Un hombre de Harvard! ¡Dios mío!—¡Bwana Hodges va a tené que

bu’carse otro shico pa cortá el se’pe! —exclama Jerome, y Janey se ríe tanto quetiene que escupir un trozo de camarón enla servilleta. Se ruboriza, pero Hodgesse alegra de oírla reír. El maquillajemeticulosamente aplicado no lograocultar por completo la palidez de susmejillas, ni las ojeras.

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Cuando le pregunta si su tía Charlotte,su tío Henry y Holly la Masculladoradisfrutan de la enorme casa de SugarHeights, Janey se lleva las manos a loslados de la cabeza como si la aquejarauna atroz jaqueca.

—Hoy la tía Charlotte ha llamadoseis veces. No exagero. Seis. La primerapara contarme que Holly se hadespertado en plena noche sin saberdónde estaba y ha tenido un ataque depánico. Según me ha contado la tía C.,estaba ya a punto de llamar a unaambulancia cuando por fin el tío Henry,

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para tranquilizar a Holly, ha empezado ahablarle de NASCAR, las carreras deautomóviles de serie. Se ve que lechiflan y nunca se pierde ni una sola portelevisión. Su ídolo es Jeff Gordon. —Janey se encoge de hombros—. Ya vestú.

—¿Qué edad tiene esa Holly? —pregunta Jerome.

—Más o menos la misma que yo, peropadece cierto… retraso emocional, pordecirlo de algún modo.

Jerome reflexiona en silencio y dice:—Probablemente tendría que

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replantearse si no le convienedecantarse por Kyle Busch.

—¿Quién?—Da igual.Janey añade que la tía Charlotte

también la ha llamado para expresar suasombro por el recibo de luz mensual,que debe de ser exorbitante; para decirleen confianza que los vecinos parecengente muy estirada; para anunciar que esuna exageración la de cuadros que hay,y que ese arte moderno no es de suagrado; para señalar (aunquenuevamente sonara más bien a anuncio)

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que si Olivia creía que todas esaslámparas eran de cristal de Fenton, casicon toda seguridad le habían dado gatopor liebre. La última llamada, recibidacuando Janey se disponía ya a salircamino del DeMasio, ha sido la másexasperante. El tío Henry quería queJaney supiera, ha explicado su tía, quehabía hecho indagaciones y aún no eratarde para replantearse lo de laincineración. Ha dicho que la ideainquietaba mucho a su hermano —lollamaba «funeral vikingo»—, y Holly noquería ni oír hablar del tema, porque le

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ponía los pelos de punta.—Está confirmado que se marchan el

jueves —informa Janey—, y ya cuentolos minutos. —Aprieta la mano aHodges y añade—: Sin embargo hay unabuena noticia. La tía C. dice que Hollyquedó muy favorablementeimpresionada contigo.

Hodges sonríe.—Debe de ser por mi parecido con

Jeff Gordon.Janey y Jerome piden los postres.

Hodges, muy ufano, se abstiene. Luego,durante el café, entra en materia. Ha

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llevado dos carpetas y entrega una acada uno de sus acompañantes.

—Todas mis anotaciones. Las heordenado de la mejor manera posible.Quiero que las tengáis por si me pasaalgo.

Janey se alarma.—¿Qué más te ha dicho en esa web?—Nada —contesta Hodges. La

mentira le sale con naturalidad y esconvincente—. Solo es por precaución.

—¿Seguro? —pregunta Jerome.—Totalmente. En las anotaciones no

hay nada concluyente, pero eso no

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significa que no hayamos avanzado. Veouna línea de investigación que podría…repito, podría llevarnos hasta eseindividuo. Mientras tanto, es importanteque vosotros dos estéis muy atentos a loque ocurre alrededor en todo momento.

—Tenemos que estar ojo alerta atope.

—Eso. —Se vuelve hacia Jerome—.¿Y qué es, concretamente, a lo que vaisa estar alertas?

La respuesta es rápida, sinvacilaciones.

—Vehículos que pasan repetidamente,

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sobre todo aquellos conducidos porhombres tirando a jóvenes, pongamosentre los veinticinco y los cuarenta años,aunque a mí eso me parece más bienviejo. Lo cual, Bill, a ti convierte en uncarcamal.

—Los listillos no caen bien a nadie—señala Hodges—. Ya lo descubrirás asu debido tiempo, jovencito.

Elaine, la recepcionista, se acercapara preguntarles cómo va todo.Contestan que bien, y Hodges pide otraronda de café.

—Enseguida —dice ella—. Tiene

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usted mucho mejor aspecto que la últimavez que estuvo aquí, señor Hodges. Sino le importa que lo diga.

A Hodges no le importa. Se sientemucho mejor que la última vez queestuvo allí. Más ligero de lo quejustifica la pérdida de dos o tres kilos.

Cuando Elaine se ha ido y lacamarera ha servido más café, Janey seinclina sobre la mesa fijando la miradaen la de él.

—¿Qué línea? Cuenta.A Hodges le viene al pensamiento

Donald Davis, quien se ha declarado

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culpable del asesinato no solo de sumujer, sino también de otras cincomujeres en áreas de descanso de lasautopistas del Medio Oeste. Pronto elapuesto señor Davis estará en la cárceldel estado, donde sin duda pasará elresto de sus días.

Hodges ya lo ha visto todo antes.No es tan ingenuo como para creer

que todo homicidio se resuelve, pero losasesinatos sí se aclaran la mayoría delas veces. Algo (cierto cadáver con airede esposa en cierta gravera abandonada,sin ir más lejos) sale a la luz. Es como

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si actuara una fuerza universal que, atientas pero poderosamente, tratasiempre de enmendar las cosas. Losinspectores asignados a un caso deasesinato leen informes, interrogan atestigos, hacen llamadas telefónicas,examinan las pruebas forenses. Yaguardan hasta que esa fuerza cumple sufunción. Cuando eso ocurre (si ocurre)aparece una línea de investigación. Amenudo lleva directamente al autor delcrimen, una de esas personas a quienesMr. Mercedes alude en sus cartas como«mareantes».

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Hodges pregunta a sus acompañantes:—¿Y si Olivia Trelawney oyó

realmente fantasmas? 2

En el aparcamiento, Jerome, junto alJeep Wrangler de segunda mano peroútil que le regalaron sus padres alcumplir los diecisiete, dice a Janey queha sido un placer conocerla y le da unbeso en la mejilla. Ella, aunquesorprendida, parece complacida.

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Jerome se vuelve hacia Hodges.—¿Todo en orden, Bill? ¿Me

necesitas para algo mañana?—Basta con que investigues eso de lo

que hemos hablado para tenerlo a puntocuando examinemos el ordenador deOlivia.

—Ya estoy en ello.—Bien. Y no olvides dar recuerdos

de mi parte a tus padres.Jerome despliega una amplia sonrisa.—Mira, le daré recuerdos tuyos a mi

padre. En cuanto a mi madre… —Batanga el Negro Zumbón hace una

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breve aparición—: Durante una o do’semana’ m’andaré con cuidadín sercad’esa mujé.

Hodges enarca las cejas.—¿Estás rebotado con tu madre? Eso

no parece propio de ti.—Qué va, es solo que está de un

humor de perros. Y no me extraña. —Jerome amaga una sonrisa.

—¿De qué hablas?—El jueves por la noche hay un

concierto en el CACMO, y no veas,tío… Es uno de esos grupos paraadolescentes, esos tarados de ’Round

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Here. Barb, su amiga Hilda y otro par deniñas están como locas por verlos, ymira que son empalagosos.

—¿Qué edad tiene tu hermana? —pregunta Janey.

—Nueve, y va para diez.—A las chicas de esa edad lo que les

gusta es precisamente lo empalagoso. Telo dice una que a los once años sepirraba por los Bay City Rollers. —Janey ve la cara de perplejidad deJerome y se echa a reír—. Si supierasquiénes son, te perdería el respeto.

—El caso es que ninguna de ellas ha

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ido nunca a una actuación en directo,¿vale? O sea, aparte de Barney o BarrioSésamo sobre hielo, y tal. Así quedieron la vara hasta no poder más…incluso a mí me dieron la vara… y alfinal las madres se reunieron ydecidieron que, como el concierto noacaba muy tarde, las niñas podían ir apesar de que al día siguiente tienencolegio, siempre y cuando lasacompañara una de ellas. Lo echaron asuertes literalmente, y perdió mi madre.—Con expresión solemne pero un brilloen la mirada, Jerome menea la cabeza

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—. Mi madre en el CACMO con tresmil o cuatro mil niñas chillonas deedades entre ocho y catorce años…¿Hace falta que dé alguna explicaciónmás de por qué procuro no cruzarme ensu camino?

—Seguro que se lo pasa en grande —comenta Janey—. Probablemente nohace mucho que ella gritaba en lasactuaciones de Marvin Gaye o Al Green.

Jerome sube de un salto a suWrangler, les dirige un último saludocon la mano y se incorpora al tráfico deLowbriar. Hodges y Janey se quedan

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junto al coche de él en una noche casiveraniega. Una luna en cuarto crecienteha asomado por encima del pasoelevado que separa Lowtown de la partemás pudiente de la ciudad.

—Es buen chico —dice Janey—. Esuna suerte que puedas contar con él.

—Pues sí —contesta Hodges—. Loes.

Janey le quita el sombrero de lacabeza y se lo pone ella, con un sesgoleve pero sugerente.

—¿Y ahora qué, detective? ¿A tucasa?

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—¿Te estás refiriendo a lo que esperoque te estés refiriendo?

—No quiero dormir sola. —Se ponede puntillas para devolverle el sombrero—. Si para evitarlo no me queda másremedio que entregar mi cuerpo, pues loentregaré, supongo.

Hodges pulsa el botón quedesbloquea el coche y dice:

—Que nunca se diga que no meaproveché de una dama en apuros.

—No es usted un caballero —responde ella, y añade—: A Diosgracias. Vamos.

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3

Esta vez todo va mejor porque ya seconocen un poco. La ansiedad ha dadopaso al anhelo. Después de hacer elamor, Janey se pone una camisa de él(tan grande que sus pechos desaparecenpor completo y los faldones le caenhasta las corvas) y explora la pequeñacasa. Hodges la sigue con ciertadesazón.

Janey emite su veredicto cuando

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vuelve al dormitorio.—No está mal para ser un nido de

soltero. No hay platos sucios en elfregadero, ni pelos en la bañera, nivídeos porno encima del televisor.Incluso he visto alguna que otra verduraen el cajón de la nevera, con lo cualganas unos cuantos puntos.

Ha sacado dos latas de cerveza delfrigorífico y entrechoca la suya con la deél.

—No imaginaba que fuera a estaraquí con otra mujer —dice Hodges—.Salvo quizá con mi hija. Hablamos por

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teléfono y cruzamos e-mails, pero dehecho Allie no ha venido a verme desdehace un par de años.

—¿Se puso del lado de tu ex en eldivorcio?

—Sí, supongo que sí. —Hodgesnunca se lo había planteado desde esepunto de vista exactamente—. Si fue así,probablemente no le faltaba razón.

—Quizá seas demasiado severocontigo mismo.

Hodges toma un sorbo de cerveza. Lesabe bastante bien. Cuando vuelve abeber, se le ocurre una idea.

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—¿La tía Charlotte tiene el número deteléfono de aquí, Janey?

—De ninguna manera. No era por esopor lo que quería venir aquí en lugar devolver al apartamento, pero mentiría sidijera que no se me ha pasado por lacabeza. —Lo mira con expresión grave—. ¿Vendrás al funeral el miércoles? Dique sí. Por favor. Necesito la presenciade un amigo.

—Por supuesto. También iré alvelatorio el martes.

Janey se sorprende, pero gratamente.—¿Ah, sí? Eso sí supera todas mis

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expectativas.Pero no las de Hodges. Ahora está

plenamente inmerso en su papel deinvestigador, y asistir al funeral dealguien involucrado en un caso deasesinato —aunque sea tangencialmente— forma parte del procedimientopolicial establecido. Lo cierto es que nocree que Mr. Mercedes vaya al velatorioni a la ceremonia fúnebre del miércoles,pero no puede descartarse. No ha vistola prensa de hoy, pero algún periodistaatento acaso haya descubierto el vínculoentre la señora Wharton y Olivia

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Trelawney, la hija que se suicidódespués de utilizarse su automóvil comoarma en un crimen. Dicha conexión no esprecisamente un hecho desconocido,pero lo mismo podría decirse de lasaventuras de Lindsay Lohan con lasdrogas y el alcohol. Hodges piensa queno es imposible que haya salido almenos una nota en prensa.

—Quiero estar presente —explica él—. ¿Qué se hará con las cenizas?

—Las cenizas no, los «restos de lacremación», como dice el encargado dela funeraria —explica ella, y arruga la

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nariz tal como hace cuando imita el puessí de Hodges—. ¿No suena un pocomal? Parece algo para echar en el café.Lo bueno es que estoy casi segura deque no tendré que pelearme por lascenizas con la tía Charlotte o el tíoHenry.

—No, eso seguro que no. ¿Habrárecepción?

Janey deja escapar un suspiro.—La tía C. insiste en ello. Así que la

ceremonia será a las diez, seguida de unalmuerzo en la casa de Sugar Heights.Mientras comemos unos sándwiches de

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un servicio de catering y contamosnuestras anécdotas preferidas deElizabeth Wharton, la funerariaincinerará el cuerpo. Decidiré qué hacercon las cenizas el jueves, cuando ellostres se hayan ido. Ni siquiera tendránque ver la urna.

—Buena idea.—Gracias, pero temo ese almuerzo.

No por la señora Greene y las demásviejas amigas de mi madre, sino porellos. Si la tía Charlotte pierde lospapeles, lo mismo le da un pasmo aHolly. También vendrás al almuerzo,

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¿no?—Si me dejas meterte mano debajo

de esa camisa que llevas, haré lo quequieras.

—Siendo así, déjame ayudarte conlos botones.

4

A pocos kilómetros de donde GustavoWilliam Hodges y Janelle Pattersonyacen en la casa de Harper Road, BradyHartsfield se halla en su sala de control.

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Esta noche no está ante sus ordenadores,sino en su mesa de trabajo. Sin hacernada.

A un lado, entre unas cuantasherramientas pequeñas, trozos de cabley componentes de ordenador dispersos,tiene el periódico del lunes, todavíaenrollado dentro de su fino condón deplástico. Lo ha metido en casa al volverde Discount Electronix, pero solo por lafuerza de la costumbre. Las noticias nole interesan en absoluto. Tiene otrascosas en que pensar. Sin ir más lejos,cómo acceder al poli. O cómo entrar en

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el concierto de ’Round Here en elCACMO con su chaleco bombameticulosamente construido. Si es querealmente se propone hacerlo, claroestá. Ahora mismo todo se le antoja unesfuerzo sobrehumano. Un largo caminoque recorrer. Una alta montaña queescalar. Un… un…

Pero no se le ocurren más símiles. ¿Oson metáforas?

«Quizá —piensa con hastío— deberíamatarme ya y acabar con todo. Librarmede estos pensamientos horrendos. Estasinstantáneas del infierno.»

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Instantáneas como la de su madre, porejemplo, retorciéndose en medio deviolentas convulsiones después decomer la carne envenenada que élpretendía dar al perro de la familiaRobinson. Su madre con los ojos fuerade las órbitas y la chaqueta del pijamamanchada de vómito: ¿qué tal quedaríaesa foto en el viejo álbum de la familia?

Necesita pensar, pero en su cabezasopla un huracán, un tremendo Katrinade fuerza cinco, y todo vuela por el aire.

Ha extendido el viejo saco de dormirde los Boy Scouts en el suelo del sótano,

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sobre un colchón hinchable rescatadodel garaje. El colchón hinchable tiene unpequeño escape. Brady piensa quedebería sustituirlo si pretende seguirdurmiendo ahí abajo durante el cortoperíodo de vida que le queda, sea cualsea. ¿Y dónde podría dormir si no? Nose anima a dormir en su cama del primerpiso, no con su madre muerta en supropia cama al final del pasillo, tal vezpudriéndose ya entre las sábanas. Haencendido el aire acondicionado ybajado la temperatura al mínimo, perono se hace ilusiones en cuanto a la

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eficacia de eso. Ni en cuanto al tiempoque aguantará. Tampoco puede dormiren el sofá del salón. Lo ha limpiado lomejor posible, y ha dado la vuelta a loscojines, pero sigue oliendo a vómito.

No, debe quedarse aquí abajo, en surincón especial. Su sala de control. Elsótano posee su propia historiadesagradable, claro. Es donde murió suhermano menor. Solo que murió es encierto modo un eufemismo, y ya es unpoco tarde para eufemismos.

Brady recuerda que usó el nombre deFrankie en sus mensajes a Olivia

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Trelawney bajo el Paraguas Azul deDebbie. Fue como si Frankie vivieraotra vez durante un breve tiempo. Soloque cuando la zorra de la Trelawneymurió, Frankie murió con ella.

Murió otra vez.—En todo caso nunca me caíste bien

—dice, lanzando una mirada hacia el piede la escalera. Emplea una vozextrañamente infantil, aguda y chillona,pero no se da cuenta—. Y tuve quehacerlo. —Guarda silencio por unmomento—. Tuvimos que hacerlo.

Piensa en su madre, y en lo guapa que

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era en aquellos tiempos.Aquellos tiempos ya lejanos.

5

Deborah Ann Hartsfield era una de esasraras ex animadoras que, inclusodespués de dar a luz a sus hijos,conservaba el cuerpo que en otra épocabailó y brincó junto a las líneas debanda bajo los focos los viernes por lanoche: alta, curvilínea, de cabellotrigueño. En los primeros años de su

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matrimonio bebía solo una copa de vinoen la cena. ¿Por qué beber en excesocuando, permaneciendo sobria, la vidaera ya satisfactoria? Tenía a su marido,tenía su casa en el Lado Norte —no eraprecisamente un palacio, pero ¿cuándolo es la primera vivienda de una jovenpareja?— y tenía a sus dos hijos.

Cuando su madre enviudó, Bradycontaba ocho años y Frankie tres.Frankie era un niño del montón, sinmuchas luces. Brady, en cambio, eraguapo y espabilado. ¡Y qué encanto elsuyo! Su madre lo mimaba, y Brady

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sentía lo mismo por ella. Pasaban laslargas tardes de los sábadosacurrucados en el sofá bajo una mantaviendo películas antiguas y tomandochocolate a la taza mientras Normtrajinaba en el garaje y Frankie iba agatas de aquí para allá por la moqueta,jugando con bloques de arquitectura o unpequeño coche de bomberos que legustaba tanto que le puso un nombre:Sammy.

Norm Hartsfield era técnico demantenimiento de la Compañía Eléctricade los Estados Centrales. Ganaba un

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buen sueldo trepando a los postes deltendido, pero tenía la mira puesta encosas más elevadas. Tal vez eran esaslas cosas que lo distrajeron mientrastrabajaba aquel día junto a la Interestatal51, o quizá sencillamente perdió elequilibrio y se agarró a lo que no debíaen un esfuerzo por no caerse. Comoquiera que fuese, el resultado fue mortal.Su compañero informaba de que habíanlocalizado la avería y ya estaba casireparada cuando oyó un chisporroteo.Eran los veinte mil voltios deelectricidad producidos por la central

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eléctrica de la CEEC al transmitirse alcuerpo de Norm Hartsfield. Sucompañero alzó la vista justo a tiempode ver a Norm salir despedido de lacesta de la grúa y precipitarse al suelodesde una altura de más de diez metroscon la mano izquierda fundida y lamanga de la camisa del uniforme enllamas.

Los Hartsfield, tan adictos a lastarjetas de crédito como la mayoría delos norteamericanos medios a finales desiglo, contaban con unos ahorros demenos de dos mil dólares. Eso era más

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bien poco, pero había una buena pólizade seguro, y la CEEC añadió otrossetenta mil a cambio de una firma deDeborah Ann en un papel que eximía ala empresa de toda responsabilidad enla muerte de Norman Hartsfield. ADeborah Ann eso le pareció una lluviade dinero. Liquidó la hipoteca de la casay compró un coche nuevo. Ni por unmomento se le ocurrió pensar que haylluvias que solo caen una vez.

Cuando conoció a Norm, trabajaba depeluquera, y volvió a ejercer su oficiotras la muerte de él. Unos seis meses

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después de enviudar, empezó a versecon un hombre al que conoció un día enel banco: era solo un ejecutivo de bajorango, explicó a Brady, pero, según ella,tenía porvenir. Lo llevó a casa. Elhombre le alborotó el pelo a Brady y lollamó «campeón». Le alborotó el pelo aFrankie y lo llamó «campeoncito». ABrady no le cayó bien (tenía los dientesgrandes, como un vampiro en unapelícula de terror), pero no exteriorizósu antipatía. Ya había aprendido a ponerbuena cara y ocultar sus sentimientos.

Una noche, antes de sacar a cenar a

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Deborah Ann, el novio dijo a Brady:«Tu madre es un encanto y tú también».Brady sonrió y dio las gracias, y esperóque el novio tuviera un accidente detráfico y muriera. Siempre y cuando,claro está, su madre no estuviera con él.El novio de los dientes aterradores notenía derecho a ocupar el lugar de supadre.

Eso le correspondía a Brady.Frankie se atragantó con la manzana

mientras veía Granujas a todo ritmo. Sesuponía que era una película graciosa.Brady no le veía la gracia, pero su

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madre y Frankie se tronchaban de risa.Su madre estaba contenta, y muyarreglada porque iba a salir con sunovio. La canguro no tardaría en llegar.La canguro era una glotona estúpida, yen cuanto Deborah Ann se marchaba, ibaa la nevera a ver si encontraba algoapetitoso, exhibiendo aquel culo gordosuyo al inclinarse.

En la mesita de centro había doscuencos con tentempiés; uno conteníapalomitas de maíz y el otro trozos demanzana espolvoreados de canela. Enuna escena de la película la gente

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cantaba en la iglesia y uno de los«granujas» daba volteretas a lo largo delpasillo central. Frankie, sentado en elsuelo, se rió a carcajadas cuando elgranuja gordo hizo las volteretas. Altomar aire para reírse un poco más,aspiró el trozo de manzana con canelagarganta abajo. Con eso dejó de reír.Empezó a agitarse y agarrarse el cuello.

La madre de Brady gritó y lo cogió enbrazos. Lo estrujó para obligarlo aexpulsar el trozo de manzana. Fue envano. Frankie enrojeció. Ella le metiólos dedos en la boca hasta la garganta en

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un esfuerzo por acceder al trozo demanzana. No pudo. Frankie empezó aperder el color rojo.

—¡Virgen santa! —exclamó DeborahAnn—. Y corrió al teléfono. Mientrascogía el auricular, gritó a Brady—: ¡Note quedes ahí sentado como ungilipollas! ¡Dale palmadas en laespalda!

A Brady no le gustaba que lelevantaran la voz, y su madre nuncaantes lo había llamado «gilipollas»,pero dio palmadas en la espalda aFrankie. Fuertes palmadas. El trozo de

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manzana no salió. Frankie empezaba aponerse azul. Brady tuvo una idea.Agarró a Frankie por los tobillos demodo que su hermano quedó colgandocabeza abajo con el pelo rozando lamoqueta. El trozo de manzana no salió.

—No te comportes como un niñomimado —reprendió Brady.

Frankie siguió respirando —o algoasí: al menos emitía jadeos y resuellos— casi hasta que llegó la ambulancia.Entonces paró. Entraron los hombres dela ambulancia. Vestían de negro conparches amarillos en las chaquetas.

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Mandaron a Brady a la cocina para queno viera lo que hacían, pero su madrechilló y después él vio gotas de sangreen la moqueta.

Pero no el trozo de manzana.Después se marcharon todos en la

ambulancia excepto Brady, que se sentóen el sofá, comió palomitas y vio la tele.Aunque no Granujas a todo ritmo.Granujas a todo ritmo era una bobada:una panda de gente cantando y corriendode aquí para allá. Encontró una películasobre un loco que secuestraba a losniños de un autobús escolar. Esa era

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bastante emocionante.Cuando la canguro gorda apareció,

Brady dijo:—Frankie se ha atragantado con un

trozo de manzana. Hay helado en lanevera. Crocanti de vainilla. Come todolo que quieras. —Tal vez si comíahelado suficiente, pensó, le daría uninfarto y él podría llamar al 911.

O quizá la dejara allí tirada, a la muyestúpida. Probablemente eso sería lomejor. Podía quedarse observándola.

Deborah Ann volvió por fin a casa alas once. La canguro gorda había

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obligado a Brady a acostarse, pero élseguía despierto, y cuando bajó enpijama, su madre lo abrazó. La cangurogorda preguntó por Frankie. La cangurogorda rebosaba falsa preocupación.Brady sabía que era falsa porque él noestaba preocupado, y no veía razón,pues, para que lo estuviera la cangurogorda.

—Se pondrá bien —contestó DeborahAnn con una amplia sonrisa.

Luego, cuando la canguro gorda sefue, se echó a llorar a lágrima viva.Sacó el vino de la nevera, pero en lugar

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de servirse una copa, bebió a morro.—Es posible que no se ponga bien —

explicó a Brady, limpiándose el vino dela barbilla—. Está en coma. ¿Sabes loque es eso?

—Claro. Como en las películas demédicos.

—Exacto.Deborah Ann se arrodilló para quedar

a su misma altura. Teniéndola tan cerca,oliendo el perfume que se había puestopara la cita que no llegó amaterializarse, Brady sintió algo en elestómago. Algo raro pero agradable. No

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apartaba la mirada de la sombra azul enlos párpados de su madre. Extraña peroagradable.

—Ha estado mucho tiempo sinrespirar hasta que los auxiliaresmédicos han conseguido abrir un pocode espacio para que pasara el aire. En elhospital, el médico ha dicho que inclusosi sale del coma, podría tener dañoscerebrales.

Brady pensó que Frankie tenía dañoscerebrales ya antes —era tonto deremate, siempre con ese coche debomberos a cuestas—, pero no dijo

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nada. Su madre vestía una blusa quedejaba parte de las tetas a la vista.Volvió a sentir algo raro en el estómago.

—Si te digo una cosa, ¿me prometesque no se lo contarás a nadie? ¿Por nadadel mundo?

Brady lo prometió. Sabía guardar unsecreto.

—Quizá sea mejor que muera. Porquesi despierta y tiene daños cerebrales, nosé qué vamos a hacer.

A continuación lo estrechó entre susbrazos, y Brady notó un cosquilleo en lacara por el roce del pelo de su madre y

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percibió el intenso aroma de su perfume.—Menos mal que no has sido tú,

cariñito —dijo ella—. Menos mal.Brady le devolvió el abrazo,

apretándose contra sus tetas. La teníatiesa.

Al final Frankie despertó. Y en efectotenía daños cerebrales. Nunca fue listo(«Ha salido a su padre», dijo DeborahAnn en una ocasión), pero encomparación con ahora, en los tiemposanteriores al trozo de manzana era ungenio. Aprendió muy tarde a ir al bañosolo, no antes de los tres años y medio,

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y ahora volvía a llevar pañales. Suvocabulario se redujo a no más de diezo doce palabras. En lugar de andar,renqueaba por la casa. A veces depronto se quedaba profundamentedormido, pero eso solo de día. Por lanoche, era propenso a deambular por lacasa, y antes de iniciar esos safarisnocturnos solía quitarse el pañal. Aveces se metía en la cama de su madre.Más frecuentemente se metía en la deBrady, que al despertar se encontrabacon las sábanas empapadas y a Frankiecontemplándolo con un amor embobado

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y escalofriante.Frankie tenía que seguir yendo al

médico. Nunca respiraba bien. Surespiración era, en el mejor de loscasos, un resuello líquido, y una tosconvulsa en el peor, cuando padecía unode sus frecuentes resfriados. Ya nopodía ingerir alimentos sólidos; habíaque prepararle papillas con la licuadoray comía en una sillita alta. Beber de unvaso normal quedaba descartado, asíque había vuelto a usar los vasosantigoteo de bebé.

El novio del banco había

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desaparecido hacía tiempo, y la cangurogorda tampoco duró. Dijo que,sintiéndolo mucho, era incapaz dehacerse cargo de Frankie tal comoestaba. Durante un tiempo Deborah Anntuvo contratada a jornada completa a unamujer de un servicio de atencióndomiciliaria, pero esta acabóembolsándose más dinero del queDeborah Ann ganaba en el salón debelleza, así que prescindió de ella ydejó su empleo. Ahora vivían de losahorros. Empezó a beber más, y pasódel vino al vodka, que ella describía

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como «sistema dispensador máseficiente». Brady se sentaba con ella enel sofá y tomaba Pepsi. Observaban aFrankie pasear a gatas por la moquetacon su coche de bomberos en una manoy su vaso antigoteo azul, también llenode Pepsi, en la otra.

—Está encogiéndose como el hielopolar —decía Deborah Ann, y Brady yano le preguntaba a qué se refería—. Ycuando se acabe, nos quedaremos en lacalle.

Su madre fue a ver a un abogado (enel mismo centro comercial donde años

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más tarde Brady asestaría un papirotazoen el cuello a un irritante memo) y pagócien dólares por una consulta. Llevó aBrady. El abogado se llamabaGreensmith. Vestía un traje barato y noparaba de lanzar miradas furtivas a lastetas de Deborah Ann.

—Le explicaré lo que sucedió —dijoél—. No es la primera vez que lo veo.Ese trozo de manzana dejó el espaciojusto en la tráquea para que el niñosiguiera respirando. Es una lástima quele metiera usted los dedos en lagarganta, así de sencillo.

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—¡Yo intentaba sacárselo! —repusoDeborah Ann, indignada.

—Ya lo sé. Cualquier buena madreharía lo mismo, pero eso solo sirviópara hundirlo más aún, y obstruyó latráquea por completo. Si lo hubierahecho uno de los auxiliares médicos,tendría opciones de demanda. Conderecho a unos cientos de miles por lomenos. Quizá a un millón y medio. Nosería la primera vez que lo veo. Pero lohizo usted. Y se lo contó a ellos,¿verdad?

Deborah Ann lo reconoció.

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—¿Lo intubaron?Deborah Ann respondió

afirmativamente.—Vale, ahí hay una opción de

demanda. Abrieron una vía respiratoria,pero con ello hundieron aún más esamala manzana. —El abogado se recostóen el asiento, extendió los dedos sobrela camisa blanca un poco amarillenta yle echó otra ojeada a las tetas deDeborah Ann, quizá para asegurarse deque no se habían escapado del sujetadory salido corriendo—. De ahí el dañocerebral.

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—¿Aceptará el caso, pues?—Por mí encantado, si puede pagar

los cinco años que arrastraremos elasunto de juzgado en juzgado. Porque elhospital y sus aseguradoras plantaráncara de principio a fin. No sería laprimera vez que lo veo.

—¿Cuánto?Greensmith mencionó una cifra, y

Deborah Ann se marchó del despachocon Brady cogido de la mano. Ya dentrodel Honda (por entonces nuevo), ella seechó a llorar. Concluida esa parte, lepidió que escuchara la radio mientras

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ella hacía otro recado. Brady sabía enqué consistía ese recado: una botella delsistema dispensador eficiente.

Deborah Ann revivió su encuentrocon Greensmith muchas veces a lo largode los años, y siempre acababa con lasmismas palabras enconadas: «Paguécien dólares que no podía permitirme aun abogado con un traje barato, y loúnico que saqué en claro fue que nopodía permitirme luchar contra lasgrandes compañías de seguros y recibirlo que me correspondía».

El año posterior se les hizo

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larguísimo, como si durase cinco años.Tenían en casa un monstruo que leschupaba la vida, y ese monstruo sellamaba Frankie. A veces cuando tirabaalgo al suelo o despertaba a DeborahAnn de una siesta, ella le daba una zurra.En una ocasión perdió el control porcompleto y lo tumbó de un puñetazo enla sien; él se quedó en el suelo aturdido,tembloroso, con la mirada en blanco.Ella lo cogió en brazos y lo estrechó ylloró y dijo que lo sentía, pero elaguante de una mujer tiene un límite.

Hacía sustituciones en la peluquería

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Hair Today siempre que podía. Esosdías llamaba al colegio para decir queBrady estaba enfermo, y él se quedabacuidando de su hermano menor. A vecesBrady sorprendía a Frankie intentandocoger objetos que no debía tocar (o queeran de Brady, como su videoconsolaAtari), y le pegaba en las manos hastaque Frankie lloraba. Cuando empezabanlos gemidos, Brady se recordaba queFrankie no tenía la culpa, que padecíadaños cerebrales por aquelcondenado… condenado no, por aquelputo trozo de manzana, y lo invadía una

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mezcla de culpabilidad, rabia y pena.Sentaba a Frankie en su regazo, loacunaba y le decía que lo sentía, pero elaguante de un hombre tiene un límite. Yél era un hombre, o eso decía su madre:el hombre de la casa. Sabía cambiarlelos pañales a Frankie, pero cuandohabía caca (no, era mierda, no caca sinomierda), a veces le pellizcaba laspiernas y le ordenaba que se quedaraquieto a gritos: «Quédate quieto, malditasea». Eso incluso si Frankie estabaquieto. Allí tendido con Sammy, elcoche de bomberos, aferrado contra el

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cuerpo, mirando el techo con los ojosmuy abiertos y aquella estúpidaexpresión de daños cerebrales.

Ese año estuvo lleno de «a veces».A veces quería a Frankie y lo besaba.A veces lo sacudía y le decía: «La

culpa es tuya; acabaremos viviendo enla calle, y tú tienes la culpa».

A veces, al acostar a Frankie despuésde un día en el salón de belleza,Deborah Ann veía moretones en losbrazos y las piernas del niño. En unaocasión incluso en el cuello, donde teníala cicatriz de la traqueotomía practicada

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por los auxiliares médicos. Jamás hizoel menor comentario.

A veces Brady quería a Frankie. Aveces lo odiaba. En general sentía lasdos cosas al mismo tiempo, y eso ledaba dolor de cabeza.

A veces Deborah Ann (sobre todocuando estaba borracha) despotricabacontra la calamidad que era su vida.«No puedo recibir ayuda delayuntamiento ni del estado ni del putogobierno federal, ¿y eso por qué?Porque todavía nos queda demasiadodinero del seguro y la indemnización,

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por eso. ¿A alguien le importa que todosalga y no entre nada? No. Cuando ya noquede dinero y vivamos en un alberguepara indigentes en Lowbriar Avenue,entonces sí tendremos derecho a laayuda, ¿no es fantástico?»

A veces Brady miraba a Frankie ypensaba: «Eres un estorbo. Eres unestorbo, Frankie, eres un puto estorbode mierda».

A veces —a menudo— Brady odiabaa todo el puto mundo de mierda. Siexistiera Dios, como sostenían lospredicadores en televisión los

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domingos, ¿no se llevaría a Frankie alcielo para que su madre pudiese volvera trabajar a jornada completa y noacabaran en la calle? ¿O viviendo enLowbriar Avenue, donde, según sumadre, no había más que negrosdrogadictos armados? Si existía Dios,¿por qué había permitido que Frankie setragara el puto trozo de manzana ya deentrada? Y para colmo después lo habíadejado despertar con daños cerebrales,lo cual era pasar de una mala situación auna puta situación de mierda muchopeor. Dios no existía. Para saber que la

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idea de Dios era una puta ridiculez,bastaba con ver a Frankie arrastrarsepor el suelo con el condenado Sammy acuestas, luego levantarse y renquear unrato, hasta desistir y volver aarrastrarse.

Al final Frankie murió. Fue unamuerte rápida. En cierto modo fue comoatropellar a aquella gente en el CentroCívico. No hubo premeditación, sinoúnicamente la apremiante realidad deque algo debía hacerse. Casi podríadescribirse como un accidente. O comoobra del destino. Brady no creía en

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Dios, pero sí creía en el destino, y aveces el hombre de la casa tenía que serla mano derecha del destino.

Su madre preparaba crepes para lacena. Frankie jugaba con Sammy. Lapuerta del sótano estaba abierta porqueDeborah Ann había comprado dos cajasde papel higiénico barato, de marcablanca, en Chapter 11, y lo guardabanahí abajo. Era necesario reabastecer loscuartos de baño, así que mandó a Bradya buscar unos cuantos rollos allí abajo.Como él tenía las manos ocupadas, dejóla puerta del sótano abierta. Pensó que

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su madre la cerraría, pero cuando bajódespués de colocar el papel higiénico enlos dos cuartos de baño del piso dearriba, seguía abierta. Frankie, en elsuelo, empujaba a Sammy por el linóleoy hacía rrr-rrr con la boca. Llevaba unpantalón rojo que le abultaba mucho porel pañal de triple capa. Se acercabacada vez más a la puerta abierta y laempinada escalera al otro lado; aun así,Deborah Ann no hizo ademán de cerrarla puerta. Ni se lo pidió a Brady, queahora ponía la mesa.

—Rrr-rrr —decía Frankie—. Rrr-

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rrr.Dio un empujón más al coche de

bomberos. Sammy rodó hasta el umbralde la puerta del sótano, chocó con lajamba y allí se detuvo.

Deborah Ann se apartó de los fogonesy se dirigió hacia la puerta del sótano.Brady pensó que se agacharía ydevolvería a Frankie el coche debomberos. Pero no. Lo que hizo fue darun puntapié a Sammy. Se oyó un levegolpeteo mientras caía de peldaño enpeldaño hasta el fondo.

—Uy —exclamó ella—. Sammy

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caído abajo pumba. —Lo dijo sin lamenor inflexión.

Brady se aproximó. La cosaempezaba a ponerse interesante.

—¿Por qué has hecho eso, mamá?Deborah Ann se puso en jarras, con la

espátula en una mano, y contestó:—Porque estoy harta de oírlo hacer

ese ruido.Frankie abrió la boca y empezó a

berrear.—Calla ya, Frankie —ordenó Brady,

pero Frankie no calló. Sí decidió encambio acercarse a rastras al peldaño

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superior y escrutar la oscuridad.Con la misma voz monocorde de

antes, Deborah Ann dijo:—Enciende la luz, Brady. Para que

Frankie vea a Sammy.Brady encendió la luz y se asomó por

encima de su hermano berreante.—Sí —dijo—. Ahí está. Al fondo de

todo. ¿Lo ves, Frankie?Frankie avanzó un poco más, sin dejar

de berrear. Miró hacia abajo. Brady sevolvió hacia su madre. Deborah AnnHartsfield le contestó con un parco gestode asentimiento, casi imperceptible.

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Brady no se lo pensó dos veces. Dio unpuntapié a Frankie en el traserorecubierto del pañal de triple capa y suhermano se precipitó escalera abajo enuna sucesión de torpes tumbos querecordaron a Brady las volteretas delgranuja gordo en el pasillo de la iglesia.Tras el primer tumbo, Frankie siguióberreando, pero en el segundo su cabezaimpactó en la contrahuella de unpeldaño y los berridos cesaron deinmediato, como si Frankie fuera unaradio y alguien lo hubiera apagado. Fuehorrendo, pero tuvo su lado gracioso.

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Siguió rodando, desmadejado, con laspiernas inertes abiertas a los ladosformando una Y. Por último fue a dar decabeza contra el suelo del sótano.

—¡Dios mío, Frankie se ha caído! —exclamó Deborah Ann. Soltó la espátulay corrió escalera abajo. Brady la siguió.

Frankie se había partido el cuello,hasta Brady se dio cuenta, porque, vistodesde atrás, lo tenía torcido en un ánguloanómalo. Pero seguía vivo. Respirabacon cortos resoplidos. Sangraba por lanariz. También de una herida a un ladode la cabeza. Movía los ojos de

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izquierda a derecha. Pero nada más.Pobre Frankie. Brady se echó a llorar.Su madre también lloraba.

—¿Qué hacemos? —preguntó Brady—. ¿Qué hacemos, mamá?

—Sube al salón y tráeme un cojín delsofá.

Brady obedeció. Cuando regresó,Frankie tenía a Sammy, el coche debomberos, sobre el pecho.

—Se lo he puesto en las manos paraque lo coja pero no puede —dijoDeborah Ann.

—Ya —contestó Brady—. Debe de

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estar paralítico. Pobre Frankie.Frankie alzó la vista, miró primero a

su madre y luego a su hermano.—Brady —dijo.—Tranquilo, Frankie —respondió

Brady, y entregó el cojín a su madre.Deborah Ann lo cogió y lo colocó

sobre el rostro de Frankie. Aquello nose prolongó mucho. Luego mandó aBrady arriba a dejar el cojín en el sofá ybajar un paño húmedo.

—Ya que subes, apaga el fogón —ordenó—. Los crepes están quemándose.Los huelo.

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Le lavó la cara a Frankie paraquitarle la sangre. Brady pensó que esoera un gesto muy tierno y maternal. Añosdespués comprendió que además sumadre pretendía asegurarse de que noquedaban hebras ni fibras del cojín en lacara de Frankie.

Con Frankie ya limpio (aunque lequedaba sangre en el pelo), Brady y sumadre se sentaron en los peldaños de laescalera y lo miraron. Deborah Annrodeó los hombros de Brady con elbrazo.

—Mejor será que llame al 911 —

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dijo.—Vale.—Ha empujado a Sammy muy fuerte y

Sammy ha caído por la escalera. Luegoha intentado ir a buscarlo y ha perdidoel equilibrio. Yo estaba preparando loscrepes y tú dejando el papel higiénicoen los baños de arriba. No has vistonada. Cuando has bajado al sótano, yaestaba muerto.

—Vale.—Repítemelo.Brady así lo hizo. En el colegio

sacaba sobresalientes, y tenía buena

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memoria.—Te pregunten lo que te pregunten, tú

nunca digas nada más que eso. Noañadas nada, no cambies nada.

—Vale, pero ¿puedo decir que túestabas llorando?

Deborah Ann sonrió. Le besó la frentey la mejilla. Luego lo besó de lleno enlos labios.

—Sí, cariñito, eso puedes decirlo.—¿Ahora nos irán bien las cosas?—Sí. —Lo afirmó sin el menor asomo

de duda en la voz—. Nos irá todo bien.Tenía razón. Les hicieron solo unas

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pocas preguntas sobre el accidente, yninguna difícil. Se celebró un funeral.Fue muy bonito. Frankie estaba en unataúd de tamaño Frankie, con traje. Noparecía un niño con daños cerebrales,sino solo profundamente dormido. Antesde que cerraran el ataúd, Brady dio unbeso a su hermano en la mejilla y colocóa Sammy, el coche de bomberos, junto aél. Cabía bien.

Esa noche Brady tuvo el primero desus dolores de cabeza intensos. Empezóa pensar que Frankie estaba debajo desu cama, y eso agravó el dolor. Fue a la

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habitación de su madre y se metió en lacama con ella. No le dijo que temía queFrankie estuviera debajo de su cama,sino solo que le dolía tanto la cabezaque pensaba que iba a estallarle. Ella loabrazó y lo besó y él se arrimó mucho,mucho a ella. Era agradable arrimarse.Le aliviaba el dolor de cabeza. Sedurmieron juntos y al día siguienteestaban solo ellos dos y la vida eramejor. Deborah Ann recuperó su antiguoempleo, pero no hubo más novios. Decíaa Brady que ahora él era el único novioque deseaba. Nunca hablaban del

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accidente de Frankie, pero a vecesBrady soñaba con lo sucedido. No sabíasi su madre soñaba o no, pero ella bebíamucho vodka, tanto que al final perdióotra vez el empleo. Pero eso norepresentó un gran problema, ya que porentonces Brady tenía edad suficientepara empezar a trabajar. Tampoco leimportó no ir a la universidad.

La universidad era para gente que nosabía que era lista.

6

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Cuando Brady sale de estasrememoraciones —una ensoñación tanprofunda que es como la hipnosis—,descubre que tiene un montón deplástico hecho jirones en el regazo. Alprincipio no sabe de dónde ha salido.Luego ve el periódico en su mesa detrabajo y se da cuenta de que, mientraspensaba en Frankie, ha roto con las uñasla funda que lo envolvía.

Echa los jirones a la papelera; luegocoge el periódico y posa una miradadistraída en los titulares. Sigue el

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vertido de crudo en el golfo de México ylos directivos de British Petroleum,quejumbrosos, sostienen que hacen todolo que está en sus manos y que la gentelos trata mal. Nidal Hasan, el gilipollasdel psiquiatra que se lió a tiros en labase militar de Ford Hood, en Texas, vaa comparecer ante el tribunal dentro deuno o dos días. («Deberías haber tenidoun Mercedes, Nidal, chaval», piensaBrady.) Paul McCartney, el ex Beatle alque su madre llamaba «Ojos de ViejoSpaniel», recibe una condecoración enla Casa Blanca. «¿Por qué será —se

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pregunta Brady a veces— que ciertaspersonas con solo un poco de talentoreciben tanto de todo? Es una pruebamás de que el mundo está loco.»

Brady decide llevarse el periódico ala cocina y leer la sección de política.Con eso y una cápsula de melatoninaquizá baste para que le entre el sueño. Amedia escalera, da la vuelta al periódicopara ver qué hay por debajo del pliegue,y se queda inmóvil. Salen las fotos dedos mujeres, contiguas. Una es OliviaTrelawney, la otra es mucho mayor, peroel parecido es inequívoco. Sobre todo

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por esos labios finos de zorra.MUERE LA MADRE DE OLIVIA

TRELAWNEY, reza el titular. Debajo:«Protestó por el “trato injusto” querecibió su hija; afirmó que la coberturamediática “destruyó su vida”».

Lo que sigue no es más que una notade relleno en dos párrafos, de hecho unsimple pretexto para volver a mencionarla tragedia del año anterior («Si sequiere usar esa palabra», piensa Bradycon cierta sorna) en la primera plana deun periódico estrangulado lentamentepor internet. Se remite a los lectores a la

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necrológica en la página 26, y Brady,ahora sentado a la mesa de la cocina,salta hasta ahí sin pérdida de tiempo. Lanube de pesimismo y aturdimiento que loha envuelto desde la muerte de su madrese ha disipado al instante. Su cabeza seacelera: las ideas se juntan, se separan yvuelven a juntarse, como piezas de unrompecabezas. Conoce bien ese procesoy sabe que continuará hasta que seacoplen con un chasquido definitivo ysurja una imagen clara.

ELIZABETH SIROIS WHARTON, 87, falleció

plácidamente el 29 de mayo de 2010 en el Hospital

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Conmemorativo de Warsaw County. Nació el 19 deenero de 1923, hija de Marcel y Catherine Sirois. Lasobreviven su hermano, Henry Sirois; su hermana,Charlotte Gibney; su sobrina, Holly Gibney, y su hija,Janelle Patterson. Precedieron a Elizabeth sumarido, Alvin Wharton, y su querida hija, Olivia. Lacapilla ardiente tendrá lugar el martes, 1 de junio, enla funeraria Soames, entre las 10 y las 13 horas. Laceremonia fúnebre se celebrará el miércoles 2 dejunio a las 10 en la funeraria Soames. Después seofrecerá una recepción para los amigos íntimos yfamiliares en el 729 de Lilac Drive, Sugar Heights.La familia ruega que no se envíen flores, perosugiere que se hagan donaciones a la Cruz RojaAmericana o al Ejército de Salvación, las dosorganizaciones benéficas preferidas de la señoraWharton.

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Brady lo lee todo detenidamente, ysurgen en su cabeza varias preguntasrelacionadas. ¿Acudirá el ex poli gordoal velatorio? ¿O a la ceremonia fúnebredel miércoles? ¿O a la recepción? Bradyse juega lo que sea a que estará presenteen los tres actos. Buscando al mareante.Buscándolo a él. Porque eso hacen lospolis.

Se acuerda del último mensaje queenvió a Hodges, el bueno del Ins. Ret.Ahora sonríe y dice en voz alta:

—No me verás venir.—Asegúrate de que no te vea —dice

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Deborah Ann Hartsfield.Brady sabe que ella en realidad no

está presente, pero casi la ve sentada alotro lado de la mesa, con la falda tubonegra y la blusa azul que a él más legusta, la que es tan vaporosa que setransparenta el sujetador.

—Porque estará buscándote.—Lo sé —dice Brady—. No te

preocupes.—Claro que me preocupo —contesta

ella—. Tengo que preocuparme. Eres micariñito.

Brady vuelve al sótano y se mete en el

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saco de dormir. El colchón hinchablecon el escape resuella. Lo último quehace antes de apagar las luces con unaorden de voz es poner el despertador deliPhone a las seis y media. Mañana seráun día ajetreado.

Salvo por los pequeños pilotos rojosque indican que su equipo informático sehalla en estado de hibernación, la salade control del sótano está totalmente aoscuras. Desde debajo de la escalera, sumadre habla:

—Estoy esperándote, cariñito, perono me hagas esperar mucho.

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—Pronto estaré ahí contigo, mamá.Sonriendo, Brady cierra los ojos. Al

cabo de dos minutos ya ronca. 7

A la mañana siguiente Janey no sale delcuarto de baño hasta un poco pasadaslas ocho. Lleva el traje pantalón deanoche. Hodges, todavía en calzoncillos,está al teléfono. Blande un dedo endirección a ella, gesto con el que indicasimultáneamente buenos días y dame un

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momento.—No es nada importante —dice—,

solo una de esas cosas que le pican auno la curiosidad. Si pudierascomprobarlo, te lo agradecería mucho.—Escucha—. No, no quiero molestar aPete con esto, y tú tampoco lo molestes.Ya tiene bastante entre manos con elcaso de Donald Davis.

Escucha durante un momento más.Janey se sienta en el brazo del sofá, seseñala el reloj y silabea: ¡El velatorio!Hodges asiente.

—Exacto —dice por teléfono—.

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Pongamos entre el verano de 2007 y laprimavera de 2009. En los alrededoresde Lake Avenue, donde están todos esosbloques de apartamentos de lujo nuevos.—Guiña un ojo a Janey—. Gracias,Marlo, eres un encanto. Y te prometoque no acabaré convertido en tío, ¿vale?—Escucha, asintiendo—. Vale. Pues sí.Tengo prisa, pero dales recuerdos míosa Phil y los chicos. Pronto nos veremos.Una comida. Por supuesto, invito yo. Deacuerdo. Adiós.

Cuelga.—Tienes que vestirte deprisa —insta

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ella— y llevarme al apartamento paraque pueda maquillarme antes de ir a lafuneraria. Tampoco estaría de más queme cambiara de ropa interior. ¿Cuántotardas en ponerte el traje?

—Nada. Y la verdad es que nonecesitas maquillarte.

Ella alza la mirada al techo.—Eso cuéntaselo a la tía Charlotte.

Anda atenta al menor asomo de patas degallo. Ahora ponte en marcha, y cogeuna maquinilla de afeitar. Puedesafeitarte en mi casa. —Vuelve aconsultar el reloj—. Hacía cinco años

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que no dormía hasta tan tarde.Hodges se dirige al cuarto de baño

para vestirse. Janey lo detiene en lapuerta, lo obliga a volverse hacia ella,ahueca las palmas de las manos en tornoa sus mejillas y lo besa en la boca.

—El buen sexo es el mejor somnífero.Me había olvidado, supongo.

Hodges la abraza y la levanta envolandas. No sabe cuánto durará esto,pero se propone disfrutarlo como unniño mientras dure.

—Y ponte el sombrero —dice ella,mirándolo a la cara y sonriendo—. Hice

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bien en comprarlo. Ese sombrero te vaque ni pintado.

8

Están demasiado a gusto en su mutuacompañía y demasiado decididos allegar a la funeraria antes que losinsufribles parientes para permanecerOA, pero casi con toda seguridad ni aunen alerta roja habrían advertido nadaque los pusiese sobre aviso. Hay ya másde veinte coches aparcados en el

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pequeño centro comercial del cruce deHarper Road y Hanover Street, y elSubaru de color barro de BradyHartsfield es el más discreto de todos.Ha elegido el sitio con cuidado para quela calle del ex poli gordo quedeexactamente en el centro de suretrovisor. Si Hodges va a ir al velatoriode la vieja, circulará calle abajo ydoblará a la izquierda en Hanover.

Y ahí viene, poco después de las ochoy media, un buen rato antes de lo queBrady preveía, ya que el velatorio noempieza hasta las diez y la funeraria se

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encuentra a solo veinte minutos pocomás o menos. Cuando el coche tuerce ala izquierda, Brady se sorprende aúnmás al ver que el ex poli gordo no vasolo. Su acompañante es una mujer, y sibien Brady alcanza a verla solofugazmente, le basta para identificar a lahermana de Olivia Trelawney. Lleva lavisera bajada para mirarse en el espejode cortesía mientras se cepilla el pelo.La deducción obvia es que ha pasado lanoche en la casa de soltero del ex poligordo.

Brady se queda atónito. ¿Por qué

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demonios habrá hecho ella una cosa así?Hodges es viejo, es gordo, es feo. No esposible que se acueste con él, ¿o sí? Esinverosímil. Se acuerda entonces decómo le aliviaba su madre los peoresdolores de cabeza, y comprende —a supesar— que por lo que se refiere alsexo, no hay emparejamientoinverosímil. Pero la idea de que Hodgesse lo monte con la hermana de OliviaTrelawney lo saca de quicio (sobre todoporque podría decirse que fue el propioBrady quien los juntó). Hodges deberíaestar sentado delante del televisor

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planteándose el suicidio. No tienederecho ni a disfrutar de un tarro devaselina y su propia mano derecha, ymenos aún de una rubia de buen ver.

«Probablemente ella ha ocupado lacama mientras él dormía en el sofá»,piensa.

Esta idea al menos se acerca más a lalógica, y con eso se siente mejor.Supone que Hodges podría acostarsecon una rubia de buen ver si de verdadlo deseara… pero tendría que pagar.Seguro que además la puta exigiría unrecargo por sobrepeso, piensa, y se echa

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a reír a la vez que arranca el coche.Antes de incorporarse a la

circulación, abre la guantera, saca laCosa Dos y la deja en el asiento delacompañante. No la utiliza desde el añopasado, pero va a usarla hoy. Aunque noen la funeraria, sospecha, porque nocree que vayan allí directamente. Esdemasiado temprano. Brady imagina quepasarán antes por el apartamento deLake Avenue, y no es necesario que élllegue antes que ellos; basta con que estéallí cuando vuelvan a salir. Ya sabecómo va a hacerlo.

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Será como en los viejos tiempos.En un semáforo del centro, telefonea a

Discount Electronix y avisa a TonesFrobisher de que hoy no irá a trabajar.Probablemente faltará toda la semana.Pinzándose la nariz con los dedos paraadoptar una voz nasal, informa a Tonesde que tiene la gripe. Piensa en elconcierto de ’Round Here en elCACMO el jueves por la noche y en elchaleco bomba, e imagina que añade«La semana que viene no tendré gripe,solo estaré muerto». Corta lacomunicación, deja el teléfono en el

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asiento junto a la Cosa Dos y se echa areír. Ve que lo mira una mujer desde elcarril contiguo, muy peripuesta para ir altrabajo. Brady, riéndose tanto que leresbalan las lágrimas por las mejillas ymoquea, le hace un corte de mangas.

9

—¿Hablabas con tu amiga delarchivo? —pregunta Janey.

—Pues sí, Marlo Everett. Siemprellega temprano. Pete Huntley, mi antiguo

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compañero, juraba que eso era porquenunca se marchaba.

—¿Con qué cuento le has salido, sipuede saberse?

—Le he dicho que unos vecinos míoshan hablado de un tipo que prueba laspuertas de los coches para ver si hayalguno abierto. Y que me parecíarecordar que hubo una oleada de robosde coches en el centro hace un par deaños y nunca cogieron al autor.

—Ya, ¿y a qué venía eso de que novas a convertirte en «tío»?

—Llamamos «tíos» a los policías

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retirados incapaces de cortar con eltrabajo. Telefonean a Marlo para pedirleque compruebe las matrículas de loscoches que se les antojan sospechosospor la razón que sea. O tal vez se fijanen un tipo con mala pinta, ponen cara depoli, y van y le piden que se identifique.Luego llaman a comisaría y le dan elnombre a Marlo para que compruebe sihay una orden de busca y captura.

—¿Y a ella no le molesta?—Bueno, se queja un poco por una

cuestión de formas, pero en realidad no,creo. Hace unos años un vejete que se

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llamaba Kenny Shays telefoneó paracomunicar un seis-cinco… eso significaconducta sospechosa, un código nuevodesde el 11-S. El individuo al queinmovilizó no era un terrorista, sino soloun fugitivo que había matado a toda sufamilia en Kansas allá por 1987.

—Vaya. ¿Le dieron una medalla?—Solo una felicitación, que era lo

único que quería. Murió al cabo de seismeses. —Se comió el arma, eso hizoKenny Shays, apretando el gatillo antesde que el cáncer de pulmón se cebara.

Suena el teléfono móvil de Hodges.

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El tono llega ahogado porque una vezmás lo ha dejado en la guantera. Janey losaca y se lo entrega con una sonrisa untanto irónica.

—Hola, Marlo, vaya rapidez. ¿Quéhas averiguado? ¿Algo interesante?

Escucha, asintiendo a todo lo que oye,intercalando algún que otro «ajá», sindistraerse ni un momento del densotráfico matutino. Da las gracias y cuelga,pero cuando intenta devolver el Nokia aJaney, ella mueve la cabeza en un gestode negación.

—Póntelo en el bolsillo. Podría

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llamarte alguien más. Sé que puederesultarte un concepto extraño, perointenta asimilarlo. ¿Qué has averiguado?

—A partir de septiembre de 2007hubo una docena de robos en coches enel centro. Marlo dice que es posible quehubiera más, porque la gente que nopierde nada de valor tiende a nodenunciar los robos en coches. Algunosni siquiera se dan cuenta. La últimadenuncia se presentó en marzo de 2009,menos de tres semanas antes de laMatanza del Centro Cívico. Era nuestrohombre, Janey. Estoy seguro. Acabamos

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de encontrar su rastro anterior a loshechos, y eso significa que nosacercamos.

—Bien.—Creo que vamos a encontrarlo. Si

es así, tu abogado, Schron, irá acomisaría para informar a Pete Huntley.Él ya se ocupará del resto. En esoseguimos de acuerdo, ¿no?

—Sí. Pero hasta entonces es nuestro.En eso seguimos de acuerdo, ¿eh?

—Totalmente.Ahora circulan por Lake Avenue, y

hay una plaza libre justo delante del

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edificio de la difunta señora Wharton.Cuando hay suerte, hay suerte. Hodgesfrena y da marcha atrás para ocuparla,preguntándose cuántas veces OliviaTrelawney debió de aparcar en esemismo sitio.

Janey mira nerviosa el reloj mientrasHodges echa unas monedas en elparquímetro.

—Tranquila —dice él—. Tenemostiempo de sobra.

Cuando Janey se encamina hacia lapuerta, Hodges pulsa el botónBLOQUEO de su llave. Lo hace sin

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pensar; tiene la cabeza puesta en Mr.Mercedes, pero el hábito es el hábito.Se mete las llaves en el bolsillo yaprieta el paso para alcanzar a Janey afin de aguantarle la puerta abierta.

«Estoy convirtiéndome en un memo»,se dice.

Y luego piensa: «¿Y qué?».

10

Al cabo de cinco minutos un Subaru decolor barro recorre Lake Avenue.

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Reduce la velocidad casi hastadetenerse cuando llega a la altura delToyota de Hodges. A continuación Bradypone el intermitente de la izquierda yentra en el parking situado en la otraacera.

Hay plazas libres de sobra en laplanta baja y en el primer piso, pero dantodas al interior y no le sirven.Encuentra la que le conviene en lasegunda planta, casi toda vacía: unaplaza en el lado este, que da a LakeAvenue. Aparca, se acerca al parapetobajo de hormigón y mira el Toyota de

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Hodges, en la otra acera. Fija ladistancia en unos sesenta metros. Sinnada en medio que obstruya la señal, esoes pan comido para la Cosa Dos.

Viendo que le sobra tiempo, Bradyregresa a su coche, enciende el iPad einvestiga la página web del Centro deArte y Cultura del Medio Oeste. Elauditorio Mingo es el espacio másamplio del recinto. «Lógico —piensaBrady—, porque debe de ser el únicoespacio rentable del CACMO.» Ahí,además de tocar la orquesta sinfónicamunicipal en invierno, se organizan

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espectáculos de danza y conferencias yotras gilipolleces intelectualoides por elestilo, pero de junio a agosto el Mingose dedica casi exclusivamente a lamúsica pop. Según la web, después dela actuación de ’Round Here, habrá unFestival Veraniego de Grandes Éxitoscon canciones de los Eagles, Sting, JohnMellencamp, Alan Jackson, Paul Simony Bruce Springsteen entre otros. Pintabien, pero quienes han comprado unabono para toda la temporada, piensaBrady, se llevarán una decepción. Esteverano solo habrá un concierto en el

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Mingo, uno breve que terminará con unlema punk: «Morid, capullos inútiles».

Según la web, el aforo del auditorioes de cuatro mil quinientosespectadores.

También dice que se han agotado laslocalidades para el concierto de ’RoundHere.

Brady telefonea a la fábrica dehelados para hablar con Shirley Orton.Pinzándose la nariz otra vez, le advierteque tenga sobre aviso a Rudy Stanhopepara esta semana. Dice que intentará ir atrabajar el jueves o el viernes, pero

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mejor que no cuente con ello; tiene lagripe.

Como preveía, la palabra «gripe»alarma a Shirley.

—Ni se te ocurra acercarte por aquísin enseñarme una nota de tu médicodeclarando que ya no hay riesgo decontagio. No puedes vender helados alos niños si tienes gripe.

—Ya lo sé —responde Brady con lanariz pinzada—. Lo siento, Shirley. Creoque me la pasó mi madre. He tenido quemeterla en la cama. —Al decir esto, leentran unas ganas irresistibles de reír y

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empiezan a contraérsele los labios.—Bueno, cuídate…—Tengo que colgar —dice él, y corta

la comunicación justo antes deprorrumpir en otro arranque de risadescontrolada. Sí, tuvo que meter a sumadre en la cama. Y sí, era la gripe. Nola gripe porcina ni la gripe aviar, sinouna cepa nueva conocida como gripe delos roedores. Brady suelta un aullido yaporrea el salpicadero de su Subaru. Loaporrea con tal fuerza que se lastima lamano, y eso le provoca una risa aún másviolenta.

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Este ataque se prolonga hasta que leduele el estómago y siente un asomo deganas de vomitar. Justo cuando empiezaa pasársele, ve abrirse la puerta delvestíbulo del edificio de apartamentosen la acera de enfrente.

Brady coge la Cosa Dos y pulsa elbotón de encendido. Se ilumina el pilotoamarillo. Levanta la corta antena. Seapea del coche, ahora sin reírse, y seacerca otra vez al parapeto de hormigón,con cuidado de permanecer a la sombrade la columna más cercana. Apoya elpulgar en el conmutador de palanca y

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orienta hacia abajo la Cosa Dos. Perono apunta al Toyota, sino a Hodges, quese rebusca en el bolsillo del pantalón.La rubia está a su lado, con el mismotraje que llevaba antes, pero se hacambiado de zapatos y bolso.

Hodges saca las llaves.Brady acciona el conmutador de

palanca de la Cosa Dos y el piloto pasade amarillo a verde, indicando que estáen funcionamiento. Las luces del cochede Hodges parpadean. En ese mismomomento la luz verde de la Cosa Dosemite un único y breve destello. Ha

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captado el código PKE del Toyota y loha guardado, del mismo modo que captóel código del Mercedes de la señoraTrelawney.

Brady utilizó la Cosa Dos durantecasi dos años, apropiándose desucesivos PKE y abriendo coches pararegistrarlos en busca de objetos de valory dinero en efectivo. Los ingresosgenerados por esas aventuras fueronirregulares, pero nunca faltaba emoción.Su primera idea al encontrar la llave derepuesto en la guantera del Mercedes dela señora Trelawney (estaba dentro de

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una bolsa de plástico junto con elmanual de usuario y el permiso decirculación) fue robar el coche y darseun paseo por la ciudad. Abollarlo unpoco por el puro placer de hacerlo. Talvez rajar la tapicería. Peroinstintivamente decidió dejarlo todo talcomo estaba. Se dijo que podíaasignarse al Mercedes una función másimportante. Y al final así fue.

Brady se mete en el coche y guarda laCosa Dos en la guantera. Se da porsatisfecho con el trabajo de esta mañana,pero la mañana no ha terminado aún.

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Hodges y la hermana de Olivia van a unvelatorio. Brady también tiene cosas porlas que velar. A esa hora el CACMOestará ya abierto, y quiere echar unaojeada. Ver cuáles son las medidas deseguridad. Comprobar dónde estáninstaladas las cámaras.

«Encontraré una manera de entrar —piensa Brady—. Estoy en vena.»

Además, debe acceder a internet yagenciarse una entrada para el conciertodel jueves por la noche. Está muy muymuy ocupado.

Empieza a silbar.

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11

Hodges y Janey Patterson entran en lasala del Descanso Eterno de la funerariaSoames a las diez menos cuarto, ygracias a la insistencia de ella en quedebían darse prisa, son los primeros enllegar. La parte superior del féretro estádestapada. Un paño festoneado de sedaazul cubre la mitad inferior. ElizabethWharton lleva un vestido blancosalpicado de florecillas azules a juego

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con el paño. Tiene los ojos cerrados ylas mejillas sonrosadas.

Janey recorre apresuradamente elpasillo entre las hileras de sillasplegables, mira brevemente a su madre yluego, con igual rapidez, vuelve sobresus pasos. Le tiemblan los labios.

—Por más que el tío Henry diga quela incineración es una costumbre pagana,esta mierda del ataúd abierto es elverdadero rito pagano. No parece mimadre; parece disecada.

—Entonces ¿por qué…?—Fue mi concesión para que el tío

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Henry se callara de una vez por lo de laincineración. Que Dios nos asista simira debajo del paño y ve que el ataúdes de cartón prensado pintado de grispara que parezca metálico. Eso espara… ya sabes…

—Sí, lo sé —dice Hodges, y la rodeacon un brazo.

Los amigos de la difunta van llegandopoco a poco, encabezados por AltheaGreene, la enfermera de ElizabethWharton, y la señora Harris, que era suasistenta. A eso de las diez y veinte (conun retraso calculado para exhibir un

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toque de refinamiento, piensa Hodges)llega la tía Charlotte cogida del brazo desu hermano. El tío Henry la guía por elpasillo, echa un breve vistazo al cadávery retrocede un paso. La tía Charlottemira fijamente el rostro expuesto y alcabo de un momento se inclina y besalos labios muertos. Con una voz casiinaudible dice:

—Ay, hermana; ay, hermana.Por primera vez desde que la conoce,

Hodges siente por ella algo que nopuede definirse como irritación.

Se oye el movimiento de la gente,

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conversaciones en susurros, alguna queotra risotada. Janey va de aquí para alláentre los asistentes, hablando con todos(no hay más de diez o doce personas,todas de esas que la hija de Hodgesllama «viejas glorias»), cumpliendo consus obligaciones. El tío Henry laacompaña, y en el único momento en queJaney flaquea —cuando intenta ofrecerconsuelo a la señora Greene—, él lerodea los hombros con el brazo. Hodgesse alegra de verlo. «Los lazos de sangresalen a la luz —piensa—. En momentosasí, casi siempre ocurre.»

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Ahí es él quien no pinta nada. Decide,pues, salir a tomar el aire. Se queda enel umbral de la puerta por un momento y,recorriendo con la mirada los cochesaparcados a lo largo de la calle, busca aun hombre solo en alguno de ellos. Nove a nadie, y cae en la cuenta de quetampoco ha visto a Holly laMasculladora.

Paseando, se acerca al aparcamientode los visitantes, y ahí está ella, sentadaen la escalinata trasera. Lleva un vestidomarrón, largo casi hasta los tobillos,particularmente poco favorecedor. Tan

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poco favorecedor como el peinado: dosmoños a los lados de la cabeza. AHodges le recuerda a la princesa Leiadespués de seguir la dieta de KarenCarpenter durante un año.

Holly ve la sombra de Hodges en elasfalto, da un respingo y esconde algocon la mano. Él se acerca, y el objetooculto resulta ser un cigarrillo a mediofumar. Ella entorna los ojos y le dirigeuna mirada de preocupación. Hodgespiensa que parece la mirada de un perroque ha recibido demasiados golpes deperiódico por orinar debajo de la mesa

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de la cocina.—No se lo diga a mi madre. Cree que

lo he dejado.—Su secreto está a salvo conmigo —

responde Hodges, pensando que Hollysin duda es demasiado mayor para temerla desaprobación de su madre ante loque debe de ser su único vicio—.¿Puedo sentarme a su lado?

—¿No debería estar dentro conJaney? —pregunta, y se desplaza paradejarle sitio.

—Solo he salido para airearme unpoco. Ahí dentro no conozco a nadie,

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excepto a la propia Janey.Ella lo mira con la curiosidad

manifiesta de una niña.—¿Son amantes usted y mi prima?Hodges siente bochorno, no tanto por

la pregunta como por el hecho perversode que le entran ganas de reír. En ciertomodo lamenta no haberla dejado fumartranquilamente su cigarrillo ilícito.

—En fin, somos buenos amigos —responde él—. Quizá sea mejor que lodejemos en eso.

Ella se encoge de hombros y expulsahumo por la nariz.

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—Por mí no hay inconveniente. Opinoque una mujer ha de tener amantes siquiere. Yo personalmente no tengo. Loshombres no me interesan. Y no es quesea lesbiana, eh, no se piense. Escribopoesía.

—¿Ah, sí? ¿En serio?—Sí. —Y sin la menor pausa, como

si siguiera hablando del mismo tema,añade—: Janey no le cae bien a mimadre.

—¿Ah, no?—Según ella, Janey no debería haber

heredado todo ese dinero de Olivia.

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Dice que no es justo. Quizá no lo sea,pero a mí personalmente me da igual.

Se muerde los labios de una maneraque despierta en Hodges una inquietantesensación de déjà vu, y solo tarda unsegundo en darse cuenta del motivo:Olivia Trelawney hacía ese mismo gestoen los interrogatorios. Los lazos desangre salen a la luz. Casi siempreocurre.

—No ha entrado —observa él.—No, ni pienso, y mi madre no puede

obligarme. Nunca he visto a un muerto, yno va a ser esta la primera vez. Luego

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tendría pesadillas.Apaga el cigarrillo contra un lado del

peldaño, no restregándolo, sinoaplastándolo, hincándolo hasta quesaltan chispas y el filtro se parte. Tienela cara blanca como el papel, haempezado a estremecerse (sus rodillasentrechocan literalmente) y si no deja demordisquearse el labio inferior, va aabrirse una herida.

—Esto es lo peor —dice, y ahora nomasculla. De hecho, si no deja delevantar la voz, pronto hablará a gritos—. Esto es lo peor, esto es lo peor, ¡esto

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es lo peor!Hodges rodea con un brazo sus

hombros trémulos. Por un momento eltemblor se convierte en una convulsiónpropagada por todo el cuerpo. Estáconvencido de que Holly va a salircorriendo (sin demorarse más que parallamarlo depravado y darle unabofetada). De pronto las convulsionesremiten y ella apoya la cabeza en suhombro. Tiene la respiración acelerada.

—En eso le doy la razón —dice él—.Esto es lo peor. Mañana será másllevadero.

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—¿El ataúd estará cerrado?—Pues sí —responde. Dirá a Janey

que tendrá que cerrarse, o si no su primase quedará otra vez aquí fuera con loscoches fúnebres.

Holly lo mira con su rostro desnudo.«No tiene ni una sola cualidad que lasalve —piensa Hodges—, ni una pizcade ingenio, ni un poco de malicia.»Acabará arrepintiéndose de haberlajuzgado equivocadamente, pero demomento no puede evitar acordarse otravez de Olivia Trelawney. De cómo latrató la prensa y de cómo la trató la

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policía. Incluido él.—¿Me promete que estará cerrado?—Sí.—¿Me lo promete por partida doble?—Triple, si quiere. —Después,

todavía pensando en Olivia y en elveneno informático que Mr. Mercedes leadministró, añade—: ¿Está tomando sumedicación, Holly?

Ella abre mucho los ojos.—¿Cómo sabe que tomo Lexapro?

¿Se lo ha dicho ella?—No me lo ha dicho nadie. No hacía

falta. Antes trabajaba de detective. —Le

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estrecha un poco los hombros con elbrazo y le da una sacudida breve ycordial—. Y ahora conteste a mipregunta.

—Lo llevo en el bolso. Hoy no me lohe tomado porque… —Deja escapar unarisita aguda—. Porque me da ganas dehacer pis.

—Si le traigo un vaso de agua, ¿se lotomará?

—Sí. Por usted. —De nuevo esamirada desnuda, la mirada de una niñaevaluando a un adulto—. Usted me caebien. Es buena persona. Janey es

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afortunada. Yo nunca he tenido suerte enla vida. Ni siquiera he tenido novio.

—Le traeré el agua —dice Hodges, yse pone en pie.

Al llegar a la esquina del edificio, sevuelve para mirar atrás. Holly estáintentando encender otro cigarrillo, perono le resulta nada fácil porque haempezado a temblar otra vez. Sostiene elBic desechable con las dos manos, comoun policía haciendo prácticas de tiro.

Dentro, Janey le pregunta dóndeestaba. Él se lo dice, y pregunta si esposible cerrar el féretro en la ceremonia

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de mañana.—Me parece que será la única forma

de conseguir que Holly entre —añade.Janey mira a su tía, ahora en el centro

del corrillo de ancianas, hablando todasanimadamente.

—Esa bruja ni siquiera se ha dadocuenta de la ausencia de Holly —comenta—. Pues mira, acabo de decidirque mañana el ataúd ni siquiera estaráaquí. Pediré al director de la funerariaque lo esconda en la parte de atrás, y sia la tía C. no le gusta, que se vaya a freírespárragos. Díselo a Holly, ¿quieres?

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El director de la funeraria, que rondadiscretamente por las inmediaciones,acompaña a Hodges a la sala contigua,donde se han dispuesto las bebidas y losaperitivos. Hodges coge una botella deagua mineral Dasani y la lleva alaparcamiento. Transmite el mensaje deJaney y se sienta con Holly hasta queella se toma una de sus cápsulas de lafelicidad rojas y azules. Después detragársela, le sonríe.

—Me cae usted muy bien, de verdad.Y Hodges, haciendo gala de su

magnífica aptitud policial para decir

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mentiras convincentes, contesta concalidez:

—Usted también me cae bien, Holly.

12

El Centro de Arte y Cultura del MedioOeste, más conocido como CACMO,recibe el apelativo de «Louvre delMedio Oeste» en los periódicos y entrelos miembros de la Cámara deComercio local (los habitantes de estaciudad del Medio Oeste lo llaman «el

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Luva»). El recinto ocupa dos hectáreas ymedia de suelo de primera categoría enel centro. En él destaca un edificiocircular que a Brady se le antoja el ovnigigantesco que aparece al final deEncuentros en la tercera fase. Es elauditorio Mingo.

Rodea el complejo y se acerca a lazona de carga, en la parte de atrás,donde hay tanto ajetreo como en unhormiguero un día de verano. Loscamiones van y vienen sin cesar, y lostrabajadores descargan los objetos másdiversos, entre ellos —por extraño que

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resulte— algo parecido a las seccionesde una noria. Hay también «bastidores»(cree que se llaman así) con un cielonocturno estrellado y una playa dearenas blancas donde pasean parejascogidas de la mano cerca del agua. Lostrabajadores, observa, llevan todosplacas de identificación colgadas delcuello o prendidas de las camisas. Malacosa.

Ve un puesto de seguridad a la entradade la zona de carga. También eso esmala cosa, pero él se aproximaigualmente, pensando que quien no

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arriesga no gana. Dos vigilantes montanguardia. Uno, dentro del puesto, engulleuna pasta con la mirada fija en mediadocena de monitores. El otro sale paracortar el paso a Brady. Lleva gafas desol. Brady se ve reflejado en loscristales, con una amplia sonrisa en lacara, como diciendo: «Caray, quéinteresante es esto».

—¿En qué puedo ayudarle, caballero?—Solo tengo curiosidad por saber

qué pasa aquí —contesta Brady.Señalando con el dedo, añade—: ¡Esoparece una noria!

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—El jueves por la noche hay aquí ungran concierto —informa el vigilante—.El grupo promociona su nuevo álbum.Kisses on the Midway, creo que setitula.

—Vaya, menudo montaje, eh —comenta Brady, maravillado.

El vigilante deja escapar un bufido dedesdén.

—Cuanto peor cantan, más aparatosoes el número. Únicamente le diré unacosa: cuando estuvo aquí Tony Bennetten septiembre pasado, vino él solo. Nisiquiera trajo orquesta. Lo acompañó la

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Sinfónica Municipal. Eso sí fue unespectáculo. Nada de chavalesberreando. Música de verdad. ¿Seimagina?

—Supongo que no puedo acercarme aechar un vistazo, quizá sacar una fotocon el móvil…

—Pues no. —El vigilante lo examinacon excesiva atención. Eso a Brady nole gusta—. De hecho, ni siquiera tendríaque estar aquí. Así que…

—Lo entiendo, lo entiendo —responde Brady con una sonrisa aún másancha. Hora de marcharse. En todo caso,

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ahí no hay nada útil para él; si ahoratienen a dos hombres de servicio, esfácil que la noche del jueves pongan auna docena—. Gracias por el tiempoque me ha dedicado.

—No hay de qué.Brady levanta el pulgar. El vigilante

le devuelve el gesto, pero, quedándoseen la puerta del puesto, lo observaalejarse.

Brady recorre el contorno de unaparcamiento enorme y casi vacío que lanoche del concierto de ’Round Hereestará lleno hasta los topes. La sonrisa

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se borra de sus labios. Acaba deacordarse de esos árabes descerebradosque estrellaron un par de aviones depasajeros contra las Torres Gemelashace nueve años. Sin el menor asomo deironía, piensa: «Nos aguaron la fiesta atodos los demás».

Tras un paseo de cinco minutos llegaa la serie de puertas por donde losasistentes al concierto accederán eljueves por la noche. Para entrar, debepagar un «donativo» de cinco dólares.El vestíbulo es una bóveda reverberantedonde en ese momento se congregan

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numerosos amantes del arte y grupos deestudiantes. Justo enfrente está la tienda.A la izquierda se halla el pasillo queconduce al auditorio Mingo. Tiene lamisma anchura que una carretera de doscarriles. En el centro hay un soportecromado con un cartel en el que se leePROHIBIDO ENTRAR CON BOLSAS,CAJAS O MOCHILAS.

No hay detectores de metal. Esposible que no los hayan instaladotodavía, pero Brady está casi seguro deque no pondrán. Más de cuatro milasistentes pugnarán por entrar a

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empujones, y los pitidos de losdetectores de metal aquí y allá crearíanun atasco espantoso. Habrá muchosvigilantes de seguridad, eso sí, todosellos tan recelosos y diligentes como eltarado de las gafas de sol que le ha dadoel alto en la parte de atrás. Un hombrecon un chaleco acolchado una nochecálida de junio atraería su atención deinmediato. De hecho, cualquier hombresin una hija adolescente con coletas acuestas sin duda atraería la atención.

«¿Le importaría acercarse unmomento, caballero?»

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Claro que podría hacer estallar elchaleco en ese momento y cargarse acien personas o más. Pero no es eso loque quiere. Lo que quiere es averiguarel título del mayor éxito de ’Round Here—cosa que hará por internet en cuantovuelva a casa— y accionar el interruptora media canción, cuando todas lascriajas estén desgañitándose yperdiendo esas cabecitas de criajassuyas.

Pero los obstáculos son enormes.Ahí de pie en el vestíbulo, entre los

jubilados con guías turísticas y los

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panolis de los institutos, Brady se dice:«Ojalá Frankie estuviera vivo. Si aúnviviera, lo llevaría al concierto. Seríatan tonto que hasta le gustaría. Incluso ledejaría llevar a Sammy, el coche debomberos». Al pensarlo, se sume en latristeza profunda y totalmente genuinaque a menudo lo invade cuando seacuerda de Frankie.

«Quizá debería conformarme conmatar al ex poli gordo, y a mí mismo, ydar mi carrera por concluida.»

Frotándose las sienes, donde empiezaa formarse uno de sus dolores de cabeza

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(y ahora no tiene a su madre paraaliviárselo), Brady cruza el vestíbulo yentra en la Galería de Arte HarlowFloyd, donde un gran letrero colgadoanuncia: ¡JUNIO ES EL MES DEMANET!

No sabe con exactitud quién fueManet, probablemente otro de esosfranchutes, como Van Gogh, peroalgunos de los cuadros son fantásticos.Los bodegones no le dicen gran cosa(¿por qué demonios dedicaba alguien sutiempo, por poco que fuese, a pintar unmelón?), pero algunos de los otros

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emanan una violencia casi salvaje. Unomuestra a un torero muerto. Brady lomira durante casi cinco minutos con lasmanos entrelazadas a la espalda, ajeno ala gente que se arremolina o se asomapor encima de su hombro para echar unvistazo. El torero no aparecedesmadejado ni nada por el estilo, perola sangre que brota de debajo de suhombro izquierdo parece más real que lade cualquiera de las películas violentasque Brady ha visto en su vida, y ha vistounas cuantas. Lo tranquiliza y lodespeja, y cuando por fin sigue adelante,

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piensa: «Tiene que haber una manera dehacerlo».

En una inspiración repentina, entra enla tienda y compra un montón de mierdade ’Round Here. Cuando sale al cabo dediez minutos con una bolsa en la que selee el rótulo HE TENIDO UN ATAQUEDE CACMO, vuelve a echar un vistazohacia el pasillo que conduce al Mingo.Dentro de cuatro noches, ese pasillo seconvertirá en una rampa de ganadoatestada de niñas eufóricas, al borde deldelirio, riendo, empujándose,acompañadas en su mayoría por sus

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sufridos padres o madres. Desde eseángulo ve que a lo lejos un cordón deterciopelo separa el lado derecho delpasillo. En el extremo de esteminipasillo aislado hay un segundocartel, también en su soporte cromado.

Brady lo lee y piensa: «¡Vaya porDios!».

«¡Vaya… por… Dios!»

13

En el apartamento antes propiedad de

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Elizabeth Wharton, Janey se desprendede sus zapatos de tacón y se desplomaen el sofá.

—Menos mal que ha acabado. ¿Hadurado mil años, o dos mil?

—Dos mil —contesta Hodges—.Tienes todo el aspecto de una mujer aquien no le vendría mal una siesta.

—He dormido hasta las ocho —protesta Janey, pero Hodges no se dejaconvencer.

—Aun así, quizá no sea mala idea.—Teniendo en cuenta que esta noche

ceno con mi familia en Sugar Heights, es

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posible que no le falte razón, agente. Porcierto, te eximo de la cena. Creo quequieren hablar de su musical preferido:Los millones de Janey.

—No me extrañaría.—Voy a repartirme el botín de Ollie

con ellos. Mitad y mitad.Hodges se echa a reír. Se interrumpe

al caer en la cuenta de que ella habla enserio.

Janey levanta las cejas.—¿Tienes algún inconveniente?

¿Piensas quizá que tres míseros millonesy medio no me alcanzarán para pasar la

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vejez?—Supongo que sí, pero… es tuyo.

Olivia te lo dejó a ti.—Sí, y el testamento es intocable,

como me asegura el abogado Schron,pero eso no significa que Ollie estuvieraen su sano juicio cuando lo redactó. Túya lo sabes. La viste, hablaste con ella.—Se masajea los pies por encima de lasmedias—. Además, si les doy la mitad,tendré ocasión de ver cómo se loreparten. Piensa en el plus de diversión.

—¿Seguro que no quieres que teacompañe esta noche?

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—Esta noche no, pero mañana desdeluego que sí. Eso no puedo hacerlo sola.

—Te recogeré a las nueve y cuarto. Amenos que quieras pasar otra noche enmi casa, claro.

—Es tentador, pero no. Esta noche latengo rigurosamente reservada alentretenimiento familiar. Una cosa másantes de que te vayas. Muy importante.

Rebusca en su bolso un bolígrafo yuna libreta. Anota algo, arranca una hojay se la entrega. Hodges ve dos grupos denúmeros.

—El primero abre la verja de la casa

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de Sugar Heights —explica Janey—.Con el segundo se apaga la alarmaantirrobo. Mientras tu amigo Jerome y túestéis examinando el ordenador de Ollieel jueves por la mañana, yo llevaré a latía Charlotte, a Holly y al tío Henry alaeropuerto. Si ese individuo manipulósu ordenador tal como crees… y elprograma sigue ahí… dudo que yo seacapaz de soportarlo. —Lo mira conexpresión suplicante—. ¿Lo entiendes?Di que sí.

—Lo entiendo —responde Hodges.Se arrodilla a su lado como un

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hombre dispuesto a pedir la mano de unamujer en una de las novelas románticasque gustaban a su ex esposa. Unapequeña parte de él se siente ridícula; lamayor parte, no.

—Janey —dice.Ella lo mira, intentando sonreír, sin

conseguirlo plenamente.—Lo siento. Por todo. Lo siento

muchísimo.No solo está pensando en ella, y en su

difunta hermana, una mujer tanatribulada y conflictiva. Está pensandoen las vidas perdidas en el Centro

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Cívico, sobre todo en la mujer y su hija.Cuando fue ascendido a inspector, su

mentor era un tal Frank Sledge. Hodgeslo consideraba un viejo, pero entoncesSledge tenía quince años menos de losque él tiene ahora. «Que nunca te oigallamarlos víctimas —le advirtió Sledge—. Ese vocabulario de mierda esestrictamente para gilipollas yquemados. Tú recuerda sus nombres.Llámalos por sus nombres.»

«Las Cray —piensa—. Eran las Cray.Janice y Patricia.»

Janey lo abraza. Al hablar, le hace

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cosquillas en el oído con el aliento, y aHodges se le pone carne de gallina y sele medio empina.

—Cuando esto acabe, volveré aCalifornia. No puedo quedarme aquí. Tetengo en gran estima, Bill, y si mequedara, probablemente me enamoraríade ti. Pero no voy a hacerlo. Necesitoempezar de cero.

—Lo sé. —Hodges se aparta y lasujeta por los hombros para mirarla otravez a la cara. Es una cara hermosa, perohoy aparenta su edad—. Me parece bien.

Janey vuelve a meter la mano en el

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bolso, esta vez para coger un pañuelo depapel. Después de secarse los ojos,dice:

—Hoy has hecho una conquista.—¿Una…? —De pronto él cae en la

cuenta—. Holly.—Te considera un hombre

maravilloso. Me lo ha dicho ella misma.—Me recuerda a Olivia. Hablar con

ella es para mí como una segundaoportunidad.

—¿De enmendar las cosas?—Pues sí.Janey arruga la nariz y sonríe.

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—Pues sí.

14

Esa tarde Brady se va de compras. Cogeel Honda de la difunta Deborah AnnHartsfield, porque tiene puerta trasera.Aun así, uno de los objetos casi no cabeen la parte de atrás. Piensa en pasar porSpeedy Postal de camino a casa ycomprobar si ha llegado el raticida queencargó con el alias de Ralph Jones,pero tiene la sensación de que han

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pasado mil años desde entonces, y dehecho ¿de qué serviría? Esa parte de suvida ha terminado. Pronto terminarátambién el resto, y será un alivio.

Apoya el objeto más grande reciéncomprado en la pared del garaje. Luegoentra en la casa y, tras un breve alto enla cocina para olfatear el aire (nopercibe el menor tufo dedescomposición, todavía no), baja a susala de control y, por puro hábito,pronuncia la palabra mágica que activala hilera de ordenadores. En realidad nosiente la necesidad de acceder al

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Paraguas Azul de Debbie, porque notiene nada más que decir al ex poligordo. Esa parte de su vida también haconcluido. Consulta el reloj, ve que sonlas tres y media de la tarde y calcula queal ex poli gordo le quedan poco más omenos veinte horas de vida.

«Si de verdad te la estás follando,inspector Hodges —piensa Brady—,más vale que mojes ahora que todavíatienes algo que mojar.»

Abre el candado del cuarto dematerial y, al entrar, lo envuelve el olorseco y levemente untuoso del explosivo

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plástico de fabricación casera.Contempla las cajas de zapatos y eligela de las zapatillas de paseo Mephisto,que ahora lleva puestas, regalo de sumadre en las últimas Navidades. En elestante contiguo está la caja con losteléfonos móviles. Saca uno y,llevándoselo a la mesa del centro de lasala junto con la caja de arcilla deBoom, se pone manos a la obra. Colocael teléfono en la caja y lo conecta a unsencillo detonador que va con pilas AA.Enciende el móvil para asegurarse deque funciona, luego vuelve a apagarlo.

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Las probabilidades de que alguienmarque el número de ese desechable porerror y vuele por los aires su sala decontrol son remotas, pero ¿por quéarriesgarse? Las probabilidades de quesu madre encontrara la carneenvenenada y se la preparara para elalmuerzo eran también remotas, y yasabemos cómo acabó eso.

No, esta preciosidad permanecerádesconectada hasta mañana por lamañana a las diez y veinte. Seráentonces cuando Brady entre en elaparcamiento situado detrás de la

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funeraria Soames. Si hay alguien allí,Brady dirá que creía que podía atajarpor el aparcamiento hasta la otra calle,donde hay una parada de autobús (locual, casualmente, es verdad; lo hacomprobado en MapQuest). Pero noprevé encontrarse a nadie. Estarán todosdentro, en la ceremonia fúnebre,llorando a moco tendido.

Usará la Cosa Dos para abrir el cochedel ex poli gordo y poner la caja dezapatos en el suelo detrás del asiento delconductor. Volverá a cerrar el Toyota yregresará a su propio coche. A esperar.

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A verlo pasar. A dejarlo llegar hasta latravesía siguiente, porque a esadistancia Brady tendrá la seguridad deque él, Brady, está relativamente a salvode los restos despedidos en laexplosión. Y entonces…

—Pum —dice Brady—. Necesitaránotra caja de zapatos para enterrarlo.

Eso le resulta muy gracioso, y se ríemientras regresa al cuarto de materialpara coger el chaleco bomba. Dedica elresto de la tarde a desmontarlo. Bradyya no lo necesita.

Se le ha ocurrido una idea mejor.

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15

El miércoles 2 de junio de 2010 es undía cálido y despejado. Puede que aúnsea primavera según el calendario, y talvez el curso siga aún en los colegios dela ciudad, pero nada de eso cambia elhecho de que es un perfecto díaveraniego en el corazón de América.

Bill Hodges, trajeado peroafortunadamente todavía sin corbata,está en su despacho, repasando una lista

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de robos en coches que le ha enviadoMarlo Everett por fax. Ha sacado porimpresora un plano de la ciudad, ymarca con un punto rojo el lugar de cadauno de los robos. Ve que va a tener quegastar suelas en el futuro, quizá muchassuelas si el ordenador de Olivia no da elresultado previsto, pero existe laposibilidad de que algunas de lasvíctimas de esos robos mencionen habervisto un automóvil similar. Porque Mr.Mercedes tuvo que observar a losdueños de los vehículos seleccionados.De eso a Hodges no le cabe la menor

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duda. Tenía que asegurarse de que sehabían ido antes de usar su aparato paradesbloquear los coches.

«Los observaba igual que meobservaba a mí», piensa Hodges.

Esto activa algo en su cerebro, unabreve chispa de asociación, que esintensa pero se desvanece sin darletiempo a ver qué ha iluminado. Noimporta; si de verdad hay algo ahí, yavolverá. Entretanto, sigue comprobandodirecciones y marcando puntos rojos. Lequedan veinte minutos antes de hacerseel nudo de la corbata e ir a por Janey.

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Brady Hartsfield está en su sala decontrol. Hoy no le duele la cabeza, y suspensamientos, tan a menudo confusos, sedibujan nítidamente, como los distintosfotogramas de Grupo salvaje que usacomo salvapantallas en sus ordenadores.Ha retirado los bloques de explosivoplástico del chaleco bomba,desconectándolos con sumo cuidado delos cables del detonador. Parte de losbloques han ido a parar a un cojín decolor rojo vivo con el procaz esloganAPARCAMIENTO DE CULO. Haintroducido otros dos, moldeados ahora

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en forma de cilindros y con los cablesde detonación ya acoplados, en unabolsa de orina Urinesta de color azulintenso. Concluido esto, pega unadhesivo en la bolsa de orina. Locompró ayer en la tienda del CACMO,junto con una camiseta del grupo. En lapegatina se lee: FAN N.º 1 DE ’ROUNDHERE. Mira su reloj. Casi las nueve. Alex poli gordo le queda una hora y mediade vida. Quizá un poco menos.

Pete Huntley, el antiguo compañero deHodges, está en una sala deinterrogatorios, no porque tenga a

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alguien a quien interrogar sino poralejarse del bullicio y ajetreo matutinosde la sala de revista. Tiene que repasarunas anotaciones. Le espera una ruedade prensa a las diez, para hablar de lasúltimas siniestras revelaciones deDonald Davis, y no quiere meter la pata.Nada hay más lejos de su pensamientoque el asesino del Centro Cívico, Mr.Mercedes.

En Lowtown, detrás de cierta casa deempeños, unas personas que creen quenadie las observa compran y vendenarmas.

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Jerome Robinson, ante su ordenador,escucha los audioclips de una webllamada Eso Me Suena Bien. Oye la risahistérica de una mujer. Oye a un hombresilbar Danny Boy. Oye a un hombrehacer gárgaras y a una mujeraparentemente al borde del orgasmo. Alfinal encuentra el clip que busca. Eltítulo es sencillo: LLANTO DE BEBÉ.

En la planta baja, Barbara, la hermanade Jerome, irrumpe en la cocina, seguidade cerca por Odell. Barbara viste unafalda con lentejuelas, zuecos azules yuna camiseta con la imagen de un

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adolescente sexy. Debajo de la radiantesonrisa de ese chico tan repeinadoaparece el texto I CAM 4EVER!Pregunta a su madre si el conjunto quedamuy infantil para el concierto. Su madre(tal vez recordando lo que se puso en suprimer concierto) sonríe y contesta quees la elección perfecta. Barbarapregunta si puede ponerse los pendientescon el símbolo de la paz. Sí, claro.¿Carmín? Bueno… vale. ¿Sombra deojos? Lo siento pero no. Barbara dejaescapar una risa, como diciendo «No sepierde nada con intentarlo», y da un

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efusivo abrazo a su madre.—Me muero de ganas de que sea ya

mañana por la noche —dice.Holly Gibney, en el cuarto de baño de

la casa de Sugar Heights, desearía podereludir la ceremonia fúnebre, pero sabeque su madre no se lo permitirá. Sipretexta que no se encuentra bien, sumadre le devolverá la pelota,esgrimiendo una respuesta que seremonta a la infancia de Holly: «¿Quépensará la gente?». ¿Y si Holly afirmaraque da igual lo que piense la gente, quenunca en la vida volverán a ver a esas

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personas (a excepción de Janey)? Sumadre la miraría como si Holly hablaraen un idioma extranjero. Se toma elLexapro, pero mientras se lava losdientes se le revuelve el estómago y lovomita. Charlotte la llama parapreguntarle si le falta mucho. Hollycontesta que ya está casi lista. Tira de lacadena y piensa: «Al menos estará elnovio de Janey. Bill. Es simpático».

Janey Patterson, en el apartamento desu difunta madre, se viste con esmero:medias negras, falda negra, chaquetanegra encima de una blusa de un negro

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azulado. Piensa en lo que le dijo a Bill:que probablemente se enamoraría de élsi se quedara aquí. Eso es un descaradoenmascaramiento de la verdad, porqueya está enamorada de él. Está segura deque un psiquiatra dictaminaría,sonriente, que le atribuía el papel depadre sustitutivo. En tal caso Janey ledevolvería la sonrisa y le contestaríaque eso no era más que una sarta deidioteces freudianas. Su padre era uncontable calvo que a duras penas estabapresente cuando estaba presente. Y sialgo puede afirmarse de Bill Hodges es

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que está presente. Es lo que le gusta deél. Eso, y el sombrero que le haregalado. Ese de fieltro a lo PhilipMarlowe. Consulta la hora y ve que sonlas nueve y cuarto. Mejor será que Billno tarde mucho.

Si llega tarde, lo matará.

16

Hodges no llega tarde, y se ha puesto elsombrero. Janey le dice que está guapo.Él le contesta que ella está aún mejor.

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Janey sonríe y le da un beso.—Acabemos con esto cuanto antes —

dice Hodges.Janey arruga la nariz y contesta:—Pues sí.Van en coche a la funeraria, donde una

vez más son los primeros en llegar.Hodges la acompaña hasta la sala delDescanso Eterno. Ella echa una ojeadaalrededor y expresa su aprobación conun gesto de asentimiento. Hay yaprogramas de la ceremonia en losasientos de las sillas plegables. Elféretro, ahora ausente, ha sido sustituido

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por una mesa vagamente similar a unaltar adornada con ramilletes de floresde primavera. Por el sistema demegafonía de la funeraria suena Brahmsa un volumen que apenas es audible.

—¿Todo bien? —pregunta Hodges.—Cumple su función. —Janey respira

hondo y repite lo que ha dicho él haceveinte minutos—: Acabemos con estocuanto antes.

En esencia asisten los mismos queayer. Janey los recibe en la puerta.Mientras intercambia apretones demanos y da abrazos y dice lo que hay

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que decir, Hodges se queda a un paso deella, atento al tráfico. Nada de lo que veenciende sus alarmas, ni siquiera ciertoSubaru de color barro que pasa de largosin aminorar la marcha.

Un Chevrolet de alquiler con eladhesivo de Hertz en un ángulo delparabrisas gira para acceder alaparcamiento de la parte de atrás. Pocodespués aparece el tío Henry, precedidode su barriga de ejecutivo meciéndosecon un suave vaivén. Lo siguen la tíaCharlotte y Holly; la madre, luciendounos guantes blancos, sujeta a su hija

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por el codo con una mano. A ojos deHodges, la tía C. parece una celadoraescoltando a una presa —probablementeuna drogadicta— camino de una cárceldel condado. Holly está, si cabe, aúnmás pálida que ayer. Lleva el mismosaco de arpillera marrón sin forma, y yase ha quitado casi todo el carmín afuerza de mordisquearse los labios.

Dirige a Hodges una sonrisa trémula.Él le tiende la mano, y ella se laestrecha con un vigor rayano en pánicohasta que Charlotte, tirando de ella, laobliga a entrar en el Salón de los

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Difuntos.Un joven clérigo, de la parroquia a la

que asistió la señora Wharton hasta quela salud le impidió salir de casa losdomingos, actúa como maestro deceremonias. Lee el consabido pasaje delos Proverbios, el que habla de la mujervirtuosa. Hodges está dispuesto aaceptar que la estima de la difuntasobrepasa largamente a la de las piedraspreciosas, pero duda que haya dedicadoel menor tiempo a trabajar con susmanos la lana y el lino. Aun así, es unaidea poética, y para cuando el clérigo

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acaba, corren lágrimas por las mejillas.Puede que el religioso sea joven, perotiene la inteligencia de no elogiar enexceso a alguien a quien apenas conocía.Opta por invitar a salir al frente aquienes guarden «recuerdos valiosos»de la difunta Elizabeth. Varios de losasistentes así lo hacen, empezando porAlthea Greene, la enfermera, y acabandopor la hija que aún vive. Janey, serena,pronuncia unas palabras breves ysencillas.

—Lamento que no hayamos tenidomás tiempo —concluye.

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17

Brady aparca a la vuelta de la esquina alas diez y cinco y tiene la cautela deechar monedas en el parquímetro hastaque aparece la bandera verde con elrótulo MÁX. Al fin y al cabo, bastó unamulta de aparcamiento para capturar alHijo de Sam. Coge del asiento traserouna bolsa de lona. A un lado llevaestampadas las palabras KROGER y¡REUTILÍZAME! ¡SALVA UN ÁRBOL!

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Contiene la Cosa Dos y, debajo, la cajade zapatillas Mephisto.

Dobla la esquina y pasa con andarenérgico por delante de la funerariaSoames, un ciudadano más ocupándosede un recado matutino. Mantiene laexpresión serena, pero su corazónmartillea como un taladro de vapor. Nove a nadie fuera de la funeraria, y laspuertas están cerradas; así y todo, existela posibilidad de que el ex poli gordo noesté con los otros deudos. Podríahallarse en una sala trasera, atento a laposible aparición de sospechosos. En

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otras palabras, a la aparición de él. EsoBrady lo sabe.

«Quien no arriesga no gana, cariñito»,musita su madre. Es verdad. Por otraparte, considera que el riesgo esmínimo. Si Hodges está cepillándose ala zorra rubia (o tiene la esperanza deconseguirlo), no se apartará de ella.

Al llegar a la otra esquina, Brady seda media vuelta, retrocede y, sin vacilar,dobla en el camino de acceso a lafuneraria. Oye la tenue melodía, uno deesos tostones de música clásica.Localiza el Toyota de Hodges aparcado

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junto a la valla del fondo, con el morroal frente para salir deprisa una vezconcluida la celebración. «El últimopaseo del viejo Ins. Ret. —piensa Brady—. Va a ser corto, colega.»

Pasa por detrás del coche fúnebremás grande de los dos que hayestacionados, y en cuanto está a cubiertoy nadie puede verle desde las ventanasposteriores de la funeraria, saca la CosaDos de la bolsa y extiende la antena. Elcorazón le palpita aún con más fuerza.El aparato le ha fallado alguna que otravez, muy pocas. En esos casos el piloto

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verde destella, pero los seguros delcoche no suben: un fallo aleatorio en elprograma o en el microchip.

«Si no funciona, mete la caja dezapatos debajo del coche», le aconsejasu madre.

Claro. Eso cumpliría su cometidoigual de bien, o casi igual de bien, perono sería tan elegante.

Acciona la palanca. La luz verdedestella. Y también los faros del Toyota.¡Ha funcionado!

Se acerca al coche del ex poli gordocomo si tuviera todo el derecho del

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mundo a estar ahí. Abre la puerta deatrás, saca la caja de zapatos de labolsa, enciende el teléfono y deja la cajaen el suelo detrás del asiento delconductor. Cierra la puerta y se dirigeotra vez hacia la calle, obligándose acaminar despacio y con paso uniforme.

Cuando dobla la esquina del edificio,Deborah Ann Hartsfield vuelve ahablarle: «¿No te has olvidado de algo,cariñito?».

Brady se detiene. Reflexiona. Luegovuelve a la esquina del edificio y apuntala corta antena de la Cosa Dos hacia el

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coche de Hodges.Las luces destellan a la vez que los

seguros vuelven a bloquearse.

18

Después de las evocaciones y unmomento de meditación en silencio(«para que lo utilicen como ustedesdeseen»), el clérigo pide al Señor quelos bendiga, los libre de todo mal y lesdé la paz. Se oye el roce de la ropa; lagente guarda los programas en bolsos y

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bolsillos. Holly parece estar bien hastaque, a medio pasillo, le flaquean lasrodillas. Hodges se abalanza hacia ellaa una velocidad sorprendente para unhombre de su tamaño y la sujeta por lasaxilas antes de que se caiga. Ella ponelos ojos en blanco y por un momento dala impresión de que está al borde deldesmayo total. Enseguida vuelve acentrar la mirada. Ve a Hodges y esbozauna sonrisa.

—¡Holly, basta ya! —dice su madrecon severidad, como si su hija hubiesesoltado una blasfemia jocosa e

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inadecuada en lugar de haber estado apunto de desvanecerse.

Hodges piensa que sería todo unplacer dar un par de reveses a la tía C.en las mejillas profusamenteempolvadas. «Tal vez así seespabilaría», piensa.

—Estoy bien, mamá —dice Holly.Luego, dirigiéndose a Hodges, añade—:Gracias.

—¿Ha desayunado, Holly? —pregunta él.

—Ha tomado unos copos de avena —anuncia la tía Charlotte—. Con

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mantequilla y azúcar moreno. Se lo hepreparado yo misma. Holly, mira que tegusta llamar la atención, ¿eh? —Sevuelve hacia Janey—. Por favor, no teentretengas, querida. Henry es unanulidad para estas cosas, y yo sola nopuedo atender a tanta gente.

Janey coge a Hodges del brazo.—Ni yo lo pretendo.La tía Charlotte contrae los labios en

una sonrisa forzada. La que Janey ledevuelve es radiante, tanto, opinaHodges, como su decisión de ceder lamitad del botín heredado. En cuanto lo

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haga, nunca más tendrá que volver a vera esa desagradable mujer. Ni siquieratendrá que responder a sus llamadas.

Los deudos salen al sol. En la aceralos asistentes cruzan comentarios sobrelo agradable que ha sido la ceremonia;luego la gente se encamina hacia elaparcamiento trasero. El tío Henry y latía Charlotte van también hacia allí,flanqueando a Holly. Hodges y Janey lossiguen. Cuando llegan a la parte de atrásde la funeraria, Holly de pronto se zafade sus custodios y, girando sobre lostalones, se vuelve hacia Hodges y Janey.

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—Dejadme ir en el coche convosotros. Quiero ir con vosotros.

La tía Charlotte, con los labios tancontraídos que casi no se le ven, secierne por detrás de su hija.

—Ya está bien por hoy de suspiros ydesmayos, señorita.

Holly hace caso omiso. Coge unamano a Hodges con la suya, helada.

—Por favor. Por favor.—Yo no tengo inconveniente —dice

Hodges— si a Janey no le im…La tía Charlotte deja escapar un

sollozo. Es un sonido desagradable, el

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graznido áspero de un cuervo en unmaizal. Hodges la recuerda inclinándosesobre la señora Wharton y besándole loslabios fríos y de pronto concibe unaingrata posibilidad: juzgó mal a Olivia;puede que también haya juzgado mal aCharlotte Gibney. Al fin y al cabo lagente no es solo lo que aparenta.

—¡Holly, ni siquiera conoces a estehombre!

Janey apoya una mano, mucho máscálida, en la muñeca de Hodges.

—¿Por qué no vas tú con Charlotte yHenry, Bill? Hay sitio de sobra. Puedes

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ir detrás con Holly. —Dirige la atencióna su prima—. ¿Te parece bien?

—¡Sí! —Holly no se desprende de lamano de Hodges—. Eso me parece bien.

Janey se vuelve hacia su tío.—¿Tú tampoco tienes inconveniente?—Claro que no. Hay sitio de sobra.

—Henry da a Holly una jovial palmadaen el hombro—. Cuantos más seamos,más reiremos.

—Sí, eso, vosotros concededle muchaatención —protesta la tía Charlotte—.Es lo que ella quiere, ¿no es así, Holly?

Sin esperar respuesta, se encamina

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hacia el aparcamiento, acompañada deun taconeo que parece un mensaje deindignación en morse.

Hodges mira a Janey.—¿Y mi coche?—Ya lo llevo yo. Dame las llaves. —

Y cuando él se las entrega, ella añade—: Solo necesito una cosa más.

—¿Sí?Ella le quita el sombrero de la

cabeza, se lo pone y se lo acomoda conel adecuado ángulo de despreocupaciónsobre la ceja izquierda. Arruga la narizy dice:

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—Pues sí.

19

Brady, con el corazón más aceleradoque nunca, pasa por delante de lafuneraria y aparca a cierta distancia enla misma calle. Sostiene en la mano unmóvil. En la muñeca, escrito en tinta,lleva el número del desechableacoplado a la bomba que hay en la partede atrás del Toyota.

Observa el corrillo de deudos

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reunidos en la acera. El ex poli gordo nopasa inadvertido; con su traje negro, estan grande como una casa. O como uncoche fúnebre. En la cabeza luce unsombrero ridículamente anticuado, deesos que llevaban los polis en laspelículas de detectives en blanco ynegro de los años cincuenta.

La gente empieza a dirigirse hacia elaparcamiento trasero. Al cabo de unmomento Hodges y la zorra rubia sealejan también hacia allí. Brady da porsupuesto que la zorra rubia estará con élcuando el coche estalle. Conseguirá,

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pues, un pleno: la madre y las dos hijas.La operación posee la elegancia de unaecuación donde se han despejado todaslas incógnitas.

Empiezan a desfilar los coches, todosen dirección hacia él, porque ese es elcamino que hay que tomar para ir aSugar Heights. El sol se refleja en losparabrisas, cosa que no ayuda, peroidentifica al instante el Toyota del expoli gordo cuando sale de la funeraria,se detiene por un momento y dobla haciaél.

Brady ni siquiera echa un vistazo al

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Chevrolet de alquiler del tío Henrycuando pasa por su lado. Tiene toda laatención puesta en el vehículo del expoli gordo. Cuando este llega a sualtura, experimenta una momentáneadecepción. La zorra rubia debe dehaberse ido con sus parientes, porque enel Toyota viaja solo el conductor. Bradyapenas alcanza a verlo, pero, a pesar delresplandor del sol, el absurdo sombrerodel ex poli gordo es inconfundible.

Brady introduce un número deteléfono.

—Ya te dije que no me verías venir.

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¿Verdad que te lo dije, gilipollas?Pulsa LLAMAR.

20

Cuando Janey tiende la mano paraencender la radio, oye un móvil. Elúltimo sonido que emite en este mundo—ojalá todos tuviéramos la mismasuerte— es una risa. «Pero serás tonto—piensa afectuosamente—, ya hasvuelto a dejártelo.» Alarga el brazohacia la guantera. El teléfono suena por

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segunda vez.Eso no procede de la guantera; eso

procede de la parte de…No se produce ningún sonido, o al

menos ella no lo percibe; experimentasolo la breve sensación de que unapoderosa mano empuja el asiento delconductor. Acto seguido, el mundoentero se vuelve blanco.

21

Puede que Holly Gibney, también

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conocida como Holly la Masculladora,tenga problemas mentales, pero ni lospsicotrópicos que toma ni el tabaco quefuma a escondidas han mermado susfacultades físicas. El tío Henry pisa elfreno y ella sale como una exhalacióndel Chevrolet de alquiler mientras laexplosión reverbera aún en el aire.

Hodges la sigue de cerca, a todocorrer. Siente una punzada de dolor en elpecho y piensa que podría ser un infarto.De hecho, tiene la esperanza de que asísea, pero el dolor desaparece. Lostranseúntes se comportan como siempre

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que de pronto un acto violento abre unagujero de un puñetazo en ese mundoque hasta entonces considerabaninamovible. Algunos se echan cuerpo atierra en la acera y se tapan la cabeza.Otros se quedan petrificados, comoestatuas. Unos cuantos automóviles sedetienen; en su mayoría aceleran yabandonan el lugar de inmediato. Uno deestos es un Subaru de color barro.

Mientras Hodges avanza a toda prisadetrás de la prima psíquicamenteinestable de Janey, el último mensaje deMr. Mercedes palpita en su cabeza como

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un redoble ceremonial: «Voy a matarte.No me verás venir. Voy a matarte. No meverás venir. Voy a matarte. No me verásvenir».

Al doblar la esquina, resbala a causade las flamantes suelas de sus zapatos devestir, apenas usados, y por poco chocacon Holly, que ha parado en seco, conlos hombros encorvados y el bolsocolgando de una mano. Tiene la miradafija en los restos del Toyota de Hodges.La carrocería, limpiamente arrancada delos ejes, arde en medio de un desplieguede cristales rotos. El asiento trasero ha

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quedado a unos seis o siete metros,volcado, con la tapicería rajada y enllamas. Un hombre, con las manos en lacabeza ensangrentada, cruza la calletambaleándose como un borracho. Hayuna mujer sentada en el bordillo frente auna papelería con el escaparate hechoañicos, y en un momento de delirioHodges piensa que es Janey, pero esamujer lleva un vestido verde y tiene elpelo cano: por supuesto, no es Janey, nopuede ser Janey.

Piensa: «La culpa es mía. Si hubierautilizado el revólver de mi padre hace

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dos semanas, nada de esto habríaocurrido. Ella seguiría viva».

Aún queda dentro de él mentalidadpolicial suficiente para apartar la ideade su cabeza (aunque no es fácil). Estada paso a una lucidez fría yconmocionada. La culpa no la tiene él.El culpable es el hijo de puta que hacolocado la bomba. El mismo hijo deputa que embistió a una multitud desolicitantes de empleo con un cocherobado ante el Centro Cívico.

Hodges ve un único zapato de tacónnegro en medio de un charco de sangre,

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ve un brazo amputado dentro de unamanga humeante en el albañal, comobasura tirada, y los engranajes de sumente se ponen en marcha. El tío Henryy la tía Charlotte aparecerán enseguida,y eso implica que no dispone de muchotiempo.

Agarra a Holly por los hombros y laobliga a darse la vuelta. Se le hansoltado los moños de princesa Leia y elpelo le cae junto a las mejillas. Lo miracon los ojos desorbitados, sin verlo.Intuitivamente —ahora con la cabezamás fría que nunca— Hodges sabe que

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así ella no le sirve de nada. Le abofeteaprimero una mejilla, después la otra. Noson bofetones violentos, pero bastanpara que ella parpadee.

Se oyen gritos, bocinazos y lasalarmas de un par de coches. Huele agasolina, goma quemada, plásticofundido.

—Holly. Holly. Escúcheme.Ella lo mira, pero ¿lo escucha?

Hodges no lo sabe, ni hay tiempo.—Yo la quería, pero no se lo diga a

nadie. No le diga a nadie que la quería.Quizá más adelante, pero no ahora.

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¿Entendido?Holly asiente con la cabeza.—Necesito su número de móvil. Y

quizá la necesite a usted.Con su cabeza fría, espera que no sea

así, que la casa de Sugar Heights estévacía esta tarde, pero duda que lo esté.La madre y el tío de Holly tendrán quesalir, al menos durante un rato, peroCharlotte no querrá que su hija losacompañe. Porque Holly tieneproblemas mentales. Holly es frágil.Hodges se pregunta cuántas crisisnerviosas habrá tenido, y si ha pasado

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por intentos de suicidio. Estasreflexiones atraviesan su mente comoestrellas fugaces, asomando por uninstante y desapareciendo de inmediato.No tiene tiempo para andarse concontemplaciones por el frágil estadomental de Holly.

—Cuando su madre y su tío vayan a lacomisaría, dígales que no es necesarioque nadie se quede con usted. Dígalesque no le pasará nada si se queda sola.¿Se ve capaz?

Holly asiente, aunque casi con todaseguridad no entiende ni remotamente de

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qué le está hablando.—La telefoneará alguien. Puede que

sea yo, o puede que sea un chico, un talJerome. Jerome. ¿Recordará esenombre?

Ella asiente; luego abre el bolso ysaca el estuche de las gafas.

«Esto no va a ninguna parte —piensaHodges—. Las luces están encendidaspero no hay nadie en casa.» Así y todo,tiene que intentarlo. La agarra por loshombros.

—Holly, quiero atrapar al individuoque ha hecho esto. Quiero que pague.

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¿Me ayudará?Ella asiente, sin expresión en el

rostro.—Dígalo, pues. Diga que me ayudará.No lo dice. Saca unas gafas de sol del

estuche, y se las pone como si nohubiera un coche ardiendo en la calle yel brazo de Janey no estuviera en elalbañal, como si no se oyeran el griteríode la gente y el sonido de una sirena quese acerca. Como si esto fuera un día enla playa.

La sacude con suavidad.—Necesito su número de móvil.

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Holly asiente en un gesto deconformidad pero no dice nada. Cierrael bolso y se vuelve hacia el coche enllamas. A Hodges lo invade la mayordesesperación que ha sentido en la vida,revolviéndole el estómago ydispersando los pensamientos quedurante treinta o cuarenta segundos lehan parecido totalmente nítidos.

La tía Charlotte dobla la esquina,derrapando, ondeándole el pelo, casitodo negro salvo por las raíces blancas.La sigue el tío Henry, su rostromofletudo muy pálido excepto por dos

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manchas rojas de payaso en las mejillas,casi a la altura de los pómulos.

—¡Sharlie, para! —exclama el tíoHenry—. ¡Creo que está dándome uninfarto!

Su hermana no le presta la menoratención. Coge a Holly por el codo, laobliga a darse media vuelta y la estrechaen un vehemente abrazo, aplastando lanariz no pequeña de Holly entre suspechos.

—¡NO MIRES! —brama Charlotte ala vez que ella sí mira—. ¡NO MIRES,CARIÑO! ¡NO LO MIRES!

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—Me cuesta respirar —anuncia el tíoHenry. Se sienta en el bordillo con lacabeza colgando—. Dios mío, espero nomorirme.

Más sirenas se han sumado a laprimera. La gente ha empezado aaproximarse con cautela para echar unvistazo de cerca a los restos del cocheque arden en la calle. Una pareja tomafotos con los móviles.

«Explosivo suficiente para volar uncoche —piensa Hodges—. ¿Cuánto mástendrá?»

La tía Charlotte tiene a Holly todavía

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inmovilizada y le repite a voz en cuelloque no mire. Holly no hace el menorademán de zafarse, pero se ha llevadouna mano a la espalda. Sostiene algo.Aunque Hodges sabe que probablementesean imaginaciones suyas, abriga laesperanza de que quizá sea algo para él.Lo coge. Es el estuche de las gafas desol. Lleva el nombre y las señasgrabados en letras doradas.

También hay un número de teléfono.

22

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Hodges saca el Nokia del bolsillointerior de la chaqueta, consciente alabrirlo de que probablemente ahorasería plástico fundido y cablescrepitantes en la guantera de su Toyotacalcinado de no ser por las delicadaspullas de Janey.

Con la tecla de marcación rápida,llama a Jerome, rogando que el chico locoja, y así ocurre.

—¿Señor Hodges? ¿Bill? Creo queacabamos de oír una gran explo…

—Calla, Jerome. Solo escucha.

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Camina por la acera salpicada devidrios rotos. Las sirenas se oyen máscerca, no tardarán en llegar, y solopuede guiarse por la intuición. A menos,claro, que su inconsciente ya hayaempezado a establecer las conexiones.No sería la primera vez que ocurre; noha conseguido todas esas mencioneshonoríficas en los anuncios clasificadosde Craigslist.

—Escucho —dice Jerome.—Tú no sabes nada del caso del

Centro Cívico. No sabes nada de OliviaTrelawney ni de Janey Patterson.

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Los tres cenaron en DeMasio, escierto, pero Hodges duda que la polillegue hasta ahí en breve, si es quealguna vez llega.

—No sé nada de nada —declaraJerome. En su voz no se adviertedesconfianza ni titubeo alguno—. ¿Quiénlo preguntará? ¿La policía?

—Más adelante sí, es posible. Peroprimero abordarán a tus padres. Porqueesa explosión que has oído era micoche. Lo conducía Janey. Nos hemoscambiado de coche en el últimomomento. Ella ha… muerto.

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—¡Por Dios, Bill, tienes que contarlo!¡A tu antiguo compañero!

Hodges se acuerda de cuando elladijo: «Es nuestro. En eso seguimos deacuerdo, ¿eh?».

«Exacto —piensa—. En eso seguimosde acuerdo, Janey.»

—Todavía no. De momento voy aencargarme yo de esto, y necesito queme ayudes. La ha matado ese mierda,quiero sus cojones, y piensoconseguirlos. ¿Me ayudarás?

—Sí. —No dice «¿Me traeráproblemas?». Ni «Esto podría echar a

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perder mis posibilidades en Harvard».Ni «A mí déjame al margen». Solo dice«Sí». Bendito sea Jerome Robinson.

—Tienes que entrar en el ParaguasAzul de Debbie haciéndote pasar por míy enviar un mensaje al individuo que hahecho esto. ¿Recuerdas mi nombre deusuario?

—Sí. Ranagustavo19. Voy a buscar unpa…

—No hay tiempo. Tú recuerda la ideageneral. Y no lo mandes antes de unahora. Tiene que constarle que no lo heescrito antes de la explosión. Tiene que

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constarle que sigo vivo.—Adelante —insta Jerome.Hodges se lo explica y corta la

comunicación sin despedirse. Se mete elteléfono en el bolsillo del pantalón,junto con el estuche de las gafas de solde Holly.

Un camión de bomberos doblarápidamente la esquina, seguido de doscoches patrulla. Pasan a toda velocidadpor delante de la funeraria Soames,donde el director y el clérigo que haintervenido en la ceremonia en memoriade Elizabeth Wharton, ahora en la acera,

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se protegen los ojos del resplandor delsol y el coche en llamas.

Hodges debe hablar con mucha gente,pero antes tiene algo más importante quehacer. Se quita la chaqueta, se arrodillay cubre el brazo caído en el albañal.Siente el escozor de las lágrimas en losojos y las contiene. Ya llorará más tarde.En este momento las lágrimas no encajanen la versión de los hechos que ha decontar.

Los policías, dos jóvenes sinacompañante, salen de sus respectivoscoches. Hodges no los conoce.

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—Agentes —dice.—Caballero, debo pedirle que se

aleje —ordena uno de ellos—, pero siha sido testigo de… —Señala los restosllameantes del Toyota—. En ese caso,quédese por aquí. Será necesariointerrogarlo.

—No solo lo he visto; debería haberestado dentro. —Hodges saca la carteray la abre para enseñar su identificaciónde policía con el sello RETIRADO enrojo—. Hasta el otoño pasado micompañero fue Pete Huntley. Deberíausted avisarlo lo antes posible.

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El otro policía pregunta:—¿Ese era su coche, caballero?—Pues sí.—¿Y quién lo conducía? —quiere

saber el primer agente.

23

Brady llega a casa un rato antes de lasdoce del mediodía con todos susproblemas resueltos. En la acera deenfrente, el viejo señor Beeson está ensu jardín.

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—¿Has oído eso?—Oír ¿qué?—Una gran explosión en alguna parte

del centro. Se ha visto mucho humo,pero ahora ya ha desaparecido.

—Llevaba la radio muy alta —explica Brady.

—Seguro que ha estallado la viejafábrica de pintura, seguro que ha sidoeso. He llamado a la puerta de tu madre,pero debe de estar durmiendo. —A susojos asoma un brillo que da a entenderel comentario tácito: durmiendo lamona.

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—Será eso —coincide Brady. No legusta la idea de que ese viejo cabrón,ese entrometido, haya llamado a lapuerta. En opinión de Brady Hartsfield,lo único que garantiza una buenavecindad es no tener vecinos—. Tengoque dejarlo, señor Beeson.

—Saluda a tu madre de mi parte.Brady abre la puerta, entra y vuelve a

cerrar con llave. Olfatea el aire. Nada.O… casi nada, quizá. Tal vez un mínimotufo, como un olor a restos de pollodespués de unos días en el cubo de labasura debajo del fregadero.

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Brady sube a la habitación de sumadre. Retirando la colcha, deja a lavista su rostro pálido y sus ojos demirada fija. Ahora ya no le molestantanto, ¿y qué más da que el señor Beesonsea un metomentodo? Brady solonecesita mantener las cosas bajo controldurante unos días más, así que a lamierda el señor Beeson. Y a la mierdatambién la mirada fija de su madre. Nola ha matado él; se ha matado ella sola.Tal como debería haberse matado el expoli gordo, ¿y qué más da si no se mató?Ahora ya no está en este mundo, así que

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a la mierda el ex poli gordo. El Ins. estáRet. definitivamente. Descanse en paz,inspector Hodges.

—Lo he hecho, mamá —dice—. Lohe conseguido. Y con tu ayuda. Solo enmi cabeza, pero… —Aunque de eso noestá del todo seguro. Quizá sí ha sido sumadre quien en realidad le ha recordadoque cerrara otra vez las puertas delcoche del ex poli gordo. A él se le hapasado por alto—. En todo caso, gracias—concluye en un tono poco convincente—. Gracias por lo que sea. Y lamentoque estés muerta.

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Los ojos fijan la mirada en él.Brady, vacilante, tiende la mano y,

con las yemas de los dedos, le cierra losojos tal como ha visto alguna vez en laspelículas. Solo da resultado duranteunos segundos; enseguida vuelven aabrirse como persianas viejas ycansadas y mantienen de nuevo esamirada fija. Esa mirada acusadora: «Túme has matado, cariñito».

Esos ojos le aguan la fiesta, y Bradyvuelve a taparle la cara con la colcha.Baja y enciende el televisor, pensandoque al menos uno de los canales locales

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emitirá desde el lugar de los hechos,pero ninguno da la noticia. Es de lo másirritante. ¿No reconocen un coche bombacuando estalla ante sus narices? Se veque no. Se ve que es más importante queRachael Ray prepare su puto pastel decarne preferido.

Apaga la caja tonta y bajaapresuradamente a la sala de control,donde dice caos para encender susordenadores y oscuridad para detener elprograma suicida. Arrastrando los pies,ejecuta una pequeña danza con los puñosen alto a la vez que canta lo que

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recuerda de Ding Dong the Witch IsDead, Ding Dong la bruja ha muerto,pero sustituyendo «bruja» por «poli».Cree que así se sentirá mejor, pero no loconsigue. Entre la indiscreción del señorBeeson y la mirada fija de su madre, sele escapan las buenas sensaciones, lassensaciones por las que tanto se haesforzado, las sensaciones que merece.

Da igual. Se acerca la hora delconcierto, y tiene que prepararse paraese momento. Se sienta ante su largamesa de trabajo. Las bolas de cojineteque antes estaban en el chaleco bomba

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se encuentran ahora en tres tarros demayonesa. Al lado hay un paquete debolsas herméticas para elalmacenamiento de comida de tamañogrande. Empieza a llenarlas de bolas,pero sin excederse. La tarea lotranquiliza, y va recuperando las buenassensaciones. De pronto, cuando está apunto de acabar, oye la sirena de unbarco de vapor.

Brady alza la vista con expresiónceñuda. Eso es un aviso especial que haprogramado en el Número Tres. Suenacuando recibe un mensaje en la web del

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Paraguas Azul. Pero eso es imposible.La única persona con la que ha estadocomunicándose a través del ParaguasAzul en estos últimos tiempos esGustavo William Hodges, alias el expoli gordo, alias el Ins.permanentemente Ret.

Impulsando la silla de oficina con lospies, se desplaza hasta el Número Tres ymira el monitor. El icono del ParaguasAzul muestra ahora un «1» dentro de unpequeño círculo rojo. Lo pulsa con elratón. Con los ojos y la boca muyabiertos, se queda contemplando el

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mensaje en la pantalla.

¡ranagustavo19 quiere chatearcontigo!¿Quieres chatear conranagustavo19?S N

Brady habría deseado creer que ese

mensaje fue enviado anoche o estamañana antes de que Hodges saliera decasa, pero no es posible. Acaba de oírel aviso de entrada.

Haciendo acopio de valor —porque

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esto le da mucho más miedo que mirar asu madre muerta a los ojos— clica en laS y lee.

Has fallado.

Y aquí tienes algo pararecordar, capullo: soy como turetrovisor lateral. Ya sabes: LOSOBJETOS ESTÁN MÁS CERCADE LO QUE PARECE.

Sé cómo entraste en suMercedes, y no fue con la llavede emergencia. Pero eso te locreíste, ¿verdad? Claro que sí.

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Porque eres un capullo.Tengo una lista de todos los

demás coches que abriste pararobar entre 2007 y 2009.

Tengo más información que noquiero darte ahora mismo, perohe aquí un dato que sí te DARÉ:se dice MALEANTE, noMAREANTE.

¿Por qué te digo esto? Porqueahora ya no voy a atraparte yentregarte a la poli. ¿Por qué ibaa hacerlo? Yo ya no soy poli.

Voy a matarte.

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Hasta pronto, niño de mamá. Aun en su estado de conmoción e

incredulidad, los ojos se le van una yotra vez hacia esa última frase.

Se acerca al cuarto de material con lasensación de que camina sobre zancos.Una vez dentro, con la puerta cerrada,grita y golpea los estantes con los puños.En lugar de matar al perro de la familiadel negro, acabó matando a su propiamadre. Eso estuvo mal. Ahora, en lugarde matar al poli, ha acabado matando aotra persona, y eso ha estado peor.

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Probablemente era la zorra rubia. Lazorra rubia llevaba el sombrero del Ins.Ret. por alguna extraña razón que solootra rubia entendería.

Si algo tiene claro es que esta casa yano es segura. Lo más probable es queHodges mienta al insinuar que está cadavez más cerca, pero quizá no. Conoce laexistencia de la Cosa Dos. Sabe lo delos robos en coches. Dice que tiene másinformación. Y…

«Hasta pronto, niño de mamá.»Tiene que salir de aquí. Cuanto antes.

Sin embargo aún le queda algo por

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hacer.Brady vuelve a subir al piso superior

y entra en la habitación de su madre, sinmirar apenas el bulto dibujado bajo lacolcha. Va al cuarto de baño de ella yrevuelve los cajones de su armario hastaque encuentra su maquinilla de afeitareléctrica. Acto seguido se pone manos ala obra.

24

Hodges vuelve a estar en la sala de

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interrogatorios número cuatro —SI4, susala de la suerte—, pero esta vez seencuentra al otro lado de la mesa,delante de Pete Huntley y la nuevacompañera de Pete, una pelirrojaescultural de ojos gris niebla. Es uninterrogatorio entre colegas, pero eso noaltera las circunstancias básicas: sucoche ha volado por los aires y unamujer ha resultado muerta. Otra de esascircunstancias es que un interrogatoriono deja de ser un interrogatorio.

—¿Tiene algo que ver con el Asesinodel Mercedes? —pregunta Pete—. ¿Tú

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qué crees, Billy? O sea, es lo másprobable, ¿no te parece? Dado que lavíctima ha sido la hermana de OliviaTrelawney.

Helo ahí: la víctima. La mujer con laque se ha acostado después de llegar aun punto en la vida en el que pensabaque nunca más se acostaría con unamujer. La mujer que lo ha hecho reír y loha reconfortado. La mujer que ha sido sucompañera en esta última investigaciónen igual medida que lo fue en su día PeteHuntley. La mujer que lo mirabaarrugando la nariz e imitaba

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burlonamente su pues sí.«Que nunca te oiga llamarlos

víctimas», le dijo Frank Sledge en untiempo lejano… pero ahora mismo tieneque tragárselo.

—No veo qué relación puede haber—contesta con tono comedido—. Ya sélo que parece, pero a veces hay humosin fuego y una coincidencia es solo unacoincidencia.

—¿Cómo conociste a…? —empieza adecir Isabelle Jaynes; de pronto muevela cabeza en un gesto de negación—.No, no es esa la pregunta. ¿Por qué la

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conociste? ¿Estabas investigando lo delCentro Cívico por tu cuenta?

Lo que se abstiene de preguntar, quizáen atención a Pete, es si «estabahaciendo de tío» a gran escala. Al fin yal cabo, están interrogando al antiguocompañero de fatigas de Pete, a esehombre fornido con pantalón de trajearrugado y camisa blanca manchada desangre, el nudo de la corbata que se hapuesto esta mañana ahora aflojado ydesplazado hasta el centro de su ampliopecho.

—¿Podría beber agua antes de

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empezar? Estoy aún un poco alterado.Era una buena mujer.

Janey era mucho más que eso, pero laparte fría de su mente que —de momento— mantiene enjaulada a la parte calientele dice que esta es la manera acertada deproceder, el camino que conducirá haciael resto de su versión de los hechos talcomo una estrecha rampa de accesoconduce a una autopista de cuatrocarriles. Pete se levanta y sale. Isabelleguarda silencio hasta que él vuelve conun vaso de papel, limitándose aobservar a Hodges con esos ojos de

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color gris niebla suyos.Hodges se bebe medio vaso de un

trago y a continuación dice:—Bueno. El asunto se remonta al día

en que tú y yo comimos en el DeMasio.¿Te acuerdas, Pete?

—Claro.—Te pregunté por los casos… o sea,

los importantes… en los que estábamostrabajando cuando me retiré. Pero el queme interesaba de verdad era la Matanzadel Centro Cívico. Eso tú ya lo sabías,creo.

Pete permanece en silencio, pero

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esboza una sonrisa.—¿Recuerdas que te pregunté si

alguna vez te parabas a pensar en laseñora Trelawney? ¿En concreto si eraverdad o no su versión sobre la llave derepuesto?

—Ajá.—Mi verdadera duda era si fuimos

justos con ella, si actuamos cegados porsu manera de ser.

—¿Por su manera de ser? ¿A qué terefieres? —pregunta Isabelle.

—No había quien la aguantara —contesta Hodges—. Con sus tics y su

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altivez y su susceptibilidad. Paraponerlo en perspectiva, démosle lavuelta por un momento y pensemoscuánta gente creyó a Donald Daviscuando se declaró inocente. ¿Por qué?Porque no tenía tics ni daba una imagende altivez ni era susceptible. Realmentepodía hacernos colar ese numerito delmarido afligido y atormentado, y eraatractivo. Lo vi una vez en el CanalSeis, y a la presentadora, esa rubia tanguapa, prácticamente le temblaban losmuslos.

—Eso es de mal gusto —observa

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Isabelle, pero lo dice con una sonrisa.—Sí, pero es verdad. Ese hombre

tenía encanto. Olivia Trelawney, encambio, era el anti encantopersonificado. Así que empecé aplantearme si alguna vez vimos suversión con imparcialidad.

—Claro que la vimos conimparcialidad —afirma Petetaxativamente.

—Quizá sí. La cuestión es que ahí metienes, retirado, con tiempo libre.Demasiado tiempo. Y un día, Pete, pocoantes de llamarte para quedar a comer,

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voy y me digo: supongamos que esamujer decía la verdad. En tal caso,¿dónde estaba la segunda llave? Yluego… eso ya después de nuestracomida… entré en internet y empecé ainvestigar un poco. ¿Y sabes quédescubrí? Un tecnotruco que se conocecomo «robar el peque».

—¿Y eso qué es? —pregunta Isabelle.—Vamos, hombre —protesta Pete—.

¿De verdad crees que un genio de lainformática le robó la señal del mando adistancia? ¿Y luego encontrócasualmente la llave de repuesto en la

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guantera o debajo del asiento? ¿La llavede repuesto de la que ella se olvidó?Eso es muy traído por los pelos, Bill. Ymás si añades que la foto de esa mujerpodría haber salido al lado de«personalidad Tipo A» en eldiccionario.

Tranquilamente, como si hace menosde tres horas no hubiera utilizado suchaqueta para cubrir el brazo amputadode la mujer que amaba, Hodges resumelo que Jerome averiguó sobre «robar elpeque», presentándolo como hallazgosuyo. Les cuenta que fue al apartamento

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de Lake Avenue para hablar con lamadre de Olivia Trelawney («Si aúnvivía, cosa que no sabía con certeza») yse encontró allí a la hermana de Olivia,Janelle. Omite su visita a la mansión deSugar Heights y su conversación conRadney Peeples, el guardia de lacompañía de seguridad Vigilante,porque eso podía conducir a preguntasdifíciles de contestar. Ya se enteraríanen su momento, pero ahora tiene ya aMr. Mercedes casi al alcance de lamano, lo sabe. Solo necesita un pocomás de tiempo.

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O eso espera.—La señora Patterson me dijo que su

madre estaba en una residencia a unoscincuenta kilómetros de aquí: SunnyAcres. Se ofreció a acompañarme ypresentarme. Para hacerle unas cuantaspreguntas.

—¿Y eso por qué? —quiere saberIsabelle.

—Porque ella creía que quizáhabíamos acosado a su hermana y que sesuicidó por eso.

—Tonterías —dice Pete.—No te lo discuto, pero entenderás

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que lo pensara, ¿no? Y que desearadisipar las sospechas de negligencia quepesaban sobre su hermana.

Pete, con un gesto, le indica que siga.Hodges así lo hace, tras apurar el vasode agua. Quiere marcharse de ahí. Aesas alturas Mr. Mercedes tal vez ya haleído el mensaje de Jerome. Si es así,podría ser que huyera. Eso a Hodges nole parece mal: es más fácil localizar aun fugitivo que a un hombre escondido.

—Interrogué a la anciana y noaverigüé nada. Solo conseguí alterarla.Tuvo un derrame cerebral y murió poco

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después. —Suspira—. La señoraPatterson, Janelle, quedó desconsolada.

—¿Y además se cabreó contigo? —pregunta Isabelle.

—No. Porque ella también erapartidaria de la idea. Luego, cuando sumadre murió, resultó que no conocía anadie en la ciudad salvo la enfermera desu madre, bastante achacosa ella misma.Yo le había dado mi número de teléfono,y me llamó. Me dijo que necesitabaayuda, sobre todo por unos parientes quevenían de fuera y con los que apenastenía trato, y yo accedí. Janelle escribió

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la necrológica. Yo me ocupé del resto delos preparativos.

—¿Por qué iba ella en tu cochecuando estalló?

Hodges les cuenta la crisis nerviosade Holly. No menciona que Janey seapropió de su sombrero nuevo en elúltimo momento, y no por temor a quedesestabilice su versión, sino por lomucho que le duele.

—De acuerdo —dice Isabelle—.Conociste a la hermana de OliviaTrelawney, a quien tanto apreciabas quela llamas por su nombre de pila. La

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hermana te organiza un encuentro con sumadre. Su madre muere de un derramecerebral, quizá por la excitación que lecausó revivirlo todo. La hermana vuelapor los aires después del funeral, en tucoche, ¿y sigues sin ver la relación conel Asesino del Mercedes?

Hodges abre las manos.—¿Cómo iba a saber ese hombre que

yo andaba haciendo preguntas por ahí?No puse un anuncio en el periódico. —Se vuelve hacia Pete—. No hablé connadie de ello. Ni siquiera contigo.

Pete, todavía dándole vueltas a la

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idea de que sus sentimientos personalesrespecto a Olivia Trelawney hubieranpodido sesgar la investigación, tiene unaexpresión hosca. A Hodges le da igual,porque es precisamente eso lo queocurrió.

—Es verdad, a mí solo me sondeasteal respecto en la comida.

Hodges exhibe una amplia sonrisa ysimultáneamente se le pliega elestómago como una figura depapiroflexia.

—Oye —dijo—, invité yo, ¿no?—¿Quién más podría haber querido

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mandarte al otro mundo con una bomba?—pregunta Isabelle—. ¿Acaso estás enla lista negra de Papá Noel?

—Puestos a adivinar, me apostaríacualquier cosa a que ha sido la familiaAbbascia. ¿A cuántos de esos mierdasmetimos entre rejas por aquello de lasarmas en 2004, Pete?

—Una docena o más, pero…—Sí, y empapelamos por crimen

organizado al doble de esa cantidad unaño después. Los aplastamos, y Fabby elNarices juró que los dos pagaríamos poreso.

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—Billy, los Abbascia no puedenhacer pagar a nadie. Fabrizio estámuerto, su hermano está en unpsiquiátrico donde se cree que esNapoleón o no sé quién, y los demásestán en la cárcel.

Hodges se queda mirándolo con carade escepticismo.

—Vale —conviene Pete—, es verdadque nunca coges a todas las cucarachas;aun así, es una idea descabellada. Conel debido respeto, amigo mío, no eresmás que un poli viejo jubilado. Fuera decirculación.

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—Exacto. Por eso mismo podríanvenir a por mí sin armar mucho revuelo.Tú, en cambio, aún llevas una placadorada prendida del billetero.

—Eso es absurdo —comenta Isabelle,y cruza los brazos por debajo de lospechos en actitud concluyente.

Hodges se encoge de hombros.—Alguien me ha puesto una bomba, y

me cuesta creer que el Asesino delMercedes se enterara por percepciónextrasensorial de que yo estabaindagando en el caso de la llaveperdida. Y aunque así fuera, ¿por qué

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iba a venir a por mí? ¿Cómo podíanllevar mis pesquisas hasta él?

—Bueno, está mal de la cabeza —contesta Pete—, eso para empezar.

—Sí, ya, pero repito: ¿cómo iba él asaberlo?

—Ni idea. Oye, Billy, ¿estáscallándote algo? ¿Algún detalle?

—No.—Yo creo que sí —afirma Isabelle.

Ladea la cabeza—. Oye, no te acostabascon ella, ¿verdad?

Hodges se vuelve hacia ella.—¿Tú qué crees, Izzy? Mírame.

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Ella le sostiene la mirada por unmomento, pero al final aparta la vista.Hodges se asombra de lo cerca que haestado. «Intuición femenina —piensa—.Menos mal que no he perdido más peso,ni me he puesto esa mierda de Just ForMen en el pelo.»

—Oye, Pete, quiero largarme de aquí.Quiero irme a casa, tomar una cerveza ydar vueltas al asunto.

—Entre tú y yo, ¿me juras que no tecallas nada?

Hodges desaprovecha la últimaocasión de contarlo todo sin el menor

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cargo de conciencia.—Nada de nada.Pete le dice que se mantenga en

contacto; lo necesitarán mañana o elviernes para una declaración formal.

—Ningún problema. Ah, Pete… otracosa: yo que tú, en el futuro inmediato,le echaría un buen vistazo al coche antesde montarme.

En la puerta, Pete lo abraza.—Lamento todo esto —dice—. Lo

que ha pasado y todas las preguntas.—Descuida. Estás haciendo tu

trabajo.

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Pete lo estrecha aún más y le susurraal oído:

—Sí estás callándote algo. ¿Crees queme he caído de un nido?

Por un momento Hodges se replanteasus opciones. De pronto recuerda laspalabras de Janey: «Es nuestro».

Agarra a Pete por los brazos, lo miraa la cara y dice:

—Sencillamente estoy tandesconcertado como lo estás tú. Créeme.

25

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Hodges atraviesa la sala de la brigadade investigación, capeando las miradasde curiosidad y las preguntastendenciosas con un semblanteimperturbable que solo se resquebrajauna vez. Cassie Sheen, con quien más amenudo trabajó cuando Pete estaba devacaciones, dice:

—Vaya, vivito y coleando, y más feoque nunca.

Hodges sonríe.—Pero si es Cassie Sheen, la Reina

del Botox.

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Levanta un brazo en fingida actituddefensiva cuando ella coge unpisapapeles de su escritorio y lo blandeen dirección a él. Todo se le antoja falsoy real al mismo tiempo. Como una deesas peleas de chicas en la televisiónvespertina.

En el pasillo, hay una hilera de sillascerca de las máquinas expendedoras detentempiés y refrescos. La tía Charlotte yel tío Henry ocupan dos de ellas. Hollyno está, e instintivamente Hodges toca elestuche de las gafas en el bolsillo delpantalón. Pregunta al tío Henry si se

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encuentra mejor. El tío Henry contestaafirmativamente y le da las gracias.Hodges se vuelve hacia la tía Charlottey le pregunta cómo está.

—Bien. Es Holly quien me preocupa.Creo que se siente culpable, porque esla causante de… ya me entiende.

Hodges la entiende. La causante deque Janey fuera al volante de su coche.Aunque, por supuesto, Janey habría idoen el coche en cualquier caso, pero dudaque Holly se sienta mejor por eso.

—Me gustaría que hablara usted conella. Por alguna razón, han hecho buenas

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migas. —Asoma a sus ojos un brillodesagradable—. Igual que hicieronbuenas migas Janelle y usted. Debe detener un don para eso.

—Hablaré con ella —respondeHodges, y esa es su intención, pero anteshablará con ella Jerome. En el supuestode que el número grabado en el estuchede las gafas sea el bueno, claro está. Porlo que él sabe, ese número bien podríaser el de un teléfono fijo de… ¿Dóndeera? ¿Cincinnati? ¿Cleveland?

—Confío en no tener que identificarla—dice el tío Henry. Sostiene en una

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mano una taza de poliestireno con café.Apenas lo ha tocado, y a Hodges no leextraña. El café del Departamento dePolicía tiene fama de malo—. Esimposible. Ha volado en pedazos.

—No seas idiota —ataja la tíaCharlotte—. No esperan eso denosotros. No pueden.

—Si le tomaron alguna vez las huellasdigitales, como a la mayoría de la gente,la identificarán por ese medio —explicaHodges—. Puede que les enseñenfotografías de su ropa, o de sus joyas.

—¿Qué sabemos nosotros de sus

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joyas? —protesta la tía Charlottealzando la voz. Un policía que saca unrefresco de la máquina se vuelve amirarla—. ¡Y apenas me fijé en la ropaque Janelle llevaba!

Seguramente calculó el precio detodo, hasta la última costura, suponeHodges, pero se abstiene de hacercomentarios.

—Es posible que tengan otraspreguntas. —Algunas sobre él—. No losentretendrán mucho.

Hay un ascensor, pero Hodges optapor la escalera. En el rellano del piso de

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abajo se apoya en la pared, cierra losojos y toma aire media docena de vecescon aspiraciones trémulas. Es ahoracuando se le saltan las lágrimas. Se lasenjuga con la manga. La tía Charlotte haexpresado su preocupación por Holly —preocupación que Hodges comparte—,pero ni un asomo de pesar por susobrina volada en pedazos. Imagina queel mayor interés de la tía Charlotte enJaney ahora mismo es qué ocurrirá conese deseable dineral que Janey heredóde su hermana.

«Espero que se lo haya dejado a un

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puto hospital canino», piensa.Hodges, sin aliento, se sienta con un

gruñido. Usando uno de los peldañoscomo escritorio improvisado, deja elestuche de las gafas de sol y despuéssaca del billetero un papel arrugado condos series de números.

26

—Diga. —Es una voz apagada,vacilante—. Diga. ¿Con quién hablo?

—Me llamo Jerome Robinson,

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señora. Creo que Bill Hodges la haavisado que quizá yo la llamara.

Silencio.—¿Señora? —Jerome, sentado ante

su ordenador, sujeta el smartphone contal fuerza que casi rompe la carcasa—.¿Señora Gibney?

—Escucho. —Casi es un suspiro—.Él ha dicho que quería atrapar a lapersona que ha matado a mi prima. Hasido una explosión espantosa.

—Ya lo sé —dice Jerome.Al final del pasillo, Barb pone por

enésima vez su nuevo disco de ’Round

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Here. Kisses on the Midway, se titula.Aún no lo ha enloquecido, pero cada vezque lo oye está más cerca de eso.

Entretanto, la mujer en el otro extremode la línea se ha echado a llorar.

—¿Señora? ¿Señora Gibney? Laacompaño en el sentimiento.

—Yo apenas la conocía, pero era miprima, y me trataba bien. Igual que elseñor Hodges. ¿Sabe qué me hapreguntado?

—Pues… no, no.—Si había desayunado. ¿Verdad que

es todo un detalle?

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—Desde luego —responde Jerome.Todavía no se puede creer que la mujeralegre y vital con la que cenó hayamuerto. Recuerda cómo le brillaban losojos cuando reía e imitaba burlonamenteel pues sí de Bill. Ahora habla porteléfono con una mujer a quien noconoce, una mujer muy rara a juzgar porsu voz. Tiene la impresión de quemantener una conversación con ella escomo desactivar una bomba—. Señora,Bill me ha pedido que me pase por ahí.

—¿Vendrá contigo?—Ahora mismo no puede. Tiene otras

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cosas que hacer.Otro silencio, y a continuación, con un

susurro tan leve y tímido que Jeromeapenas lo oye, Holly pregunta:

—¿Eres de fiar? Porque la gente meda miedo, ¿sabes? Me da mucho miedo.

—Sí, señora, soy de fiar.—Quiero ayudar al señor Hodges.

Quiero ayudarlo a atrapar al culpable.Ese hombre debe de estar loco, ¿nocrees?

—Sí —contesta Jerome.Al fondo del pasillo empieza otra

canción, y dos niñas —Barbara y su

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amiga Hilda— prorrumpen en animadoschillidos casi tan agudos como pararomper un cristal. Jerome piensa en elgriterío al unísono de tres mil o cuatromil Barbs y Hildas mañana por la nochey da gracias a Dios por que sea sumadre quien ha asumido esa obligación.

—Puedes venir, pero no sé cómodejarte entrar —dice ella—. Mi tíoHenry ha puesto la alarma antirrobo alirse, y no conozco el código. Me pareceque además ha cerrado la verja.

—Eso ya lo tengo resuelto —diceJerome.

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—¿Cuándo vendrás?—Puedo estar ahí dentro de media

hora.—Si hablas con el señor Hodges,

¿puedes decirle algo de mi parte?—Cómo no.—Dile que yo también estoy triste. —

Hace una pausa—. Y que me tomo elLexapro.

27

A última hora de la tarde de ese

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miércoles Brady ocupa una habitaciónen un gigantesco Motel 6 cerca delaeropuerto, entregando una de sustarjetas de crédito a nombre de RalphJones. Lleva una maleta y una mochila.La mochila contiene una sola muda, quees lo único que necesita para las pocashoras que le quedan de vida. En lamaleta ha puesto el cojín con el rótuloAPARCAMIENTO DE CULO, la bolsade orina Urinesta, una foto enmarcada,varios conmutadores de fabricacióncasera (calcula que necesitará solo uno,pero nunca está de más ser precavido),

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la Cosa Dos, varias bolsas herméticasllenas de bolas de cojinetes, y explosivocasero suficiente para hacer volar hastalas nubes el motel y el aparcamientocontiguo. Regresa a su Subaru, saca unobjeto mayor (con cierto esfuerzo,apenas ha cabido), lo lleva a lahabitación y lo apoya contra la pared.

Se tumba en la cama. Al posar lacabeza en la almohada tiene unasensación extraña. De desnudez. Y untanto sexual, por alguna razón.

«He tenido una racha de mala suerte,pero ya me he librado de ella y sigo en

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pie.»Cierra los ojos. No tarda en roncar.

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Jerome detiene su Wrangler casi tocandola verja cerrada del 729 de Lilac Drive,se apea y pulsa el timbre. Tiene unarazón para estar ahí si alguien de lapatrulla de seguridad de Sugar Heightsle da el alto y se lo pregunta, pero solole servirá si la mujer que hay dentro loconfirma, y no sabe hasta qué punto

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puede contar con eso. En su anteriorconversación con ella se ha quedado conla impresión de que no anda muy bien dela cabeza. En cualquier caso, no seamedrenta, y cuando lleva un momentoahí plantado, actuando como si tuvieratodo el derecho a estar ante esa verja —en pocas ocasiones se ha sentido tannegro—, Holly contesta.

—¿Sí? ¿Quién es?—Jerome, señora Gibney. El amigo

de Bill Hodges.Tras una pausa tan larga que Jerome

está a punto de volver a pulsar el botón,

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ella pregunta:—¿Tienes el código de la verja?—Sí.—De acuerdo. Y si eres amigo del

señor Hodges, supongo que puedesllamarme Holly.

Jerome introduce el código y la verjase abre. La atraviesa con el coche y lave cerrarse a sus espaldas. De momentotodo va bien.

Holly, junto a la puerta, lo observapor una de las ventanas contiguas, comoun preso en la zona de visita de unacárcel de alta seguridad. Lleva una bata

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sobre el pijama y el pelo alborotado.Por un instante Jerome imagina unasituación espantosa: ella pulsa el botónde la alarma antirrobo en el panel (quecasi con toda seguridad tiene al alcancede la mano), y cuando llegan losvigilantes, acusa a Jerome de intento derobo. O de ser un posible violador conel fetiche del pijama de franela.

La puerta está cerrada. Él la señala.Por un momento Holly se queda ahíinmóvil como un robot sin batería. Acontinuación, retira el pasador. Unpenetrante pitido se inicia cuando

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Jerome abre la puerta, y ella retrocedevarios pasos, llevándose las dos manosa la boca.

—¡No permitas que me meta en unlío! ¡No quiero meterme en un lío!

Está el doble de nerviosa que él, yeso tranquiliza a Jerome. Introduce elcódigo de la alarma antirrobo y pulsaTODO SEGURO. El pitido cesa.

Holly, con el pelo colgando en torno ala cara como alas húmedas, se deja caeren una recargada silla que, por suaspecto, debe de costar lo suficientepara pagar un año en una buena

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universidad (aunque quizá no enHarvard).

—Este ha sido el peor día de mi vida—dice—. Pobre Janey. Pobre pobreJaney.

—Lo siento.—Pero al menos no ha sido culpa

mía. —Lo mira con una débil ylastimosa expresión de desafío—. Nadiepuede decir que lo sea. Yo no he hechonada.

—Claro que no —dice Jerome.La respuesta le sale un tanto forzada,

pero ella esboza una parca sonrisa, así

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que quizá no lo haya notado.—¿Cómo está el señor Hodges? Es

muy muy muy buen hombre. Pese a queno le cae bien a mi madre. —Se encogede hombros—. Pero ¿a ella quién le caebien?

—Está perfectamente —contestaJerome, aunque lo duda mucho.

—Eres negro —dice ella,observándolo con los ojos muy abiertos.

Jerome se mira las manos.—Sí lo soy, ¿verdad que sí?Ella suelta una aguda carcajada.—Lo siento. Ha sido una grosería. Me

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parece bien que seas negro.—Lo negro mola —dice Jerome.—Claro que sí. Y tanto que mola. —

Se pone en pie, se mordisquea el labioinferior y luego le tiende bruscamente lamano con un evidente esfuerzo devoluntad—. Chócala, Jerome.

Él le da un apretón. Le nota la palmade la mano pegajosa. Es como estrecharla pata de un animal pequeño y timorato.

—Tenemos que darnos prisa. Si mimadre y el tío Henry vuelven y teencuentran aquí, me veré en un lío.

«¿Tú? —piensa Jerome—. ¿Y qué me

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dices del chico negro?»—La mujer que vivía aquí era

también tu prima, ¿no?—Sí. Olivia Trelawney. La última vez

que la vi estaba en la universidad. Mimadre y ella nunca se llevaron bien. —Lo mira con actitud solemne—. Me viobligada a dejar los estudios. Teníaproblemas.

Jerome no duda que los tenía. Ni quelos tiene. Aun así, hay algo en ella quele gusta. A saber qué. Desde luego no esesa risa que da tanta grima como elchirrido de unas uñas contra una pizarra.

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—¿Sabes dónde está el ordenador?—Sí, te lo enseñaré. ¿Podrás darte

prisa?«Más me vale», piensa Jerome.

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El ordenador de la difunta OliviaTrelawney está protegido concontraseña, lo cual es una tontería,porque cuando Jerome mira debajo delteclado, ve ahí escrito en rotuladorOTRELAW.

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Holly, sacudiéndose nerviosamente elcuello de la bata en el umbral de lapuerta, murmura algo que él no alcanza aoír.

—¿Eh?—Te preguntaba qué buscas.—Lo sabrás si lo encuentro.Abre la ventana de búsqueda y

escribe en la casilla LLANTO DEBEBÉ. Ningún resultado. Prueba conLLANTO DE NIÑO. Nada. Prueba conGRITO DE MUJER. Nada.

—Podría ser un archivo oculto. —Esta vez Jerome la oye claramente

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porque le habla casi al oído. Sesobresalta un poco, pero Holly no se dacuenta. Inclinada, con las manosapoyadas en las rodillas cubiertas por labata, mantiene la mirada fija en elmonitor de Olivia—. Prueba conARCHIVO AUDIO.

Es una buena idea, y Jerome sigue elconsejo. Pero no sale nada.

—Vale —dice ella—. Ve aPREFERENCIAS DEL SISTEMA ymira en SONIDO.

—Holly, eso solo controla lasentradas y salidas de señal. Cosas así.

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—Vale, evidente. Pruébalo de todosmodos. —Ha dejado de morderse loslabios.

Jerome obedece. Bajo SALIDA, elmenú contiene USB AUDIO,AURICULARES y CONTROLADORDE SONIDO. Bajo ENTRADA, estánMICRÓFONO INTERNO y ENTRADADE LÍNEA. Nada que él no previera.

—¿Alguna otra idea? —preguntaJerome.

—Abre EFECTOS DE SONIDO. Ahía la izquierda.

Jerome se vuelve hacia ella.

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—Oye, tú entiendes de esto, ¿a quesí?

—Hice un curso de informática.Desde casa. Por Skype. Fue interesante.Venga, sigue. Mira en EFECTOS DESONIDO.

Jerome accede, y parpadea ante loque ve. Además de RANA, VIDRIO,PING, PLOP y RONRONEO —lossospechosos habituales—, aparece elarchivo FANTASMAS.

—Ese nunca lo había visto.—Yo tampoco. —Holly sigue sin

mirarlo a la cara, pero, por lo demás, su

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actitud ha cambiado notablemente.Acercando una silla, se sienta junto a ély se remete el pelo lacio por detrás delas orejas—. Y me conozco losprogramas de Mac del derecho y elrevés.

—Déjate llevar por tu lado malvado—dice Jerome, y levanta una mano.

Sin apartar la vista de la pantalla,Holly le choca los cinco.

—Tócala, Sam.Él sonríe.—Casablanca.—Sí. He visto esa película setenta y

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tres veces. Tengo un Diario de Cine.Anoto ahí todo lo que veo. Mi madredice que eso es un trastorno obsesivocompulsivo.

—La vida es un trastorno obsesivocompulsivo —señala Jerome.

Sin sonreír, Holly contesta:—Déjate llevar por tu lado malvado.Jerome señala con el cursor

FANTASMAS y pulsa la tecla intro. Porlos altavoces, a ambos lados delordenador de Olivia, un bebé empieza agimotear. Eso no altera a Holly; no seaferra al hombro de Jerome hasta que

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oye gritar a una mujer: «¿Por qué ledejaste asesinar a mi hija?».

—¡Joder! —exclama Jerome, y coge aHolly de la mano. Ni siquiera se detienea pensarlo, y ella no la retira. Miran lapantalla como si le hubieran salidodientes y los hubiera mordido.

Tras un momento de silencio, el bebéempieza a llorar otra vez. La mujervuelve a gritar. El programa inicia untercer ciclo y luego se detiene.

Por fin Holly lo mira a la cara con losojos tan abiertos que parecen a punto desalírsele de las órbitas.

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—¿Sabías que iba a pasar esto?—No, por Dios. —Algo sí esperaba,

o de lo contrario Bill no lo habríamandado allí, pero ¿eso?—. ¿Puedesaveriguar algún dato sobre eseprograma, Holly? ¿Cuándo se instaló,por ejemplo? Si no puedes, no te preo…

—Aparta.A Jerome se le dan bien los

ordenadores, pero Holly maneja elteclado como si fuera un Steinway. Trasinvestigar durante unos minutos, dice:

—Parece que se instaló el 1 de juliodel año pasado. Ese día se instalaron

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muchas cosas.—Podría haberse programado para

sonar en ciertos momentos, ¿no? ¿Unciclo de tres veces y se interrumpe?

Ella le lanza una mirada deimpaciencia.

—Por supuesto.—¿Y entonces por qué ya no suena?

O sea, vosotros habéis estado en estacasa. Lo habríais oído.

Con un desenfrenado cliqueo de ratón,Holly le muestra otra cosa.

—Esto yo ya lo había visto. Es unprograma esclavo, oculto en los

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contactos de correo electrónico. Seguroque Olivia no sabía que estaba aquí. Sellama Espejo. No puede utilizarse paraencender un ordenador, o eso creo, perosi el ordenador está encendido, puedesmanejarlo todo desde tu propioordenador. Abrir archivos, leer los e-mails, ver el historial de búsquedas… odesactivar programas.

—Como, por ejemplo, después demuerta —dice Jerome.

—Uf. —Holly hace una mueca.—¿Por qué lo habrá dejado aquí el

tipo que lo instaló? ¿Por qué no lo borró

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por completo?—No lo sé. Quizá se olvidó. Yo me

olvido continuamente de las cosas. Mimadre dice que me olvidaría la cabezasi no la tuviera pegada al cuello.

—Sí, la mía también me lo dice. Pero¿quién será ese tipo? ¿De quién estamoshablando?

Holly se detiene a pensar. Jerometambién. Y después de unos cincosegundos, los dos hablan a la par.

—Su técnico informático —diceJerome a la vez que Holly dice—: Suciberexperto.

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Jerome empieza a registrar loscajones de la mesa del ordenador deOlivia, buscando una factura de unservicio informático, un recibo con elsello PAGADO o una tarjeta de visita.Debería haber al menos una de esascosas, pero no encuentra ninguna. Searrodilla y se mete bajo la mesa, en elespacio para las piernas. Ahí tampocoencuentra nada.

—Mira en la nevera —sugiere aHolly—. A veces la gente cuelga cosasahí, con imanes.

—Hay un montón de imanes en la

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nevera —responde Holly—, pero solouna tarjeta de una inmobiliaria y otra dela compañía de seguridad Vigilante.Janey debió de quitar todo lo demás.Probablemente lo tiró a la basura.

—¿Hay una caja fuerte?—Imagino que sí, pero ¿por qué iba

mi prima a guardar la tarjeta de visita desu técnico informático en la caja fuerte?No es que valga dinero ni nada por elestilo.

—Ya —coincide Jerome—. Eso esverdad.

—Si hubiera tenido una tarjeta, la

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habría dejado al lado del ordenador. Nola habría escondido. ¡Pero si hastaapuntó la contraseña debajo mismo delmaldito teclado!

—Menuda tontería —comentaJerome.

—Desde luego. —De pronto Hollyparece caer en la cuenta de lo cerca queestán. Se levanta y vuelve a la puerta.Empieza a sacudirse otra vez el cuellode la bata—. ¿Y ahora qué vas a hacer?

—Mejor será que llame a Bill,imagino.

Saca el móvil, pero antes de que

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pueda telefonear, ella pronuncia sunombre. Jerome la mira, ahí de pie en elumbral con su holgada ropa de andar porcasa, visiblemente desorientada.

—Debe de haber tropecientostécnicos informáticos en esta ciudad —comenta Holly.

No tantos ni remotamente, pero símuchos. Jerome lo sabe, y Hodgestambién, porque fue el propio Jeromequien se lo dijo.

30

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Hodges escucha con atención todo loque Jerome le cuenta. Le complace oír aJerome elogiar a Holly (y espera que aHolly la complazca también, si estáoyéndolo), pero lo defrauda en extremoque no exista vía de acceso al informataque manipuló el ordenador de Olivia.Jerome piensa que Janey tiró a la basurala tarjeta de visita del informata encuestión. Hodges, con la menteadiestrada para la suspicacia, sospechaque Mr. Mercedes se aseguró de queOlivia no tuviera ninguna tarjeta. Solo

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que eso no cuadra. ¿No le habría pedidoella una tarjeta si se quedó contenta conel trabajo del técnico? ¿Y no la habríaguardado a mano? A menos que…

Pide a Jerome que lo ponga conHolly.

—¿Sí? —dice con voz tan débil queHodges se ve obligado a aguzar el oído.

—Holly, ¿no hay una libreta dedirecciones en el ordenador de Olivia?

—Un momento. —Hodges oye el levecliqueo del ratón. Cuando Holly vuelve,habla con tono de perplejidad—. No.

—¿Eso es normal?

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—Digamos que no.—¿Podría haber borrado la libreta de

direcciones el individuo que instaló lasvoces de los fantasmas?

—Sí, claro. Fácilmente. Estoytomándome el Lexapro, señor Hodges.

—Muy bien, Holly. ¿Tiene algunamanera de saber si Olivia utilizabamucho el ordenador?

—Claro.—Déjeme hablar con Jerome mientras

lo averigua.Jerome se pone al aparato y se

disculpa por no haber podido encontrar

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más información.—No, no, habéis hecho un trabajo

excelente. Al buscar en el escritorio, ¿nohabréis visto una libreta de direccionesfísica?

—Nada de nada, pero ya casi nadieusa esas cosas; todos los contactos seguardan en los ordenadores y losteléfonos. Eso tú ya lo sabes, ¿no?

Hodges supone que debería saberlo,pero hoy día el mundo avanzademasiado deprisa para él. Ni siquierasabe programar su grabador de vídeodigital.

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—No cuelgues. Holly quiere hablarcontigo otra vez.

—Holly y tú os entendéis muy bien,veo.

—Hay buen rollo, sí. Te la paso.—Olivia tenía montones de

programas y muchas webs en favoritos—explica Holly—. Era muy aficionadaa Hulu y el Huffington Post. Y en cuantoa su historial de búsquedas… me da laimpresión de que pasaba aún mástiempo que yo navegando, y eso que yome conecto mucho.

—Holly, ¿por qué una persona que

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depende tanto del ordenador no tiene amano la tarjeta de un servicio demantenimiento?

—Porque ese hombre se coló aquídespués de su muerte y se la llevó —contesta Holly en el acto.

—Es posible, pero piense en losriesgos… sobre todo habiendo en elvecindario servicio de seguridad.Tendría que conocer el código de laverja, el código de la alarmaantirrobo… y aun así, necesitaría unallave de la casa… —Su voz se apagagradualmente.

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—¿Señor Hodges? ¿Sigue ahí?—Sí. Y venga, tutéame.Pero ella no se anima. Quizá no es

capaz.—Señor Hodges, ¿ese hombre es una

de esas mentes criminales superiores?¿Como los malos en las películas deJames Bond?

—Sencillamente está loco, creo yo.—Y como está loco, puede que seaindiferente al riesgo. Prueba de ello esel riesgo que corrió en el Centro Cívico,arremetiendo contra esa muchedumbre.

Así y todo, eso no es del todo

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convincente.—Póngame con Jerome otra vez,

¿quiere?Holly así lo hace, y Hodges dice a

Jerome que es hora de marcharse antesde que la tía Charlotte y el tío Henryregresen y lo sorprendan dándose el loteinformáticamente con Holly.

—¿Qué vas a hacer, Bill?Hodges mira la calle, donde el

crepúsculo ha empezado a oscurecer loscolores del día. Son cerca de las siete.

—Consultar con la almohada —dice.

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31

Antes de acostarse, Hodges pasa cuatrohoras delante del televisor, viendoprogramas que llegan perfectamente asus ojos pero se desintegran antes dellegar al cerebro. Procura dejar la menteen blanco, porque es así como se abre lapuerta para que entre la idea correcta.La idea correcta siempre surge comoresultado de la conexión correcta, y hayuna conexión aún por establecerse; lopresiente. Quizá más de una. No se

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permitirá pensar en Janey. Más adelante,sí, pero por ahora ella no haría más queentorpecerlo.

El ordenador de Olivia Trelawney esel quid de la cuestión. Le implantaronsonidos fantasmales, y el sospechosomás probable es su técnico informático.¿Por qué no tenía ella su tarjeta, pues?Ese individuo pudo borrar la libreta dedirecciones del ordenador por accesoremoto —y Hodges está casi seguro deque así fue—, pero ¿entró en la casapara robar la puta tarjeta de visitadespués de morir ella?

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Recibe una llamada de un reporterode un periódico. Luego lo telefonea otrode Canal Seis. Después de una tercerallamada de un medio de comunicación,Hodges apaga el teléfono. Desconocequién ha facilitado su número de móvil,pero espera que el responsable se hayaembolsado un buen dinero por lainformación.

Otra cosa acude una y otra vez a sumente, otra cosa que no tiene nada quever con nada: «Cree que ellos vivenentre nosotros».

Echa una ojeada a sus anotaciones

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para refrescarse la memoria y encuentrala frase: es del señor Bowfinger, elredactor de tarjetas de felicitación.Bowfinger y él estaban sentados enhamacas, y Hodges recuerda queagradeció la sombra. Eso fue durante suserie de interrogatorios en el vecindario,cuando buscaba a alguien que pudierahaber visto un vehículo sospechoso en lacalle.

«Cree que ellos viven entrenosotros.»

Bowfinger se refería a la señoraMelbourne, la vecina de enfrente. La

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señora Melbourne, miembro de unaorganización de aficionados a laobservación de ovnis llamada CNIFA,Comité Nacional de Investigacionessobre Fenómenos Aéreos.

Hodges decide que esa evocación essolo uno de esos ecos, como los acordesde una canción pegadiza, que puedenempezar a resonar en un cerebroestresado. Se desnuda y se acuesta, yJaney se le aparece, Janey arrugando lanariz y diciendo pues sí, y por primeravez desde la infancia llora hastaquedarse dormido.

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Despierta en la madrugada del jueves,echa una meada y se dispone a regresara la cama, pero de pronto se detiene conlos ojos muy abiertos. Lo que ha estadobuscando, la conexión, cobra formasúbitamente ante él, clara como el agua.

Uno no se molesta en guardarse unatarjeta de visita si no la necesita.

¿Y si ese individuo no trabajaba porsu cuenta, al frente de un pequeñonegocio en su propia casa, sino para unaempresa? En tal caso, uno podía llamaral número de la empresa siempre que lehiciera falta, porque debía de ser fácil

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de memorizar, algo como 555-99999, ocualesquiera que fuesen los dígitosconvertibles en la palabra INFORMAT.

Si el individuo trabajaba para unaempresa, atendería los servicio adomicilio con un coche de la empresa.

Hodges vuelve a la cama, convencidode que esta vez se quedará en vela, perosí lo vence el sueño.

Piensa: Si tenía explosivo suficientepara volar mi coche, debe de tenermás.

Luego vuelve a dormirse.Sueña con Janey.

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KISSES ON THEMIDWAY

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1

El jueves a las seis de la mañanaHodges ya está en pie y se prepara unbuen desayuno: dos huevos, cuatrolonchas de beicon, cuatro tostadas. Nole apetece, pero se obliga a comer hastael último bocado, diciéndose que escombustible para el cuerpo. Puede quetenga otra oportunidad de comer en eldía, pero puede que no. Tanto en la

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ducha como mientras mastica condeterminación el copioso desayuno(ahora no hay nadie por quien controlarel peso), un pensamiento lo asalta demanera recurrente, el mismo con el quese quedó dormido la noche anterior. Escomo una obsesión.

¿Cuánto explosivo tendrá?Eso conduce a otros pensamientos,

claro está. Sin ir más lejos, cómo sepropone usarlo ese individuo, el«mareante». Y cuándo.

Toma una decisión: hoy es el día tope.Quiere dar con Mr. Mercedes él mismo,

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y enfrentarse a él. ¿Matarlo? No. Eso no(eso probablemente no), pero molerlo apalos sería magnífico. Por Olivia. PorJaney. Por Janice y Patricia Cray. Portodas las demás personas que Mr.Mercedes asesinó y mutiló en el CentroCívico el año pasado. Personas tandesesperadas por conseguir un empleoque se levantaron en plena noche yfueron a hacer cola en medio de unaniebla húmeda en espera de que seabrieran las puertas. Vidas perdidas.Esperanzas perdidas. Almas perdidas.

O sea que sí, quiere encontrar a ese

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hijo de puta. Pero si no puede atraparlohoy, lo dejará todo en manos de PeteHuntley e Izzy Jaynes y asumirá lasconsecuencias… cosa que, como biensabe, puede implicar una temporada enla cárcel. Da igual. Ya tieneremordimientos de conciencia más quesuficientes, pero imagina que puedecargar con algo más. Aunque no con otroasesinato en masa. Eso aniquilaría lopoco que queda de él.

Decide concederse hasta las ocho deesta noche; esa es la línea en la arena.En esas trece horas puede avanzar tanto

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como Pete e Izzy juntos. Probablementemás, porque no actúa condicionado porla rutina y el procedimiento. Hoy cogeráel M&P 38 de su padre. Y la cachiporra,eso también.

Se guarda la cachiporra en el bolsilloderecho de su americana de sport; elrevólver, bajo la axila izquierda. En sudespacho coge la carpeta de Mr.Mercedes —ahora ya bastantevoluminosa— y se la lleva a la cocina.Mientras relee el material, enciende eltelevisor de la encimera con el mando adistancia y sintoniza el noticiario

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matutino del Canal Seis. Casi sientealivio al ver que una grúa se ha volcadoa orillas del lago, hundiendo a mediasuna gabarra cargada de sustanciasquímicas. No quiere que el lago secontamine más de lo que ya está (en elsupuesto de que eso sea posible), perogracias al vertido la noticia del cochebomba ha quedado en segundo plano.Ese es el lado bueno. El malo es que lohan identificado como el inspector depolicía, ahora retirado, que estuvo alfrente de la investigación de la Matanzadel Centro Cívico, y que han

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identificado a la víctima del atentado enel coche como la hermana de OliviaTrelawney. Aparece una foto de Janey yél frente a la funeraria Soames, tomada asaber por quién.

«La policía no aclara si existe algunarelación con el asesinato en masa delaño pasado en el Centro Cívico —diceel presentador con tono grave—, perocabe señalar que el autor de dichocrimen no ha sido capturado aún.También dentro de la crónica desucesos, se prevé que Donald Daviscomparezca ante el juez…»

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A estas alturas Hodges no tiene ya elmenor interés en Donald Davis. Apagael televisor y se centra otra vez en susanotaciones en el bloc de papel pautado.Todavía está revisándolas cuando suenael teléfono, no el móvil (aunque hoy sílo lleva encima), sino el de la pared. EsPete Huntley.

—Te has levantado con las gallinas—comenta Pete.

—Buena deducción, inspector. ¿Enqué puedo ayudarte?

—Ayer mantuvimos una conversacióninteresante con Henry Sirois y Charlotte

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Gibney. Los tíos de Janelle Patterson, yasabes.

Hodges se prepara para lo que seavecina.

—La tía me fascinó especialmente.Según ella, Izzy tenía razón: tú y esaPatterson erais mucho más que simplesconocidos. Opina que erais muy buenosamigos.

—Explícate, Pete.—Una canita al aire, un casquete, un

caliqueño, tarari tarari, el tangohorizontal…

—Creo que ya lo capto. Permíteme un

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comentario sobre la tía Charlotte, ¿vale?Si viera una foto de Justin Bieberhablando con la reina Isabel, diría queBieb estaba tirándosela. «Basta converles los ojos», diría.

—Lo desmientes, pues.—Sí.—Eso lo aceptaré con un margen de

duda… más que nada por los viejostiempos. Aun así, quiero saber quéescondes. Porque esto me huele a cuernoquemado.

—Escúchame bien: no… escondo…nada.

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Un silencio al otro extremo de lalínea. Pete espera a que Hodges sesienta incómodo y lo rompa, olvidandopor un momento quién le ha enseñadoese truco.

Al final se rinde.—Me parece que estás cavándote tu

propia fosa, Billy. Te aconsejo quesueltes la pala antes de que el hoyo seademasiado profundo y ya no puedassalir.

—Gracias, compañero. Siempre vabien recibir lecciones de vida a las sietey cuarto de la mañana.

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—Quiero volver a interrogarte estatarde. Y esta vez puede que tenga querecitarte las consabidas palabras.

Se refiere a leerle los derechos.—Por mí no hay inconveniente.

Llámame al móvil.—¿En serio? Desde que te retiraste

nunca lo llevas encima.—Hoy sí lo llevaré. —Eso por

descontado. Ya que durante las próximasdoce o catorce horas no estará ni muchomenos retirado.

Da por concluida la llamada y seabstrae de nuevo en sus anotaciones,

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humedeciéndose la yema del dedoíndice cada vez que pasa una hoja. Trazaun círculo en torno a un nombre: RadneyPeeples. El empleado del Servicio deGuardia Vigilante con quien habló enSugar Heights. Si Peeples hacemínimamente su trabajo, puede que tengala clave para identificar a Mr.Mercedes. Pero es imposible que norecuerde a Hodges, no después deexigirle este que le mostrara sudocumentación y luego interrogarlo. Ysabrá que hoy Hodges es noticia deprimera plana. Ya tendrá tiempo para

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buscar la manera de resolver elproblema; no quiere telefonear aVigilante hasta el inicio del horario deoficina. Porque debe parecer unallamada rutinaria.

La siguiente llamada que recibe —esta vez en el móvil— es de la tíaCharlotte. Hodges no se extraña de oírsu voz, pero eso no significa que lecomplazca.

—¡No sé qué hacer! —exclama—.¡Tiene que ayudarme, señor Hodges!

—No sabe qué hacer ¿con qué?—¡Con el cadáver! ¡El cadáver de

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Janelle! ¡Ni siquiera sé dónde está!Hodges oye un pitido y comprueba el

número entrante.—Señora Gibney, tengo otra llamada

y debo atenderla.—No entiendo por qué no puede

usted…—Janey no va a irse a ninguna parte,

así que espere un momento. Ya lallamaré.

La interrumpe en medio de su chillidode protesta y da paso a Jerome.

—He pensado que quizá hoy necesiteschófer —dice Jerome—. Teniendo en

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cuenta tu actual situación.Por un momento Hodges no sabe de

qué le habla, y de pronto recuerda quesu Toyota ha quedado reducido afragmentos chamuscados. Los restos seencuentran ahora bajo la custodia dellaboratorio forense del Departamento dePolicía, donde hoy mismo, dentro deunas horas, unos hombres en bata blancalo examinarán para determinar qué clasede explosivo se utilizó en la voladura.Anoche volvió a casa en taxi. En efecto,necesitará que alguien lo lleve. Yentonces cae en la cuenta de que tal vez

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Jerome le sea útil también de otramanera.

—Eso estaría bien —dice—, pero ¿ylas clases?

—Tengo una media de 9,4 —explicaJerome pacientemente—. Además,trabajo para la asociación CiudadanosUnidos y, junto con varias personas más,doy un curso de informática para niñosdiscapacitados. Puedo saltarme un día.Y ya he pedido permiso a mis padres.Solo me han dicho que te pregunte si vana ponerte alguna otra bomba.

—La verdad es que no lo puedo

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descartar.—Espera un segundo. —De fondo,

Hodges oye decir a Jerome—: Dice queno.

A pesar de las circunstancias, Hodgesno puede evitar sonreír.

—Enseguida estoy ahí —dice Jerome.—Respeta el límite de velocidad. Y

no hace falta que vengas antes de lasnueve. Emplea ese tiempo para ejercitartus aptitudes interpretativas.

—¿En serio? ¿Qué papel voy ainterpretar?

—El de ayudante de bufete —

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responde Hodges—. Y gracias, Jerome.Corta la comunicación, entra en el

despacho, enciende el ordenador ybusca a un abogado de la ciudadllamado Schron. Es un nombre pococorriente y lo encuentra sin mayordificultad. Anota el nombre del bufete yel nombre de pila de Schron, que resultaser George. A continuación vuelve a lacocina y telefonea a la tía Charlotte.

—Hodges —dice—. Aquí estoy otravez.

—No me gusta que me cuelguen,señor Hodges.

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—Tampoco a mí me ha gustado queusted le contara a mi antiguo compañeroque me follaba a su sobrina.

La tía Charlotte, escandalizada, ahogauna exclamación y luego calla. Hodgescasi concibe la esperanza de quecuelgue. Al ver que sigue al aparato, ledice lo que ella necesita saber.

—Los restos de Janey estarán en eldepósito de cadáveres del condado deHuron. No podrá disponer de ellos hoy.Probablemente tampoco mañana. Tendráque practicarse la autopsia, cosaabsurda teniendo en cuenta cuál ha sido

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la causa de la muerte, pero es elprotocolo.

—Pero ¿es que no lo entiende? ¡Tengolas reservas para el vuelo de vuelta!

Hodges mira por la ventana de sucocina y cuenta lentamente hasta cinco.

—¿Señor Hodges? ¿Sigue ahí?—Tal como yo lo veo, tiene dos

opciones, señora Gibney. Una, quedarseaquí y hacer lo debido. La otra, usar susreservas, volver a casa en ese avión ydejar que las autoridades municipales seocupen de todo.

La tía Charlotte empieza a gimotear.

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—Vi cómo la miraba usted, y cómo lomiraba ella. Yo me limité a contestar alas preguntas de esa mujer policía.

—Y con gran presteza, no me cabeduda.

—Con ¿qué?Hodges exhala un suspiro.—Dejémoslo. Les aconsejo, a su

hermano y a usted, que se presentenpersonalmente en el depósito decadáveres. No llamen por adelantado.Es mejor que les vean la cara. Hablencon el doctor Galworthy. Si Galworthyno está, hablen con el doctor Patel. Si le

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piden personalmente que aligere lostrámites… y si son capaces deplantearlo con amabilidad… losayudarán tanto como esté en sus manos.Den mi nombre. Nos conocemos desdeprincipios de los años noventa.

—Tendríamos que dejar a Holly otravez sola —dice la tía Charlotte—. Estáencerrada en su habitación, dale que tepego con su ordenador portátil, y seniega a salir.

Hodges advierte que ha empezado atirarse del pelo y se obliga a contenerse.

—¿Qué edad tiene su hija?

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Un largo silencio.—Cuarenta y cinco.—Entonces es probable que pueda

usted prescindir de una canguro. —Tratade reprimir lo que viene a continuación,pero no lo consigue—. Piense en eldinero que se ahorrará.

—No espero que entienda la situaciónde Holly, señor Hodges. Mi hija,además de ser psicológicamenteinestable, es muy sensible.

«Siendo así, le debe de costar muchoaguantarla a usted», piensa. Pero estavez logra callárselo.

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—¿Señor Hodges?—Aquí sigo.—No sabrá si por casualidad Janelle

hizo testamento, ¿verdad?Hodges cuelga.

2

Brady pasa largo rato en la ducha delmotel con las luces apagadas. Le gustaesa calidez uterina y el uniformetamborileo del agua. También le gusta laoscuridad, y mejor así, porque dentro de

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poco tendrá toda la que siempre hadeseado. Le gustaría creer que habrá unatierna reunión madre e hijo —quizáincluso en su modalidad de madre yamante—, pero en el fondo de su almano lo cree. Puede fingirlo, pero… no.

Solo oscuridad.No le preocupa Dios, ni la

posibilidad de pasarse la eternidadasándose a fuego lento por sus crímenes.No hay cielo ni infierno. Cualquiera condos dedos de frente sabe que esas cosasno existen. Un ser supremo tendría queser muy cruel para crear un mundo tan

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jodido como este. Incluso si existiera elDios vengador de los telepredicadores ylos curas pederastas, ¿con qué autoridadmoral podría ese lanzador de rayosculpar a Brady de las cosas que hahecho? ¿Acaso Brady Hartsfield cogióla mano de su padre y se la puso encontacto con el cable de alta tensión quelo electrocutó? No. ¿Encajó él aqueltrozo de manzana en la garganta deFrankie? No. ¿Fue él quien habló yhabló de cómo se iba el dinero,augurando que acabarían en un alberguede indigentes? No. ¿Preparó él una

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hamburguesa envenenada y dijo:«Cómete esto, mamá, está delicioso»?

¿Se le puede culpar por arremetercontra el mundo que lo ha convertido enlo que es?

Brady considera que no.Reflexiona sobre los terroristas que

derribaron las Torres Gemelas(reflexiona sobre ellos con frecuencia).Esos payasos estaban convencidos deque irían al paraíso, donde vivirían enuna especie de hotel de lujo eternoatendidos por vírgenes jóvenes ydespampanantes. Muy gracioso, ¿y qué

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es lo mejor? Que la broma fue a costa deellos… por más que no lo supieran. Loúnico que consiguieron fue una vistamomentánea de todas aquellas ventanasy un destello de luz final. Después ellosy sus millares de víctimas sencillamentedesaparecieron. Puf. Adiós muy buenas.Allá vais, asesinos y víctimas por igual,allá vais, al conjunto vacío universalque envuelve un solitario planeta azul ya todos sus habitantes en su maquinalajetreo. Todas las religiones mienten.Todos los preceptos morales sonengañosos. Incluso las estrellas son un

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espejismo. La verdad es la oscuridad, ylo único que importa es hacer unadeclaración de principios antes de entraren ella. Abrir un corte en la piel delmundo y dejar una cicatriz. A eso sereduce la historia, al fin y al cabo: atejido cicatricial.

3

Brady se viste y va en coche a unsupermercado abierto las veinticuatrohoras cercano al aeropuerto. Ha visto en

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el espejo del baño que la maquinillaeléctrica de su madre deja mucho quedesear; su cuero cabelludo necesitamejor mantenimiento. Compramaquinillas desechables y crema deafeitar. Se aprovisiona de pilas, porquenunca están de más. También coge unasgafas de cristales transparentes en unagóndola giratoria. Elige la montura decarey, porque le da un aspectoestudiantil. O eso le parece a él.

De camino a la caja, se detiene anteun expositor de cartón donde aparece laimagen de los cuatro peripuestos chicos

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de ’Round Here. El texto reza:¡EQUÍPATE PARA EL GRANCONCIERTO DEL 3 DE JUNIO! Peroalguien ha tachado 3 DE JUNIO y haescrito debajo ESTA NOCHE.

Aunque Brady suele llevar la talla Mde camiseta —siempre ha sido delgado—, coge una XL y la añade al resto delbotín. No tiene que hacer cola; a esahora tan temprana es el único cliente.

—¿Vas a ir al concierto esta noche?—pregunta la joven cajera.

—Y tanto que sí —contesta Brady conuna amplia sonrisa.

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De regreso al motel, Brady empieza apensar en su coche. A preocuparse porsu coche. El alias de Ralph Jones estámuy bien, pero el Subaru está a nombrede Brady Hartsfield. Si el Ins. Ret.descubre su nombre y da aviso a la poli,podría ser un problema. El motel es unlugar seguro —ya no piden el número dematrícula, sino solo el carnet deconducir—, pero el coche no lo es.

«El Ins. Ret. no anda cerca —se diceBrady—. Solo pretendía asustarte.»

O quizá no. Este Ins. en particularresolvió muchos casos antes de ser Ret.,

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y al parecer conserva aún parte de esasaptitudes.

En lugar de volver directamente alMotel 6, Brady accede al aeropuerto,coge un tíquet y deja el Subaru en elaparcamiento para estancias largas. Lonecesitará esta noche, pero de momentoestá bien donde está.

Consulta el reloj. Las nueve menosdiez. Faltan once horas para elconcierto, piensa. Quizá doce horas parala oscuridad. Podrían ser menos;podrían ser más. Pero no mucho más.

Se pone las gafas nuevas y, cargado

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con sus compras, recorre silbando ladistancia que lo separa del motel,alrededor de un kilómetro.

4

Cuando Hodges abre a Jerome la puertade su casa, lo primero que capta laatención del chico es el 38 enfundado enla hombrera.

—No irás a pegarle un tiro con eso aalguien, ¿no?

—No lo creo. Considéralo un

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talismán. Era de mi padre. Y tengo unpermiso para llevarlo oculto, si es esolo que te preocupa.

—Lo que me preocupa —aclaraJerome— es si está cargado o no.

—Claro que lo está. ¿Qué crees túque haría si tuviera que usarlo?¿Lanzarlo?

Jerome suspira y se alborota el pelooscuro.

—Esto se complica.—¿Quieres dejarlo? Si es así, tienes

vía libre. Ya mismo. Puedo alquilar uncoche.

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—No, yo no tengo problema. Eres túel que me preocupa. Eso que tienes noson ojeras, son medias lunas negras.

—Estoy perfectamente. En cualquiercaso, para mí hoy es el último día. Si noconsigo dar con ese individuo antes deesta noche, iré a ver a mi antiguocompañero y se lo contaré todo.

—¿Te meterás en un lío muy grave?—No lo sé, ni me importa demasiado.—¿Y en qué lío me meteré yo?—Tú estás a salvo. Si no pudiera

garantizarlo, ahora mismo estarías enclase de álgebra.

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Jerome le lanza una mirada decompasión.

—Estudié álgebra hace cuatro años.Dime qué puedo hacer.

Hodges se lo explica. Jerome estádispuesto pero tiene sus dudas.

—El mes pasado… esto no se locuentes nunca a mis padres… unosamigos y yo intentamos entrar en Punchand Judy, esa nueva discoteca delcentro. El portero ni siquiera miró mihermoso carnet de identidad falso;sencillamente me obligó a salir de lacola y me dijo que me fuera a tomar un

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batido.—No me sorprende —dice Hodges

—. Tienes cara de diecisiete años, pero,por suerte para mí, tienes voz deveinticinco por lo menos. —Deslizahacia Jerome una hoja con un teléfonoanotado—. Haz la llamada.

Jerome dice a la recepcionista delServicio de Guardia Vigilante que esMartin Lounsbury, un ayudante delbufete Canton, Silver, Makepeace yJackson. Añade que actualmente trabajacon George Schron, un socio junior quetiene asignada la tarea de atar unos

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cuantos cabos sueltos referentes a laherencia de la difunta Olivia Trelawney.Uno de esos cabos sueltos tiene que vercon el ordenador de la señoraTrelawney. Su encargo de hoy eslocalizar al técnico informático quereparaba el ordenador, y parece posibleque alguno de los empleados deVigilante en la zona de Sugar Heightspueda ayudarlo a localizar a esecaballero.

Hodges forma un círculo con el pulgary el índice para indicar a Jerome queestá haciéndolo muy bien y le entrega

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una nota.Jerome la lee y dice:—Una vecina de la señora Trelawney,

la señora Helen Wilcox, mencionó a untal Rodney Peeples. —Escucha y asientecon la cabeza—. Ah, Radney, ya. Unnombre interesante. Quizá podríallamarme, si no es mucho inconveniente.Mi jefe es un poco tirano, y la verdad esque estoy con la soga al cuello. —Escucha—. ¿Sí? Ah, estupendo.Muchísimas gracias. —Da a larecepcionista los números de su móvil ydel fijo de Hodges; luego cuelga y se

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seca un sudor imaginario de la frente—.Me alegro de haber acabado. ¡Uf!

—Lo has hecho muy bien —aseguraHodges.

—¿Y si esa mujer telefonea a Canton,Silver y demás para comprobarlo? ¿Y sise entera de que ahí nunca han oídohablar de Martin Lounsbury?

—Su trabajo consiste en transmitirmensajes, no en investigarlos.

—¿Y si lo comprueba ese Peeples?Hodges no cree que lo haga. Cree que

el nombre de Helen Wilcox se loimpedirá. Cuando Hodges habló con

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Peeples aquel día frente a la mansión deSugar Heights, percibió claramente lavibración de que la relación entrePeeples y Helen Wilcox era más queplatónica. Quizá un poco más, quizámucho más. Cree que Peeples dará aMartin Lounsbury lo que quiera para quedesaparezca.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntaJerome.

Lo que hacen es algo que Hodges seha pasado haciendo al menos la mitad desu vida profesional.

—Esperar.

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—¿Cuánto tiempo?—Hasta que telefonee Peeples o

algún otro segurata.Porque en estos momentos el Servicio

de Guardia Vigilante parece ser sumejor vía. Si no da fruto, tendrán que ira Sugar Heights y empezar a interrogar alos vecinos, perspectiva que no lecomplace, dada su celebridad en elciclo de noticias actual.

Entretanto, acude otra vez a su menteel señor Bowfinger, y su vecina laseñora Melbourne, la mujer un pocomajara que vive en la acera de enfrente.

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Con sus comentarios sobre losmisteriosos todoterrenos negros y suinterés en los platillos voladores, laseñora Melbourne podría haber sido unode esos excéntricos personajessecundarios de una película de AlfredHitchcock.

«Cree que viven entre nosotros»,había dicho Bowfinger moviendo lascejas en un gesto sarcástico. ¿Y por quédemonios eso le venía una y otra vez ala cabeza?

A las diez menos diez suena el móvilde Jerome. El fragmento de Hell’s Bells

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de AC/DC los sobresalta a los dos.Jerome coge el teléfono.

—Dice NÚMERO PRIVADO. ¿Quéhago, Bill?

—Cógelo. Es él. Y recuerda quiéneres tú.

Jerome acepta la llamada y dice:—Sí, aquí Martin Lounsbury. —

Escucha—. Ah, hola, señor Peeples.Muchas gracias por llamar.

Hodges garabatea otra nota y laempuja por encima de la mesa. Jeromele echa un vistazo.

—Ajá… sí… la señora Wilcox me ha

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hablado muy bien de usted. Ciertamente,muy bien. Pero mi encargo tiene que vercon la difunta señora Trelawney. No esposible dar el visto bueno a latransmisión de la herencia hasta quepodamos inventariar el ordenador y…sí, ya sé que han pasado más de seismeses. Es tremendo lo lentas que vanestas cosas, ¿no? El año pasado uncliente tuvo que solicitar cupones paraalimentos a los servicios sociales apesar de que tenía en tramitación unaherencia de setenta mil dólares.

«No cargues las tintas, Jerome»,

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piensa Hodges. El corazón le late confuerza.

—No, no tiene nada que ver con eso.Solo necesito el nombre del técnico quele reparaba el ordenador. Lo demás escosa de mi jefe. —Escucha, juntando lascejas—. ¿Que no puede? Vaya, es unalás…

Pero Peeples sigue hablando. Elsudor en la frente de Jerome ya no esficticio. Alarga el brazo por encima dela mesa, coge el bolígrafo de Hodges yempieza a escribir. Simultáneamente,mantiene una uniforme sucesión de «ajá»

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y «vale» y «entiendo».—Oiga, esto está muy bien —dice por

fin—. Pero que muy bien. Seguro que alseñor Schron ya le servirá. Ha sidousted de gran ayuda, señor Peeples. Asíque voy a… —Escucha una vez más—.Sí, es espantoso. Creo que el señorSchron está ocupándose de algunosaspectos de eso… ahora mientras ustedy yo hablamos, pero en realidad no séna… ¿ah, sí? ¡Vaya! Señor Peeples, haestado usted muy bien. Sí, lomencionaré. Delo por hecho. Gracias,señor Peeples.

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Corta la comunicación y se lleva laspalmas de las manos a las sienes, comopara atajar un dolor de cabeza.

—Tío, esto sí que ha sido intenso.Quería hablar de lo que pasó ayer. Ydecir que debía comunicar a losparientes de Janey que Vigilante seofrece a ayudar tanto como esté en susmanos.

—Eso está muy bien, seguro queincluirán una mención en su expediente,pero…

—También ha dicho que habló con eldueño del coche al que pusieron una

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bomba. Ha visto tu foto en las noticiasde esta mañana.

A Hodges no le sorprende y ahoramismo le da igual.

—¿Te ha dado un nombre? Dime quete ha dado un nombre.

—No el del técnico, pero sí el de laempresa para la que trabaja. Se llamaCiberpatrulla. Según Peeples, van deaquí para allá en EscarabajosVolkswagen verdes. Dicen que aparecenpor Sugar Heights continuamente, y soninconfundibles. Ha visto en ellos a unhombre y a una mujer, los dos

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probablemente de entre veinte y treintaaños. Define a la mujer como «tirando atortillera».

Hodges nunca se ha planteadosiquiera la posibilidad de que Mr.Mercedes sea en realidad una SeñoraMercedes. Supone que en rigor puedeser, y sería un buen desenlace para unanovela de Agatha Christie, pero esto esla vida real.

—¿Ha dicho qué aspecto tenía elhombre?

Jerome mueve la cabeza en un gestode negación.

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—Ven a mi despacho. Tú conducirásel ordenador y yo haré de copiloto.

En menos de un minuto tienen ante losojos una hilera de tres EscarabajosVolkswagen verdes con el rótuloCIPERPATRULLA en los flancos. No esuna empresa independiente, sino partede una cadena llamada DiscountElectronix con una macrotienda en laciudad. Se encuentra en el centrocomercial de Birch Hill.

—Tío, yo he comprado ahí —diceJerome—. He comprado ahí montonesde veces: videojuegos, componentes de

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ordenador, un montón de DVD de artesmarciales a precio de saldo.

Bajo la foto de los Escarabajos se leeCONOZCA A LOS EXPERTOS.Hodges se inclina sobre el hombro deJerome y clica ese enlace. Aparecen tresfotos. Una es de una chica de rostroalargado y pelo de color rubio sucio. Elsegundo es un tipo regordete con gafas alo John Lennon y expresión seria. Eltercero es un individuoconvencionalmente agraciado, decabello castaño, repeinado, con unasonrisa inexpresiva de foto. Los

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nombres que constan debajo sonFREDDI LINKLATTER, ANTHONYFROBISHER y BRADY HARTSFIELD.

—¿Y ahora qué? —pregunta Jerome.—Ahora nos vamos de paseo. Pero

antes tengo que coger una cosa.Hodges entra en su dormitorio y pulsa

la combinación de la pequeña cajafuerte que tiene en el armario. Dentro,junto con un par de pólizas de seguro yunos cuantos documentos financieros,hay una pila de tarjetas plastificadassujetas con una gomita como la que enese momento lleva en el billetero. A los

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policías se les entrega un carnet deidentidad nuevo cada dos años, y él,siempre que recibía uno, guardaba ahí elantiguo. La diferencia fundamental esque ninguno de los antiguos lleva encimael sello RETIRADO en rojo. Saca elque caducó en diciembre de 2008,extrae su último carnet del billetero y losustituye por el de la caja fuerte. Porsupuesto, enseñarlo a alguien es otrodelito —ley estatal 190.25, suplantar laidentidad de un agente de policía, faltagrave de Clase E, sancionable con unamulta de 25.000 dólares, cinco años de

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prisión, o ambos—, pero esas cosas yano le preocupan.

Se guarda el billetero en el bolsillode atrás, hace ademán de cerrar la cajafuerte y de pronto cambia de idea. Ahídentro hay algo más que podríanecesitar: un pequeño estuche de piel,como una de esas fundas que emplea lagente que viaja con frecuencia paraguardar el pasaporte. También era de supadre.

Hodges se la mete en el bolsillo juntocon la cachiporra.

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5

Después de enjuagarse la cabeza reciénrapada y ponerse las sencillas gafasnuevas, Brady se acerca a la recepcióndel Motel 6 y paga otra noche. Luegoregresa a su habitación y despliega lasilla de ruedas que compró el miércoles.Era cara, pero qué más da. El dinero noes ya una preocupación para él.

Coloca el cojín con el rótuloAPARCAMIENTO DE CULO repletode explosivos en el asiento de la silla;

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después raja el forro del bolsillo delrespaldo e introduce varios bloques másde su explosivo plástico de fabricacióncasera. Cada bloque va provisto de uniniciador de azida de plomo. Mantienesujetos los cables conectores por mediode un clip metálico. Ya ha pelado losextremos, dejando al descubierto elcobre, y esta tarde los unirátrenzándolos.

El verdadero detonador será la CosaDos.

Usando cinta adhesiva filamentosa,cruzada una y otra vez, asegura, una por

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una, las bolsas con las bolas de cojinetebajo el asiento de la silla de ruedas. Alacabar, se sienta en los pies de la camay contempla su obra con expresiónsolemne. La verdad es que no tiene lamenor idea de si logrará meter esabomba rodante en el auditorio Mingo…pero tampoco sabía si conseguiríaescapar del Centro Cívico una vezconsumado el hecho. Aquello salió bien;quizá esto también. Al fin y al cabo, enesta ocasión no tendrá que escapar, yeso es la mitad de la batalla. Incluso silo descubren e intentan detenerlo, el

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pasillo estará abarrotado de asistentes alconcierto, y el número de víctimas serámuy superior a ocho.

«Esto va a ser la bomba —piensaBrady—. Esto va a ser la bomba,inspector Hodges, y a ti que te den porel culo. Que te den mucho por el culo.»

Se tumba en la cama y piensa enmasturbarse. Quizá sí debería hacerlo,aprovechando que aún tiene polla con laque masturbarse. Pero incluso antes dedesabrocharse el Levi’s lo vence elsueño.

En la mesilla de noche tiene una foto

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enmarcada. En ella Frankie, con Sammyel coche de bomberos en el regazo,sonríe.

6

Son casi las once de la mañana cuandoHodges y Jerome llegan al centrocomercial de Birch Hill. Hay plazas deaparcamiento de sobra, y Jerome deja suWrangler justo enfrente de DiscountElectronix, donde todos los escaparatesexhiben grandes letreros de REBAJAS.

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Frente a la tienda, sentada en el bordillocon las rodillas juntas y los piesseparados, hay una adolescenteenfrascada en su iPad. Un cigarrillohumea entre los dedos de su manoizquierda. Solo cuando se acercan,Hodges advierte canas en el cabello dela adolescente. Se le cae el alma a lospies.

—¿Holly? —dice Jerome.Al mismo tiempo Hodges pregunta:—¿Qué demonios hace usted aquí?—Estaba bastante segura de que usted

y Jerome lo averiguarían —contesta

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ella. Aplasta la colilla y se pone en pie—. Pero empezaba a preocuparme. Iba allamarlo si no llegaba antes de las oncey media. Estoy tomando el Lexapro,señor Hodges.

—Ya me lo dijo, y me alegro. Ahoraresponda a mi pregunta y explíquemequé hace aquí.

A Holly le tiemblan los labios, y sibien inicialmente ha conseguido mirarloa la cara, ahora baja la vista y secontempla los mocasines. A Hodges nole extraña haberla confundido en unprimer momento con una adolescente,

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porque en muchos sentidos todavía loes, obstaculizado su desarrollo por lasinseguridades y la tensión de mantenerseen equilibrio en la cuerda flojaemocional por la que ha caminado todasu vida.

—¿Se ha enfadado conmigo? Porfavor, no se enfade conmigo.

—No estamos enfadados —terciaJerome—, solo sorprendidos.

«Atónitos más bien», piensa Hodges.—Me he pasado la mañana en mi

habitación, explorando la comunidadinformática local, pero, como

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pensábamos, hay centenares de técnicos.Mi madre y el tío Henry han ido a hablarcon una gente. Sobre Janey, me parece.Supongo que tendrá que haber otrofuneral, pero no soporto la sola idea depensar en lo que habrá dentro del ataúd.Solo de imaginarlo me entra la llorera.

Y en efecto unas gruesas lágrimasdescienden por sus mejillas. Jerome larodea con un brazo. Al principio ella setensa; luego le dirige una tímida miradade agradecimiento.

—A veces, cuando está mi madrepresente, me cuesta pensar. Es como si

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ella creara interferencias en mi cabeza.Supongo que con estas cosas da laimpresión de que estoy loca.

—A mí no —contesta Jerome—. A míme pasa lo mismo con mi hermana.Sobre todo cuando pone sus CD de esosmalditos grupos de niñas.

—Esta mañana, cuando se hanmarchado y la casa se ha quedado ensilencio, he tenido una idea. He vuelto alordenador de Olivia y he mirado sucorreo.

Jerome se da una palmada en lafrente.

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—¡Mierda! Ni se me había pasadopor la cabeza pensar en el correo.

—No te preocupes, no había nada.Olivia tenía tres cuentas, MacMail,Gmail y AO-Hell, pero las tres carpetasestaban vacías. Quizá borraba ellamisma los mensajes, pero lo dudo,porque…

—Porque su escritorio y su discoduro estaban hasta los topes de cosas —concluye Jerome.

—Exacto. Tiene El puente sobre elrío Kwai en iTunes. Nunca la he visto.Puede que la ponga si tengo ocasión.

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Hodges lanza una mirada haciaDiscount Electronix. Con el reflejo delsol en los cristales, es imposible sabersi alguien los observa. Aquí fuera sesiente desprotegido, como un bicho enuna piedra.

—Vamos a dar un paseo —sugiere, ylos lleva hacia Savoy Shoes, Barnes &Noble y Whitey’s Happy FrogurtShoppe.

—Vamos, Holly, habla —insta Jerome—. Me estás volviendo loco.

Ella sonríe al oírlo, y en ese momentoparece mayor. Más de su edad. En

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cuanto se alejan de los enormesescaparates de Discount Electronix,Hodges se siente mejor. Para él, esevidente que Holly tiene a Jeromeencandilado, y también a él (un tanto asu pesar), pero es humillante pensar queuna neurótica Lexapro-dependiente se leha adelantado.

—Como se olvidó de retirar suprograma FANTASMA —explica Holly—, he pensado que quizá se habíaolvidado también de la carpeta de spam,y así era. Olivia tenía unos cincuenta e-mails de Discount Electronix. Algunos

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eran anuncios de rebajas, como las quehay ahora, aunque seguro que los únicosDVD que les quedan no son nada delotro mundo, probablemente películascoreanas y tal, y algunos de los mensajeseran cupones para descuentos del veintepor ciento. También tenía cupones paradescuentos del treinta por ciento. Loscupones del treinta por ciento servíanpara el siguiente servicio a domicilioofrecido por la Ciberpatrulla. —Seencoge de hombros—. Y aquí estoy.

Jerome la mira fijamente.—¿Solo has tenido que hacer eso?

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¿Echar un vistazo a la carpeta de spam?—No te sorprendas tanto —dice

Hodges—. Para atrapar al Hijo de Sam,bastó una multa de aparcamiento.

—He ido a la parte de atrás mientrasesperaba —dice Holly—. Según supágina web, la Ciberpatrulla solo cuentacon tres técnicos, y ahí atrás hay tres deesos Escarabajos verdes. Así quesupongo que ese hombre hoy estátrabajando en la tienda. ¿Va a detenerlo,señor Hodges? —Vuelve amordisquearse el labio—. ¿Y si seresiste? No quiero que le pase nada a

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usted.Hodges piensa a marchas forzadas.

Son tres los técnicos informáticos de laCiberpatrulla: Frobisher, Hartsfield yLinklatter, la rubia flaca. Está casiconvencido de que el individuo encuestión será Frobisher o Hartsfield, ysea quien sea, no se esperará queranagustavo19 aparezca por la puerta.Aun cuando Mr. Mercedes no echara acorrer, sin duda sería incapaz dedisimular el sobresalto inicial alreconocerlo.

—Voy a entrar. Usted y Jerome se

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quedan aquí.—¿Vas a entrar sin refuerzos? —

pregunta Jerome—. Venga, Bill, no creoque eso sea muy int…

—No me pasará nada, tengo el factorsorpresa de mi lado. Pero si no vuelvoen diez minutos, avisa al 911.¿Entendido?

—Sí.Hodges señala a Holly.—Usted no se aparte de Jerome. No

más investigaciones de lobo solitario —advierte. «Mira quién fue a hablar»,piensa.

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Ella asiente con humildad, y Hodgesse aleja sin darles tiempo a entretenerloprolongando la conversación. Cuando seacerca a las puertas de DiscountElectronix, se desabrocha la americanade sport. El peso del arma de su padrecontra la caja torácica lo reconforta.

7

Mientras observan a Hodges entrar en latienda de electrónica, una duda asalta aJerome.

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—Holly, ¿cómo has venido hastaaquí? ¿En taxi?

Ella niega con la cabeza y señala elaparcamiento. Allí, tres filas por detrásdel Wrangler de Jerome, hay un sedánMercedes gris.

—Estaba en el garaje. —Advierte queJerome se queda boquiabierto y se ponea la defensiva de inmediato—. Séconducir, eh. Tengo carnet. Nunca hetenido un accidente, y el seguro, deAllstate, me ha concedido una póliza debuena conductora. ¿Sabías que elhombre que sale en los anuncios

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televisivos de Allstate era el presidenteen la serie 24?

—Ese es el coche…Holly arruga la frente, desconcertada.—¿Por qué te extraña tanto? Estaba

en el garaje, y he encontrado las llavesdentro de una canasta en el recibidor.¿Por qué te extraña tanto, pues?

Las abolladuras han desaparecido,observa Jerome. Han cambiado los farosy los parabrisas. Está como nuevo.Nadie diría que se utilizó en unamatanza.

—¿Jerome? ¿Crees que a Olivia le

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importaría?—No —contesta él—. Seguramente

no.Está imaginándose la calandria

manchada de sangre. Jirones de telacolgando de ella.

—Al principio no arrancaba, estabasin batería, pero he encontrado uncargador portátil de Olivia, y sé usarloporque mi padre tenía uno. Jerome, si elseñor Hodges no lo detiene, ¿podríamosacercarnos a Whitey’s Happy FrogurtShoppe?

Jerome apenas la oye. Sigue con la

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mirada fija en el Mercedes. «Se lodevolvieron —piensa—. Bueno, esnormal que se lo devolvieran.» Al fin yal cabo, era de su propiedad. Inclusoreparó los daños. Pero Jerome juraríaque nunca más volvió a conducirlo. Sien algún sitio había fantasmas —fantasmas auténticos—, era ahí dentro. Yprobablemente gritando.

—¿Jerome? Baja de las nubes,Jerome.

—¿Eh?—Si todo sale bien, vamos a Frogurt

a por un yogur helado. He estado

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esperándoos al sol y me muero de calor.Yo invito. Me apetece mucho un helado,pero…

Jerome no oye el resto. Estápensando: «Helado».

Dentro de su cabeza se produce unclic tan sonoro que Jerome incluso haceuna mueca, y al instante sabe de qué leha sonado una de las caras de laCiberpatrulla al verla en el ordenadorde Hodges. Le flojean las piernas y seapoya en uno de los postes del paseopara no caerse.

—Dios mío —exclama.

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—¿Qué pasa? —Holly, mordiéndoselos labios frenéticamente, le sacude elbrazo—. ¿Qué pasa? ¿Te encuentrasmal, Jerome?

Pero al principio Jerome solo puederepetir:

—Dios mío. 8

Hodges piensa que el DiscountElectronix del centro comercial de BirchHill tiene toda la apariencia de una

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empresa a la que le quedan tres mesesde vida. Muchas de las estanterías estánvacías, y las existencias restantesofrecen un triste aspecto de abandono.Casi todos los clientes se congregan enel departamento de audio y vídeo, dondeunos letreros fluorescentes de color rosaanuncian: ¡CARAY! ¡REMATE EN LASECCIÓN DE DVD! ¡TODOS LOSDISCOS REBAJADOS AL 50%,INCLUIDOS LOS BLU-RAY! Pese aque hay diez cajas registradoras, solotienen abiertas tres, atendidas pormujeres que visten guardapolvos azules

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con el logo amarillo de DE. Dos deellas están mirando por la ventana; latercera lee Crepúsculo. Otros dos o tresempleados recorren los pasillos, muyocupados en no hacer nada.

Hodges no tiene el menor interés enninguno de ellos, pero ve a dos de lostres que sí le interesan. AnthonyFrobisher, el de las gafas a lo JohnLennon, habla con un cliente que llevauna cesta llena de DVD rebajados enuna mano y un fajo de cupones en laotra. La corbata de Frobisher induce apensar que, además de miembro de la

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Ciberpatrulla, quizá sea el encargado dela tienda. La chica de cara alargada ycabello de color rubio sucio está alfondo, sentada ante un ordenador. Tieneun cigarrillo encajado detrás de unaoreja.

Hodges recorre parsimoniosamente elpasillo central de la sección de DVDREBAJADOS. Frobisher lo mira ylevanta un dedo para indicar Enseguidaestoy con usted. Hodges sonríe y muevela mano en señal de No hace falta.Frobisher se concentra de nuevo en elcliente de los cupones. No se advierte

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en él la menor señal de que lo hayareconocido. Hodges se acerca al fondode la tienda.

La chica del pelo de color rubio sucioalza la vista hacia él y vuelve a fijarlaen la pantalla del ordenador. Tampocoella lo reconoce. No lleva camiseta deDiscount Electronix; en la suya se leeCUANDO YO QUIERA MI OPINIÓN,TE LA DARÉ. Hodges ve que estájugando a una versión actualizada dePitfall Harry, una versión másdescarnada que la que fascinaba a suhija Alison hace un cuarto de siglo.

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«Todo lo que se va vuelve —piensaHodges—. Un concepto zen, sin duda.»

—A menos que tenga una consultainformática, hable con Tones —dice ella—. Yo solo me ocupo de los ordenatas.

—¿Tones no será por casualidadAnthony Frobisher?

—Sí. Don Peripuesto, el de lacorbata.

—Usted es, pues, Freddi Linklatter.De la Ciberpatrulla.

—Sí. —Detiene a Pitfall Harry amedio salto por encima de una serpienteenrollada para examinar a Hodges

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detenidamente. Lo que ve es el carnet depolicía de Hodges, con el pulgarestratégicamente colocado para ocultarla fecha de caducidad.

—Oooh —exclama, y tiende al frentelas dos manos juntas, ofreciendo lasmuñecas delgadas como palos—. Soyuna chica muy muy mala, y unas esposasson lo que me merezco. Azóteme,pégueme, oblígueme a extender chequesfalsos.

Hodges le dirige una parca sonrisa yse guarda el carnet.

—¿No es Brady Hartsfield el tercer

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miembro de la alegre pandilla? No loveo por aquí.

—No ha venido. Tiene gripe. Esodice. ¿Quiere saber qué sospecho yo?

—Escucho.—Creo que quizá por fin ha metido a

su querida madre en un centro derehabilitación. Según cuenta, la buenamujer bebe y él ha de ocuparse casisiempre de ella. Razón por la que nuncase ha echado un B.P. Ya sabe a qué merefiero, ¿no?

—Me lo imagino, sí.Ella lo observa con corrosivo interés.

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—¿Brady está metido en algún lío?No me extrañaría. Está un poco… ya meentiende, tururú.

—Solo necesito hablar con él.Anthony Frobisher —Tones— se

acerca.—¿Puedo ayudarlo en algo,

caballero?—Es la pasma —explica Freddi.

Dirige a Frobisher una amplia sonrisaque deja a la vista unos dientespequeños muy necesitados de limpieza—. Ha descubierto lo del laboratorio demeta de la parte de atrás.

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—Corta el rollo, Freddi.Ella, con una mímica exagerada, hace

como si se cerrara los labios con unacremallera y, al acabar, girara una llaveinvisible, pero no vuelve a centrarse ensu juego.

Suena el móvil en el bolsillo deHodges. Lo silencia con el pulgar.

—Soy el inspector Bill Hodges, señorFrobisher. Tengo que hacer unaspreguntas a Brady Hartsfield.

—Está de baja por enfermedad. ¿Hahecho alguna barbaridad?

—¡Vaya, con rima y todo! Tones es

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poeta y no lo sabe —observa FreddiLinklatter—. Aunque viéndolo, nadie lodiría…

—Cállate, Freddi. Por última vez.—¿Puede darme su dirección, por

favor?—Por supuesto, se la traeré.—¿Puedo descallarme un momento?

—pregunta Freddi.Hodges asiente. Freddi pulsa una

tecla del ordenador. Pitfall Harry essustituido por una hoja de cálculotitulada PERSONAL DE LA TIENDA.

—Listo —dice ella—. Elm Street, 49.

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Eso está en el…—El Lado Norte, sí —la interrumpe

Hodges—. Gracias a los dos. Han sidode gran ayuda.

Cuando Hodges se aleja, FreddiLinklatter levanta la voz en dirección aél:

—Esto tiene que ver con su madre,me juego lo que sea. Se trae algo rarocon ella.

9

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En cuanto Hodges sale al sol radiante,Jerome se abalanza sobre él y casi loderriba. Holly acecha justo detrás de él.Ha dejado de morderse los labios y hapasado a las uñas, que presentan unaspecto francamente maltratado.

—Te he llamado por teléfono —reprocha Jerome—. ¿Por qué no hascontestado?

—Estaba haciendo unas preguntas.¿Por qué me miras con esa cara?

—¿Está Hartsfield ahí dentro?Hodges, sorprendido, es incapaz de

responder.

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—Es él —afirma Jerome—. Porfuerza lo es. Tienes razón: te observaba,y ya sé cómo. Ha sido lo mismo que enese cuento de Hawthorne sobre la cartarobada: escondida a plena vista.

Holly deja de morderse las uñas eltiempo suficiente para decir:

—Ese cuento es de Poe. ¿Es que noos enseñan nada en el colegio?

—Cálmate, Jerome —dice Hodges.Jerome respira hondo.—Tiene dos empleos, Bill. Dos. Debe

de trabajar aquí solo a media jornada oalgo así. Después trabaja para Loeb.

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—¿Loeb?—Sí, la empresa de helados. Conduce

la camioneta de Mr. Tastey. La de lascampanillas. Yo le he compradohelados, y mi hermana también. Todoslos niños le compran. Ronda mucho pornuestra parte de la ciudad. ¡BradyHartsfield es el vendedor de helados!

Hodges cae en la cuenta de queúltimamente ha oído el alegre tintineo deesas campanillas con mucha frecuencia.En la primavera de su depresión,apoltronado en el La-Z-Boy, viendo latelevisión vespertina (y a veces

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jugueteando con el arma cuya presiónnota ahora en las costillas), lo oía adiario, o esa impresión tiene en estemomento. Lo oía y no le prestabaatención, porque solo los niños se fijanrealmente en el heladero. Excepto queuna parte más profunda de su mente nopermaneció totalmente ajena. Era esaparte profunda la que volvía una y otravez a Bowfinger y su sarcásticocomentario sobre la señora Melbourne.

«Cree que ellos viven entrenosotros», dijo Bowfinger, pero no eranunos alienígenas llegados del espacio lo

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que preocupaba a la señora Melbourneel día en que Hodges llevó a cabo losinterrogatorios en el vecindario; eran lostodoterrenos negros, los quiroprácticosy la gente de Hanover Street que poníala música muy alta ya entrada la noche.

Y también el hombre de Mr. Tastey.«Ese tiene una pinta sospechosa»,

dijo ella.«Esta primavera parece que siempre

anda rondando por aquí», dijo ella.Una pregunta espantosa asoma a su

mente, como una de las serpientes quesiempre esperan al acecho en Pitfall

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Harry: si hubiese hecho caso a la señoraMelbourne en lugar de considerarla unachiflada inocua y descartarla (igual quePete y él descartaron a OliviaTrelawney), ¿seguiría Janey viva? No locree, pero nunca lo sabrá con certeza, yse teme que esa pregunta lo atormentarádurante muchas noches de insomnio enlas próximas semanas y meses.

Tal vez años.Mira el aparcamiento… y ve ahí un

fantasma. Un fantasma gris.Se vuelve hacia Jerome y Holly,

ahora de pie uno al lado del otro, y ni

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siquiera necesita preguntar.—Sí —dice Jerome—. Lo ha traído

Holly.—El permiso de circulación y la

pegatina en la matrícula están un pococaducados —explica Holly—. Porfavor, no se enfade conmigo, ¿vale?Tenía que venir. Quería ayudar, perosabía que si lo llamaba antes a usted, senegaría.

—No estoy enfadado —respondeHodges. De hecho, ni siquiera sabe muybien cómo se siente. Tiene la sensaciónde haber entrado en un mundo onírico

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donde todos los relojes van hacia atrás.—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta

Jerome—. ¿Avisar a la policía?Pero Hodges no está dispuesto a

desentenderse todavía. Puede que hayauna olla de demencia en ebullicióndetrás del rostro insulso del joven de lafoto, pero Hodges ha conocido a nopocos psicópatas y sabe que cuando selos coge por sorpresa, en su mayoría sedesmoronan como castillos de arena.Solo son peligrosos para losdesarmados y los incautos, como lagente sin recursos que hacía cola para

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solicitar empleo aquella madrugada deabril de 2009.

—Tú y yo nos vamos a dar un paseohasta el lugar de residencia del señorHartsfield —contesta Hodges—. Iremoscon eso. —Señala el Mercedes gris.

—Pero… si nos ve llegar, ¿no nosreconocerá?

Hodges esboza una sonrisa queJerome Robinson no ha visto nuncaantes.

—Eso espero. —Tiende la mano—.¿Puede darme la llave, Holly?

Ella aprieta sus labios maltratados.

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—Sí, pero yo también voy.—Ni hablar —contesta Hodges—. Es

demasiado peligroso.—Si es demasiado peligroso para mí,

es demasiado peligroso para usted yJerome. —Resistiéndose a mirarlo,desvía la vista a uno y otro lado sinposarla en ningún momento en su cara;pero su voz es firme—. Puede obligarmea que me quede aquí, pero entonces, encuanto se vayan, avisaré a la policía yles daré la dirección de BradyHartsfield.

—No la tiene —replica Hodges.

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Incluso a él le parece una respuestapoco convincente.

Holly no contesta, lo cual es unaforma de cortesía. Ni siquiera necesitaentrar en Discount Electronix ypreguntárselo a la mujer del pelo decolor rubio sucio; ahora que ya tienen elnombre, probablemente ella puedeaveriguar la dirección de Hartsfield consu diabólico iPad.

Mierda.—Vale, puede venir. Pero conduzco

yo, y cuando lleguemos allí, usted yJerome se quedarán dentro del coche.

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¿Algún problema con eso?—No, señor Hodges.Esta vez sí posa la mirada en su cara

y la mantiene ahí durante tres segundosenteros. Podría ser un avance. «ConHolly, quién sabe», piensa Hodges.

10

Debido a los drásticos recortespresupuestarios aplicados el añopasado, los coches patrulla de la ciudadllevan por norma un solo agente. No es

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ese el caso en Lowtown. Aquí cada zetalleva una pareja, y la pareja idealincluye al menos una persona de color,porque en Lowtown las minorías sonmayoría. El 3 de junio, poco después delas doce del mediodía, los agentesLaverty y Rosario circulan por LowbriarAvenue, más o menos un kilómetro másallá del paso elevado bajo el cual BillHodges, una vez, impidió a un par detroles atracar a un renacuajo. Laverty esblanco. Rosario es hispana. Como elzeta es el Coche Patrulla n.º 54, en eldepartamento se los conoce como Toody

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y Muldoon, por los polis de una antiguatelecomedia de los sesenta tituladaPatrulla 54. A veces Amarilis Rosario,en el pase de revista de las mañanas,deleita a sus compañeros, los caballerosazules, diciendo: «¡Eh, eh, Toody, se meocurre una idea!». Le queda encantadorcon su acento dominicano, y siemprearranca unas risas a los demás.

De patrulla, en cambio, es Doña FielCumplidora de su Deber. Lo mismopuede decirse de él. En Lowtown porfuerza hay que serlo.

—Esos chavales, los matonzuelos de

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esquina, me recuerdan a los Blue Angelsen una exhibición aérea que vi una vez—comenta ella ahora.

—¿Ah, sí?—En cuanto nos ven venir, se separan

como si estuvieran en formación. Mira,ahí va otro.

Cuando se aproximan al cruce deLowbriar y Strike, un chico con unachaqueta de chándal de los Cavaliers deCleveland (demasiado grande para él ydel todo superflua en un día tancaluroso) se larga repentinamente de laesquina donde estaba tonteando y enfila

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Strike al trote. Aparenta unos trece años.—Igual acaba de recordar que hoy es

día de colegio —dice Laverty.Rosario se echa a reír.—Sí, ya, seguro.Ahora se acercan a la esquina de

Lowbriar con Martin Luther KingAvenue. MLK es la otra gran calle delgueto, y esta vez son cinco o seis losmatonzuelos que de pronto deciden quetienen asuntos pendientes en otro sitio.

—Eso sí es volar en formación —comenta Laverty. Se ríe, aunque enrealidad no tiene gracia—. Oye, ¿dónde

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quieres comer?—A ver si está aquel puesto

ambulante en Randolph —responde ella—. Hoy el cuerpo me pide tacos.

—Señor Taco, se llama —dice él—,pero prescinde de las judías, ¿vale? Aúnnos quedan cuatro horas de… Eh, mira,Rosie. ¡Qué raro!

Más adelante un hombre sale de unatienda con una caja de flores alargada.Es raro, porque la tienda no es unafloristería; es la casa de empeños KingVirtue. También resulta extraño porquees de raza blanca, y ahora están en la

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zona más negra de Lowtown. El hombrese acerca a una camioneta Econolineblanca, muy sucia, estacionada en unvado: una multa de veinte dólares. Sinembargo Laverty y Rosario, famélicos,tienen la mira puesta en unos tacosacompañados de esa deliciosa salsapicante que el Señor Taco tiene en elmostrador, y tal vez lo habrían dejadocorrer. Muy probablemente lo habríandejado correr.

Pero.Con David Berkowitz, fue una multa

de aparcamiento. Con Ted Bundy, fue

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una luz de posición averiada. Hoy bastacon una caja de floristería con laspestañas mal plegadas para cambiar elmundo. Mientras el hombre se revuelvelos bolsillos en busca de la llave de suvieja camioneta (ni siquiera elemperador Ming de Mongo dejaría suvehículo abierto en Lowtown), la cajase ladea. El extremo se abre y algoasoma parcialmente.

El hombre lo empuja de nuevo haciadentro para evitar que se caiga a lacalle, pero Jason Laverty cumplió dosperíodos de servicio en Irak y reconoce

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un lanzagranadas RPG en cuanto lo ve.Enciende las luces de emergencia y paradetrás del hombre, que lanza una miradaalrededor con cara de sorpresa.

—¡La pistola! —indica a sucompañera—. ¡Sácala!

Salen precipitadamente del coche,apuntando al cielo sus Glock empuñadascon ambas manos.

—¡Suelte la caja! —ordena Laverty—. ¡Suelte la caja y apoye las manos enla camioneta! Inclinado. ¡Ya mismo!

Por un momento el hombre —uncuarentón de piel aceitunada y cargado

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de hombros— abraza contra el pecho lacaja de floristería como si fuera unbebé. Pero cuando Rosario baja el armay lo encañona, él suelta la caja. Esta sedesmonta del todo y revela lo queLaverty identifica a bulto como unlanzagranadas anticarro Hashim defabricación rusa.

—¡La hostia! —exclama Rosario—.Toody, Toody, se me ocurre una id…

—Agentes, bajen sus armas.Laverty permanece atento al individuo

del lanzagranadas, pero Rosario sevuelve y ve a un hombre blanco, canoso,

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con una chaqueta azul. Lleva unauricular y va provisto de su propiaGlock. Antes de que ella puedapreguntarle algo, la calle se ha llenadode hombres con chaquetas azules, todoscorriendo en dirección a la casa deempeños King Virtue. Uno porta unariete Stinger, de los que la policíallama revientapuertas mini. Ve en lasespaldas de las chaquetas la sigla ATF,del Departamento de Alcohol, Tabaco,Armas de Fuego y Explosivos, y deinmediato tiene la inequívoca sensaciónde haberse metido en camisa de once

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varas.—Agentes, bajen sus armas. Les

habla James Kosinsky, del ATF.—¿No preferiría quizá que primero

uno de nosotros espose a este hombre?—dice Laverty—. Solo por preguntar.

Los agentes del ATF entran en tropelen la casa de empeños comocompradores en unos grandes almacenesel primer día de rebajas. Unamuchedumbre se congrega en la acera deenfrente, demasiado estupefacta aún antela magnitud de tal dispositivo de asaltopara empezar a lanzar improperios. O

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piedras, si a eso vamos.Kosinsky exhala un suspiro.—Vale, ya puestos —responde—. El

mal ya está hecho.—No sabíamos que tenían una

operación en marcha —dice Laverty.Entretanto el hombre del lanzagranadasya ha retirado las manos de la camionetay las ha colocado detrás de la espalda,con las muñecas juntas. Salta a la vistaque tiene experiencia en la materia—.Se disponía a abrir la camioneta, y hevisto asomar eso de la caja. ¿Qué iba yoa hacer?

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—Lo que ha hecho, claro. —Dentrode la casa de empeños se oye ruido decristales rotos, vocerío y acto seguidolos topetazos del revientapuertas enacción—. Miren, ya que están aquí, ¿porqué no meten al señor Cavelli en laparte de atrás de su coche y entranconmigo? A ver qué nos encontramos.

Mientras Laverty y Rosarioacompañan al detenido al cochepatrulla, Kosinsky anota el número.

—¿Y bien? —dice—. ¿Quién deustedes es Toody y quién es Muldoon?

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11

Mientras el dispositivo de asalto delATF, comandado por el agente Kosinsky,comienza el inventario en el cavernosoalmacén situado detrás de la humildefachada de la casa de empeños KingVirtue, un sedán Mercedes gris sedetiene junto al bordillo ante el número49 de Elm Street. Hodges va al volante.Hoy es Holly quien ocupa el asiento delcopiloto, porque, sostiene ella (no sincierta lógica), el coche es más suyo que

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de ellos.—Debe haber alguien en casa —

señala Holly—. Hay un Honda Civic enmuy mal estado en el camino de acceso.

Hodges advierte que se acerca unanciano arrastrando los pies, el vecinode la casa de enfrente.

—Ahora hablaré yo con el CiudadanoConsciente. Usted y Jerome no abran laboca.

Baja la ventanilla.—¿En qué puedo ayudarlo, caballero?—Pensaba que a lo mejor era yo

quien podía ayudarlo a usted —

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responde el viejo. Escruta con sus ojosrelucientes a Hodges y susacompañantes. También el coche, lo cualno sorprende a Hodges. Es todo uncochazo—. Si buscan a Brady, no tienensuerte. Ese coche de la entrada es el dela señora Hartsfield. Hace semanas queno lo mueven. Ni siquiera sé si funcionaaún. Quizá la señora Hartsfield se hamarchado con Brady, porque hoy no lahe visto. Suelo verla cuando sale a porel correo. —Señala el buzón junto a lapuerta del número 49—. Le gustan loscatálogos, como a casi todas las

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mujeres. —Tiende una mano huesuda—.Hank Beeson.

Hodges le da un breve apretón y actoseguido le enseña el carnet, manteniendoel pulgar sobre la fecha de caducidad.

—Mucho gusto, señor Beeson. Soy elinspector Bill Hodges. ¿Puede decirmequé coche tiene el señor Hartsfield?¿Marca y modelo?

—Es un Subaru marrón. En cuanto almodelo y el año, no puedo ayudarlo. Amí todas esas carracas japonesas meparecen iguales.

—Ya. Ahora tengo que pedirle que

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vuelva a su casa, caballero. Es posibleque pasemos después a hacerle unaspreguntas.

—¿Brady ha hecho algo malo?—Solo es una visita de rutina —

contesta Hodges—. Vuelva a su casa,por favor.

En lugar de obedecer, Beeson seinclina un poco más para mirar aJerome.

—¿No eres más bien joven para serpolicía?

—Estoy en prácticas —contestaJerome—. Más vale que haga lo que le

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dice el inspector Hodges.—Ya voy, ya voy. —Pero antes echa

un buen vistazo al trío—. ¿Desde cuándola policía se pasea en un Mercedes-Benz?

Hodges no encuentra respuesta paraeso, pero Holly sí.

—Esto es un coche incautado en unaoperación contra el crimen organizado.Nosotros nos quedamos con suspertenencias. Podemos darles el uso quequeramos porque somos la policía.

—Sí, ya, claro. Tiene lógica. —Beeson se muestra en parte satisfecho y

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en parte confuso. Pero vuelve a su casa,donde pronto reaparece, esta vezmirándolos desde una ventana.

—El crimen organizado escompetencia de los federales —corrigeHodges afablemente.

Ella señala al viejo mirón con unaparca inclinación de cabeza, y una levesonrisa asoma a sus labios maltrechos.

—¿Cree que él lo sabe? —Al norecibir respuesta, pregunta con tonodiligente—: ¿Y ahora qué hacemos?

—Si Hartsfield está ahí dentro, haréun arresto ciudadano. Si él no está y su

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madre sí, la interrogaré. Usted y Jeromese quedarán en el coche.

—No sé si eso es buena idea —diceJerome pero, a juzgar por la expresiónde su rostro (Hodges la ve a través delretrovisor), sabe ya que esa objeciónserá desestimada.

—Es la única que se me ocurre —declara Hodges.

Se apea del coche. Antes de cerrar lapuerta, Holly se inclina hacia él y dice:

—No hay nadie en casa.Hodges no contesta, pero ella asiente

como si él hubiera hablado.

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—¿No lo percibe?En realidad Hodges sí lo percibe.

12

Mientras Hodges recorre el camino deacceso, se fija en que las cortinas delventanal delantero están corridas. Echauna ojeada al Honda y no ve nada dignode interés. Tira de la puerta delacompañante. Se abre. El coche despideuna bocanada de aire tibio y maloliente,con un vago tufo a alcohol. Cierra la

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puerta, sube por los peldaños del porchey pulsa el timbre. Oye el ding-dongdentro de la casa. Nadie acude. Pruebade nuevo, y después llama con losnudillos. Nadie acude. Aporrea la puertacon el puño de lado, muy consciente deque en la acera de enfrente el señorBeeson toma buena nota de todo. Nadieacude.

Se acerca al garaje y mira por una delas ventanas de la puerta basculante.Unas cuantas herramientas, unamininevera, no mucho más.

Saca el teléfono móvil y llama a

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Jerome. Ese tramo de Elm Street es muytranquilo, y oye —débilmente— el tonode AC/DC cuando se establece lallamada. Ve a Jerome contestar.

—Dile a Holly que coja su iPad yconsulte a nombre de quién está la casadel número 49 de Elm Street en elarchivo municipal tributario. ¿Puedehacerlo?

Oye a Jerome preguntárselo a Holly.—Dice que va a ver si es posible.—Bien. Voy a la parte de atrás. No

cuelgues. Daré señales a intervalos detreinta segundos. Si pasa más de un

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minuto y no sabes nada de mí, llama al911.

—¿Seguro que quieres hacer esto,Bill?

—Sí. Asegúrate de que Hollyentiende que conseguir el nombre notiene la mayor importancia. No quieroque le entre el canguelo.

—Está tranquila —responde Jerome—. Tecleando ya. Tú no dejes demantenerte en contacto.

—Cuenta con ello.Pasa entre el garaje y la casa. El

jardín de atrás es pequeño pero está

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bien cuidado. Un arriate circular conflores ocupa el centro. Hodges sepregunta quién las habrá plantado, si lamadre o el hijito. Sube por los trespeldaños de madera hasta la entradaposterior. Hay una mosquitera dealuminio y detrás otra puerta. Lamosquitera está abierta. La puerta no.

—¿Jerome? Toma de contacto. Todoen orden.

Mira a través del cristal y ve unacocina. Está bien recogida. Hay unoscuantos platos y vasos en el escurridorjunto al fregadero. Un paño plegado

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cuelga del tirador de la puerta del horno.Ve dos manteles individuales en la mesa.Ninguno para Papá Oso, lo cualconcuerda con el perfil psicológico alque dio forma en su bloc de papelpautado. Llama con los nudillos ydespués aporrea la puerta. Nadie acude.

—¿Jerome? Toma de contacto. Todoen orden.

Deja el teléfono en el suelo y saca elestuche de cuero, alegrándose de haberpensado en él. Dentro están las ganzúasde su padre: tres varillas plateadas conganchos de distintos tamaños en los

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extremos. Selecciona la ganzúaintermedia. Una buena elección: penetrafácilmente. Hurga, gira la ganzúaprimero a un lado, luego al otro, palpael mecanismo. Justo cuando está a puntode hacer una pausa para ponerse encontacto otra vez con Jerome, la ganzúaprende. Da vuelta con un movimientorápido y firme, tal como le enseñó supadre, y se oye un chasquido al soltarseel seguro en el lado interior de la puerta.Entretanto, el móvil berrea su nombre.Lo coge.

—¿Jerome? Todo en orden.

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—Me tenías preocupado —diceJerome—. ¿Qué haces?

—Allanar una morada.

13

Hodges entra en la cocina de losHartsfield. Percibe el olor de inmediato.Es tenue pero ahí está. Con el móvil enla mano izquierda y el 38 de su padre enla derecha, Hodges se deja guiar por elolfato primero hasta el salón —vacío, sibien el mando a distancia del televisor y

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unos catálogos esparcidos en la mesitade centro lo llevan a pensar que el sofáes el nido de la señora Hartsfield en laplanta baja— y después hasta el pisosuperior. A medida que sube, el olor sevuelve más intenso. No es todavíahedor, pero va camino de eso.

Arriba encuentra un pasillo corto conuna puerta a la derecha y dos a laizquierda. Primero inspecciona lahabitación de la derecha. Es la de losinvitados, que no ha ocupado nadie enmucho tiempo. Es tan aséptica como unquirófano.

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Se pone en contacto con Jerome otravez antes de abrir la primera puerta a laizquierda. De ahí procede el olor.Respira hondo y entra deprisa, agachadohasta que tiene la certeza de que nadiese esconde detrás de la puerta. Abre elcuarto ropero —la puerta es de fuelle—y aparta la ropa de un manotazo. Nadie.

—¿Jerome? Toma de contacto.—¿Hay alguien dentro?Bueno… más o menos. La colcha de

la cama de matrimonio cubre una siluetainconfundible.

—Espera un momento.

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Mira debajo de la cama y solo veunas zapatillas de andar por casa, otrasde deporte, de color rosa, un únicocalcetín corto blanco y unas cuantasbolas de borra. Retira la colcha y ahíestá la madre de Brady Hartsfield. Lapiel, aunque blanca como la cera,presenta un leve tonillo verdoso. Tienela boca entreabierta; los ojos, turbios yvidriosos, hundidos en las cuencas.Hodges le levanta un brazo, se loflexiona un poco, lo deja caer. Larigidez cadavérica ha pasado ya.

—Oye, Jerome. He encontrado a la

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señora Hartsfield. Está muerta.—Dios mío. —La voz generalmente

adulta de Jerome se quiebra en lasegunda palabra—. ¿Qué vas a…?

—Espera un momento.—Eso ya lo has dicho.Hodges deja el móvil en la mesilla de

noche y retira la colcha hasta los pies dela señora Hartsfield. Lleva un pijama deseda azul. En la chaqueta se observanmanchas de lo que parece vómito y unpoco de sangre, pero no hay a la vistaningún orificio de bala ni herida de armablanca. Tiene el rostro tumefacto, y sin

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embargo Hodges no ve marcas deataduras ni hematomas en el cuello. Lahinchazón no es más que la lenta marchafúnebre de la descomposición. Lelevanta la chaqueta del pijama losuficiente para verle el vientre. Al igualque el rostro, está ligeramentetumefacto, pero casi con toda seguridadeso se debe a la acumulación de gases.Se inclina para acercarse a la boca, miradentro y ve lo que preveía: cuajaronesen la lengua y en los espacios entre lasencías y el lado interior de las mejillas.Deduce que se emborrachó, arrojó su

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última comida y se fue como una estrelladel rock. La sangre podría proceder dela garganta. O de una úlcera deestómago agravada.

Coge el teléfono y dice:—Puede que él la haya envenenado,

pero es más probable que haya sido ellamisma.

—¿Alcohol?—Probablemente. Sin autopsia, es

imposible saberlo.—¿Qué quieres que hagamos?—No os mováis de ahí.—¿Aún no avisamos a la policía?

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—Todavía no.—Holly quiere decirte algo.Por un momento se oye solo aire

muerto, pero ella se pone al aparatoenseguida y habla claro como el agua.Parece serena. Más serena que Jerome,de hecho.

—Se llama Deborah Hartsfield.Deborah con «h» final.

—Buen trabajo. Devuélvale elteléfono a Jerome.

Al cabo de un segundo Jerome dice:—Espero que sepas lo que haces.«Pues no lo sé —piensa mientras mira

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en el cuarto de baño—. He perdido lacabeza y la única manera de recuperarlaes abandonar este asunto de una vez. Esotú ya lo sabes.»

Pero se acuerda de Janey cuando leregaló el rumboso sombrero dedetective y sabe que no puedeabandonar. No quiere.

El cuarto de baño está limpio… ocasi. Hay unos cuantos pelos en ellavabo. Hodges los ve pero no toma notade ello. Piensa en la diferencia esencialentre una muerte accidental y unasesinato. Un asesinato sería un mal

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augurio, porque, en los casos de locuraprofunda, matar a familiares cercanos escon mucha frecuencia el inicio de lahuida final. Si ha sido un accidente o unsuicidio, quizá aún queda tiempo. AcasoBrady permanezca agazapado en algúnsitio mientras decide su siguiente paso.

«Cosa que no se diferencia mucho delo que hago yo», piensa Hodges.

La última habitación del piso superiores la de Brady. La cama está sin hacer.Hay un revoltijo de libros sobre lamesa, en su mayoría de ciencia ficción.Un póster de Terminator cuelga de la

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pared: Schwarzenegger con gafasoscuras y un arma futurista descomunal.

«Ya volveré», piensa Hodges,mirándolo.

—¿Jerome? Toma de contacto.—El tío de la casa de enfrente no nos

quita ojo. Holly opina que deberíamosentrar.

—Todavía no.—¿Cuándo?—Cuando me asegure de que aquí no

hay peligro.Brady tiene su propio cuarto de baño.

Está tan ordenado como una taquilla de

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un soldado en día de inspección. Hodgesle echa un expeditivo vistazo y baja. Veun hueco en el salón, con espaciosuficiente para un escritorio pequeño.Encima hay un ordenador portátil. Unbolso pende del respaldo por la correa.Adorna la pared una gran fotografíaenmarcada de la mujer de arriba y unaversión púber de Brady Hartsfield.Aparecen de pie en una playa,abrazados, con las mejillas juntas. Lucenidénticas sonrisas radiantes. Más quemadre e hijo, parecen dos novios.

Hodges contempla fascinado a Mr.

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Mercedes en su adolescencia. Nada ensu rostro presagia tendencias homicidas,pero eso, claro está, casi nunca ocurre.El parecido entre madre e hijo es tenue,visible sobre todo en la forma de lanariz y el color del pelo. Ella era unamujer guapa, casi hermosa, pero Hodgesjuraría que el padre de Brady no eraigual de agraciado. El chico de la fototiene un aspecto… corriente. Un chicocon el que uno se cruzaría por la callesin mirarlo dos veces.

«Probablemente es lo que él prefiere—piensa Hodges—. El Hombre

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Invisible.»Vuelve a la cocina y esta vez ve una

puerta al lado de los fogones. La abre yve la empinada escalera que desciendehacia la oscuridad. Consciente de queofrece un blanco perfecto a cualquieraque pueda estar ahí abajo, Hodges seaparta a un lado a la vez que busca atientas el interruptor de la luz. Loencuentra y vuelve al umbral de lapuerta apuntando al frente con elrevólver. Ve abajo una mesa. Más allá,un estante, situado a un metro de altura,a lo ancho de toda la sala. Encima hay

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una hilera de ordenadores. Le recuerdala Sala de Control de Cabo Cañaveral.

—¿Jerome? Toma de contacto.Sin esperar respuesta, baja con el

arma en una mano y el teléfono en laotra, sabiendo de sobra que eso es unagrotesca aberración respecto delprocedimiento policial establecido. ¿Ysi Brady está debajo de la escalera consu propia arma, dispuesto a segarle lospies por los tobillos a tiros? ¿O si hapuesto una bomba trampa? Puedehacerlo; eso Hodges lo sabe muy bien.

No tropieza con ningún alambre, y el

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sótano está vacío. Hay un cuarto dematerial, con la puerta abierta, pero nocontiene nada. Solo ve estantes vacíos y,en un rincón, unas cuantas cajas dezapatos, que también parecen vacías.

«El mensaje —piensa Hodges— esque Brady mató a su madre o se laencontró muerta al volver a casa.Comoquiera que sea, ha ahuecado el ala.Si tenía explosivos, los guardaba en losestantes de este cuarto (posiblemente enlas cajas de zapatos) y se los hallevado.»

Sube. Ha llegado el momento de

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hacer entrar a sus nuevos compañeros.No quiere meterlos en este asunto másde lo que ya los ha metido, pero estánesos ordenadores de ahí abajo. Él nosabe un carajo de informática.

—Venid a la parte de atrás —indica—. La puerta de la cocina está abierta.

14

Holly entra, olfatea y pregunta:—¡Ufff! ¿Eso es Deborah Hartsfield?—Sí. Procure no pensar en ello.

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Venid aquí abajo, los dos. Quiero queechéis un vistazo a una cosa.

En el sótano, Jerome desliza unamano por la mesa.

—Al margen de todo, es el orden enpersona.

—¿Va a llamar a la policía, señorHodges? —Holly se muerde otra vez loslabios—. Supongo que sí, y no puedoimpedírselo, pero mi madre se va aenfadar tanto conmigo… Además, noparece justo, dado que somos nosotrosquienes hemos descubierto su identidad.

—No sé qué voy a hacer —responde

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Hodges, aunque Holly tiene razón; noparece en absoluto justo—. Pero desdeluego me gustaría saber qué hay en esosordenadores. Eso quizá me ayude atomar una decisión.

—En este caso no será tan fácil comocon Olivia —dice Holly—. Ese hombretendrá una buena contraseña.

Jerome elige un ordenador al azar(resulta ser el Número Seis de Brady; enese no hay gran cosa) y pulsa el botónsituado en el dorso del monitor. Es unMac, pero no suena nada. Brady detestael alegre sonido de arranque, y lo ha

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silenciado en todos sus ordenadores.La pantalla del Número Seis adquiere

un color gris, y el icono de encendidoempieza a girar y girar. Al cabo de unoscinco segundos, el gris da paso al azul.Eso debería ser la pantalla de accesopara la contraseña, hasta Hodges losabe, pero en lugar de eso aparece un 20enorme. Luego un 19, 18, 17…

Hodges y Jerome se quedan mirando,perplejos.

—¡No, no! —casi grita Holly—.¡Apágalo!

Como ninguno de los dos reacciona,

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ella se abalanza sobre el ordenador yvuelve a pulsar el botón de encendidode detrás del monitor, manteniéndoloapretado hasta que la pantalla seoscurece. Entonces deja escapar el airede los pulmones e incluso sonríe.

—¡Caray! ¡Por poco!—¿Qué está pensando? —pregunta

Hodges—. ¿Que están programados paraexplotar o algo así?

—Quizá solo se bloquearan —contesta Holly—, pero casi seguro quees un programa suicida. Si la cuentaatrás llega a cero, un programa así borra

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los datos. Todos los datos. Tal vez sololos de ese ordenador, o los de todos siestán conectados en red. Comoposiblemente así es.

—¿Y eso cómo se evita? —preguntaJerome—. ¿Con una orden a través delteclado?

—Quizá. O quizá por voz.—¿Cómo? —pregunta Hodges.—Una orden activada por voz —

explica Jerome—. Brady dice«caramelo de chocolate» o«calzoncillos» y la cuenta atrás sedetiene.

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Holly, tapándose la boca con losdedos, deja escapar una risita y da untímido empujón a Jerome en el hombro.

—Mira que eres bobo —dice.

15

Están sentados a la mesa de la cocinacon la puerta de atrás abierta para queentre el aire. Hodges tiene un codoapoyado en uno de los mantelesindividuales y la frente en la palma de lamano. Jerome y Holly permanecen en

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silencio para dejarlo pensar. Por finlevanta la cabeza.

—Voy a avisar a la policía. No quierohacerlo, y si fuera solo un asunto entreHartsfield y yo probablemente no loharía. Pero tengo que pensar en vosotrosdos…

—Por mí no lo hagas —dice Jerome—. Si ves una manera de seguiradelante, yo me quedo a tu lado.

«Claro que te quedarás —piensaHodges—. Quizá creas que sabes lo quearriesgas, pero no lo sabes. A losdiecisiete años el futuro es algo

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estrictamente teórico.»En cuanto a Holly… un rato antes

habría dicho que su cara era una especiede pantalla de cine humana, donde seproyectaban claramente todos lospensamientos que pasaban por sucabeza, pero en este momento susemblante es inescrutable.

—Gracias, Jerome, solo que… —Solo que esto es difícil. Abandonar esdifícil, y esta será la segunda vez quetendrá que renunciar a Mr. Mercedes.

Pero.—No solo se trata de nosotros,

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¿entiendes? Es posible que tenga másexplosivos, y si los usara contra unamultitud… —mira a Holly a la cara—,igual que usó el Mercedes de su primaOlivia contra una multitud, el culpablesería yo. No pienso correr ese riesgo.

Hablando con cuidado, articulandocada sílaba como para compensar lo queprobablemente ha sido toda una vida depalabras masculladas, Holly dice:

—Nadie puede atraparlo salvo usted.—Gracias, pero no —responde él con

delicadeza—. La policía tiene recursos.Primero difundirán una orden de

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búsqueda de su coche, matrículaincluida. Yo eso no puedo hacerlo.

Suena convincente pero no se quedaconvencido. Cuando Brady no asumeriesgos delirantes como en el caso delCentro Cívico, actúa con inteligencia.Seguro que ha escondido el coche enalgún sitio, tal vez en un aparcamientodel centro, tal vez en uno de losaparcamientos del aeropuerto, tal vez enuno de esos aparcamientos interminablesde los centros comerciales. Su vehículono es un Mercedes-Benz; es un discretoSubaru de color mierda, y no lo

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encontrarán ni hoy ni mañana. Quizá lasemana que viene aún estén buscándolo.Y si llegan a encontrarlo, Brady noandará cerca.

—Nadie salvo usted —insiste ella—.Y sin más ayuda que nosotros.

—Holly…—¿Cómo puede rendirse? —pregunta

ella levantando la voz. Cierra el puño yse golpea en plena frente, dejándose unamarca roja—. ¿Cómo? ¡Janey loapreciaba! ¡Incluso era su novia o algoasí! ¡Ahora está muerta! ¡Como la mujerde arriba! ¡Las dos muertas!

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Hace ademán de golpearse de nuevo,y Jerome le agarra la mano.

—No —dice—. Por favor no tepegues. Me siento fatal solo de vertehacer eso.

Holly se echa a llorar. Jerome laabraza torpemente. Él es negro; ellablanca. Él tiene diecisiete años; ellapasa de cuarenta. Pero a ojos deHodges, Jerome parece un padreconsolando a su hija cuando ella vuelvedel colegio y dice que nadie la hainvitado al baile de primavera.

Hodges contempla el jardín trasero de

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los Hartsfield, pequeño pero biencuidado. También él se siente fatal, y nosolo por Janey, aunque eso ya es de porsí bastante triste. Se siente fatal por lagente del Centro Cívico. Se siente fatalpor la hermana de Janey, a quien ellosmismos se negaron a creer, a quien laprensa calumnió, y a quien luego indujoal suicidio el hombre que vivía en estacasa. Incluso se siente fatal por no haberprestado más atención a la señoraMelbourne. Sabe que esto último PeteHuntley no se lo tendría en cuenta, y esoempeora las cosas. ¿Por qué? Porque

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Pete no es tan competente en su trabajocomo todavía lo es él, Hodges. Pete nolo será nunca, ni siquiera en su mejordía. Es buena persona, y muy trabajador,pero…

Pero.Pero pero pero.Todo eso no cambia nada. Tiene que

avisar a la policía, aun cuando eso paraél sea como la muerte. Cuando se dejatodo de lado, solo queda una cosa:Gustavo William Hodges está en uncallejón sin salida. Brady Hartsfieldanda suelto. Podría haber una pista en

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los ordenadores —algo que indicara suparadero, sus posibles planes, o lo uno ylo otro—, pero él no puede acceder aesa información. Ni existe justificaciónalguna para que siga reteniendo elnombre y la descripción del individuoque perpetró la Matanza del CentroCívico. Tal vez Holly tenga razón, talvez ese hombre eluda la captura ycometa una nueva atrocidad, peroranagustavo19 se ha quedado sinopciones. Lo único que le queda porhacer es proteger a Jerome y Holly en lamedida de lo posible. Llegados a este

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punto, quizá ni siquiera sea capaz deeso. Al fin y al cabo, el entrometido dela acera de enfrente los ha visto.

Sale por la puerta de atrás. En elumbral se detiene y abre su Nokia, quehoy ha usado más veces que en todo eltiempo que lleva retirado.

«Vaya asco», piensa, y pulsa la teclade marcación rápida asignada a PeteHuntley.

16

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Pete contesta cuando suena porsegunda vez.

—¡Compañero! —exclamaefusivamente.

Se oye de fondo un rumor de voces, yen un primer momento Hodges piensaque Pete está en un bar, medio achispadoy camino de pillar una verdaderacogorza.

—Pete, tengo que hablar contigo de…—Ya, ya. Admito mi error, no me

duelen prendas. Pero este no es elmomento. ¿Quién te ha llamado? ¿Izzy?

—¡Huntley! —lo llama alguien a

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gritos—. ¡El jefe llega dentro de cincominutos! ¡Con la prensa! ¿Dónde está elcondenado PO?

PO: el portavoz oficial. «Pete no estáen un bar ni borracho —piensa Hodges—. Sencillamente está que salta dealegría.»

—No me ha llamado nadie, Pete.¿Qué pasa?

—¿No te has enterado? —Pete sueltauna risotada—. Hemos incautado elmayor alijo de armas en la historia deesta ciudad, nada menos. Quizá el mayoren la historia de Estados Unidos.

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Centenares de ametralladoras M2 yHK91, lanzagranadas, putos cañonesláser, cajas de Lahti L-35 en perfectoestado, AN-9 rusos todavía con ellubricante de fábrica… aquí haymaterial suficiente para pertrechar a dosdocenas de milicias de Europa del Este.¡Y toda la munición! ¡Dios bendito!¡Apilada, llega a una altura de dospisos! ¡Si la puta casa de empeños sehubiera incendiado, habría volado todoLowtown!

Sirenas. Hodges oye sirenas. Másgriterío. Alguien ordena a alguien a voz

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en cuello que monte los caballetes.—¿Qué casa de empeños?—King Virtue, por debajo de MLK.

¿Sabes dónde es?—Pues sí…—¿Y a que no adivinas quién es el

dueño? —Pero, en su euforia, no le dejatiempo para aventurar una respuesta—.¡Alonzo Moretti! ¿Captas?

Hodges no capta.—¡Moretti es el nieto de Fabrizio

Abbascia, Bill! ¡Fabby el Narices!¿Empiezas a ver por dónde van lostiros?

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Al principio Hodges no entiende,porque cuando Pete e Isabelle lointerrogaron, él no hizo más que sacar elnombre de Abbascia de su archivomental de casos antiguos por los quealguien podía guardarleanimadversión… y de esos ha habidocentenares a lo largo de los años.

—Pete, el propietario de King Virtuees negro, como en todos los comerciosde esa zona.

—Y un huevo. El nombre que constaen el letrero es el de BertonneLawrence, pero el local es de alquiler;

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Lawrence es una tapadera, y estácantando de plano. ¿Y sabes qué es lomejor? Parte del mérito de laincautación es nuestro, porque un par depatrulleros destapó el pastel más omenos una semana antes de que el ATFfuera a echarse encima de esos tipos.Todos los inspectores del departamentoestán aquí. El jefe viene de camino, ytrae una caravana de periodistas máslarga que la cabalgata del Día de Acciónde Gracias de Macy’s. ¡Ni por asomovamos a permitir que los federalesacaparen todo el mérito! ¡Ni por asomo!

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—Esta vez su carcajada parece sin dudala risa de un demente.

«Todos los inspectores deldepartamento —piensa Hodges—. ¿Yqué queda disponible para Mr.Mercedes? Nada de nada, ni para unremedio.

—Bill, tengo que colgar. Es… tío, esincreíble.

—Claro, pero antes dime qué tieneque ver todo eso conmigo.

—Es lo que tú dijiste. El cochebomba fue una venganza. Moretti intentóresarcirse de la antigua deuda de sangre

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de su abuelo. Además de los fusiles, lasametralladoras, las granadas, laspistolas y demás material diverso, haypor lo menos cuatro docenas de cajas deDetasheet de Hendricks Chemicals.¿Sabes qué es?

—Un explosivo de goma laminada.—Ahora sí empieza a ver por dónde vanlos tiros.

—Sí. Se detona con azida de plomo, ysabemos ya que fue eso lo que se utilizópara volar tu coche. No tenemos aún losresultados del análisis químico delexplosivo en sí, pero cuando nos

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lleguen, será Detasheet. Dalo por hecho.Bill, eres un cabrón con suerte.

—Sí, desde luego —contesta Hodges—. Lo soy.

Se representa la escena frente a KingVirtue: policías y agentes del ATF portodas partes (probablemente discutiendoya por cuestiones jurisdiccionales), ymás que van llegando sin cesar.Lowbriar acordonada, probablementetambién la avenida MLK. Una multitudde mirones. El jefe de policía y otrosfigurones diversos de camino hacia allí.El alcalde no desperdiciará la ocasión

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de pronunciar un discurso. Además, unsinfín de periodistas, equipos detelevisión y unidades móviles para latransmisión en directo. Pete está que nocabe en sí de emoción, ¿y va ahora acontarle Hodges una historia larga ycomplicada sobre la matanza en elCentro Cívico, un chat llamado elParaguas Azul de Debbie, una madremuerta que probablemente se mató afuerza de beber y un técnico informáticofugitivo?

«No —decide—, no voy a hacerlo.»Opta por desear suerte a Pete y pulsar

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el botón FIN DE LLAMADA.

17

Cuando vuelve a la cocina, Holly ya noestá ahí, pero la oye. Holly laMasculladora se ha convertido en Hollyla Predicadora Evangélica, por lo visto.Ciertamente, su voz posee esa cadenciaespecial idónea para el sermónreligioso, al menos de momento.

—Estoy con el señor Hodges y suamigo Jerome —dice—. Son amigos

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míos, mamá. Hemos disfrutado de unacomida muy agradable juntos. Ahoraestamos haciendo turismo, y esta nochevamos a disfrutar de una cena muyagradable juntos. Estamos hablando deJaney. Puedo hacerlo si quiero.

A pesar de su estado de confusión porla actual situación y su permanentetristeza por Janey, Hodges se alegra deoír a Holly plantar cara a la tíaCharlotte. No sabe si es la primera vez,pero bien podría serlo.

—¿Quién ha telefoneado a quién? —pregunta a Jerome, señalando con la

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cabeza en dirección a la voz de ella.—Ha llamado Holly, pero la idea ha

sido mía. Ella había apagado el móvilpara que su madre no pudieralocalizarla. Se ha negado hasta que le hedicho que a lo mejor su madre llamaba ala policía.

—¿Y qué? —dice Holly ahora—. Erael coche de Olivia, y tampoco es que lohaya robado. Volveré esta noche, mamá.¡Hasta entonces déjame en paz!

Vuelve a entrar, sonrojada, desafiante,aparentando muchos años menos, y dehecho guapa.

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—Puedes con todo, Holly —diceJerome, y alza la mano para chocarlacon ella.

Holly no le hace caso. Tiene lamirada, todavía encendida, fija enHodges.

—Si avisa a la policía y me veometida en un lío, no me importa. Pero sino lo ha hecho aún, no debería hacerlo.Ellos no pueden encontrarlo. Nosotrossí. Sé que podemos.

Hodges comprende que si hay alguienen el mundo más interesado que él enatrapar a Mr. Mercedes, esa persona es

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Holly Gibney. Quizá por primera vez ensu vida participa en algo importante. Yparticipa junto con otros que la apreciany respetan.

—Voy a seguir un poco más. Sobretodo porque esta tarde la policía estáocupada en otras cosas. Lo gracioso,mejor dicho, lo irónico es que piensanque tiene que ver conmigo.

—¿De qué hablas? —preguntaJerome.

Hodges consulta su reloj y ve que sonlas dos y veinte. Ya llevan ahí tiempomás que suficiente.

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—Vamos a mi casa. Te lo contaré enel camino, y podemos dar alguna queotra vuelta más a este asunto. Si noencontramos nada, tendré que llamarotra vez a mi compañero. No piensoarriesgarme a otra película de terror.

Aunque el riesgo ya existe, y puedever en los rostros de Jerome y Holly queellos son igual de conscientes que él.

—He ido a ese pequeño estudio juntoal salón para telefonear a mi madre —dice Holly—. La señora Hartsfield teníaun portátil. Si vamos a su casa, quierollevármelo.

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—¿Por qué?—Puede que averigüe cómo entrar en

los ordenadores de él. Tal vez ellaanotara las órdenes de teclado o lacontraseña de activación por voz.

—Holly, eso es poco probable. Losindividuos mentalmente enfermos comoBrady ponen todo su empeño en ocultarlo que son a los demás.

—Eso ya lo sé —responde Holly—.Claro que lo sé. Porque yo estoymentalmente enferma, e intentoocultarlo.

—Venga, Hol, qué dices.

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Jerome trata de cogerle la mano. Ella,sin permitírselo, saca el tabaco delbolsillo.

—Lo soy y sé que lo soy. Mi madretambién lo sabe, y me tiene vigilada. Meespía. Porque quiere protegerme. Laseñora Hartsfield debía de actuar igual.Él era su hijo, al fin y al cabo.

—Si la tal Linklatter de DiscountElectronix no se equivocaba —diceHodges—, la señora Hartsfield debía deestar casi siempre como una cuba.

—Quizá fuera una alcohólicafuncional. ¿Se le ocurre una idea mejor?

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Hodges se rinde.—De acuerdo, llévese el portátil.

¿Qué más da?—Todavía no —contesta ella—.

Dentro de cinco minutos. Quierofumarme un pitillo. Saldré al jardín deatrás.

Sale. Se sienta en el peldaño de lapuerta trasera. Enciende un cigarrillo.

A través de la mosquitera, Hodgespregunta:

—¿Desde cuándo se reafirma tanto,Holly?

Ella responde sin volverse:

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—Desde que vi arder en la calle a miprima hecha pedazos, supongo.

18

A las tres menos cuarto de la tardeBrady sale de su habitación del Motel 6a respirar aire fresco y ve un ChickenCoop al otro lado de la carretera. Cruzay pide su última comida: unas Deliciasde Pollo con doble ración de salsa yensalada de col. El comedor está casivacío, y se lleva la bandeja a una mesa

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junto a las vidrieras para poder sentarseal sol. Pronto eso se habrá acabado paraél, así que por qué no disfrutarlo unpoco mientras puede.

Come despacio, pensando en lasmuchas veces que llevó a casa comidadel Chicken Coop, y que su madresiempre le pedía unas Delicias condoble ración de ensalada de col. Hapedido el plato preferido de ella sinsiquiera pensarlo. Al caer en la cuenta,se le saltan las lágrimas y se las enjugacon una servilleta de papel. «¡Pobremamá!»

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El sol es agradable, pero susbeneficios serán efímeros. Bradyreflexiona sobre los beneficios másduraderos que le proporcionará laoscuridad. Ya no tendrá que escuchar lasdiatribas lesbofeministas de FreddiLinklatter. Ya no tendrá que escuchar aTones Frobisher cuando pretexta que nopuede asumir los servicios a domiciliopor su RESPONSABILIDAD PARACON LA TIENDA, pese a que la verdades que no distinguiría un fallo de discoduro ni aunque le mordiera la polla. Yano tendrá que sentir el frío en los

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riñones mientras conduce la camionetade Mr. Tastey en agosto con losfrigoríficos a plena potencia. Ya notendrá que dar manotazos al salpicaderodel Subaru cuando la radio pierde laseñal. Ya no tendrá que pensar en lasbragas de encaje y los larguísimosmuslos de su madre. Ya no tendrá queindignarse porque nadie le hace caso nilo valora. Ya no tendrá que padecer másdolores de cabeza. Y ya no tendrá másnoches de insomnio, porque a partir dehoy dormirá para siempre.

Sin sueños.

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Cuando acaba de comer (hasta elúltimo bocado), recoge la mesa, limpiaun salpicón de salsa con otra servilleta yvacía la bandeja en la basura. La chicadel mostrador quiere saber si todoestaba a su gusto. Brady contesta que sí,preguntándose si habrá acabado dedigerir el pollo y la salsa y los biscotesy la ensalada de col cuando la explosiónle reviente el estómago y desparrame loque quede por todas partes.

«Se acordarán de mí —piensa cuandose detiene al borde de la carretera,esperando un hueco en el tráfico para

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poder regresar al motel—. El mayornúmero de víctimas de todos lostiempos. Pasaré a la historia.» Ahora sealegra de no haber matado al ex poligordo. Hodges debe vivir para enterarsede lo que va a ocurrir esta noche. Tendráque recordarlo. Tendrá que convivir coneso.

De regreso en la habitación, mira lasilla de ruedas y la bolsa de orina llenade explosivos, colocada sobre el cojínAPARCAMIENTO DE CULO tambiénlleno de explosivos. Quiere llegartemprano al CACMO (pero no

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demasiado temprano; el menor de susdeseos es llamar la atención más de loque la llamará por el simple hecho deser hombre y mayor de trece años), peroaún le queda un rato. Ha traído suportátil, por ninguna razón en particular,sino solo por costumbre, y ahora sealegra. Lo abre, se conecta a la red wifidel motel y accede al Paraguas Azul deDebbie. Ahí deja un último mensaje, unaespecie de póliza de seguro.

Resuelto eso, vuelve al aparcamientopara estancias largas del aeropuerto yrecupera su Subaru.

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19

Hodges y sus dos aprendices dedetective llegan a Harper Road pocoantes de las tres y media. Holly lanzauna mirada rápida alrededor; luego selleva el portátil de la difunta señoraHartsfield a la cocina y lo enciende.Jerome y Hodges se quedan de pie juntoa ella, con la esperanza de que noaparezca una pantalla solicitando lacontraseña… pero sí aparece.

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—Prueba con su nombre —sugiereJerome.

Holly lo intenta. El Mac muestra en lapantalla «no».

—De acuerdo, prueba Debbie —prosigue Jerome—. Tanto acabado en«ie» como en «i».

Holly se aparta un mechón de pelo decolor rata de los ojos para que él veaclaramente su irritación.

—Búscate algo que hacer, Jerome,¿vale? No te quiero ahí mirando porencima de mi hombro. Me revienta. —Dirige su atención a Hodges—. ¿Puedo

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fumar aquí dentro? Espero que sí. Meayuda a pensar. El tabaco me ayuda apensar.

Hodges va a buscarle un platillo.—Esto es zona de fumadores. Jerome

y yo estaremos en mi despacho. Avise siencuentra algo.

«Lo cual es poco probable —piensa—. En realidad, todo es pocoprobable.»

Holly no le presta atención. Ya estáencendiendo el cigarrillo. Haabandonado la voz de predicadorevangélico y vuelve a mascullar:

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—Mi intuición es que podríaincorporar una indicación. Unaindicación incorporada es lo que intuyo.Intuyo una indicación incorporada.

«Cielo santo», piensa Hodges.En el despacho, pregunta a Jerome si

sabe de qué indicación hablaba Holly.—Después de tres intentos, algunos

ordenadores dan una indicación decontraseña. Para refrescar la memoria,por si uno la ha olvidado. Pero eso solosi se ha programado.

Oyen un sonoro grito procedente de lacocina, no mascullado:

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—¡Mierda! ¡Doble mierda! ¡Triplemierda!

Hodges y Jerome cruzan una mirada.—Parece que no —dice Jerome.

20

Hodges enciende su propio ordenador yexplica a Jerome lo que quiere: una listade todos los actos públicos de lospróximos siete días.

—Eso puedo hacerlo —contestaJerome—, pero quizá antes quieras ver

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esto.—¿Qué?—Es un mensaje. Bajo el Paraguas

Azul.—Entra.Hodges cierra los puños, pero los

abre lentamente mientras lee el últimocomunicado de asemerc. El mensaje esbreve, y aunque no aporta ninguna ayudainmediata, ofrece un rayo de esperanza.

Hasta otra, MAMÓN.P. D.: Pasa un buen fin desemana, sé que el mío lo será.

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—Me parece que aquí te comunica la

ruptura definitiva, Bill.Hodges también lo piensa, pero le da

igual. Tiene toda la atención puesta en laposdata. Sabe que puede ser una pistafalsa, pero si no lo es, aún disponen deun poco de tiempo.

Desde la cocina llegan una bocanadade humo y otro sonoro Mierda.

—¿Bill? Acabo de tener un malpresentimiento.

—¿Cuál?—El concierto de esta noche. ’Round

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Here, ese grupo de adolescentes. En elMingo. Mi hermana y mi madre van a ir.

Hodges contempla la posibilidad. Elauditorio Mingo tiene un aforo de cuatromil localidades, pero esta noche elpúblico será femenino en un ochenta porciento: madres con sus hijasadolescentes. Asistirán tambiénhombres, pero casi todos ellos iránacompañando a sus hijas y las amigas desus hijas. Brady Hartsfield es un hombreagraciado de unos treinta años, y siintenta ir solo al concierto, cantará comouna almeja. En los Estados Unidos del

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siglo XXI, cualquier hombre solo en unacto dirigido esencialmente a niñas atraela atención y recelos.

Por otra parte: Pasa un buen fin desemana, sé que el mío lo será.

—¿Crees que debo llamar a mi madrey decirle que se quede en casa con lasniñas? —Jerome parece horrorizarseante la perspectiva—. Me temo queBarb no volverá a hablarme en la vida.Además están su amiga Hilda y un parmás de…

Desde la cocina:—¡Maldito trasto! ¡Ríndete!

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Antes de que Hodges pueda contestar,Jerome dice:

—Por otro lado, da toda la impresiónde que tiene algo planeado para el fin desemana, y hoy solo es jueves. ¿O eso eslo que quiere hacernos creer?

Hodges se siente inclinado a pensarque la provocación es real.

—Busca otra vez esa foto deHartsfield en la Ciberpatrulla, ¿quieres?Esa que sale cuando marcas CONOZCAA LOS EXPERTOS.

Mientras Jerome lo hace, Hodgestelefonea a Marlo Everett, del archivo

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policial.—Hola, Marlo. Otra vez Bill Hodges.

Yo… sí, mucha emoción en Lowtown.Me he enterado por Pete. La mitad delcuerpo está allí, ¿no?… Ajá… Bueno,no te entretengo. ¿Sabes si LarryWindom es todavía el jefe de seguridaddel CACMO? Sí, exacto, Romper-Stomper. Claro, ya me espero.

Mientras espera, cuenta a Jerome queWindom pidió la jubilación anticipadaporque el CACMO le ofreció un sueldodel doble de lo que ganaba comoinspector. No le explica que esa no fue

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la única razón por la que Windom colgólos guantes después de veinte años. Enese momento Marlo vuelve al aparato.Sí, Larry sigue aún en el CACMO.Marlo le facilita incluso el número deteléfono del departamento de seguridaddel CACMO. Antes de que Hodgespueda despedirse, Marlo le pregunta sihay algún problema.

—Lo digo porque esta noche secelebra allí un gran concierto. Va a ir misobrina. Está loca por esos memos.

—No pasa nada, Marls. Es solo porun viejo asunto nuestro.

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—Dile a Larry que hoy nos vendríabien tenerlo por aquí —dice Marlo—.En la sala de la brigada no hay ni unalma. Ni un solo inspector a la vista.

—Se lo diré de tu parte.Hodges telefonea al departamento de

seguridad del CACMO, se identificacomo inspector Bill Hodges y preguntapor Windom. Mientras espera,contempla a Brady Hartsfield. Jerome haampliado la foto para que ocupe lapantalla completa. A Hodges lo fascinanesos ojos. En la versión de menortamaño, al lado de sus dos colegas

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informáticos, esos ojos mostraban unaexpresión relativamente agradable. Peroahora que la imagen abarca toda lapantalla ya no es así. La boca sonríe; losojos no. Son unos ojos inexpresivos yremotos. Casi mortecinos.

«Chorradas», se dice (se reprende).Este es uno de esos casos en que uno vealgo que no existe a partir de unconocimiento recién adquirido, comocuando el testigo de un atraco a un bancodice: «Ya me parecía sospechosoincluso antes de sacar el arma».

Suena bien, suena profesional, pero

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Hodges no se lo cree. Piensa que losojos que lo miran desde la pantalla sonlos ojos de un sapo escondido bajo unapiedra. O bajo un paraguas azuldesechado.

En ese momento Windom se pone alteléfono. Posee una de esas vocesatronadoras ante las que uno tiende amantener el aparato a cinco centímetrosdel oído, y sigue tan estridente comosiempre. Quiere saberlo todo sobre lagran incautación de esta tarde. Hodgesle cuenta que es una megaincautación, sí,pero, aparte de eso, no sabe nada. Le

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recuerda a Larry que se ha retirado.Pero.—Con semejante jaleo —explica—,

Pete Huntley me ha reclutado, digamos,para que te llame. Espero que no teimporte.

—Claro que no, por Dios. Meencantaría tomar una copa contigo, Billy,hablar de los viejos tiempos ahora quelos dos estamos fuera. Ya sabes, esto yaquello.

—Eso estaría bien. —Pero piensa:«Un tormento, eso sería».

—¿En qué puedo ayudarte?

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—Esta noche tienes un concierto ahí,me ha dicho Pete. Un grupo de moda.Uno de esos con los que se pirran lasadolescentes.

—Hiii hiii hiii, hacen. Ya hay cola. Yestán afinando la voz. Alguien grita elnombre de uno de esos chicos, y seponen todas a chillar. Chillan ya en elaparcamiento. Es como en los tiemposde la Beatlemanía, solo que por lo quehe oído, este grupo no son los Beatlesprecisamente. ¿Te ha llegado unaamenaza de bomba o algo así? Dime queno. Las nenas me harán picadillo y las

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mamás se comerán los restos.—Lo que tengo es el soplo de que

esta noche podrías vértelas ahí con unpederasta. Un elemento malo de verdad,Larry.

—¿Nombre y descripción?Implacable y al grano, sin andarse por

las ramas. El hombre que abandonó elcuerpo de policía porque recurría a lospuños con demasiada facilidad.Conflictos temperamentales, según ellenguaje del psiquiatra deldepartamento. Romper-Stomper, segúnel lenguaje de sus colegas.

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—Se llama Brady Hartsfield. Temandaré su foto por correo electrónico.—Lanza una mirada a Jerome, queasiente y forma un círculo con el pulgary el índice—. Ronda los treinta años. Silo veis, primero avisadme, luegodetenedlo. Andaos con cautela. Si esehijo de puta se resiste, reducidlo.

—Con mucho gusto, Billy. Pasaré lainformación a mis hombres. ¿Hay algunaposibilidad de que tenga… no sé…barba? ¿O de que vaya acompañado deuna adolescente o alguien incluso másjoven?

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—Es poco probable pero noimposible. Si lo veis en medio de lamultitud, debéis echaros encima porsorpresa. Podría ir armado.

—¿Qué probabilidades hay de quevenga al concierto? —De hecho,formula la pregunta con tonoesperanzado, lo cual es muy propio deLarry Windom.

—No muchas. —Hodges lo cree deverdad, y no solo por la insinuaciónsobre el fin de semana que ha dejadocaer Hartsfield en el Paraguas Azul.Debe saber que le sería imposible pasar

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inadvertido entre un público de niñas—.En fin, ya te imaginas por qué eldepartamento no puede enviar efectivos,¿no? Con todo ese revuelo que hay enLowtown…

—No los necesitamos —afirmaWindom—. Esta noche cuento contreinta y cinco hombres. Casi todos losfijos son policías retirados. Sabemos loque hacemos.

—Eso me consta —dice Hodges—.Pero recuerda: llámame primero.Nosotros los jubilados no participamosen mucha acción, y debemos proteger la

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poca que nos llega.Windom se echa a reír.—Te entiendo. Mándame la foto. —

Recita una dirección de correoelectrónico, que Hodges anota y entregaa Jerome—. Si lo vemos, lo agarramos.Después, queda en tus manos… tío Bill.

—Vete a la mierda, tío Larry —responde Hodges. Cuelga y se vuelvehacia Jerome.

—Acabo de mandar la foto —informaJerome.

—Bien. —A continuación Hodgesdice algo que lo atormentará durante el

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resto de su vida—: Si Hartsfield es tanlisto como creo, esta noche ni seacercará al Mingo. Diría que tu madre ytu hermana pueden ir sin peligro. Siintenta colarse en el concierto, loshombres de Larry no lo dejarán ni cruzarla puerta.

Jerome sonríe.—Estupendo.—A ver qué más encuentras.

Concéntrate en el sábado y el domingo,pero no te olvides de la semana queviene. Tampoco te olvides de mañana,porque…

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—Porque el fin de semana empieza elviernes, ya lo pillo.

Jerome se pone manos a la obra.Hodges entra en la cocina para ver cómole va a Holly. Para en seco ante lo queven sus ojos. Al lado del portátilprestado hay un billetero rojo.Esparcidos por la mesa están el carnetde identidad, las tarjetas de crédito yvarios recibos de Deborah Hartsfield.Holly, ya por el tercer cigarrillo,sostiene una MasterCard y la examina através de una nube de humo azul. Lanzaa Hodges una mirada temerosa y

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desafiante a la vez.—¡Solo pretendo descubrir la

puñetera contraseña! Tenía el bolsocolgado en el respaldo de la silla, ycomo la cartera estaba arriba de todo,me la he metido en el bolsillo. Porque aveces la gente guarda las contraseñas enla cartera. Sobre todo las mujeres. Noquería su dinero, señor Hodges. Yo yatengo mi propio dinero. Recibo unapaga.

«Una paga —piensa Hodges—. Ay,Holly.»

Holly tiene los ojos anegados en

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lágrimas y vuelve a morderse los labios.—Nunca robaría.—Claro —dice él. Piensa en darle

unas palmadas en la mano y decide queno sería oportuno en este momento—.Lo entiendo.

¿Y qué coño importa, por Dios?Después de toda la mierda que él haremovido desde que la condenada cartaentró por la rendija de su buzón, afanarla cartera de una muerta es unamenudencia. Cuando todo esto salga a laluz, y sin duda saldrá, Hodges dirá quese la llevó él.

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Holly, entretanto, no ha acabado.—Tengo mi propia tarjeta de crédito,

y dinero. Incluso tengo una cuentacorriente. Me compro videojuegos yaplicaciones para mi iPad. Me comproropa. También pendientes, porque meencantan. Tengo cincuenta y seis pares.Y me pago yo el tabaco, pese a lo caroque está. Quizá le interese saber que enNueva York un paquete cuesta ahoraonce dólares. Procuro no ser una cargaporque no puedo trabajar, y mi madredice que no lo soy, pero yo sé que sí losoy…

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—Holly, basta ya. Tiene que dejaresas cosas para su psiquiatra, si es quelo tiene.

—Claro que lo tengo. —Dirige unatriste sonrisa a la obstinada ventana enla que el portátil de la señora Hartsfieldle pide la contraseña—. Estoy jodida,¿es que no se ha dado cuenta?

Hodges prefiere abstenerse de hacercomentarios.

—Buscaba un papel con la contraseña—asegura Holly—, pero no lo hay. Asíque he probado con el número de laSeguridad Social, primero hacia delante

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y luego al revés. Lo mismo con lastarjetas de crédito. Incluso he probadocon los códigos de seguridad de lastarjetas de crédito.

—¿Alguna otra idea?—Un par. Déjeme sola. —Mientras él

sale de la cocina, ella dice—: Perdonepor el humo, pero la verdad es que meayuda a pensar.

21

Mientras Holly sigue dale que dale con

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el ordenador en la cocina y Jerome hacelo propio en el despacho, Hodges seacomoda en el La-Z-Boy del salón y fijala mirada en el televisor apagado. Es unmal sitio donde estar, quizá el peor. Laparte lógica de su cerebro entiende quetodo lo sucedido es culpa de BradyHartsfield, pero apoltronado en el La-Z-Boy donde pasó tantas tardes insulsas ysaturadas de televisión, sintiéndoseinútil y desconectado de la personalidadesencial que daba por sentada durante suvida laboral, la lógica pierde su fuerza.Lo que ocupa subrepticiamente su lugar

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es una idea aterradora: él, GustavoWilliam Hodges, ha cometido el delitode llevar a cabo una labor policialchapuceramente, y con ello ha ayudado einstigado a Mr. Mercedes. Ellos dos sonlas estrellas de un reality show tituladoBill y Brady matan a unas cuantasseñoras. Porque cuando Hodges ve lasituación en retrospectiva, parece quemuchas de las víctimas son mujeres:Janey, Olivia Trelawney, Janice Cray ysu hija Patricia… además de DeborahHartsfield, que quizá no se hayaenvenenado ella misma. «Y eso sin

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contar a Holly —piensa—, que muyprobablemente saldrá de esta mucho másjodida de lo que estaba al principio sino encuentra esa contraseña… o si laencuentra y no hay nada en el ordenadorde la mamá que nos ayude a encontrar alhijito. Y la verdad, ¿qué posibilidadeshay de eso?»

Ahí sentado en ese sillón —consciente de que debe levantarse perotodavía incapaz de moverse—, Hodgespiensa que su propio historialdestructivo con mujeres se remonta aúnmás allá. Su ex esposa es su ex por una

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buena razón. Años al borde delalcoholismo fueron parte de eso, peropara Corinne (a quien le gustaba tomarseella misma una copa o tres, yprobablemente todavía le guste), no fuela parte más importante. Lo peor fue lafrialdad que se filtró furtivamente porlos resquicios del matrimonio y acabócongelándolo del todo. Fue su manera deexcluirla, diciéndose que era por elpropio bien de ella, porque en su trabajocasi todo era repugnante y deprimente.Fue el hecho de dejarle claro de muydistintas formas —algunas contundentes,

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otras más discretas— que en una carreraentre ella y el trabajo, Corinne Hodgessiempre llegaba en segundo lugar. Encuanto a su hija… en fin. Caray. Allienunca deja de enviarle una tarjeta defelicitación por Navidad y por sucumpleaños (aunque las tarjetas del díade San Valentín dejaron de llegar haceunos diez años), y rara vez se salta lallamada obligada del sábado por lanoche, pero hace un par de años que nolo visita. Y eso habla por sí solo decómo echó a perder él esa relación.

Se le va el pensamiento hacia lo

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preciosa que era Allie de niña, con esaspecas y esa mata de pelo rojizo: supequeña pelirroja. Cuando llegaba acasa, ella corría hacia él como unaflecha por el pasillo y saltaba a susbrazos temerariamente sabiendo que élsoltaría cualquier cosa que tuviera enlas manos y la cogería. Janey comentóque en su día estaba como loca con losBay City Rollers, y Allie tuvo suspropias predilecciones, sus propiosniños monos para consumo deadolescentes. Se compraba sus discoscon su paga, de aquellos pequeños con

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un gran agujero en el centro. ¿Dequiénes eran? Hodges no se acuerda,solo se le quedó grabado el estribillo deuna de las canciones, que hablaba una yotra vez de cada movimiento que haces ycada paso que das. ¿Era de Bananaramao de los Thompson Twins? No lo sabe,pero sí sabe que nunca la llevó a unconcierto, aunque es posible que Corriela llevara a ver a Cyndi Lauper.

Pensar en Allie y su afición por lamúsica pop le suscita una nueva duda,una duda ante la que yergue la espalda,abre mucho los ojos y se agarra a los

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brazos acolchados del La-Z-Boy.¿Habría permitido a Allie ir al

concierto de esta noche?La respuesta es un no rotundo. Ni por

asomo.Hodges consulta el reloj y ve que son

casi las cuatro. Se levanta con laintención de entrar en el despacho ydecir a Jerome que llame a su madre y lainste a mantener a esas niñas alejadasdel CACMO por más que se sulfuren ygimoteen. Ha telefoneado a LarryWindom y tomado precauciones, pero aldiablo las precauciones. Nunca habría

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puesto la vida de Allie en manos deRomper-Stomper. Jamás.

Cuando no ha dado ni dos pasos haciael despacho, Jerome lo llama:

—¡Bill! ¡Holly! ¡Venid! ¡Creo que heencontrado algo!

22

De pie detrás de Jerome, Hodges mirapor encima de su hombro izquierdo yHolly por encima del derecho. Lapantalla del ordenador de Hodges

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muestra un comunicado de prensa.

SYNERGY CORP.,CITIBANK Y TRES

CADENAS DERESTAURANTES

ORGANIZAN EN LOSSALONES DEL EMBASSY

SUITES EL MAYORENCUENTRO ESTIVAL

DEL MUNDO

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—¿Qué os parece? —pregunta

Jerome.—Creo que has dado en el clavo.Una repentina y profunda sensación

de alivio invade a Hodges. No será en elconcierto de esta noche, ni en unaabarrotada discoteca del centro, ni en elpartido entre los Groundhogs y losMudhens de la segunda división debéisbol de mañana por la noche. Es eseacto en el Embassy Suites. Tiene queserlo, cuadra demasiado para que no seaasí. Hay método en la locura de Brady

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Hartsfield; para él, alfa es igual aomega. Hartsfield se propone concluirsu trayectoria de asesino en masa talcomo la inició: matando a los paradosde la ciudad.

Hodges se vuelve para ver cómoreacciona Holly, pero ella ha salido deldespacho. Está otra vez en la cocina,sentada ante el ordenador de DeborahHartsfield con la mirada fija en laventana de la contraseña, encorvada. Enel platillo a su lado el cigarrillo se haconsumido hasta el filtro, dejando unnítido cilindro de ceniza.

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Esta vez Hodges se arriesga a tocarla.—No se preocupe, Holly. La

contraseña ya no importa porque ahorasabemos el lugar. Voy a hablar con miantiguo compañero dentro de un par dehoras, cuando este asunto de Lowtownse apacigüe un poco, y se lo contarétodo. Emitirán una orden de búsquedacontra Hartsfield y su coche. Si no dancon él antes del sábado por la mañana,lo detendrán cuando se acerque a laferia de empleo.

—¿No podemos hacer nada estanoche?

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—Estoy pensándolo. —Sí hay unacosa, aunque la probabilidad es tanremota que casi la considera nula.

—¿Y si se equivoca con lo delencuentro del mundo profesional? ¿Y siplanea volar un cine esta noche?

Jerome entra en la cocina.—Hoy es jueves, Hol, y aún es pronto

para los grandes estrenos del verano. Enla mayoría de los cines no habrá más dediez o doce personas.

—El concierto, pues —insiste ella—.A lo mejor no sabe que solo habráchicas.

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—Sí lo sabe —interviene Hodges—.Lo suyo es la improvisación, pero esono significa que sea tonto. Habrállevado a cabo al menos ciertaplanificación por adelantado.

—¿Puedo disponer de un poco más detiempo para dar con la contraseña, porfavor?

Hodges mira el reloj. Las cuatro ydiez.

—Claro. ¿Qué tal hasta las cuatro ymedia?

Un destello asoma a los ojos deHolly: el afán de regateo.

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—¿Las cinco menos cuarto?Hodges niega con la cabeza.Holly exhala un suspiro.—Además, se me ha acabado el

tabaco.—Eso te va a matar —advierte

Jerome.Ella le dirige una mirada indiferente.—¡Sí! Eso es parte de su encanto.

23

Hodges y Jerome van en coche al

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pequeño centro comercial del cruce deHarper con Hanover para comprar aHolly un paquete de tabaco y concederlela intimidad que obviamente desea.

De nuevo en el Mercedes gris, Jeromese pasa la cajetilla de Winston de unamano a la otra y comenta:

—Este coche me pone los pelos depunta.

—A mí también —reconoce Hodges—. En cambio a Holly no pareceinquietarla, ¿verdad que no? Con losensible que es.

—¿Crees que estará bien? Cuando

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esto acabe, quiero decir.Una semana atrás, quizá incluso dos

días atrás, Hodges habría dado unarespuesta vaga y políticamente correcta,pero desde entonces Jerome y él hanpasado por muchas cosas juntos.

—Durante un tiempo —contesta—.Después… no.

Jerome suspira tal como hace la gentecuando ve confirmada una tenueimpresión.

—Mierda.—Pues sí.—¿Y ahora qué?

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—Ahora volvemos, damos a Hollylos clavos de su ataúd, y dejamos que sefume uno. Luego recogemos todo lo queha afanado de la casa de los Hartsfield.Yo os llevo a los dos otra vez al centrocomercial de Birch Hill. Tú devuelves aHolly a Sugar Heights con tu Wrangler, ydespués te vas a casa.

—Y dejo que mi madre y Barb y susamigas vayan a ese concierto.

Hodges expulsa una bocanada de aire.—Si crees que vas a quedarte más

tranquilo, dile a tu madre que cancele elplan.

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—Si lo hago, saldrá todo a la luz. —Sigue pasándose la cajetilla de unamano a la otra—. Todo lo que hemosestado haciendo hoy.

Jerome es un chico listo, y Hodges nonecesita confirmarlo. Ni recordarle queal final todo saldrá a la luz en cualquiercaso.

—¿Y tú qué vas a hacer, Bill?—Regresaré al Lado Norte y aparcaré

el Mercedes a una o dos manzanas de lacasa de los Hartsfield, por si acaso.Devolveré el portátil y el billetero de laseñora Hartsfield y luego me quedaré

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vigilando la casa. Por si decide volver.Jerome no parece muy convencido.—Daba la impresión de que vació del

todo la sala de ese sótano. ¿Quéprobabilidades hay de que vuelva?

—Entre pocas y ninguna, pero notenemos otra cosa. Hasta que ponga estoen manos de Pete.

—Tenías muchas ganas de hacer tú ladetención, ¿no?

—Sí —admite Hodges, y suspira—.Sí.

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24

Cuando vuelven, Holly tiene la cabezaapoyada en la mesa, oculta entre losbrazos. El contenido deconstruido delbilletero de Deborah Hartsfield formaun cinturón de asteroides en torno a ella.El portátil sigue encendido y siguemostrando la obstinada ventana de lacontraseña. Según el reloj de pared, sonlas cinco menos veinte.

Hodges teme que Holly se oponga a

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su plan de mandarla a casa, pero ella selimita a erguir la espalda, abrir elpaquete de tabaco y extraer un cigarrillolentamente. No está llorando, pero se lave cansada y cabizbaja.

—Has hecho todo lo que has podido—dice Jerome.

—Siempre hago todo lo que puedo,Jerome. Y nunca es suficiente.

Hodges coge el billetero rojo yempieza a colocar otra vez las tarjetasde crédito en los bolsillos. No deben deestar en el mismo orden en que las teníala señora Hartsfield, pero ¿quién va a

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darse cuenta de eso? Ella no.Hay fotos en una serie de fundas

transparentes desplegable, y él las miraociosamente. He aquí a la señoraHartsfield cogida del brazo de unhombre fornido, de hombros anchos, conun mono azul: quizá el ausente señorHartsfield. He aquí a la señoraHartsfield con un grupo de mujeresrisueñas en lo que parece unapeluquería. He aquí un niño regordetecon un coche de bomberos en las manos:Brady a los tres o cuatro años,probablemente. Y una más, una versión

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en tamaño billetero de la foto que hay enel hueco del escritorio de la señoraHartsfield: Brady y su madre con lasmejillas juntas.

Jerome la golpetea y dice:—¿Sabes a qué me recuerda esta? A

Demi Moore y su ligue… ¿cómo sellama? Ashton Kutcher.

—Demi Moore es morena —diceHolly con naturalidad—. Salvo en Lateniente O’Neil, donde apenas tienepelo, porque está preparándose paraentrar en un cuerpo de élite del ejército.He visto la película tres veces, una en el

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cine, otra en vídeo y otra más en iTunes.Muy entretenida. La señora Hartsfield esrubia. —Reflexiona y añade—: Lo era.

Hodges saca la foto de la funda paraverla mejor; luego le da la vuelta. Aldorso lleva escrito cuidadosamente:«Mamá y su cariñito, Sand Point Beach,agosto de 2007». Se golpea el borde dela mano con la foto un par de veces, sedispone a guardarla de nuevo y depronto la desliza hacia Holly con el ladode la imagen hacia abajo.

—Pruebe con eso.Ella arruga el entrecejo.

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—Que pruebe ¿con qué?—«Cariñito.»Holly lo introduce, pulsa INTRO… y

profiere un chillido de alegría muyimpropio de ella. Porque han accedido.Así, sin más.

No hay nada digno de mención en elportátil: una libreta de direcciones, unacarpeta identificada con el nombre deRECETAS PREFERIDAS y otra tituladaMENSAJES GUARDADOS; unacarpeta de recibos online (parecía pagartodas las facturas por internet), y unálbum de fotos (en su mayoría de Brady

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a distintas edades). Hay muchas seriesde televisión en su iTunes, pero solo unálbum de música: Alvin and theChipmunks Celebrate Christmas.

—Dios mío —comenta Jerome—, nodiré que mereciera morir, pero…

Holly le dirige una mirada severa.—Eso no tiene gracia, Jerome. No

vayas por ese camino.Él levanta las manos.—Perdona, perdona.Hodges desliza rápidamente los e-

mails guardados y no ve nada de interés.En su mayoría parecen de antiguos

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compañeros de instituto de la señoraHartsfield, que la llaman Debs.

—Aquí no hay nada sobre Brady —señala, y echa un vistazo al reloj—.Deberíamos irnos.

—No tan deprisa —dice Holly, y abreel buscador. Introduce el texto BRADYen la casilla. Salen varios resultados(muchos en la carpeta de recetas, dondeha clasificado algunas como «Preferidasde Brady»), pero nada de interés.

—Prueba con «cariñito» —sugiereJerome.

Ella sigue su indicación y obtiene un

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resultado: un documento muy enterradoen el disco duro. Holly lo abre. Ahíconstan las tallas de ropa de Brady,también una lista de todos los regalos deNavidad y cumpleaños que ella le hahecho en los últimos diez años, cabepensar que para no repetirse. Tieneanotado el número de la SeguridadSocial de Brady. Incluye copiasescaneadas del permiso de circulación,la tarjeta del seguro del coche y lapartida de nacimiento. Aparece una listade los compañeros de trabajo tanto enDiscount Electronix como en la fábrica

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de helados de Loeb. Junto al nombre deShirley Orton hay una nota ante la queBrady se habría tronchado de risa: «¿Mepregunto si esta es su novia?».

—Pero ¿qué es toda esta mierda? —pregunta Jerome—. Por Dios, es unadulto.

Holly esboza una sombría sonrisa.—Lo que yo decía. Ella sabía que él

no estaba bien.Al final de la carpeta CARIÑITO hay

un archivo titulado SÓTANO.—Ahí está —dice Holly—. Tiene que

ser eso. ¡Ábrelo, ábrelo, ábrelo!

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Jerome clica SÓTANO. El documentose reduce a diez o doce palabras.

Control = luces

¿¿Caos?? ¿¿Oscuridad??¿¿¿¿Por qué conmigo no

funcionan????

Se quedan mirando la pantalla duranteun momento sin hablar. Al final Hodgesdice:

—No lo entiendo. ¿Jerome?Jerome niega con la cabeza.Holly, aparentemente hipnotizada por

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este mensaje de la muerta, pronuncia unasola palabra, en voz tan baja que apenasse la oye:

—Quizá… —Vacila, se muerde loslabios y repite—: Quizá.

25

Brady llega al Centro de Arte y Culturadel Medio Oeste poco antes de las seisde la tarde. Aunque falta más de unahora para que empiece el concierto, elamplio aparcamiento está ya lleno en sus

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tres cuartas partes. Se han formadolargas colas ante las puertas de accesoal vestíbulo, y crecen por momentos. Lasniñas gritan a pleno pulmón.Probablemente eso significa que estáncontentas, pero a Brady se le antojanfantasmas en una mansión desierta. Esimposible contemplar la crecientemuchedumbre y no acordarse de aquellamadrugada de abril en el Centro Cívico.Brady piensa: «Si tuviera un vehículomilitar multipropósito, y no esta carracajaponesa, podría embestirlos a sesentakilómetros por hora, cargarme a

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cincuenta o más, luego pulsar elinterruptor y mandar a los demás a laestratosfera».

Pero no tiene un vehículo de esascaracterísticas, y por un momento nisiquiera sabe muy bien qué hacer acontinuación: nadie debe verlo mientrasse ocupa de los últimos preparativos.De pronto ve el remolque de un tráileren el otro extremo del aparcamiento. Elcamión en sí no está, y unos gatossostienen el remolque. En el flanco llevala imagen de una noria y un letrero quereza EQUIPO DE APOYO DE ’ROUND

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HERE. Es uno de los camiones que vioen la zona de carga durante sureconocimiento. Más tarde, después delconcierto, el camión volverá a acoplarsey arrastrará el remolque hasta la partede atrás para la operación de carga,pero ahora no parece haber nadie cerca.

Detiene el coche al otro lado delremolque, que mide al menos quincemetros. Detrás el Subaru quedatotalmente oculto y nadie lo ve desde elconcurrido aparcamiento. Saca sus gafasfalsas de la guantera y se las pone. Saley rodea el remolque para asegurarse de

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que está tan vacío como parece.Tranquilo ya a ese respecto, regresa alSubaru y extrae la silla de ruedas delmaletero. No es fácil. El Honda lehabría ido mejor, pero no se fía delmotor, falto de mantenimiento. Coloca elcojín con el rótulo APARCAMIENTODE CULO en el asiento de la silla deruedas y conecta el cable que asoma delcentro de la segunda A deAPARCAMIENTO a los cables de losbolsillos laterales, donde hay másbloques de explosivo plástico. Otrocable, conectado a un bloque de plástico

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en el bolsillo trasero, pende de unorificio que ha abierto en el respaldo.

Sudando profusamente, Brady iniciala última conexión. Trenza losfilamentos de cobre de los cables yenvuelve los empalmes expuestos controzos de cinta aislante previamentecortados, que tenía pegados a la pecherade la holgada camiseta de ’Round Hereque ha comprado por la mañana en elsupermercado. La camiseta muestra elmismo logo de la noria que tiene elcamión. Encima se leen las palabrasKISSES ON THE MIDWAY. Debajo

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dice ¡I CAM, BOYD, STEVE YPETE!

Al cabo de diez minutos de trabajo(con alguna que otra interrupción paraasomarse por detrás del remolque ycerciorarse de que aún dispone de eserincón del aparcamiento para él solo),una telaraña de cables unidos seextiende por encima del asiento de lasilla de ruedas. No hay forma deconectar la bolsa de orina Urinesta llenade explosivos, o al menos no se le haocurrido ninguna en tan poco tiempo,pero da igual; a Brady no le cabe duda

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de que el resto del material bastará paradetonarla.

Aunque tampoco llegará a saberlo concerteza, ocurra lo que ocurra.

Vuelve al Subaru una vez más y sacala versión enmarcada de veinte porveinticinco centímetros de una foto queHodges ya ha visto: Frankie con elcoche de bomberos Sammy en las manosy esa sonrisa suya de bobo comodiciendo «dónde coño estoy». Bradybesa el cristal y dice:

—Te quiero, Frankie. ¿Tú me quieresa mí?

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Hace como si Frankie contestara quesí.

—¿Quieres ayudarme?Hace como si Frankie contestara que

sí.Brady vuelve a la silla de ruedas y se

sienta en APARCAMIENTO DE CULO.Ahora solo se ve el cable maestro,suspendido en la parte delantera de lasilla de ruedas entre sus muslosseparados. Lo conecta a la Cosa Dos yrespira hondo antes de accionar elinterruptor de encendido. Si hay una fugade electricidad en las pilas AA… por

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mínima que sea…Pero no la hay. Se enciende el piloto

amarillo, y eso es todo. En algún lugar,no muy lejos pero en otro mundo, lasniñas chillan alegremente. Prontomuchas de ellas se desintegrarán;muchas más perderán brazos y piernas ychillarán de verdad. En fin, al menospodrán escuchar un poco de la músicade su grupo preferido antes de la granexplosión.

O quizá no. Es consciente de lo toscoe improvisado que es su plan; elguionista más estúpido y con menos

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talento de Hollywood habría concebidoalgo mejor. Brady recuerda el cartel delpasillo que lleva al auditorio:PROHIBIDO ENTRAR CON BOLSAS,CAJAS O MOCHILAS. Él no lleva nadade eso, pero para echarlo todo a rodarbastará con que un guardia de seguridadperspicaz repare en un solo cable a lavista. Incluso si eso no ocurre, un rápidovistazo a los bolsillos de la silla deruedas revelará el hecho de que es unabomba rodante. Brady ha pegado unbanderín de ’Round Here a uno de esosbolsillos, pero por lo demás no ha hecho

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mayores esfuerzos de ocultación.No le preocupa. No sabe si eso le

genera seguridad o solo fatalismo, y nocree que tenga gran importancia. Enúltimo extremo, la seguridad y elfatalismo son en cierto modo la mismacosa, ¿o no? Salió airoso después deatropellar a aquella gente en el CentroCívico, y tampoco entonces hubo apenasplanificación: solo una máscara, unaredecilla para el pelo y un poco de lejíapara eliminar los rastros de ADN. En elfondo de su alma no esperaba escapar, yahora su esperanza a ese respecto es

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nula. Cosa que, curiosamente, le daventaja. En un mundo de pasotismo, élestá a punto de convertirse en el pasotamáximo.

Se coloca la Cosa Dos bajo laholgada camiseta. Se nota un poco elbulto, y ve el tenue resplandor amarillodel piloto a través de la fina tela dealgodón, pero tanto el bulto como elresplandor desaparecen cuando secoloca la foto de Frankie en el regazo.Ya está casi listo para ponerse enmarcha.

Las gafas falsas le resbalan por el

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puente de la nariz sudorosa. Brady se lasreacomoda. Estirando un poco el cuello,se ve en el espejo retrovisor externo dellado derecho del Subaru. Calvo y congafas, no se parece en nada a suidentidad anterior. Ofrece un aspectoenfermizo, eso de entrada, pálido,sudoroso, con ojeras.

Brady se pasa la mano por la cabeza,palpándose la piel lisa allí donde elpelo no tendrá ya oportunidad de crecer.Finalmente retrocede con la silla deruedas para abandonar el espacio dondeha aparcado el coche y empieza a cruzar

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lentamente el aparcamiento en direccióna la creciente muchedumbre.

26

Hodges queda atrapado en el tráfico dehora punta y no llega al Lado Nortehasta poco después de las seis de latarde. Jerome y Holly siguen con él; losdos quieren llegar hasta el final, seancuales sean las consecuencias, y comoparecen entender cuáles podrían ser esasconsecuencias, Hodges ha decidido que

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no puede negárselo. Tampoco tienemuchas opciones; Holly se resiste a dara conocer lo que sabe. O cree que sabe.

Hank Beeson sale de su casa y cruzala calle antes de que Hodges puedasiquiera detener el Mercedes de OliviaTrelawney en el camino de acceso delos Hartsfield. Hodges suspira y baja laventanilla del conductor.

—Francamente, me gustaría saber quéestá pasando aquí —dice el señorBeeson—. ¿Tiene algo que ver con todoese jaleo de Lowtown?

—Señor Beeson —contesta Hodges

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—, agradezco su interés, pero debevolver a su casa y…

—No, un momento —intervieneHolly. Se inclina por encima de laconsola central del Mercedes de OliviaTrelawney para mirar a la cara a Beeson—. Descríbame la voz del señorHartsfield. Necesito saber cómo suena.

Beeson se queda perplejo.—Como la de todo el mundo,

supongo. ¿Por qué?—¿Es grave? O sea, ¿como de

barítono?—¿Quiere decir como la de uno de

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esos cantantes de ópera gordos? —Beeson se ríe—. No, demonios. ¿Quépregunta es esa?

—¿Tampoco es aguda y chillona?Dirigiéndose a Hodges, Beeson dice:—¿Su compañera está loca?«Solo un poco», piensa Hodges.—Usted conteste a la pregunta,

caballero.—No es grave, tampoco aguda y

chillona. ¡Es normal! ¿Qué pasa aquí?—¿Tiene algún acento? —insiste

Holly—. Por ejemplo… no sé…¿sureño? ¿O de Nueva Inglaterra? ¿O

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quizá de Brooklyn?—He dicho que no. Habla como todo

el mundo.Holly, aparentemente satisfecha, se

recuesta en el asiento.—Vuelva a entrar en su casa, señor

Beeson. Por favor.Beeson deja escapar un bufido pero

retrocede. Se detiene al pie de losescalones de la entrada a su casa paraechar una mirada iracunda por encimadel hombro. Hodges ya ha visto muchasveces esa expresión, como diciendo «tusalario lo pago yo, gilipollas». Luego

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entra y cierra de un portazo paraasegurarse de que entienden el mensaje.Enseguida aparece de nuevo tras laventana con los brazos cruzados ante elpecho.

—¿Y si llama a comisaría parapreguntar qué hacemos aquí? —diceJerome desde el asiento de atrás.

Hodges esboza una sonrisa. Es fríapero sincera.

—Esta tarde lo tiene crudo. Venga,vamos.

Mientras los guía en fila india por elestrecho pasadizo entre la casa y el

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garaje, consulta su reloj. Las seis ycuarto. «Cómo vuela el tiempo cuandouno se divierte», piensa.

Entran en la cocina. Hodges abre lapuerta del sótano y alarga el brazo haciael interruptor.

—No —dice Holly—. No encienda.Él la mira con semblante

interrogativo, pero Holly se ha vueltohacia Jerome.

—Tienes que hacerlo tú. El señorHodges es demasiado mayor y yo soymujer.

Por un momento Jerome no lo

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entiende, pero de pronto cae.—¿Control equivale a luz?Ella, tensa y demacrada, asiente con

la cabeza.—Debería dar resultado si tienes la

voz más o menos parecida a la suya.Jerome cruza el umbral de la puerta,

se aclara la garganta un tanto cohibido ydice:

—Control.El sótano permanece a oscuras.—Tienes una voz grave por naturaleza

—observa Hodges—. No de barítono,pero grave. Por eso cuando hablas por

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teléfono pareces mayor de lo que eres. Aver si puedes darle un tono un poco másagudo.

Jerome repite la palabra y las lucesdel sótano se encienden. Holly Gibney,cuya vida no ha sido precisamente unacomedia de situación, se ríe y aplaude.

27

Son las seis y veinte cuando TanyaRobinson llega al CACMO, y al ponerseen la cola de vehículos entrantes,

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lamenta no haber salido camino delconcierto una hora antes como le pedíanlas niñas machaconamente. Elaparcamiento está ya lleno en sus trescuartas partes. Unos hombres conchalecos de color naranja organizan eltráfico. Uno de ellos le indica que tuerzaa la izquierda. Ella dobla en esadirección, conduciendo con lentitud ysumo cuidado porque para el safari deesta noche ha pedido prestado a GinnyCarver su Tahoe, y nada desea menosque abollarle el parachoques. En losasientos traseros, las niñas —Hilda

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Carver, Betsy DeWitt, Dinah Scott y supropia Barbara— saltan literalmente deemoción. Han llenado el cargadormúltiple del reproductor de CD delTahoe con sus discos de ’Round Here(entre las cuatro tienen los seis), yexclaman «¡Uy, esta me encanta!» cadavez que empieza una canción. Haymucho ruido y la situación es estresante,y Tanya, sorprendida, descubre que se loestá pasando bastante bien.

—Cuidado con el minusválido,señora Robinson —dice Betsy,señalando.

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El minusválido es un hombre flaco,pálido y calvo, y prácticamente flotadentro de una amplísima camiseta.Sostiene en el regazo algo que parece unmarco de fotografía, y Tanya Robinsontambién ve una de esas bolsas de orina.Un banderín tristemente alegre de’Round Here destaca en un bolsillolateral de la silla de ruedas. «Pobrehombre», piensa Tanya.

—A lo mejor deberíamos ayudarlo —dice Barbara—. Va lentísimo.

—Eres un sol —contesta Tanya—.Déjame aparcar, y si cuando volvamos,

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aún no ha llegado al edificio, loayudaremos.

Mete el Tahoe prestado en una plazavacía y apaga el motor con un suspiro dealivio.

—Hala, mirad qué colas —exclamaDinah—. Debe de haber un millón depersonas.

—No tantas ni mucho menos —asegura Tanya—. Pero sí hay muchagente. De todos modos, no tardarán enabrir las puertas. Y tenemos buenosasientos, así que no os preocupéis.

—Llevas las entradas, ¿verdad,

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mamá?Tanya, con un gesto ostensible, mira

en el bolso.—Las tengo aquí mismo, cariño.—¿Y podremos comprar algún

recuerdo?—Uno cada una, y nada que cueste

más de diez dólares.—Yo he traído mi propio dinero,

señora Robinson —dice Betsy cuandose apean del Tahoe.

Las niñas se ponen un poco nerviosasal ver la multitud que se amontonadelante del CACMO. Las cuatro forman

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una piña, y sus sombras se convierten enuna única mancha oscura en la intensaluz de media tarde.

—Ya, Bets, pero esto lo pago yo —dice Tanya—. Ahora escuchadme, niñas.Quiero que me deis vuestro dinero yvuestros teléfonos para que os losguarde. A veces en estas aglomeracionesde gente hay carteristas. Os lo devolverétodo cuando estemos sanas y salvas ennuestros asientos, pero nada de mensajesni de llamadas en cuanto empiece elconcierto. ¿Queda claro?

—¿Primero podemos tomar unas

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fotos, señora Robinson? —preguntaHilda.

—Sí. Una cada una.—¡Dos! —suplica Barbara.—De acuerdo, dos. Pero deprisa.Sacan dos fotos cada una y prometen

enviárselas por e-mail más tarde paratener todas la serie completa. Tanyatoma un par ella misma de las cuatroniñas juntas y abrazadas. Piensa queestán adorables.

—Bien, chicas, entregad el dinero ylos aparatejos.

Las niñas entregan unos treinta

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dólares entre las cuatro y sus teléfonosde colores pastel. Tanya lo guarda todoen su bolso y cierra el todoterreno deGinny Carver con el botón del mando.Oye el satisfactorio chasquido de loscierres al bloquearse: un sonido quesignifica seguridad y protección.

—Ahora escuchadme, locuelas.Iremos todas cogidas de la mano hastaque lleguemos a nuestros asientos,¿vale? Quiero oíros decir «vale».

—¡Vaaale! —exclaman las niñas, y secogen de la mano. Se han engalanadocon sus mejores vaqueros ajustados y

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sus mejores zapatillas. Todas llevancamisetas de ’Round Here, y Hilda se haatado la cola de caballo con una cinta deseda blanca en la que se lee I CAM enrojo.

—Y vamos a pasarlo bien, ¿verdad?Vamos a pasarlo como nunca, ¿verdad?Quiero oíros decir «vale».

—¡VAAAALE!Dándose por contenta, Tanya las lleva

hacia el CACMO. Es un largo trecho porel asfalto caliente, pero a ninguna deellas parece importarle. Tanya busca alhombre calvo en la silla de ruedas y lo

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ve dirigirse hacia el final de la cola dediscapacitados. Esa es mucho más corta.Aun así, le da pena ver a todas esaspersonas maltrechas. De pronto lassillas de ruedas empiezan a moverse.Están dejando entrar primero a losdiscapacitados, y ella piensa que esbuena idea, eso de permitir que todos oal menos la mayoría se acomoden en supropia sección antes de que se inicie laestampida.

Cuando Tanya y su grupo se colocanal final de la cola más corta de personasno impedidas (que así y todo es muy

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larga), ella observa al hombre calvo yflaco impulsarse cuesta arriba por larampa para discapacitados y piensa quele sería mucho más fácil si tuviera unade esas sillas motorizadas. Sientecuriosidad por la foto que lleva en elregazo. ¿Algún ser querido que hafallecido? Es lo más probable.

«Pobre», vuelve a pensar, y eleva unabreve plegaria a Dios, dándole graciaspor la salud de sus dos hijos.

—¿Mamá? —dice Barbara.—¿Sí, cariño?—Vamos a pasarlo como nunca,

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¿verdad?Tanya Robinson le aprieta la mano.—Y que lo digas.Una niña empieza a cantar Kisses on

the Midway con voz dulce y diáfana:«El sol, nena, el sol brilla cuando memiras… La luna, nena, la lunaresplandece cuando estás a mi lado».

Otras niñas cantan a coro: «Tu amor,tus caricias, nunca me basta con solo unpoco… Quiero amarte a mi manera…».

Pronto la canción flota en el airecálido de la tarde entonada por un millarde voces. Tanya suma gustosamente la

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suya: después de las sesionesmaratonianas de música en la habitaciónde Barbara durante estas últimassemanas, se sabe todas las letras.

En un impulso, se inclina y da un besoa su hija en la coronilla.

«Vamos a pasarlo como nunca»,piensa.

28

Hodges y sus Watsons, ya en la sala decontrol de Brady en el sótano, miran la

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hilera de ordenadores silenciosos.—Primero «caos» —dice Jerome—.

Después «oscuridad», ¿no?«Parece algo sacado del

Apocalipsis», piensa Hodges.—Eso creo —responde Holly—. Al

menos ella las tenía en ese orden. —Hablando a Hodges, dice—: ¿Ve comoella vigilaba a su hijo? Me juego algo aque vigilaba mucho más de lo que élcreía que vigilaba. —Se vuelve otra vezhacia Jerome—. Una cosa. Muyimportante. Si consigues encenderloscon caos, date prisa.

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—Ya. El programa suicida. Pero ¿y sime pongo nervioso y me sale una vozaguda y chillona como la de MickeyMouse?

Cuando Holly se dispone a contestar,ve la expresión en su mirada.

—Ja ja ja. —Pero sonríe a su pesar—. Vamos, Jerome. Sé Brady Hartsfield.

Le basta con decir caos una vez. Losordenadores se encienden, y se inicia lacuenta atrás.

—¡Oscuridad!Sigue la cuenta atrás.—¡No grites, caray! —ordena Holly.

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16. 15. 14.—Oscuridad.—Creo que has puesto otra vez una

voz demasiado grave —advierteHodges, procurando disimular sunerviosismo.

12. 11.Jerome se enjuga la boca con la mano.—O-oscuridad.—Lengua de estropajo —observa

Holly. Quizá sin ser de gran ayuda.8. 7. 6.—Oscuridad.5.

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La cuenta atrás se detiene. Jeromedeja escapar un racheado suspiro dealivio. Los números han dado paso a unaserie de fotografías en color de hombresvestidos con la ropa de las antiguaspelículas del Oeste, dando y recibiendotiros. Uno de ellos aparece inmóvil en elmomento en que su caballo y élatraviesan el cristal cilindrado de unaventana.

—¿Qué clase de salvapantallas sonesos? —pregunta Jerome.

Hodges señala el Número Cinco deBrady.

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—Ese es William Holden, así quesupongo que deben de ser escenas deuna película.

—Grupo salvaje —informa Holly—.Dirigida por Sam Peckinpah. Solo la hevisto una vez. Tuve pesadillas.

«Escenas de una película —piensaHodges, mirando las muecas y losdisparos—. También escenas presentesen la cabeza de Brady Hartsfield.»

—¿Y ahora qué?—Holly, tú empieza por el primero

—propone Jerome—. Yo empezaré porel último. Nos encontraremos en la

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mitad.—Me parece un buen plan —dice

Holly—. Señor Hodges, ¿puedo fumaraquí dentro?

—¿Y por qué no? —contesta él, y seacerca a la escalera del sótano parasentarse y verlos trabajar. Una vez ahí,se frota distraídamente el hueco justopor debajo de la clavícula izquierda. Esotra vez ese molesto dolor. Debe de serun tirón muscular, de cuando se echó acorrer por la calle después de estallar sucoche.

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29

En el vestíbulo del CACMO el aireacondicionado llega a Brady como unbofetón, y se le pone carne de gallina enel cuello y los brazos sudorosos. Laparte principal del pasillo está vacía,porque aún no han dejado entrar a losasistentes al concierto normales, pero enel lado derecho, donde hay un cordón deterciopelo y un letrero que indicaACCESO PARA DISCAPACITADOS,una fila de sillas de ruedas avanza

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lentamente hacia el puesto de control yel auditorio.

Brady ve con malos ojos el cariz queestán tomando las cosas.

Había dado por supuesto que elpúblico entraría en tropel, como en unpartido de los Indians de Cleveland alque fue a los dieciocho años, y que losguardias de seguridad, desbordados, selimitarían a echar un vistazo expeditivoa los asistentes y dejarlos pasar. Tendríaque haber previsto que el personal delCACMO daría acceso primero a lostullidos y los oligos, pero ese detalle no

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se le ocurrió siquiera.Hay al menos una docena de hombres

y mujeres uniformados de azul conparches marrones en el brazo, casi a laaltura del hombro, donde se leeSEGURIDAD CACMO, y de momentono tienen nada que hacer aparte decontrolar a los discapacitados queavanzan lentamente ante ellos. Bradyadvierte con creciente frialdad que sibien no registran los bolsillos de todaslas sillas de ruedas, sí examinan los dealgunas, una de cada tres o cuatro, y aveces dos seguidas. Cuando los tullidos

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superan el control de seguridad, unosacomodadores con camisetas de ’RoundHere los dirigen hacia la sección delauditorio reservada a los minusválidos.

Sabía desde el principio que existíala posibilidad de que lo detuvieran en elpuesto de control, pero creía que, aun sieso ocurría, podría llevarse consigo ajóvenes fans de ’Round Here más quesuficientes. Otro supuesto erróneo. Lasesquirlas de cristal podían matar a unoscuantos de aquellos que esperaban máscerca de las puertas, pero a la vez suscuerpos servirían de escudo para

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amortiguar la explosión.«Mierda —piensa—. En fin… en el

Centro Cívico solo me cargué a ocho;aquí por fuerza conseguiré algo más queeso.»

Avanza en su silla hacia delante conla foto de Frankie en el regazo. El bordedel marco está apoyado en el interruptorde palanca. En cuanto uno de esosgorilas de seguridad se incline paramirar en los bolsillos laterales de lasilla de ruedas, Brady hará presión en lafoto con una mano, el piloto pasará deamarillo a verde, y la corriente eléctrica

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llegará a los detonadores de azida deplomo acoplados al explosivo defabricación casera.

Solo tiene ya una docena de sillas deruedas por delante. Percibe el airegélido en la piel caliente. Piensa en elCentro Cívico, y en cómo el robustocoche de la zorra de la Trelawney,después de embestir y derribar a lagente, arrolló sus cuerpos entresacudidas y temblores. Como si elpropio coche tuviera un orgasmo.Recuerda el aire gomoso dentro de lamáscara, y sus alaridos de placer y

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triunfo. Gritó hasta quedarse tan roncoque apenas podía hablar, y luego se vioobligado a explicar a su madre y a TonesFrobisher que tenía laringitis.

Ahora solo quedan diez sillas deruedas entre la suya y el puesto decontrol. Uno de los guardias —probablemente el gran jefe, porque es elde mayor edad y el único con gorra— lequita la mochila a una joven tan calvacomo el propio Brady. Le explica algo yle entrega un resguardo.

«Van a descubrirme —piensa Bradycon frialdad—. Seguro que me

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descubren. Prepárate para morir.»Está preparado. Lo está desde hace ya

tiempo.Ocho sillas de ruedas entre la suya y

el puesto de control. Siete. Seis. Escomo la cuenta atrás de sus ordenadores.

En ese momento, ante la entrada,empiezan a cantar; al principio es soloun murmullo ahogado.

—«El sol, nena, el sol brilla cuandome miras… La luna, nena…»

Cuando llegan al estribillo, el sonidosube de volumen como el coro de unacatedral: niñas cantando a pleno pulmón.

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—«QUIERO AMARTE A MIMANERA… IREMOS A LA PLAYAPOR LA CARRETERA.»

De pronto se abren las puertasprincipales. Unas cuantas niñas lanzanvítores; la mayoría de ellas siguencantando, y en voz aún más alta.

—«¡ESE DÍA ACABARÁ LAESPERA… CUANDO TE BESE EN LAFERIA!»

Irrumpen en tropel niñas concamisetas de ’Round Here, maquilladaspor primera vez. Sus acompañantesadultos, en su mayoría madres, se

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esfuerzan por permanecer cerca de ellas,por no rezagarse. Derriban y pisotean elcordón de terciopelo que separa la parteprincipal del pasillo y la zona paradiscapacitados. Una gorda de doce otrece años con el culo del tamaño deIowa recibe un empujón y choca con lasilla de ruedas que precede a Brady. Suocupante, una chica de rostroalegremente agraciado y piernasdelgadas como palos, casi acaba en elsuelo.

—¡Eh, cuidado! —exclama la madrede la chica en silla de ruedas, pero la

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foca con vaqueros de talla extra grandeya se aleja, agitando un banderín de’Round Here con una mano y la entradacon la otra. Alguien tropieza con la sillade Brady, la foto se desplaza en suregazo, y durante un frío segundo piensaque van a volar todos en medio de undestello blanco y una lluvia de bolas deacero. Como eso no sucede, levanta elmarco lo suficiente para echar un vistazodebajo y ve que el piloto sigue enamarillo.

«Ha faltado poco», piensa Brady, ysonríe.

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En el pasillo reina un jubilosorevuelo, y los guardias de seguridad queantes controlaban a los discapacitados,todos menos uno, una mujer, proceden ahacer lo que buenamente pueden con esaaglomeración enloquecida deadolescentes y preadolescentescantarinas. Esa única guardia quepermanece en el lado del pasilloreservado a los discapacitados, muyjoven, insta a pasar con señas a lassillas de ruedas casi sin mirarlas.Cuando Brady se acerca a ella, ve alresponsable del dispositivo de

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seguridad, el Gran Jefe de la Gorra, depie al otro lado del pasillo, casienfrente. Con una estatura de unonoventa o poco menos, es fácil verlo,porque descuella por encima de lasniñas y recorre el gentío con la miradasin cesar. En una mano sostiene unpapel, que mira de vez en cuando.

—Enséñenme las entradas y pasen —dice la guardia de seguridad a la chicamona en silla de ruedas y su madre—.Por la puerta de la derecha.

Brady ve algo interesante. El guardiaalto de la gorra agarra a un muchacho de

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unos veinte años, que parece estar solo,y de un tirón lo aparta del tumulto.

—¡El siguiente! —lo apremia laguardia de seguridad—. ¡Que no sedetenga la cola!

Brady avanza, dispuesto a apretar lafoto de Frankie contra el interruptor dela Cosa Dos si ella muestra interés, porfugaz que sea, en los bolsillos de la sillade ruedas. El pasillo está ahora hasta lostopes de niñas que cantan y se empujan,y el número de víctimas sería muysuperior a treinta. Si tiene queconformarse con el pasillo, ya estará

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bien.La guardia de seguridad señala la

foto.—¿Quién es ese, encanto?—Mi niño —responde Brady con una

sonrisa animosa—. Murió el año pasadoen un accidente. El mismo en el que yoquedé… —Señala la silla—. Leencantaba ’Round Here, pero no llegó aoír su último álbum. Ahora lo oirá.

Pese a lo agobiada que está, no puedepor menos de compadecerse y se lesuaviza la expresión de los ojos.

—Lamento mucho su pérdida.

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—Gracias, señorita —contesta Brady,pensando: «Tarada de mierda».

—Siga todo recto, caballero, y luegovaya a la derecha. Encontrará dospasillos para discapacitados hacia lamitad del auditorio. Desde ahí se ve muybien. Si necesita ayuda para bajar por larampa, que es bastante empinada,busque a un acomodador con unbrazalete amarillo.

—Ya me las arreglaré —dice Brady,y le sonríe—. Este trasto tiene muybuenos frenos.

—Me alegro. Disfrute del concierto.

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—Gracias, señorita, seguro que sí. YFrankie lo disfrutará también.

Brady se dirige hacia la entradaprincipal. Atrás, en el puesto de control,Larry Windom —conocido entre suscolegas de la policía como Romper-Stomper— suelta al joven que deimproviso ha decidido aprovechar laentrada de su hermana pequeña, enfermade mononucleosis. No se parece enabsoluto al de la foto que le ha mandadoBill Hodges.

Los asientos del auditorio estándispuestos como los de un estadio, lo

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cual complace a Brady. Esa formacóncava concentrará la explosión.Imagina el momento en que se diseminenlas bolas de acero de los paquetespegados bajo su asiento. Con suerte,liquidará no solo a la mitad del públicosino también a los miembros del grupo,piensa.

Los altavoces situados en alto emitenmúsica pop, pero las niñas que ocupanlos asientos y se agolpan en los pasillosla ahogan con sus propias voces jóvenesy fervorosas. Los haces de los focos enmovimiento iluminan a la muchedumbre.

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Vuelan frisbees. Pelotas de playagigantescas botan de aquí para allá. Loúnico que sorprende a Brady es que enel escenario no se ve ni rastro de lanoria y toda esa mierda de feria. ¿Porqué descargaron todo eso si no iban ausarlo?

Un acomodador con un brazaleteamarillo vuelve de llevar a su sitio a lachica mona con las piernas como palos yse acerca para ayudar a Brady, peroeste, con una seña, le indica que no esnecesario. El acomodador le sonríe y leda una palmada en el hombro al pasar

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junto a él y seguir rampa arriba paraayudar a otra persona. Brady desciendehacia la primera de las dos seccionesdestinadas a los discapacitados. Secoloca junto a la chica mona con laspiernas como palos.

Ella, risueña, se vuelve hacia él.—¿Verdad que es emocionante?Brady le devuelve la sonrisa,

pensando: «Y tú no sabes ni la mitad,tullida de mierda».

30

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Tanya Robinson, contemplando elescenario, se acuerda del primerconcierto al que fue —eran losTemptations— y de que Bobby Wilsonla besó en medio de My Girl. Muyromántico.

La arranca de esas evocaciones suhija, que le sacude el brazo.

—Mira, mamá, allí está elminusválido. Con los otros que van ensillas de ruedas. —Barbara señala a laizquierda, un par de filas más abajo. Enesa zona han retirado los asientos para

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dar cabida a dos hileras de sillas deruedas.

—Ya lo veo, Barb, pero es de malaeducación señalar.

—Espero que se lo pase bien, ¿tú no?Tanya sonríe a su hija.—Claro que sí, cariño.—¿Puedes devolvernos los teléfonos?

Los necesitamos para el principio delconcierto.

Para sacar fotos, presupone TanyaRobinson… porque hace mucho tiempoque ella no va a un concierto de rock.Abre el bolso y reparte los teléfonos de

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color pastel. Sorprendentemente, lasniñas no hacen nada con ellos. Demomento están demasiado ocupadasabsorbiéndolo todo con la mirada parallamar o mandar mensajes. Tanya da unrápido beso en la coronilla a Barb y serecuesta, abstraída en el pasado,pensando en el beso de Bobby Wilson.No fue exactamente el primero, pero síel primero bueno.

Espera que Barb, cuando llegue elmomento, tenga la misma suerte.

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31

—¡Ya ves tú! —exclama Holly, y seda una palmada en la frente. Haterminado con el Número Uno de Brady,sin encontrar gran cosa, y ha pasado alNúmero Dos.

Jerome aparta la vista del NúmeroCinco, que parece haberse dedicadoexclusivamente a videojuegos, en sumayor parte del tipo Grand Theft Auto yCall of Duty.

—¿Qué?—Es solo que de vez en cuando me

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topo con alguien que está todavía mástocado de la cabeza que yo —explica—.Eso me anima. Es espantoso, ya lo sé,pero no puedo evitarlo.

Hodges se levanta de la escalera conun gruñido y se acerca a mirar. Ocupa lapantalla un despliegue de pequeñasfotos. Parecen inocuas imágenessensuales de chicas, no muy distintas deaquellas que aparecían en las revistasAdam y Spicy Leg Art a finales de losaños cincuenta, con las que fantaseabansus amigos y él. Holly amplía tres y lascoloca en una hilera. Ahí está Deborah

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Hartsfield, vestida con una batavaporosa. Y Deborah Hartsfield, con uncamisoncito. Y Deborah Hartsfield, conun conjunto de bragas y sujetador deencaje rosa.

—Dios mío, es la madre —diceJerome. Su expresión es una mezcla derepulsión, asombro y fascinación—. Yparece que estaba posando.

Esa misma impresión tiene Hodges.—Sí —coincide Holly—. Llamando

al doctor Freud. ¿Por qué no para defrotarse el hombro, señor Hodges?

—Un tirón muscular —contesta él.

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Pero empieza a dudarlo.Jerome lanza una breve ojeada a la

pantalla del Número Tres, y cuando sedispone a mirar de nuevo las fotos de lamadre de Brady Hartsfield, algo captasu atención en el escritorio del NúmeroTres.

—¡Eh, Bill! —exclama—. Mira esto.En el ángulo inferior izquierdo del

escritorio del Número Tres Hodges veel icono del Paraguas Azul.

—Ábrelo —dice.Jerome obedece, pero la carpeta está

vacía. No hay nada pendiente de enviar,

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y como ya saben, toda lacorrespondencia antigua en el ParaguasAzul de Debbie va derecha al cielo delos datos.

Jerome se sienta ante el Número Tres.—Este debe de ser su ordenata base,

Hols. Casi seguro.Ella se acerca.—Creo que los otros son pura

fachada, para creerse que está en elpuente de mando de la nave Enterpriseo algo así.

Hodges señala una carpeta titulada2009.

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—Veamos esa.Un clic de ratón muestra una

subcarpeta llamada CENTRO CÍVICO.Jerome la abre y los tres se quedanmirando una larga lista de artículossobre lo ocurrido allí en abril de 2009.

—Los recortes de prensa delgilipollas —dice Hodges.

—Examina todo lo que hay en este —indica Holly a Jerome—. Empieza porel disco duro.

Jerome abre el directorio.—Anda, mira esta mierda. —Señala

una carpeta con el nombre

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EXPLOSIVOS.—¡Ábrela! —dice Holly,

sacudiéndole el hombro—. ¡Ábrela,ábrela, ábrela!

Jerome así lo hace y encuentra otrasubcarpeta llena de información.«Cajones dentro de cajones —piensaHodges—. En realidad un ordenador noes más que un buró victoriano, concompartimentos secretos incluidos.»

—¡Eh, miren esto! —señala Holly—.Se ha bajado El libro de cocina delanarquista de BitTorrent. ¡Eso es ilegal!

—Evidente —dice Jerome, y ella le

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da un puñetazo en el brazo.Hodges siente que el dolor en el

hombro es cada vez más intenso.Regresa a la escalera y se sientapesadamente. Jerome y Holly,apretujados ante el Número Tres, noadvierten que se ha alejado. Se apoyalas manos en los muslos («mis gruesosmuslos obesos —piensa—, misenormemente gruesos muslos») yempieza a respirar con inhalacioneslargas y lentas. Lo único que podríaempeorar la tarde sería sufrir un infartoen una casa donde ha entrado

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ilegalmente con un menor y una mujerque dista mucho de estar en su sanojuicio. Una casa donde el objeto dedeseo de un asesino loco de atar yacemuerta en el piso de arriba.

«Por favor, Dios mío, un infarto no.Por favor.»

Vuelve a tomar aire con aspiracioneslargas. Reprime un eructo y el dolorempieza a remitir.

Con la cabeza gacha, fija la miradacasualmente entre los tablones queforman los peldaños de la escalera.Percibe un brillo a la luz de los

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fluorescentes del techo. Hodges searrodilla y, a gatas, accede bajo laescalera para ver qué es. Resulta ser unabola de acero inoxidable, de cojinete,mayor que las de la cachiporra, y nota suconsiderable peso en la palma de lamano. Observa el reflejo distorsionadode su cara en la superficie curva, y unaidea empieza a formarse en su cabeza.Solo que más que formarse, aflora,como el cuerpo tumefacto de unahogado.

También bajo la escalera, más allá, veuna bolsa verde de basura. Hodges se

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arrastra hacia ella con la bola biensujeta en una mano, notando en el peloralo y la despejada frente el roce de lastelarañas suspendidas bajo lospeldaños. Jerome y Holly parloteanenfervorizados, pero no les prestaatención.

Coge la bolsa de basura con la manolibre y empieza a retroceder para salirde debajo de la escalera. Una gota desudor le cae en el ojo izquierdo yparpadea para aliviar el escozor. Vuelvea sentarse en el peldaño.

—Abre su cuenta de correo —ordena

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Holly.—Hay que ver qué marimandona eres

—protesta Jerome.—¡Ábrela, ábrela, ábrela!«Como usted diga», piensa Hodges, y

abre la bolsa de basura. Contienefragmentos de cable y lo que parece uncircuito impreso roto, y debajo unaprenda de color caqui, en apariencia unacamisa. Aparta los trozos de cable,extrae la prenda y la sostiene en alto. Noes una camisa sino un chaleco demontaña, de esos con muchos bolsillos.El forro presenta cinco o seis rajas.

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Introduce los dedos en uno de los cortes,busca a tientas y saca otras dos bolas deacero. No es un chaleco de montaña, o almenos ya no. Ha sido adaptado.

Ahora es un chaleco bomba.O lo era. Por alguna razón Brady lo

ha descargado. ¿Acaso porque hacambiado de planes y puesto ahora lamira en ese encuentro del mundoprofesional del próximo sábado? Seráeso. Probablemente tiene los explosivosen el coche, a menos que haya robado yaotro. Es…

—¡No! —exclama Jerome. A

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continuación lo repite a voz en cuello—:¡No! ¡No, no, DIOS MÍO, NO!

—Por favor, que no sea eso —gimotea Holly—. Que no sea eso.

Hodges suelta el chaleco y se acercaen el acto a la hilera de ordenadorespara ver qué han descubierto. Es un e-mail de una página web llamadaFanTastic, que da las gracias al señorBrady Hartsfield por su compra.

«Puede usted descargar su entradaimprimible ahora mismo. En esteespectáculo no se permite el acceso conbolsas o mochilas. Gracias por realizar

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su compra a través de FanTastic, dondelas mejores localidades para losmayores espectáculos están solo a unclic de distancia.»

Y debajo: ’ROUND HERE.AUDITORIO MINGO. CENTRO DEARTE Y CULTURA DEL MEDIOOESTE. 3 DE JUNIO, 2010, 19 H.

Hodges cierra los ojos. Al final sí esel puto concierto. «Hemos cometido unerror comprensible… peroimperdonable. Por favor, Dios mío, nopermitas que entre. Por favor, Dios mío,que los hombres de Romper-Stomper le

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den el alto en la puerta.»Pero incluso eso podría convertirse

en una pesadilla, porque Larry Windomcree que busca a un pederasta, no a unloco con una bomba. Si descubre lapresencia de Brady e intenta detenerlocon su habitual brutalidad…

—Son las siete menos cuarto —diceHolly, señalando el reloj digital delNúmero Tres de Brady—. A lo mejortodavía está en la cola, pero lo másprobable es que ya haya entrado.

Hodges sabe que Holly tiene razón.Con tanta afluencia de niñas, habrán

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empezado a acomodar al público no mástarde de las seis y media.

—Jerome —dice.El chico no contesta. Mantiene la

mirada fija en la entrada imprimibleaparecida en la pantalla del ordenador, ycuando Hodges apoya la mano en suhombro, tiene la sensación de estartocando una piedra.

—Jerome.Lentamente, Jerome se vuelve. Tiene

los ojos desorbitados.—Qué estúpidos hemos sido —

musita.

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—Llama a tu madre. —Hodgesconserva la voz serena, cosa que nisiquiera le representa un gran esfuerzo,porque se halla en un profundo estado deshock. Una y otra vez acude a su mentela bola de cojinete. Y el chaleco rajado—. Llama ya. Dile que coja a Barbara ylas otras niñas que ha llevado y salga deallí por piernas.

Jerome extrae el móvil de la fundaprendida del cinturón y pulsa la tecla demarcación rápida correspondiente a sumadre. Holly, con los brazos tensamentecruzados ante el pecho y los maltrechos

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labios torcidos en una mueca, no apartala mirada de él.

Jerome espera, profiere unamaldición entre dientes y dice:

—Tenéis que salir de ahí, mamá.Coge a las niñas y márchate. No medevuelvas la llamada ni hagas preguntas,solo vete. No corras. ¡Pero sal! —Cortala comunicación y les informa de lo queya saben—: Buzón de voz. El timbre hasonado muchas veces, así que no estáhablando ni lo tiene apagado. No loentiendo.

—¿Y tu hermana? —sugiere Hodges

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—. Debe de tener móvil.Antes de que acabe la frase, Jerome

vuelve a pulsar una tecla de marcaciónrápida. Escucha durante lo que a Hodgesse le antoja una eternidad, pese a quesabe que no son más de diez o quincesegundos. Al final Jerome dice:

—¡Barb! ¿Por qué demonios nocontestáis? ¡Mamá y tú y las otras niñastenéis que salir de ahí! —Pone fin a lallamada—. No lo entiendo. Barbsiempre lo lleva encima, prácticamentelo tiene injertado, y al menos deberíanotar la vibra…

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—¡Mierda y requetemierda! —exclama Holly. Pero no le basta con eso—. ¡Joder!

Se vuelven hacia ella.—¿Es muy grande la sala del

concierto? ¿Cuánta gente cabe?Hodges rebusca en su memoria lo que

sabe del auditorio Mingo.—Hay un aforo para cuatro mil

personas sentadas. No sé si se permitepúblico de pie; no recuerdo esa partedel código antiincendios.

—Y para este concierto casi todasson niñas —dice Holly—. Niñas con

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móviles prácticamente injertados. En sumayoría charlando por teléfono mientrasesperan el comienzo del concierto, omandando SMS. —Tiene los ojos muyabiertos en una expresión deconsternación—. Son las líneas. Estánsaturadas. Debes seguir intentándolo,Jerome. Debes seguir intentándolo hastaque consigas comunicarte con ellas.

Jerome asiente, aturdido, pero mira aHodges.

—Deberías telefonear a tu amigo, eldel departamento de seguridad.

—Sí, pero no desde aquí. En el

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coche. —Vuelve a consultar su reloj.Las siete menos diez—. Nos vamos alCACMO.

Holly se lleva los puños a los ladosde la cara.

—Sí —dice.Hodges recuerda de pronto lo que

Holly ha dicho antes: «Ellos no puedenencontrarlo. Nosotros sí».

Pese a su deseo de enfrentarse aHartsfield —de rodear el cuello de esecabrón con sus manos y ver cómo se lesalen los ojos de las órbitas cuando dejede respirar—, Hodges espera que Holly

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se haya equivocado a ese respecto.Porque si depende de ellos tres, puedeque sea ya demasiado tarde.

32

Esta vez es Jerome quien conduce yHodges quien va detrás. El Mercedes deOlivia Trelawney tiene un arranquelento, pero en cuanto el motor de docecilindros entra en calor, va como uncohete… y estando en juego las vidas desu madre y su hermana, Jerome lo

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conduce como si en efecto lo fuera,saltando de un carril a otro, ajeno a losbocinazos de protesta de los coches quelo rodean. Hodges calcula que puedenllegar al CACMO en veinte minutos.Eso si el chico no se estrella contraalgo, claro está.

—¡Llame a ese hombre de seguridad!—insiste Holly desde el asiento delacompañante—. ¡Llámelo, llámelo,llámelo!

Mientras Hodges saca el Nokia delbolsillo de su chaqueta, indica a Jeromeque coja la ronda de circunvalación.

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—No me agobies con indicaciones —replica Jerome—. Tú haz la llamada. Ydate prisa.

Pero cuando intenta acceder a lamemoria del teléfono, el puto Nokiaemite un único y débil pitido y se apaga.¿Cuándo lo cargó por última vez?Hodges no se acuerda. Tampoco seacuerda del número del departamento deseguridad. Debería haberlo anotado enlugar de depender del teléfono.

«Maldita tecnología —piensa—. Pero¿de quién es la culpa en realidad?»

—Holly. Marque el 555-1900 y deme

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su móvil. El mío se ha quedado sinbatería. —Es el número delDepartamento de Policía. Volverá apedir a Marlo el número de Windom.

—Vale. ¿Cuál es el prefijo de aquí?Yo tengo la línea…

Holly se interrumpe cuando Jeromeda un volantazo para adelantar a unacamioneta y va derecho hacia untodoterreno que circula por el otrocarril. Hace ráfagas con las largas yexclama:

—¡Sal del medio!El todoterreno se aparta, y Jerome, al

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pasar por su lado, lo roza dejándoseparte de la pintura.

—… contratada en Cincinnati —concluye Holly. Habla con la frialdad deun cubito de hielo.

Hodges, pensando que no le vendríamal tomarse alguna que otra de laspíldoras con que se medica ella, recitael prefijo. Holly marca y le entrega elteléfono por encima del respaldo.

—Departamento de Policía, ¿conquién le pongo?

—Necesito hablar con Marlo Everett,del archivo, y en el acto.

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—Lo siento, caballero, pero he vistoa la señora Everett salir hace mediahora.

—¿Podría darme su número demóvil?

—Caballero, no estoy autorizada afacilitar esa informa…

No tiene el menor interés enenzarzarse en una discusión que lequitará tiempo y seguramente no dará elmenor resultado, y corta lacomunicación en el preciso instante enque Jerome, a noventa por hora, tuercepara incorporarse a la ronda de

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circunvalación.—¿Qué problema hay, Bill? ¿Por qué

no estás…?—Tú calla y conduce, Jerome —ataja

Holly—. El señor Hodges hace todo loque puede.

«En realidad ella prefiere que no meponga en contacto con nadie —piensaHodges—. Porque se supone que esto escosa nuestra y solo nuestra.» Lo asaltauna idea descabellada: que Holly estáutilizando alguna extraña vibraciónpsíquica para asegurarse de que elasunto siga siendo cosa de ellos y solo

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de ellos. Y a lo mejor lo consigue,porque tal como conduce Jerome,llegarán al CACMO antes de queHodges acceda a cualquiera en unpuesto de autoridad.

Una parte fría de su mente piensa quequizá eso sea lo mejor. Porque almargen de con quién se ponga encontacto, el responsable del Mingo esLarry Windom, y Hodges no confía enél. Romper-Stomper siempre ha sido unpendenciero, uno de esos que no seandan con chiquitas, y Hodges duda quehaya cambiado.

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Aun así, tiene que intentarlo.Le devuelve el teléfono a Holly y

dice:—No sé cómo va este puto aparato.

Llame al servicio de informacióntelefónica y…

—Antes prueba a llamar otra vez a mihermana —indica Jerome, y le da elnúmero.

Holly marca el teléfono de Barbaramoviendo el pulgar a tal velocidad queapenas se ve. Escucha.

—Buzón de voz.Jerome suelta una maldición y pisa el

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acelerador. Hodges espera que tenga unángel posado en el hombro.

—¡Barbara! —chilla Holly. Ahoradesde luego no masculla—. ¡Tenéis quemover el culo y salir inmediatamentede ahí tú y quienquiera que estécontigo! ¡Ya mismo! ¡Enseguida! —Cuelga—. ¿Y ahora qué? ¿Informacióntelefónica, me ha dicho?

—Sí. Pida el número deldepartamento de seguridad del CACMO,márquelo y deme el móvil. Jerome, salpor la 4A.

—Para el CACMO es la 3B.

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—Lo es si entras por delante.Nosotros vamos a la parte de atrás.

—Bill, si les pasa algo a mi madre ymi hermana…

—No les pasará nada. Sal por la 4A.—La conversación de Holly con elservicio de información se haprolongado más de la cuenta—. Holly,¿por qué tarda tanto?

—No hay línea directa con eldepartamento de seguridad. —Marcaotro número, escucha y le entrega elteléfono—. Hay que pasar por centralita.

Hodges se lleva al oído el iPhone de

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Holly. Se aprieta tanto que le duele laoreja. Suena el timbre. Y sigue sonando.Y suena un poco más.

Cuando dejan atrás las salidas 2A y2B, Hodges ve el CACMO. Está taniluminado como una gramola. Elaparcamiento es un mar de coches. Porfin atienden su llamada, pero una vozrobótica femenina, sin darle tiempo apronunciar palabra, empieza aaleccionarlo. Habla con lentitud y sumocuidado, como si se dirigiera a unapersona para quien el inglés es unasegunda lengua y no la domina.

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«Hola, y gracias por telefonear alCentro de Arte y Cultura del MedioOeste, donde contribuimos a crear unavida mejor y todo es posible.»

Hodges escucha con el teléfono deHolly comprimido contra la oreja y elsudor resbalándole por las mejillas y elcuello. Son las siete y seis minutos. «Elcabrón no actuará hasta que empiece elespectáculo —se dice (en realidad esuna súplica)—, y los conciertos de rocksiempre empiezan tarde.»

«Recuerde —dice amablemente lavoz robótica femenina—, dependemos

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de su apoyo, y los abonos de temporadapara los conciertos de la OrquestaSinfónica Municipal y la Serie de ArteDramático de este otoño están ya a laventa. No solo ahorrará el cincuenta porciento…»

—¿Qué pasa? —pregunta Jerome agritos cuando dejan atrás las salidas 3Ay 3B. El siguiente letrero indicaSALIDA 4A SPICER BOULEVARD 800METROS. Ha lanzado a Holly su propiomóvil, y Holly prueba primero conTanya y luego otra vez con Barbara, envano.

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—Estoy escuchando una putagrabación —explica Hodges. Vuelve amasajearse el hueco del hombro. Esedolor es como una muela infectada—.Tuerce a la izquierda al pie de la rampa.Tendrás que doblar a la derecha en elprimer cruce, creo. Quizá el segundo. Entodo caso a la altura del McDonald’s.

El Mercedes va ahora a ciento treinta,pero el sonido del motor no pasa aún deun ronroneo somnoliento.

—Si oímos una explosión, voy aenloquecer —dice Jerome con todanaturalidad.

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—Tú conduce —insta Holly. UnWinston sin encender cuelga entre susdientes—. Si no nos la pegamos, todosaldrá bien. —Ha vuelto a marcar elnúmero de Tanya—. Vamos a coger aese tipo. Vamos a cogerlo, a cogerlo, acogerlo.

Jerome le lanza una mirada.—Holly, estás como una cabra.—Tú conduce —repite ella.«Con su tarjeta del CACMO también

obtendrá un diez por ciento de descuentoen una selección de excelentesrestaurantes y establecimientos

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comerciales de la ciudad», informa aHodges la voz robótica femenina.

Y luego, por fin, entra en materia.«Ahora mismo no hay ningún

operador disponible para atender sullamada. Si conoce el número de laextensión con la que desea comunicarse,márquela en cualquier momento. Si no,escuche por favor atentamente, porquenuestro menú de opciones ha cambiado.Para hablar con Avery Johns, de laOficina de Arte Dramático, marque unocero. Para hablar con Belinda Dean, delServicio de Venta de Entradas, marque

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uno uno. Para ponerse en contacto conDecorados y Escenografía…»

«Dios bendito —piensa Hodges—,esto es el puto catálogo de Sears. Y enorden alfabético.»

El Mercedes desciende y gira cuandoJerome sale por la 4A y avanza comouna flecha por la rampa curva. Al pie deesta el semáforo está en rojo.

—Holly, ¿viene algún coche por tulado?

Holly, con el móvil al oído, echa unvistazo.

—No hay problema si aceleras. Si

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quieres que acabemos todos muertos,tómatelo con calma.

Jerome pisa a fondo el acelerador. ElMercedes de Olivia, en medio de unchirrido de neumáticos, atraviesa comouna exhalación cuatro carrilesescorándose mucho a babor. Se oye ungolpe cuando superan la mediana dehormigón. Las bocinas emiten unamelodía discordante. Con el rabillo delojo, Hodges ve una furgoneta subirse ala acera para esquivarlos.

«Para ponerse en contacto con laOrquesta Sinfónica Municipal,

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marque…»Hodges da un puñetazo al techo del

Mercedes.—¿Qué ha sido de los PUTOS SERES

HUMANOS?En el momento en que aparecen a la

vista frente a ellos, a la derecha, losarcos dorados del McDonald’s, la vozrobótica femenina informa a Hodges deque puede ponerse en contacto con elServicio de Seguridad del CACMOmarcando tres dos.

Hodges marca. El teléfono suenacuatro veces. Al final atiende la

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llamada. Lo que oye lo lleva apreguntarse si está perdiendo el juicio.

«Hola, y gracias por llamar al Centrode Arte y Cultura del Medio Oeste —saluda cordialmente la voz robóticafemenina—, donde contribuimos a crearuna vida mejor y todo es posible…»

33

—¿Por qué no empieza el concierto,señora Robinson? —pregunta DinahScott—. Ya son las siete y diez.

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Tanya no sabe si contarles lo de unconcierto de Stevie Wonder al queasistió ella cuando estudiaba en elinstituto: estaba programado para lasocho de la tarde y no comenzó hasta lasnueve y media. Pero al final decide queeso podría ser contraproducente.

Hilda mira su teléfono con la frentearrugada.

—Aún no puedo hablar con Gail —sequeja—. Todas las líneas están bl…

Las luces empiezan a atenuarse antesde que acabe la frase. Esto provoca unadelirante ovación y salvas de aplausos.

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—¡Dios mío, mamá, qué emocionadaestoy! —susurra Barbara, y Tanya seconmueve al ver asomar las lágrimas alos ojos de su hija. Aparece un hombrecon una camiseta en la que se lee BAM-100 GOOD GUYS. Un foco lo siguemientras se dirige, pavoneándose, haciael centro del escenario.

—¡Hola, gente! —exclama—. ¿Cómova todo?

Una nueva andanada de ruido leasegura que el nutrido público estáperfectamente. Tanya ve que losespectadores de las dos hileras de

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discapacitados también aplauden.Excepto el calvo, que permaneceinmóvil. Probablemente no quiere que sele caiga la foto, piensa Tanya.

—¿Estáis listos para un poco deBoyd, Steve y Pete? —pregunta elpresentador.

Más vítores y griterío.—¿Y estáis listos para un poco de

CAM KNOWLES?Las chicas (la mayoría de las cuales

enmudecerían si se hallaran cara a caraante su ídolo) chillan como posesas.Ellas están más que listas, eso desde

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luego. Vaya si lo están: se mueren deexcitación.

—Dentro de unos minutos vais aalucinar con el decorado, pero demomento, queridos amigos… y enespecial vosotras, chicas… ¡rendíosante… ’ROUND… HEEERE!

Los espectadores se ponen en pie, ycuando las luces del escenario se apagandel todo, Tanya entiende para quéquerían las niñas sus teléfonos. En sustiempos todo el mundo sostenía en altocerillas o mecheros Bic. Estas chicasalzan sus móviles, y la luz combinada de

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todas esas pequeñas pantallas proyectaun pálido resplandor lunar en torno alauditorio.

«¿Cómo descubren estas cosas? —sepregunta—. ¿Quién se lo dice? ¿Y quiénnos lo decía a nosotros, ya puestos?»

No se acuerda.Las luces del escenario adquieren un

vivo rojo ígneo. En ese preciso instanteuna llamada traspasa por fin la saturadared, y Barbara Robinson nota lavibración del móvil en su mano. Nohace caso. Atender una llamadatelefónica es el último de sus deseos en

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ese momento (por primera vez en sujoven vida), y en todo caso, aunquecontestara, no oiría a la otra persona,probablemente su hermano. El bullicioen el Mingo es ensordecedor… y a Barble encanta. Desplaza su teléfono vibrantepor encima de la cabeza con unaoscilación lenta y amplia. Todos hacenlo mismo, incluso su madre.

El cantante de ’Round Here, vestidocon el vaquero más ajustado que TanyaRobinson ha visto jamás, irrumpe azancadas en el escenario. Cam Knowlesse aparta de la cara una cortina de pelo

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rubio y acomete You Don’t Have to BeLonely Again.

Por ahora casi todo el públicopermanece de pie, móviles en alto. Elconcierto ha empezado.

34

El Mercedes abandona SpicerBoulevard y toma por una vía deservicio con los rótulos CACMO /ZONA DE DESCARGA Y PROHIBIDOEL PASO A TODA PERSONA AJENA

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AL CENTRO. Medio kilómetro másadelante hay una verja corredera. Estácerrada. Jerome se detiene junto a uninterfono instalado en un poste. En elletrero se lee PULSE PARA ENTRAR.

—Diles que eres policía —indicaHodges.

Jerome baja la ventanilla y pulsa elbotón. No pasa nada. Lo pulsa de nuevo,y esta vez lo mantiene apretado. Unhorrendo temor asalta a Hodges: cuandopor fin atiendan la llamada de Jerome, lavoz robótica femenina ofrecerá variasdocenas de nuevas opciones.

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Pero esta vez es un humano real,aunque no cordial.

—La parte de atrás está cerrada.—Policía —dice Jerome—. Abra la

verja.—¿Qué quiere?—Acabo de decírselo, abra la verja

de una puñetera vez. Es una emergencia.La verja empieza a abrirse

lentamente, pero Jerome, en lugar deavanzar, vuelve a pulsar el botón.

—¿Es usted de seguridad?—Soy el portero jefe —contesta la

voz por encima de la crepitación de las

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interferencias estáticas—. Si quierehablar con seguridad, tiene quetelefonear al departamentocorrespondiente.

—Allí no hay nadie —dice Hodges aJerome—. Están en el auditorio, todos.Tú sigue adelante.

Jerome obedece pese a que la verjano se ha abierto aún totalmente. Raya elcostado de la carrocería reparada delMercedes.

—A lo mejor lo han cogido ya —comenta—. Tenían la descripción, asíque a lo mejor lo han cogido.

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—No lo han cogido —aseguraHodges—. Está dentro.

—¿Cómo lo sabes?—Escucha.Todavía no distinguen claramente la

música, pero ahora, con la ventanilla delconductor bajada, oyen el compás delbajo.

—El concierto ha empezado. Si loshombres de Windom hubiesen detenido aalguien con explosivos, habríancancelado la actuación de inmediato yestarían evacuando el edificio.

—¿Cómo ha podido entrar? —

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pregunta Jerome, y da un manotazo alvolante—. ¿Cómo?

Hodges percibe el terror en la voz delchico. Todo por su culpa, única yexclusivamente por su culpa.

—No me lo explico. Tenían la foto.Al frente encuentran una ancha rampa

de hormigón que lleva a la zona dedescarga. Media docena de roadiesfuman sentados en cajas deamplificadores, concluido su trabajo porel momento. Una puerta abierta lleva alfondo del auditorio, y a través de ellaHodges oye música fusionarse en torno a

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los compases del bajo. Llega asimismootro sonido: el feliz griterío de miles dechicas, sentadas todas ellas en la zonacero.

Ya no importa cómo ha entradoHartsfield a menos que eso sirva paralocalizarlo, ¿y cómo demonios van a darcon él en un auditorio a oscuras conmiles de personas dentro?

Cuando Jerome estaciona al pie de larampa, Holly dice:

—De Niro se hizo un corte de pelo alo mohawk. Podría ser eso.

—¿Qué dice? —pregunta Hodges

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mientras sale con dificultad del asientotrasero. Un hombre en ropa caqui defaena ha salido a la puerta pararecibirlos.

—En Taxi Driver Robert De Nirohacía el papel de un chiflado, TravisBickle —explica Holly mientras los tresse encaminan apresuradamente hacia elportero—. Cuando decide asesinar alpolítico, se rapa la cabeza para poderacercarse sin ser reconocido. Salvo porla franja central, claro, que es lo que sellama un mohawk. Brady Hartsfieldprobablemente no ha hecho eso: aquí

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chocaría demasiado.Hodges recuerda los restos de pelo en

el lavabo del cuarto de baño. Era rubio,pero no de un color tan claro como eldel cabello de la muerta (probablementeteñido). Puede que Holly esté loca deatar, pero en eso, piensa Hodges, tienerazón. Seguro que Hartsfield se harapado. Aun así, no se explica cómopuede haberle bastado con eso,porque…

El portero jefe se acerca a ellos.—¿De qué se trata?Hodges saca el carnet y se lo muestra

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apenas, una vez más con el pulgarestratégicamente colocado.

—Inspector Bill Hodges. ¿Ustedcómo se llama?

—Jamie Gallison. —Lanza unamirada a Jerome y Holly.

—Yo soy su compañera —afirmaHolly.

—Y yo su ayudante en prácticas —añade Jerome.

Los roadies los observan. Algunos sehan apresurado a apagar pitillos quequizá contengan algo un poco más fuerteque el tabaco. A través de la puerta

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abierta, Hodges ve una zona dealmacenamiento iluminada con focos enla que hay objetos de atrezo y bastidoresde escenario.

—Señor Gallison, tenemos unproblema muy grave —dice Hodges—.Necesito que traiga aquí a LarryWindom de inmediato.

—No hagas eso, Bill.Hodges, pese a su creciente malestar,

advierte que es la primera vez que Hollylo tutea.

No le hace caso.—Oiga, necesito que lo llame al

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móvil.Gallison mueve la cabeza en un gesto

de negación.—Los de seguridad no llevan móviles

cuando están de servicio, porque sesaturan las líneas cada vez que tenemosuno de estos grandes espectáculos… unode estos espectáculos para jóvenes,quiero decir. Con los adultos es distinto.Los de seguridad llevan…

Holly tira del brazo de Hodges.—No lo hagas. Lo asustarás y la

activará. Lo sé.—Es posible que Holly tenga razón

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—tercia Jerome. Luego (quizárecordando su condición de ayudante enprácticas) añade—: Señor inspector.

Gallison los observa alarmado.—Asustar ¿a quién? Activar ¿qué?Hodges mantiene la mirada fija en el

portero.—¿Qué llevan? ¿Walkie-talkies?

¿Radios?—Radios, sí. Tienen… —Se tira del

lóbulo de la oreja—. Ya sabe, esascosas que parecen audífonos. Como losque usan el FBI y el Servicio Secreto.¿Qué pasa? Dígame que no es una

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bomba. —No le gusta lo que ve en lacara pálida y sudorosa de Hodges yagrega—: Dios mío, ¿es una bomba?

Hodges, pasando por su lado, accedea la cavernosa zona de almacenamiento.Más allá del sinfín de objetos de atrezo,bastidores y atriles dispuestos endesorden como en un desván, hay dostalleres, uno de carpintería y otro decostura. Ahí dentro la música se oye másfuerte que antes, y Hodges empieza arespirar con dificultad. El dolor ledesciende por el brazo izquierdo, ysiente una opresión en el pecho, pero

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conserva la cabeza despejada.Brady va del todo rapado o lleva el

pelo muy corto y teñido. Puede habersemaquillado para oscurecerse la piel, ohaberse puesto lentillas coloreadas, ogafas. Aun así, será un hombre solo enun concierto lleno de niñas. Teniendo encuenta que Windom estaba sobre aviso,Hartsfield debería haber llamado laatención y despertado sospechasigualmente. Y está por otro lado elexplosivo. Eso Holly y Jerome lo saben,pero Hodges sabe más. Hay tambiénbolas de acero, probablemente una

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morterada. Aunque no lo hayan detenidoen la puerta, ¿cómo ha conseguidoHartsfield meter todo eso en elauditorio? ¿Tan mala es aquí laseguridad?

Gallison lo agarra del brazoizquierdo, y cuando Hodges lo sacudepara zafarse, el dolor le llega hasta lassienes.

—Iré yo mismo. Me acercaré alprimer guardia de seguridad que vea y lepediré que llame por radio a Windom yle diga que venga aquí a hablar conusted.

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—No —replica Hodges—. No seráeso lo que hagamos.

Holly Gibney es la única que piensacon claridad. Mr. Mercedes está dentro.Tiene una bomba, y aún no la hadetonado solo porque Dios no haquerido. Es demasiado tarde para lapolicía y demasiado tarde para elServicio de Seguridad del CACMO.También es demasiado tarde para él.

Pero.Hodges se sienta en una caja vacía.—Jerome. Holly. Acercaos.Ellos así lo hacen. Jerome, con la

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mirada perdida, contiene el pánico aduras penas. Holly, aunque pálida,parece serena.

—Ir rapado no le habría bastado paraentrar. Debe de presentar una imageninofensiva. Puede que ya sepa cómo loha conseguido, y si estoy en lo cierto, sédónde localizarlo.

—¿Dónde? —pregunta Jerome—.Dínoslo. Iremos a buscarlo. Iremosnosotros.

—No será fácil. Ahora estará enalerta roja, atento a su perímetroinmediato en todo momento. Y a ti te

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conoce, Jerome. Has comprado heladosen esa maldita camioneta de Mr. Tastey.Tú mismo me lo dijiste.

—Bill, ha vendido helados a miles depersonas.

—Sin duda, pero ¿a cuántos negros enel Lado Oeste?

Jerome guarda silencio, y ahora es élquien se muerde los labios.

—¿Es muy potente, esa bomba? —pregunta Gallison—. ¿No debería,quizá, activar la alarma de incendio?

—Solo si quiere que muera un montónde gente —replica Hodges. Cada vez le

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cuesta más hablar—. En cuanto intuya elpeligro, hará estallar lo que sea quetiene. ¿Eso es lo que usted quiere?

Gallison no contesta, y Hodges sevuelve hacia los dos inverosímilescolaboradores que por algún designiodivino —o por un capricho del destino— están a su lado esta noche.

—No podemos arriesgarnos amandarte a ti, Jerome, y por supuesto notiene sentido que vaya yo. Ese hombreme acechaba ya mucho antes de que yosupiese siquiera que existía.

—Me acercaré por detrás —propone

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Jerome—. Por su lado ciego. A oscuras,sin más iluminación que la delescenario, no me verá.

—Si está donde yo creo que está, tusprobabilidades de conseguirlo seríandel cincuenta por ciento como mucho.Eso no nos basta.

Se vuelve hacia la mujer de pelo yaalgo canoso y rostro de adolescenteneurótica.

—Debes ir tú, Holly. Ahora mismotendrá el dedo en el gatillo, y eres laúnica que puede acercarse sin serreconocida.

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Ella se tapa la boca maltratada conuna mano, pero no le basta con eso yañade la otra. Tiene los ojos muyabiertos y empañados. «Dios nosasista», piensa Hodges. No es laprimera vez que lo asalta esepensamiento con relación a HollyGibney.

—Solo si tú vienes conmigo —contesta ella a través de las manos—.Quizá entonces…

—No puedo —responde Hodges—.Me está dando un infarto.

—Ah, estupendo —gimotea Gallison.

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—Señor Gallison, ¿hay una zonareservada para discapacitados? Tieneque haberla, ¿no?

—Sí, claro. Hacia la mitad delauditorio.

«No solo ha conseguido entrar consus explosivos —piensa Hodges—;además, se ha situado perfectamentepara causar el mayor número devíctimas posible.»

—Vosotros dos, escuchad —dice—.No me hagáis repetirlo.

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35

Gracias a la presentación del maestro deceremonias, Brady se ha relajado unpoco. Los cachivaches de feria que viodescargar durante su visita dereconocimiento están fuera del escenarioo suspendidos por encima. Las primerascuatro o cinco canciones del grupo sonsolo para entrar en calor. El decoradono tardará en aparecer, deslizándosedesde los lados o descendiendo desde eltecho, porque el principal objetivo delgrupo, la razón por la que están aquí, es

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promocionar la ultimísima entrega de suaudiomierda. Cuando las niñas —muchas de las cuales asisten por primeravez a un concierto de música pop—vean las intensas luces intermitentes y lanoria y el paisaje playero del telón defondo, van a trastocárseles del todo esascabezas suyas de quinceañerasbobaliconas. Será entonces, justoentonces, cuando accione la palanca dela Cosa Dos y se adentre en la oscuridada lomos de la burbuja dorada de todaesa felicidad.

El cantante, el de la melena, ahora de

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rodillas, acaba una empalagosa balada.Con la cabeza agachada, prolonga laúltima nota, rezumando mariconadas porlos poros. Canta de pena, y seguramentetendría que haber palmado ya de unasobredosis, pero cuando levanta lacabeza y, a pleno pulmón, dice «¿Cómoestáis, gente?», el público, como cabíaesperar, se desmadra por completo.

Brady mira alrededor, cosa que hacecada pocos segundos —inspeccionandosu perímetro, tal como Hodges havaticinado—, y fija la mirada en unaniña negra sentada un par de filas más

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arriba, a su derecha.«¿La conozco?»—¿A quién miras? —grita la chica

mona con las piernas como palos,haciéndose oír por encima de lapresentación de la próxima canción.

Él apenas la oye. La chica le sonríe, yBrady piensa en lo ridículo que es queuna chica con las piernas como palossonría por algo. El mundo la ha jodidode lo lindo, por delante y por detrás.¿Cómo es posible que eso merezcasiquiera una mínima sonrisa, y nodigamos ya una mueca ensoñadora de

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oreja a oreja? «Debe de estarcolocada», piensa.

—¡A una amiga mía! —contestaBrady.

Pensando: «Como si tuviera amigos».Como si.

36

Gallison conduce a Holly y Jerome a…bueno, a algún sitio. Hodges se quedasentado en la caja con la cabeza gacha ylas manos apoyadas en los muslos. Uno

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de los roadies se acerca con actitudvacilante y se ofrece a llamar a unaambulancia. Hodges le da las graciaspero no acepta. Duda que Brady puedaoír el ululato de una ambulancia (o decualquier otra cosa) en medio delestruendo de ’Round Here, pero nopiensa correr el riesgo. Correr riesgoses lo que los ha llevado a este trance: aponer en peligro a todas las personaspresentes en el auditorio Mingo,incluidas la madre y la hermana deJerome. Antes prefiere morir, y enrealidad alberga la esperanza de morir

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para no verse obligado a explicar esteputo lío de mierda.

Solo que… Janey. Cuando piensa enJaney, riendo y ladeándose el sombrerode fieltro prestado con el sesgo dedesenfado perfecto, sabe que si tuvierala posibilidad de repetirlo, lo haría todoigual.

Bueno… casi todo. En caso deconcedérsele esa oportunidad, quizáprestara un poco más de atención a laseñora Melbourne.

«Cree que ellos viven entrenosotros», dijo Bowfinger, y los dos se

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rieron muy masculinamente, pero enrealidad eran ellos el motivo de risa, ¿ono? Porque la señora Melbourne teníarazón. Brady Hartsfield era, en efecto,un alienígena, y estaba entre ellos entodo momento, reparando ordenadores yvendiendo helados.

Holly y Jerome se han ido, Jeromecon el 38 que perteneció al padre deHodges. No sabe si ha hecho bien enenviar al chico con un arma cargada a unauditorio abarrotado. En circunstanciasnormales, es un joven muy equilibrado,pero difícilmente será igual de

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equilibrado hallándose en peligro sumadre y su hermana. No obstante, esnecesario proteger a Holly. «Recuerdaque tú eres solo el respaldo», ha dichoHodges a Jerome antes de que él y Hollyse fueran con Gallison, pero el chico noha dado señal alguna de respuesta. Nisiquiera está muy seguro de si lo haoído.

En todo caso, Hodges ha hecho cuantoestaba en sus manos. Ya solo puedequedarse ahí sentado, resistiendo eldolor, intentando respirar y esperandouna explosión que ruega que no se

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produzca.

37

Holly Gibney ha estado internada encentros psiquiátricos dos veces en suvida, una en la adolescencia y otra a losveintitantos. El psiquiatra que la atendiódespués (en su supuesta madurez)describió esas vacaciones forzosascomo «rupturas con la realidad», que noeran nada bueno, pero, aun así, no erantan graves como las «rupturas

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psicóticas», de las cuales muchos novuelven. Holly por su parte da unnombre más sencillo a dichas rupturas.Eran sus «flipes totales», a diferenciadel flipe moderado de su vida cotidiana.

El flipe total padecido a losveintitantos lo provocó su jefe en unaagencia inmobiliaria de Cincinnatillamada Casa y Fincas de Alto StandingFrank Mitchell. Su jefe era FrankMitchell, hijo, un individuo muyperipuesto, con cara de truchainteligente. Insistía en que el trabajo deHolly no daba la talla, que sus

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compañeros la detestaban y la únicamanera de asegurarse la continuidad enla empresa era que él siguieseprotegiéndola. Cosa que él haría si ellase acostaba con él. Holly no queríaacostarse con Frank Mitchell, hijo, niquería perder el empleo. Si perdía elempleo, perdería el apartamento, ytendría que volver a casa y vivir con elcalzonazos de su padre y la tirana de sumadre. Finalmente resolvió el conflictollegando un día temprano a la oficina yponiendo patas arriba el despacho deFrank Mitchell, hijo. Luego la

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encontraron en su propio cubículo,hecha un ovillo en un rincón. Tenía lasyemas de los dedos ensangrentadas. Selas había mordido como un animaltratando de huir de una trampa.

El causante de su primer flipe totalfue Mike Sturdevant. Fue él quien acuñóel dañino mote «Mongo Mongo».

Por aquel entonces, en su primer añode instituto, Holly no hacía más quecorretear de un sitio a otro con loslibros aferrados al incipiente pecho y elpelo cayéndole ante la cara como unacortina para tapar el acné. Pero ya por

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esas fechas tenía problemas mucho másgraves que el acné. Problemas deansiedad. Problemas de depresión.Problemas de insomnio.

Lo peor de todo era el stimming.Stimming es como se ha dado en

llamar de forma abreviada a laautoestimulación, que suena amasturbación pero no lo es. Consiste enun movimiento compulsivo acompañadoa menudo de fragmentos de diálogodirigidos a uno mismo. Comerse lasuñas y morderse los labios sonmanifestaciones menores de stimming.

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En los casos más extremos, las personasafectadas por el trastorno agitan lasmanos, se dan palmadas en el pecho ylas mejillas, o contraen los brazos, comosi levantaran unas pesas invisibles.

Ya a los ocho años aproximadamente,Holly empezó a rodearse los hombroscon los brazos y temblar de arribaabajo, a la vez que farfullaba y hacíamuecas. Esto se prolongaba durantecinco o diez segundos, y despuéssencillamente continuaba con lo queestaba haciendo: leer, coser, tirar a lacanasta con su padre en el camino de

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acceso. Apenas se daba cuenta de que lohacía a no ser que su madre la viera y ledijera que parara de sacudirse y ponercaras raras, o la gente pensaría queestaba dándole un ataque.

Mike Sturdevant sería en el futuro unode esos hombres de conducta atrofiadaque recuerdan la época de instituto comola gran era dorada de su vida. Estaba enel último curso y era —muy a semejanzade Cam Knowles— un chico de bellezadivina: hombros anchos, caderasestrechas, piernas largas y pelo tan rubioque parecía una especie de aureola.

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Jugaba en el equipo de fútbol(naturalmente) y salía con la jefa deanimadoras (naturalmente). Habitaba enun nivel de la jerarquía del instituto alque Holly Gibney era totalmente ajena, yen circunstancias normales nunca sehabría fijado en ella. Pero sí se fijó,porque un día Holly, de camino alcomedor, tuvo uno de sus episodios destimming.

Mike Sturdevant y varios de susamigotes del equipo de fútbol pasabancasualmente por allí. Se pararon amirarla: la chica que se abrazaba, se

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estremecía, torcía la boca, entornaba losojos. Sonidos débiles e inarticulados —quizá palabras, quizá no— brotabanforzadamente de entre sus dientes.

—¿Qué mongoladas son esas? —preguntó Mike.

Holly relajó las manos en loshombros y, muy sorprendida, lo miró.No sabía de qué le hablaba Mike; solosabía que la miraba atentamente. Lamiraban todos sus amigos. Y sonreían.

—¿Qué? —preguntó ella,boquiabierta.

—¡Mongoladas! —exclamó Mike—.

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¡Mongo, mongo, mongoladas!Los demás lo repitieron con él

mientras Holly corría hacia el comedorcon la cabeza gacha, tropezando con lagente. A partir de ese momento seconoció a Holly Gibney entre losalumnos del instituto Walnut Hills comoMongo Mongo, y así siguió hasta pocodespués de las vacaciones de Navidad.Fue entonces cuando su madre laencontró hecha un ovillo en la bañera,desnuda, diciendo que nunca volvería alWalnut Hills. Si su madre intentabaobligarla, afirmó, se mataría.

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Voilà! Flipe total.Cuando se recuperó (un poco), la

mandaron a otro colegio donde las cosaseran menos estresantes (un poco menos).No tuvo que ver nunca más a MikeSturdevant, pero aún sueña que correpor un pasillo de instituto interminable,a veces vestida solo en ropa interior,mientras la gente se ríe de ella, y laseñala, y la llama Mongo Mongo.

Está acordándose de esos entrañablestiempos de instituto mientras Jerome yella siguen al portero jefe por ellaberinto de salas situadas debajo del

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auditorio Mingo. Así será BradyHartsfield, decide, como MikeSturdevant, solo que calvo. Comoespera que esté Mike ahora,dondequiera que resida. Calvo…gordo… prediabético… atormentadopor una esposa rezongona e hijosingratos…

«Mongo Mongo», piensa.«Es tu merecido», piensa.Gallison los guía a través de los

talleres de carpintería y costura, dejanatrás un grupo de camerinos y siguen porun pasillo con anchura suficiente para

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transportar bastidores y decoradoscompletos. El pasillo termina en unmontacargas con las puertas abiertas.Por el hueco del ascensor brotaatronadoramente la feliz música pop.Esta nueva canción trata de amor ybaile. Nada con lo que Holly sienteafinidad.

—No les conviene el montacargas —explica Gallison—. Va a dar al fondodel escenario, y desde allí no se puedeacceder al auditorio sin pasar entre losmiembros del grupo. Oigan, ¿ese hombrede verdad está teniendo un infarto?

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¿Ustedes de verdad son policías? No loparecen. —Lanza una mirada a Jerome—. Usted es demasiado joven. —Acontinuación a Holly, con expresión aúnmás dubitativa—: Y usted es…

—¿Demasiado rara? —completaHolly.

—No quería decir eso.Es posible que no, pero es lo que

piensa. Holly lo sabe; una niña querecibe el mote Mongo Mongo sabe esascosas.

—Voy a llamar a la policía —diceGallison—. A la policía de verdad. Y si

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esto es una broma o algo así…—Haga lo que tenga que hacer —

responde Jerome, pensando: «¿Por quéno? Que llame a la Guardia Nacional, siquiere. Esto terminará de un modo u otroen cuestión de minutos». Jerome lo sabe,y advierte que Holly también lo sabe.Lleva en el bolsillo el arma que Hodgesle ha entregado. Pesa y emana un extrañocalor. Aparte de la escopeta de airecomprimido que tenía a los nueve o diezaños (un regalo de cumpleaños, pese alas reservas de su madre), jamás haportado un arma, y esta le parece viva.

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Holly señala a la izquierda delmontacargas.

—¿Y esa puerta? —Y como Gallisonno contesta inmediatamente, añade—:Ayúdenos. Por favor. Quizá no seamospolis de verdad, quizá tenga razón eneso, pero esta noche sí hay un hombremuy peligroso entre el público.

Respira hondo y pronuncia unaspalabras a las que ella misma, pese asaber que son ciertas, apenas puede darcrédito:

—Nosotros somos lo único que tienea su disposición.

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Gallison reflexiona por un momento yfinalmente dice:

—Esa escalera los llevará al ladoizquierdo del auditorio. Es muy larga.En lo alto, hay dos puertas. La de laizquierda lleva al exterior. La de laderecha da al auditorio, a un paso delescenario. Así de cerca, la músicapuede reventarles los tímpanos.

Palpando la empuñadura del revólveren su bolsillo, Jerome pregunta:

—¿Y dónde está exactamente lasección de discapacitados?

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Brady sí la conoce. La conoce.Al principio no la identifica. Es como

cuando uno tiene una palabra en la puntade la lengua. De pronto, al acometer elgrupo una canción que habla de hacer elamor en la pista de baile, cae en lacuenta. La casa de Teaberry Lane, dondevive el amiguito de Hodges con sufamilia, un nido de negros con nombresde blanco. Excepto el perro, claro, quese llama Odell, un nombre sin duda de

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negro. Y Brady se proponía matarlo…solo que acabó matando a su madre.

Brady recuerda el día en que el negrose acercó corriendo a la camioneta deMr. Tastey, con los tobillos todavíaverdes después de cortar el césped en eljardín del ex poli gordo. Y a su hermanagritando: «¡Pídeme uno de chocolate!¡Porfaaa!».

La hermana se llamaba Barbara, y esesa, en carne y hueso, fea como unadefesio. Está sentada dos filas másarriba, a la derecha, con sus amigas yuna mujer que debe de ser su madre.

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Jerome no las acompaña, y Brady sealegra brutalmente de ello. Mejor queJerome viva, mucho mejor.

Pero sin su hermana.Y sin su madre.Que vea lo que se siente.Sin dejar de mirar a Barbara

Robinson, desliza el dedo bajo la fotode Frankie y encuentra el interruptor dela Cosa Dos. Lo acaricia a través de lafina tela de la camiseta tal comoacariciaba los pezones de su madre, laspocas veces que tuvo la fortuna de queella se lo permitiera. En el escenario, el

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cantante de ’Round Here hace unaapertura de piernas, y con esos vaquerostan ajustados que lleva debe deaplastarse los huevos (en el supuesto deque tenga); luego se levanta de un salto yse acerca al proscenio. Las nenaschillan. Las nenas alargan los brazoscomo para tocarlo, agitan las manos, ysus uñas —pintadas en todos los coloresfemeninos del arcoíris— resplandecen ala luz de los focos.

—Eh, ¿os gustan los parques deatracciones? —pregunta Cam a voz encuello.

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El público contesta que sí a gritos.—¿Os gustan las ferias?El público contesta a gritos que le

encantan las ferias.—¿Os han besado alguna vez en la

feria?Ahora el griterío es ya un delirio

total. Los focos movedizos se deslizanuna vez más sobre los espectadores, quevuelven a ponerse en pie. Brady ya nove al grupo, pero da igual. Ya sabe loque viene a continuación, porque estuvopresente en la operación de descarga.

Bajando la voz para hablar en un

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susurro íntimo y amplificado, CamKnowles dice:

—Pues vais a recibir ese beso estanoche.

Empieza a sonar música de feria: unsintetizador Korg programado parareproducir la melodía de un Calíope. Derepente un remolino de luz baña elescenario: naranja, azul, rojo, verde,amarillo. Se oye una ahogadaexclamación de asombro cuando eldecorado de feria comienza a descender.El tiovivo y la noria ya están girando.

—¡ESTE ES EL TEMA QUE DA

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TÍTULO A NUESTRO NUEVO ÁLBUM,Y ESPERAMOS SINCERAMENTE QUEOS GUSTE! —brama Cam, y los demásinstrumentos se suman al sonido delsintetizador.

—«El desierto llora en una y otradirección» —entona Cam Knowles—.«Como la eternidad, tú eres miinfección.» —Brady tiene la impresiónde estar oyendo a Jim Morrison despuésde una lobotomía prefrontal. Actoseguido el cantante aúlla jubiloso—:«¿Qué me curará, amigos?».

El público conoce la respuesta, y

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vocifera la letra de la canción a la vezque los músicos arremeten a plenapotencia.

—«NENA, NENA, TIENES EL AMORQUE NECESITO… NOS HA DADOFUERTE, A TI Y A MÍ… COMONUNCA ANTES…»

Brady sonríe. Es la sonrisa beatíficade un hombre atribulado que por finencuentra la paz. Baja la mirada hacia elresplandor amarillo del piloto,preguntándose si vivirá el tiemposuficiente para verlo ponerse en verde.Luego vuelve a mirar a la negrita, quien,

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de pie, bate palmas y menea el culo.«Mírame —piensa—. Mírame,

Barbara. Quiero ser lo último que veasen la vida.»

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Barbara aparta la vista de los prodigiosdel escenario el tiempo suficiente paraver si el calvo de la silla de ruedas sedivierte tanto como ella. Por algunarazón que no alcanza a entender, esediscapacitado se ha convertido en su

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hombre de la silla de ruedas. ¿Seráporque le recuerda a alguien? Pero esono es posible, ¿no? El único inválido aquien conoce es Dustin Stevens, delcolegio, y va a segundo. Aun así, eseinválido calvo le suena de algo.

Toda la tarde ha sido como un sueño,y lo que ve ahora también le parece unsueño. En un primer momento tiene laimpresión de que el hombre de la sillade ruedas la saluda con la mano, pero noes así. Sonríe… y le hace un corte demangas. Al principio no se lo puedecreer, pero es eso, sin duda.

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Una mujer avanza hacia el hombre porel pasillo, subiendo los peldaños de dosen dos, tan deprisa que casi corre. Ydetrás de ella, casi pisándole lostalones… quizá todo esto sí es un sueñoporque ese parece…

—¿Jerome? —Barbara tira de lamanga de Tanya para obligarla a apartarla atención del escenario—. Mamá, ¿eseno es…?

Es entonces cuando ocurre todo.

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Lo primero que piensa Holly es que enrealidad Jerome sí podría haber idodelante, porque el calvo con gafas de lasilla de ruedas ni siquiera —al menosde momento— mira al escenario. Vueltohacia atrás, observa a alguien en la zonacentral, y Holly juraría que esemiserable hijo de puta está haciendo uncorte de mangas. Pero es demasiadotarde para cambiarse de lugar conJerome, aunque de hecho es él quienlleva el revólver. El hombre esconde lamano bajo la foto enmarcada que

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sostiene en el regazo, y Holly siente unsúbito terror ante la idea de que esopueda significar que está a punto dehacerlo. Si es así, ella dispone solo deunos segundos.

Al menos el hombre está junto alpasillo, piensa.

Holly no tiene ningún plan. Por logeneral, el alcance de sus planes no vamás allá del tentempié que se prepararápara acompañar la película de la noche,pero por una vez su mente trastornadadiscurre con absoluta clarividencia, ycuando tiende la mano hacia el hombre

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al que buscan, las palabras que salen desu boca se le antojan plenamenteacertadas. Divinamente acertadas. Tieneque agacharse y gritar para hacerse oírpor encima de los compasesamplificados y pegadizos del grupo ylos chillidos delirantes de las jóvenesespectadoras.

—¿Mike? Mike Sturdevant, ¿eres tú?Brady, sobresaltado, deja de

contemplar a Barbara Robinson, y encuanto se vuelve, Holly, con una fuerzamultiplicada por efecto de la adrenalina,alza el calcetín anudado que le ha

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entregado Bill Hodges, su cachiporra.Esta traza un corto arco e impacta en lacalva de Brady justo por encima de lasien. Holly no oye el ruido que produce,ahogado por el estruendo combinado delgrupo y las fans, pero ve hundirse unaporción de cráneo del tamaño de unatacita. El hombre levanta los brazos,tirando al suelo la foto de Frankie con lamano que tenía oculta debajo, y elcristal se rompe. Da la impresión de quela mira, pero en realidad tiene los ojosvueltos hacia arriba en las cuencas demodo tal que solo se le ve la mitad

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inferior de los iris.Junto a Brady, la chica de las piernas

como palos, estupefacta, mira a Holly.También Barbara Robinson la mira.Nadie más presta atención. Todos depie, baten palmas, se mecen y cantan.

—«QUIERO AMARTE A MIMANERA… IREMOS A LA PLAYA PORLA CARRETERA…»

Brady abre y cierra la boca como unpez recién sacado del río.

—«¡ESE DÍA ACABARÁ LAESPERA… CUANDO TE BESE EN LAFERIA!»

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Jerome apoya una mano en el hombrode Holly y levanta la voz para que looiga.

—¡Holly! ¿Qué lleva debajo de lacamiseta?

Ella lo oye —le habla desde tan cercaque siente su aliento en la mejilla a cadapalabra—, pero es como una de esasemisiones radiofónicas inestables que secaptan ya avanzada la noche, la voz deun DJ o un predicador a medio país dedistancia.

—Aquí tienes un regalito de MongoMongo, Mike —dice, y lo golpea de

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nuevo exactamente en el mismo sitio,solo que todavía más fuerte,acrecentando la concavidad en sucráneo. La fina piel se abre y la sangremana, primero en gotas y luego aborbotones; le resbala por el cuello y letiñe de un morado sucio la partesuperior de la camiseta azul de ’RoundHere. Esta vez Brady ladea la cabezasobre el hombro derecho y, convulso,agita los pies. «Como un perro soñandoque persigue conejos», piensa Holly.

Antes de que pueda golpearlo otra vez—y tiene muchas muchas ganas—,

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Jerome la agarra y la obliga a volverse.—¡Está k.o., Holly! ¡Está k.o.! ¿Qué

haces?—Terapia —contesta ella, y de pronto

le flojean las piernas. Se sienta en elpasillo. Al relajar los dedos en torno alextremo anudado de la cachiporra, estacae al suelo junto a una de suszapatillas.

En el escenario, el grupo siguetocando.

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Una mano le tira del brazo.—¿Jerome? ¡Jerome!Da la espalda a Holly y la forma

desplomada de Brady Hartsfield y ve asu hermana menor, mirándolo con carade consternación. Su madre está justodetrás de ella. En su actual estadohiperalerta, Jerome no se sorprende enabsoluto, pero a la vez sabe que elpeligro aún no ha pasado.

—¿Qué has hecho? —pregunta agritos una chica—. ¿Qué le has hecho?

Jerome se vuelve de nuevo en la otra

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dirección y ve a la chica sentada en lasilla de ruedas contigua a la deHartsfield alargar la mano hacia este.

—¡Holly! ¡No la dejes hacer eso! —grita Jerome.

Holly se levanta al instante, tropieza ycasi cae encima de Brady. Sin dudahabría sido la última caída de su vida,pero consigue mantener el equilibrio yagarra las manos de la chica en silla deruedas. Apenas percibe fuerza en ellas,y por un momento siente lástima. Seinclina y levanta la voz para que la oiga.

—¡No lo toques! ¡Tiene una bomba, y

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creo que está activada!La chica de la silla de ruedas da un

respingo. Quizá la ha entendido, o quizásolo le tiene miedo a Holly, que en estemomento ofrece un aspecto aún másenloquecido que de costumbre.

Brady se sacude y tiembla cada vezmás. Eso a Holly no le gusta, porque vealgo bajo su camiseta, un tenueresplandor amarillo, el amarillo es elcolor de los problemas.

—¿Jerome? —dice Tanya—. ¿Quéhaces aquí?

Se aproxima un acomodador.

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—¡Despejen el pasillo! —vocifera elacomodador por encima de la música—.Deben despejar el pasillo.

Jerome agarra a su madre por loshombros. La acerca hacia sí hasta quesus frentes están en contacto.

—Tienes que salir de aquí, mamá.Coge a las niñas y marchaos. Ahoramismo. Pídele al acomodador que osacompañe. Dile que tu hija estámareada. Por favor, no hagas preguntas.

Ella lo mira a los ojos y no hacepreguntas.

—¿Mamá? —dice Barbara—.

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¿Qué…?El resto de sus palabras se pierde en

medio del clamor del grupo y elacompañamiento coral del público.Tanya coge a Barbara y se dirige haciael acomodador. Al mismo tiempo, conuna seña, indica a Hilda, Dinah y Betsyque se acerquen.

Jerome se vuelve hacia Holly. Estapermanece inclinada sobre Brady, quesigue estremeciéndose a causa de latormenta cerebral que se hadesencadenado dentro de su cabeza. Suspies bailan claqué, como si incluso en su

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estado de inconsciencia percibierarealmente ese vivo ritmo de ’RoundHere. Agita las manos sin ton ni son, ycuando aproxima una de ellas al tenueresplandor amarillo bajo la camiseta,Jerome se la aparta de un manotazocomo un escolta en baloncestorechazando un tiro bajo el aro.

—Quiero irme de aquí —gime lachica de la silla de ruedas—. Tengomiedo.

Jerome comparte plenamente suestado de ánimo —también él quieremarcharse de ahí y está muerto de miedo

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—, pero de momento la chica tiene quequedarse donde está. Brady le estorba elpaso, y ellos no se atreven a moverlo.Todavía no.

Holly, como es habitual, se leadelanta y dice a la chica de la silla deruedas:

—Por ahora tienes que quedarte ahí,cariño. Tú tranquila, y disfruta delconcierto.

Entretanto piensa que la situaciónsería mucho más sencilla si hubieraconseguido matarlo en lugar de limitarsea mandar esos sesos de psicópata suyos

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a medio camino de Perú. Se pregunta siJerome le pegaría un tiro a Hartsfield encaso de pedírselo. Sospecha que no.Lástima. Con todo ese alboroto,seguramente la detonación pasaríainadvertida.

—¿Es que estás loca? —pregunta lachica de la silla de ruedas, atónita.

—Eso me lo preguntan a menudo —responde Holly, y con sumo cuidadoempieza a levantar la camiseta a Brady.Dirigiéndose a Jerome, dice—: Sujétalelas manos.

—¿Y si no puedo?

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—Entonces cárgatelo, al muy cabrón.El público, entregado y en pie, se

mece y bate palmas. Las pelotas deplaya vuelan otra vez. Jerome echa unvistazo atrás y ve que su madre,acompañada por el acomodador, selleva a las niñas por el pasillo hacia lasalida. «Algo es algo», piensa, y vuelvea concentrarse en lo que los atañe.Agarra las manos convulsas de Brady yse las inmoviliza. Le nota las muñecasescurridizas a causa del sudor. Es comocoger a un par de peces que se resisten.

—No sé qué haces, ¡pero hazlo

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deprisa! —dice a Holly, alzando la voz.La luz amarilla procede de un

artefacto de plástico, aparentemente unmando a distancia de televisor adaptado.En lugar de botones numerados para loscanales, tiene un interruptor de palanca,de esos que se usaban antiguamente paraencender la luz. La palanca está enposición vertical. Un cable sale delartefacto y desaparece por debajo deltrasero de ese individuo.

Brady deja escapar un gruñido y depronto se percibe un olor acre. Su vejigase ha vaciado. Holly observa la bolsa de

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orina en su regazo, pero no pareceacoplada a nada. La coge y se la entregaa la chica de la silla de ruedas.

—Aguanta esto.—Ufff, son meados —protesta la

chica. Enseguida se corrige—: No, noson meados. Dentro hay algo. Parecearcilla.

—Déjalo. —Jerome tiene que hablara gritos para hacerse oír por encima dela música—. Déjalo en el suelo. Condelicadeza. —Volviéndose hacia Holly,apremia—: ¡Date prisa! ¡Mucha prisa!

Holly examina el piloto amarillo. Y la

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pequeña palanca blanca del interruptor.Podría accionarla hacia delante o haciaatrás, pero no se atreve a hacer lo uno nilo otro, porque ignora qué posición esapagado y cuál es bum.

Retira la Cosa Dos del abdomen deBrady. Es como coger una serpienterebosante de veneno, y tiene quearmarse de valor.

—Sujétale las manos, Jerome, túsujétale bien las manos.

—Se me escurre —gruñe Jerome.«Eso ya lo sabíamos —piensa Holly

—. Es un hijo de puta escurridizo. Un

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hijo de perra escurridizo.»Vuelve del revés el artefacto,

obligándose a no temblar y procurandopensar en las cuatro mil personas que nisiquiera saben que sus vidas dependende Holly Gibney, la pobre desquiciada.Mira la tapa del compartimento de laspilas. Al cabo de un momento,conteniendo la respiración, la desliza yla deja caer al suelo.

Contiene dos pilas AA. Hollyintroduce la uña bajo el reborde de unay piensa: «Dios mío, si estás ahí,permite que esto dé resultado, te lo

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ruego». Por unos segundos es incapaz demover el dedo. De repente a Jerome sele escapa una de las manos de Brady, yesta va a golpear a Holly en lo alto de lacabeza.

Ella da una sacudida, y la pila que lainquietaba salta de su casilla. Espera aque el mundo estalle, y como eso noocurre, da la vuelta al mando adistancia. El piloto amarillo se haapagado. Holly se echa a llorar. Agarrael cable principal de la Cosa Dos y lodesprende de un tirón.

—Ya puedes soltar… —empieza a

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decir, pero Jerome ya lo ha hecho. Laabraza con tal fuerza que ella apenaspuede respirar. A Holly le da igual. Ledevuelve el abrazo.

El público aclama al grupoenfervorizadamente.

—Creen que el griterío es por lacanción, pero en realidad es pornosotros —logra susurrar ella al oído deJerome—. Solo que aún no lo saben.Ahora suéltame, Jerome. Me estásestrujando. Suéltame antes de que medesmaye.

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42

Hodges continúa sentado en la caja deembalaje en la zona de almacenamiento,y no está solo. Tiene un elefanteplantado en el pecho. Algo ocurre: obien el mundo se aleja de él, o bien él sealeja del mundo. Hodges piensa que eslo segundo. Es como si estuviera dentrode una cámara y la cámara retrocedieraen un traveling cinematográfico. Elmundo conserva su nitidez de siempre,pero mengua por momentos, y lo rodea

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un círculo creciente de oscuridad.Resiste con toda su fuerza de

voluntad, esperando a que se produzcauna explosión o una no explosión.

Uno de los roadies, inclinado junto aél, le pregunta si se encuentra bien.

—Tiene los labios un poco azules —informa el roadie.

Hodges, con un gesto, le indica que sevaya. Necesita aguzar el oído.

Música y vítores y gritos de felicidad.Nada más. Al menos de momento.

«Aguanta —se dice—. Aguanta.»—¿Qué? —pregunta el roadie,

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inclinándose otra vez—. ¿Qué?—Tengo que aguantar —musita

Hodges, pero ya apenas puede respirar.El mundo ha seguido encogiéndose y yano es mayor que un reluciente dólar deplata. De pronto incluso eso se eclipsa,no porque haya perdido el conocimiento,sino porque alguien se aproxima a él. EsJaney, avanzando con un lento contoneo.Luce el sombrero de fieltro ladeadosobre un ojo en un sesgo sugerente.Hodges recuerda su respuesta cuando élle preguntó cómo había tenido la suertede acabar en la cama de ella: «No me

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arrepiento… ¿Podemos dejarlo ahí?».«Pues sí —piensa Hodges—. Pues

sí.» Cierra los ojos, y se cae de la cajacomo un polluelo de un nido.

El roadie lo sujeta pero solo puedeatenuar la caída, no evitarla. Acuden losotros roadies.

—¿Alguien sabe hacer reanimación?—pregunta el que ha sujetado a Hodges.

Un roadie con una coleta larga ycanosa da un paso al frente. Viste unacamiseta descolorida y tiene un brillorojizo en los ojos.

—Yo sé, pero no veas el colocón que

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llevo.—Tú inténtalo igualmente.El roadie de la coleta se arrodilla.—Me parece que este tío va camino

del otro barrio —observa, pero se ponemanos a la obra.

Arriba, ’Round Here inicia otracanción, arrancando chillidos y vítoresde sus admiradoras. Esas chicasrecordarán esta noche durante el restode sus vidas. La música. La emoción. Elpúblico bailando y meciéndose bajo laspelotas playeras. Se enterarán de laexplosión que no llegó a producirse por

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la prensa, pero para los jóvenes lastragedias que no se producen son solosueños.

Los recuerdos, eso es la realidad.

43

Hodges despierta en una habitación dehospital y se sorprende de estar todavíavivo, pero no se sorprende en absolutode ver a su antiguo compañero junto a lacama. Lo primero que piensa es que,pese a lo mal que él se siente, Pete

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ofrece un aspecto aún peor: sin afeitar,los ojos hundidos, las puntas del cuellode la camisa vueltas hacia arriba demodo que casi se le clavan bajo labarbilla. Después piensa en Jerome yHolly.

—¿Lo han impedido? ¿Hanconseguido impedirlo? —pregunta convoz ronca. Tiene la garganta seca comoel esparto. Trata de incorporarse. Losaparatos dispuestos alrededor empiezana emitir pitidos y a quejarse. Vuelve atenderse, pero no aparta la mirada delrostro de Pete Huntley en ningún

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momento—. ¿Lo han conseguido?—Sí —contesta Pete—. La mujer

dice que se llama Holly Gibney, pero amí me parece más bien Sheena, la Reinade la Selva. Ese fulano, el maleante…

—El mareante —corrige Hodges—.Él se considera el mareante.

—Ahora mismo no se considera nadaen concreto, y según los médicosprobablemente ya nunca volverá aconsiderarse nada. Gibney le zurró de lolindo. Está en coma profundo.Funcionamiento cerebral mínimo.Cuando estés para levantarte de la cama,

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puedes hacerle una visita, si quieres. Lotienes tres puertas más allá.

—¿Dónde estoy? ¿En el hospital delcondado?

—En el Kiner. Cuidados intensivos.—¿Dónde están Jerome y Holly?—En el centro. Contestando a una

morterada de preguntas. Mientras, lamadre de Sheena va de aquí para alláamenazando con su propia matanza si nodejamos de acosar a su hija.

Entra una enfermera para decir a Peteque tiene que marcharse ya. Añade algoacerca de las constantes vitales del

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señor Hodges y las órdenes de losmédicos. Hodges, con notable esfuerzo,levanta la mano para pedirle unossegundos más.

—Jerome es menor de edad y Hollytiene… problemas. Yo soy el únicoresponsable, Pete.

—Ah, eso ya lo sabemos —dice Pete—. Eso sí es salirse de madre. ¿Quédemonios te proponías, Billy?

—Hacer lo que estuviera en mismanos —responde Hodges, y cierra losojos.

Deja vagar la mente. Se acuerda de

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todas esas voces jóvenes, cantando acoro con el grupo. Han vuelto a suscasas. Están bien. Se aferra a esa ideahasta que lo vence el sueño.

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EL EDICTO

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ALCALDÍA

VISTO QUE Holly Rachel Gibney y

Jerome Peter Robinson desvelaron unplan para perpetrar un atentadoterrorista en el auditorio Mingo, situadoen el recinto del Centro de Arte y

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Cultura del Medio Oeste; y VISTO QUE, al comprender que si

informaban al Personal de Seguridad delCACMO, el terrorista en cuestión podíaactivar un artefacto explosivo de granpotencia, acompañado dicho explosivode varios kilos de metralla, fueron sinpérdida de tiempo al auditorio Mingo; y

VISTO QUE se enfrentaron ellos

mismos a dicho terrorista, a riesgo desus vidas; y

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VISTO QUE redujeron a dichoterrorista y evitaron así una gran pérdidade vidas humanas y considerables dañosa la integridad física de muchaspersonas; y

VISTO QUE realizaron un acto

heroico y prestaron así un gran servicioa esta ciudad,

EN VIRTUD DE LO ANTERIOR, yo,

Richard M. Tewky, Alcalde, concedo aHolly Rachel Gibney y Jerome PeterRobinson la Medalla al Mérito, el

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máximo honor de esta ciudad, yproclamo que todos los serviciosmunicipales sean libres de cargo paraellos durante un período de diez (10)años; y

EN VIRTUD DE LO ANTERIOR,

conscientes de que ciertos actos sonimpagables, les damos las gracias detodo corazón.

En testimonio de lo cual,plasmo mi firma yel sello de la ciudad.

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RICHARD M. TEWKY

Alcalde

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EL MERCEDESAZUL

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1

Un día cálido y soleado de finales deoctubre de 2010, un sedán Mercedesentra en el aparcamiento casi vacío delMcGinnis Park, donde no hace muchoBrady Hartsfield vendía helados durantelos partidos de la liga infantil debéisbol. Se detiene junto a un pequeño ypulcro Prius. El Mercedes, en otrotiempo gris, ahora está pintado de azul

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celeste, y una segunda visita alplanchista ha eliminado un largo arañazoen el lado del conductor, infligidocuando Jerome entró en la zona dedescarga situada detrás del auditorioMingo antes de abrirse totalmente laverja.

Hoy va Holly al volante. Parece diezaños más joven. Su larga melena —antescanosa y desgreñada— es ahora negra ylustrosa, por gentileza de las atencionesde un salón de belleza de primera,recomendado por Tanya Robinson.Saluda con la mano al dueño del Prius,

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sentado a una mesa en la zona de picnic,no muy lejos de los campos de béisbol.

Jerome se apea del Mercedes, abre elmaletero y saca una cesta de picnic.

—Dios mío, Holly —dice—. ¿Quéhas metido aquí? ¿La cena de Acción deGracias?

—Quería asegurarme de que haysuficiente para todos.

—Ya sabes que sigue una dietaestricta, ¿no?

—Pero tú no —replica ella—. Túestás creciendo. Además, hay unabotella de champán, así que cuidado,

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que no se te caiga.Holly extrae del bolsillo una caja de

Nicorette y se echa uno a la boca.—¿Qué tal te va con eso? —pregunta

Jerome mientras bajan por la pendiente.—Estamos en ello —responde ella—.

La hipnosis me ayuda más que el chicle.—¿Y si el tío va y te dice que eres

una gallina y que empieces a dar vueltaspor su despacho cloqueando?

—En primer lugar, mi psicoterapeutaes una mujer. En segundo lugar, nuncaharía una cosa así.

—¿Cómo ibas tú a enterarte? —

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preguntó Jerome—. Estaríashipnotizada, digamos.

—Eres un idiota, Jerome. Solo unidiota querría venir hasta aquí enautobús con toda esa comida.

—Gracias al edicto, el viaje nos salegratis. Me gustan las cosas gratis.

Hodges, todavía con el traje que se hapuesto esta mañana (aunque ahora llevala corbata en el bolsillo), se acercalentamente a ellos. No nota elmarcapasos en el pecho —le han dichoque ahora son muy pequeños—, pero dealgún modo sí percibe que está ahí, que

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cumple con su cometido. A veces loimagina, y en su cabeza siempre pareceuna versión del artefacto de Hartsfielden menor tamaño. Solo que el suyo enprincipio debe impedir una explosión enlugar de causarla.

—Chicos —saluda.Holly no es ya una chica, pero es casi

dos décadas más joven que él, y paraHodges eso casi la convierte en chica.Tiende la mano hacia la cesta del picnic,pero Jerome la aparta.

—Ni hablar —dice—. Ya la llevo yo.El corazón…

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—Tengo el corazón perfectamente —responde Hodges, y según la últimarevisión, es verdad; aun así, no acaba decreérselo. Sospecha que todo aquel queha sufrido un infarto vive con esa mismasensación.

—Y tienes buen aspecto —diceJerome.

—Sí —coincide Holly—. Menos malque te has comprado ropa nueva. Laúltima vez que te vi parecías unespantapájaros. ¿Cuánto peso hasperdido?

—Quince kilos —contesta Hodges, y

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la idea que acude a su mente, «OjaláJaney me viera ahora», le provoca unapunzada en el corazón reguladoelectrónicamente.

—Dejemos de lado a los WeightWatchers por un rato —sugiere Jerome—. Hols ha traído champán. Quierosaber si tenemos alguna razón parabebérnoslo. ¿Cómo ha ido esta mañana?

—El fiscal no va a presentar cargos.Se ha desestimado el caso. Billy Hodgespuede seguir con su vida.

Holly se lanza a sus brazos y loestrecha. Hodges le devuelve el abrazo

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y la besa en la mejilla. Con el pelo cortoy la cara totalmente a la vista —porprimera vez desde la infancia, aunque éleso no lo sabe—, se parece mucho aJaney. Al verlo, Hodges siente dolor ysatisfacción a la vez.

Jerome siente el impulso de invocar aBatanga el Negro Zumbón.

—¡Bwana Hodges, libre por fin!¡Libre por fin! ¡Dio’ to’poderoso, librepor fin!

—Deja de hablar así, Jerome —instaHolly—. Es pueril.

Saca la botella de champán de la

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cesta junto con tres vasos de plástico.—El fiscal me ha acompañado al

despacho del juez Daniel Silver, unhombre que me oyó atestiguar muchasveces en mis tiempos de policía —explica Hodges—. Me ha dado unrapapolvo de diez minutos y me ha dichoque mi comportamiento temerario pusoen peligro las vidas de cuatro milpersonas.

Jerome se irrita.—¡Eso es indignante! Tú eres la razón

por la que esas personas siguen convida.

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—No —corrige Hodges en voz baja—. La razón de eso sois vosotros dos,Holly y tú.

—Si Hartsfield no se hubiera puestoen contacto contigo ya de buencomienzo, la policía aún no tendría niidea de quién es. Y esas personasestarían muertas.

Eso puede ser verdad o no, pero aHodges ya le parece bien cómoacabaron las cosas en el Mingo. Lo queno le parece bien —ni se lo pareceránunca— es la pérdida de Janey. Silverlo ha acusado de desempeñar «un papel

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crucial» en su muerte, y Hodges piensaque quizá así sea. Pero no le cabe dudaque Hartsfield habría matado a másgente, si no en el concierto o elEncuentro del Mundo Profesional en elEmbassy Suites, en algún otro sitio. Lehabía cogido gusto. Así que se da aquíuna especie de ecuación: la vida deJaney a cambio de esas otras hipotéticasvidas. Y si en esa realidad alternativa(pero muy posible), la acción se hubieraproducido en el concierto, dos de susvíctimas habrían sido la madre y lahermana de Jerome.

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—¿Y tú qué has contestado? —pregunta Holly—. ¿Qué le hascontestado?

—Nada. Cuando te cae el varapalo,lo mejor que puedes hacer es aguantar eltipo y callar.

—¿Por eso no recibiste la medallajunto con nosotros? —pregunta ella—.¿Ni se te incluyó en el edicto? ¿Era elcastigo de esos zoquetes?

—Supongo —responde Hodges,aunque si las autoridades creían que esoera un castigo, se equivocaban. Loúltimo que quería en el mundo era llevar

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una medalla colgada al cuello y recibirla llave de la ciudad. Había sido polidurante cuarenta años. Esa era su llavede la ciudad.

—Una lástima —observa Jerome—.No irás gratis en autobús.

—¿Cómo van las cosas en LakeAvenue, Holly? ¿Estás ya instalada?

—Van mejor —responde Holly. Estádesprendiendo el corcho de la botella dechampán con la delicadeza de uncirujano—. Vuelvo a dormir toda lanoche. Además, visito a la doctoraLeibowitz dos veces por semana. Me

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ayuda mucho.—¿Y cómo van las cosas con tu

madre? —Ese, como Hodges sabe, es untema espinoso, pero considera que debeplantearlo, aunque sea solo esta vez—.¿Aún te telefonea cinco veces al díapara suplicarte que vuelvas aCincinnati?

—Ahora son solo dos veces al día —responde Holly—. A primera hora de lamañana, al final del día. Se siente sola.Y creo que teme más por sí misma quepor mí. Es difícil cambiar de vidacuando se llega a viejo.

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«A mí me lo vas a contar», piensaHodges.

—Está muy bien que veas las cosasasí, Holly.

—La doctora Leibowitz dice quecuesta cambiar de hábitos. Para mí, esdifícil dejar de fumar; para mi madre, esdifícil acostumbrarse a vivir sola. Ytambién tomar conciencia de que notengo por qué ser esa niña de catorceaños hecha un ovillo en la bañeradurante el resto de mi vida.

Guardan silencio por un momento. Uncuervo ocupa el plato del lanzador en el

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campo 3 de la liga infantil de béisbol ygrazna triunfalmente.

Holly ha podido separarse de sumadre gracias al testamento de JanellePatterson. El grueso de la herencia —que llegó a Janey por gentileza de otrade las víctimas de Brady Hartsfield—pasó a manos del tío Henry Sirois y latía Charlotte Gibney, pero Janey tambiéndejó medio millón de dólares a Holly.Este dinero estaba ahora en un fondo queadministraba el señor George Schron, elabogado que Janey había heredado deOlivia. Hodges no tiene ni idea de

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cuándo hizo testamento Janey. Ni porqué. No cree en las premoniciones,pero…

Pero.Charlotte se había opuesto en redondo

al traslado de Holly, sosteniendo que suhija no estaba preparada para vivir sola.Teniendo en cuenta que Holly seacercaba a la cincuentena, eso equivalíaa decir que nunca estaría preparada.Holly creía que sí lo estaba y, con laayuda de Hodges, había convencido aSchron de que saldría adelante.

El hecho de ser una heroína a quien

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habían entrevistado las principalescadenas de televisión sirvió de ayudaante Schron. No así ante su madre; encierto modo era su condición de heroínalo que más consternaba a esa señora.Charlotte nunca sería del todo capaz deaceptar la idea de que su hija, en suprecario equilibrio, hubieradesempeñado un papel vital (quizá elpapel vital) a la hora de impedir unasesinato en masa de inocentes.

Con arreglo a las condiciones deltestamento de Janey, el apartamento, consu fabulosa vista del lago, es ahora

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propiedad conjunta de la tía Charlotte yel tío Henry. Cuando Holly preguntó sipodía vivir ahí, al menos de momento,Charlotte se negó rotunda yobstinadamente. Su hermano no logróhacerla cambiar de idea. Fue la propiaHolly quien lo consiguió, declarandoque se proponía quedarse en la ciudad ysi su madre no cedía en cuanto a lo delapartamento, ya buscaría un sitio enLowtown.

—En la peor parte de Lowtown —afirmó—. Donde tendré que comprarlotodo en efectivo. Y exhibiré los billetes

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con ostentación.Eso fue decisivo.La vida de Holly en la ciudad —el

primer período prolongado que pasabalejos de su madre— no ha sido fácil,pero su psiquiatra le proporciona muchoapoyo, y Hodges la visita confrecuencia. Y lo que es más importante,Jerome también la visita con frecuencia,y Holly es invitada aún con mayorfrecuencia a casa de los Robinson enTeaberry Lane. A juicio de Hodges esallí donde se desarrolla la verdaderacuración, no en el diván de la doctora

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Leibowitz. Barbara ha adquirido lacostumbre de llamarla «tía Holly».

—¿Y tú qué tal, Billy? —preguntaJerome—. ¿Algún plan?

—Bueno —dice con una sonrisa—.Me han ofrecido un puesto en Serviciode Guardia Vigilante, ¿qué os parece?

Holly entrelaza las manos y bota en elbanco como una niña pequeña.

—¿Vas a aceptarlo?—No puedo —responde Hodges.—¿Por el corazón? —pregunta

Jerome.—No. Se necesita un seguro de

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caución, y el juez Silver me haanunciado esta mañana que hay más omenos tantas posibilidades de que meconcedan un seguro así como de que losjudíos y los palestinos se unan paraconstruir la primera estación espacialinterconfesional. Mis sueños de obteneruna licencia de investigador privado sehan ido al traste igualmente. Pero unagente de fianzas al que conozco desdehace años me ha ofrecido un empleo atiempo parcial como buscador defugitivos, y para eso no necesito segurode caución. Puedo hacerlo casi todo

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desde casa, con el ordenador.—Yo podría ayudarte —se ofrece

Holly—. Con el ordenador, claro. Noquiero tener que perseguir a nadie en larealidad. Con una vez ya tuve suficiente.

—¿Qué se sabe de Hartsfield? —pregunta Jerome—. ¿Alguna novedad osigue igual?

—Sigue igual —contesta Hodges.—Me da lo mismo —dice Holly.

Adopta un tono desafiante, pero porprimera vez desde que ha llegado aMcGinnis Park se mordisquea los labios—. Volvería a hacerlo. —Cierra los

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puños—. ¡Una vez y otra y otra más!Hodges le coge uno de los puños y se

lo abre con delicadeza. Jerome hace lomismo con el otro.

—Claro que sí —dice Hodges—. Poreso te dio una medalla el alcalde.

—Además de los viajes de autobús ylas entradas a los museos gratis —añadeJerome.

Holly se relaja, gradualmente.—¿Por qué iba yo a coger el autobús,

Jerome? Tengo mucho dinero en unfondo, y el Mercedes de mi primaOlivia. Es una maravilla de coche. ¡Y

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con poquísimos kilómetros!—¿No hay fantasmas? —pregunta

Hodges. No lo dice en broma; sientesincera curiosidad.

Holly tarda mucho en contestar. Sequeda mirando el enorme sedán alemánaparcado junto al discreto coche deimportación japonés de Hodges. Almenos ha dejado de mordisquearse loslabios.

—Al principio sí los había —responde por fin—, y pensé en venderlo.Luego opté por pintarlo. Eso fue ideamía, no de la doctora Leibowitz. —Los

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mira con orgullo—. Ni siquiera se lopregunté.

—¿Y ahora? —Jerome aún tienecogida su mano. Ha acabado queriendoa Holly, pese a lo intratable que es aveces. Los dos han acabadoqueriéndola.

—El azul es el color del olvido —dice ella—. Lo leí una vez en un poema.—Guarda silencio por un momento—.Bill, ¿por qué lloras? ¿Estás pensandoen Janey?

Sí. No. Sí y no.—Lloro porque estamos aquí —

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contesta—. Un precioso día de otoñoque parece de verano.

—Según la doctora Leibowitz llorares bueno —comenta Holly con todanaturalidad—. Dice que las lágrimas sellevan las emociones.

—En eso puede que tenga razón. —Hodges está pensando en cómo se poníaJaney su sombrero. Cómo se lo ladeabacon el sesgo perfecto—. ¿Y ahora vamosa tomar un poco de ese champán o no?

Jerome sostiene la botella y Holly losirve. Alzan sus vasos.

—Por nosotros —dice Hodges.

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Jerome y Holly repiten el brindis. Ybeben.

2

Una noche lluviosa de noviembre de2011 una enfermera recorreapresuradamente un pasillo de la Unidadde Traumatismos Craneoencefálicos deLakes Region, un centro adscrito al JohnM. Kiner Memorial, el principalhospital de la ciudad. En la unidad haydiez o doce pacientes de beneficencia,

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incluido uno de triste fama… aunque lacausa de esa fama ha empezado adifuminarse con el paso del tiempo.

La enfermera teme que el jefe deneurología se haya marchado ya, pero loencuentra en la sala de médicos,revisando historiales.

—Puede que quiera usted venir,doctor Babineau —dice—. Es el señorHartsfield. Está despierto. —Ante estoel neurólogo se limita a alzar la vista,pero se pone en pie cuando la enfermeraañade—: Me ha hablado.

—¿Después de diecisiete meses?

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Extraordinario. ¿Está segura?En su estado de agitación, la

enfermera ha enrojecido.—Sí, doctor. Totalmente segura.—¿Qué ha dicho?—Dice que le duele la cabeza. Y

pregunta por su madre.

14 de septiembre de 2013

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NOTA DELAUTOR

Si bien existe la táctica de «robar elpeque» (en el sentido de PKE), seríaimposible llevarla a la práctica conningún Mercedes-Benz SL500 fabricadodesde que se aplica el sistema deentrada pasiva sin llave. Los SL500,como todos los Mercedes-Benz, sonautomóviles de altas prestaciones

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dotados de dispositivos de seguridad dealtas prestaciones.

Deseo expresar mi agradecimiento aRuss Dorr y Dave Higgins, que meproporcionaron ayuda en tareas deinvestigación. También a mi esposa,Tabitha, que entiende de teléfonosmóviles más que yo, y a mi hijo, elnovelista Joe Hill, que me ayudó aresolver los problemas señalados porTabby. Si los solucioné bien, atribúyaseel mérito a mi equipo de apoyo. Si lossolucioné mal, acháquese a misdificultades de comprensión.

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Nan Graham, de Scribner, llevó acabo su labor editorial con el nivel deexcelencia acostumbrado, y después mihijo Owen realizó una valiosa segundalectura. Mi agente, Chuck Verrill, esseguidor de los Yankees, pero lo aprecioigualmente.

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Stephen King es autor de más decincuenta libros, todos ellos best sellersinternacionales. 22/11/63 fue elegidopor The New York Times Book Reviewcomo una de las diez mejores novelas de2011, y por Los Angeles Times como lamejor novela de intriga del año.

En 2003 fue galardonado con lamedalla del National Book AwardFoundation for DistinguishedContribution to American Letters, y en2007 fue nombrado Gran Maestro de losMystery Writers of America.

Vive entre Maine y Florida con su

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esposa Tabitha King, también novelista.

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Título original: Mr. Mercedes Edición en formato digital: noviembre de 2014 © 2014, Stephen KingPublicado por acuerdo con el autor, representado porThe Lotts Agency, Ltd.© 2014, de todo el mundo, excepto Estados Unidos,Canadá, Filipinas y Puerto RicoPenguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona© 2014, Carlos Milla Soler, por la traducción Adaptación del diseño original de Hodder & Stoughton:Penguin Random House Grupo EditorialFotografía de portada: © Caras Ionut

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Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidosen la ley y bajo los apercibimientos legalmenteprevistos, la reproducción total o parcial de esta obrapor cualquier medio o procedimiento, así como elalquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sinla autorización previa y por escrito de los titulares delcopyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español deDerechos Reprográficos, http://www.cedro.org) sinecesita reproducir algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-01-38944-3 Composición digital: M. I. maqueta, S.C.P. www.megustaleer.com

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Índice

Mr. MercedesEl mercedes grisIns. Ret.Bajo el paraguas azul de DebbieCebo envenenadoLlamada a los muertosKisses on the midwayEl edictoEl mercedes azulNota del autorBiografía

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Créditos