vuelapluma - número 1 - 04/07/2014

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1 Ejemplar gratuito Número 1 — 4 . 07. 2014 ¡Los primeros! En texto: Irina G. C. con sus poemas En dibujos: Bou con sus diseños abstractos En fotografía: Miri C.C. con fotos de flores Tampoco te pierdas los relatos de terror, ciencia ficción, fantasía, amor...

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Número 1 de la revista VuelaPluma. www.revistavuelapluma.com

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1 —

4 .

07. 2

014

¡Los primeros!

En texto: Irina G. C.

con sus poemas

En dibujos:Bou

con sus diseñosabstractos

En fotografía:

Miri C.C.con fotos de flores

Tampoco te pierdas los relatos de terror, ciencia ficción, fantasía,

amor...

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¿Escribes?¿Dibujas?

¿Te gusta el arte. la fotografía, el diseño...?

Con nosotros puedes publicar todo lo que quieras,siempre que sea original

No nos importa que seas principiante, amateur o todo un experto

Envía tus trabajos a

[email protected] participa en los siguientes números

Page 3: VuelaPluma - Número 1 - 04/07/2014

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Revista Vuelapluma

Número 1. Revista bimensual.4 de Julio de 2014.

Quienes somos

Dirección: Noe C. Castillo (@NoeCC)

Colaboración: Tanis Barca (@Tanis_Barca) Adri “Stelios” Moreno (@AdriStelios)

Corrección: Tanis Barca

Maquetación: Noe C. Castillo

Páginas colaboradoras: La Era de las Mariposashttp://mipropiahistoria92.blogspot.com.es/

Ilustración de la portada: Jesús Campos “Nerkin”.

Los principios de VuelaPluma

Este es un ejemplar gratuito, realizado con fines culturales y divulgativos. Queda prohibida su venta o comercialización, o difusión que pueda tener fines comerciales.

Revista VuelaPluma pretende publicar los trabajos escritos, plásticos o fotográficos de artistas tanto prin-cipiantes como experimentados, sin dejar fuera ningún estilo ni género.

En esta revista no se publicarán trabajos con dere-chos de autor registrados, derivados de otras obras ya comercializadas. Es decir, no se publicará ni fanart ni fanfiction.

Todos los trabajos publicados en cualquier número de VuelaPluma pertenecen a sus respectivos autores, cuyos nombres o alias aparecerán junto a él.

Dichos autores no nos ceden sus derechos de autor en ningún momento, si no que nos otorgan el derecho a publicar la obra de forma íntegra y gratuita, en uno o varios números de la revista.

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Saludos a todos. Lo primero que quería hacer era daros la bienvenida a este primer número, que al fin ha llegado

después de tantos meses y esfuerzo.Han sido muchos los intentos de

crear algo así, y bastantes personas las que han pasado por la mesa de los ayudantes, antes conseguir lo que estáis leyendo actualmente.

Muchos inconvenientes de por me-dio (ordenadores estropeados, poca participación, dificultades para ma-quetar una revista...), que al final he-mos superado gracias a la perserve-rancia y la confianza en el proyecto.

Y por fin... ¡Aquí lo tenemos! To-davía no me lo puedo creer, parece que fue ayer cuando hablaba con Tanis de crear una revista así, y ya ha pasado más de un año.

Sin embargo, queda mucho tra-bajo por delante. Este es sólo un primer número y no se puede decir que la participación haya sido muy elevada. Tampoco escasa, razón por la cual hemos podido sacar adelante estas páginas, pero esperamos se-guir creciendo con vosotros y con nuevos artistas que se unan a nues-tras filas.

Por tanto, lo segundo que quería hacer en esta pequeña introducción era daros las gracias a todos. A los que habéis enviado algo, a los que simplemente queréis leernos, a los que nos habéis ayudado a darnos a conocer, a esos retweets incondi-cionales, a los que habéis puesto pu-blicidad de VuelaPluma en vuestras webs... Sin vosotros habríamos sido incapaces de haber llegado a esto, por lo que sois una base imprescin-dible de nuestro proyecto.

Así, esperamos que sigáis ayu-dándonos a crecer, que no dejéis de enviarnos trabajos. Si no nos creías

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cuando decíamos que no rechaza-ríamos a nadie, podréis comprobar en este número que hemos reunido gran cantidad de estilos diferentes, de géneros y de personas comple-tamente distintas. Contamos con poesías, relatos, introducciones que podrán dar pie a otras historias más largas, dibujos fantásticos (ya habéis visto la portada, una pasada, ¿eh?), abstractos, fotografías...

No dudéis en enviarnos cualquier cosa que se os ocurra y os apetezca ver publicada, pues sin vuestra ayu-da no podremos seguir adelante.

Y de momento, eso es todo. Es-pero que disfrutéis de nuestro Nú-mero 1 y que nos comentéis vuestra opinión. Si tenéis cualquier sugeren-cia, estaremos encantados de escu-charla.

¡Muchas gracias y bienveni-dos a VuelaPluma!

Noe C.C.

IntroducciónLa Silla del Director

Estimados lectores, colaboradores y compañeros de proyecto:

Gracias por apoyar VuelaPluma. Lo que surgió como una idea en un momento fortuito se ha convertido en algo real, sin quedarse en esa fase de papeleo sobre la mesa que no lle-va a ningún sitio.

Ha sido un año de parón por falta de recursos, y algunos meses fina-les de carrera sorpresa, y por fin la revista sale a la luz. Personalmen-te me siento muy ilusionada con el proyecto, y encantada con la partici-pación habida, a pesar de ser el pri-mer número. Sabemos lo difícil que es para un artista amateur publicar algo en medios profesionales, por eso quisimos hacer esto y dar una oportunidad con la revista, para em-pezar a darse a conocer. Desde aquí os animamos a apoyar VuelaPluma, bien leyendo, bien participando en el próximo número.

Muchas gracias a todos.

Tanis Barca

La Taza del Café

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El primer aporteIrina García Carpena fue la pionera, la primera que

estrenó la bandeja de entrada de nuestro e-mail con sus poesías. En este número publicamos algunas, pero nos hemos guardado otras para los próximos.

¡Disfrutadlas!1º!Poesía

Yo tengo la voz en mis manos.Con ellas grito en el folio

Y arranco la rabia de este vivirCon miedo.

Escupo a la sociedad que se alejaY alabo al obrero que tira su pala.Animo al profesor con su pancarta,

Al alumno y sus banderas,Al médico con su bata

Y a la madre con su hijo.Mi lápiz señala al culpable

Y dibuja su sentencia.Mis dedos indican mi verdad

Y no temen el borrador de la mentira.Actúo con mi saber

Y aborrezco la violencia.Porque la historia es el placerY el pecado es la ignorancia.

Culpo a los medios por incendiar la cultura,Reniego del iluso por no trabajar su futuro.

Alimento mi alma con librosY poesía.

Desentierro mi humanidad,Ahuyentando la cobardía.

No sueño un pueblo derrumbado en sus cenizas,No espero de la sociedad una barricada embravecida.

Grito con mis manos por la libertad esclavizada,Por los sueños sin cumplir,

Por las almas desorientadas.Porque la voz no es sólo vibrar la garganta.

Porque la voz no es sólo una cualidad humana.Porque humano es vivir y

No esperar a mañana.Vivir es conquistar cada horizonte con el

Pecho envuelto en llamas.

La vozIrina García Carpena

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Poesía

Teníamos tanto tiempo para olvidarnos,que olvidamos el por qué de tanto olvido.

Lo vivido es un juego que no acaba,tú y yo como piezas que no avanzan.

Siempre buscando la salida,esa meta que nunca nos llegaba.El toque de queda en las casillas,

medianoche para siempre en el salón.Las batallas por amor son más épicas,

somos un tablero de ajedrez que se incendia.Tú huyendo sin juzgar las elecciones,

yo muriendo con tu jaque en indiferencia.El mate es el dolor por los recuerdos,mi sonrisa no conquistó a tu peón.

Y buscando el empate con tu orgullo,encontré una escalera en mi corazón.Que me eleva a la verdad más exacta

y me permite pedirme perdón.Lo vivido es un juego que no acaba,

olvidamos el por qué de tanto olvido.Teníamos tanto tiempo para olvidarnos,

que nos convertimos en piezas que no avanzan.Y qué más da, me digo,

el tiempo se pudre en la memoria.Puede que tú y yo seamos historia,

en aquellos libros que nunca escribimos.Y que tal vez vibren en esa biblioteca,

que sobrevive a las ruinas de nuestro eco.Porque tú y yo fuimos eco.

Porque tú y yo fuimos eco.Porque tú y yo fuimos eco.

EcoIrina García Carpena

Poemas CortosEduardo “Korvinian” Corral

ISé mi luna, sé mi cielo, sé mi sol y mis estrellas,

sé la luz que me ilumina, sé la vida que me llena.

IINunca se dice lo que el corazón clama

antes de verlo huyendo, ahogando el alma.Marchitando la vida que otrora desvelara

secretos eternos, que nunca se acaban.

Cual maldición ardiente alimentando las llagasque son castigo del cobarde que no proclamatodo cuanto uno quiere, todo cuanto alaba,todo por cuanto muere, todo lo que se ama.

IIIA long time ago

in a place where no one stands,my words found no home,

my heart had no land...

IV¡Háblame!Y haz deseo mi sentir,

da vida a toda la esperanza que hoy habita con mi alma.

¡Cállame!Pues sangro tinta al escribiry torno en sueño este desvelo que hoy oculta mi

palabra.

[...]

VEl combate su poesía,

y estoque y lance dan al pliegoque con tinta estampilla

como sangre letra al verbo.

Qué famélico es el rencor,Vive muerto de hambre.

Arranca migajas del amor,Tan débil en su combate.

No hay mejor escudo que el perdón,Me dicen,

Y yo lo tengo ahogado en las entrañas.Triste mi corazón en telaraña.

Esclavo del tiempo,El odio es una araña.

FábulasIrina García Carpena

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FotografíaFotógrafa: Miri C. C.

Flor de Almendro

Rosa

Miriam nos envía las primeras fotos, y las únicas que hemos reci-bido para este número.

La flor del almendro fue realizada esta priva-mera en el parque “La Quinta de los Molinos”, un parque precioso para pasear por esas fechas y ver los almendros.

La segunda es de los jardines de Aranjuez.

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No estaba sola.La señora Anderson llevaba viviendo en

aquella casa desde hacía más de cuarenta años y conocía cada uno de sus rincones, cada una de sus dos plantas. Podría describir y recorrer la casa con los ojos cerrados. El vestíbulo, con las paredes blancas, la cocina, con esas corti-nas amarillentas que siempre insistía en querer cambiar y nunca lo hacía, la sala de estar, con la vieja televisión de tubo que nunca actua-lizaron, las escaleras de madera que subían a la zona de arriba, donde se encontraba su propia habitación, que antes compartía con su marido, y la de su hija, quien hacía años que se había marchado a vivir su propia vida. Los cuartos de baño, el ático siempre lleno de polvo… Todo estaba ahí y había estado ahí durante todos aquellos años.

Además, la buena mujer conocía el sonido de los pasos que habían golpeado las tablas de madera del suelo durante aquel tiempo. Los pasos de su hija habían ido cambiando con los años, desde los pasitos nerviosos de una niña pequeña hasta las escapadas nocturnas de pun-tillas de una adolescente. Su marido siempre había sido de un andar contundente, decidi-do… muy varonil, como a ella le gustaba decir entre risas. Nadie más había vivido en aquella casa salvo ella y su familia, que supiera.

Pero no estaba sola.Su marido había muerto no hacía mu-

cho en el dormitorio de ellos dos, víctima de un inesperado infar-

to. Su hija vivía en otra ciu-dad y había fundado

su propia familia. Insistía cons-

tantemen-te por

teléfono en mudarse de forma provi-sional con ella, para que no estuviera sola, pero eran tonterías. Era una mu-jer adulta y podía vivir como tal sin su ayuda.

Y sin embargo, aquella noche no es-taba sola.

Estaba acostada en la cama, tumba-da de lado mirando hacia el espejo que había colgado frente a ella. Por algún motivo, no podía dormir aquella no-che. Un viento frío mecía las cortinas de la ventana del dormitorio. La luz lunar iluminaba con tonos mortecinos el suelo y la cama en la que la mujer intentaba conciliar el sueño. Ni siquiera cerraba los ojos. Miraba hacia el espe-jo, sintiéndose extrañamente receptiva con su entorno. Toda la casa vacía y tan silenciosa… un escalofrío le recorrió por la espalda. Nunca se había sentido amenazada en su hogar, ni una vez en cuarenta años, y sin embargo, aquella noche todo parecía diferente.

Fue entonces cuando escuchó los pasos. No eran aquellas vigorosas zancadas de

su difunto esposo, ni las pisadas sigilosas de una niña que llega demasiado tarde de la calle. Aquellos pasos eran diferentes, carecían de una personalidad propia, pa-recían incluso un sonido predefinido para una película o una serie de televisión.

Tap tap tap tap.La señora Anderson tardó un momento

en reaccionar. Aquel sonido era imposible. Ella vivía sola. No tenía ni un miserable gato que le hiciera compañía. ¿Ladrones? Quizá hubieran entrado por la ventana de la cocina, forzándola por fuera o rom-piendo el cristal. Pero hubiera oído algún sonido, algún indicio de que algo estaba fuera de lugar. No había escuchado cristales rotos, nadie revolviendo sus cosas… Nada. Solo aquellos extraños pasos que subían por las escaleras. La madera del quinto peldaño crujió con fuerza, como si el visitante quisie-ra insistir en su presencia.

La mujer se incorporó y se quedó sentada en el colchón, mirando hacia la puerta. ¿Y si el visitante iba a su cuarto? ¿Y si le hacía algo? Esperaba que se sintiera decepcionado, fuera quien fuera, al ver a una mujer de una edad lo suficientemente avanzada como para no despertar el instinto básico de cualquier agresor. No iba a quedarse allí a esperarlo, pero no había ningún escondite decente en su habitación que pudiera ayudarla si el intruso

ReflejoAdrián Moreno

El texto va acompañado del tema “Meeting Charlotte” de la película Frágiles, dirigida en 2005 por Jaume Balla-gueró. El compositor fue Roque Baños. Recomiendo el uso de cascos para un mayor efecto.

Enlace:

https://www.youtube.com/watch?v=G7N1_-01R-g&feature=youtu.beTe

rror

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decidía aparecer. Decidida, se es-condió bajo la cama, confiando en que las sábanas caídas le per-mitieran permanecer oculta.

Tap tap tapEl sonido de los pasos cesó fren-

te a su puerta. La señora Ander-son sentía como su pulso se ace-leraba a cada segundo, y un sudor frío recorría su frente. Sus pensa-mientos se contradecían entre sí, lamentando haber impedido que su hija viviera con ella, así como agradeciendo que no estuviera allí como para verse expuesta al peligro. Hubiera deseado haber sido más rápida, haber llamado a la policía desde el teléfono fijo de su mesita de noche. Más valía una llamada errónea que acabar…

¿Y si era un desaprensivo? ¿O un torturador? Quizá no busca-ba robar nada, solo divertirse con ella. Hacerle daño. Una mujer, de-masiado mayor como para intere-sar a la mayoría de los hombres, sola en una casa grande. Las lá-grimas empezaron a brotar de sus ojos. Estaba aterrorizada. El único sonido en toda la casa era el de sus latidos acelerados.

«Por favor, que no entre nadie, por favor…»

La manilla alargada de la puerta bajó y la puerta, con el chirrido tí-pico de unas bisagras que necesitan un poco de aceite, se abrió despa-cio. La pobre señora Anderson, de-bajo de su cama de matrimonio, no vio a nadie tras ella. Solo el pasillo y la ventana del fondo, abierta. Allí no había nadie.

La sorpresa fue mayúscula para la buena mujer. ¿Quién había abierto la puerta, entonces? Podría haber jurado que había sido el viento de la ventana del pasillo si no hubie-ra visto la manilla bajar. ¿O acaso su mente le había jugado una mala pasada? Eso tenía sentido. Después de todo, se había puesto un poco nerviosa aquella noche. Puede que incluso aquellos estúpidos pasos no hubieran existido, o hubieran sido cualquier otra cosa. Casi sintió la necesidad de reírse de su propia es-tupidez. Allí no había nada ni na-

die. Estaba en su casa de siempre, escondida bajo su cama de siem-pre. Que ridículo. Decidió com-portarse como una mujer adulta y madura y salir de debajo de la cama. ¡Si su marido la hubiera vis-to, lo que se hubiera reído de sus paranoias!

Un nuevo escalofrío le recorrió la espalda. Sobre la luz de la luna se reflejaba su propia sombra, la de una mujer algo bajita y más ancha de cintura de lo que desearía, con la melena sin peinar y revuelta, y aquel camisón largo que le llegaba a los to-billos, a modo de pijama.

Y a su derecha, otra sombra. Una figura bajita, delgada e infantil parada a su lado, con los brazos pegados al tronco.

La señora Anderson, observando aquella imagen, tardó en reaccionar a lo que veía. Se dio la vuelta sin com-prender lo que había visto. A sus espal-das no había nada, a excepción del es-pejo que, colgado en la pared, reflejaba su propia imagen aterrorizada.

Y la de una especie de criatura, pareci-da a una niña pequeña, que la observaba sentada en su cama. El pelo lacio y sucio caía frente al rostro del ser, casi ocultan-do las cuencas vacías de sus ojos. Su boca sin labios esbozaba algo parecido a una sonrisa.

Ante aquella visión, la mente de la señora Anderson colapsó. El sonido de sus pulsa-ciones era cada vez más fuerte y más rápido, retumbando en su cabeza como unos tam-bores. Su corazón golpeaba con tanta fuerza su pecho que podría haberse salido en cual-quier momento. Se quedó unos segundos pa-ralizada ante aquello, tras lo cual algo en su cabeza hizo clik y cayó de frente, impactan-do contra el espejo del cuarto, que se rompió en pedazos. No se volvió a despertar.

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Terror

Tenía seis años cuando lo oí por prime-ra vez.

Siempre me habían dado respeto los ar-marios, esos espacios tan grandes, tan os-curos, de los que veía sacar o desaparecer todo tipo de cosas —si he de creer lo que decía mi madre, que a veces metía medio cuerpo dentro para al rato sacarlo con las manos vacías y expresión hosca—.

Pero nunca les tuve miedo hasta esa noche.

Recuerdo que estaba medio dormido cuando oí gruñidos que venían de dentro del armario. Y que tras ellos distinguí unas palabras.

—Abre, abre. Quiero salir y arran-carte las entrañas y comerme tu co-razón. Tendrás que abrir tarde o tem-prano y entonces saltaré sobre ti. Y aunque sólo eran pequeños bufidos, sentí tras ellos una sonrisa espantosa llena de dientes afilados y amarillentos. Vi cla-ramente la boca abierta y babeante de la que provenían los sonidos. Y grité. Grité con toda mi alma y me cubrí la cabeza con las mantas, y no salí de mi refugio cuando la luz del cuarto se encendió y proclamó que mi madre había entrado. Al verme así, todo ojos desorbitados y sollozos incohe-rentes, ella intentó, a base de caricias, tran-quilizarme lo suficiente como para que le contara lo que había pasado.

Al final lo consiguió.

Según le describía los gruñidos y las amenazas, su rostro fue adquiriendo una expresión de alivio frente a la preocupa-ción con la que antes se había inclinado hacia mí. Me aseguró que en el armario no había nada e incluso trató de abrirlo para demostrármelo, aunque ante mis alaridos histéricos optó por cerrarlo con llave.

—¿Ves? Ahora ya no podrá salir —dijo, con voz suave.

Cuando se hubo convencido de que yo me sentía mejor, me estampó un sonoro beso en la frente y se fue, apagando la luz. Esa noche, no hubo más sonidos prove-nientes del armario.

Pero sí que los hubo la siguien-te noche. Y la siguiente, y la siguiente. —Saldré, una noche saldré mientras duer-mes. Te sacaré los ojos y me beberé tu san-gre, ya lo verás.

Mis padres se preocuparon mucho por los gritos que invariablemente se sucedían noche tras noche y me llevaron un tiempo

a dormir con ellos. Yo escuchaba sus res-piraciones acompasadas con los ojos fijos en el armario de su cuarto, pero éste per-manecía siempre silencioso. El monstruo estaba encerrado en mi propio armario, esperándome.

Sin embargo, por las mañanas no tenía más remedio que abrirlo para sacar mi ropa, y aunque las primeras veces me po-nía rígido de miedo, preparado para sentir sus garras atravesando mi cuerpo, nunca ocurrió nada. Hasta vacié el armario, segu-ro de que estaría agazapado en un rincón, pero no lo encontré. Al monstruo no pare-cía gustarle la luz.

Y la noche siguiente a esa acción, el mo-nólogo fue distinto.

—Abre ahora, abre si te atreves, sin tus padres y sin la luz del sol. Te arrancaré la cabeza de un solo mordisco.

Todas las noches cerraba el armario y guardaba la llave bajo la almohada.

Todas las noches el monstruo me ame-nazaba, sin poder liberarse.

Pasaron los años, y mi armario nunca se abrió a partir de las ocho de la tarde. Me acostumbré a los gruñidos, sabiéndome seguro en posesión de la llave. Pasé de la in-fancia a la adolescencia y de ahí a la juven-tud, hasta que conocí a mi futura esposa.

Había estado con otras chicas antes, pero nunca las llevaba a mi casa de noche. No con eso esperando en el armario. Mis padres, que siempre habían querido vivir cerca del mar, nos regalaron la casa por nuestra boda o más bien me la vendieron por un precio más que razonable. Mi anti-gua habitación pasó a ser mi estudio, y mi mujer y yo nos trasladamos al dormitorio de mis padres.

Todas las noches iba yo a mi estudio cuando mi mujer se iba a dormir —entra-ba a trabajar muy pronto y solía quedarse dormida frente a la televisión—, y escu-chaba al monstruo. Pero este, con los años, también había cambiado. Su voz ya no parecía tan formidable, ni parecía haber sonrisa tras ella. Seguía amenazando, in-vitándome a abrir el armario. Sin embargo ya no me daba el mismo miedo que antes.

Ahora sentía... ¿pena?, ¿nostalgia?

Tuvimos un hijo, Daniel, que durmió con nosotros sus primeros tres años de vida. Y en-tonces le trasladamos a la habitación que mu-chos años antes había ocupado mi hermano.

Todo marchaba bien, éramos felices.

Hasta que una noche en la que andaba trasteando por mi estudio no oí nada. Espe-ré y esperé, pero ningún sonido salió del ar-mario. Ni la noche siguiente, ni la siguiente a esa. Una semana después, aprovechando que mi mujer y mi hijo estaban en casa de mi suegra, por primera vez en treinta años, saqué la llave y abrí el armario.

Y allí estaba el monstruo.

Negro y agazapado, tenía el tamaño de un gatito recién nacido, temblaba como una hoja, y me miraba con unos enormes y rojizos ojos asustados. Al verme se en-cogió y echó contra la pared al fondo del armario. Apenas lograba distinguirlo. Nos estuvimos mirando por un buen rato, yo quizá esperando a que pronunciara sus amenazas de antaño, él tal vez a sentir mi miedo. Fue entonces, después de largos mi-nutos en silencio, que él murmuró con un hilillo de voz:

—Te abriré en canal con mis… garras. M-Me comeré tu corazón.

Y mientras me decía esto, las lágrimas caían de unos ojos que si antes bien hu-bieran podido ser brillantes como llamas, ahora eran brasas que se extinguían. Con un suspiro, hice lo único que podía hacer. Cubrí su cuerpo tembloroso e inofensivo, como el de un pajarillo, bajo mi jersey, y le llevé al cuarto de mi hijo. Una vez allí le metí en el armario y cerré con llave.

A partir de esa noche, como yo espera-ba, Daniel comenzó a llorar todas las no-ches.

Comprendí que los monstruos de los armarios no podían hacer nada contra los adultos —que a lo largo de su vida van en-cerrando a sus propios monstruos en sus mentes y en sus almas—, salvo extinguir-se y morir, y que necesitaban alimentarse de los miedos de los niños para que ellos pudieran superar a su vez ese miedo algún día, al darse cuenta de que en el fondo, los monstruos de los armarios eran sólo eso, monstruos de armario, que no podían salir y hacerte daño si tú no les dejabas.

La primera noche en que mi hijo lloró fui yo el que acudió a ver qué le pasaba. Y aunque no dudé de sus palabras cuando me contó que unos gruñidos le amenaza-ban desde el armario, yo oí algo muy dis-tinto.

Oí un gruñido que decía:

«Gracias... Gracias».

El Monstruo del ArmarioTanis Barca

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AbstractoAutora: Bou

Bou nos envía tres dibujos abstractos, contándonos que fueron realizados entre 2007 y 2014. También nos dice que, a pesar de ese espacio de tiempo, hay patrones que se repiten en todos. ¿Quieres encontrarlos? Los tres están repartidos en distinfas páginas de este número.

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Ahura, territorio de la Humanidad, Bastión Blanco

La neblina contaminada se extendía por el demacrado páramo como si se tratara de la mano de algún oscuro dios. Con esfuerzo, cenicientos rayos de luna se abrían paso entre las nubes tóxicas iluminando pequeños y efíme-ros claros, que no tardaban en desapa-recer, tragados por la noche. No eran suficientes, ni de lejos, para ver si se acercaba alguien.

Río respiró hondo y ajustó los vi-sores de su máscara. Luego se puso el fusil al hombro y, a través de la mirilla, recorrió el campo con el corazón mar-tilleando, desbocado, contra su pecho.

Noche tras noche, el miedo le co-rroía las entrañas como un veneno de lento efecto. No importaba que ya lle-vara casi un año en el Bastión Blanco —que hacía tiempo que no tenía nada de blanco— y que sus reflejos y su ca-pacidad para cargar su arma se hubie-ran vuelto tan refinados que tenía la convicción de que podía acertar incluso a una salamandra sin fijar el objetivo.

Daba igual, porque la idea de que se le escapara uno solo era terrible. Una calamidad. Las experiencias que le ha-bía contado su madre, de cómo perdió a toda su aldea por culpa de única-mente dos raptores, se agolpaban en su cabeza cada vez que sonaba la alar-ma y tenía que coger para dirigirse a los miradores a cubrir su turno.

Había semanas durante las cuales los raptores no aparecían. Era insoportable pasar noches enteras en vela, pero, al menos, cuando despuntaba el sol podía irse a la cama llena de alivio, pensando que habían ganado una noche más.

Sin embargo, se daban ocasiones en las que venían noche tras noche. Du-rante meses seguidos. Así habían caído tantas otras ciudades. Así, Bastiones como el suyo habían desaparecido de una noche para otra.

Sacudió la cabeza. No debía pensar en ello. Pero ya le estaban temblando las manos otra vez, maldita sea. Ade-más, le sudaban de forma endemonia-

da. Tragando saliva, dejó un momento el fusil, se sacó rápidamente los gruesos guantes y se frotó las palmas contra el cuerpo. Después, rápido, tanto que es-tuvo a punto de tirar de un golpe a su arma, se puso de nuevo en posición y apuntó. Estaba jadeando.

No puede ser bueno pasar tanto mie-do en una sola vida, pensó con rabia.

Y maldijo, una vez más, a sus an-tepasados. En especial a los que se les ocurrió crear a los malditos raptores. Si existía un Infierno, esperaba que se estuvieran abrasando en él.

Pegó un respingo al percibir un mo-vimiento. Enfocó los visores. Demo-nios, sí. Algo se estaba moviendo allí, a lo lejos, tambaleándose entre las co-linas. Aguantó la respiración y buscó rápidamente más figuras, aprovechan-do que el enemigo no se encontraba todavía a tiro, lo que le permitiría calcular de cuánto tiempo disponía para eliminarlos a todos. Pero, para su sorpresa, no encontró ninguna más. Se puso en guardia. Los raptores nun-ca iban de uno en uno. ¿Qué era eso, alguna clase de táctica nueva? No se podía decir que fueran las criaturas más inteligentes, pero en ocasiones sus cerebros diseñados específicamen-te para masacrar les permitían idear trampas…

Durante unos instantes consideró, horrorizada, que iba a tener que lan-zar una bengala para pedir ayuda. Sería la primera en… ¿Cuántos años? ¿Cinco? Dispararla equivaldría a que estaban sufriendo un ataque a gran es-cala. Movilizaría a todo el Bastión.

Por eso se quedó inmóvil porque…¿Y si se equivocaba?Escuchaba su aparatosa respiración

dentro de la máscara más ruidosa que nunca. Estaba aterrorizada. La gente a veces moría de un infarto al corazón. Ella no tenía tan mala salud pero, ¿y si le ocurría? Porque sentía que el cora-zón le iba a reventar.

Apretó los dientes.Voy a cargármelo y ya está.

Apoyó una rodilla en el suelo y apuntó con su fusil, acariciando sua-vemente el gatillo. En unos veinte me-tros estaría dentro de su rango de tiro. Tenía que intentar acertarle en la cabe-za. Los raptores eran rapidísimos y se recuperaban bien de las heridas secun-darias, de modo que no solían tener más que tres o cuatro oportunidades para disparar antes de que llegaran a las murallas.

—Vamos, tranquila. No es tan di-fícil, lo has hecho muchas veces —se dijo, sin separar las mandíbulas.

Ya casi estaba. De qué forma tan ex-traña se movía aquel raptor. ¿Estaría herido? Sólo un par de metros más…

Espera un momento. Eso no era un raptor. Se incorporó bruscamente, boquia-

bierta, y sólo fue capaz de farfullar, estupefacta:

—¿Mamá?****

—Ya está. Ya está. Estás a salvo —repetía Río una y otra vez. No esta-ba segura de si se lo decía a su madre o a sí misma.

Arel no había dejado de balbucear mientras un potente grupo armado la arrastraba dentro del Bastión. Hasta el último segundo, Río estuvo con-vencida de que era una trampa, de que saldrían raptores de la nada para acabar con ellos. No lo hicieron. Aun así, Petros, el líder del Bastión Blanco, ordenó que se redoblara la vigilancia mientras trasladaban a toda velocidad a Arel a la enfermería.

La tumbaron sobre un camastro que chirrió bajo su peso. Entonces, sin más dilación, el médico sacó un cu-chillo y rasgó la túnica de Arel. Río se mareó al ver el cuerpo de su madre; no sólo estaba amoratada por todas par-tes, sino que las innumerables heridas habían adoptado un tono negro y des-prendían un olor nauseabundo que le penetró las fosas nasales incluso a tra-vés de la máscara. En ocasiones, partes enteras de costra se desprendieron de la piel junto a la ropa. Varios hombres tuvieron que sujetar a Arel, que sufría violentos espasmos y se resistía a las correas, emitiendo interminables ala-ridos de dolor.

Ciencia FicciónSoldados de Acero. Capítulo 1 Suzume Mizuno

Aviso: Esta historia puede contener escenas de violencia y contenido sexual.

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Sintió la gruesa mano de Petros so-bre su hombro y, casi sin darse cuenta, se aferró a ella. Tenía la impresión de que el suelo se balanceaba bruscamen-te bajo sus pies.

—Mamá… —susurró. Arel gruñía como un animal y se re-

torcía entre gritos intentando liberarse de las manos que trataban de ayudar-la. Al final no hubo más remedio que atarla con correas.

Al cabo de un rato, su madre per-dió las fuerzas y se limitó a temblar, acongojada, farfullando y gimiendo. Incapaz de soportarlo más, se quitó la máscara y se agachó al lado de la cabecera. Cogió la mano de su madre: tenía las palmas despellejadas y las uñas destrozadas, cubiertas de costras. El médico fue a decirle algo, pero la chica le dirigió una mirada furiosa y decidió callarse. Vendó las heridas de su madre después de aplicarle unas cuantas cremas y empastes que la hi-cieron lloriquear.

—No, no más. No más. Por favor —suplicaba, con los ojos arrasados por las lágrimas, ciegos, clavados en algún lugar que estaba muy lejos de allí.

Río tuvo que hacer un inmenso es-fuerzo de voluntad para no rebanarle la garganta al viejo por hacer daño a su madre.

—No hay nada que hacer —confesó al final con voz cascada—. Las heridas están demasiado infectadas. No sé ni cómo ha conseguido llegar hasta aquí. Debería estar muerta.

Petros miró a Río, pidiéndole per-miso. La chica asintió lentamente, demasiado impactada para sorpren-derse. Sabía que tenían que intentar averiguarlo. O… O la muerte de su madre no serviría para nada.

Muerte… Oh… Esto no… Esto no es posible.

El jefe del Bastión, tan grande que todo el mundo tenía que apartarse para que no se los llevara por delante, se agachó sobre Arel y le quitó la más-cara con suavidad. Arel gimió y Río se preguntó si en todo aquel mes no se la habría quitado ni una sola vez. Lo cual tenía sentido porque más allá de la Frontera el grado de contaminación era letal. ¿Qué habría comido? No ha-bían llevado provisiones para más de dos semanas…

—Arel —susurró Petros. Arel tenía los labios completamente

despellejados y varios hilos de saliva le

resbalaban por las comisuras de la boca. Las marcas de la máscara eran líneas en carne viva que le recorrían el rostro en-tero. Los ojos de Río se anegaron.

—Arel, ¿qué ha pasado con los demás?Su madre balbuceó algo incom-

prensible. —¿Y el Nido, Arel? ¿Lo encon-

trasteis? Un sonido atragantado. Petros sus-

piró y dijo a Río: —Inténtalo tú, por favor…Río, apretando las mandíbulas, asin-

tió y besó la mano de su madre mien-tras se acercaba a su oído y susurraba:

—¿Mamá? Soy yo, Río —Arel se quedó quieta, como si escuchara muy atentamente, y Río sintió una punza-da de esperanza—. Mamá, tranquila, estoy aquí. Te quiero. Estoy contigo. Todo está bien, ya verás que... —Pe-tros le apretó un hombro con urgencia. El gesto de Río se descompuso y tuvo que cerrar los ojos un instante para recuperar el control sobre sí misma. Le tembló la voz cuando preguntó—: ¿Qué pasó? ¿Dónde están Annita y los demás? ¿Y el Nido?

Arel fijó en ella unos ojos desorbita-dos y clavó las uñas destrozadas en la mano de su hija.

—¡El Nido! ¡El NiiIDO! ¡Encuén-tralo! ¡Destrúyelo!

—¡Mamá, cálmate! —la abrazó y notó que temblaba, que sufría espas-mos. ¿Qué te han hecho?—. Lo en-contraré. Acabaremos con ellos. Te lo prometo.

—El Nido. EL NIDO. El nido, el ni-doelnidonido…

—¿Dónde está, mamá? —gritó Río, rompiendo a llorar. ¿Por qué le tenía que preguntar eso cuando no le im-portaba lo más mínimo? ¿Por qué?—. ¿Dónde?

Arel giró la cabeza y le masculló algo al oído.

Veinte minutos después, Río se que-dó por fin a solas, sujetando la mano inerte de su madre.

****Se pasó el cepillo por el pelo recién

cortado. Tenía la impresión de que su cabeza se había aligerado y que saldría flotando de un momento para otro; le faltaba la presencia de la tirante goma que le recogía el cabello en un moño. Pero uno acababa acostumbrándose a perder cosas. No había otro remedio. O eso o se moría de pena. Además, así al menos algo de ella se había marcha-do con su madre.

Hacía mucho que no pisaba su ha-bitación del pueblo. Casi un año en-tero. La casa estaba llena de polvo y no se podía dar un paso sin levantar una pequeña cortina gris. Pensó que, en un par de meses, habrían termina-do de una maldita vez su servicio en los Bastiones. Su madre habría puesto el grito en el cielo al ver cuánto había que limpiar y habrían trabajado varios días, sin descanso, hasta dejarlo todo como los chorros del oro. Después se habrían preparado un pequeño ban-quete y, por una vez, dormirían juntas, como cuando Río era pequeña. Y en-tonces…

Entonces habría podido volver a dormir sin pesadillas, sin agudizar el oído ante cualquier chasquido sos-pechoso, sin escuchar el insoportable timbre que marcaba el cambio de tur-no por las noches.

Dejó bruscamente el cepillo sobre la repisa, con tanta fuerza las tres únicas fotos que tenía en la casa se tambalea-ron. Deberían estar en el salón, pero cuando regresó del Bastión Blanco se dijo que necesitaba tenerlas en su cuarto. Para no sentirse tan sola.

Ahora se daba cuenta de que no ha-bía sido una decisión inteligente porque, cuanto más las miraba, peor se sentía. Ninguna de las personas que aparecían en las fotos estaba ya en aquel mundo. Todos se habían convertido en ceniza.

Con los labios temblorosos, recogió el peine y volvió a pasárselo mecáni-camente por el pelo. No era bonito; lo tenía pajizo y grasiento, muy débil. Se imaginaba que antes de que cumpliera los treinta se le empezaría a caer. Se acordaba de que su madre siempre presumía del precioso pelo que tenía su hija cuando era pequeña. Pero des-pués de lo del niño…

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Parpadeó furiosamente para retener las lágrimas. Y se miró en el cocham-broso espejo. Apenas sí se reconocía. Después de tantos meses en los Bastio-nes, llevando constantemente máscara, su piel tachonada de manchas se había vuelto tan pálida que el contraste era un poco desagradable. Al menos los ojos no se le habían estropeado. Ha-bría sido terrible perder la vista, nadie quería cargar con un inválido enfer-mo. Y ahí seguían, marrones, tristes, hartos de todo.

No era guapa y lo sabía. Ya no le importaba, porque estaba claro que no se iba a volver a casar con nadie.

Exacto. No vas a conseguir a nadie. Y ahora… ¿qué?

Río se planteó si ignorarlo y tum-barse en la cama a dormir, quizás para siempre. Se sentía capaz de hacerlo. Pero entonces llamaron a la puerta es-cuchó la voz de Joel:

—¿Río?Emitiendo un suspiro, se forzó a le-

vantarse y se dirigió con paso pesado hacia la puerta. Acostumbrada a las diminutas habitaciones del Bastión Blanco, su casa de repente le parecía enorme, aunque no superaría los 30 metros cuadrados y eso que era una de las más pequeñas de Ahura. Levan-taba pequeñas olas polvo al caminar y olía a cerrado, pero no había previsto tener invitados tan pronto.

Abrió la puerta. Como todas las ca-sas, estaban medio hundidas en la tierra y se comunicaban por pasillos subterrá-neos —la luz entraba por las ventanas superiores—, el chico no llevaba más-cara, por lo que pudo ver su expresión de lástima y bochorno. En su cara te-

nía una mezcla de rasgos adolescentes y adultos pero, a pesar de que sólo tenía catorce años, la superaba por más de una cabeza. Aun así, nunca le pareció tan pequeño como en ese momento.

—Hola…—Hola —respondió con sequedad.

No estaba de humor para soportar a otras personas, ni para tener que ha-cerlas sentir bien cuando vinieran a presentarle sus respetos. Sólo quería estar sola. ¡No quería ver a nadie, mal-dita sea! ¡Si hubiera sido así, se habría quedado en el funeral!

Hubo un incómodo silencio. —Yo sólo… Quería decirte que lo

siento mucho, Río —la chica rechinó los dientes—. Arel era una mujer muy valiente y la quería mucho. Y mi ma-dre quiere que sepas que puedes venir a nuestra casa cuando quieras.

Se estudiaron mutuamente. Sólo habían vivido juntos dos años, pero habían acabado conociéndose lo sufi-cientemente bien para saber que nin-guno quería tener cerca al otro. Era demasiado doloroso. Traía demasia-dos recuerdos.

Fue buena idea no ponerle nombre al segundo, meditó.

—Ya… Dile a Kara que lo agradez-co mucho pero que… No iré, de mo-mento.

Joel apenas pudo reprimir un suspi-ro de alivio. Más relajado ahora, ex-tendió una mano y, tras titubear, le dio un apretón en el hombro.

—Lo siento. De verdad —Río asin-tió con lentitud, pero no agradeció sus palabras. Suficiente tenía con su pro-pio dolor. Vete, vete, vete ya. Ya has cumplido, ya te has limpiado la con-ciencia. ¡Déjame en paz!—. Por ella y por todos. Lea también está desolada, su padre iba en…

—¡Ya sé quiénes iban en la expedi-ción! —estalló, indignada—. ¡Les es-peramos durante semanas, comimos al lado de sus asientos vacíos! ¡Dimos por sentado que estaban muertos! ¿Cómo quieres que no sepa todas las personas que han fallecido?

Joel se encogió y retrocedió un par de pasos, con una mirada de cachorrillo apaleado. Contuvo un gemido de impo-tencia y se pasó una mano por la cara.

—Lo siento, no quería hablarte así. De verdad. Es sólo que…

Ha sido duro asumir que tu madre está muerta y luego ver que no era así.

Y pensar que podrías haber ido a por ella y no lo hiciste. Y así acabó, per-diendo la razón. Ni siquiera me reco-noció. Joder, tendría que haber ido a por ella…

Joel asintió, comprensivo e hizo amago de marcharse. Pero, antes, se acercó y le dio un abrazo. Río se puso tensa y tuvo que hacer un inmenso es-fuerzo para no desmoronarse y rom-per a llorar.

—De verdad que lo siento, Río. Pásate cuando quieras. No te quedes sola.

Ya estoy sola. —No creo que a Meera le guste ver-

me por ahí —le dio una palmada en la robusta espalda. Nunca se había lleva-do bien con ella, desde pequeñas aca-baban peleándose cada vez que sus ca-minos se cruzaban. Y solía ganar Río. Era irónico que Joel hubiera acabado precisamente con ella. Meera le había ganado la partida por una vez—. Pero gracias, me pasaré a hacer una visita.

Joel pareció conformarse con su res-puesta, aunque todavía apretó un poco más el abrazo antes de dejarla ir. Se des-pidió con una tímida sonrisa y se marchó por el interminable pasillo. Acostum-brada a pasear por las altas y ventosas murallas de los Bastiones, se retiró al in-terior de su hogar pensando que era un lugar claustrofóbico. Cerró con llave y se dejó caer en su polvorienta cama.

¿Qué debía hacer? Sin pareja, sin hijos, sin nada, no podría trabajar sola la tierra y endosarla a otra familia cuando había tanta escasez de comi-da, en especial después del último año, tan tormentoso y destructivo, era im-pensable. De modo que la enviarían de nuevo a los Bastiones. Dio un golpe al colchón y rugió de rabia. Justo cuando por fin había conseguido escapar…

Si la destinaban de forma perpe-tua, a menos que ascendiera en la jerarquía, moriría pronto. Si no era por problemas del corazón, sería por los malditos efluvios. Se estremeció. Había visto a muchos muertos por la contaminación y no quería acabar así. Sin haber hecho nada, sin que su vida mereciera la pena.

Se encogió sobre sí misma y se abrazó. —Mamá…—gimió.

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****Cuando Río se despertó, poco antes

del amanecer, lo hizo con una fría de-terminación.

No iba a volver a los Bastiones. Si iba a morir, entonces que fuera por algo con sentido. No después de dejar-se consumir durante años de miedo y enfermedad.

No, si moría, lo haría por una causa mayor.

****—Estás loca —sentenció Petros, mi-

rándola con los ojos abiertos y la boca fruncida en una mueca de desaproba-ción que se percibía incluso a través de la poblada barba—. Jamás lo con-seguirás. Ni siquiera sabemos exacta-mente dónde está el Nido, la distancia que hay… Y si un maldito equipo de profesionales no lo logró, ¿cómo vas a hacerlo tú? —sacudió la cabeza—. ¿Qué demonios pretendes?

Río, arrodillada frente al pequeño Consejo de Ahura, crispó los puños y en sus ojos resplandeció una chispa de ira. Pero respiró hondo y se obligó a con-trolar sus impulsos, algo muy sencillo después de tantos meses de fría determi-nación para mantener la calma y no des-perdiciar las balas contra los raptores.

La sala del Consejo era pequeña, sin ventanas y estaba iluminada con decadentes luces anaranjadas que cansaban los ojos. Sentadas en ocho sillas que, sin llegar a emular tronos, estaban situadas sobre un estrado, las ancianas del Consejo observaban a Río con expresiones indescifrables. El sonido de la ventilación destrozaba los oídos de Río. Estaba claro que ne-cesitaban una reparación, pero ya no había mecánicos capaces de compren-der el funcionamiento de los viejos e imponentes molinos, del sistema de ventilación que mantenía con vida al pueblo subterráneo, de los canales que se hundían en la tierra y extraían agua pura sin la cual, sin duda, morirían.

Qué futuro más triste les aguardaba a las siguientes generaciones.

Pero eso ya no era asunto suyo. Su único objetivo era convencer a aque-llas carcamales:

—No sabemos qué sucedió con la misión de exploración, pero lo más

probable es que una presencia tan grande de humanos atrajera a los rap-tores. Si voy yo sola, no llamaré tanto la atención y me será más fácil escon-derme —explicó lentamente, arras-trando las palabras. Llevaba dos días meditando todos los posibles contra argumentos que le podían presentar para asegurarse de tener una respuesta para todo—. No necesitaré tanta co-mida ni dependeré del ritmo de otra persona. Avanzaría mucho más rápido y es posible que no me persigan gran-des grupos de raptores.

Vio cómo un par de ancianas asen-tían con reticencia, pero sus rostros ajados y arrugados no tenían gestos de estar muy convencidos de su empresa. Río contuvo su rabia.

¿Por qué no entienden que es una gran oportunidad?

Tomó aire y trató de hablar con fir-meza, pero sin sequedad. Algo bastan-te difícil en ella:

—Y soy la persona adecuada. No tengo familia, no puedo tener más hijos y sería una carga para cualquie-ra. Sin embargo, salí en varias expe-diciones este año y conozco todos los fuertes que hay en el camino antes de la Frontera. No me sería difícil llegar hasta la Zona Negra.

Petros lanzó un gruñido. —¡Hablas como si no pretendieras

volver!—Es que no se puede volver —res-

pondió ella con irritación. ¿Por qué la obligaban a decir lo obvio?—. Es un viaje sin vuelta, eso lo tengo claro.

—¡Río, tu madre…!—¿Por qué te ofreces a hacer esto?

—interrogó entonces una de las ancia-nas, alzando la mano para detener a Petros, que inspiró hondo, hinchando su ya de por sí enorme pecho—. ¿Es por venganza?

Río negó con la cabeza. —Es una estupidez querer vengar-

me de seres sin inteligencia. Pero no quiero que los esfuerzos de mi madre hayan sido en vano.

»Quiero acabar con el Nido. Como le prometí a Arel que haría después de que el Consejo la seleccionara para la misión de exploración —y clavó una mirada acusadora en las viejas.

Las mujeres se observaron entre sí, titubeantes. Río sabía lo que se les es-taba pasando por la cabeza. Al fin y al cabo, ¿qué más daba perder a un miembro como ella? Era una apuesta relativamente beneficiosa. Salvo…

—¿Y cómo destruirías el Nido?Río reprimió una expresión de frus-

tración. Era la pregunta que más temía, porque sabía que no iba a gustar:

—Necesito bombas. De inmediato estalló un murmullo

de indignación. Las bombas eran muy escasas y uno de los pocos recursos a los que Ahura no estaba dispuesto a renunciar. Río lo sabía muy bien. La expedición de su madre partió sin ninguna. Claro que nadie pensó que llegarían tan lejos, que conseguirían encontrar el Nido.

Necesitaba bombas a cualquier precio. Durante casi veinte minutos escu-

chó discutir a las ancianas, que alter-naban susurros, toses y gritos. Alguna que otra amenazó con expulsar a las que no cerraban la boca porque no dejaban escuchar la opinión de las de-más. Hasta Petros parecía sorprendi-do por el comportamiento de aquellas venerables mujeres. Río pensó que en cuanto se les planteaba algo que no tu-viera que ver con la defensa de Ahura eran como peces fuera del agua. Ese era el problema: nadie se atrevía a arriesgarse. Estaban tan al borde del desastre que la misma idea de romper el equilibrio defensivo aterrorizaba a esas mentes apergaminadas y aferra-das a la tradición.

Cuando parecía que de allí no iba a salir nada, la anciana Dena, tan vieja que su voz apenas sí era un suspiro, achaparrada y arrugada como una pasa, alzó una de sus temblorosas ma-nos y se hizo el silencio. Todos en la sala agudizaron el oído.

—Es imposible que podamos ceder-te bombas, niña. No lo hicimos con expediciones mucho más nutridas que la última, no lo vamos a hacer contigo. Sin embargo —continuó antes de que Río pudiera despegar, asqueada, los labios—, hay otras formas de conse-guir armamento.

»Debemos pedir ayuda a la gente de acero.

La chica se quedó sin aliento. Des-pués, olvidando todo el decoro, se in-corporó con brusquedad, por lo que las piernas agarrotadas estallaron en corrientes de dolor, y gritó:

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—¡Nunca! ¡Nunca colaboraré con esos monstruos!

Dena soltó una risita que sonó a pa-pel de lija.

—Bueno, bueno. Entonces más te valdría tirarte por el borde de la mu-ralla de cualquier Bastión —Río se encogió ligeramente, asombrada por la cruel respuesta—. Será una muerte menos heroica, pero casi igual de rápi-da y mucho menos dolorosa.

—¡No lo haré! —espetó. —La gente de acero tiene trajes

que les permiten pasar desapercibidos frente a los raptores. ¿Cómo crees que los capturan para sus circos? Poseen bombas diez veces más potentes que las nuestras y las armas que nos ven-den son sólo baratijas al lado de las suyas. Por no hablar de que todavía guardan algunos tanques del Viejo Imperio. Y tú pretendes ir sola —rió de nuevo y a Río se le tornó la cara de color carmesí—. No llegarías a sobre-vivir ni una semana. En cuanto entres en territorio desconocido, morirás. De modo que si quieres cumplir con tu misión, deberás aceptar la ayuda de la gente de acero. A veces vale la pena doblar la cerviz.

»Así que dime, muchacha, ¿qué te atrae más? ¿Una mínima oportunidad de llegar al Nido o un bonito salto desde las murallas de los Bastiones?

****Los motores del barco gruñeron an-

tes de ponerse en marcha con un chas-quido y un suave ronroneo que hacía vibrar toda la cubierta. Río, dentro de la pequeña caseta que era la sala de mando, miró hacia la orilla. Apenas había amanecido, pero las ventanas superiores de las casas, que parecían huevos semi enterrados, ya despren-dían luz. Pronto la gente empezaría a trabajar con infinita delicadeza los campos con agua pura de los acuífe-ros, llevando a las vacas y cabras con máscaras especiales hasta los campos de las montañas, donde la contamina-ción era muy inferior. Río había subido una vez con su madre. Las vistas eran bastante grises y tristes, pero eso le dio igual, porque se tumbó en la hierba bajo las cuchilladas de viento helado y pudo… Respirar. Aire de verdad. Le había hecho daño en los pulmones, pero había sido maravilloso.

¿Habría algún sitio así más allá de la Frontera?

Lo dudaba.

—Piénsatelo —repitió Petros, por enésima vez desde que se habían re-unido en el puerto aquella mañana.

¿Tú no tendrías que estar en los Bastiones en vez de martirizándome?, pensó con acidez.

Sentada en una silla claveteada en el suelo, se abrazaba las rodillas y jugue-teaba con los gruesos guantes negros que le había regalado la madre de Joel en su momento. Eran muy buenos. Le habrían durado toda una vida.

—Por favor, Río. Podrías venir a vi-vir conmigo.

Río soltó una risotada por lo ridícu-lo de la proposición.

—¿Y con quién me iba a casar? To-dos tus chicos están ya con pareja y con hijos, o camino de tenerlos. Y no quiero estar en ningún lugar de más.

Petros le dirigió una mirada pun-zante a través de los cristales de su máscara.

—¿Y Sara? Río hizo un gesto negativo. No

porque no pudiera aceptar la idea de casarse con Sara, sino porque eso era algo que se practicaba en pueblos más grandes donde se permitía adoptar a niños o directamente los repartían las familias que tenían demasiados y no podían mantenerlos a todos. En Ahura hacía décadas que la población infantil era muy inferior a la adulta. Y seguía decayendo. Si al menos Sara hubiera tenido hijos hace poco, sería otra cosa. Pero que le impusieran a alguien como Río sería un insulto para una mujer así. Además, ¿qué sentido tenía casarse si no era para criar niños? Había gente que lo hacía por amor, claro, pero Río no entendía esa concepción. Si no se tenían niños, lo mejor era servir en los Bastiones, por mucho que le doliera la cruda realidad.

Pero así es el mundo. Y yo no pienso quedarme mucho más tiempo. Que el mundo se quede con su puta realidad. Estoy harta.

—Voy a hacerlo, Petros. No hay más que hablar.

Además, no podía quitarse de la cabeza los ojos enloquecidos de do-lor de Arel. No podía dejar de pensar una y otra vez en su cuerpo calcina-do, ardiendo en la pira… Y todo por el Nido.

Ese monstruoso Nido. Se clavó las uñas en las palmas de las manos, hir-viendo de furia.

Lo destruiré. No importa cuántos raptores se interpongan en mi camino. Acabaré con él para siempre.

Respiró hondo, reprimiendo sus sentimientos rápidamente, apoyó la frente en las rodillas y trató de dormir. Iba a necesitar estar descansada para enfrentarse a esos repugnantes mons-truos, los que los viejos libros llama-ban «Soldados de Acero».

Siempre había despreciado a sus an-tepasados por fabricar a los raptores y por enzarzarse en guerras que destru-yeron para siempre el ecosistema del mundo.

Pero no sabía si los odiaba todavía más por haber creado a esa raza. A la que había terminado por suplantar a los humanos, aunque habían sido ideada para protegerlos.

Y ahora tenía que pedirles ayuda. Realmente se podía caer bajo en

una sola vida. El río del Este cruzó por debajo de

las grandes murallas y Río se estreme-ció al pensar que, a partir de ahora, estaban en terreno hostil. Poco a poco Ahura iba quedando atrás mientras el sol intentaba abrirse paso entre las nu-bes bajas y oscuras.

Entonces, a lo lejos, percibió unas sombras colosales. Mucho más gran-des que cualquier otra que pudiera verse en cientos de miles de kilómetros a la redonda.

Ni cerca de la Frontera se podían ver sus cimas, de tan altas que eran.

Sufrió un estremecimiento y las pa-labras de su madre resonaron en su cabeza.

«En lo más profundo… de las Mon-tañas… Gemelas».

Ese era su destino. Ese era el lugar donde iba a morir.

Continuará en el siguiente número...

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AbstractoAutora: Bou

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Está sentada en el suelo, brazos y piernas cruzadas, el entrecejo fruncido y la

mirada clavada en el montoncito de trozos apilados que descan-sa sobre la alfombra purpúrea. Extiende las manos y ordena los pedazos con extremo cuidado, como si de un delicadísimo puzle se tratara, y vuelve a cruzarlas en su pecho una vez ha concluido la tarea. Observa ahora el órgano maltrecho que ha tomado forma, el corazón agrietado que yace inerte frente a ella, sin sangre que lo alimente, sin latidos que lo ha-gan funcionar. Silencioso, roto y muerto.

Exhala un suspiro claudicante y aparta la vista para centrarla en escarbar en su bolso en bus-ca de tabaco. Una leve sonrisa asoma a sus labios cuando sus dedos se cierran alrededor del arrugado paquete, solo para desaparecer un segundo des-pués al descubrir que no que-da más que un cigarrillo en su interior. Maldita su suerte. Aun así se lo lleva con amargura a la boca, enciende el mechero a un palmo del mismo y lo sostiene ahí, perdiéndose en la diminu-ta lengua de fuego que baila al son de su respiración. La ob-serva sin pestañear, con fijación enfermiza, hasta que sus ojos se vuelven vidriosos y resulta do-loroso seguir manteniéndolos abiertos. Los cierra y extingue la llama.

De nuevo el suspiro derrotis-ta y el cigarrillo vuela lejos de sí, aterrizando en algún lugar junto al sillón de brazos raídos que se ha convertido en el tro-no del gato. ¿Dónde estará ese pequeño desgraciado ahora? Se-guramente babeando encima de su almohada. Hace un esfuerzo por recordar la última ocasión en la que esa bola de pelo so-brealimentada le dio algo de amor desinteresado, pero es in-capaz de evocar tal momento, si es que alguna vez ha tenido lugar.

Erguida ya, arrastra los pies enfundados en zapatillas de pe-luche hasta la cocina, prepara un té y vuelve a derrumbarse en el suelo del salón. Bebe con premu-ra el líquido hirviendo, tomando pequeños sorbos solo ligeramen-te abrasadores y, una vez más, el corazón desgajado acapara su atención. Sabe de sobra que no tiene celo o pegamento en casa, pues son el tipo de cosas que guarda en la oficina y no quiere nada en su casa que le recuerde esa puñetera oficina. Sin embar-go, hoy estaría dispuesta a hacer una excepción y comprar alguna de ellas para reparar el órgano destrozado, pero es domingo.

Qué asco de domingos. Los domingos no deberían existir, se convierte una en la personifica-

ción del aburrimiento y se pasa el día deambulando sin rumbo de una habitación a otra, sin voluntad ni fuerza para hacer absolutamente nada. Y ojalá no necesites algo un domingo como lo necesita ella ahora mismo, porque no lo conseguirás. Todo está cerrado los domingos. Di-chosos domingos.

De vuelta en la cocina, enjua-gando la taza vacía, recuerda fugazmente un costurero aban-donado en algún rincón de su habitación, algo que guarda más por costumbre que por verdade-ra utilidad. Quizá pueda sacarle algún provecho ahora y dar-le unas puntadas a ese corazón marchito...

Parpadea perpleja. Sostiene la cajita forrada de tela estam-pada, repleta de hilos, agujas y enseres varios mientras observa su reflejo en el espejo, sobre el mueble que hace las veces de cómoda y tocador. No se había percatado de eso, del agujero del tamaño de un puño, oscuro y vacío, que queda ahora don-de antes latía su músculo vital. Desvía los ojos de la pulida su-perficie hacia su propio pecho. La vista desde arriba es algo di-

DomingoIronette

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Amor

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Y de repente lo ves de nuevo, tratas de evadir-le pero no sabes cómo, tu corazón aumenta el ritmo cardiaco cada vez más, sientes que

mueres, no sabes qué sucede, te miran, te pregun-tan

—¿Pasa algo? ¿Ya lo olvidaste?Simples cuestionamientos, que sólo se responde

nada y si acompañado de uno: —Él nunca ha valido la pena.Los ojos se te ponen un poco aguados al verlo

de lejos con otra chica feliz, sientes rabia porque no eres tú por cada palabra, promesa que a él se le olvidó, no aguantas y rompes en llanto, tu corazón empieza a sangrar, escuchas como interiormente te rompes en pedazos, tratan de consolarte pero na-die entiende, sólo los que se han enamorado y les han roto el corazón comprenderán el dolor inmen-so que se siente, nadie te podrá ayudar, tu solo te hundes en ese valle de lágrimas.

De repente él llega a donde están todos, lo miras con dolor, rabia, él trata de hablar contigo, aun-que tú no quieres saber ya nada de él sólo piensas en cómo te olvido tan fácil, apenas pasas medio capítulo y el ya empieza un libro nuevo con otra persona. ¿Cuál sería el truco?

Aunque el amor no tiene trucos, menos cuando te sientes utilizada por alguien, cuando sólo han jugado con tus sentimientos, lo peor cuando crees que te has enamorado, cuando le entregas todo a alguien corres el riesgo de que seas tú la que ter-mines sufriendo, él siempre tratara de quedar bien con los demás, tú quedaras como la oveja negra de la historia, no tuvo final feliz, aunque en tu corazón siempre será el mejor recuerdo, a pesar de tanto daño, nunca lo podrás a olvidar, el amor es bas-tante confuso, mas cuando tienes que encontrártelo en cada momento, cuando toda propaganda nom-bran el nombre de él, como si el mundo se confa-bulara en contra ti, no esperes mucho que traten de ayudarte, nadie lo podrá a hacer, así en tu soledad vivirás mejor, sola lo podrás superar…

RelatoDaniela Castro

Amor

ferente, puede ver el resto de sus órganos trabajando con normalidad, esponjosos, inundados de sangre, pero nada entre sus pulmones, que se hinchan y deshinchan con una regularidad hipnótica, nada en el centro de su ser. Es curiosa esa sensación de... nada, no siente nada.

Ha sido una mala idea, cada pinchazo en el corazón ha provocado que un latigazo de dolor le recorriera el espinazo entero. Se encuentra de nuevo frente a ese órgano desfigurado, mirando sin ver esos pedazos de sí misma sostenerse en precario equili-bro, cansada, hastiada y vencida. Un últi-mo suspiro y gatea en busca del cigarrillo perdido. Esta vez lo enciende sin dilación. Se lo fuma despacio, tumbada en el suelo, saboreando cada calada y dejando la ceni-za caer en el hueco de su busto. Definitiva-mente el domingo es un mal día para que te rompan el corazón, pero también es un mal día para dejar de fumar.

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Reflexión¡Visítame!¡Comparte tu trabajo en esta sección! Puedes enviarnos tu blog,

página web, perfil de deviantArt, FanFiction... y lo compartiremos para que te des a conocer.

Aquí los primeros:

Miri C. C: Protagonista de la secciónde Fotografía de este número nos deja su deviantArt:

http://littlelunaticworld.deviantart.com/

Irina García Carpena (Poesía) nos ha pasado su blog, donde también nos ayuda anunciando VuelaPluma: http://mipropiahistoria92.blogspot.com.es/

El autor de la alucinante ilustración de la portada es Jesús Campos “Nerkin”.

Puedes visitar su trabajo en:

http://nerkin.deviantart.com/

¡Y por último! También podéis visitar los perfiles de las encargadas de VuelaPluma:

Noe C. Castillo:

https://twitter.com/NoeCC

http://tracialawliet.deviantart.com/

Tanis Barca:

https://www.fanfiction.net/u/1489788/

https://twitter.com/Tanis_Barca

Si quieres salir en el próximo nú-mero sólo tienes que enviar tu nom-bre y la dirección web que quieras compartir a:

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Cada sueño roto, cada ilusión en coma y cada lucha perdida son como grandes y pesadas anclas que nos atormentan a lo largo de nuestra vida. A ve-ces estas cargas son tan pesa-das que marcaron un antes y un después en nuestras vidas, aferrando sus raíces en lo más profundo de nuestra alma. Yo, como todos, tengo esas grandes cargas que me han marcado durante mucho tiempo, algunas las superé y otras no.

Hay una antigua leyenda que dice que las personas que cargan continuamente con de-cepciones y dolor, y dejan de luchar por su propia felicidad se van convirtiendo en árboles. Cada sueño roto es una hoja, cada ilusión muerta es una raíz y el conjunto de derrotas van transformando el torso huma-no en un tronco grueso y seco. La leyenda explicaba que era porque la naturaleza no quiere que suframos y por ello, trans-forma a las personas dolidas en hermosos árboles. Las per-sonas árboles podían volver de nuevo a la vida humana pero esto sólo se podía hacer cuando ellas estaban completamente sanadas y volvían a sentir ga-nas de vivir. La leyenda cuenta que este bosque se encontraba en una remota región de un país olvidado por el hombre, una tierra mágica de princesas, dragones y príncipes.

El bosqueDemiurgo 17

Reflexión

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Nunca pensó que caer sería así. Sa-bía que le dolería pero no así. Lo míni-mo que esperas cuando una hueste de dominaciones te da una patada en el culo es que te duela como el infierno.

Vale, le habían cortado las alas. Eso le había dolido bastante.

Sin embargo, había esperado algo más antes de que la echaran del cielo. Una paliza de muerte, por ejemplo, las dominaciones no se andaban con ton-terías. No había recibido más que las miradas decepcionadas y tristes del res-to de ángeles congregados para ser tes-tigos de su caída. Ni siquiera un poco de tortura para ver qué había detrás de su crimen, eso habría estado bien, el dolor permitía remitir un poco los remordimientos. Era muy incómodo, desde luego, pero cumplía su función.

No, ellos se lo habían creído a pies juntillas. Un ángel no podía mentir, aun-que Andrómeda encontraba un fallo a esa teoría. Si era un ángel caído en po-tencia, y lo había sido desde el principio si se atiende a la inefabilidad del plan divino, se supone que esa ley ya no la afectaba y podía andar diciendo tantas mentiras como quisiera.

Su caída estaba siendo muy literal. El proceso era sencillo, no había jui-cio, tú confesabas y ellos, a través de Él1, fijaban un día. Las dominaciones te cortaban las alas con una espada lla-meante, muy de moda entre las huestes celestiales, y te empujaban con energía fuera del paraíso.

Y tu caías, vaya sí caías. El viento era como un millón de cuchillos, el vértigo había dejado el estómago para colonizarte por completo. Veía sangre procedente del lugar dónde habían estado sus alas “caer” hacia arriba, dejando su cuerpo atrás. Andrómeda no quería pensar en el momento del impacto sobre la tierra o en qué pa-saría después, se descubrió pensando que no le importaba mucho. Nada le importaba ya demasiado, las alas vol-verían a crecer de forma distinta, en-contraría a alguien en quien reencar-nar su alma inmortal y estaría con él. Con Artemis.

1 Al menos eso decían. Aunque Andrómeda dudaba, y mucho, de que a Dios le importunaran con semejante tonterías. O tal vez era porque ya lo sabía, por eso de la omnipresencia.

De un tiempo a esta parte, solo le im-portaba Artemis.

Él era la causa de su caída, o más bien su lealtad hacia él. Durante toda su exis-tencia, bastante larga, habían vivido como hermanos. Él era como su hermano peque-ño, a pesar de que era posible que la supe-rara en años merodeando por el paraíso. No podía evitar querer protegerlo. Por eso, cuando Artemis metió la pata hasta el noveno círculo del infierno y, por supues-to, fue condenado por ello, Andrómeda supo que debía encontrar la forma de se-guirlo. Protegerlo, protegerlo siempre, esa era la promesa que había hecho al nacer. Quién hubiera pensado que Artemis sería tan estúpido como para ir proclamando que los ángeles deberían tener más poder y más voto en las decisiones sobre la hu-manidad.2

Andrómeda había conseguido que lo condenaran a caer, pero al menos no a caer tan bajo. En la tierra un ángel caído podía sobrevivir, con más o menos suerte, en el infierno te convertías en demonio y punto. A Andrómeda no le iba todo eso de los cuerpos, las colas y el fuego. Sí, la tierra era mejor opción, si no te metías en líos. Y ella sabía que Artemis iba a meterse en líos, como siempre hacía porque, por algún motivo, era incapaz de estarse quie-to.

Ese era el motivo por el cual había “confesado”, o más bien mentido como si no hubiera un mañana, acerca de quién le metió esas ideas en la cabeza a su herma-no. Ella lo empujó a hacerlo, ella lo co-rrompió, el pobre Artemis no se merecía el infierno.

Por ser la primera falta de Andrómeda, el Creador, en su infinita misericordia, o eso le había dicho el Metatrón, que por cierto era un ángel con muy mala leche; se había apiadado de ella enviándole a la tierra. Seguramente lejos de Artemis para que no pudieran encontrarse y conspirar en contra del inefable plan divino, pero no importaba. Andrómeda lo encontraría y lo seguiría, siempre, aunque fuera al mis-mo infierno. Porque solo había alguien al que era más leal que al propio Dios, y ese alguien era Artemis.

2 Como bien se ha explicado, las dominaciones no se andan con tonterías. Un simple comentario inocente a la hora de la cena puede enviarte directo a comer con algún archiduque del infierno, en el peor de los casos, o directo a la tierra, tampoco un lugar agradable.

FantasíaMás leal que al propio Dios

MJ. C. Madrid

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Todo tiene un comienzo y el mis-mo dependerá de nuestras decisiones y acciones. A veces los inicios pueden deberse a situaciones que escapan a no-sotros mismos, a nuestro entendimien-to o, incluso, a nuestro destino, pero siempre podremos darle forma y tomar el camino que nosotros elijamos.

Las historias no se crean solas, pues tienen siempre un origen. Uno que, en ocasiones, puede estar constituido a su vez por otros muchos orígenes. Peque-ños engranajes de un reloj que se van acoplando para realizar su cometido, pero siendo libres para poder escoger su destino y con quién encajar.

En esta ocasión se trata de un co-mienzo humilde, uno que nació de la esperanza entre dos seres lejanos. Su deseo daría lugar a otros milagros aún por ver, que permitirían crear el prin-cipio de un sueño que tomaría forma con el paso de los años, creando nue-vos caminos y nuevos orígenes.

El origEn dE las EstrEllas

Nacido de un deseo o más bien de un sueño, se encontraba, en aquella in-mensa oscuridad, una gran esfera que flotaba en silencio, reposando en la ne-grura del universo. Su creador, tras va-gar cientos de años por la infinidad de las creaciones de otros iguales a él, aún débil y cansado tras su nacimiento, ha-bía encontrado su lugar en aquel mar oscuro, uno en el que descansar y dar rienda a su maravillosa existencia.

El proceso de crear la esfera, de co-menzar a experimentar lo que su ser, como creador, significaba, fue agotador y, tras la formación, se encerró en el interior de la misma, para comprender cuánto más podía crear, y conocer sus propio límites. Desde ese entonces, el globo había estado solo, esperando a que su hacedor diera su siguiente paso.

Aunque, por muchos años, no hubo respuesta.

Aislada de todo, la esfera centró su atención en el infinito firmamento, to-talmente oscuro y aún más vacío. Que-ría y esperaba ver a otro ser como ella, pero nunca hubo suerte, pues el único que podía dar la existencia a otros glo-bos yacía dormido en su interior.

El tiempo pasaba y la tristeza de aquel solitario ser crecía día a día. No conocía lo que era la compañía, algo que ansiaba con todas sus fuerzas. Sentía una sensación que se escapaba más allá de sí, como si fuera el ímpetu o deseo del ser que dormía en su inte-rior. Por suerte, la pena acabó al dar cuenta de la presencia de otra entidad. Un manto de oscuridad que siempre estuvo, pero nunca existió; unos ojos que habían visto todo pero que no co-nocían nada: El Universo.

La oscuridad que rodeaba aque-lla solitaria esfera decidió consolar y apaciguar su dolor. Llamó al glo-bo «Tierra», el cual buscó sin cesar al emisor de su nombre en la ne-grura, sin conseguir ver nada. El manto se presentó ante Tierra como «Bóveda», alguien que había visto todo lo que existía, viajado por todo el firmamento entre otros planetas. Tierra se encontraba fas-cinada ante la presencia invisible de Bóveda. No pensaba que pudie-ra existir algo tan distinto a ella, que incluso conociera a otros seres similares, otras «Tierras», lejanas y distantes, llenas de «vida», como decía Bóveda. «Vida»… un térmi-no que no comprendía bien del todo, pero que le parecía maravi-lloso. Tierra deseaba que llegara el día en el que estuviera llena de esa «vida» y pudiera mostrarsela a su amiga para que ella se lo contase a otras Tierras solitarias y vacías.

El tiempo de soledad se convirtió en una ilusión, una pesadilla que poco a poco se quedaba atrás, pero los pro-blemas que atormentaban a Tierra cambiaron. Ansiaba esa «vida», por supuesto. Sin embargo el peor de sus males era el intentar acercarse a Bóve-da, su única amiga. Sí, ella estaba a su lado, pero apenas podía contemplar-la y mucho menos aproximarse. Sólo sabía que estaba allí. En toda su exis-tencia nunca se había dado cuenta de que se encontraba anclada a ese punto concreto y que jamás podría moverse de su posición. Ser «Tierra» implicaba

eso. Lo peor era saber que, en algún momento, Bóveda reanudaría su cami-no por el Universo y no podría acom-pañarla en el viaje, estar cerca y com-partir cada momento de esa aventura.

Sin comprender cómo, de Tierra comenzaron a emerger numerosas lá-grimas que reflejaron su impotencia y pena ante su futura. Aquellas gotas resbalaron sin parar por la superficie de la esfera, que cayeron a la negru-ra del manto del espacio mientras Bóveda intentaba calmar el llanto de Tierra. Poco a poco Tierra fue calman-dose gracias a las amables palabras de su amiga. Bóveda le hizo entender que daría igual lo lejos que estuviera, por-que realmente siempre estarían juntas. Y mientras el llanto de Tierra cesaba, las lágrimas cristalizaron en el manto del universo, que empezaron a titilar en la oscuridad. Las luces iluminaron el manto que rodeaba a Tierra, y le permitieron «ver» por fin a Bóveda.

Las dos amigas, separadas largo tiempo por la noche eterna del uni-verso, dejaron de estarlo, y la tristeza de una esfera perdida en la noche des-apareció. El ser, dormido en el interior de un sueño aún por crecer, despertó al sentir y encontrar la esperanza que buscaba. Gracias a sus lágrimas, Tierra había creado un símbolo de esperanza, unas luces que jamás se extinguirían y que brillarían por siempre.

Las estrellas.

FantasíaEl Origen de las Estrellas

Alejandro Fernández Márquez

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Fantasía

El autor de estos fantásticos dibujos es Jesús Campos “Nerkin”.

Ilustrador profesional y ¡protagonista de la portada de nuestro Número 1!

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El sol se alzó sobre los restos del barco encallado entre los arrecifes. Poco quedaba ya del antaño orgulloso navío salvo madera astillada que se mecía con el vaivén de los ecos de la tormenta. Jirones de vela blanca ondeaba engan-chados al mástil roto, que se reclinaba sobre el coral. Tarde llegaba la rendición, la furia de la naturaleza no había sido misericordiosa y todas las almas que hubieron navegado en el gigante habían hallado el descanso entre las olas del mar embravecido.

Contemplando los restos del barco, la sirena pensó en cadáveres de grandes ballenas. Al morir, sus cuerpos se hundían a las profundidades del océano, donde gusanos y estrellas de mar daban buena cuenta de sus restos. Durante décadas, las esplendorosas osamentas lucían blancas sobre el lecho marino. El espectáculo que se presentaba ahora ante ella era quizás menos macabro, pero no menos sobre-cogedor.

Los escualos se disputaban los despojos de los marine-ros, buscando llevarse los bocados más suculentos, aunque carne no faltaba. Ella nadó, sigilosa, entre los restos del de-sastre, con sus diáfanas aletas negras como un manto a su estela. El olor metálico de la sangre le hizo arrugar la nariz. Miraba en derredor, con calma, ya que lo que ella buscaba no era comer, sino otra cosa.

Habían pasado más de mil puestas de sol desde que em-pezara a seguir ese barco. Cuántas no lo sabía con exacti-tud, el número le había dejado de preocupar hacía mucho, mucho tiempo. Tantas veces había nadado contra corriente mientras el galeón avanzaba raudo con el viento en popa... Varias a lo largo de su travesía lo había perdido de vista, y durante días y noches el terror le había impedido dormir. Había nadado y nadado, sin parar para ir tras los bancos de peces o descansar, temiendo que, si hacía precisamente alguna de esas cosas, no volvería a encontrar el buque.

Por las noches, para poder dormir, se había aferrado a las conchas de las bromas pegadas al casco, con tanta fuerza que sus pequeños dedos sangraron, y llegó a so-ñar con afilados arpones y estruendosos cañonazos. Se alimentaba de los restos de comida que los marineros ti-raban al mar, poco más que migajas, espinas y huesos roí-dos. Cuando podía, pescaba algún pez al que no tuviera que perseguir demasiado, ya que debía conservar todas las fuerzas que pudiese. En una ocasión un marinero cayó al agua y nadie se dio cuenta de ello. El hambre pudo más que su miedo y ella tiró de sus pies antes de que el pobre desgraciado lograse gritar, arrastrándolo bajo el agua. Sus pequeños y afilados dientes arrancaron pedazos del desdichado, que aun resultándole repugnantes fueron

suficiente para que ella aguantase varios amaneceres más sin desfallecer.

Por fin, la sirena llegó al borde de la formación coralina sobre la que descansaba el grueso del naufragio y asomó lentamente la cabeza a la superficie. El aire le irritaba sus grandes ojos negros, y tuvo que parpadear con fuerza varias veces para acostumbrarse al viento salado. Tomó un buen trago de agua y emergió hasta el torso. Aprovechó entonces para impulsarse con su aleta caudal, sacar el cuerpo ente-ro fuera del agua y tumbarse sobre la cálida piedra. Con la angustia oprimiéndole el corazón, expulsó todo el agua que guardaba en las branquias y, tras escasos segundos de vacilación, empezó tímidamente a respirar. La fresca brisa matinal que soplaba desde el este le picó en los pulmones.

Aborrecía salir del agua. El aire le enfriaba el cuerpo y el contraste del calor del sol le resultaba muy desagradable. Se sentía vulnerable, torpe, desvalida. Ahí fuera no podía huir si la atacaban. No pudo evitar sentir como un escalofrío le recorría de arriba a abajo, a lo largo de su esbelta silueta. Se hizo un ovillo, tiritando, y sollozó silenciosamente víctima del miedo y del agotamiento. Por fin, pensó. Era la primera vez en años que no tenía que estar alerta.

Durante varios minutos el Mundo dejó de existir a su al-rededor, y permitió que sus sentimientos de dolor y frustra-ción la desbordasen. Sólo un desalmado la habría llamado monstruo al verla en ese estado, indefensa y tan pequeña sobre las rocas del arrecife. Inconscientemente buscó refu-gio a la sombra de la vela desgarrada, y habría caído en brazos de Morfeo de no haber reunido el coraje para seguir con su búsqueda. Volvió a guardar su dolido corazón en el cofrecito que guardaba en un rincón de su mente, y se arrastró hacia los restos de la proa. Allí, sobre el masca-rón, atado con cuerdas y mirando siempre al frente con una máscara de cobre, se encontraba aquello por lo que había seguido al navío durante tanto tiempo.

Tardó varios días en desatar el premio de su esfuerzo, royendo las cuerdas hasta que le sangraron las encías, bus-cando fragmentos afilados de metal retorcido con los que poder cortar las sogas. Finalmente logró descolgarlo, de-positándolo con suavidad sobre un tablón ricamente deco-rado, probablemente del camarote del capitán. El cadáver estaba seco y rígido, con los brazos atados sobre la cabeza y las escamas desvaídas por estar tanto tiempo al sol. No sabía qué haría ahora que había concluido su viaje, exitoso únicamente por beneficencia de la fortuna. Poco le impor-taba en ese momento, ya que tras largos años de espera podía por fin volver a abrazar a su madre.

Fantasía

Fin de un ViajeAntonio Ríos Ramírez

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AbstractoAutora: Bou

¡Aquí el último! ¿Habéis encontrado los patrones?

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¡Aquí termina nuestro Número 1!

Esperamos que te haya gustado.

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