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EL BOTÓN DORADO Y OTROS CUENTOS Eber Zárate

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El Botón DoraDoy OtrOs CuentOs

Eber Zárate

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El Botón DoraDoy OtrOs CuentOs

Primera ediCión: nOviembre de 2008

POrtada, diagramaCión y diseñO: teófilo Fustamante G.

imPresO en PuntO e imagen eirLteLf. [email protected] - PErÚ

HeCHO eL dePósitO LegaL en La bibLiOteCa naCiOnaL deL Perú nº: 2008-15479isbn:tiraje: 1,000 ejemPLares

todos los derechos reservados.Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin el permiso expreso de los editores.

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A mis padres, en principio.

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Índice

Prólogo - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 7Nota del Autor - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 9

Las lágrimas de Aquiles - - - - - - - - - - - - - - - - - 11Cazador - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 13Un minuto delante de Cristo - - - - - - - - - - - - - - - - 18El contrabandista - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 24Los motivos de un suicida - - - - - - - - - - - - - - - - - 40Un día de trabajo - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 43Una idea genial - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 48Margarita Duarte - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 50A la carga - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 54El botón dorado - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 58A toda hora - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 66Gloria - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 69El ajedrecista - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 87¿A quién se llevan a enterrar? - - - - - - - - - - - - - - 91En la línea 19 - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 98Carta a un viejo amigo que permanece siempre nuevo - - - - - - - - - - - - - - 110

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Prólogo

Definitivamente, encaminarse al compás de un bolígrafo y al lado de un papel en blanco no es cosa fácil de sortear. Forjarse como escribidor en un mundo bondadoso y cruel, juguetear con las estrellas, atrapar el susurro de la ventura literaria es esencia de pocos. Eber Zárate, con “El Botón Dorado y Otros Cuentos”, nos muestra el prodigio de su pluma, de su estilo, la tenacidad con que busca las palabras y las perfila arquitectónicamente dentro de cada relato, proveyéndonos más que un libro; una ofrenda.

Entre las páginas de “El Botón Dorado y Otros Cuentos” se alternan historias de humor, amor, horror, intriga y suspenso, las que una tras otra muestran la luz que transportan dentro, la diversidad de matices que poseen, enriqueciendo así la visión del conjunto. Además, se ponen de manifiesto las técnicas narrativas adquiridas de acuciosas lecturas, el manejo del tiempo trastocado, los relatos paralelos y el monólogo interior, influenciado talvez por dos escritores del “boom” —Julio Cortázar y Gabriel García Márquez—, que a su vez las aprovecharon de los dos más grandes destructores contemporáneos de los cánones de la narrativa clásica: el irlandés James Joyce y el norteamericano William Faulkner.

Sin embargo, conforman también este volumen relatos

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de trama lineal, sin las renovadas técnicas de la narrativa contemporánea. Quizá sea la lectura apasionada de Ribeyro, Quiroga, Chéjov la que de igual forma ha impuesto sus huellas en este escritor, que se levanta como una joven promesa para las letras cajamarquinas.

El libro que posa entre vuestras manos pareciera estar sentado sobre la mesa, junto a su autor, en el pueblo de San Blas, comarca imaginaria con campos de batalla del hombre con su destino, mundo lleno de satíricas ideas, doblegadas al yugo del ayer, el enemigo más grande del hombre.

Aun pendiente del juego más peligroso que pueda imaginarse, el autor se apuesta a las palabras, a una existencia entre los límites de la realidad y la imaginación. Sus narraciones se alzan con todas las precauciones tomadas por un buen “ajedrecista” ante cada movimiento que efectúa y ninguno de sus cuadros abandonan estos preceptos; se respetan las reglas como si fueran designios provocados.

Aplaudo el ingenio libertario con que Eber Zárate aprovecha las tardes crepusculares, las noches de luna, las lloviznas tétricas, las anécdotas triviales..., pues aprendió sin que nadie le dijera que la misión de la poesía es expresar a través de la palabra la plenitud de lo más instantáneo que fluye: la vida.

Teófilo Fustamante Gálvez Lima, primavera de 2008

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Nota del Autor

Mucho antes de haber sido escrito, un amigo mío creyó en este libro. Fue quizá una corazonada premonitoria, basada en el semblante enfermizo del adolescente delgaducho que no ha de servir para nada. Aquel amigo, ante un grupo de conocidos suyos, alzó el enésimo vaso de cerveza de la tarde y me zarandeó con unas palmadas vigorosas en la espalda.

—El hombre aquí presente ha escrito un libro— les dijo.

En realidad, yo no había hecho sino garabatear en secreto algunos poemas de amor para las muchachas imposibles cuyos cuerpos de sábalo bajo los uniformes inmaculados de colegialas enclaustradas nos devastaban el corazón a centenares de estudiantes del colegio de varones, que emprendíamos infructuosas cacerías de amor y que, al final, teníamos que conformarnos con los consuelos fabricados con nuestras propias manos.

Cuando le preguntaron cuál era el título del libro aquel que yo acababa de escribir, él se salió del aprieto con una chicuelina magistral: les enunció un nombre inverosímil, sacado acaso de las literaturas nórdicas u orientales. Desde entonces, la idea de ser escritor, o al menos de intentar serlo, merodeó mi cabeza.

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Han tenido que pasar varios años desde aquel feliz augurio para que consiga reunir un manojo de relatos trabajados a la vera del inconformismo ante una realidad hostil, que nos aguijonea en los costados. Escribir estas historias ha sido para mí un reencuentro conmigo mismo; con mis nostalgias, mis ambiciones, mis dudas, mis culpas: mi identidad.

Ahora que las entrego en forma de libro, me asalta el temor de la impresión final que acabe por causar. Si termina siendo bueno, ocupará honrosamente un pequeño espacio en cualquier estante. Pero si resulta rematadamente malo, dependerá exclusivamente de la creatividad del lector desencantado el uso que le pueda dar; para nivelar la pata de una mesa, por ejemplo.

No obstante esto, creo haber cumplido con aquella premonición providencial que acabó por inducirme de lleno a la literatura y, sobre todo, con la persona que la reveló: Marcial Navarro —músico, compositor y poeta cutervino—, que creyó en mí cuando nadie hubiera dado un solo penique por mi cabeza y al que, como a muchos amigos más, debo gran parte de este libro.

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Las lágrimas de Aquiles

Después de haberle jurado amor hasta cuando los án-geles de nuestro Señor Jesucristo bajaran del cielo tocando sus clarines en el día del Juicio Final, Aquiles Pérez rodeó con uno de sus rollizos brazos la contorneada cintura de Lena, apoyó sutilmente el mentón sobre el hombro semi-desnudo de la muchacha, dejó escapar tal suspiro que pa-reció salírsele desde las mismísimas profundidades meta-físicas del alma y con el otro brazo puso a prueba el último método que aún le quedaba para demostrarle su amor y poder disfrutar algún día no lejano de las perturbadoras voluptuosidades de la joven.

Al momento de voltear, Lena quedó indescriptible-mente sorprendida, estado de ánimo que se transformó al instante en una desbordada emoción, pues de los ojos de Aquiles, dos gruesas y elegíacas lágrimas saltaron como impelidas por una fuerza sobrenatural.

—¡Amor!— exclamó la muchacha, cuyo corazón latíale en el pecho con la agitación de un caballo desbocado, al saberse tan pura e intensamente amada—. ¡Estás llorando por mí!

Aquiles no pudo articular palabra alguna, pero hizo

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un tierno gesto de afirmación con la cabeza. Entonces, Lena arrojóse esclavizada de amor al cuello del muchacho y vio la felicidad sonriéndole en el horizonte de su vida futura. Pero lo que nunca logró ver, mérito de la pericia sin límites de Aquiles Pérez en estos menesteres, fue el raudo movimiento de prestidigitador con el que, mientras con un brazo sosteníale el talle escultural de ninfa, con el otro se arrancaba olímpicamente un pelo de la nariz, efectivísimo método para llorar cuando ningún sentimiento acude para movernos a tal acción.

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Cazador

Los dos cazadores ascendían trabajosamente el re-pecho de la colina, ladeando el cuerpo para mantener el equilibrio en el espacio angosto del camino abrupto. En sus rostros se leía la fatiga producida por una intermina-ble serie de padecimientos. Iban cargados con sus fardos de provisiones, que habían disminuido considerablemen-te en las dos últimas jornadas. El sólo pensar que su reser-va de agua estaba terminándose les afligía sobremanera. Ambos llevaban rifle. Caminaban siempre alerta, atentos a cualquier movimiento sospechoso. Cada vez que se ba-lanceaba algún matorral, se agazapaban sobre sus piernas rígidas y, con el dedo en el gatillo, apuntaban a lo que po-dría ser la bestia. Sin embargo, no se habían topado aún con ella.

—Ojalá pudiéramos terminar con esto de una vez por to-das— dijo el cazador que iba detrás.

Hablaba con voz pastosa, arrastrando con dificultad cada palabra. No se le notaba entusiasmado. El que iba delante lo observó a través del rabillo del ojo, pero no se molestó en responder. A esa hora, el sol comenzaba a desli-zarse con parsimonia por detrás de los desfiladeros grises,

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hacia el poniente.

—¡Si sólo dignara aparecerse!— volvió a hablar el cazador que cerraba la marcha.

El que iba delante escuchaba, indiferente, las palabras del otro. El rifle se le había vuelto tremendamente pesado en sus manos. Tenía la boca reseca y un dolor agudo le atravesaba las sienes.

—Dame agua, Miguel— le dijo al que venía pegado a sus espaldas.

Este, indeciso, le alcanzó la botella. El cazador sediento bebió dos largos tragos y, antes de devolverla, dos más. Al notar que el otro cazador le estaba reprochando con la mirada por lo que acababa de hacer, se acercó y le dio gol-pecitos en el hombro.

—No te angusties, hermano— le dijo—. Tengo la corazo-nada de que hoy mismo, después de habernos deshecho del bicho, nos iremos de aquí.

El bicho era un gigantesco puma que había asaltado súbitamente la comarca. Quienes lo habían visto asegura-ban que era una bestia de una belleza y agilidad sorpren-dentes. Sin embargo, su naturaleza salvaje hacía que, antes de que se le admire, se le tema. En un inicio, los perjuicios que causaba eran menores: una cabra, un cerdo, un ternero recién nacido… Pero cuando los caballos y los toros empe-zaron a sentir su voracidad, se cayó en la cuenta de que se estaba ante una fiera de dimensiones inusuales. Pero todos se equivocaron con respecto a esto: no sólo era asombrosa su esbelta figura y su gran tamaño, sino también su perspi-cacia. Poseía una sagacidad increíble. En muchas ocasiones se le pusieron celadas, pero en ninguna de ellas cayó. Se colocaba veneno en las presas que dejaba descuartizadas

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en las pampas, pero el animal presentía el peligro y no vol-vía hasta pasadas algunas semanas, cuando menos se lo esperaba. Entonces, se pensó en una solución más directa, implacable. Los hermanos Paulo y Miguel Santos, cazado-res de estirpe, se lanzaron a la aventura de cazar el bicho, un tanto por ayudar a la gente atemorizada de la comarca y otro, por limpiar la honra de su apellido, que no andaba tan brillante por aquellas épocas, pues era del dominio pú-blico que estaban metidos en malas juntas.

Los cazadores continuaron el ascenso, trastabillando a cada zancada en el terreno rocoso. Avanzaban encorvados, con los hombros inclinados hacia delante y, por sobre ellos, la vista atenta al menor indicio de peligro. En el horizonte, el sol ardía sutilmente con su llama infinita. En ese mo-mento, Paulo Santos, que abría la marcha, le pidió a su her-mano menor que se separaran para rodear unas altas rocas que se desperdigaban en la ladera opuesta de la colina.

—Así tendremos mayor opción de dar con la bestia— le dijo.

Miguel Santos tomó su rifle y parte de las provisiones, y luego desapareció por detrás de unas altas marañas de setos. Pero antes de ocultarse por completo, se volteó y le mostró a su hermano sus dientecillos blancos en una son-risa burlona.

—¡Hipócrita!— balbució Paulo Santos al notar aquel gesto de ironía.

La noche estaba a punto de caer. Hacía ya más de una hora desde que ambos cazadores se habían separado. Una neblina blanquísima cubrió la cresta de la colina, que ape-nas permitía ver a unos cuantos pasos de distancia. Paulo Santos, con el rifle en las manos, aguzaba la vista. Deseaba

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más que nada terminar con esto y llegar a casa donde le esperaba su mujer. Pensaba en ella, en sus ojos claros como chispas de fuego, en su cabello liso, en sus suaves manos, en su vientre cargado con el fruto de su amor… ¿De su amor? ¿Y si no era así? ¿Y si era el otro el dueño del amor de la Mercedes? Bien que la había visto sonreírle. Sí, la ha-bía visto; no había lugar a dudas. “Algo esconden ambos. Y creerán que yo no me doy cuenta. Pero se equivocan. Yo presiento que sucede algo torcido cuando nos sentamos a la mesa. La Mercedes tiene poco ojos para mí; no me mira como antes. ¿Y el hijo que espera? ¿Mío? Este Miguel, Mi-guelito… me salió un embustero. ¡Y sólo recordar que le di techo, comida, una familia! Quiere más, seguramente. No se contenta con eso… quiere mucho más”.

Sin embargo, Paulo Santos sabe que el hombre debe defender lo suyo. Lo sabe. Eso lo aprendió muy bien. “Pero bah, ¡en qué tonterías pienso! Debe ser porque he dormido poco en estos cuatro días de caza. La Mercedes me quiere sólo a mí… sólo a mí. ¡Faltaba más!” Se rasca la cabeza y lanza una risita forzada, sujetando el rifle, que se la ha ido resbalando de entre las manos.

La neblina se ha hecho densísima. El canto de un pája-ro desconocido llega desde las montañas. Paulo Santos ha vuelto a pensar en su mujer y en el hijo que espera. “Será un gran cazador”, musita. Una fina estela de sudor le re-corre la frente y resbala hacia los ojos, molestándole la vis-ta. Está cansado. La jornada de persecución ha terminado infructuosa, como siempre. Siente su cintura a punto de explotar. Se alista para echar un tiro, que es la señal conve-nida para reunirse con su hermano en la base de la colina. Pero en ese instante, el cuerpo se le eriza de cabo a rabo. Ha entrevisto al bicho. Lo puede asegurar. Avanza sobre

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sus cuatro patas y se dirige hacia donde él está, con el rifle trepidándole en las manos. “Acércate”, susurra el cazador, “acércate un poco más y sabrás con quién tendrás que vér-telas”. El sudor sigue picándole los ojos y le impide ver con claridad. Pero un puma es lo suficientemente grande como para no ser visto. El bicho remueve unos matorrales a menos de veinte metros y se detiene inesperadamente. Entonces el cazador reconcentra dentro de sí toda su ex-periencia ganada en tantos años de dedicación al oficio, se arrodilla, fija el rifle contra su brazo y dispara. El eco demora un largo rato en silenciarse. Paulo Santos se levan-ta y camina hacia donde está tendido el animal. Abre con cuidado las hojas del matorral y, al ver el cuerpo, retrocede boquiabierto, se enreda en una raíz y cae de espaldas: no es el puma a quien ha visto, sino a su hermano, con un agujerito rojo en la frente.

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Un minuto delante de Cristo

Es completamente innecesario que pretenda ocultar, por ser ya del dominio público, el hecho de que yo, Cons-tantino Gamaliel, hombre eximio tanto en el campo de las artes como en el temerario oficio del beber, sea un ateo a prueba de balas. Sin embargo, aún me resultaría prove-choso que —para evitar que sigan cayendo sobre mí tan abominables tormentas de prejuicios que se gastan pródi-gamente todos los que me conocen y que, por lo general, concuerdan en que este pobre pecador debe broncearse eternamente en los hornos del infierno— deje en claro un personalísimo razonamiento que ha rondado insistente-mente en torno a mi cabeza y que puede servirme de últi-mo asidero para no rodar hacia los destinos abismales que me profetizan todos los que me cruzan el paso.

Dejé ya dicho lo de mi innata afición por las artes, pues soy un pintor eminente. Una tarde de invierno, mientras pintaba muy a mis anchas un cuadro cualquiera, golpeó a mi puerta un viejecillo achacoso que, a no ser por un en-trecano bigotito que se había dejado crecer y por el bastón que llevaba consigo para mantener el equilibrio al cami-nar, hecho muy usual en el epílogo de la vida, lo habría confundido con un mozuelo de diez años.

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—Necesito un trabajo especial— dijo, una vez que se hubo acomodado aristócratamente en uno de los sofás de mi sala.

Y yo, que siempre consideré mi oficio como la mera ex-presión de lo más íntimo de mi ser en una exteriorización espontánea, casi inconsciente, subjetiva (porque no es cosa de decir: “Señor pintor, deseo un cuadro de tal o cual cosa y póngale, por favor, este pequeño detallito; si usted fuera tan amable, remátemelo con un fondo de colores vivos y, claro está, si no es mucho pedir, barnícemelo profusamen-te”, pedidos aceptables todos tratándose de la confección de unos calzones de dormir, pero no de una obra de arte), caí en la cuenta de que no iba a poder complacer la solici-tud de aquel anciano.

No obstante, haciendo a un lado estos principios esté-ticos que, a decir verdad, hoy son poco tomados en cuen-ta, ya que, considerando lo costosa que resulta la vida, el artista acaba maniatado a los gustos, muchos horrorosos, de gentes a las cuales su dinero los redime de su completa ignorancia para apreciar el arte en su verdadera dimen-sión: eludiendo estos principios, decía, me dejé picar por la curiosidad y, aunque sea sólo por descubrir lo que aquel hombre longevo deseaba que yo plasmase en un lienzo, escuché su pedido.

—Señor, don Constantino Gamaliel— comenzó, con una vocecita arrastrada, melancólica—, llevo cerca de cincuen-ta años de unido en el santo sacramento del matrimonio a una mujer hermosa, que no descuida en recordarme a diario cuánto me ama. Pero —y me da vergüenza el de-cirlo—, en lo más recóndito de mi corazón, una pequeña duda —pero duda, al fin— sobre cuánto de verdadero hay en sus palabras, se ha anidado y ha crecido, ensombrecien-

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do este sentimiento puro que, al cabo de los años, temo que empieza a mermar.

Por un momento, yo creí que este honorable viejecillo se había errado de dirección y, en vez de ir a la persona idónea que remendara anomalías matrimoniales en pa-rejas de la tercera edad, había llegado precisamente a mí, que nada tenía que ver en esos asuntos.

—Le parecerá totalmente absurdo el que haya acudido a usted— continuó, notando mi turbación—, pero lo que yo deseo, ya se lo había dicho, es algo especial.

Entonces sacó de uno de los bolsillos de su levita gris un minúsculo estuche del que extrajo el retrato de una mu-jer joven (su esposa en los años primaverales, indudable-mente). Me lo prestó para que lo examinara. Efectivamen-te, era una dama inmensamente bella; poseía una de esas raras y exóticas bellezas que no pueden ser descritas con palabras, sino que simplemente pueden ser apreciadas y admiradas con embeleso.

Finalmente concluyó: “Yo quiero que usted pinte un cuadro en el que ella encarne la más viva y apasionada expresión de amor hacia mí. Sus ojos azules; la lozanía de su frente; el rebelde respingo de su recta nariz; su ancha sonrisa que, en una tentadora insinuación, deja las incon-fundibles huellas de dos hoyuelitos en sus mejillas; la flor silvestre y virginal de su boca; en fin, toda su fisonomía proyectada a producir en mí el completo regocijo que pue-de causar en uno el sentirse plena e ilimitadamente ama-do, privilegio tal que no he llegado a disfrutar ni siquiera una sola vez en mi vida”.

Con el pequeño retrato abanicándose entre mis manos, aquel misterioso anciano de imaginación e ingenio des-

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bordantes me había embarcado en una empresa dificilísi-ma en la que, sinceramente, no sabía la suerte que habría de correr. Me dediqué exclusivamente a trabajar en esta obra; mudé todo mi empeño y talento a esta labor. Fueron arduas jornadas en las que me avoqué a materializar tal proyecto. Fue así que, al cabo de algunos meses, ya estaba concluido.

Cuando el memorable viejo vio el óleo con el rostro de su esposa, una fascinación absoluta se dibujó en su semblante; chispitas brillantes parecían desprendérsele de aquella mirada ávida, estremecedora. Entonces compren-dí algo que ahora puede venir a salvarme: sólo aquel mo-mento en que contempló el cuadro, que no pudo exceder a sesenta segundos, experimentó el amor verdadero, pleno, intenso, pues los cerca de cincuenta años de casado los ha-bía vivido de puras apariencias.

¿Pero qué relación hay entre todo esto y el hecho de que yo, Constantino Gamaliel, ateo por antonomasia, abri-gue la esperanza de pasar alguna temporada bajo las fres-cas sombras del paraíso, en caso resultara siendo cierto lo de su existencia? Es muy sencillo. A diferencia de todos los que me condenan y vaticinan una ardiente estancia en las hogueras del averno, creyentes que ni aun emplean-do toda su vida han conseguido convencerse enteramente de la existencia de Dios, yo sólo en necesitado un minuto —tiempo empleado por el viejecillo para saberse amado y sentirse a salvo de los tormentos de la soledad— para creer en la omnipresencia de Cristo entre nosotros, peca-dores insalvables, incluso más que el mismísimo Papa que se asolea despreocupadamente en el Castelgandolfo.

Y es justo aquí cuando entra a jugar un papel trascen-dental el otro campo en el que también he obtenido impor-

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tantes elogios y reconocimientos, y no menos merecidos lauros: la bebida. Regresaba una madrugada a casa —dis-pense usted el que no pueda precisarle la hora—, después de una noche de bohemia en la que, tragos van tragos vie-nen, se armó una farra grandiosa. Atravesaba una calle con una iluminación exigua y, por lo mismo, poco transitada, cuando repentinamente todo mi cuerpo se erizó en un es-pasmo de terror y mi sangre se heló por completo: a menos de treinta metros de distancia y caminando a mi encuentro, la imagen espectral de un hombre con un madero a cuestas avanzaba lenta y trabajosamente. No sería de mucha utili-dad explicar detalladamente lo que esta visión produjo en mí. Solamente atiné a pensar: “Carajo, este es Jesucristo”.

Entonces, sin poder mover un solo miembro de mi so-bresaltado ser, recé mentalmente todas las oraciones habi-das y por haber, incliné dócilmente la cabeza y recibí uno a uno los sacramentos de la Madre Iglesia, me arrepentí de corazón y, en fin, me convertí instantáneamente en el modelo que todo cristiano debería seguir. Mientras esta mutación se obraba en mí, la silueta inverosímil seguía acercándose, amenazante y perturbadora para un hombre pagano como yo, que nunca había esperado hallarse cara a cara con el mismísimo Hijo de Dios. Seguidamente y como por arte de magia, los piscos que habíamos tomado, de los cuales llevaba dentro de mí considerable parte, se volatili-zaron. Sentí que mis piernas y brazos se desataron, como si hubieran estado amarrados con recias cuerdas, lo cual me habría permitido lanzarme en inimaginable y sin igual carrera, a no ser porque a escasos instantes de hacerlo mi visión cambió sustancialmente, pues el Jesucristo que se había perfilado tan nítido en mi cabeza era tan sólo ocu-pado en la realidad por uno de los camaradas bohemios que, habiéndose topado en media calle con una yunza de

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carnaval y no logrando haber cogido nada debido a su ex-cepcional estado de embriaguez, había decidido vengarse esperando a que, en medio de la confusión de la gente pro-ducida por el término de la fiesta, descuidaran el árbol ya desnudo de la yunza para, echándoselo al hombro, consu-mar el robo más insospechado e inadmisible de los últimos tiempos.

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El contrabandista

“Hay ocasiones en que el hombre tienemiedo de estar a solas consigo mismo”.

Nathaniel Hawtorne

Cuando los dos arrieros llegaron a la jalca de San Blas, el atardecer había caído en su plenitud. El crepúsculo, in-tensamente arrebolado, se extendía por detrás de la línea monótona de las colinas grises, dando al cielo la apariencia de una gigantesca cúpula escarlata. La jalca, tan extensa como desolada, abrió sus enormes fauces a los arrieros y a sus bestias de carga. El camino que habían tomado serpen-teaba por un terreno escabroso, lleno de afilados guijarros que, a pesar de las gruesas ojotas que ellos calzaban, les producían magulladuras en los pies. Sin embargo, indem-nes al dolor, avanzaban imperturbables, silenciosos. Eran padre e hijo quienes atravesaban estos inhóspitos senderos, en una férrea obstinación por mantener viva la tradición comercial de la familia: el contrabando de aguardiente.

Rolando Santander, que así se llamaba el padre, era un hombre de contextura recia, rostro ovalado y ceñudo en cuya superficie el tiempo había calado con singular maes-tría unas arrugas abruptas. Una mirada indolente, lejana, servía de telón de fondo a una boca oblicua en cuyas co-

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misuras pocas veces se había insinuado una sonrisa… En fin, tenía la expresión hosca que puede producir en todo humano el haber luchado a brazo partido contra las adver-sidades existenciales y la abrumadora soledad. Mientras caminaba a grandes zancadas, iba observando las colinas de enfrente en cuyas cimas un gran buitre de plumaje moteado describía círculos perfectos, en un vuelo limpio, azul. Entonces pensó en el largo camino que aún les faltaba recorrer para llegar a la carretera del norte por donde ha-bría de pasar el camión en la madrugada del día siguiente. “¡Toda la noche!”, pensó. “¡Si sólo tuviéramos alas!”. Pero no las tenían. Y sí, era cierto; la noche completa absorbería sus pasos, sus palabras, sus recuerdos… Así era este ofi-cio; no había opción para elegir. Además, la negrura de la noche era la única aliada, así que lo mejor era aceptarla tal y como se presentase. “¡Si sólo las tuviéramos!”, volvió a pensar. En ese momento, cayó en la cuenta de que el buitre había desaparecido.

A poco menos de cien metros de sonde él estaba, en una hondonada sinuosa, vio a Mario, que venía retrasado, zurrando desganadamente a su caballo bayo.

—Apresúrate, hijo— le gritó desde lejos—. No vaya a ser que pierdas el rastro del camino.

El muchacho aceleró la marcha y pronto emparejó su caballo con los demás del grupo. Rolando Santander lo miró de reojo y notó en su semblante aquella enajenación propia de quien hace algo sin siquiera ser consciente de ello… Iba a preguntarle qué le sucedía, por qué aquel mu-tismo invencible, acaso estaba descontento por algo, ¿Ya no te sientes a gusto en este trabajo, hijo?..., pero no le dijo nada, pues recordó que un día, cuando habían regresado a los cañaverales de Santa Martha después de cerrar un

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negocio redondo, le cruzó el paso con una confesión que le hizo ver al niño al niño que deja de serlo para dar paso al hombre.

—¡He conocido una mujer del carajo!— le dijo.

Rolando Santander no creyó hallar otra razón para ver-lo así. En tanto esto, habían ido ganando un buen trecho de camino y las bestias, sudorosas, rezumaban un denso va-por de sus belfos húmedos. De repente, en toda su esplén-dida redondez femenina, les sorprendió la luna.

***

El techo de la cabaña era de grama seca. Fue por esto que la incesante llovizna que estaba cayendo desde la mañana producía un tamborileo leve, apenas audible. La vieja matrona, puesta de cuclillas, hervía agua en un cuenco de barro cocido. Pero la mu-jer, acostada en un rústico camastro y con su vientre hinchado debajo de una manta raída, continuaba quejándose y lloriquean-do escandalosamente. Y la lluvia, afuera, no daba tregua.

—Se acabó el agua— la matrona levantó dificultosamente su cuerpo rollizo—. Váyase a traer un poco más.

A treinta pasos de la cabaña, bajo la sombra de un frondoso higuerón, había un pozo de agua cristalina, que dejaba ver en el fondo una incipiente flora acuática. Cuando Rolando Santander se agachó para llenar una vasija, vio reflejado un rostro deforme, absurdo, que terminó por quebrarse totalmente cuando una pe-queña rana apareció de la nada y perforó el cristal. Aquel sutil movimiento despertó un croar polifónico en las demás, que for-maron súbitamente una orquesta de sinfonías misteriosas.

Al regresar, desde la puerta, vio en los ojos redondos de Ca-talina un asomo de pavor, de no comprender muy bien lo que es-taba sucediendo. La matrona, que antes se paseaba despreocupa-

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damente en torno a ella, ahora se movía con una seriedad grave, como si de ello dependiese ya el éxito o fracaso de sus servicios de partera. Rolando Santander le dirigió una mirada inquisidora.

—La criatura está atravesada— dijo la matrona, llevándolo ha-cia un costado—. Es una mala posición para el parto.

—¡Pero usted dijo que no habría ningún problema!

—Una nunca sabe…

Un trueno, antecedido por un rayo fulgurante, enceguece-dor, pareció derribar el cielo e impidió escuchar todo lo que dijo la partera. La lluvia arreció. Rolando Santander se acercó a la cama y tomó de las manos a su mujer, que estaba azorada. Las tenía calientes, sudorosas…

—Mira en lo que he quedado— dijo Catalina—. Después de esto ya no te voy a gustar.

Rolando Santander le acarició una mejilla con el revés de la mano.

—No seas tonta— le dijo—. Te vas a poner más linda que nun-ca.

Catalina sonrió en señal de asentimiento. Se le advertía la debilidad brotando a flor de piel. Las manchas esparcidas por el embarazo en sus pómulos sobresalientes estaban amoratadas, brillantes. La fiebre comenzó a inundarla en un sudor copioso.

Esperó. Había salido al pequeño patio de tierra y veía las gruesas gotas de lluvia que salpicaban sobre pequeños charcos formados en los desniveles del terreno. El primer trago se le escu-rrió por la garganta, quemándole el estómago; una extraña sen-sación de calor penetró todos sus músculos. Trató de no pensar en nada, de mantener su mente en blanco, de encerrarse dentro de sí mismo… pero no pudo evitar que, como una oleada im-

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prevista, llegaran imágenes confusas, indefinidas, mezcladas con una bruma espesa, que antes de tiempo iban adoptando la forma de nostalgias ineludibles.

Alzó otro trago y vio a Catalina. Su cuerpo esbelto; sus muslos bronceados, su abdomen liso… ¿Cuánto hacía de aque-llo? El siguiente sorbo de licor le adormeció la cabeza. Una cosa era clara: la había conocido desde la niñez. Le escribía cartas en blancos pliegos de papel que, luego de enrevesados dobleces, se convertían en ágiles aviones en miniatura. Iba hasta su casa —una construcción enmarañada de dos pisos, con incontables puertas y largos pasajes interiores— y los arrojaba al espacio con tal destreza que las naves, haciendo acrobacias inverosímiles, as-cendían para luego entrar por el marco de la ventana y aterrizar en su habitación. Era un juego. Ella los desplegaba, leía aquellos garabatos vacilantes —epístolas rebosantes de pasión, poemas de amor o simplemente frases sencillas— y luego volvía a armarlos. Tenía mil seiscientos ochenta y nueve avioncitos de papel celo-samente guardados en varias cajas de cartón, y hubiera reunido muchos más, a no ser porque una tarde de otoño, la nave mensa-jera perdió la dirección habitual por una mala jugada del viento; pasó de largo por delante del cuarto de la muchacha, giró en tor-no a una columna que sostenía las pesadas estructuras de la casa, descendió por una escalera en espiral, atravesó la sala y luego el comedor, estuvo a punto de salir a la calle pero viró caprichosa-mente, salvó un jardín interior de flores exóticas y terminó por colarse en la biblioteca del dueño de la casa. Este levantó la cara, extrañado por tan sorpresivo aterrizaje, recogió el aeroplano, lo examinó al detalle y descubrió entre sus alas un texto que había sido garrapateado con una severidad execrable. “Si tu padre, que es un ogro calvo”, decía el papel, “si él —bestia negra del infier-no— me dejara verte, yo sería el hombre más feliz del mundo. Pero él, acumulación de grasa jamás vista, me lo tiene prohibido. Catalina, escapémonos juntos”. R.S.

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Ese fue el último avión que despegó de manos de Rolando Santander, pues el viejo puso tal cara de energúmeno, que colocó una valla metálica alrededor de la casa para que ningún descono-cido se acercara a ella.

“De nada te sirvió todo eso”, masculló Rolando Santander, que había desaguado una botella entera de licor. “Ahora, Cata-lina será la madre de mis hijos… aunque la tan sola idea te re-viente”.

Cuando entró en la cabaña, alguien había prendido un can-dil (porque ya era de noche), pero Rolando Santander no alcanzó a reconocer quién lo había hecho, pues estaba bebido lo suficiente como para no darse cuenta de nada. Caminaba de un lado para el otro como un sonámbulo, estorbando el paso ya no sólo de la matrona, sino también el de otras mujeres que habían llegado y que él no supo qué diablos estaban haciendo allí, y que tuvieron que pagar los platos rotos, Viejas del demonio, nadie les ha pedido que vengan; zopilotes del averno, sálganse de aquí para poder respirar, váyanse a cuidar a sus maridos, no vaya a ser que mien-tras estén ustedes aquí, ellos les estén poniendo unos cuernos so-beranos… Hasta que se quedó dormido, recostado en un rincón, resbalándosele un hilo de saliva de la boca.

Una sed devoradora y una especie de sedimento de plomo asentado en su garganta lo despertaron bruscamente. Le dolía la espalda, la cintura, los riñones… Aún alumbraba débilmente la luz del candil, proyectando una sombra que iba a terminar en el ángulo superior del recinto. Buscó algún signo de esperanza que proviniera del lecho en que había quedado Catalina, con el hijo de ambos anudado en su vientre. No había terminado de aclarársele bien la vista, cuando un berrido desentonado de bebé le erizó el cuerpo. Se abalanzó sobre la cama y allí estaban ambos, madre e hijo; su corazón, su vida.

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—Es un varoncito— dijo Catalina. Su voz entrecortada arrastró difícilmente estas palabras: “Cuídamelo mucho, mucho…”

Al tomar el padre al hijo recién nacido entre sus brazos, la madre se sintió la mujer más feliz del mundo, a tal punto que dejó de respirar.

***—Es la luna más hermosa que he visto en mi vida— dijo Rolando Santander, irguiendo la cabeza.

Mario, que venía pegado a sus espaldas, corroboró la opinión de su padre con una venia.

A esa hora habían ascendido ya a las colinas más ele-vadas de la jalca, buscando el paso que, al otro lado, habría de comunicarles con las comarcas vecinas por las que atra-vesaba como una serpiente zigzagueante entre los dorados campos de trigo la carretera del norte.

—Yo siempre he soñado con estas jalcas— prosiguió Ro-lando Santander—. En mi sueño las veo transparentes, cu-biertas de una nieve tan blanca, que me hieren los ojos. Y de estas colinas que están aquí, delante de nosotros, brotan riachuelos burbujeantes de aguas de colores: azules, ver-des, amarillos… y desde lo alto alumbra una luna como estas. ¿No te parece bonita a ti también, hijo?

No halló respuesta; Mario se había vuelto a rezagar de un momento a otro, alejándose la suficiente distancia como para no haber escuchado la última parte de su conversa-ción. “Este muchacho”, pensó, “anda distraído pensando en aquella mujer. ¿Cómo se llama?”

Lo esperó para que volviera a emparejar el caballo que venía arreando. Era un ejemplar de vigorosos ijares cuyo pelaje cobrizo refulgía con la luna. Otra vez reunidos, Ro-

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lando Santander se percató de que aún no habían comi-do. Entonces, aguardó a que llegaran a la próxima parada para renovar las energías perdidas. Era esta una especie de ensenada en el camino mismo, que permitía a los arrieros tomarse un breve descanso para comer, en tanto que sus acémilas mordisqueaban gavillas de paja que crecían en estos parajes solitarios, sin correr el riesgo de que estas se extraviaran en el caso de salir de la senda al campo libre. Sentados sobre la hierba silvestre, los Santander despacha-ron sus provisiones. Sin embargo, el muchacho sólo recibió una pieza de pan, que lo fue masticando con parsimonia, como si tuviese todo el tiempo del mundo para hacerlo. Al rato, unos nubarrones grises se desplazaron desde el este, ocultando parcialmente los reflejos plateados de la luna. Rolando Santander encogió los hombros.

—Esto sí que no lo tenía pensado— masculló entre dien-tes.

Una fina garúa se había esparcido instantáneamente sobre ellos, diseminándose luego en toda la jalca.

Rolando Santander le dio a su hijo el impermeable que traía consigo y una linterna de mano para continuar el via-je. Recogieron a toda prisa la mesa improvisada, desataron los caballos y reanudaron el camino, con tan sólo una idea que se perfilaba con nitidez en sus mentes: llegar a la carre-tera del norte al amanecer.

***Desde aquel momento, el joven padre volcó hacia el hijo su

amor y sus cuidados en proporciones dobles, para que este no acabara echando de menos, hasta el punto de exigir, la presencia materna, cosa que no era posible cumplírsela de ningún modo. El niño creció con una rapidez inusitada, pronto empezó a ca-

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minar y sus primeras travesuras fueron prueba de que estaba criándose saludablemente. Pero todo esto bajo la mirada vigilan-te de Rolando Santander, que no podría perdonarse si algo malo le llegaba a suceder: una enfermedad repentina, una fractura, un golpe en la cabeza. Al cabo de los años, había formado en torno a su muchacho algo así como una coraza protectora, un aura impenetrable. Sin embargo, Mario se volvió un mozuelo escurri-dizo, que convertía en vanos los esfuerzos de su padre por alejarlo de peligros muchas veces existentes solo en su pensamiento, que veía con una angustia indescriptible la posibilidad de quedarse enteramente solo. Entonces, sus remilgos iban haciéndose cada vez más afectados para con el hijo, al punto que dieron paso a un consentimiento exagerado, malsano. Fue así que cuando cumplió los doce años, el muchacho consiguió que su padre le regalara un caballo para luego enrolarse en su caravana de contrabandistas de aguardiente, haciendo a un lado las ocupaciones propias de su edad.

De esto resultó que Mario Santander, en una demostración de resistencia precoz para no dejarse doblegar ante largas y ex-tenuantes jornadas de camino —de día o de noche, bajo lluvia o sol—, fuera aceptado en la cuadrilla de arriería con un aprecio único, ya que junto a esta admirable firmeza para el trabajo ri-guroso poseía un sentido agudo de organización; establecía de la mejor manera las caravanas que habrían de atravesar las frías jalcas del norte, en las que no dudaba en incluirse. Bastaron sólo tres años para que aprendiera todos los secretos de aquel oficio ve-dado, pero no por ello impracticable. Para ese entonces, del niño vivaz que un día fue depositado en el regazo de su padre y que produjo en este la sensación de estar recibiendo una masa rosácea de carnes fláccidas que podrían desintegrarse al menor contacto y que luego creció bajo un cuidado extremadamente receloso, que-daba sólo el recuerdo vago del infante delgaducho que se trepaba hábilmente a los árboles, que vestía un trajecito campechano de

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lino y que había terminado por creer que su madre había subido al cielo por una gran escalera de mármol adornada con coronas de lirios blancos… Era ahora un jovenzuelo de ojos amenazantes, cuya voz se había modulado de tal forma que, junto a la insinua-ción de una barba menuda que le crecía en los carrillos, era la primera señal de una virilidad inminente.

Fue por esa época que, en una de sus correrías de contra-bandista, conoció a Orania. Era una muchacha coqueta de piel tersa que, al caminar entre las mesas en que comían o bebían los clientes de la posada, meneaba sensualmente un culito apretu-jado, libidinoso. Cuando Mario Santander la miró a los ojos por primera vez, sostuvo su mirada de gata silvestre con una mezcla de ternura y masculinidad, que le arrancó un rubor delator de sus mejillas y la dejó con sus guardias femeninas devastadas, ga-nándose la autoridad para que en las tardes crepusculares de los dos años siguientes no sólo se limitara a imaginar, con una an-gustia asoladora en el bajo vientre, aquellos senos erectos e inal-canzables bajo la blusa azul de mesera, sino que además poseyera plenamente aquel cuerpo de ébano en el que acabó descubriendo los tórridos marismas del amor y de las pasiones juveniles, en medio de juegos triviales, de corpiños que se desgarraban en ji-rones, de promesas imposibles, de bocas ávidas que se buscaban mutuamente, de manos entrelazadas hasta el infinito y de glorias que llegaban en espasmos de fuego.

Por esos días, Mario Santander había olvidado casi por com-pleto la responsabilidad asumida al frente de la cuadrilla de arrie-ría. Con frecuencia interrumpía su viaje a media travesía y en-cargaba el negocio a los otros arrieros, mientras él iba a enredarse en los brazos de Orania, que cada vez se ponía más linda en el esplendor de sus dieciocho años. Una tarde veraniega, mientras la esperaba sentado en una de las mesitas de la posada, llegó un hombre corpulento y barbado, medio borracho —después se supo

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que era Álvaro Alcázar, afamado cuatrero—, que empezó a voci-ferar por la lentitud del servicio e importunó groseramente a los ocasionales parroquianos. Hubo que atendérsele antes que a na-die para evitar desórdenes mayores. Su cuerpo adiposo, grasiento era insaciable; devoró maquinalmente todo cuanto le pusieron en frente. Luego recomenzó a beber, lanzando ojeadas amenazan-tes a quienes lo atisbaban por sobre el hombro, con curiosidad y cierto temor. De repente, en la bruma espesa de la embriaguez, se fijó en una presencia femenina voluptuosa. Se levantó y se acercó tambaleándose hacia ella.

—Hoy te vienes conmigo, bomboncito— le dijo, tomándola por la cintura—.Tengo un regalo para ti.

Orania se sujetó violentamente, asustada, pero su intento de liberarse fue inútil; la había atenazado con tal fuerza que sintió desvanecerse todo su ser. El borracho comenzó a tironearla con el propósito de que lo siguiera. En ese instante, a sus espaldas, una voz impávida pronunció en tono de una orden irrefutable:

—¡Suéltela!

Álvaro Alcázar volteó la cabeza con pesadez y al ver de quién había provenido aquella palabra, soltó una ruidosa carcajada.

—No te metas en esto, muchacho— le dijo—. No quisiera atra-vesarte como a un lechón…

Y descubriendo sus dientes blanquísimos en una sonrisa desafiante, le mostró una faca de matarife que llevaba atada al cinturón. No obstante, la voz repitió, impasible:

—¡Suéltela!

***

Los odres de aguardiente, redondos, relucientes en los espacios en que aún los reflejaba la luna, se balanceaban

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perezosamente en los lomos de los fatigados caballos. Jun-to con la llovizna, un vientecillo perverso había venido a convertirla en más agresiva. Rolando Santander estaba em-papado. Sentía las agudas esquirlas de agua que le chico-teaban el rostro, mezclándose con el sudor que le brotaba de la frente arrugada. Detrás venía Mario —a pesar de que la noche se había opacado con apuro, Rolando Santander pudo ver aún la palidez y distracción imborrables de sus facciones pueriles—, a buen resguardo del impermeable que le había dado su padre, ante la presencia amenazadora de la súbita borrasca.

—Anda con mucho tiento, hijo— le decía—. No vayas a tropezarte…

Cuando vadearon el río cuyas aguas empezaban a en-turbiarse peligrosamente, Rolando Santander pensó en que ya estaba lo suficientemente viejo como para seguir en los ajetreos de este oficio. Había cumplido ochenta y cua-tro años y las piernas ya no obedecían de buena voluntad a las exigencias de su dueño. Hubiera continuado algunos años más de buena gana, pero su cuadrilla de contrabando se había ido desintegrando paulatinamente; A mí ya no me cuente, compadre, que los reumas me están matando; A mí también se me está antojando sentarme sobre mis posa-deras y emprender algún negocio, aunque pequeño, pero derecho; Yo no quiero que se me evaporen los riñones en estas jalcas, hermano… Y así se habían ido uno a uno, lle-vando entre sus callosas manos puñados de sufrimientos, sin mirar atrás, dejándolos solos a él y a su hijo, que con voz resuelta ordenó por tercera vez: “¡Suéltela!”. La tensión enra-reció el aire, haciéndolo casi irrespirable. Mario Santander vio cómo esa mole humana hacía a un lado a Orania, olvidándose de ella, y se dirigía exactamente hacia donde él estaba, con la ira

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cuarteada en sus ojos desgastados por el alcohol.

—Acabas de meterte en un problema cojonudo— le dijo, con la indignación de quien en la vida ha hecho lo que le ha venido en gana y que de repente es privado públicamente de este derecho.

E inmediatamente, con el puño derecho en alto, lanzó su pri-mera embestida, a la que Mario Santander eludió con un ágil quiebre de cintura. El hombre rechoncho fue a darse contra las mesas vecinas, pero se reincorporó a la carrera. Sus ojos inyecta-dos de sangre, rabiosos, echaban centellas de fuego. Estaba ace-zante, como si ya hubiera estado luchando largo rato. Su contrin-cante se limitaba a medir los espacios, abrirse y evitar los golpes furiosos del rival con movimientos milimétricos, oportunos. Tres veces más pasó en banda, partiendo el aire con sus puños iracun-dos, hasta que Mario Santander, agazapándose como un felino, hizo tal giro que dejó a Álvaro Alcázar con los brazos caídos y el rostro descubierto. Aprovechó esto y en una milésima de segundo asestó el primer golpe franco de la pelea. El adversario retrocedió tres pasos; del labio inferior le brotó un hilo de sangre. La mujer que se había sentado junto con sus dos niños albinos en una mesa contigua a la de Mario Santander, mientras esperaba a Orania, y que ahora estaba en medio de la gente que se aglomeraba a una distancia prudencial para ver la gresca, gritó a voz en cuello:

—¡Defiendan al muchacho, que ahora sí lo van a matar!

Pero nadie se movió. Álvaro Alcázar, palpando algo en la cintura, se aproximó a Mario Santander, que por el cambio del terreno que rodaba a sus pies supo que ya habían reco-rrido de punta a punta la desolación de la jalca. Su ánimo dio tal vuelco que se puso a silbar una vieja copla que su padre le enseñara cuando niño. El caballo que arreaba, al percibir esta brizna de alegría en su dueño, recobró su brío y adelantó a los demás. Rolando Santander, al verlo pasar,

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se apresuró en decirle:

—Procura ganar la carretera antes de que pase el camión y espérame ahí.

“Eso haré”, el padre sólo escuchó la respuesta de Ma-rio, que vio el brillo de la navaja que era sacada de su funda de cuero y se alzaba, fulminante, rasgándole la camisa a la altura del hombro. “Es sólo un rasguño”, quiso pensar, pero la certeza de que algo tibio se le deslizaba por la espalda hasta llegarle a la cintura le hizo cambiar de opinión. Un corte sesgado y hondo le había cercenado el músculo desde la clavícula hasta el ángulo inferior del omóplato. Por eso, cuando en la siguiente arremetida del enemigo lo contuvo en vilo y lo hizo caer pesadamente, tuvo la sensación de que su brazo herido era arrancado de a raíz. Su cuerpo se crispó en una agitación desconocida. “Tranquilo”, su-surró, “todo es cuestión de ser más precavido en el próximo ata-que”. Y pensó en la cicatriz que habría de quedarle, en la mentira que tendría que inventar para no contarle todo esto a Rolando Santander, su padre, que sentía la camisa de tela pegársele en la espalda, pues hacía horas que soportaba una llovizna incómoda que le empezaba a agitar el pecho. La arena y el piso pedregoso de la jalca habían terminado para dar lugar a un suelo fangoso en el que todos sus pasos eran vacilantes. Y peor aún, no tenía luz. La luna ya se había ocultado y la oscuridad era completa, tenebrosa. Calculó la hora. “Deben ser las tres”, pensó. Los cascos de los ca-ballos se hundían frenéticamente en el lodo, produciendo un chapoteo continuo, efervescente. En un tramo de esta última parte del trayecto perdió una de sus ojotas. Una in-decisión al dar el paso había hecho que acabara con los dos pies, cubiertos hasta las rodillas, en una ciénaga profunda. Cuando alcanzó a salir, uno de sus rudimentarios calzados quedó sepultado para siempre; por más que escarbó con

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ambas manos en el lodazal no dio con él. Más adelante, cayó en la cuenta de que su extenuada caravana se había desviado del sendero, ya que hubo un punto en medio del camino en que este concluyó en un poyo alto en torno al cual crecía una maleza enmarañada. Escuchó el ladrido le-jano de unos perros; esta señal le infundió nuevas fuerzas para desandar todo el trecho errado y volver a encausarse en la senda que lo llevaría a su destino. Pero en el fondo de su alma, por entre unas grietas recientes, emergió un mie-do nuevo que le produjo un escalofrío helado en la espina dorsal. Fue justo ahí cuando se reprochó el haberse sepa-rado de Mario, su hijo, que no le cedió tiempo de reaccionar al hombre que había quedado en el suelo con la cara aplastada y le dio de puntapiés en el estómago hasta que le quitó todo el aire que llevaba dentro. Entonces, aquella riña había termina-do con un triunfo indiscutible a favor de Mario Santander, que debería estar esperando en el borde de la carretera, pero que no estaba por ningún lado. Rolando Santander sólo oyó el desentonado ronquido del camión, que se ocultaba lentamente a través del último recodo de la carretera y que ya no llevaría su aguardiente; cayó de bruces y mordió la tierra de la pura angustia. “El hijo que te desgarró las en-trañas, Catalina, el hijo que te costó la vida”, musitó, “se me perdió en el camino; no pude cuidártelo como me lo pediste… nuestro Mario”, que se estaba yendo entre la turba desordenada, secándose el sudor de la frente, sintiendo un ardor insoportable en el hombro y sonriéndole a Orania, pero que no reparó en que Álvaro Alcázar se había puesto de pie, que lo había seguido y que ahora cumplía su palabra de atravesarlo con su faca de matarife como a un lechón…

*** Tres arrieros que pasaron al día siguiente por la jal-

ca de San Blas encontraron un impermeable, una linterna

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automática y una pieza de pan que estaba siendo comida por las hormigas en medio del camino. Entonces, uno de ellos comentó: “Estas cosas son de un viejo decrépito que sigue de contrabandista y cree trabajar al lado del hijo al que mataron hace medio siglo”.

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Los motivos de un suicida

Abatido por una jauría de problemas, un hombre de-cidió suicidarse. Siendo esta una tarea nada fácil, nuestro personaje púsose a pensar en el método que emplearía para acabar con sus días de manera rápida y, por lo mis-mo, poco dolorosa. Después de analizar milimétricamente todas las posibilidades que se le presentaron para tal fin, optó por la del salto al vacío que, aclarado quede oportu-namente, no es tal, ya que, por leyes naturales, uno aca-bará estrellándose inevitablemente contra el piso, lo cual, además de partirle el alma, le permitirá quedar tan blando como un puré de papas.

La elección estaba hecha: saltaría o, mejor dicho, se dejaría caer desde lo más alto de una torre. El hombre in-sinuó sus nefastas intenciones a su mujer y a sus tres hi-jos, quienes no se inmutaron en lo más mínimo. Es más, quedaron tan tranquilos en casa que, por un momento, le hicieron creer que estaba yendo a tomarse unas cervezas en el bar de la esquina.

Sin embargo, unos minutos después, allí estaba ya, con más de sesenta metros de altura separando sus pies de los bloques de cemento de la calle. A esa hora, la gente empe-

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zaba a fluir con asiduidad para cumplir con las diferentes obligaciones diarias que, llevadas a cabo unas tras otras y de modo reiterativo, hemos convenido en llamar rutina. Agazapado entre las estructuras metálicas de la torre, veía pasar a las personas que, observadas desde arriba, pare-cían minúsculas manchas movedizas.

A media mañana, el hombre aún seguía allí. No había dado el paso que, como ya dijimos anteriormente, dejaría completamente descompuesto a un humano o a cualquier otro animal. Tuvo la idea remota, pero no por ello impro-bable, de que aún no se habían fijado en su presencia aérea, pues había esperado para la ocasión todo un despliegue de bomberos, policías, serenos, camarógrafos filmando estas escenas angustiantes para los medios televisivos locales, cosas que al parecer no iban a suceder, a pesar de que ha-bía intentado llamar la atención haciendo piruetas, gestos, dando saltos…

Llegada la hora del almuerzo (hora variable entre el mediodía y la una de la tarde para quienes tienen todavía el privilegio de disfrutarlo), las calles quedaron desiertas. Pensó en la lejana posibilidad de que algún prójimo —ese con un agudo sentido de la solidaridad— lo siguiese con unas salchichas de puerco para que llegara al cielo con la conciencia y la barriga en paz. Fue vana la espera. El hom-bre se sintió ofendido por tamaña desconsideración de la gente; mientras él estaba a punto de suicidarse, los demás empezaban a tomar la siesta de la tarde con la tranquilidad más escalofriante del mundo. Entonces, cayó en la cuenta de que con eso no ganaría ni siquiera el grito de susto del público cuando quedara hecho una tortilla de pelos sobre las baldosas. “Pendejos”, pensó, “no les daré ese gusto”.

Bajó de la torre, se desperezó, que es lo mismo a sacu-

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dirse las piernas y los brazos cuando están entumecidos, y se fue a casa.

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Un día de trabajo

El hombre se secó el copioso sudor que le corría por las

marcadas rugosidades de la frente con el revés de la mano y se quedó observando durante un largo rato el corte pro-fundo que había hecho en el árbol después de cuatro horas de trabajo. Estaba exhausto. El extremado agotamiento le hizo tragar una bocanada de saliva. Su corazón estreme-cíase en violentos espasmos, como si fuera a salírsele del pecho. Sus manos ásperas las tenía estropeadas y los bra-zos, que en otras ocasiones se habían comportado como dos tenazas férreas, indeleznables, comenzaban a fallarle. Una señal de arrebato, de ciega indignación, surcó su ros-tro terroso, áspero. Él, que había sido en otros tiempos el mejor peón entre cuadrillas enteras de leñadores, ahora vacilaba ante un solo árbol. ¡No era posible! Herido en lo más hondo de su orgullo, se encorajinó, humedeció ambas manos con un escupitajo, tomó otra vez el hacha y reinició la penosa labor.

A cada nuevo golpe, la hoja de acero destellaba en el aire, mordía y luego cuarteaba trozos resinosos de made-ra, que habían ido amontonándose hasta formar aquella aureola blanquecina de astillas rectangulares regadas a su alrededor. El hombre trabajaba con apasionamiento,

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figurándose el momento final, la hora en que el árbol se vendría a tierra, con el estruendo ensordecedor de las ra-mas desgajándose de a cuajo del tronco voluminoso y del espeso follaje golpeando contra el suelo. Sería su victoria; podía hacerlo aún. Demostraría que cuando se tiene un es-píritu como el suyo, los años, esas sombrías maquinacio-nes del tiempo, no cuentan. Quería probar sólo eso; nada más. Cada vez que blandía el hacha, sentía más cercano este momento. Pero sucedió que, al iniciar el corte, había cometido un imperdonable error de cálculo y la cisura se estaba cerrando sin que el árbol dé señales de pretender venirse abajo. El hombre arqueó las cejas, crispó los pu-ños y profirió una maldición. “¡Y justo ahora!”, pensó con impotencia. “Sólo faltaba un poco más”. Pero acababa de presentársele este imprevisto obstáculo.

Examinó el grueso tronco, rodeándolo escrupulosa-mente. Era un eucalipto de casi siete pies de diámetro. ¡Un gigante excepcional! No había más opciones: aunque le resultara riesgoso, tenía que dar otro corte desde el lado opuesto al realizado en un principio. Pero antes de em-prender esta nueva tarea, hizo a un lado el hacha y se quitó el overol grisáceo que llevaba puesto, ya que estaba em-papado en sudor, y lo tendió a secar sobre unos arbustos. Luego se sentó sobre la gramilla dorada del campo, desató el mantel que le había preparado su mujer y comió con la voracidad de un caballo. Mientras lo hacía, mirose de pies a cabeza y el hecho de estar en puros cueros, engullendo la comida sin siquiera haber concluido el trabajo, le hizo soltar una risita socarrona. “Me estoy convirtiendo en un gran gandul”, pensó.

Tan pronto como hubo terminado de almorzar, se vis-tió y lanzose nuevamente a la dura faena. Hizo sus cál-

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culos. “Una hora”, se dijo a sí mismo. Y, efectivamente, esta vez estuvo acertado en cuanto a sus conjeturas. Había practicado el corte desde el lado opuesto, tal y como lo pla-neara y, cuando hubo transcurrido este lapso de tiempo, un crujido lúgubre se escapó de la hendidura que habíase abierto en la base del tronco. El tiempo se detuvo. El silen-cio era absoluto. Una nube se rasgó en el cielo. De pronto, el corpulento eucalipto se inclinó hacia el norte, un suave vientecillo lo devolvió a su lugar ladeándolo muy ligera-mente hacia el sur, el gran peso de su equilibrado rama-je lo viró en redondo sobre el muñón reciente y, al final, se suspendió, fluctuante, como aferrándose aún a la vida. Entonces el hombre corroboró el peligro que significaba el haber efectuado un corte de esa catadura. “Lo tendré en cuenta en circunstancias futuras”, pensó, muy conven-cido, y se echó a correr en cualquier dirección, aferrado siempre al liso mango del hacha, sin saber hacia dónde iría a caer el anchuroso y alto eucalipto. Las botas, que le ro-zaban las rodillas, le impedían correr con la ligereza que hubiera deseado. Sin embargo, avanzaba y eso era lo más importante. ¿Avanzaba? ¿Hacia dónde? Lejos del peligro, evidentemente. Le invadió la tentación de voltear la cabe-za para ver lo que estaba sucediendo a sus espaldas, pero el miedo a perder una milésima de segundo, que a fin de cuentas podía ser vital, frenó su deseo. Pensó en la edad del árbol. ¿Cien años? Quizá doscientos. Nadie lo hubie-ra podido precisar. Él, por ejemplo, lo había visto desde siempre. Cuando compró aquellas tierras —y de eso ha-cía por lo menos cuarenta años— el eucalipto ya estaba allí, erguido con solemnidad, meciendo su frondosa copa cubierta de blancas flores. Precisamente ahora que huye de él lo recuerda. “¿Huyo? ¡Con un demonio!” Y se sintió completamente ridículo. A estas alturas de su vida, setenta

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y dos años bien vividos, quizá no estaba para estas corre-rías. Bien que su hijo se lo había advertido. “No eres ya un muchacho de veinte años”, le había dicho. Pero él había mentido: “Voy sólo a limpiar algunas malezas”. Entonces el hijo le había hecho esta observación: “¿Con un hacha?” El viejo, descubierto en sus verdaderas intenciones, había fruncido el entrecejo y se había amarrado el machete a la cintura…

—“¡El machete!”— exclamó el hombre tan pronto se dio cuenta de que no lo llevaba consigo una vez emprendida la fuga. Y mientras escapaba, tuvo la idea absurda de regre-sarse por él. Esta indecisión provocó que uno de sus pies trastabillase contra el otro y terminara boca abajo, con la cara hundida en la hierba. “Es mi final”, se dijo, consterna-do. Y se dio cuenta, con asombro, de que no se había sepa-rado del hacha en ningún momento, pues estaba acostada al lado suyo. La acarició pasando fugazmente las yemas de sus dedos por su superficie lisa. ¡Cuántas cosas habían pasado juntos! ¡Una vida entera, indudablemente!

Hizo un esfuerzo sobrehumano por ponerse de pie. No lo logró en un primer intento. Tal vez tenía un hueso roto. O quizá era únicamente el miedo el que lo había inmovi-lizado. Respiró hondamente. La certeza de que un fuerte vaho alcanforado le penetraba hasta los pulmones terminó por inquietarlo. ¿Las verdes frondas ya estaban cayendo sobre su cabeza? Pero… ¿por qué habría de ser así? ¿Por qué el árbol no habría de caer en cualquier otra dirección? ¿Y si en verdad ni siquiera había logrado cortarlo? Siete pies de diámetro no es cosa de juego. No sólo se necesita de dos brazos fornidos para lograrlo; se debe poseer, ade-más, una voluntad de hierro. ¿Pero es que acaso él no la tenía? Y este pensamiento, que cruzó su mente como una

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centella, le erizó la piel.

Entonces sacó a flote el último arresto de vigor que le quedaba y alcanzó a enderezarse. ¿Cuánto tiempo le ha-bía retrasado esta caída? ¿Un segundo, dos, tres…? No importaba ya. Miró hacia el frente y, a menos de quince pasos, entrevió una piedra rectangular incrustada en la tierra. Corrió hacia ella y la tomó como una barricada que le serviría para resguardarse del ramalazo que le venía en-cima. Acurrucado detrás de este parapeto ocasional, sin-tió que estaba a salvo. ¡A salvo! Aguardó con los dientes apretados. Sin embargo, en los instantes posteriores a esta precaución azarosa, no sucedió absolutamente nada. Una desilusión estúpida le oprimió el ánimo. Era como si espe-rase a alguien con todos los preparativos ultimados y ese alguien, en el instante final, renunciara a venir. Llegando a casa le contaría a su mujer lo grotesca que había resultado aquella estampida disparatada e innecesaria que se había visto obligado a realizar.

Y para confirmar que lo que estaba ocurriendo era cier-to; que no le había sucedido nada, que ni siquiera había sufrido el menor rasguño, desencajó sus mandíbulas en una ansiosa carcajada. Sin embargo, en ese momento sintió un golpe seco y fulminante que, a pesar de la muralla de piedra que lo protegía, acabó por triturarle todos los hue-sos del cráneo y de la espalda, sumiéndolo en una densa oscuridad.

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Una idea genial

Recostado a la fresca sombra de un gran capulí, un sembrador escudriñaba en lo más profundo de su mente el método a emplear para disminuir los perjuicios que una bandada de loros causaba diariamente en sus sembríos. Primero había intentado cazarlos con jaulas, luego había pretendido ahuyentarlos a tiros; sin embargo, no había ob-tenido resultado alguno.

De pronto, un haz de luz penetró su entendimiento y se le ocurrió una idea que él consideró destinada única y exclusivamente a aquellos seres superiores de espíritu e ingenio: embadurnar con pegamento el árbol donde se asentaban las aves y, de este modo singular, atraparlas a todas.

Al día siguiente, muy de mañana, puso en práctica tal idea. Camuflado en medio de unos arbustos, vio cómo aquellos loros de un verde intenso se posaron en el árbol. Cuando estos intentaron alzar vuelo para iniciar sus co-rrerías habituales, una fuerza misteriosa los retuvo. De repente, comenzó un concierto de alas que revoloteaban exacerbadamente. Entonces sucedió lo inesperado: ante la mirada absorta del sembrador, el árbol fue tan zamaquea-

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do que sus raíces, entre crujidos lastimeros, emergieron de la tierra húmeda, y los loros, en un vuelo triunfal, se lo llevaron entre sus garras.

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Margarita Duarte

Y como en una historia aún sin escribir; en un mundo en que los hombres nos parecemos cada vez más a las mu-las y ellas tratan de evitarlo a toda costa, porque se sienten ofendidas; en un mundo en que no se puede confiar ni en nuestro propio culo, porque en el momento menos pensa-do se siente un bohemio enamorado y canta; en un mundo en que a algunos se les da por invertir su dinero, coleccio-nándolos para el museo personal de la vanidad, en los cal-zones en desuso —por los que han pagado descomunales precios— de personajes famosos y que, sin embargo, otros sienten desmoronarse los huesos porque ya no recuerdan la última vez que cenaron; en un mundo en que las caras de las vacas son más alegres que las de la gente; en un mundo en que se ofrece la paz a los pobres y como prime-ra señal de que van a alcanzarla se les hace sentar encima de un barril de pólvora; en un mundo en que los puercos deberían sentirse orgullosos de serlo, porque no hay ma-yor higiene que la suya; en un mundo como estos apare-ció Margarita Duarte. Llegó como una luz resplandeciente que me ofrecía la esperanza de encontrar en los vericuetos febriles e insondables del amor aquello que daría sentido a mi vida.

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Era una muchacha un poco menor que yo. Su tez lím-pida y bruñida me hacía pensar que había sido fruto de un poder sobrenatural. Sus ojos, que observé muy pocas veces sin que ella se diera cuenta, parecían dos gotas claras y ovaladas de cristal. Su perfil de aguileña castidad se in-clinaba hacia unos labios finos, pero bien formados, de un débil rosa, que no habían recibido insinuación alguna de pecado. Sus pómulos sobresalían virginalmente. Su cabe-llera, con algunos mechones dorados, completaba lo her-mosa que era. No obstante, por más creación de la mismí-sima hermosura que hubiese sido, no me atreví a dirigirle la intención de la palabra hasta cuando ya era demasiado tarde.

Todos los domingos, a la hora de los crepúsculos y du-rante dos atormentados años, le seguí los pasos por donde ella iba —sin ser visto, por supuesto—, con una carta de amor en el bolsillo. Durante todo ese tiempo de persecu-ción imperturbable no tuve el valor de acercármele a menos de cien metros de distancia. La veía pasar a dos cuadras de donde yo estaba, pero lo único que hacía era apretujar con mis manos sudorosas la carta que llevaba en el bolsillo y que pronto se convertía en una completa mazamorra. Esto me significaba que para el domingo siguiente tenía que es-cribir otra, la cual también había de tener el mismo destino que la anterior. Durante dos años le escribí afanosamente esas cartas; ninguna llegó a sus manos. Sin embargo, y a causa del olfato intuitivo femenino, pareció adivinar mi presencia, dándole universales rodeos. Entonces, un do-mingo veraniego, ella trató de acercarse hacia mí. No pude soportar el temblor de mi cuerpo al verla venir y lo único que atiné a hacer en ese momento fue desertar de mis pro-pósitos: eso me hubiera costado la vida, a no ser porque elegí un mal lugar para mi suicidio.

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A partir de ese domingo, Margarita Duarte sabía que yo andaba tras ella. Pero yo tenía la ciega certeza de que esto no iba a durar para siempre; las fuerzas de la natu-raleza vendrían en mi auxilio, dándome el valor que me faltaba —“todo”— para decirle lo que en estos trances se debe decir. Y, en efecto, se llegó aquel día por el que yo no conciliaba el sueño. No llevé cartas ni nada. Me armé del valor de un cocodrilo y enfrenté la situación. Me paré con la solemnidad de un héroe frente a ella, sudando no menos que un bloque de hielo expuesto a cuarenta grados de tem-peratura y, cuando estuve a punto de soltar esa frase de amor que la había ensayado más que una representación teatral y que me la había guardado para mis adentros por dos años, vi brillar un anillo enchapado en oro en uno de los dedos de su mano. Su mirada me confirmó que no sola-mente estaba comprometida, sino que ya se había casado.

—Eres un burro— me dijo. Y se fue para siempre.

Si alguien me hubiese visto en tal estado, de seguro que no habría hallado mayores diferencias entre un asno y yo. Esta única cosa que hubo de decirme en toda su vida, no significaba sino que también se había enamorado de mí.

Al día siguiente, antes de que raye la aurora, tomé la decisión. Busqué una cuerda resistente y me encaminé hacia una casa abandonada. Cuando llegué, no titubeé en anudar un extremo de la cuerda en la cumbrera y con el otro hice un lazo escurridizo que se encargaría de acabar con mi existencia miserable. Me subí a un altillo de made-ra, comparé el largo de la cuerda con la altura que había desde el piso hasta la cumbrera de la casa; era ideal para quedarme a un metro del suelo. Enrosqué el lazo en mi cuello y, con la serenidad que pocos conservan en estos ca-

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sos, me lancé al vacío. Sentí que el mundo caía sobre mí y que, efectivamente, quedaba a un metro del piso, pero no suspendido —tal y como lo había previsto—, sino enterra-do; las polillas habían trabajado tan tenazmente en toda la madera de la casa que no soportó el fuerte tirón y se des-plomó sobre mi humanidad. La gente que había escucha-do el estruendo me sacó a rastras de entre los escombros.

En comparación con lo que me significaría la muerte en un momento de tranquilidad y lucidez, que en un ins-tante de turbación como el que acababa de experimentar, considero que sólo sufrí insignificantes daños: dieciocho puntos para coser una herida en el cráneo, un par de cos-tillas rotas, un pie inservible, un brazo fracturado y tres días en estado de inconsciencia: “pequeñeces”. En tanto que Margarita Duarte quedaría irremediablemente impresa en los misteriosos laberintos de mi memoria.

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A la carga

Viene a mi memoria un diálogo que atrapé al vuelo cuando viajaba a la Costa del Pacífico en un autobús ati-borrado de gente. Aquello sucedió hace dos o tres años, mientras atravesábamos las aldeas esparcidas a orillas de un río bullicioso. Eran dos recién casados quienes conver-saban más o menos así:

—¡Perico! —¿Qué? —¿Me quieres?—Sí.—¿Cuánto?—Mucho.

El bus avanzaba como un pesadísimo paquidermo, ba-lanceándose peligrosamente en la trocha accidentada.

—¡Perico!—¿Qué?—¿Nunca me vas a abandonar?—Nunca.—¿Estás seguro?—Tan seguro como que dos y dos son cuatro.

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La película que pasaban era de Cantinflas, pero nadie la veía, pues el calor terminó enrareciendo el aire, que se transformó en una bocanada de vaho amoniacal.

—¡Perico!—¿Qué?—Dime cosas bonitas.—¿Cosas bonitas?—Sí… ya que dices ser poeta.—Bien— y se acordó de un viejo bolero—. Eres mi osito de felpa…—No me gusta lo de osito.—¿Entonces?—Piensa en otra cosa.

Ambos se sumieron en un silencio prolongado, pero la mujer volvió a la carga.

—¡Perico!—¿Qué?—¿Ya?—¿Ya qué?—¿Ya pensaste en lo que me vas a decir?

Perico no había pensado en nada.

—Ya— mintió.—Entonces soy toda oídos… —Si fueras una abejita, yo me chuparía la miel que llevas entre tus patitas…—¡Eso es muy hermoso, Periquito!

Después del diminutivo, la mujer apoyó la cabeza en el hombro del tal Perico y se durmió. Sin embargo, despertó sobresaltada.

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—¡Perico!—¿Qué?—¿No me vas a preguntar?—¿Qué cosa?—Si yo te quiero.—¿Me quieres?—Sí. Y mucho… Diez veces desde aquí hasta el cielo.

El mundo se detuvo al interior del autobús. Las luces, apagadas desde hacía un buen rato, habían dejado dormir a los pasajeros, que estaban extenuados por causa del in-clemente zarandeo. Una vocecita se escuchó de nuevo.

—¡Perico!—¿Ahora qué, Conchita? —¿Conchita? ¡Mi nombre no es Conchita!—Disculpa, Pera. Lo que pasa es que ando un poco ador-milado. —Bueno.

Un niño lloró en el regazo de su madre, que estaba sen-tada en los asientos intermedios, encima de los equipajes.

—¿Perico?—¿Qué?—¿Quién es esa tal Conchita?—Nadie… Una amiga. —¿Una amiga? —Sí, una amiga.—¿No me mientes?—No.—Mírame a los ojos.—¿Para qué?—Para comprobarlo.

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En medio de la oscuridad, Perico se esforzó por abrir los ojos para complacer a su mujer, que no se había comido ni una sola pizca del cuento de la “amiga”.

—¡Perico!—¿Qué?—¡Eres un cerdo mentiroso, un marrano hediondo…!

Y se armó un alboroto del demonio. Vinieron trasta-zos de ambos lados, tiradas de pelos, manotadas, rasgu-ños. Terminaron despertando a todo el mundo. Un viejo, furioso, lanzó un carajo. Cuando las aguas se calmaron, la mujer se acurrucó en el otro extremo del asiento. Pero luego comenzó a deslizarse de a poquitos hacia el dueño de su corazón.

—¡Perico!—¿Qué?—¿Me quieres? —…

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El botón dorado

El cuerpo de la muchacha estaba cubierto con una sá-bana blanca en una esquina oscura de la habitación. A pe-sar de la penumbra producida por las cortinas de las ven-tanas, que impedían el paso de la luz pálida de la luna de agosto, el teniente de policía Belisario Méndez percibió en el aire el implacable halo de la muerte. Había sido testigo de la cotidianidad de tantos casos como este, que no nece-sitó recorrer las persianas para saber que se trataba de un crimen pasional. Era un hombre de cincuenta y dos años, desgarbado, con arrugas profundas en la frente, mirada sombría y un bigote bien atusado. Los años dedicados al servicio policial le habían proporcionado un carácter seve-ro, rígido. Sus ojos, como dos manchas ovoides de una sus-tancia desconocida en un rostro erosionado por el tiempo, eran inexpresivos, fríos.

Tomó las declaraciones a una mujer obesa, envuelta en un grueso chal, que dijo ser la madre de la víctima, de una manera mecánica: ¿Quiénes eran sus amigos?; ¿quiénes, de ellos, conocían la casa?; ¿salía a los bailes con frecuencia?; ¿iba al cine los fines de semana?; ¿algún pretendiente em-pedernido la seguía cuando volvía del colegio?; ¿en dónde

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estaba usted cuando ocurrieron los hechos?; ¿llegaba de visitar a una hermana, dice usted?; ¿está completamen-te segura de que vio saltar al asesino desde la ventana?; ¿cómo pudo verlo deslizarse por la manzana del huerto si usted estaba a más de cincuenta metros de distancia, desde donde es prácticamente improbable ver esta parte de la casa?; ¿pudo notar, incluso, que llevaba puesto una chaqueta oscura?; ¿no serán alucinaciones suyas, señora? Comprendo su dolor, pero tiene que decirme la verdad. ¿Arrojó un objeto hacia el otro lado de la plaza mientras es-capaba?; ¿pero cómo pudo entrar si el pestillo de la puerta estaba puesto?; ¿que ella lo retiró porque no sabía…?

El teniente Belisario Méndez no se dio cuenta de que había empezado a importunar a la mujer con su aire de desconfianza ante sus respuestas, hasta que esta le inte-rrumpió de un solo tajo.

—Con todo respeto, mi teniente— dijo—, si no va a creer lo que le digo, ¿para qué carajo pregunta?

***

Inspeccionó el escenario del crimen con mucho dete-nimiento. Los muebles estaban desordenados y en uno de ellos había manchas frescas de sangre. Una cortina estaba rasgada por la mitad, prueba clara de la lucha entre la víc-tima, que aferrábase a la vida con uñas y dientes, y el victi-mario, que intentaba cumplir con su cometido a toda cos-ta. Sobre la cama, un montón de revistas de moda habían quedado a medio leer. El teniente Belisario Méndez iba anotando en una libretita de escolar todos estos detalles para analizarlos luego. Hizo una descripción minuciosa de la estancia, la disposición de los muebles, los objetos rotos y, sobre todo, los últimos desplazamientos de la adolescen-

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te, que podían seguirse por la estela de sangre que había dejado a su paso antes de morir.

El doctor Hipócrates Calvo, a quien habían despertado pasada la medianoche creyendo que aún podría salvarla, examinó el cuerpo sin vida de la muchacha. Daba saltitos de un lado para el otro, sostenía su quijada con el pulgar y el índice en gesto de profunda reflexión, se inclinaba, vol-vía a erguirse… hasta que se quitó las gafas que le daban la apariencia de un insecto ojeroso, miró al teniente con aire desolado y, como si acabara de haberlo descubierto, afirmó en tono de sentencia: “La han matado”.

En tanto, el teniente Belisario Méndez había quedado con la mirada absorta en un cuchillo de cocina que estaba junto a la víctima. El doctor le hizo un gesto de negación con el dedo.

—Nada tuvo que ver esa arma en el crimen— dijo.

El teniente frunció las cejas sin comprender aún que el doctor le estaba sacando de un error que podría ser deter-minante en el esclarecimiento del crimen.

—Las heridas son más angostas que la hoja de ese cuchi-llo— continuó el doctor—. El asesino utilizó otro.

Las manecillas de un reloj suspendido en la pared de la habitación dieron las dos. Al teniente le dolía la cabe-za. Bajó al primer piso y salió de la casa. Unos enormes eucaliptos crecían al otro extremo de la plaza, en un des-campado que se extendía hasta el horizonte. Merodeó por aquel lado, buscando el posible objeto arrojado por el ase-sino en su huida (había tomado en cuenta la declaración de la madre); no encontró nada. Las hojas de los árboles habían formado una gruesa capa acolchonada en el suelo. El aire helado que mecía suavemente las ramas de los gi-

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gantes australianos bajo el cielo tenuemente iluminado le estaba entumeciendo los muslos. Regresó a la casa y ahora se ocupó en revisar el manzano, bajo la ventana, por don-de supuestamente habíase fugado el criminal. Además de una rama quebrada… ¿recientemente?, no vio otra cosa. Sin embargo, al momento de girar para salir de allí, divisó en la base del árbol, en medio de las hojas secas, un botón dorado que estaba a punto de introducirse en la hojarasca. Lo recogió con mucha cautela, lo miró por ambos lados y lo guardó en un pequeño estuche de cuero que llevaba consigo.

***

La noche, con la luna desnuda observándola, estaba fría. Una suave brisa se levantaba desde el río y se dise-minaba por toda la comarca de San Blas. Camino a casa, después de haber reportado el crimen en la comisaría, el teniente Belisario Méndez trataba de armar aquel rom-pecabezas que se le había presentado. No obstante, o le sobraban piezas o no encajaban en el tablero. Se frotó los ojos, inclinó el sombrero hacia delante, sacó una cerilla, prendió un cigarro, aspiró con fuerza el olor del tabaco, expulsó una bocanada espesa de humo que vio elevarse ante su rostro y desaparecer, y luego avanzó por aquellas calles estrechas, laberínticas. No hubo andado ni cien me-tros y de repente se detuvo, como si hubiese encontrado algo muy valioso en su mente. Sin embargo, pareció des-ilusionarse de su hallazgo y retomó la marcha. Su silueta alta, deformada, enigmática, se recortó en el fondo de un callejón, para después perderse de vista.

A esa hora, uno que otro borracho tambaleábase en las calles. El silencio, como una masa amorfa y descomunal, envolvía toda la comarca. El teniente, que atravesaba el

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mercado de frutas, oyó un ruido de voces que entablaban una animada conversación. Se detuvo, ladeó el sombrero y disimuló estar haciendo guardia en aquel lugar. Mien-tras iba de una esquina a otra, con la cabeza metida entre sus hombros afilados, aguzó el oído y creyó escuchar que hablaban de alguien que había entrado completamente ex-hausto al bar La cueva del amor y que había pedido una ga-rrafa de aguardiente para él solo. Quienes conversaban, al advertir la presencia del policía, se alejaron sin voltearse, como si hubiesen sido sorprendidos en tanto planeaban un atraco.

Belisario Méndez, con su olfato perspicaz de puma viejo, se dirigió al bar. Las luces coloridas, la música, el olor inconfundible del alcohol, las minifaldas de mucha-chas pintarrajeadas que, más que ocultar, mostraban, le marearon. Aun así pudo dar una mirada escrutadora a to-dos lados.

Algunas mesas estaban vacías. ¿Había estado allí el asesino? ¿Y si ya se había ido? Era posible, pero no le cos-taba nada asegurarse de ello. Atravesó un largo pasadizo en el que habían improvisado cuartuchos amatorios con biombos azules, que no impedían escuchar los gemidos de parejas ardientes en sus desenfrenadas agonías de amor. Pero en uno de los últimos lechos reinaba un silencio sos-pechoso, como si Venus y Cupido no hubieran entrado en él. Allí podría haberse escondido el criminal. Llevó la mano a la cintura, retiró el revólver, lo rastrilló y entró como un bólido, apuntando con el arma. El cuadro lo dejó estupe-facto: una mujer de tetas increíbles había atenazado con sus poderosas piernas a un hombrecillo enclenque, a quien no le había dado tiempo a sacarse los zapatos y que, a pri-mera vista, parecía estar estrangulándolo sin misericordia.

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Entonces, en su confusión, el teniente hizo la pregunta más absurda del mundo a aquella masa de muslos enredados en un nudo humano.

—¿Qué están haciendo?— inquirió, en un arrebato de te-rror.

La mujer, con su prodigiosa cabellera tendida hacia un costado, lo miró con esa ternura que sólo ostentan aquellas mujeres que han repartido amor incondicional durante las incontables noches de su sacrificado oficio.

—Tirando— le dijo.

***

A las tres de la mañana, el teniente Belisario Méndez cruzó la verja de su casa. Le sorprendió ver encendidas las luces en la pequeña sala. ¿Sería su esposa que había quedado dormida, esperándolo? Abrió sigilosamente; los goznes de la puerta giraron produciendo un chirrido sua-ve. Frente a la ventana que daba al jardín, hundido en un sofá y con la cabeza entre las manos, reconoció a su hijo. Se acercó y le preguntó el motivo por el que no había ido a dormir a su habitación. Mirando siempre hacia los cristales opacos, este respondió que un insomnio le había arrasado el sueño y prefirió pasar la noche en la sala. El padre trajo un sillón y se sentó a su lado. Conversaron largo rato. Beli-sario Méndez estaba orgulloso de su hijo, que se perfilaba como un hombre virtuoso, honorable, digno. Entonces, no dudó en relatarle el infortunado fin que había tenido aque-lla joven en esa noche aciaga. Le contó todos los detalles del crimen y la dificultad que tenía para relacionarlos y obtener una idea más clara de cómo se había perpetrado el homicidio. El muchacho, mente lúcida y agudo enten-dimiento, escuchó con atención el relato del padre. Luego,

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enderezándose sobre sí mismo, le tejió una hipótesis sobre los hechos, que más que una conjetura tenía la forma de una verdad poderosa.

—El asesino, enamorado celoso— inició el joven—, toca la puerta, después de asegurarse de que está sola en casa. Ella lo hace pasar, pues no tiene la menor sospecha de la intención maléfica de esta visita. Sin embargo, está intran-quila porque su madre, que ha salido a casa de una herma-na, puede sorprenderles en cualquier momento. Suben a su cuarto; estando allí, él tendrá el tiempo suficiente para escapar sin ser visto, en caso de que llegue. Se abrazan y besan apasionadamente. Pero la muchacha nota una frial-dad extraña en los labios, las manos y todo el cuerpo de quien finalmente le segará la vida. Le pregunta si está en-fermo. Él responde que no, que está perfectamente bien, que son invenciones suyas. En ese momento, ella se vol-tea a buscar algo en un estante. Son segundos vitales para el victimario, quien le asesta tres golpes mortales por la espalda. La muchacha permanece unos instantes de pie, sin darse cuenta todavía de que acaban de matarla. Luego se desploma y en sus ojos queda grabada la pregunta que ya no podrá hacer: “¿Por qué me matas?” El asesino en-vuelve el cuchillo, baja hasta la cocina, coge otro, lo unta con sangre y lo deja al lado del cuerpo aún caliente. Rasga una cortina; será una señal de que no la apuñaló a traición. En seguida, deja tiradas sobre la cama revistas de moda que encuentra sobre un velador. ¿Quién sospechará que un enamorado estaba allí, si ella, en vez de retozar en sus brazos, prefería estar leyendo? Al final, esparce sangre por todo el cuarto, mancha un mueble; nadie dudará de que murió desangrándose lentamente. Cuando se asoma a la ventana, ve a una mujer obesa que está llegando. Se des-liza con rapidez por la planta de manzano, pero ya lo han

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visto. Llega al piso, recoge una piedra de regular tamaño y sale corriendo. Algunos metros más allá, la arroja lo más lejos que sus fuerzas le permiten; para el observador su-perficial, esta será el arma de la que acaba de deshacerse el criminal. Y escapa…

El teniente Belisario Méndez, boquiabierto, cayó en la cuenta, por primera vez, de que su hijo iba a ser un nota-ble detective. ¿Dónde había desarrollado esta habilidad? Seguramente se lo había aprendido de él. ¡Qué va! Él se había enfangado ingenuamente; era una cualidad innata. Habría que trabajarla con tenacidad, pulirla. Se imaginó leyendo el titular de un periódico: DETECTIVE MÉNDEZ HIJO ESCLARECE CRIMEN DEL SIGLO.

Un momento después, cuando el muchacho ya había subido a su habitación para intentar dormir un poco, el te-niente Belisario Méndez, que se había quedado en la sala, revisó con especial atención la chaqueta que aún llevaba puesta. Con cierto asombro por tan temeraria impruden-cia de su parte, se fijó en el espacio vacío que antes había estado ocupado por un botón. Entonces, se acercó a la chi-menea, sacó el estuche en el que lo había guardado y lo arrojó a las brasas aún vivas. Mientras el objeto delator se quemaba entre chasquidos crujientes, una mueca malévo-la deformó su rostro.

—Ninguna mujer se burla de mí— murmuró.

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A toda hora

IAntes de que el niño dé un paso fuera de la casa, una

voz estentórea resonó desde la cocina.

—¡Mi Sócrates!— exclamó—. ¡Acaban de hacerte la más vil estafa!

Era la abuela. El niño, pesaroso, dio media vuelta y re-gresó hacia la cocina, con pasos cortitos y lentos, sin alar-marse.

—Mira esto— dijo la abuela, indignada, mostrándole el pedazo de carne que él había comprado. Sólo entonces, el muchacho se dio cuenta de la gravedad del caso. Era una rodilla de res, recubierta apenas con pedacitos de carne. Puro hueso. Un engaño. El más grande de todos.

—Esto es un atropello— continuó la abuela, palpando con el revés del cuchillo la invencible tenacidad del hueso—. No se rompería ni con un barreno.

En ese momento, el niño comprendió por qué el carni-cero se había encaramado con un hacha de leñador frente al trozo de carne que habría de venderle, como si se hallase ante un roble sexagenario.

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II—Muy señor mío— dijo la abuela, encorajinándose delan-te del hombre ancho—. Vengo a que me cambie esta por-quería.

Sacó el hueso de su bolso de mimbre y lo dejó sobre la mesa. El carnicero, un cuarentón rollizo, se acercó con aire amenazador.

—Aquí nadie me viene con vainas— dijo.

La abuela se exasperó:

—O me cambia o le pego un tiro— dijo.

El carnicero se encogió de hombros.

—Abuela, este señor…—el niño quiso intervenir, pero la abuela lo interrumpió.

—No te inquietes, mi Sócrates— dijo—, que este pillo no volverá a hacer sus chanchadas con nosotros.

Sin dar tiempo al carnicero, se abalanzó sobre un cu-chillo corvo y enorme, capaz de convertir a un hipopótamo en un picadillo de ensalada, y empezó a destazar anchas lonjas de carne. El carnicero intentó detenerla, pero la an-ciana pizpireta lo detuvo en seco.

—Se me acerca y le sableo los cojones— dijo.

El hombre, intimidado por aquel cascarón de vieja, tuvo unos deseos irreprimibles de darle un proverbial puntapié en los cuartos traseros, pero una indecisión de úl-timo minuto lo contuvo. Caso contrario, la anciana hubiese salido a despanzurrarse muy lejos de su carnicería.

Unos minutos después, la abuela salió del estableci-miento con un prodigioso bolso de carne, mientras el car-

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nicero despotricaba contra ella. Antes de doblar la esquina, el niño le sujetó del brazo.

—Ese no fue el señor que me vendió el hueso— dijo.

La abuela miró hacia atrás, pensativa, vacilante. Al ver que la calle estaba desierta y nadie les seguía, aceleró el paso.

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Gloria

En la penumbra de la habitación, mientras fingía dor-mir, Regina Olivares tomó la firme decisión de matar al hombre que dormía junto a ella en el lecho matrimonial. Al escuchar su respiración estertorosa, casi penitente, en medio del aire soporífero que invadía la estancia, se figuró la cara que pondría su marido en el instante final, en el momento en que la suerte habría de estar echada en su contra. Sus ojos estarían pasmosamente abiertos; su boca; retorcida en una mueca de terror; todo su ser, petrificado por un pavor frígido que le iría recorriendo palmo a palmo cuerpo y alma.

La sola idea de verlo en estas angustiantes circunstan-cias le causó una profunda complacencia y le infundió un valor inusitado para llevar a cabo su plan. Tenía la certeza de que había llegado la hora de ajustar cuentas pendientes con el tipo que roncaba plácidamente al lado suyo y, más aún, poseía la inquebrantable resolución para cumplir con este “deber”. Pensó, entonces, en el hecho de cuán cerca-na puede estar de uno la fatalidad sin que se la imagine ni siquiera como una probabilidad remota, inverosímil. Y creyó que esta forma de contemplación final era un últi-mo miramiento para todo ser infausto cuyas horas en este

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mundo podían ser contadas con los dedos de las manos.

Se llegó la medianoche. El silencio cavernoso de la al-dea, apenas interrumpido por el canto monótono de los grillos y el agudo repiqueteo de una menuda garúa que empezó a caer repentinamente, no dejaría filtrar a través de su denso hermetismo ni el más leve ruido. Ni un grito; absolutamente nada.

El hombre, cuyo cuerpo abultado y grasiento estaba desparramado bajo las sábanas, cambió de posición, to-sió y estuvo a punto de despertarse, pero quedó de nuevo completamente inmóvil, sumido en un hondo sueño. Regi-na Olivares, acostada de medio lado, veía caer la llovizna a través de los cristales de la ventana. Sus ojos negros como el azabache dirigían una mirada serena, imperturbable. En su mente, mientras tanto, sus intenciones iban tornándo-se cada vez más claras, se moldeaban sin obedecer sino al deseo vivo de tomar una venganza implacable, alecciona-dora.

Abstraída estaba en estos pensamientos, cuando en el lapso de un parpadeo instantáneo creyó ver una sombra que se deslizaba rápidamente por detrás de las persianas, del lado de afuera. Pensó cerciorarse de si en verdad al-guien merodeaba por ahí, pero finalmente no lo consideró necesario, puesto que a esa hora nadie podía estar despier-to tan sólo para rondar patios y jardines ajenos. Además, ¿quién le garantizaba que lo que vio no fue sino una sim-ple ilusión suya, producto de la honda cavilación en que se encontraba? Siguió acostada, observando la parte del mar que desde ahí se vislumbraba y reuniendo dentro de sí el ánimo suficiente para de una vez por todas dar el golpe final.

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Unos instantes después, un débil haz de luz atravesó la superficie ajedrezada de la alcoba y fue a dar en la gaveta de un viejo escritorio. Precisamente ahí surgió una mano cuyos dedos, transfigurados por la tenue claridad, eran extremadamente largos, esqueléticos. Más que mano apa-rentaba ser una garra corva y afilada que, con gran sigilo, sujetó el jalador de bronce del cajón, hurgó en él y sacó consigo una daga refulgente con incrustaciones de plata en la empuñadura: era Regina Olivares quien, llegada la hora, se había levantado del lecho cubierta solamente con su bata de dormir para ir en busca del arma asesina. Re-gresó caminando con mucha cautela —el frío del piso pe-netraba como una espina sus pies descalzos—, se acercó al borde de la cama, se trepó en ella, se encaramó sobre la víctima, tomó el cuchillo con ambas manos y lo levantó con lentitud por detrás de su cabeza.

—Esto es por lo cerdo que fuiste con nosotras— susurró con rabia, haciendo rechinar los dientes.

Cuando la hoja acerada del arma empezaba su raudo descenso, cortando el aire verticalmente, la puerta de la habitación se abrió de par en par.

—¡Mamá!— exclamó la voz de una muchacha, que estaba de pie en el umbral y tiritaba de frío—. ¡Tengo miedo!

*** Gloria: sí, ese fue el nombre que le pusieron a la niña recién

nacida, a aquella masa sanguinolenta que se le resbaló por entre las piernas, causándole tal repulsión que estuvo a punto de arro-jar el estómago por la boca. Lo recuerda todavía, ahora que ve su silueta borrosa, recortada en el espacio vacío de la puerta.

Por aquella época, Regina Olivares era muy joven; una adolescente aún. Había cumplido los dieciséis años recien-

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temente y el mundo era para ella de un azul enceguecedor; la felicidad, el aire que respiraba mientras veía volar las gaviotas en los espléndidos atardeceres de los meses de verano. Gozaba de la protección de sus padres, ya entra-dos en años, se movía con plena libertad y disfrutaba de los pasatiempos triviales de hija única y consentida: tocaba el piano en la sala de la casa, subía a las terrazas para ver la vastedad del mar, recorría el muelle observando a los turistas, visitaba a sus amigas los fines de semana, iba a todos los estrenos de cine…

Sin embargo, todo habría de cambiar cuando, en uno de sus paseos por la playa, conoció a un joven de cabe-llos ondulados, ojos claros, tez pálida y ancha sonrisa. Lo único que supo de él, aparte de su nombre, fue que era aprendiz de marinero en un barco que por esos días ha-bía atracado en el puerto. Pronto surgió entre ellos una atracción mutua que, enardecida por la pasión febril de las almas jóvenes, se transformó en un deseo vivo, en una ne-cesidad imperante de estar siempre juntos. Con esto a su favor, el espíritu temerario del hombre de mar no tuvo que batallar mucho para acabar venciendo la resistencia pueril de Regina Olivares, que protestaba casi por compromiso: “¡Ten quietas esas manos! ¿Qué haces? ¡Suéltame, que voy a gritar! ¡Que me sueltes te digo! Esto no está bien. No me obligues a… ¡No, no…! ¡Ay…!”

Después de estas encarnizadas batallas de amor, las promesas iban hasta más allá de lo infinito. Nunca se sepa-rarían. Ni las fuerzas de la naturaleza, por más monstruo-sas que fueran, lograrían arrancar al uno de los brazos del otro. El muchacho habría de dejar la vida de marinero para consagrarse enteramente a Regina: le escribiría versos de amor en la arena, exaltaría su belleza, la llevaría cogida de

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la mano por los parquecitos del pueblo, despertaría todas las mañanas sintiendo el suave roce de su piel de nutria, no olvidaría nunca el susurrarle al oído: “Mi corazoncito de nieve”, como tanto le gustaba a ella…

No obstante, una mañana en que la bruma tardó más de lo debido en disiparse, el gran barco gris en el que había llegado desapareció de la playa; había zarpado al amane-cer y con él, el joven amante. Regina Olivares contempló, impasible, cómo sus ilusiones se esfumaban cual burbujas al contacto con la realidad. No lloró; las lágrimas se le vol-vieron al corazón y, ahí anidadas, formaron una ciénaga de rencores vivos. De este amor fugaz quedaría una niña como prueba irrefutable de su consumación.

Y ahora que la ve a trasluz, tiritando de frío y miedo en el quicio de la puerta, puede adivinar sus ojos límpidos e indesci-frables como los de su padre, el que tanta falta le hace pero que no ha de llegar ni siquiera a conocer.

La criatura nacida era hermosa a la vista de los abuelos maternos, los únicos que la quisieron de verdad. La madre, en cambio, respingó la nariz y se desentendió de la hija, como si no hubiera sido nada suyo. La niña creció al lado de sus abuelos, de quienes recibió el amor que la madre le había negado por completo. Pero cuando cumplió los seis años, los abuelos, embestidos por los achaques de la vejez, fallecieron casi simultáneamente, dejándola sola, abando-nada a su suerte. Desde entonces, solamente madre e hija ocuparon aquel caserón enorme, construido para que en él habitara por lo menos un centenar de personas, pero que ahora quedaba casi vacío.

Durante el día, la madre no hacía el menor esfuerzo por acercarse a la niña para insinuarle algún gesto de ter-

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nura o pronunciarle siquiera una palabra, pues estaba em-pantanada en un odio secreto que, como una plaga, le iba royendo el alma. Apenas si la aseaba y la vestía, ajustán-dole con furiosa irritación las tirillas del corsé a la espalda, crispando las manos, como queriendo ceñir aquel tierno cuerpecito. Aunque no hubiese querido reconocerlo, este resentimiento crecía gradualmente, sin ceder un sólo mi-límetro del terreno ganado. Y, al final, la certeza de que por culpa de la hija bastarda era una mujer inmensamente desdichada, sin otra oportunidad para ser feliz en la vida, bastó para que se formara una distancia insalvable entre ambas.

Nunca conversaban a la hora de comer; sentadas a la mesa, cenaban en silencio. Y poco a poco, Gloria, cuya ino-cencia de la infancia le había preservado hasta el momen-to de los sentimientos malsanos que albergaba la madre dentro de sí, fue adoptando también un carácter retraído, esquivo. Se dedicó a explorar todos los pasadizos laberín-ticos de la casa, los aprendió de memoria para no perderse, descubrió oscuras bodegas abarrotadas de trastos viejos, desenterró objetos impensados que habían sido relegados al desván por las generaciones pasadas de sus abuelos… En fin, escudriñó cada centímetro de aquella antigua cons-trucción. Todas estas actividades, que las realizaba con un entusiasmo único, terminaron por proporcionarle una na-turaleza completamente huraña, adusta. Y así creció, ajena al amor, la comprensión y los cuidados maternos, cosas que le hicieron echar de menos la ausencia inexplicada de su padre.

Todas los días, mientras iba de un lado para el otro, abstraída en la nimiedad de sus ocupaciones, se figuraba caminar al lado de él, cogérsele del brazo y trepar hasta

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su pecho, pedirle que Cómprame una muñeca, por favor, hacerle un berrinche en media calle, rodearle el cuello, en-suciarle la camisa blanca con los zapatitos enlodados, abo-fetearle con las manitas en la cara áspera y tensarle suave-mente el cabello ensortijado. Todo esto imaginaba, pero la imposibilidad de cumplirlo hacía que su ánimo desfalle-ciera. Una angustia desconocida se apoderaba de su joven corazón y se hundía en una tristeza insondable. Pese a ello, nunca se deshizo de la imagen del padre ausente; es más, acabó idealizándola de tal manera que pasó a formar parte de su universo fantasioso de niña solitaria.

Cuando Gloria cumplió los doce años, la madre aún conservaba una juventud radiante: sus mejillas mantenían ese rubor escarlata de cuando era adolescente; su cabello alborotado lo tenía recogido en una cola; sus formas opu-lentas se insinuaban sutilmente bajo sus vestidos de seda; todo su ser, definitivamente, emanaba un aroma a hembra en febril espera. Y del mismo modo que había conserva-do la lozanía a flor de piel, así también la aversión hacia su hija. Eso no había cambiado en nada. Pero sucedió un hecho que vino a trastornar sustancialmente esta rutina de ensañamiento maternal, para dar paso a una tregua que hasta llegó a parecerse al amor: conoció al hombre que ha de-jado de roncar bajo las sábanas, que ahora sí se ha despertado y que mira a ambas mujeres con sus ojos hinchados por el sopor de un sueño intranquilo y, además, interrumpido bruscamente, escrutándolas en la semioscuridad de la habitación, sin compren-der lo que está sucediendo.

Una tarde de verano de hacía dos años, en tanto retira-ba con el plumero una capa de polvo asentada en los mue-bles de la sala de estar, tocaron a la puerta. Malhumorada, Regina Olivares dejó la labor en que se había ocupado con

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la idea de hacer más llevaderas las horas interminables de aquellos atardeceres tórridos y acudió al llamado. Al abrir la puerta, apareció ante sus ojos un hombre de mediana estatura, sudoroso, el rostro marcado por las cicatrices de una viruela sufrida en el pasado, de cejas pobladas y frente lustrosa por sobre la cual comenzaba a insinuarse una cal-vicie inevitable. Se le calculaba entre unos treinta y cinco a cuarenta años. Llevaba puesto una camisa a rayas cuyos dos botones superiores, desabrochados, dejaban entre-ver un pecho nevado por una mata espesa de vello. Traía consigo una maleta enorme, como si hubiera llegado para quedarse de por vida.

Lo primero que hizo, después de haberse presenta-do ante la mujer como un tal Ignacio Farel, fue preguntar por don Rafael Olivares. Afirmó que en el pasado habían sido socios en una empresa pesquera, que habían sudado la gota gorda juntos, que juntos habían saboreado el fru-to de su trabajo, pero que sin embargo él había avizorado otros horizontes y se había marchado, que esa decisión no le había traído resultados del todo prósperos, que ahora volvía para enmendar el error y reanudar la antigua so-ciedad, que quizá podían... Regina Olivares, al escuchar aquel recuento, que a cada paso crecía en emotividad, lo interrumpió resueltamente:

—Mi padre murió hace seis años— le dijo.

El hombre palideció. El efecto de aquellas palabras le produjo la sensación de haber recibido una ruda bofetada. Lo lamentó. “¡Quién lo hubiera creído! Un hombre vivaz, emprendedor, hacendoso, conocedor de los recovecos de la vida, de sus dichas y asperezas, reducido ahora a un puñado de recuerdos”. Se rascó la cabeza en señal de pro-fundo pesar. Regina Olivares lo veía gimotear, desolado

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ante la magnitud de la inesperada noticia. En tanto esto, la tarde se había ido opacando con lentitud. Cuando Ignacio Farel, abatido, se dispuso a desandar los pasos que lo ha-bían llevado en un largo y penoso viaje hasta la casa de su viejo socio, Regina Olivares lo detuvo:

—Quédese esta noche en casa— le dijo—. Ya mañana, más sereno, verá lo que ha de hacer.

El hombre se lo agradeció efusivamente, pues no co-nocía a otras gentes de por estos lados y no tenía un lugar donde hospedarse. La mujer entró primero y luego, arras-trando penosamente su maleta gigantesca, Ignacio Farel, sin sospechar siquiera que no sería una, sino muchas no-ches las que habría de pasar en esta casa.

Y esta, que debe ser la última porque ella así lo ha decidido, ya no puede serla, pues Gloria, su hija, mira con sus ojos diáfa-nos como el agua cristalina desde el marco de la puerta, en tanto que el hombre se despabila por completo de aquel sueño pesado, obligándola de momento a echar por la borda el plan de cercenar-le la garganta.

La llegada de Ignacio Farel a la casa no sólo significó para Regina Olivares el término de su agitada espera de alguien que le apaciguara el fuego que le devoraba las en-trañas desde hacía tiempo, sino también la oportunidad de darle a Gloria un padre, alguien que intentara llenar el vacío de esos doce años vividos sin el menor asomo de cariño paterno ni de ningún otro, salvo el de sus abuelos, del que no le quedaba sino un recuerdo vago, que había ido escapándosele paulatinamente por entre los resquicios de la memoria y del corazón. Pero, esencialmente, repre-sentaba el fin de aquel encono irracional, inmisericorde, en el que se había empantanado absurdamente y al que había

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arrastrado a su hija. Ahora comenzaba entonces la espino-sa tarea de sacarla del fondo de aquel hoyo de resentimien-to al que la había inducido con su desamor.

Los días y meses posteriores a la irrupción de Ignacio Farel en la monotonía de su vida, Regina Olivares empleó todos los medios de los que dispuso para acercar a su hija a la alborozada vida conyugal que había iniciado con este hombre: hermosos regalos, paseos interminables, largas conversaciones, promesas imposibles, suntuosas fiestas... Todos estos métodos, sin embargo, le resultaron infruc-tuosos. La niña, que comenzaba a evidenciar las primeras formas de mujer, se obstinó en mantenerse distante a los regodeos de esta pareja que, por lo demás, le interesaba en lo más mínimo.

Para entonces, además de las insignificancias en las que perdía el tiempo y sin que nadie se lo haya enseñado, había aprendido a bordar. Escondida en algún punto se-creto de la casa y a salvo de cualquier mirada inoportuna, daba rienda suelta a su imaginación. Elaboraba vistosos tapetes con figuras de animales indefinidos; pájaros de co-lores que de repente se confundían con perfiles de peces inverosímiles, níveas gaviotas con cabezas de lechuza, me-lenudos leones con cuerpos de cerdo, esbeltas sirenas con tentáculos de pulpo... En fin, una suerte de fauna híbrida en cuya recreación empleaba sus horas libres, que eran to-das, por cierto. Pero de ahí a aproximarse a aquella mujer que se desvivía por prodigarle un amor que, a parte de tardío, era incierto; no, eso no.

Transcurrió un año y la madre no había logrado vencer el hermetismo en que se había encerrado la hija. La dulce dicha que experimentaba al lado de Ignacio Farel podía haber sido del todo completa, a no ser por este trastorno

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que, como una menuda piedrecilla en el zapato, empezaba a fastidiarle. Y cuando los recursos empleados para doble-gar la rebeldía de Gloria los creía agotados, se le ocurrió la idea de que la escrupulosa intercesión de Ignacio Fa-rel, haciendo las veces del padre que nunca había tenido, quizá ayudaría a rescatarla de aquella existencia huraña, huidiza, dañina. Entonces lo enrumbó en la tarea embara-zosa de restituirle la docilidad, de enseñarle el camino de regreso hacia el amor, de convencerle que una madre la esperaba para regalarle su ternura, que el pasado quedaba sepultado para siempre, que el abandono en que la habían tenido no volvería a repetirse; tarea que ella, Regina Oliva-res, no había sabido cumplir.

Y mientras trata de esconder el cuchillo sin ser descubierta en sus aciagas intenciones, observa al hombre y piensa en “lo bien que la cumplió, en el gran esfuerzo que hizo por devolver a su hija a una vida normal, sin complicaciones, en lo paternal de su comportamiento para con ella, en lo esmerada de su media-ción”.

Si bien Ignacio Farel no quiso en un principio aventu-rarse en esta misión, pues la consideraba una cuestión en-teramente personal, luego se mostró condescendiente con la petición de su mujer; no perdía nada con terciar en su favor. Más por el contrario, aprovecharía para ganarse su cariño, para simpatizar con esa muchachita que, como una sanguijuela, permanecía en actitud de permanente evasiva ante cualquier presencia. Entonces se inclinó de lleno a la labor de absolverla de la cerrilidad a la que estaba liga-da. Empezó por observar las nimiedades en las que recon-centraba un apasionamiento exacerbante durante horas completas de un tiempo vacío, sus extraños hábitos, sus lugares preferidos de la casa, su manía inquebrantable de

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ingresar en los jardines para arrancar las rosas más loza-nas e ir dejando un reguero de pétalos dispersos por todos lados... Continuó por coincidir “casualmente” con ella en cualquier sitio de la casa, por dirigirle una mirada, luego una palabra... Y así se le fue acercando, de a poquitos, que-damente, sin que ella lo notara, y cuando lo hizo, no le importó mucho, y es que Ignacio Farel ya había ganado un trozo tan extenso de aquel terreno inexplorado como para dejarse replegar otra vez.

Le llegó el momento, en consecuencia, de pisar el sue-lo quebradizo; hablarle de Regina Olivares, su madre; del amor que había acumulado para dárselo; intentar conci-liarla con ella; integrarla a la armonía de la nueva familia... Pero cuando iba a hacerlo, le picó un oscuro instinto pon-zoñoso, vaciló y, al final, no lo hizo, pues cayó en la cuenta de que Gloria había despertado como mujer: de pronto se le había abierto una boquita encarnada y llena, unos senos se le habían levantado dando dos sutiles golpecitos por debajo de la blusa, se le habían insinuado unas caderas afiladas y unos muslos nacarados, esbeltos, se le contor-neaban tras la sombra del vestido de lino. Y mientras Regi-na Olivares esperaba, gracias a la intervención de Ignacio Farel, ver a su hija venir y abalanzarse a su regazo, intacta de resentimientos, este no había hecho más que, valido de sus viles artimañas, ir asediándola con tenacidad, envol-viéndola en un círculo cada vez más corto, sometiéndola gradualmente con engaños arteros —quitándole un piojito del cabello y de la barbilla una pelusa, examinándole con aires de galeno un arañazo sufrido en el pie, riéndose de la gracia de su pequeña nariz, haciéndole tiernos cosquilleos en el muslo, buscándole los doce pares de costillas por en-cima del fino camisón, avanzando en ambas direcciones, ya ciego y con una ansiedad sofocadora anudada en la gar-

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ganta—, estropeando su inocencia, desgarrando su pureza con bestialidad, empujándola al abismo...

Cuando Regina Olivares se dio cuenta de la realidad, ya era demasiado tarde. Súbitamente, una rabia incontro-lable le envenenó la sangre; se apoderó de ella un furor de-mente, un deseo iracundo por destrozar a la alimaña con sus propias manos. Sin embargo, en los días y semanas si-guientes de haber descubierto esta infamia aparentó ni si-quiera sospechar la canallada que había cometido el hom-bre al que metió a su casa, a su cama, a su vida. Y es que en el instante mismo en que encontró a su hija, acurrucada en el ángulo húmedo de una habitación oscura, con el rostro empapado en lágrimas e intentando proteger sus muslitos mancillados, entrecruzándolos nerviosamente, supo cuál era su obligación, su último “deber”: cobrarse una venganza implacable, aleccionadora, que por ahora no puede realizar, pues su hija se le ha aparecido y ha echado a perder el plan. Sólo tie-ne tiempo de, encubierta por la penumbra de la habitación y las sombras producidas por el balanceo de los cortinajes, ocultar el cuchillo entre los pliegues de su bata de dormir e ir a ver a Gloria, que tirita de frío y miedo en el umbral de la puerta, en tanto que el hombre cuyas horas habían estado a punto de llegar a su fin vuelve a sumergirse en un sueño agitado, jadeante.

*** Al cabo de tres meses de este intento frustrado de

venganza, Regina Olivares, firme en su propósito inicial, concibió el plan definitivo para castigar con brutalidad —como brutal fue su delito— al tipo que, con un cinismo deplorable, siniestro, se había adueñado arrogantemente de los espacios más privados de la casa, que invadía con pisadas desdeñosas la intimidad de sus secretos, que lle-vaba la frente levantada como si nada hubiera sucedido,

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que ocultaba con descaro la ruindad de aquel ultraje suyo, que aniquilaba la última brizna de piedad que podía caber a estas alturas en el alma del verdugo, que transformaba su condena en la más abominable de todas.

El plan maquinado por Regina Olivares, así como sen-cillo, era implacable: una previa confabulación entre ella y su hija en contra de Ignacio Farel, un paseo de campo para los tres, una vieja cabaña preparada con anticipación para refugiarse durante el tiempo que durara la excursión, unos resecos fardos de heno acantonados apropiadamen-te en ella, una artificiosa distracción a la víctima, una lata de petróleo esparcida a toda prisa, una cerilla encendida, una llama fulgurante, un hombre atrapado entre sus ve-tas abrasadoras, su purificación y, al final, un desagravio cumplido...

Esta tarea, que en su mente la veía ya realizada, se le facilitó aun más, pues ahora —quedó ya dicho— tenía a la hija de su parte. Habían conformado una alianza secreta, una sociedad imperceptible cuyo carácter velado se debía justamente a las inconveniencias que podía traer su descu-brimiento. Si Regina Olivares no había encontrado la for-ma para, en nombre del amor materno, atraerla hacia su lado, sí lo había hecho para rebelarla en contra de Ignacio Farel, para tramar su final. Y esforzándose por mostrar-se siempre cariñosa ante él y no despertar ningún tipo de sospechas, lo organizó todo, puso un afán especial en la preparación de cada detalle y, cuando vio que esta primera parte del trabajo había quedado concluida, dio inicio a la etapa decisiva, aquella en que no había lugar para admitir-se ni el menor gesto de contemplación.

Cuando Regina Olivares se lo propuso, Ignacio Farel no se resistió a la idea de tomarse un aire nuevo durante el

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fin de semana, de rehuír al bochorno asfixiador de aquella casa antigua en la que permanecía recluido haciendo nada. Así que llevándose a Gloria casi a rastras, como lo habían hecho siempre, dejaron la casa de la playa y se internaron, después de un viaje de tres horas en autobús, en las prime-ras estribaciones de la sierra. Ignacio Farel iba, por entre la ventanilla semiabierta, aspirando la fragancia olorosa que emanaban unas flores de color violeta, grandes y acampa-nadas, de los valles cubiertos de cosechas doradas, de la tierra húmeda, de la bruma que empezaba a evaporarse en las colinas. Al percibir esta mezcolanza de agradables aromas, las aletas de su nariz se sacudían, ansiosas por acaparar todas estas exhalaciones delicadas. Regina Oli-vares, que notó su profundo éxtasis, comprobó, entonces, que esta actitud era quizá un presentimiento del ser que en lo más hondo de sí sabe que no ha de respirar por mucho tiempo en el mundo de los vivos.

Se instalaron en aquella cabañuela cerca del mediodía de un sábado transparente, limpio. Una quietud total en-volvía el lugar. Por un costado de la casucha corría, apaci-ble, un pequeño arroyo; por el otro se extendía un tupido bosquecillo hasta perderse de vista en una hondonada del terreno; unas madreselvas rosáceas se trepaban silenciosa-mente a los troncos de los árboles; la fauna silvestre estaba adormilada en algún secreto recodo del bosque, pues no se oía ni un gorjeo ni un chillido ni una nada. ¡Cuánta falta le había estado haciendo el contacto con la naturaleza...! Ignacio Farel tuvo la corazonada de que iba a pasar un fin de semana espléndido, único, inolvidable. Aquel mismo día, no obstante, Regina Olivares empezó a desenvolverle el destino que le tenía preparado.

Fue precisamente ella quien sirvió el almuerzo. Y

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mientras comían, notó que Gloria había cobrado una livi-dez extraña. Sintió miedo de que no poseyera las agallas necesarias para cumplir con su papel, para recuperar parte de su honra violentada. Mas contrariamente al temor de la madre, la hija se comportó mucho mejor de lo que exigían estas circunstancias, pues a la señal pactada entre ambas, Gloria pareció hastiarse de la comida, se desentendió del pedazo de pollo que había empezado a mordisquear, se levantó del taburete en el que se había sentado y salió de la cabaña. Regina Olivares e Ignacio Farel se miraron.

—Ya la conoces— dijo la primera—. Son cosas suyas.

Cuando terminaron de almorzar, ya solos, se extravia-ron en una conversación enrevesada, sostenida sin mucha convicción, salpicada de recuerdos imprecisos, nostalgias rancias, confesiones sin importancia... Pero en ese mo-mento, Ignacio Farel se dio cuenta de que hacía más de una hora que Gloria se había ausentado. ¿Y si algo malo le había sucedido? ¿Acaso conocían aquel lugar? ¿Sabían los peligros que encerraba? ¿No era preciso ir en su bús-queda? Todo esto se lo comunicó a Regina Olivares quien, ocupada recogiendo el mantel, se angustió. Esta le pidió, entonces, que saliera a buscarla por el lado de la orilla del bosque, ya que ella, una vez juntada la vajilla, iría hacia el otro costado, por donde corría el arroyo. Ignacio Farel cruzó la puerta, presuroso: empezaba a ensartarse en el anzuelo.

Regina Olivares hizo a un lado la ruma de platos su-cios y corrió al rincón en el que había escondido días antes la lata de petróleo. La abrió y comenzó a rociar los fardos de hierba, las paredes, el piso, algunos objetos que habían sido abandonados por un dueño desconocido: sillas destar-taladas, pedazos de mesas, tabiques empotrados... y mien-

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tras preparaba el terreno para consumar su venganza, se reía para sus adentros del tipo que en ese instante estaría buscando a Gloria, que la hallaría sentada a la sombra de un pino, que la traería de vuelta a la cabaña, que entraría por delante sin siquiera recelar que Gloria correría el ce-rrojo de por fuera, que ella, Regina Olivares, escaparía por la puerta trasera cerrándola también, que él, Ignacio Farel, acabaría atrapado, ardiendo como una antorcha humana y pagando una a una sus bajezas.

Pero en tanto imaginaba el fin perfecto de su plan y echaba las últimas gotas del combustible sobre la super-ficie interior de la cabaña que, ya de por sí, era una yesca, su cuerpo se estremeció en una convulsión de terror: dos miradas inquietantes, graves, la acechaban desde el quicio de la puerta. Su mente se resistió a creer por un instante lo que sus ojos veían: era Gloria que, de pie como una estatua al lado de Ignacio Farel y sintiendo el palpitar sutil de una nueva vida que le crecía en las entrañas, había resuelto, desde que lo supo, no privarle el derecho a un padre, y sostenía entre las manos una cajita de cerillas.

Ahí mismo, Regina Olivares se acordó de la aparición intempestiva de Gloria la noche en que iba a acuchillar a Ignacio Farel y comprendió que no había sido el miedo que dijo sentir el motivo real que lo había llevado hasta su lecho, sino que la verdadera razón había sido otra: impedir el asesinato. Corroboró con amargura una idea suya que le pareció lejana, como pensada en otra vida, pero que era una verdad innegable: el hecho de cuán cercana puede estar de uno la fatalidad sin que se la imagine ni siquiera como una probabilidad remota, inverosímil.

Esta idea, sin embargo, ya no le habría de servir de mucho, pues antes de que alcance a reaccionar de alguna

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forma, oyó el rasgar de un fósforo contra el costado de su caja y el nacimiento de una chispa vivaz, impetuosa. En ese momento, con Regina Olivares dentro, la cabaña ex-plotó en una llamarada azul.

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El ajedrecista

Una de las interminables y frías tardes de julio, cuan-do yo cursaba el segundo grado en el Colegio Nacional de Varones, nos cayó de improviso el profesor de Educación Física y, dirigiéndose a todos los alumnos con su voz chi-rriante, nos dijo: “El concurso de ajedrez se inicia la próxi-ma semana. El costo de la inscripción es de cincuenta cen-tavos”. Y, una vez sacado su registro, se dispuso a anotar los nombres de los muchachos que quisieran participar. Algunas manos se levantaron en señal de disposición para el concurso. Aurelio Maquedo, mi amigo, insistió tanto en que yo participara en la competencia, que terminó pagan-do mi inscripción. El caso estaba cerrado; se había inverti-do la respetable suma de cincuenta centavos y a partir de la semana entrante los cargaría en mi conciencia si no me desempeñaba como un experto y hábil ajedrecista.

La expectativa creció como fuego en pólvora. El con-curso constaría de dos fases: la primera; de enfrentamien-tos internos, de la que saldría un campeón de cada aula, y la segunda; de un duelo intercampeones, que disputarían un premio de veinte soles, gloria que deseábamos alcanzar sobre todas las cosas.

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Un día antes del concurso me invadió una especie de preocupación siniestra: no sabía jugar ajedrez. Es más, nunca había escuchado de la existencia de tal cosa.

—Es un asunto que se puede solucionar— me dijo Aurelio Maquedo. Sacó un pequeño tablero de ajedrez y algunas de las piezas que aún quedaban—. Yo te enseñaré.

Se acomodó en un gracioso banquito de madera, que tenía la forma de una tortuga, y respiró profundamente.

—Lo más importante en este juego es que debes conocer tres cosas— me dijo. Y comenzó con la lección—. Primero; antes de mover una pieza, calcula que haya pasado por lo menos media hora desde la última jugada del rival. Si pier-des, habrás sido un hueso duro de roer. Segundo; mantén la mirada, tan pero tan atenta en el tablero, como la de un buey desahuciado, y preocúpate mucho de no quedarte dormido. Y tercero; consigue confortables almohadillas para que te las coloques en el culo, porque en este juego puedes pasarte sentado la vida entera sin que alguien gane.

Después de estas “vitales lecciones enciclopédicas”, me enseñó algunas cuestiones técnicas establecidas acerca del juego.

—Para que no se te ocurra mover las piezas del rival— me dijo.

Hubiese cometido las peores ridiculeces de mi vida, a no ser por lo que sucedió luego.

Se llegó el primer día del concurso. A todos los par-ticipantes nos instalaron en la biblioteca del Colegio. En cada mesa había un tablero de ajedrez con sus respectivas piezas que, por supuesto, me eran completamente desco-

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nocidas. Solamente podía jactarme de conocer al caballo —por razones obvias, claro—. En las mesas contiguas a la mía empezó el juego. Pero pronto caí en la cuenta de que algo andaba mal para mí, aunque en realidad fue lo mejor que pudo haberme sucedido; mi contendor no había llega-do. Mi corazón dio un vuelco de alegría. Quedé automá-ticamente clasificado para seguir jugando al día siguien-te. El optimismo había crecido con tanta prisa en Aurelio Maquedo, que me hizo la firme y sacrificada promesa de no despreciar la media parte del premio que, de seguro, habría de ganar yo. Y la algarabía fue todavía mayor para mi amigo, cuando al día siguiente tuve nuevamente la des-dicha de no demostrar mis dotes de ajedrecista, ante la au-sencia de mi adversario de turno.

Luchando de esta forma, tan “arduamente”, estaba cla-sificándome para disputar la final. Pero allí me esperaba lo que el destino había eludido para mí hasta ese momento: jugar una verdadera partida de ajedrez. Mi competidor ha-bía de ser un muchacho al que apodaban El Mago. Era muy bueno en este deporte; no había necesitado más de cinco minutos para derrotar a sus contrincantes. Sin embargo, y no supe cómo, mi fama también había crecido. Corrió el rumor de que mis contendores habían tomado la acerta-da decisión de no enfrentárseme, porque lo consideraron como algo así de la misma magnitud de un suicidio. Así que ambos jugadores, antes del encuentro final, teníamos sólidos argumentos como para sentirnos vencedores. No obstante, yo me veía obligado a tomar la última decisión.

Al siguiente día, faltando media hora para que inicie la partida definitiva, me enfrenté a la realidad: resolví no asistir. Seguramente encontraría algún pretexto para justi-ficar mi actitud. Habían pasado ya algunos minutos de la

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hora fatal, cuando un enérgico golpe abrió la puerta de mi cuarto de par en par. Apareció ante mis ojos un espectro humano; era Aurelio Maquedo, que había corrido como un galgo.

—¿Qué pasa, hermano?— me dijo—. No seas mula. El Mago ha desertado y a ti se te da por encerrarte.

Corrimos hacia el Colegio y llegamos a tiempo. Mi amigo se retrasó un poco para que no se dieran cuenta de la jugada que acabábamos de hacer. Expliqué que el moti-vo de mi tardanza era por los gajes del oficio; todos creían que trabajaba en una panadería, cuando en realidad lo úni-co que hacía era comerme los mendrugos que hallaba en ella.

Recibí el premio de campeón de ajedrez con un so-lemne saludo al público, haciendo una reverencia al estilo de monje budista, casi golpeando la frente en el piso. Nos repartimos el premio con mi amigo y, dos días después, escuchábamos decir por todos los demás que El Mago se había orinado de miedo al saber que me tendría de rival, puesto que, las tres cuartas partes del día en que se hubo de jugar el encuentro final, el pobre tuvo que pasárselas sentado marcialmente en un retrete, a causa de los tormen-tos implacables de una inesperada diarrea apocalíptica.

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¿A quién se llevan a enterrar?

Después de tomar el café vespertino preparado por él

mismo, el doctor en Letras Hispanas Álvaro Rodrigo, jubi-lado hacía dos décadas, desentierra de un antiguo baúl de madera su único gabán, que ha sobrevivido a los rigores del tiempo y a la voracidad de las polillas, lo desenvuelve cuidadosamente, retira una delgada capa de polvo que se le ha impregnado y se lo pone con la parsimonia de un buey sin ilusiones. Luego guarda el librito de tapas estro-peadas que acaba de leer, se quita las gafas montadas en azogue, las pone en un estuche de cuero y, cuando des-cuelga mecánicamente el viejo paraguas que ha colocado en un garfio clavado detrás de la puerta, le asalta un vago presentimiento, una corazonada indescifrable que le petri-fica los huesos. Un dolor punzante, metálico, que le hace castañetear los dientes, se le clava en las articulaciones de las rodillas.

Aun así sale de casa, baja por una callejuela que da en el otro extremo al Colegio de los Franciscanos, se hace lustrar los zapatos en la Plaza 28 de Julio, compra un ramo de hor-tensias en una florería, atraviesa los jardines municipales del pueblo con paso imperturbable y continúa su marcha a pie, como lo ha hecho durante todos los fines de semana de

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los últimos cuarenta y dos años de su vida en los que, con una puntualidad mística, ha visitado la tumba de Alina Be-lén, su mujer, muerta por haberse tragado accidentalmente un alfiler oculto en un plato de judías guisadas.

Es una de esas tardes invernales que hacen doler el corazón. El cielo gris se ha empeñado en dejar caer una llovizna tétrica, que lacera el ánimo. El paraguas desven-cijado del doctor Álvaro Rodrigo no le ha servido de mu-cho, pues parece un pájaro ensopado dentro de su oscuro gabán, mientras avanza por la extensa avenida hacia el cementerio público. El aire acuoso, pesado, como una bru-ma tangible, ha copado sus pulmones por completo. De pronto, un Peugeot blanco se desliza, silencioso, en la pista enjabonada, pasa al lado suyo y se detiene algunos metros más adelante. Desde la ventanilla del auto, una voz que no puede reconocer le grita:

—Déjese de vainas, doctor, y suba, si no quiere coger un resfriado del demonio.

Es indudablemente algún conocido suyo, pero él no acude al llamado. Sólo se limita a hacer una reverencia en muestra de gratitud por el generoso ofrecimiento e, inmu-table bajo aquel aguacero bíblico, sigue caminando con su andar desafiante, altivo. “Alina, ¿adónde te me has ido? Ni siquiera me hablas. ¿Hasta cuándo he de esperarte?”, piensa inconscientemente. Y al traerla a la memoria, se ex-pande ante sus ojos la realidad trágica en toda su dimen-sión. Entonces echa de menos su irremediable ausencia, el hondo vacío que ha dejado, la parte de él mismo que se ha llevado a la tumba.

La había conocido en una pensioncita de tercera, allá en su juventud. Alina Belén, hija de la dueña de la pen-

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sión, era entonces una adolescente delgada, ligera, que se esforzaba grandemente por prepararle el mejor filete de carne. Cada vez que lo veía llegar y sentarse a la mesita del fondo, hacía a un lado cualquier cosa en la que estuviera ocupada e iba a atender personalmente al muchacho que se había aparecido súbitamente en aquel pueblito olvida-do, incorpóreo, presente con su silueta imprecisa sólo en la memoria de las pocas gentes que recorrían sus estrechas calles de tierra.

Bastaron sólo algunos meses para que empezaran a amarse como ninguno de los dos hubiera imaginado. Se escribían versitos encandilados de pasión en las serville-tas, veían juntos los crepúsculos veraniegos desde la te-rraza, protagonizaban encarnizadas partidas de dominó que, por lo común, concluían en feroces batallas amorosas y, así, habían ido descubriendo a tientas los más insospe-chados misterios del amor. Hasta que un buen día, Álvaro Rodrigo la pidió en matrimonio y se la llevó consigo para siempre.

Ahora que camina bajo la lluvia, como un sonámbulo exento de sensibilidad, lo recuerda todo; los primeros años de vida en común, las camisas blancas alineadas con una minuciosidad matemática por la mano de su compañera, los tazones de café preparados a cualquier hora de la no-che, el cabello suave y oloroso esparcido sobre la almohada de la alcoba, dos bracitos bronceados rodeándole el cuello cariñosamente, una sonrisa infantil asediándole a toda hora, un ataque pueril de celos fingidos... Y luego, aquel almuerzo aciago en un restaurante cualquiera, el plato de judías guisadas que tanto le gustaban y el fatídico alfiler atravesándole las vísceras... Lo ve claro. Siente como si de pronto todo aquello estuviera ocurriendo en este mismo

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instante. Pero sabe que no es cierto, sabe que no lo es.

Cae en la cuenta de que tiene los calcetines empapados dentro de los zuecos. Sus pies están congelados. Todo su cuerpo lo está. ¡Pero qué importa eso ahora! Sus manos en-tumecidas sujetan trabajosamente el ramo de flores que ha comprado para llevar a su mujer. Sin embargo, sigue reco-rriendo esa avenida resbaladiza, que parece haberse hecho irremediablemente extensa. De repente, un parloteo impe-tuoso le hace levantar la mirada y ver que, en la esquina próxima, doblando perezosamente, un entierro acaba de encauzarse en la calle que lleva al cementerio.

Sigue al cortejo a una distancia prudente durante un cierto rato. Las personas que lo conforman no pasan de treinta; las ha contado de un vistazo. Van hombres que pa-recen novios: levita azul, botas nuevas y corbatas de vivos colores, mujeres con atavíos santurrones, niños rollizos y uno que otro anciano apoyado en su burdo bastón. Pero nota algo extraño en todos ellos: conversan tan arrebata-damente que dan la apariencia de estar yendo en una ca-ravana de feria. Ni siquiera ve el menor asomo de congoja. No hay gemidos de dolor ni llantos ni mucho menos. Los ha observado con minucia, pero cree no reconocer a nadie. Sin embargo, el comportamiento insólito de este séquito hace que le invada la curiosidad. Entonces alarga el paso y alcanza a dos niños que, entretenidos jugando con el agua, se han rezagado del curioso cortejo.

—¿A quién se llevan a enterrar?— les pregunta, señalando al féretro.

Ni siquiera se voltean. Como si no lo hubieran adver-tido, siguen salpicándose los pantaloncitos con el agua de los charcos. El doctor Álvaro Rodrigo se indigna ante

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aquel desaire. Los deja atrás y se acerca solapadamente al pequeño grupo. Una mujer rechoncha, con traje malva y sombrero de fieltro, le comenta excitada a un viejo que va a su costado: “¡Los monos son los animales más inteligentes! ¡Se lo aseguro!” El viejo, escéptico, carraspea varias veces y contesta: “Eso depende”. La mujer se sobresalta: “¿De-pende de qué?”. El viejo mira al cielo: “De cuán instruidos anden los loros”, responde. Y se pierden en una discusión tan acalorada como frívola. El doctor Álvaro Rodrigo no cree oportuno interrumpirlos y avanza hacia el frente. Su presencia parece pasar inadvertida; nadie se fija en él. Pero se equivoca. Uno de los hombres que carga el ataúd lo está mirando con el rabillo del ojo. Lo está examinando. Final-mente lo llama con una señal. El doctor Álvaro Rodrigo se aproxima y, sin darse cuenta, es arrastrado por el extraño hasta debajo del cajón.

—Ayude, hombre de Dios— le dice—, que este difunto pa-rece ser de plomo.

Sorprendido por la brusca inclusión en la cuadrilla de cargadores, el doctor Álvaro Rodrigo apenas tiene tiem-po para encargar el paraguas y el ramo de hortensias a una niña de vestido de encajes que va a su lado. Coloca el hombro en el filo de la madera con olor a pintura fresca y comprueba lo que acaban de decirle; el peso es insufrible. Nunca ha cargado un ataúd y, menos aun, con un muer-to dentro. Empieza a sudar profusamente. La respiración se le acelera. No han andado ni cincuenta metros y ya su hombro es una herida en carne viva. Entonces aprovecha para, al menos, dirigirse al hombre que lo ha puesto en este aprieto y preguntarle:

—¿A quién se llevan a enterrar?

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No halla respuesta. El hombre ha girado la cabeza y se ha desentendido de cualquier intento de conversación. El doctor Álvaro Rodrigo cae en la cuenta de que los únicos que no conversan son quienes han quedado debajo del fé-retro; tienen los rostros compungidos, el mojado cabello les cae en alborotados mechones sobre la frente y caminan arqueando las piernas, vacilando a cada paso en el pulido pavimento. La lluvia, que había cesado un poco, ha vuelto a arreciar. Escucha su tamborileo amortiguado en la su-perficie exterior del cajón. “¿Y si hay alguna ranura por la que está penetrando el agua?”, piensa. La idea de que el muerto vaya a ahogarse le alarma. Pero de inmediato se percata de la estupidez de su pensamiento.

El desfile fúnebre se ha hecho lentísimo. A él le due-len todas las costillas del lado que soporta el peso. Y el hombro, que ni se diga; es una magulladura cárdena. En ese instante nota que el sujeto que lo había involucrado en tan penosa labor ya no está; su lugar lo ocupa ahora un muchacho de tez pergaminosa con finísimo traje negro de poeta. “¿Y a mí nadie piensa reemplazarme?”, masculla. Siente unos deseos irreprimibles de llorar; sí, llorar como un niño que ha ensuciado los pañales con sus propias mi-serias. ¿Pero qué secreto instinto lo mantiene atado a tan pesada carga? ¿Por qué no se suelta de una vez por todas? ¿Algún interés oculto? ¿La pura curiosidad? Entonces tie-ne la esperanza de que este muchacho que se ha unido a la cuadrilla penitente pueda darle alguna respuesta. Desen-rolla la lengua con un chasquido:

—¿A quién se llevan a enterrar?— pregunta.

Pero otra vez el silencio; ninguna réplica. Entonces se libera. Poco o nada le concierne el cargar con los despojos de quien ni siquiera sabe el nombre. Retoma su paraguas

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y el ramo de hortensias, que la lluvia ha ido echando a perder de a pocos, se abre paso entre el cortejo y pasa hacia delante. Pero cuando está a punto de dejarlo a sus espal-das, nota que en la fila de vanguardia, rodeado por tres ajadas coronas de rosas lánguidas, un viejo alto y magro, de espesa barba gris y ojos vidriosos, lleva entre sus ner-vudas manos una cruz tallada con tosquedad. En el brazo horizontal de esta hay una inscripción con caracteres va-cilantes, trazados a puño y letra. El doctor Álvaro Rodri-go, impaciente, se acerca y mira el epígrafe. Una repentina convulsión agrieta su rostro. Piensa en las hortensias que deberá llevar a la tumba de Alina Belén. Y le viene a la memoria el presentimiento indefinido que le asediara al salir de casa. Tarda en comprenderlo. Su mente se resiste a aceptarlo. Pero de pronto se siente etéreo, volátil, intangi-ble. “¡Con que era para esto!”, exclama.

Sin embargo, guarda una esperanza última, secreta, un postrero subterfugio. Pero cuando observa otra vez la cruz, inequívocamente impreso con letras verde oscuras desteñidas por la lluvia, vuelve a leer el nombre:

Dr. Álvaro Rodrigo

Y debajo, completamente ilegibles, unos numeritos que indican la fecha del fallecimiento. ¿Cuánto tiempo hace que está muerto? No lo sabe con certeza. Pueden ser sólo unos días, quizá unos años o tal vez lo está desde que murió su mujer.

Cae de rodillas y mantiene fija la mirada en su propio féretro, que ha llevado personalmente en hombros, y que ahora ve avanzar lentamente en medio de aquella llovizna críptica. Para entonces, él es sólo ya un recuerdo rancio, un bostezo acre, un puntito en la nada.

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En la línea 19

Un autobús de transporte urbano es un microcosmos,

un mundo en menudas proporciones, un pequeño univer-so rodante. La única diferencia considerable y, por supues-to, demasiado notoria con respecto al otro —el mundo ex-terior— son sus dimensiones. Por lo demás, son muchas las particularidades que los hacen similares.

En primer lugar está el creciente problema causado por el hacinamiento incontrolable: cuando uno toma el autobús para ir al trabajo o para regresar de él, lo prime-ro que sabe con certeza es que acabará tan jodidamente aplastado contra los demás pasajeros, que parecerá salchi-chón de marrano en feria de jamones. Luego, y como con-secuencia de este primero, deviene un inconveniente tan o más dañino que el anterior: la política del haber convertido en un principio de vida el refrán “A río revuelto, ganancia de pescadores”. Está representada por el tipo que aborda el autobús en una esquina cualquiera de la ciudad y, ubicán-dose estratégicamente dentro del vehículo, aprovecha la ocasión para manosear con lujuria los cuartos traseros de las damas, quienes protestan inútilmente, No sea idiota y fíjese bien dónde pone las manos, Disculpe, señora, que no fue esa mi intención, yo sólo andaba buscando el pasama-

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nos para sujetarme. Únicamente se oye la voz del atrevido, quien pensando para sí: “¡Pero qué ancas!”, no repara en bajar en la parada más próxima para evitarse pleitos. Otras mujeres, que escucharon sin proponérselo las quejas de la dama agraviada y las dudosas disculpas del insolente, se le acercan a la primera para solidarizarse con ella y decirle al oído, No se deje engañar otra vez, mujer, que el tipo que anda buscando dónde sujetarse no hace más que estrujarle las nalgas a una.

Además de estos ejemplos, que prueban que un auto-bús de transporte público es un universo diminuto, con to-das sus cosillas y aderezos, sus oscuras confabulaciones y sus trivialidades, existen muchos más: está el hombre que, sumamente irritado, le asesta un manotazo en la cabeza al conductor, pues este se ha detenido diez metros más allá de donde comúnmente baja el iracundo individuo; el niño andrajoso que canta una copla marcando el compás con dos conchitas y que alarga su mano en espera de una mo-neda; los compungidos rostros de los pasajeros, que tienen la irreprimible sospecha de que no son sólo bocanadas de aire puro lo que están respirando dentro del bus; el ven-dedor de frotaciones que, mérito a su locuacidad, acaba adosando al inocente pasajero ungüentos elaborados con el sebo de los más inconcebibles reptiles y que, en boca del pregonero, contienen tales bondades curativas que poco o nada le faltan para igualar a los extraordinarios poderes del elixir de la vida…

Sin embargo, y casi a modo de notables excepciones, están también algunos detalles de la más alta cortesía. Sólo traigo a colación algo grato que observé un día: un escolar le cede el asiento al dependiente de un supermercado, que acaba de tomar el autobús en la parada anterior. Cuando

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este se inclina dispuesto a sentarse, cae en la cuenta de que al lado suyo va de pie y a duras penas una señora menu-dita. Entonces repite el gesto del muchacho y consiente en que ella sea quien ocupe el asiento. La mujer se acerca, pero no decide disponer de la butaca, pues ha visto a un ancia-no que va penosamente colgado del pasamanos. Después de haberle llamado, ella le pide al viejecillo arrellanarse en el espacio libre. Este, que ha ido sintiendo durante todo el trayecto una fatiga desoladora, no está para hacerse rogar. No obstante, y con un sentido de urbanidad inusual para estos tiempos en que todo anda con las patas arriba, le ofrece el asiento al escolar que en un inicio habíale cedido al dependiente del supermercado…

Pero ya no viene a cuento el que siga detallando to-das las peripecias que acaecen en un autobús para conven-cerles de que este es un mundo en miniatura, un espacio reducido en el que todo ser que entra se convierte en un sujeto anónimo, misterioso: si no me creen, allá ustedes.

Y ahora, haciendo a un lado la manía inevitable de ha-blar y hablar —ya que cuando nos dan un jalón de lengua ya no hay quién nos detenga—, descendamos de las ramas, que es por donde nos hemos estado yendo, y tratemos el asunto principal de esta narración.

Don Cándido de la Cruz y Ávila, funcionario público que trabajaba en una de las incontables oficinas del gobier-no, era un hombre de costumbres correctísimas: madruga-dor pertinaz, metódico en el trabajo, comedido en el trato para con la gente, parco en la bebida, y, por sobre todo, hogareño por naturaleza. Iba a cumplir los cincuenta años y ni siquiera se le había cruzado por su mente la idea de compensarse con la menor aventurilla por el tanto tiempo de privaciones y sacrificios que había sobrellevado para

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mantener una moral intachable. Aparte de una incursión fugaz y poco afortunada en los terrenos escabrosos de la política, no tenía mucho que contar. Había llevado una vida doméstica, tranquila, sin mayores complicaciones fi-losóficas ni de cualquier otra índole.

Sin embargo, hacía un par de meses que este largo pe-riodo de serenidad y paz en su existencia parecía habérsele quebrantado repentinamente. Ya no era el hombre ejem-plar de un principio. Todos habían notado este cambio in-tempestivo; sus compañeros de trabajo, su mujer, sus hijos. Su oficina estaba atiborrada de papeles, en espera de una mano diligente que los saque del letargo en que habían caído. Sus llegadas a casa pasada la medianoche se habían hecho muy frecuentes. No se le veía conversar con sus hi-jos como otras tantas veces. La cortesía para con la gente que acudía a su oficina había terminado por mermar no-toriamente, al punto que, en una ocasión, un viejo amigo golpeó su puerta para preguntarle por el jurisconsulto don Teófilo del Valle, cuya oficina, contigua a la suya, estaba cerrada. Don Cándido de la Cruz y Ávila, que conocía las licencias lascivas que su vecino se tomaba dentro del hora-rio de trabajo y que él las había velado hasta el momento con los pretextos más inverosímiles, lo miró con el ceño fruncido.

—Búsquelo donde las putas— le dijo—. Seguro que ahí lo encuentra.

¿Pero cuál había sido la causa para que se obre este trastorno general en él: hábitos, horarios de trabajo, dosis de sueño...?

Un día de hacía dos meses, después de concluir la jor-nada de trabajo —ocho de la noche—, don Cándido de la

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Cruz y Ávila cerró con llave la oficina, descendió por una callecita empedrada, llegó a la vía principal y se plantó a esperar el autobús de la línea 19, que lo llevaría a casa. Unas ráfagas de aire frío le azotaban la cara. Las luces de los autos que corrían velozmente en la autopista le cega-ban los ojos. Mientras esperaba, se quedó mirando los carteles publicitarios iluminados con vivos colores, que inundaban la ciudad. De pronto, sonó un claxon. Rotulado con un número 19 fosforescente en el parabrisas, apareció jadeando embarazosamente un autobús plomizo y medio destartalado.

Don Cándido se subió presto y se acomodó en los asientos finales del vehículo; tenía una predilección espe-cial por ir en ellos, aunque el bus estuviera vacío. A esa hora, había sobre la autopista un tráfico verdaderamente interminable, exasperante. Los conductores mantenían sus coches en tensión, avanzando apenas lo mínimo. Algu-nos tocaban, frenéticos, la bocina. Pero era inútil. Quedaba sólo esperar.

En ese instante, don Cándido de la Cruz y Ávila perci-bió una silueta que acababa de abordar el autobús y se des-lizaba con pasitos gatunos hacia donde él se había sentado plácidamente momentos antes. Empalideció al ver aquella aparición. Era una mujer bellísima, dotada de una hermo-sura muy particular. Ella se sentó a su lado e inundó el espacio con una fragancia perturbadora. Don Cándido de la Cruz y Ávila cayó en la cuenta de que el pulso se le había acelerado endemoniadamente; necesitó al menos un par de minutos para sobreponerse a esta primera impresión.

Luego que recobró la calma, —medianamente, es cier-to—, púsose a admirar con disimulo los singulares atri-butos de aquella dama misteriosa. Tenía una tez pulida y

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diáfana; un perfilito ligeramente sesgado; unos ojos de un azul arrebatador; una boca encarnada, que aparentaba una cereza partida por la mitad, y una bruñida cabellera es-parcida alborozadamente sobre sus delicados hombros. Su edad era indefinida: bien podía tener diecisiete años como también veintidós o treinta y cinco. Estaba reclinada sobre aquel tosco asiento con la solemnidad de una reina, indife-rente a todo cuanto sucedía a su alrededor.

No obstante, y como para terminar de ofuscar el ánimo de don Cándido de la Cruz y Ávila, que ya andaba muy con los ojos desorbitados, la dama rebuscó en su bolso y sacó unas galletitas de chocolate, que las empezó a comer con una delicadeza refinada, voluptuosa, relamiéndose las comisuras de la boca con una tentadora insinuación que ya de por sí hubiera hecho temblar las piernas a cualquie-ra. Don Cándido no pudo menos que imaginarse el com-portamiento de una mujer de estas en la cama. Y esa idea le arrancó un arrebol del rostro. ¿Era acaso posible? ¿Él pensando en estas impudicias? Intentó distraer sus pensa-mientos en cosas distintas, pero lograrlo le resultó desme-didamente improbable. Su mente retornaba con persisten-cia a la seductora figura que iba a su costado...

Desde aquel encuentro imprevisto, don Cándido de la Cruz y Ávila empezó a echar por la borda su moral con-servadora, puritana. Todas las noches, después de salir de la oficina, tomaba el autobús de la línea 19 y esperaba con ansiedad a la dama de las galletitas de chocolate, tan sólo por disfrutar del placer de verla subir al bus, acomodarse en el asiento con sus aires señoriales, permanecer indemne a los ajetreos habituales de los demás pasajeros, comerse sus galletas con aquellas maneras provocadoras y luego, con su andar brioso de potranca indómita y meneando un

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culito saltarín, bajar del vehículo y desaparecer en la jun-gla de la ciudad.

Don Cándido de la Cruz y Ávila se quedaba con una aflicción desoladora que le había resultado desconocida hasta entonces. Era una angustia alevosa que le bullía en todo el cuerpo. Para aplacarla no iba directamente a casa, sino que antes entraba en cualquier bar y se tomaba unas cervezas. Apoyado en la barra, observaba a la gente que se divertía a sus anchas. ¿Acaso la vida tenía reservadas tantas maravillas que él ni siquiera había intuido? ¿Estaba aún a tiempo de disfrutarlas? ¿Por qué no habría de estar-lo? ¿Por qué no echarse unas canas al aire? Y estos pen-samientos le llevaban irremisiblemente a la imagen de la dama de las galletitas del autobús.

Una mañana, don Cándido de la Cruz y Ávila se le-vantó más temprano que de costumbre, tomó una ducha caliente y, después de vestirse elegantemente —jubón de felpa, frac de pana, pantalón de casimir y encharolados bo-tines de cuero— se sentó a la mesa a esperar el desayuno que le preparaba su mujer. La expresión de su rostro deno-taba una alegría contenida, secreta, como si guardara algo enormemente grato sólo para él. Y es que en las noches anteriores había tenido la certeza de que la dama de las galletitas había empezado a mirarle e, incluso, a sonreírle con coquetería en el autobús. No había duda de eso; estaba seguro.

Desayunó aprisa y, antes de salir a la oficina, se roció una colonia importada y se amarró a la muñeca su reloj suizo de cuerda con áncora de plata, que lo había tenido celosamente guardado desde hacía tiempo.

—Estás tan elegante como si fueras a casarte— le dijo su

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mujer, cuando lo vio salir hacia el trabajo.

Aquel día, don Cándido se la pasó pensando en la ma-nera en que, de una vez por todas, abordaría a la dama misteriosa del autobús. Con la cabeza metida entre las manos iba analizando las posibilidades que le sugería su reducida experiencia en estas lides. ¿Un ramo de margari-tas? ¿Una cena? ¿Una botella de vino? ¿Algún otro detalle? De pronto, como si un haz de luz le hubiera atravesado el seso, exclamó: ¡Lo tengo!

Cerró la oficina a las seis de la tarde, corrió hacia unas tiendas que había por aquellos lados de la ciudad, se plan-tó delante de un gran escaparate y, de todos los osos de peluche que exhibían, se compró el más grande. Pidió al dependiente, un muchacho regordete y bizco, que se lo en-volviera convenientemente, pagó el importe y se fue. El autobús pasaba aún a las ocho. Así que para hacer tiempo se metió en una cafetería con el paquete bajo el brazo. A esa hora el establecimiento estaba abarrotado de gente. La idea de que algún conocido suyo estuviese por ahí y ter-minara importunándolo lo turbó. Entonces, más por ocul-tarse que por leer, pidió el periódico. Sus ojillos brillaban, azarosos, cada vez que creía reconocer alguna voz del otro lado de las hojas. Sin embargo, continuaba, inmutable, fin-giendo examinar el diario. Miró su reloj con impaciencia; eran las ocho menos veinte. Había llegado la hora...

Tomó el autobús en el lugar de siempre. Para entonces, producto del arrebato ante la empresa que se proponía rea-lizar, le había invadido con brusquedad un estremecimien-to delator. Su semblante mostraba una lividez de espectro. No obstante, el solo hecho de imaginarse la probabilidad de retozar en el ancho y mullido seno de aquella mujer, hacía que esa pérfida palidez comenzara a borrársele del

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rostro. En tanto la esperaba, el bus avanzaba a trompico-nes en medio de aquel tráfico insufrible.

Y de repente, la zozobra causada por la espera con-cluyó; con su andar resuelto de potranca indomable y ba-tiendo grácilmente las sinuosidades de sus desquiciadoras caderas, la dama de las galletitas de chocolate atravesó el umbral de la puerta del autobús, luego el angosto pasadi-zo, buscó con su mirada felina un asiento vacío y se instaló en él con las maneras propias de una emperatriz. Estaba envuelta en un estrecho vestido escarlata, sujetado a los hombros por unos tirantitos así de delgados, y cuyo escote, prodigiosa creación de la moda, que permitía entrever la naciente de un busto tan abundante como inaccesible, de-jaba una sensación de angustia devastadora en el estóma-go de don Cándido de la Cruz y Ávila, que no necesitaba de mucha imaginación para figurarse en todos sus detalles las redondeces mal disimuladas de la dama bajo aquel ves-tido carmesí.

Con el oso de peluche acostado sobre los muslos, don Cándido la observaba por sobre el hombro, a la espera de alguna señal que le permitiera saber a qué atenerse. Pero la dama, impávida, no daba el menor asomo de dirigirle la intención de la mirada. Es más, ahora ni siquiera pareció fijarse en su presencia como otras veces. El funcionario se indignó. Le asaltó la certidumbre de que acabaría arrojan-do por la ventana del autobús el regalo que había compra-do para obsequiarle. “Eso por ingrata”, pensó muy para sus adentros. Y como para acabar de oprimirle el corazón, en ese instante, la dama, con una vocecita dulce, canora, le avisó al conductor que iba a bajar en la parada siguiente.

Don Cándido de la Cruz y Ávila contuvo el aliento. Tuvo la impresión de que sus tripas se contorsionaban en

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un macabro revoltijo de la pura desazón ante aquel vil des-aire. Al ver que la pretensión de gozar de las delicias de la vida ignoradas por él se esfumaba en la figura de una mu-jer hermosa pero inalcanzable, una pesadumbre con la for-ma de espada filosa se le clavó en la boca del estómago. Y si al final no concluyó derramando una lágrima conmove-dora, fue porque sus ojos vieron algo que él demoró en dar crédito: la dama, antes de dar el paso fatal que lo sacaría irremediablemente del autobús, volteó su rostro angelical, le hizo un leve gesto con su manita seráfica y delicada, y luego le guiñó el ojo. El hombre quedó tan turbado que su lengua tardó algunos instantes en despabilarse para pedir al conductor que detuviera el vehículo—pues este ya había retomado la marcha—, con el fin de bajar e ir en pos de este futuro que se le insinuaba inmensamente venturoso.

Afuera corría un aire frío bajo un cielo sereno, entera-mente azul. Las farolas coloniales, cuya luz se esparcía en espesos haces ambarinos, producían formas inconstantes al proyectar las sombras de unos álamos, a la vera de los cuales, la dama de las galletitas del autobús había arrastra-do con su caminar demoledor a don Cándido de la Cruz y Ávila, quien aún no había podido darle alcance. Cada vez que había intentado acercársele, la dama alargaba capri-chosamente sus zancadas etéreas con un taconear hechiza-dor, sonriéndole y alejándose juguetonamente para luego volver a aminorar la distancia. Todos estos gestos él los interpretó sin duda como preludios a una noche desenfre-nada en la que ya se veía, bridas en mano, cabalgando en aquella grupa espléndida.

Este deseo, sumado a un optimismo desmedido, ha-bía hecho que, después de atravesar una extensa alameda otoñal revestida de una gruesa capa de hojas amarillentas,

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El Botón Dorado y otros cuentos

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dos parquecitos sombríos en donde los amantes furtivos se besuqueaban con descaro, unas calles poco iluminadas y unos solares baldíos, se internara a ciegas en los barrios ba-jos de la ciudad, en una tenaz persecución de amor, cuyos resultados —estaba seguro— recompensarían su talante obstinado.

En tanto la seguía, iba pensando en la reacción que causaría en la dama de las galletitas el oso de peluche que le iba a regalar. Y no sólo el peluche, sino también todas las cosas que pensaba ponerle a sus pies en el futuro, porque a estas alturas ya había decidido dejar a su mujer y consa-grarse por completo a ella. Mientras sus pensamientos se precipitaban plácidamente en vastas llanuras surcadas por ríos bíblicos de miel y leche, en las que esta mujer se pasea-ba suspendida de su brazo, creyó percibir un movimiento suspicaz de dos siluetas que se deslizaban por detrás de un muro del callejón en el que se había metido sin darse cuenta de ello. Su cuerpo olisqueó el peligro. Entonces vio con claridad la embarazosa situación a la que lo había lle-vado su extremada enajenación. Y antes de que cruce por su mente la idea de correr, cuatro brazos lo atenazaron, inmovilizándolo por completo. La dama de las galletitas, que le había robado el sueño y el corazón durante un par de meses, regresó sobre sus pasos y ahora le robó el reloj suizo de cuerda con áncora de plata —que se había puesto para impresionarla—, arrancándoselo de la muñeca de un tirón y luego le vació los bolsillos, en tanto que los otros dos tipos se encargaron de arrebatarle los encharolados botines de cuero, el pantalón de casimir, el frac de pana y el jubón de felpa.

Don Cándido de la Cruz y Ávila no opuso la menor resistencia. Lo único que atinó a hacer, mientras lo despo-

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jaban de toda cosa de valor que llevaba encima, fue pensar en la mentira que tendría que contar a su mujer cuando llegara a casa en puros calzoncillos.

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Carta a un viejo amigo que permanece siempre nuevo

A Wilder Barboza A.,muerto a los seis años.

No habría de entender, hasta varios años después, que él había caído en un sueño dulce y profundo del que no despertaría nunca más.

¡Vamos, despierta!

No; estaba en una quietud tan honda que el aire era visible en sus movimientos sutiles en torno a él, como en-volviéndolo en un delgadísimo traje de muselina. Nunca había estado tan elegantemente vestido como aquel día. Por eso yo sabía que se lo llevarían para no traerlo otra vez, que él no tendría fuerzas para impedirlo y yo tampoco las tendría para no dejarlo ir.

¡Vamos, despierta! No; se lo impedía no sé qué misterio. Él caminaba en

algún sendero hermoso, con caminitos cubiertos de hierba, en las frescas sombras de los álamos del cielo, balanceán-dose en perfumados remansos, lejos de todo y de todos, pero aún dormido. Hubiésemos querido correr sin mirar atrás, escapar de lo que el destino aciago nos tenía prepa-rado, volar tan alto donde la muerte no se atrevería a tocar

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a los niños, hacer barcos de papel que naveguen impulsa-dos por el motor de los sueños y viajar por todo el mundo, conociendo países remotos e islas fantásticas, explorando en el fondo de los mares las ciudades sumergidas y persi-guiendo animales fabulosos. No pudimos; él seguía dor-mido, alejándose cada vez más para no volver.

¡Vamos, despierta!

No; sus ojos estaban cubiertos por el mármol pétreo de la muerte. Su corazón se había apaciguado como una música lenta, que poco a poco se iba apagando en los ecos cavernosos de la soledad. Sólo su recuerdo —el recuerdo de las travesuras no tan inocentes que nos hicieron cóm-plices para toda la vida— se mantenía en mí, rejuvenecía continuamente como la clara fuente que se desliza en un constante zigzaguear. Entonces me di cuenta que no des-pertaría, que se había rendido, que había muerto... pero solamente para los demás, porque para mí se había eter-nizado. Seguiría a mi lado en los juegos del resto de mi ni-ñez, en la magia de mis libros de adolescencia y juventud, y en aquellas inolvidables aventuras de amor en las que, usualmente, uno se sentía que estaba coleando, pero que ni siquiera imaginaba que terminaría con el corazón tan aporreado como la nariz de un pugilista.

¡Vamos, descansa!

Sí; tranquilízate y no vayas a preocuparte por mí. Sa-bes que estoy bien, si estar bien significa ser un estudiante esmirriado que debajo del brazo lleva un fardo de libros y que si le sorprende la urgencia de mear en la calle, bajarse el cierre de los pantalones se le convierte en un embrollo con efectos humillantes, pues acaba meándose en las ma-nos, libros y pantalones.

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El Botón Dorado y otros cuentos

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¡Vamos, descansa!

Sí; y nunca dejes de ser niño. Aunque me hubiese gus-tado mucho verte crecer, pues no sabes cuánto bien me habría hecho alguien que me hubiera acompañado a dar las serenatas que di, si no para tocar la guitarra y cantar —porque tanto en lo uno como en lo otro he sido un cero a la izquierda—, al menos para impedir que vaya a pertur-bar el sueño de la gente y castigarle con mis melodías. La vida no te alcanzó para tanto; fue mezquina contigo. Pero descuida; yo he quedado para vengarte. Sólo ten pacien-cia.

¡Vamos, descansa!

Sí; y espérame, que no ha de faltar mucho para estar juntos, porque el péndulo de la vida gira rápidamente y sus engranajes se desgastan a medida de que se vive. Pa-rece que lo último que nos quedaba, la esperanza, también se nos está yendo por un desaguadero.

Perdóname, amigo, si esta carta no te ha llegado a tiem-po; el correo para el cielo también sufre retrasos.

¡Adiós!