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En cubierta: «Les Champs-Elysées», de Antoine Watteau (fragmento)

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En cubierta: «Les Champs-Elysées», de Antoine Watteau (fragmento)

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PERE GIMFERRER

SEGUNDO DIETARIO (1980-1982)

Traducción del catalán por BASILIO LOSADA

Seix Barral Biblioteca Breve

Título original: Segon dietari (1980-1982) Primera edición: abril 1985 ©1982 y 1985: Pere Gimferrer Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción: ©1985: Editorial Seix Barral, S. A. Córcega, 270 - 08008 Barcelona ISBN: 84-322-0522-2 Depósito legal: B. 11.032 – 1985 Impreso en España

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

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Pere Gimferrer

Segundo dietario El presente Segundo dietario reúne los textos de dietario de Pere Gimferrer escritos entre el 29

de mayo de 1980 y el 14 de marzo de 1982, fecha en que el autor da por terminada esta etapa de su obra. Como en el caso del primer volumen, la unidad de tono y concepción cohesiona un variado haz temático: poetas (Ungaretti, Rubén Darío, Robert Graves, Octavio Paz), pintores (desde Giorgione a Max Ernst), figuras del cine (de María Montez a Silvana Mangano, Hitchcock o Sofía Loren), novelistas (Dickens, Musil, Dostoievski, Petronio), mitos fílmicos o literarios (Marilyn Monroe, los rebeldes de la Bounty, don Juan Tenorio o la, protagonista de La Regenta) son convocados en estas cápsulas de evocación y pensamiento que atienden al ciclo del tiempo y la cambiante apariencia sensorial, espejo de la condición humana.

Biblioteca Breve

Foto: Guillermina Puig PERE GIMFERRER nació el 22 de junio de 1945 en Barcelona, en cuya

universidad estudió Derecho y Filosofía y Letras. Autor de ensayos sobre diversos poetas y pintores (Foix, Tapies, Miró, Max Ernst), ha reunido su obra poética en catalán en el volumen Mirall, espai, aparicions (1981) y en las ediciones bilingües, con traducción al castellano del propio autor, Poesía 1970-1977 (1978) y Apariciones y otros poemas (1982). En prosa, su Dietario 1979-1980 (1981; Seix Barral, 1984) fue galardonado con el Premio de la Generalitat, el Premio Ciudad de Barcelona —junto con Mirall, espai, aparicions— y el Premio de la Crítica Serra D’Or. De su

producción en castellano cabe destacar principalmente el primer libro de poemas, Arde el mar (1966), que obtuvo el Premio Nacional de Poesía, la recopilación poética Poemas 1963-1969, y los volúmenes ensayísticos Radicalidades (1978) y Lecturas de Octavio Paz (1980), que ganó el Premio Anagrama. Ha traducido al castellano tres clásicos medievales: Ausiàs March (labor que le valió el Premio Nacional de Traducción entre Lenguas Españolas), Ramon Llull y el Curial y Güelfa. Su primera novela, Fortuny (Planeta, 1983), ha obtenido los premios Ramon Llull, Joan Crexells, de la Crítica Serra D’Or y de la Crítica.

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A Isabel y J. M. Castellet

1980

LA PRIMAVERA Y EL INVIERNO La primavera es hermana del otoño, pero no se pueden confundir. Aceptamos el otoño. La

primavera nos subleva. El otoño indica clausura: un túnel de frescor, una catedral de silencio aguanoso y líquido. La primavera es desasosiego; proclama una insurrección implacable de resplandores cálidos y verdes. Pero, aunque sea su heraldo y su preludio, la primavera, en cambio, no es hermana del verano. Al contrario: más bien se opone a él. Hurguemos en el espíritu entre los recuerdos de primavera, hurguemos en el espíritu entre los recuerdos de verano. El verano se inicia con un triunfo de trompetas de muy claro metal en la luz de la mañana; después, es un mediodía de gloria callada; se amodorra luego en tardes tersas como una lámina candente; se despeña después hacia fogaje de unas noches que chisporrotean. Sólo el sol, y la vaharada ardiente del sol y un vislumbre de frescor en las madrugadas. La primavera, en cambio, no acaba de ser nada claramente. Es un decir y no decir. Una comezón, un hastío que quiere y no quiere: llovizna y borrascas, y la sacudida de la luz en las ventanas, luz que se empaña de pronto y se convierte en cobre oscuro y más tarde un latido de ternura muelle al atardecer, con claridades perladas. No: la primavera, en el fondo, es la hermana del invierno. Ya lo dice el verso de T. S. Eliot: «La

primavera en pleno invierno». ¿La primavera en pleno invierno? En otros versos, Eliot habla de la primavera que ha llegado en un día de invierno. Eso, ya lo entendemos mejor. De vez en cuando, el invierno y la primavera intercambian sus vestidos. La nieve es blanca como la flor del lirio; el hielo luce como la claridad del sol; sereno, un día de invierno puede ser benigno e indeciso y dulce como un día de primavera. También el invierno, gemelo, puede venir un día —como hoy, cuando estoy escribiendo— en el

corazón vivo de la primavera. El cielo, mate, sin color ni claridad ni latido; las calles, encogidas en la claridad ahogada; un verdor oscuro en las hojas de los árboles, que sienten frío súbitamente. Y, como en el poema de Eliot, podemos preguntar dónde está el verano, el inimaginable «verano a cero». Como si dijéramos: el grado cero del verano, el verano que sólo es verano, como el llamear de una gran hoguera. No: no podemos imaginar este verano desde un día como el de hoy, cuando estoy escribiendo

esto, un día de invierno en plena primavera. Pero sí veremos la perspectiva moral de los versos de Eliot. Porque hoy, cuando escribo esto, es lunes de Pascua Florida. Y Eliot nos dice que la primavera en pleno invierno es primavera, pero no según la convención del tiempo. El viento no es viento —ha dicho—, sino fuego de Pentecostés en la época sombría del año. Y ahora vislumbramos, más allá de las palabras, los ciclos de la extinción y del retorno, de las muertes y las resurrecciones, de las caídas y del revivir, de lo permanente y lo transitorio. Hermanos, la primavera y el invierno son, quizá, una imagen, como los dibujos de dragones encendidos y de quimeras pálidas que forman, alternándose, las nubes en el agua quieta de un espejo. Así, nosotros, quizá, vemos el fondo de nuestra existencia.

(29 de mayo)

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UNA NOCHE EN EL TINELL Sabio o ciego, el destino entrelaza las existencias. Ya lo decía Heráclito: el tiempo es un niño

que juega con unos dados. Es el reino de un niño que juega. Por ejemplo, estas vidas que, seis años hace, convergían en el Tinell. Un designio —más alto,

más oscuro, más hábil que todos nosotros— rige este tipo de encuentros. Los vivimos sin percatamos; con el tiempo, al recordarlos, vemos que el Tiempo, hábil, ha dibujado en ellos un símbolo. Fue Joan Brossa quien lo propuso. Un momento antes, entre polvareda y escombros, estábamos

en el estudio de Antoni Tapies. Todo en este estudio es tierra fronteriza entre el material puro y la obra. Fuera de aquel ámbito, las obras de Tàpies —en la neutralidad de un lugar de exposición— hienden violentamente, con furia, el espacio. Pero, en el estudio, se han construido un espacio propio, que es sólo suyo, que hace borrosos e inseguros los límites entre lo que tocamos y vemos y pisamos día a día y lo que, transfigurado, se ha convertido en obra. Obra definida, ante todo, por unas palabras que acaba de dejar caer Brossa: «la franqueza del material...» En el otro extremo del cuadro que, apoyado en el muro, estábamos viendo, el visitante levantó la cabeza, captó la palabra de Brossa. Y, al hablar —la voz precisa, matizada—, lo corroboró. Sí: la franqueza del material, precisamente. Sí: el visitante —Octavio Paz— lo sabía muy bien. Salíamos del estudio, entre la luz vegetal y nítida del patio interior, cuando Brossa nos hizo la

propuesta: ir al Tinell, a ver un espectáculo de sombras chinescas. Y allá fuimos todos, al Tinell. O, mejor dicho, fuimos antes a las callejuelas de piedra antigua, bajo la luz de la luna de mayo y los faroles de hierro, pisando las losas que resuenan con aquel sonido tan claro, tan amplio, tan noble. Todo el cielo se ha oscurecido; las caras, en la claridad lunar, tienen un trazo más puro; las voces suenan, diáfanas, al cobijo de los muros seculares. Sombras chinescas: muñecos australianos, canciones de la más mágica puericia, en la desnudez

augusta del Tinell. El público es variado. Hay escritores jóvenes. Y yo miro a Brossa, que viene del cuchitril cubierto de papelotes de un cubil encopetado desde donde suscitan el estallido libre de las palabras; y miro a Tàpies, que día tras día arranca al silencio huraño del polvo de mármol los contornos de un país desconocido y al mismo tiempo muy nuestro; y miro a Octavio Paz, que, antes en Nueva Delhi, ahora en México, hace chisporrotear el lenguaje y cuartea, lúcido, las máscaras de la Idea. Y las sombras chinescas se han detenido, y salimos todos, dispersos, a la noche de la plaza del Rey. Pronto llegará la hora de la despedida nocturna. Una noche agradable, claro. Pero también algo más. Justamente ahora me doy cuenta: la red de los destinos hermana a tres poetas en un diálogo. No son precisas las palabras.

(31 de mayo)

UNA NOCHE DE ENERO «No me esperes —escribió a alguien de la familia—porque la noche será negra y blanca.» Noche

negra: el año 1855, en el corazón del invierno —últimos días de enero—, la luz de los faroles, débil, se consumía en la tiniebla gélida de los muros del viejo París. Noche blanca: dieciocho grados bajo cero, toda la vida cubierta por el silencio de la nieve. Noche negra y blanca: ¿no había, pues, vivido siempre en este tipo de noches? Los ojos ven, primero, una oscuridad; después —vivimos ya en el sueño—, se abren las puertas de otro reino. Los antiguos decían que, a menudo, estas puertas son blancas como el marfil. Sabemos que unos amigos le vieron en el teatro. No llevaba abrigo. Vagaba, sin domicilio, por

los lugares donde, tiempo atrás, su vida fue un fulgor: los palcos de los teatros, las casas de las actrices. Un poeta —porque, ante todo, era poeta— se deja fascinar, a veces, por lo ficticio. ¿Había

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buscado a la actriz en la mujer, o más bien a la mujer en la actriz, en aquel amor que tiempo atrás lo desgarró? Había amado, más que a la mujer, a la visión. Nos lo dice él mismo, en un soneto: la Muerte, o la Muerta. En esta fotografía que de él nos ha llegado, los ojos de Gérard de Nerval son intensos —como

con una llama apaciguada—, hundidos en unas ojeras profundas. El pelo, negro, es escaso; las manos, en reposo, parecen esperar; la ropa, oscura, no llega a vislumbrarse, pero la presentimos gastada, deslucida, estropeada. Los ojos no miran sólo el vacío del espacio fotográfico. Vislumbran, posiblemente, un más allá. Tenía los ojos en procura de un espacio más vasto y más remoto. Bajo el azote de la nieve de un

París glacial, fue a comer a una taberna de las Halles. Estamos en el intestino de la ciudad, en una fermentación innumerable de quesos y pescado y verduras: la calabaza redonda y sagrada, la berenjena, de un verde imperial, las escamas, los cestos, el griterío, las ruedas de madera de los carros rayando las piedras heladas. De vez en cuando, alguien abre la puerta de la taberna. Vemos un cielo liso y la nieve que cuaja en los tejados. La noche será negra y blanca, en el fondo del frío. Una noche muy larga, pero amanece ya. Con las primeras luces, turbias y grisáceas, la mañana

impura de enero llega a la innoble calle de la Vieille Lanterne. Fija —pero no: algo que no es el viento la hace mecerse—, hay una sombra extraña en este lugar desolado y antiguo. Es Gérard de Nerval, que se ha ahorcado cuando acababa aquella noche negra y blanca.

(3 de junio)

POR LA CALLE Es una foto antigua. Soy yo, en el Paseo de Gracia. En la foto, llevo un abrigo grueso, de

aquellos que se llamaban --¿o se llaman aún?— de «pelo de camello». Sí, me acuerdo bien de aquel abrigo, rojizo y solemne e hirsuto. Hará diez años que lo abandoné definitivamente. Tras la cabeza —una cabeza que ya no parece mía—veo esbozarse la ascensión de hierro de uno

de los faroles del Paseo de Gracia. Y ahora recuerdo el día en que me hicieron esta foto. Era una mañana de invierno: lucía un sol muy suave. En el recuerdo, las tonalidades del día son doradas. El sol no hiere, el sol no golpea, el sol no marchita: el sol vivifica la calle que se va ahilando. No hay clamor de coches. La claridad amarillenta del sol enciende los cristales, implacablemente nítidos, de los escaparates. La foto me la hicieron andando. Sí, a ratos quizá me paraba; porque no era una foto, eran

muchas. La foto que ahora veo es sólo un recuerdo, un residuo; un instante fijado, vividísimo, de un paseo. Mientras hablas, un fotógrafo puede ir reteniendo en el carrete instantes como aquél. El tiempo, luego, hará una selección. Todo se convertirá en documento de época. Por ejemplo, el señor Kramer, es decir Dustin Hoffman, en Kramer contra Kramer. Jugando en

el parque, el niño se ha hecho daño, y el señor Kramer lo lleva al dispensario. La cámara, rápida, segura, lo acompaña; tiene el mismo impulso, el mismo latido, el mismo arranque. Es un ojo móvil —un ojo humano, diríais— por la calle. O, también, es un ojo, más reposado —acechante, contemplativo—, en las penumbras de la escalinata del juzgado, o en las claridades de metal y plástico de los despachos, o quizá en la luz rojiza de un dormitorio abandonado. Un ojo que sigue la vida del señor Kramer, un ojo que nos hace vivir con el señor Kramer. Y ahora es por la tarde, a la entrada del verano, estos últimos días de mayo. El sol brilla

apetecible, pero con un punto de fragilidad. No tiene la pesadez de maza del corazón del verano, pero tampoco aquella dulzura —persuasión de la luz y del calor— de la mañana de invierno en que me hicieron la foto del Paseo de Gracia. Empieza a oscurecer; la luz, antes de morir del todo, hace como un testamento de claridades cenicientas en el cielo de primavera, azulado y pálido de albores confusos. El aire es vivo y penetrante en las terrazas de los cafés, y mece las hojas verdes de los tilos de la Rambla de Cataluña. Mientras caminamos, vamos hablando. Y, mientras hablamos, este amigo, ahora, me va haciendo unas fotos: instantes de una conversación que rescataremos del

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tiempo. Ya es casi de noche por la calle, pero este amigo aún podrá robar una imagen al abrigo del crepúsculo. Porque él —el mismo de esta lejana mañana invernal en el Paseo de Gracia— es también el que seguía con la cámara al señor Kramer. Mi amigo —Néstor Almendros— sabe que, como el poema, la imagen es un arte de inmovilizar el instante.

(4 de junio)

UNA TABERNA, EN LONDRES Es un barrio de infamia. El río, todo aguas de un color terroso, baja al abrigo de la isla de los

Perros. Son calles portuarias, de docks: almacenes grandes y oscuros como cuarteles; desiertos, a partir de la tarde, hacen resonar los pasos en el vacío del muelle. Es el tiempo como este que ahora vivimos: una primavera indecisa, tímida y pálida, que hace pinitos espaciados de claridad solar en los días últimos de un mes de mayo. Hay una espada de luna en el agua quieta, cuando la noche ha borrado el pellizco de resplandor que bendecía el color de fango de la tarde en los callejones tiznados. Sí: una noche de finales de mayo. Pero no de un mayo como el que acabamos de vivir ahora; ni

este Támesis terroso ni estos almacenes abandonados en el atardecer mudo los podemos ver con nuestros ojos de ahora. En la tiniebla suburbial de Deptford, en el año 1593, pulula toda la hez del puerto; gentuza que aplasta, con pisada brutal, el ángulo de claridad inerme y desnuda que una vela ha salvado en el fondo de una taberna. Vaharada; humo; claridades de vino en los vasos. Lejos, en este barrio, oiréis, a veces, mi bramido furioso; combaten toros con mastines, como en una escena mitológica o en un ritual .de tribu, mientras la chusma del puerto cruza apuestas. Y este hombre joven ¿quién es? Ha oído, muy honda y fuerte y oscura, la voz de Tamerlán el

Grande, que luchó contra Persia y aprisionó al turco y a su emperatriz y conquistó el mar etiópíco y las tierras de Zanzíbar; Tamerlán, que morirá —porque éste es el precio de la ambición— sin conquistar otras tierras, más lejanas, donde hay montañas de perlas que brillan como las luminarias del cielo. Y’ los ojos de este joven han visto algo más que esta epopeya sangrienta y suprema del orgullo planetario; porque un día, abismáticos, vieron, con los ojos del doctor Fausto, condenado, que la sangre de Cristo fluía por el vasto firmamento nocturno. Quien ha visto esto, quien ha vislumbrado el fondo del ser —temblor y convulsión y relampagueo—, ¿precisa ver alguna cosa más? Dicen que aquella noche de mayo la primera cuchillada —un golpe de daga, preciso y terrible—

desgarró precisamente un ojo de aquel joven. Después, había sangre en el suelo de la taberna, y quedaba expoliada y desierta la mente que soñó con el doctor Fausto y con el bárbaro Tamerlán: la mente de Christopher Marlowe, poeta trágico, muerto en una pelea tabernaria, cerca del agua terrosa del Támesis.

(5 de junio)

LAS TRES MUSAS La primera Musa es la Poesía. La Poesía es una virgen; tiene en su cara un albor purísimo. Lleva

un cinturón de púrpura y un ampuloso vestido de seda, relampagueante de oro. La Poesía llega al banquete de los dioses, donde se beberá la ambrosía vivificadora en una copa profunda que es un vasto diamante. La Poesía pulsa una lira de marfil; la Poesía contempla el espectáculo armónico de la esfera superior, celeste, y, bajo la firmeza cerrada del cielo lleno de incienso, la garganta del Etna rugidor que ha enterrado a los titanes traidores. Los dioses, para siempre, en este instante perpetuo, sin Historia, han ganado el combate. Fuera del tiempo, vivimos en el dominio inalterado de la armonía.

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La segunda musa es ya una mujer. El poeta que la canta es el mismo que, en un posible mundo conciliado, había cantado a la virginal Poesía; pero ahora la Historia, fragosa, ha reconquistado su fuero. Esta nueva Musa es una mujer de carne y hueso. Se llama Carlota Corday. Tiene, como la Poesía, el rostro puro y dulce de una virgen remota. Su voz es suave, casi infantil. Por dentro, hay un temple firme y hondo de metal, forjado en la lectura de Plutarco. De una puñalada, resuelta y segura, Carlota Corday dará muerte a Marat, sentado en el cuarto sombrío, bajo una sábana, en el fondo de una bañera. El agua se manchará de sangre. Cuando Carlota Corday vaya hacia el patíbulo, llevará una camisa del mismo color rojo que la sangre. En el carro fatídico, bajo el sol fuerte y duro de julio, el vestido rojo exalta la blancura de la piel de Carlota Corday. Y ahora el poeta que, antes, en una era de sueño armónico, tuvo la visión excelsa y sublime de la Poesía, escribe —escondido cerca de un bosque, en Versalles una oda a Carlota, la belleza inmoladora e inmolada. La tercera Musa no es ninguna figura alegórica, ni es tampoco una mujer real. También ahora,

como cuando murió Carlota Corday, es un día, tórrido y martillean-te, de julio. Hacia las seis de la tarde, el poeta —André Chénier— verá, de cerca, la tercera, terrible y definitiva Musa: el tajo de la guillotina, cegadoramente metálico en la claridad desnuda del día. Antes, en la era armónica, los dioses eran convocados para el banquete de la ambrosía: ahora, un mensajero de muerte, un reclutador de sombras, ha llamado a los condenados al carro infamado. ¿La tercera Musa, es fría y sangrienta, implacable? No: la tercera Musa no es, de hecho, el tajo

de la guillotina, de la misma manera que, en el fondo, la segunda Musa no es Carlota Corday. Sólo hay una musa: la Poesía en un mundo armónico. Tras el puñal, los versos melancólicos y rotundos del guillotinado André Chénier nos hablan de la nostalgia de una era de conciliación entre el mundo histórico y el ideal.

(7 de junio)

LA CASA DEL POETA Es ahora, precisamente, cuando hay que hablar de la casa del poeta. Año tras año, prácticamente,

todos los poetas —jóvenes y viejos, desconocidos o célebres— iban a esta casa, escribían allí. Todos eran recibidos, todos tenían derecho a una respuesta. Ahora, la casa ha enmudecido prácticamente: con los ojos dolientes, Vicente Aleixandre puede contestar muy pocas cartas. Ha tenido que dejar de escribir poesía. Nunca está solo, sin embargo. Más aún que cualquier otra cosa —incluso más que la fidelidad de los amigos, incluso más que la certeza de haber cubierto, sin desfallecer, una trayectoria—, lo que le acompaña es la riqueza de vida interior y de fortaleza moral que, palmo a palmo, fue conquistando, para sí y para todos nosotros, en el territorio del poema. Hizo del conocimiento campo de batalla; ahora, este conocimiento, supremo, le salva y nos salva. Es, aún hoy, un barrio tranquilo. Todo son hotelitos, cuando se deja la plaza donde está la

terminal del autobús. Y estas calles, cortas y verdeantes, parecen todas iguales, con verjas y con jardines breves y con tapias discretas. Se oyen muy pocos ruidos; hacia la tarde, viniendo del fragor del centro urbano que brama y que resopla, la llegada a las callecitas íntimas y vírgenes es como una entrada en el silencio de la capilla. Él, normalmente, a esta hora, yace en un sofá, en reposo necesario, abrigado con una manta.

Antes, esta inmovilidad tenía el contrapeso de la lectura, y de las frecuentes salidas. Hoy, sin embargo, el vigor interno permanece indestructible, afinado como nunca. Empieza a oscurecer, y hay ya alguna luz encendida en la habitación. En los estantes, en orden, libros de todo tipo. Los que hemos ido a menudo a esta casa sabemos con los ojos cerrados dónde están las ediciones de Balzac y de Stendhal, y los volúmenes, innumerables, de poetas jóvenes, y aquel ángulo —ya muy próximo a la ventana, con el reflejo del verdor catedralicio del pequeño jardín en los cristales— donde podemos encontrar las ediciones de antes de la guerra de los libros de J. V. Foix. También recordamos el lugar de la estancia donde nos dijeron que un día, remoto, se sentaba Federico García

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Lorca. Y, si saliéramos al jardín, en el resplandor quieto del cielo y del ramaje, reconoceríamos, en el fondo del mundo natural, una lección más alta. La misma que nos legan las palabras del poeta, herederas e intérpretes al mismo tiempo del universo visible. ¿No decían los griegos que los poetas eran intérpretes de los dioses? La conversación, allí, no es nunca un monólogo. El último libro que, antes de la enfermedad,

escribió Aleixandre era, precisamente, un libro de diálogos. Un poeta puede interrogar al mundo, puede interrogar a los hombres; puede encontrar, en sí mismo, todo el mundo y todos los hombres. Lo cósmico y lo interior, espejeándose. Y, si habla con nosotros, habla con todos y con él al mismo tiempo; ve, en una fracción del mundo, el mundo entero. Todo se toca, augusto; todo es poesía para nosotros. Ya se ha hecho del todo la oscuridad. Como antes, como siempre, nos acompañará hasta el

umbral. En la noche vasta y vacía, la verja será una angustia fría de metal. Ni el poeta ni nosotros nos quedamos solos.

(8 de junio)

TARDES DE PRIMAVERA Un falso verano, prematuro, labraba el cielo blanco con espuelas profundas de claridad. Después,

vino la lluvia. Empezó en la noche del sábado, persistente, quizá con aquel ruido «ferruginoso, inacallable y helado» con que, de niño, la sentía Marcel Proust repiqueteando en el jardín de Combray. Después, el domingo, desapacible, toda Barcelona es aclarada por el agua. El aire, conciso, no nos acuchilla la cara como en lo más vivo del invierno; ni tampoco nos trae, como en la vaharada del pleno estío, el olor nauseabundo, exuberante y pútrido del muelle; ni, al caer la tarde, nos bendice, como la brisa marina, con la promesa de dulzor de una vela blanca en el mar abierto y cristalino. No: este aire de ahora es el aire de la primavera. Cuando anochece, en la calle, las losas, aún húmedas, brillan con un resplandor mate, y el verde

de los árboles pone unas manchas más oscuras o más claras en la madera, pulida por el agua, de las ramas. El cielo no es ni blanco, ni azul, ni gris perla: tiene un color indeciso, pálido y quieto. Pronto no tendrá ninguno, engullido por la noche. Entonces, bajo los faroles encendidos, el suelo recobrará otros brillos. Tardes como ésta, cuando la primavera vacila, son las ideales para la plaza Real. En verano es

demasiado impúdica: parece, entonces, una plaza de película de Fellini, abarrotada de gente en las terrazas de los bares; o, quizá, una de aquellas plazas de los historiadores latinos, donde la plebe romana, agolpándose, toda griterío y vaharada, descuartiza, en un motín súbito y violento, a algún funcionario imperial. Y, en invierno, esta plaza es quizá demasiado callada y recluida, encogida bajo una luz húmeda y en un silencio de piedra bajo los porches. Pero, ahora, en estas tardes de primavera, me gustaba sentarme en la plaza Real. Tenemos, todos,

una memoria de los lugares. Para la gente de mi edad, los que pasan de los treinta años y llegan, con mucho, a los cuarenta, la plaza Real es el lugar donde antes estaba «Jamboree». Recuerdo que, entonces, teníamos que ennoblecer, culturalmente, nuestro gusto por el jazz. El tiempo, luego, se ha encargado de ennoblecerlo solo, devolviéndolo a su papel de música de minorías. Cierro los ojos y veo un atardecer de primavera en la plaza Real, y Tete Montoliu andando bajo

las arcadas con su compañera, hacia «Jamboree». Cierro los ojos y veo las luces de «Jamboree» y oigo un piano y un saxofón. Cierro los ojos —no: no es preciso cerrarlos—y ahora ya no veo una tarde; veo una noche, en la Barcelona de los años sesenta. Y estamos muy cerca de la plaza Real: salimos del «Jazz Colón» y vamos hacía el «Copacabana». Como el «Jamboree», también «Copacabana» ha desaparecido. Y veo, en la luz falsa e imprecisa y turbia del «Copacabana», la aparición enharinada y teatral de unos personajes que eran entonces poco frecuentes. Sí, travestis. Iba ‘yo con unos amigos: un escritor de aquí, con su mujer, y uno que venía de fuera. El escritor de fuera —mexicano: Carlos Fuentes— nos decía, a Luis Goytisolo y a mí, que un local así sólo lo

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había encontrado en Nueva York. Cuando salimos, el cielo tiene ya la palidez finísima de la madrugada y, por las Ramblas, pasa un coche regando la calle, hace tantos años.

(12 de junio)

EL ÚNICO EMPERADOR Todos lo sabemos: la Muerte, antiguamente, era una mujer con una guadaña. La guadaña habla

de siegas constantes en la claridad neutra de unos campos mudos. El poeta griego vio el paso de las vidas humanas como un roce muy leve de hojas que caen. Pero, si escuchamos con atención, oiremos quizá que la guadaña avanza. Como los haces de trigo, esperaremos la hora del último silencio. Campo allá, la siega continúa, de noche. Y la Muerte es, también —como en un Libro de Horas, melancólico y neblinoso—, una dama

muy pálida y lujosa, con reverberación de joyas en el manto. O es el horror conciso de un esqueleto besando a una doncella desnuda, o abrazando a una matrona que ofrece el ramillete soberbio de su lascivia. Y la Muerte, a veces, también puede ser un hombre: un caballero adusto, vestido de negro, seductor incluso, como lo era Frederic March en una antigua película. Y, a veces, la Muerte no es ni siquiera un ser personal, sino, más bien, el paso de este mundo al mundo acuoso del otro lado de los espejos. Pero hay un poema de Wallace Stevens que nos habla de la Muerte de otro modo. ¿La Muerte?

Bien, no es que nos diga en algún lugar que habla de la Muerte; nadie nos fuerza, pues, a leer el poema con este espíritu. Civilizadísimo, refinado, secreto, el poeta norteamericano sabía que las complejas maquinarias del verbo y de la imagen que un escritor pone en movimiento resultan más ricas si son levemente ambiguas. En arte, la ambigüedad es a menudo el tributo más genuino de la veracidad, porque hay una forma de ser verídicos que sólo se obtiene si sabemos respetar la imprecisión de las vivencias. ¿Qué quieren decir los breves minutos de una sonata de Domenico Scarlatti? Todo, y nada, si es que este «querer decir» pedimos que sea del mismo tipo que el «querer decir» de un texto como el que leéis ahora. No hablemos, pues, demasiado de lo que «quiere decir» el poema de Wallace Stevens; hablemos,

más bien, de lo que dice. Y lo que dice es —en resumen— que basta con que podamos ir tirando, nosotros, los humanos, con manjares concupiscentes, y vestidos, y flores envueltas en papel de periódico; y que basta con que podamos coger las cosas de los escaparates, y una sábana que cubrirá un cuerpo frío y húmedo. Basta con que podamos hacer todo eso, sí, y que es igual porque, en esta tierra, sólo hay un emperador. Y podemos imaginar a este emperador como algo muy helado y muy blanco, o quizá medio licuado y de colores fuertes y vivos. Algo amable y bondadoso, quizá un muñeco de nieve. Como el muñeco de nieve, tiene un aire bonachón. Pero si nos acercamos, nos helará el tacto. Es la sentencia de todos los imperios. Porque —dice el poema— el único emperador es el emperador de los helados. Sí, el emperador de los ice-cream. La Muerte, el gran vendedor de helados.

(13 de junio)

UNA HISTORIA DE CLAVELES Primero, hay un clavel en la solapa de un hombre. El hombre está sentado tras una mesa de

despacho; se llama Dean O’Bannion y es propietario de una tienda de flores, lujosa, en el Chicago de los años veinte. Y hay, ante él, otro hombre, inquieto, desasosegado. Un hombre que, en un piso silencioso y oscuro, acaba de dejar a una muchacha sentada ante un escritorio. La muchacha lleva unas zapatillas de tacón alto, con hebillas, y un camisón de dormir. En la estancia, hay una sola bombilla encendida. La muchacha ha muerto de un solo tiro de su amante, que ahora habla con O’Banilion en la floristería.

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¿Abandonará O’Bannion a un amigo? O’Bannion escucha la confesión de Dufty, el homicida. O’Bannion huele el clavel. En la noche, se oye el viento, y los dos hombres se encuentran ante el café de Al Capone y suben a un coche. Empieza a caer la nieve en las afueras de Chicago. La muchacha murió de un solo disparo; pero a Dufty, en la nieve arremolinada e implacable, le dispararon cuatro veces. Podemos imaginar el coche parado, bajo la ventisca que blanquea con furia, a la claridad sorda de los faros. Podemos imaginar los breves latigazos de luz del revólver azotando la oscuridad. Cuando vuelve a poner en marcha el coche, O’Bannion quizá lleva aún el clavel en el ojal. ¿Rojo como la sangre, blanco como la nieve? Ahora, mirad un ramo de claveles. Están en un cubo, en la claridad del invernadero de la

floristería. Es un día frío de noviembre del año 1924; pero en el calor sofocante y pútrido y letárgico de las flores, con muebles de nogal y humedad de ambiente vegetal, no nos llega el rumor de los tranvías, y, con dificultades, el aliento dorado del sol que late en la calzada. Todo es callado y recluido bajo la respiración de las plantas. Junto a la entrada hay un portero negro. O’Bannion corta unos cuantos crisantemos de un ramo. Antes, la mano de O’Bannion, tensa, cogía el clavel del ojal, lo hacía remolinear, se lo acercaba

a la nariz. Ahora, muy poco a poco, sin energía, la mano ha derribado el cubo lleno de claveles. La sangre de O’Bannion enrojecerá las flores. Y los clientes que esperaba —son tres— marchan, con paso rápido, hacia la puerta. El portero negro, que ha oído seis disparos de pistola, llega a tiempo, sólo, de ver los ojos sin expresión de Dean O’Bannion, el gángster que amaba las flores.

(14 de junio)

LA DAMA DEL COCHE Sólo sabemos que se llamaba Laura. Estamos en Madrid, en el paseo del Prado, un día de finales

del siglo XVIII. Por el Prado, Laura paseó muchas veces con el poeta que la amaba. La conversación debía de ser pausada y cortés, bajo la claridad sombría del follaje. Sabemos que era feliz; tanto, que incluso tenía un aire un poco soberbio. Pero ahora se ha abierto la portezuela de un coche; una puerta funesta —nos dice el poeta—, porque, adornado como un féretro lujoso, engullirá a la amada, para llevársela desde las orillas del Manzanares a las más remotas orillas del Guadiana. Quizá, volviendo de alguno de los paseos amorosos por el Prado, el poeta —Nicasio Alvarez

Cienfuegos—había visto pasar, rápido, un coche que se iba de Madrid. Tras el vidrio de la portezuela, enemigo de la polvareda opaca, breve y brutal que levantaban los cascos de los caballos, quizá había vislumbrado los ojos de una mujer, resplandecientes en la palidez de mármol de un rostro de diosa lejana. Los cristales, polvorientos, velaban el crujir de ropas de la ninfa y el óvalo sublime de una cara que parecía vista en un camafeo. Sin embargo, ahora el coche no se llevará a una beldad desconocida. Es Laura quien ha de irse, es Laura quien acaba de subir a él. Sentimos un chasquido, preciso y violento, en el aire: la tralla del cochero. Y un tintineo nítido:

los cascabeles. Y también un sonido de esquilas que habla de la serenidad de las praderas y del silencio diáfano de los caminos rurales. Mirad: Laura está en lo alto del coche, tras los vidrios de la portezuela, como una de aquellas damas sin nombre que antes había visto Cienfuegos pasar en coche, cuando llevaba, cálido, el recuerdo de Laura oculto en el fondo del corazón, como el recuerdo del resplandor de una perla solitaria en el estuche. Y ahora Cienfuegos empieza a sentir, por dentro, el vacío de un estuche abandonado y frigidísimo. Ha arrancado el coche. Cienfuegos lo sigue, con paso cada vez más rápido, casi corriendo luego.

Ya no lo puede alcanzar: jadeante, se detiene. Es inútil que mire como el coche se aleja: los ojos de Cienfuegos no ven los ojos de Laura, ni la mano de Laura saliendo por la ventanilla. El coche, ahora, sólo es ya una rueda, muy lejos. El coche ya no es nada; el coche no se ve. Laura se ha convertido en el recuerdo de Laura.

(18 de junio)

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SINATRA Un desierto calcinado, rabioso, bajo un sol despiadado y fúlgido. Por la carretera, lucen con un

fuego solitario las carrocerías metálicas de los coches. De súbito, ha anochecido, y vemos unas luces rojas. Hemos llegado a Las Vegas. Primero, Sinatra está en el camerino. El presentador del programa —un Gene Kelly envejecido,

pero con la misma sonrisa y los mismos ojos chispeantes de siempre, huésped imposible de un paraíso de neón— no pronuncia el nombre de Sinatra. No es preciso: Sinatra es un rostro. Sólo vamos a ver ese rostro. Para el ritual, basta con saber que el rostro aún existe. Ahora se ha hecho el silencio, y Sinatra entra en el escenario. La voz suena apagada, oscura,

como si fuera el negativo fotográfico o el eco de la voz de siempre. La cara nos da idea de algo estropeado y embutido y recompuesto luego, algo fofo y mate, nacido por hipertrofia, con los materiales delicadísimos de aquella cara frágil de arlequín adolescente que conocíamos todos tan bien, o con los materiales más secos y severos de aquella otra cara de hombre maduro, amargado y taciturno o escéptico y ya fatigado. Pero, esta noche, la cara es una efigie, un fetiche: la estilización, el doble, el eco de la cara, de la misma manera que la voz parece el eco de la voz. Y, cuando Sinatra toma impulso, cuando se dirige a la orquesta con un vigor extemporáneo, incongruente, ¿no parece un travesti que imitara a Frank Sinatra? Naturalmente, el rito, de hecho sólo precisa la comprobación de la pervivencia física del ídolo.

Es un objeto de culto, no de crítica. No se trata de saber cómo canta, sino de comprobar que aún existe. Pero, de hecho, la cosa no es tan sencilla, y aquí está, quizá, el enigma Sinatra. Porque, cuando hace ya un rato que lo vemos, ya lo hemos olvidado todo. No vemos un Sinatra que declina, infatuado y turbio en la claridad penumbrosa de Las Vegas. Ni vemos siquiera el rostro totémico, el ídolo petrificado en gadget. No: ni el jovencito romántico de ascendencia italiana, ni el seductor maduro, ni el triunfador millonario con un relampagueo de dólares en la oscuridad. La voz canta aún, y se ha convertido en algo bien nuestro. Ahora, purificado incluso de sí mismo, sólo oímos, sólo, Frank Sinatra. La voz.

(19 de junio)

FIGURAS EN UNA CALLE Es de madrugada, un miércoles de un invierno muy crudo, en el año 1693. A esta hora, la me de

la Harpe suele encontrarse aún desierta y tranquila. De pronto, la gente sale a las ventanas, porque ha oído un gran estrépito de carrozas. Llegan, apresuradas e inquietas, como caparazones jadeantes, con relincho de caballos y brillo de libreas y escudos y blasones pintados en las portezuelas de madera. El cielo aún está gris, pero anuncia ya la claridad blanca del día. Desde la ventana podemos ver, llenando la línea de la calle, nueve carrozas de duques y pares de Francia que van, tan tem-prano, a visitar al abogado Riparfonds, porque tienen que pleitear, por un asunto de primacía, con monsieur de Luxembourg. Hay uno muy joven: sólo tiene dieciocho años. Es bajo de estatura, movedizo, inquieto, gesticulador, con voz agria y aguda de trompeta. Pero la mirada tiene una firmeza extraña, y en los labios ya se puede leer el pliegue altivo de un orgullo de estirpe que es, sobre todo, orgullo de poseer una moral. Y las carrozas, rápidas y ruidosas, marchan ya de la calle de la Harpe. Y, con un gesto vivo, impaciente y tenso, aquel duque tan joven —el duque de Saint-Simon—, en su carroza, ve pasar las casas con los pasmarotes en las ventanas. Y ahora, explicando todo esto en sus Memorias, se ve a sí mismo, aquel miércoles por la mañana, en la calle de la Harpe. El invierno de 1841, la calle de la Harpe está sombría. Hay un cielo de pizarra. El Sena tiene un

color verdoso bajo los faroles de gas. Si entramos en este restaurante, viniendo de la calle sombría, nos sorprende de súbito el vocerío de los parroquianos. Vemos muchos sombreros colgados en la

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pared; las servilletas están sucias, y la mugre empaña la plata de los cubiertos. Todo el mundo, no obstante, habla vivamente. Todo el mundo tiene una vida, y habla de esta vida. Todo el mundo, excepto este muchacho ha comido solo por cuarenta y tres sous y ahora, mientras cae la llovizna, anda entre la bruma bajo los faroles amarillentos. Es el joven Frédéric Moreau, el héroe de L’Éducation sentimentale, el otro yo del Flaubert joven: un adolescente de provincias, perdido en el corazón mudo y frío y relampagueante de París. Antes, los héroes jóvenes —en la era de las novelas de Balzac— se embarcaban, con altivez y con firmeza, en la conquista de la capital, ávidos como el implacable Rastignac; o bien se perdían allí, felices e incautos, como el poeta Lucien de Rubempré. Ahora, en el París infamante de Luis-Felipe, sólo les queda la soledad y la indecisión del cachorro. Andando poco a poco, y pensativo, Frédéric ha dejado atrás, en este atardecer de invierno, la me de la Harpe. Una música; sólo una música, persistente, inacallable, este mediodía de entrada del otoño del año

1979, en la rue de la Harpe. Asomémonos a la ventana. ¿Una carroza que pasa? No: ante un restaurante modesto hay un muchacho solo. No está encerrado en la soledad como Frédéric. Compone música para ganar algún dinero. Cuando oscurezca, aún seguirá cantando y tocando, pero no lo oiremos tanto: viniendo de los muelles y de los bulevares, un gentío espeso llenará toda la rue de la Harpe con un fragor tan intenso como si pasaran de nuevo las carrozas ducales. Quizá entonces el joven músico se irá, solo, a cenar al pequeño restaurante. El cielo estará sombrío y el agua tendrá un color verde oscuro.

(20 de junio)

LA LLANURA Y EL MAR Desde la ventana de un mas podemos ver la llanura. Hace cien años, era aún más pura. Por las

rodadas del camino pasan los carros; bajo el sol, la lona, blanquecina y cálida, y el rechinar de las maderas pulidas por las lluvias y secas por los veranos. En la línea del horizonte, el perfil estricto de unos chopos que parecen verdes o blancos según el movimiento del aire. Si seguimos el caminillo, sombreado por los chopos, iremos hundiéndonos cada vez más en la vaguada. El río vive aquí en un silencio sofocante y denso: un santuario de luz vegetal. Las aguas se oscurecen bajo el verdor de las ramas. Enturbiadas bajo esta luz verdosa, se liberarán más tarde, a pleno aire, en un blancor azulado y en una claridad transparente. Por la parte del ocaso, rojizo, palideciendo poco a poco, se desflecará el resplandor del sol. Pero la llanura no es agua. La llanura es una claridad martilleante de herbazales y tierras de

cultivo; la llanura es este mas, y aquella polvareda que levantan unos pasos en el mediodía, cuando los abejorros zumban y todo calla. La llanura es un muro de piedra antigua, aguzada y rociada por el viento del invierno y el encono prolongado de la lluvia y por la maza aplastante de la canícula. La llanura son, al fondo, unas serraladas altas y azulencas, en un cielo muy claro. La llanura es un pozo de piedra y el chirrido penetrante y preciso de una garrucha. No: este sonido no es el de una esquila en la llanura, ni tampoco, diáfano en la lejanía nítida, el

clamor de las campanas de Vic. Es un sonido industrial y marítimo. Y este resplandor, tan verde, bajo el sol de mediodía, no es la llanura que respira el olor de los henares o el silencio de los haces de oro. Porque, por más que el viento la mueva y la haga ondear, la llanura es siempre la misma; en cambio, el agua del mar se transforma, en busca de otra luz y de otra imagen. Era y ya no es y volverá a ser. De noche, la llanura es serenidad sombría; hay una luna redonda perfilando las masías, reflejada en el río. Pero, de noche, el mar es, bajo la luna, un rumor de imperios caídos, un estrépito de lujos abolidos que renacen. Unos ojos —los ojos del joven Jacint Verdaguer— pueden ver, desde la cubierta de un barco, el reino perdido de los atlantes en la fosforescencia de la noche marina, tras haber tenido antes una vislumbre en la ondulación de verdores en la plana de Vic.

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(21 de junio)

EN UN CAMPO DE BATALLA ¿Podemos ver toda una batalla en los ojos de un joven? Allí podremos ver, incluso, dos batallas.

Tengo ante mí una foto de antes de la batalla. El rostro de este joven aparece concentrado; la expresión y la mirada son profundas y perplejas. Bajo el pelo abundante y bien peinado, con raya a la izquierda y una onda ligera a la derecha, hay una frente amplia y la obsesiva profundidad de unos ojos que no miran hacia delante —hacia la cámara—, ni hacia arriba, ni tampoco exactamente al suelo. Miran, de hecho, hacia un Más Allá. O quizá hacia dentro: hacia el combate de la mente. Ahora, en los alrededores de Cracovia, estos ojos no quieren mirar ya la batalla exterior. Escribe:

«Ya me siento casi al otro lado del mundo». La batalla exterior duró seis días, cuando setiembre caminaba ya hacia el otoño. Las palabras son siempre las mismas en una soledad hecha de enigmas y de angustias; este hombre, tan joven aún, habla del mundo, de todo el mundo, en la cifra de claridad sombría de los bosques, y de los lagos azulados, y de los pájaros que vuelan, y de la sangre, y de la luna, y de bronce, y de putrefacción. Exterior o interior, la tragedia no cambia de actores. En la claridad nativa de Salzburgo, o por las calles iluminadas y escenográficas de Viena, o en el gran candelabro encendido de mar y piedra de Venecia, los ojos de este poeta joven han visto siempre el mismo batir de alas de cuervos y de ángeles en un cielo sombrío. Pero, lo de ahora, no lo quieren ver estos ojos. La batalla de antes era la parte de infierno propio

que había que rescatar y redimir y pagar con el alto lucro de un conocimiento extraído de las profundidades del dolor. La batalla de ahora —la batalla exterior, que tiene una resonancia oscurísima en el corazón de los bosques otoñales— lleva el sello del mal inexplicable. Escribe: «Estoy en observación en el hospital militar de Cracovia, por perturbaciones mentales. Mi salud está en peligro y a menudo me abismo en una tristeza indescriptible». También escribe que, ahora, hay un dolor punzante que alimenta la llama candente de su espíritu. En el hospital de Cracovia, durante la batalla de Grodek, el poeta y farmacéutico militar George

Trakl, de veintisiete años, atendía a los heridos. Las autoridades sanitarias testifican que murió el 3 de noviembre de aquel mismo año de 1914, de una parálisis cardíaca producida por la absorción de una fuerte dosis de cocaína. Por los amplios campos helados se oían resonar oscuramente los cañones entre los bosques sombríos y expoliados, bajo el gran cielo vacío y desnudo del invierno.

(22 de junio)

SEÑORAS CON PIELES Una pelliza de color rojo: es un chal de mujer, muelle y suave al tacto, con unas franjas negras.

Esta tarde de agosto del año 1836, la marea sube en la playa de Trouville. Con sacudidas breves, como persuasiones de luz cuajada y blanca, la espuma pone un pincel tenue en la arena de la orilla. En la playa está un chico de quince años; un chico que mira el chal. El chal, abandonado, habla de la blancura o del cobre tibio de unos hombros de mujer, y de aquel roce de vestidos que suena, quizá, como un rumor, más lejano, de aguas marinas en una caverna. ¿Qué cuerpo, para este chal? ¿Qué hombros? Rojo y negro, ya mojado de espuma intermitente,

el chal está olvidado en la línea de la marea. La mano del muchacho que coge el chal, la mano del muchacho que retira el chal del agua. Y el muchacho tiene en los ojos, de pronto, una mancha movediza como la espuma: la mancha de un vestido blanco. Bajo el vestido, late un seno bronceado; con la púrpura del resplandor vigoroso de la sangre en el cuerpo joven de mujer. Y, aún más allá, bajo la piel que vive y late, está el trazo pálido de las venas. Y los labios de la mujer dicen: «Gracias». Escena emblemática, obsesiva: treinta y cinco años más tarde, ya hombre maduro,

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aquel muchacho —Gustave Flaubert— logrará liberarse de ella fijándola en las primeras páginas de una novela: L’Education sentimentale. Y, ahora, es un día de diciembre del año 1884. Hace cuatro años que ha muerto Flaubert; hace

casi cincuenta que el Flaubert adolescente recogió aquel chal de la playa. Todo era luz, cerca del mar, en Trouville; hoy, castigada por el resuello del viento norte, Roma, en la dulzura empalagosa de un diciembre indeciso, tiene un color ceniza. Entre las cuatro y las cinco de la tarde, por la via del Corso, tasan las damas en carrozas medio descubiertas. Hay como un enervamiento en el aire opresivo e insano. Pieles, suavidad de pieles cubriendo los cuerpos, los hombros de las mujeres, que sonríen o saludan, desde la carroza, como si vivieran en el caparazón frágil de una casa de muñecas. Pasan, una tras otra, lánguidas y luminosas. Y el joven que las mira, en la claridad de escaparate, dice, con los ojos y con palabras, el tacto suave y el relampagueo de tantas pieles. Sobre todo, las de nutria, que con los ojos toman una especie de voluptuosidad, muy flexible. Sí: decididamente, a los veintiún años, al volver de la via del Corso, el joven D’Annunzio sabe que no hay nada que, en un día lluvioso, suscite como una piel de nutria el deseo de intimidad amorosa. ¿O quizá un chal rojo en la línea de la espuma?

(24 de junio)

LA MUERTE DEL TROVADOR No es un trovador de vitral romántico, de una falsa Edad Media iluminada por la arquitectura

reverente y apócrifa de algún Viollet-le-Duc. No: es áspero y esquinado y rudo como el relinchar de los caballos en el fragor tempestuoso de la batalla, y polvoriento como la luz cruda de los caminos rurales, y cegador, a los ojos, como el relampagueo de las espadas. Eso sí: cuando le parece, le gusta hablar con una golondrina, y recordar la dulzura señorial de una dama que, ya de niña, era toda suavidad para con él. Pero son tiempos de guerra: pendenciero, el trovador —Guillem de Berguedà—, que es también

un señor feudal, tiene siempre la lanza a punto; una lanza gascona que, un día, en el torneo de Sentfores, acometió a Ponç de Mataplana y estuvo a punto de desarzonarlo; una lanza que lleva en el hierro una inscripción en la que podemos leer que un hombre sin lealtad no puede tener salvación. Sabemos que, en aquel torneo de la pradera de Sentfores, Guillem de Berguedà conquistó el yelmo de Ponç de Mataplana. Y ahora podemos ver, como lo vio el trovador cuando embestía a su enemigo, el brillo, bajo el sol, del escudo de Ponç de Mataplana: ornado de oro, con la imagen de la Virgen María. Es un instante, ardiente, incendiado, que se inmoviliza en el fondo de la corriente del tiempo; hiriéndonos, de tanta claridad, los ojos. La hora del torneo es la hora de la fiebre y de la gloria. Después, viene la hora de la matanza y la

persecución por el silencio gélido y vasto de los castillos, los albergues, las llanuras y los serrijones. Ni en la llanura ni en la montaña hay descanso para el belicoso Guillem de Berguedà. Pueden tenderle trampas y emboscadas, siempre retornará; sería vil y cobarde si, viendo que buscan su muerte, no se atreviera a mostrarse. Todo él está hecho de desasosiego, de insurrección y de cabal-gadas por los cabezos o las vertientes grandiosas del Pirineo. Y él, que conoce el dulzor de cereza de una dama que antes fue una doncella, ha visto también, en un día de abril, los ojos de Ricardo Corazón de León. Tiempo después quizá lea en el recuerdo de aquellos ojos el llamamiento a la Cruzada. Otros ojos, sin embargo —de nuevo la suave mirada de una dama—, lo retienen con lazos gentiles, invencibles de tan delicada debilidad. Conocemos los peones de la partida de ajedrez. Un peón no era un caballero; era un simple

soldado, que combatía a pie. No sabemos cómo fue, no sabemos cuándo fue, no sabemos dónde fue. Sabemos sin embargo que, un día, el peregrinaje arrogante y desasosegado de Guillem de Berguedà —perseguido por la sombra soberbia de un orgullo de estirpe— se detuvo de golpe, en seco. Y no en el esplendor de escudos áureos y lanzas de una lid cortesana, ni siquiera en el clamor de una ba-talla a ultranza. Un peón, sólo un peón, mató a Guillem de Berguedà, el errante, el solitario. Pero

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este estruendo de lanzas y este vuelo penetrante y fino de la golondrina suenan aún en nuestro oído, muy cerca. Hace siglos que, empapada, la tierra secó la sangre.

(26, de junio)

UN DOMINGO DE ABRIL Esta mañana, el señor Henri Beyle, cónsul de Francia en Civitavecchia, ha salido a pasear por

Roma. Nosotros nos hemos acostumbrado a llamarle Stendhal. Stendhal escribía libros; el señor Henri Beyle paseaba por Roma o por Milán, o por París; el señor Beyle iba a la ópera; el señor Beyle tenía amores borrascosos. De la imaginación y del desasosiego y del dolor del señor Beyle, nacía el arte de Stendhal: preciso, inalterable, terso. Bajo la tersura luminosa y nítida de las palabras, sentiremos latir el calor de la llama. Por ejemplo, en esta anotación de un domingo del año 1834, cuando el señor Beyle, al atardecer,

vuelve de dar un paseo por Roma. Estamos a las puertas de la primavera, exactamente en el 6 de abril. Unos meses antes, el señor Beyle ha hecho un viaje interesante. El 15 de diciembre, cuando volvía a Italia, se encontró en Lyon con una notable pareja de compatriotas escritores: el poeta Alfred de Musset y la prosista Aurore Dupin, es decir, George Sand. Los tres, juntos, siguieron viaje a lo largo del Ródano, de aguas ampulosas y profundas, hacia la serenidad del cielo italiano. Si queréis, aún hoy como una estancia inmóvil entre una tempestad fastuosa de mármol, podréis ver en Venecia, en el Hotel R Danielli Excelsior, la habitación donde se alojaron el poeta y la musa. Pero los ojos de Beyle, en aquella primavera romana, estaban llenos de otro resplandor muy distinto. Porque, con avidez, estos ojos piden una nota de color más vivo en la claridad plácida del día. Y es más vivo el color, sí: de lejos, parece que te llame. El señor Henri Beyle corre, entre la

gente, hacia aquella mancha roja. Está ya en medio de la calle; hay una muchacha caída en el suelo. Acaban de asesinarla, delante de todo el mundo. Junto a la cabeza de la muchacha se ha ido formando, en unos instantes, rápido e imperceptible, un charco rojo de sangre derramada. La muerte, en Francia, es, a menudo, un hecho de violenta pasión política o de rencor financiero; un tributo pagado al poder o al odio. La muerte, en Italia, puede parecer aún, como en los días del Renacimiento, un excesivo resplandor: un lujo inmoderado de pasión y de energía, teatral, bello y exaltador como la arquitectura que señorea las calles. Por lo menos, para el señor Beyle. El señor Beyle, cuando escribe, se convierte en Stendhal. Stendhal resulta fascinante, quizá, y

más que por cualquier otra cosa, por la capacidad de establecer el equilibrio entre la justeza de la visión y el dramatismo interno que ordena y doma la escritura. El señor Beyle —Stendhal—, aquella misma tarde, volviendo de su paseo, anota el hecho al margen de un libro, y precisa, incluso, la medida aproximada del charco de sangre. Añade un solo comentario: «Eso es lo que el señor Victor Hugo llama quedar bañado en su propia sangre». ¿Insensibilidad, sarcasmo? No: sensibilidad extrema. Es el respeto al charco de sangre real y

tangible, es el respeto al dolor vivo, algo que impone un correctivo moral a la retórica. Guillotinar un tópico es acercarse a ver más: al sufrimiento, concreto, de esta muchacha asesinada en una calle romana. Hugo, sin embargo, respetaba el dolor de otra manera: magnificándolo en la monumentalidad. Así es como las palabras mantienen, compleja, una relación moral con lo vivido.

(27 de junio)

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UNA FIESTA

El cielo, allá arriba, recorta una franja de color azul; abajo, las nubes —mates, ocres,

luminosas— dan justamente el punto de suavidad y de matiz tenue para parar el golpe del gran resplandor solar. Hay un agua clara y tranquila de río que forma como una miniatura de un lago de pastorela. Y un grupo de jóvenes —hombres y mujeres— ríen, cogidos de las manos. Forman un círculo, un corro; esquivan, festivos, el cucharón de madera con que intenta tocarlos, desde el centro del corro, otro hombre con los ojos vendados. Ellos llevan casaca y medias y calzas hasta las rodillas; ellas se han vestido con faldas amplias, acampanadas, de colores muy claros, y llevan, en la cabeza, un sombrerillo con plumas, o bien un pañuelo, o una mantilla de encaje. Parece que, en esta escena muda, bajo la luz quieta, podemos sentir aún los chillidos penetrantes de las mujeres, la algazara de los galanes. Están jugando a la gallina ciega. Mirad los ojos, fijos con un pasmo de polichinelas. Otro círculo, otro corro; pero, esta vez, sólo es de muchachas. Hay dos que exhiben un sombrero

amplio y estólido; las otras dos parecen sacerdotisas impasibles de un ritual minucioso. Al fondo, muy alto, el cielo es una indecisa conjuración de nubes que acechan una torrecilla lejana. Pero, en pleno espacio vacante —ni del todo tierra, ni del todo cielo—, en el centro del corro, hay algo descoyuntado y movedizo que salta con sacudidas bruscas y angustiosas. Es un muñeco: un muñeco masculino, que las muchachas, rítmicas y gozosas, están manteando. ¿Sólo un muñeco? Hay escenas que vuelven y vuelven; hay escenas que nunca nos quieren abandonar del todo. Ha

pasado un cuarto de siglo cuando Goya se ve impelido a concretar la tercera y definitiva escena. Antes, eran dos cartones para tapices; obras, aún, de una juventud exultante y riente. Ahora, es un aguafuerte de los años de vejez. Son esta vez, seis las mujeres que forman el corro. Ya no se mantienen en una inmóvil majestad vertical; contorcidas, innobles, frenéticas, muestran caras de fetiche bárbaro, o risas brutales y simiescas. En el centro de la manta que las mujeres sostienen hay un asno. Un par de muñecos, contrahechos, sin rostro humano reconocible, danzan por el aire. Son pequeños como pigmeos. En el cielo no hay nubes ni matices. El suelo es árido y adusto y yermo.

(28 de junio)

UNA GUITARRA, EN LOS ENCANTES Entonces —a comienzos de los años sesenta— el autobús nos dejaba en un paraje que tenía

aspectos de desierto sideral. ¿El autobús? La memoria es incierta, la memoria se vuelve incierta: ha borrado el color de los asientos, y las caras grisáceas, sin forma ni contorno, de los pasajeros. La memoria retiene sólo un transporte colectivo, humillante y mugriento. Quizá un metro húmedo, oscurísimo, o un trolebús de cable que suelta chispas como en una experiencia de física recreativa, o tal vez un autobús macizo y bamboleante. La memoria retiene, sólo, aquella última parada —la plaza de las Glorias— y aquel espacio vacío. Bajábamos, quizá, por un desmonte, o avanzábamos, inseguros, entre montones de latas y

alambres, con el polvillo ocre del terraplén tiznando el brillo de los zapatos. Era una mañana de claridad espuria, incierta, o, quizá, habiendo comido ya, era una tarde de nubes sulfurosas. Había, aún, como un residuo insólito de un pasado rústico y bárbaro, una taberna, con una rama de pino como enseña, igual que en los días orgiásticos de las ferias medievales o en la lejanía de un viaje montañoso. Una rama de pino, una taberna lóbrega de tablones pantagruélicos y boscosos, como si viviéramos en el mundo de Rabelais o en un país sombrío de leñadores. Pero, tras la puerta, los vasos tenían un brillo hosco, y una llanta de neumático, desinflada y astrosa, caía rodando por el desnivel. Después, empezaba el recinto: los Encantes, otra ciudad distinta. El cielo era ancho y oscuro. Era una placa cubierta de polvo. A los discos, entonces, ya les llamábamos discos; pero para los

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discos antiguos aún perduraba el nombre de placas, recibido por tradición oral. No obstante, y bien mirado, aunque lo pareciera, aquello no era una placa. No: era exactamente un disco, un disco de los actuales. Y lo encontramos en la claridad sofocada de un bazar siríaco —como en una Bagdad sombría— mezclado con cachivaches: libros medio deshojados, cretonas dudosas, vientres deslustrados de viejas cómodas, espejos aprisionados en un vaho de camafeos en el centro de un anacrónico óvalo de madera. Un disco olvidado, una placa perdida. ¿Y si lo probáramos? Hay que saber cómo suena, antes de

decidir si lo compramos. Al aire libre, un disco no suena como en un cuarto cerrado. El son que sale del disco, en los Encantes, será un sonido más que se añade al griterío de la gente. Pero también abrirá un espacio íntimo, un reducto privado. Es una voz de hombre, grave, parsimoniosa, matizada. Más que cantarlas, dice las palabras, acompañándose con una guitarra. Nos hace la confidencia de otra manera de existir. Y ahora, realmente, sé que voy a comprar el disco. ¿Cómo ha ido a parar a los Encantes? No lo sé, pero esta voz es alegría y es melancolía y es sarcasmo y tiene, en definitiva, el sabor acre y violento del vivir cotidiano. Y es un milagro encontrar, en aquellos años, un disco como éste en un lugar así; la voz vedada, la guitarra prohibida, las canciones proscritas de Georges Brassens. La libertad.

(1 de julio)

UN CABALLERO Primero, es un caballero que llega a la sección revolucionaria de la plaza Vendôme. Es el 2 de

diciembre de 1792, cuando en las prisiones de París empieza la matanza. Las calles están vacías. Pero, hacia el atardecer, este caballero ha salido de su casa, ha ido andando por los soportales despoblados bajo el cielo negro y sangriento. Ahora entra en el local revolucionario. Tiene el pelo rubio, que empieza ya a encanecer y a aclararse. Habla con finura, eligiendo bien las palabras, con voz pausada y suave. No hay allí mucha gente, aquella noche. Él se discreto y persuasivo, y escribe bien. Lo nombrarán secretario. Su especialidad: los informes filantrópicos sobre las condiciones de vida en los hospitales. La pluma hace un roce muy leve al resbalar por el papel, como la uña de un pájaro en la corteza de un árbol, en el bosque mudo. Han pasado muchos años. Esta figura que ahora se aproxima por el corredor, con tan poca luz,

¿es el mismo caballero? Al principio, no distinguimos más que su corpulencia extrema, pesada; un corpachón voluminoso embarazado por el exceso de tamaño. Y, ahora que se ha acercado más, y bajo la luz, podemos reconocer, en este pasadizo insalubre, más inflada y deforme, la cara del caballero que, tiempo atrás, hacía de secretario. Y sigue expresándose tan pausadamente, ceremonioso y reverencial. Y sabemos, además, que habla con gran respeto de todas las cosas que suelen considerarse respetables. Pero, de vez en cuando, hay en sus ojos un chispear fugaz, como el brillo de una brasa en el fondo de una hoguera apagada y cenicienta. Quizá estos ojos, entonces, ven, en la mente, algo que hace tiempo que no tienen a su alcance.

Algo como —por ejemplo— este gran rollo de papel. Lo forman una serie de hojas pegadas una a otra hasta formar un solo cuerpo de doce metros de largo. Podemos desplegarlo, como si fuera un papiro de los antiguos egipcios; veremos, entonces, una escritura minúscula, densísima, que agota cada fracción de espacio disponible, que casi lo rebasa, porque el espacio de la mente es más vasto que el espacio de las palabras. Una escritura apresurada: el rollo acaba diciendo que fue empezado el 22 de octubre de 1785 y terminado en treinta días. Entonces, el caballero estaba prisionero en la Bastilla. Ahora, recluido de nuevo, torpe y blando, recuerda de vez en cuando el rollo perdido que, como una bomba de relojería, estallará en el momento oportuno: el manuscrito de 120 días de Sodoma, que el caballero —el señor de Sade— dejó rematado un día grisáceo y férreo de otoño. Mientras tanto, habla, suave y pulido, de cosas respetables. Espera su tiempo.

(2 de julio)

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DOS CASAS Vemos de muy lejos la primera casa. Apenas hemos advertido que existe, y ya nos encontramos

dentro de ella, cercados por el anillo pesado e invisible del aire malsano que exhala y que deslinda a un tiempo. Son muros solemnes y hoscos entre brumas fluviales, y pasadizos sombreados y densos, con pesadez de muebles que rechinan. Hay una sombra siempre fija en este recinto, hecho, todo él, de apariencias móviles e inestables: la sombra de una mujer que perdura sólo en los retratos y en los vestidos y en los búcaros que ha legado, como un don funerario y ominoso, desde las profundidades sombrías del pasado a la acuosa y turbia superficie de un presente inseguro. Totalmente vestida de negro, otra mujer, la sirvienta fiel, guarda, con las llaves del caserón, el recuerdo tutelar de la señora difunta: la sombra (Parca y Gorgona) de Rebecca de Winter. Anoche, Joan Fontaine tuvo una pesadilla. Soñaba que volvía al caserón: a Manderley. La

película —Rebeca— empieza así, con la voz angustiada y sofocada de una muchacha que nos dice que anoche soñó que había vuelto a Manderley. Y vemos Manderley, una construcción de hacendados rurales, emanación de piedra húmeda y con vaharadas sulfurosas, como el alma de los bosques y de los marjales; lugar sagrado y terrible, santuario de ángeles negros que perpetúan el pasado de los siglos de hierro. Hay un camino que lleva a Manderley, pero este camino está fuera del tiempo, está fuera del espacio, como la misma mansión de Manderley. Manderley, adonde se llega por caminos que no son de este mundo nuestro; Manderley la lejana, vislumbrada en el horizonte que la tiniebla ha engullido. La segunda casa es egregia. Un sueño imposible de clasicismo en un mundo lujoso de luz

colonial. En Manderley, todo era oscuridad y nieblas; en cambio, en Tara, todo es claridad de amplios campos de algodón y de arañas que centellean con el cristal efímero de las noches de fiesta, y con las sangrientas llamaradas de la guerra y el humo blanco de los fusiles. Por dentro, Tara es madera y quinqués y escalinatas, y parece que cada rincón se encienda con el crujir suave del vestido verde de Escarlata O’Hara. Tara es el templo de la belleza, la Diana cazadora de las profundas comarcas del Sur, que tiene los ojos vivos, juguetones y dulces y el pliegue de los labios enérgico y delgado de Vivien Leigh. Quien vaya hoy a Atlanta, puede ver Tara, el caserón de Lo que el viento se llevó, consagrada

como tabernáculo del recuerdo. Conocemos muy bien esta gran fachada que un día nos pobló la mente. Pero Tara, hoy, sólo es una fachada. No podemos entrar, sólo la veremos de frente. Tara es un decorado que el viento de Atlanta besa y mece. ¿Y Manderley? Manderley es menos aún: Manderley es una ilusión óptica. Cuando vemos aquel camino y aquel caserón —explica Hitchcock—, vemos, sólo, una maqueta; precisamente por eso adquiere, vista de fuera y desde lejos, una irrealidad tan punzante y obsesiva. Precisamente porque sólo conocen una existencia en sueños, Manderley y Tara son más reales que el mundo en que vivimos. Tienen, indestructible, la cohesión del mito, que no muere.

(3 de julio)

UN SEÑOR, EN MALLORCA Recuerdo que lo primero que me llamó la atención fue la biblioteca. Antes, sólo había visto otra

que tuviera un aspecto semejante. Cuando entraba en casa de J. V. Foix, en Barcelona, me sorprendía siempre la encuadernación impecable y unánime de los clásicos griegos y latinos de la Fundació Bernat Metge, exaltados por un atavío nobilísimo. Visiblemente, aquellos libros, y no muchos otros que podía también amar, eran el verdadero centro de la vida moral de Foix. Pero ahora, en Mallorca, yo veía el sol, claro y amarillento, consumiendo, o quizá cincelando, el verde oscuro de los olivos, y el relampagueo del mar, de un azul muy puro, entre las grietas de los

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acantilados, con claridad hiriente de cuchillo. Y entrábamos, dos amigos y yo, en una casa muy diferente del domicilio de Foix. Rústico, había una senda, y todos los cuartos se veían asaltados por el imperio de la luz. Y, más que un lugar de simple concentración meditativa, aquel cuarto parecía, sin duda, un lugar de trabajo. Altas, las estanterías sostienen librotes gruesos y cuidados; eran, no ya textos clásicos, sino diccionarios griegos y latinos, y repertorios de mitología. Se establecía —fijándonos bien— una comunión instintiva entre la claridad terrena del paisaje y el mundo mítico que latía en el fondo de los mamotretos. La arqueología como poema vivido. El dueño de la casa tenía ya cerca de setenta y cinco años: nos había recibido, en el jardín, con

un sombrero de paja en la cabeza. El paisaje era también parte de él mismo; dijo que hacía ya años que había elegido vivir en Deià porque la vida allí seguía aún el ciclo agrícola. Los ojos saben que, más allá de la claridad cálida y ensombrecida de los olivos, está el mar, refulgente como el filo de una espada azul o la luz de un escudo. Para los ojos, es bastante: éste era el mundo de Homero; éste era, aún, el mundo de Virgilio. La aparición de la luna, en un anochecer muy claro de verano, nos habla de la diosa blanca que alumbra los poemas. ¿Aprenderemos a convertirnos en algo familiar con la tierra, familiares con la historia, familiares

con la huella del recuerdo de los dioses, familiares con los ritmos y cadencias que, en la tierra, acompasan el vivir y el ver? Ver el mundo, y también vivir el mundo, no sólo vivir en el mundo. Vivirlo como lo vivían los antiguos: el bardo céltico o el aeda griego o el historiador romano. Vivirlo como lo ha sabido vivir este hombre con quien hablábamos, el poeta y escritor británico Robert Graves. Ya empezaba a oscurecer cuando nos acompañó al jardín y al sendero. Un reportero de la

televisión lo filmaba mientras él iba hablando vivamente, con su sombrero de paja. Tiempo después, los televisores transmitirían en imágenes un libro de este hombre: Yo, Claudio. Algo más antiguo que las imágenes, algo como la raíz oscura del olivo o como la hoja verdeante bajo la claridad de la luna, inflamaba, con la luz insurrecta del anochecer, la biblioteca de Robert Graves, en un pueblo de Mallorca.

(4 de julio)

CERVERÍ DE GIRONA ¿Cerverí de Girona? ¿Qué quiere decir Cerverí de Girona? Si es cerverí —es decir, si es de

Cervera—, ¿cómo puede ser de Gerona? Cervera, Gerona: dos recuerdos muy distintos, hermanados por el nombre del trovador. Recuerdo Cervera como un lugar áspero, cálido, calcinado, donde no he parado nunca; un lugar detenido en una refractación solar de piedra bajo el mediodía. Recuerdo, de Gerona, sobre todo, una mañana de invierno, oculta en el fondo de mi adolescencia. Bajo la escalinata de la catedral, veo —hace quizá veinte años— una calle estrecha y muda, con una frialdad que parecía cosa muy antigua, y un bar pequeño en el chaflán. Dentro del bar se oía, en algún disco, una música inquietante y plañidera de violines zíngaros. Al otro lado de los vidrios empañados por el frío, empezaba la escalinata. Cervera —y, ¿será ésta la Cervera del trovador?— nos trae una imagen solar, hosca y yerma; Gerona nos trae, ante todo, una mañana de claridad nórdica, una luz suave y una música tenue. Cerverí de Girona, el último trovador catalán, establece, en su poesía, el equilibrio entre su Cervera y mi Gerona. Un arte cortesano, alegre, frágil y liviano; también, más grave, un arte de moralista, o —más franco y crudo— un arte amatorio. Guillem de Cervera es cerverí, pero vive en Gerona; al menos, parece que por eso le llaman

Cerverí de Girona. Todos los que amamos la poesía de Cerverí lo recordamos, creo, por dos piezas, alegres y breves. Una es una canción de camino, una viadeyra. Para componer una canción de camino no es necesario encontrarse en camino; basta, quizá, con el recuerdo de cuando cami-nábamos. De camino, el trovador puede invocar un amor adúltero con Juana, la delicada —Yana delgada—, que tiene un marido tan aburrido y tosco y espeso, ella, todo finura y delicadeza. La otra poesía remacha el clavo: los maridos se irán «a la pluja i al vent», a la lluvia y al viento, o serán

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encerrados en un armario. ¿Y los amantes? El poeta ve a los amantes cantando en un prado verde, en el jardín. Pero no cantan sólo ellos:

también las flores cantan, también cantan los pájaros. En esta naturaleza animada, de dibujo miniado, mientras los amantes tocan la dulzaina —herida de ternura y de lisonja— y encomiendan la gloria a los pétalos luminosos y a los ruiseñores cantarines, los maridos son arrebatados por un viento huracanado y glacial, bajo una lluvia vengativa e inclemente. O bien, ahogados en la profundidad oscura de un armario, golpean en vano las tablas, cargados de deseo y de ira, como el marido de Juana, la delicada, que no volverá a yacer con ella, pues la gracia frágil del amigo armonizará mejor con la concha tiernísima de aquel cuerpo tan dulce. Hace frío en Gerona, en aquella mañana de invierno. No se ve gente en la Dehesa, y el río es una

lámina de plata oscura. ¿Suena la dulzaina, o más bien el violín de los zíngaros? Un prado, un jardín: eso, aún lo podemos ver con los ojos enternecidos del trovador.

(5 de julio)

LAS TRES DAMAS MISTERIOSAS Todo está oscuro. El cine ¿no es el arte de la imagen? Una pantalla negra, una pantalla en

tinieblas, niega la imagen. O quizá, a veces, también puede anunciarla. La pantalla está a oscuras de la misma manera que la memoria prepara la venida de las imágenes del recuerdo. Y esta voz, en la negrura de la sábana de la pantalla, nos habla de un verano lejano, del bochorno de aquel verano, cuando murió aquella mujer. Ahora sí que todo puede empezar; ahora sí que ha sido pronunciado el nombre que abrirá el cerrojo pesadísimo, tenebroso y áureo del recuerdo. Podremos ver la pesadez encortinada de los salones y de las estancias, y los cuartos de baño de mármol negro, y las cenas en las terrazas bajo las estrellas que aclaran el relampagueo de la calígine. Podremos ver el reloj de pared, y el péndulo grave y ceremonioso como la guadaña del Tiempo. Podremos ver el retrato de Laura, que murió en aquel verano tan ardiente. Estos ojos nos miran.

Laura no está muerta; Laura vuelve del reino de los muertos, en el cuerpo y en los ojos y en la voz de Gene Tierney. He aquí otra historia que comienza. La pantalla no está oscura; al contrario, está toda llena del

rostro de una mujer, o, más exactamente, de una parte del rostro. No podemos llegar a discernir las facciones, pero hay un ojo que nos mira; todos nosotros somos ojos mirando a un ojo, como si la pantalla fuese un espejo retador. ¿El cinema está hecho para mirar, el cinema está hecho para que nos miren? Desde el fondo del ojo, nace una espiral. Y cuando pasen los minutos de proyección y veamos por primera vez a aquella mujer, sentiremos que hemos entrado dentro de la espiral, como el nauclero del relato de Poe, que bajaba hasta el fondo horripilante y exaltador de un remolino oceánico. Nada de turbión ni de viento mistral: claridad luciferina, tapizados rojizos, música suave. Un restaurante de lujo puede ser una metáfora del país de los muertos. Nosotros, espectadores, miramos como un hombre mira a una mujer; de lejos, pero sin perderla de vista. Ahora, ella se levanta de la mesa y pasa con un roce rápido y leve, el pelo rubio recogido en un moño en la nuca. ¿Una mujer muerta, una mujer viva? Para entrar en la espiral, basta con mirar, en la fastuosidad rojiza de un restaurante nocturno, los ojos de esfinge de una mujer que pasa. Es Kim Novak, en Vértigo. La mañana se ha alzado desapacible e impía. La lluvia es insidiosa y regular; tiene la claridad de

bronce grisáceo de un escudo que oscurece el mundo. En el cementerio, hay estatuas solemnes y barrocas: la muerte como teatro. Simulacros del recuerdo, sólo. El otro recuerdo, el más profundo, lo podréis ver en la mente de este hombre. Un hombre como cualquier otro, quizá más flaco, quizá con un pliegue más amargo en sus labios: Humphrey Bogart. También él verá ahora la vida y la muerte de una mujer en la memoria herida y destrozada. ¿Estatuas? Hay algo de estatua, de esfinge imperial, en esta «condesa descalza», en esta condesa con los pies desnudos que tiene resplandor de mármol y de cobre de Aya Gardner. Es así como el cine, como Orfeo, reclama, una vez y otra, las

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imágenes perdidas de Eurídice, que vive ya en comarcas más lejanas. Las imágenes que triunfan de la muerte.

(6 de julio)

MAÑANEAR ¿Madrugar? ¿Mañanear? Alguien que madruga mucho —alguien que mañanea mucho— se

levanta, quizá, cuando aún no es enteramente de día. Madruga, o mañanea, el hombre de ciudad que, mientras desayuna, ve, por los cristales del balcón o del ventanal, un color pálido en el cielo. Poco a poco, aquel color es herido por un velo de púrpura: toma un color de granada, o un color de ramillete de fuego encendido, igual que un electuario de alquimista, o los obradores de hierro forjado y de piedra tosca de los relatos medievales, con capuchas cónicas y gonelas de seda enrojeciéndose al calor de la llama. Sí, como este aliento candente del sol que sale ahora sobre el fondo del cielo despoblado. O bien el estudiante: también mañanea, y, a veces, aún más. Ya no es negra la noche, pero

estamos en el momento mismo del primer albor; son quizá las cinco de una mañana de primavera. Hay un simulacro de claridad gris en las azoteas mudas y hostiles. Dentro de tres o cuatro horas comenzará el examen. Todo el silencio de la ciudad dormida queda colgado de las antenas es-queléticas de los televisores, despojos de un torneo metálico bajo las nubes. Toda la espera de la ciudad polvorienta y desnuda y pálida, concentrándose en la imagen de una hoja de papel en blanco. O mañanea el viajero, a quien espera la clínica claridad del aeropuerto; y ve, desde el coche, las calles que pasan en una luz mate, bajo un cielo de yeso. Vayamos un poco más lejos. También mañanea, por ejemplo, esta muchacha. Es un lunes de

abril, en Barcelona, hace ahora cien años. Esta chica —la Toneta oye, en la calle, el traqueteo de los carros cargados de hierro. La brisa llena de un frescor luminoso los espacios. Hacia poniente, mirando los juegos de las luces de gas en el escaparate de un armero, el resplandor bruñido y liso de las armas le había lanzado a los ojos la estampa graciosa de un estudiante. Hace el sol de las témporas de Corpus, con cortinas que el viento matinal, afilado, ondula sobre la claridad severa de las fachadas de piedra. Y la Toneta camina cada vez más rápido, atravesando calles en la luz de la mañana. La Toneta es costurera. No puede llegar tarde a la pensión donde cose, bajo una cortina listada de azul que deja pasar el frescor. En la pensión, vive el estudiante. Acaban de dar las siete de la mañana cuando la Toneta llega y se sienta a coser. Todo un arte puede estar hecho de detalles como éstos. El arte de Narcís Oller, viendo a la Toneta —La Papallona— que, enamorada, mañanea y cose en una Barcelona nítida y lejana, un día soleado y dulce, de abril, a las siete de la mañana.

(8 de julio)

EN EL HOTEL WINDSOR En el Hotel Windsor, de Berlín, invierno de 1958. Hace unas semanas que vive allí este

caballero. Un hotel no es exactamente de ningún país: es un lugar donde, precisamente porque en él todo el mundo es en cierto modo extranjero, nadie se siente extranjero del todo. Y, realmente, este señor no es extranjero: habla alemán. Pero no el alemán de ahora. Tiene el acento de la antigua Viena. ¿No veis como anda, por las calles berlinesas, nuevas, flamantes, como si avanzara por una ciudad irreal? Los años han marcado visiblemente esta cara. Pero, bajos los surcos del tiempo, las facciones no

engañan. No engaña el brillo de acero del monóculo, ni este impermeable, solemne y anacrónico, como el que llevaban antes los caballeros rurales. No engaña la cortesía, aterciopelada y precisa, de las inflexiones de la voz. Este señor regresa de la Viena de antes, este señor vuelve de otro Berlín.

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De joven vio la luz de falenas del imperio austrohúngaro; conoció los arenales africanos, amarillentos, un yunque de sol, y el verdor de Bali, y la madera de los juncos en los mares de China. Se le murió un ojo bajo la caligrafía candente del fuego en las trincheras. Huyó de Berlín en un atardecer borde y furtivo; el cielo, en las calles profanadas, tenía el color terroso de las camisas nazis. Esto de ahora ¿es Berlín? Han borrado a los nazis, pero no han podido hacer revivir Io que ellos habían borrado. Este caballero pasará tres años —en Berlín, en Munich— viviendo en hoteles, viviendo en otra

Alemania, viviendo en su Alemania. Ya lo conocen los empleados —recepcionistas, camareros, maitres—: es el señor del monóculo y del acento vienés, el que se ha encerrado en la habitación del hotel porque no reencuentra a su país. Tiene cerca de setenta años, pero hay aún vigor y firmeza en este único ojo que enciende el monóculo como una brasa viva. Este ojo vio el coche negro y la mirada hipnótica del doctor Mabuse, y los ojos de batracio del vampiro de Düsseldorf, y el beso glacial y fulminante de la mujer-robot en la Metrópolis futura, y la bola de cristal de un adivino en una feria rural, y los pasillos de tantas casas vacías y tenebrosas, y una seductora que, desde un cuadro entrevisto en un escaparate, nos llevaba al embrollo del crimen. Ahora, este ojo ve la claridad cobriza del cuerpo de una bailarina, y los palacios que se reflejan en el agua pura de una India lejana. Solo, en el Hotel Windsor, Fritz Lang, director de cine, ve el salto violento y felino del tigre de Esnapur.

(10 de julio)

LA BELLA CLÉO Hace poco que han callado los cañones de la Gran Guerra. Resonaban, en la espesura de los

bosques o en la claridad desnuda de la planicie, con un latido mortecino y oscuro; encendían, en el cielo vacío, resplandores como bengalas que mueren tras azotar la noche con una luz violácea. Ahora, el sol ha secado la mezcla de agua y sangre de los largos inviernos lluviosos. Hay grumos de tierra reseca en los cráteres de los obuses, en la osamenta terrosa de las trincheras mudas y de-siertas. El vestíbulo de un teatro, en Montecarlo. Hace poco que los caballeros y las señoras aplaudían

un ballet: las caras —enmarcadas por la curva de un collar de perlas, como en un camafeo, o bien ornamentadas con un bigote cuidado y brillante— recibían, de frente y de través, la luz rojiza de las baterías del escenario. Es el verano de 1919. Y, ahora, esta bailarina ha encontrado, en el teatro, a unos conocidos. Son amigos de antes: de cuando ella —Cléo de Mérode— salía en los anuncios del Folies-Bergère, aquellos anuncios que, húmedos de engrudos y apenas seca la tinta litográfica que brilla con claridades de oro, miraba el joven Proust en las columnas de anuncios que se alzaban en los cruces de los bulevares. Cléo de Mérode tiene ya cerca de cuarenta años, pero sigue siendo la misma. Sabemos que, en

aquel atardecer de estío, en Montecarlo, retozaba y sonreía. Su piel era aún fresca y suave; el cuerpo, ágil y quebradizo, un esbozo de dulzura y de azogue. Si os fijarais muy detalladamente, podríais ver, no obstante, unos hilillos de plata en su larga cabellera; una cabellera que empezaba a volverse gris. Fuera, el día se ha ido oscureciendo. La franja lisa del mar se aplana en la concavidad de un cielo

que va perdiendo, ensangrentado, su color. Pronto todo será una sola sombra. Y ahora, Cléo de Mérode dice a los amigos, en aquel vestíbulo de teatro, que tiene que dejarlos porque, antes de cenar, tiene que ir un rato a su cuarto en el hotel a jugar con una muñeca. Su voz es frágil: un hilo débil y clarísimo. La muñeca no es ninguna invención. Es una muñeca real, como las que tienen las chiquillas, y, con un crujir de ropa satinada, la espera en la penumbra imperial del hotel. Los amantes de Cléo —mundanos y libertinos— ¿se harán también la ilusión de seducir a una muñeca? Hay un hombre viejo, en Praga, en los años cuarenta, que ha perdido la llave de un baúl. Un

hombre viejo que piensa en la muerte y en la cuerda que lo podría colgar y que le espera, desde

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hace dos años, en el fondo de este baúl, con un plastrón que un día fue luminoso, una medalla encendida de almidón en la noche de un viaje parisino. Un plastrón donde, aquella noche, estampó su firma Cléo de Mérode. Las calles retumban, los viejos muros trepidan: el ejército nazi pasa por la calle. Hay otro hombre viejo, en Praga, este año en que vivimos. Por la calle, si escuchamos con

atención, ¿oiremos quizá aún el eco de los tanques soviéticos? Un hombre viejo, con un perfil augusto, todo firmeza de bronce, que recuerda y que espera y que ve la alta contienda del mundo moral, y se llama Vladimir Holan; un hombre que, hace tantos años, escribió un poema sobre este otro hombre que tenía un baúl. Ahora, en esta entrada de verano turbia e indecisa, Vladimir Holan acaba de morir. En el fondo del baúl relampaguea la letra de la bella Cléo.

(11 de julio)

DOS EXPOSICIONES Sabemos que este hombre vestía siempre de gris; siempre la misma ropa gris, o, a veces, beige.

El cuello de la camisa, amplio, jamás anudado. Y sombrero; uno de fieltro, vasto, que recibía el palmetazo del sol o el goteo de la lluvia. Vivía en una habitación mínima y estricta: una cama, una palangana de agua limpia, una silla, una mesa de madera de pino. Tenemos una fotografía: en sus ojos hay una claridad radiante como la del día que nace, tierna como la tarde cuando declina. Unos ojos que miran el alba y la germinación de los ciclos del mundo. A este hombre, lo podréis ver todos los días sentado en la imperial de los ómnibus de Broadway, con un libro en las manos. El libro es noble y antiguo: la Biblia, Shakespeare, los griegos, la épica y la tragedia. De vez en cuando, el hombre levanta los ojos y ve la claridad ruidosa de Broadway. La gente no desmiente el mundo simple y heroico del libro. Y sabemos que hubo otros días, más lejanos, en alguna playa muda bajo el cielo blanco, o en la claridad de unos escollos heridos por la onda gris y grave de un mar violento y hosco. Allí, en completa soledad, este hombre lee. ¿La gente, las olas? Todo es existencia. Este hombre —Walt Whitman— escribe un poema: el Canto de la Exposición. Una Exposición

es el templo del mundo moderno: habrá un palacio con fachadas de hierro y cristal, y pisos, y más pisos: de color de bronce, de color lila, de color huevo de pájaro, de color púrpura. Habrá una bandera. Habrá, alrededor, otros palacios, otras banderas. Habrá algodón, y minerales, y trigo, y relojes, y maderas. Habrá una sala de música. Walt Whitman aún vive cuando —pronto hará cien años, en 1888— se inaugura en Barcelona la

primera gran Exposición. Una ciudad, un país, tienen momentos de plenitud. Nuestro Whitman ¿es quizá Verdaguer, aunque sólo cantara la pujanza sideral de las rocas y el resplandor oceánico? Esta casa donde vivo ahora, esta casa donde ahora escribo, se construyó en el año de aquella primera Exposición. Entonces, esta parte de la Rambla de Cataluña era aún una torrentera, y, al lado del portal, una cubierta de tablones celaba el vaho dulce y tibio de un establo de vacas. En la penumbra, veis la paja áurea y sagrada, los ojos de una claridad muelle y líquida, todo suavidad. Salgo al balcón: es el mismo de entonces. Hace un día desapacible y gris; abajo, se oscurece el verde de los tilos. En el arabesco de hierro forjado del barandal se posa, por unos instantes, un gorrión indeciso, inesperado y fugaz. ¿Vendrá de aquella torrentera perdida, o de los versos lejanos de Walt Whitman?

(13 de julio)

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ANTE EL MAR

Lo podemos ver así: como lo veía, en un día auroral de claridad azul, el hombre griego, y lo

recuerdan unos versos insignes de Carles Riba: «Hem estat com la gent nada a la riba erma / davant l’innumerable somriure de la mar». La sonrisa de la mar es innumerable, naturalmente, porque siempre vuelve a empezar de nuevo, porque es el mar «siempre reiniciado» de otro poeta, Valéry. Pero, ¿es una sonrisa? Podemos pensarlo, si estamos sentados, en un día muy claro de verano, en la cubierta de un barco. El sol cae hiriente sobre el lomo de un libro cerrado. Detrás de nosotros —muy lejos—, parece que imaginamos, que sentimos, la impaciencia de las aguas que huyen. Pero nosotros estamos a proa; hendemos la victoria de la luz marina. Y llega un momento en que el ojo quiere un reposo de la perla del cielo acuático y la aguamarina celeste, forjadas en la fragua del día incandescente. Abrimos, entonces, el libro. Bajo el sol implacable, las hojas son muy blancas. Ahora, el mar no sonríe. Ni tampoco es áspero. Primero era liso y blanco como estas páginas, o

quizá verdoso y sombrío. Ahora, ni siquiera lo vemos del todo; nos llega entre una bruma tenebrosa. Es otro mar, poseso, con furia poderosa y momentánea, que ha borrado el mar visible, luminoso y plácido. No estamos sentados en cubierta, no estamos en este barco, no vemos este mar mediterráneo. Vivimos en otro mar: el mar gótico y bárbaro y gélido del Norte, el mar que estalla y fulge en la claridad de esta hoja en blanco. Todo era bramido y resoplido de niebla y de una humareda oscura que alucina, hace un

momento. Ahora, todo es caída. El mar engullirá las turbaciones, el mar lo ocultará todo bajo una gran coraza translúcida de agua color de acero. A veces, en medio de una explosión de cosas derrumbándose, el oído puede percibir un sonido más leve, como si, cansado de soportar una tensión acústica demasiado intensa, el mundo lo detuviera todo, sólo por un instante. Es así como sentimos estos martillazos: precisos, obstinados y rítmicos, con regularidad de metrónomo. Y vemos un martillo; enloquecido, insensato. Clava una bandera en el palo mayor de un barco que, en un mar solitario, se hundirá para siempre. ¿Y este chillido? Un halcón que volaba ha quedado aprisionado, con un ala clavada de un martillazo en el mástil. Gritos del cielo hacia el abismo: de un azul claro y alto a un azul secreto, nocturno. El mar vuelve a ser liso, como hace tantos miles de años; liso blanco como la página que

acabamos de leer. Sobre la mortaja, azul intenso, chillan otros pájaros. El fondo del mar guarda el barco hundido. Cerramos el libro; hemos acabado ya la historia de Moby Dick, la ballena blanca, que hundió el barco del capitán Achab. Este sol nítido y claro de verano, estos chillidos de pájaros mediterráneos, resultan consoladores. Sin embargo, como el indio Tashtego, ¿no pasamos nuestra vida dando martillazos, al borde del naufragio, en una soledad muy amplia y fría?

(16 de julio)

LUZ DE LA CATEDRAL Hace ya tiempo, un poeta entró en una catedral. No sabemos de qué catedral nos habla. ¿Es una

catedral vivida ahora, es una catedral recordada? (El poeta vive en el exilio.) Es, quizá, un emblema de catedral; una catedral real que, en el recuerdo, se convierte en imaginaria. Si nos fijamos bien, cualquier cosa, en un poema, se convierte en ficción: ficción artística, precisamente. Alcanza una vida de símbolo poético. No es la catedral que conocíamos: es la catedral que, al leerlo, nos hará ver el poema. Empieza a atardecer cuando este poeta en el exilio —Luis Cernuda— dice que llega a la catedral.

Viento en las calles; luz de crepúsculo en las tapias; fuego de sol que muere en los tejados. Mármol, velas de llamas amarillentas, oro en los vitrales que la luz transfigura, roce de pasos en las losas muertas. La catedral: un lugar de la mente. Es el recinto donde el agnóstico Cernuda siente la

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añoranza —y, quizá, como un vislumbre de certeza— de la divinidad. Lejos, ya ocultos por la noche, los chopos secos lanzan llamaradas bajo la concavidad desnuda y fría del cielo. Así el hombre, quizá, espera su destino en la bóveda gótica del templo. El universo nocturno ¿es una catedral? Antes, otro poeta había entrado en otra catedral silenciosa. Es el frescor lo que primero nos

sorprende cuando entramos en la catedral de Barcelona. El resto, es accesorio: los ánades inmemoriales del claustro, el encaje de piedra de la fachada neogótica. No: el color vivo de la catedral es exactamente esta vasta oscuridad. Podemos deslizarnos bajo las losas y ver la claridad —luz blanca— de un baptisterio paleocristiano. O podemos trepar por una torre y escuchar el clamor de resonancias de las campanas y —aturdidos por el aire y la luz— dejar que se nos lleve el horizonte azul, tan claro y nítido, que bendicen las nubes blancas. Pero tendremos que volver aquí, a la oscuridad más antigua y espesa. Es el hogar, el centro. Hay catedrales que postulan el azur y son todas agujas de piedra que desgarran el día. Otras,

levantan un teatro de altares historiados, gesticulantes y dramáticos; una alegoría de piedra y de madera tallada. Otras, parece que se inclinen y nos hablen del subsuelo y nos restituyan los muertos que son raza y sangre nuestra. Pero esta catedral nos pide que nos detengamos en la penumbra y que escuchemos. La catedral tiene voz, y así, quieto en la penumbra, la escuchaba, en 1906, aquel poeta, Miguel

de Unamuno. En la voz de la oscuridad oyó que el templo era un tendal de una patria vastísima. Y entonces empezó a escribir un poema. No hablaría él, Unamuno. Su amigo Joan Maragall, a quien está dedicado el poema, oyó, un

atardecer, que él mismo era «la altura de la carena». Aquel día del año 1906, no es Unamuno quien habla, no es Unamuno quien dice el poema. Quien habla es la catedral, y el poema —un monólogo— empieza advirtiéndonoslo: «La catedral de Barcelona dice...» Escuchemos, desde dentro del tiempo.

(17 de julio)

SEÑORAS EN EL JARDÍN Es un día de octubre, en los inicios de un otoño dulce, en París, en 1919. Hay una señora que

llega, de visita, a la casa de unos príncipes. Él es un noble rumano, Georges Ghika; la princesa, antes, era actriz, y se llamaba Liane de Pougy. La visitante anda a saltitos por el jardín; le enmarcan la cara unos pequeños bucles rubios. En las fotografías podemos ver hoy esta cara: bajo el fardo pesado y solemne del maquillaje, el peinado y los ornamentos, hay una energía violenta y morte-cina. Ahora, en esta mañana de octubre, el paso, alado, quiere desmentirla. La visitante olvida que también es actriz, desvía la tenazas candentes de la rivalidad y la soberbia. Fuera, es la gran Cécile Soret; pero, en esta casa, ha de ser sólo una señorita extasiada y suave. Los ojos de la visitante relampaguean con una luz cándida bajo un sombrerito a la moda de Luis

XIV. El cuerpo, augusto y leve a un tiempo, se acomoda dentro de un abrigo de terciopelo negro adornado con pieles de mofeta. Y estos ojos tan cándidos lo ven todo, lo admiran todo: los cojines de colores, la sirvienta negra, las perlas, los árboles, el viejo aguardiente de ciruelas que humedece sus labios, la pequeña avellana que parten los dientes blanquísimos. Estos ojos llegan incluso a admirar el vestido de la señora de la casa: un vestido blanco, color de luna clara, con adornos de terciopelo negro y botoncitos de nácar. Y admira también, claro está, el abrigo de la princesa, tan ligero y tan cobijador. Es un abrigo histórico, le explican; es el abrigo que llevaba una condesa rusa, Eveline Hanska, el día que subió a una berlina para encontrarse con su amante, el notorio novelista Honoré de Balzac. Todo es muy tenue, como el latido de luz que hace un pez rápido bajo el agua argentada; pero notamos que alguna turbación, ante esta prenda imprevista de grandeza, ha enturbiado la cortesía de Cécile Sorel. Por un instante —sólo un instante— la envidia asoma, desde el fondo de un dedal de oro, una uña resplandeciente bajo la cruda claridad de octubre. ¿Una uña

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pintada de laca y rojo? Otra señora de visita, casi por los mismos días; otro jardín, en Barcelona. La anfitriona y la

visitante se sientan junto a un pozo, bajo las glicinias. Hay un pájaro azul, con ojos negros, en el sombrero de la visitante, bajo la sombra leve de un tul. Tienen al lado el servicio de té; de vez en cuando cae una flor. La superficie de la charla es lisa y blanca como el día de verano, tan luminoso. De vez en cuando, sin embargo —no lo notaríais en la inflexión de la voz, zalamera, sin matices—, hay una punzada, brusca y breve como un estilete o como el pinchazo de esas abejas que, marcadoras, vuelan rozando los rosales floridos. Tensión, tensión por dentro; sí, como un fuego de tenazas candentes. Mirad: ahora salen del jardín. Teresa Valldaura despide, al pie de la verja, a Eulàlia Bergadà, la visitante. Salen del octavo capítulo de Espejo roto, de Mercè Rodoreda. El día es claro como el agua cuando ha pasado por ella un pez. Nada enturbia, ahora, la claridad.

(18 de julio)

EL HOMBRE DENTRO DEL ESCAPARATE Todo empieza con la imagen de un hombre que se mira, reflejado, en el cristal de un escaparate.

Está erguido, en la calle, y nosotros miramos como se mira. Más aún: al mirarse, se filma a sí mismo. De manera que la imagen es triple; bajo el gran cielo africano, que da latidos de claridad y de nubes sobre el arenal y el pueblo, está el hombre de la calle, y la imagen del hombre en los cristales del escaparate, y una tercera imagen —la filmada— que los muestra a los dos al mismo tiempo, y que es la que nosotros vemos. La imagen de Pier Paolo Pasolini, expectante y perplejo, ante el escaparate de una tienda moderna, en una calle de una ciudad de Kenya. Una imagen que es un interrogante. ¿Cómo se iniciará este proyecto, este borrador de película, de una posible Orestíada africana? Precisamente así: con un hombre europeo mirándose a sí mismo en un escaparate de cristales occidentales, en el corazón ardiente y oculto del mundo indígena. Todo es paradoja, como el mismo proyecto del film. Conocemos estas facciones angulosas, y el vigor de los ojos tras las gafas oscuras, de montura

gruesa. Así lo veremos siempre. Fijo, en la perennidad de las inmolaciones. Estaba yo en Mallorca, con Joan Miró: en lo alto de Son Boter, grandes cámaras blancas de piedra muy antigua. Por los ventanales, el cielo del otoño hacía cacerías azuladas de luz. Al atardecer, el día antes, nos enteramos de la muerte de Pasolini, en una playa impía y desnuda, a la luz de una madrugada mugrienta. Hay una oscuridad que nos ciñe la garganta. Y ahora, Joan Miró me muestra un recuerdo de otro poeta asesinado: un cuadro pintado por Robert Desnos, el antiguo visionario surrealista que murió en un campo nazi. Es como el exvoto de un sonámbulo. Una tela pequeña muestra, en un dormitorio, la aparición de una figura fantasmal. La estancia parece tan irreal y tan precisa como en los sueños. Recuerdo el umbral de la puerta, y los pies de la cama, y me parece que la memoria de la retina tiene aún la huella de una mancha de color dorado en el centro de la tela. Ahora, Desnos era un recuerdo, roto, y, en los altos de Son Boter, en una habitación muy amplia y vacía, veíamos la imagen mancillada de Pier Paolo Pasolini. Sí: como en esta calle de Kenya. Hecho de notas rápidas, de croquis inacabados y febriles, el

mito del Orestes africano nos lleva a la gran palma de agua del lago Victoria, y a la claridad turbia de los árboles retorcidos bajo un viento de borrasca, y al maderamen y al cañizo y a la paja y a los herbazales de los reductos de las tribus, y a la claridad de cristales y cemento de Dares-Salaam. Pero no nos movemos, en el fondo, del punto de partida: Pasolini mirándose, inquieto, en un esca-parate, en la confluencia insólita de lo atávico y lo moderno. Rompiendo el vidrio, rascando el barniz, veréis la luz de las máscaras tribales. También, en el fondo de los pedregales de Sicilia, o en el pulmón contaminado de Roma, el hombre de la tribu espera; al acecho, incierto. También espera en el fondo de nuestra imagen en un escaparate. En el fondo de nosotros mismos.

(19 de julio)

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MIS CONTACTOS CON RONALD REAGAN Un juicio humano sobre el personaje es imposible por ahora. No vemos a un hombre, vemos una

imagen. Es una efigie. A primera vista, menos agradable que la de Jimmy Carter. Sin embargo, en esta imagen de Reagan hay algo que nos inquieta: algo pétreo, icónico y, al mismo tiempo, inseguro, como si, queriendo conferir a las facciones el sello atávico de la América de los pioneros, se hubieran vuelto éstas al mismo tiempo imperturbables y quebradizas: quizá como una fachada que imitara la piedra tallada. Es la nostalgia de los días épicos, que ahora sólo pueden volver en simulacro. ¿No es también simulacro una película? Yo veía a Ronald Reagan hace quince años, a menudo,

en la pantalla blanquecina y tiznada de humo de los cines de barrio. Hacía el peregrinaje de un western inencontrable: La reina de Montana. Entonces, estas salas ahora enterradas perpetuaban la existencia póstuma de unos celuloides desterrados. Y La reina de Montana era obra del director más viejo de Hollywood, e incluso del mundo: Allan Dwan. Hoy, cuando escribo esto, Allan Dwan ya está inactivo desde hace tiempo, y tiene noventa y cinco años. Es la memoria viva del cine y el depositario de una herencia augusta. La historia del cine, tan breve, tiene un ritmo apresurado: un hombre como Allan Dwan, que empezó a trabajar hace más de setenta años, que dirigió a Douglas Fairbanks, es, para el cine, el equivalente de un escritor que hubiera empezado como compañero de Homero y, en su vejez, fuera contemporáneo de Proust. De La reina de Montana recuerdo unos grandes cielos azules, serenísimos, con nubes blancas y

quietas; recuerdo el ganado que levanta una polvareda sedienta bajo el sol implacable; recuerdo un carro con municiones, y los roquedales que laten con resplandor de existencia mineral, y el río tan claro; recuerdo los rituales parsimoniosos de las tribus indígenas; recuerdo los ojos de Barbara Stanwyck. Recuerdo las salidas del cine: un atardecer lluvioso, hostil y húmedo, en la calle Sadurní, o una mañana de invierno, fría y azulada, en el verde corazón de la Rambla, o un crepúsculo de verano, amarillento y tórrido cerca de la calle de Muntaner. Recuerdo los asientos de madera rechinante, y las lamparillas en los muros de las salas inmensas e inhóspitas, o cerradas como un fogón encendido. Recuerdo la vaharada de los pasillos y el serrín en el suelo y la pelusa profanada del tapizado de las paredes. Recuerdo un claro de cielo azul que me hizo pensar en aquel cielo de Montana. No recuerdo a Ronald Reagan: se ha borrado. Era un elemento de la atmósfera. Una imagen.

(22 de julio)

EL CAÑÓN DE SITGES La luz parece gris, como el gris opaco de los muros; o verdeante, como la hiedra que los abraza.

Por la mañana es una luz muy clara, azul y blanca en el cielo del patio, con resplandores de mar; al atardecer, es una luz de escenario. Bajo las arcadas, junto al caparazón de una gran nave de guerra del mil quinientos, dorada y roja de maderamen y de remos, los cañones que se alinean, como las anclas, tienen el brillo perla del fondo del mar. El agua, los siglos y el aire han ensordecido el trueno de las batallas remotas, en el océano encendido, bajo el mediodía solemne como una capilla de luz y candente como el fogón de un horno. Ahora, en el Museo Marítimo de Barcelona, cada cañón es sólo metal y silencio. Mirad: este otro cañón sí tiene vida. Lo vemos ya de lejos, recortándose como un desgarrón en el

velo del celaje nocturno, o bien como una filigrana o una rúbrica en la cima de la escalinata que lleva a la iglesia, cuando el día es más luminoso. Apunta al mar. Bajo la gran concha del cielo, el mar de Sitges no es el mar «vinoso», el mar color de vino de los griegos, el que nos recuerda la Odisea; ni es tampoco el mar que veía, en días férreos de la era medieval, un guerrero nórdico, al

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llamarlo, en las antiguas epopeyas, «el mar que surcan las ballenas». No: en este mar no vemos ni el color rojo de los archipiélagos, donde quizá el piloto encontrará, como en un poema de Carles Riba, inaudita», ni tampoco el deslumbramiento de hielo y el aliento de cetáceo que resopla. Verde o azul, puro como un espejo, este mar se riza bajo la claridad del día, hecho un templo de luz y de espuma. Un cañón, ante el mar de Sitges. Un día, en 1797, se acerca una fragata inglesa. Es la fecha de la

batalla naval del cabo de San Vicente, el recuerdo más antiguo que —a los seis años de edad— tiene el protagonista de Trafalgar, de Galdós. Año de incursiones: el fuego serpentea, el viento dilata las velas, el humo es tan blanco como el blanco del cielo. Cerrando un poco los ojos vemos sólo la línea del mar en el horizonte iluminado y conciso. Pongamos las manos en el metal del cañón. Los ojos pueden ver aquel día lejano, una humareda tan blanca como la espuma, que se convierte en espuma en la luz nítida y azulosa; una humareda que sale del guerrero cañón de Sitges. ¿Es una fragata eso que reverbera bajo el sol del verano? Volvemos a abrir los ojos. No está ya la batalla; la fragata no está. Perduran el cañón, y el cielo, y el agua.

(23 de julio)

ESCALERAS Todo tiene la perfecta regularidad de un plano geométrico, o de un anagrama; el equivalente

visual de la precisión de una prosa bien tallada y cepillada. Quizá por eso, precisamente, todo parece tan irreal. Es un doble zigzag de escaleras de hierro que se entrecruzan justo en medio de nuestro campo visual. El lugar es sombrío; la luz, en el claroscuro, recorta figuras de hombre sin cara. Encima, en lo más alto, a la izquierda, hay uno que sube el último peldaño que le llevará a un rellano invisible para nosotros. Podemos vislumbrar una chaqueta, y una gorra, y el perfil de una cara. Aquí y allá, otros hombres andan con movimiento rápido, cronométrico. Las piernas, abiertas, al dar el paso por encima del suelo metálico, evocan los brazos de un compás, las agujas de un reloj, unas tijeras abiertas en la oscuridad de acero y escalones. En el fondo, con las manos en los bolsillos de la gabardina, toda la cabeza bajo un sombrero de ala amplia, los ojos velados por gafas color humo, hay un personaje que avanza. En el último rellano que vemos, dos hombres, parados, de pie junto a la barandilla, contemplan la escena. Pero nosotros no los podemos mirar. La cima entrecruzada del doble zigzag les oculta el rostro. Esto ocurre en el año 1927, en una ciudad que puede ser Berlín. Es un fotograma de Spione (Los espías), película de Fritz Lang. Esto, en cambio, ocurre hacia 1914, en un domingo turbio, en una capital centroeuropea. Es una

calle alejada, más allá de las rutas de los tranvías. Por las ventanas, a las nueve en punto de la mañana, veréis a las mujeres haciendo las camas y el montón de ropa blanquecina de las sábanas arrinconadas. Se oye, ronca como un gaznate gastado, la música de un gramófono. Y ahora, este joven, que tiene una cita, parece que ha llegado al lugar que buscaba. El portal es muy amplio, hecho sin duda para el tráfico de entrada y salida de camiones de los almacenes. Escaleras arriba, preguntando por el piso donde le esperan, este joven tropieza con unos chiquillos que juegan, y ve cocinas y fogones en los cuartos abiertos. En el quinto piso, cuando se abre la primera puerta, encuentra un reloj de pared y entra en una habitación grande. Joseph K. ha llegado a la sede del tribunal que le ha de juzgar, en la Praga de El proceso, novela de Franz Kafka. Hace mucho calor en la calle; la brisa de la mañana, que quizá mece el silencio de las dársenas

vacías, no llega a esta construcción cercana al muelle. He subido en un ascensor; me han entregado un paquete; tendré, pues, que bajar. Cuando estoy dentro, caigo en la cuenta de que este ascensor no es el de antes. Éste de ahora es mucho más pequeño, y sin ascensorista; un montacargas interior, evidentemente. No hay duda: me he equivocado. Y ahora que llego a los sótanos, no veo la luz del vestíbulo. Es una sala subterránea, grande, llena toda de trebejos y de hombres que van y vienen. Pero he aquí que la puerta del ascensor se niega a cerrarse y queda abierta. Un empleado que pasa, arrastrando un carretón de hierro, me dice que da igual. Y yo me aventuro a andar un poco, entre

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gente que clasifica papelotes. Y otro empleado, muy servicial, me dice por donde puedo salir: por unas escaleras de hierro que hacen zigzag. Y mientras subo, al fondo, ya muy lejos, por debajo de mí, veo como un rumor de gente vasta y confusa. En lo más alto de la escalera hay una portezuela metálica, y me cuesta trabajo abrirla. Cuando logro franquearla, encuentro un portalón, con camiones que entran y salen, cargados, de la central de Correos de Barcelona, en una tarde de este mes de julio. Una película de Fritz Lang, una novela de Kafka, son maneras de hacernos ver la poesía, insólita, de la vida urbana; lo que los folletinistas románticos llamaban «los misterios» de una ciudad. El sol ya no es tan fuerte; ahora, en la calle, hay una brisa que nos habla de puertos lejanos.

(24 de julio)

LILY, DE SHANGHAI Todo el mundo la llama —en inglés, claro— Shanghai Lily. La estoy viendo ahora mismo; del

corazón de las sombras sale la raya fina de las cejas perfiladas por el lápiz, y la ondulación suave del pelo rubio, y los ojos profundos y extáticos, húmedamente sombríos, y la nariz inhalando la noche venteada y cálida de China. Después, bajo el rostro, todo es de nuevo oscuro; pero, de lado a lado, como si un pájaro prisionero tendiera las alas, vemos las manos de Shanghai Lily curvándose, con los dedos muy separados, sobre los hombros. Adivinamos, por la posición de estas manos, que tiene los brazos cruzados sobre el pecho. El resto es sombra, fuera de los bordes suaves —¿plumas, encajes?— de las mangas. Shanghai Lily puede levantarse, Shanghai Lily puede andar, Shanghai Lily puede salir —con un

roce de engranajes y ruedas— a la plataforma del vagón de tren. El viento nocturno, con un murmullo delicado, moverá la estola de piel que cubre las espaldas de Shanghai Lily. No vemos más que una fracción de este mundo. Si retrocediéramos un poco, sabríamos que el tren —vagones de madera, pintados de blanco, y un vagón blindado lleno de soldados chinos— está detenido en la decoración de cartón piedra de un plató de Hollywood. Shanghai Lily, cuando aún no sabía que llegaría a llamarse Shanghai Lily, llevaba, una tarde, las

manos enguantadas. Estamos en Berlín, en el año 1929. El sello de una carta normal ha llegado a costar ochenta millones de marcos en el infierno sofocado y turbio de la inflación. De noche, en las terrazas de los cafés, se sientan hombres con pestañas y lunares postizos y los labios pintados y un velo en la cara. En el corazón de un mundo movedizo, esta muchacha parece extrañamente átona. Lleva un vestido sastre de invierno, de color heliótropo: va toda envuelta en pieles, encogida bajo el sombrero. Antes de hablar, se mira las manos que los guantes suavizan con una tenue oscuridad. Los ojos quietísimos, ausentes, parecen empañados; cuando anda a lo largo de la habitación, parece que esté a punto de tropezar con los muebles, como aquel albatros del poema de Baudelaire, que, hecho para la amplitud desnuda del cielo, es en tierra pesado y torpe. Pero el lector que, al empezar Les Fleurs du Mal encuentra el poema del albatros, llegará más adelante a las ondas «condenadas», con dulzor de pétalo, y a la mujer vampiro, con boca de fresa y contorsiones de ofidio. De súbito, la noche de Berlín se abre de par en par; bajo el cielo californiano, una China de

cartón piedra, y las bayonetas de unos figurantes que hacen de soldados chinos, y el calor sofocante de los focos. La opaca muchacha de Berlín —Marlene Dietrich— se ha convertido en Lily, la viajera lánguida del expreso de Shanghai.

(26 de julio)

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CALLES

Primero, es una escena infamante, patibularia, en el vientre del crimen, en los muros pringosos

de Marsella. De pronto, vemos una placa: calle del Cid. Estamos en la Barcelona de los años treinta, y este hombre —Jean Gabin—, con un pasado por archivar, busca otro destino entre el griterío abrupto del Barrio Chino. Quizá vaya, de noche, a La Criolla. Después, la espera en el arenal, y un destino de hierro, de olvido y de valor. Son las primeras imágenes de La Bandera, película de Julien Duvivier. Una calle vive a veces el tiempo del mito. Este tiempo tiene nombres propios: la calle del Cid

perdura, pero no es ya la calle por donde paseaba de hampón Jean Gabin, la calle de una Barcelona hosca y turbia, cuando las noches de La Criolla nos trasladaban al mundo de aventuras y marinos de las novelas de Blaise Cendrars o de Pierre MacOrlan. Una Barcelona —muy real— donde vivió, desconocido, un paria social que, entonces, aún no era escritor: Jean Genet. ¿Olvidaremos todo esto? He tenido que consultar una guía de Barcelona para asegurarme de que la calle del Cid existe aún. Una ciudad puede perder su pasado. El pasado tiene muchas caras, y la cara fosca, exótica y

esquinada de la vieja calle del Cid es sólo una. Podemos decir que no era exactamente la de cada uno de nosotros. Una ciudad, no obstante, puede perder también otras cosas del pasado. Puede perder, por ejemplo, el pasado que nos gusta a los imaginativos, a los románticos, a los folkloristas: la calle de Perot lo Lladre, empedrada, breve, oscura, adentrándose en el seno de los siglos; o la calle de la Carassa, medievalizante, arcaica; o la calle de las Trompetas del rey Jaime I, donde tenían su albergue inverosímil los héroes insólitos del Llibre de cavalleries, de Joan Perucho; la calle de las Tres Señoras, en la claridad de Gracia, limpia como la campana de luz de la mañana. Tenemos los nombres, tenemos, quizá, las casas; eso es ya, sin embargo, tener algo. En un poema de Jorge Guillén, se pregunta: «¿Acaso nada?», y precisa luego: «Pero quedan los nombres». Estas calles, en un mundo trabado, están espesamente llenas de todo el sentido que el tiempo ha ido dejando como poso. Ahora esperan reencontrarlo. La disolución del pasado común es un síntoma de fragilidad. Es la noción de ciudad, es la noción

de país lo que se deshace: la noción de Barcelona, la noción de Cataluña. Al caer la tarde de uno de estos días de verano podemos, por ejemplo, ir andando hacia la plaza de San Felipe Neri. El agua mana muy quieta; quizá hay pájaros en los muros, o en el cielo fino y caliginoso. Estamos fuera del tiempo, estamos fuera de la Historia, precisamente porque, de súbito, nos encontramos en el corazón de la Historia. Es una excepción. Esta ciudad ¿ha renunciado a sí misma, o, simplemente, ha perdido de manera momentánea la cohesión, la atadura? ¿La podrá recobrar? Hay un cielo violeta oscuro sobre la plaza de San Felipe Neri, y hay un pájaro rápido que chilla y una campana clara y una algo más grave. La Historia no tiene prisa, como la noche que cae.

(27 de julio)

EL CHALET DE MATA-HARI Todo es blanco en la fotografía. Vemos el triunfo de la luz en el cielo de París. Blancura de

muros, de portalones; blancura de torrecillas, hielo encendido por el sol, a pleno día. El viento de ventolera por los ventanales abiertos; viento de pleno invierno, viento de los nidos de luz de la primavera color canela en los parques de castaños, viento de verano que apelotona nubes al-godonosas, viento del otoño, que desgreña y pellizca la claridad del Sena. Viento de las salas vacías de Villa Rémy, el chalet donde vivía Mata-Hari. Viento que sopla las motas de una imagen. Esta imagen, la podemos ver aún. Son las seis de la mañana del 15 de octubre de 1917. La

claridad es acerada y cuartelera al amanecer en el polígono militar de Vincennes. Mata-Hari, antes, en la luz azulada de los teatros, era una jarra de arcilla amasada, contorno puro del vientre y de los

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flancos de luz rosa. Mata-Hari, hoy, sale del calabozo hacia otro teatro; fusiles que negrean en una pálida mañana. Mata-Hari lleva un vestido con pieles, y un canotier blanco y negro en la cabeza. No: Mata-Hari lleva —dicen otros— un vestido de seda gris perla y un gran sombrero azul. ¿Cómo vestía Mata-Hari? No permite que le venden los ojos. La última mirada se detiene quizá en los cañones fríos y hoscos de las armas, o en el pellizco de luz del día que nace en un cielo vinoso. El humo de los fusiles, luego, velará con una mancha tenue el gran espejo luminoso y desnudo del cielo de octubre. Hay otra Mata-Hari. Con un severo abrigo negro, aquella mañana en Vincennes; con manteles y

kimonos y capas orientales, antes, cerrada en un interior de candelabros. Hay otra Mata-Hari, de ojos profundos, altivos. Estamos en 1932. Villa Rémy está vacía. La van a vender. Nadie quiere comprar el palacio de la espía, el teatro de incienso y voluptuosidad de Mata-Hari. Pero el guarda que la enseña tiene muy vista a esta visitante extranjera: silenciosa, solitaria y suave. Ha venido cuatro veces. Es otra Mata-Hari, la del cine. Greta Garbo, en París, visita de incógnito el chalet de Mata-Hari. La actriz busca al personaje, como una imagen perdida en el fondo de un espejo translúcido.

(31 de julio)

UNA NOCHE EN MILÁN De esta noche sólo sabemos lo que nos dicen las líneas, escasas y lacónicas, de un poema. No:

sabemos mucho más. Concentradísimo, el poema es también todo aquello que sentimos que lo rodea. Mirad a este hombre joven: no tiene ni treinta años. Lejos han comenzado a sonar, muy

profundos en la llanura o en el bosque, los cañones de la guerra. Milán, 1914, o quizá ya en el umbral de 1915. La guerra es una acometida distante, desoladora y fúlgida. Ahora, en Milán, vemos las cosas que tenemos más cerca. Una noche Puede explicarse de muchas maneras: dando todos los detalles, por acumulación; o bien dando sólo los indicios. Y por indicios conocemos esta noche milanesa. Una noche, en la ciudad, en una paz amodorrante y ficticia que, de momento, ignora aún el eco

de los combates. Noche, pues, de simulacro, de espera y de paréntesis. Hemos de fingir que no ocurre nada, pero nos es ya imposible encontrar en la ciudad la pauta, el canon de vida que quizá tenía antes. Todo lo que ocurre en una ciudad se teje alrededor de un centro, de unos supuestos de vida. Ahora, este centro no existe. Aunque continúen pasando las mismas cosas, tanta actividad, súbitamente centrífuga, nos deja vacíos por dentro. Quizá una noche como ésta, en definitiva, no hace sino descubrir el trasfondo auténtico de la ciudad. Nos impacientamos o nos amodorramos o nos marchitamos porque la ciudad, ahora, no tiene poder para engañarnos, no tiene disfraces. Ha llovido; es de noche. No hemos de imaginar, en el año 1914, calles iluminadas como las de

una ciudad de ahora. Quizá veamos sólo a ráfagas el asfalto húmedo: cuando pasen las luces de un coche, o la encendida claridad de un tranvía. Pero el tranvía es también la sombra de una gran caja, un caparazón pintado. Y hay, más arriba, otra sombra que, según cómo, da un chisporroteo breve. Son los cables del tranvía, vacilantes de resplandor y de oscuridad, reflejándose en el suelo húmedo. De vez en cuando, el tranvía pasa al lado de un coche de punto. Los cocheros, en la falsa paz

espesada y muelle de la noche milanesa, están adormilados, dando cabezadas, con la misma inercia de los cables solitarios que sombrean el asfalto lloviznoso. ¿Decir el nombre de la soledad, decir el nombre del tedio? Este joven que ve las calles húmedas, este joven que observa el sueño de los cocheros y la desolación de los cables de los tranvías, este joven poeta desconocido que se llama Giuseppe Ungaretti sabe que también esta noche pasará.

(1 de agosto)

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EL VERANO Y EL INVIERNO

«No hemos tenido verano, y hace un mes que anda otoñeando», me escribía, hace unos años, J.

V. Foix, al dorso de una postal del Port de la Selva. La postal es luminosa, resplandeciente, con el escudo azul de un mar inalterable. Las fotografías recogen la fugacidad, la claridad y el peso del momento, pero las postales fijan una eternidad lisa y barnizada. Todo vuelve: hace cuatro días podíamos decir que, este año, tampoco teníamos verano: no sabemos, ahora, si tardará mucho en asomar el otoño. Hoy, cuando escribo esto, las calles están violentamente fundidas en un silencio de horno metálico que quema, al punto del mediodía. El verano nos dispersa, errantes, por los caminos. El verano es el gran adversario de la vida

interior. Eso lo explican ya unos versos de T. S. Eliot: «El invierno nos tuvo calientes, ocultando / la tierra bajo nieve de olvido, nutriendo / vidas mortecinas con tubérculos». El invierno nos ahuyenta de la calle, nos encierra en las casas; cuando oscurece, o en la luz quieta y lívida de un día aterido y desapacible, sentimos la cadencia de la tierra, el diapasón regular de las balanzas cósmicas. La metafísica es cosa de países con invierno. A menudo, parece que el tiempo quiera rehuir, cada vez más, los matices. Antes, en castellano,

era clara la diferencia entre estío y verano. «A la primavera —leemos en Cervantes— sigue el verano, y al verano el estío, al estío el otoño, y al otoño el invierno, y al invierno la primavera, y así torna a andarse el tiempo...» El verano, pues, podía ser una especie de transición, un punto de matiz, cuando la primavera se ensancha hacia el estío, sin abrir aún de par en par las balconadas tórridas. El día de la Candelaria del año 1701, hubo en Francia un huracán. Nadie recordaba cosa

semejante; se vino abajo el techo de la iglesia parisina de Saint Louis y mató a mucha gente que estaba allí, oyendo misa. Hasta murió en el lance un personaje de la Corte: Charles de l’Aubespine, caballero de Verderonne, que tenía sólo treinta y seis años. El duque de Saint-Simon, que anotaba todo esto, añade: «Este huracán ha sido la época del trastorno de las estaciones, y precisa: «El frío en todo tiempo, la lluvia, etc., han aparecido mucho más a me-mido desde entonces, y este mal tiempo no ha hecho sino aumentar hasta ahora, de manera que hace ya muchos años que no hay primavera en absoluto, muy poco otoño, y, en cuanto al verano, sólo unos días dispersos». He aquí, quizá, consignada la muerte del verano de Cervantes. Miro hacia la calle, desde el balcón. Hay un soplo de frescor en los tilos de la Rambla de

Cataluña. En la lejanía, el gran cielo azul, demasiado cálido, blanquea. Cuando todo vuelva a oscurecer, de las buhardas del invierno descenderá la metafísica.. De momento —ahora— seremos sólo superficie. Viviremos un tiempo estupefacto, a flor de piel de los sentidos.

(2 de agosto)

LA LUZ, EN RODA ¿Qué veían, de pequeño, los ojos de David Copperfield? El héroe juvenil de la novela de

Dickens lo puede también decir en catalán; en el catalán, matizadísimo, de la traducción de Josep Carner. Las cosas que, de pequeño, ve David Copperfield, se sobreponen unas a otras, o bien se enlazan, o bien se transparentan; el pasado, aquí, está formado todo él de planos que forman pantalla sobre la claridad del presente. De pequeño, David Copperfield ve un paisaje interior y un paisaje externo. El paisaje interior son los recintos, las viviendas humanas. El paisaje externo son los árboles sombríos, y el césped verdísimo, y ovejas pastando, y un haz de sol, y una luz candente. Pero este paisaje externo también es interior: es la esencia última —la más pura— que de un paisaje puede retener la memoria. David Copperfield ve el paisaje íntimo de cada uno de nosotros. Llegamos a Roda de Ter hacia las seis de la tarde, un domingo. El sol es aún la gran maza que

golpea y arde. Caminando por el Pont Vell podemos detenernos

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70a mirar el río. El sol pone allí una lanza de plata en fusión; el agua, en cierta zona, está tan vivamente tintineante de luz inflamada que sólo podemos verla un instante. Después, el ojo descansa en el verde más claro o más sombrío de las hojas de los árboles que dan sombra a la ribera. Bajo el puente, el inicio del camino de Malards, nítido de césped, mecido por el canto grave de la presa. Quizá como otros años, encontraríamos, más lejos, ovejas paciendo. Hemos dado la vuelta; estamos en la plaza. La de siempre: conocemos todas las puertas y todas

las caras, y el tiempo no transcurre y es todo presente. En la ciudad, el tiempo lo devora todo, o bien, paralítico y glacial, lo petrifica. En un pueblo como Roda, el tiempo tiene otro compás; es un decir que sí al hecho de vivir, día a día. Hay flores, y luces que se encienden cuando es preciso, porque se diría que el sol empieza ya a no ser tan violento. Por la carretera de Manlleu, yendo hacia la masía de Bac de Roda, la llanura, amplia de paz y claridades, recorta un horizonte de montañas azules. La luz no hace ya un torneo de espadas encendidas. Sentados en el tronco de un árbol caído,

quizá no la notábamos recogerse, y creíamos que era sólo nuestro este sosiego. Aún es pleno día, pero empieza a refrescar, con un vislumbre de aire en los campos. Por la noche, por los caminos silenciosos, veremos, como David Copperfield, el recuerdo de la luz en la hierba y en los árboles.

(3 de agosto)

UN FORASTERO EN MALLORCA Lo hemos visto, vívidamente, en un poema de Salvador Espriu. El forastero es un hombre

corpulento; nos dice que «tenía manos de marqués», pero no niega la herencia indígena que creemos leerle, quizás, en las facciones. Con toda la pujanza del bárbaro, este americano —ha elegido el nombre de Rubén Darío— recoge la fastuosidad frágil del lujo europeo. Porque, nos dice, detesta la vida y el tiempo en que le ha tocado nacer, y, en sueños, recuerda el oro, la seda y el mármol de un palacio antiguo. Cuando Salvador Espriu le ve, Rubén Darío, el dandy magnífico y salvaje, ya es un hombre

herido: «trist, molt malalt, un home / d’intensa pal·lidesa». Sin embargo, con estos gruesos labios de indio llega aún a decir una palabra de «desdeñoso elogio». Una sola palabra: la palabra «admirable». Así, nostálgico y maquinalmente, lo vemos llegar a la luz de Valldemosa. Él mismo nos explica que vagabundea con los corderos o trepa por los riscos con las cabras, entre pinos y olivos, vislumbrando el mar azul que, con el sol, se vuelve de color rosa. Por la mañana, le llega del campo la canción de una muchacha que recoge aceituna. Rubén también va, a ratos, a Ciudad de Mallorca. Ve campesinas con pañuelo en la cabeza y

unas ramas a la espalda. Interiormente escucha las palabras augustas de Ramon Llull, el coloquio de la Rosa y el Pimiento. Y siente también, muy lejana, muy al fondo, la añoranza de honderos que evocan los versos de mosén Cinto: cuero y piedras con un silbido nítido y liso como la claridad de la mañana. La claridad no es excesiva en Valldemosa. Al contrario: aquí, la mesura sólo puede concebirse

en términos de exceso. Cuando, en otro lugar, hay demasiada luz, Valldemosa tiene el punto exacto de claridad. En el exceso, alguien como Rubén Darío podría encontrar la paz: una especie de antigua sabiduría natural que pudiera ser, a un tiempo, pánica y cristiana. Desde el fondo áspero de los Abruzos, rústico y paleolítico, vino Gabriele d’Annunzio a saquear y a agitar el lujo amodorrado de París y de Roma. El brillo de los decadentistas es debilidad. Sólo alcanza vigor cuando lo sostiene el instinto poderoso de un bárbaro agrario y remoto: el campesino D’Annunzio, vestido de príncipe; el indio Rubén, vestido de cortesano de tiempos de Luis XV. A D’Annunzio le falta este último toque del poeta nicaragüense, languideciendo en Mallorca, y reencontrando, en la claridad salina y en el viento del mar, las verdades de la tierra arcaica.

(5 de agosto)

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HISTORIAS DEL TREN Se diría que es ahora mismo: cuando el verano, desquiciado y luminoso, vacía las calles de

Barcelona. Hace sesenta años la gente viajaba, sobre todo, en tren. Hoy, la Estación del Norte, desnuda y muerta, nos habla de los trenes por ausencia, como la decoración arrinconada de un teatro. Pero, esta mañana de julio, hacia 1920, es muy real el estruendo de las locomotoras. Hay un señor que ha llegado al andén; le acompaña un criado. Tiene la suerte de encontrar un compartimiento vacío, y se sienta, mientras enciende un cigarrillo, en el lugar donde está más fresco el diván rojo. De súbito, se abre la puerta. Una familia, o mejor dicho, la parte veraneante de una familia: la señora, los chiquillos, el servicio. La señora es airosa y de porte arrogante. El tren pita y se agita; el humo del tren tiene sabor de azufre y de husmo de tinta. El señor, emboscado en el fondo del rojo diván, acechará, bajo el guardapolvos de seda, el cuerpo de la dama altiva y gentil. Tiene unos ojos grandes y melancólicos, que el resol enciende, y una peca cerca del labio superior. Se llama Pilar Prim. Estamos en una novela de Narcís Oller. Otro tren; otros lugares, muchos años antes. No son, los de este compartimiento, hacia el año

1870, dos veraneantes ociosos. Algo los hiere por dentro al volver de París en un tren sepulcral. Todo es confuso y oscuro y hiende el paisaje ensoñado. El cielo es azulenco; la viajera, frágil y triste, parece ver apariciones en las tinieblas. Con el alba, una claridad enfermiza y blanda comulga con el halo de las luces de gas de la estación. ¿No resultará inadecuado decir palabras de amor bajo este resplandor tenue? La viajera, al despedirse, se seca, en los labios, una levísima espuma rosa. Es el anuncio de la muerte. Un año después, el caballero habrá de volver solo a París, desolado, en este mismo tren. Un tren que corre aún por llanuras y ribazos y valles y vertientes y lúgubres túneles; un tren que aún resopla y rechina y resuena con un retumbar de chatarra. Es El tren expreso, de don Ramón de Campoamor. El tren de Narcís Oller, cotidiano, doméstico, venteado y claro, es el hogar de una pasión; el tren escenográfico del poeta, con lujosas cerrazones de ataúd, es el rescoldo y la consumación a un tiempo.

(7 de agosto)

INVITACIÓN AL VIAJE Bajo la copa azul, llena de luz hasta rebosar, nos llama el campo. El hombre de la ciudad, en el

siglo XIX, rígido y barnizado y encerado como un maniquí, podía pensar en la polvareda tosca y blanquecina de los caminos de carro; o bien, exaltado por el látigo del estío, podía anclar en la espuma insurrecta del océano blanco y verdoso. Así veía Baudelaire, ante los ojos erráticos de los gitanos, «el imperio familiar de las tinieblas futuras»; así, soñando con un viaje hacia una ciudad «de jacinto y oro», imaginaba que todo era allí «lujo, calma y voluptuosidad». El vagabundo de los senderos, o el piloto de las grandes soledades oceánicas: el viaje como forma de vida. Pero es de otro viaje del que nos hablan estos recintos que Baudelaire no conoció. Hace cerca de

veinte años, los ojos ensoñados de esta muchacha alta, rubia, medio ausente, veían la claridad fragorosa de las hélices. Un avión llega, otro avión vuelve; todos los viajes parecen, sólo, incidentes mentales en la neutralidad grisácea y desnuda del aeropuerto. Aquélla era la señal de un tiempo borde y claudicador, estampado en los ojos y en la cabellera y en el pliegue de los labios de Monica Vitti, vista por Antonioni en el aeropuerto de El Eclipse. Un eclipse de todo, y también del viaje: un paréntesis a precio fijo, equilibrando con una huida teórica un muy real hastío que nos vence y nos azota. Asfixiado en la oscuridad de su despacho abominable de profesor de inglés, Mallarmé podía exclamar: «Fuir! Là-bas fuir!», y ver el vuelo de pájaros que parecen flotar, puros y exentos, entre los cielos vastísimos y la espuma de los mares incógnitos. Los ojos de Monica Vitti sólo veían una abstracción: pistas de aterrizaje, motores, metal de alas y de fuselajes, carteles con nombres de

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ciudades, tarjetas de vuelo. El viaje se desvanecía como hecho físico. Es nuestra óptica —el punto de mira, como si dijéramos— lo que ha de cambiar. Sólo el camino

da lo que es del camino, esta luz tan diferente a cada revuelta. Sólo la vía férrea da esta incursión metálica en el corazón de un paisaje. Sólo el barco da el mar desnudo y luminoso. Sólo el avión da lo que al avión corresponde: un viaje que parece meramente mental, pero que realiza la maravilla de borrar las transiciones, como si, además de una máquina del espacio, fuera también una incomparable máquina del tiempo. Si Monica Vitti, descolorida en la desnudez del aeropuerto, hubiera alzado los ojos hacia el firmamento, habría visto quizás un prodigio: el compañero celeste del marítimo Barco Fantasma del Holandés Errante, aquel avión que un día se perdió y que aún vaga por el cielo, el avión en el que huyeron, hacia las nubes luminosas del Walhalla, el poderoso Mr. Arkadin, magnate temible con nariz postiza y barbazas de teatro que tiene el rostro y la voz de Orson Welles. Por las serranías algodonosas del cielo, el Conde Arnau cabalga en un biplano.

(8 de agosto)

LOS SECRETOS DEL PLAGIO En el último volumen de su Obra completa, Itàlia i el Mediterrani —tan inteligente, incitante y

ameno como todos los anteriores—, Josep Pla escribe: «Los libros italianos de Stendhal son puro y simple plagio. Las anécdotas que contienen son un plagio maravilloso. Siempre he defendido que la literatura buena es un plagio». Nos enfrentamos aquí con la esencia enigmática del plagio. Tan bien como Pla, lo definió, hace más de un siglo, otro escritor, medio uruguayo, medio francés, que murió oscuramente y firmó con el seudónimo de conde de Lautréamont. Aquel joven nos legó, al borde de la muerte, unas epigramáticas y sarcásticas Poésies, que no son poesías, sino una especie de aforismos paradójicos en prosa. Uno de los más impresionantes dice, precisamente: «El plagio es necesario. El progreso lo implica. El plagio circunda la frase de un autor, se sirve de sus expresiones, borra una idea falsa, la sustituye por una idea justa». Tenemos, pues, el poeta carinegro y alucinante y el moralista socarrón de Llofriu completamente

de acuerdo sobre el plagio. El plagio es, al mismo tiempo, la clave de bóveda de la literatura, y su misterio magno. El plagio de argumentos es aún relativamente poco importante: Fedra, Medea, Antígona, son arquetipos míticos, morales, no anécdotas. Pero el plagio de los detalles literales, de los datos, de las expresiones, resulta más turbador, porque es, ciertamente, la base de la gran literatura. Podríamos decir que la mala literatura es simplemente un plagio inhábil, un plagio no logrado. ¿Y la buena literatura? La literatura buena, creo, ha descubierto la esencia del buen plagio, que, siendo bueno, ya deja de

ser plagio. El buen plagio sabe que el material literario existente es una parte del trozo de realidad que el escritor tiene a su alcance. ¿Queréis un verso famoso de Dante? Mirad: «Come neve per Alpe senza vento». Pero eso, simplemente, mejora un verso de su amigo Guido Cavalcanti: «e bianca neve scender senza vento». Lo mejora en la cadencia: en la introducción —justísima de la mención a los Alpes; en la eliminación del verbo, que sugiere la quietud del paisaje. Es una reelaboración. Nos lo hace ver todo con un ojo más nítido. La traducción, naturalmente, no se presenta como plagio. Pero, a menudo, es más que una buena

traducción. Tengo una antología, reciente, de la poesía italiana de este siglo. De uno de los poetas

principales, Ungaretti, se incluye la traducción de un soneto famoso de Góngora. Traducción elegante con un retoque decisivo. La belleza de la dama invocada en el texto de Góngora, se desvanecía, con la muerte: «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». Ungaretti traduce: «in terra, fumo, polvere, niente». La «sombra» está ausente. En este cambio está la marca de Ungaretti, el tributo a su propia manera de decir. Un siglo después de Góngora, una monja mexicana —Sor Juana Inés de la Cruz— miró un

retrato suyo para atisbar en él la sombra de la muerte. Sentenció, cerrando el soneto que le

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dedicaba: «Es cadáver, es polvo, es sombra, es nada». Aquí, el modelo vuelve a ser Góngora, pero la «tierra» y «humo», alusivos, son suplantados por la visión directa del «cadáver». El Barroco, al madurar, resulta más violento, y visionario. ¿Habrá quien se atreva a hablar de plagio?

(9 de agosto)

LA DIVINA SARAH La podemos ver de perfil, estatuaria. Nos anuncia la trágica historia de Hamlet, príncipe de

Dinamarca. La envuelve, en este pasquín coloreado, una escenografía vegetal y lujosa; la decoración como selva. La cabellera rojiza; los hombros cubiertos con pieles; las manos, recogiéndose a la altura del cuello, agarran la empuñadura de una espada; en el cinturón luce un puñal; una gran capa azul con orlas doradas le llega, ampulosa, hasta los pies. Sarah Bernhardt vivía en el número 56 del Boulevard Pereire. Tenía más caras: con un gran manto dorado, pintada, sobre el fondo de resplandor imperial de

una cortina color púrpura y el desfallecimiento blanquecino de una lejanía de ruinas clásicas, en una luna muy pálida de anochecer. O bien sentada ante un escritorio, pluma en mano, mirando hacia la cámara que obtuvo esta imagen color sepia, con una planta exótica en un tiesto y reflejos ornamentales, quizá chinos, en el fondo de las aguas vagas de un gran espejo. O, también, vestida de hombre, con puños impecables de encaje bajo el albor de la chaqueta, y zapatos de tacón, y el gran lazo suave de un pañuelo al cuello, esbeltísima. La sobrina de Sarah, Salita, vestía siempre de hombre, con esmoquin, por lo que a la parte alta del cuerpo se refiere, pero llevaba falda. Murió, tuberculosa, en un manicomio. Tenía una voz ronca y patética. ¿Una imagen concreta de Sarah Bernhardt? Ésta, por ejemplo, de cuando sólo le quedaban unos

meses de vida. Es un domingo de mayo del 1922, soleado y cálido, con la sala del teatro medio vacía. Sarah sólo sale a escena en el segundo acto de la pieza: débil, hablando a media voz. Lleva el rostro maquillado hábilmente, claro y liso el soberbio perfil, solemnes y airosos los gestos bajo el ropaje deslumbrante. Pero este rostro límpido es una sombra. Cuando habla, le falla la voz, y, al escandir las sílabas, se le desplaza la dentadura. Inmutable, altiva, Sarah Bernhardt da, tantas veces como sea preciso, un solo golpe con la lengua, seguro y preciso, sin dejar de declamar, y los dientes vuelven a su sitio. La otra actriz de la pieza —una muchachita grácil—se acerca a la figura entorpecida de Sarah.

De pronto, todo cambia: los espectadores olvidan el paso inseguro, las debilidades del timbre vocal, el chasquido breve de la lengua contra la dentadura. No vivimos, ya, en este mayo sofocante y angustioso de una vida que declina. Vivimos en la luz de la Sarah Bernhardt de siempre, y, ahora, es como si Hamlet y Tosca y Salomé y todo lo que Sarah ha sido, transfigurara con luz breve y cegadora de bengala a esta mujer que, en el escenario, parecía herida y declinante. La otra actriz —la muchacha joven— se diluye. Sólo vemos a Sarah Bernhardt.

(10 de agosto)

EL POETA OLVIDADO Hace cien años, ¿quién podía pensar que lo olvidaríamos? Hace cien años, en París, todo el

mundo lo conocía. Se le podía ver, todas las tardes, en una taberna de moda, lóbrega e infamante: el cabaret de El Gato Negro, Le Chat Noir. Estaba sentado ante el piano, en el fondo de la humareda azulada, bajo la luz de los quinqués. Nerviosos, los dedos vagaban desazonados por las teclas pálidas de marfil. Y él recitaba, haciendo muecas, la boca torcida, con una sonrisa. En el fondo de los ojos, el miedo: un miedo muy real, no un miedo ficticio. Su mente, como en un relampagueo fulminador y terrorífico, estaba poblada de espectros. Piensa en amores nefandos, fascinantes y

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temibles: la señorita Esqueleto, la señorita Vampiro, la señorita Sanguijuela. A punto de expirar, consumido, siente aún, en la tiniebla vasta y fría, una risa que viene de este cuerpo desnudo y ondulante. ¿Olvidará el mañana a un hombre como éste? Estaba muy dentro del espíritu de su tiempo,

encajado en la huella de Baudelaire: el dandy sombrío que tiene el paraíso y el infierno en el fondo de una alcoba que es también un féretro. Hace cien años, toda la gente de moda, en París, iba a Le Chat Noir a escuchar los recitales de este poeta: Maurice Rollinat. Una tarde, el novelista Paul Bourget lo acompañó a su casa. Encontró un recinto extraño y sombrío, como el que elegiría Poe como escenario de un asesinato. Todo estaba oscuro; al fondo, en la habitación del poeta, había, en los muebles, unas colgaduras de papel con versos manuscritos. La luz es escasa, irreal; Paul Bourget se acerca para ver mejor; estas colgaduras garabateadas de poemas macabros son hojas de papel encabezadas por esquelas funerarias. Al fondo, el poeta Rollinat ha encendido una pipa que tiene forma de calavera. Hay —al lado de una mujer callada e insólita— un perro enloquecido, poseso, porque lo apalean cuando se porta bien y le dan azucarillos cuando hace tropelías en aquel caserón tenebroso. ¿Podrá olvidar alguien a un hombre como Rollinat? La gente iba a Le Chat Noir a oír declamar a Rollinat; la gente hablaba, a hurtadillas, de la

terrible casa de Rollinat; hoy —1903— Rollinat ha muerto solo, en el manicomio. Rollinat no era Baudelaire. En poesía hay que jugar al todo o nada. Un Baudelaire se salva, con sus versos, de la locura; un Rollinat, por los versos, se vuelve loco. En 1883, en París, Rollinat era el hombre del día. Este piano lívido, en los desvanes del olvido, es como un peaje de dolor anónimo pagado a la Poesía.

(12 de agosto)

EL JOVEN CURIAL El joven Curial ha de ser un curial, y ha de ser curial. Es decir: ha de ser un hombre de la Corte,

y, además, ha de ser un hombre cortés. El joven Curial es Curial de nombre y de maneras, pero quizá no del todo curial de linaje; sabemos que el padre del joven Curial era sólo señor de una casa baja. ¿Cómo era una casa baja en el siglo XIII? ¿Cómo la podía imaginar —sobre todo— el hombre que, ya en camino hacia la vejez, escribió, siglo y medio más tarde, esta novela de Curial i Güelfa? De este hombre sabemos muy poco: había vivido en Italia, conocía Monferrato, leía al Dante; le gustaba evocar, en días de un siglo épico ya enterrado, el alarido del combate —escudos blancos, lanzas resplandecientes— bajo los ojos puros y empañados de las damas en los palcos, y la gracia efímera de un cuerpo juvenil en los claros del bosque y en los paraísos pétreos de los palacios, como un joyel más claro bajo el resplandor del satén. Un hombre maduro que ha vivido en Italia, y que la añora; que ha conocido días heroicos, y los

añora; y que se complace en dar, a los sueños heroicos e itálicos, la carne viva de un muchacho herido de pasión por una hermosa dama, un poco mayor que él, y hace de esta imaginación el eje de toda una novela. Esto es la descripción moral del autor, desconocido, de Curial i Güelfa. Esto es, también, la descripción moral de otro autor a quien conocemos bastante bien: el señor Henri Beyle, cónsul de Francia en Civitavecchia, que firmaba Stendhal. El joven Curial es el primer personaje stendhaliano de nuestra literatura. Tiene la osadía de Fabrizio del Dongo, y las debilidades transitorias de Julien Sorel. Tiene, de ambos, la pasión tempestuosa. Para encontrar a Güelfa, para llegar a ella, Curial pasa por muchos senderos: sendas terrosas

resquebrajadas por el cielo de la solanera, y mares de azul de libro miniado, y cámaras de paramentos majestuosos, y suavidad de plumas de pavo real deslumbradoras. Joven, frágil y banal como una caja de música, la muchachita Laquesis —una cabeza loca de buena casa— hace que Curial olvide momentáneamente a Güelfa, de la misma manera que la fantasiosa aristócrata Mathilde de la Mole aleja, por un tiempo, al joven Julien Sorel del recuerdo protector de Madame de Renal. Y hay otra muchacha aún; una muchacha que vive cerca de Túnez, en la luz africana, en

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una casa «blanca como una paloma». Una muchacha que se Ilama Cámar. Cámar, en árabe, quiere decir «luna». Cámar es el elemento lunar del entramado de la historia del joven Curial; la con-sunción, los labios febriles que besan, al borde de la muerte, a un Curial que no la ama. Cámar, la suicida, es también una heroína stendhaliana: de la raza de Va-fina Vanini, toda ella una llamarada devastadora y súbita. Fue un día como el que ahora se aproxima: el día de la Virgen de Agosto, en el torneo de Nuestra

Señora del Puig. Curial cela el rostro, Curial triunfa en la lid, bajo el sol dorado y alanceador del verano, entre la polvareda arrebatada y los relinchos de los caballos. Todos —caballeros y damas, en los palcos— piden a Güelfa que perdone las flaquezas del joven Curial. Le gritan: «mercè, mercè, mercè!» Güelfa tiene el rostro ruboroso; Güelfa ama, y calla, y perdona. Curial ha llegado al puerto clarísimo de amor. Lejos, las borrascas —armas y damas y bajeles— son sólo un fondo agitado y férreo que olvidaremos pronto.

(13 de agosto)

EL HURACÁN, EN JAMAICA Son unas imágenes de Montego Bay. La fotografía apareció en primera página de los periódicos,

el sábado pasado. En el texto al pie de la foto, Montego Bay aparece designada como «zona turística» y, desde luego, lo que vemos tras el paso del huracán Allen es algo que podría resultar muy abstracto y que en cambio resulta muy tangible: la asolación de este espacio físico, neutro y ficticio y frágil y postizo que solemos llamar zona turística. Un agolpamiento confuso y movedizo, allá lejos, de cosas que parecen parasoles, y cosas que parecen sillas plegables, y cosas que parecen hamacas. En el fondo, una escalera de tablas, medio deshecha, que quizá lleve a un embarcadero; más al fondo aún, un hombre de espaldas, con chaqueta blanca, como si fuera un camarero a punto de servir bebidas a un auditorio ausente bajo el follaje amplio de una palmera. El huracán no ha devastado un habitáculo humano, sino una decoración: el teatro refulgente y tenue del turismo, como una pantalla de papel encendido ante el mar vasto y azul. Este caballero tan gordo y reposado, salió hace muy poco de Cuba. Era ya inseparable de La

Habana, y de una calle de La Habana, y de una casa de La Habana. Un día fue a México y pasó por Montego Bay. El caballero gordo era poeta y se llamaba José Lezama Lima. Escribió, entonces, un poema largo: «Para llegar a la Montego Bay». Una épica del viaje físico que es también, y sobre todo, una épica del viaje verbal. Las palabras forman un laberinto de diamantes tallados, un castillo de roca viva que reluce. Montego Bay, entonces, ya es un espacio mental. Hay piscinas e ingleses, ricos herederos que sonreían en el fondo de excavaciones arqueológicas egipcias y disecan el tirabuzón de la decadencia capitalista. El tiempo se hace muy profundo y muy simultáneo: el anuncio de una marca de cigarrillos tiene un ritual tan dilatado y preciso como unos funerales en la antigua Creta. En la piscina, erguido como un centurión romano, un negro con chaleco hace pensar en la vestimenta de Mozart. Por el lado de Jamaica hay un vuelo denso de murciélagos, que van y vienen de los reflejos de la piscina al tronco de la palmera. Y, en el hotel, podréis probar diecisiete tipos de ensaladas diferentes. La Montego Bay de Lezama es un lugar salvaje y cortesano. Mirad, ahora, a estos niños, un día de huracán en Jamaica. Estamos aún en la época colonial. Son

niños británicos, rubios y puros, de novela de Dickens. Y podéis estar seguros de que el paramento de las casas no aguantará el soplo del ciclón. El siglo XIX es vasto y misterioso; el barco que cobijará a los niños perdidos es un barco pirata. ¿Pureza, maldad? El niño más rubio y frágil puede ser un ángel cruel, puede ser un ángel benefactor. A menudo, los héroes de Dickens tienen esta ambigüedad también. Tal vez es eso mismo lo que, secretamente, nos enamora. Habrá, en esta novela —Huracán en Jamaica, de Richard Hughes—, después de los días del turbión, la luz lisa del mar, luz de sables y pajarracos marinos y abordajes y homicidio. Si recordáis la película —que se titulaba Viento en las velas—sabréis que el capitán pirata tenía el rostro de Anthony Quinn. Era un huracán alegórico, era un barco alegórico, era un mar alegórico: la turbadora alegoría del mal en el

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corazón de la infancia cuando la adolescencia invade el territorio luminoso. Espejismos de Jamaica, donde otro poeta —Josep Carner— bebía ron y enamoraba a la mujer en un viejo sofá, y tenía un landó: al menos, así lo evoca, benevolente y amistoso, un soneto de J. V. Foix. El huracán, flagelador, ha devastado los espejismos.

(15 de agosto)

UNA APARICIÓN El día se va aclarando. Ya, poco a poco, podemos ir viéndonos las caras bajo los yelmos

metálicos que brillan con luz fría y mate con el alba. Estamos a la vista de Palma de Mallorca, el 31 de diciembre del año 1229. En el resplandor escurridizo y débil del día invernal que nace, podemos imaginar al rey sarraceno: un hombre con una capa blanca muy fina, escoltado por tres guardias con azagayas. Pero tentémonos el cuerpo para la lucha que se acerca. La madrugada será cruel, y quizá no volvamos a ver estas tiendas listadas de franjas rojas, señoreando bajo los muros de la ciudad. Hay un bosque de lanzas y de escudos que se acercan. Somos nosotros, las huestes del rey Jaime. ¿Qué ha pasado ahora? ¿Quién lo ha visto? Nosotros, no: lo han visto los sarracenos. El rey

moro, con su atavío blanco, cabalga en un caballo blanco. Pronto estará cubierto de cabalgaduras y de espadas blandidas y de lanzas fúlgidas, y los corceles, irguiéndose, no se podrán abrir camino. Pero, antes que todo, ha habido un instante de espera: cuando, oída la misa, invocando a Santa María en la llanura silenciosa, empezamos a acercarnos a la ciudad. Es una pausa, una suspensión. Primero avanzan quinientos peones; un servidor, nacido en Barcelona, va en cabeza. Seguirán luego los caballeros armados. Pero, antes de la acometida, los ojos de los sarracenos han visto otra cosa. Ellos tienen un rey

vestido de blanco por fuera y por dentro, montado en un corcel blanco. El alba, en Mallorca, en el invierno de escarcha, es grisácea y blanca también. Blanco sobre blanco; blanco contra blanco, quizá. Porque ahora, por el valle, avanza —por delante de los hombres de a pie, y del servidor barcelonés— un caballero vestido todo de blanco. Más blanco aún que el rey moro, porque incluso lleva armas blancas. Y mientras los sarracenos oyen —lejana y grave como el cuerno de caza— el griterío de la hueste que aúlla «Santa María», las armas de este caballero les ciegan los ojos con una claridad blanquísima de amanecer. Y ellos no saben quién es este caballero, y tampoco nosotros hemos reparado en él. Pero ahora que, vencidos, nos lo explican, hacemos memoria de otros relatos y recordamos haber oído que así, a veces, se muestra san Jorge, como en esta mañana del último día de un diciembre puro. Y ésta ha de ser —dice el rey Jaime— nuestra creencia.

(16 de agosto)

EL SIETE DE COPAS Primero, vemos la carta que tapa un poema. La carta es la sota de espadas. La sota de espadas es

un soldado medieval, con un sombrero rojo de borde azul, y calzas amarillas, listadas de rojo y negro, y una especie de medias azules, que luego se vuelven amarillas, Todo el atavío del soldado es rojo, azul, amarillo, morado y verde, con puntitos negros. La espada es azul, con empuñadura de oro; al desenvainarla, el soldado, más que blandirla, parece que la exhiba, como en un museo. El soldado es joven, y tiene el pelo rubio. Tras la carta, sabemos que está oculto un poema. ¿Un poema plástico, un poema verbal? Las dos cosas, ya que el libro tiene dos autores, y uno es poeta de palabras —Joan Brossa— y el otro —Antoni Tàpies—, de las formas visivas. Pero, quizá, lo que nos quiere decir todo esto es que la carta misma, si sabemos mirarla como se debe, es un poema. Mirad: este otro libro es de los mismos autores. Un libro de un grosor como el que dicen que,

hace mucho tiempo ya, tenían las cartas de jugar, aquellas cartas del siglo mi hechas de papel o bien

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de pergamino. Y, ya veis: damos la vuelta a una hoja, cuando ya el libro parece terminado, y son dos cartas, dos naipes de papel, lo que cae en nuestras manos. Dos cartas idénticas: el rey de corazones. El rey de corazones es como un capicúa, una imagen doble, repetida, enlazada. En la cintura, el torso empieza de nuevo en sentido inverso, como si se reflejara en un espejo. El rey de corazones lleva pelo largo, y barbas y bigote rubio, y tiene en los ojos una expresión de bondad bobalicona que se ajusta perfectamente a un rey de la baraja. Da gusto verlo, así, satisfecho, mostrando un espadín de risa. Promete, quién lo duda, un reinado luminoso y próspero. Ni una sota ni un rey: esta carta de ahora es mucho más oscura y humilde. Incluso habría podido

pasar sin verla. Estamos en una tarde de verano; «el foll estiu on som», que dice un verso de Josep Carner. La calle de Aragón, cerca del paseo de Gracia —camino del cine, para ver La reina de África— tiene, a esta hora de la tarde, un resguardo de sombra cálida en la acera de arriba, pegado a los muros, ante la franja tórrida y desértica del centro. El aire es pesado e impuro. Pasa muy poca gente. Podría haber mirado hacia el cielo demasiado alto, cubierto, como niebla, de una calígine blancuzca; pero hace tiempo que las ciudades nos han habituado a mirar más bien al suelo. Hay manchas oscuras, húmedas, como restos de un reguero de betún que se desliza y muere. ¿Y esto? Me aproximo, lo miro más de cerca; un naipe, levemente manchado de negro en un margen, pero intacto, sin arrugas ni resquebrajaduras. Una carta, en la calle: un siete de copas, de color oro pálido. No la cojo. Hay que respetar al azar que hace los poemas. En el suelo, el siete de copas, manchado-incluso, tiene claridad de esfinge. Enigmático, es poesía.

(17 de agosto)

CREPÚSCULOS ¿Es un espectáculo el crepúsculo? El crepúsculo es escenografía. Rozando el río, es una espada

tierna y rojiza; en los campos que oscurecen, es la sombra de un águila roja; en las torrecillas de una ciudad antigua, es una gárgola teñida de púrpura; en el mar, es otro mar, en fusión volcánica; desvaneciéndose en el fondo de las grandes avenidas ciudadanas, es el torneo de espectros encendidos de un televisor sideral. ¿Nos sentimos solos? Nos sentimos más nosotros mismos. El crepúsculo es un espectáculo como una tragedia clásica; un espectáculo que nos aboca al pozo más profundo del espíritu. Hacía un rato que, en el salón, habían acabado de tomar el té. La charla era leve, voluble,

sensible y trivial; un toque suave de luz en la piel de un agua lisa que se estremece y reluce. Puntual —apenas los cristales empezaban a enrojecer— entra la doncella anunciando: «Señor, el crepúsculo». El señor John Ruskin, escritor, se levantaba y salía al jardín, en busca del espectáculo lento y transfigurador. Este otro señor —quizá con no muchos años de diferencia— tenía de los crepúsculos una visión

algo más activa. Hay un momento justo del crepúsculo extraordinariamente fugaz; en un río, la luz bendice los álamos. Los álamos son esbeltísimos; yerguen un enrejado de corteza tierna y de madera y de hojas inermes y movedizas que laten. Las hojas son verdes; el cielo es muy azul; el crepúsculo es rojo y es ocre. La mente deslinda estos volúmenes, la mente deslinda estos colores. Pero el ojo, en el punto central del crepúsculo, comulga con una apoteosis confusa y total y transitoria de esplendores. Quince minutos. Sólo tendremos quince minutos de esta especie de claridad que casa los álamos

y el crepúsculo. Quince minutos en esta época del año, y todo será ya borroso y negro. Este señor, todos los días llega ante los álamos a la misma hora breve y sublime. Va en una barca de pescador; pero no es una barca como las otras. Tiene, toda ella, extraños bastimentos: caballete, pinceles, colores, trebejos de pintor. El año 1891, Claude Monet, artista pintor, iba fijando, día a día, sobre el extraño artefacto fluvial, el esplendor fugitivo de los álamos en los últimos quince minutos del crepúsculo. La pintura es un arte del instante; el poema es un arte del instante. Los álamos de Monet, ahora,

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están en Nueva York. En esta entrada del verano, después de mirarlos un momento, un poeta —Octavio Paz— ha fijado en el verso el momento que Monet fijó en la tela. Palabras, colores: espejismos de lo que se desliza y huye. No: luz quieta de lo que vive en la conciencia, como el recuerdo de la claridad del crepúsculo cuando ya se ha hecho de noche.

(19 de agosto)

MIRANDO POR LA VENTANA Estamos en Valencia, a las dos de la tarde, un día, quizá, del verano de 1485. El país es «delitós»

y «ameníssim»; el sol, amarillento e impávido, revienta la claridad de los muros. Pensamos en calles mudas, y en verdor en las huertas, y en un cielo sereno. Pero, de súbito, este caballero, quieto en un pequeño cuarto, ve que la luz se va enturbiando. El día se vuelve «egipcíac», es decir, tenebroso, y también de funesto augurio. ¿Quizás es la ventana estrecha y alta? Mirar por la ventana, extraño destino. Por una ventana, el señor Joan Roís de Corella encontrará

claridad bastante e incluso excesiva. A aquella hora de la tarde, bajo las saetas de la luz solar, hay un hombre que se pasea por un patio interior. Si le preguntamos por la señora de la casa —es decir, la misma que ha dejado a Corella plantado en esta estancia— responde, siempre, que está inmerso en graves asuntos, y reanuda su paseata, con paso aterciopelado. Pero ahora el día oscurece de verdad, y la dama sale. No sola: se despide de un engreído, un bergante que le dirige una palabra ca-nallesca. Ella le hace una reverencia, con las rodillas rozando el suelo, y luego se humedece los pulsos tiernos y las mejillas dulces, donde la lid de amor ha dejado un toque suavísimo de rubor sofocado. ¿Qué ha de hacer el amante escarnecido? Por una cosa como ésta, el valeroso y bizarro caballero

Tirant lo Blanc degolló, en el Imperio griego, a un hortelano negro en el momento en que, solo, se estaba poniendo unas calzas bermejas. Fue una venganza instantánea, espeluznante, brutal. Pero ahora hace tiempo que el agua ha ocultado y oxidado el arnés de los paladines; las espadas, que lucían bajo el sol crudo del pleno mediodía, yacen abandonadas en el corazón de los caserones. Corella explicará su caso en versos lapidarios y prosa bien ritmada y dispuesta. La venganza es sólo verbal, es sólo moral: son las palabras, con reverberación de balaje, carbunclo y lapislázuli. El reino, claro y mineral, de lo que los antiguos llamaban «justicia poética». Es en París, en las postrimerías del siglo XIX, en un patio interior, a la misma hora en que el

valenciano Corella acechaba por su tronera, en la desértica modorra de la digestión. Hay una ventana en el rellano de la escalera. Hay un joven que mira por esta ventana. El ángulo de visión es reducido, pero concretísimo; podemos ver, bajo el sol implacable, una suavidad insospechada en la actitud del altivo barón de Charlus, cara a cara con el chalequero Jupien. Por una ventana, los caballeros valencianos del XV descubrían las traiciones de amor; por una ventana, este joven parisino —el protagonista de la novela de Proust— vislumbra la homosexualidad del corpulento barón Palamède. El destino del mirón, del hombre que acecha por la ventana, es muy singular. Sin embargo, ¿no es éste, frente a la vida diaria, el punto de mira del observador?

(21 de agosto)

ESCRIBIR UN DIETARIO El hombre que escribe un dietario, ¿explica día a día lo que es su vida? Quizás, a veces, una vida

estrictamente externa: así el barón de Maldà, mirando con una «anteojera gruesa», cómo una mujer —la mujer o bien la hija del campanero— se columpia, para tocar a muerto, con la Anastasia, la segunda campana; o bien, el 5 de agosto de 1769, consignando un incendio ocurrido en casa del que hace los fideos. El hombre que escribe un dietario, en este mismo siglo puede ser un botánico, Joan

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Salvador, que nos hablará de claridades vegetales y de la polvareda de los caminos. Pero, si pasamos de las cosas externas a los hechos morales, es muy otra la relación entre el

dietario y el hombre que escribe. Este hombre puede ser, por ejemplo, «un estudiante ocioso», de unos veinte años, que ha vuelto a la casa familiar a causa de la gripe que, en 1918, devasta Barcelona; un estudiante que se llama Josep Pla y lo va anotando todo en un cuaderno gris. O bien puede ser un señor suizo, Henri Frédéric Amiel, cuya vida consiste, precisamente, en escribir un dietario. Supongamos que el dietario sirve para explicar —de frente o de través— lo que vivimos, pero ¿qué puede explicar Amiel, si, en definitiva, la única vida que tiene es, precisamente, el hecho de escribir un dietario? He aquí, quizá, deslindada, la zona fronteriza entre el cronista y el escritor. El cronista explica

cosas; el escritor, aunque explique cosas, se explica a sí mismo. Se hace una especie de retrato por persona interpuesta: la persona que nace por el acto reflexivo de escribir un dietario. Lo que nos interesa del dietario es precisamente Amiel: no lo que opinaba, sino lo que era. Ya lo decía Heráclito: «Yo me escudriñé a mí mismo». Alguien puede tener más temple que muchos de nosotros; alguien puede ser capaz de erguir,

nítida, una imagen moral. Así es, fuerte e impresionante y nocturno, el dietario de Kafka, en las covachuelas solemnes y polvorientas de una compañía de seguros, traqueteada por los tranvías que pasan por la calle en el bochorno del estío en Praga. Y hay también —al contrario— el dietario del impostor, el dietario del trapacero. El señor Samuel Pepys vivió, hace trescientos años, el gran incendio de Londres; tras la prosa concisa y cuidada, se toca el calor de las llamas en el cielo encogido y purpúreo. Pero este otro inglés —Daniel Defoe— se inventa un dietario apócrifo del año 1665, el de la gran peste, cuando estaban cerradas todas las puertas, y los muertos, amontonados en carros de madera, fueron quemados en hogueras. Llega a nosotros el olor a chamusquina bajo el pavor de un día lívido. ¿Dietario falso, dietario verdadero? ¿Externo, o bien interno? Los que escribimos un dietario

sabemos que esto tiene tanto de riesgo y ambigüedad y tanto de seducción y tanto de desaliento como toda la literatura. O como la vida.

(22 de agosto)

LOS PAPELES PÓSTUMOS DEL DANDY Muchos siglos después —cuando vivía Brummel, o Wilde, o Baudelaire— hubiéramos dicho

que era un dandy. Del dandy tiene la elegancia estoica, disciplinada e impasible: la vida como sacrificio, retador, a la estética. También la muerte, cuando llegue, será elegante y displicente: un suicidio desdeñoso y lento, sin querer hablar de cosas serias. Lo serio, si acaso, está en otro lado: en estos papeles póstumos que, cuando esté muerto, harán justicia al dandy Petronio, al árbitro de la elegancia. Unos papeles póstumos son, quizás, como un legado testamentario. El grave Tácito, que nos explica todo esto, dice que Petronio dejó unos «codicilos» en los cuales, «bajo nombres de muchachos libertinos y de mujerzuelas», remeda la vida de Nerón. Muchachos libertinos, mujerzuelas: podemos creer —no es del todo seguro, pero tampoco se

excluye— que los «codicilos», púdicamente esquivados por el historiador, sean el manuscrito de esta novela fragmentaria. El Satiricón es sólo el torso de un cuerpo mucho más grande, e incluso un torso corrompido, mutilado y destrozado. No comienza, no acaba, no sabemos adónde va ni de dónde viene, y, en rigor, sólo contiene un episodio extenso —la cena de Trimalción, el anciano lúbrico, jactancioso, pródigo y comilón— que nos haya llegado sin demasiadas lagunas. En un estado de conservación tan precario, la vitalidad del texto resulta sorprendente: arrasa, en principio, con toda la novela picaresca, y arrasa con las formas de narración basadas en el exceso, en la opulencia verbal, en la parodia: arrasa a Joyce y, con más motivo, arrasa a un montón de menudencias que no vale la pena ahora ni mencionar. Y, sin embargo, son bien claras y dispersas las cosas que contiene El Satiricón: unos muchachos

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libertinos, unas pelanduscas; una ciudad de noche, con vagabundos y malhechores y bergantes errabundos; una cena de agiotistas que vale por todos los banquetes de Balzac; unos conjuros de brujas y de sacerdotes del culto fálico; el azul de un mar tempestuoso, de un puro color de acero; otra ciudad rapaz de cazadores de herencias; los ojos y los cuerpos de cobre de unos chiquillos, y la claridad marmórea de la piel de unas cuantas señoritas. También los espíritus maléficos que velan, y el grito, inaudible, del hombre-lobo en un camino nocturno, y la facundia chocheante e indigesta de un poetastro. Todo eso, no trabado, sino desgajado y disperso y acribillado con vacíos, como una pintura al fresco que, aquí y allá, el tiempo fuera corriendo. Bajo los colores heridos, perdura la línea de un solo trazo, preciso y seguro, firme como una pared maestra. Antes de morir, el dandy selló el escrito y se lo envió a Nerón. Con el poder, el espíritu, a veces,

sólo puede dialogar en estos términos, que no admiten ni reclaman réplica. Si el poder ignora al espíritu, será el espíritu mismo quien recabe para sí —por su cuenta, y con el vigor que sea preciso— el papel que le corresponde. Esta grieta es la debilidad del poder.

(23 de agosto)

EN LA CASA DE GOETHE He aquí el bárbaro que llega al santuario. El bárbaro llega de tierras ásperas, todas de luz, de

gritos y de ferocidad; el bárbaro, enjoyado, con el orgullo lujoso de la comarca natal. El amo del santuario comulgó con la luz itálica. En un carnaval romano sintió como una corriente de vida. Ahora, el bárbaro itálico pagará esta deuda. Son dos viajeros los que llegan a Frankfurt, el primero de mayo de 1900, para visitar la casa de

Goethe. Dos amantes: el poeta Gabriele D’Annunzio y la actriz trágica Eleanora Duse. Saben lo que Goethe encontró en Italia, lo que buscaba y pidió allí, y lo que le fue dado como un alto presente del espíritu. Ahora, este príncipe bárbaro y poderoso y estentóreo —D’Annunzio—, ¿qué puede pedir, qué puede obtener del hogar de Goethe? No la serenidad augusta; no el don de vislumbrar un sentido más allá del tráfago de la vida diaria. Ni puede alcanzar este don, ni corresponde a su talante, ni lo querría. No: él quiere tomar posesión de cosas tangibles. Goethe, en Italia, era un peregrino, un romero. D’Annunzio, en la casa de Goethe, es un turista. En este diálogo póstumo, tan singular, le corresponde un papel que se puede tomar por grandeza. Cambiará el recuerdo del patriarca por las palabras que, en un cuaderno de notas, hacen su inventario. La casa de Goethe, ahora, es una hilera de palabras en la agenda de Gabriele D’Annunzio. Sabemos que, en las paredes, hay adornos de flores azules; que hay grabados con vistas de

Roma, y una sala con asientos forrados de damasco rojo, tapizada con dibujos de pagodas chinas. D’Annunzio anota: «Carácter profundamente tudesco y burgués». Y añade: «Todo es vieillot». Pero medita: «Tanta fuerza en esta casa pacífica y modesta». Goethe nació en una alcoba pequeña, desnuda, de paredes amarillentas. Eso, traducido al lenguaje de D’Annunzio, se formula así: «An-tigua es la pequeña estancia donde nació el dios». Práctico, añade: «Esta tarde tendré la mascarilla mortuoria de Goethe». ¿Queda saldada la cuenta? Antes de marchar de Frankfurt, el poeta y la actriz visitan el museo. Por los ventanales, en las

estancias calladas, se oyen gorjeos de pájaros. Hay un cuadro pequeño —«una armonía en verde»— de Cesare da Sesto, discípulo de Leonardo. Es el martirio de santa Catalina de Alejandría: un paisaje lejano, al fondo, de bosques y arroyuelos; en primer término, la mártir, rubia, vestida de verde, con las manos pegadas a una rueda dentada. Y ahora la Duse dice que le parece que estas manos tocan un instrumento: como si del martirio hicieran melodía, y el dolor —¿por el arte, por la fe?— se convirtiera en una especie de espíritu musical. Un sentido del dolor: ¿no era quizá eso lo que, en la hora suprema, ha encontrado el doctor Fausto, cuando ya estaban abiertas las fauces del infierno y el Eterno Femenino —Margarita, la mártir profana— lo exalta a la más alta esfera? Aquí

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—donde el dolor y la belleza se conjugan—la mirada de D’Annunzio puede alcanzar una vislumbre de la mirada de Goethe.

(24 de agosto)

UNA VISITA Estos dos hombres son jóvenes aún: se acaban de pasar la raya de los treinta años. El viajero

europeo, el más famoso de los dos, ha llegado a Boston un sábado por la tarde, en pleno enero de 1842. Apelotonada en el muelle, la gente que lo esperaba vio, erguido al lado del capitán del barco, a un jovencito de chistera y levita gris oscuro, y un chaleco forrado de rojo, y una chalina con botonadura de diamantes unidos por una cadena de oro. La piel, delicadísima, arrebolada bajo la luz demasiado fuerte y demasiado viva de alta mar; los ojos, sensibles y profundos, se humedecen con la alegría del instante, quizá con el pensamiento de una lágrima. Ahora, este viajero se han encerrado en una estancia del hotel, en Filadelfia. Un hombre pregunta

por él. También sabemos cuál era la facha de este hombre: todo él —nos han dicho— tenía una especie de solemnidad penetrante, y su porte mostraba una mezcla de altivez y suavidad. Pálido de cara, no muy alto, respira energía y una especie de seguridad secreta, bajo la ropa mal compuesta y deslucida. El viajero europeo lleva ahora una bata con vivos de color púrpura, y tiene muy ordenadas las

perchas para que no pierda su caída la levita que va a ponerse cuando salga a la calle. Hace unos días, previsor, el visitante ha dejado en el hotel un artículo y un pequeño libro de relatos. No sabemos si el viajero europeo —Charles Dickens— se tomó entonces la molestia de leer estos homenajes del desconocido que tiene ahora ante él, y que se llama Edgar Allan Poe. Sabemos que trataron de asuntos de interés común. La charla, de cortesía superficial, fluía por sí sola. No era la hora del diálogo entre Dickens y Poe. ¿Es ahora la hora del diálogo? Ya hace más de veinte años que ha muerto Edgar Poe, bajo el

mazazo del delirium tremens. Dickens, el deslumbrante, el hombre todo equilibrio, quizás ahora no se siente ya tan lejos de Poe. Antes comía como un tragaldabas; ahora, muy inquieto, se sostiene sólo con una dieta extraordinaria calenturienta: leche con ron, vino de Jerez, biscuit, medio litro de champán, un huevo batido con vino de calidad, jugos de carne, un plato de sopa y un vaso de vino. Para dormir, por la tarde, una dosis de láudano. La fachada —de día— permanece inalterada, prodigiosa; por dentro, una grieta se va ensanchando bajo la vitalidad del quincuagenario glorioso. Un misterio: un relato de misterio. El autor —Edgar Allan Poe— no nos dirá jamás en términos

explícitos el desenlace del misterio de Marie Roget. El autor —Charles Dickens— no nos podrá decir jamás el desenlace del misterio de Edwin Drood. ¿Es casual que Dickens acabara como Poe: escribiendo una novela policíaca? No es preciso que sepamos, de manera directa, el desenlace del enigma de Marie Roget. Sólo cuenta el proceso de indagación lógica. Pero es la muerte de Dickens lo que corta el desenlace del caso de Edwin Drood, en una ciudad catedralicia, con un sol bajo y frío, cuando, en los viejos muros eclesiales, el aire vibra rozando la hierba, ensombrecida por los olmos que se sacuden la lluvia. Unos meses antes, en una tarde de junio, Dickens iba tan elegante como siempre: pantalones a

rayas negras y azul cielo, chaleco, leontina; una corbata de seda negra y botonadura de diamantes en la camisa. Pero, en la habitación cálida, una vena gruesa sobresalía en exceso, justo en medio de la frente. Dickens murió mientras escribía la historia misteriosa de Edwin Drood, en una villa que tenía un invernáculo lleno de geranios y claridad de grandes espejos en los muros. ¿Marie Roget, Edwin Drood? Misterio y sombras, como aquella conversación lejana en un hotel de Filadelfia.

(26 de agosto)

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VUELVEN LOS HÉROES

Parece que vuelvan sólo una vez al año. ¿No merecemos nada más? Son retadores, relucientes,

aristocráticos; o bien domésticos y altivos; o, incluso, huraños y hoscos. Llevan casacas y guerreras de colores chillones y nobles, o colgarejos rústicos, o unas ropas mugrientas y bastas; se cubren con tricornios, o con gorras de plato que el sol hace llamear. Sus ojos son una brasa, al raso de las viseras o las alas ampulosas de los sombreros solemnes. Andrajosos o augustos, blanden de golpe, en el brillo solitario del mediodía, el resplandor acerado de un arma. Aquí tenéis a Flechter Christian, el sublevado de la «Bounty». Al principio, Flechter Christian es

todo un figurín, rodeado de un murmullo de damiselas con parasoles. Después, Flechter Christian es unos ojos, y una sonrisa, y un pliegue de tensión o de desdén en el labio. Los ojos de Flechter Christian ven los temporales del Cabo de Hornos, y la carne de los marineros cuando enrojece bajo el látigo, y la piel dorada y dulce de las muchachas de Tahití. Un día, en la cubierta de la «Bounty», llega la hora de Flechter Christian. Todo hombre tiene una hora en la que ha de elegir. La hora de Flechter Christian es este sable desenvainado proclamando la rebelión de la «Bounty»: la elección de un gesto, de un destino. La hora del capitán Achab no llega de súbito: ha sido largamente acechada y ensayada y

conjurada. El capitán Achab, todas las noches, se pasea arriba y abajo por la cubierta del «Pequod». El ritmo de la pata ortopédica del capitán Achab —una pata que parece de marfil, hecha con un hueso de cachalote— remeda, noche tras noche, golpeando la madera, el instante presentido de la lucha suprema con Moby Dick, desde la cima misma del infierno. ¿Son héroes estos hombres? La Historia la podemos leer de muchas maneras. Pero, mientras nos

explican los hechos, podemos creer que es un héroe David Crockett, cubierto con una gorra de pieles de Tennessee, en el rojo calcinado del fuerte de El Álamo; o estos oficiales ingleses —uno, curtido por el sol, adustamente ennoblecido por la vejez; el otro, inquieto y esquinado, con ojos de un azul metálico— que, vestidos de azul, cabalgan contra la acometida zulú. Y es un héroe el general Santana, el sitiador de El Álamo, caballeresco e inalterable; y lo son, también, los guerreros zulús, nobilísimos, como estatuas profanadas. Y lo es incluso el cínico Rhett Butler, que, en la noche rojiza del incendio de Atlanta, irá a batirse, en la última batalla que hay que perder, junto al ejército confederado en segura derrota. Y, sobre todo, son héroes este borracho, marinero de agua dulce, y esta misionera lectora de la Biblia, que hacen sabotaje, por el honor de Britania, en una especie de gánguil que se llama «La reina de África». Sólo una vez al año —¿no merecemos más? —vuelven, en verano, los héroes. Tienen la cara de

Marlon Brando, o de Gregory Peck, de John Wayne, o de Burt Lancaster, de Peter O’Toole, o de Clark Gable, o de Bogart. En el fondo del fondo, tienen nuestra cara. Ensombrecidos por la edad adulta, vienen en la claridad de una fogarada adolescente.

(28 de agosto)

LA SOMBRA DEL «TITANIC» Ahora, los buceadores, entre las grandes olas del Norte, han vislumbrado una forma enorme

cubierta de lodo. ¿Será el «Titanic», engullido en una remota noche de primavera? Como los galeones cargados del oro de Indias que yacen en las cavernas marítimas de Galicia, el «Titanic», poderoso, más que un objeto físico, es un cuerpo ideal, un mito que espera y acecha y vela con claridad tintineante de diamantes y rumores de orquestas ausentes. Los testimonios no se ponen de acuerdo para decir cuál fue la última pieza que tocó la orquesta del «Titanic» en la luz barnizada de los salones, o bajo el frío claro de la noche, y ni afirman siquiera que se tocara pieza alguna en el momento supremo del desastre. ¿Y este hombre ominoso, disfrazado de mujer para poder meterse en las barcas de salvamento? Bien se le ve, bajo el falso maquillaje, la palidez de un pavor innoble.

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Alguien dice que era un pasajero de primera clase; pero, inidentificable, y quizás inexistente incluso, parece más bien una leyenda, la cristalización del miedo en el laboratorio gélido de la noche. Es así como el desastre engendra sus propios monstruos. Del «Titanic», en esta mañana de abril del año 1912, hablan todos los periódicos. Imágenes,

hechos, palabras. Y todo esto también tierra adentro, en el corazón de la campiña inglesa. Todo esto llega también al caserón de aquel propietario rural. El trazado del edificio es regular, simple y neutro; la estancia del dueño, un salón antiguo y rústico, está presidida por un modelo de velero. En la luz mortecina y suave, las velas inmóviles prometen un eco de claridad marina. Y el dueño tiene el periódico en las manos. Es un hombre de más de setenta años, fatigado y cortés. Sus ojos son pálidos, casi sin color, y miran muy lejos. Son ojos avezados a remitir las apariencias del mundo a imágenes de la vida moral. Bajo unos ojos como éstos, toda la vida puede convertirse en una parábola. Como lo es ahora

esta creencia paralela, secretamente complementaria del casco del «Titanic» y del gran bloque de hielo. Porque mientras los hombres —con fraguas de acero y fuegos salamandrinos y resplandor de joyas y de espejos— construían el «Titanic», en un lugar lejano, y sin que nadie lo supiera, iba siendo preparada otra cosa, hielo solitario en el mar desnudo. Antes, este señor hacía planos de casas; más tarde, en narraciones y en poemas, aprendió a leer

los planos oscuros del destino del hombre. Ante el velero, en la penumbra del salón vacío, los ojos pálidos del anciano ven el choque del hielo con el «Titanic», y oyen un crujido seco que desgarra la noche atlántica. En este crujido, el Tejedor de los años ha dicho: «¡Ahora!», al encuentro del hielo y del navío que habían crecido el uno para el otro. Viejo y todo, el señor Thomas Hardy tendrá que explicar todo esto en un poema.

(29 de agosto)

TRES SEÑORAS La primera señora es difícil de imaginar. No es que no tengamos imágenes suyas. Podemos ver,

por ejemplo, esta fotografía: erguida ante un pupitre, en actitud de hojear un libro, con una sonrisa sarcástica que exhibe una boca desdentada. Y también tenemos testimonios: un escritor joven, al serle presentado, nos dice que le encontró «una expresión de delicada satisfacción en un rostro de caballo». Sabemos que llevaba recogida la cabellera color cobre. No sabemos mucho más, en el fondo. Los hechos externos que conocemos no llegan al último subsuelo, a la capa última de la conciencia de Mary Ann Evans, que murió hace ahora cien años. Es en esta capa, sin embargo, donde vivía su imaginación moral. Bajo una superficie lisa, el mundo de la era victoriana es rico en savia de ambigüedad profunda. Con el nombre de George Eliot, esta mujer extrajo de esta ambigüedad unas ficciones narrativas que son símbolo de nuestro destino: así, en una comarca campesina, el patético Silas Marner, el hilandero solitario, eje de gravitación de una más alta rueca de existencias enlazadas. En esta hilatura leemos nuestro nombre en filigrana. Hay gente que llegó a conocer a la segunda señora. Yo mismo la vi, viva aún, en fotografías.

Todo, irreal, remotísimo. La señora Caterina Albert me es inimaginable porque se interpone su vida literaria como Víctor Català. Víctor Català es un enigma; un enigma que la literatura catalana no ha llegado aún a digerir. Hay una grandeza huraña, roquiza, abatanada, de una abrupta violencia, como el restallar del pedrisco en el suelo. Hay zonas de sombra: todo es tan luminoso, todo hiere tanto los ojos, que no sabemos ver, quizás, el linde de lo ignoto. Esta elegancia desueta y como incongruente en un retrato de camafeo, no es Víctor Català, aunque sea Caterina Albert. Y esta nonagenaria que vivía recluida en un cuarto, en una cama, ¿es Víctor Català, sola con su asamblea de seres y objetos esquinados? Vemos sus dibujos: una sala con un piano y butacas enfundadas, un biombo en las buhardas del caserón, el caballo enganchado en la tartana. La claridad no es tan intensa. La tercera señora, a menudo, sonríe. O, a veces, si la miras, ríe francamente: una risa abierta, que

no alude directamente a nada, porque alude a todo, al hecho de vivir. También aquí, de una manera

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muy peculiar, hay que leer en filigrana. A veces, el dibujo del tapiz de las ficciones es dilatado y complejo; a veces, parece sencillo y clarísimo. No es nunca tan complejo, no es nunca tan sencillo. Los personajes, claro, son metáforas de nosotros mismos: la Colometa, Teresa Goday de Valldaura. Pero, en el fondo del dibujo de los libros de Mercè Rodoreda, hay otras cosas —un jardín, un palomar, un armario japonés— que son también metáforas, y no se explican: ventanales a otro mundo. Ahora, con este libro nuevo —Viatges i flors—, lo que a menudo era fondo se convierte en primer término. Tenemos que habituarnos a un clima diferente. En el centro de todo, la dueña de un país misterioso sonríe en una luz muy clara.

(30 de agosto)

CAROLINA Y JUNOT Sabemos algo de la boda de la hija del príncipe de Mónaco. La ceremonia se celebró en casa de

la duquesa de Lude; hacía poco —el 16 de abril— que el novio había sido operado de la vejiga por el cirujano Maréchal. La novia se llamaba Ana Hipólita. El memorialista que nos relata todo esto dice también que, antes, los Grimaldi eran sólo señores de Mónaco. Fue Hércules, asesinado en el año 1604, el primero que se hizo llamar príncipe de Mónaco. El memorialista es el duque de Saint-Simon, par de Francia, desdeñoso y altivo, que no puede evitar el añadir: «En definitiva, no es sino la soberanía de una roca, desde cuyo centro podemos, por así decirlo, escupir fuera de sus estrechos límites». Eso pasa en 1696. Sabemos algo de la familia de Junot, o, más exactamente, de cierta familia Junot. Robespierre ha

sido ya guillotinado; pero, en el largo invierno francés, el hambre y el frío son implacables. Por las calles de París hay grupos de gente armada, mujeres en gran número, pidiendo pan; el 20 de mayo de 1795 —el primer día del mes de pradial, en el calendario de la Revolución—asaltaron la sede de la Convención. Mientras tanto, en París, hay multitudes ociosas: los jacobinos, que han perdido el poder; los condenados a muerte, de súbito puestos en libertad. Toda esta gente empieza a organizar bailes. Pero estos dos hombres no pierden el tiempo. Todas las tardes podréis verlos pasear, arriba y abajo, por el Jardín de Plantas, junto al árbol plantado por el naturalista Buffon. Lejos del fragor visible de la escena política y mundana, estos dos hombres se explican sus líos amorosos. Napoleón ama a la bella Josefina; Junot ama a Paulina Bonaparte. Sin embargo, no parece seguro que ésta sea la estirpe de Philippe Junot. La escena, de todos modos, transcurre en la Costa Azul. Hay una luz plastificada y límpida en el

corredor del hotel de lujo. El perfil de Grace Kelly es de una belleza clásica de mármol, inalterable en el resplandor del cabello rubio. Ya ha llegado a la puerta de la habitación; bruscamente, besa con pasión a Cary Grant. Tras la cámara están el ojo y la mente de Alfred Hitchcock. Y él nos explica que Grace Kelly le interesa porque en ella hay una sexualidad «indirecta»: permite —como en esta escena de Atrapa a un ladrón— la irrupción brusca, en una imagen gélida, del descubrimiento del sexo, ante el ojo de Hitchcock. Ha terminado la película; el lienzo de la pantalla vuelve a estar vacío y mudo y blanquecino.

¿Carolina y Junot? Hay dos personas que llevan estos nombres, pero lo que las fotos nos muestran ahora es más bien un encaje de sombras. Olvidadizo de los individuos, el tiempo conforma mitos con sombras de grabado antiguo o con pincel nítido de tecnicolor.

(31 de agosto)

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EN UNA PLAZA ANTIGUA No hace muchos días, en el punto más sofocante del verano, la plaza estaba deslumbrada y

atónita en el silencio solar. Ahora, el cielo se ha oscurecido y el aire es más vivo. Las nubes son promesa de las dulzuras del otoño. Viniendo de la plaza de San Jaime, hay que entrar por la calle de Hércules. A un lado y a otro,

los muros son altos y oscuros; hay pocos viandantes. Todo este primer trecho de la calle está lleno de aromas de una herboristería que, aun cerrada, bendice los caserones con olores antiguos. En el mundo medieval —en el mundo de estos callejones— cada hombre tiene una finalidad concreta que cumplir, nos dice el último poema atribuido a Ausias March: así, el médico nos dirá si el hígado está sano o no, y el especiero nos preparará los remedios de manera conveniente. Antes que el médico, antes que el especiero, está, en el mundo de March, el herbolario, que obtiene los materiales: «herbolari es diu qui els culi: / sa fi tota s’hi recull». A la izquierda, la calle de Arlet: sólo una vislumbre, quizá, de piedras sombrías bajo la caligrafía

suspensa de un farol de hierro. A la derecha, en lo alto de los muros, los aguantes de la iglesia, adustos y nobles en la claridad gris. Y estamos ya en la plaza de San Justo. Los portalones de la iglesia están cerrados; pero, si alzáis la cabeza, veréis la torre, una cazata celeste de piedra silenciosa, y de verdor que luce, y de luminosidades tenues que se deslizan. A comienzos del siglo XV, un canónigo de la Seu contaba esta plaza entre los «lugares peligrosos como escollos en la mar». Si os volvéis de espaldas a la iglesia, veréis la fuente que ya veía aquel canónigo: gótica, con tres chorros de agua bajo el desvanecimiento de tres rostros de adorno, ciegos y mudos. En la tarde de verano, hay unos niños que juegan. en la plaza de San Justo. Ellos no ven la plaza,

ni la iglesia cerrada, ni la fuente gótica, ni el follaje enlazado con la piedra al borde de la claridad del cielo. Hablan, y dicen dónde están, y dicen lo que han de ver: lo que quieren ver. Se inventan el mundo, más allá del mundo visible. Y yo también, porque ahora los pasos me llevan, al lado de la fuente, por la calle de Lledó, que humedece un reguero fugacísimo en una quietud sombría. En esta calle, hace cerca de quinientos años, nació Joan Boscà Almugàver, es decir, el conocido poeta Juan Boscán. Sabemos que, un día del año 1526, el caballero Boscà, en Granada, tuvo una conversación muy

interesante con Andrea Navagero, embajador de la Serenísima República de Venecia. Volviendo a casa, por caminos polvorientos y solitarios, Boscà siguió una sugerencia del veneciano: adaptar al castellano la métrica italiana. ¿Caminos polvorientos? Dejemos que hable Boscán: «Solo y pensoso en páramos desiertos / mis pasos doy cuidadosos y cansados». Antes había hablado Petrarca: «Solo e pensoso i più deserti campi vo misurando a passi tardi e lenti». Después —siglos más tarde— hablará J. V. Foix: «Sol i de dol i amb vetusta gonella / em veig sovint per fosques solituds». Todo, quizás, un único y vasto poema, ininterrumpido. Hay una revuelta, al salir de la calle Lledó y tomar por la de la reina Elionor. No se ve

absolutamente a nadie en esta tarde opaca: sólo el recinto pedregoso del callejón mantiene el esplendor antiguo del nombre real. Volviendo a la derecha, llego a la calle de la Palma de San Justo, aturdida en la serenidad del silencio húmedo. Hay una sola figura humana: una señora, sentada en una silla de madera, en un portal. Y ahora doy unos cuantos pasos más, y vuelvo a estar en la plaza de San Justo. Comienza a caer, con un rumor benigno y espeso, el cortinaje de la primera lluvia del fin de este verano.

(2 de setiembre)

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TERRAZA MARTINI

Nadie, en la gran sala, contempla ahora Barcelona por los ojos ciegos del mirador. La Terraza

Martini está cerrada. Y yo llegaba, en 1967, al edificio que hacía chaflán, al anochecer. Llevaba bajo el brazo dos libros en rústica, de cubierta rojiza maquillada por un pálido polvillo grisáceo. Era la edición antigua de Lord Jim, de Conrad, publicada por Montaner y Simón, que había incubado, como en una especie de crecimiento espontáneo, en el fondo de la estantería de un librero de lance. Yo sabía, de manera vaga, que la Terraza Martini era algo muy cosmopolita y reluciente, que se encontraba empingorotada allá arriba, en lo alto. Los extintores de incendios, rojos y cónicos, y el ascensor suave y silencioso, imperceptible, eran promesa de un mundo de luces plastificadas. Y, al salir del ascensor, en una claridad de cabina de transatlántico, estábamos ya en la Terraza Martini: un escenario amplio y horizontal con el campo visual de una película en cinemascope. En un decorado como éste podemos imaginar, sentadas en la barra, a las chicas de Cómo casarse

con un millonario: Lauren Bacall, angulosa y altiva, con un pañuelo de lazo anudado al cuello, y Marilyn Monroe, con un cielo enfrente y unas gafas gruesas y grandes ojos dulces de bobita. Pero, antes de poder pensar en nada, ya alguien nos había dado un libro que acababa de salir y que aún no estaba a la venta: Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. He aquí un libro nuevo, un escritor nuevo: ¿resultarían legibles? Al hojearlo —sí: las primeras palabras, decididamente, me gustaban— me iba internando en la zona extrema, y veía en los ventanales la claridad oceánica de las luces de la ciudad parpadeando. Pero hay que volver atrás; a mucha de esta gente no la conozco; tendré que saludar a alguien. ¿Quién será este hombre alto, con barba y un vaso en la mano? Me dicen que es José María Castellet. Han pasado años; sé que, ahora, muchas más caras me serán familiares. La Terraza Martini está

en su mejor momento; es quizá también el mejor momento de la ilusión de una Barcelona culta y cosmopolita, como un islote en una sociedad manoseada y zafia. Una ilusión como ésta debían de sentir los petersburgueses ilustrados de las novelas rusas del siglo pasado: la ilusión, quizá, de mantener —bajo un régimen despótico, en una comunidad bárbara— una miniatura de la civilización en un posible país cultivado y libre. Una ilusión, en el fondo, de una belleza desueta y mimética, como es ahora este recinto amplísimo que nos da una vislumbre de espejismo neoyorquino. Los años setenta están ahí, a la vuelta de la esquina; en un vendaval lento y gélido lo borrarán todo; el despotismo real y la cultura ilusoria. De momento, sin embargo, vivimos el instante, y el instante es, quizás, el futuro. Como en este

libro que ahora —1969— presentan en la Terraza Martini: Cine y ciencia-ficción, de Luis Gasca. En el fondo, centrando un corro muy amplio, habla Romà Gubern. Y, cuando acaba, vamos todos errabundos de un grupo al otro, y nos saludamos, y hablamos. La Terraza Martini está muy alta: arriba de todo, realmente, en la cuajada claridad nocturna. Por el aire quieto zumban, rayando la noche clara y la luz astral, los objetos voladores de las fabulosas ficciones científicas. Aquella noche, había una sola chica entre tanta gente. Nadie nos presentó. Como yo mismo, en

un momento u otro, de espaldas a la gente, miró la claridad tensa y marítima de las luces de la ciudad bajo la ventana. Basta: ahora hay que seguir viviendo. Perentorio, el tiempo no se para, y tendrán que pasar aún un par de años para que esta muchacha y yo nos hayamos conocido, nos hayamos casado. Ahora tenemos que saludar a alguien, y a algún otro, en el cóctel. Se ha ido haciendo de noche: ¿Había tanta gente, tanta luz? En lo alto del edificio que hace esquina, en este verano de 1980 han cerrado la Terraza Martini.

(3 de setiembre)

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ESCENAS DE SALÓN

Es en París; al fondo, el primer diamante de hielo del invierno, el primer día del mes nivoso, en

el calendario de la Revolución: el 22 de diciembre del año 1800. El vizconde François-René de Chateaubriand ha publicado un artículo sobre Madame de Staël, baronesa de Necker. Y ahora es un día de primavera —la primavera de 1801, en nuestro cómputo del tiempo— y, en París, que se deshiela de nivosidades invernales y de la luz de acero de las lejanas ejecuciones jacobinas, se han encontrado los dos escritores. Madame de Staël recibe a Chateaubriand mientras la señorita de compañía le ordena el atavío. Habla con vivacidad, lleva en las manos una ramita verde. De pronto, entra una dama. No tiene más de veinticinco años; lleva un vestido blanco, y se sienta en un sofá forrado de seda azul. Más que la gracia voluble del gesto, es su cara lo que sorprende al vizconde: no sabe si ve una imagen del candor o una imagen de la voluptuosidad. Al cabo de un rato, la recién llegada se vuelve a ir. Chateaubriand ha visto, por primera vez en su vida, a Madame Récamier. Y ahora estamos en Italia, unos doce años después. Madame Récamier, exiliada por el

Emperador, está alojada en casa del escultor Canova, en Albano, este verano. Por la balconada, en la amplia solanera, la luz crucifica las ruinas de Pompeya. Hay una claridad purpúrea en los olivos. Canova suena con la concha dulcísima de mármol intacto y desnudo. Madame Récamier se sienta al piano para tocar una barcarola veneciana que invoca al pescador en la claridad de la ola. Suave, la voz de Canova hace una caricia en el atardecer diáfano. La vida de Madame Récamier es un museo imaginario hecho de instantes como éste. Otra primavera, en París: en el mes de mayo del año 1817. Es en la rue Royale, magnificente y

altiva, cerca de la claridad opaca del Sena y de la luz verde y dorada de la verja y del follaje de las Tullerías. Es una casa oscura, es una casa cerrada: la casa de Madame de Staël, que agoniza. Tras los cortinajes, casi corridos del todo, hay un desconcierto de penumbras, en la cabecera del lecho. Pero aún llegará, pasajero, un leve renacer, y la enferma podrá invitar a Chateaubriand a una

última cena. El vizconde se sienta. A su lado, otra invitada, una antigua y fugaz y muy leve conocida: Madame Récamier. No se miran, no se dicen nada. Cuando la cena está finalizando, Madame Récamier hace un pequeño comentario, y Chateaubriand la mira. Todo ha comenzado. Italia, otra vez. Chateaubriand, ahora, está solo en Roma. Escribe a Madame Récamier y le dice

que está muy triste sin ella, y añade: «Del tedio del aislamiento paso al tedio de la multitud. Decididamente, no puedo soportar el tedio del mundo». Uno y otro, los dos amantes son, si queréis, la parte escenográfica que todos necesitamos para hacer, de nuestra propia existencia, una joya inaccesible al tedio; por el atajo de lo sublime, como la barcarola de Canova. La vida de salón —la vida de los años de plenitud de Madame Récamier hace el esfuerzo de proyectar esta ficción estética en un núcleo social. Proust lo verá muy bien: sin que lo adviertan los cronistas que se empeñaban en describir los

detalles, la verdad última que todas las descripciones nos dan es la nada de la vida de salón. El tedio del mundo, gélido, se instala en el corazón mismo de esta escenografía. Flota, en la superficie finísima y empañada del vacío, la cara de Madame Récamier. Candor, voluptuosidad: todo, borroso y perenne al mismo tiempo, con la claridad de aquel rayo de luna que, noche tras noche, veía el vizconde entre las hojas de los tilos de un jardín de la calle de Anjou, cuando esperaba a la amada. Quizá, frágil como es, un recuerdo así cubre los ojos de lobo del tedio en el fondo centelleante de los salones.

(4 de setiembre)

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UNA HISTORIA DE PASIONES

La pasión es, quizás, un exceso. «El cor vol més, vol en excés» («El corazón quiere más, quiere

en exceso»), escribió Carles Riba. A esta muchacha —la bailarina Isadora Duncan— le gusta, sobre todo, el exceso: en la pasión, en el arte, en la vida, que se convierten, por exceso, en pasiones. Y ahora Isadora Duncan admira un busto de muchacha. Podemos ver a esta misma muchacha del busto en una fotografía antigua: ojos añorantes, medio cerrados de voluptuosidad velada bajo la tempestad oscura del cabello. El pliegue de los labios, finísimo; la nariz parece inhalar olores de un lujo exótico; bajo el albor del cuello hay un cálido albor de pieles. A Isadora Duncan le dicen que el modelo de aquel busto fue Evelyn Nesbitt. En Nueva York, años atrás, dos hombres amaban o habían amado a Evelyn Nesbitt, modelo de

artistas. Dos hombres que aman el exceso, y que, en la pasión por Evelyn Nesbitt, reencuentran una forma de la pasión por el exceso. El primer hombre es un antiguo amante: un caballero con bigote y lacito al cuello y un tupé rojizo. En el palco de la ópera todo el mundo lo sabía: tardón, pelirrojo, llegaba el hombre del día, el hombre del tupé, Stanford White. Era el arquitecto de los palacios señoriales de la Quinta Avenida: agujas góticas, nostalgias de Versalles o Florencia, pastiches andaluces o moriscos. La Quinta Avenida, amplia, con la calzada medio vacía y faroles de hierro con dos globos de cristal en las aceras, tenía, en el alba del siglo, un tránsito lento y espaciado de coches de caballos, como una vereda de la corte medieval japonesa o una cañada parisina en los años de Luis XIV. Imperiales en el cielo de Nueva York, los edificios de Stanford White conquistaban un sueño del pasado. Aquella noche, en Nueva York, estrenan una revista: Mamzelle Champagne. Pero hoy Stanford

White no podrá ir al teatro. Está en el teatro otro hombre que ama a Evelyn Nesbitt, y se ha casado con ella. Este hombre es más joven; lleva el rostro afeitado, bien desnuda la piel; en unas facciones adolescentes, los ojos velan un espectáculo obsesivo. Harry K. Thaw es heredero del exceso, de los dólares a carretadas, heredero de minas de carbón y de ramales ferroviarios. Harry K. Thaw ha elegido el exceso, ha elegido los ojos y los labios y el cabello y el cuerpo de Evelyn Nesbitt. Harry K. Thaw ha elegido vivir en una casa de ladrillo amarillento y terracota; un sueño sevillano diseñado por Stanford White. Harry K. Thaw es celoso. Harry K. Thaw lleva, aquella tarde, un grueso abrigo negro y un sombrero de jipijapa. Se oyeron tres tiros de pistola en el Madison Square, a la altura del número 36. Un exceso de

disparos, incluso para la cabeza de Stanford White. Y ahora el busto está melancólico en la claridad del estudio del escultor, y quizás Isadora Duncan, la bailarina, piensa que esta historia de extravagancia y de excesos y pasión dormía en un busto solitario y lánguido de mujer, sólo para adornar, con exaltante claridad, sus sueños diurnos. De noche, tres disparos hacen mucho ruido en una calle donde sólo oímos las maderas de las ruedas de los coches de caballos.

(5 de setiembre)

UN CONTRATO DE MATRIMONIO El novio tiene treinta y siete años; la novia tiene dieciocho. Es el día 12 de diciembre del año

1584. El novio se llama Miguel de Cervantes Saavedra; la novia se llama Catalina de Salazar Palacios. La señorita Catalina es natural de Esquivias, un pueblo de linajes antiguos y nobles. Hay que hacer un contrato de matrimonio. La dote de la novia son 182.297 maravedises. Además, la recién casada aporta otros bienes al hogar: cinco colchones de lana, seis jergones, pliegos de papel, ganado, y no menos de veintinueve gallinas. Frente a todo esto, ni la rojiza claridad del golfo de Lepanto, ni los años de prisión en Argelia —recibiendo, exactamente, dos mil bastonazos por intento de evasión—, ni, menos aún, unas cuantas comedias oscuras pagadas con veinte ducados, o una frágil novela pastoril, harán cambiar en favor del novio el signo de la balanza. La muchachita

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de Esquivias, que tiene tantas gallinas, no parece haber hecho una gran boda. Estamos aún en Esquivias: es una mañana de 1904. Suenan campanas. El viajero, la noche antes,

había bajado del tren, en Yeles, cuando crecía la luna, y había dirigido sus pasos hacia Esquivias por caminales hoscos, ennegrecidos de olivos que reposan, y de viñas. Ahora, el viajero se levanta, oyendo las campanas de Esquivias. El viajero es alto y delgado; viste con pulcritud; tiene unos cuarenta años. El viajero usa un nombre literario: Azorín. En Esquivias, Azorín ve, en el aliento de una primavera que acaba de nacer, una callejuela: la calle de la Daga, cerrada por tapias de corrales, con un portalón que da, quizás, a un patio amplio sobre el fondo del campo y los cerros sembrados. Azorín, en Esquivias, ve la calle de doña Catalina. Una señora vestida de negro hace entrar a Azorín en un caserón. ¿Vivió Cervantes aquí? El sol es fúlgido en las salas mortecinas y solemnes. La señora de la casa se llama Rosita Santos Aguado, e invita al viajero a pastas y buen vino. Tiene una hija que sonríe, entre claridad de flores y azul del cielo. Quizás era ésta la sonrisa de la novia Catalina, el día del noviazgo. Este otro señor que llega ahora a. Esquivias tiene unos sesenta años y es alto también. Sus ojos

son de un azul profundo, con luminosidad de pedernal, como el cielo de Esquivias. Estamos en las postrimerías, letárgicas, de los, años cincuenta: la plaza, desierta, parece demasiado grande, de tan vacía, para los ojos de Vicente Aleixandre, que acaba de llegar. Por la calle de doña Catalina sólo una figura negra: una mujer con un cántaro. La claridad de los ojos del visitante, enérgica, lo ve todo. Ante el agua de la fuente pública —la fuente de donde venía la mujer con el cántaro— un rótulo conciso: «No se da». Aquel año, en Esquivias, no dan agua gratis. Al caer la tarde, por los callejones quietísimos, van llegando algunas voces: ocho, diez, doce, quizá quince ganapanes que llegan del campo, de trabajar. El pelo, violento, les luce en la oscuridad. Más tarde, con el alba, la mañana será como la hoja de una espada muy fina. Hay otros ojos que, unos cuantos años después, miran a Esquivias. Son unos ojos acechantes; y,

a veces, soberbiamente irónicos. Veintinueve gallinas... Podemos pensar en doña Catalina; la podemos ver con estos ojos de exiliado, convirtiéndose, progresivamente, ella misma en gallina. Los ojos de Ramón J. Sender, novelista aragonés, asisten a la prodigiosa metamorfosis gallinácea de la chica de casa, casada con este harapiento soldado que se llama Cervantes y que se empeña en ser escritor. En una novelita, Sender añadirá una especie de codicilo a aquel remoto contrato de matrimonio, y sabremos así que, poco a poco, las veintinueve gallinas conocieron el añadido de una prodigiosa compañera procedente de la especie humana: doña Catalina, la señorita de la bella y antigua Esquivias.

(6 de setiembre)

IMÁGENES EN UN ESPEJO Primero, se ha ido la señora de la casa, con revoloteo de plumas y el chillido herrumbroso y

penetrante de un pajarraco decorativo. Ahora, la casa está vacía. El señor de la casa hace añicos de un golpe la jaula de oro de la evadida cacatúa. No se enfrenta con la prófuga, se enfrenta consigo mismo. Destrozados en fútil estropicio de pomos y de frascos, increpa a los sueños. Y ahora se queda solo, en una cápsula mínima de espacio físico que fauna un simulacro repetitivo y vastísimo de espacio mental. Muy solo en este corredor, emparedado entre dos espejos que multiplican, en un infinito vano y desolador, la imagen de un magnate envejecido: Charles Foster Kane, el ciudadano Kane, es decir, el doble de Orson Welles. En la falsa lejanía de espejos de la casa de Xanadu, el ojo de la cámara ve el laberinto del espacio fílmico. Filmar imágenes de imágenes. Filmar el doble de uno mismo. Ahora, Orson Welles es mucho más joven, y hay una chica a su lado. Bajo nubes sombrías, el

arenal se oscurece en la claridad antillana. Hay un roquedal como una fogarada, y unas hojas de palma. Welles y la muchacha miran el cielo de un atardecer tórrido. Ella tiene el pelo rubio y unos grandes ojos que ven cosas de dulce levedad lejana. Lleva un vestido de un blanco deslumbrante;

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abierto en el canal del pecho, deja vislumbrar suavidades sinuosas de encajes. Ella es Rita Hayworth, la dama de Shanghai. La dama de Shanghai vestía de blanco en la playa del Caribe; la dama de Shanghai va vestida de

negro en este interior vertiginoso y alucinatorio. Lleva zapatos de tacón alto, con una especie de cinta larga y alta que trepa por el tobillo. Un collar de perlas le ciñe el cuello. En la mano, tiene una pistola. Hay otra Rita, que es como esta Rita: una imagen de espejo roto por un disparo. Rita Hayworth y Everett Sloane —la vampiresa cálida y el marido turbulento— se persiguen, a tiros de pistola, por esta gran sala de espejos. Todo calla. Oímos, sólo, el chasquido conciso de la bala, el espeluzno del vidrio destrozado. ¿Matarán imágenes? En definitiva, morirán los dos. Los dos eran imágenes. En un rincón hay un hombre que mira la escena. No vemos su cara; ningún espejo la refleja. Es

Orson Welles. Tras la cámara, hay un hombre: un hombre que filma las imágenes antagónicas y gemelas de los espejos, un hombre que filma al hombre que observa la lucha de los espejos. Este hombre se filma a sí mismo. Orson Welles, espectador de la ambigüedad del cine como juego de espejos.

(7 de setiembre)

NOTICIAS DE BARCELONA La escena transcurre en París, hacia el año 1830. Pronto las calles de la ciudad estarán todas

llenas de barricadas; un cuadro de Delacroix, pintado en otoño, mostrará la bandera tricolor flameando contra un cielo blancuzco de humo de pistolas, entre la agitación confusa de sables y fusiles. Pero, ahora, estamos en un salón. La decoración imita la Alhambra de Granada. Hay en este salón un hombre de linaje hispánico; un exiliado político, condenado a muerte en su propio país: el conde de Altamira. La conspiración de Altamira podría haber triunfado. Sólo bastaba con matar a unos cuantos hombres, con hacer saca, entre sus partidarios, de un dinero de los fondos públicos. El fin, los medios: la encrucijada del revolucionario. Y él optó por la honradez. Hay dos personas, en el baile, pendientes del conde de Altamira. Mathilde de la Mole lo admira

porque piensa que la condena a muerte es quizá la única cosa que la sociedad no vende ni regala. Julien Sorel, el joven preceptor, se pregunta si Altamira obró bien; si, para respaldar la revolución, no era preciso, más bien, que el conde comprometiera al pueblo haciéndolo participar en algunos crímenes. Es la lección, brutal, de Danton; la lección que aprenderán, hasta en exceso, muchos revolucionarios del futuro. De esta labor —imponer la presunta virtud colectiva pagando el precio del delito— nacerá, en el futuro, la flor agria y venenosa del totalitarismo. Pero ahora todo es música y ojos relucientes y un crujir suave de ropas en el baile. El salón imita, con ojos franceses, la Alhambra; Altamira imita, con ojos franceses, a los

conspiradores españoles, quijotescos y vencidos. Salimos del salón, salimos de esta novela, que se titula Rojo y Negro. Mirad, unos meses antes, al autor del borrador de Rojo y Negro; mirad a Henri Beyle: abandona Barcelona, un día infamante, invitado oficialmente a salir a la fuerza. Barcelona, nos dice, vivía en el terror; aislados, los liberales tramaban inútiles complots abortados contra Fer-nando VII. De esta Barcelona ennegrecida y patética nacerá el conde de Altamira. Han pasado cerca de veinte años. París vive, en 1848, otra algarada revolucionaria. Stendhal

tenía dudas morales; Flaubert, amargura. En los hechos de 1848, Karl Marx rastrea el poso de la mala cosecha de patatas en tierra francesa. Más realista, Flaubert rastrea el poso de las debilidades humanas. En el París de Flaubert —el París de L’Éducation sentimentale— la revolución, ahora, no se incuba como una planta exótica en los ojos de algún hombre solitario en el relampagueo de un salón. La revolución en todas las calles. Aquí, por ejemplo: en la rue Saint-Jacques, cerca de la noble torre de piedra antigua. Hay un club revolucionario: el «Club de la Inteligencia». Llenos de celo, los buenos patriotas se afanan en su esfuerzo. Con la oleada revolucionaria, llega también la espuma, el desecho: los estólidos y los fanáticos, los rencorosos y los vividores, los marchantes, que

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especulan con la Idea. Cuando la sesión es más febril, cuando todo es barullo y griterío, se anuncia al público la presencia de un invitado de honor: un «patriota de Barcelona». Altamira era una presencia imponente y sombría, una íntegra estampa de álbum. El patriota de

Barcelona es la caricatura de Altamira. Peludo como un simio, con ojos movedizos de autómata, se lleva la mano al corazón y suelta una perorata en castellano: «Desde que se proclamó la constitución de Cádiz, este pacto fundamental de las libertades españolas, hasta la última revolución, nuestra patria cuenta numerosos y heroicos mártires...» ¿Crueldad, en Flaubert? Sin embargo, el ojo de Stendhal, cuando quería, no era menos cruel. Altamira, transfigurado por la llama de una Barcelona sometida, tiene la seducción del insurrecto puro; dieciocho años después, el anónimo patriota de Barcelona ya arrastra los tics del exiliado perpetuo. Altamira, reflejo de la Barcelona cautiva, podría construir un futuro; el patriota de Flaubert está moralmente chiflado. Aunque esquemáticos, dos modelos opuestos. Nos observan aún.

(9 de setiembre)

DOSTOYEVSKI, EN VILADRAU Hace dos años, en el corazón del otoño, Viladrau estaba limpio, nítido, desnudo. El octubre,

claudicador, se adentraba en la selva sombría de un noviembre oscuro. Ahora que escribo esto veo la pizarra mineral de una tarde de este setiembre tiznada de un blanco sucio y pálido y de un turbio color gris. La ciudad, en el abarrote de los días rencorosos y hostiles de la rentrée, recoge, de las vacaciones regaladas y atónitas, la siembra de desazón. Pronto nos dispersará, errantes por la paz negra de las carreteras otoñales. Entonces, purificada, ganará, quizá, un furtivo simulacro de dulzura. Veremos resbalar el agua benigna en los cristales del balcón, ante el orden sereno del ejército de lanzas de las barandillas de hierro forjado; o, breve y enérgica como un látigo, la veremos rallar el cielo con claridades violáceas, insultando con piedra y con gruesos goterones la madera que desafía la furia del cielo de tempestad. Después, vendrá un silencio: quizá un poco de viento frío rozando las mejillas, límpido, y un engurruñarse del mundo que, en la oscuridad, calla y espera la fogarada de luz catedralicia del invierno. Fue en un atardecer como estos cuando llegamos, pronto hará dos años, a Viladrau. La tarde era

muy corta, y el cielo anaranjado iba dejando manchas de sombra en el paisaje. Al principio, la sombra estaba encima de los árboles. «Cloute, cúpula verda!», invoca Carles Riba en un poema. Pero, entonces, la cúpula estaba oscura, cerrada como una campana de metal renegrido sofocan- do el rescoldo mortecino del cielo. Y ahora, sin darnos cuenta, ya todos estábamos al abrigo de esta campana. Era mejor así: demasiado desnudos, ¿qué íbamos a hacer ante las hondonadas del invierno? Hay una calidad, inmensa, de silencio que esconde el rumor de animalillos y ramas y caminos gélidos en el abrigo de la montaña. No tenemos el oído avezado, y la noche nos evita el oír demasiado cerca este fragor invisible del mundo natural. El frío se hacía más vivo: el albergue, un caserón sin más huésped que nosotros dos, era todo

troncos en el hogar y silencio helado en los pasadizos y torrecillas confusas de árboles puntiagudos y negros, casi indistintos, en el cuadrado de las balconadas impávidas. Por la ventana sólo veíamos nieblas: sentíamos la humedad umbría. Cuando llegue el alba, en este día de noviembre, con velo de bruma, habremos aprendido la lección nocturna del frío. Mira: es ya de día; llega el tren de San Petersburgo. Hay dos jóvenes en el departamento del tren de Varsovia, en este vagón de tercera; tienen la cara amarillenta bajo la bruma de la época del deshielo. Es el primer capítulo de El idiota. Pero esto pasaba ayer por la noche. Ahora, es ya de día, y abro las ventanas, y la mañana es soleada y dulce en Viladrau.

(10 de setiembre)

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UNA BAÑERA DE MÁRMOL El interior es imponente y lujoso. Lo vemos en blanco y negro; y, en efecto, el blanco y negro

son los dominantes visuales. Ya lo anuncia el suelo: un ajedrezado de cuadrados en alternancia rigurosa, en líneas paralelas; blancos y negros sucesivos que se adentran en la oscuridad del muro del fondo o bien —viniendo hacia nosotros— invaden nuestro ángulo de visión, salen del deslinde de la escena, como reflejos que desertan de un espejo. El centro de todo es la gran bañera de mármol. El soporte es una especie de zócalo, como un

pedestal de mármol negro, con frascos, y un cojín, y una jarra de metal precioso. Hay, también, sobre este zócalo, otro más reducido, de mármol blanco, que sostiene el cuerpo de la bañera. Grupos de Cupidos, también de mármol blanco, lo rodean, circundando el zócalo. Con ojos ciegos, estatuarios, los diosecillos cándidos y desnudos tensan el arco del amor, mientras se enlazan con el brazo libre. Del techo, suspendida en el aire sofocante y cuajado de la amplia estancia, cae otra multitud, simétrica, de Cupidos, en torno a la gran luz colgante. Y vemos además a este segundo grupo aéreo en la profundidad escenográfica de un espejo incrustado de arriba abajo en el mármol negro de la pared. Este espejo refleja, además, un candelabro con bujías encendidas, del que sólo acertamos a ver la imagen; el original de este doble óptico debe de hallarse, pues, más allá de nuestro campo de visión. ¿Y Venus? Veríamos la cara a Venus si no fuera que, fortuita, nos lo vela, interponiéndose

delante del centro del espejo, la columna salomónica, encabezada con una corona marmórea, de la que nace la cabecita del Cupido soplador que sirve de grifo de la bañera. Vemos sólo, pues, a Venus de espaldas; del rostro, vislumbraremos una pincelada blanquísima en la claridad suave del espejo. Venus está de espaldas; Venus tiene el pelo rubio; Venus es una piel de mármol blanco, es una

piel de mármol cálido y desnudo, unas espaldas dulces que se estremecen lánguidamente; Venus es el talón blanquísimo de un pie que una camarera secará con una gran toalla suave y blanca; Venus, en la bañera, es una mano extendida hacia la copa de champán helado —cristal puro— que le ofrece otra doncella. Venus nos muestra tan sólo la claridad de su cabello dorado. Si Venus se volviera a mirarnos, veríamos la cara de una reina muy joven y altiva, la reina del lujo y del mármol: la reina Kelly. Un hombre, en el año 1928, vio, filmó esta estancia de mármol blanco y negro, y este zócalo, y

este espejo, y la gran piel de oso polar en el suelo, y la reina sensual y fantástica y fútil. También podremos ver a este hombre en una foto. Lleva un uniforme blanco de oficial prusiano, con la raya de los pantalones impecablemente planchada, y un gran sable colgando de la cintura, y una visera y un casco solemne y cuartelario, y un cigarrillo en la punta de dos dedos envarados, preciso y estricto como un muñeco mecánico. Bajo el relámpago frío del monóculo, veréis el ojo terrible y lúcido de Erich von Stroheim, cineasta.

(12 de setiembre)

BRAHMS EN TRES IMÁGENES Diríais, de momento, que, en la primera imagen, no hay presencia humana. La mirada, luego, se

detiene en los detalles, y deslinda, del suelo en sombras y del cielo pálido que empieza a oscurecer, el perfil de un hombre erguido en la línea del horizonte. No os preocupéis por él: es como la medida a escala humana del paisaje. Pero la esencia del campo no es el hombre; en todo caso lo irá siendo cada vez más, y no tendrá ni cara, anónimo como el agua fangosa y fría de los marjales bajo el viento gris del gran cielo cubierto. Un horizonte es un punto de convergencia: la landa húmeda, la tierra oscura, los nubarrones mudos y vastísimos. Todo confluye. Este paisaje nos llama, con una llamada interior. Es el paisaje de Holstein, la tierra de Johannes Brahms. La segunda imagen es una construcción humana. Estamos en Bonn: Niebuhrstrasse, 30. De la

casa, sin embargo, no se puede decir que veamos gran cosa. Bajo el tejado puntiagudo hay un

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ventanal, y, más abajo, otro que, tras los cristales, nos muestra la blancura voladiza y leve de una cortina de gasa. Nada más: el resto es vegetación. La hiedra, la enredadera de follaje del jardín, ha invadido las puertas, las ventanas, los muros, ha velado casi todo el espacio visible, ha ascendido hasta la cornisa más alta del tejado. El día es luminoso, en este verano de 1866. Por la parte de dentro, sin embargo, todo empieza

con el sonido grave de un órgano invisible. El dulzor agudo del violín no nos evitará ser hombres que sufren y un día se van. Sólo, aquí y allá, el arpa recuerda la claridad del jardín, en la casa donde Brahms terminaba este Réquiem alemán que ahora se inicia. La tercera imagen es una fotografía tomada en el mes en que ahora estamos: en setiembre de

1896. Es un albergue discreto y pequeño, en Carlsbad. Una casa, a primera vista, como cualquier otra. Hay una verja de hierro que separa de la acera la fila de edificios. El tejado, negruzco, tiene una chimenea de piedra y dos ventanales en las buhardillas. La fachada es impersonal: planta baja y dos pisos pequeños, rigurosamente simétricos, con tres ventanas, una tras otra, en cada piso. En el primer piso hay una ventana con los postigos cerrados. En cambio, las tres ventanas del segundo piso están abiertas de par en par. Y se diría que no hay nadie. Pero, no: si nos fijamos bien, en la ventana central del segundo piso veremos a un huésped que ha salido a ver la claridad de la calle. Desde tan lejos, sólo distinguimos una figura corpulenta, con una gran barba blanca. Está parado y solo, terriblemente indefenso. A Johannes Brahms le quedaban sólo ocho meses de vida.

(14 de setiembre)

RETRATO DE UNA DAMA Hacía tanto calor en Roma, en aquel 11 de setiembre, que mucha gente, agolpada en los

contornos del puente de Sant’Angelo, perdió el sentido. Beatrice Cenci tenía dieciséis años, y unos hoyuelos pequeños, delicadísimos, en las mejillas, como la sombra de una sonrisa. El pelo, rubio, rizado, ensombrecía unos ojos húmedamente cálidos. Beatrice Cenci llevaba un velo y una túnica de tafetán azul; tenía los hombros cubiertos con otro velo, de tela argentada, y llevaba una saya color violeta y babuchas de terciopelo blanco, anudadas con lazos carmesí. Al pie de la escalera del cadalso, se quitó las babuchas. El resplandor blanco de los talones desnudos rozaba la aspereza de las tablas. Inclinó la cabeza, con un movimiento rápido, bajo el tajo de ejecución, a fin de que, cuando cayera el velo azul, el público no pudiera ver sus espaldas desnudas. Dicen que, cuando quedó la cabeza separada del tronco, todo su cuerpo se agitó en una sacudida breve. Las manos de Beatrice Cenci caían lánguidas a un lado y otro del cuerpo expoliado. Mirad al viejo Cenci, en su palacio de Petrella, en las afueras de Nápoles. Miradlo, dormido, casi

día a día, un año antes: en la noche del 5 de setiembre de 1598. Mirad a Beatrice Cenci dando, estricta y firme, órdenes a dos sicarios. El opio ha adormecido al anciano; y, ahora, habrá que vaciarle un ojo clavándole un clavo de un martillazo, y otro clavo en el cráneo, y otro en la garganta. También este cuerpo se agitará en una sacudida. Escuchad, unos cuantos meses antes, las palabras del viejo Cenci, en su caserón romano.

Escuchadlo como proclama que, de una estancia a otra, arrastra a Beatrice desnuda, cogida por el pelo, y la lleva al lecho infamatorio, y la guarda, en ayunas, en las húmedas profundidades de las cuevas subterráneas. Son palabras de un poeta: Percy B. Shelley. Shelley ve escamas de reptiles que relucen, rozando la piel suave de Beatrice Cenci. Shelley comenta, conciso: «El incesto, como tantas otras cosas incorrectas, es una circunstancia muy poética». En 1823, en Roma, un visitante se detiene ante un cuadro de Guido Reni en la galería del palacio

Barberini. Es el retrato de una mujer, cubierta con un turbante. Tiene el pelo rubio. Y el señor Henri Beyle piensa que habrá que escribir —firmando Stendhal— la historia de Beatrice Cenci. La dama, en el cuadro, tiene en los ojos una expresión como si la hubieran sorprendido llorando. Pero, en 1852, este otro viajero que mira el retrato de Beatrice Cenci ha conocido la claridad

turbia y febril de los lomos de los cachalotes en el gélido corazón del mar, y ha probado el sabor

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agrio del motín en un navío, en Tahití. El hombre de los océanos profundos y de las islas lejanas contempla a la virgen profanada y maldita de tierra adentro. Este hombre ha interrogado al mal y al destino en el signo cifrado de Moby Dick, la gran ballena blanca. Y, ahora, Herman Melville, el antiguo marinero, la vislumbra en un retrato de Guido Reni. Unos años más tarde, volviendo de una peregrinación a Tierra Santa, Melville ve que, en el

retrato, los labios débiles y un poco hinchados tienen algo como una expresión tenue de horror que los copistas jamás sabrán retener. Como si, del retrato a la copia, se perdiera la fascinación dolorosa que Reni sorprendió aún en la modelo. ¿Beatrice Cenci, o la cabeza de una sibila? Una cara que nos manifiesta el destino.

(16 de setiembre)

GOLPE DE ESTADO EN TURQUÍA El hecho decisivo ha ocurrido el 15 de setiembre. La fecha, no obstante, es difícil de precisar en

casos como éste: quizás empezó antes todo, hacia junio; quizá su desenlace tendrá lugar dentro de unos días. El gobierno turco había tenido problemas con Grecia, con Bulgaria. Ved, ahora, el silencio de la llanura de Kosovo, en este verano del año 1389. El ejército otomano ha vencido, pero un caballero húngaro ha herido al soberano Murat. En la tienda real está un hijo de Murat, que se llama Bayaceto. Aquella misma noche, Bayaceto remata a Murat y, con un trapo de cocina, estrangula a su propio hermano, Jacob Salabín, el que gustaba de cacerías y de las dulzuras de la corte; Jacob Salabín, que, cuando besó a la bella Nerguis, de tanta pasión permanecieron los dos en el suelo, desmayados, en el sagrado de una torre funeraria. Ha muerto Jacob Salabín, el héroe galante de los amores clandestinos. Jacob Salabín tiene en el cuello un cardenal seco, que se va oscureciendo. Ahora, el sultán será Bayaceto. Hay otro Bayaceto en Turquía; hay otro golpe de Estado. La muerte de Jacob Salabín la sabemos

por un anónimo narrador catalán. La muerte de este otro Bayaceto la sabemos por el conde de Cézy, que la narró, fresca aún de sangre por secar, al oído del poeta trágico Jean Racine. Por la parte de poniente, el conde de Cézy veía a veces, en Constantinopla, una silueta solitaria de hombre que paseaba por el extremo del Serrallo, sobre el canal del mar Negro. El conde de Cézy recuerda que Bayaceto era un príncipe muy bien plantado. Todo eso ocurre en 1638. Bayaceto está en el Serrallo. El Serrallo no es un harén; el Serrallo es un lugar cerrado, sofocante

de humaredas aromáticas y de ansias de amor y de poder. Lejos, muy lejos del Serrallo, está el campo de batalla; el sultán Murat, con sus huestes de genízaros, se aproxima a los muros de Babilonia, enfrentado a las filas severas del ejército persa. Pero, en el Serrallo, la estrategia militar se convierte en el negro juego de ajedrez de la pasión, que liga a Roxana, mujer del sultán, con su cuñado Bayaceto, atraído también por el amor de una muchacha del Serrallo, Atálida. Los movimientos del juego de ajedrez son minuciosos y fatídicos bajo los ojos del visir Acomat. Un paso en falso, un gesto errado, en el Serrallo, y un esclavo será silenciosamente ahogado en las aguas negras de Ponto Euxino. Una orden del sultán, y un puñal herirá el pecho de Roxana; una orden de Roxana, y Bayaceto morirá estrangulado en la estancia más secreta del Serrallo. Por los campos cabalgan, hacia Constantinopla, las huestes del sultán. Ni versos de Racine, de cuño definitivo, ni la prosa colorida con la historia de Jacob Salabín.

Vemos ahora calles atónitas y confusas, expoliadas por la tristeza —más sórdida que cualquier otra— del mundo industrial en degradación. Vemos calles y tanques y avenidas destrozadas. No hay visires ni traiciones en el campo de batalla, ni intrigas en el Serrallo. El golpe de Estado, impersonal, se convierte en una especie de fatalidad mecánica.

(17 de setiembre)

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MARIA MONTEZ TIENE LA PIEL MUY BLANCA La diosa del agua es transparente como el agua. Con los años, la diosa del agua será también la

diosa del sol: Brigitte Bardot, en Saint-Tropez, con la piel de bronce como una jarra antigua. De momento, sin embargo, el elemento solar y el elemento acuático aún están deslindados. María Montez vive en el agua. Pero la podemos ver en un interior; por ejemplo, en esta foto de estudio, teniendo por fondo una gran piel de tigre, aromática y salvaje como Salambó, la doncella cartaginesa que noveló Flaubert con palabras que huelen a pimienta y a hinojo bravo. Todo el cuerpo de María Montez se encuentra literalmente envainado en una ropa luciente

ceñida al contorno de cántara de los flancos. Hay un grueso anillo, con una piedra preciosa, en un dedo de uñas largas, pintadas de rojo, con la manicura recién hecha; en la umbría del pecho, bajo el mentón, un collar de tres vueltas. El cuerpo inclinado ofrece a la blandura del cojín el espesor oscuro de la cabellera; bajo el arco de las cejas, dibujadas con un pincel muy nítido, los ojos soña-dores, en un ensueño de languidez. Pero ved como esta cara se anima y cobra color y cobra movimiento, en la fútil eternidad aérea

de la cinemateca televisiva, no hace muchos días, con Alí Babá y los cuarenta ladrones. ¿Color, movimiento? El movimiento es estilizado, de porcelana mecánica, como aquella muñequita con sonido de caja de música que amó el Casanova de Fellini; el color, manchado de rosa aquí y allá, es, sobre todo, de una blancura lechosa. Las heroínas de antes —las de las novelas de Sade, muchachas castas y muchachas libertinas; las

de los poemas románticos— eran «blancas como la nieve», o bien tenían «senos de alabastro». María Montez, salida de las claridades de plástico de una cocina norteamericana, entra en el bazar de Bagdad de los estudios de la Universal con el mismo color de clara de huevo en la piel. Bajo tantos velos, el sol no podrá herir la hoja de plata de este cuerpo. Sólo, quizá, la acariciará el agua azul de los ríos artificiales y de las piscinas del califa. María Montez es el último resplandor visible de la blancura como toque sensual. Blanca, anidada en agua, encontrará la muerte en el agua, como los naucleros innúmeros de los epitafios griegos. Exvoto en la suavidad jabonosa y fatal de una bañera, María Montez, hará ahora treinta años,

realizaba el destino fatal de su mito. De modo parecido, la diosa del fuego, Linda Darnell, toda ella claridad incendiaria y moreneces ardientes, morirá entre las llamas. Separados, agua y fuego reclaman y devoran a sus sacerdotisas. Así, el equilibrio de los mitos se ajusta quizá a nuestra visión primordial de la gravitación cósmica. Microscópico, el mito de la pantalla reproduce las fábulas de la tribu.

(18 de setiembre)

DOS TESTAMENTOS Son dos testamentos de señores acomodados: dos caballeros rurales, diríamos, quizá, ahora. El

primero —el más reciente— nos retrae el tartajeo confuso del vozarrón de un joven medio bohemio. Es un profesor, licenciado en Artes, que discursea en el despacho del director de la Biblioteca Nacional. Estamos en Dublín, el jueves 4 de junio de 1904. El cuero de los sillones tiene un crujido leve. En la calma de celda monacal, bajo la solemne bóveda del techo, una luz con casquete verde. Y ahora, Stephen Dedalus —que no ha comido, aunque son más de las dos, pero ya lleva unos

cuantos vasos de vino encima— lo comenta, inconexo y vehemente, ante un auditorio desquiciado —un poeta local, un bibliotecario cuáquero— que le escucha, en este capítulo noveno del Ulises de Joyce. El signatario del testamento tenía escudo de armas, y una casa, y fincas, y diezmos arrendados, y había tratado en cebada y andaba metido en el chanchullo de unos proyectos de ley. Podemos pensar, pues, que no andaba corto de muebles, por adusto que fuese el mueblaje rural en 1616. Sin embargo, el primer borrador del testamento de William Shakespeare ni siquiera menciona a la mujer, aunque se tome la molestia de enumerar los presentes destinados a la nieta, a las hijas, a

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la hermana e incluso a los compadres de Stratford y de Londres. Es sólo la última redacción la que menciona a la consorte, y, aun, para asignarle un dudoso legado: una cama, precisamente la segunda, en calidad, de las que había en el caserón. No el mejor lecho, sino el que viene después. ¿Una venganza póstuma? El otro testamento es aún más antiguo. No nos ha llegado sino un codicilo que el signatario

añadió el 3 de marzo de 1459. Aquel mismo día, la última voluntad se convirtió en ejecutiva, y hubo que hacer inventario de herramientas y trebejos, porque el caballero Ausias March se murió. Dejaba, en el despoblamiento de su casona de Valencia, una red sutil y opaca de voluntades póstumas. Sutil, porque matiza, hilando en lo más fino, la renta que ha de recibir cada hijo y cada sirviente y cada amante (a menudo, las dos últimas palabras son sinónimas); opaca, porque andamos a tientas en cuanto a la regla de oro que gobierna la gama de menciones, franquías y rentas desigualmente repartidas. No hay ningún misterio tan llamativo como el de la «segunda cama» del caballero de Stratford, pero abundan los pequeños enigmas; dos esclavas liberadas, y una sirvienta, y cuatro hijos, y un esclavo que se llama Martí Negre, y un escudero que se llama, ya veis, Català. Parece claro: un señor como Ausias March, que tenía en su casa no menos de doce ollas de

tierra, hace dar muchas vueltas a la muela del molino del mundo. Conciso, en su cuarto estaba —al lado de un oportuno Art de ben morir— el legado supremo, de aspecto anodino: «dos llibres, en paper, de forma de fulls desqüernats, ab cobles». Es decir, el manuscrito de las poesías de Ausias March.

(19 de setiembre)

LA LOREN, EN PESCARA En la prisión de Pescara ha sido preparada una celda para Sofía Loren, a causa de una confusión

laberíntica en los impuestos adeudados desde hace dieciocho años. Hace dieciocho años, Sofía Loren era Sofía Loren en Hollywood, y el grand couturier George Cukor la vestía de rosa y rojo, toda ella un crujir de espumas de enaguas y mallas flamígeras en las salas encendidas de un Oeste escenográfico. Ahora, Sofía Loren hace de madre de Sofía Loren: el rostro amplio, de pómulos precisos, angulosos y abundantes, sobrepone dos imágenes. Dicen que, cuando acabe de interpretar el papel de madre de ella misma en este docudrama, Sofía Loren acudirá —por un mes, casi simbólico, o quizá por un solo día, simbólico del todo, si es indultada— a la cita con el calabozo de Pescara. Antes, la Loren era arcilla instintiva, materia terrícola de Nápoles; más tarde, se convirtió en una mixtura de Pietà populista y de molde de matrona romana; intentando sofisticarse, se empeñó luego en adoptar colorines de postal cosmopolita; ahora, medallón de la propia gesta familiar, ofrece a las revistas del corazón la inmolación serena e incruenta de una italiana comme i1 faut en aras del erario público. Podemos imaginarla, entrando en la celda, intentando adaptar su perfil al de Porcia o Calpurnia, como una imagen de moneda votiva. Eso ha de ocurrir el día 1 de octubre. Hace cien años —en 1880—, el cielo de Pescara estaba opaco de vapores blancos. Altas, las

hierbas ondeaban al viento con un amplio murmullo. En la orilla, los álamos eran también blancos: un diálogo de álamos en la claridad del aire de setiembre. El mar era una raya verde tachonada de puntitos rojos y amarillos en el horizonte: embarcaciones lejanas. Hay una nube de gaviotas blanquecinas ante el resplandor espléndido de las velas en este día soleado de sirocco, de jaloque. Los ojos del muchacho que anota todo esto hacen de Pescara un palacio de metáforas: las velas, bajo el cielo claro, brillan como perlas o como ópalos. Hemos de gozar la gloria de este día de setiembre, porque estamos ya a las puertas del otoño y de aquí a unos meses puede ocurrir que nieve calladamente, bajo grandes nubarrones, cuando salgan los curas, con el tintinear finísimo de la campanilla, a llevar el viático a una enferma que hay en la panadería, cerca de la plaza cubierta de nieve. En un día de este invierno de 1880 —el 3 de enero—fue, precisamente, cuando el muchacho que

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ahora mira la luz de setiembre dedicó un ejemplar de su primer libro de versos, fresca aún la tinta, a la Biblioteca del Colegio Cicognani. La firma autógrafa de la dedicatoria dice sólo: «L’autore». Pero en la cubierta, bajo el título —Primo Vere— y antes del seudónimo pastoril de Floro, la tipografía nos lega, por primera vez en un volumen, el son altivo de timbales de este nombre: Gabriele d’Annunzio. Sí, el muchacho de diecisiete años que mira los álamos y el mar de Pescara, en setiembre. Lleva pantalones blancos, con la inflexión de una concisa y fina raya negra al lado de la pernera. Lleva una mano en el bolsillo, bajo la cadena del reloj. El fruncir de los labios y los ojos fijos hablan de poesía, y también del orgullo del adolescente de Pescara.

(21 de setiembre)

DOS SOLDADOS El primer soldado nació en Antioquía: una ciudad de amplias avenidas, cerca de la frontera

persa. Antioquía era famosa —estamos en el siglo IV después de Cristo— por sus luminarias nocturnas. Durante trece años, Ammiano Marcelino recorrió, en misiones militares y diplomáticas, buena parte de Europa y del Asia Menor, disparado desde el carrusel lucífugo de Antioquía. Cabalgó por Mesopotamia, por Alsacia, por las Galias, por Tracia. Y acompañó al emperador Juliano en su última guerra: cuatro meses, día a día, cuando la primavera abre de par en par las puertas tórridas del verano, por las tierras hostiles de Persia. Era un viaje al fondo de lo ignoto: el país de la seda, de los antiguos magos iranos, un clero poderoso que señorea —sí: exactamente como hoy— el territorio de la nación exótica. También el país de las perlas, y de los insectos que lo invaden todo, y el país de los meteoros funestos, y el país de los grandes vientos en el arenal. Todo eso se hunde el 26 de junio del año 363. En el ardor de un súbito combate, el emperador

Juliano, el Apóstata, no lleva coraza; sólo el escudo lo protege. Hay columnas de polvo que enturbian los ojos, y el brasero del sol castiga los cuerpos. Bajo el grito estridente de los elefantes, corpachones de hedor nauseabundo y espeso, una lanza de caballería, rápida, desgarra el brazo de Juliano, le atraviesa las costillas y se hunde en el lóbulo inferior del hígado. Ha terminado el tiempo militar de Ammiano Marcelino, el hombre que vivió la muerte de Juliano. Ahora, en Roma, Ammiano se convierte en historiador. Las palabras son augustas: pedestales de mármol para el teatro solemne y sangriento del poder, la codicia y la pasión. Vivir la Historia, ver la Historia. La Historia como obra de arte es la Historia como hecho moral. Terrible y alta y rigurosa, la retórica del viejo soldado nos trae el pánico y la exaltación de vislumbrar, en movimiento, el vendaval del tiempo histórico. Este otro soldado es mucho más viejo, mucho menos letrado, mucho menos sabio, mucho menos

culto. Es conmovedor porque él, que ya no ve, que sordea, que tiene más de ochenta y cuatro años; él, que ha tenido que conformarse con ser regidor de Santiago de Guatemala; él, que no tiene más caudal que legar a los hijos que sus propios recuerdos, sabe, no obstante, el precio de estos recuerdos. No son recuerdos cualesquiera, no: son los recuerdos de alguien que ha visto la claridad de los canales en la laguna de la gran dudad de México, navegada por canoas, torreada de puentes y edificios. Bajo un palio, Moctezuma, con calzado de suelas de oro, y plumas verdes con encajes dorados y perlas en el palio, se acerca a recibirlos, y la gente en las acequias y en las terrazas de la capital anárquica los mira. Moctezuma tenía dos casas, una llena de aves —águilas reales, papagayos, ánades—, y la otra llena de fieras carniceras, de víboras y de crótalos. Y Moctezuma probaba treinta tipos de comidas diferentes, y tenía huertos de flores y de árboles olorosos y estanques de agua dulce, y baños encalados, y hierbas medicinales. Y ahora, en su vejez, Bernal Díaz del Castillo, soldado y cronista, no tiene sino esto: lo que ha vivido. Febriles, las palabras nos traen la luz del tiempo oculto.

(23 de setiembre)

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EL TAXI AMARILLO DE TAXI KEY

¿No lo sabéis? Taxi Key no se ha jubilado aún. Trabaja de taxista, en el embudo hollinoso de la

noche urbana. La ciudad es amenazadora y vasta; los edificios, invisibles, forman torres negras en la pantalla de la mente. Taxi Key, el taxista detective, vuelve a ser ahora un taxista como cualquier otro. Quizá, de vez en cuando, un pasajero retrasado y atónito conocerá aquella voz, envejecida ya,

como el bronce hendido de una campana que aún sigue sonando con tono familiar. Si insistís mucho, Taxi Key recordará historias de antes: tiempos de maleantes, tiempos de gentuza y gentecilla como este chicarrón de Taxi Driver que vive recluido en un cuchitril y todas las noches ha de hacer, en los asientos, colada de sangre y de inmundicia de los pasajeros. ¡Cómo está el mundo! Cuando Taxi Key era joven y se divertía haciendo de detective, la ciudad andaba más en orden, y el coche amarillo, en la noche de los revólveres y las gasolineras, era una mancha de oro cuajada por la luz de los faros. Nosotros, al atardecer, en la lámina fría de las noches de los años cincuenta, oíamos, por la radio,

semana tras semana, las aventuras de Taxi Key. Eran voces como del Orco, del Olimpo o del Walhalla: caballeros en chatarra de automóviles negros y relucientes, y valquirias o damiselas de labios pintados de un rojo juguetón; quizá aquello que llamaban chicas topolino, figuritas miniadas como un coche pequeño y delicado con claridades de metal y vidrios. Los nombres, de aire anglo-sajón, hablaban de bergantes y de mocitas rubias y de un bar con la barra solitaria y sucia, bajo la claridad intermitente de un rótulo luminoso, con la negrura del teléfono de pared en un recodo de la trastienda. ¿Hablaban de Chicago, hablaban de Nueva York aquellas voces? Las voces hablaban de Taxi

Key, en una Barcelona helada. Llegaba el momento en que la historia de aquel día se acababa. Podíamos, entonces, salir a dar una vuelta. La noche era clara, y se veían muy pocos coches. De vez en cuando, un relámpago de luz amarilla; un taxi como el de Taxi Key. Más tarde, como era un detective tan asombrosamente hábil, Taxi Key pudo volver a su antiguo

oficio de abogado. Había tenido que meterse en el coche amarillo al volver de la guerra mundial, en la hora oscura de los parados. Pero ahora renace, agria, la crisis, y las últimas noticias de Taxi Key —que, en la radio, enmudeció veinte años atrás— hablan de un taxista de Nueva York a punto de jubilarse. Nadie sabe nada. Taxi Key ya no hace de detective. Eso sí: que no le vengan con historias, porque no piensa cambiar la pintura del coche. Glorioso,

el taxi de Taxi Key —en Nueva York, en Barcelona— siempre será de un rutilante color amarillo.

(25 de setiembre)

LAS PUERTAS DEL OTOÑO Alguien tendrá que abrir el gran portón oscuro. Hoy, cuando escribo esto, el día se ha alzado con

un toque de dulzor; pero las nubes están cerradas como vapores de calígine, y el aire es aire de horno. En la calle hay un silencio de blancura estupefacta y gris. Ningún soplo de viento aclara esta luz impura. Pero setiembre, en declive, nos trae el legado de una mensualidad simbólica: el equinoccio de otoño. Sabemos que este verano —martillo y yunque— tiene los días contados, y que el otoño llega. Quizá tardemos algo más de la cuenta en verlo cabalmente, pero en los repliegues de estas postrimerías de setiembre se incuba, segura, la semilla de los días otoñales. De súbito —quizá después de un chaparrón inclemente y duro— será el aire más vivo, la luz más límpida, y notaremos que ha llegado el otoño. Cuando empezaba el verano, allá por junio, este joven pasó unos días en Barcelona. Sabemos

cómo era: silencioso e impecable. El pelo negro, con raya, pálido de cara, ojos oscuros. Llevaba trajes caros, bien cortados, y corbatas de moda, de gusto intachable. Cuidadísimo el peinado,

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zapatos bien tenidos y brillantes. A veces, sombrero de buena marca, guantes de piel fina. Este verano de 1929, después de pasar por Barcelona, encontró trabajo, de jornada entera, en una librería de Madrid. Cuando encaja la mano en la mano de un amigo, este joven la retira suavemente, sólo suavemente; los ojos, cordiales o recluidos, nos indican que sólo quiere señalar una frontera de dignidad moral. La sonrisa, si es preciso, matiza el gesto. Este joven no ha cumplido aún treinta años. Es de Sevilla; es poeta; se llama Luis Cernuda. Luis Cernuda sabe que llega el otoño. No el otoño hispánico, huracanado y borde. No: el otoño

remoto, el otoño de la tierra del tabaco y el polvo en las banderas mancilladas del ejército confederado, el otoño de un país de negrada y de música de jazz y de antiguos caballeros rurales con brillantes botas negras. Luis Cernuda escribe un verso: «Dentro de breves días será otoño en Virginia». Y ve, en campos nunca vistos, a los cazadores que vuelven al país natal, al estado de Virginia. Tienen la mirada aguosa como lluvia. Y esta visión nos habla del dolor de amar, del amor que va y viene, de la inutilidad de interrogar al mundo, oscuros todos como estamos en la oscuridad. Como los cazadores lejanos, volveremos a los ciclos vitales. Sí: dentro de pocos días, será otoño en Virginia.

(27 de setiembre)

SILVANA MANGANO: LA CAMPESINA Y LA DAMA Primero, vemos a la muchacha campesina, erguida entre los arrozales con la nobleza agraria de

una estatua romana. De esto hace exactamente treinta años: Arroz amargo. Al fondo, los árboles, de ramaje negruzco, de tronco firme y puro, ensombrecen el prado. Más cerca, el agua del riego, acaparadora y cálida. Los pies desnudos de la muchacha están hundidos en esta humedad vegetal. Después, la altivez de las rodillas y el resplandor del muslo, como un rescoldo mortecino bajo las medias negras. Más arriba, un palmo de piel desnuda y unos pantalones cortos, de ropa basta —ropa de jornalero, ropa de faena, arrugada sobre el vientre—, y una blusa negra ciñéndole los pechos. Encima de todo —porque el cuerpo tiene dignidad de pedestal— está una cara de muchacha campesina. Los labios cerrados; los ojos nos miran; un viento leve despeina la cabellera de Silvana Mangano. Por esta muchacha, amor, deseo y celos, mientras se recoge el arroz, en el atardecer de las casas

campesinas; por esta muchacha, un duelo entre dos hombres, con ganchos de carnicería; por esta muchacha, el jadeo de este chico, en la oscuridad de la butaca de platea. Ha acabado Arroz amargo, y se encienden las luces. El adolescente sale a la calle, en la noche romana, febril aún por aquellas medias negras y la blusa negra y la ropa áspera velando la carne de diosa que recoge arroz. «¡Tadzio, no me hagas daño! ¡Tadzio, ven!» Quizá dice la dama que, en la claridad anacrónica

del hotel veneciano, llama al adolescente frágil y rubio. Todo es lejano, como si lo viéramos tras el velo invisible y traslúcido de un cristal. Pero el cristal está allí, realmente: jamás alcanzaremos a Tadzio, el inaprehensible. No es para nosotros el albor del paraíso adolescente. ¿Tiene esta dama la piel clara como mármol, tiene esta dama la piel bruñida como cobre? Esta dama, en el hotel desueto y lujoso, es la madre de Tadzio, es parte del mundo de Tadzio. El adolescente y la madre —Silvana Mangano— se equilibran mutuamente: la sensualidad medio ensoñada del muchacho, la sensualidad flexible de la dama en una plenitud de pámpano. Dos estaciones. A nosotros no nos corresponde sino la mirada de espectador, en Muerte en Venecia: la mirada de la cámara, es decir, la mirada de Dirk Bogarde. Pero, ahora, la dama vuelve a ser, como antes, campesina. Nada de arroz: tierra seca, y eras y

espigas que son la cabellera dorada de Ceres, como en los versos de Virgilio. Tierra de trigo y de campesinas con ropa oscura y piel curtida. Y el adolescente ha crecido. No Tadzio, no; Tadzio no crecerá jamás. Ha crecido el otro, el adolescente que, en Roma, veía Arroz amargo. Vuelve ahora a mirar a la campesina que conserva, en el otoño de los años, la semilla de una sensualidad agraria. El adolescente de antes está hoy tras la cámara. Silvana Mangano, en Novecento, es filmada por

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Bernardo Bertolucci, que la vio en aquella noche romana.

(28 de setiembre)

EL ESTUDIANTE DE PRAGA Este estudiante, a comienzos de siglo, lleva la típica gorra de los escolares del imperio

austrohúngaro. Praga es ciudad muy antigua y cerrada. En una foto tomada en 1896, vemos una plaza sin ningún coche, con soportales y faroles de gas. Pasean las señoras con sombrillas. Hay un caballero, en pie, con sombrero de copa y bastón, que permanece quieto mirando el cielo amplio y vacío. Errante por los callejones, el estudiante de Praga tiene un doble. ¿Un doble, es una imagen, un otro yo? Un doble somos nosotros mismos, acechándonos. Por más que intentemos huir, por más que regateemos, el doble no nos abandonará. Es tan vivo y

real como el fondo de la conciencia, o como la claridad nítida del sol en la superficie de un espejo. Hay otro estudiante, en Praga, que tiene también un doble. Este doble es invisible. No es una

imagen, sino un concepto: como si dijéramos, la noción moral que cada uno se forma de sí mismo. Es una idea abstracta, porque no nos sabríamos definir. No tiene cara, porque nunca lograremos vernos desde fuera. No tiene nombre: lo podemos designar, para entendernos, con nuestra inicial. Yo soy este doble, y no lo soy del todo. No llego a ver el doble: lo imagino. Hace lo que yo hago, en otro ámbito. El primer estudiante que se las tuvo con su doble, vagabundea, obsesionado, por los callejones

de la vieja ciudad. Todo esto lo vemos en imágenes que ilumina un sol antiguo: el sol de Praga, en 1913. Llega un momento en que la persecución resulta insostenible. Es el momento de decidir qué vamos a hacer con nuestro doble, qué vamos a hacer con nosotros mismos. Todo está silencioso, en la sala. Sentimos, quizá, el roce de la bobina de la película en el proyector. La fotografía, contrastada en blanco y negro, nos lega la claridad soleada o el crepúsculo que avanza hacia la oscuridad. Y, ahora, el estudiante de Praga —el actor Paul Wegener—, de pie, dispara contra su imagen en un espejo. Quiere matar al doble, y será él quien muera en esta parábola de fantas-magoría moral, en un filme antiguo. El otro estudiante de Praga que tiene un doble, ha terminado ya sus estudios. Entra y sale, día

tras día, de un edificio imponente: un caserón antiguo, con columnas y cornisas y ventanales y cúpula. El joven que tiene un doble lleva un sombrero amplio de fieltro negro y corbata negra de lazo, de seda. En el otoño de 1909, este joven ha ido a Praga, a una reunión, que la policía disuelve, para protestar por la muerte de Francesc Ferrer i Guardia. Tres años después, en el otoño de 1912, cuando el otro estudiante de Praga está a punto de disparar contra el espejo, este joven, que tiene también un doble, se decide a enfrentarse con él. Primero, le da aún un nombre prestado. Pero pronto comprenderá que, puesto que él se llama Kafka, para marcar la distancia moral con el doble, es mejor llamarle K. Escribir también es disparar contra un espejo.

(30 de setiembre)

UN INGLÉS Y UN PORTUGUÉS Este lord inglés —William Beckford— nació por los días en que ahora estamos: hacia el 29 de

setiembre de 1760. Sabemos que le gustaba, en un caserón al gusto egipcio u otomano, celebrar misterios cortesanos e iniciáticos, con tramoya de teatro —ondas, aullido de tempestad, rodar del trueno, lluvia fingida—; sabemos que, en París, vio —quieto, a caballo— como la guillotina segaba el cuello de Luis XVI; sabemos que bailó un fandango ante la infanta Carlota Joaquina, entre un griterío penetrante de guacamayos coloniales; sabemos que soñó la vida del califa Vathek, en un palacio abarrotado de antorchas y de flores y de pinturas, con una torre alta de once mil peldaños.

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Sabemos que Beckford, el errante, acabó recluido en el caserón de Fonthill. De pequeño, Beckford vivía en Fonthill, que tenía uno de los salones más amplios de todo el

reino, lleno de resonancias vastas y profundas y de corredores laberínticos. De mayor, Beckford, encerrado, volvió a inventarse Fonthill: construyó jardines, amuebló salones con tapices, con sedas, con búcaros, dio fiestas al almirante Nelson y a la segunda lady Hamilton. Beckford es Vathek. Beckford es un califa en la casa de Fonthill, en un Oriente de teatro. El mundo como escenografía. En el fondo del fondo de la decoración, en el fondo del sueño de Fonthill, la cámara de Beckford,

el solitario. Sin el menor rumor, lucen las lamparillas, queman los pebeteros. Es en esta hora aterciopelada y sacra cuando los desaparecidos entran en la habitación de Beckford, el ocultista. ¿Es quizá también en una hora como esta cuando lord Beckford vio, con ojos de ultratumba, al caballero portugués? Del caballero portugués, tenemos un grabado impresionante: una mano enjuta, cabellos ralos,

ojos azules, terribles, que miran al Más Allá. Un día, el caballero Manuel Maria Barbosa du Bocage —poeta de linaje de normandos— toma la espada de oficial de la Marina lusitana. Lo lleva un amor: el amor de Gertrúria. El 7 de febrero de 1786, Bocage embarca hacia la India. Beckford, al escribir en tres jornadas febriles la aventura prodigiosa del califa, sueña con el Oriente pagano; Bocage, en Goa, en una «república de locos», en «bárbaros climas» y «mares inhóspitos», siente el látigo vivísimo del Oriente colonial como una pesadilla vivida. Y aún, para colmo, verá a Gertrúria en brazos de otro amante. Bocage, el sonetista, huye, deserta; desaparece, en Macao. Bocage alza la cabeza: ve el coche sideral de la Noche, de ébano estelar; en un bosque desierto, vedado a la luz, ve a la Muerte en el silencio total de la Naturaleza. Bocage vuelve a Portugal. Estamos en 1787, Bocage está aún en Goa. Y este lord inglés, William Beckford, acaba de

publicar una historia arábiga: la historia del califa Vathek. Lejos, en la claridad indostánica y malaya, Bocage increpa al Oriente malsano. Beckford, en Portugal, dice que, en el viaje de vuelta a la metrópoli, le presentaron al gobernador de Goa y a un pálido y refinado caballero que lo acompañaba: Manuel Maria Barbosa du Bocage. El sonetista, versátil, habla y recita como si tuviera el don de encantamiento que petrifica y galvaniza al auditorio. Vathek descifra el firmamento desde lo alto de la torre; Bocage escruta el cielo nocturno, diamantino. Sin embargo, en el año 1787 —cuando Beckford dice que tuvo lugar el encuentro— Bocage estaba aún en la India, y el lord, en cambio, en Portugal. ¿Son los recuerdos de Beckford un sueño, como la vida de Vathek, como los versos de Bocage? Es posible que la conversación tuviera lugar en otras regiones. Fuera del tiempo y del espacio, como en la habitación donde Beckford veía a los desaparecidos.

(1 de octubre)

EL ESGRIMIDOR Este señor, en una mañana soleada, sale de un chalet de Sant Gervasi. De joven —¡hace tanto

tiempo!— había vivido en Viena, había amado a una muchacha con una larga cabellera rubia, que llevaba una capa de terciopelo y, en el pecho, unas violetas, regalo de él. Un cuerpo tierno de muchacha, en un canal, en el alba fría de Viena... No: ahora Salvador Valldaura tiene otro albergue, en Sant Gervasi —con una verja solemne, con un gran laurel en el jardín—, y tiene una mujer ubérrima, de ojos dulces y cabellera castaña. La suicida de Viena es sólo algo que, de vez en cuando, duele por dentro: un pellizco. Pero el día es claro y cálido, y Salvador Valldaura sale hacia el Ateneo. Irá a hacer un poquito de esgrima, caligrafía precisa de cintas en una estancia de la calle de Canuda. Azulado, el chisporroteo del filo de la espada tiene un relámpago fugaz como el recuerdo de los ojos claros de la muchacha de Viena. En la casa, segura, espera la mujer: Teresa Goday de Valldaura, la protagonista de Mirall trencat, de Mercè Rodoreda. Es de noche, en Buenos Aires, en el corazón oscuro y empalagoso de los años cuarenta. El aire

tiene aún, quizá, el recuerdo del eco de un zumbido de aviones en la Europa lejana. En el atolón de Bikini —lo ha visto una pintura de Salvador Dalí— hay tres esfinges: el erotismo, glacial, de la

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explosión atómica. Y este caballero, en Buenos Aires, es impecable y enjuto. Vestido de oscuro, severo, dirige el estruendo cauteloso del casino. Hay espejos, y luces lujosas y suaves, y música. Hay una camareta desde la que se ve el salón de baile. Hay una caja fuerte en esta cámara. Hay planos de secretos atómicos, quizá. Y la mujer del dueño del casino es demasiado sinuosa, con este crujir oscuro de ropa y guantes. El dueño del casino tiene un bastón; en el extremo del bastón, cierta presión del dedo hace crecer, imperceptible, la hoja finísima y mortal de una espada envainada en el ánima de la madera. Una noche llega la hora de la verdad: la hora de la espada. El caballero barcelonés, melancólico,

esgrime por deporte. El caballero de Buenos Aires, sombrío, se convierte en esgrimidor por el cuerpo rumoroso y tibio de Gilda.

(2 de octubre)

EL CAMPESINO DESNUDO Cálido, el verano bochornoso y bruno se prolonga en el sendero otoñal. Por la mañana, la luz es

un bisturí de plata fría y muy fina; el aire, reseco, parece que se desgarra, como un velo demasiado fino, cuando caminamos en la claridad. Pronto, sin embargo, crece un inicio de aliento de horno; a pleno mediodía, el cielo es un brasero azul; por el poniente, todo está rojo, como un rescoldo en las caras. Buen tiempo, también, para la sementera. Así vio Virgilio al campesino: «Desnudo labra, siembra desnudo». Podemos imaginar la serenidad agraria de la era antigua. En lo más fuerte del verano, el

campesino desnudo ha apilado los haces; ahora, cuando el equinoccio otoñal nivela la duración de los días y las noches, el campesino desnudo —el aparcero de los versos de Virgilio— empieza a hacer trabajar a los bueyes para sembrar la cebada. La llanura está muda y quieta; oímos, sólo, el roce del arado romano desplazando los terrones. El ojo del buey, dulce y soñador, o bien el ojo huraño del toro, ven un cielo aún claro y unas nubes que blanquean. La piel del campesino desnudo, trabajada por el sol con sabiduría de orfebre, tiene el brillo de una estatua de bronce. En una noche así, quizá, dormía el labriego Booz, en Belén, en tierra judaica. No era aún el

tiempo de sembrar avena; era, más bien, tiempo de recogerla. En catalán podemos leer estas palabras, antiguas y sacras, del libro de Rut, en una bella versión de Carles Riba. Booz ha reunido gente para espigar la cebada; a la hora de comer, los segadores comen pan empapado en vinagre, y grano tostado. Y esta muchacha —Rut— no se atreve apenas a probar bocado porque es forastera; pero Booz le dice que se acerque, y que coma, y que haga, con todos los que allí están, un solo corro. Los segadores, luego, cuando el sol del poniente quema aún, baten los campos de cebada hasta que el día se oculta. Y llega un día en que Rut —deteniéndose de tanto en tanto para beber, de un cántaro, el agua

sacada del pozo por los hombres— ha espigado con el grupo de Booz; pero por la mañana, muy limpia y pulida, se ha ungido el cuerpo y lleva su mejor vestido. Y ahora es de noche, y Booz, alentado por la comida y la bebida —el libro dice que tenía «alegre el corazón»—, se tiende para dormir. No sabemos cómo era aquella noche en Belén; en un poema famoso, Victor Hugo ha imaginado que, cautelosos y pacíficos, los leones iban a beber a las fuentes, y la luna, en el cielo profundo, era como una enorme hoz de oro. Y ahora, en el corazón de la noche, Booz se despierta, y encuentra a Rut a los pies de su yacija, en la oscuridad tibia de la era. Y aquí yacerá Rut, la moabita, hasta que salga el día; y se levantará, suave, «antes de que un hombre pueda reconocer a otro». Y del maridaje de Rut y Booz vendrá el linaje de David. Cuando llega el invierno, la mujer del campesino desnudo de Virgilio cuece vino en una caldera

y lo hace espumear con hojas. No menos previsora y paciente, Rut, la moabita, prepara en silencio, sin que ella misma lo sepa, un amplio destino para el futuro de muchos.

(3 de octubre)

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MIRANDO HACIA AMÉRICA En estos días en que ahora estamos, los ojos de la tripulación veían aún sólo el mar como un

escudo luminoso y desnudo, desde las tres carabelas. Un poeta francés, con levita del siglo pasado, los imagina «con los ojos clavados en el azul fosforescente del mar de los trópicos». Nos acercamos ya al 12 de octubre, pero ni Colón ni los hermanos Pinzón ni los marineros lo saben. Todo está silencioso, impávidamente vacío. Es el momento intermedio: la espera, la transición. El tráfago del mundo tiene otra corriente que va y viene; el primer litoral americano, a las puertas del otoño de 1492, sirve de contrapeso al litoral de Palos en pleno verano. En medio, la pausa febril, con el sol golpeando el mar. Después, en la escalinata del Tinell, la vuelta a Barcelona hará, también, balance a la partida de Palos y al grito del día del descubrimiento. Este señor —el padre Miguel Batllori— se ha puesto ahora de pie, en una noche de principios de

junio de este año, en el centro de la sala. Precisamente una sala del Hotel Colón. El padre Batllori habla pausado; hace recordar aquel verso de Jorge Guillén que dice: «Una intención cortés flotaba...» Hablando en Barcelona, el padre Batllori, esta noche en que se le entrega la Lletra d’Or, explica, conciso y módico, que él no se considera un escritor, sino sólo un historiador. Pero tengo ahora sobre la mesa un libro del padre Batllori que, aquí, ha visto poca gente. Se publicó en Caracas, el año pasado, y se titula Del Descubrimiento a la Independencia. Estudios sobre Iberoamérica y Filipinas. ¿Sólo historiador? La Historia —que tiene un elenco de dramatis personae— es también, en definitiva, una acción dramática; para hacerla vivir a nuestros ojos, sinuosa y agitada, es preciso todo un arte de la mente que gobierna la palabra. Hay oculto un artista de la prosa —un escritor— edificando la obra del historiador. Es este escritor quien, en el discurso pronunciado en Palos y que recoge este volumen, ve, en la génesis del descubrimiento, la ley cabalística de la simetría y del equilibrio de la balanza. Porque son tres caravelas, y tres hombres —Colón y los hermanos Pinzón—, y salieron de Palos el día 3 de agosto. Cabalista —y quizá incluso lulista—, ¿no se daría Colón cuenta de ello? Simetrías, balanzas: el padre Batllori en Roma, en Barcelona, en Palos, en Caracas; el padre

Batllori, descendiente directo de Colón por línea femenina, y descendiente además de un armador de naves que trabajaba para Alfonso el Magnánimo; el padre Batllori —este discurso lo recuerda—, un día de Pascua Florida, con Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí —tres personas, una vez más—, en un hostal dieciochesco, a medio camino entre Washington y Filadelfia, hablando de Puig y Cadafalch y de López-Picó, y de la luz lejana y violeta de las nubes encendidas del cabo de Palos. Es así como, para quien vive en el corazón de la Historia, nada parece estático, nada se encuentra aislado. Con sabiduría de cúpula, un vértice lo une todo.

(4 de octubre)

EL MAR ITALIANO Lo pide el poeta sin consuelo, Gérard de Nerval: invocando a la amada, suave en la dulce noche

del féretro, le ruega que le devuelva el Posilipo y el mar de Italia. El Posilipo, rotundo, es un promontorio erguido en la bahía de Nápoles. Es el marco de la tumba de Virgilio. En la claridad penetrante y fría del invierno de París, Nerval, el errabundo, vislumbra la claridad del golfo napolitano. Es el 10 de diciembre de 1853 cuando se imprime por primera vez este poema: El Desdichado. La amada, la actriz Jenny Colon, ha muerto hace ya tiempo, y el viaje de juventud a Nápoles brilla como un joyel oculto. Noche de la tumba, mar de Italia: todo, una sola fulguración. Hay, sin embargo, hacia el norte, lejos del yunque del Vesubio, otro mar italiano. En este mar

oiremos estremecerse una tocata antigua: el clavicémbalo remoto de Baldasaro Galuppi. El hombre que escucha la tocata de Galuppi no ha salido nunca de Inglaterra, y empieza ya a envejecer. Ve el

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mar italiano maridándose con el resplandor de los anillos ducales. Por la noche, quizá, hay mascaradas; el mar es verdoso, las máscaras son de terciopelo negro, y las manos de los hombres se agarran al puño de la espada en el resplandor del sarao veneciano. Y este hombre solitario, este inglés que empieza a envejecer, siente un estremecimiento. Hay otro hombre, en Venecia, mirando al mar italiano. Es un inglés que escucha una tocata de

Galuppi; es un inglés real, poeta, que imagina al otro inglés, el viejo solitario y herido. Las estancias son altas de techo, y hay claridad en el salón de baile. La fachada da al agua, a la claridad del Canal Grande. Pero también podéis salir por tierra. En el vestíbulo, bajando los escalones de piedra nobilísima, veréis la carcasa de una carroza antigua. La salida nos lleva a la orilla de un canal estre-cho, con casas de un ocre desteñido y rojizo. Esta tarde, en el palacio de Ca’Rezzonico, el poeta victoriano Robert Browning ha escuchado la tocata de Galuppi. Otro hombre imaginado —solo en la inhóspita vejez venteada—le va naciendo, en la mente, de esta conjura del agua verdosa y el sonar del clavicémbalo. Un poema que hablará también del mar italiano.

(5 de octubre)

EPILOGO AL CICLO HITCHCOCK Como añadido y epílogo del ciclo Hitchcock, el sábado televisivo nos traía Topaz. Alguien —

hace años, y también ahora— habló de la «despersonalización» de Hitchcock. El proceso, me parece, es más sutil; tiene que ver, quizá, con la evolución del mundo exterior —del mundo histórico—, y con la evolución de un género —las intrigas de espías— y, también, con la evolución de Hitchcock. De paso, nos pueden ayudar a entender un poco el horror secreto y cotidiano de este mundo nuestro. ¿Despersonalización? Comparando Topaz con cualquier Hitchcock anterior, una cosa es

evidente: no nos identificamos con los personajes, no nos complacen, no nos resultan simpáticos. El protagonista —Frederick Stafford— no encaja en ninguno de los dos tipos usuales de Hitchcock; no es ni el hombre de la calle, el hombre corriente —Henry Fonda o James Stewart, antes—, ni tampoco el seductor agradable al estilo de Cary Grant. Lo que tiene de ambos, lo tiene en un estadio degenerado y sórdido. Vive la vida familiar como una farsa basada en la mendicidad mutua, trasladando a la relación de pareja el doble juego del espionaje; vive, también, con el mecanismo de la impostura, la vida galante. Inexpresivo —es decir, «despersonalizado»—, traiciona, con el rictus del maniquí, una fisonomía que es como una fachada que encubre el vacío, una fachada sin casa ni construcción de ningún tipo, sólo superficie. De esta impersonalidad esencial, participan todos los personajes. Estamos, aquí, muy cerca de la

estética de los filmes de espionaje de otro gran maestro de la abstracción cinematográfica: Fritz Lang. Los héroes de Lang —en Los espías, en El ministerio del miedo, por ejemplo— eran impasibles,

porque encarnaban ideas abstractas, no personas. Antes, los espías de Hitchcock tenían pasiones; en Topaz viven maquinalmente, como si su parte correspondiente de pasión fuera, también, una parte del deber, del lote del oficio. La piel visual de la película, su cariz exterior, es igualmente ingrata, despersonalizada: no hay en ella tenebrosidad ambigua, sino una luz cruda de magazine en la desolación peor, la desolación satinada y nítida, color de metal y de celofán, de la civilidad contemporánea. Mas que la traición, el tema de Topaz es, en el fondo, el poder. El espía, antes, vivía en las

proximidades del poder; los anarquistas de las novelas de Conrad eran piezas «salvajes» del vasto juego de ajedrez de los poderosos, o siervos iluminados de una Idea. Pero Conrad ya vislumbraba el peligro: que la idea succionara al individuo, que el poder desvaneciera a la persona. El hombre contemporáneo, antes que nada, está amenazado por la pérdida —abdicadora o de inercia— de identidad personal. Los héroes de Topaz —como los de las novelas de John le Carré, pero en un grado quizá más

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alto y pungente— son moldes vacíos, sin nada dentro, que, de tanto vivir en el corazón gélido del poder totalitario o bien en el remolino del regateo, han perdido su sustancia de personas. Es la moralidad de un mundo histórico que repite, como en pantomima, lo que fue vida genuina en tiempos pasados. Los servicios secretos de Fouché, en la Francia del XIX, preparan, quizá, la caída, la quiebra moral. El ojo de la cámara de Hitchcock, pues, no puede sino limitarse a observar, a registrar la mecánica del comportamiento de unos seres sin alma. Movimientos imperceptibles, como burbujas de gas que brotan, se estremecen y estallan en un agua corrupta y humeante. Quizá es éste el único latido —simulacro de vida—que se ajusta al mundo contemporáneo.

(8 de octubre)

EL PORQUÉ DE LA POESÍA Es muy sabido: los que escribimos poemas somos los primeros en hacernos la misma pregunta

que se puede hacer la gente corriente, la pregunta sobre la posible razón de ser de la poesía. No se le ocurre planteársela al adolescente solitario y febril que, con pulso torpe, inscribe en papel blanco o rayado o pardo la radiografía del sueño. Ni —en edades enterradas— cabía preguntarse si era útil el poeta que se beneficiaba de un mecenazgo, y sentía un encaje entre la sociedad y la obra. Depositario de lo sacro, oficiante del Buen Gusto o de la Belleza, el poeta antiguo o el poeta cortesano cumplían un cometido social. Es en los tiempos modernos cuando la condición del novelista se afirma; la del poeta, en cambio, se convierte en incierta y difusa. ¿Para qué poetas —se preguntaba un romántico, hace más de cien años— en estos tiempos

menesterosos? Y, hace sólo unos decenios, otro poeta hablaba de su «oficio o arte aburrido». Es un mester no muy apetecible, muestra, más bien, tendencia a la modorra, el cuerpo social apenas lo reclama, y ni siquiera es seguro que pueda competir con éxito con el resplandor instantáneo de una pintura o de un filme de aceptación, o, en otro sentido, con la sedimentación sinuosa y lacustre de una novela. Pero, pese a todo, la memoria retiene algunos poemas; o, simplemente, la impresión —tenue, indeleble— del recuerdo de su lectura. Son instantes que hemos vivido; y quizá es aquí —en la perennidad de unos pocos instantes precisos— donde tendremos que buscar el porqué del poema. Veamos la esencia de estos instantes; veamos la esencia de un momento poético concreto. «En

tendre Prat gaudir el paisatge estricte», empieza un soneto de J. V. Foix. He aquí, quizá, una manera de situarnos en el terreno adecuado. Sentimos la ternura del prado; sabemos que es «tierno» porque tiene un verdor dulce o porque lo ha humedecido el rocío. Pero el paisaje es «estricto», preciso, bien dibujado, nítido, de contornos seguros. Lo vemos ahora con mayor nitidez, con claridad definitoria, más firmemente deslindado que en la visión confusa de la vida corriente. El verso nos lo hace ver así. Quizá, en definitiva, todo arte no es sino un punto de vista para ver el mundo —un instante

sólo—, no como idea vivida día a día, sino como presencia que, de súbito, estalla ante nuestros ojos. Es así como Jorge Guillén, en un crepúsculo de ciudad —asfalto y esquinas hostiles—, nos habla de «El ventarrón de marzo, / tan duro que se ve». Sí: vemos el viento, esquinado en la aspereza de los muros inhóspitos, en este crepúsculo marzaleño y hosco. Y quizá por eso el crepúsculo —instante transitorio— es como la morada natural del estado de espíritu que nos puede abrir el poema. El máximo poeta de los llamados «crepusculares» italianos de comienzos de este siglo, Sergio

Corazzini, describió este estado: «Santitá delle sere / che non hanno domani», es decir, la santidad de los atardeceres que no tienen mañana. Este instante de visión nítida —el poema— tiene la claridad transitoria e inusual del poniente que luce y morirá como todos nosotros. Quietos, nos deja al borde de la plegaria ante el mundo natural.

(10 de octubre)

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DÍA A DÍA Quizá la escritura habría de ser siempre, como dice José Ángel Valente, una invitación al

silencio. En cualquier caso, fue reflexionando sobre el silencio desencantado y crítico de Moratín en Barcelona cuando, hace ahora un año, inicié este dietario. Un año, día a día, desde aquel 6 de octubre. Data doblemente irónica: porque recuerda unos hechos que no animan precisamente a hablar mucho, y porque, al iniciarse el año

pasado en sábado y siendo éste bisiesto, el dietario estaba condenado por anticipado, al caer en lunes, a no conocer ningún tipo de conmemoración. Si la escritura invita al silencio, el día del diario ausente —el lunes— es quizá la mejor conmemoración: el antidietario. No cuenta, tal vez, lo que decimos, lo que escribimos. Cuenta lo que es omitido y velado por la red transparente de la escritura; cuenta la claridad de resquicios, en la juntura del verbo, que hace su labor en el silencio. La palabra germinadora. Un año día a día: es decir, «giorno dopo giorno», como en aquel poema de Salvatore Quasimodo

que empieza diciendo, dramático: «Día tras día, palabras malditas, y la sangre...» Exasperación del silencioso burócrata en la posguerra milanesa. Más cerrado, menos agredido, Henri-Frédéric Amiel, una tarde, anotaba en su diario helvético: «Un día más, un paso más hacia la tumba». Sombría obviedad epigramática. Pero un dietario público no es exactamente lo mismo que un dietario privado. La principal virtud —y el principal límite— del dietario público es el hecho de confrontar el tiempo individual —el tiempo del escritor— y el tiempo externo. Un dietario, entonces, se ha de plantear, por fuerza, como un movimiento pendular de diálogo entre un individuo concreto y el mundo histórico. La dinámica de este movimiento escapa ya, en definitiva, a los propósitos previos del individuo. Mandan, sobre todo, las relaciones espontáneas entre la escritura y el tiempo. Si vuelvo a leer —realmente, o con la memoria— este año de dietario, veo, sobre todo, dos

cosas. De una parte, el imperio, del todo autónomo, de la escritura, que nos lleva allá donde quiere y que genera, imprevista, procesos que marchan solos, marcando el sendero y las revueltas por unas leyes que rebasan a quien escribe. Por otra parte, el debate —directo o implícito, pero intensísimo siempre— con el mundo histórico. Día a día, la escritura se las tiene que haber con el tiempo, es decir, con la Historia, y se define en términos de distancia moral; casi siempre en términos de oposición, de rechazo, de crítica. A menudo esto se expresa de manera indirecta, y es el pasado, o el mundo ficticio, quien impugna o explica el tiempo presente. Muy comprimido en unidades breves y muy dilatado a un tiempo, por la constancia cotidiana, el dietario, más que a la locuacidad, invita al silencio, a fin de intentar —el esfuerzo es grave, y quizá vano— que hable la vida moral.

(11 de octubre)

MARILYN Y LOS ESCRITORES Esta muchacha rubia, de ojos húmedos y labios carnosos, ¿es el emblema del cuerpo, o bien del

artificio? La mirada se le empaña, la voz suena ensoñadora: de vez en cuando los ojos adoptan una actitud suave de sorpresa. La muchacha rubia es al mismo tiempo el artificio y el cuerpo; nos habla el roce de nilón, de satén, de seda, y el toque pastoso de la barra de labios de color fresa, y la telaraña lujosa y sofocante de las mallas negras, y la llama sólida del bronce en la piel. Objeto extraño: un cuerpo. El escritor —hombre de la palabra, hombre del concepto— se encuentra en el otro polo. La palabra, el concepto, son abstracciones; el cuerpo es concreto. Un polo imanta al otro. Negación de la palabra, negación del concepto, Marilyn es el centro magnético de los hombres de la palabra y del concepto. Precisamente porque no hay nada menos intelectual que Marilyn, está destinada a convertirse en mito para los intelectuales. Mantiene, con ellos, una relación ambigua: de perplejidad, de complicidad. Mirad, por ejemplo, a Arthur Miller, el pajarraco enjuto. Es una secuencia de fotos, tomadas en

Los Ángeles, en 1960. Al principio, Marilyn, en sostén y bragas, todo de color negro, sonríe a la

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cámara. Luego, mira a la derecha de la imagen; en la foto siguiente nos da la espalda, ubérrima, y empieza a abrir una especie de contraventana. La última foto es la síntesis, ejemplar, de las relaciones de la estrella con el dramaturgo. Escondida tras la contraventana, Marilyn muestra al objetivo menos de medio cuerpo: la mitad

de una sonrisa, la curva del talón, la pierna, inclinada, el dorso de las manos, una vislumbre sombría del vientre, el límpido resplandor de un ojo. A la derecha, Arthur Miller, inquisitivo y perplejo, vestido de calle, completamente ataviado —americana clara, camisa de cuello blanco, gafas de carey, las manos en los bolsillos—, hace de mirón de Marilyn. Observa de lado, examina aquello que a la cámara le es vedado: exactamente el papel que, por lo común, tenía, como marido, en la vida pública. En una zona oscura de la imagen notamos que habita la incertidumbre. Marilyn habla otro lenguaje, cuyo código ni él ni nosotros poseemos. Veamos otra secuencia de fotos, tomadas en 1962, en el año de la muerte de Marilyn. Ahora, la

estrella está con un poeta: Carl Sandburg. Asociamos a Sandburg, patriarca poderoso, con el resplandor del hierro y del cristal y de la nieve de Chicago; tiene la voz de invernía hosca del mundo industrial y la vaciedad lisa de las calles venteadas con roce de llantas de neumáticos. Pero este Sandburg que veíamos con Marilyn parece más bien un viejo patán, sarcástico y guasón. La primera foto es casi patética: un Sandburg con la expresión espesa y sombría de fatiga indiferente de patricio romano, oculto tras una piel de oso polar o de visón, y una Marilyn de facciones hinchadas y pelo desgreñado que le cae por la frente. Llevan ambos una copa de champán en la diestra, y se miran, escépticos, con ironía alcohólica. En la foto siguiente, han pasado a la acción: hacen flexiones gimnásticas de rodillas en el suelo, mientras las copas, vacías, esperan en una mesa. La última foto, a contraluz, con claridad artificial y nocturna, nos muestra la danza de la ninfa joven y el viejo fauno: cogidos de las manos, los brazos alzados, Sandburg y Marilyn bailan solos en la estancia en penumbra. ¿Un poema visible? Hay, aún, otra Marilyn, que habla en un party mareador con un personaje camaleónico y chillón:

Truman Capote, el Petronio de la jet-society, el que soñó con las joyas heladas y tiernísimas de un desayuno en Tiffany. Música para camaleones, titula Capote el libro —publicado hace pocas semanas— donde hablan él y Marilyn. Diálogo de dos máscaras mundanas; por dentro, la sangre tiñe el maquillaje. Pero la relación más profunda de todas la tiene quizá Marilyn con un hombre a quien no conoció. Hace cien años, este eslavo de ojos profundos —Dostoyevski— soñaba con una muchacha voluble y patética, a punto siempre de romperse, de tan tensa y de tan frágil y neurótica. Persiguiendo el papel que los estudios no le otorgaron —el papel de Gruixenka, en Los hermanos Karamazov—, Marilyn se hacía la encontradiza con la verdad que muestra la luz cruda de una ma-drugada, hiriéndole la piel desnuda, en agosto de 1962.

(12 de octubre)

A ORILLAS DEL TÁMESIS En este año de 1824, hay tres muchachos que viven a orillas del Támesis. Dos niños, en la parte

sur, tienen la misma edad; el de la otra, el de la parte norte, es seis meses mayor: tiene ya trece años. El primer muchacho, cuando empieza a atardecer, escapa por el corazón de las oscuridades fluviales donde viven marineros de mala entraña y depredadores que habitan en pensiones destartaladas y que salen, al caer la noche, en busca de las tinieblas y de los residuos del vientre de Londres, y, si se presenta la ocasión, del robo brusco y brutal en la oscuridad húmeda. Los faquines que traginan carbón organizan bailes frenéticos y sórdidos entre el vaho que enmascara sus tabucos; el río, mugriento, vela el crimen y la infamia y el dolor de vivir. Los ojos del chiquillo lo ven todo. Cuando llega la hora de comer, este chico de doce años —Charles Dickens— marcha a la

Marshalsea, o si queréis, a la mariscalía, la prisión de Londres donde encerraban —con familia y todo— a los presos por deudas. El joven Charles tiene allí a sus padres y hermanos. Él sólo va a comer, y gana un chelín diario de jornal en una fábrica de betún. Vive en la buhardilla de una

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pensión, y tiene desde allí una buena vista sobre las atarazanas. Años después, por esta puerta de la Marshalsea, entrará una muchachita cándida y sublime: la pequeña Dorritt, el sueño del Dickens maduro. El segundo chiquillo vive en un jardín, en Camberwell. En este jardín hay un árbol: un laburno,

el noble y antiguo laburnum que registra Plinio el Viejo en los bosques alpinos. Por la noche, en el ramaje sombrío, hay un roce de plumas y gorjeos y un piar de pájaros: una nidada de ruiseñores. ¿Son, quizá, los espíritus de los poetas: la alondra de Shelley, el ruiseñor de Keats? Este niño —Robert Browning—, al pie del laburno, espera. Muchos se referirán a él como «este hombre incomprensible con quien se casó la poetisa». Un día, sabrán que también él es poeta. Poeta dramático, sobre todo: hace hablar a los otros, da cara y nombre y cuerpo a los seres, como daba la voz de los poetas invisibles a los ruiseñores del ocaso en el jardín suburbial. Miremos ahora hacia el norte del río. Estamos en Chiswick, y no tendremos que rompernos la

cabeza para imaginar esta casa del chiquillo de trece años que vino de Calcuta. Sabemos que tenía doble verja de hierro, y que era de ladrillo, y que en la ventana de una salita relumbraban unos tiestos con geranios. De vez en cuando, podía llegar hasta allí un coche de caballos, quizá con un lacayo negro y estevado y un cochero con tricornio y peluca. Esta casa —la casa del primer capítulo de La feria de las vanidades— era la residencia de un muchachito anglo-indio de trece años, el futuro novelista Thackeray. A orillas del Támesis, el río desconcierta, enlaza o bien opone sus destinos. Dejemos pasar trece

años más. En 1837, un dibujante que promete mucho, y que también escribe a ratos, hace un esbozo, un croquis del natural: unos cuantos amigos y colegas, en los locales del editor común. Sentado, hecho un dandy, con la raya del pantalón impecable, delicado como un figurín, fuma el joven Charles Dickens. De pie, a su lado, está un joven corpulento, con nariz de boxeador. Es el autor del dibujo: William Makepeace Thackeray. El tiempo, más sabio y vasto y profundo que el Támesis, ha reunido a los desconocidos.

(14 de octubre)

LLEGA EL FRÍO Plumajes, plumajes atónitos bajo el ventarrón: los tilos de la Rambla de Cataluña, un manojo de

verdores desteñidos y de oros oxidados. Quizá la vida nos es adversa, quizá la ciudad nos viene a contrapelo. Pero, dos veces al año, nos reconciliamos con la existencia. Ahora vivimos uno de estos momentos. El verano, total, ha sido arbitrario y unánime de ardores y calígine; como dice Ausias March del deleite, del placer humano, el verano nos Halaga, pero con una maza nos da un golpe que nos quiebra la testa. Ahora, estamos guarecidos, de súbito, bajo el vendaval expurgador de octubre, de la estupefacción excesiva del verano. De vez en cuando, se remansa el viento; a media tarde, aún hay luz de día, con este resol que sólo es como una franja de claridad ocre en la cima de las fachadas ochocentistas. Ahora sabemos que hay que prepararse para el invierno. Hay gente que vive en el invierno como

si todo fuera un gran hotel de negruras barnizadas; asociamos estos inviernos rondadores con el charol nocturno de los coches, con las portezuelas cerrándose, metálicamente, en calles cubiertas de escarcha, ante el escaparate de luz tibia de los restaurantes. Estos inviernos erráticos son una estación de irrealidad, tiempo de salidas con amigos para cenas que luego —cuando el invierno lo hiende todo— recordaremos como imágenes de un sueño confuso: tiempo, también, para la calidad transparente y tenue que exige el amor. Hace diez años, en un invierno así, recuerdo mi propio noviazgo, en unas calles que veo como

más vacías y luminosas en la memoria. Yo llevaba un abrigo de «piel de camello», rojizo, que hace ya tiempo arrinconé porque ya iba siendo más viejo de la cuenta, y ella llevaba un abrigo ligero, de color amarillo limón, exactamente el tipo de abrigo —ahora nos damos cuenta— que solía llevar Audrey Hepburn en las comedias sofisticadas de aquellos años. Intacto, el abrigo amarillo ha

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resistido el paso del tiempo, pero no sale del armario. Como nosotros mismos, se ha vuelto más casero. A la gente de talante casero nos viene bien un invierno más cerrado; como si esperásemos entrar

—me lo escribía Vicente Aleixandre en una carta, hace tiempo—en «un largo túnel oscuro y frío». Primero, lo agradecemos: es un invierno que tiene algo de capilla, con claridades lila y muros húmedos y grisáceos y un gotear de salitre. Nos habituaremos a él. Un día, pasados los meses, algo nos traerá el recuerdo de calles llenas de claridad, y de ventanas abiertas todo el día. La luz será más viva, abandonaremos los abrigos. Por segunda vez, la primavera nos reconciliará con la vida.

(15 de octubre)

DEL NOBEL MILOSZ El verano del año 1955, cuando Ediciones Destino publicó en castellano la novela de Czeslaw

Milosz, El poder cambia de manos, estaba empezando yo el bachillerato. Calle de Balmes abajo, una mañana, vi un autobús volcado en medio de la calzada. Era uno de aquellos autobuses grandes, de dos pisos, pintados de rojo como los de Londres. Cuando uno subía, el lugar más acogedor solía ser la plataforma de entrada: una especie de vestíbulo cubierto, pero sin puerta, o quizá con tendencia a tener la puerta abierta. Espacioso, daba una idea perfecta de provisionalidad, y participaba tanto de la clausura del vehículo como de la atmósfera de la calle. La calle de Balmes tenía dos sentidos de marcha —ascendente y descendente— para los coches,

y creo que dos carriles en cada sentido. Estaba lo bastante vacía de coches y era lo bastante ancha como para acoger aquella carcasa roja volcada. Sólo se trataba de un incidente técnico; pero la memoria mantenía aún instantáneas fotográficas de las algaradas de la huelga de tranvías de 1951, y, al año siguiente, vería otras imágenes de turbación en las noticias de la matanza de Budapest. El autobús volcado, incongruencia óptica en la modorra sofocada de la calle, era una vislumbre del desorden en un mundo —Barcelona o Budapest— donde, como dice un personaje de Milosz, en la clandestinidad, «el pensamiento es libre por la sencilla razón de que se encuentra absolutamente prohibido». La piel del tiempo del despotismo es gruesa y mate; el pensamiento va abriendo zapa en la oscuridad. La novela de Milosz empieza, acaba y se desarrolla en torno de un vértice, de una escena central:

un profesor que traduce a Tucídides en la Varsovia sovietizada. Es así como el tiempo del despotismo suele hallar al intelectual: traduciendo a Tucídides, o bien —como Pasternak, o como Josep Maria de Sagarra— traduciendo a Shakespeare, o quizá —como Carles Riba— traduciendo a Sófocles. O bien leyendo a Heródoto, como Ernest Jünger cuando, una mañana, recibe la innoble cédula de movilización del Tercer Reich. Débil como es, desueto como es, a menudo miope como es, el hombre de pensamiento tiene este reducto. De los papelotes antiguos puede extraer el sentido, la razón moral de la existencia. A ojos vista, el mundo se halla en confusa barahúnda; la Historia, severa, deslinda la confusión

de nombres, hechos, dogma y dolor en un trenzado nítido y desnudo. Es entonces cuando todo —y aquí reside la raíz poética del libro de Milosz— se adentra hasta el fondo de lo que es sensorial, en la genealogía del linaje humano, o bien se ensancha por las bifurcaciones del campo terrible, vasto y bello del orden cósmico. Los combatientes en el silencio resbaladizo de las alcantarillas de Varsovia se hermanan con la claridad ardiente de escudos de la guerra del Peloponeso. Pero todo esto es sólo un recuerdo, aunque duela por dentro. Ahora, el profesor ha dejado un

momento de traducir, en este día de verano, con una nube blanca en el cielo azul. Oye el fragor de un tranvía por la calle. Quizá en este mismo instante, un niño, camino del colegio, tiene un atisbo del desorden posible, una vislumbre de hendidura en el orden despótico, en un autobús volcado en la calle de Balmes. Desde la infancia, o desde la madurez, la libertad nos hace signos, pálidamente.

(16 de octubre)

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EN LA CATEDRAL DE MILÁN En la parte de abajo de la Piazza del Duomo —lejos del triunfo de la gran estatua ecuestre, lejos

de la cornisa blanqueada de palomas— os podéis adentrar bajo los porches. La piedra noble, con aire ochocentista, vagamente clásico: de súbito —yendo hacia la izquierda—parece que la luz pase bajo otro cedazo. Las grandes galerías cubiertas tienen una techumbre muy amplia: en los escaparates, todo relampaguea con claridad inmóvil. Podéis mirar a la gente que va y viene, sentada en el terciopelo rojo de un bar lujoso y desueto. El mundo ruge, traqueteante y metálico: pero, en estas galerías, quizá olvidéis fugazmente los intestinos ferruginosos de la barahúnda industrial. Saliendo del islote cubierto, y dejando atrás los soportales, el navío de piedra de la catedral

levanta una borrasca de agujas y de encajes góticos. Petrificación de espuma. El ascensor está muy al fondo, oculto en el extremo último de la gran construcción. No lleva mucha gente en cada viaje. Es un día invernal. Hace frío en este Milán gris. La chica —Nadia— lleva un abrigo que le cubre los hombros nerviosos y frágiles. Tiene una cita allá arriba. La espera aquel muchacho que llegó una tarde del sur con toda su familia, perplejos en el andén de la estación, como pellas de barro anónimo que la nieve que caiga por la noche fundirá con un grumo de dolor de Milán. Ahora, Rocco —es decir, Alain Delon, en esta película de Visconti— se ha habituado ya a los andurriales milaneses; Nadia —Annie Girardot— es ya de la ciudad cuando ellos llegan, y demasiado sensitiva y demasiado herida por una voluptuosidad inquieta, una muchacha con su abrigo y sus medias crujientes, pero débil, enfrentada a su destino. Al salir del ascensor, a un lado y a otro, la catedral es como un bordado de estalactitas y una

selva de monstruos. Sobre la gran plaza que las palomas asedian, los siglos bárbaros y tiernos, que sentían el mal como cosa tangible —el mal instalado en la vida diaria, el mal actuante y que, como en las Escrituras, es un león que busca a quien devorar—, dieron, a las gárgolas, las caras del horror moral. Y ahora Nadia, en Rocco y sus hermanos, llora, junto al ábside poblado de flora pétrea y de gárgolas extrañas. En este melodrama —que es una tragedia clásica—, Nadia y Rocco son los débiles, a quienes el destino marchitará y acabará por deshojar. La ciudad tenía un cuchillo para Nadia, en un descampado hostil; la ciudad tenía, para Rocco, la

volatilización del mito familiar, la única cosa sólida que se trajo del sur. Mientras tanto, caminan, entre agujas y rejas de piedra, por las terrazas y los recodos venteados por el aire vivo del invierno, en lo alto del Duomo. No es un exceso de decoración para un drama individual. El navío inmenso, con una selva

rumorosa de gárgolas, cerca, como todo Milán, el dolor concreto, y no es una metáfora. Pero quizás —a diferencia del estrépito hosco y mancillador de la calle fabril— este teatro de monstruos se convierte en un paseo de transcendencia para el dolor personal.

(17 de octubre)

VUELVE CHARLIE CHAN La época pide, por turno, los detectives que tiene. Sam Spade —Humphrey Bogart, en El halcón

maltés—o bien Philip Marlowe, son los guardianes funerarios del «sueño americano» de cuerpo presente. Nos hablan, más allá de la línea gris del alba ciudadana, del baldeo sórdido de serrín en los despachos desiertos como cámaras frigoríficas de la Morgue, y del disco solitario de un teléfono descolgado que gira en un bar, latido concéntrico en el corazón de un vacío desnudo de plástico. Embutidos en pelucas, bombines, pipas y macferlans, el viento victoriano nos trae a Sherlock Holmes y a Watson, y al maléfico profesor Moriarty. De los invernaderos llega Nero Wolfe, y Poirot de la sala de té. Con ronco rumor de carraca, oímos martillear las teclas de la máquina de escribir de Perry Mason. Fuera, la luna cenicienta, y, pronto, el cielo, como una gran mano negra,

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amordazará la noche de la ciudad sin alma. En la espesura brumosa de Londres, en el negro penitencial de neón y autopistas del asfalto

americano, los detectives están asociados a la civilización industrial. No hay detectives del Tercer Mundo, ni detectives propiamente rurales, es decir, sólo del ámbito de la gente campesina. El código de conducta de la ruralía, el de los indígenas, son muy distintos: la novela, dramática y lírica, de campesinos, o la novela de aventuras coloniales, excrecencias del maderamen difunto del galeón imperial británico. Extramuros de las ciudades envueltas en niebla y en el detritus nauseabundo del smog, brilla el

sol en las palmeras de Hawai. Es muy curioso: siempre olvidamos que Hawai es uno de los Estados Unidos. Guirnaldas de flores y coches relucientes en la claridad azulada de las carreteras, y los colores de tarjeta postal del mediodía, manchado por una gota de sangre que primero es roja, y luego, palideciendo, se vuelve violeta, y acaba como un grumo sólido y oscuro al secarse: el crimen, el crimen en Hawai. Y es ahora cuando entra en escena Charlie Chan, el detective autóctono, el hawaiano proverbial. Hace tiempo, en un poema antiguo, me imaginaba a mí mismo —máscaras literarias— muerto

misteriosamente en un hotel exótico, con estas muertes metafóricas que inventa la literatura —la muerte como avatar del texto—, y Charlie Chan, diligente, era llamado para encargarse de la investigación del caso. Charlie Chan, vestido como un hombre de ciudad, se engasta en la luz del Hawai turístico; pero oriental en su socarronería taciturna, invoca, con dichos infalibles, la sabiduría de sus antepasados. Charlie Chan, el pausado, solidifica la claridad de crisol de la luz de Hawai; bajo la pantalla incandescente, las sombras pintadas remedan el maridaje borde del bungalow de vacaciones lujosas y la cabaña tribal donde suenan las voces de los espíritus atávicos. Ahora —la película está en rodaje—, Charlie Chan volverá. Dejando al lado la caracterización

de peonza engomada e histriónica de Hércules Poirot, su último papel policíaco, será Peter Ustinov, de ojos truculentos y fúlgidos, quien dará cuerpo, hoy, al único detective filósofo y periférico. Desde Hawai, Charlie Chan juzga el tiempo acelerado del mundo occidental con el reloj sereno del poso de los siglos. Nos juzga.

(19 de octubre)

AL CABO DEL OTOÑO Ahora, la quilla barnizada y hosca del gran barco del otoño se casa con las aguas de la luz de

octubre. En su pleno, la estación es silenciosa y soberbia; es «l’octubrer viratge» de que nos habla un verso de J. V. Foix, es decir, el giro del año y del espíritu hacia unas tonalidades de cobre rojizo que invitan al silencio. Como si aceptáramos, con el mundo, la abdicación gradual de la existencia, encarándonos a la fogarada del solsticio de invierno que se acerca. Hace más de cien años —el 1869— don Ramón de Campoamor publicó unas cuantas líneas

sobre este remate del año. El señor Campoamor, en el crudo invierno de Madrid, llevaba un abrigo de piel y se sentaba al sol, a ratos, en un banco del Retiro, a la izquierda de la explanada por donde paseaban los coches. El señor Campoamor estaba casado con una dama irlandesa, Guillermina O’Gorman, una señora de piel blanca y de ojos muy azules, que hacía ir puntualmente a misa al marido escéptico, y que se moría por los pasteles. Todo Campoamor encaja en este recinto tibio de un jardín soleado y verdeciente y concordada suavidad doméstica. La placidez, no obstante, no es obstáculo para la exactitud de la frase. Si nos sentimos lejos de Campoamor es, sobre todo, porque no somos capaces de revivir su época. Basta con encontrar el punto exacto de sintonía, el ajuste, y nos encontraremos cómodos en estos versos abandonados. Por ejemplo, ahora, cuando octubre decae. Hemos de espigar estas líneas perdidas en un pliego

de la gruesa maquinaria alegórica que Campoamor tituló El drama universal. Nuestro tiempo ha perdido el filón de estos grandes poemas ventrudos, tan espaciosos y de tan mal trajinar como las cómodas con mudas de sábanas y ropa en una vieja casa de campo o las estanterías y los tarros de

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una despensa solariega. En las junturas del poema, el toque de una palabra exacta pone aceite en el pesado engranaje. Es así como el viejo y plácido Campoamor vislumbró el talante de este cabo otoñal. En efecto: ya muy avanzado El drama universal, cuando dos personajes —Paz y su hijo Honorio— avanzan por un astro moribundo bajo el frío estelar, Campoamor hace notar que, por la parte de oriente, vislumbran «ese color oscuro y mortecino / de los últimos días del octubre». El otoño, cuando cae el mes de octubre, empieza a despedirse; el invierno, como un pavo

haciendo la rueda, abre, en la lejanía, un gran abanico de nácar gélido. En medio, el cabo del octubre que finaliza tiene aún la oscuridad que late en los versos del viejo Campoamor.

(24 de octubre)

RETRATO DE UN GENTILHOMBRE Este gentilhombre lleva una especie de jubón negro. Vemos, debajo, el cuello y los puños de una

blusa o camisola que parece, blanca como es, hecha de finísimo encaje. Con las manos, lánguidas, el gentilhombre sostiene un libro abierto: un mamotreto flexible y grandioso, cubierto por entero de una letra manuscrita. Al lado del volumen, sobre la mesa, un lagarto de bronce, unos pétalos dispersos de color rosa pálido, trebejos de escribir, un pliego de papel, otro papel, plegado, que parece una carta leída aún hace poco; todo junto a un gran mantel pardo que cubre la mesa y que aparece cubierto a medias, a su vez, por un paño color humo, con flecos. Muy al fondo —tras la cabeza del gentilhombre—, vemos una franja del paisaje al atardecer: sólo un cielo desfalleciente, unas montañas mudas, el eco de una luz que ya no vive. En el centro de todo —pálido en la oscuridad del fondo, bajo la raya noble que deslinda el cabello negro— está el rostro del gentil-hombre. Es este rostro lo que nos llama la atención. Las facciones, pálidas y finas, alargadas, difuminan

su contorno preciso bajo la compulsión visual y anímica del pliegue de la boca y la expresión de los ojos. Delgados, los labios están quizás a punto de decir una palabra. Pero la mirada no se dirige a ninguno de nosotros, ni a nada que esté dentro del espacio visible del retrato. No mira de frente; zambulléndose, le esperan, abajo, abismos invisibles. No vemos lo que ven estos ojos. Como un espejo —o como un agua quieta y oscura—, estos ojos nos hablan, por reflejo, de lo que no pode-mos alcanzar. Ven, quizá —con serena desesperación—, el vasto monstruo interior que nos devora, lento, el espíritu. En la claridad crepuscular, todo tiene el mismo tono de luz que el día moribundo. Se acaban de cumplir los doscientos años del nacimiento, en Venecia, del sutil Lorenzo Lotto, el

pintor melancólico que soñó esta tela del gentilhombre pensativo, desconocido. Parecería fácil no reparar en él. Habéis atravesado, poco a poco, el puente de la Academia; os recibe la escalinata ceremoniosa del recinto, halagan vuestros ojos el ángel anunciador de Bellini y la dulzura enigmática del cielo tempestuoso pintado por Giorgione. Un poco de improviso, el gentilhombre parece formar parte de la penumbra que lo cerca. Huye de la claridad demasiado llamativa, para hablar con el mundo interior; es preciso que el silencio lo cobije. Si os extraviáis por un desvío lateral de la galería, daréis, de súbito, con estos ojos. No sabríais huir de ellos. Es así como, turbador, el retrato se convierte en una radiografía del espíritu. Oscuro, el viento de la tarde ha abierto, en estos ojos, una balconada hacia el abismo.

(25 de octubre)

NOTICIAS DEL TENORIO El manuscrito de Don Juan Tenorio, drama «religioso-fantástico», de José Zorrilla, es un atadijo

de cuartillas amarillentas, escritas a pluma, acribilladas de correcciones y de volutas caligráficas. La tinta perenne resulta muy legible aún, en este facsímil que tengo en mano, publicado hace seis años

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por la Real Academia Española, propietaria del borrador autógrafo. Sólo hay que hacer un pequeño esfuerzo para fijarse un poco más de lo que solemos ante un texto simplemente impreso. Hay que ajustar los ojos —como si ajustáramos el punto de vista— a la letra de Zorrilla. De la misma manera, habremos de ajustar el espíritu al cascabeleo altivo de sus versos: ¿salen

demasiado redondos, tintinean con exceso, tienen algo de charanga y de mojiganga? Ah, pero es precisamente aquí donde veremos centellear el talento de Zorrilla, en este encaje admirable de un verso todo superficie con un personaje hecho sólo de piel externa. Más tarde oímos rechinar las poleas de la tramoya y se abrirá un Más Allá de panteones vivientes: fantasmas de purpurina y de papel pintado, teología escenográfica. La pluma del señor José Zorrilla rasguea, resuelta, el papel. Cuando José Zorrilla escribe la letra

d, la extiende, por delante, en un tirabuzón; cuando escribe la g o la j, no las cierra por la parte de abajo, sino que proyecta un gancho al pie del renglón. Parece aun que sentimos, aquí y allá, el rasgueo más brusco de la pluma tropezando con estas letras hinchadas. De pronto, en una hoja, hay, pegado, un pequeño recorte de papel: un añadido. «¿Qué veis?», pregunta Ciutti a Brígida llevándola al balcón, y ella responde: «Veo un bergantín / que anclado en el río está». Guadalquivir abajo, el bergantín inverosímil y fabuloso —diez o doce remeros bajo la vela hinchada en el frescor fluvial— tiene el encargo de llevarse a Italia a los amantes clandestinos, en una noche de antorchas y de claridades furtivas, al palacio demoníaco del deseo. Cuando muere octubre, en un coliseo medio abandonado y hórrido, Ana Ozores —protagonista

de La Regenta, novela de Clarín— ve, por primera vez, ponerse en acción los versos de Don Juan Tenorio. Sabemos que Ana Ozores, casada con un señor deslavazado y pomposo, tiene una abundante cabellera ondulada, de un color castaño claro, que, destrenzada, le llega a la cintura: de noche, en el dormitorio, está desnuda y blanca bajo una bata azul con encajes color crema, y hunde los pies, mínimos y carnosos, en la tibieza, moteada de pardo, de una piel de tigre. Pero Ana Ozores ahora está en el teatro, en una noche de hace unos cien años. Con claridad de difuntos, los badajos de las primeras campanas anuncian Todos los Santos. El teatro, destartalado, deja entrar, en el otoño de Oviedo, las ventaladas gélidas. Las caras de las actrices aparecen pálidas y frioleras bajo la capa de polvos de arroz. Ante el cielo azul de la decoración pintada, los callejones antiguos del drama de Zorrilla —

lienzo fragilísimo de papel, que tiembla bajo el soplo del cierzo otoñal— cobran de pronto la consistencia sólida y compacta de la piedra. Ya no son decoraciones. Y, ahora, los versos de Zorrilla salen del escenario como si saltaran de estas hojas de papel amarillento; salen y estallan y arrasan y queman el corazón de Ana Ozores, la romántica, de la misma manera que —ya lo hemos dicho: todo es cuestión del punto de vista— pueden aún, quizá, jactanciosos y anacrónicos, volver a encenderse un instante, llamear para todos nosotros, más allá de la palidez opaca del papel.

(30 de octubre)

UN INCIDENTE EN NOVIEMBRE En el año 1693, el día de Todos los Santos, cayó en martes. Era, en Versalles, el día en que, por

turno rotatorio, le tocaba despachar a Madame de Maintenon con el conde de Pontchartrain, encargado de los asuntos de la Marina, pero también, y además, de la buena marcha de París, de la corte y de la casa real. Sabemos cómo era Pontchartrain: un hombrecito magro, de ojos vivos, que conocía muy bien el entramado de las acciones humanas. No es una charla galante: Pontchartrain tiene ya cincuenta años, y a Madame de Maintenon —casada en secreto, por lo visto, con el rey Luis XIV—ya sólo le faltan dos para llegar a los sesenta. Vemos, al microscopio, los actos de estos dos personajes; los 160vemos con la pupila, con el ojo inquieto y preciso del memorialista que nos lo cuenta, el duque de Saint-Simon. Las memorias, a menudo, no recortan sólo fantoches en el ciclorama del tiempo histórico; pueden, más bien, aislar un detalle, como una superficie de cobre bien pulida que refleja, en tenebrosidades amarillentas, todo el resplandor de un gran salón: el teatro

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cortesano del universo. Esta víspera de Todos los Santos, tiznada de hollín y de ceniza en el cielo, el señor Alexandre-François d’Aquin, primer médico del rey, asistió, con la flor de la corte, a la cena de Luis XIV, y lo acompañó a acostarse, punto culminante del espectáculo diario, ritual y cíclico que acompasaba el movimiento de rotación del sol real y los astros del firmamento de Versalles: pitagórica música de las esferas, relojería política. Afable, el rey tuvo con d’Aquin más cortesías y cumplidos que nunca. Conviene que tengamos una idea un poco precisa del tipo de cortesías y cumplidos que podía

gastar Luis XIV. Si un duque y par de Francia —el mismo Saint-Simon le dirige una petición escrita, extremadamente importante, el rey recibirá el manuscrito sin decir una palabra; más tarde, en otro momento del día, le dirá lacónicamente: «Señor, he leído su carta, y la tendré en cuenta». Si este mismo duque y par ha oído decir que divulgan infundios sobre la conducta, pretendidamente irrespetuosa con el protocolo, de su propia mujer, y compone un detallado discurso de descargo, Luis XIV le responderá: «Está bien, señor; no tiene importancia». La gentileza que el rey podía dedicar a d’Aquin, hombre sin linaje, la podemos medir rebajando tantos dedos como sea preciso la cortesía habitual con un duque y par de Francia. Todos los gestos, todas las miradas, todas las inflexiones de la voz, la mínima palabra, tienen una resonancia inmensa. Esta mañana del día de Difuntos, el señor d’Aquin tendrá que levantarse temprano. No han dado

aún las siete cuando el conde de Pontchartrain llama a su puerta. Pontchartrain es depositario de órdenes muy concretas: d’Aquin ha sido destituido; debe marchar inmediatamente a París, donde tendrá una pensión vitalicia de seis mil libras, con un pico de tres mil libras más para su hermano, médico común. Desde ahora, y para siempre jamás, le está vedado a d’Aquin ver al rey e incluso escribirle. Cuando d’Aquin ya ha desalojado sus aposentos y la gente toda de la corte acaba de desperezarse —aún no han dado las nueve de la mañana—, es el rey mismo quien anuncia a todo el mundo que tiene un nuevo médico primero: el señor Guy-Crescent Fagon. La cortesía de ayer compensa el destierro de esta madrugada inhóspita. Entra en escena el nuevo médico Fagon. Enrarecidos, cerrados, los ámbitos del poder absoluto se reiteran. El eclipse oscuro y fulminante

del cirujano d’Aquin y la irrupción de Fagon en el microcosmos de una autocracia apelmazada, ¿no remeda, premonitoria, la caída de Kosiguin, el ascenso de Tikhunov, en un teatro más amplio? Un incidente episódico: intacto, el poder absoluto centellea con claridad feroz.

(31 de octubre)

EXPORTACIONES BARCELONESAS La primera de las dos exportaciones que ahora quiero recordar, puede situarse hacia el año 1865.

Charles Dickens ya sólo tiene cinco años de vida; debilitado, pero nunca vencido, sabemos que el 30 de diciembre de 1863 había asistido al entierro de Thackeray, con «una expresión de tristeza indescriptible» en el rostro. Llega el momento en que la ceremonia termina y el séquito se va de la ciudad de los muertos, bajo el frío cortante y vivo del año en disolución. Es entonces cuando la tumba queda sola. Pero los ojos de Dickens, fijos, no se apartan de la pala que lanza terrones im-placables de tierra. Pronto la fosa queda totalmente cubierta y forma sólo una línea plana bajo la línea lívida del cielo. Dickens empieza entonces, vacilante, a decir unas palabras. Con la primavera siguiente se sentirá revitalizado. Lleno de una energía violenta y lúcida, Dickens emprenderá su última gran novela, la última que

pudo terminar: Nuestro amigo común. En ella trabajaba aún, en pleno verano de 1865, «como mi dragón», es decir, con tan feroz vehemencia como el tradicional adversario de san Jorge. En un pasaje de Nuestro amiga común nos encontramos con Barcelona. Es en el atardecer de un

sábado, en un sórdido rincón de la ruralía inglesa. Ha acabado la jornada en una fábrica de papel, y por los senderos, entre campos de trigo y molinos de viento, los trabajadores —muchachos y muchachas, con chaquetas y blusas de colores brillantes— vuelven a sus casas. Algunos hacen etapa en la taberna, con el sonido de un violín chirriante y la humareda azul de tabaco. Otros, no

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obstante, se dirigen hacia una especie de feria ambulante, donde se cubren de polvo unas toscas galletas de jengibre que han ido y venido en vano, sin encontrar comprador, por toda la comarca. Hay, también, un retablo de títeres que un día representó la batalla de Waterloo, y hay una mujer gorda, prodigiosa, con un marranillo amaestrado. Y he aquí, en el silencio de este atardecer agrio y fabril, la presencia insólita de nuestra ciudad: un cargamento de pequeñas pilas de avellanas, que hace tanto tiempo que han emigrado de Barcelona —dice Dickens—, que ya han aprendido a decir en inglés: «A catorce el cuarterón». Estas traqueteadas avellanas, modestamente políglotas, son quizás, en la vasta obra de Dickens, el rastro más perceptible de la existencia de Barcelona: un puerto mediterráneo —como ahora Génova, donde vivió el novelista— que, periódicamente, desde sus bosques umbríos, envía a Britania avellanas a capazos. La segunda exportación barcelonesa que ahora quiero mencionar se sitúa unos cuantos años

después —hacia 1880— y es de una naturaleza algo distinta. Según cómo, tiene incluso actualidad. Se trata de un asunto relacionado con nuestra buena amiga Ana Ozores, es decir, la familiar Regenta de Clarín. Esta vez, la señora Ana Ozores ha salido a pasear por Vetusta, es decir, por Oviedo. Finaliza el verano; a ras de los tejados hay golondrinas inquietas que se despiden de los caserones a punto de derrumbarse en el abismo de humedad del otoño. El sol, drapeado de púrpura, muere, más allá de los sauces, entre nubes cenicientas. Pero no todo es vetusto en Vetusta: también hay, en este día frío, faroles de hierro pintados de

color verde, con una luz amarillenta de gas rozando las acacias y los escaparates iluminados de la calle del Comercio: tiendas de ropa de moda, para las señoras que dan el paseo ritual de la provincia. Y, claro está, unas tiendas de este tipo presuponen la existencia de unos dependientes que conozcan el oficio y sepan ser corteses, discretos y activos: lo que en el castellano de la época se llamaban mancebos. Y nos explica Clarín que, en estas tiendas de Oviedo, ahora hace cien años, «los mancebos son casi todos catalanes; pero pronuncian el castellano con suficiente corrección». Y, además, «son amables, guapos casi todos». Y, además, piensan que «el mancebo ha de ser incansable, para eso está allí». Leve, esta emigración catalana no ha dejado apenas más indicio palpable que unas vagas sombras diligentes, hablando un castellano bastante correcto, en un rincón de una vieja novela.

(1 de noviembre)

FLORES PARA LOS MUERTOS Fue en la tarde de un día como hoy cuando aquella mujerona —sólo un fardo de sombra en la

bruma hollinosa del arrabal— iba pregonando por los callejones una mercancía insólita, de un lujo mareador y macabro: flores, flores para los muertos. Estamos en un suburbio de Nueva Orleáns, con casas contorcidas y angustia de patios ahogados y desiertas escaleras de incendios. El viento desflecado marchita la oscura vegetación urbana. La vendedora de flores para los muertos va con su cantinela por recodos donde la bruma se deshilacha. Nueva Orleáns es calurosa, brutal; la piel de los machos —como gladiadores ungidos con el aceite de los combates— brilla en la claridad pegadiza y blanda de las salas de billares. Es el reino de Stanley Kowalski, el imperioso, todo flexibilidad de músculos que amenazan bajo el lienzo empapado y tosco de la camiseta, jugando a los naipes, por la tarde, con sus compañeros. Stanley Kowalski tiene la cara de Marlon Brando. Y esta damisela es muy del sur profundo; anacrónica y quebradiza y frívola, exactamente como

una muñeca; con pieles y colorete besando la piel blanquísima, color de clara de huevo bañada por la luna. Esta damisela se llama Blanche du Bois. Vaga, errabunda, cándida y extática, por las calles oscuras de una Nueva Orleáns de hace ahora treinta años. Porque a Blanche du Bois —dulce y fina como la más delicada cuerda de violín a punto de romperse— le han dicho que ha de llegar a casa de su hermana, la que se casó con Stanley Kowalski, la que ahora vive en algún rincón sin nombre de la Nueva Orleáns borracha y gaseada. Y, primero, Blanche du Bois —es decir, Vivien Leigh— tendrá que tomar un tranvía que se llama deseo —o sea, Un tranvía llamado Deseo— y más tarde

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tendrá que enlazar con otro tranvía que se llama cementerio, y al fin irá a parar a un lugar que llaman los Campos Elíseos. Es preciso, pues, que, como a todos los mortales, el deseo la lleve a la tumba y luego sea acogida en el lugar donde tienen su mansión los espíritus impalpables. Y, quizá por eso, en estas callejuelas —el reino hosco de Stanley Kowalski— hay, indistinta en la noche brumosa, una vendedora ambulante que ofrece flores para Ios muertos. ¿Parábola de la feminidad herida, parábola de los sueños demasiado débiles que la realidad

aventa y hiela? La imaginación moral de Tennessee Williams es estrictamente homosexual: en los años machistas y ácidos de la guerra de Corea, contrapone la pujanza agresiva de una virilidad —Stanley Kowalski— casi caricaturesca, de tótem fálico con vaharada fabril, y el olor a perfume y a colonia aguada de una Blanche du Bois que es el ideal poético del travesti de la época. La réplica esteticista a la cara agriada del emergente senador Nixon y de Foster Dulles. Pero esto no es sólo un cuento de hadas para un tocador lleno de cosméticos. Por las esquinas húmedas y turbias, una vendedora sin cara, sólo una voz patética ofreciendo flores para los muertos, nos recuerda que, aunque sea por el sesgo dudoso de la sensibilidad camp, hemos descendido al reino de Plutón y de Proserpina. Estamos en el país de la Muerte, es decir, en el país del Mito.

(2 de noviembre)

EL CARNAVAL DE NÁPOLES Estamos en los carnavales del año 1724. El teatro, en Nápoles, está en la calle: máscaras

delicadas y negras como laca fugitiva. El teatro, en Nápoles, está también en el interior de los palacios, como si la escenografía fuese un espejo —más frío, más nítido, de pureza geométrica— de los palacios mismos. En los salones de las casas nobles, la decoración de las piezas de teatro musical —los melodramas— nos ofrece un esbozo de pórticos, de estancias reales, de escalinatas, de columnatas: el sueño neoclásico de la aristocracia del setecientos. Todo Nápoles, por carnaval, es teatro. Veamos, ahora, un teatro de verdad. Hemos llegado al final de la pieza, en la que la diva Mariana

Bulgarelli ha hecho el papel de Dido: tragedia musicada por el maestro de capilla Domenico Sarro sobre los versos armónicos, lánguidamente dulces, del joven poeta Pietro Metastasio. Al público de Nápoles —sobre todo por carnaval— le gusta mucho la tramoya, y va a tener tramoya. Se ha incendiado el palacio real de Dido; poco a poco, las llamas van invadiendo el escenario. Al

finalizar el aria de despedida, Dido se lanza al fuego, mientras hace votos para que las cenizas de Cartago y del palacio mismo le sirvan de tumba. Entonces, mientras ella desaparece entre llamas, humo y centelleos, en la línea más lejana del horizonte escénico, empieza a alzarse el mar azul. Bajo una densa cortina de nubes, el mar avanza al primer término mientras suena una estrepitosa sinfonía. El fuego se encrespa; el agua; cada vez más violenta, se enfurece y blanquea al topar con la ruina abrasada. Los truenos suenan como escudos de un ejército invisible, los relámpagos bañan el escenario con fulgores intermitentes: agua y fuego enfrentados en discordia universal, como en la cosmogonía de los filósofos presocráticos. De súbito, se reencuentra la armonía: el agua ha vencido, el cielo se serena, las nubes se aclaran

y la música del temporal se vuelve suave y dulcísima. Del seno de las olas surge, lento, el trono real de Neptuno, en una concha tirada por monstruos marinos y flanqueada por un séquito de nereidas, sirenas y tritones. Apoyado en un gran tridente, el benéfico dios marino dice las palabras finales de la obra: las palabras de la paz recobrada. ¿La vida como tramoya, en el carnaval de Nápoles? Metastasio, el joven poeta que escribió esta

tragedia de Dido, tiene ya cerca de setenta años y es un laureado lírico de la corte vienesa cuando, en una carta a su hermano, hace balance de los tiempos que corren. De joven, en Nápoles, se entusiasmó con la ilustración de los círculos cartesianos, saboreó un atisbo puro y preciso de racionalismo, capaz de poner un orden armónico en el desquiciamiento de luz del carnaval. Ahora —en 1767—, más lúcido que muchos, tiene, por anticipado, una visión exacta del

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resquebrajamiento interior, del fin de la tramoya. No hemos de sentirnos muy lejanos de todo esto, los que hemos sufrido la euforia rutilante de

plástico de los sesenta de este siglo, y sentimos ahora que algo se ha carcomido interiormente, y que unos dientes invisibles están a punto de roer muchas cosas. Porque Metastasio escribe a su hermano: «No veo, sin embargo, ninguna apariencia de que el mundo vaya a curarse de este delirio epidémico a fuerza de razones; será preciso que funestas consecuencias, que poco a poco irán siendo intolerables para todo el mundo, traigan el desengaño con los hechos. Esta terrible crisis ha de sobrevenir necesariamente, y quizás ha comenzado ya; pero antes de que todo vuelva a recobrar su equilibrio, sabe Dios qué será de nosotros».

(4 de noviembre)

MUSIL, EL ESPECTADOR Este hombre que nació hace hoy exactamente cien años —el 6 de noviembre de 1880—, este

austríaco, Robert Musil, ¿es el último escritor de otra era, o más bien el primero de la era en que vivimos? Se sitúa, quizás, en el punto de intersección. No es un hecho establecido el que la realidad corriente y la literatura tengan algo que ver; ni el

Renacimiento ni el Barroco lo presuponían forzosamente. Sobre todo porque, en el marco filosófico, la realidad era entonces apariencia inestable; sólo eran estables las ideas perennes. Y, cuando lo real y la literatura mantienen algún tipo de relación, esta relación se remite, sutil, al tramado, a la malla de resonancias múltiples entre la realidad de fuera —el mundo visible— y la realidad de dentro: el mundo del texto, que no es un doble del mundo real, sino un traslado a otro orden, el de la ficción literaria. Lo que nos cautiva, entonces, no es el mundo mismo, sino el mundo convertido en literatura. Así ocurre con Musil. Hay una ósmosis entre el escritor y su personaje principal, el matemático Ulrich. Ulrich es el

hombre sin atributos, es decir, no precisamente el hombre sin «atributos viriles», sino el hombre sin nada de lo que se considera, corrientemente, propio del hombre en este tiempo: el hombre sin propiedades —no físicas, sino morales— o, si lo preferís, sin cualidades —igual da que sean positivas que negativas—. Ulrich es el hombre neutro, abstracto: el hombre de la idea, la idea hecha hombre. Ulrich rompe la corriente, el cañamazo del mundo, ya que, mientras los otros participan, él observa. Es contemplativo, pero no pasivo. Analítico. Ulrich es, de manera diferente, tan marginal, tan diferente y tan intensamente lúcido como K.,

protagonista de las principales novelas de Kafka. Como él, vive en un mundo histórico preciso: las postrimerías del Imperio austrohúngaro. Ritualista, con precisión de metrónomo, y al mismo tiempo carente de sustancia moral genuina, yermo por dentro, este mundo recuerda, en eso, los ceremoniales parisinos que nos describe Marcel Proust. Se separa, sobre todo, porque corona una tradición literaria y filosófica diferente, y porque desplaza el foco de atención del espectro social, e incluso de las gamas de conciencia, para centrarlo en el espíritu de la época, que se descubre a sí misma en el furor tecnológico. Es un hermoso día de agosto del año 1913, en Viena, donde empieza El hombre sin atributos.

Los automóviles pasan disparados; en un palacio antiguo, restaurado en fases sucesivas, con jardín, vive Ulrich, el exento, el disponible, el hombre sin atributos, espectador y nada más. Se empeña en calcular, cuando lo vemos por primera vez, la cantidad increíble de energía que precisa el hombre de hoy para no hacer nada, simplemente por el hecho de resistir el choque psíquico de vivir en una gran ciudad. El hombre sin atributos no tiene sentido de la realidad; es inepto para la vida práctica. Con un reloj en la mano, cronometra el tráfico vano de la calle. Han pasado diez minutos: Ulrich deja el reloj y ríe. Al pasar, suelta un puñetazo a la bola de boxeo que cuelga del techo. En el mundo de Musil, los actos son así: sacudidas violentas de futilidad, bajo la claridad cruda de la inteligencia.

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TEMPORAL Nos encontramos ahora, en el otoño, como el patrón de la nave de un poema de Ausias March, es

decir, prácticamente como Ausias March mismo, ante el espectáculo de las propias pasiones desencadenadas. El «mal tiempo» nos sorprende como cosa nueva; no sabemos habituarnos, por anticipado, a los temporales del otoño, o de la existencia. Nos irrita el exceso nítido de azul y de sol; nos irrita, pero había llegado a viciarnos. Tenemos el hábito de la inalterabilidad. En este poema —el segundo de la colección de Ausias March—, el patrón, como sin duda

muchos recordaréis, tiene una gran nave en la playa, y le parece tan segura y firme como si fuera un castillo; el cielo es claro y diáfano, y cree que con un ancla tendrá bastante para sujetar al navío. Igual nosotros, fiados de la lisura del firmamento moral o de la piel desnuda y dócil del verano, no pensamos en las tormentas del otoño ni en el zarandeo pasional que puede acometernos. Más cauto que nosotros, sin embargo, el patrón clava la mirada en el horizonte y «veu venir

sobtós un temporal / de tempestat e temps incomportable». El temps incomportable es el tiempo que no podremos comportar, que no soportamos, que no nos place, un tiempo ingrato, como el que, desde el lunes, se ha enseñoreado de Barcelona. Es igual que, más tarde, cuando la lluvia lo haya aclarado todo ampliamente, vengan días claros y fríos, con la claridad edénica del sol en el cielo desnudo y ventoso: los días otoñales, de «temps incomportable», estarán incrustados en el fondo del alma de la estación, como una levadura amarga en la sustancia de nuestra vida después del chaparrón turbio de las pasiones. Pero el patrón del poema de Ausias March, antes de que todo esto pase, ya ha comprendido,

siempre diligente, que «cercar los ports, més que aturar, li val» (más le vale buscar seguro puerto). Al resguardo, la nave del sabio patrón cauteloso no se encontrará, como nosotros, al azar del tiempo inclemente. Considerando la condición de nuestra alma, ¿no precisaremos, en cambio, pensar más bien en aquella embarcación del poema de Lope de Vega, «sin velas, desvelada y entre las olas sola»? Pero, a veces, el temporal puede venir con un cariz más benigno. Ausias March vivía aún en el corazón de hierro del mundo medieval; nosotros, como él, vivimos en una era bárbara y tosca. Quizá podamos, en cambio, pensar en alguien que conoció el alba de un tiempo en el que la humanidad parecía dispuesta a renunciar a la barbarie. Es así como, hacia 1507, en la frontera del Renacimiento, el pintor Giorgione dibujaba un paisaje insólito. Hay, en primer término, en esta tela de dimensiones muy discretas, dos figuras humanas: una

mujer cálida y opulenta, medio desnuda, que da el pecho a una criatura, a la orilla de un arroyo plácido; en la otra orilla, una especie de pastor, o quizá paje, con actitud serena, cayado y calzón corto. En el fondo vemos, tras el dulzor del follaje verde de los árboles, un puente y las torres de una ciudad misteriosa. Pero en lo alto, en el centro del cielo que se nubla, muy lejos del ensueño estático de los dos personajes, un primer relámpago, serpenteante, anuncia la tempestad. No es aquella tempestad de la pieza de Shakespeare, que nos adentra en una isla ignota; no es, tampoco, el temporal hostil y brusco del poema de Ausias March o el de la Barcelona de hoy. En el mundo de Giorgione, conciliado, el temporal es sólo un accidente que refuerza la armonía. Hemos perdido este paraíso.

(8 de noviembre)

SORTILEGIOS DEL FÚTBOL En la tarde espesa y áspera del martes pasado, toda Barcelona era como un capirote de negror

ventoso. En el cimal de la capucha, el cielo, fosco y violento; al fondo del embudo cónico, los cascarones vanos de los coches jadeantes y fragorosos mientras la lluvia lava el polvo de los plátanos y el vendaval araña los muros. En la radio del taxi, sin embargo, había una voz que nos

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hablaba de un atardecer de aún peor talante. En la lejanía magiar, en el estadio de Budapest, el locutor, arrastrando las erres con estrépito de onomatopeya, imitaba el cuerno oscuro de caza en la ventolera glacial. Una tarde de infierno, decía; y sentíamos la granizada y el aguanieve castigando la cara, amenazando el tuétano de los huesos, cortando la piel con pellizcos de hielo. Primero en copos, luego en gruesas bolas, la nieve, como un peso blanco en las espaldas, o bien

lanzada a la cara del portero del equipo español. La pelota, rápida, parecía que fuera, en aquella tarde furiosa, a contracorriente de un deshielo de aguas en remolino. El fútbol, ¿una caligrafía visual en el espacio? La voz, haciendo fintas como un espadín, acompañaba al balón, en la apocalipsis del hielo, con aquel sonsonete omnipresente y frenético que asociamos, como por un reflejo condicionado, a las tardes del domingo de los años cincuenta o sesenta, cuando incluso —¿seguirá siendo así?— en algunos meublés un altavoz, potente, transmitía a todas las habitaciones la voz tronante y jupiterina de los estadios. Gimnasias paralelas. Ya lo dice McLuhan: el medio es el mensaje, y el masaje. De manera que el taxi acabó el

trayecto y yo subí a casa y encendí el televisor. Sorpresa: en la pantalla, aquella tempestad increpadora, con tanto rechinar de erres y crujir de dientes bajo la ventisca, se convertía en la claridad pausada, quieta y blanca de un estadio lejano, casi inmerso en una paz sideral. Módica, la voz del locutor televisivo tenía otra cadencia. No se esforzaba en imitar el temporal invisible, el vuelo del balón, la nieve y el huracán; tampoco hablaba a grandes gritos, en la negrura distraída de los micrófonos. Pausadamente, se dirigía al silencio represado de los hogares, y era sólo un toque fino de pincel bajo la evidencia luminosa del dominio del blanco. El medio es el mensaje, y el locutor deportivo, en la radio, se convierte en actor. Le corresponde

la paradoja de dar cuerpo verbal a un hecho visual. De ahí, quizá, la naturaleza ultraterrena y pétrea de los mitos del fútbol de antes: eran guerreros de un Olimpo de palabras radiofónicas. Ahora, cuando Cruyff —o bien, hoy mismo, Schuster— reviven, con pelambrera dorada, el tradicional mito del «oso rubio de Hungría» cantado por Alberti en el futbolista Platko, en un poema de los años veinte, su dominio no es tan sólo un feudo de palabras. Rubio, movedizo, diligente, Schuster tiene toda una fenomenología visual. Es, sobre todo, un objeto de contemplación óptica. ¿Una ilusión óptica, quizá?

(9 de noviembre)

BRUJAS EN VENECIA Este muchachito —Giacomo Casanova—, decididamente, no crece sano. Le sale sangre por las

narices: ¡mal agüero! Estamos en Venecia, en pleno y sofocante estío, cuando agosto abre los batientes tórridos de una puerta hecha de brasas. Es el año 1733, y el muchacho tiene ocho años. Es entonces cuando siente espabilársele la inteligencia: la cabeza contra el muro, las narices sangrando. Gota a gota, grumos de sangre, rojísima, en el suelo del cuarto. Es el recuerdo más antiguo de vida consciente que tendrá —años después, convaleciente en la biblioteca del castillo del conde de Waldstein, en el crudo invierno de Bohemia, todo carámbanos de hielo, friolero y solo— el viejo caballero Giacomo Casanova de Seingalt. Por suerte, este muchachito que echa sangre por las narices tiene una abuela diligente. La abuela

se llama Marcia, como la mujer de Catón el Menor, que, en el Purgatorio de la Divina Comedia, vio el «nobile castello» donde moran los espíritus de las damas virtuosas del tiempo pagano. Y algo de paganismo tiene también la abuela Marcia. Porque, al oscurecer el día, lava la cara del chiquillo con agua fresca y, sin que nadie se entere, lo embarca en una góndola, camino de la isla de Murano, camino de la morada de unas brujas que pondrán remedio a aquel mal sangrante. Hay una vieja, sentada en un jergón, toda ella rodeada de gatos negros. La abuela y la bruja hablan en un susurro. Un ducado de plata, reluciente, brilla en la palma de la

mano de la curandera, y el jovencito Giacomo —estancando, en las narices, el flujo de la sangre con un pañuelo—es encerrado en una caja. Lo sacan de la caja; desnudo, lo envuelven en un trapo

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aromatizado con el humo de unas drogas misteriosas; luego le hacen tragar seis pastelillos que parecen almendras azucaradas, y le frotan el cogote y los pulsos con un ungüento odorífero. Aquella noche, cuando la góndola ha vuelto ya de Murano y la luna tiene un color harinoso en un

cielo de papel recortado, el pequeño Giacomo, en su dormitorio, se despierta con la primera luz del alba. De la chimenea sale una dama: vestida con ropaje resplandeciente, lleva en la cabeza una corona de piedras preciosas que parecen de fuego. Poco a poco, con majestad lánguida, se acerca a la cabecera de la cama; sentada en el frescor de la colcha, vacía suavemente en la cabeza del doncel el contenido de unas cápsulas. Habla con un murmullo, con palabras nunca oídas, y cierra con un beso la escena de encantamiento. Al día siguiente, la abuela le exigirá al chiquillo discreción total. El episodio ha de ser secreto. Lúcido —la caligrafía, en el manuscrito, es pulquérrima—, pero herido por dentro, el viejo

Casanova, en la biblioteca represada, piensa que la visita del hada nocturna fue un sueño o una mascarada. Sin embargo, desde aquel día, no le salió más sangre. Y ahora, el viejo Casanova, al evocar aquel nacimiento suyo a la vida consciente, hace memoria de unos versos de Horacio que hablan de los terrores mágicos y de los espíritus nocturnos y de los prodigios que vemos en sueños. Y ésta es la Venecia exótica y tranquila de los cuadros de Longhi: escenas de salón, con figurillas que parecen de cera, señores vestidos con casacas rojas, y damas con encajes blanquísimos o con ropas floreadas. Y, en el centro de este mundo mínimo y nítido, la brujería doméstica forma una mancha tan viva como la sangre, tan hiriente en el recuerdo.

(18 de noviembre)

EL ESCRITOR EN EL LABERINTO El buen ingeniero ordena el laberinto del mundo visible; no es el relojero cósmico de Leibnitz,

pero se empeña en horadar peñascos y en encarrilar flujos de agua blanqueante y fúlgida, y en peinar, con esclusas, el río abundante y furibundo. El buen escritor, como el buen ingeniero, es tributario del desorden del mundo. Pone en él, con compases de mesura, un toque de geometría moral. El buen ingeniero, como el buen escritor, habita en el laberinto. Y es en función del laberinto como se define este minotauro de los planos o Teseo de las palabras. He aquí, hace once años, al buen escritor y al buen ingeniero reunidos en una sola persona —

Juan Benet, novelista— en un laberinto físico y real. Era en el mismo tiempo en que ahora estamos: en pleno otoño, cuando el aire es vivo y limpio y el cielo sólo tiene un aliento de palidez. El coche, al detenerse en el camino vacío y gélido, hacía rozar las llantas del neumático con el suelo, en un silencio sonoro. Y salíamos: la portezuela se cerraba con un chasquido límpido bajo nubes blanquecinas y plúmbeas, de cuadro manierista. El laberinto de Horta, abandonado, era una ruina dieciochesca pensada para el cuaderno de croquis de un paisajista romántico. Y Juan Benet, con paso vivo, caminaba por las avenidas y los desmontes del laberinto silvoso. Porque se trataba de encontrar un buen rincón para la foto de cubierta de su nueva novela: Una meditación, premio Biblioteca Breve. Todo el aire se acurrucaba bajo el frío rasposo del cielo, y los zapatos tenían un roce de murmullo por el sendero que llevaba a una escalinata escenográfica, melancólica, como la morada del espectro rubio de una heroína de novela gótica. He aquí ahora, unos años más tarde, al mismo escritor en otro laberinto. Hemos entrado en la

catedral de Barcelona por la puerta principal, y Frederic PauVerrié, el arqueólogo, nos indica que ahora hay -que agacharse y descender. La catedral invita a la verticalidad: un corazón alto y fresquísimo, con latidos regulares en la tiniebla que huele a incienso. Pero nosotros invertimos el destino de las flechas de agujas y las torres, y observamos, bajo el suelo de la nave, las excavaciones paleocristianas. Al entrar en una catedral, el visitante se detiene y mira a lo alto, o bien camina con la mirada hacia delante; el arqueólogo, en cambio, puede extraer en las minas del subsuelo. Todo está vacío y desnudo en este silencio de piedra fría. El pasado tiene la sencillez ceremonial de una muerte inserta en el ciclo del plano cósmico.

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Ingeniero del altiplano venteado o las montañas de bosques y de nieve, Juan Benet tiene la llamada del laberinto en el entramado de su prosa. Hay laberinto en la sustancia de sus dos novelas recientes, que son a un tiempo complementarias y antípodas. En Saúl ante Samuel, es el puro laberinto de las posesiones y desposesiones de la memoria y la percepción, haciendo intríngulis de los actos humanos, difuminados en la escritura; en El aire de un crimen, es el laberinto sórdido y mortecino de un cadáver anónimo en la plaza atónita de un pueblo embrutecido. Del laberinto silente de la escritura, llega Juan Benet, ingeniero de laberintos.

(21 de noviembre)

ALTHUSSER: EL INTELECTUAL Y EL DELITO Confuso aún cuando escribo esto, el drama del filósofo Louis Althusser, exige, de todos

nosotros, un respeto perplejo. Como mínimo, Althusser se habrá convertido en homicida de sí mismo; de la sangrienta y oscura peripecia conyugal puede deducirse, aún, otra ley de hechos. Es así como, de súbito, los campos, que parecían opuestos y deslindados, se difuminan y se comunican: el moralista —porque todo filósofo es un moralista— se encuentra proyectado, de súbito, en el terreno minado del delito. Más que nunca, es aquí donde hemos de ser humildes sobre los límites morales de la justicia. La punición social aplica unas previsiones —reclusión, penalización— a un caso concreto. Basta

con que el sujeto sea atípico —un Althusser, por ejemplo— para poner de manifiesto que una cosa es el objetivo práctico del código penal y otra, muy distinta, el ámbito cerrado de la conciencia donde se desnuda el drama de la responsabilidad. Es aquí donde Althusser se juzga y, sólo ante sí mismo, en un silencio áspero, intenta absolverse o condenarse, con un veredicto interior, exclusiva-mente moral. Nadie le puede apoyar en este tribunal silencioso. Hasta un límite angustioso, la situación actual de Althusser prolonga su obra. Como toda ella,

ilustra el drama del intelectual que tiene que habérselas con la utopía. Llega un momento en la historia de la humanidad —por la época del enciclopedismo del XVIII— en que el intelectual, en vez de sintonizar con el mundo, puede postular un mundo diferente. Criticará lo visible, no en nombre de lo invisible —como el místico—, sino en nombre de otro proyecto social. Es aquí donde están, a un tiempo, la grandeza y, quizás, el pecado original, porque no es seguro que se puede llevar a término sin impurezas el ajuste entre proyecto y sociedad. El intelectual, entonces, se encuentra en la tensión permanente de elegir entre la complicidad, el

mutismo o la impugnación constante. La paradoja, además, tensa el espíritu como una cuerda de violín: un Rousseau, envejecido y exiliado, es apedreado por los aldeanos —teóricamente redimibles— y recibe toda clase de cumplidos de la nobleza esnob; como él, a su vez, es también esnob, se convierte en la contradicción viva de la teoría que lo ha convertido, al mismo tiempo, en espantajo y en hombre de moda. Un Norman Mailer se encuentra implicado en el caso de homicidio de la mujer —exactamente como Althusser—, pero de eso saca luego materia para una novela que se convierte en un best-seller. Un Maiakovski, un Essenin, cortan el nudo gordiano con el suicidio, antes de asentir a la invernada staliniana. Recluido en la depresión, Althusser lleva a cabo un gesto que equivale al suicidio: se autoexcluye del cuerpo social, apela sólo al fondo de la propia conciencia. En el fondo, la condición de Althusser era ya delictiva antes: delincuencia más o menos tolerada

—como la de Marcuse, o la de Artaud, o la de Jean Genet, o la de Sade, tan distintos—, delincuencia asimilada, pero delincuencia en definitiva, en la medida en que era rechazo, no ya de un partido o de un Estado o de una forma de sociedad, sino de cualquier transacción entre lo real y lo utópico. Desde un polo quizá sólo aparentemente opuesto, el escepticismo absoluto de un Borges tiene un fondo crítico no muy distinto, y recibe, con la acusación de reaccionarismo, la misma consideración social de hecho delictivo. Delito por delito, Althusser, acorralado en la crisis, ha elegido el horror del delito material, ya

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que vivía, desde hace tiempo, en la cárcel del delito moral que la sociedad mantiene a guisa de elemento decorativo. El gesto de un ciego, a tientas, avanzando con su bastón en un tiempo de eclipse. Sartre resolvió el dilema con un delito simbólico, vendiendo por las calles el diario izquierdista La Cause du Peuple, para forzar su detención. El filósofo y el delincuente son figuras simétricas, como el poeta y el loco, porque escapan del tráfago corriente de las cosas humanas. A menudo, sólo un paso, terrible, intercambiará las figuras.

(22 de noviembre)

EROTISMOS CONCÉNTRICOS ¿Es circular el erotismo? Reiterado, el erotismo es concéntrico. Una imaginación reproduce a la

otra, como la expansión de los radios de una circunferencia: cantazo en el agua. El erotismo cerrado —el erotismo privado— se bifurca entre los bastidores y los biombos inmóviles de la mente petrificada. El erotismo público se extiende en el espacio. Ved, en la vieja leyenda que perpetuó Procopio, el cuerpo de la mujer de Justiniano, Teodora, emperatriz de Bizancio. No son corredores mentales con brillos de lucerna iluminando un fetiche, ni ropa que roza en armarios guardados. No: es exactamente Teodora, un cuerpo retador en plena luz, en el calor de desierto de la arena del circo. La emperatriz desnuda mostrándose al pueblo, hace de sacerdotisa del esplendor real. La desnudez no desmiente el imperio: lo corrobora. En la fascinación de los ojos, se afirma una posesión mutua. Así, en el estadio, ved a Helenio Herrera. Con perfil anguloso y quijotesco, con mandíbula pétrea

y ojos vivos, el mister impone una fascinación que tiene algo de erótica. La magia de Helenio Herrera es una capacidad instintiva de realizar el ajuste con los que le rodean. Si convence al jugador, si convence al público, es porque hay, en el entrenador, una sintonía que ajusta esta cara de piedra con el espíritu del tiempo. No es que Helenio Herrera triunfe, cuando triunfa, por sus dotes de farsante. El farsante triunfador, en la vida pública, es el farsante capaz de comulgar con la masa y maridarse, por simple presencia física, con el cuerpo social. Igual que Evita Perón, como otra Teodora, venida de las oscuridades de acuario del radio-teatro. La farsa resulta, confusamente, verdad: la verdad del mito. Cantando —o más bien salmodiando recitados con voz ronca en una falsa claridad de burdel de

lujo—, Mae West sugería, en cambio, el cuerpo por ausencia. Erotismo verbal, más impresionante en los discos. Las imágenes mostraban una imagen totémica: la teoría de Mae West, la diosa gordezuela de culturistas forzudos como aquellos «fornidos atletas» de un verso de SalvatPapasseit. Más que el medallón lunar y sarcástico de la cara, inmemorial como una efigie búdica, era en la voz donde se fraguaba el triunfo, absorbente y áureo, de la reina de las abejas en la bodega masculina. Pero la masa quiere casarse con un cuerpo, no con una voz ensoñada ni tampoco con la osamenta

angulosa de un entrenador. No: la masa quiere el cuerpo de Teodora, prenda de un imperio. Asintiendo a la desnudez, la masa se marida con el ídolo. Es aquí donde, inesperadas, hacen acto de presencia las fotos de desnudos de Gaby Schuster. Es un desnudo casero y bucólico, de escena de Rubens o de Franz Hals. Por persona interpuesta, en los desnudos de Gaby, la masa entra en mari-daje con Schuster, con un grumo dorado y móvil en el corazón del estadio. Igual, en Teodora, la plebe de Bizancio reencontraba el fulgor altivo de Justiniano.

(27 de noviembre)

GEORGE RAFT: EL CREPÚSCULO DEL GÁNGSTER Los periódicos, ahora, nos muestran una foto de sus tiempos de madurez. Vemos a George Raft y

a Mae West, dos desaparecidos sincrónicos, en un party de hace tres años. Es una imagen en blanco y negro: un negativo de ultratumba. ¿Verdad que parece un fotograma de una película de terror?

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Mae, macizamente envainada en una especie de saco de satén blanco, es toda ella pelo rubio y pómulos salientes y labios medio abiertos y esta mirada de diosa Kali, que pide el culto procaz de la estrangulación erótica. A su lado, George Raft —chaqueta oscura, camisa blanca, corbata a franjas transversales, un pañuelo oscuro en el bolsillo— tiene canoso su escaso cabello, y unos ojos fatigados que, aún, en el fondo de la pupila, recuerdan la elegancia de un antiguo desencanto. El personaje —no el actor, no el hombre, sino el personaje, que los difumina y resume— ha probado la copa, desbravada y trivial, del néctar mundano, y, como Dante en el infierno, «guarda e passa», mira y pasa de largo, sin decir palabra, ante el crujir de celofán y plástico de los hoteles encendidos en la noche. Miradlos ahora, juntos por primera vez, en una foto del año 1932. Es la primera película de Mae

West. Una vez más, toda ella es albor imperial, y todo Raft es oscuridad ceremoniosa. Pero aquí la rubia no tiene el pliegue de desdén hierático de una efigie indostánica, ni tan sólo la solemne sexualidad cortesana de un cuadro de Cranach; no, aquí es realmente aún la muchacha de brazos redonditos y lechosos que sonríe, franca, en una nunca vista perspectiva de alcobas encendidas e impolutas. Y Raft lleva esmoquin, y raya dividiendo el cabello engominado, y un clavel blanco en el ojal, y el pico blanquísimo de un pañuelo, y la pechera de la camisa como un escudo de almidón. Mae no mira a Raft: mira, una sonrisa difusa y húmeda en los labios, hacia fuera de la imagen. Raft, abrazando a la beldad, sólo la observa por el rabillo del ojo, todo él fino como la línea justa de las cejas. Navegamos, en la negrura sideral del fotograma, como meteoros por un cielo lujoso y vacío. Pero Raft es, sobre todo, este otro hombre: el hombre de la moneda. Al Capone —Paul Muni,

aristocrático y simiesco a un tiempo, como un Calígula de barrio—olfatea cigarros, extraídos de cajas de madera de cedro, y lleva corbatas de lazo, y tiene el pelo unas veces engomado y otras revuelto y tempestuoso. Al Capone, en Scarface, película de Howard Hawks, tiene varios lugartenientes. Al Capone, en la ciudad nocturna, vive de portaladas sórdidas y de salones con gran-des cortinajes y de negror de baquelita en los teléfonos, y de serrín empapado en sangre y vino en el suelo de los bares, y de la claridad de látigo de las ráfagas de ametralladora. Y uno de los secretarios —un hombrecillo con bigote y ojos de payaso, como un Charlot embrutecido— es tan romo que, en vez de secretario, dice siempre que es «sectario» del cacique mortífero. Pero el otro lugarteniente —George Raft—, con sombrero flexible, habla poco: le basta con hacer saltar, recogiéndola siempre, una moneda en la palma de la mano. Mirad: el mundo es reversible, y ahora Paul Muni ha disparado. Poco a poco, de la mano moribunda, cae una última moneda.

(28 de noviembre)

EUROPA Y LA LLUVIA La lluvia, cuando escribo esto, es violenta y desnuda. No con violencia exactamente material. Es,

más bien, una lluvia adormecida y persistente, como aquella de la que dice Jorge Luis Borges: «La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado». La oscuridad es el presente de la lluvia. Un presente que limpia los ojos: demasiado fuego solar nos estrellaba la visión. Ahora vemos, precisa, cada casa y cada reja y cada ventana con una luz encendida. El otoño nos regala un mundo más nítido. Europa duerme, quizá, bajo la catedral lluviosa de ceniza. En las balanzas del año, la primavera sirve de contrapeso del otoño. Europa, ahora, está recluida

en el sonido toñal. Pero justo a mediados del mes de mayo. Europa era la hija del rey Agenor: una «bella giovinetta», escribe Giambattista Marino, poeta barroco, y la ve cogiendo guirnaldas de flores que son gemas tiernas, en un prado tan lleno de diversos colores como una tela áurea trabajada en un país turqués o como una tela etiópica, de textura sedeña. Imaginábamos a Europa vestida sólo con el resplandor estatuario de una desnudez de mármol ardiente, fuego de púrpura en la pradera. Pero, no: Europa —en este cuadro arcádico, dieciochesco, de Francesco Zuccarelli, pintor toscanolleva el vestido amplio de una dama patricia, y un broche en el escote y una sandalia en el pie delicado. Y, en el paisaje setecentista, no llueve, desde luego, pero tampoco estalla la

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lanzada impúdica de la claridad solar. Mirad: Europa, aguas adentro, cabalga un toro. Zeus, sirviéndose de un toro, acaba de raptar a

Europa. Hay, en la orilla, un cortejo de ninfas aterrorizadas; praderas allá, pastan unos bueyes indiferentes, todos sabiduría agraria y terrena. Pero el rapto mítico, en este cuadro de Zuccarelli, no es una escena dramática, porque, en el centro del agua, el toro, ornado con guirnaldas que cogió a la recién casada, exhibe una actitud serena, y hace, rodeado de plácidos cupidos, el jubileo de la mar verdosa y del cielo de nubes idílicas y la paz remota de una ciudad de torres ocres y tejados silenciosos en la luz del atardecer. Sabemos que, después del rapto de Europa, todo volverá al orden: el toro prodigioso será

exaltado al firmamento, convertido en la figura celeste de tauro, y, en recuerdo del amor del dios y la doncella, Europa dará nombre «a la del mundo esclarecida parte», como escribe el conde de Villamediana. Nada: el cielo está completamente limpio; no hay lluvia, y nadie volverá a raptar a Europa. Pero, otro pintor —Max Ernst— ha visto, con la exacta mirada surreal, cómo es Europa después de la lluvia, es decir, hacia 1942. Ahora vivimos aún en este «después de la lluvia», o más bien en el escalofrío de los timbales oscuros de bronce de otro chaparrón que quizá llegue. El paisaje de Zuccarelli era idílico: el paisaje de Ernst es un oro calcinado y desértico en petrificación. En medio, sobre la mitología dieciochesca, alguien ha tachado las bodas de Europa con el toro fabuloso.

(29 de noviembre)

QUEVEDO El objeto, la materia, es casi indiferente; para el genio específico de Quevedo, igual da qué

objeto sea, mientras haya objeto. El barroco —como se dijo de la Naturaleza— tiene horror al vacío. Pero sólo en apariencia, pues, este vacío, lo llena un objeto. No: lo llenan las palabras, que, en constelación poderosa, sustituyen a la realidad. El objeto es, sólo, el centro del punto de partida. Ése es el fondo del escepticismo de Quevedo, y, en este sentido, la actual conmemoración del centenario resulta irónica y paradójica. En el tuétano del lenguaje, Quevedo, en los juegos intercambiables del verbo, critica la realidad aparente del mundo. Conmemorar a alguien que lo niega todo, ¿no será una contradicción? No, sin embargo: Quevedo es rico porque es ambiguo. Tomemos, de todos los objetos posibles,

un cuerpo de mujer. Quevedo lo celebra por la doble vertiente de la exaltación y de la denigración. Lo que ocurre es que la exaltación y la denigración funcionan con un mecanismo idéntico y, por lo tanto, son, también, intercambiables; síntomas, sólo, de la relatividad del mundo, al igual que el «discours sur le peu de réalité», de André Breton. Veamos, por una parte, el Quevedo exaltador. Del cuerpo de la mujer, recoge, en un retrato que

lleva en la palma de la mano, sólo el rostro; del rostro, en definitiva, recogerá sólo la boca. El rostro se transfigura: es un sol —«el cerco de la luz resplandeciente»— con toda su multitud de rayos —«con toda su familia de oro ardiente». Es, también, un firmamento con sus astros —«el campo que pacen estrellado / las altas fieras de

la piel luciente». Más aún: la boca es un diamante que tiene por labios rubíes. Cuando esta boca, estos labios —es decir, este diamante y estos rubíes— hablen con desdén, pronunciarán sonoro yelo, es decir, palabras heladas en sentido figurado, pero, también —dentro de la imaginación que construye el poema—, en el real. Si, no obstante, los labios se vuelven alegres, encenderán fuego, con unos «relámpagos de risa carmesíes», que serán «gala y presunción del cielo», o sea —volviendo al punto de partida—, serán ornato cósmico, exactamente como lo es el sol en el firmamento, o bien como los relámpagos. Veamos ahora el Quevedo denigratorio. Como todos los eróticos —un Sade, un Pasolini—,

Quevedo está obsesionado por el hecho de la existencia física de un cuerpo diferente al suyo, irreductiblemente tangible, que la posesión no anula. Siente, en cambio, que este otro cuerpo, sólo

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durante el tiempo que dure un poema, puede disolverse en un castillo de palabras. La posesión ver-bal, entonces, tiene el mismo cariz imperativo, acaparador y violento de la agresión física. Para agredir, Quevedo vuelve a igualar a la dama con un sol rojo. Pero no sitúa ahora su

imaginación verbal en la cara, sino en el antípoda, porque «que tiene ojo de culo es evidente». En consecuencia, este ojo ha de tener una niña —el excremento—, y también legañas y pestaña, que guiñará, en el acto de la defecación. Aplicación, sistemática, del principio de la transfiguración de la realidad del verbo, y la metáfora, a partir de un objeto dado. Pero Quevedo no se aviene a reconciliarse con esto, y acaba por exclamar «y estánme encareciendo la letrina». La exclamación final parece de moralista, pero, en el fondo, no es una exclamación cristiana: no tendría cabida en el universo mental de Dante. Quevedo exalta una cara transfigurada, pero retrocede ante la fisiología del cuerpo, es decir, ante

la humanidad concreta. Es la crisis moral del tiempo de la Contrarreforma. El erotismo actual tenso y angustiado, bajo una superficie a veces satinada —fotográfica o fílmica—, es también erotismo de crispación, de tiempo de crisis. Pero tal como el mundo parece vaciado de sentido moral, no encaja la simple existencia del cuerpo humano, que celebraba el rey Salomón.

(2 de diciembre)

DICIEMBRE CONGELADO Primero fue el noviembre ceremonioso y lento; sí, in «lento noviembre», como el que, en unos

versos de C. S. Eliot, acaba con el disturbio de la primavera, y las criaturas del calor del verano, y las flores tardías bajo 1 timbal del trueno que estalla en medio del cielo constelado. Pero, el mismo Eliot lo dice luego: eso sólo es una forma de exponer el hecho, y no muy satisfactoria; es un estudio perifrástico, es un camino poético ya hollado. Vamos, más bien, a lo concreto, sin suplantarlo con literatura. Lo concreto, es el «diciembre congelado» de la canción popular. Un diciembre como el que, en estos días, nos aguza la piel de los labios con el aire vivo y desnudo, cuando caminamos. No es barcelonés un mes como éste: en Barcelona, diciembre suele ser, más bien, como dice un

poema de Josep Carner, un «diciembre fino», muy contagiado de la claridad blanca y azul del cielo. El otro diciembre —el congelado— lo imaginamos, más allá de la montaña, en un paisaje de tarjeta navideña, asociado a un montón de cosas que suenan como «congelado»: ventisquero, congosto. Corazón adentro, la añoranza del hielo del diciembre montañés es, también, una parte de nosotros. A veces, sin embargo —como ahora mismo— el diciembre congelado llega hasta Barcelona.

Eso, ya lo tenía previsto el mundo poético de Josep Carner, preciso y nítido y delicado y exacto como un reloj con caja de porcelana. Pero el diciembre congelado de Carner no es el huraño y venteador de los viajeros navideños de la canción popular. Es más bien —en la «Nova cançó del desembre congelat», que encontramos en Auques i ventalls— un diciembre sensible y versallesco, todo cortesía. Porque, en el poema de Carner, «El desembre congelat confós se retira», y a ti, Barcelona, «el desembre no et fa mal: / somriu i s’allunya». Y es que, en el corazón de la invernada, el desapacible diciembre, mirando a Barcelona desde lejos, ve aún rosas blancas en el ramaje de los rosales, y un agua limpia que habla del tiempo que no se detiene y el mañana luminoso. Era otra Barcelona, con calles tan quietas que, en una revuelta, al detenernos, podíamos oír el canto del jilguero. Al invierno le caía bien la cortesía, y el «vent glacial» de diciembre se retiraba, «confús» y «dolç com una lira». Nosotros, ahora, no nos merecemos esto, y el diciembre congelado no gastará tantos cumplidos

con una ciudad hostil y polvorienta, con un país sin cohesión de identidad. El invierno sólo volverá a ser dulce si somos dignos de él, y sólo si somos dignos también de él, el verano se suavizará. No depende tan sólo de la meteorología. Nos sentimos castigados por la punición de un invierno inhóspito —como antes por la claridad

de fragua de un verano martilleante— porque la ciudad, desde que Carner escribía, ha dejado de ser un abrigo, un lugar de existencia colectiva. Con el pasado, hemos perdido la claridad del paraíso.

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Habrá que extraerla del fondo de nosotros mismos.

(4 de diciembre)

TRAS LAS VENTANAS Sabemos como es, ahora, el Palais-Royal. La me des Petits-Champs, estrecha y muda, pasa muy

cerca.. La explosión metálica de los coches en los grandes bulevares parece una cosa muy lejana. Las escaleras son altas y antiguas, con una claridad ocre y tenue en los rellanos. Si entráis en el Palais-Royal, veréis escaparates lujosos y solemnes de joyería, con claridad de barniz y silencio de terciopelo, y un gran jardín, verde bajo el sol benigno o el cielo de porcelana blanca. Al fondo, una fachada de palacio. Sabemos cómo era, en el reinado de Luis XV, el Palais-Royal. La gente paseaba arriba y abajo;

había tenderetes donde vendían libros acabados de publicar, y mondadientes, y aguas de olor, y colgajos de bisutería. Por unos céntimos se podía alquilar una silla de paja; a la sombra de los árboles había gente leyendo las gacetas; la gente comía en los cafés, y los camareros subían y bajaban por peldaños ocultos tras una glorieta hecha con ramaje elegante y rústico. Este joven extranjero, recién llegado a París —Giacomo Casanova—, pide café y le sirven uno execrable en una taza de plata dorada. Tendrá que cambiar de bebida: una horchata de almendra servirá. Todo esto ocurre el 26 de agosto de 1750. Sabemos cómo era el Palais-Royal otro día de verano, casi cuarenta años después. Es el 25 de

julio de 1789. Por las calles de París hay un gran silencio; no pasa ningún coche, ni casi ninguna persona. De

súbito, al llegar al Palais-Royal, os sorprenderá un fragor confuso de gente. Ahora hervirá la olla espesa de la Revolución. Hay hogueras, y castillos de fuegos de artificio, y las mujeres abrazan a los soldados que avanzan con un cortejo de prostitutas. Todos se hartan de café, de helados, de limonadas, de licores. Es la hora de la Asamblea Nacional. Mirad al fondo: en las ventanas del palacio. Los ojos del historiador —los ojos de un Michelet—

ven con toda nitidez la figura oscura de un hombre. En el palacio del duque de Orleáns —el posible recambio de Luis XVI—hay un hombre que espera, mientras observa a la multitud. Es el hombre de confianza del duque. Él no participa en el arranque arrebatado de la plaza porticada; tampoco se estremece con el miedo estupefacto —caras pálidas y empolvadas— de la corte de Versalles. El hombre de confianza, tras los ventanales, ve, en el flujo y reflujo de la masa, la estrategia

moral de la Historia. Es como una repetición, a escala cívica, de otro tipo de estrategia que conoce muy bien. La describió en unas «cartas recogidas en una sociedad y publicadas para instrucción de otras». En estas cartas —ficticias: una novela— leemos, en filigrana, la estrategia privada de las acciones humanas. Siete años antes, el hombre que mira por los ventanales —Pierre-Ambroise-François Choderlos de Lacios— trazó en este libro galante y terrible de Les liaisons dangereuses, los planos de la conquista del dominio de un cuerpo de doncella. Ahora, tiene que edificar la estrategia del poder. La obra literaria ensayará el dominio del cuerpo vivo y deslizante de la Historia. Fuera, soldados

y gentuza no saben que alguien está haciendo planes por ellos.

(7 de diciembre)

LA COCINA DE LANDRU El señor Henri-Désiré Landru, contable, tiene una cocina económica. ¿Cómo es el señor Landru?

En París, en este año 1921, por el mes en que ahora estamos —diciembre—, mucha gente asistió al proceso del insólito burócrata del crimen. Sobre todo, muchos actores. Porque Landru, enamorando

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virginidades tardías, hacía de actor, y también hacía de actor volviendo solo en los trenes de provincias al París de la Gran Guerra, nocturno como una Bagdad de tonalidades anaranjadas (lo vio el ojo de Proust) con la claridad de bazar de los cañones lejanos. Y, ante el tribunal, Landru es aún actor. El tren traqueteaba, como los ferrocarriles que llevaban al joven Proust a playas célticas; en la

paz del pueblo azuleaba, quizá, solitario, el humo de la cocina económica. «Landru —escribe este joven cronista español— es ante todo barba: una barba rectangular, prolijamente construida.» Y añade: «Tras la barba —su obra— embóscase discreto». Este joven cronista español vive en París, tiene veintiocho años y se llama Jorge Guillén. La barba de Landru, negra y bien cortada, sirve de contrapunto boscoso a la blancura de clara de huevo de la cabeza calva; el perfil de Landru, con barba aterciopelada, saca la cabeza por el escotillón justo en la línea de los contornos de Cántico. Descubrir el mundo, describir el mundo, en poesía o en prosa, es, para Jorge Guillén, un problema de precisión en el trato. Describir la barba de Landru es hacer el poema del asesino propietario de una voraz cocina económica. Ahora vemos unas imágenes oscuras. Es la terraza de un café de París. Este señor tan pulcro,

había llevado también, tiempo atrás, una contabilidad muy detallada. No lleva barba: mirad su bigote finísimo, y el pelo plateado y, si es preciso, el sombrero de copa del dandy. Pero ahora el galán crepuscular sólo es un hombre que envejece y se encuentra solo, leyendo el diario, en una terraza de café. Y el diario lleva malas noticias, de un tiempo hosco y turbulento: los alemanes han arrasado Gernika. El antiguo contable —Monsieur Verdoux— se levanta. Las cremaciones de la cocina económica formarán una hogarada bien discreta al lado de los hornos terribles de Auschwitz. La barba de Landru se medía con el chapoteo sangriento del fango de las trincheras y el fálico metal de los cañones. El bigote de monsieur Verdoux —como si dijéramos, una estilización del bigote de Charlot— se medirá con el olor acre de la carne quemada al por mayor. El Verdoux de Chaplin ya es una metáfora de Landru; es el Landru que, redimido de sí mismo,

se convierte en símbolo. Con la barba, ha perdido la servidumbre sórdida a la contabilidad del farsante macabro. Es así como, con la sustancia turbia del mito cotidiano, el arte edifica, perenne, un mito moral.

(9 de diciembre)

LOS DOS PALADINES Es en Venecia, en el palacio del patricio Girolamo Mocenigo, una noche de carnaval, hacia 1624.

El auditorio es restringido y solemne. Por el lado de la orquesta, entra en escena una figura femenina, vestida con una coraza de guerrero. Va a pie, con todas las armas. Le sigue otro guerrero, varón, cubierto con un yelmo coronado por una figura de hipocampo, es decir, un caballo de mar. El hombre es Tancredi; la mujer es Clorinda. Y ahora no estamos en Venecia, no: estamos en Tierra Santa, con las huestes que intentan liberar Jerusalén, en el corazón de hierro de una Edad Media caballeresca y tempestuosa de escudos y de lances y de polvaredas cegadoras y de relinchos de caballos. Tancredi es un guerrero cristiano; Clorinda es una valerosa y bella gentil. En el poema de Tasso —la Gerusalemme libera-ta—, Tancredi y Clorinda se habían encontrado, antes, en un paisaje idílico: en una fuente de claridades boscosas, humedeciéndose los pulsos, Clorinda llagó con dulcísima herida de amor al valeroso caballero. Pero ahora hablará, sólo, el metal crudo y centelleante de las armas. Ahora, las palabras del Tasso, el último combate de Tancredi y Clorinda, se convertirán en acción musical, con las notas de Claudio Monteverdi, en el escenario del palacio. Sabemos que es de noche cuando Clorinda sale de la ciudad sitiada para prender fuego en las

torres de los cristianos. La noche, en los versos del Tasso, «esconde el mundo bajo el caliginoso horror de las alas»: una noche membranosa, de vuelo vampírico. Pero esta noche —un «aura fosca»— es, sobre todo, un «seno profundo y oscuro», y, en definitiva, también un «gran olvido», que oculta, de la claridad solar, del «pleno teatro» de la luz mundanal, esta gesta de amor y guerra.

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Porque Tancredi no reconoce a Clorinda, y, en la oscuridad, la acomete a ultranza tomándola por un caballero. Eso lo explica el narrador de Monteverdi, en la noche veneciana del palacio, mientras, por turnos, Tancredi y Clorinda lo reviven, con febril precisión de pantomima, ante el auditorio de patricios venecianos. Pero no es una pantomima muda: Tancredi y Clorinda tienen voz, tan suave y quejumbrosa, o bien tan guerrera y violenta, como el sonido de la orquesta, o como fragor de cabalgaduras y trompetas de la hueste del duque de Mantua, cuando el músico Monteverdi acompañó la hueste en tierras paganas. Lo dirá, siglos después, Leopardi: Amor y Muerte son hermanos. En esta noche de sufrimiento y

de purificación, la osadía de Tancredi —otra cara, sólo, del amor—matará la dulzura de Clorinda. Después del entrechocar de armas, junto al murmullo de un riachuelo, el paladín bautizará con agua a la bella moribunda. Es entonces cuando la reconoce, en un instante, a un tiempo, de paz tras el combate, y de fusión amorosa, y de revelación mística. La mató con el hierro —dice el poeta— y ahora le da vida con el agua. Al morir, Clorinda ve que el firmamento le abre una morada de altas estancias luminosas. Tras las máscaras de carnaval, los invitados del palacio Mocenigo vislumbran, en la noche

veneciana, la noche alegórica de una Jerusalén del espíritu. La muerte de Clorinda es, realmente, una «major naixença».

(14 de diciembre)

UNA VOZ PERDIDA Ahora, en estos días de un frío penetrante y ventoso, amanecía a menudo todo oscuro, con un

color neutro como el «cielo de zinc» de que habla un poema de Rubén Darío. O bien había en el firmamento una cúpula clara, limpísima, y un sol radiante, con la calígine aclarada por los vendavales glaciales. Entonces, para andar, buscábamos el lado soleado de las calles. En las ciudades trazadas a cuadrícula, la calle tiene siempre un lado de umbría y hielo y otro soleado. Es lo que dice esta canción norteamericana: on the sunny side of the street, es decir, por el lado soleado de la calle. Cada generación recoge, alegre, un mito trágico, presente del mundo del espectáculo inmolado a

un tiempo aniquilador. Para los más jóvenes, esta Ifigenia ha teni- do el rostro patético de Janis Joplin, presa en la cárcel tenue y pegajosa de las luces rojizas. Pero pienso, años atrás, en otra mujer, la que cantaba eso del lado soleado de la calle: Billie Holiday, cantante de jazz, muerta en julio de 1959. Tengo una foto de lo que, en la cubierta del disco, llaman «los años dorados» de Billie Holiday.

Es una imagen virada en rojo, enmarcada en un óvalo que recuerda un camafeo, pero también —vista la trayectoria humana de la artista— tiene la profundidad acuosa de aquel «retrato oval» del conde, funerario y solemne, de Edgar Allan Poe: un retrato que absorbiera, con la esencia del alma, toda la sustancia —lo que los antiguos llaman el «humor vital»— del personaje. Es como un emblema de la biografía de Billie Holiday, herida y vencida al fin —como Edith Piaf— por una tensión demasiado fuerte. El arte es la ofrenda de uno mismo; en nadie como en este tipo de artistas que lo pagan, literalmente, con la vida, se expresa el arte como sacrificio que redime al artista a través de la ofrenda, consumiéndole el ser. La Billie Holiday de este retrato oval y rojo de 1939, es una muchacha negra, con un traje sastre

de color claro, con dos botones grandes, blusa oscura y un medallón colgando del cuello. Lleva, ladeado, un sombrero muy de la época, un sombrero adecuado para cantar, por ejemplo —como, efectivamente, lo hace—, St. Louis Blues, y hacernos pensar en la humareda turbia de oscuridad del crepúsculo de los años treinta, en locales desolados como el que vemos sirviendo de fondo a la foto: el mostrador de un bar, con vasos y botellas, y un hombre huraño, visto de soslayo, señoreando el antro. Pero lo más notable es la actitud de la muchacha: la boca ligeramente abierta, la mano derecha en suspensión, como si fuera a coger algo, como si estuviera hablando con alguien a quien

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no vemos y que cautiva su mirada. Esta Billie Holiday, arrebatada ya por el puro triunfo del arte, del mundo de los callejones y de los prostíbulos, ve, quizá, lo que ella misma ha de ser. Tengo también la última foto, la foto del último disco: Lady in Satin, es decir, la dama vestida de

satén. Lo grabó en el mismo mes de su muerte, veinte años después del retrato oval. La voz, que había sido dulce, tan matizada como la trompeta de Louis Armstrong, pero castigada por el dolor como una llaga viva, es ya, llegada al puerto extremo, un lamento que se quiebra. Porque expresó el deseo, la soledad o la ternura, expresa también, ahora, la muerte inminente. En la foto de cubierta vemos, en efecto, a una «dama», en vez de la muchacha del bar de antes; vemos a una Billie Holiday con collar de perlas y vestido de satén que le deja desnudas las espaldas, y arracadas lujosas en el lóbulo de la oreja, y el pelo recogido en un moño. Pero los ojos, casi de perfil, no parecen mirar ya sino a un vacío que amenaza. Como todos nosotros, abocados a la muerte, iremos buscando siempre el lado soleado de la calle.

(21 de diciembre)

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TARDE DE DOMINGO

A la memoria de Ignacio Prat Al salir del vestíbulo, bajando los últimos peldaños de la escalera —como antes, en el silencio

del rellano—, nos llega ya un soplo leve de aire más vivo y frío. Son las cuatro y media de la tarde. La semana ha sido implacable, con días de un sol explosivo y un ambiente glacial, y días hechos todos de oscuridad agazapada. El verano no tiene matices, no nos reserva sorpresas; ya anuncia, desde el balcón, un trompeteo de luz cálida o bien un chaparrón que retumba barriendo las aceras. Pero, en invierno, al salir del calor de la casa, el frío nos parece siempre nuevo. Mirad: la Rambla de Cataluña, a esta hora de la tarde, está vacía, como una raya gris y desnuda en un dibujo de arquitecto. Hasta los árboles, pelados, se reducen a un esquema de árbol. Ni un atisbo de sol: es como en aquel poema de juventud de Juan Ramón Jiménez, que dice que «No hay sol: el cielo de invierno / es de bruma y nubes blancas; / sólo hay un raso celeste sobre las araucarias». Y, sí, quizá es verdad que, en la punta inerme de los tilos, el cielo átono tiene una pizca de satén azul. Pero lo que más llama la atención en el matiz de la tarde, es su cualidad desértica. Por la parte de

dentro, todos los locales están llenos, ahogados en un vaho cálido como la campana de una chimenea. Pero la calle, absolutamente vacía, sin una palpitación, hace pensar, ahora, en la sensación de soledad que parece inherente a los domingos por la tarde. De este tipo de domingos desertizados y fríos habló también Juan Ramón Jiménez, o sea «el

cansado de sí mismo», como le gustaba llamarse. Eso de «cansado de sí mismo», es muy exacto para cualquier escritor, dividido entre el cercado de su conciencia íntima y la existencia pública, exterior, de alguien que se llama como él y a quien la gente conoce por sus libros, de alguien que llega a ser algo separado de su propia persona: «Al otro, a Borges, es a quien se le ocurren las cosas», ha escrito Borges con mucha precisión. ¿Cómo veía el «cansado de sí mismo», una tarde de domingo vacía de gente, como ahora la de

hoy? Así: «¡Tardes de los domingos de invierno, / cuando todos se han ido! / ...El sol verdeamarillo llega, / puro, hasta los rincones fríos». Es eso: el domingo nos deja solos con nosotros mismos, como ahora, en este paseo mudo, bajo un cielo blanco. Pero ¿y el «sol verdeamarillo» dando un poco de calor a los repliegues de la casa, a los repliegues del día? Porque no hace sol, en esta tarde de hoy. Pero ya lo dicen las palabras antiguas y sabias de Ramon Llull: «Lo foch natural no’s pot veer». No: no se puede ver el fuego, ni el sol ni nada de nada tal como es en estado natural, elemental. No es nuestra la mirada de la esfera celeste. Por eso agradecemos la piedad del sol, un domingo de invierno, aunque sea recordándolo en el frío.

(11 de enero)

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POSIBLE IMAGEN DE JOSEP PLA Lo veo al sesgo. ¿Josep Pla? Un domingo borroso, de claridades heladas, en pleno mes de marzo,

con señeras por las calzadas del paseo de Gracia, bajo la lámina zafiro del cielo. Es gente que vuelve de la manifestación contra la LOAPA. Es gente que vuelve, quizá, de más lejos: de las páginas de Josep Pla, en las que ni el manifestarse ni el no manifestarse tienen sentido, porque la existencia del país adquiere allí la misma materialidad granítica e irrefutable del mampuesto con que son construidos los caserones medievales del Empordanet. Los hechos como son, la realidad tangible en el espacio físico: las palabras en la hoja en blanco, los cultivos y los senderos y las masías en la geografía de una comarca verde y milenaria, con brillo de antorchas feudales al abrigo de los sillares de las murallas. No es aquí —en su hábitat, cuando el coche, hoy, pasa de largo ante la mudez incógnita del mas

Pla— donde he visto y veo, al sesgo, a este hombre. No es tampoco exactamente en las entrañas del sedimento verbal, el último reducto que tenemos aún, y más nuestro que nunca, cuando la memoria borrosa ha filtrado el poso del recuerdo de lo que un día leímos, y podemos decir: eso vale, eso cuenta, eso, de un autor, es ya una cosa que nosotros somos. Ni siquiera aquí, en el cercado del ba-luarte donde, en la prosa catalana, se hermana con Llull y quizá con nadie más en ocho siglos. No: a mi Josep Pla, lo veo, al sesgo, en el vestíbulo del Ritz, hace muy pocos años, rozando la orla extrema. (Ni la orla, ni extrema, ni quizá siquiera rozando: Pla es el crítico más severo, Pla no habría aprobado estas palabras que no son estilo invisible extraído del habla diaria. En eso conocemos que Pla es un maestro: en el hecho de sentir —con tanta nitidez como cuando, en un campo casi contrario, sabemos qué habrían aprobado o vituperado un Foix o un Carner— el peso constante y sin desfallecimiento del gusto verbal de Pla.) Mirad: mi Josep Pla está aquí, visto al sesgo, en un ángulo de un salón del Ritz. Hay unas

señoras sentadas hablando. Pla lleva una boina y, también sentado, habla a ratos y a ratos calla, lúcido y vívido, con ojos chispeantes de pastor tártaro. Caminamos, Josep Maria Castellet y yo, por las claridades de alambre que deslindan los trebejos televisivos, bajo el fuego imprevisto y súbito de las lámparas instantáneas de las cámaras fotográficas. Josep Pla está al fondo, muy lejos de todo esto. Y ahora, Josep Vergés y Joan Teixidor me presentan a Pla. No nos habíamos visto nunca, aunque, durante años, semanalmente, el uno leyera al otro. Pese a todo, pese a que incluso habla de mí en Notes per a Silvia, yo no estaba seguro de que Pla me recordara, de que asociara mi nombre a las cosas frívolas y desperdigadas que he sido capaz de escribir. Ah, pero Josep Pla se levanta, con vigor, enérgico en la flaqueza vulnerable de la senectud; Josep Pla se levanta y me mira y me señala con el dedo, y me dice —la voz viene de muy lejos, quebradiza, pero las palabras, con sonido ahogado y mortecino, son precisas, son nítidas—: «Usted escribe un dietario...» Quizá hace un elogio, quizá no dice nada más, o casi nada más. El autor de Quadern gris, el autor del Dietario, del único Dietario con mayúsculas, me ha dicho que yo, precisamente yo, escribo un dietario.

(14 de marzo)

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INDICE*

1980 La primavera y el invierno ...................................... 11 Una noche en el Tinell ............................................. 12 Una noche de enero ................................................. 14 Por la calle ............................................................... 15 Una taberna, en Londres .......................................... 17 Las tres Musas ......................................................... 18 La casa del poeta ..................................................... 19 Tardes de primavera ................................................ 21 El único emperador ................................................. 23 Una historia de claveles ........................................... 24 La dama del coche.................................................... 25 Sinatra ...................................................................... 27 Figuras en una .......................................................... 28 La llanura y el mar . ................................................. 29 En un campo de batalla ............................................ 31 Señoras con pieles ................................................... 32 La muerte del trovador ............................................ 33 Un domingo de abril ................................................ 35 Una fiesta ................................................................. 37 Una guitarra, en los Encantes .................................. 38 Un caballero ............................................................ 39 Dos casas ................................................................. 41 Un señor, en Mallorca ............................................. 42 Cerverí de Girona .................................................... 44 Las tres damas misteriosas ...................................... 45 Mañanear ................................................................. 47 En el Hotel Windsor . ............................................... 48 La bella Cléo ........................................................... 50 Dos exposiciones ..................................................... 51 Ante el mar .............................................................. 53 Luz de la catedral .................................................... 54 Señoras en el jardín ................................................. 56 El hombre dentro del escaparate ............................. 57 Mis contactos con Ronald Reagan ........................... 59 El cañón de Sitges .................................................... 60 Escaleras .................................................................. 61 Lily, de Shanghai ..................................................... 63 Calles ....................................................................... 65 El chalet de Mata-Hari ............................................. 66 Una noche en Milán . ............................................... 67 El verano y el invierno ............................................ 69

* La paginación corresponde al libro impreso [Nota del escaneador].

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La luz, en Roda ........................................................ 70 Un forastero en Mallorca ......................................... 71 Historias del tren ..................................................... 73 Invitación al viaje .................................................... 74 Los secretos del plagio ............................................. 75 La divina Sarah ........................................................ 77 El poeta olvidado ..................................................... 78 El joven Curial ........................................................ 80 El huracán, en Jamaica ............................................. 82 Una aparición .......................................................... 83 El siete de copas ...................................................... 85 Crepúsculos .............................................................. 86 Mirando por la ventana ........................................... 87 Escribir un dietario .................................................. 89 Los papeles póstumos del dandy ............................. 90 En la casa de Goethe ............................................... 92 Una visita ................................................................. 94 Vuelven los héroes .................................................. 95 La sombra del «Titanic» .......................................... 97 Tres señoras ............................................................. 99 Carolina y Junot ...................................................... 100 En una plaza antigua ............................................... 102 Terraza Martini ........................................................ 103 Escenas de salón ...................................................... 105 Una historia de pasiones .......................................... 107 Un contrato de matrimonio ..................................... 109 Imágenes en un espejo ............................................. 111 Noticias de Barcelona .............................................. 112 Dostoyevski, en Viladrau ......................................... 114 Una bañera de mármol ............................................ 116 Brahms en tres imágenes ......................................... 117 Retrato de una dama ................................................ 119 Golpe de Estado en Turquía .................................... 120 María Montez tiene la piel muy blanca .................... 122 Dos testamentos ....................................................... 123 La Loren, en Pescara . .............................................. 125 Dos soldados ........................................................... 126 El taxi amarillo de Taxi Key ................................... 128 Las puertas del otoño ............................................... 129 Silvana Mangano: la campesina y la dama .............. 131 El estudiante de Praga . ............................................ 132 Un inglés y un portugués ......................................... 134 El esgrimidor ........................................................... 136 El campesino desnudo ............................................. 137 Mirando hacia América ........................................... 138 El mar italiano ......................................................... 140 Epílogo al ciclo Hitchcock ...................................... 141 El porqué de la poesía ............................................. 143 Día a día .................................................................. 144 Marilyn y los escritores ........................................... 146 A orillas del Támesis ............................................... 148 Llega el frío ............................................................. 150

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Del Nobel Milosz .................................................... 151 En la catedral de Milán ........................................ 153 Vuelve Charlie Chan ........................................... 154 Al cabo del otoño ................................................ 156 Retrato de un gentilhombre ................................. 157 Noticias del Tenorio ............................................ 158 Un incidente en noviembre ................................. 160 Exportaciones barcelonesas ................................. 162 Flores para los muertos ....................................... 164 El carnaval de Nápoles ........................................ 166 Musil, el espectador ............................................. 168 Temporal ............................................................. 169 Sortilegios del fútbol . .......................................... 171 Brujas en Venecia ................................................ 172 El escritor en el laberinto . . ................................. 174 Althusser: el intelectual y el delito ....................... 176 Erotismos concéntricos . . . .................................. 178 George Raft: el crepúsculo del gángster . ............ 179 Europa y la lluvia .............................................. . 181 Quevedo ............................................................ . 182 Diciembre congelado ......................................... . 184 Tras las ventanas ............................................... . 186 La cocina de Landru .......................................... . 188 Los dos paladines .............................................. . 189 Una voz perdida ................................................ . 191 1981 Tarde de domingo .............................................. 195 1982 Posible imagen de Josep Pla .............................. 199

Impreso en el mes de abril de 1985 Talleres Gráficos DUPLEX, S. A.

Ciudad de la Asunción, 26 08030 Barcelona