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La estética del bólido

Luis Morcillo Velázquez

La estética del bólidoEl automóvil como obra de arte

Prólogo de Francisco Calvo Serraller

Primera edición: septiembre de 2013

© Luis Morcillo Velázquez, 2013

© de la presente edición: Editorial Funambulista, 2013c/ Flamenco, 26 - 28231 Las Rozas (Madrid)

www.funambulista.net

Esta obra ha sido publicada con una subvención del Ministerio de Educación,Cultura y Deporte, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con

lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual

IBIC: WGCB

ISBN: 978-84-941475-1-7Dep. Legal: M-26596-2013

Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi

Motivo de la cubierta: © Raúl Morcillo Velázquez, De Fangio a Ferrari: una gara estetica, 2013 (grafito, lápiz de color y tinta sobre papel)

Impresión y producción gráfica: AFANIAS Industrias Gráficas

Impreso en España

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro

Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico,

fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.

La estética del bólido

Precisamente, porque el tiempo vital del hombre es limitado,precisamente porque es mortal,

necesita triunfar de la distancia y de la tardanza.Para un Dios cuya existencia es inmortal

carecería de sentido el automóvil

José Ortega y Gasset

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Prólogo de Francisco Calvo Serraller

La estética del bólido. El automóvil como obra de arte, de Luis Mor-cillo Velázquez, es fruto, en parte, de una tesis doctoral presentada en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complu-tense, ante un tribunal presidido por Antonio Bonet Correa, direc-tor de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y forma-do por Carlos Moya Valgañón, Javier Manterola Armisén, Simón Marchán Fiz y Sofía Dieguez Patao, personalidades todos ellos de merecida reputación en sus respectivos campos, pero, para quien no los conozca, añadiré que son especialistas en historia del arte, estética, sociología e ingeniería de caminos, una suma de compe-tencias interdisciplinares tan insólita en esos medios que hasta pro-duce miedo. Empiezo por recalcar este dato, no sólo porque es de justicia hacerlo, sobre todo, si como es el caso, el resultado obtenido fue el máximo de Sobresaliente cum laude y la proposición para que se le concediese el Premio Extraordinario de Doctorado —además

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de la obtención de un Premio de Investigación en Automoción de la Fundación Eduardo Barreiros—, sino porque esa interdisciplina-riedad de los miembros de la comisión apunta a la complejidad del tema abordado y a la capacidad del laureado doctorando.

Esta última cuestión tiene la suficiente enjundia como para detenerse en ella, porque el autor no se resignó a seguir la senda tri-llada al respecto; esto es: a limitarse a estudiar el apasionante tema del automóvil desde la perspectiva estricta del diseño industrial, aunque sea ésta una dimensión golosa cuando específicamente se encara el bólido. Tampoco pareció conformarse con el no menos seductor asunto de la mecánica y dinámica punteras de los moto-res exigidos a su máxima potencia, ni a historiar cómo se han ido desarrollando a lo largo de ya más de un siglo, ni, en fin, a relatar las vidas de los arriesgados pilotos que los condujeron. Es obvio que Luis Morcillo Velázquez abarca en su investigación todas y cada una de estas facetas, pero, además, las de las implicaciones económicas, sociales, psicológicas y filosóficas que han acompaña-do al automóvil y a su variante bólido, que lo ha convertido en un espectáculo de masas y en un laboratorio experimental.

Compendiar en un trabajo monográfico este rico haz pluri-dimensional, desde luego, no está al alcance de cualquiera, pero lo que es comparativamente todavía más excepcional es haber sa-bido darle forma, todo lo cual exige sumar a la información y el conocimiento requeridos un buen criterio y un mejor talento na-rrativo. En este sentido, me permito hacer una digresión personal, amparándome en el hecho de que fui yo quien le dirigió la tesis al autor. Pues bien, cuando se me presentó para proponerse como investigador doctoral y, a su vez, proponerme el tema, me interesó tanto, en principio, que me produjo cierto recelo, eso sí, rápida-mente disipado, porque enseguida le vi muy apto para le empresa

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de, nunca mejor dicho, conducir este empeño hasta la meta con éxito, como así fue. Y si fue así es porque Luis Morcillo Velázquez es un excelente narrador, como lo comprobará el lector desde el comienzo del libro que estoy presentando.

De manera que, una vez acreditada la competencia científica del autor, vamos ya a lo fundamental: qué y cómo ha escrito lo que ha escrito. Al principio, afirmé que este libro era, en parte, fruto de una tesis doctoral, pero su transformación en lo que ahora tiene el lector entre sus manos no se ha debido sólo a los consa-bidos ajustes de limpiar la investigación subyacente de la, a veces, tupida hojarasca erudita o de la retórica propia de estas empresas universitarias. Algo de eso ha habido, en efecto, pero, sobre todo, de la nada fácil operación literaria de haber sabido decantar qué es verdaderamente lo fundamental a la hora de comunicar su conte-nido a un público no especializado. Es ahí donde, a mi juicio, ha dado lo mejor de sí Luis Morcillo Velázquez, pues ha sabido narrar una historia científico-técnica, con todos los ribetes que se quieran, como si se tratase de una novela de acción, sin que dejara de ser en ningún momento un riguroso ensayo. No creo que se pueda pedir más.

En cualquier caso, La estética del bólido. El automóvil como obra de arte contiene todos los datos, historias y reflexiones posibles sobre el tema, pero lo mejor es que narrativamente es asimismo una obra de arte. Estoy convencido de que su autor tiene delante una prometedora carrera literaria y le deseo que la conduzca bien y no se estrelle por los mil imprevistos con los que nos enfrenta la vida.

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Introducción

En esta obra se plasma y desarrolla una idea que ronda la mente de los aficionados al arte y seguidores de todo lo que evoca y significa el automóvil: la de que esta máquina es una obra de arte por sí misma.

Aquí se hace un análisis de la evolución creativa, intelectual y moral del arte contemporáneo, partiendo del concepto benja-miniano que nos dice que hay objetos industriales que poseen un efecto artístico superior al de muchas obras de arte. Gran cantidad de motocicletas y de automóviles pertenecen a este tipo de crea-ciones debido a que poseen unas características definitorias tales como son la intensidad poética de su imagen, su forma expresiva única —que entronca con el arte clásico, imbricado de belleza y proporción— y su trascendencia cultural.

Es más: el automóvil, además de medio de transporte y mon-tura de héroes de la velocidad, puede ser considerado como un

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elemento artístico de primera magnitud, una suerte de obra de arte total. Así se puede considerar debido a que es motivo central de la pintura, a que se expone en galerías de arte, a que es protagonista de importantes subastas junto a lienzos y litografías, a que su crea-ción es similar a la de una escultura moderna, a que genera coreo-grafías en las carreras de velocidad de las que es protagonista... Sin obviar que la máquina automóvil es un elemento arquitectónico de primera magnitud o, a veces, un productor de música con el soni-do de su motor o, incluso, puede ser transmisor del relato social, histórico o artístico...

Y de todo ello se da muestra en este ensayo novelado sobre el arte moderno y el automóvil, que llevan desde finales del siglo xix viajando juntos.

Primera parte

ORÍGENES

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I

La mujer, el agua y el aceite

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Un hombre de unos cincuenta años, desde el elevado pescante del tranvía que conduce por las avenidas de Mannheim, la ha visto. Está con su vestido alzado, tocándose su muslo desnudo, en plena calle iluminada por el sol de los primeros días de agosto. No dan-do crédito a lo que sus ojos captan, el hombre deja de atizar con su fusta a los cuatro sufridos caballos que tiran del vagón lleno de vecinos que acuden a sus ya lejanos puestos de trabajo, apartados de la ciudad desde que creció vertiginosamente por el auge de la industria en el Imperio alemán.

Detiene el tranvía junto a la mujer y la escruta descarada-mente. No parece una chica de la vida, pues va impecablemente vestida y está acompañada de dos niños. No, no aparenta eso, pese a que ella le haya dejado gozar de la visión de un torneado y blanco muslo, algo impropio de ver, y menos tan fácilmente. Con una mirada atenta y plena de lujuria, el conductor del tranvía observa

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cómo la mujer, de agradables facciones y delicados movimientos, se va quitando una liga de su pierna izquierda, cómo se baja su blanca media hasta el tobillo y cómo la guarda dentro de un bolso de mano que está en el suelo, junto al más pequeño de los niños.

El observador, expectante, desde su tranvía ve la otra pierna de la mujer, llamándole la atención el hecho de que una mujer tan bien ataviada no lleve ya ninguna media. Desde ese momento, piensa, ella se moverá por la calle con sus piernas desnudas bajo las faldas. Despierto ya de ese lascivo viaje con la mirada por el cuerpo de una mujer que parece ser de buena casa, se da cuenta de la presencia de un extraño carruaje de tres ruedas junto a la dama, hacia el que ésta se encamina con la liga en la mano. Viendo el curioso artefacto, encarado hacia la zona de la ciudad en la que se localizaban las fábricas y las industrias, cae en la cuenta de que ese cacharro es el invento de Herr Benz, el loco ese del que decían que hacía motores de gas y que un par de años antes había inventa-do, según se cuenta por ahí, un coche que se movía sin los caballos.

Vuelve a mirar a la mujer y, asombrado, observa cómo con su liga aísla un cable que se halla bajo el asiento del raro vehículo. Se sorprende: hay quien piensa que la mujer y el automóvil son como el agua y el aceite.

Carente ya la escena de erótico interés, y con los murmullos de los pasajeros subiendo de intensidad, el conductor del tranvía mueve las riendas de sus caballos y decide seguir con su faena, alejándose del lugar y pensando con cierto temor que si, a causa del invento de Benz, podría llegar a perder su trabajo de conduc-tor del tranvía de caballos, obtenido apenas diez años antes. Y pue-de que, ya cercano a la vejez, no tuviese la suficiente fuerza para trabajar en el puerto, descargando los barcos que navegan por el caudaloso Rin.

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Mientras se alejaba de la curiosa escena, con un creciente res-quemor, el conductor del tranvía supuso que la mujer era la esposa de Carl Benz, pero no supo, ni siquiera llegó a imaginar, lo que ve-nía de hacer la dama con sus hijos y con su minúsculo carruaje sin caballos. La mujer venía de visitar a su madre, lo que hizo gracias al artefacto creado por su marido. Cuando ella llegase de vuelta al garaje de la fábrica, entonces lo sabría ya Carl, su marido, descono-cedor de la odisea que acababa de protagonizar su esposa. Ella sólo le había dejado una nota en la cómoda de su habitación, para que no pensase que se fugaba del hogar con sus hijos.

Lo que estaba a punto de concluir la señora Benz cuando fue avistada por el conductor del tranvía era el primer viaje serio, no un mero paseo, que se iba a realizar con un automóvil en toda la incipiente historia de esa máquina. Fue llevado a cabo de Mann-heim a Pforzheim, ciudades distantes entre sí unos cien kilóme-tros.

Si hubiese pedido permiso a su marido, Bertha no lo habría obtenido, y si le hubiese comentado que se iba con los niños y con el triciclo motorizado a ver a la suegra del inventor, sin duda alguna, habría cortado Carl Benz la conversación tajantemente. El inventor llevaba casado con su voluntariosa y valiosa mujer desde el año setenta y dos, y la debía de conocer bien, pese a que, como escribió Dickens, toda criatura humana resulta para sus semejantes un arcano profundo y misterioso. Carl Benz nunca pudo suponer que, tras el fracaso de ventas que supuso el primer triciclo Benz, presentado en 1886, sería su mujer con esa expedición a Pforzheim para visitar a su suegra quien hiciese una de las más eficaces campa-ñas publicitarias de la historia en favor de un vehículo.

No hay que obviar la importancia de la inteligencia de Bertha Benz al mostrar y probar el triciclo motorizado inventado por su

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marido, llevándolo a culminar un largo viaje por los difíciles cami-nos y carreteras de finales del siglo xix y coronando la aventura con éxito, pese a los fallos mecánicos propios de su esencia de nuevo invento. En unos doscientos kilómetros en total, el empeño y el coraje de la intrépida piloto de pruebas hizo ver al público que el automóvil podría ser un invento útil, y no un mero divertimento para las clases pudientes.

Además de la primera piloto de la historia, Bertha fue la pri-mera mecánico en ruta, ya que limpió con un pasador el atascado tubo de combustible, sustituyó el cuero de las zapatas de freno comprando este material a los zapateros de las villas que atrave-saba con sus hijos, adquirió en las farmacias un derivado del pe-tróleo, que en honor a su marido posteriormente se denominaría bencina, y, por último, gastó sus ligas en reparar los cables cortocir-cuitados del automóvil.

Y por si fuera poco, esta mujer, con una envidiable fuerza de voluntad, ejerció de ingeniero: debido a que el triciclo no podía superar con éxito las pendientes, la esposa del inventor le aconsejó a su marido que crease una caja de cambios para futuras expedicio-nes, sugerencia que Bertha iba pensando mientras hacía su viaje, o cuando se detenía a recortar la cadena de transmisión que se iba dilatando cada pocos kilómetros al igual que las correas del motor. Bertha, además, tuvo que efectuar controles y operaciones en el ve-hículo, como reponer el agua de refrigeración cada veinte kilóme-tros o revisar constantemente el nivel de aceite del motor, además de velar por la seguridad de los pasajeros, sus queridos niños.

En ese viaje para visitar a su madre, Bertha Benz fue también multada por circular con tan singular artefacto por la vía pública, siendo por ello la primera infractora de tráfico y, además, generó una discusión entre lugareños, que atónitos observaban el vehículo,

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consistente en dilucidar si el triciclo se movía gracias a algún meca-nismo de relojería o por medio de poderes sobrenaturales.

La centena de kilómetros que separa Mannheim de Pforzheim fue recorrida exitosamente sobre el primitivo bólido por Bertha y sus dos hijos en un mismo día, a pesar de las averías. Desde la llegada a Pforzheim con el vehículo Benz hasta el retorno a su ho-gar, donde fue recibida con alborozo y orgullo en la entrada de la fábrica de Benz, pasaron varias jornadas. Bertha gastó esos días en compañía de su madre.

Por ello, por lo apasionante de unas jornadas de descanso junto a su suegra, se puede inferir que Carl Benz ni se hubie-se atrevido a realizar esa aventura con su invento ni, muchísimo menos, hubiese permitido que su mujer llevase a cabo su viaje iniciático en automóvil. Hasta el momento en el que supo los por-menores de la gesta automovilística de su mujer, que ella misma le contó, el señor Benz pensaba que el automóvil y la mujer eran algo difícil de conjugar.

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El triciclo de Benz era un extraño artefacto.En esa época, a finales del siglo xix, se empezaron a ver los

vehículos que se movían sin la tracción animal, desplazándose por unos rudos y primitivos caminos adecuados para carruajes. Fue-ron unos tiempos dominados por el cambio en muchos aspectos, siendo uno de los más importantes el relativo a los sistemas y con-ceptos culturales. En lo referente a la expresión artística, se produjo

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una de las más trascendentes variaciones: el arte, tal y como se había entendido hasta ese momento, mutó su tipificación y su canoniza-ción.

Y respecto al automóvil, invento recién aparecido, la aproxi-mación a la naturaleza que realiza el creador, quien pretende dotar de voluntad artística a las formas de sus carrocerías, se debe a la es-tilización y a la influencia de la naturaleza. Por ejemplo: reflejando la forma de un pájaro que vuela a ras de suelo, para vencer al aire en su movimiento motorizado. Es en este punto en el que se percibe con más nitidez que en el nuevo arte ya no es la belleza la máxima regidora, sino la efectividad en la transmisión de un mensaje o de un sentimiento.

El formalismo fue la variación ideológica más importante acaecida en el mundo del arte en la época en la que fue inven-tado el automóvil. Esta corriente estética concibe la obra de arte de forma autónoma, independientemente de la función social que cumpla y de la experiencia que provoque, sea esta emotiva, ética, placentera o de cualquier otra índole. El objeto de estudio de los formalistas es el desarrollo de la forma de la obra de arte.

El austriaco Riegl, teórico formalista del arte, empleó un mé-todo para teorizar sobre el arte que es propio de los ingenieros y de los hombres de ciencia. Postuló que el impulso artístico no nace de la técnica, sino de una clara intención artística, pese a que la tec-nología pueda definir e influenciar la creación. Esto se evidencia en las formas de los objetos creados en virtud de la técnica industrial y que se basan en la búsqueda de un componente artístico en sus formas; verbigracia: el automóvil.

Hasta la llegada del automóvil cuyas formas se basaban en aspectos artísticos, considerado como producto superior dentro de los creados y manufacturados por el hombre, el diseño y el arte no

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se situaban en un mismo universo, siendo hasta ese momento el diseño un sucedáneo de la manifestación artística, en esencia una forma o medio de producción regido por un programa.

El arte, en cambio, es un género de la cultura simbólica junto con la filosofía o la ciencia.

La creación de las formas del automóvil es similar a la pro-ducción de resultados objetivos en el proceso de creación artísti-ca. En primer lugar, se define lo que se busca, dotándolo de una esencia, marcando unos márgenes de configuración y creación determinados para, posteriormente, dotar de sentido artístico a la neonata realización. El paradigma de esta afirmación lo tenemos en el Benz de 1886, triciclo escueto y simple que sólo se debía a la efectividad de su propósito creador, que no era otro que el de ser una máquina para desplazarse. También lo encontramos en el Benz Spider de 1902, biplaza que ya podemos considerar como bólido y en el que se aprecian una formas que rozan lo artístico, con guardabarros fileteados, numerosos niquelados y cromados, pintura detallada en las llantas, mullidos asientos forrados en cue-ro —ejemplos estos de una elevada artesanía— y un interés por parte de su ingeniero creador en que sus formas se debiesen a una relación de volúmenes más o menos proporcionados, en definiti-va a una belleza artística.

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Es la técnica y la aplicación de ésta, la tecnología, la primera luz que nos hace despegar de la ruindad de la existencia, facilitando

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el progreso de la especie humana, si su aplicación es la adecua-da para los fines vitales de la especie. Gracias a la tecnología, se pudo sustituir el carruaje por el automóvil. En la primera línea de Meditación de la técnica, Ortega y Gasset afirma que sin la téc-nica el hombre no existiría ni habría existido nunca, pues atañe a todos los campos de la vida y a todas las actividades humanas. Técnicas y tecnologías hay en la agricultura, en la industria, en la medicina y por supuesto, en todas y cada una de las facetas del arte. Y todo gremio, disciplina o materia que no tenga un contacto estrecho y osmótico con la técnica está condenado al fracaso.

Las técnicas actuales han adoptado la invisibilidad: no se las ve funcionar ni se aprecia su inteligibilidad. Ortega afirmó que una fábrica puede dejar una impresión estética y emotiva, pero no nos muestra congruentemente qué es la técnica de esa fábrica, del mismo modo que «ver un automóvil no nos descubre el complicado plan de su maquinaria». El filósofo español, gran aficionado a los automóviles, los pondría con cierta frecuencia como ejemplo de sus variados pensamientos.

El inicio de las técnicas actuales va parejo a la populariza-ción del llamado arte contemporáneo, y es a principios del siglo xx cuando en el artefacto denominado automóvil se constata el maridaje entre modernidad y tecnología. El cemento que une ambos conceptos no es otro que la velocidad. Ya en 1863 Baude-laire consideraba en El pintor de la vida moderna que

[...] cuanta más belleza introduzca el artista, más valiosa será la obra; pero hay en la vida trivial, en la metamorfosis cotidiana de las cosas exteriores, un movimiento rápido que exige al artista una velocidad igual de ejecución.

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Antes del automóvil, la velocidad comenzaba ya a mandar en el arte moderno; tras la llegada de este móvil artefacto, manda en la vida la velocidad, embajadora del automóvil, un artículo producido por los saberes de la forja moderna, que se mueve rau-do, envuelto en la escultura avanzada de su carrocería, tratando de burlar al viento para poder desarrollarse.

Eran los autos primitivos unas creaciones de metal y vi-drio, moles escultóricas de materiales transparentes que incor-poraban concavidades y oquedades varias, como la labrada por Arjípenko en ese momento crucial de su vida que fue su llegada a París, en la primera década del siglo xx. Esas creaciones del es-cultor ruso estaban compuestas por materiales como el alambre de acero, varios tipos de metales, la madera y el vidrio. En sus reflexiones, Arjípenko nos dijo que la escultura puede empezar cuando el espacio se halla rodeado de la materia y, además, que no es el espacio, como se creía hasta ahora, el marco que rodeaba la masa.

Uno de los ejemplos de espacio dentro de la masa esculpida se halla en el interior de un bólido de carretera, un automóvil que se carga de arte en sus formas y que gana su vida con la velo-cidad, viendo su conductor desde allí el alambre que enmarca su vidrio frontal, la madera de su salpicadero, la chapa metálica de su capó, mientras este osado domador del metal desconoce la definición dada por Kundera de la velocidad, que no es otra cosa que la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre.

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El chófer del tranvía tirado por caballos pensaba, entre imagi-nativos retazos de las piernas de la señora Benz, que se iba a quedar sin trabajo por culpa del ruidoso y maloliente invento de la fábrica del señor Benz, y que con un gran soplo de suerte podría dedicarse a descargar fardos de mercancías de los barcos que atracaban en el puerto. Y eso, se dijo, imbuido de un senti-miento pesimista, dando gracias al destino, porque por su edad puede que se quedase en la calle, sin trabajo y abocado a comer de las caritativas sobras de los restaurantes. La negatividad de sus pensamientos se vio desbaratada el día en que la empresa local de tranvías, una vez que jubiló a sus sufridos percherones, le ofreció conducir un autobús con motor de gasolina, creado por... ¡el señor Benz!

Gracias a la nueva tecnología del motor de explosión, el chó-fer tuvo la posibilidad de seguir trabajando en lo que le gustaba, para poder divisar desde su puesto de conducción el rumbo del progreso y, por qué no, el caminar voluptuoso por las aceras de las mujeres de Mannheim.

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Theodor Adorno nos dejó escrito, con un cariz kantiano, que el arte es la imitación del dominio del hombre sobre la naturaleza mediante los materiales y las técnicas que tiene a su disposición. Y

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Walter Benjamin afirmó que toda forma de dominio de la natura-leza es el sentido de la técnica.

Quién sabe si, cuando alcance el hartazgo, la naturaleza se vengará de una manera contundente y definitiva del ser humano y de su codiciosa y nociva aplicación de las artes y de los métodos técnicos e industriales.

Hubo un tiempo, que comprendió la mayor parte de la his-toria conocida, en el que la naturaleza era respetada y temida por el hombre, quien le otorgaba un poder y una esencia divina para poder así comprenderla. Ese tiempo de respeto ya acabó, incluso en países que siempre sintieron la fuerza de la naturaleza como la máxima expresión de la potencia de los dioses.

En la actual era tecnológica, en la que se intenta dominar el furor del entorno y en la que se destinan proyectos a la conquista de una ficticia inmortalidad o al menos de una ilusoria longevidad, la rabia de la naturaleza, en una interpretación catastrófica y mi-lenarista, podría germinar en un castigo para la criatura humana, pudiendo ser esa punición el envío desde los cielos, en caída letal y vertiginosa desde la entraña del universo, de un bólido que como poco diezme la especie humana, muñidora del ultraje a la natura-leza.

Antes de la popularización del automóvil de altas prestacio-nes y de su epígono, el automóvil de competición, ensalzado por las masas ávidas de emociones, inertes en lo racional, se podía denominar bólido al fenómeno luminoso producido cuando una partícula de origen interplanetario penetraba en la atmósfera te-rrestre a elevadísimas velocidades. Tales partículas eran fragmen-tos desprendidos de asteroides, cometas o, incluso, rocas de la Luna o Marte. Un bólido es la masa de materia cósmica de di-mensiones apreciables a simple vista que, con la apariencia de

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un globo inflamado, atraviesa velozmente la atmósfera, soliendo luego estallar y fragmentarse.

Hasta el momento en el que los cielos se cansen de ser ensucia-dos por los irreflexivos y vanos pobladores de la tierra, y por ello nos apedreen mortalmente con afán exterminador, el ser humano tiene una herramienta para que, con la ilusión de dominar el tiempo y el espacio, se elimine a sí mismo en una absurda inmolación, mezclan-do las vísceras y los hierros, en amasijo indescifrable. Ese útil se llama automóvil, artefacto humano de hierro que quiere poner el cielo a los pies de su creador gracias a la ilusión de volar a ras de suelo.

Esa creación mecánica que quiere volar sin alas, reptando por el suelo, tiene dos clases conocidas: el utilitario, si es de uso co-mún, cotidiano y meramente instrumental, y el bólido, como los fragmentos de asteroides, si el artefacto llega a alcanzar el engaño de hacer menguar el tiempo incrementando la velocidad, y si se emplea vana y exhibidoramente, como ocurre con todos los afeites y artilugios que a lo largo de la historia el hombre ha creado y uti-lizado para distinguirse de sus semejantes.

Por tanto, otra acepción de bólido, la más conocida, es la que define a un vehículo automóvil que alcanza una velocidad extraor-dinaria y que, especialmente, participa en carreras por tierra, sin cruzar el cielo.

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Los antiguos griegos tenían una visión mitológica del cielo y su relación con el hierro. Hefaistos era el herrero celestial y el dios

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del fuego, hijo de Zeus y de la diosa Hera. Su nacimiento fue un drama para sus progenitores, debido a su fealdad y a su cojera y por ello fue arrojado de las cumbres del Olimpo por Zeus. He-faistos, hábil herrero, creó con su arte el tridente de Poseidón, forjó la armadura de Aquiles, la coraza de Heracles, las armas de Peleo y el cetro y la égida de Zeus. Además, creó un trono má-gico para su madre, a modo de venganza, del que no pudo levantarse hasta que prometió a su hábil y poco agraciado hijo que sería readmitido en el Olimpo. Hefaistos fue asimilado a la divinidad itálica Vulcano, y fue representado como un enano del que se hacían reproducciones de pequeño tamaño, que se colo-caban delante del hogar para que las llamas mantuviesen toda su fuerza. Otras de las representaciones de este dios de la herrería y del fuego fue la de un anciano de aspecto salvaje y forma robusta, ataviado con el gorro oval de los herreros y con un martillo en sus manos.

Otras religiones occidentales no fueron coincidentes con la visión mitológica del herrero celestial. Estos sistemas de creencias interpretaron el advenimiento del hierro como un don caído del cielo, un aerolito, un bólido, y lo hicieron en un sentido trágico y sacrificial. Fue con el paso del tiempo y con el avance de la tecno-logía como se cambió la noción trágica del hierro. Su uso y su fin meramente violentos mutaron en otra visión artística, ajena a la muerte. Y esta mutación se operó gracias a los artesanos y artistas de todas las épocas en general, y a los creadores de vehículos y escultores del hierro del siglo xx en particular.

Francisco de Quevedo y Villegas, un cojo mítico y poco agraciado, como Hefaistos, ya en el siglo xvii reflejó la vanidad debida a la máquina móvil, mitad madera y mitad hierro, en His-toria de la vida del Buscón, llamado don Pablos. No es por tanto

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nueva la finalidad inapropiada y el empleo vano y presuntuoso del vehículo particular, trampantojo que nos muestra el Buscón en el juego de simulaciones y ficciones que es su vida, cuando este pícaro quiere aparentar lo que no es, y así lograr su propósito seductor ante dos hembras jóvenes con las que se topa en el Ma-drid de los Austrias:

Yo las llevé por la calle Mayor, y al entrar en la de las Carretas, escogí la casa que mejor y más grande me pareció. Tenía un coche sin caballos a la puerta. Díjeles que aquella era, y que allí estaba ella, y el coche y el dueño para servirlas.

Ese carruaje no era un bólido, aunque en relación con lo conocido en su época pudiera serlo. Como hoy, hace cuatro siglos el carruaje y la buena fachada de la propia morada eran el indicador externo de que se llevaba un buen vivir. Entre los rescoldos de unas vidas que, por lo general, se consumían em-papadas en miserias y calamidades, una luz daba sentido a las industrias de los menos favorecidos por las vicisitudes de la existencia: el sueño de ser como los ricos, a los que la comida diaria y la vida arropada en el buen género, hacían de postigo que les impedía ver la crudeza del penar real, el que se sufría en las calles, el sufrimiento que padecían los que sólo podían soñar.

En aquel siglo xvii, el carruaje y los buenos paños daban al hombre la muestra de ser afortunado. Puertas adentro, el calor de una cocina con alimenticios olores y la posesión de alguna que otra obra de arte, tapiz o lienzo, coloreando las paredes del case-rón u ornando los vestíbulos del palacete, definían la pertenencia a un estamento social acomodado, el de los pudientes, que transi-

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taban por una vida agradable alejada de las fatigas del desamparo propias de las mayorías urbanas y, más aún, rurales.

Antes de que cualquier carruaje existiese, el hombre primi-tivo trabajaba el hierro meteórico caído de los cielos, ya que no conocía las técnicas para la localización, extracción y utilización de los minerales ferrosos terrestres. Eliade nos cuenta, en su en-sayo Herreros y alquimistas, que cuando Hernán Cortés preguntó a los jefes aztecas de dónde sacaban el material para fabricar sus cuchillos, éstos señalaron al cielo. Los aztecas, los mayas y los in-cas utilizaban exclusivamente el hierro meteórico, al que le daban más valor que al oro. Es necesario precisar que la utilización del metal que formaban los meteoritos no era susceptible de fomen-tar una «Edad del Hierro», pues durante el tiempo en el que se empleaba por las culturas antes mencionadas, el metal meteórico era escaso y se empleaba, sobre todo, de forma exclusiva en las ceremonias religiosas, en las que el herrero era el principal agente de difusión de mitologías, ritos y misterios metalúrgicos, en una especie de sacralidad celeste.

El metal y el herrero eran el complemento o la ayuda para la consolidación del mito. El bólido con ruedas se llama así por la idea que lleva en su esencia al venir de un viaje desde lo desco-nocido, como el asteroide; mas en el caso del automóvil nos lleva a lo ignoto, que no es otra cosa que la velocidad, magnitud que es el medio y es el fin del bólido. No en vano es así, pues tras la velocidad puede encontrarse la muerte. El bólido es el elemento que, tanto si viene del firmamento misterioso como si viaja hacia lo eterno indescifrable, no deja de ser mítico, hecho del metal de los dioses y los deseos.

En cambio, el hombre, terreno animal, hecho de barro, siem-pre se ha quedado en lo superficial y vano: pudiendo disfrutar

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de las estrellas, basa su gozo en los lodos para creer que llegará al Olimpo, si es posible a gran velocidad, pues el tiempo corre, cual Hefaistos impaciente.

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Nos distingue de los animales la capacidad de aplicar técnicas que se encaminen a la satisfacción de necesidades o a la supresión de calamidades vitales. Y es, precisa y paradójicamente, cuando el hombre se despega transitoriamente de las urgencias vitales y de la satisfacción de las necesidades elementales e indaga en otros as-pectos cuando la técnica que genera alcanza su dimensión como tal, como acción exclusiva de la especie humana, como actividad superior del intelecto.

Se da, por tanto, un proceso creativo en el que el humano, imbuido del saber tecnológico, se dirige al logro y a la inventiva. Así, obtiene a su antojo y conveniencia, bien por invención, bien por modificación, aquello que no se da en la naturaleza y que es necesario para la subsistencia de la especie.

El buen artista moderno, como los adalides del nuevo tec-nicismo, que según Ortega es el método intelectual que opera en la creación técnica, se detiene ante el propósito que persigue, ante la obra que quiere crear, y la descompone, descoyuntando el resultado final y analizando el impacto que su creación artística busca ante el espectador, en resultados parciales o en fórmula de ingredientes. No en vano, hoy en día la provocación, el shock, el golpe a la conciencia o al espíritu del degustador de arte ya está

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amortiguado —o el espectador está acorazado— debido a la reite-ración de obras y artistas que han pretendido lo mismo, puede que sólo instantes antes de que el artista destripador de marras lo haya intentado.

Por ello, para no volver a inventar la pólvora y caer en el ri-dículo, conviene que el intelectual maneje las cosas materiales, si es físico, y las cosas humanas, si es historiador. Ésos son los mismos aspectos humanos que ha de conocer y manejar un artista, antes que la tuerquecita, el hidráulico o el bit, antes que la tecnología fría y decadente que en ocasiones aplica a la manifestación artística, con la misma pasión y del mismo modo en que una abuelita aplica un abrelatas a una lata de guisantes.

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Desde que se percibió que el automóvil podía moverse con relativo éxito por sí mismo, haciendo honor a su nombre, se inició la lucha por conseguir que fuese más hermoso y veloz que los carruajes tirados por caballos.

No sólo se sustituyó el motor de sangre por el de bencina, sino que se quiso cambiar la gracilidad del caballo en movimiento por la del carruaje de lata y tabla. Se recurrió, para dotar de atractivo al ruidoso y maloliente automóvil primitivo, a un par de elementos para que algo que, en principio, resultaba tan desagradable como un carruaje sin vida ni caballos, conquistase la atención de los es-pectadores, usuarios y compradores. La añagaza empleada fue en primer lugar la velocidad. Pero cuando se vio que ni las tecnologías

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ni las carreteras permitían el éxito de lo raudo, se echó mano del segundo señuelo: la belleza, conseguida gracias a la fina artesanía y al incipiente diseño; en definitiva, gracias al arte aplicado en las formas de las carrocerías. El diseño es una práctica nacida del arte conocido, que tiene como objetivo la creación y producción, más o menos seriada, de artefactos para uso del ser humano, objetos que además de su clara vertiente utilitaria tienen otra simbólica y, en los casos de ciertos objetos distinguidos y excelsos por su forma, incluso artística.

Hasta la llegada de los artistas carroceros al automóvil, las carreras eran la garantía de que el coche sin caballos llamaba la atención. Curiosamente, las carreras de autos empezaron como un juego. Tenían en sí el componente lúdico del mismo modo que el arte moderno lo tuvo en sus orígenes, incluso con tintes de broma y de ironía. Como apunta Marina en Elogio y refutación del ingenio, el arte ha sido siempre una escapatoria de la pesadumbre de lo real, y es en la época moderna cuando el afán de jugar se vuelve obsesión, salvación y derecho, algo repleto de ocurrencias ingeniosas.

Como el automovilismo.Las primeras carreras importantes se organizaron en Francia.

En 1894 el Petit Journal convoca la primera carrera interurbana, pocos años después de la hazaña de la voluntariosa Bertha Benz con su triciclo motorizado. Antes, en 1891, en una carrera ciclista se registra la participación de un modelo con motor de explosión, un Peugeot, que participó a una velocidad media de quince kiló-metros por hora. El éxito de las competiciones de vehículos sin caballos es tal que se garantiza la convocatoria en años posteriores de más carreras, cada vez con más participantes, más ingenios y mayores premios.

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La conquista de la velocidad se convierte en la empresa de unos intrépidos señores, que se juegan la vida para demostrar su fe en el automóvil. Entre ellos se encuentra monsieur Levassor, quien gana la carrera París-Burdeos-París de 1895, a una velocidad media de 25 km/h. Pese a ser descalificado por ser su vehículo de dos plazas en lugar de las cuatro que exigía la organización, consigue un éxito tal y es protagonista de una hazaña de tal magnitud que, como si de un explorador de la entonces virginal África se tratase, en 1907 se le erige un monumento en París, en la place de la Porte Maillot, siendo éste el primero erigido a un hombre relacionado con el automóvil y con un motivo automovilístico.

Así, este monumento hace buenas las ideas expuestas por Rie-gl en su obra El culto moderno a los monumentos. Caracteres y origen, pues el valor histórico de la obra de arte reside en que representa una etapa definida e individual en la que se percibe la evolución de algunos de los campos creativos de la humanidad. En este caso, el campo creativo es la automoción, que se mezcla con el arte, y no sólo porque es representado el coche por un escultor, sino porque la escultura comenzará a implicarse en las formas propias del auto cada vez con más evidencia.

El monumento a Levassor es un relieve realizado por los escul-tores Aimé-Jules Dalou y Camille Lefèvre, enmarcado en un clásico frontispicio y en una suerte de arco de la victoria de escueta dimen-sión, en el que se percibe al señor Levassor aclamado por el público mientras conduce su vehículo en veloz desafío a la inmovilidad.

Este industrial del automóvil y piloto pionero fue una de las primeras víctimas ilustres del empeño en ser más rápido que na-die: moriría tiempo después de una embolia a consecuencia de las heridas sufridas por un accidente en la carrera París-Marsella-París de 1896.

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Una vez abierta la caja de sorpresas que iba a ser la conquista de la velocidad, ni la entidad ni el número de las víctimas importa-ba. En 1899 el belga Jenatzy con su bólido La Jamais Contente su-peró los cien kilómetros por hora, batiendo un anterior récord del conde francés de Chausseloup-Laubat, quien era un gentleman en el sentido orteguiano del término, ocioso y amante de los nuevos retos. Ambos, Jenatzy y Chausseloup-Laubat, nunca satisfechos, protagonizaron la disputa por ser el más veloz con el artefacto más tecnologizado.

El vehículo de Jenatzy se puede considerar como el primer bólido de la historia, por sus formas aerodinámicas, por su propó-sito de batir un récord de velocidad y, sobre todo, por su avanzada tecnología.

Además, supuso una ruptura con las formas convencionales de los automóviles conocidos hasta la época. Era un torpedo mo-noplaza con ruedas, con carrocería de aluminio, movido por la energía eléctrica acumulada en sus baterías y que estaba destinado por sus formas a romper la resistencia del aire para ser más veloz. Aluminio, aerodinámica, electricidad... Como en el arte, en el au-tomóvil casi todo está ya inventado desde hace mucho tiempo; pero sólo, y generalmente por ignorancia, se rinde respeto y culto a lo nuevo.

Pese a la intencionada y estudiada forma del La Jamais Con-tente, su creador no cayó en la cuenta de que la erguida posición del piloto, ataviado de idéntica forma que un conductor de tran-vías de Mannheim, echaba a perder todos los estudios aerodiná-micos llevados a cabo, verdadera y revolucionaria novedad de su rápido artefacto.

Se cree, en esta sociedad gobernada por la orquesta del Ti-tanic, que disimula tocando mientras el barco hace agua, que lo

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nuevo es lo bello y válido, siendo horrible lo de épocas pretéritas. Respecto a la novedad y al valor que se le otorga, superior al de lo que ya existe, vemos en el mundo del arte la más clara aprobación de este axioma.

No en vano, el ya citado poeta Baudelaire afirmaba que la mayor parte de nuestra originalidad viene del sello que el tiempo imprime en nuestras sensaciones.