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PRAcTICA MADUREZ EMOTIVA y SACERDOCIO , Ante la evidencia de que el profesional novel abunda en infantilismos, podríamos preguntarnos si la inmadurez del neosacerdote es más acusada que la de los demás profesionales en estreno. Soluciones librescas, un tanto al margen de la realidad, porque no se ha sabido aún conjugar la teoría con la práctica, son casi inevitables, cuando, pasado el período académico, se adentra el profesional en el mundo. No suele ser suficiente el año de prác- ticas que pretende llenar el vacío real que los conceptos abstractos han abierto en la personalidad del incipiente. Y si es cierto que el candor virgi- nal del novato suple con su alegre actuar la malicia y el poso amargo-sedi- mento de los años-, sin embargo es también verdad que las dificultades no siempre son solucionables con sola buena voluntad y un alma pronta a com- prender, a relacionarse, a establecer contacto y empatía con los clientes. El formador de futuros sacerdotes ha de contar con este hecho. Le ha tenido presente, en todo momento cultural, la madre Iglesia. Pío XII aco- modó en la Mentí Nostrae lo que resultaba anacrónico en las enseñanzas de la Haerent anino, de S. Pío X. Pío XII, al igual que sus predecesores y sucesores, fué consciente de este fenómeno. Y partir también de que cuanto suene a abstracto y teórico, cuanto sea suplencia de vida por inexperiencia, cuanto se acepte en virtud de la autoridad del maestro pero sin contrasta- ción personal nunca podré equivaler a realidades. Este es un inconveniente de la dedicación al estudio y de los internados. Es inútil defenderse de lo inevitable. La Universidad y el Colegio nunca podrán hacer madurar, con el mismo ritmo, a sus alumnos, como lo logra la empresa y el trabajo. Lo cual no quiere decir que, aunque más diferida, la maduración emotiva del estudiante no sea más plena que la del traba- jador; se afirma sólo que es más tardía. A título de erudición podría recoger conclusiones de estudios estadísticos y de encuestas sobre este fenómeno psicosocial; baste partir de las conclusiones que patentizan los hechos.

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PRAcTICA

MADUREZ EMOTIVA y SACERDOCIO

, Ante la evidencia de que el profesional novel abunda en infantilismos, podríamos preguntarnos si la inmadurez del neosacerdote es más acusada que la de los demás profesionales en estreno. Soluciones librescas, un tanto al margen de la realidad, porque no se ha sabido aún conjugar la teoría con la práctica, son casi inevitables, cuando, pasado el período académico, se adentra el profesional en el mundo. No suele ser suficiente el año de prác­ticas que pretende llenar el vacío real que los conceptos abstractos han abierto en la personalidad del incipiente. Y si es cierto que el candor virgi­nal del novato suple con su alegre actuar la malicia y el poso amargo-sedi­mento de los años-, sin embargo es también verdad que las dificultades no siempre son solucionables con sola buena voluntad y un alma pronta a com­prender, a relacionarse, a establecer contacto y empatía con los clientes.

El formador de futuros sacerdotes ha de contar con este hecho. Le ha tenido presente, en todo momento cultural, la madre Iglesia. Pío XII aco­modó en la Mentí Nostrae lo que resultaba anacrónico en las enseñanzas de la Haerent anino, de S. Pío X. Pío XII, al igual que sus predecesores y sucesores, fué consciente de este fenómeno. Y partir también de que cuanto suene a abstracto y teórico, cuanto sea suplencia de vida por inexperiencia, cuanto se acepte en virtud de la autoridad del maestro pero sin contrasta­ción personal nunca podré equivaler a realidades. Este es un inconveniente de la dedicación al estudio y de los internados.

Es inútil defenderse de lo inevitable. La Universidad y el Colegio nunca podrán hacer madurar, con el mismo ritmo, a sus alumnos, como lo logra la empresa y el trabajo. Lo cual no quiere decir que, aunque más diferida, la maduración emotiva del estudiante no sea más plena que la del traba­jador; se afirma sólo que es más tardía. A título de erudición podría recoger conclusiones de estudios estadísticos y de encuestas sobre este fenómeno psicosocial; baste partir de las conclusiones que patentizan los hechos.

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MADUREZ EMOTIVA Y SACERDOCIO 469

Suele atribuirse una diferencia de dos años en la maduración emotiva del obrero y del estudiante, a favor de aquél.

Si, pues, el estudio retrasa la madurez, la retrasa aún más el internado, porque desvincula aún más de la realidad vital. No impugnamos el inter­nado, que puede incluso poner principios más hondos, que a la larga ren­dirán más; pero serán también retardados.

El seminario es un centro institucionalizado como internado cualificado y hemos anotado algunas de las dificultades del mismo en la maduración psicosocial (1). El seminario retrae aún más a sus alumnos que el internado común, porque el seminario pretende hacer hombres no mundanos, que han de vivir en el mundo. He ahí la dificultad de obtener el justo medio: ser lo suficiente humanos para vivir en el mundo-no más-y lo eminente­mente sobrenaturales-supramundanos--para «condimentar» y sazonar al mundo con la virtualidad de su riqueza interior espiritual. De aquí la preferencia de la Iglesia hacia el lado sobrenatural; de no encajar en el justo medio, escoge antes un exceso de sobrenaturalismo que deshumanice -si esto es factible-un tanto al sacerdote, antes que crear sacerdotes -hombres exigitivamente de DiQs-mundanizados.

Si no pensamos con detenimiento el problema, ¿no etiquetamos de «infantilismo» modos sobrenaturales, que reflejan el candor y la inocencia del camino infantil hacia el cielo? ¿Todo lo inmaduro psíquicamente, apli­cando criterios antisobrenaturales o asobrenaturales, lo es 1'ealmente? Sub­rayo este último adverbio porque el cultivo y la posesión de valores sobre­naturales son también reales, tanto como el atrevimiento picaresco del mundanizado, que ha aprendido en la vida lo que no le enseñaron los libros.

Folliet opina: «Esta constatación es de rigor hacerla en todos los am­bientes cerrados de célibes jóvenes, en las escuelas superiores, en los semi­narios. La juventud y la adolescencia se prolongan allí más allá de la línea divisoria de la mayor edad legal. Estando prisionero me llamó la atención la diferencia que se notaba en la conducta y, por así decir, en el rendimiento espiritual entre seminaristas y sacerdotes, incluso entre semi­naristas y sacerdotes jóvenes que todavía no habían adquirido mucha experiencia pastoral. De los unos a los otros hay un abismo-el de las responsabilidades-o Y si hay que atreverse a decirlo todo, más de una vez me quedé desconcertado por el carácter adolescente de algunos religiosos y por el carácter infantil de algunas religiosas. En los unos y en los otros se podía apreciar algo virtual, algo sin terminar. Estoy pensando en la reflexión que me hizo un compañero de cautividad a propósito de un semi­narista: 'Es un muchacho no acabado'. Se tenía la impresión de que su desarrollo intelectual e incluso, lo que es más grave, espiritual, se había detenido ... » (2).

He de recoger también la nota, al pie de página, del mismo autor: «Para salir al paso de censores malévolos, preciso: de algunos ... y de algu-

(1) Véase nuestra colaboración: La crisis de identidad y la adaptación social en los seminarios menores, en esta misma revista, 23 (1964), 260-289.

(2) Qué es un adulto, en Adulte2, del grupo lionés. Madrid, Razón y Fe, 1960, p.37.

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nas ... Otros religiosos, por el contrario-y son la mayoría-, son plenamen­te adultos, y algunos de ellos en su madurez saben retener algunas de las gracias y de las fuerzas de la juventud. Esto sucedía con el admirable anciano que fué el P. Cousin, marianista, que con sus ochenta años a cuestas guardaba sin esfuerzo el contacto con los jóvenes, entre los cuales me contaba yo entonces. Muchas religiosas dan una impresión emocionante y majestuosa de madurez y de maternidad, como aquel «gran hombre», ha dicho de Luis Felipe, que fué la Madre Javonhey» (3).

El estudio, el internado y el seminario producen ese retraso, porque aislan al alumno y le privan de enfrentarse a dificultades reales. Al estu­diante y al interno le solucionan muchas cosas sus padres y maestros por­que él ha de dedicar todo su tiempo al estudio, que contribuye a lentificar el proceso, por el cultivo desmesurado de lo abstracto. Madurar emotiva­mente, irse haciendo adulto, significa capacidad personal para superar dificultades, tanto más vencibles cuanto el sujeto ha adquirido entrena­miento en lo menos difícil hacia lo más arduo. Cuando la fruta madura, se desprende del árbol y le abandona; de igual manera el hombre maduro necesita menos- a medida que progresa en madurez-las instancias ase­guradoras externas-madre, colegio, etc.-porque consigue seguridad y firmeza en sí mismo.

El citado autor asevera: «Se sigue de todo esto que la ausencia de responsabilidades profesionales y familiares no es buena disposición para llegar a ser adultos [ ... ]; Para hacerse adultos, para enfrentarse de igual a igual con los adultos, el soltero, sacerdote o religioso, tiene que hacer un inmenso esfuerzo de imaginación creativa, sobre todo cuando las funcio­nes que ejerce son de poca responsabilidad... De lo contrario corre el riesgo de producir estragos innumerables en rededor suyo, sobre todo cuando se meten a dar consejo a laicos adultos y responsables, procedien­do en ello, a veces, con una certidumbre próxima a la presunción» (4).

La necesidad de madurez emotiva en el sacerdote, propugnada en estas líneas, ha de entenderse en su doble vertiente de maduración personal y social. No todo el adulto ha logrado desarrollar equilibradamente su capa­cidad de adaptación social. Ha habido santos incluso privados de esa faceta social grandiosa, principalmente en etapas históricas en las que la doctrina del Cuerpo Místico no ha sido tan considerada como debiera. Hombres adultos psíquicamente privados de entrenamiento social.

Sin embargo me ocupo principalmente de la madurez personal; porque el haberla obtenido es estar capacitado para convivir; el yo será poseedor de mecanismos correctos de adaptación, que entrarán en juego casi auto­máticamente. Cuando el neosacerdote está maduro personalmente, llega, en no mayor espacio de uno o dos años, a la madurez social, porque su riqueza interior le dota de posibilidades que él mismo desconocía, pero que actúan ante la presencia de situaciones nuevas.

(3) lbid. (4) lb., p. 37-38.

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HOMBRE EN FAVOR DE LOS HOMBRES.

Alcanzada ya en el seminario, o potencialmente poseída, la madurez emotiva hace posible la convivencia y la donación a los demás. He aquí algunos aspectos de la cuestión.

1. SACEROOCIO y ENTREGA.-Podría también decirse del sacerdote que es el ser que siempre se da. Afirma el Apóstol San Pablo que el sacerdote «está sacado de entre los hombres y puesto al servicio de los mismos en las cosas que son de Dios» (Hb 5, 1). Luego más que cualquier otra profe­sión, por su carácter de mediador entre Dios y los hombres, el sacerdote es un ser para los demás. Está al servicio de los fieles en el despacho parroquial, en la charla religiosa, en el consejo oportuno, en el confesonario, en la catequesis, en la administración de Sacramentos, en la labor sociaL .. La exigencia de esta donación, qe esta salida hacia los otros, de emigrar hacia los fieles, sólo se logra plenamente cuando quien así se entrega posee equilibrio emotivo. El sacerdote desequilibrado en su emotividad o inma­duro en la misma destruiría el clima de comprensión acogedora, que debe animar las relaciones de los fieles con el sacerdote. Comprensión que implica no sólo capacidad intelectual para abarcar el problema y verle en su realidad, sino el poder de empatizar, de situarse en el caso ajeno y dar la sensación a quien lo plantea de que el sacerdote «consiente» con él.

El exorbitado auge de lo intelectual, cuando se ha juzgado a los futu­ros sacerdotes, ha entorpecido en ocasiones una mayor atención a lo afectivo. Siempre que el cociente intelectual sea suficiente para aprobar los estudios eclesiásticos, lo que más debe preocupar al pedagogo en los seminarios es la emotividad, por ser el núcleo principal de la personali­dad. La emotividad da estilo, actitud, referencia a las cosas y a los hombres. Nos referimos y relacionamos más por la esfera emotiva que por la cog­noscitiva, además de estar el conocimientQ empapado siempre de emo­tividad.

Si bien es cierto que la vida emotiva se inicia muy pronto, que el infante responde antes emotiva que intelectualmente; sin embargo la integración casi perfecta se logra en los años importantes de la pubertad y adolescen­cia, sobre todo en ésta. Los cursos últimos de las humanidades y los de la Filosofía son áureos en este sentido.

En los inventarios y escalas de orientación profesional hay una serie de carreras para las que se exige una gran capacidad social, una gran preocupación por la humanidad, un fuerte deseo de ayudar a los otros. Una de esas carreras es el sacerdocio. Es natural que el ingresado en el seminario menor no haya abierto aún todas sus posibilidades de convi­,vencia social. En el seminario ha de cultivarse con esmero ese desarrollo,

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para que el sacerdote sienta luego en el desempeño de su ministerio la «solicitud por todas las iglesias» (2 Cor 11, 28). La iniciación de esa inquie­tud, el anhelo de proyectarse hacia la sociedad que le urge y necesita ha sido siempre una exigencia sacerdotal; pero hoy lo es más que nunca. Los discursos de los últimos Papas, la doctrina social de la Iglesia desde León XIII, las dos guerras mundiales, la conciencia eclesial hoy más pre­sente en los fieles, exigen el máximum en estas dimensiones humanas. Libros enteros dedicados a avivar esa ansia: Hiiring, por ejemplo, en su obra Fuerza y flaqueza de la religión (Barcelona, Herder, 1958), pretende despertar la autorresponsabilidad social y la conciencia de sentirse «sal de la tierra» y «luz del mundo». El sacerdote ha de ser por antonomasia esa sal.

y al cultivar esta entrega en el futuro sacerdote, no ha de pensarse únicamente en el apostolado ruidoso, en la acción, sino principalmente en la proyección de su vida sobrenatural en los demás miembros eclesiales; con la oración, el sacrificio y la vida de la gracia siempre en aumento ha de sentirse mediador.

y frente a estas exigencias auténticas principales no deben descuidarse las virtudes humanas que disponen al candidato para su actuación en el mundo. Las formas sociales-no siempre cuidadas con esmero-, el com­padecer a los que ignoran y yerran, la adaptación a mentalidad alejadas de la suya, la vivencia del ecumenismo sobre todo partidismo nacional o racial, o de clase, el sentirse «ecclesia», asamblea, cuerpo, totalidad; el conocimiento básico de la sociología religiosa, etc.; todo ello es de capital importancia en la formación seminarística, porque todo contribuye a des­plegar la inquietud por los demás.

Desde ángulos estrictamente humanos es esto verdad. «El principio de que el crecimiento tiene lugar a través del contacto humano Íntimo es muy importante para la psicoterapia. Todas las técnicas de relación... tienen el propósito de establecer un ambiente cálido y tolerante entre el tera­peuta y el paciente ... para proporcionar el clima del crecimiento máximo. En el contexto de este principio que aplican las técnicas de relación, la capacidad de amor es quizá el ingrediente de crecimiento más importante. Fromm ... afirma 'que la terapia analítica es esencialmente un intento de ayudar al paciente a ganar o recuperar su capacidad de amor'. Define al amor como 'el interés activo por la vida y el crecimiento de lo que ama­rnos'. En tono similar dice Sullivan: 'El amor empieza cuando una perso­na siente que las necesidades de otra persona son tan importantes como las propias'.

»Cualidad principal del amor maduro es el interés profundo por el bienestar de otra persona. Postulamos que experimentar esta clase de amor de los padres o de los substitutos de éstos es necesario para el crecimiento normaL.. Experimentar y expresar el amor tiene un significado especial para el crecimiento y la salud psicológicos del individuo en todos los períodos, desde la primera infancia hasta la vejez» (5).

(5) L. BRAMMER-E. L. SHOSTROM: Psicología terapéutica. México, Herrero Her­manos, 1961, p. 83-84.

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2. INMADUREZ y PROYECCrÓN.-La teoría psicológica de la proyecclOn es psicoanalítica en el fondo, aunque haya recibido ya modificaciones de las múltiples escuelas de psicología profunda y de otras, que no se dicen tales. Se supone en dicha teoría que el individuo atribuye a los demás sentimientos y modos propios de su persona, relegados por la represión al mundo inconsciente, porque no quieren aceptarse. Eso por una parte. Ade~ más, proyectarse tiene en psicología otro sentido menos profundo, cual es el de exteriorizar' el mundo Íntimo en las actitudes, actividades, juicios, etc. Ambas modalidades proyectivas se dan la mano y radican en la misma base analítica.

Por ser el sacerdote para los demás un hombre con actuación social, cuanto hace revierte en provecho o perjuicio de quienes están en torno de él. El sacerdote emotivamente maduro proyectará su mundo equilibrado a los otros; quien no haya llegado a esa adultez psíquica, lanzará sobre sus almas el mundo infantil e inauténtico en que se desenvuelve.

Inmadurez equivale a inautenticidad, a herejía vital, a distorsión de la realidad. El yo inmaduro se las ha ingeniado para forzar la realidad y entenderla a su manera, tal que le permita mantenerse frente a las ame­nazas de su propia impulsividad desordenada. El sacerdote inmaduro-in~ auténtico como persona-no se adapta a la realidad, la violenta para hacer su irrealidad, que él ve y vive como verdad y autenticidad.

En los escasos estudios adelantados, con técnicas proyectivas, sobre la personalidad del seminarista y del sacerdote, se insiste en que el clínico ha de fijarse en los resortes del candidato para adecuarse a la realidad. La razón es obvia; quien no se adecua, es casi imposible que presente otro mundo distinto del suyo a los demás.

La inadaptación a la realidad, el enmascararse dentro de un mundo ficticio, tiene tantas gamas como son los estadios de la anormalidad psí­quica. Fundamentalmente tres: neurosis, psicopatía y psicosis. Cuando la personalidad quiebra, si se ha llegado al avanzado proceso de la psicosis, se aconseja, en primer lugar, al enfermo, que evite todo cargo de respon~ sabilidad. Ser sacerdote y no aceptar responsabilidades es casi inconce­bible; al menos su personalidad queda tan menguada que nunca será capaz de desenvolver los gérmenes de contagio sobrenatural de los que es portador.

Esto quiere decir que el seminarista psicótico ha de ser apartado de la pretensión de ser sacerdote, porque carece de la idoneidad necesaria. Nada de buscar subterfugios leguleyos acudiendo al canon 984, 3.°, en el que la única enfermedad psíquica considerada como irregularidad por defecto es la epilepsia. A medida que los estudios psiquiátrico-psicológicos han avanzado, los documentos de la Santa Sede son más explícitos en señalar como contraindicaciones-que involucro en la falta de idoneidad­otras muchas enfermedades psíquicas, que no son epilepsia. Por citar el más reciente, recojo el párrafo siguiente de la Instrucción sobre la selec­ción de candidatos (Sagrada Congregación de Religiosos): «También exi~ gen particular estudio aquellos que manifiestan síntomas de enfermedades

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neuro-físicas y a quienes los psiquíatras llaman neuróticos o psicópatas, en particular los escrupulosos, los abúlicos, los histéricos o los que se hallan afectados de alguna enfermedad mental (como esquizofrenia, paranoia, etcétera ... ); los corporalmente enfermizos o de sistema nervioso muy débil; los que padecen melancolía psíquica continua, pavor, epilepsia (ca­non 984, 3.°) u obsesión de ideas; asimismo los hijos de padres alcoholi­zados o afectados de alguna tara quizá hereditaria, sobre todo mental (Estat. Gen. art. 33-34) ... ».

<<A todos éstos obsérvenles diligentemente y sométanlos a la inspección de un médico psiquíatra competente, prudente y católico, a fin de que él, después de repetidos exámenes, les asesore de si son aptos o no para sobrellevar con decoro de su estado las cargas religiosas y sacerdotales, y en particular el celibato» (n. 31).

A . cuantos psiquÍatras españoles he preguntado sobre la idoneidad del psicótico para la vida sacerdotal y religiosa, me han respondido siempre negativamente. El psicópata muy dudoso; y el neurótico ha de concretarse el margen de neurotismo, someterle a psicoterapia, ver los aspectos posi­tivos de la personalidad y decidir. Y siempre, aun tratándose de neuróticos, aconsejan apartarles de cargos de responsabilidad y de puestos donde hayan de formar criterios en otros. ¿y qué sacerdote, que ejerza, puede hacerlo -salvo la administración de Sacramentos-sin proyectar su neurosis, sin distorsionar la realidad a los demás? Lo contrario sería privarle del ejercicio de la predicación de la palabra divina, que es una de las dos graves respon­sabilidades inherentes al sagrado ministerio.

Las hipótesis intelectualistas del escrúpulo pasaron arrumbadas a la historia; hoy comúnmente se acepta que el escrúpulo es un desorden de los contenidos emotivos de la conciencia moral. Ser escrupuloso y no crear mundos escrupulosos en los educandos, que lo son todos los cristianos res­pecto del sacerdote, es poco menos que inconcebible. Aquello de que puede uno ser escrupuloso y equilibrado consejero no suele hoy pasar por moneda auténtica en el mercado.

Uno de los termómetros mejores para medir la explotación correcta o desordenada de la emotividad en el seminario sería una aquilatada esta­dística sobre los escrupulosos que crea, los que corrige y los que no cura. Esto equivaldría a sostener que el seminario desequilibra, corrige o aban­dona la emotividad de los seminaristas.

El sacerdote emotivamente inmaduro estaría cargado con algún com­plejo, que dificultaría su apostolado. Esos complejos serían constelaciones y elaboraciones mentales, cargadas emotivamente, dificultadoras del creci­miento afectivo sano.

Para Freud las dos grandes vertientes de la emotividad serían la libido y la agresividad. Dejemos a un lado discusiones y entendamos por agresi­vidad la tendencia impulsiva con signos extrapunitivo; prescindamos de los aspectos intrapunitivos de la agresividad. La agresividad, así concebida, sería aquella existente en el tipo vivencial rorschiano extratensivo; el propenso a volcar hacia fuera su afectividad, carente del freno conveniente.

El sacerdote, ser con sentido social, hecho para los demás, precisa un control y un dominio, un freno de la agresividad; no una represión, sino

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encauzamiento ordenado, contrapeso. Los múltiples aspectos que luego serán examinados del sacerdote como juez, como pedagogo, como ministro de la palabra ... reclaman orden en la impulsividad y agresividad. Sacerdo­tes serenos en la discusión, delicados cuando corrigen, correctos en el trato con las gentes. Si no podemos aceptar en su totalidad la teoría freudiana, según la cual la agresividad sería sexualidad reprimida, lo que sí podemos sostener es que frecuentemente la agresividad es fruto de frustraciones, indicio de amarguras íntimas y falta de control.

Dentro de la concepción profunda de la proyección estaría el vuelco del descontrol interior hacia fuera por parte del inmaduro emotivamente. Cuando los mecanismos de defensa fuesen débiles o inauténticos, el yo se vería amenazado de continuo y sería igualmente débil para sojuzgar y frenar cuanto a los demás pudiera heril' o desorientar.

El inmaduro lleva siempre un sello inconfundible; es la inseguridad. Inseguridad que saldría también a borbotones hacia quienes le rodeasen. En la clínica se observa, con frecuencia, la proyección de la inseguridad del hogar, materna, paterna o de ambos progenitores sobre las criaturas indefensas. Ven enfermedades donde no existen, peligros donde no los hay, pecado donde sólo se detecta el propio sentimiento de culpabilidad.

Todo esto lo proyectaría también el sacerdote inmaduro sobre los demás; en cuyo caso, en lugar de ser el mediador; el corredentor, el com­prensivo samaritano, sería el intrigante quisquilloso que alzaría el pecado de la misma nada, que vería religiosamente la existencia con deformaciones personales, de repercusión social.

El ser un hombre en favol' de los hombres exige mucho al sacerdote; y si el ser humano completamente normal no existe, habrán de precaverse las anomalías de mayor relieve.

3. OTRAS RAZoNEs.-Según el Apóstol, el sacerdote está segregado de entre los hombres, para que habiendo sufrido en su propia carne las debi­lidades y las miserias, pueda condolerse con los que padecen y yerran (Hb 5, 2).

El sacerdocio es una institución divina, eclesiástica y humana; divina en su origen, eclesiástica en su figura canónica y humana, porque las leyes, las costumbres y las actitudes de los pueblos tienen marcado tinte reve­rencial frente al representante de lo sagrado. La institucionalización del sacerdocio, en su parte eclesiástica y humana ha variado, al evolucionar la cultura, puesto que el papel que ha debido desempeñar difícilmente ha podido desvincularse de la historia, la geografía, etc. Aun hoy, no es su posición en sociedad la misma en todo el mundo; cada país ha encarnado el sacerdocio con unas modalidades.

Dependiendo de estas consideraciones institucionales del sacerdocio, el representante de Cristo se desenvuelve en el mundo hasta donde su digni­dad, su misión y los controles sociales lo permiten. Su dignidad y su misión es invariable; lo que varía es el control impuesto por la sociedad.

A nosotros nos toca ejercer nuestro ministerio en un país totalitariamen­te católico, tradicionalista y dado a las exterioridades; para el español

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cuenta mucho lo que piensen de su actuación los demás. Estas caracte­rísticas nacionales han configurado, en la institucionalización humana, un sacerdocio español típico. En estos años del Concilio se ha discutido nues­tra postura; se ha llegado a decir que quien más «europeización necesita es el clero».

Al tocar incidentalmente este punto, lo hago únicamente en cuanto que lo psicológicosocial es una dimensión de la maduración emotiva. El semi­narista español, desde el comienzo de su subida hacia la cumbre sacerdotal, concibe así el sacerdote ideal. Lo ve en los que le preceden, ha oído pensar en alto a los seglares mayores y él se ha elaborado una imagen sacerdotal específica.

Lo cierto es que el sacerdote español-no prejuzgo cuestiones-desem­peña un papel social, que no se observa en la institucionalización humana sacerdotal de otras naciones. El sacerdote español, además de las renuncias celibatarias y las exigidas por su misión en el mundo sin ser del mundo, tropieza a veces con prejuicios que entorpecen el contacto con la vida, a la que habrá de santificar. Suele desorbitarse la realidad, llevados de la impulsividad e individualismo que nos distinguen, e inmediatamente se encaja entre los «mayores» o entre los «jóvenes» a quienes emiten opinión, teniendo por jóvenes a los aparentemente más liberales y por mayores a los más tradicionales. Algo de esto puede darse. Pero es más profundo el litigio; asirle tan superficialmente es ignorar estas insignificantes conside­raciones que hacemos. ¿Qué ha pasado con las novedades, aceptadas por impuestas, introducidas en la Liturgia, apostolado social, etc.? ¿Quién se ha rasgado las vestiduras? ¿Quién ha perdido la fe? ¿Qué iglesia se ha derrumbado por ello? ¿Qué sacerdote ha sido despreciado? No temamos comprar odres nuevos para el vino nuevo; que al fin de cuentas el conte­nido es lo interesante.

No soy de los que se fían de apariencias. Justamente pido romper ciertos controles, que no nos van ya, para lograr-y sólo para esto-un desenraiza­miento mayor del mundo y adquirir una mayor flexibilidad para ejercer en el mundo. Los controles los debe imponer a una persona adulta-y estamos disertando sobre lo que sea adultez emotiva y su necesidad en el sacerdo­te-su propia responsabilidad; todo lo demás sería defraudar a nuestro catolicismo. Escandaliza menos un sacerdote responsable, santo, urbano y culto, que el mojigato, que se encuentra muy a gusto en el fanal de las limi­taciones, porque así no arriesga nada. Pero conquistará muy poco. Esa fué la conducta del siervo que escondió el talento; el doblarlo exigía albur, y no se halló con fuerzas para correrlo. Pero el Señor no le alabó ni le premió. La parábola nos enseña otra doctrina muy distinta; hay que arriesgar y esto únicamente es capaz de hacerlo el maduro.

El seminario se instituyó para conseguir hombres de Cristo. Si el semi­nario olvida su misión y se empeña en evitar riesgos y peligros y entrena a sus alumnos en la política conservadora de quien nada va a lograr, porque nada va a aventurar, no habría cumplido su tarea; menos en una etapa histórica, en la que la Iglesia pide renovación y diálogo (<<Ecclesiam suam»); aunque debemos tener presente que no invitó el Papa a arriesgar,

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sin antes invitarnos a tomar conciencia, a madurar nuestras creencias, a lle­narnos de Dios.

En esa renovación que el Papa ha pedido a la Iglesia, el seminario no debe estar ausente ni sentirse ajeno. Lo primero que ha de renovarse son los mandos. La personalidad recortada, atenta a las cortapisas sociales como determinantes de su conducta, no ha servido nunca, pero en estos momen­tos históricos de espontaneidad, libertad y sinceridad... es algo relegado y llamado a fracasar.

Folliet completa su pensamiento: <<<<De ahí provienen (del infantilismo sacerdotal), sin duda, ciertos fracasos y ciertas preferencias de determina­dos sacerdotes, religiosos y religiosas en su trato con niños, adolescentes o jóvenes entre los cuales triunfan tal vez más en razón de su insuficiencia que por sus cualidades reales ...

»Para hacerse adultos, para enfrentarse de igual a igual con los adul­tos el soltero, sacerdote o religioso, tiene que hacre un inmenso esfuerzo de imaginación creativa, sobre todo cuando las funciones que ejerce son de poca responsabilidad ... De lo contrario corre el riesgo de producir estragos en rededor suyo, sobre todo cuando se meten a dar consejo a laicos adultos y responsables, procediendo en ello con una certidumbre próxima a la pre­sunción. .. (6).

Situarse psicológicamente en el estado conyugal, en la diversion nunca vivenciada, en el profesionalismo y la competencia, en la estrechez econó­mica familiar, la racionalización de los nacimientos, exige al sacerdote inte­ligencia, flexibilidad, madurez emotiva y una visión muy equilibrada de la existencia. La exigen mayor, porque jamás se ha experimentado en la propia personalidad; es el esfuerzo que debe hacer el clínico para «com­prender»-en su sentido pleno clínico-al enfermo, a la persona que sufre.

El sacerdote, por su ministerio, tiene ocasión de suplir las experiencias e incluso de madurar más que los seglares que las viven, porque insisten­temente ha de abrirse hacia problemas y situaciones nuevas, que bien apro­vechadas ayudan a madurar y engrandecer la propia personalidad. Del psicoterapeuta se dice que puede enriquecerse y madurar cada día más, cuando se plantea él mismo la dificultad con la que ha tropezado el paciente; éste, por su inseguridad y su crisis, no puede superarla solo, busca la seguridad y madurez del psicoterapeuta para que le ayude. Algo seme­jante debiera suceder con el sacerdote. Los primeros años de ministerio son capaces de transformarle a uno, si se tiene sensibilidad suficiente para viven ciar lo sagrado depositado en nuestras manos y al mismo tiempo palpar la vida, que eso es el ministerio de la palabra. El neosacerdote arries­ga su propia posición existencial; de aquí la sorpresa de quien no recapa­cita, cuando no se explica la «rotura» de la personalidad sacerdotal recién ungida. No pudo aguantar ese mundo gigantesco que es la sacramentalidad activa y el ser confidente. Cuando en cambio las situaciones conflictivas del consultante llegan al alma de un neosacerdote maduro y con reservas

(6) Cfr. AiLultez, o. C" p. 37-38.

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espirituales y humanas, el neosacerdote deja pronto de serlo para conver­tirse inmediatamente en un «presbítero».

Por fijar un límite, diría que a los cinco años de un ministerio discreta­mente activo, el neosacerdote de rico mundo interior ha debido comple­tarse y suplir lo que la experiencia no le ha brindado.

MINISTRO DE LA PALABRA Y EL EJEMPLO.

Ji. MINISTRO DE LA PALABRA.-Se han escrito bellas páginas sobre el influjo trascendental de la palabra humana en las relaciones sociales; se ha insistido igualmente en la insustituibilidad de la misma en las relacio­nes médico-enfermo. La palabra es una dotación específica que distingue al hombre de los irracionales. Aunque el hombre tiene otros medios para relacionarse con sus semejantes, sin embargo el principal y específico es la palabra.

El sacerdote usa la palabra para hacer el sacramento y para difundir la buena nueva. Prescindimos de la palabra como instrumento humano en la confección de los Sacramentos; nos fijamos en su valor como medio de relación interpersonal.

El ministerio de la palabra es amplio; va desde ·la actividad· docente hasta la confidencia íntima y el bálsamo del consuelo. Las irrisaciones polí­cromas de la palabra en ese espacio abierto son muchas. La palabra se tiñe de sentimiento, de insinuación, de requisitorias, de estímulo, de repro­che, de afianzamiento, de claridad, de virtud curativa, de sedante... La palabra del sacerdote es portadora de todas estas influencias.

En el confesonario el sacerdote desempeña el cuádruple oficio de juez, médico, padre y doctor. Todo mediante la palabra. Cuanto más se descorre el velo de la trascendencia de la interrelación humana en el ejercicio del ministerio sacerdotal, más sobrecoge el temor, porque se comprende que el acento, el rostro, el significado y la estructura transmite al oyente el mundo poblado de objetividad y subjetividad. Lo que exige madurez emo­tiva al sacerdote no es el contenido-la objetividad-de lo que dice, sino más bien la subjetividad en que envuelve el fondo. La verbalización es signo; síntoma y símbolo. El clínico sorprende más en la palabra del pa­ciente que en algunas radiografías, porque éstas no han sorprendido al alma, la encarnación de la enfermedad en esa persona determinada. Cada uno tiene su enfermar; y esa individualidad patológica la exterioriza con su palabra.

Recíprocamente el médico influye con su palabra-en casos psico­somáticos y neuropsíquicos tanto como con los fármacos-en la recupera­ción del enfermo. Similar es la interrelación sacerdote-fiel. El sacerdote cura y alienta con su palabra. Cuanto más gigante sea su personalidad y

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su equilibrio mental, más ayuda (7). De aquí la diferencia insalvable entre un discurso escrito y un discurso pronunciado; en lo escrito el hombre está congelado, sorprendido estáticamente. En la conversación el orador o docente actúa más directamente con su personalidad.

Oficio de padre cumplido también por las palabras sacramentales en cuanto aumentan o devuelven la vida sobrenatural al penitente; por las de doctor, en cuanto que estructuran un nuevo mundo al pecador, quien no pocas veces ha llegado a la transgresión por incauto e ignorante.

En el confesonario el sacerdote es sobre todo juez. Ahora bien, una emotividad alterada o inmadura repercutiría desfavorablemente en la sen­tencia, que es a la postre un juicio-sentencia. La psicología insiste cada día con mayor unanimidad en que el juicio es uno de los medios principa­les para conocer la personalidad del individuo, por operar en el juicio una síntesis conjunta de valores conscientes e inconscientE:)s de la persona. La misma Lógica tradicional escolástica habla ya de los prejuicios como desfiguradores del juicio. No obstante, hasta las recientes conquistas de la Psicología el juicio había sido considerado solamente como una funcian o producto intelectual. Hoy sabemos que ésta era una visión parcialista de la realidad; que a pesar de ser la inteligencia la potencia directamente ejecutiva del juicio, al juzgar entra en juego toda la personalidad, hasta el punto de que, en la disgregación aguda de la unidad íntima del psiquismo, el juicio se desarticula también y se dice que el paciente «ha perdido el juicio».

Sobre esta base psicológica descansan muchos de los inventarios y técnicas ideadas para estudiar la personalidad.

Por tanto importa, tanto como saber Teología moral, el desarrollar equi­libradamente la emotividad, con el fin de emitir auténticamente el juicio.

Ni puede descargar sobre el Señor toda la responsabilidad, por ser El quien absuelve y quien conforta. El Señor ha escogido, para hacerlo, instrumentos, que respeta en su actuar, secundando sobrenaturalmente su misión. Porque junto al juicio ritual-fórmula sacramental-están la serie interminable de juicios que el sacerdote emite; y aunque la reconditez del lugar hace más impersonal la relación, sin embargo el sacerdote puede asegurar que el flujo existe; que si él percibe esa realidad, también la sufre el penitente.

El sacerdote necesita madurez emotiva para actuar como pedagogo. La acción ministerial es formativa en múltiples aspectos. El sacerdote es pedagogo en el púlpito, en sus homilías, panegíricos, funciones paralitúr­gicas, etc. Desde el púlpito, de una manera oficial, intenta formar al cris­tiano en el sentido religioso. La exaltación de lo maravilloso, el recurso a trucos efectistas y explotación del terribilismo religioso son las peores armas usadas por el sacerdote orador en la formación recta del sentimiento sobrenatural.

La dificultad de acomodación al público por lo heterogéneo del mi~mo

(7) A. PLÉ, La relation dans la direction spirituelle, en "Supplément de la Vie spirituelle", 17 (1964) 20-30; A. GODIN, La relwtion humaine dans le dialogue pas­toral. Bruxelles, Desclée de Brouwes, 1963.

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es uno de los principios que jamás ha de olvidar el sacerdote. Y para no incurrir en vulgaridades, en tópicos y en insulseces es de aconsejar el grupo homogéneo, que puede conseguirse con una distribución más lógica de los cultos y la incursión en la fábrica, en el colegio, las residencias, clubs y demás centros del conglomerado humano. Esto supondría «matar la retórica» hueca, abandonar definitivamente los estilos de la bella época y acomodarse, en la renovación litúrgica actual, al modo y gusto actuales. Sería retornar a la catequesis.

Desde que San Agustín escribió su tratado de pedagogía catequética -De catechizandis rudibus-, la Iglesia no cesa de insistir en la forma­ción pedagógica de los futuros sacerdotes. En la actualidad, además de las especializaciones en Pedagogía religiosa funcionan Institutos Superiores de formación catequética. En España inició hace ya unos años sus labo­des el Instituto San Pío X, dirigido por los Hermanos de la Doctrina Cris­tiana, con sede en Tejares (Salamanca).

El catequista debe conocer la didáctica general y especial, el desarrollo mental y emotivo de las diversas edades del hombre, la Psicología social para adaptar su catequesis a los diferentes estratos y clases sociales, las técnicas modernas audiovisuales ...

Cuando el primer catequista de la parroquia, colegio, etc.-el sacerdo­te--domine esta especialidad y sepa presentar el cúmulo de doctrinas cris­tianas con justeza, orden y proporción, sabrá formar a la vez los colabo­radores, para los que en las grandes ciudades-como Madrid, por ejem­plo-existen centros de formación acelerada.

Sé de una Universidad católica que cuenta entre sus estrategias de influencia social la preparación de las catequistas: 1.500 el último curso en un alumnado de 8.500 estudiantes. Salen, como palomas mensajeras, a anunciar la buena nueva. Estos centros preparan al comentador seglar, que tiene su sitio dentro de la renovación litúrgica; es preciso enseñar, pero con provecho. Y si mala es la ignorancia, es peor el saber a medias o la visión distorsionada de la doctrina. La catequesis nunca debe finalizar en instrucción; la religión es primordialmente vida y como tal ha de pre­sentarse al niño desde los primeros años de su existencia. La instrucción religiosa habrá logrado su meta, cuando haya conseguido «comprometer» a quienes instruye; apropiarse el contenido y dar con él sentido tras­cendental a su peregrinar terreno.

El sacerdote--en el caso del clero regular más frecuente--es pedagogo en los colegios. En España la enseñanza de la religión católica es obligato­ria en todos los niveles en virtud del concordato de 1953 y otras disposicio­nes emanadas del Episcopado. Recientemente se ha puesto especial interés en renovar la instrucción religiosa universitaria. El desempeño de la cáte­dra de religión ha de estar a cargo de los sacerdotes o de seglares-prin­cipalmente religiosos-que en centros peculiares han obtenido un diploma especial.

y si educar es formar la auténtica escala de valores en el educando, esto no lo puede alcanzar el desequilibrado emotivamente, pues uno de los síntomas de su desequilibrio es la alteración axiológica de su cultura y sus principios vitales.

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El sacerdote que regenta un plantel, que enseña y educa, oteará siem­pre en la cima de la pirámide ideológica lo trascendente, la religión. No puede decirse educado quien no sepa trascender la vida terrena, quien no haya sorprendido el sentido sobrenatural de su existencia.

Además de diagnosticar y pronosticar, el pedagogo, sobre todo, debe curar, ser-a su modo menos profundo-psicoterapeuta o consultor. Reco­jo un párrafo de interés: «A menudo el consultor es incapaz de tratar los sentimientos, porque los del paciente tocan sus propios puntos dolorosos. Esta condición desalentará al consultor para ahondar en sentimientos simi­lares del paciente» (8).

Si todo sentimiento torsionado produce esta búsqueda de encubrimien­to, olvido y represión del mismo, los problemas morales no resueltos, las deformaciones de lo religioso incapacitarán más al sacerdote para ser con­fidente de los desórdenes que lleva consigo el pecado. Oír intimidades, aguantar al caído en el confesonario, rechacer a quien se acercó hundido, supone gran seguridad propia y una visión correcta de las realidades que ocupan al sacerdote. Y todo esto 10 consigue en la relación con el fiel, mediante la· palabra o sus equivalentes: gesto, expresión, etc.

Termina de aparecer un libro estupendo en el que se expone la técnica no directiva de C. Rogers como útil en el trato pastoral (9).

2. MINISTRO DEL EJEMPLO.-El sacerdote es un hombre, blanco de las miradas de sus feligreses, de sus dirigidos, de sus almas, que quieren com­probar si encarna en su vida lo que con la palabra divulga y aventa. Para el rudo-que son los más en materias religiosas-vale más el ejemplo que la palabra, que se diluye al pronunciarla. Sería lamentable que el pueblo creyente hubiese de comprobar en la persona de su pastor aquella recri­minatoria lanzada por el Maestro contra los fariseos: «Haced, pues, y guar­dad 10 que os digan, pero no les imitéis en muchas, porque ellos dicen y no hacen» (Mt 23, 3). Porque cargaban a los demás con 10 que ellos mismos no aguantaban.

Si bien es cierto que almas escogidas, como Teresa de Jesús, buscan la ciencia del sacerdote y apenas si ejercen influjo en ellas la vida del predi­cador, no son los más en el rebaño de la parroquia. El «ejemplar» ha sido siempre para el creyente el sacerdote. U na vida dice más al niño, a la mujer y al rústico que novenas pulcramente predicadas y homilías orato­riamente impecables. \ El descreído-aunque un tanto trasnochado el sistema-ha intentado

vulnerar los sanos principios del sencillo, motejando la personalidad pobre del piadoso. El «cura» tiene una gran leyenda en el teatro, en el cine, en la novela y hasta en el chascarrillo frívolo. Cada pueblo le ha visto a su ma­nera. Y cada comunidad religiosa posee una personalidad social diferente ante los ojos de los fieles; incluso los diccionarios de frases hechas, de afo­rismos y ocurrencias recogen esos decires del vulgo.

(8) BRAMMER-SHOSTROM, o. e., p. 127. (9) Cfr. A. CURRAN, la psicoterapia antagónica (counseling) y sus aplicaciones

educativas y pastorales. Ma,drid, Ra.zón y Fe, 1963.

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No siempre queda bien parado el sacerdote en toda esta literatura habla­da o escrita. Recientemente--pues no hace tantos años que murieron los que así pensaban-se defendió en psicología religiosa de dudoso cuño, que la religiosidad era una neurosis colectiva o personal, un refugio, un mecanismo de defensa, una sublimación, un arquetipo, algo introyectado en el inconsciente colectivo, el opio del pueblo y otras lindeces similares. A la postre nada elogioso ni digno de imitación. Si el alcohol y tantos excitantes son vistos como sucedáneos de anhelos naturales, para la ideolo­gía de los pensadores anotados la religión era también un sucedáneo. La personalidad depauperada pretendía revalorizarse con este ornato.

Hoyes verdad que las cosas han cambiado; que la realidad religiosa es mejor acogida; que existen ligas de Higiene mental-por ejemplo-que re­curren a la Religión como una solución socorrida en extremo para todos los males. Discípulos de Freud-que tantos desvaríos cometió al abordar el tema religioso-presentan al místico como la personalidad más equilibrada y al santo como el sano mental más típico, porque ambos han sabido esqui­var neurosis con la aceptación de la vida real, tal como la supone la humil­dad verdadera y la práctica del cumplimiento de la voluntad divina. Las cosas son aSÍ, porque Dios las quiere o las permite. Inútil soñar un mundo distinto, porque siempre sería irreal.

Si además del viraje que este modo de pensar supone, el sacerdote ofre­ce su propia personalidad como equilibrada y madura, hurtada a todos los vejámenes de la literatura barata, queda automáticamente engrandecida la religión, la pureza de su celibato y los mismos valores por él predicados. Las grandes personalidades contagian. Papas como los de este último siglo han hecho doblar hasta el protervo. Unos, de recio equilibrio, alenta­do por su santidad; otros, por su recia estructura psíquica; otros, por su acrisolada ciencia; otros, por su visión diplomática; otros, porque han ter­minado llamando hermano al enemigo e invitando a su propia casa a los de enfrente. La sensatez del periodista levanta su grito inmediato cuando la malevolencia quiere cebarse donde es imposible hacerlo.

Por fin, el buen ejemplo prolonga las instituciones. El sacerdocio estaría llamado a extinguirse, porque su castidad perfecta le priva aparentemente de la prolongación que aseguran los hijos engendrados por la carne. El sacerdote asegura su perpetuidad mediante el fomento de las vocaciones; de esta manera se suple en enraizamiento consanguíneo con la afinidad· de ideales.

Los estudios más serios adelantados por sociólogos europeos sobre la génesis de la vocación religiosa y sacerdotal señalan a la familia como el hontanar más puro. Tal vez ésta sea la verdad. Pero es incuestionable tam­bién la eficiencia instrumental u ocasional de una rica personalidad sacer­dotal. i Cuántos sacerdotes lo son, porque en sus años de ensoñación e ideales concibieron la ilusión de reproducir en sí la personalidad recia del ejemplar conocido en el despacho parroquial, en obras sociales o en los patios de un colegio!

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3. NECESIDAD DE LA MADUREZ EMOTIVA PARA EL APOSTOLAOO.-Ser após­tol equivale a anunciar la doctrina de quien envía; en este caso el Señor. Psicológicamente el apóstol es el hombre adulto que ofrece de su abun­dancia lo que los demás necesitan. La madurez, psicológicamente, es exi­gencia del apostolado en general; pero la reclaman apostolados específicos, a los que todo sacerdote ha de llegar por su misión social.

a) El apostolado de los que sufren.-En la cabecera del enfermo y al lado del moralmente débil o junto al psíquicamente inseguro se produce la transferencia de modo singular. El sacerdote que se acerca al desvalido redime el sufrimiento; absorbe la miseria ajena para ser corredentor caD los fieles. Es una interrelación humana semejante a la existente en la psico­terapia, aunque de signo religioso y asistemático. La pastoral sacerdotal exige atención especial a los atormentados y lacerados. Si el psicoterapeuta soporta, en períodos críticos, la inseguridad del enfermo, el sacerdote man­tiene firmes en la esperanza a los enfermos y a los que luchan. El sufrimien­to hace que el yo se encuentre a sí mismo y que preste oídos al rico mundo interior en lugar de disiparse hacia la exterioridad. En ese momento de autoencuentro suele hacerse presente el sacerdote.

San Pablo exigía al sacerdote una gran capacidad de condolencia (Hb 5, 2) Y asentaba en ello la exigencia de la humanidad caída que el ministro del Señor arrastraba en la propia voluntad. Cuando se ha dicho que la profesión médica tiene parentesco con la sacerdotal (Nidermeyer) se ha pensado en el poder sedativo, confortante y curativo de la personalidad del médico junto al lecho del enfermo, que rejuvenece al sentirse más se­guro en presencia de quien juega con las posibilidades de la salud. Frecuen­temente se oye a médicos el benéfico influjo ejercido por determinadas personalidades de la medicina, no tanto por su rica ciencia como por la firmeza inyectada en el enfermo mediante la robustez moral y psíquica del profesional.

Los párrocos son exhortados para que cuiden esmeradamente a los en­fermos de la feligresía, porque en los trances difíciles la religión es lo único que conforta. Sólo se ve el hombre exclusivamente ante Dios, cuando los hombres fracasan en su ayuda. El sacerdote asiste al moribundo, visita al enfermo, consuela al desolado. Para esto necesita gran madurez personal; haber profundizado en el sentido del dolor, en el misterio del sufrimiento. El médico cristiano concluye frecuentemente sus intervenciones con esta reflexión: ¡Oh mysterium doloris! La vivencia misteriosa de la prueba recibe protección del sacerdote condoliente.

b) Para el apostolado con hombres adultos.-Además de las razones psicosociales que explican la mayor afluencia de mujeres a los cultos y a los sacramentos, se han querido buscar otras en la naturaleza de la interre­lación. El sacerdote de personalidad pobre se refugia en los apostolados que le ponen en contacto con niños y mujeres, a quienes domina mejor por la diferencia de edad o por el papel de la bipolaridad sexual en las relacio-

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nes humanas. Apenas existirán sacerdotes que encuentren dificultades, de origen emotivo, en el apostolado con los niños; pueden con ellos. Desde otro ángulo distinto ocurre algo semejante con las mujeres. Pero buscar al varón adulto separado, llegar a él, dominarle, ser instrumento de Dios en su conversión o en el acercamiento más fervoroso a lo sagrado es tarea de escogidos. Es apostolado difícil, porque exige personalidad recia y equi­librada.

Las asociaciones piadosas y las agrupaciones de matiz religioso inte­gradas exclusivamente por varones son mucho menos frecuentes que las compuestas por niños y mujeres. La razón nos la daba ya Folliet: paupe­rismo psíquico, infantilismo personal. El apostolado requiere, al menos, igualdad entre el dirigente y el dirigido; y el ideal sería la superioridad. El apostolado entre intelectuales, entre prominentes de la sociedad ponen a prueba los quilates de la personalidad sacerdotal. Unicamente triunfará el de riqueza en su yo.

c) Para el apostolado con mujeres.-Esta actividad exige madurez de otra clase; diría que pide menos intensidad en los valores personales, pero mayor equilibrio, porque entra en juego la bipolaridad sexual ya apuntada.

Es arduo el trato con mujeres de toda condición, que pasean su necesi~ dad de apoyo por la vida. Nunca suelen venir los escándalos de parte de la mujer eróticamente satisfecha. El peligro acecha por el otro flanco, por la que suplica implícitamente complemento y ayuda. El sacerdote precisa mucho aguante interior para quedarse con su soledad celibataria en lugar de proteger a la indefensa mujer, que busca santa virilidad en quien ha de tenerla por profesión. Apostolados necesarios, pero espinosos y erizados de dificultades. No todos sirven para ellos.

No se piense que es escabroso únicamente el apostolado con este tipo de mujer, todo acercamiento al otro sexo requiere una capacidad sublima­toria que sólo da el Señor y el equilibrio emotivo. No pisar la raya, ni que~ darse corto, saber llegar hasta donde la circunstancia concreta lo exige es ciencia acabada, que no puede exigirse a todos. Sin embargo el sacerdo­te no estaría maduro para la ordenación si hubiese de poner excepciones apostólicas en este sector de la viña. A la mujer, ni buscarla, ni huirla; ayu­darla y esconderse. Esta exigencia justificaría por sí sola el celibato sacer­dotal, el único que, vivido correctamente, otorga la libertad operativa, porque parte de la seguridad que brinda el saberse comprometido con el Señor.

¿Qué mujer no olfatea la insatisfacción y desasosiego del sacerdote in­maduro eróticamente? Y como es verdadero aquel dicho de que la mujer es a la vez madre, esposa, novia y amante, se sentiría inclinada instintiva­mente a prestar calor a quien va solo por la vida. He aquÍ otra razón fuerte también en pro de la madurez emotiva pedida al sacerdote. Si no se quiere despertar actitudes femeninas misericordes, la solución es no necesitar misericordia.

PACIANO FERMOSO, OSA