tario, francisco - tapioca inn mansion para fantasmas _1952

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T T A A P P I I O O C C A A I I N N N N MANSIÓN PARA FANTASMAS por FRANCISCO TARIO TEZONTLE MÉXICO

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Un gran cuentista mexicano poco recordado.

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M É X I C O

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Francisco Tario

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Primera edición, 1952

Derechos reservados conforme a la Ley

Copyright by FRANCISCO TARIO

Printed and made in México

Impreso y hecho en México

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Tapioca Inn

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Dibujos de ALBERTO BELTRAN

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Soy luz ¡ah si fuera noche!

pero el estar rodeado de luz

es mi soledad.

F. NlETZSCHE.

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Tapioca Inn

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LA POLKA DE LOS CURITAS

—NO me siento bien, Adrián. ¡Algo me pasa!

La esposa del comerciante en telas era una mujer cuarentona, pelirroja, insípida, a quien le encantaba contemplar por las tardes la plaza a través de los visillos. Actualmente se reclinaba en un sillón del dormitorio, con ojos adormilados. En la plaza tocaba la música, sorbían limonadas los niños y las muchachas solteras lanzaban al aire carcajadas histéricas, paseando frente a las bancas pintadas de verde donde los reclutas se hurgaban con fastidio las narices.

—¡No me siento bien, te lo aseguro!

Y se reclinó un poco más, experimentando, no que el paisaje le daba vueltas como vulgarmente sucede, sino que una banda de todos los diablos, positivamente más estruendosa que la del pueblo, le ejecutaba en la hipófisis la odiosa polka de los Curitas.

El comerciante, hombre sencillo muy dado a las magdalenas, sospechó con razón que su mujer se hallaba encinta.

—¡Oh, oh, oh! Te traeré ahora mismo un terrón de magnesia.

Mas la enferma rehusó el medicamento y se acurrucó en el sillón, apretándose los oídos.

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—¡Es la polka, Adrián! ¡La polka, te lo juro!

Un hombre goloso y rutinario no tolera fácilmente oír hablar de semejante modo.

—Pero, ¿de qué polka hablas, puede saberse? ¡Explícate! Querrás decir en todo caso que te duele la cabeza.

La mujer sonrió con indiferencia, dejó caer desmayadamente los brazos y observó a su marido largo tiempo. Por primera vez en veintidós años admitió que no se comprendían.

—La cabeza o... —proseguía el señor comerciante—. Bueno, es natural. ¡Acuérdate de cuando nació Ambrosito! Realmente todos tus embarazos han sido pésimos.

El hecho es que aquella polka le sonaba a ella entre las sienes tan distinta y acompasadamente que podría bailarla, si se lo propusiera.

—¿Y por qué no ha de ser la polka? —insistía—. ¿Por qué no he de poder escuchar la polka ?

Adrián daba unos pasos, mirando de soslayo a la plaza.

—Porque no puede ser, caramba. ¡Porque no puede!

—¿Y por qué no puede? —interrogaba ella, sujetándose al sillón como a una cabalgadura—. ¿No te estoy diciendo que es la polka?

—Y yo te digo que no lo es. Manías tuyas.

—¡Y yo sostengo que sí!

—¡Pues, no!

—¡Pues, sí!

—¡Que no, repito! ¿O acaso alguien puede escuchar de tal modo una polka?

—Si se puede o no, no es cosa nuestra; pero yo la escucho. Y no me siento bien, Adrián. Algo raro me pasa.

El comerciante había hecho alto, observando a su mujer, que atendía. Se nubló el sol en ese instante.

—¡Óyela, óyela! —prorrumpió ella, de súbito—. ¡Óyela, anda, no te dé miedo!

Aventuró él unos pasos y se inclinó sin confianza sobre el sillón, tratando de distinguir de alguna forma la pieza.

—Óyela. ¿La oyes?... Aquí adentro —Y procedió a canturrearla.

Pero Adrián se encogió de hombros, apartándose hacia el balcón en la actitud de quien descubre de pronto que los billetes de su cartera son falsos.

—¡Qué va a ser una polka eso! —dijo. Y señalando a la plaza— ¿O no oyes lo que están tocando ?

Fue una noche lóbrega y misteriosa durante la cual sopló el viento airadamente, el mar batió sin descanso y el comerciante en telas se vio asediado por toda suerte de pesadillas y terrores. Cuando un hombre rutinario y goloso repara un buen día en que la

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fantasía y algo más existen, se revela de improviso como un envidiable orate o un poeta de lo más elevado. ¿Qué vio, soñó o sospechó el señor comerciante? Tal vez ni consiguió pegar los ojos siquiera. Pero su mujer estaba loca, vestía una túnica de melocotones y le sonreía desde un escollo. O su mujer —-loca irremediablemente— se paseaba por encima de los árboles, con un paraguas amarillo, gritándoles obscenidades a los transeúntes. O —más loca aún, si cabe— acababa de devorarse al perro y ladraba, enseñando los dientes. También le pareció distinguir que su mujer se sentaba en la cama y, con un flautín plateado entre los dientes, se ponía a ejecutar la maldita polka. Y que él —rematadamente loco— fingiendo ser un pastor protestante, cortaba cardos en una huerta y los arrojaba por encima de la tapia. O que transformado en abejorro, se asfixiaba en un cuarto lleno de borrachos. O que el pueblo entero, loco, con sus cinco mil setecientos habitantes, danzaba en cueros la polka sobre la misma azotea de su casa. Y que su mujer —sin dejar de escuchar la polka— desaparecía por una atarjea, profiriendo las más horrorosas blasfemias.

Por la mañana, a las doce, vino el facultativo. Adrián le había preguntado a su esposa:

—Qué... ¿te sigue eso?

Fue un instante antes del desayuno, cuando tostaban el pan en la cocina.

—¡Sí! ¡No! ... Aunque quién sabe. O tal vez sea ya la costumbre.

Mas cuando se hallaban a la mesa y disponíase ella a cascar un huevo duro, soltó el huevo que se hizo añicos y tiró del mantel, arrastrando la loza.

—¡Sí, sí, ya siento otra vez !a polka! ¡Adrián, ya la están tocando!

El doctor era un hombre obeso, despreocupado, caído de hombros a fuerza de intentar cosas en el microscopio. Vestía invariablemente de azul y portaba siempre un maletín oscuro, repleto de instrumentos sumamente fríos que brillaban de un modo extraño, como las estrellas en un cielo de invierno. Al comerciante estos artefactos le inspiraban una vivísima confianza. Suponíase que con el tiempo —y a muy corto plazo, por cierto— de aquellos misteriosos cachivaches derivaríase la salud eterna. Pero el doctor propuso:

—Le ruego que nos deje solos.

En primer término le tomó el pulso a la paciente, le colocó en el sobaco el termómetro y le levantó con curiosidad femenina los párpados. A continuación, le examinó las amígdalas, la auscultó con el estetoscopio, le oprimió hasta hacerla gemir los globos de los ojos y le golpeó con un martillito las coyunturas. También le trazó en los pies unos caprichosos signos con un lápiz como de vainilla. Concluido el reconocimiento, le pidió que se sentara. La enferma se mostraba abúlica, desmejorada en extremo y le temblaban sin cesar las pantorrillas. No apetecía hablar de la polka, ni deseaba que le hablaran. La simple presencia del médico le producía malestar y fastidio. En realidad, habría apetecido permanecer a solas o encerrarse a gritar desesperadamente en un cuarto oscuro o lanzarse a correr a lo largo de la calle principal hasta que le entrara sueño.

—Muy bien. ¿Y cómo le empezó eso?

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La paciente se expresó con palabras sencillas.

—Como empiezan las polkas—repuso.

El facultativo tuvo un estremecimiento. También él era un hombre sencillo.

—¿Y después?

Le pareció advertir que lo observaban con desprecio.

—¿Después? ¡Qué quiere usted que le diga! Pues la polka siguió sonando.

Ignoraba él los motivos, mas preferiría de cualquier modo que no se hiciera mención especial de la polka. Lo aturdía y preocupaba esto.

—Adelante.

Había poco qué añadir, por lo visto. Que se hiciera de cuenta el doctorcito que había sido invitado a una fiesta, una noche; que el salón, cuando él llegaba, se encontraba desierto y que, por matar el tiempo, se había tumbado en un sofá, aburrido; que sucesivamente los concurrentes acudían y llenaban, como es natural, la sala; que los músicos en la plataforma descubrían sus instrumentos; que las lámparas se encendían y alguien entreabría los balcones; que las parejas charlaban. Y que, imprevistamente, los músicos se ponían a tocar, toca y toca sin descanso, toca y toca la polka; que transcurrían las horas, la noche entera, y los invitados se retiraban; y que el salón quedaba de nuevo vacío. Pero que allí, sobre su plataforma, continuaban los músicos toca y toca la polka.

El médico cambió de postura y comenzó a balancear una pierna. Ensayaría otra especie de preguntas.

—Y dígame usted ahora: si de una habitación en la que tenemos seis huéspedes retiramos tres y aumentamos cinco, ¿cuántos huéspedes tendremos?

La enferma se incorporó de pronto, con un extraño gesto altivo.

—¡Qué tontería! —dijo.

—¿Tontería?... —objetó el médico—. Le aseguro que es muy importante.

Ella dio la respuesta correcta y el doctor se sintió humillado.

—Bueno, pero si de ciento ochenta y nueve metros de tela...

La opinión facultativa tranquilizó en lo que cabe al comerciante.

—Evidentemente su señora está débil, un poco nerviosa... mas pasará pronto. Quizás se deba... ¡oh, trastornos de la edad, me imagino! Por lo pronto, y a reserva de un nuevo reconocimiento, aquí tiene usted la receta.

A la puerta de la casa, el señor comerciante en telas retuvo con cierta zozobra al médico.

—Y, y... ¿lo de la polka?

—¡Ah! ¿Eh? Sí, la polka. Téngalo usted muy presente: una oblea cada dos horas.

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Acto seguido le tendió la mano y se alejó por la plaza a grandes pasos. ¿Una polka? ¿Así, de buenas a primeras? ¿Y sin orquesta? Pero, ¿qué estaba hablando él de orquestas? ¿Resultaba admisible? ¿Y por qué una polka, después de todo? La polka era un baile anticuado. Recordaba ahora, sin embargo, un caso extraño en que se hablaba de cierto enfermo de esquizofrenia, quien se quejaba a todas horas de que le llovía en el cerebro. Le llovía así ¡pim, pam! ¡pim, pam! como en las tardes de otoño. Una sola gota fría y constante, terriblemente inicua. Pero, ¿una polka? O tal vez fuera el equivalente. El recordaba una: la de los Curitas. La tocaban los sábados en la plaza.

La paciente, sentada en la cama, ofrecía un soporífero aspecto, como quien escucha por centésima vez el Andante de una horrenda sinfonía.

—Apuesto a que ya te sientes mejor, ¿o no es cierto ?

En seguida le ofreció el periódico, según era su costumbre todas las noches.

—Bah, léeme eso.

Ella tomó el periódico y procedió a desdoblarlo, sin dejar de escuchar la polka.

—Empieza.

Leídas unas cuantas líneas, el comerciante se sintió aburrido. E inquieto. Y comenzó a dar vueltas sin más ni más por el cuarto, pisando con malestar la alfombra y apretando en los bolsillos los puños. Qué necedad la de su mujer. Qué aprensión tan insensata. ¿Podría llamarse enfermedad a aquello? Que supiera, nadie se había ido al otro mundo por escuchar una polka. En todo caso, hasta quizás fuera divertido. También a él le gustaba la música. Aunque así, tan impertinentemente... Pero, bien visto, ¿escucharía de verdad la polka?

Empezó a sudar y a caminar cada vez más aprisa, presintiendo a su mujer un poco tétrica a sus espaldas. Era un calor asfixiante. Lo que procedía, en primer término, era poner la mayor atención posible. Cuando tocaba la banda en la plaza, todo el mundo se percataba. Haríase, pues, de cuenta aquella noche que su mujer tenía el kiosco en la cabeza y que él se sentaba en una banca próxima a beber un refresco.

—Conque a ver, seamos francos, ¿qué escuchas?—Y se esforzaba por reír echando atrás la cabeza o contorsionando los brazos—. ¡Porque no me vendrás diciendo ahora que también esta noche estás de concierto!

Aquí la mujer rompió a sollozar, arrojándose de un golpe contra la almohada. Era un llanto agónico, espeluznante y confuso que le hizo ver al comerciante cuan cruel y frívolo era. En el horrendo silencio nocturno aquel llanto producía escalofríos.

—Bueno, bueno, no te compunjas. ¿No comprendes que fue una broma?... Claro que sí, la polka. ¿Quién no ha escuchado una polka en su vida?

Mas la mujer gimoteaba, derramando unas lágrimas frías y redondas que le escurrían por los antebrazos.

—¡Calla, tonta! ¿Qué es esto? Si pareces una criatura...

También podría llorar él, si se lo propusiera.

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—¡Una polka! ... ¡Una polka, eh? Apostaría a que es la de los Curitas.

Transcurrió una noche y, por fin, otros días. En su establecimiento, la clientela se informaba minuciosamente del estado de la enferma. Era gente afable y risueña que trataba de consolar al comerciante.

—... ¡pero el hecho es que mejora!

—Oh, mejorar, sí; qué duda cabe. Aunque ya saben ustedes que estas cosas de los nervios...

—¡Cómo! ¿De los nervios ha dicho? Porque a mí me habían contado…

—Sí, en un principio se pensó que era la ciática. Y a propósito... ¿qué es lo que le habían contado?

Al cliente le habían contado algo sencillamente horripilante, de lo que se regocijaba el pueblo: que la mujer no se hallaba enferma, sino que acababa de dar a luz un negrito.

—Me contaron... ¡bueno, ya usted me entiende! Algo propio de las mujeres.

El comerciante sonrió con malicia, arrugó las cejas y desdobló la tela, aprestándose a cortarla.

—También yo me lo figuraba. Pero, no; al parecer todavía no es eso.

—Vaya, enhorabuena. Le presentará usted mis respetos.

Fueron tres días inmensos, ruidosos, durante los cuales no cesó de sonar la polka en la hipófisis de la enferma. Tres días aciagos, nublados, en los que el mar no cesó de rugir y de sollozar los árboles en la plaza. Tres días y tres noches consecutivos durante los cuales el señor comerciante en telas se desvivió por escuchar, aunque fuera de lejos, la polka. La enferma se desmejoraba, pedía a todas horas agua con sal y mostraba en torno a las órbitas dos perniciosas ojeras. También promovía, y sin que viniera a cuento, escenas de lo más estrafalario. A su marido le sorprendió que una noche lo recibiera como después de un largo viaje.

—¡Adrián! ¡Oh, Adrián, Adrián, cuánto me alegro! ¿Qué tal te ha ido?

El dijo:

—Convendría que te dejaras ver en la calle y tomaras un poco el fresco.

Y ella:

—Haré lo que tú digas; pero en cuanto termine la pieza.

La vecindad murmuraba con su burda imaginación corriente, lujuriosa y populachera. Que si el negrito había sucumbido y la madre agonizaba; que si el negrito era un pretexto y la mujer se había trastornado; que si una enfermedad repugnante la había hecho mermar de tal modo que ni el propio doctor era capaz de encontrarla; que la epidemia cundiría fácilmente y todos en el pueblo se volverían enanos; que los enanos son crueles y, por si fuera poco, ladrones; que convendría prevenirse a tiempo hablándole al doctor inmediatamente y con las cartas sobre la mesa. Se designó una comisión al efecto.

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—Exigimos que se nos hable claro.

El doctor, con un batín de tres cuartos y un lápiz rojo tras de la oreja, los recibió en la antesala. Leía algo acerca de la epilepsia.

—Que se nos hable claro... ¡y en seguida!

El expresó:

—Síndrome de esquizofrenia activa.

Esto, al menos, ya era algo.

—¿Nos retiramos?

—Nos retiramos.

En tanto la polka era ya algo inaguantable, repulsivo y trágico, fuera de toda posible resistencia humana.

—¡Óyela, óyela!—y el comerciante atendía—. ¡Óyela, por los clavos de Cristo!

Se suscitaban escenas distintas, de acuerdo con las ventas del día.

—Óyela, ¿o estás sordo? ¿Es posible que ni distingas la banda?

—Puede que esté sordo, perdóname. De un tiempo a esta parte noto que me zumban mucho los oídos.

O de otro modo:

—Ea, te la tararearé un poco para que te habitúes.

—¿Sabes que ya me estás aburriendo?

En ciertos amaneceres lluviosos, cuando bajaba la niebla, los esposos se sentían melancólicos.

—Adrián, tú que eres hombre diles por favor a los músicos que terminen de una vez esa pieza.

Adrián miraba a su mujer y a las nubes borrascosas, negras.

—Sufro mucho, Adrián. ¡No te imaginas!

Entonces él le ofrecía sus brazos y le peinaba los cabellos. En un tiempo eran jóvenes y también paseaban por la plaza. Mucho antes de lo de Ambrosito. Esta vez, que solos.

—¿Sufres, amor mío? Ven aquí, reclínate.

—Siento que voy a morirme.

—¡Ah, no te matará la polka! Yo mismo me encargaré de ello.

Mas se sentía sin ánimos, conmovido.

—Adrián: ¡lloras!

—No lloro. Es que...

Si comprendían que nadie los acechaba, se abrazaban, sí, y lloraban.

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—Maldita polka, Adela. Y qué daño nos ha hecho.

AI décimo día de enfermedad ocurrió un suceso imprevisto. El comerciante, con las botas llenas de polvo, se presentó en casa del médico y le comunicó la desastrosa e inexplicable noticia:

—Doctor: mi mujer ha desaparecido.

El doctor apretó los labios, dio unos pasitos circulares hacia una mesa y expresó, sin emoción alguna:

—Me lo temía.

La búsqueda fue laboriosa, llena de inconvenientes y sorpresas. Ciertos vecinos humanitarios tomaron parte desinteresadamente en las expediciones, recorriendo en pocas horas distancias inverosímiles, a veces bajo la lluvia o el granizo o bien durante la noche, en mitad de una oscuridad impenetrable. En la Parroquia se dijeron novenas y otros rezos de emergencia. En sus hogares, algunos amigos oraban. Se buscó por pantanos, por vericuetos, en ambas riberas del río y a lo largo de las peladas llanuras. Se buscó en las oficinas, en los arrecifes, en los retretes públicos y hasta en cierto lupanar clandestino. Una onda de curiosidad y extrañeza invadía los espíritus. Ocasionalmente, como el aroma de una flor lejana y exótica, llegaban nuevas de los expedicionarios, por lo general falsas.

—Parece que la han encontrado cabalgando sobre un borrico.

O:

—Dicen que se arrojó al mar, y que el mar la echó a la playa.

El doctor, hurgando en la neurosífilis, repetía con tic tac cronométrico:

—Me lo temía.

Los expedicionarios portaban armas, linternas y mapas y unas altas botas de minero, así como cordeles, zapapicos y otros artefactos para el caso. Alguien más previsor y avezado cargaba, incluso, con su mochila repleta de longanizas y medicamentos. En un recodo, ante un repliegue, frente a un matorral sospechoso los expedicionarios se detenían:

—¡Eh, cuidado!

Prevalecía la opinión de que la fugitiva era una loca furiosa.

—No aparecerá nunca. Volvamos, pues, a nuestras labores o los cerdos nos comerán la cosecha.

El señor comerciante en telas había cerrado su establecimiento y se pasaba las horas muertas en su casa, mirando con languidez a la plaza por detrás de los visillos. Su fortuna, las goteras en la sala y hasta las mismas letras vencidas habían dejado de interesarle. Mirando hacia aquella linda plaza experimentaba la impresión conmovedora y muy íntima de que descubría a su mujer por entre las bancas, caminando muy campechana en tanto sonaba la música. O el simple gemir del viento o el eco de las

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olas lo sobrecogían. Entonces se incorporaba, llevábase un dedo a los labios y volvía con inquietud el semblante.

—Creí que eras tú, Adela.

El sabía presentir las cosas y le tenían sin cuidado los argumentos del médico. Bah, su mujer no era nada de eso; su mujer estaba en sus cabales y todos lo sabían perfectamente. Su mujer no había huido en virtud de que su cerebro se hallara ofuscado, ni nada por el estilo. Ella escuchaba una polka, y esto era todo. Que la polka la torturara era muy comprensible. Y que tratara por todos los medios de no oírla en lo sucesivo, doblemente.

—No estoy de acuerdo, doctor. Mi mujer nunca fue una chiflada.

El doctor sonreía, se mordía las uñas y también miraba a través de los visillos.

—Y aparecerá, estoy seguro. Le dará un mentís a la ciencia.

A mayor número de especulaciones, más profunda era su confianza.

—¡Imposible! ¿Cómo puedo admitir que mi mujer se imagine ser en la actualidad una banda de música? Una banda... ¿Es decir, una corneta, dos pequeños flautines... ¡se burla usted, amigo!

La búsqueda se dio por terminada y a la desaparecida se la tomó por muerta. Al comerciante, como consecuencia lógica, lo tomaron ya todos por viudo.

—Vamos, levante ese ánimo —le decían—. Véngase al malecón a pasear un rato conmigo.

Pero Adrián insistía en permanecer allí días y días, mirando como un idiota a la plaza.

—Déjese de tonterías. Sí, es doloroso, lo comprendo... pero Dios provee. ¿Sabe usted jugar al dominó, por ejemplo?

Aquel sábado hizo un tiempo espléndido y se llenó la plaza de gente que iba y venía por entre los árboles o que simple y sencillamente permanecía en las bancas mirando cómo brillaban los cornetines y volaban las doradas nubes en el cielo. En un ángulo de la plaza, un mozalbete lleno de pecas descorchaba y repartía refrescos. Los chiquillos, pisoteando el césped, arrojábanse brutalmente las botellas. Y los reclutas allí estaban. Y estaban las muchachas solteras, con sus blusitas de percalina, cuyo material conocía de sobra el comerciante.

—Con tal y que no toquen la polka—suspiró sobre su silla.

Y la tocaron —la tocaban siempre—, armando un endiablado barullo como si un enorme edificio con vidrieras y todo se viniera abajo. Adrián se tapó los oídos.

—¡No quiero! ¡No quiero!-—clamaba—. ¡No quiero que toquen eso! ¡No puedo tolerar semejante música!

Era una aflicción grave y comprensible la suya, semejante a la que experimenta una persona al tropezarse en un cajón con el retrato de algún pariente muerto.

—¡Basta, basta! ¡No quiero! ¡Esa polka me parte el alma!

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Iba y venía, se encerraba con llave en su cuarto, se escondía bajo las mantas, se exprimía con los puños los oídos. De cualquier rincón de la casa escuchábase distinta y acompasadamente la polka. Allí donde se refugiara, allí le llegaba el eco. Un eco penoso, inmediato, bailable—que le desgarraba las entrañas.

—¡Basta ya! ¡Por piedad o me volveré loco!

Y con los dedos entumecidos:

—¡Basta ya de Curitas, Dios mío! ¡Basta, que cese la polka!

Mas al reparar detenidamente, saltando de entre las sábanas, ya había anochecido. Se encaminó al balcón de nuevo, descorrió por una punta los visillos y contempló con espanto que la plaza se hallaba desierta y oscura y que sobre los solitarios árboles descendía la lluvia. Un can amarillo y sarnoso sorbía en el kiosco un refresco. Y la polka aún: qué martirio.

—De suerte que yo también... —se dijo.

Lívido, pero resuelto, se examinó en el espejo.

—De suerte que... ¡Jesucristo, que cese la polka! —era cuanto se le ocurría.

Entretanto, por distintos rumbos del pueblo, el doctor iniciaba una serie de consultas urgentes.

—Pero, diga, ¿cómo le empezó eso?

La paciente, otra mujer sencilla, se explicó también sin evasivas:

—Como empiezan las polkas.

Y un solemne caballero:

—Es algo que en realidad no me explico. Imagínese, doctor... ¿pero conoce usted esa polka que han dado en llamar la de los Curitas?

El estetoscopio, las amígdalas, los golpecitos con el martillo en las coyunturas. Esta vez era una señorita.

—Si es una polka, se lo aseguro. Una polka y de las más lindas.

El farmacéutico agotó en pocos días sus reservas de obleas.

—No me siento bien, créame. Es muy extraño lo que me ocurre...

—Púrguese usted esta noche. La costumbre es vieja, pero muy sana.

—No, no se trata de eso. El caso es que yo escucho...

—Entonces, consulte al médico; aunque el médico se reirá de usted, me lo temo.

—Doctor, doctor, no se ría. Pero yo siento...

En la sucursal del Banco hubo un momento de confusión y zozobra cuando alguien, que cobraba unos documentos, lanzó al aire su portafolio y empezó a gesticular, despavorido.

—¡No más polka, no más polka o me muero!

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Al principio, como ocurre con las guerras, la noticia les sonó jocosa a algunos.

—¿Con que padece del mal de la polka? No estaría por demás, en todo caso, que su marido le pusiera los

—¿Y usted qué hace ahí con esa cara de necio? ¿Escuchando por un casual la polka?

—Tóqueme la polka, señorita. Me encantaría conocerla.

—Y a ti que no se te olvide ponerle agua a la polka.

Pero el hecho fundamental es que el doctor no se daba abasto y se enriquecía. Qué conmovedora epidemia. Y una tarde:

—Doctor, le hablan a usted por teléfono. ¡El señor comerciante en telas ha desaparecido!

La sirvienta, al otro extremo de la línea, se enjugaba las lágrimas. Que el señor Adrián tomaba el desayuno, sí, unos huevos fritos, como de costumbre; que el señor Adrián de un tiempo a esta parte se mostraba en extremo afligido; que el señor Adrián hablaba lo indispensable y que de pronto... Sí, ella había ido a la cocina; que el señor Adrián le había dicho: "Tráeme la sal y el agua". Que la sal estaba en un tarro y que el agua le gustaba al señor Adrián con hielo; que el señor leía el periódico... ¡justo! pues que cuando volvió ella de la cocina el señor Adrián había desaparecido.

El médico reflexionó unos instantes y apoyó una pierna en la mesa.

—Perdone—dijo—, pero esta vez no tengo tiempo.

Los semblantes fueron más amargos y los chascarrillos menos frecuentes. La plaza, si no desierta, mostrábase al menos desanimada y fría, aproximadamente como durante el invierno. La mayor parte de los escaparates no ofrecían ya novedades de ningún género y sí una espesa capa de polvo y ciertos trebejos anticuados. En los hogares las madres tomaban providencias.

—Y abrígate bien cuando salgas, porque no querrás que te dé la polka.

—Doctor, ¿está usted seguro? El niño tose, desde luego... ¡Que no vaya a ser la polka, Dios mío!

—Al muelle, no; de ningún modo. Estamos infestados de polka.

Había un solo hombre, uno solo, incorruptible entre todos: el director de la banda.

—Si me da la polka, qué me importa. La bailaré encantado

O frotándose la calva: —¿Quién lo había de decir? ¡La polka otra vez de moda!

Con caracteres rojos de dos pulgadas aparecieron en los diarios las primeras medidas sanitarias. En la Parroquia se apiñaba la gente, arrostrando todos los riesgos.

—¡Sálvanos de la polka, Dios mío! Ten misericordia de nosotros—clamaban.

—La polka es un aviso del cielo—peroraba en la tribuna el párroco—. Cumplamos, pues, nuestros deberes y elevad vuestras preces a lo alto.

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—¡Misericordia! Ora pro nobis. ¡Misericordia! Líbranos hoy y siempre de la infausta polka.

Toda enfermedad tiene su curso, y esta, no por trágica y desconocida, había de ser una excepción entre ellas. Se iniciaron las desapariciones, algunas en circunstancias de lo más desatinado.

—Claudio, Claudio, no te escondas, que no estoy hoy para bromas.

—Pero, habráse visto, ¿y dónde podrá haberse metido Mercedes?

—Aurelia, por favor: la sopa. Hace media hora que esperamos. ¡Aurelia! ¿No me oye? ¿O es que se ha vuelto usted sorda?

—Pues como le venía diciendo... ¡Jesús, pero si vengo sola!

Era un tránsito misterioso, muy poco científico y nada cristiano que ni la Medicina ni la Teología aceptaban. El paciente escuchaba durante diez días exactamente la polka y a continuación desaparecía. Pero ¿desaparecer cómo? Resultaba fácil decirlo. ¿Acaso alguien alguna vez había desaparecido? ¿Desaparecer, pues, no sólo se refería a las nubes sino también a los hombres común y corrientes? ¿Un hombre que aparece? ¿Otro que desaparece? Inexplicable y brutal, de cualquier modo.

—Lo que se da ya por un hecho es que al alcalde le dio la polka.

—Por lo que toca a mí, me alegro. Se lo tenía bien merecido.

—Comprenda usted que no es muy humano hablar así, de esa manera. Piense que ninguno está exento...

—Pero, calle, ¿qué suena?

—No suena nada. ¿O acaso...?

—¿Que no suena nada? ¡Friolera! ¡La polka! ¡La polka!

Modistas, jornaleros, escribientes, abogados, concejales, sirvientas... unos tras otros caían enfermos y desaparecían. Y cayó al fin el doctor. Y el párroco. Y el alcalde se esfumó una noche de su casa, con un bocadillo de jamón en la mano.

Se clausuraron los espectáculos y las carnicerías, se prohibieron cierta clase de pescados, las reuniones públicas fueron suspendidas y se exigió que se cocieran las frutas. También, bajo pena de muerte, se prohibió escupir en las calles y en la pastelería. Sobre los muros de los principales edificios aparecieron pasquines significativos: Cuídese usted de la polka. La polka no es lo que todos suponen, sino una enfermedad misteriosa y muy grave. El Ayuntamiento, al cabo, resolvió substituir aquéllos pegostes: La polka no causa la muerte. La horrible gravitación os espera. Prevengámonos de las zanahorias.

Deplorable espectáculo el de aquel pueblo—sombrío, inapetente, anquilosado, como en un prematuro y descomunal invierno. ¿Y la banda? ¿Y los reclutas? Quién pensaba en la banda. Transcurrían los sábados grises, tediosos, mortales, con sólo el rumor del follaje y los ladridos de algunos perros. El mar, por si fuera poco, aparecía durante el día muy pálido y bramaba amenazadoramente. El ferrocarril pasaba de largo. Del

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kilómetro tantos al kilómetro tantos, los viajeros se veían obligados a bajar las cortinillas. No respire usted. Use su pañuelo. Epidemia desconocida. Y cuando el último furgón se perdía de vista, quedaba únicamente sobre las casas, entre los troncos, coronando las melancólicas olas, un humo fétido y oscuro como una horrenda bocanada putrefacta. —Decididamente creo que no tenemos remedio —aceptaron.

A intervalos, del dorado amanecer escapábase un angustioso grito:

—¡Pedro!... ¡Pedroo! ¡Pedritoooo!

Los contaminados movían la cabeza, se santiguaban.

—Otro desaparecido —admitían.

La gente se guardaba en casa aspirando alcanfor o haciendo buches con agua de rosas. Ciertas damas aprensivas ni abandonaban la cama. Otros, con una toalla enredada a la cabeza, suspiraban y hablaban lo indispensable, mirando reflexivamente al cielo. Los fumadores fumaban más que de costumbre; y tarareaban. A los niños les sangraban frecuentemente las encías. De cuando en cuando alguien se aventuraba tras los visillos, con expresión musical y estupefacta. Quienes lo sorprendían en su tarea, comprendían al instante de lo que se trataba.

—Mira a ese, míralo. ¡Cómo escucha!

Se mencionaba ya sin escrúpulos a la fatal mujer del comerciante en telas.

—Acuérdese cómo la buscaron.

—Ella fue sin disputa quien nos trajo esta desgracia

—Y nosotros sin percatarnos. ¿Por ventura formó usted parte de la expedición aquella?

—Por supuesto. Yo llevaba el zapapico.

—¡Qué jornadas tan horrendas! Pues también su esposo ha desaparecido.

—Sí, ya supe. Y desapareceremos todos. Al decir del farmacéutico hay ciertos nansús...

—¡Falso! Que no traten de engañarlo. El bacilo aún no se ha descubierto.

—Pero se descubrirá; todo se descubre.

—¡Si así fuera! Entretanto, no hay remedio.

—Qué remedio va a haber. Resignémonos.

Mas he aquí que una tarde muy tibia trajo el cartero una misteriosísima carta, color azul pálido, dirigida al señor comerciante en telas. Y el Ayuntamiento —debida o indebidamente, nadie puede opinar todavía— se enteró ese mismo día de su texto. Eran doce líneas únicamente, escritas por lo visto en un ferrocarril o un carromato, a juzgar por la caligrafía endiablada que exhibían, llenas de tachaduras y manchas y de unas huellas redondas e iguales, como de sebo. La carta, por votación unánime de los concejales, se leyó en sesión extraordinaria celebrada aquel mismo atardecer en el Salón de Actos. Decía:

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"Yaksu, Tibet, 24 de octubre de 1950

Adrián querido:

Sin novedad digna de relatarse, llegué a esta hermosa ciudad, sombría y llena de misterio. Te escribo desde el hotel, antes de partir para Lhasa. Ojalá y no me hayas olvidado y todos por ahí disfruten de una salud perfecta. Tan pronto me sea posible, te escribiré de nuevo. El país, repito, es algo nunca visto y me alegraría que con el tiempo pudieras darte una vueltecita, suplicándote de antemano no te olvides de traer tu abrigo. En fin, ya ves que te recuerdo y confío que tú hagas lo mismo. Besos, besos, muchos besos y saludos,

Adela".

El concejal, que leía en voz alta, recorrió con una mirada la sala, suspiró entrecortadamente y a continuación rasgó la carta. En seguida, y como quien espanta a una cucaracha, la arrojó al cesto.

—¡Bien hecho!—se oyó a lo lejos.

—Pero que muy bien hecho—corroboraron todos—. ¡Me parece que no estamos para bromas!

Sin embargo, un poco antes del mediodía, tres días más tarde, el furgón postal dejó caer en la pradera una segunda carta. Esta la firmaba el alcalde.

"Yaksu, Tibet, 9 de noviembre de 1950.

Cristina:

Si supieras de qué gran humor me encuentro... Pensaba telegrafiarte, aunque después de pensarlo mucho supuse que preferirías saber de mí por mi puño y letra. Aquí estoy y no me arrepiento. La travesía, deliciosísima; el tiempo, seco y frío, pero magnífico. Los panoramas, subyugantes, sencillamente. ¿Y por esos insoportables rumbos qué se cuenta? ¿Sigue tocando la banda en la plaza? Escríbeme largo y tendido, que yo también lo haré por mi parte. A la primera oportunidad que tenga te haré saber de cabo a rabo mis impresiones. También te enviaré postales. Tuyo,

Pablo".

Por la tarde, a la hora de la merienda, dos telegramas urgentes. He aquí el primero —leído asimismo en sesión plenaria:

"Yaksu, Tibet, noviembre 20 de 1950

Encantada. País montañoso y frío. Extráñote. Soñé nos veríamos pronto.

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Luísita".

Y el segundo:

"Yaksu, Tibet, noviembre 22 de 1950

Felicitóte cumpleaños. Bebo té con mantequilla. Besos.

Carlos".

—Pero, bueno... ¡yo no comprendo! —al decir lo cual el único concejal sano y salvo que quedaba, empezó de sopetón y con muy buen ritmo a escuchar la polka.

Las cartas se sucedían ininterrumpidamente, no obstante que como es lógico suponer ya nadie les prestaba atención de ninguna especie. Generalmente sus destinatarios o habían desaparecido hacía tiempo o bien se hallaban especialmente atareados en la audición de la polka. Y las cartas, ya innumerables, que el ferrocarril arrojaba sobre la pradera, amontonábanse extrañamente como si una compacta y singular nevada hubiese caído por aquellos rumbos. Durante los días de sol y bonanza, las cartas aparecían tranquilas y pastoriles, reclinadas con amor sobre la hierba. En ocasiones, opuestamente, soplaba el viento. Entonces las cartas revoloteaban un poquito a ras de tierra, se estremecían, ascendían de súbito, giraban como los caballos en el circo y emprendían el vuelo tomando rumbos distintos. Cuando el viento procedía del sur, las cartas tomaban hacia el litoral y se perdían entre las espumas. Pero en caso contrario, volaban hacia la montaña y se enredaban en los árboles o en los riscos e incluso alcanzaban a llegar a pueblos remotos, remotísimos, donde los niños les disparaban con sus tiragomas. Algunas otras, más pesadas, deslizábanse sobre el pavimento de las calles, formando impresionantes remolinos. O se estrellaban contra las tapias de los corrales y alborotaban a las gallinas.

Por aquellos días de inusitada actividad postal, los supervivientes del pueblo tuvieron ocasión de admirar a un curioso personaje, obeso, calvo, desafiante, de chaqueta gris muy clara y panamá, que se paseaba de arriba abajo por las calles o que, tomando asiento en la plaza, dedicábase criminalmente a inspeccionar la correspondencia. A menudo, este hombre permanecía atento a la lectura, sin alzar siquiera la vista. Mas, en ocasiones, veíasele mirar hacia los balcones, dibujar lo que podría llamarse una sonrisa insultante y burlona y desaparecer con grandes aspavientos, entonando a voz en cuello la polka. ¿Quería decirse, pues, que el hombretón aquel se chanceaba? ¿Que convertido —nadie sabía por qué— en amo y señor del pueblo, permitíase atrocidades tales como violar la correspondencia de los vecinos y hacerles guiños a los enfermos? ¿Y en virtud de qué prerrogativas ocurría todo ello? ¿Mediante qué razones profilácticas a aquel individuo de chaqueta gris y panamá lo respetaba la polka? —Ahí lo tienen, mírenlo.

—¿Pero es ese a quien te referías? Si es el director de la banda.

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—El director o quien sea. El hecho es que hace apenas unos momentos me sacaba la lengua.

El director de la banda, rejuvenecido, hacía gala en efecto de un humor y una salud censurables.

—"Vedme así—parecía pregonar a gritos—, encantado de la vida y silbando cuando me viene en gana la polka. ¡Ba, salid conmigo al aire libre y veréis qué divertido es esto!".

Ciertos contaminados de tercer grado, al no soportar la actitud del músico, cerraban de golpe las contraventanas y permanecían en tinieblas.

—Pero qué desdichados somos, Dios mío. Sucesivamente el alumbrado público era cada vez más deficiente, como si un ser perfectamente invisible y malintencionado se complaciera en dejar el lugar o oscuras. Con frecuencia, en un trayecto de tres manzanas destacábase apenas el fulgor de una pequeña linterna allá en el interior de un cuchitril abovedado. La mayor parte de los portales aparecían cerrados y en los comercios y otros centros de recreo ni quien pensara.

—Míralo, ya vuelve. Aunque por esta vez se nota algo más preocupado.

Y allá iba el filarmónico, con su chaqueta gris y el panamá calado sobre las cejas.

—Apuesto a que también hoy revisará las cartas. Si de verdad fuera lo que suponíamos, ni lo intentaría siquiera.

El misterioso hombre, sentado en una banca de la plaza, muy próximo al kiosco, abría carta por carta y las leía. En los intervalos, levantaba ligeramente el rostro y contemplaba con interés el firmamento. Por alguna razón muy íntima se mostraba pensativo.

—¡Eh, fíjate bien! Algo le pasa.

—Es cierto, ¿qué mira?

—Bah, mira a las nubes. Cualquier hombre puede mirar a las nubes sin que le ocurra algo.

—¡Con tal y le diera la polka!

Días y días, viento sur y norte, lluvia, lindas noches otoñales y las cartas revoloteando sobre los tejados, igual que extrañas aves forasteras de caprichosos colores. Y el silencio. Ni un rebuzno, ni un suspiro, ni un ay, ni una sombra; ni un fulgor de trascendencia por las noches. El doctor, el párroco, el comerciante en telas, los concejales y los reclutas... ¡cuan lejano todo! Y aquellas muchachas solteras, con sus fuertes pechos desenvainados. También recordaba algo muy triste:

—¿Listo?—decía. Y con la plaza atestada de público y el plateado mar a sus espaldas, se aprestaba a dirigir la polka. ¡Delicioso! Sus subordinados soplaban y soplaban. Aquél, con el cogote lleno de barros. Este, con su leontina de oro puro. Y el del trombón, como una mosca pegajosa, peinado de raya al medio. Recordaba distintamente a una muchachota robusta, coloradota, vestida de punta en blanco, que al pasar siempre frente al kiosco le arrugaba la nariz y le guiñaba un ojo. Era un buen pueblo, un pueblo honesto y libre donde sonaba la polka los sábados, rompía el mar

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con envidiable estrépito y el viento entonaba en los árboles floridos, canciones raras y maravillosas.

—¿Y la polka cómo iba?—se preguntaba.

Aquella helada tarde de diciembre se sentía desanimado y también con frío. En un principio pensó en dirigirse al muelle y contemplar las sucias traineras flotando sobre las solitarias aguas. Después, en encaminarse al Círculo y levantar torres y castillos con los dominós y los naipes o echar a rodar las bolas de marfil sobre las mesas. Más tarde, en visitar el Ayuntamiento y asomarse al Salón de Actos. O sentarse bajo algún portal, con las piernas cruzadas, haciéndose la ilusión de que antes de que cantara un gallo le servirían una cerveza. O se quedaría allí mismo, sobre la banca, dejando que las cartas le cosquillearan en los bolsillos o el polvo le cegara los ojos.

—¡Y qué linda y bailable sonaba la polka!

Mas se puso en pie resueltamente. Manos a la obra. Tomó primero por una calle retorcida y sucia, después por otra algo más atildada, a poco dobló a la izquierda, después a la derecha, de nueva cuenta a la izquierda y dejó escapar un suspiro. Desde la carretera volvió atrás el rostro con melancolía y descubrió a lo lejos las chimeneas y un sobrecito marrón que se posaba en el campanario. Las chimeneas eran frías y agudas y apuntaban peligrosamente al cielo. Una legua, dos — el bosque. Fresnos, chopos, abedules; y el enigmático canto de la naturaleza.

—Si tan sólo lo permitiera San Blas y me enfermara... Un camino recto, como un disparo; otro, curvo a la manera de una gran hoz en alto; y un tercero escasamente transitable, en virtud de los hoyancos. Ni un ser humano, ni un rastro, ni una triste amapola. Echaba en falta su espejo.

—Si cuando menos pensara...

Se detuvo, perplejo.

—¡Cómo! Pero si creo que ahora sí va de veras. ¡Gracias, Dios mío! Esta sí es la polka... ¡la polka! ¡la polka! ¡Qué gusto!

Era tonta su alegría, estéril, silenciosa. Su salud seguía siendo perfecta. Un arroyuelo, un repliegue, un vericueto y praderas, praderas verdes, pardas o amarillas. El día. La noche. Qué ocupación tan sórdida la de los peregrinos.

—Maldita pieza, y qué solo me ha dejado.

Hayas, robles y, al final de un nuevo bosque, un respetable río de aguas turbias y escandalosas. Un puentecito frágil, una ladera. Pajaritos del mejor humor imaginable. Caminos, semejantes unos a otros, sin ningún rumbo que mereciese la pena. Y por fin, la ventanilla. Una ventanilla vieja, gris, como el ojo de un buey moribundo.

—Perdone usted— dijo—. ¡Muy buenos días!

—Muy buenos días—le repitieron.

Un hombre adusto, sensacional y miope lo contemplaba tediosamente.

—¿Sabe usted? Yo quisiera...

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Debía tener la barba crecida, la lengua pastosa y blanca y los carrillos enflaquecidos.

—... Yo quisiera ¡ya usted me entiende! Pues un billete de tercera para Tibet.

El hombre sensacional y miope, con su mandil de paño azul marino, lo contempló de soslayo y extrajo sin precipitación un lápiz del chaleco.

—Para Tibet, ¡exactamente! —titubeó—. ¿O... está muy lejos ?

El director de la banda ocupó un asiento y se dispuso a aguardar tanto tiempo como fuera necesario. Quienes salían y entraban y los que paseaban por los andenes le tenían enteramente sin cuidado. Y no tanto así aquellas gallinucas humedecidas, apretujadas en una cesta, que le miraban desde un rincón de la sala de espera con horribles miradas de mujeres.

—¡Ah, ya, ya! Verá usted, venga-—le chistaron.

Allí estaba de par en par el mapa.

—En primer término... ¡pero asómese! Yo diría que en primer término convendría que tomara usted un barco en Marruecos. El barco, al cabo de algunos días—ocho o diez aproximadamente—lo dejará a usted en Esmirna. ¡Esmirna es digna de admiración, se lo aseguro! Allí se embarcará nuevamente —y ojalá obtuviera un transporte de carga—, con objeto de pasar al mar de Arabia. Tal vez en Suez tenga dificultades con las autoridades británicas; no se preocupe. Sin embargo, en el Mar Rojo... Como usted sabe en el Mar Rojo fue donde Moisés hace muchísimos años... ¡pero, calle! ¿Qué suena?

El director de la banda miraba al mapa.

—No suena nada. Prosiga.

—¡No, no, está usted en un error, caballero! Algo suena. ¿Pero es posible que en realidad no escuche nada?

Hubo un embarazoso silencio.

—Si suena algo, estoy seguro. Algo... ¿cómo diría yo?

—...Como una polka —terminó con voz melosa el director de la banda.

—¡Justamente! ¿Verdad que sí es una polka? Créame que me había alarmado. En fin, una vez pasado ya el Mar Rojo, desembocando en el mar de Arabia...

Pero, no; el filarmónico no se sentía con ánimos. Esmirna, Marruecos, el mar de Arabia —a sus años. Y con seguridad, toda una fortuna. Que se divirtieran a sus anchas sus vecinos, que se deleitaran hasta hartarse con los panoramas. En Yaksu el alcalde patrocinaría probablemente una nueva banda. ¡Buen viaje!

Y caminando, caminando por entre los sollozantes matorrales nocturnos, volvió a desandar lo andado con la esperanza de que algún día...

—¡Y pensar que me la sabía de memoria!

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AUREOLA O ALVEOLO

MR. Gustavo Joergensen —dos metros, cuatro centímetros, noruego, siete millones de glóbulos rojos— tomó con indiferencia el audífono y atendió a lo que le decían desde el extremo opuesto de la línea. Era una voz femenina, chispeante, meridional y sencilla, tan diferente a aquella mañana irlandesa durante la cual no se dejaría ver el sol ni por un momento.

—¿Mr. Joergensen? ¿Es Mr. Joergensen con quien tengo el gusto? Mr. Joergensen: enhorabuena. Acabamos de obtener exactamente lo que usted desea.

Lo que Mr. Joergensen deseaba —y así lo había hecho constar en las distintas agencias locales de arrendamientos— era un chalet de veraneo en el que, como condición primordialísima, se hubiera cometido un crimen. La terraza, los miradores, su ubicación y vecindad, el grado de humedad de sus muros, la frondosidad o aridez de los jardines eran pormenores de tercer orden que el presunto inquilino prometía pasar por alto. Asimismo el solicitante no mostraba especial interés que digamos en que la finca mirara al sur o al norte, al mar o a la montaña, ni que en último extremo pudiera hallarse situada en lo más profundo y oscuro de una sima o en el más alto peldaño de un ventisquero. Mr. Joergensen transigía de antemano con cualquier eventualidad posible, comprometiéndose al mismo tiempo a no regatear con el propietario un solo penique de renta.

Sin embargo, la negligencia de los agentes durante aquellos cuatro primeros meses desalentaron en cierto modo al noruego. No resultaba explicable que en todas las Islas Británicas —y en ninguna época, por si fuera poco— no se hubiera perpetrado un crimen. ¿En qué período de civilización vivía? Estaba visto que, de continuar así algún tiempo, veríase obligado a emigrar de nuevo al Continente. Personalmente, Mr. Joergensen no podía demorar ni un día más sus labores.

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Pero allí, cálida e imprevista, le susurraba la voz femenina

—Justamente lo que usted necesita, Mr. Joergensen. ¡Y una ganga! ¿Podría recibirme esta misma tarde?

El noruego era un ser reflexivo, de ojos azules, escéptico en cuanto a toda suerte de ilusiones.

—¿Pero existen pruebas?—indicó ásperamente.

—¡A cientos, Mr. Joergensen! El crimen fue algo de lo más espeluznante.

Hizo él un leve gesto de complacencia, encendió por quinta vez su pipa y continuó pellizcándose el bigotito.

—¿Pruebas... comprobables, se entiende?

—Una documentación completa —le dijeron.

—Bien, sírvase pasar entonces hoy por mi casa alrededor de las cinco.

-—A las cinco en punto, Mr. Joergensen.

Evidentemente, las características del chalet que le ofrecían eran insuperables. Su construcción, al estilo francés decadentista, databa de las postrimerías del año 1904 y se hallaba ubicado sobre el entronque mismo de dos fertilísimas cañadas, a unos ochocientos metros de un espumoso río y circundado materialmente de toda clase de árboles frutales. El clima allí era generoso y seco y las noches en extremo luminosas. El poblado más cercano distaba escasamente una milla, aunque desde el mirador central del edificio podían Mr. Joergensen y sus amigos entretenerse en mirar por las tardes el ferrocarril que pasaba, ronco y humeante, a cosa de noventa metros de la finca. Mr. Joergensen intervino aquí para hacer constar que él no tenía amigos. Empero, la voz meridional repetía con insistencia que este ferrocarril tenía su historia y hasta una cierta participación romántica en el macabro suceso; ya que el victimado, aquel viejo pintor de Wicklow... ¡pero iría por partes! Con objeto de no extraviarse en el trayecto, convendría ante todo que el inquilino tomara por una carretera de segunda, que, partiendo a mano izquierda del villorrio antes mencionado...

Mr. Joergensen detuvo a su interlocutora. Era hombre de pocas palabras.

—¡Oh, con todo gusto!—le replicaron—. Aquí tiene usted la documentación requerida.

Alargó él un brazo y sostuvo unas cuantas cuartillas escritas con tinta azul a máquina, que comenzó a ojear ávidamente extrañándose de la sintaxis tan deplorable que exhibían. A continuación estiró las piernas, verificó una breve rotación de cabeza y, al modo de quien se sumerge dulce y fatalmente en el seno también ávido de un pantano, se sumergió él en la relación —por cierto no muy analítica— del impresionante crimen a que se referían. El homicidio en sí resultaba gris y sin ningún brillo, como el producto desatinado de un jornalero; mas las pruebas aducidas eran irrefutables y esto era lo que importaba. Terminada la última cuartilla, Mr. Joergensen se puso en pie, con la documentación aún en la mano. Quizás su aspecto fuera ahora más afable y confiado. Y su tono, menos nórdico. Dijo:

—Enteramente de acuerdo. Procedan, pues, a ultimar los trámites.

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La carretera no era de segunda, sino apuradamente de tercera y empinada a más no poder en algunos tramos. Cierto, en cambio, que el panorama resultaba espléndido, con aquel firmamento purísimo, aquellas solícitas y perfumadas praderas, aquellos pajaritos ingenuos y torpones y aquella brisa mitad selvática mitad marina que mecía los árboles. Que del poblado a la finca mediaran tres millas, y no una como era lo previsto, tampoco hacía mayormente al caso: Mr. Joergensen, con su charrette de medio uso, emplearía a lo sumo medía hora. Y media hora a lo largo de tan saludable cañada era un buen prospecto para los pulmones.

En lo que cabe, el corazón le saltó de júbilo. Cerebral y frío como había sido desde niño, experimentaba de pronto una inusitada algazara en la cabeza que lo llenaba de zozobra. Positivamente se transformaba. Se transformaba, digamos, en un meridional de la mejor escuela, pasional y dicharachero, con un sentido tan democrático y occidental de los vínculos sociales que no tuvo el menor empacho en ponerse a charlar libre y alegremente con Martinica. Martinica es un buen nombre, siempre que la mujer responda. Y Martinica era una sirvienta dócil, extremadamente atildada, óptima cocinera. La había tomado a su servicio hacía dos años y no se arrepentía. En la actualidad, Martinica contemplaba embelesada el paisaje. Por entre los vericuetos apareció el río.

—Y qué bien le sentarán al señor estos aires—dijo.

Mr. Joergensen admitió que sí, que aquello le sentaría divinamente. Y otro tanto a ella.

—Pero el señor es quien importa. ¡El señor se había desmejorado tanto!

Los tumbos de la charrette se hacían insoportables a medida que ganaban altura. El infeliz caballo bayo piafaba, sacudiendo la cola en señal de protesta. A lo lejos aparecieron unas nubecillas tornasoladas y bajo ellas la sombra enigmática de un bosque. Y el río. Era un rumor sordo e implacable, como un tremendo zumbido de oídos. A intervalos, cuando el carricoche torcía a la derecha, alcanzábase a entrever el pueblo, sumergido. Mr. Joergensen aflojó las riendas y mostró, remoto, un punto: el mar. Era en dirección noroeste, por entre un plateado velo de niebla, que Martinica miró con asombro. Imaginábase ella que el océano era algo así como el Támesis visto desde las riberas de Hammersmith. Por no haber frecuentado nunca el océano, Mr. Joergensen le había proporcionado aquel nombre. A Mr. Joergensen le divertían brutalmente las paradojas. Whitechapel — Martinica. Y Miss Skelton, a partir de una lluviosa tarde de noviembre, atizaba la lumbre, freía huevos con cebolla, y tendía la mesa tres veces diarias bajo el terrífico, ecuatorial y trepidante nombre de Martinica.

—Pero qué lindo es todo esto. Y tan saludable.

Ojalá y su trabajo—el trabajo de Mr. Joergensen—se viera esta vez coronado por el éxito. Qué baldíos, infatigables y extenuantes los últimos años. Qué de renovados sacrificios. Qué inútil, desmesurada lucha con aquel mundo abstracto, esquivo y veleidoso de los fantasmas. Qué búsquedas tan infructuosas. Volviendo la vista atrás, el noruego experimentaba una especie de náuseas como si mirara a la superficie de un espejo en el cual no se proyectara otra imagen que la nueva y cada día más desalentadora superficie de un segundo espejo. De fracaso en fracaso y de fraude en fraude, había ido transcurriendo el tiempo sin un solo fruto, ni un atisbo de fruto. A

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menudo, esto le atacaba los nervios; entonces se tomaba un descanso. Mas la quietud de los balnearios, el estrépito rugiente de las playas, la rutina burguesa de los hoteles de moda acarreábanle nuevos desasosiegos, originados por sus febriles reflexiones. Sus derrotas le rondaban la cabeza como moscas y a punto estaba de declararse vencido, humillado. No obstante, un nuevo ímpetu, cierta suerte de savia secreta, impulsábalo hacia lo alto como un producto volcánico, cuyo reino no era de este mundo. Confiaba en sí mismo y en la transmutación de los fantasmas, en la consolidación de sus sistemas y en su vecindad corpórea y física. Más aún, guardaba la convicción absoluta de que esta nueva y excepcional tentativa daría sus resultados. El campo experimental había sido bien abonado. Buena suerte, pues, era lo que necesitaba.

Y he aquí que cuando el caballo bayo pegó un respingo, dando a entender muy a las claras que estaba dispuesto a desbocarse en cualquier momento, Mr. Joergensen soltó una carcajada y apretó las riendas. Después miró a Martinica y miró a lo lejos, hacia lo que prometía ser un tejado. Un tejado era, empinado y feo, como un tobogán oxidado sobre el cual evolucionaban unos pájaros negros. Y el sol cayendo como algo inefable que se derrumba. Suspiró. También suspiró Martinica.

—¡Pero qué saludable y qué lindo! Si de sólo respirar este aire se le abre a uno el apetito...

Durante el último tramo hasta la finca, Mr. Joergensen guardó silencio. El hombre nórdico que era experimentó un calosfrío: allí estaba el chalet, alto y cuadrado, solitario, emergiendo a la manera de un quitasol de entre los árboles. No lejos, efectivamente, destacábase la vía férrea, cubierta a tramos de maleza. El rumor del río era aún más insistente y ya no sugería ningún zumbido de oídos, sino el desplome total de una cantera. Y cosa extraña. A través de aquel renovado estruendo percibíase casi físicamente un peculiar silencio, un silencio diferente a todos, tormentoso, como será el silencio algún día en la Tierra o lo habrá sido indudablemente en alguna época. Podía muy bien Mr. Joergensen delimitar el estruendo del silencio, como podía asimismo admirar el estruendoso sol que caía, sin prescindir del tupido velo de niebla en que naufragaba. Y en esto se entretuvo. Mas estrujaba las riendas. Y sacudía sin piedad el látigo. Y mordisqueaba su pipa, de la que escaparon unas cenizas. Observándolo detenidamente, el más tonto podría haberse percatado de que se trataba, en efecto, de un destacado y genuino buscador de fantasmas. Entonces hizo alto y detuvo la charrette a las mismas puertas de la finca.

—Mr. Joergensen, se ha puesto usted muy pálido. Mr. Joergensen, ¿le ocurre algo?

Sí, Mr. Joergensen había palidecido. A Mr. Joergensen le ocurría algo, sin duda. Y le habría ocurrido otro tanto a cualquier caballero en el lugar suyo. ¿Qué significaba aquello? ¿Se burlaban de él, por ventura? A continuación se puso rojo, rojo como la misma grana, y dejó escapar una blasfemia.

—Pero, Mr. Joergensen, va usted a desmayarse. Mr. Joergensen, apóyese aquí, se lo ruego.

No iba a desmayarse, ni mucho menos, sino que se sentía ciego, loco y ciego de ira.

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En el jardín de la finca, un caballero en bata de casa leía plácidamente un libro. Leía así, cómoda y desafiadoramente, tendido en cierta actitud graciosa, con la pipa entre los dientes y los músculos al parecer en envidiable abandono. El caballero aparecía risueño y, por lo que podía deducirse, encantado de la vida. Mr. Joergensen echó pie a tierra de un salto y golpeó con el puño la reja: un golpe, dos, como otros tantos ex abruptos. Entonces el caballero volvió curioso el rostro, se incorporó pesadamente y se ajustó el cinturón de su bata. Caminaba a pequeños pasos y Mr. Joergensen pensó que le apretaban las pantuflas. Su aspecto vulgar y rechoncho irritó doblemente al noruego. Y hablaba con una voz empalagosa de tenorino napolitano.

—¡Pero esto es una vejación, entiéndalo, un fraude! ¡Una ignominia! ¿Con qué derecho ocupa usted esta casa?

Mr. Joergensen, a través de la reja, manoteaba también como un napolitano.

—Yo he arrendado esta finca, ¿comprende? La arrendé en Dublín hace apenas dos días. ¡Puedo exhibir el contrato!

El caballero de la bata abrió parsimoniosamente la puerta e invitó al recién llegado a que pasara. Mr. Joergensen se resistía.

—Es inútil que se obstine, no pasaré hasta que usted desaloje. ¡No daré ni un solo paso, se lo prometo! Tiene usted dos horas para desalojar ¡ea! ¿Y quién es usted, puede saberse? Apresúrese o lo denunciaré a la policía.

El caballero, con cierto aire distraído, le tendió en el acto la mano y dijo:

—Soy Charles Mac Grath, para servirle. Charles Mac Grath, ¡encantado!

Era una voz tenue la suya, melodiosa en extremo, parecida a esas inefables voces que murmuran en los sueños.

—¿Y yo con quién tengo el gusto? ¡Oh, por favor, cúbrase! Discutiremos el asunto.

Martinica y el caballo bayo observaban.

—Sí, sí, decídase, se lo ruego. Créame que también, por lo que toca a mí, la situación es enojosísima.

El noruego se resolvió al cabo y penetró en los jardines. Mr. Mac Grath caminaba adelante, tambaleándose ligeramente, con sus torpes y rechonchas piernas como las patas de un hipopótamo. Qué estúpida y embarazosa situación aquélla.

—Hágame el favor, no se disguste demasiado; me apenaría tanto. ¡Y siéntese! ¿Está usted fatigado? Por mi parte, creo que debiera ofrecerle un whiskey, pero no tengo whiskey; es el caso.

Se trataba incuestionablemente de un grave error en la agencia de arrendamientos. De un error o un fraude, daba lo mismo. El, Mr. Charles Mac Grath, habitaba el chalet desde el otoño pasado, justamente a partir del mes de octubre, cuando empezaban a desprenderse las hojas. Había llegado a la finca durante una imponente granizada que había dejado el camino imposible. En Dublín, Turkey St. 98, vivían sus familiares. Un hermano de él, siete años mayor, radicaba en Liverpool. Era célibe y detestaba a las mujeres. Pero el hecho era que, confusión o fraude, la maniobra resultaba demasiado

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burda, ya que como era lógico suponerse ni el antiguo inquilino, Mr. Mac Grath, ni el recién llegado, Mr. Joergensen, estarían dispuestos a hacerse los desentendidos y cubrir cada cual de su peculio la disparatada y doble renta. También él había vivido en Londres, aunque no le sentaba el clima. Su ocupación requería silencio, dedicación, reposo. ¡Y con aquellos partidos de cricket! El fútbol lo había expulsado de Chelsea. En la actualidad se sentía algo deprimido y por las tardes le dolía la cabeza. Que si Mr. Joergensen era botánico. Oh, él tampoco. La Botánica le interesaba bajo un exclusivo aspecto: por el aroma de los heliotropos. Si Mr. Joergensen lo estimaba conveniente, podrían resolverse por esto: dividir el chalet en dos secciones. Mr. Joergensen elegiría, no obstante que él se hallaba instalado. A no ser que Mr. Joergensen viniera de descanso. Porque si Mr. Joergensen venía de vacaciones le aconsejaría la planta alta. La planta baja era más húmeda y al comedor le faltaban algunas duelas. También él era un misántropo: podía probarlo. Por su parte, comía las hortalizas que cultivaba y las frutas que alcanzaban a madurar buenamente. Oh, no, artista, no; que lo librara el cielo. Porque Mr. Joergensen estaría al tanto de la historia aquella. Que sí, hombre, la historia del pintor de Wicklow, asesinado por un paranoico en la planta alta del edificio. ¡Extraordinario! ¿Con que también él estaba enterado? ¿Y a pesar de ello... ¡Cómo, pero qué le estaba diciendo! ¡Imposible! Qué alegría. Sí, que se estrecharan la mano. ¿De suerte que eran colegas? Nadie lo hubiera supuesto. Porque si Mr. Mac Grath fuera creyente apostaría a que se trataba de algún milagro: en Lourdes y Covadonga ocurren a diario. Muy bien, pues se harían los grandes amigos, ya que el destino lo disponía de ese modo. Naturalmente que lo que procedía era que ni uno ni otro pagaran la renta. Y como le iba diciendo, sus familiares vivían en Turkey St. 98 y él cosechaba coles, rábanos y alcachofas. En ocasiones, generalmente los viernes, bajaba al pueblo. Y los lunes y los sábados se entregaba a la pesca. Bien visto, Martinica o como quiera que se llamara, salía sobrando. Mr. Mac Grath detestaba las voces, los cánticos al estilo italiano y ese estertor antipático de la sartén a la hora de los huevos fritos. No obstante, se lo agradecía en el alma. Pues al parecer el pintor aquel de Wicklow había sido asesinado en su propia cama, lo cual, como debía saber Mr. Joergensen, era un buen principio para toda suerte de fantasmas. Y en cuanto al estilete con que el de Wicklow había sido victimado, no fue posible encontrarlo por ninguna parte. Existían, pues, sus factores favorables que inclinaban la balanza a favor de ellos. O de otro modo: que el crimen estaba allí latente, presente y magnífico. Y estaba lo que todo buscador de fantasmas podría admitir como el espíritu del crimen, aquello que en lenguaje técnico se designa como Aureola o Alvéolo, y que consistía en una suerte de plasma aéreo, etéreo y níveo, cuya dosificación gradual se verifica de acuerdo con la naturaleza misma del fantasma, determinando presencias variables en relación directa con sus orígenes. No, no, que el viajero no se exaltara, pues las emociones serían violentísimas. Que si Mr. Joergensen no padecía de los bronquios. Y en cuanto a la alcoba del de Wicklow, era un local sin importancia, propicio para toda suerte de tuberculosis. ¡Pero, qué extraordinario! De veras. ¡Qué coincidencia tan increíble! Se calculaban sobre la Tierra alrededor de ochenta y siete buscadores de fantasmas. Y de momento, que Martinica se instalara. Entrambos meterían el carricoche al jardín, porque se iba haciendo de noche. Unas noches luminosas, vivificantes, de luna llena. Esto es, que Martinica pasara.

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Media hora más tarde, Mr. Mac Grath, echando atrás el cuerpo, hizo un gesto ambiguo con la mano y dijo:

—Perdone, Mr. Joergensen, si le abrumé con mi charla. Sírvase continuar usted, se lo ruego. Usted tiene la palabra.

Mr. Joergensen tomó, pues, la palabra y no concluyó hasta muy entrada la noche. ¿Qué más podía agregar él a toda aquella sucesión de espléndidos relatos? Había sido, sin disputa, una gran pieza oratoria, y, a la vez, una información de primer orden que conservaría en la memoria tanto tiempo como viviera. Jamás nadie en ninguna época había expuesto con precisión semejante ese mundo abstracto y a la vez luminosísimo, subyugante como ningún otro, de los fantasmas. Mr. Mac Grath era, por lo visto, un especialista en toda la línea, cuya experiencia debería ser aprovechada por sus discípulos. Porque él mismo, Mr. Joergensen, el primer buscador de fantasmas de Noruega, considerábase simple y humildemente un alumno. Todo el reino fantasmal, siempre intrincado y esquivo, siempre frondoso, había cruzado ante sus ojos con la precisión algebraica de un relato común y corriente que recitase un actor en el teatro. En un tiempo, su maestro de escuela, con una vara de fresno en la mano y encaramado en un alto pupitre, mostrábales a los escolares las distintas partes de Asia, América, África, Europa y Oceanía. Y en los cursos superiores, la cuenca del Brahmaputra y las vertientes de los Apeninos. Los alumnos, mirando al mapa, se suponían ya escalando ciertas cumbres o penetrando en las sagradas aguas o bien defendiéndose con sus quitasoles de las punzaduras del anofeles. La charla gráfica del maestro los instruía y consternaba. Y así hoy Mr. Mac Grath, con aquella voz meliflua e ininterrumpida, habíale ido señalando las depresiones y los repliegues, las marismas y los altozanos, los remansos y las turbulencias de aquel otro reino geográfico, infrarrojo y alucinante. Tal ocurría en el aspecto teórico, porque en cuanto a los enredijos prácticos —y aquí sonrió Mr. Joergensen—, Mr. Mac Grath se mostraba algo más discreto. Pese a sus indudables conocimientos, sus experiencias objetivas habían sido nulas. O de otro modo más gráfico: que los fantasmas permanecían emboscados. Desalentador, por supuesto. Y con gran énfasis:

—Desalentador de todo punto. ¡Desalentador y trágico!

Porque si bien Mr. Mac Grath había visitado Haití, Birmingham, Yucatán y Capri en busca de aquello que su aritmética le prometía, él también por su parte, había llevado a cabo expediciones no tan importantes, aunque con análogo resultado. Allí estaba, si no, como evidencia, su catastrófica experiencia de San Calixto, en Roma. Y su insólita aventura policíaca en la necrópolis de Genova, durante una insoportable noche de escarcha que estuvo a punto de costarle la vida. Y sus incursiones baldías en los caserones normandos, en los acantilados bretones, en las trincheras de Reims, en los suburbios de Rotterdam, en las hueseras de toda Escandinavia, en los quirófanos de Rusia durante la conflagración del 14, en los túneles del subway de Londres, en las bodegas de ciertos paquebotes varados y, por si fuera poco, en las sacristías, museos y parques zoológicos de toda Europa. Después de todo, también él podría exponer algo a este respecto. También a él podía escuchársele. No obstante, confesaba, su actual tentativa constituía por sí sola la experiencia más trascendental de su carrera. Verificada ésta —no importa cuál resultado se derivara— sus ambiciones se verían

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colmadas. Es decir, que transpuesto el climax, aceptaría de buen grado el fracaso y la ruina moral definitivos.

—Sostenga usted la lámpara, Mr. Joergensen. Comenzaremos por la planta baja.

Los dos caballeros se pusieron en marcha. Mas la planta baja no ofrecía interés alguno, a excepción de su aspecto puramente decorativo. El vestíbulo, el comedor, la sala, un salón de lectura, la cocina, el inodoro y por fin una terracita de piedra, con sus tiestos florecidos, ofrecían toda la apariencia inofensiva de una grata y veraniega morada de burgueses. Escaleras arriba, la impresión ya era distinta. Diríase que el material del entarimado o la misma atmósfera que se respiraba anunciaban una grave presencia. De primeras, existía un saloncito muy lindo de donde partía un oscuro pasillo. A ambos lados del pasillo, puertas y más puertas, y alcobas con las cortinas echadas. Al fondo, una salita más de costura y una segunda terraza que Mr. Joergensen examinó a través de las vidrieras. Vecina a dicha terraza, una novena puerta; ésta sí cerrada. El noruego se volvió de pronto y advirtió que Mr. Mac Grath sonreía. El también sonrió, a su manera. Hubo lo que pudiera llamarse un breve instante de zozobra por parte de ambos.

—Empuje sin reparos, Mr. Joergensen. Llegamos a lo más interesante.

El aludido, con paso lento, penetró en la alcoba del crimen, encontrándose con un recinto cuadrado, muy amplio, totalmente amueblado, con una cama también muy amplia en el centro. Mr. Joergensen aproximó la lámpara, notando con extrañeza que la cama aparecía dispuesta. Sobre un sofá vecino distinguíanse unas ropas íntimas de hombre y muy mansamente plegada, sobre la almohada, un pijama color frambuesa. En la mesita de noche, un peine y un vaso de agua.

—¡Admirable previsión! —exclamó el recién llegado con secreta ironía—, ¿Espera usted visita?

Mr. Mac Grath continuó muy serio, dando a entender que efectivamente la esperaba.

—Quiere decirse que usted le invita.

—Tal vez no sea el concepto justo - comentó el irlandés, esta vez riendo—. ¡Le exhorto!

Su acompañante contempló el pijama del difunto y el vaso sobre la mesita de noche. En realidad, esto se le antojó por demás ingenuo. A continuación desvió la lámpara y alumbró el armario. Cosa ya muy diferente. El, Mr. Joergensen —siete millones de glóbulos rojos— aparecía allí, sobre la luna quieta, en una superficie opalina y agria, semejante a un abejorro en una fuente de nata. No era saludable aquello. Mr. Mac Grath rompió a hablar, de improviso.

—Como usted debe recordar, Mr. Joergensen, la existencia física del fantasma es en todos sus aspectos geométrica. Hay fantasmas circulares, triangulares, cuadrangulares, octagonales, etc. El fantasma triangular es por naturaleza el más simple de todos, en el sentido de que sus flujos y reflujos son triples y, por consiguiente, frecuentes. Me explicaré, por si usted no me entiende. Todo fantasma se exhibe y abstiene periódica y regularmente de acuerdo matemáticamente con la naturaleza del mismo. El fantasma triangular, por ejemplo, se abstiene durante tres días, tres meses o tres años ¡depende!

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y se exhibe un solo día, un mes o un año correlativamente a sus abstenciones. Quiero decir que si en nuestro caso este presunto fantasma perteneciese al orden triangular -—lo cual ya no resulta probable—habría hecho acto de presencia o bien a los tres días de ocurrido el suceso o a los tres meses o a los tres años. De ser cuadrangular, a los cuatro. SÍ octagonal, a los ocho. Y así progresivamente. El tipo circular de fantasma es de todos el más complejo y revela una existencia azarosísima, irregular e incierta, pues sus ciclos de abstención y presencia se suceden vertiginosamente y sin ritmo en una suerte de espasmos que han dado en llamarse "eufemismos". El término no me parece adecuado. Sin embargo, estos productos circulares —que son los que más guerra han de darnos— están sujetos también a unos principios biológicos de los cuales no lograrán evadirse. ¿Que cuáles son estos principios? Esto nos toca a nosotros averiguarlo. Por lo pronto, vea usted: el loro.

Mr. Joergensen, que recorría la estancia, dio un paso atrás.

—¿El loro?

Su colega sonrió beatíficamente.

—¡Justo! ¿Le sorprende? No creo que usted ignore, Mr. Joergensen, pues se halla plenamente comprobado, que a cada deceso de un hombre sucede el nacimiento inmediato de un loro. Y a cada deceso de un loro, el nacimiento de un hombre. Numéricamente hablando, la cantidad de hombres sobrepasa a la de los loros, mas en esta arcaica diferencia —que nadie ha explicado todavía— estriba precisamente la clave del excepcional teorema. ¿Ocurre, acaso, como me imagino, que se efectúa una selección minuciosísima o bien un vil escamoteo de trastienda? ¿O, como pudiera suceder asimismo, que a un mismo loro, y por adaptaciones geométricas, corresponda cierto número de hombres? ¿O que tal vez, en defecto de todo esto, la traslación sea lentísima y ocupe posiblemente períodos de siglos y más siglos? Aunque pudiera ser de otro modo, según pudo observarse en Corea durante las últimas experiencias.

Mr. Joergensen, de espaldas al armario, examinaba curiosamente al que hablaba.

—¿En cuyo caso... —Y consintió en mirar de soslayo al espejo.

—En cuyo caso llegó a comprobarse, mediante testimonios femeninos, que los hombres propiamente dichos eran los loros, y, los loros, los hombres.

Aquí Mr. Mac Grath dio media vuelta y rompió a reír escandalosamente. Mr. Joergensen también rió, felicitándose del buen humor de su colega. No obstante, cuando llegaron al estudio —unos diez peldaños sobre la alcoba del de Wicklow—, el irlandés mostraba un semblante duro, visiblemente preocupado. En el estudio, perfectamente vacío, apenas si se detuvieron. Contiguo a él había un pequeño y alegre dormitorio. Y la ventana entreabierta.

—Que pase usted muy buenas noches.

—Oh, es usted muy amable... ¡Igualmente!

Bien abrupto y repentino, por cierto. ¿Acaso Mr. Mac Grath se había disgustado?

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Fué una noche calurosa, pesadísima, semejante a esas inmensas noches del trópico que parecen prolongarse hasta la angustia, en mitad de una calma chicha. A través de la ventana entreabierta, Mr. Joergensen no percibía ni la más leve ráfaga de brisa. Un silencio, una inmovilidad obsesionante, como en un genuino trasmundo, desprendíase del panorama nocturno, cuya única voz en la noche era la del espumoso río. En lo alto, una luna también pesada bogaba tediosamente por entre las nubes. Las nubes desaparecían a intervalos y cierta cantidad de estrellas ínfimas, desparramadas en la llanura, titilaban. A poco, volvían las nubes y barrían con ellas.

Mr. Joergensen, atentamente, seguía la sístole y la diástole de las estrellas, sentado sobre la cama, con mirada atónita. Quizás de aquello también pudiera deducirse algo. Flujo y reflujo, abstención y presencia, octágonos y círculos. Mr. Joergensen experimentó un sobresalto. ¿Y si escapando a toda fórmula rectilínea los fantasmas dependieran exclusiva y cósmicamente de las fuerzas astrales? Enumerar las estrellas, clasificarlas, abrirles un expediente. O de otra suerte: clasificar aquellos múltiples ojos pasmados que lo miraban desde el caos. Y una brutal idea —repentina como toda válida idea— se le vino a la cabeza: Que Mr. Charles Mac Grath estaba loco. Que Mr. Charles Mac Grath era un fugitivo; un alienado.

Se enderezó, resuelto a levantarse. Su situación estaba clara, atrozmente definida. Tiritó de frío en la bochornosa noche. Pero, ¿en virtud de qué intuiciones secretas, de qué anticipadas transferencias, su primer pensamiento al verle hacía unas horas, y mientras leía en el jardín, había sido exactamente éste: "He aquí a un octágono"? Porque esto era en síntesis lo que había pensado. ¿Y si también él estuviera loco? ¿Existía algún impedimento? ¿Qué era la razón, a fin de cuentas? ¿Y la paranoia? ¿Qué era la salud, la risa, la vida? ¿Y qué era un albérchigo, hoy en el árbol y mañana en la hierba? ¿Y la hierba en sí, qué era? ¿La hierba, pues, era la hierba o algo brutalmente distinto? Se apresó las sienes con los puños y después tiró sus pantalones sobre una silla. Porque aquellos eran sus pantalones y podría vestírselos o lanzarlos por la ventana. Mas de arrojarlos al jardín, a la mañana siguiente se encontraría en paños menores. ¡A la mañana siguiente! ¿Y por qué a la mañana siguiente? ¿A alguien podía ocurrírsele que las mañanas sean una cosa y las noches otra, absolutamente distinta? ¿Por el color, acaso? Efectivamente; se vestiría. Y se vistió. Y comenzó a merodear por el cuarto. Pero, qué tontería: ¿no razonaba? He ahí el mandato psíquico del cerebro y de un modo simultáneo la obediencia servil de sus músculos. Por ejemplo, ahora: se acostaría. Y se acostó. Qué bienestar el suyo. Y se dormiría. Se durmió, en el acto.

Y en sueños... un hombre rechoncho, moreno, con dos piernas chatas y pesadas como las patas de un hipopótamo, entraba en su cuarto y se sentaba sobre su cama, mirándole detenidamente. Contaba él que era un buscador de fantasmas y que su familiares vivían en Turkey St. 98. Y que tenía un hermano mayor que radicaba en Liverpool. El hombre permanecía allí un buen rato observándole inconsideradamente, cual si tratara de reconocerlo. Mas de pronto, él, Mr. Joergensen, se incorporaba y arrojaba de un manotazo al hombre. El hombre pedía disculpas, exponía algo relativo a las agencias de arrendamientos y se echaba llorando al suelo. Desde allí le pedía a gritos que lo perdonara y, a la vez, que también él le pidiera perdón por el mal que le

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había hecho. Entonces, Mr. Joergensen, sin explicarse el motivo, rompía a llorar simultáneamente, con un llanto semejante al de los niños. Lloraban así los dos, hasta que de improviso:

—Shhh, Shhhhhh... Mr. Joergensen: ¡despierte!

El noruego ahogó un grito. Sentado en la cama, impasible y ternísimo, con sus dos patas de hipopótamo y en pijama frambuesa, se hallaba Mr. Charles Mac Grath.

—¡Eh, eh, levántese y venga!

Mr. Joergensen se enderezó, pensando maquinalmente en defenderse. Mas el otro le hablaba en un tono de tan profundo misterio que se le antojó una criatura ideal y serenísima.

—Dése prisa, se lo suplico. Creo que esta vez sí vamos por muy buen camino.

El que dormía saltó de la cama y se fue vistiendo en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Por muy buen camino dice usted? —indagó, entretanto.

—Ya lo creo, Mr. Joergensen. Tengo algo especial que mostrarle.

El irlandés un poco adelante, el noruego detrás, descendieron unos peldaños, cruzaron de norte a sur el pasillo y, sin pronunciar palabra, penetraron en la alcoba del de Wicklow. Allí, sobre una mesa de roble, ardía una lámpara de petróleo. Y contra la pared del fondo, entre la ventana y el armario, destacábase la sombra de un voluminoso armatoste. Mr. Mac Grath avanzó en puntillas y sostuvo una pesada bayeta que cubría totalmente el cachivache. A poco, levantando con misterio su lámpara, iluminó lo que su acompañante desde el primer instante comprendió que era un cuadro

—Vea.

Un cuadro era, montado en su caballete, y por cierto de muy buen estilo, aunque levemente deprimente. Sobre los árboles frutales de la huerta, en una tristísima tarde de estío, esparcíase lento y pesado, de un tono ocre, el humo del ferrocarril vecino. Más allá, como surgiendo de un cráter, el pintor había esbozado un grupo de manzanos con sus correspondientes frutos en la copa. Mr. Joergensen examinó minuciosamente el óleo —que por cierto no le decía nada. O espere usted, sí le decía. Le decía algo por demás escandaloso, que se esforzaba él por no entender debidamente.

—Vea, vea, ¿no significa un hallazgo?

Le decía en primer término que Mr. Mac Grath había perdido el juicio, como se lo temía. Y pretendía, por si fuera poco, que se lo comprara. Sugería haberlo pintado él durante aquella misma noche.

—Se lo daré por unas siete guineas, que es el precio de subasta. ¡Y sin embargo, se trata de una gran obra de arte! Anímese, pues le aseguro que la inversión es magnífica.

Mr. Joergensen expuso algo a este respecto: que la pintura al óleo no le interesaba o que no disponía en tal momento de las guineas, haciendo ademán de salir apresuradamente, cuando de pronto el cuadro se vino al suelo y escuchó por algún

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rincón de la estancia un debilísimo gemido. Un gemido agudo y breve, no del todo desconocido, como si un ferrocarril en miniatura anunciara su salida.

—¡Oh, no haga usted eso! ¡Oh, oh, no lo haga! —decían.

Y despertó, ahora sí. Qué sobresalto.

Era bien entrada la mañana, de nuevo con aquel firmamento admirable, aquellas solícitas praderas y aquellos pajaritos ingenuos y torpones que se prendían a las ramas de los árboles. De nueva cuenta con la brisa, mitad salobre mitad selvática, y con aquel majestuoso estertor del caudaloso río. Puesto en pie, todavía sin peinarse, se asomó un instante a la ventana. Allá abajo, en los jardines, reclinado plácidamente, el irlandés leía. "He aquí a un octágono" —reflexionó; y le entró risa. ¿Por qué aquel hombre, en realidad, no sería napolitano? Le chistó una vez y otra, como tratando de despertarle. Mr. Mac Grath atendió un rato, volvió en todos sentidos la cabeza y por fin levantó la vista.

—¡Qué susto me dio usted, caramba! —dijo.

A media tarde, fueron de pesca. Mas para estas fechas la situación psicológica entre los dos buscadores de fantasmas había variado en cierto modo. A Mr. Joergensen podía tomársele ya por el maestro y al irlandés por su discípulo; al menos, como tal se conducían, pues en tanto el irlandés escasamente si despegó los labios en el curso de la excursión al río, mostrándose si se quiere deprimido e incierto y con una dócil expresión en el semblante, Mr. Joergensen empleaba en todos sus actos y movimientos un grave aire altanero, superficial y vano, ya en sus preguntas y respuestas o en sus peculiarísimas observaciones relativas a la caza y a la pesca. Por fortuna el tiempo era magnífico y esto siempre resulta un alivio.

—Le juro a usted, Mr. Joergensen, que la caña es de primera.

—La caña es pésima, compréndame, y no espere atrapar con ella lo que se dice ni un soplo de aire.

—-Tome usted la mía entonces, si la prefiere. ¡Ah, y disculpe! ¿Le pesa mucho eso?

El noruego examinaba la caña, pasando un dedo por su superficie como si se tratara de una espada.

—¡Pésima, pésima! En Noruega de verle a usted con este artefacto se desternillarían de risa.

Si Mr. Mac Grath caminaba despacio, su acompañante lo hacía de prisa; y si Mr. Joergensen era interrumpido en el diálogo, se suscitaba una melancólica escena.

—Perdóneme, si mal no recuerdo era yo quien hablaba.

—Ay, puede usted continuar; le escucho.

El sinuoso y angosto sendero daba vueltas a la cañada, serpenteando por entre los troncos. Unas veces sí y otras no aparecía en lo profundo el torrente, con sus aguas transparentes e impetuosas, y en el interior de aquellas aguas presentíase infinidad de pececitos ávidos en espera de la hora del anzuelo.

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—¿Le parece bien aquí, Mr. Joergensen?

El noruego, que también en esto era un experto, opinó que allí las aguas no parecían lo suficientemente revueltas. Continuaron unos pasos, pocos, ya sobre la misma ribera del río. Y cosa extraña. El rumor en aquel paraje era tan insignificante como si una inefable brisa removiera un simple puñado de plumas; mas a través de tan apacible murmullo, no se percibía ningún silencio especial e importante, sino que contrariamente podía suponerse que el río acallaba un grave clamor implacable que, de revelarse de improviso, acabaría por trastornar la cabeza.

—Aquí, sí. Este es el lugar indicado.

Mr. Joergensen y su colega lanzaron sus anzuelos al agua. O en virtud de que la pesca es un admirable pasatiempo o bien ante alguna perspectiva imprevista, el noruego mejoró de humor, hasta llegar a reír, incluso, del modo más alegre. No obstante, en hora y media que duró la jornada no se mencionó a los fantasmas. Ambos parecían ahitos. Aunque ya próxima a caer la tarde, Mr. Joergensen tuvo esta ocurrencia:

—¿Pues sabe usted lo que se me antoja? Que tal vez seamos un par de incorregibles necios, dignos del mayor desprecio o lástima.

Mr. Mac Grath, sosteniendo su caña, se volvió para observar a su amigo. Aquel espantoso y negro fieltro sobre las orejas.

—¡No entiendo! —dijo. Y su tono fue de cuidado.

—Yo sí entiendo, desengáñese; que somos un par de farsantes.

Hubo un silencio.

—Farsante lo será usted —protestó sin aspavientos el de Irlanda—, porque, por lo que se refiere a mí, no creo ser nada de eso.

El noruego sonrió. Y agregó aquél, todavía:

—Yo soy un especialista, lo cual es perfectamente distinto. Y le ruego a usted, Mr. Joergensen, que hablemos de otra cosa.

En vista de que las truchas no aparecían, extrajeron del agua sus cañas y cruzaron las piernas sobre la hierba. El viento comenzó a soplar y un extrañísimo resplandor violeta descendió sobre la pradera. La conversación se tornó monótona.

—¿Ha estado usted en Noruega?

—¿Eh?... No, nunca estuve en Noruega. ¿Y usted?

—Yo nací allí, recuerdo habérselo dicho.

—Muy cierto, excúseme. En Noruega debe hacer mucho frío.

—Algo. Y también aquí, por lo que me doy cuenta.

—Sin embargo, los veranos son espléndidos.

—A mí los otoños me afectan.

—¿De verdad? ¿En qué sentido?

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Se miraron. Sucedió otra pausa.

—En todos, supongo. Me molesta, en principio, ver despojarse a los árboles.

—Tal vez sea usted un sensitivo.

—Acaso. De cualquier modo, no me ruborizaría.

Mr. Mac Grath volvió la vista hacía el río. En el río flotaban unas hojas verdes, ligeras, y detrás de ellas, unos filamentos oscuros, como lagartos. Sobre la ribera opuesta se movieron indecisamente unas sombras. Oscurecía.

—¡O quién sabe si tenga usted razón, Mr. Joergensen —prorrumpió el irlandés enfáticamente—, y tal vez sí, como usted afirma, seamos los dos unos farsantes!

Tras la luz bajó la niebla, que era un vapor pálido e inconsistente y tan tibio como el humo. Las espumosas aguas parecieron sosegarse un poco.

—Si cuanto afecta al hombre es una farsa, nada tiene de particular que usted y yo lo seamos —comentó a poco el noruego, golpeando con una ramita la hierba—. El río que contempla ahora tan atentamente es una farsa y el firmamento azul es una farsa y es una farsa en general cuanto miramos. Martinica misma es una farsa. ¿Se percató usted de qué horrible modo sabían anoche los huevos fritos? Quizás usted mismo, Mr. Mac Grath, o yo mismo —si lo prefiere— seamos la más grande de las farsas. ¡Porque... imagínese que usted y yo, pongo por caso, fuéramos dos fantasmas!

El irlandés examinó a su interlocutor con el rabillo del ojo, temiendo justificadamente que hubiera perdido el juicio.

—Personalmente —añadió aquél, dejando de golpear la hierba—, no me siento muy seguro; lo reconozco.

—Ni yo tampoco —subrayó el otro, muy serio.

—¿Y qué tal si nos cercioráramos ?

—Oh, encantado.

De pronto, el viento comenzó a soplar con tal ímpetu que los dos caballeros ni se entendían. Ya no era un rumor, sino un clamor activo, con aquellos árboles inmensos combados cruelmente sobre sus raíces. El cielo se cubrió de nubes y en algún lugar lejano se pusieron a ladrar los perros. De un momento a otro llovería.

—Creo que debiéramos levar anclas —propuso alguien.

Y se incorporaron. Mas en el preciso momento en que reunían sus aparejos, una ráfaga más violenta de aire, soplando desde la espesura del follaje, levantó en vilo el sombrero negro de Mr. Joergensen y lo trasladó al río. El sombrero negro de fieltro, al modo de un hongo gigantesco, flotó a merced de la corriente y giró una vez y otra sobre sí mismo.

—¡Oh, oh, oh! —prorrumpió el noruego blasfemando, mientras se echaba las manos a la nuca—. ¡Qué fastidio!

Y otra ráfaga. Y otra aún. Y allá en lo más intrincado del bosque, una gran rama que se viene a tierra. Mr. Mac Grath de cara al viento esforzábase por decir algo, con una

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extraña mueca en los labios: que aquello no tenía importancia; que en Dublín había sombreros nuevos; o que después de todo era lo más sencillo.

Y lo más sencillo y horrendo fue, sin duda, puesto que con la mayor naturalidad del mundo avanzó unos pasos hacia el río, descendió otros, avanzó unos metros sobre el agua —sobre el agua, dije— y, sin humedecerse siquiera los pantalones o mostrar el menor desaliento, tomó el sombrero que flotaba, lo contempló sin extrañeza y tornó de nuevo a la orilla.

—La lata —explicó, entregándoselo a su dueño— es que el fieltro se haya deteriorado.

Mr. Joergensen aceptó el sombrero, contempló severamente al irlandés de arriba abajo, sacudió el fieltro contra un árbol y dio tranquilamente las gracias. Unos segundos más tarde se ponían ambos en marcha. Aquí, sí, durante todo el tramo que los apartaba de la finca, Mr. Joergensen no despegó los labios. Incluso, caminaba un poco más adelante, con el rostro hundido. Cuando apareció el chalet entre la enramada, ya era de noche. En lo alto, una parda luna vieja bogaba con prisa a través de las nubes. Mr. Joergensen se detuvo un momento, ya sin preocuparse por su acompañante como solía hacerlo.

—Parece que el viento está arreciando —dijo.

Fué una cena aburridísima, misteriosa y fría, en aquel comedor disparatado que trascendía a farmacia. Martinica iba y venía, y sus pasos, por primera vez en su existencia, eran dignos de tomarse en cuenta. Propiamente era como sí aquellos pasos, sobre las duelas vencidas, anunciasen una grave presencia, una presencia intrusa que sin más ni más hubiese tomado asiento a la cabecera de la mesa. El noruego, con la servilleta al cuello, permanecía taciturno. Ante él, Mr. Mac Grath despojaba en silencio las alcachofas. Una frase o dos, al azar, como una ola o dos, extemporáneamente, a lo largo de la serenísima playa.

—¿Quiere pasarme las coles?

O:

—Suficiente. Ya he terminado.

No era fácil penetrar en el ánimo de los dos graníticos caballeros.

—No se moleste usted. Puedo servirme yo mismo.

Terminada la cena, el noruego se puso en pie, regularmente pálido. Su acompañante lo imitó en el acto. Titubearon.

—¿Y si pasáramos un rato al salón de lectura ? —insinuó el irlandés, sin entusiasmo de ninguna especie.

También él tenía su risa. Una mueca indefinible y seca, que le atacaba los nervios a Mr. Joergensen. Y como ocurría en el río, aquella risa era una suerte de estruendo tácito a través del cual se adivinaba un aterrador silencio.

—No, gracias —objetó con cortesía el noruego—. Preferiría por esta vez retirarme a tiempo.

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—Como usted guste.

También ahora el silencio. ¡Oh, el silencio de las ventosas noches de mayo! Ascendieron paso a. paso las escaleras, cada cual con su linterna en la mano. Sobre el rellano, hubo un instante de zozobra. Se miraron. Y ladró un perro invisible, según ocurre en estos casos. En el exterior y, a fin también de que las miradas de ambos fuesen todo lo espantosamente significativas que se requería, revolotearon unos pájaros negros. Y la luna. Mr. Joergensen tuvo una reminiscencía: "Qué gran material de trabajo". El fue ahora, sin embargo, quien apartó la vista.

—Bueno... es una lástima que se sienta usted sin ánimos. ¡Que pase muy buena noche! —Lo decía el de Irlanda. Y ya rumbo a su alcoba: —Mañana será otro día.

Mr. Joergensen subió a su cuarto, abrió de par en par la ventana y permaneció allí un buen tiempo de cara a la oscura noche. Y cuando la oscura noche se hizo aún infinitamente más oscura, como si aquella extraña noche fuera a ser la noche de todas las noches, había transcurrido exactamente la mitad de la noche. Una sola estrella, semejante a un ojo estrábico en relación a la luna, apareció de pronto. El viento había amainado y era linda la calma de Irlanda. Mr. Joergensen se apartó de la ventana, atendió todo lo minuciosamente que se quiera y, suavemente, con tacto casi femenino, entreabrió la puerta. A poco, transpuso el umbral, descendió en puntillas las escaleras, se detuvo en el rellano unos segundos y prosiguió bajando. En el vestíbulo describió una elipse, con objeto de evadir un mueble. Y salió.

De sus subsecuentes pasos, bajo la espesísima enramada, no pudo saberse en un buen tiempo. Únicamente allá, al emerger de un túnel de ramas, tuvimos noción de que el noruego caminaba aún, pero sin prisas. Y que como todo aquel que camina, se detenía al cabo. En cuanto a lo que sucedió a continuación, fue de lo más sencillo. Mr. Joergensen escarbaba. No al modo áspero y ostentoso de los perros, sino a la manera delicada y rítmica de los arqueólogos. Escarbaba allí, junto a una roca, un poco más, otro poco, y extraía lo que vulgarmente se llama un estilete. El estilete brilló con la luna y Mr. Joergensen probó a sonreír, o lo que fuera. No obstante, estaba pálido; más pálido, si cabe, que en aquella espantosa noche de otoño, hacía aproximadamente dos años. Naturalmente que en aquel tiempo él era algo más joven y aún no tenía el gusto de conocer personalmente a Mr. Charles Mac Grath. Peor aún; Mr. Charles Mac Grath no existía. En su lugar existía otro hombre idéntico, un hombre oscuro y desconocido, un tal Mr. James Smith R.., que embadurnaba lienzos y era oriundo de Wicklow. Había oído de aquel hombre y su chalet. Un lugar tan a propósito. Porque la ciencia... En aras justamente de la ciencia había enterrado allí una noche el estilete. Hoy lo desenterraba, lo cual en su concepto también era circular y de consecuencias. Recordaba que la alcoba entonces estaba en tinieblas. Y actualmente, otro tanto. Sin embargo, durante el lapso intermedio de tiempo había vuelto a encenderse algunas veces. Quizás hoy se apagara para siempre; o no, nadie sabía. Se trataba de eso, de persuadirse, de cerciorarse a cualquier precio. Porque en el fondo Mr. Joergensen estimaba vivamente a Mr. Charles Mac Grath. Y experimentaba su lástima. El irlandés era su revelación, su climax y, si se nos permite, su criatura. Lo había demostrado ampliamente en el río y lo corroboraría dentro de poco. Era una suerte de creación suya, perfectamente intransferible, que de resultar posible conservaría consigo mientras viviera. Octágono o

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círculo, Aureola o Alvéolo — tales especulaciones se quedarían para más tarde. Un querido y fenomenal fantasma se le había insinuado y Mr. Joergensen estaba en vías de destruir cualquier espejismo.

Avanzó ya de regreso al chalet, bajo la espesa bóveda de fronda que lo ocultaba de la luna, las estrellas y los pájaros. Ochocientos metros más adelante apareció con las manos en los bolsillos. Penetró en los jardines, empujó con suavidad la alta puerta entornada y subió. Subió igual que en aquella lejana noche de otoño, de cruel memoria científica. El mismo olor, el mismo inicuo chasquido de aquel quinto peldaño. Y después, el pasillo. Mr. Joergensen contenía el aliento, por si las moscas. Ya en el umbral de la alcoba, atendió por tercera vez en la noche. Qué calma y misterio. Nuevamente el corazón empezó a saltarle de júbilo. ¿Qué ocurriría? Iba a probarlo. A la derecha, el armario —ni deseaba mirarlo. A la izquierda, la cama: alguien dormía. Aunque hoy todo se mostraba menos oscuro que entonces. Porque entonces Mr. Joergensen no se había percatado de nada, como un ciego. Había hecho así con el brazo, los ojos apretados, balbuciendo algo muy importante en relación con su alma: que lo perdonara el cielo o algo por el estilo. Porque él estaba dispensado: era un científico. Y ahora, otro paso más en dirección a lo que borrosamente consideraba el círculo u octágono de Mr. Mac Grath bajo las sábanas. Después apretó el estilete, suspiró para sus adentros y levantó el brazo.

—Perdóname, Charles. ¡Yo fui el elegido! El sería, ni quien lo discutiera.

Mas Mr. Joetgensen, suspenso, estupefacto, percibió cómo algo caliente y líquido le embadurnaba la mano a tiempo que un estertor profundo y tétrico emergía del pijama frambuesa. No era un jay! sino un ¡oh! dolorosísímo que le puso los pelos de punta. Y algo que se volvía rígido, etc. Soltó involuntariamente el arma. ¿Y oprimiría el botón de su linterna? Mas qué largo espacio de tiempo entre la duda y el instante preciso en que se resolvió a alumbrarle el rostro. Mr. Joergensen ahogó un grito ante el aspecto fatal y perfectamente humano del difunto. Mr. Joergensen, el primer buscador de fantasmas de Noruega, experimentó un retroceso en su ánimo.

—"¡Muerto! ¡Muerto!" —se decía. Es el caso. Muerto allí ante sus atónitos y fracasados ojos el infeliz y cultivado Mr. Charles Mac Grath, quien posiblemente, en su generosa franqueza, tratara exclusivamente de instruirlo en la alta ciencia de la Aureola y el Alvéolo. Allí estaba con su pijama frambuesa y los ojos entornados, sacrificado en el propio altar donde él candidamente reclamaba el triunfo. Era ayer cuando decía: "No le invito. ¡Le exhorto!".

Mr Joergensen experimentó su pánico, el justo pánico de los condenados a muerte —que hasta la fecha ignorara. Y su pánico era indeterminado, confuso, como el de quien despierta envuelto en llamas. Mr. Joergensen propiamente no sentía ningún terror hacia el fuego en sí que chamuscaría sus carnes, sino hacia el espectáculo siniestro de aquellas hambrientas llamas que crecían ante sus ojos. Era un punto de vista estético; pero macabro. "Empuje usted sin miedo, Mr. Joergensen. ¡Llegamos a lo más interesante!"

En fin, que Mr. Joergensen, ya con un pánico bien definido, optó en un segundo por envolver apresuradamente al de Irlanda en una sábana, atar sobre este horrible

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envoltorio una segunda sábana y echárselo a cuestas. El estilete, proporcionalmente helado, se lo guardó en un bolsillo. Y como un tratante en cerdos recién nacidos, se lanzó escaleras abajo, rumbo al campo. ¿Que a dónde iba? Por lo pronto, el Alvéolo se hallaba de cuerpo presente y convenía evadir a la policía.

Caminó un buen trecho bajo la fronda. Otro trecho mayor, bajo la luna; escuetamente. Y a lo largo del caminito que serpenteaba, de nueva cuenta bajo otros árboles. El río, desde lo profundo, le llamaba justamente por su nombre. Y cómo pesaba el fardo. "Por las alcachofas" —fue su pensamiento. Lo depositó repetidas veces, sofocándose, dándole vueltas sin cesar a su entendimiento. Sí, qué reino abstracto, melancólico y esquivo. Y sus reiterados sacrificios morales tan inútiles. Temió por su alma, mas alcanzó la ribera, cubierta de hierba húmeda y fría, misteriosísima. Por aquellos rumbos la corriente era tan impetuosa que Mr. Joergensen pudo darse cuenta de qué forma triscaban las raíces. Por allí era más o menos donde su sombrero había volado al agua, lo mismo que un gran pájaro sediento. Por allí, precisamente, Mr. Mac Grath había descendido.

Entonces posó el fardo, empapado parcialmente en sangre. Muy horripilante e ingrato. Y lo arrojaría al agua; era un buen recurso. La corriente, apresurada y nocturna, lo trasladaría a Wicklow. O a Wicklow, no; ojalá más lejos, donde el irlandés no tuviera parientes y amigos. Procedió a desatar el envoltorio, ya sin precipitaciones, de un modo enteramente consciente, como un genuino hombre de ciencia. Al fin y a la postre, no era para tanto. Las sábanas las enterraría más tarde. Y exhibió al difunto—no al Alvéolo. Mas con desorbitados ojos descubrió de súbito, a la luz de una novísima luna, que aquel hombre que transportaba no era Mr. Charles Mac Grath, sino otro hombre totalmente diferente, conocido de sobra. Otro hombre: él mismo.

Mr. Joergensen sonrió —o quién sabe en realidad el que sonriera. Estos juegos de fantasmas no siempre son tan burdos. De cualquier modo, lo arrojaría al río. También sabía algo de ofuscaciones. A menudo el espejismo hace que los soldados de artillería disparen sobre sus mismas tropas. Una oración inconclusa, una tosecilla, todavía un titubeo. Y adiós. ¡Ya estaba!

Mas al percibir las horrendas andanadas de la corriente en el rostro, horrendas y frías como los mismos riscos de Noruega, Mr. Joergensen entre las aguas comprendió que no tenía remedio. Un trago y otro. Algo excesivo, como un dolor de vientre. Y allá, sobre la ribera, el gran Charles Mac Grath —por otro nombre Mr. James Smith R.— con su expresión de costumbre. Y limpiándose las uñas.

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USTED TIENE LA PALABRA

TODOS le lloraron amargamente porque había sido en vida un ministro como Dios manda —distinguido, honesto, brillante, vanidoso sin excesos, cordial. Resultaba incomprensible que aquel hombre risueño y joven hubiese desaparecido. Y qué muerte tan estúpida: de un traspié en la bañadera, un domingo en la mañana, en tanto él y su señora se acicalaban para presidir unas carreras de caballos. Durante el espectáculo el palco permaneció vacío, sin que el público adivinara las causas. Mas tan luego cundió la noticia, pasado ya el mediodía, todo el mundo se sintió afligido e inquieto como si el firmamento amenazase lluvia o los caballos no galoparan a la velocidad acostumbrada. Incluso, algunos sollozaron en sus asientos o por detrás de los árboles. Otros se limitaron a mover significativamente la cabeza, dando a entender que las esperanzas del pueblo habían sido nuevamente burladas. No faltó asimismo quien se hiciera cruces de que los jockeys continuaran en sus puestos.

—¿Y en virtud de qué razones no se suspenden las carreras ?

Pero había muerto el señor ministro—"cosa bella mortal passa, e non d'arte"—y allí estaba dentro de su féretro opaco, riquísimo. Estaba allí, absorto y rígido, tal vez preocupado con la imagen de la bañadera estúpida, criminal, familiar y artera. A él mismo, con mayor razón que a nadie, debería haberle contrariado el incidente; ninguno como él se lamentaría. Y nadie mejor que él en aquella hora comprendería la aborrecible y apresurado, lo infinitamente risible de los poderes humanos. Con su sonrisa habitual parecía prevenir a quienes le acompañaban:

—"No os desalentéis, ni tampoco os envanezcáis demasiado. El hombre tiene un origen—el espermatozoo—; y un fin —la tumba—. Entre origen y término media lo eventual o enigmático, lo inasible. Tan de pensarse es, pues, escalar el Everest o un árbol excesivamente viejo como introducirse en una bañadera. Nuestra existencia depende no solamente del amor o inquina de nuestros semejantes y de la voluntad suprema, sino del capricho frívolo y tornadizo de los objetos que nos rodean. Por lo que respecta a mí, he cumplido mi deber. Así lo creo. Y si de algún error o negligencia soy culpable, que la patria, mi familia y vuestros bondadosos corazones me disculpen".

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Diáfanamente afeitado, el cabello rizoso y brillante y un traje negro de americana cruzada, el señor ministro yacía ahí ante los atónitos ojos de sus familiares y amigos. Se evocaban sus gestos, sus inspirados discursos, su labor tenaz y equilibrada. Los más íntimos rememoraban interminablemente anécdotas bellas e inolvidables que ponían a prueba su desinterés y su inteligencia, su probidad, su amor desmedido y profundo por los hombres. Tenía un foxterrier al que adoraba. Y un esbelto caballo árabe, un adolescente de pura sangre, que había costado una fortuna. Refiriéndose al hermoso cuaco y a su marido, la viuda hipaba en recortadamente.

—Si parece que le veo salir. ¡Si de hecho le estoy viendo!

Quienes la acompañaban en el trance volvían con interés el cuello y miraban hacia la puerta. Hacían vanos esfuerzos por verle.

Todo lo que constituía la capilla mortuoria, el vestíbulo, el patio y gran parte de los jardines hallábase atiborrado de ofrendas florales. Un nuevo pensil, aunque siniestro. Y en las amplias bandas de seda que ostentaban las coronas fúnebres leíanse inscripciones de la más diversa índole: "Ministerio de Guerra", "Ministerio del Interior", "Sector de Tapiceros, S. A,", "S. A. el príncipe X, a su amigo", "Explotadora de fincas urbanas", "Modas y Donas". Era el clamor público, conmovedor y espontáneo, que agradecía al señor ministro sus sonrisas.

En lo profundo de los salones, sombras y más sombras deambulaban. Sombras que en la oscurísima noche pretendían a toda costa ser aún más oscuras. A intervalos, entreabríanse los cortinajes y aparecía al trasluz un caballero con las manos a la espalda: el rostro enteco, incomprensible, los ojos vidriados como dos lamparones de aceite. El caballero atisbaba, suspiraba una o dos veces y desaparecía de nuevo. Otro caballero miraba a la calle a través de los visillos. En la calle llovía y los perros hacían de las suyas. Un tercer caballero, con chaleco de franela, repasaba una a una las ofrendas. Las damas se mantenían en grupos, selectas y lúgubres, con los dedos entrelazados. Durante algún tiempo escuchábanse los rezos, uniformes, confusos. A renglón seguido, el silencio. La lluvia era lenta o ligera a semejanza de un delicado gorjeo.

Hacia la media noche , cinco o seis criados muy respetables comenzaron a pasar bandejas con café, té y licores. Percibíase, aunque sutilísimo, el rumor de las quebradizas copas como un remedo vago de ciertas inolvidables veladas. Entonces los caballeros vestían de etiqueta y sus esposas llevaban flores o piedras preciosas en la cabeza. Sonaba también la música. Desdichadamente hoy todo cuan distinto, con aquellas pesadísimas cortinas. Una dama optó en voz alta, lloriqueando:

—Preferiría té, si no es ninguna molestia.

Altos, necrológicos, fenomenales, los criados aparecían y desaparecían conscientes de la responsabilidad adquirida. Tenían órdenes terminantes de que nadie se emborrachara.

—Una tacita más de café; gracias. Y una copa de Benedictine.

En torno al cadáver del señor ministro se agrupaban los deudos y amigos más íntimos, sentados en un impresionante círculo oscuro, contemplándose sin interés unos a otros,

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perfectamente pulimentados como ornamentos. De tarde en tarde alguien se incorporaba, aproximándose al féretro, y trataba de persuadirse de que en el féretro se hallaba él y nadie más que él: el señor ministro. Al volver inciertamente a su asiento, el curioso ofrecía un aspecto lamentable. La Muerte estaba allí, endiablada y absurda, lo cual era a la vez aterrador e inefable. El señor ministro había fallecido; todos lo sabían. ¿Y en cuanto a los demás? He aquí el rompecabezas. Los demás fallecerían igualmente, un día u otro, de algún modo. ¿Cuándo? ¿Cómo? Doblemente espantoso.

—Debería retirarse usted y reposar un poco —le aconsejaron a la viuda.

La dama se mantenía en silencio.

—Que convendría que descansara usted, en efecto. ¡Ha sido un día tan penoso!

Se abstenía ella, rememorando para sus adentros. Que qué interés podía tener ya en descansar, dormir un rato y sentirse animosa si mañana, mañana en cuanto amaneciera…

—No, no, descuide usted. Me siento bien, muchas gracias —suspiraba otra vez y se arreglaba las faldas.

Allí donde sus compromisos de señor ministro se lo permitían encontrábaseles juntos. Frecuentaban los restaurantes de moda, las galerías de pintura, las carreras de caballos, ciertas solemnes inauguraciones, las tertulias diplomáticas y el teatro. Al cinematógrafo iban poco. Era una risueña pareja, particularmente decorativa. Sus dos hijas eran bellísimas, aladas como dos bailarinas gemelas, y el único varón estudiaba en Harvard. Allí estaba ahora, con el pañuelo entre los dientes.

—Cálmese, por piedad, Eulogio. Usted es un hombre joven y la vida, la vida...

Lucía un bigotito rubio del que se envanecían sus amigas.

—La vida... ¡pues la vida es así, qué caramba!

De pronto, tres taciturnos caballeros que bebían misteriosamente en el comedor volvieron aturdidos los rostros. Un rumor, un grave murmullo, un clamor como el de la marea o una vasta y compacta lona que se rasga se levantó a lo lejos. El rumor se debilitaba, se volvía en cierto modo zigzagueante, confuso, y una sola voz, sólo una de entre aquellas que cedían, anunciaba por toda la casa con terror frenético.

—¡El señor ministro se ha levantado! ¡El señor ministro se ha levantado!

Ni los caballeros que bebían tan misteriosamente, ni ninguno de cuantos se hallaban presentes dieron crédito al anuncio. En una salita adyacente a la capilla mortuoria alguien despertó, sobresaltado.

—¿Que se levantó el señor ministro, dicen? Pero si el señor ministro no era un gran madrugador, que yo supiera. ¡Ah, perdón! ¿Quiere decir usted que el señor ministro ha resucitado?

En un abrir y cerrar de ojos se vaciaron los salones y todo el mundo acudió sin pérdida de tiempo a la capilla mortuoria. Se apiñaban allí ávidamente, interrogándose por medio de monosílabos. Algo muy vergonzoso. Los rezagados permanecían en los pasillos contiguos adonde les llegaban un poco tardías las noticias.

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—Pero, bueno; usted que ve desde ahí, dígame: ¿se ha levantado realmente?

Un grupo de enlutados se abrió paso a codazos.

—Hombre, haga el favor, si no tiene inconveniente. Es una mujer desmayada.

La mujer iba allí, también rígida y desabrida, blanca y negra, ausente. Y a continuación fue otra; y otra más: hasta cinco. Los caballeros se desvivían por mantenerse cordiales y dignos, sin explosiones de mal tono. Uno que otro, pretextando sin embargo que el bochorno era insufrible, aventuraba por el jardín unos pasos mirando pensativamente a las coronas. O sin objeto, se llevaba el pañuelo a la boca o daba cuerda su reloj furiosamente.

—De una buena vez, responda, ¿ve usted algo o no?

No era fácil percatarse de lo ocurrido a través de semejante empalizada de cráneos. Una voz ronca y malhumorada dejó oír, no obstante, lo que todos consideraron ya muy significativo:

—¡Que lo asfixian!

El embudo humano cedió un poco, como un lindo abanico que se entreabre.

—¡Sí, sí, allí está! ¡Ya lo he visto! Puede informar a los de atrás que sí fue cierto. ¡Allí está, mírelo ahora! A la derecha... ¿Lo ve usted? ¡El mismo!

En efecto, el señor ministro se había levantado. Cuentan los que presenciaron el trance que en primer término y, como quien despierta de un largo sueño, se incorporó con trabajo mirando extraviadamente a todas partes. Que en seguida esbozó un leve gesto de disgusto y buscó en la penumbra a alguien probablemente conocido. Que al no dar con él o no recordarlo de pronto, se atusó con una mano los cabellos, se limpió la nariz con su pañuelo y pidió que lo ayudaran. Que naturalmente el estupor impidió que alguien se ofreciera. Y que inmediatamente después, como quien se apea de un furgón o un automóvil, el señor ministro abandonó su féretro, sacudiéndose los pantalones. De si había proferido algo o no nadie estaba seguro. Sin embargo, dio en correr de boca en boca el rumor más extravagante: que el señor ministro acababa de pedir un baño.

Cierta dama piadosa, contemplando el jardín a través de la lluvia, expresó sin rodeos sus temores:

—Se enfriará, me lo temo.

Y quien la acompañaba:

—Se enfriará, sí. Qué desgracia.

Se iniciaron los preparativos. Los criados ya no transportaban bandejas con té, café y licores, sino toallas, tijeras, jabones y unos grandes botes con talco. Algunos de los dolientes se mostraron animosamente solícitos.

—Oh, traiga usted; no se moleste.

Y:

—Yo misma le buscaré la muda limpia.

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Se encendieron sucesivamente las arañas.

—¿Y las coronas? Convendría retirar cuanto antes esas flores. ¡Imagínense que las viera!

Era una extraña mezcla de jolgorio, voluptuosidad y espanto. Los accidentados recobraban pesadamente el conocimiento, tendidos en los sofás o en las esteras, puesto que las camas resultaban ya insuficientes. Dos o tres facultativos daban órdenes a la concurrencia.

—Que el baño sea tibio, no lo olviden.

—Y usted, ¡cierre ahora mismo esa puerta!

—Por favor, caballeros. Despejen este local cuanto antes o nos asfixiaremos todos.

—Calixto, corra a toda prisa a la botica y consígame estos comprimidos.

—Un Courvoisier para la viuda. ¡Y las sales!

—¿Qué viuda?

—¡Oh, ya me entiende de sobra! Por lo demás, no creo que la ocasión sea propicia para chascarrillos.

Momentáneamente los concurrentes fueron recluidos en el comedor y otras salas menores. Las alcobas, que momentos antes se habían convertido en cierta especie de locales públicos donde la gente fumaba, bromeaba y bebía, adquirieron al cabo, y en virtud del inconmensurable suceso, su delicioso carácter íntimo. Y con mayor razón el baño. La expectación crecía, como es fácil suponerse. Se escuchó un grifo.

—Le repito que se enfriará el señor ministro. El señor ministro padecía a menudo de adenoides. ¡Y fumaba mucho!

—La ocurrencia es del doctor ese, que ha consentido.

—O aunque tal vez el baño le siente espléndidamente. ¡Después del susto!

—Bueno, a pesar de todo, no sé qué prisa haya para bañarse.

—Tengo entendido que no hay precedente, porque el señor ministro, que yo sepa, estaba bien muerto.

—Esto es lo que usted opina. Quizás la opinión del señor ministro difiera un poco.

—Convendría informar a la prensa, ¿no les parece ?

—Deje ese asunto pendiente, por ahora. El señor ministro no fue nunca un sensacionalista, ni mucho menos.

—Con tal y no vuelva a caerse.

—El doctor cuida de él en estos momentos. Es posible que ahora lo enjabone.

—Pero el doctor hizo público su dictamen...

—Ni lo piense usted; no lo hizo.

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—Sin embargo, yo sé que existe de su puño y letra en poder de la familia el certificado: "Defunción por fractura de cráneo".

—Se plantea, por lo visto, un nuevo laberinto a la ciencia.

—¡Oh, hagan el favor de callarse! Sí nos callamos todos escucharemos el agua.

Musical y ruidosa, caía el agua sobre los invisibles mosaicos. Unas siniestras ancianas ictéricas, enlutadas como carbones, gimoteaban en los pasillos. Por los jardines, varios hombres de trascendencia biológica opinaban en voz baja algo muy grave con relación a las herencias. Las ofrendas florales eran retiradas a toda prisa. Sonaba insistentemente el teléfono.

—Absolutamente verídico, desde luego. El señor ministro se está bañando. ¿Cómo?... Sí, sí, por supuesto. Puede usted lanzar sin reservas la noticia. ¡Oh, de eso sí ya no puedo informarle! ¿Por qué no entrevista a la viuda? Ah, no, claro, ni lo intente: de momento no le seria permitida la entrada. ¡Ya, ya tomo muy buena nota! La emoción es indescriptible.

De lo profundo del baño partieron entonces unas horrendas voces. La voz de él, inconfundible, con sus curiosas inflexiones.

—-¡Pues sepa usted, doctorcito del diablo, que en mi casa mando yo desde hace tiempo!

La voz del galeno resultaba soporífera, como si se expresara desde el fondo del retrete.

—Que mando yo, ¿está claro? De suerte que a todo ese atajo de gandules y meretrices me hace usted el favor de despedirlos.

El silencio entre los dolientes se hizo mucho más sensible.

—SÍ me escuchan o no ni a usted ni a Cristo le importa. ¡He dicho gandules, y lo sostengo! También, por si a usted pudiera interesarle, le suplico que se retire. O de otro modo: que se largue al diablo. ¡Mi pueblo me importa un bledo, y usted y mi familia entera poco más o menos que mi pueblo!

Y a renglón seguido unas estúpidas carcajadas. Los concurrentes se miraron y miraron después al muro; no entendían.

—¿Y si hubiera perdido el juicio? —insinuó alguien desde el mismo infierno.

—O quién quita y sea el estupor, la sorpresa... ¡no sé! La muerte debe ser tan pavorosa...

—Yo confío en que le pasará pronto.

—Ojalá —musitó alguien.

—Habla su subconsciente—objetó un forastero.

Varios ojos anhelantes se volvieron hacia el que hablaba.

—En mí humilde opinión, señores, creo que procede retirarse.

—¿Retirarse? ¡Nunca!

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—Retirémonos, claro está. Es lo que procede.

Las voces en el interior del baño eran ya más agudas y se entablaba lo que se llama una discusión muy agria.

—¡Que sí salgo!

Silencio.

—¿Y por qué no he de salir? Vaya, pruebe usted, si es valiente, a impedírmelo.

Otra pausa.

—-¡Inténtelo, inténtelo, si se atreve! En todo caso, le prevengo a usted que no sería el primero.

Nueva pausa; y un indefinible estrépito como si acabara de caer un rayo en un almacén de botellas.

—Lo está matando. ¡Cuidado! Investiguemos...

Entonces se abrió la puerta y retumbó en la noche mortuoria y violácea una lejana blasfemia.

—-¡¡El señor ministro!!

El era, ni más ni menos, diáfanamente afeitado, con su cabeza llena de rizos y un traje gris de americana cruzada. Sonreía. Dibujó una reverencia. Aquella era—¡aquélla!— la inexorable sonrisa con que filialmente lo recordaban todos en el teatro. Algunas damas se sonrojaron. Disponíase a hablar, por lo visto.

—Amigos, señoras—en la estancia, pletórica de gente, se oyó un suspiro secreto—: Me es tan grato saludarlos, contemplarlos de nuevo, poder estrecharles como en otro tiempo la mano y sentir de nueva cuenta el calor de sus corazones en torno a mi humilde persona...

—Siempre fue un humorista—insinuó alguien, junto a un armario.

—¡Y tan campante!—arguyeron más lejos.

—...Que escasamente acierte a expresarles mi gratitud al verlos reunidos hoy en mi casa. Mi casa, que es la de ustedes. Ante todo yo les pido disculpas sí la atención no fué esmerada. En realidad, me pregunto si el trance en sí lo merecía. Mas de cualquier forma y, sin parar mientes en sutilezas de tercer orden, permítanme momentáneamente reiterarles mi confianza, mi amistad y mi lealtad hacia todos. La lealtad a mi pueblo y mi reconocimiento hacia ustedes, que tuvieron a bien acompañarme y servirme de estímulo en tan infortunado trance.

Se oyeron tibios e indecisos unos aplausos. El inclinó la cabeza. Alguien hizo: shhhh.

—Mi pueblo, digo, y ustedes, mis amigos, en cuyo honor brindaremos esta noche. ¡Sean bienvenidos, señores!

Se descorchó Cordón Bleu, vinos generosos y Cacao Chouau. Poco a poco, con el alcohol y otros aditamentos el suceso se fue olvidando. Las conversaciones tomaron derroteros distintos, iniciándose jocosos debates en torno a motivos perfectamente

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frívolos e impersonales. A fin de que el humo y los vapores mortuorios circulasen, se abrieron de par en par todos los balcones. Algunas damas, sigilosamente, se escabulleron hasta las caballerizas y despojaron las coronas fúnebres. Una gardenia, un ramito de violetas —tan afrodisíaco, en virtud de su origen. Cierto funcionario, a quien el señor ministro conocía de vista, sugirió insolentemente que se conectara la radiola.

—Música, no —le advirtieron—. Comprenda usted que es demasiado.

—Si por lo menos —intervino un magistrado—, alguna de estas encantadoras damitas nos tocara un rato el piano.

—De lo que se trata es de festejar el trance, ¿no se da cuenta ? Porque no pretenderán ustedes organizar esta noche un concierto.

—Pero convengamos en que bailar así como así no es posible. ¿Qué opinión se formaría de nosotros el señor ministro?

El señor ministro departía de grupo en grupo, exhibiendo un humor envidiable. Cierta vez en que derribó una copa, exclamó y todos rieron:

—Dicen en el otro mundo que esto es de muy buen augurio. ¿Qué opinan? ¡Albricias!

Y tomando la que le ofrecían, la estrelló sin más ni más en el muro.

Preguntaron por la señora. —Se está vistiendo.

Una jovencita de alivio, digna de la pasión más morbosa, se acercó al resucitado. Que tocaran algo de música, si no había inconveniente alguno; que la música en ocasiones tales... ¿Inconveniente? En lo absoluto. ¿O quería decirse acaso que acababa de acaecer un contratiempo? El mismo daría la orden. ¡Listo!

Sin embargo, los semblantes se demudaron de nuevo y a través de todos los dolientes corrió un cierto escalofrío cuando al penetrar en la sala y encenderse los candiles apareció allí, en mitad de la estancia, el espacioso y olvidado féretro. Se detuvieron algunos y otros volvieron el rostro con asco, como si acabaran de sorprender a un jorobado desnudo. Al señor ministro le disgustó justificadamente aquello.

—¡Fuera con este armatoste!—vociferó ante los criados—. ¿En qué rayos estaban pensando? ¡Fuera, fuera ahora mismo con eso! Y mañana a primera hora serán despedidos todos.

Se retiró el féretro y se apagaron los cirios, que ardían espantosamente. Un pesado crucifijo de plata fue trasladado a una habitación contigua. Y las cortinas moradas. El señor ministro la emprendió a puntapiés con unos lindos ramos de azucenas marchitas.

—¡Fuera! ¡Fuera también con esto, caabrooones!

En la inmovilidad del auditorio se adivinaba el pánico.

—¡Y usted, badulaque del diantre, conecte ahora mismo esa radiola!

Los dolientes aguardaban, cada cual con su copa en la mano. Se sentían mermes, apesadumbrados, culpables en cierto modo de la ira del señor ministro. Súbitamente y, como si una fétida y asquerosa nube hubiese descendido sobre sus conciencias,

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pensaron maquinalmente en retirarse. Alguien, posando su copa, inició con cautela la marcha.

—¿Y usted adonde va? ¡Eh, amigo, retráctese! ¿O acaso es de los liberales?

Tan psicólogo. Un disco empezó a rodar. Los criados se mantenían en fila.

—¡Más vino, pronto... más! ¿Y a usted, señora, se le acabó el champagne ?

Se inició el baile. Un baile desvaído, insípido, sin entusiasmo —en la lluviosa noche. Del curiosísimo silencio emergía un fox-trot antiguo y el rumor de los que trotaban en el parquet perfectamente lustrado. Siluetas negras por todas partes, en las que ni ellos mismos habían reparado hasta ahora. Y un aroma especial que turbaba el ánimo. Continuaba a lo lejos llamando el teléfono. También el señor ministro bailaba. Y bailaban la mayor parte de los dolientes, contoneándose perezosamente, procurando ser rítmicos pero no sacrílegos, esforzándose por reprimir el ímpetu de aquella música endemoniada. Comprendían muy en el fondo que aquello era excesivo y un temor supersticioso empezó de pronto a asaltarles. Se miraban con inquietud, sin regocijo, sospechando que de un momento a otro podía acaecer algo de lo más catastrófico. Alguien en voz baja, presa de un pánico tortuoso, barbotaba el Señor Mío Jesucristo. Sonaba ahora un vals cadencioso, peculiarísimo, apropiado para escucharse en un club nocturno de Hollywood durante una noche inmensamente estrellada. Algo podía suceder, era indudable. Sucedería algo, evidentemente.

—¡Porque aquí tienen que bailar todos, señores! ¡Absolutamente todos!—el señor ministro de ultratumba vertía el champagne en el suelo—. ¡Tienen que bailar todos y divertirse, digo, porque el señor ministro ha resucitado!

Reía de un modo inicuo y áspero que producía la impresión, no de un resucitado beodo, sino de alguien que raspara un tambor con un alambre de púas. Los demás sonreían por complacerle.

—Porque yo estaba bien muerto, ¿no lo sabían? Estaba bien muerto donde ven ustedes a ese caballero. Y me dije: "Eres un animal, ministro. Harás mejor en levantarte y divertirte un rato con las señoras. ¡Y aquí me tienen!".

Su risa chocaba a todos, incluso a aquellos a quienes se les había subido el vino. Entre sus brazos cremosos torturaba ahora a una jovencita estremecida.

—"Diviértete con las señoras" —eso me dije—. "¡Diviértete, ministro!". ¿Y ustedes por qué no se divierten? ¡Ea! Hasta vaciar todas las copas.

Unos, aprovechando la escaramuza, habían conseguido largarse y escapaban hacia la calle, bajo la copiosísima lluvia. Otros, apostados tras de las puertas, aguardaban a que el resucitado distrajese la vista para salir a la mayor brevedad posible. Cuatro o cinco señoras católicas sollozaban conjuntamente en el baño. Los familiares se habían evadido.

—¡Por Baco, más vino! ¡Que no se murmure nunca que el señor ministro no supo festejar a su pueblo! ¡Que viva el pueblo! ¡El pueblo! ¡El puebloooo!

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Danzaba ahora disparatadamente con una escuálida dama de rostro cabruno. La dama miraba a diestra y siniestra y sonreía, implorando desde su angustia que la rescataran. Ella no lograba hacerse a la idea de valsear con aquel ser terco, insoportable y horripilante; con el difunto. Ella era una mujer honesta, responsable, sensata. Y aquel hombre giraba, contorsionándola de tal suerte, como sí pretendiera hacerla pasar ante sus amigos por una bailarina. De ningún modo era una bailarina, sino una mujer de creencias. Y las proposiciones.

—Lo destituirán, indudablemente.

—Es el ser más grosero que pueda darse.

—Otros ministros son peores. Yo se lo digo.

—Si la culpa es nuestra. Después de lo del baño...

—Pero bailemos, qué remedio nos queda. Bailemos hasta que nos caigamos muertos.

—Bailemos, si. Posiblemente continué de ministro.

Qué rostros inalterables, estupefactos, ensimismados. Y qué rara melancolía en la noche, con el odioso aroma de las azucenas.

—Vámonos. Algo sucederá cuando menos se piense.

—Sí, va a suceder algo. ¿Se ha detenido usted a observar las nubes?

—¿Qué nubes? ... ¡Ah, sí, espantosas! Dice usted perfectamente: vámonos:

—No baile usted, se lo ruego. Recuerde que en la habitación de al lado hay un féretro.

—Lo que me extraña son sus deudos. ¿Ha visto por ahí a alguno?

—Que yo recuerde no resucitó nadie.

—Resucitó Lázaro. ¡Y eso, quién sabe!

—Es verdad, Lázaro. Entonces...

El resucitado empuñaba una copa, bamboleándose en mitad de la sala. Como a un saltimbanqui de pueblo lo contemplaban todos. Si por lo menos le acometieran las náuseas. O se cayera muerto, al fin y al cabo. Esto precipitaría los acontecimientos.

—Ten listos los abrigos.

—¿Qué hora es?

—Las cuatro y medía.

—¡Valiente noche! Hablarán de esto las gacetillas.

—Pero no se desplomará nunca; lo conozco.

Paulatinamente y, recurriendo a mil ardides, los dolientes iban desapareciendo. Rodaba un disco, otro; frecuentemente cinco o seis veces consecutivas el mismo. Los criados —imperturbables, fenomenales— continuaban transportando menjurjes en unas pesadísimas bandejas de plata. Sobre el parquet aparecían de tramo en tramo algunas flores marchitas, unos cascos de botella y trozos de aquella banda azul marino con

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letras doradas: "Sindicato de Talabarteros". En un sofá, vuelto hacia la pared, tintaba una jovencita. Fuera, la lluvia sofocante, bíblica.

—Tengo miedo, vámonos.

—¡Quítate esa flor, mamá! Qué dirá el padre Memo cuando lo sepa.

—Y tú, abuelito, ni una copa más. Te lo prohíbo.

—Pues sí quieres condescender, bailas conmigo. ¡Estoy harto de coroneles!

—Algo va a suceder, Dios mío. Dios no puede aprobar esto.

De súbito, el señor ministro se tambaleó aún más horrorosamente que hasta la fecha, soltó su copa que se hizo añicos en el suelo, aventuró unos pasos desafiantes hacia la puerta, entreabrió las piernas como un caballo, lanzó un soplido y se desplomó boca arriba. Fue un momento espeluznante, no exento de cierto misterio, que nadie acertó a describir más tarde. Alguien se aproximó a mirarlo, comunicando a los presentes muy seriamente que, según todas las probabilidades, esta vez sí parecía bien muerto.

Cinco minutos más tarde el señor ministro se hallaba solo.

Entreabrió los ojos con pereza, vislumbró a los criados. A continuación, se fue soltando el chaleco como pudo.

—Pueden retirarse—dijo.

Pretendió incorporarse, balbucir algo, algo en relación con los testamentos, los cólicos hepáticos y las esferas sociales, arrastrarse hasta un sofá, tapizado de felpa, que distinguía confusamente en un rincón cercano. Tenía hipo. Y frío. Horas antes en aquel lugar precisamente se hallaba su féretro. Y un buen número de invitados, la mayoría colaboradores suyos que lo examinaban con lástima. Si no recordaba mal... ¡qué absurdo! ¿Recordar qué y de qué modo? Oyó un tren lejano que partía de madrugada. Un tren o un perro angustiado, no distinguía. Alguna vez él había partido a tales horas, con un abrigo azul bajo el brazo y un sombrero gris de fieltro. Conservaba aún el pisapapel florentino que le obsequiara Puccini, el relojero. En México, por ejemplo, existía un lugar extrañísimo. Le gustaba articular siempre: Tiacotalpan. Y aquel infernal puente combeado. Pase usted, patronato. Si por lo menos alcanzara el sofá antes de morirse. Aunque el hecho es que lo habían abandonado. Su primogénito estaba en Harvard; era obvio. Pero su mujer, no; ni sus hijas. Le gustaba exhibirlas en el palco; una trivialidad, lo comprendía. Y por bañarse en domingo le había sucedido esto. ¡Perdón, Dios mío! El tren: entonces se quitaba el fieltro y saludaba. De Tlaconete —Tlacotalpan. Honores parlamentarios, sí; un infausto desenlace. Inconsolable pesar en el pueblo. El sofá a su alcance. Y trepó, por fin.

Tuvo un pensamiento.

—Qué conmovedor es dormirse.

Mas a la mañana siguiente, cuando todavía no abandonaba la cama, con una especie de badajo en la boca, órdenes superiores:

SE LE EXIGE ATENTAMENTE SU RENUNCIA

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También le llamaron fetiche, charrán, libertino, impostor y alguna cosa más que el ex ministro no deseaba recordar en muchos años. La patria, el pendón, el honor de un ministerio, la responsabilidad del Estado. Muy bien, las objeciones y los cargos eran de peso; mas apelaría.

—Perfectamente ridículo que usted se obstine. Ni el Estado ni nadie en su sano juicio cree ya en resucitados.

Se rieron de él en la calle, en la prensa, en los tranvías, en las tabernas, en los talleres de costura, en las cancillerías. Se rieron de él a más no poder en el extranjero y sus amigos más íntimos le volvieron la espalda. Supo que en los prostíbulos de barriada le cantaban coplas. A lo más, lo saludaban al pasar un abogadillo, su carnicero, cierto militar retirado.

—Tampoco el certificado de defunción nos convence. ¡Y el médico de usted, mucho menos! Porque explíquenos, ¿dónde se encuentra su médico?

Su esposa entabló el divorcio.

—Preferiré ir sola al teatro toda la vida.

En cuanto a las masas —corazones de oro puro—, la simpatía popular estaba de parte de ella.

—Lo adiviné desde el primer momento —le dijo—; supe muy bien lo que te proponías. ¡No te perdonaré nunca de qué horrible modo me avergonzaste!

En el club de golf le gastaban bromas.

—Eh, tú, Lázaro, refiérenos cómo estuvo eso.

Los más cándidos lo tildaban de original, extravagante y aventurero.

—Confiamos en que la próxima vez nos invites.

Pero él había muerto; muerto, sí, biológica y espantosamente. Lo juraba como ex ministro. La dificultad estaba en probarlo.

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CICLOPROPANO

COMO todo hombre anémico, imaginativo y nervioso, era un ser excesivamente aprensivo e impertinente. En lo general, había sido una persona sana, excepción hecha de aquella violenta apendicitis que se le declaró intempestivamente a la terminación de un banquete. Escasamente tuvo tiempo de regresar a su casa. Sufrió un síncope en la escalera; supuso que se moría. Desde pequeño padecía de una irresistible aversión a las intervenciones quirúrgicas, no importa que se tratara de una simple extracción de muelas. La anestesia, particularmente, le producía espanto.

—No es el hecho en sí —peroraba quince días antes de su colapso— de que usted se arme de un tenedor y un cuchillo y me desuelle el vientre lo que me aterra. Esto, después de todo, no deja de ser sino una simplísima variante de cualquier especie de carnicería. Lo que me sobrecoge son los medios de que se valen ustedes para que yo, con el bazo dentro de una batea, no experimente la más leve molestia y, hasta si me apuran un poco, esboce una complaciente sonrisa de agradecimiento.

El anciano doctor, con su perilla blanca, lo observó curiosamente. Aquel ser solitario y excéntrico le divertía.

—Este es un hecho sin explicación posible y me temo mucho que sus principios científicos no satisfagan a nadie; ni a ustedes mismos. Me habla usted de los núcleos nerviosos: tal vez le escuche, no le prometo. Mas a mi modo de ver convendría no excluir un factor importantísimo, enigmático e insobornable, cuya sola mención me hiela la sangre.

Levantó un poco la cabeza y apartó su mano del tablero. Sostuvo distraídamente un alfil. El anciano lo miró con perplejidad por encima de sus anteojos. Parecía interrogarle: "¿Y bien?".

—¡El alma!—prorrumpió aquél, con la mayor preocupación imaginable.

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El doctor sonrió ya abiertamente y se humedeció los labios.

—Exactamente, el alma—repitió—. Soy un profano, discúlpeme; pero ello me aturde. Ustedes provocan la muerte, no el sueño. Durante el sueño me pica un mosquito, me despierto y lo espanto. A un cadáver pueden cercenarle las dos piernas y los brazos y continuará impertérrito. Por supuesto que en lo que ustedes producen hay algo superior, ¡superior aún a la misma muerte! ¿Acaso no se han percatado? Asesinan a un hombre —ésta es la palabra— tanto tiempo como les conviene: lo desuellan, lo destazan y a continuación lo unen. Y cuando la necesidad o su orgullo están ampliamente colmados, arrojan a un lado el cuchillo, se limpian las manos y profieren: "¡Levántate!" Entonces el presunto cadáver se mueve, estira un brazo y pide agua. Pregunta: "¿Ya me han hecho eso?".

Intentó ponerse en pie con un movimiento instintivo y el anciano doctor advirtió que la frente de su amigo se cubría de un sudor peculíarísimo. Le temblaban los labios.

—Bah, cálmese; ya se lo he explicado. Se lo expliqué en todos los términos. Y después de todo, ¿en qué puede afectarle a usted eso ? Imagínese que se atormentara por un avión extraviado en las selvas de Birmania. Bébase su oporto, y a mí, si no tiene inconveniente, sírvame otro.

Sirvió una copa de oporto y admiró después sus reflejos. Las pequeñitas burbujas le parecieron alegres, sencillas y hermosas como un claro de sol durante una tarde nublada. Sostuvo un instante la copa; se la ofreció a su amigo. En seguida probó a sonreír, gesticulando.

—Tal vez suceda —continuó, empuñando el alfil de nueva cuenta— que el hombre ha reparado de pronto en un entretenimiento atrayente y morboso que consiste en rodearse progresivamente de fuerzas desconocidas e incontrolables, que él bondadosamente supone que controla. La Muerte, el Amor, el Sueño han dado en parecerle insubstanciales y ha creado por sí mismo otros poderes nuevos. Con estos misteriosos poderes juega, se distrae, amenaza, llama la atención de sus vecinos. Mas quién puede decir, doctor, sí un buen día estas fuerzas se sientan vejadas y muestren de improviso todo su poder aterrador y destructivo. El niño juega con el cachorro hasta que al cachorro buenamente le da la gana. La flor subsiste en tanto al granizo o al viento se le apetece. Navega el buque y un día naufraga. ¿Qué son las hermosas nubes, pongo por caso, sino unos estúpidos vapores en tan importante y disparatado espacio?

Se sofocaba. Cruzó una pierna.

—Yo temo a esas fuerzas, lo confieso. Las temo desde mi obcecada ignorancia. La más ridícula y elemental maquinaria me desconcierta. "Le hablan a usted por teléfono". ¿Podrá darse nada más rudimentario? Pues empuño el audífono y me estremezco. ¡No es comprensible ni lógico que el hombre acepte negligentemente esa rutina! ¿Por qué me hablan? ¿Quién me habla? ¿Desde dónde? Y si me hablan, ¿por qué escucho? Las especulaciones del técnico no me interesan; no me interesan las aportaciones del físico. Sus alcances no me satisfacen. El hecho es que el hombre ha violado unas normas y que lo inasible transige. No es lógico, acéptelo.

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Sonreía el médico sin interrupción ante aquel extraño caso de impertinencia. Los médicos, por otra parte, sonríen a menudo con excesiva frecuencia.

—Ustedes afirman: el progreso debilitó nerviosamente al hombre. No lo dudo. De nuevo con sus paradojas científicas. El hedor de la gasolina, el cáncer, el entumecimiento de los músculos abdominales... ¡puede ser, repito! Mas ello es lo menos interesante. Tal vez se reduzca a que a la larga los hombres sean de un metro cincuenta, con el hígado como una cebolla, y que las mujeres para dar a luz adecuadamente precisen guardar cama durante los nueve meses del embarazo. ¡Lamentable y molesto! Pero no es el caso. Imagínese, en cambio, que aconteciera algo infinitamente más chusco que eso: que las fuerzas reprimidas con que pretendió jugar el hombre se desataran de improviso; que tomaran venganza justa de la ingenuidad de sus dueños. No pretendo dogmatizar, discúlpeme; hoy me encuentro muy excitado. Me refiero a esto: que el teléfono, el óxido nitroso, sus productos explosivos, todas las pócimas, las maquinarias, aquello con que nos deleitamos diariamente prorrumpieran un buen día: "¡Suficiente! Hoy nos toca el turno a nosotros". ¿Qué ocurriría? Explíqueme su reacción como médico: usted tiene sobre la mesa a un hombre —apendicectomía—. El enfermo está anestesiado, inmóvil, dispuesto. Interviene; esto y lo otro. Correcto. Mas al exigírsele ¡levántate! el cadáver no obedece. Usted probará a dar una explicación categórica: cardíaco. A las dos horas, se repite el caso: asfixia. A mediodía, un tercero. De pronto, le anuncian que en el hospital X diez enfermos han sucumbido inexplicablemente después de otras tantas intervenciones practicadas normalmente. ¡Inaudito! Y en los hospitales X y X, X y X. No bastan los términos, las deducciones científicas. Improbable que los pacientes, todos, hayan sido de tal especie como para no haber conseguido soportar unas manipulaciones a las que fueron tan dóciles otros. Improbable que los anestésicos hayan sido adulterados a un tiempo. Problemático también que los cirujanos hayan olvidado en un mismo día su oficio. Los anestesistas eran los de costumbre. ¿Entonces? Explíqueme su punto de vista, ¿es rotundamente imposible que algún día ocurra esto ?

—Mi querido amigo—prorrumpió el doctor—, ¡perfectamente imposible—y después se echó a reír.

—¿Imposible? —el nervioso hizo una mueca—. ¿Y quién se lo ha revelado, perdóneme? ¿En virtud de qué principios es imposible? ¿De principios científicos? ¡No me convencen! El especialista augura: buen tiempo. Y llueve a mañana y tarde. Sus cálculos también eran científicos. Naturalmente, ni usted ni yo nos preocupamos: el error frustró una kermesse, un partido de fútbol, un desfile. Mas si su error —llamémoslo de ese modo— determinase un mal serio y definitivo, tal vez le costase la cabeza al especialista. Usted opina que mi temor es desatinado, lo comprendo. ¡Pero imposible, no! De ningún modo. Ustedes, los científicos, pronuncian con frivolidad excesiva la palabra imposible. Yo me río de ustedes; los temo. Me mantendré tan apartado de ustedes como pueda. ¡Imposible, no! ¿Por. qué? No jueguen demasiado, se lo ruego.

Media hora más tarde, olvidadas la discusión y la partida, paseaban el doctor y aquel hombre por el parque, bajo un sol otoñal y luminoso. Todo había pasado. Reían, fumaban y acababan de sentarse en una banca.

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—¿Sabe usted lo que se me ocurre? Que haría usted un singular novelista, créame —expresó por fin el anciano, trazando con el bastón unos extraños signos sobre la arena.

El aludido contempló un rato los signos y repuso:

—¿Cree usted? Podría intentarlo, al menos.

—No se burle. Los novelistas, en general, carecen de imaginación, excepto algunos ya muy leídos. La literatura realista no me interesa; me abruma. ¿Y a usted? No soy de los que admiran a un literato porque exponga con precisión algebraica la forma en que yo, mi padre, mi hijo y los hijos de mis hijos suelan llevarse un pitillo a la boca o introducirse un supositorio en el ano. Me gusta la imaginación de usted, lo confieso.

—Y a mí me destruye; es la diferencia.

—Porque es usted un sensitivo. Equilíbrese. Deslinde radical e implacablemente su corazón de su cerebro. O de un modo más gráfico: rienda suelta a la imaginación y con el corazón mano de hierro.

Aquél se echó a reír. El anciano también. —Ahora soy yo el que posiblemente esté errando. Pero haga usted literatura; tendrá éxito.

Empezó a soplar una fresca brisa y se levantaron. La arena húmeda, perfumada, sollozaba muy tiernamente. De los altos y ensombrecidos árboles se desprendían unas gruesas gotas de agua que caían con un rumor apenas perceptible. A través de una ventana abierta, en un edificio cercano, adivinábase una blanca cortina que el viento sustraía o mostraba, haciéndola golpear contra el muro. Por detrás de la cortina cruzó una sombra.

A nuestro hombre le dolía la cabeza. Miró de soslayo y experimentó, sin comprender las razones, una piedad singularísima hacia aquel médico. Era un anciano apacible, muy blanco, semejante a un fantasma de azúcar. Le agradaban su voz, la sonrisa entre la barba, su tono provinciano, sus botines de charol y ante, con la punta hacia arriba. Era un sabio; eso decían.

—-También vive usted demasiado solo, lo cual no es recomendable. Un hombre excesivamente solo se entumece, se anquilosa y, si me permite la metáfora, le diré que se devora a sí mismo. La vida se torna circular, y esto es grave. Cásese, enamórese, ¿no es posible? Después haga literatura. Yo lo leería con gusto.

Sobre la esquina sur del parque se despidieron.

—Eso es, cásese, hágame caso. Y no piense ni por un momento más en las fuerzas reprimidas. Le aseguro a usted que, contra lo que se supone, es el asunto más aburrido.

Durante aquel infausto banquete, precisamente en el instante en que nuestro hombre se llevaba a los labios una copa de vino tinto, experimentó en el vientre un escozor indescriptible como si se hubiera tragado un ciempiés; apuró la copa y después otra. Dos horas más tarde, se le declaraba la apendicitis. En el tercer peldaño de la escalera de su casa sufrió el síncope. Fue un momento angustioso en que el vino se le subió a la garganta y sintió que se desplomaba desde la cumbre de un ventisquero. La sirvienta —

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que estaba presente—asegura "que se asió con fuerza al pasamano, que palideció intensamente y que profirió tres veces consecutivas ¡me muero, me muero, me muero! Su cabeza tronó en el entarimado y se hizo sangre en una sien".

Lo que siguió a continuación fue una suerte de delirio alcohólico del que destacaban unas figuras conocidas, una lámpara con un paño encima, cierta ventana que golpeaba desatinadamente y algo como hollín o niebla que, ascendiendo por detrás de su armario, se perdía en el techo de la alcoba. Se dejaba hacer, oía o adivinaba. Suprimidas todas las emociones. Creía entrever a la Muerte, mas la Muerte en este caso exhibía un semblante voluptuosísimo, unos pechos menudos y duros, y resultaba ser al cabo una de sus sirvientas. Tuvo una fugaz reminiscencia: era niño y mojaba en el chocolate unos pastelillos de nuez que se le despedazaban en mil trozos antes de que lograra llevárselos a la boca. Le palparon las muñecas, el vientre, un hombro. Alguien se inclinó a mirarlo, a tiempo que derramaba un vaso de agua. Por fin, le echaron sobre los pies una manta. No acertó de qué forma, pero alcanzó a persuadirse de que aquello tenía que ver con el apéndice. Que sería urgente que lo trasladaran. Que los apéndices se supuran o gangrenan, convirtiéndose en una fruta muy especial de la familia de las uvas pasas. Que su temperatura era elevada. Que deberían cerrar aquella ventana y llamar sin dilación a alguna parte por teléfono. Que llamaran, sí, a la mayor brevedad posible e investigaran si alguien, muy necesario, se hallaba disponible a tales horas. Que en dado caso lo abrigaran.

—¡Al hospital, no!—gimió, aunque nadie le oía—. ¡Al hospital, de ningún modo! Necesito hablar con el doctor urgentemente. ¡Se trata de persuadirlo de algo! Llamen al doctor sin pérdida de tiempo.

A continuación, reflexionó:

—Realmente esta casa es demasiado grande para mí solo. Me casaré, lo tomo en cuenta.

Iba a una velocidad inconveniente, en una penumbra fétida. Dos ojos repulsivos y descomunales lo examinaban con indiferencia.

—¡AI hospital, no! ¡No tiene objeto! ¿Quién puede hacer allí literatura?

En algún momento se adormeció, tras un leve escozor en los pies. Fue un sueño tenuísimo, como no recordaba otro. En su delirio se interrogaba: "¿Vivo? ¿No vivo? ¿Habrá terminado el banquete?" El mover un miembro le producía pereza. Si conservara abiertos los ojos—no lo sabía— quizás la oscuridad fuera menos pavorosa; mas lo probable es que los tuviera cerrados. Abriéndolos, descubriría algo. No sabía concretamente qué era eso de abrir los ojos. Oyó toser a alguien, golpear una puerta. Una sábana; sintió frío.

—Si el doctor tarda en llegar, puede ocurrirme algo. Pero el viejo debe estar jugando al ajedrez y ya se sabe que no permite que lo interrumpan. Me hablaba de un tal óxido nitroso...

Ya estaba en una sala muy amplia, perfectamente helada, donde se oía el rumor de unas maquinarias. Así deberían ser en todo caso las fábricas. Mas, mediante una maniobra habilísima, se encendió una luz potente, de color violeta, que le cegó los ojos.

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Vio un semblante sobre el suyo, y a continuación otro —que asoció involuntariamente con aquellos que una noche, hacía muchísimos años, contemplara en el palco de un teatro. Una mujer pestañeando aburridamente. No era una fábrica, sino un quirófano. ¿Se perdería en las olas? ¿O entre las herramientas, más fácilmente? Un recuerdo tras otro, ya con sus respectivas sensaciones. La Muerte no tenía senos, sino dos cavidades opacas. Y el anciano doctor allí estaba. O no estaba nadie; se confundía. Y gritó, estaba seguro, mas el mundo que lo circundaba se mantuvo inalterable. Precisaba comunicarle algo muy grave al doctor. Forcejó y gritó por segunda vez, percibiendo el escozor en la garganta. Segregando adrenalina. ¿Acaso ni estaría gritando? Le sujetaban las manos, los pies: sumamente vejatorio. Unas voces enemigas rodaban cerca de él sobre una superficie de hielo. ¡Hay sus razones científicas, no lo olvide! Oyó, leyó o recordó inadvertidamente: Ciclopropano.

Y no supo más de sí, excepción hecha de aquel descenso vertiginoso a lo largo de un tobogán de hojalata untado de aceite.

—¡Cómo has mejorado últimamente! Te traeré, si gustas, un espejo para que te mires.

—No, deja; no te molestes. En realidad, no tengo por ahora ningún interés en mirarme.

—¿Y sabes que a las once vendrá el barbero?

-—¿Ah, sí?... Qué espléndida idea, desde luego.

Su mujer se puso en pie, aventuró unos pasitos, le acomodó la manta sobre las piernas y volvió a sentarse. El convaleciente hizo girar levemente su silla de ruedas.

—¿No te molesta el sol de frente? Mira, creo que allí junto a aquel árbol te sentirás más a gusto.

El hizo un gesto, dando a entender que se encontraba divinamente. Y luego:

—-El sol es un buen amigo de los hombres, ¿no lo sabías ?

Ella lo observó, riendo con curiosidad.

—-¡Un buen amigo entre los buenos, te lo aseguro!

Se hallaban a la sombra de un joven fresno, sobre un estrecho sendero rojizo al extremo del cual se destacaba una banca de piedra. Una casa cuadrada, inmensa, pintada de blanco, se asomaba indecisamente tras el follaje. En la planta superior había una terraza y sobre el tejado una gran chimenea de ladrillo en la cual se posaban los pájaros. A lo largo del césped correteaban tres niños. Un aya obesa, rubicunda, como una vaca holandesa, contemplábalos jugar con indiferencia. Tenía a su lado una linda pelota.

—¿O quieres mejor que te transporte? Demos por ahí una vuelta.

—Te ruego que no —repuso—; preferiría ver jugar un rato a los niños.

También ella parecía extasiarse. Sus cabelleras rubias, sus piernecitas rosadas y aquellos trajecitos de pana gris, iguales. Ay, la vida transcurre. Qué tiempo que era niña. Mas afortunadamente su esposo había salido con bien del trance.

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—Aunque tal vez sí —rectificó él, acomodándose—. Quizás prefiera que me arrastres un poco. Me gustaría especialmente recorrer los jardines.

Era una gran finca, y así lo reconocían cuantos la visitaban. Ciertos sectores eran preciosos, minuciosamente cuidados, como una antigua servilleta bordada; mas internándose por la parte trasera del edificio, el panorama resultaba diferente: algo así como una pequeña selva en descomposición, de tierra muy negra y cubierta de hojarasca. Matorrales, arbustos en floración, troncos derruidos. Había un minúsculo arroyo. Y violetas silvestres a ambos lados de los caminos.

—¿No sientes frió ?

—Al contrario; sí es una mañana espléndida...

Lo examinaba todo detenidamente. Y sí sentía frío.

—¡Valiente susto que nos diste!

Era una mujer adorable, pálida y de cabellos negros, medianamente atractiva. Destacaban en ella los ojos. También sus manos ofrecían cierto interés, con aquellos dedos largos, afilados y nerviosos.

—Si te cansas, regresaremos. No olvides que hoy es tu primer salida.

Se sentía el convaleciente levemente mareado, con la boca seca. Empezaban a zumbarle los oídos y a punzarle las sienes. Por momentos, suponíase que lo transportaban en aquel armatoste a una velocidad vertiginosa.

—Despacio, despacio... Si al fin no tenemos ninguna prisa.

Entonces ella lo empujaba despacio, despacio, pero él tenía la seguridad absoluta de que lo hacía infinitamente más aprisa. Sonrió, disculpándose.

—Aún estoy débil.

De pronto, tuvo una ocurrencia muy curiosa que su mujer no interpretó con la claridad debida.

—Si te pidiera que me dejaras solo, ¿te molestaría?

Tardó ella en replicar, sin saber muy bien a qué atenerse.

—¿Solo?... Oh, claro que te dejaré solo. Pero... ¿y por qué? Quiero decir, ¿y si necesitas algo?

—-No necesitaré nada, descuida. Se me antoja permanecer un momento a solas; es un capricho.

Se hallaba ella enfrente, mirándolo. Era una mujer sencilla para quien la soledad representaba el más negro aburrimiento.

—Tú sabes que al hombre, como a las plantas, se le apetece de cuando en cuando quedarse a solas y deleitarse con sus propias raíces. También el mar, de noche, permanece recogido consigo mismo y verifica sus cuentas. ¡Es algo perfectamente humano, comprende!

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La mujer sonrió, aún más confusa, e inclinó la cabeza. Pero un grito desbordante y jubiloso, semejante a un gran chorro de agua, interrumpió el diálogo. Los niños anunciaban una sorpresa: que el barbero aguardaba a la reja, con su maletín en la mano. Que había dicho que tenía prisa porque... Si su mamá se lo permitía, transportarían con cuidado a su padre en la silla de ruedas. Ella dijo:

—Terminantemente prohibido.

A menudo el convaleciente insistía en permanecer solitario, como si aquellos tres seres irrespetuosos y sanos lo trastornaran; como si aquellas criaturas resueltas, con su luz y movimiento, interrumpiéranlo en sus oscurísimas reflexiones. Padecía, a intervalos, accesos de ira que hacían temblar a los niños.

—¡Basta, basta ya de ruido! ¿O pretendéis enloquecerme ?

Ellos se encogían, entornaban los ojos, recogían sus cachivaches y desaparecían furtivamente. El menor—tal vez el más sensible—rompía a llorar con desconsuelo.

—¡Papá ya no nos quiere! ¡Papá nos ha echado!

La mujer dio en pensar en ello con extrañeza. De ahí sus miradas continuas, profundas, interrogantes y afligidas. Se las comunicó al doctor una mañana:

—Es algo tan particular que no me explico. Recuerde usted qué afable y comunicativo era antes.

El doctor era un hombre joven, que sonreía sin cesar a las mujeres jóvenes. Por intolerancia física repugnábale la presencia de un anciano. Y sí de ancianos se trataba, sus tarifas eran algo más elevadas.

—Nada hay de particular, señora. Su sistema nervioso se ha resentido, es todo. Busca silencio, reposo; y hace bien. Verá usted cómo en unos cuantos días más se habrá recuperado en definitiva.

Veíasele ya al convaleciente pasear por entre los matorrales, apoyado en un bastón de ébano. Iba y venía arrastrando con pesadez los pies, la cabeza un poco hundida. Por momentos, enderezaba el cuello y atendía. Miraba con inquietud a todas partes; proseguía. Nadie hubiera podido aventurar si en efecto se sentía lleno de ánimos o apesadumbrado; si se trataba de un enfermo en franca recuperación o de alguien que por algún motivo secreto y muy grave habría preferido sucumbir en la mesa de operaciones. Su mujer lo asediaba de lejos: que no fuera sufrir un accidente.

—Déjelo, tenga calma. Hay ciertos convalecientes que suelen mostrarse muy especiales.

—Me preocupa Eugenio, doctor. Me preocupa como usted no se imagina.

—Que no le preocupe, insisto. Es cuestión, a lo sumo, de otra semana.

Transcurrió esa semana. El enfermo mostraba el humor más avinagrado de la tierra, sin esforzarse por disimularlo.

—¿Y a qué viene esa insistencia tuya? ¿O no sabes ya de sobra que me siento perfectamente?

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A la mesa, ella le insinuaba:

—Come bien. El doctor dijo esta mañana...

No soportaba oír hablar de los doctores. En presencia del médico adoptaba actitudes insolentes.

—¿Y es usted quien me ha operado? ¿Usted, usted?... ¡Y yo tan tonto! No creo en la ciencia, ¿está claro? No creí nunca.

—La ciencia —objetaba el médico— le devolvió a la vida.

—Ustedes no han hecho nada de eso. En la vida estaba y en ella me encuentro.

—"De verdad que habla cosas extrañas —reflexionó aquella noche su esposa— Antes, ¿cómo diría? Era... ¡pues de otro modo!"

El hablaba, a la sazón, como en las novelas hablan ciertos caballeros aburridos. Como en las novelas que acostumbraba leer ella de soltera. Anteriormente a su enfermedad, su marido era un hombre sencillote, campechano, que repartía sonrisas y caramelos a los niños. Opuestamente, en la actualidad mostrábase en extremo carrascaloso, sumamente confuso y pensativo e intransigente con las criaturas. Que ella tuviera noticia no sabía de nadie a quien una simple extirpación del apéndice le hubiese trastornado a tal punto el carácter.

—-Me inquieta la vida de los hombres —declaró él esa misma noche—, me aturden sus problemas. El hombre es un simple artefacto que el propio hombre ha intentado suplantar por un ídolo. Aborrezco a los ídolos. Mi fe está en unas fuerzas conscientes e incontrolables que transigen.

Acababa de interrumpirse la corriente eléctrica y su mujer colocó en la mesita de noche una palmatoria.

—Me sobrecoge esta confusión en la que nadie sabe a ciencia cierta a qué atenerse. Afirmar: usted está en lo justo —es caer acaso en la más necia de las injusticias. Insinuar: se equivocó usted de medio a medio —es equivocarse tal vez más rotundamente. ¿Hacía dónde vamos?

La adorable y pálida mujer concluyó llorando. Se suscitó una escena.

—Lo que ocurre es que ya no me quieres.

—¿Pero cómo no he de quererte? Te quiero exactamente lo mismo que antes. ¿O acaso tiene esto que ver con lo que hablábamos ?

—¡No me quieres! ¡Me olvidas! —porfiaba ella—. Me basta con oírte hablar, con eso tengo.

No disponía de mejores medios para persuadirla, así que, tomándola entre sus brazos debilitados, la besó apasionadamente. Tenía unos labios carnosos y duros, muy fríos en aquel momento.

—Tonta, tonta, ¿por ventura no eres mía? Mírame bien y responde: ¿No eres mía, mía, mía... como desde que nos conocimos ? —Y al decir esto la observaba de un modo extraño y punzante que a la mujer la inquietaba.

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Algo que repugnaba al convaleciente en lo más íntimo era asomarse al espejo. Producíale ello una impresión desastrosa y peregrina como si mirara a alguien que detestara con toda el alma. Su semblante le era antipático y lo examinaba escrutadoramente. ¿Por qué diablos se había dejado crecer tales bigotes? ¿Y aquellos cabellos hirsutos, sin brillo, que le hacían aparecer la cabeza como un dado? ¿Y tamaña adiposidad en el vientre? ¡Cómo había envejecido, por otra parte! Decididamente era un tipo vulgar, insípido, despreciable.

Sus jornadas solitarias eran melancólicas. Subía y bajaba las escaleras, rondaba la casa sin provocar el menor ruido. Asomarse a la terraza constituía para él una tortura. De qué inverosímil modo habían crecido los árboles. Frente a su casa había otra: y con qué alocada prisa la habían construido. En el comedor se sentía más a gusto. Mondaba una manzana o una ciruela y se la comía, nunca entera. En cada insignificante cajón, una sorpresa distinta: "¿Y con qué fin habrán escondido aquí el instrumento ese?". "A nadie en su sano juicio se le habría ocurrido comprarse estas camisas". Mirando jugar a las criaturas, no experimentaba sino un tedio profundísimo que lo obligaba a apartarse de la ventana en busca de rincones más propicios. Le asediaba la idea de ser un padre vil y desnaturalizado. Durante la próxima semana adquiriría nuevos libros. No se explicaba cómo pudo él alguna vez tener el humor de formar una colección de Historia tan nutrida. Y lo más sorprendente de todo era que la mayor parte de los volúmenes permanecían sin abrirse. Entonces se sentía desalentado, tomaba muy preocupadamente por las escaleras, se encerraba bajo llave en su alcoba y se tendía en la cama. Fumaba un cigarrillo tras otro. Tosía, mirando hacía el techo; se desazonaba.

—Yo diría que nos fuésemos al mar unos días.

El mar no le atraía. Acaso lo único que alcanzara a distraerle era pasear por los jardines, de madrugada, cuando aún no se levantaba la niebla. Era un jardín solitario, espesísimo, donde sus pasos resonaban tan dulcemente como el agua en una fuente o la lluvia sobre un estanque. En aquellos parajes se sentía más o menos a sus anchas. El gotear de las ramas, la sorpresa de un insecto, una flor o un pétalo que se desprenden, el murmullo de la hojarasca, los reflejos, un aroma imprevisto, la pesada y amarillenta niebla le hablaban de algo sumamente misterioso y bello que él, si no se encontrara tan débil, comprendería. Entre él y aquel sollozante reino entablábase una comunicación inefable; una amistad naciente, deliciosa. En ocasiones lo invadía la nostalgia. Mas, ¿qué suerte de nostalgia? Se sentaba en una banca y meditaba. Si, poniéndose en el caso, amara ardiente e insensatamente a una mujer a la cual hubiera perdido, no se sentiría de tal modo. Si se hallara ausente de su patria y la recordara, su aflicción no sería tan grave. Si en alguna distante época hubiese sido dichoso y joven, y ahora viejo y abatido, su corazón no se sentiría más desventurado. ¿Qué especial consuelo buscaba, pues, entre aquellos árboles? ¿Qué era aquello indispensable y básico de lo cual al parecer había prescindido su espíritu? Todo en torno suyo se mantenía inmóvil, a la expectativa. El asimismo esperaba algo; no lo sabía. Pero existía el mutuo acuerdo: era evidente.

—Doctor, aquí hay algo muy extraño que debemos poner en claro. Eugenio...

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Por las noches dormía mal y se despertaba con una gran laxitud en los músculos. A menudo daba la luz y se sentaba ofuscado en su cama. La mujer también se despertaba.

—Eugenio, ¿qué tienes? ¿qué miras?... ¿Soñabas?

Replicaba él, no de inmediato:

—Creo que sí soñaba.

Rara vez recordaba sus sueños. Había algo, no obstante, en ellos, que se repetía periódicamente, haciéndole sufrir lo indecible. Un viejecito azucarado trazaba sobre la arena de los jardines unos jeroglíficos extraños que él ni remotamente comprendía. Entonces, bajaba de lo alto un cuervo y le lanzaba al viejecito un picotazo espantoso en la frente. El anciano no se inmutaba. A renglón seguido, bajaba un segundo cuervo y se posaba sobre la hierba. Aquí, el viejecito se ponía en pie gravemente, contemplaba con desconfianza al pajarraco y echaba a andar a grandes pasos por el camino. Lo que originaba en él un terror inaudito era quedarse a solas con aquellos jeroglíficos. Invariablemente y en tal momento despertaba.

Cierta tarde, el menor de los niños le habló con el más profundo misterio:

—Ven, quiero decirte un secreto.

El convaleciente accedió de mala gana, inclinándose sobre la criatura.

—Un poco más alto, ¿quieres? No te oigo.

La voz del niño sonaba clara e inquieta, semejante a una linda campanilla que se meciera por entre los árboles.

—¿Verdad que tú... que tú no eres mi papá?

Retrocedió él unos pasos, cual si contemplara un cuadro.

—¿Verdad que no, que no? Dílo de veras.

El dijo:

—¡Qué necedades se te ocurren! ¿Cómo supones tal cosa?... ¿Y quién te imaginas entonces que sea ?

Pero el chiquillo rompió a reír nerviosamente y echó a correr por la alameda.

—¡No lo eres! ¡No lo eres! —gritaba. Y aquello debía proporcionarle una emoción tan incontenible, que se le traslucía en sus músculos.

—El no es nuestro papá —le expresó por la noche a su madre—. En eso estamos todos de acuerdo.

La mujer también retrocedió, buscando a tientas un mueble a qué sujetarse.

—¡Que no es nuestro papá! repito. ¿De verdad no te habías dado cuenta?

En vista de que la madre se oponía terminantemente a seguir escuchándole, el niño decidió llamar a sus hermanitos. Y haría venir también al aya, quien podría prestar testimonio.

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—¡Díle a mamá lo que hablábamos! —prorrumpió, dirigiéndose al mayorcito, que se resistía—. Pero díselo bien claro para que se entere.

La angustiada y perpleja mujer se reclinó en el muro. Después, casi inadvertidamente, fue dejándose caer en un sofá y suspiró repetidas veces.

—Díselo, anda, no seas cobarde.

—¡Yo no soy ningún cobarde! Pues decíamos que ese hombre no nos gusta.

—¡Raúl! —articuló ella—. No hables más barbaridades. ¿O te has vuelto loco, acaso?

—Dile lo demás. Cuéntaselo todo.

—Y que si ese hombre continúa viviendo con nosotros, nosotros nos marchamos. Eso mismo dice el aya y puedes hablar con ella cuando quieras.

—¿El aya? —balbuceó la madre—. ¿Pero el aya dice eso?... ¡Oh! —y pretendió reír, frotándose las manos—. Debe ser alguna broma.

—Te equivocas —protestó el pequeño.

—¡Ninguna broma! —corroboró el mayorcito—. El no es nuestro papá. Papá vendrá de un momento a otro y no sé lo que pensará de todo esto. Me imagino que, por lo pronto, no se sentirá muy satisfecho.

—¿Y por qué no ha de ser vuestro papá? Esto es lo que nadie me ha dicho.

Le temblaban la voz, las manos. Los tres niños se miraron.

—Bueno, eso ya no lo sabemos.

—¿Y lo sabe el aya ?

—El aya no lo sabe tampoco. Pero él no es nuestro papá y me parece suficiente.

Tan luego la dejaron a solas, la infeliz y recatada mujer se encerró en su alcoba y rompió a llorar silenciosamente contra la almohada.

Las tardes eran lluviosas y tristes, y unas melancólicas sombras recorrían la casa. Sin que viniera a cuento, encendíanse desde muy temprano las luces. Un silencio especial, como si alguien hubiese fallecido repentinamente, reinaba en las habitaciones. Las sirvientas hablaban en voz baja, los pisos carecían de resonancia y hasta los mismos niños, sobrecogidos por una presencia intangible, se negaban a subir solos a sus cuartos. Por las noches soplaba el viento y gemía contra los muros una voz intrusa y atormentada que entonaba las canciones más doloridas y amargas. Algo totalmente incomprensible para todos.

El convaleciente continuó enflaqueciendo. Desde muy temprana hora se le veía caminar por las avenidas, con el gabán sobre los hombros.

—¿Qué miras? —indagaba, a veces.

Advertía que con enojosa insistencia su mujer lo acechaba a todas horas. La mujer se turbaba, dejaba un instante de mirarlo.

—No miro nada, Eugenio. ¿O es que te irrita el que te mire?

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—Bien visto —convenía él—, no me irrita; me intriga.

—Pues no miraba nada, de veras.

Por aquellos días sucedió, sin embargo, un hecho positivamente significativo.

Había ido el doctor de visita y charlaban los tres en la biblioteca algo más animadamente que de costumbre. El sol, la brisa, los vapores silvestres y las cortinas golpeando en los cristales eran cosas de admirarse. El doctor, sentado en una butaca de cuero, sostenía entre las manos un libro; lo ojeaba. De pronto, el convaleciente enderezó levemente el cuerpo e hizo una sugestión extraordinaria;

—Doctor, ¿y qué tal si jugásemos al ajedrez un poquito ?

Su interlocutor no debió percatarse en un principio. Mas, a poco, cerró el libro de golpe y contempló al enfermo desde lo más profundo y oscuro de un pozo.

—¿Un ajedrez? —insistió con torpeza, silabeando.

—Por supuesto, un ajedrez. Yo he sido siempre un buen aficionado.

La mujer se puso en pie, a riesgo de desplomarse. Intentó despegar los labios, alargar un brazo, procurar de algún modo que se callara el enfermo. El enfermo debió reparar al punto.

—Bien, ¿y qué hay de sorprendente? ¿Te desagrada?

—¡Oh, no, no me desagrada! Lo que ocurre es que...

Hubo un silencio.

—Bueno, termina.

Ella fue a objetar: "Es que tú antes... NO JUGABAS" — y se mordió los labios.

—Sí, ¿qué ocurre, pregunto? —porfiaba él. Cruzó una pierna; después sonrió. Hablaba ahora en un tono familiar e imprevisto—. O lo que ocurre lo sé de sobra —Y al doctor, confiadamente—. Las mujeres, doctor, abominan este juego por algo que el señor Freud nunca quiso explicarnos. Lo había notado otras veces. ¿Y usted puede suponer en qué consista ello? ¡Aunque es una buena impertinencia de parte mía! Uno siempre anda preguntándose por los rincones en qué consisten las cosas, como si en realidad alguien pudiera saberlo.

Se incorporó alegremente, con objeto de aproximar una mesita.

—¿Le parece buena esta luz ?

Al doctor le pareció inmejorable.

—Y de beber, ¿qué le apetece? Yo diría que un oporto. ¿O prefiere whiskey? ¡Que nos traigan el oporto, querida. Ah, y unos pastelillos.

Sucedió una pausa; el rumor del viento. El convaleciente en tanto ordenaba las piezas con la mayor calma imaginable. Tal vez si levantara la vista el espectáculo no le resultara divertido. De qué angustiada forma lo miraban. Su mujer se aprestó a salir en aquel momento.

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—¿Te marchas? ¡Qué le decía! Pues me encantaría que permanecieras a mi lado. No es el ajedrez lo que ustedes se imaginan, sino algo mucho más fascinante y entretenido que la conversación más amena. Quédate, ¿quieres? Yo te lo pido.

A la mujer le retumbaba un eco en la cabeza; algo como una sonora campana que rodara sin cesar a lo largo de una empinada vertiente. "El no es nuestro papá, en eso estamos todos de acuerdo". La campana rodaba, saltaba un poco entre las piedras y caía hecha trizas en una sima. "El aya también lo dice. Si continúa ese hombre entre nosotros, nosotros nos marchamos". Era la idea precisa: huir, huir y tomar del brazo a las criaturas sin volver atrás la vista.

—Quédate, no seas necia.

Desde el vestíbulo oyó ella su voz —que era aún la voz de la campana.

—¡Y que no se te olviden los pastelillos!

El convaleciente dijo:

—Elija usted, doctor.

La partida fue monótona, insubstancial, plagada de continuos errores. Quizás el doctor no atendiera al juego. Le temblaban un poco los dedos y a menudo se detenía pensativamente con el pañuelo en los labios. Entonces, su contrincante levantaba el rostro y lo observaba. Era un reproche.

—¡Qué confusión tan ridícula! —expresaba el médico—. ¿Me permite retroceder el caballo?

Cuando trajeron el oporto —los pastelillos se habían terminado— el convaleciente contempló su copa y miró a través de la ventana. Tenía la impresión peculiarísima de que toda exquisita bebida resultará doblemente apetitosa si lo que se ofrece a los ojos es grato, Las pardas copas, los cirros pálidos. Allá, sobre los cedros. Apoyó el codo para percatarse de qué modo tan insólito adelantaba su adversario una torre.

—No se lo aconsejaría —insinuó.

El doctor se azaró, de pronto.

—¿No? —Y atolondradamente retiró la pieza.

—De ningún modo. Mas ello no obsta para que usted obre como mejor le parezca.

Aquel joven médico tenía unas manos regordetas y lampiñas, enrojecidas como las de todos los cirujanos. Aquel hombre lo había operado. De aquellas manos enrojecidas había estado pendiente su vida como de un misterioso hilo. De aquellas manos, que él contemplaba ahora, habían dependido infinidad de cosas —entre otras, que él estuviera presente. Un defecto de pulso, un titubeo, una presión excesiva, y el hombre que era habría terminado. Meditando sobre ello, pudiera aceptarse que los cirujanos llevasen a cabo una magnífica obra. ¡Pudiera ser, desde luego! No estaba muy seguro. Porque particularmente en su caso, ¿alguien podría demostrarle que la intervención había sido correctamente efectuada? ¿Y que dicha intervención, bajo el punto de vista clínico, había sido asimismo absolutamente imprescindible ? Suponiendo que eventualmente el doctor le hubiese rajado el vientre y que su apéndice ofreciera el mejor de los aspectos,

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¿iba, por ventura, el doctor a coserle de nuevo las tripas y a pedirle inmediatas disculpas? No obstante, era lo que procedía; lo que debiera exigirse entre personas honestas. La labor de aquellos hombres, por tanto, se le mostraba oscura, incierta y enigmática. Tan podía tildarse de admirable como de desastrosa. Tan podían restituir una hermosa vida como truncarla o arruinarla de un modo ignominioso.

—Sospecho que juega sin atención, amigo. Le tomaré ese alfil, por lo pronto.

El doctor esbozó una sonrisa ambigua y chasqueó la lengua.

—¡Cómo! ¿Y aquel peón... lo abandona?

Sucedía igualmente que los doctores no son por lo común personas inteligentes. Y lo que resultaba más censurable: fatuos, vulgares. A un carpintero, por ejemplo, llegaría él a disculparle sus omisiones: "Mire usted, le encargué una mesa y lo que me entrega es un armatoste con tres patas. Si desea conservar su clientela, cuente mejor en lo sucesivo". De que el plomero no soldase bien la cañería dependía que se escapara otra vez el agua, deteriorando los techos. Y cuando un astrónomo se equivocaba...

—Vaya, eso sí me parece bien. Ha sido una medida prudente.

Pues cuando un astrónomo se equivocaba las consecuencias no eran irreparables. El doctor era algo diferente. ¿Por qué no exigir que los doctores cuando menos fueran inteligentes? ¿Por qué también los necios eran doctores? Mas en semejante momento, el enfermo no acertó a delimitar si en realidad un tonto presupone un irresponsable. Bebió un sorbo de oporto y miró hacia afuera. Anochecía.

—¡Conque usted mismo me ha operado!

Fue una exclamación extemporánea que confundió con razón al médico.

—Es decir... ¡usted mismo y con esas manos!

Sostenía en la suya un alfil, que apresaba como si se tratara de una galleta.

—¿Y sabe lo que se me ocurre decirle? Que la vida de ustedes, los cirujanos, es la más compleja, oscura y sospechosa de todas.

El doctor sonrió; era un joven honesto.

—La más trágica, también. Y estoy por decir que la más inhumana.

Echándose preocupadamente hacia atrás, miró a lo alto. Transcurrió un tiempo.

—Sí, me inquietan los médicos. Es algo constitucional, me imagino. Y diga usted, ¿el jugar así con la vida humana resulta a la postre un dolor o un entretenimiento? ¿O es, más bien, un recurso disimulado para exhibir y poner a prueba sus poderes? Este asunto de los poderes es digno de estudio. Mas le pregunto: ante un enfermo cualquiera, ¿qué especie de sentimientos asaltan a un médico?

—El de devolverle la salud a toda costa, supongo —repuso cándidamente el médico.

—Ya, ya, eso creo. Pero quiero decir lo siguiente: ¿Que si reparan ustedes de paso en lo que para ese enfermo, como individuo, puedan significar la vida y la muerte? O de otro modo...

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El doctor tuvo un estremecimiento.

—Nuestra labor es exclusivamente científica.

—Se trata, pues, de experimentos...

—Relativamente. El arquitecto resuelve un problema; el sacerdote, otro. Nosotros, los médicos, nos enfrentamos a un problema más en el hombre.

—Hace tiempo, créame, que pienso en ello y aun no me resuelvo. Al médico tal vez lo admire; tal vez lo tema.

—Al médico —subrayó el otro— invariablemente se le reprueba.

—¡Quién sabe! Pero va usted demasiado lejos.

Sobre los árboles tembló la última luz de la tarde. El convaleciente suspiró, con el oporto entre los labios. Cruzó un pájaro, otro. El creyó percibir de algún modo la ráfaga.

—Mis puntos de vista —continuó— son perfectamente anticientíficos y en ocasiones me avergüenzan. ¡Vea! No es propiamente el hecho en sí de que usted se arme de un tenedor y un cuchillo y me desuelle el vientre lo que me aterra. Esto, después de todo, no deja de ser sino una simplísima variante de cualquier especie de carnicería. Lo que me sobrecoge son los medios de que se valen ustedes para que yo, con el bazo dentro de una batea, no experimente la más leve molestia y, hasta si me apuran un poco, esboce una complaciente sonrisa de agradecimiento.

Su interlocutor atendía con asombro. Era un semblante grave, preocupado.

—Soy un profano, discúlpeme; pero ello me aturde. Ustedes provocan la muerte, no el sueño. Durante el sueño me pica un mosquito, me despierto y lo espanto. A un cadáver pueden cercenarle las dos piernas y los brazos y continuará impertérrito. Por supuesto que en lo que ustedes producen hay algo superior ¡superior aun a la misma muerte! ¿Acaso no se han percatado?

Intentó ponerse en pie con un movimiento instintivo, y el joven doctor advirtió que la frente de su amigo se cubría de un sudor peculiarísimo. Le temblaban los labios.

—Tal vez suceda —continuó, empuñando el alfil de nueva cuenta— que el hombre ha reparado de pronto en un entretenimiento atrayente y morboso que consiste en rodearse progresivamente de fuerzas desconocidas e incontrolables, que él bondadosamente supone que controla. La muerte, el amor, el sueño, han dado en parecerle insubstanciales y ha creado por sí mismo otros poderes nuevos. Con estos misteriosos poderes juega, se distrae, amenaza, llama la atención de sus vecinos. Mas ¿quién puede decir, doctor, si un buen día estas fuerzas se sientan vejadas y muestren de improviso todo su poder aterrador y destructivo?

Se sofocaba. Cruzó una pierna.

—Ustedes asientan: el progreso debilitó… Ustedes afirman: el progreso debilitó nerviosamente al hombre. No lo dudo. De nuevo con sus paradojas científicas. El olor… -—se detuvo titubeante— ¡perdón! El hedor de la gasolina, el cáncer, el entumecimiento de los músculos abdominales... ¡Puede ser, repito! Mas ello es lo menos interesante. Tal vez se reduzca a que a la larga los hombres sean de un metro cincuenta o que... —

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Otra pausa— ¡Lamentable y molesto! Pero no es el caso. Imagínese en cambio... que aconteciera algo infinitamente más chusco que eso: que las fuerzas... reprimidas con que pretendió jugar el hombre se... se desataran de improviso. Que tomaran venganza justa de la... de... la... ingenuidad de sus dueños.

El doctor estaba en pie: jamás recordaba nada tan extraordinario. El convaleciente sonreía y hablaba con torpeza creciente, aunque en apariencia tranquilo. Por momentos, cuando se interrumpía, entrecerraba los párpados, con un leve temblor en las manos. Inmediatamente después, continuaba.

—… y que de pronto... un buen día prorrumpieran: "¡Suficiente! Hoy nos toca el turno a nosotros. ¿Qué... qué ocurriría? Explíqueme su... su reacción como médico. Le digo... ¡justamente! ... ¿eh? Usted tiene a… ¡bueno! Usted tiene sobre la mesa a un hombre: A-pen-dí-cec-to-mía. El enfermo está... anesttt... tttesiado. Muuuy bien. Anestesiado. Interviene: Est... ttto. Esto y lo otro; y... y... entonces...

Entreabrió esta vez con asombro los ojos, como si despertara de un sueño. Contempló el tablero, luego al doctor, su copa de oporto; por fin, el muro. En el muro se detuvo, mostrándose al parecer más confiado. Ya había anochecido. En su semblante adivinábase ahora una nueva expresión indefinida, como si temiera una agresión o algo por el estilo; como si él fuera un intruso, sorprendido casualmente en el fondo de un armario. Había asimismo en su mirada oblicua un no sé qué de canino, que al doctor no le pasó inadvertido. Sintió frío. Su contrincante le ofrecía un sorbo de agua.

—Bébase esto, se lo suplico. ¿Realmente se siente usted enfermo ?

No se sentía mal; que recordara, pocas veces se había sentido tan juvenil y dispuesto. Podría haber continuado jugando al ajedrez toda la noche o bien iniciado un largo paseo nocturno por los jardines.

—¿Se mejora usted? Bah, no tenga ningún cuidado; no será nada importante. Por la noche, medía hora antes de acostarse, se tomará usted algo.

El doctor extrajo su estilográfica.

—Gracias —repuso aquél risueñamente—. Si le dijera que ya no necesito nada.

Lenta, complacientemente apuró su copa de oporto. Y unos minutos más tarde, tras someterse a un breve reconocimiento, se despidió del doctor a la puerta con un abrazo.

—¿Sabe?... Este sistema nervioso mío me destroza. En alguna ocasión me dijeron que era yo un sensitivo.

El médico le alargó la receta y prometió informarse de su estado a la mañana siguiente sin falta.

—¡Te aseguro que fue una partida de primer orden! — le comunicó a su esposa tan pronto hubo penetrado en su alcoba.

Mas su mujer, entre las sábanas, tenía una voz particularísima como quien habla apresurada e innecesariamente desde lo más alto de un rascacielos.

—¿De veras?

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—Por supuesto.

Implacablemente despierto, con los ojos fuera de las órbitas, el convaleciente dejó transcurrir la noche. Gemía el viento, golpeaba contra los cristales la lluvia y una sucesión inexplicable de lucecitas extrañas le palpitaba sin cesar entre los dedos. La noche, la noche siempre —igual a todas. Se sintió brutal y repentinamente solo. No amaba a la mujer aquella, aunque los niños podrían ser atractivos. Tan delicada e inquieta la pelota, rodando como un conejito por los macizos. Y las avenidas sombrías, humedecidas, donde los pasos sonaban tan dulcemente como sobre un estanque. Todos dormían. ¿Y qué se habría hecho el viejecito aquel, tan blanco como un fantasma de azúcar? Que hiciera literatura: tendría éxito. Mas en cuanto despuntara el alba, con las primeras luces, iría corriendo a buscar a los niños. Le sentaría bien, era lo indicado. Y tan hermoso que es despertar, despertar reiteradamente un día y otro, sin descanso, descubriendo que otra vez —como tantas— ha amanecido. Descubrir, esto es, a través de las rendijas aquella luz palidísima tantos días como fuera posible, tantos días como se lo permitieran. Oh, la vida de uno, tan propia, tan intransferible; tan luminosa. Realmente con los niños ciertas cosas se olvidan.

—"Si me permiten jugar —les diría—, jugaré con ustedes. ¡No tienen por qué asustarse! A partir de anoche me siento un hombre completamente distinto.

Pero era en sueños, con los ojos bien abiertos, mientras se persuadía una vez más de su extravagante bigote.

Media hora después de que despertaron los criados, el aya obesa y rubicunda, como una gran vaca holandesa, volvió del jardín con la impresionante noticia:

—El señor allí... ¡colgado!

Por fortuna, nunca supieron los niños.

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MÚSICA DE CABARET

Sintió pasos en la noche y se incorporó con sobresalto.

——¿Eres tú, Cordelia? — dijo.

Y luego:

—¿Eres tú? Responde.

—Sí, soy yo —le replicó ella desde el fondo del pasillo.

Entonces se durmió. Pero a la mañana siguiente habló con su mujer—que se llamaba Clara—y con su sirvienta — que se llamaba Eustolia.

Detuvo un taxi.

—¡Pronto, a Venustiano Carranza y Hyde Park Corner!

El chofer, de bigotes que ya no se estilan, comprendió al instante que se trataba de una importante cita y se puso en marcha.

Fue escasamente durante el tiempo que media entre el romper de una ola y la calma subsecuente, mas él tuvo la impresión dolorosísima de que era un pan con mantequilla y mermelada en manos de S. M. la Reina Victoria de Inglaterra.

—Perdone usted, caballero, ¿tiene hora?

El caballero miró atentamente a su reloj sin manecillas y expresó, de acuerdo con lo que había visto:

—Las doce en punto.

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El sueño en sí tuvo poco de singular, desde luego: que le robaban unos prismáticos, el traje de jugar golf y la boquilla de ámbar. Lo que sí ofrece ya cierto interés es que al recorrer la casa, a la mañana siguiente, pudo comprobar con desconsuelo que en efecto se los habían robado.

—Quiero un piano —dijo, pestañeando nerviosamente— en el que de ser posible todas sus notas sean la.

El propietario del establecimiento, hombre prematuramente envejecido, reflexionó unos segundos, hizo unos apuntes breves y, volviéndose hacia el cliente que aguardaba, repuso:

—Lo siento mucho, caballero. Ya no nos quedan mas que de fa.

Durante una soirée de gala en honor de unos diplomáticos extranjeros se apagan de pronto todas las luces. Al encenderse, inmediatamente después, el salón está vacío.

¡Qué deprimente escena la noche aquella en que el molino devoró de una sola dentellada al molinero! Qué lamentables consecuencias. Durante todo el tiempo que duró la guerra, y un mes después, los panecillos de la ciudad sangraban a cada mordisco y por las tardes eran como gatitos, con todo y sus pequeñísimos maullidos.

El botón le saltó del chaleco, rodó un buen trecho por el pasillo, descendió las escaleras, atravesó el vestíbulo y se perdió en la calle.

Por aquel botón supo la policía que el asesino se burlaba espantosamente de ellos.

Era repulsivo y extraño a la vez aquel insignificante niño de un centímetro de altura. Y tan afligida, la madre. Mas a razón de un centímetro por mes, la criatura fue desarrollándose. A la mayoría de edad su longitud era respetable. Cuando falleció, sin cumplir los ochenta años, medía exactamente nueve metros setenta. Que Dios lo haya perdonado.

Temporada 1950.

Cae el telón en el quinto acto: "El Burgués Ennoblecido". La sala, atiborrada de público, se estremece con los aplausos. Es un clamor, semejante a una tormenta. Los actores, hasta los más humildes, se deshacen en genuflexiones. De pronto, suena una grito en galería:

—¡El autor! ¡El autor a escena!

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Aparece Moliere, sudoroso y enrojecido, y los aplausos se redoblan.

Interroga la niña:

—¿Qué es un hombre vulgar?

Y replica el niño:

—Aquél que jamás será un fantasma.

El edificio resultó un poco atrevido, sin duda. Absolutamente todas las ventanas miraban, no al exterior, sino al interior del edificio.

—Apostaría cualquier cosa a que es solamente un reloj —dijo. Y se detuvo sobre la acera limpiándose los espejuelos. Mas a merced que se fue aproximando, hubo de reconocer que su error había sido garrafal desde cualquier punto de vista. Se trataba exclusivamente de un conato de incendio.

Para los efectos de un pasaporte.

Señas particulares: demencia paralítica.

Durante la noche dejaba su dentadura en un vaso de agua hervida, sobre una mesita de caoba. Pues una noche, sigilosamente, la dentadura bajó al comedor y se acabó todos los bizcochos.

—¡Abrázame! —prorrumpió ella, con los ojos en blanco y refiriéndose al hermoso novio, que no se decidía.

Y un árbol fue y la abrazó de tal manera que sus dientes, sus pechos y sus lindos talones rosados se transformaron en bellotas.

Una sola vez pernoctó en aquel puerto, jurando por todos los Santos que no volvería a intentarlo en su vida. De la perfumada playa, a través de las negras y empinadas callejuelas, vio ascender durante toda la noche caravanas de langostas rojas y envilecidas que cuchicheaban en los portales con las prostitutas.

Un niño en Bruselas lanza a lo alto una pelota. La pelota jamás vuelve. En Uranio es la hora del té —la medianoche.

—jPklstntlggnrl!

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Que traducido a nuestra lengua significa:

—-Este azúcar es de remolacha.

Un milagro, un hedor y una infancia —el fantasma de las noches de luna, el fantasma de los serafines que fumaban opio y el fantasma actual que se inicia cierta tarde de lluvia con el sepelio de Dedalus.

Al comunicársele la repugnante noticia de que su marido había sido materialmente seccionado por el tranvía, la recién casada emitió un curioso gritito y se llevó a la boca su tercera cucharada de fideos. Después, dijo:

—¡Qué exótico!

La viejecita en sueños:

—¡Papá! ¡Mamá!

—Caminemos un poco —indicó.

—Caminemos, si a usted le parece —consintió el otro.

Y los dos amigos echaron a andar reposadamente sobre las opulentas y salobres aguas del Caribe.

Seiscientos metros más abajo caminaban también otros —que habían naufragado en Escocia. Mas su lenguaje no era interesante.

—No está bien —dijo— que te bañes con el sombrero puesto. Ya te he dicho demasiadas veces que la humedad deteriora lamentablemente los fieltros.

A pleno día.

El psiquiatra: —Desnúdese.

La histérica: —¡Imposible!

El psiquiatra: —Me desnudaré yo, entonces.

La histérica: —Como usted guste...

(El psiquiatra se desnuda).

El psiquiatra: —¿Ve usted qué sencillo?

La histérica: —¡Asombroso! Probaré yo a hacerlo.

(Se desnuda. Suena el teléfono).

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El psiquiatra: —Sí, señor, inmediatamente. (A la paciente) Le habla su marido.

(La histérica toma el audífono)

La histérica: —¿Eres tú, queridito?

La voz lejana: —Soy yo, ¿no te da vergüenza?

(La histérica se mira).

—¿Ni siquiera pensaste en los niños?

(Pausa).

—Y por si fuera poco, ¿no sientes frío?

La histérica: —Perdóname; no siento frío. ¿Me perdonas ?

La voz lejana (Tras un silencio): —Está bien, te perdono. ¡Que no vuelva a repetirse!

(La histérica deja el audífono y se vuelve. Da un grito, cubriéndose. Está en una zapatería).

—¡Lo que no se les ocurra a los concejales!

Fue con motivo de una cacería en la que las escopetas las llevaban las tórtolas.

Hay cosechas disparatadas como la del agricultor aquel que, debido a un espeluznante error del que seleccionaba las semillas, vio su granja materialmente cubierta de altos, silenciosos y estériles postes de telégrafo.

—A los pies de usted, señora.

Y a los pies se echó, en efecto.

Cuando la erótica y pequeña zulú pereció en las aguas del misterioso lago, cumplía exactamente trece años y dos meses. Y a partir de la noche siguiente, los aborígenes despertaron ante una voz melancólica y desconocida que entonaba bellas canciones.

—Nunca hemos oído nada igual —decían.

Cuatrocientos años más tarde, dos botánicos noruegos descubrieron en las riberas del lago la sorprendente especie de pétalos amarillentos y pistilos erectos. Sin aroma. Y la designaron Ha-Lum, voz de la noche —que se empleó en farmacia como antiséptico en los tratamientos de la seborrea.

En el concierto:

La voz femenina: —¡Qué buen pianista es, qué bárbaro! Fíjate cómo está con las manos para acá, para allá, para acá, para allá, para allá, para acá, para acá, para allá…

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Soñó que soñaba que soñando iba dormido por un camino. A la mañana siguiente, su reflexión primera fue ésta:

—"Reduciré la ración al perro, con objeto de que no ladre tanto".

Era un loro y parecía un caballero —aunque quizás fuese un caballero con marcado aspecto de loro.

De cualquier forma, cierta noche en la ópera y, con objeto de confundir a la dama, echó a volar desde el palco número 4 y evolucionó largo rato por la sala entre el asombro, la algarabía y los siseos de los espectadores.

—¡Oh, el cartero, el cartero! —Y en su precipitación de enamorada inaudita, se arrojó a la calle desde el sexto piso de su casa.

Por desgracia, la carta era lacónica y fría, no merecía la pena, y ella, durante largo rato, no experimentó interés alguno en contestarla.

Por tratarse exclusivamente de su marido —un capitán de caballería—- le llamaba al fistol, facistol.

Ni los floricultores más enterados, ni los arquitectos especializados en la materia, ni los biólogos, ni los hechiceros lograron descifrar el enigma: yo cortaba una flor en mis jardines, la trasladaba a la biblioteca y la flor duraba lo que un suspiro.

Hasta que un hombrecillo siniestro, de ocupación desconocida, llegó a mí casa una tarde y retiró uno por uno los libros de los anaqueles. Las flores entonces se conservaron impacientes y cálidas, como en el jardín más soleado.

También dijo al marcharse:

—Y usted mismo se cuidará de ese aliento.

El comprador de las cinco (Al vendedor de artefactos): —Quisiera una pierna ortopédica del color de estos calcetines y un terroncito de azúcar para mi señora.

—-Llore usted —le aconsejó el detective.

Pero el llanto, con ser amargo, no le reveló nada importante.

—Coma usted.

Y el horrendo crimen continuó en el misterio.

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Mas cierta tarde el que investigaba le alargó un espejo, y el presunto culpable intentó dos veces consecutivas arrojarse por la ventana. Su culpabilidad era manifiesta.

—¡Córtame por favor este hilo! —Y la esposa fue con las tijeras y se lo cortó.

Pero aquella noche no hubo recepción ni nada que se le pareciera, puesto que el farmacéutico primero, el doctor después y, por fin, el sastre, no acertaron a contener la espantosa hemorragia.

Del solitario y nocturno cementerio se alzó de pronto una voz gutural y urgida:

—¡Tapioca!

Que fue seguida de famélicos, inescrutables y prolongados siseos.

La evidencia y seriedad de sus sueños le divertían. La incoherencia y confusión de su vigilia lo fastidiaban. Y optó, en virtud de la experiencia, por abandonar sus ocupaciones y dedicarse en alma y cuerpo a Rosita.

El actor abrió pesadamente los ojos y contempló el dramático y nebuloso semblante del apuntador sobre su cama. A continuación se volvió sobre el costado izquierdo, esbozó un gesto de disgusto y dejó caer en silencio los párpados.

—How beautiful is the Princess Salome to night!

En un party de fantasmas.

El andarín mudéjar: —¡Dos pares!

El perfumista fatuo: —¡Tercia!

El fraile del paraguas: —¡Full!

La estatua de terracota (A Francisco Tario) : -—Oh, qué tarde más triste, amor mío.

—¿Y qué tal que estirásemos un poco las piernas?

—La idea —subrayó el otro— me parece magnífica.

Y los dos caballeros estiraron las piernas —que eran de goma— y las pusieron después a secar en un árbol.

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EL TERRÓN DE AZÚCAR

MUCHO me temo —expresó el primer repórter, ojeando con toda calma su cuaderno de apuntes— que fracasemos en nuestra empresa del mismo modo que fracasaron en otro tiempo nuestros predecesores. No pierda usted de vista que, a partir de la primavera de 1897, Monsieur Boissy se ha negado invariablemente a conceder bajo ningún pretexto una entrevista.

—Sin embargo—objetó el segundo repórter, limpiándose con un mondadientes las uñas—, tampoco conviene echar en saco roto que nuestra actual misión reviste una trascendencia que no tuvieron, que yo sepa, aquellas otras que se intentaron. ¡El Instituto Antropológico de Kabul, por recomendación expresa de Su Majestad, nos ha comisionado!

Se mantuvieron pensativos, oteando a través de las ventanillas. Un panorama estéril, oscuro, endurecido. Las aves revoloteaban a ras de tierra.

—Monsieur Boissy —prosiguió el segundo repórter —es un hipocondríaco empedernido y tal vez suceda que los subterfugios empleados hasta la fecha no fueran los adecuados. La intervención norteamericana en este asunto escamó un poco al anciano. Fue una lamentable torpeza.

El primer repórter sonrió, cambiándose la pipa al lado izquierdo de la boca. Tenía una expresión amarga.

—-¡Una pifia morrocotuda! El norteamericano, en principio, supone siempre que Bretaña, Afganistán o Gales o cualquier país sobre la tierra es inevitablemente Hollywood. Que el universo entero, incluyendo a Júpiter, es Hollywood. Y que Wall Street tiene una longitud semejante a la Vía Láctea. Hay poderes relativos que los norteamericanos pretenden hacer pasar por absolutos, lo cual produce descalabros.

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Encendió un pitillo y rogó al primer repórter que suspendiera la lectura. El ferrocarril forzó la marcha.

—Y no cualquier producto del planeta es un astro del celuloide. Por si fuera poco, los valores también se deprecian. Aun en las más sólidas instituciones bancarias sobrevienen cracks imprevistos que echan a rodar por tierra los mejores pronósticos. Los norteamericanos erraron en este caso por deficiencias psicológicas. ¡El soborno no procedía!

Su compañero escuchaba sin interés. Comentó a poco:

—Posiblemente se inspirasen en las derrotas anteriores.

—¡Y aunque así fuera! Procedía, de cualquier modo, ensayar nuevos métodos.

—¿Nuevos métodos? ¿Cuáles, por ejemplo?

El primer repórter tiró de la cortinilla, con objeto de protegerse de un sol anémico, estrafalario. Unas bestias lanudas se lamían colectivamente en la pradera. A la orilla de un camino, un mocosuelo pringoso chapoteaba en el lodo.

—Me pregunta usted cuáles... No sé qué decirle, desde luego; pero algo razonablemente inteligente, me supongo.

—Tenga usted presente que por espacio de varios lustros los resultados habían sido poco halagüeños. La fortaleza de Monsieur Boissy no cedía y el endiablado eremita era un sepulcro.

—Un sepulcro que se abrió intempestivamente.

—Y que se volvió a cerrar, acrecentando el misterio.

—Pero que se abrió, al fin y al cabo. Madame Wolinski llevó a feliz término una labor prodigiosa de incalculable trascendencia.

—Aunque, bajo otro punto de vista, sus medios no fueron del todo lícitos...

—¿Y qué importa ? El hecho es que se obtuvieron informaciones valiosísimas.

El primer repórter hizo una mueca, dando a entender que no se hallaba muy de acuerdo.

—¡Ah, sí, valiosísimas! Desengáñese. Positivamente las más minuciosas y auténticas que existen. Tanto así, que se dieron a la publicación inmediatamente y hoy constan en veinte lenguas diferentes. ¡El mundo entero se estremeció de asombro! Y en cuanto a la insigne periodista, obtuvo gloria, lauros, dinero. Ayer mismo, al cumplirse el décimo-quinto aniversario de su muerte, se le tributó en su patria un homenaje impresionante.

El ferrocarril se detuvo en una estación pueblerina, atestada de mujerucas. Dos asnos y otras mujerucas, con grandes fardos bajo el brazo, miraban al tren con tedio. El primer repórter estiró las piernas.

—Fracasaremos, lo presiento.

—Su filosofía me desencanta, amigo. Yo soy un hombre maduro y usted un jovenzuelo, y todo el mundo opinaría lo contrario.

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—Pues así es. ¡Muy lamentable!

El segundo repórter cambió de postura.

—Tenga usted fe, ánimos. Edison fue el primero. Gutenberg fue el primero. En todo orden humano siempre hubo un primero en algo. Ser los primeros debe ser nuestra ambición más íntima, nuestro anhelo...

El primer repórter sonreía, se cambiaba la pipa de un extremo a otro de la boca y miraba lejanamente al cuaderno de apuntes entreabierto.

—Y por si esto no fuera suficiente, sométase a la disciplina, venza su desencanto con la noción de un deber que se le ha encomendado. Usted y yo acometemos una empresa de riguroso carácter científico. O de otro modo: que nos ha sido confiada una misión patriótica. Si la misión tiene éxito, el éxito alcanzará a la patria. Y la patria es Afganistán, ¿no le dice nada esto ?

El joven repórter tuvo un transitorio sobresalto. Se contaba de un poeta español al que habían coronado en vida. Oh, pero él, no; él no lograría triunfar donde tantos otros habían errado. Su compañero era un visionario, un aventurero. ¡Y qué lejos estaba Afganistán de Bretaña, caramba! Las consecuencias del espantoso fracaso estaban previstas: la difamación, el hambre y quizás hasta una existencia atribulada y sombría en lo profundo de alguna mazmorra. Conocía al director del Instituto y sus ex abruptos.

—Porque no me vendrá ahora con el cuento de que se ha arrepentido...

Su interlocutor miró al campo de Francia y suspiró con ternura. Monsieur Boissy le tenía sin cuidado. Inclinó la cabeza.

—¿Que se ha arrepentido?... ¡Qué vergüenza!

Y sobre el borde de su asiento:¡

—Es decir, que con todo gusto delegaría la comisión que le ha sido conferida y...

Endulzó de pronto su semblante, con una voz angelicalmente persuasiva.

—Ah, vamos, vamos. Entiendo su situación psicológica: le ocurre a usted aproximadamente lo que a ciertos jóvenes en su noche de bodas. ¡Y es natural, a pesar de todo! Se encuentra usted, digamos... como ante una encantada y misteriosa caverna.

El revisor les pidió los billetes y atendió a lo que él consideraba una inteligente conversación licenciosa.

—¡Pues ante una encantada y misteriosa caverna nos encontramos!

A continuación, bajó la voz y golpeó al primer repórter en la rodilla. Aquel joven le era simpático.

—Mire usted, descuide. Mis planes están debidamente estudiados y ese Monsieur Boissy del demonio se las arreglará conmigo. Usted cooperará, simplemente. Y en cuanto a la gloria y todo lo demás, lo compartiremos juntos.

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Pero, ¿quién era Monsieur Boissy, después de todo? Un morrocotudo enigma. Ignorábase, en primer término, su edad: no había puntos de referencia. Algunos calculábanle ciento noventa y siete años, en tanto que otros hacían ascender su longevidad a cifras inadmisibles. De sus orígenes se sabía poco más o menos; y de sus actividades presentes o pretéritas, prácticamente nada. Ciertos investigadores afirmaban que Monsieur Boissy era oriundo de la India, nacido con toda probabilidad en las márgenes del lago Pichola, durante la Revolución francesa. Opuestamente otros rebatían semejante hipótesis, asegurando que ciertos manuscritos encontrados en Baviera revelaban la existencia de una familia poderosa, guerrera, uno de cuyos miembros —un tal Paul Boissy— había peleado bravamente a las órdenes del gran estratega conde Traun durante la ocupación de Praga en el siglo XVIII. Quién más exponía que, ateniéndose a las informaciones de Madame Wolinski durante su fugaz estancia en el castillo, las características raciales del anciano distaban mucho de coincidir con el anterior aserto. Indudablemente su origen, dada la conformación del cráneo, etc., se remontaba a los camitas egipcios, de los cuales conservaba la piel morena, rojiza, los labios extremadamente delgados y la barbilla puntiaguda. Por si fuera poco, atribuíansele asimismo actos verdaderamente estrambóticos, que escapaban a toda lógica: su intervención en la guerra de los Siete Años, su campaña en Macedonia contra los turcos, sus vínculos comerciales con los vikings. Y hasta una inquietante aventura amorosa con la célebre prosista francesa Madame de Stael.

De cualquier forma, sus generales eran imprecisas, sujetas al sensacionalismo de unos y a la imaginación ávida o rudimentaria de otros. Los científicos opinaban y sus deducciones eran múltiples, de acuerdo con sus propias especialidades. En tanto que la Fisiología rechazaba airadamente aquello, las distintas religiones volvían con indiferencia el rostro. Los antropólogos dudaban, los biólogos sonreían. La Arqueología no reconocía más dólmenes que los de las eras primarias. En cambio, el pueblo común y corriente, tantas veces como la prensa de sus respectivos países se ocupaba del "enigmático, legendario y cada día más anciano Monsieur Boissy", se desataba en disputas, pronósticos y especulaciones atrabiliarias. Monsieur Boissy habíase convertido en un héroe cosmopolita, cuyo nombre recorría las naciones —y de las naciones, sus provincias, sus aldeas, y, con ello, sus escuelas, sus salones, sus lupanares y sus sacristías. A menudo leíanse anuncios en las revistas de modas, que atraían la atención del público. "Aprenda a rejuvenecer y conservarse. Para ello escuche lo que Monsieur Boissy le aconseja". "Cuide su intestino, es lo que Monsieur Boissy recomienda". "Usted, caballero, si desea vivir tantos años como el Matusalén de Bretaña, use crema Swan después de afeitarse. Use crema Swan para su rostro". "Señoras: enamorarse no es un misterio; conservarse ágil y esbelto como Monsieur Boissy, tampoco. Pida catálogos".

Las informaciones precisas limitábanse a referir "que un venerable anciano de edad indefinida habitaba en un lugar de Bretaña (Francia) en compañía de sus familiares y entregado posiblemente a las más simples labores de jardinería. Que su salud aparente era perfecta y que conservaba en uso activo sus sentidos. Que por las mañanas leía sin dificultad su correspondencia y se recogía por las tardes a buena hora. Que sus hábitos eran morigerados, asegurando que a lo largo de su inmensa vida no había ingerido una sola copa de vino tinto". A renglón seguido se agregaba —mas esto quizás ya

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perteneciera al mito— "que a la respetable edad de ciento nueve años había tenido su primer hijo".

Los vecinos de la comarca encogíanse de hombros, poniendo en tela de juicio estos rumores. El castillo existía, eso era todo. Y de sus imperturbables torreones colgaban gruesas cortinas de hiedra, como en todo castillo hecho y derecho. Muros adentro, la Vida y la Muerte eran un misterio.

—Provisionalmente le encomiendo a usted —expresó el segundo repórter, tan luego echaron pie a tierra— que se comunique con Kabul por telégrafo. Notifíqueles nuestra llegada y que seguiremos informando de acuerdo con los resultados obtenidos.

El primer repórter accedió, redactando en el acto seis mensajes concisos y afables. Unas viejecitas, acurrucadas en la sucursal del Telégrafo, le observaron pestañeando. Sacudió el paraguas. Cierto caballero extranjero, con su impermeable abrochado al cuello, solicitó de él un informe:

—¿Vende usted estampillas ?

Era un viento frío, desaforado, que golpeaba los ojos. Caminaron algunas calles, muy pálidos, sobrecogidos. En realidad y, pensándolo detenidamente, también al segundo repórter se le mostraba ahora el triunfo lejano e improbable. Tal vez si el tiempo fuera benigno. Mas aquel firmamento siniestro, aquel débil resplandor anaranjado y los habitantes de la ciudad, taciturnos y hostiles, le deprimían el ánimo, provocando en su espíritu no sé qué superstición desatinada. Los árboles eran viejos, negros y corpulentos. Los niños, semejantes en cierto modo a los árboles. Y los tejados eran también viejos, oscuros. De la estación del ferrocarril se alzó un humo maloliente y pardo que el viento arrastró por los portales, como un puñado de basura. Pisaban sobre una acera igualmente vieja y resbaladiza.

—Bien, ¡con que manos a la obra! —y qué voz tan titubeante la suya.

Extrajeron un mapa, consultaron unas notas, cambiaron entre sí unas cuantas palabras insulsas y detuvieron un taxi. Durante el trayecto, permanecieron la mayor parte del tiempo en silencio. El chofer era asimismo un ser taciturno y reservado.

—¡No, no conozco al viejo! —rezongó cuando fue oportuno.

Y luego:

—Han venido algunos extranjeros; pero no últimamente.

La carretera era gris y plana, cubierta de charcos. A intervalos, tropezábanse con grandes manadas de vacas y ovejas, cuyas vacas y ovejas eran también taciturnas y agitaban sin interés sus cencerros. Detrás de ellas solía marchar un rapazuelo albino, con cierta especie de zuecos. Al cruzar el automóvil, silbaba. Después, empuñando un pedrusco, se lo arrojaba con furia. Les parecía advertir a los viajeros que el chofer sonreía bajo sus gruesos bigotes hirsutos.

—Al parecer llueve mucho por estos rumbos...

El chofer inclinó la cabeza y dijo:

—Mucho.

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Y más tarde:

—¿Como cuánto faltará para llegar al castillo?

—Un trecho.

Sin ningún sentido romántico, los afganos encontraron espeluznante y desabrido aquello.

—¿Y generalmente llueve así durante todo el año?

—Generalmente.

—Lo que a ustedes, por supuesto, ya no les causará ningún asombro, me imagino.

—Ningún asombro, desde luego.

Cuando descendieron del taxi se hallaban trágicamente seguros de que el más desconsolador fracaso les aguardaba. Que se imaginara el Instituto: a partir de 1897. A lo largo de la pradera, como el aullido de una bestia, repercutió el eco mientras llamaron. Media docena de pajaritos amorfos, chorreantes, huyó inexplicablemente de un chopo. Un golpe más; otros. A poco, la puertecita giró y apareció en el vano una mujeruca, semejante a las que habían visto en el trayecto. También debería sumar sus años.

—Ah, muy buenas... ¿Monsieur Boissy?-—-inquirieron con respeto.

La mujeruca entendía mal y aproximó el oído.

—¿Monsieur Boissy, por favor? ¡En misión especial de Su Majestad el Rey de Afganistán!—expusieron.

La mujeruca llamó a un rapazuelo que lanzaba su peonza. Tan sencillo y espontáneo todo.

—¿Que si Monsieur Boissy se encuentra en casa?

Contestó afirmativamente el mocoso. Que sí deseaban pasar los señores, aunque la calzada se hallaba húmeda. Los repórters se miraron atónitos, titubearon como en los sueños, se limpiaron el barro de las botas y penetraron en los jardines. Un vértigo de la peor naturaleza los aturdió de súbito.

—Pronto, pronto—y en voz baja—-. ¡Prepare el libro de notas!

El primer repórter escribía. Muro alto. Puerta, románica, siglo XIII. Impresionantes jardines. Mujeruca de setenta u ochenta años. Afabilidad sorprendente. Rapazuelo desmedrado. Piso de arcilla. Chopos, hiedras, eucaliptos. Un buen trecho hasta el edificio.

El rapazuelo marchaba detrás de ellos. Escalinata de piedra. Especie de terraza para tomar el té. Absoluto abandono. Que si los señores tendrían inconveniente en aguardar ahora unos minutos.

—Y aquí viene lo más difícil —prorrumpió atolondradamente el primer repórter.

—Ya lo creo.

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Transcurría el tiempo y caía la lluvia. El primer repórter levantó un poco el paraguas, miró a lo alto. Mas lo alto era únicamente aquella inmensa nube baja que se enredaba en las copas de los árboles.

—¿Tardan en abrir, eh?

—Oh, sí, claro.

—Tal vez no encuentren las llaves.

—Tal vez. Es esto tan desmesurado.

Entonces chirrió la puerta —puerta de diez toneladas, cuando menos— y alguien especialmente esmirriado, con una deplorable levita, se recortó en el vano.

—Pasen ustedes —y aquí una venia occidental de lo más puro—. Si tuvieran la bondad de aguardar los señores...

El primer repórter le entregó al mayordomo su paraguas. Pero esto no era lo prometido. ¿Que pasaran? ¿De verdad? Pasaron. Consternación. Mayordomo afable. Arquitectura siglo XIII. Humedad. Armaduras, panoplias, vitrales, escalera en espiral, de piedra. Aguardamos sentados. Tomando muy buena nota de la gravedad del momento. Media tarde. La alfombra central no es bermellón, como suponíamos, sino escarlata. Inmovilidad general. Unos pasos.

El mayordomo estaba allí, de regreso. Que Monsieur Boissy había tomado buena nota de todo. Que saludaba a Su Majestad el Rey de Afganistán y a su familia. Que les dispondrían habitaciones muy cómodas y, por descontado, alimentos. Que los señores qué preferían: tenían para esa noche ternera y pavo. Que Monsieur Boissy lamentaba de corazón lo intempestivo de la hora, puesto que desde hacía dos horas pasaditas se encontraba en la cama. Que serían, no obstante, atendidos. Y que mañana, alrededor de las once y media, hablaría hasta desgañitarse con ellos.

El mayordomo, con su levita abrochada, los condujo a sus alcobas, en el ala sur del edificio. Nuevos vitrales. Mobiliario de escaso gusto europeo. Más humedad. Panorama insólito. Un poco antes de las siete y cuarto les anunciaron:

—Caballeros: la cena está servida.

Lo que siguió a continuación fue un tanto extraño.

A la cabecera de la mesa —ocho o diez metros de manteles—hallábase un anciano pequeñísimo, totalmente calvo, vestido de rigurosa etiqueta, que comía con repugnante lascivia unos insignificantes trocitos de queso. A su lado, un criado con levita verde le limpiaba a intervalos la boca. Los afganos tuvieron un sobresalto. ¿Qué significaba aquello ?

—Pero... Monsieur Boissy... ¡Monsieur Boissy, no lo esperábamos!—y el Segundo repórter se adelantó, entreabriendo con majestuoso estupor los brazos.

El viejecito cambió en voz baja unas palabras con el criado, indicándoles a los visitantes que se aproximasen. El espectáculo de cerca era impresionante: quinientos años o más.

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—Pero, Monsieur Boissy... ¡Monsieur Boissy, celebramos tanto que tenga usted buen apetito!

Una risa escandalosa y breve, como quien suelta sin más ni más una copa, les retumbó en los oídos. Con un gesto de la mano les invitó a que se sentaran. Accedieron, y el viejecito prosiguió deglutiendo sus pedacitos de queso. Hubo una pausa

—-¿Ustedes son los de Afganistán, me imagino? —indagó, al cabo.

Ellos asintieron, notando que les sudaban las manos. El viejecito pidió al criado un sorbo de agua.

—Pues comiencen a cenar cuando gusten, porque mi papá vendrá en seguida.

Aquello debía ser una broma. El primer repórter se enderezó de súbito y, con las mismas, volvió a sentarse. El viejecito había concluido su queso y mordisqueaba sin dificultad unas trufas. También de tarde en tarde bebía leche; una leche espesísima y amarilla que empañaba horriblemente el vaso.

—Pues a mi papá, como verán ustedes, se le fué el santo al cielo esta tarde. ¿Y por Afganistán qué se cuenta? ¿Conservan aún su monarquía? Yo estuve en Afganistán hace algunos lustros; todavía no había tranvías. Pero las muchachas eran robustas y alegres, y me divertí de lo lindo. Hoy ya me encuentro un poco cansado y difícilmente vuelva a su tierra.

Los repórters sonrieron. Acababan de servirles la ternera. Exquisita.

—Afganistán es un gran pueblo, lo reconozco; pero sin emociones, créanme.

Entonces escucharon unos pasitos y una tosecilla insignificante, como la de un niño de pecho. Una sombra efímera y luctuosa cruzó por los manteles. Los afganos se volvieron. Oh, y aquel nuevo espectáculo. Asustaba mirarlo: mil o mil quinientos años, por lo menos. Se pusieron en pie.

—Papá, saluda a estos señores.

Un viejecito de un metro cincuenta, también de rigurosa etiqueta, se sostuvo con los dedos los párpados. Otro criado fornido, de levita roja, lo seguía.

—¿Los señores?—titubeó, buscando algo en los muros—. Ah, sí, ya lo creo: los señores. ¡Mí papá me hablaba hace un momento de ellos!

El primer repórter ahogó un grito y apartó con repugnancia la ternera.

—Mi papá se alegra mucho. ¿Cómo llegaron ustedes? Me dijo: "Son unos caballeros de Afganistán que desean verme, pero hoy no podré recibirlos. Baja tú, pues, y atiéndelos en caso de que mi nieto no haya vuelto de la cacería". Pero, ¿adonde están los señores? Por favor, no hagan aspavientos.

El pequeño Boissy terminó sus trufas y continuó bebiendo a pequeños sorbos la leche. Su papá pidió que le sirvieran nata. Acto seguido, desplegó la servilleta.

—Les contaba —terció el pequeño Boissy— que en una ocasión estuve en Afganistán y me divertí de lo lindo. Estos señores afirman que conservan aún su monarquía. O recuerdo mal o en alguna parte me dijeron que se había instaurado la república.

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¡Aunque, no! La república a que me refiero debió ser en otra parte. ¿En qué parte, tú te recuerdas?

El papá hizo un gesto de desaliento y continuó royendo su panecillo. Cuando el criado le presentó la nata, rompió a dar palmaditas extrañamente.

—¡Tomen ustedes, prueben! Esto es de lo más exquisito.

—Sí, y ahora —le interrumpió su hijo— que no vuelva a repetirse lo de la otra noche. Así que procura comer sin prisas y masticar como el medico te ha ordenado.

Al papá no pareció divertirle aquello, pues tras mirar dolorosamente a su hijo apartó de un manotazo la nata y se cruzó de brazos.

—¡Ya está!—dijo—. Pues no como. A mí ya sabes que me gusta comer aprisa.

—Cuando el hombre come aprisa —prosiguió aquél, persuasivo— su digestión es pesada. Y si la digestión es pesada, el hombre sufre de cólicos y por las noches tiene pesadillas. A nuestra edad las pesadillas son tan graves como las viruelas. Y a ti, que yo sepa, no te gustaría tener viruelas. Come, pues, despacio y nos alegraremos todos.

—¡Que no como, que no como!—porfiaba el otro—. ¡Yo como como me da la gana!

El pequeño Boissy contempló con ansiedad a los viajeros.

—Come o de lo contrario mañana no habrá bicicleta.

—Que no como, te digo. Siempre me estás reprendiendo.

—Te reprendo por bien tuyo, ¿no es posible que te des cuenta?

—Abusas de mí porque soy viejo...

—También lo soy yo, y peor el abuelo. ¡Lo que tú eres es un viejo carrascaloso que no debería tener visitas!

Aquí el viejecito se soltó a llorar, con la boca muy abierta.

—Si te pones así, comprende, ¿qué irán contando de ti estos señores?

Berreaba, mostrando el rostro, con los párpados muy apretados, pataleando debajo de la mesa hasta hacer tintinear los candelabros. En verdad, qué decrepitud tan ruinosa. De todo aquello debería tener noticia el Instituto y el mundo entero. Al segundo repórter hacíasele agua la boca de imaginar tan sólo la extraordinaria entrevista que tendría lugar a la mañana siguiente. Aunque un oscuro desaliento, pesado como un fardo de municiones, interrumpió su soliloquio: "¿Habría modo, en realidad, de entenderse con aquella gente? Si el hijo y el padre mostrábanse en tan deplorable estado, ¿en qué estado se hallaría el abuelo?". A pesar de todo, fascinante.

El pequeño Boissy se volvía a los afganos, como implorando:

—"Disculpen a mi papá. Ya ven que tiene sus años".

—Que comas como Dios manda es lo que te pido. Aquí nadie abusa de ti, o, sí lo prefieres, te daré de comer yo mismo.

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Entonces el viejecito cesó de berrear repentinamente y adoptó un aire muy digno. Después trató de sonreír, atándose una servilleta al cuello, El pequeño Boissy le daba la nata en la boca, valiéndose de una cucharilla de plata que su papá conservaba traviesamente entre las encías. O bien le ofrecía unos pedacitos de pan blanco, remojados en aquella nata, que el viejecito paladeaba golosamente, con expresión femenina. De cuando en cuando, el pequeño Boissy hacía una pausa y el viejecito bebía. Unos ridículos sorbos, únicamente.

—-¿Ves qué fácil es todo? Pues si eres bueno te regalaré un pastelito.

—Un pastelito, no. ¡Un cigarrito es lo que quiero!

—Muy bien, un cigarrito —y con los ojos a los reportérs: "ni aunque estuviera loco"—. Cuando las personas son buenas, los demás se sienten complacidos. Estos señores volverán a su tierra y con seguridad les contarán a sus amigos que conocieron a un niño muy bueno. En Afganistán todo el mundo es obediente, ¿o no es así, señores ?

—Así es, en efecto —replicó cortésmente el segundo repórter.

—¿Y si los niños no comen, qué ocurre en Afganistán, por ejemplo?

Él interpelado no estaba muy seguro. Eso es, ¿qué ocurría cuando los niños no comían debidamente?

—Pues cuando los niños no comen... ¡se los lleva el coco!

—¿Ves? ¿Ves? ¡Qué te parece! Afganistán no es Bretaña, ¿verdad, señores, que Afganistán no es Bretaña?

—No, no señor. Afganistán no es Bretaña.

—Anda, otra cucharadita. ¿Y tú sabes, entre otras cosas, dónde se halla Afganistán? ¿En Oceanía o en Europa?

El viejecito retuvo a su hijo por el chaleco.

—En Asia.

—Perfectamente. Pues en Afganistán estuve yo una vez y hay unas mujercitas encantadoras.

Al papá, en lo que cabe, le centellearon los ojos. Consultó a los repórters.

—¿De veras?

—En Afganistán —intervino el segundo repórter— hay una muchachas lindísimas que con frecuencia se enamoran de los forasteros.

—¡Ya lo sabía! Yo estuve alguna vez enamorado. ¿Recuerdas tú cómo se llamaba aquélla?

—Daisy, sería—repuso con alegría su hijo.

—¡Daisy, Daisy! —repitió su papá, volviendo a dar palmaditas—. Pero no era de Afganistán, sino de Galveston.

El segundo repórter hizo un breve paréntesis. Su voz se tornó grave.

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—¿Y... recuerda aproximadamente en qué época estuvo usted en Galveston?

Padre e hijo se miraron y a los afganos les pareció advertir que una oscura y melancólica nube acababa de descender sobre sus frentes. Se turbaron. El pequeño Boissy dio un pasito atrás, con la cucharilla en la mano, olvidado por completo de la nata. Por lo que toca al anciano, se sostuvo ¿olorosamente los párpados y hundió la cabeza.

—Perdón —intervino el repórter—, si cometí alguna impertinencia. Bien visto, yo no trataba...

—Ninguna impertinencia, señores —y al pequeño Boissy se le nublaron los ojos de lágrimas—. Pero a todos nosotros nos incomodan ciertos recuerdos.

Hubo un silencio lúgubre e inesperado, como si acabara de nublarse el sol para siempre. El primer repórter apartó un poco su silla y estrujó en el plato su cigarrillo. Tan inusitado y trascendental todo.

—¡Realmente estaba espléndida! —dijo. Mas se refería a la ternera.

No por ello la situación fue menos incómoda.

—¡Espléndida, con las sabrosísimas setas!

Ya en adelante la sobremesa fue de lo más fastidioso. El viejecito se mostraba positivamente afligido, en tanto que el pequeño Boissy procuraba hacer reír en vano a los afganos, tratando de persuadirlos de que la cosa no había sido para tanto. Afortunadamente apareció en la puerta un criado con órdenes terminantes del abuelo: Que ya era hora de retirarse y que convenía que los viajeros descansasen. Que, en cuanto a él, no conseguía dormirse con semejante ruido.

Fue una noche larguísima, interminable, poblada de zozobras. El primer repórter sufrió un cólico —que atribuyó a las setas— y, en cuanto a su compañero, tuvo unas horrendas pesadillas durante las cuales gran cantidad de viejecitos risueños penetraban en su alcoba y por debajo de las sábanas le hacían cosquillas.

El día amaneció igualmente melancólico, metido en agua. Silbaba el viento con acento caduco y unas aves adustas, colosales, de la familia de los buitres, rondaban sospechosamente el castillo. De lejos, escuchábase a largas pausas el ferrocarril que se alejaba o el prolongado y filosófico rebuzno de un asno. En seguida, el estruendo de un mar fatalmente embravecido que rompía contra las rocas. Los afganos experimentaron una voluptuosa incertidumbre, cierta especie de impaciencia física, como si fueran a desposarse esa mañana. Faltaban escasamente unos minutos para las once. El segundo repórter, en tanto, insistía en reproducirse mentalmente de qué endiablado modo Madame Wolinski habría conseguido salvar los murallones de la fortaleza y penetrar hasta la misma alcoba de Monsieur Boissy; de qué geniales o audaces medios habríase valido asimismo para mantenerse incógnita en mitad de aquel ir y venir casi constante de criados. Y de qué proporciones tan colosales habría sido su sorpresa cuando, atisbando tras una mecedora, descubriera al Matusalén de Bretaña surgiendo en paños menores. Resultábale tan incomprensible y magnífico todo, que permaneció estupefacto e inmóvil unos instantes. En seguida miró al reloj de nueva

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cuenta y se tomó un comprimido para la jaqueca. El primer repórter anotaba sofocadamente en su libro de notas.

—¡Las once y inedia! —prorrumpió alguien, con histérico nerviosismo.

Y de inmediato:

—Alegre ese semblante; será un consuelo.

No querían pensar a ningún precio en la deprimente escena de la víspera.

Un golpecito en la puerta los sobresaltó. Que Monsieur Boissy aguardaba y que los señores podían subir cuando gustaran. Se abrazaron, consternados. Que no se olvidara nada. Y el interrogatorio. Pero el cuaderno se hallaba casi repleto. En fin, en aquel trozo de L'Humanité. Escaleras arriba, el segundo repórter sufrió un vértigo: 1897, Madame Wolinski, el Instituto de Kabul, India y el lago Pichola, peleando bravamente a las órdenes del estratega Traun. Se imaginó a la prensa mundial pregonando: "Dos insignes periodistas afganos descorren el velo del misterio. Monsieur Boissy en-trevistado". Sonaron unos aplausos en su oído y el teléfono que llamaba. "No, aún no han desembarcado; pero se les espera de un momento a otro". El mayordomo ascendía peldaño por peldaño. Todo muy tierno. Ante una puertecita de escasas proporciones se detuvieron y el mayordomo golpeó tan suavemente en ella que ninguno de sus acompañantes se percató. De dentro, una voz confusa, femenina. Transcurrió el tiempo y la puerta cedió. Que aguardasen, en tanto llegaban nuevas órdenes. Las órdenes indicaban que pasaran. Pasaron. Gran estancia medieval llena de jaulas con pajaritos. Nuevos vitrales. Alfombra bermellón o escarlata. Ajuar deterioradisimo. Máquina de coser Singer. Sobre una consola, dos mochilas de caza. Cuatro o cinco pelotas "Dunlop" en perfecto estado. Al fondo, el campo. Se trataba de una salita de espera.

—Tengan la amabilidad de sentarse—otra vieja. Y también con sus años encima, qué caramba.

Esperaron diez, quince minutos. Sí, el telegrama inicial debería ser urgente, aunque la lata era que no disponían de automóvil para trasladarse a Rennes. Sin embargo, la información sucesiva tendría que ser detallada y extensa; novelada, de ser posible. La gente lee y... El comprimido no le hacía efecto. ¡Frivolidades! Que el anciano Boissy se estaría talqueando. Bueno, pues letra chica y apretada, aprovechando los márgenes.

—Monsieur Boissy les aguarda —oyeron.

Anciano de edad no muy avanzada: cien o ciento diez años. Calvo, circunspecto. Ojos azules. Sobre un sillón forrado de felpa. Un terranova, de ojos lánguidos. Otra mesita donde el nieto escribe. Humedad. Dos grandes ventanales clausurados. Anciano no nos permite acercarnos. Tez algo morena, sin dientes. Uñas quebradas. ¡Ojo! Se inclina. Podría ser un monarca sarraceno. Dos sillas dispuestas, tres metros de distancia. Entrecejo. Razona. De los tres parece ser el más apto.

Los repórters tomaron asiento, con un temblor especial en las piernas. Entonces, Monsieur Boissy entreabrió los labios para informarse de si habían pasado buena noche. Al enterarse de que así había sido, en efecto, se alegró infinito de ello. Y qué bien asimismo que el chocolate les pareciera en su punto. Se hallaba a sus órdenes. Y

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en cuanto a los afganos, ellos agradecían en el alma la gentileza y suponían que Su Majestad y el Instituto en pleno se sentirían conmovidos, etc., etc.

El primer repórter y el pequeño Boissy aguardaban, con las plumas dispuestas. El segundo repórter, en su íntima soledad, no encontraba términos. Una súbita neblina nerviosa comenzaba a extorsionarle el entendimiento, como sí acabara de arrojarse de golpe a un horrendo pozo de petróleo. Se limpió el sudor y se mojó los labios. El Diario, o lo que fuera, del pequeño Boissy era un volumen espesísimo, como de mil novecientas páginas, empastado en piel de cabra. Al cabo, oyóse la voz del que interrogaba, voz trémula y zigzagueante que pedía disculpas previas por alguna fugaz impertinencia que pudiera deslizarse en el curso de la entrevista.

—Monsieur Boissy —prorrumpió. Y al decir Boissy notóse a primera vista su ascendencia tártara—: en primer término, y con el respeto debido, ¿tendría usted inconveniente alguno en proporcionarnos la fecha exacta de su nacimiento ?

El anciano replicó con sencillez espantosa:

—Veintiocho de octubre de 1740.

Los extranjeros experimentaron un violento escalofrío.

—Fecha que, por otra parte —completó el anciano locuazmente—, coincide con el fallecimiento de la Emperatriz Ana de Rusia.

—-¿Lugar de origen, si es tan amable?

—-Baviera.

—¿Familiares que conserva?

—Los que ustedes han visto.

—¿Experiencias infantiles?

—Las de casi todos los niños. Me gustaba lanzar cometas por las tardes y cazar ciervos con cerbatana.

Tenía una robusta voz de barítono y, por lo visto, su memoria era privilegiada.

—-¿Primera impresión importante?

—La prohibición de Benedicto XIII en relación con el comercio mundano que ejercían las órdenes religiosas de su tiempo.

—¿Edad en que abandonó Baviera?

—1752, sí mal no recuerdo. Mi padre entonces se traslado a Prusia durante unas vacaciones, lo cual no fue muy agradable.

—¿Su educación fue religiosa?

—Atea. Mi padre era un hombre sencillo.

—¿Ocupaciones posteriores? ¿Milicia, acaso?

—En lo absoluto: jardinería y ocultismo.

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El anciano miró curiosamente al repórter.

—Monsieur Boissy: se ha hablado en todos los términos de sus innúmeros viajes...

—Tengo, en efecto, mis excursiones perfectamente clasificadas. Conozco Asia, América, Europa, África y Oceanía. Si algo nuevo se ha descubierto, lo ignoro por completo.

—Otras aficiones, digamos.

—La lectura. Frecuenté a mis contemporáneos. Mis favoritos de aquel tiempo eran Laclos y Saint-Pierre. Me gustaba asimismo ojear a Chénier durante las mañanas lluviosas, después del desayuno.

—¿Fecha aproximada de su arribo a Francia?

—1774

—¿Con motivo de...

—Con objeto de presenciar las pruebas de aquellos cuatro pintorescos franceses que instalaron una máquina humeante en un buque y lo hicieron navegar —por cierto ridículamente— sobre las aguas del Saona.

—Un recuerdo relacionado a esta época...

Monsieur Boissy chasqueó la lengua.

—El estreno de Pamela en septiembre 2 de 1793. Llovía. Los veintiocho comediantes que intervinieron en la representación fueron encarcelados. También recuerdo a Chateaubriand y a Merimée, por si les interesa. Aquél era un caballero aburrido y oscuro que repetía lo que los demás habían dicho la víspera. En cuanto al poeta, no hablaba sino de Arqueología, y generalmente en ruso.

—Gracias. Dominará usted varias lenguas...

—En un tiempo hablé dieciséis idiomas. Hoy escasamente me entiendo en el mío.

—¿Actividades en alguna guerra?

—No por cierto; soy antimilitarista. Únicamente ciertas experiencias con los piratas del Golfo Pérsico. Anote usted —estoy interesado en ello— que fui pasajero del crucero inglés Viper, al que atacaron los joasmes. Por fortuna, resulté ileso.

—A Napoleón Bonaparte, ¿le conoció usted personalmente ?

—Conocí a Napoleón y a Luis XVIII. ¡Y a aquel admirable Artois, del que no sé por qué no me pregunta! Era un caballero francés de la mejor clase, jinete insuperable. A la mañana siguiente del tratado de Fontainebleau el gran Artois entró en París entre el júbilo de la muchedumbre. Los niños le arrojaban golosinas y las mujeres, besos. ¡Tan distinto, por cierto, a nuestro rey paralítico, patizambo y gordo, que solamente parecía rey mientras se conservaba en cuclillas!

—Me complacería extraordinariamente que agregara algunos nombres.

El anciano suspiró, mostrando con insolencia las encías.

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—No concluiríamos nunca —dijo.

—Alguno más, se lo ruego. Como dato informativo.

—Schleiermacher, si le interesa, Y Fedor Ivanovich Tuitchev. Gioberti, Graham, teniente del Syph. Y un singular personaje: el conde de Fuentes, embajador de España en Inglaterra, que presentó dos memorias, en una de las cuales reclamaba el Gobierno español para sus súbditos el derecho de pesca en Terranova. Meyerhoffer, también. Y Mohamed Alí, Alejandro Herzen, Antón Ritter von Schmerling. ¡Podría continuar indefinidamente!

El segundo repórter se asfixiaba. Y Su Majestad sin suponerlo. La información sería tan abundante que se harían indispensables ediciones extras.

—Monsieur Boissy, si fuera usted tan amable... ¡una anécdota!

Aquí el anciano permaneció pensativo y el terranova comenzó a ladrar de un modo escandaloso. A media seña de aquél, el perro se echó a sus plantas y procedió a dormirse. Monsieur Boissy despegó los labios.

—Fue en Florencia, en 1858. Tenía yo una jaqueca horrorosa y los médicos acababan de desahuciarme. Las boticas estaban cerradas. De pronto, escucho un clamor en la calle y me asomo. Quienes me acompañaban entonces supusieron justamente que fallecería en el acto. Mas he aquí que levanto la vista al cielo y el espectáculo no pudo ser más sorprendente: una especie de ferrocarril alado, profusamente iluminado, cruzaba vertiginosamente el firmamento. El misterioso transporte —que no era sino el célebre cometa Donati— huyó hacia el sur y se perdió de vista. Su cola era de sesenta grados: setenta millones de kilómetros. ¡Comprendí que era un predestinado!

Hubo un silencio.

—Y tocante a Afganistán, ¿tendría usted inconveniente en decirnos algo?

—Tal vez nada interesante. Que me fue muy simpático su Dost Mohamed por la conquista de Gazna y que admiro especialmente sus huertas.

Los enviados dibujaron una leve reverencia.

—Un paréntesis contemporáneo. ¿Cuál es su flor favorita?

—La siempreviva.

—¿Y su perfume predilecto?

—Shalimar, de Guerlain.

—¿Su músico de cabecera?

—Vivaldi, muerto tres años después de mi nacimiento.

—¿Su pintor favorito ?

—Ninguno. Prefiero de cualquier modo las ventanas.

—¿Su deporte preferido?

—El tennis y las peleas de gallos en Djokjakarta.

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—¿Su alimento por excelencia?

—El azúcar; pero en terrones.

—¿Demócrata?

—¡No soy ningún carnicero!

—¿Sentimental ? .

—Antojadizo.

—¿Padeció usted enfermedades?

—El crup, a los noventa años.

—¿Y desilusiones ?

—Sólo una, y grave: el Quijote.

—¿En qué consiste su método de vida? ¿Hay en él, digamos, algo particularmente especial que pudiera interesarle al hombre?

—Mi método es totalmente simplista. Siempre he dormido dieciocho horas diarias, bebo limonada entre horas, me abstengo de los crustáceos y jamás leo los periódicos.

—¿Recuerda usted, Monsieur Boissy, hasta qué época se prolongó su juventud aproximadamente?

—Más o menos, supongo, como cualquier otro hombre. Dejé de sentir interés por las mujeres en pleno Sansimonismo.

—¿Y sus presentes motivos para mantenerse recluido?

—En especial, uno: que soy orgulloso.

—¿Proyecta alguna tourneé, por ejemplo?

—¡Oh, no, ninguna!

—¿No le atrae New York? ¿México? ¿Sebastopol?

El anciano meneó la cabeza.

—¿Hollywood no le atrae?

—En lo que cabe. Dicen que allí las pantorrillas de las jovencitas son espléndidas. ¿Usted lo sabe? —Y tras una pausa—. ¡Pero no creo!

—Monsieur Boissy, ¿qué número de entrevistas habrá concedido en su vida ?

—Escasas, muy escasas. Exceptuando ésta, la más importante fue en 1897.

—-Y de Madame Wolinski, ¿podría referirnos algo ?

Esbozó el anciano una complaciente sonrisa y miró a su nieto. Después, adujo:

—Madame Wolinski fue una simpática hembra. Yo mismo me ocupé personalmente de que su estancia en el castillo le fuera grata. Tocaba el armonio divinamente y bebía siempre Pernod después de la siesta.

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El segundo repórter ahogó un grito. Por tercera vez se limpió el sudor de la frente.

—¡Sus condiciones físicas son sorprendentes!

—Gracias.

—¿Y sospecha que vivirá aún mucho tiempo?

—No tanto como Toscanini, desde luego.

—¿Teme usted a la muerte ?

—Temo lo que está a mi alcance, puede anotarlo. La muerte es algo de lo que aún no me he persuadido lo suficiente.

—Pero habrá visto morir a su familia...

—¡He visto morir a treinta millones de hombres!

El primer repórter apretó la pluma y rectificó los ceros. En tanto, el pequeño Boissy volvía atrás unas páginas y se mostraba abúlico.

—Monsieur Boissy, tal vez lo esté importunando.

—Oh, encantado.

—Y dígame, ¿en virtud de qué razones consintió en recibimos?

—En virtud de un mortal aburrimiento que me ha estado invadiendo durante los últimos días.

—Su espontaneidad provocará un positivo entusiasmo.

—Me lo supongo.

—¡Y un bienestar a la ciencia!

—-También es probable.

—Unas últimas preguntas: ¿A qué circunstancias atribuye usted su longevidad insuperable ?

—Al aire higiénico que respiro a toda hora.

El que interrogaba hizo una mueca, en mitad de la atmósfera enrarecida.

—¿Y se siente bien físicamente ?

—Acaso mejor que ustedes, créanme. En un tiempo se me dormían las manos, pero por fortuna ya me he restablecido.

—Y en relación con aquel asunto... ¿podría referirnos algo respecto a los periodistas norteamericanos?

Volvió a sonreír el Matusalén de Bretaña. La risita del pequeño Boissy resultaba insoportable.

—No sé qué pueda decirle, ni a lo que usted se refiera.

—Se habló en la prensa de un pretendido soborno...

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—¡Oh, sí! Ellos me ofrecieron una buena suma, pero no la necesitaba en aquel tiempo. Tal vez hoy la hubiera aceptado.

—¿A cambio exclusivamente de la entrevista?

—Y de un anuncio para jabones, que era lo convenido.

—-En su concepto, ¿ha progresado el hombre?

—Los sistemas actuales de jardinería no me convencen.

—Monsieur Boissy, ¿quisiera enviar un mensaje a los hombres?

La voz del interrogado continuaba siendo de barítono.

—¿Un mensaje? ¿Y de qué tipo? ¿Acaso los hombres necesitan mensaje alguno ?

—El afán del hombre, Monsieur Boissy, ha sido desde sus orígenes burlar de un modo u otro a la muerte. Quizás usted pudiera...

—Estimularlos, me doy cuenta. ¡Pues que procuren a toda costa no morirse! Es lo que yo he hecho.

—Y se mueren, sin embargo.

—Esto ya es una lástima.

Hubo una pausa. A través de la rendija de uno de los ventanales clausurados penetró una sugestiva ráfaga. El aire higiénico.

—Y para terminar: de acuerdo con sus propias y muy personales experiencias, ¿es sí o no verídica la historia?

—Anote usted con mayúsculas que es falsa. ¡Falsa de todo punto! Excepción hecha de la historia de los huicholes. Fulton no inventó el vapor, sino Fitch. Y Talleyrand jamás se mordía las uñas. Es falsa, ¡falsa! repito, especialmente en lo que concierne a los emperadores.

El segundo repórter se puso en pie. La entrevista y L'Humanité se habían terminado. Ostentosamente el pequeño Boissy fue cerrando el libro, tras escribir algo muy minucioso sobre la última página.

—Oh, discúlpeme nuevamente, ¿conserva usted un diario?

—-Conservo las Memorias sobre las cuales mi nieto ha escrito.

El afgano adelantó un paso.

—¿Sería realmente una imprudencia... pretender revisarlas ?

—Una imprudencia absoluta.

Gracias

Monsieur Boissy hizo sonar la campanilla de un carrito de bomberos y apareció el mayordomo. Segundos antes, había cambiado unas palabras con su nieto.

—¿Apuntado todo?

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—Apuntado.

—¿Le queda libre algún espacio?

—Unos renglones.

Hubo un silencio. Y sin saber por qué los afganos comprendieron que algo positivamente extraordinario estaba por suceder de un momento a otro. Monsieur Boissy dijo:

—Pues escriba... —E interrumpiéndose, de no tan buen humor a los viajeros—. ¡Están ustedes servidos, señores!

Los repórters se deshicieron en genuflexiones y frases de agradecimiento. Su Majestad, el Instituto, Madame Wolinski. Que el viento no fuera a llevarse las notas. Mas el anciano no estuvo conforme en que le estrecharan la mano: por razones profilácticas. De modo que Fitch y los huicholes.

—Su Majestad el Rey de Afganistán y el Instituto Antropológico de Kabul le expresarán a usted oportunamente su profundo agradecimiento.

—Que Dios los conserve buenos.

Bajaron, en mitad de una confusión aterradora. Las arterias prometían estallarles y sufrían calambres en las rodillas. Sobre el primer rellano de la escalera se abrazaron, conmovidos. El segundo repórter se enjugó unas lágrimas: era la gloria, allí, ofreciéndoseles. Muy pronto el mundo sabría. Y sobre un ridículo espacio: Vastísimos jardines. El tiempo ha mejorado. Humedad. Panorama deprimente. ¡Esta Bretaña! Terraza absidal, con arquerías. Gran personalidad la del viejo. Rapazuelo a la pista. ¡Albricias!

Cuando descendían a grandes pasos por la calzada central de la finca, aspirando el aire helado de la tarde, les pareció escuchar a lo lejos un disparo. Se detuvieron. La detonación, sin ningún género de dudas, había partido del interior del castillo. En la actualidad, recorría misteriosamente el espacio.

—¡Con tal y Monsieur Boissy no se haya suicidado! — Fue una ocurrencia piadosa.

Y a poco, otro disparo; esta vez más sonoro. Algo de la familia de los pedruscos les pasó rozando la cabeza.

—¡Cuidado! Sí es a nosotros...

En efecto, un proyectil ululante los persuadió de que precisamente era a ellos a quienes tiraban.

—¡A tierra! —Y se tumbaron sobre la arcilla. ¿Qué significaba aquello ? Los disparos eran cada vez más nutridos, como durante la invasión de Afganistán por los persas. Mas, ¿y a santo de qué los tiroteaban? ¿Quién les disparaba, era el caso? ¿O se hallaban ofuscados y se trataría de un error de apreciación simplemente? ¿Cómo admitir de buenas a primeras que trataran de asesinarlos ? En su frenético aturdimiento desconfiaban del pequeño Boissy. Aquella risa. ¿Y si se estuvieran chanceando? ¡Qué tontería! ¿O si soñaran? Naturalmente que no les disparaban a ellos.

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—¡Eh, cuidado!

Otro nuevo proyectil, de calibre desconocido, acababa de chamuscarle el paraguas al segundo repórter.

Se lanzaron a correr despavoridos, protegiéndose entre los matorrales. Al pie de un inmenso árbol sin hojas se detuvieron, inspeccionándose las ropas.

—¿Está usted herido?

—No, fue una falsa alarma.

—¿Y... aquello?

Lo que presenciaron a continuación no es para descrito. Monsieur Boissy, en persona, apostado estratégicamente, les apuntaba con un pistolón desde la terraza. A su izquierda, el pequeño Boissy y su papá le suministraban la carga. Grandes bandadas de pájaros asustados volaban en todas direcciones.

—¡Asesinos! ¡Asesinooos! ¡Gandules!

Y los tres viejecitos se desternillaban de risa.

—-¡Asesinos! ¡Dólmenes!

Para regresar a Rennes tuvieron que utilizar un carro de hortalizas, pernoctando en una antigua posada donde las camas eran tan altas y duras y las ventanas tan estrepitosas como en el mismo infierno. A Rennes llegaron alrededor de las diez y cuarto, a la mañana siguiente.

—Si nos comunicáramos con el Instituto inmediatamente...

—O si diéramos aviso provisionalmente a la Comandancia...

—Un señor —les anticiparon en el hotel— estuvo aquí a visitarlos y les dejó esto.

Qué estrafalario y mugroso envoltorio.

—¿Pero se ha dado cuenta usted de lo que trae hoy el periódico ?

El primer repórter sostuvo el diario penosamente y se aproximó a una ventana. Allí leyó a través de una descomunal neblina:

Dos jóvenes afganos ponen fin a una grotesca humorada de siglo y medio.

Se contemplaron, perplejos. Y unas líneas más abajo: El venerable y cada día más anciano Monsieur Boissy desenmascarado.

—¿Y el paquete? ¡Haga favor de desenvolver cuanto antes eso!

Qué emoción, a fin de cuentas. Sin embargo, los rayos del sol seguían siendo anémicos y taciturnos; en cierto modo, viejos.

—Por Dios, no vaya usted a desmayarse.

—¡¡El Diario!!

No era fácil ordenar los sucesos. Con sus mil ciento noventa y seis páginas y la fétida piel de cabra. Se hallaba tibio, calentito, como los huevos en los corrales.

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—¿Y usted qué tiene ahí en la mano?

El primer repórter dio un salto atrás, encogiéndose.

—¿Quién, yo? Nada.

—¿Nada? ¡Una tarjeta!

"A nuestros simpáticos afganos, los más suculentos idiotas de la época,

La dinastía Boissy".

Y tres rúbricas.

Por las noches, a bordo de la melancólica nave que los devolvía a su patria, los repórters solían tenderse en un solitario rincón de cubierta y ojeaban el misterioso libro. Eran unas páginas rugosas, achocolatadas, con cierto olor a canela y trufas, repletas de una caligrafía monjil y apretadísima, que relataban hechos extraordinarios. Con frecuencia entrecerraban el Diario y, mirando en dirección al Continente, intentaban reconstruir de algún modo el instante aquel en que el pequeño Boissy les decía:

—"Pues comiencen a cenar cuando gusten porque mi papá vendrá en seguida".

—A ver, repítame por favor ese párrafo...

"Día 3 de abril de 1862.

Mi padre reunió a sus diez vástagos, diciéndonos:

—El misterio de los misterios permanecerá en el misterio hasta la expiración de este libro. A nadie le importa un pito saber que yo he muerto. Y tú, Gerard, puesto que eres el primogénito, me reemplazarás en el trono, como yo reemplacé a mi padre, en cuanto tu edad te lo permita. Te lego mis Memorias, mi humor y mi castillo. Tienes inteligencia y buen juicio y espero que no tendré por qué avergonzarme".

El segundo repórter suspiró, se llevó un caramelo a la boca y quien leía pasó en silencio unas doscientas páginas.

—Adelante.

"Día 15 de agosto de 1907.

Mí padre reunió a sus tres vastagos, diciéndonos:

—El misterio de los misterios permanecerá en el misterio hasta la expiración de este libro. A nadie le importa un pito saber que yo he muerto. Y tú, Paul, puesto que eres el primogénito, me reemplazarás en el trono, como yo reemplacé a mi padre, en cuanto tu edad te lo permita. Te lego mis Memorias, mi humor y mi castillo. Tienes inteligencia y buen juicio y espero que no tendré por qué avergonzarme".

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—Vamos, ¿qué pasa?

El primer repórter carraspeó repetidas veces y apartó un instante la vista, como quien sigue de lejos el vuelo de una espléndida ave. Era un claro y ancho firmamento estrellado.

"Día 22 de noviembre de 1907.

El viejo ha terminado sus días. Yo, Paul Boissy, natural de Transilvania, asumo la responsabilidad del caso. Tiempo, seco. Edad actual: cuarenta y un años".

—Y aquel otro pasaje...

Se confundían. Esto era ya mucho más atrás.

"Día 4 de mayo de 1897.

La séptima entrevista se ha concedido. Gastos de publicidad y prensa: novecientos ochenta mil francos. El viejo, en el seno de Abraham, se sentirá satisfecho".

En eso llamaron a cenar y el primer repórter admitió con desconsuelo que no tenía apetito.

—Somos gente vulgar —se dijo—-. ¡No cabe duda!

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T.S.H.

CUANDO una persona no ha intentado leer jamás un libro, sucede que esta persona es el ser más honesto, confiado y angelical de la tierra. Mas cuando una persona ha leído exclusiva y fatalmente un solo libro, uno solo, ocurre que este individuo nos importunará ya para siempre —¡para siempre, Dios mío!—y a toda hora con ese libro.

Precisemos que en esta ocasión aconteció del modo más sencillo.

La señora esposa del notario sorbía una tarde su chocolate, introduciendo en él unos pastelillos de hojaldre, elaborados por ella misma, cuando alguien al extremo opuesto de la sala dejó caer en la conversación vespertina una ocurrencia positivamente escandalosa.

—Y francamente, ¿ustedes creen, sí o no, en los fantasmas?

Era una tarde lluviosa, tan a propósito para el hojaldre, y el señor notario contempló desde su asiento el cielo, cargado de nubarrones.

—Por lo que respecta a mí, no creo —se oyó la voz del notario. Y esta voz, que temblaba siempre, sonó hoy clara y saludable.

—-Y por lo que se refiere a mí, tampoco —subrayó el hombre de negocios; un hombre en toda la línea, tradicional, severo, con una maciza dentadura de oro que le desgarraba las encías y unos ojillos tristones e insípidos como dos gemelos de camisa.

—Pues yo... —titubeó su esposa, bonachona también y hacendosa— ¡no sé qué les diría!

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Se sucedió un dilatado silencio como si todo aquel apacible grupo fuera presa de un grave presentimiento o alguien de un modo inadecuado se hubiera sonado las narices. Y a continuación se oyó de nuevo la lluvia en el patio y se inflaron levemente los visillos.

—¡No, no, resueltamente no creo! —corroboró el de los negocios, dirigiéndose al que interrogaba—. ¿Y a usted, después de todo, por qué se le ocurrió eso?

Quien preguntaba era un tinterillo pequeño, como un tinterillo de niños.

—Porque yo sí creo, es el caso.

—Y yo también, ¿a qué negarlo? —expresó con voz pesada la señora esposa del notario.

Unos y otros observaron perplejos a aquellos dos seres modernos que creían en los fantasmas, admitiendo que por esta vez el chocolate no les caería muy bien del todo.

—Pero, ¿es posible, Isabel? —inquirió la otra dama, pestañeando nerviosamente—. ¿Es posible lo que dices? Yo nunca lo hubiera supuesto.

—Pues sí creo, lo confieso. Y además sostengo. ..

Fueron depositando sus tazas poco a poco y limpiándose con disimulo los labios, sin perder de vista a aquella extravagante señora a la cual consideraban hasta la fecha como una admirable ama de casa.

—... sostengo, digo, que los fantasmas no son cosa de cuento. Aún más: que a usted, y a usted, y a usted, y, en general, a todo el mundo, más tarde o más temprano, de un modo u otro, se les presentará alguna vez un fantasma; lo cual, dicho sea de paso, no me parece de ninguna forma horripilante.

Se oyeron unas risitas melifluas y el señor notario tomó a su esposa por el antebrazo.

—Bah, bromeas, querida...

Mas la señora continuó lúgubre y digna como después de un entierro.

—Y a ti se te presentará también. ¡Dios lo quiera! No había en su réplica el menor asomo de burla, sino una súplica espontánea y vibrante, como si dijera: "Que se te presente, querido, o no sé qué va a ser de nosotros".

—Pero esto es una aberración, una superchería abominable —protestó con asco el notario ante aquella dignidad mal entendida, que le disgustaba—. Apuesto, y no te ofendas por ello, a que se trata seguramente de algún libro.

El de los negocios empezó a aburrirse. Su mayor fastidio databa de una tarde lejanísima en que su mujer y aquella otra dama que creía en los fantasmas se habían puesto a discutir de literatura. Decían algo de las novelas, sosteniendo si mal no recordaba que los relatos de amor y aventuras ennoblecían el espíritu y avivaban la inteligencia, despertando ansias nuevas y desconocidas y favoreciendo de paso la educación de los jóvenes.

—Pues sí, se trata de un libro —explicó aquélla, algo amoscada— y no tengo por qué sentirme ofendida. ¡De un libro precisamente y, por cierto, de lo más interesante!

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El notario sonrió con suficiencia, echando atrás su cuerpo.

—Los libros —adujo— son pasatiempos comunes y corrientes y no doctrinas como tú pretendes.

—Yo no pretendo nada, perdóname. Me limito a hacer notar a mis amigos que el libro en cuestión es por demás sorprendente.

Su esposo encendió un pitillo y volvió a mirar al cielo. Por el cielo, o lo que fuera, volaban unas cuantas cornejas.

—¿Y qué dice el tal libro, querida? —indagó la de los negocios.

La aludida hizo un mohín extraño como sí acabaran de pedirle que se arrojara desde el quinto piso de una casa.

—¡Oh, qué pregunta! —Y a los demás—. Lo que se lee no es fácil repetirlo, porque si fuera de este modo todos podríamos ser con el tiempo unos magníficos escritores. Yo diría...

El tinterillo estornudó tres veces y quien hablaba hizo una pausa.

—Eh, ¿qué decías?

—Que preferiría, desde luego, que lo leyeran ustedes. Es un libro como no he leído otro, por cierto con muy bellas estampas, y que se titula: "O fantasma o difunto".

El de los negocios experimentó una impresión desagradabilísima, no podría aventurar si de amargura o zozobra, pero algo así como si de pronto alguien hubiese mencionado la quiebra de un amigo muy íntimo.

—Sigue, sigue... ¡por lo menos dinos de qué se trata! Ya lo creo que debe ser divertido.

—Divertido... en lo que cabe —E interrumpiéndose— ¿Conque se burla el señor notario? Pues sepa usted, mi señor notario, que entre otras muchísimas cosas el tal librito afirma lo siguiente: Que ahí o allá, donde mejor le parezca al señor notario, hay siempre un fantasma atisbando. Atisbando o... ¡pero, en fin, para tranquilidad de todos creo que debo ir a buscarlo!

La reunión se prolongó más allá de lo acostumbrado, cuando ya había anochecido. Fue una discusión deprimente y monótona, sostenida principalmente por el notario y su esposa, en la que tomaron parte sus invitados de una manera esporádica. Por lo que respecta al tinterillo, a él se debió sin duda la aportación más ingeniosa de la tertulia. Dijo:

—Pues si el fantasma está ahí, a la puerta, considero que debiéramos invitarlo.

Su pretensión distaba mucho de ser irónica, ya que él no era un tinterillo soez ni mucho menos, sino que le encantaba en las reuniones turbar y confundir a las señoras. Y lo consiguió ampliamente, pues a partir de su macabra ocurrencia la conversación transcurrió ya en términos lamentables, no exenta de cierto histerismo, haciendo que resueltamente la digestión de unos y otros fuera cada vez más pesada.

Ya a la puerta de la casa, la de los negocios empuñó con decisión el libro.

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—Lo leeré, querida. No sabes cuánto te lo agradezco.

Transcurrieron los días —los días transcurren siempre— y la ciudad se tornó un poco más dramática, semejante a una apartada avenida que se llena de hojarasca. Semejante también a una linda flor que se marchita o a esos niños vagabundos que al caer la noche cobran el aspecto más horroroso del mundo, como si con la noche dejaran de ser niños para convertirse en una especie de arácnidos. O como ciertas mujeres que se agostan y caen desvanecidas de terror frente al espejo.

Sí, transcurrieron los días, las noches, noches y días que el almanaque fijaba, y en el hogar del hombre de negocios tuvo lugar algo inesperado. Imagínense ustedes que él dijo:

—Si te empeñas tanto... ¡bueno, probaré a leerlo desde hoy mismo!

El primer libro es un ensueño, no importa que durante su lectura cumpla uno exactamente los cincuenta años.

El de los negocios, pues, leía, leía reclinado en el respaldo de su cama como un veterano de la lectura. Leía sin mover los labios, lo cual ya es un progreso. Y al pasar las hojas suspiraba, lo que debe disculpársele. Y también miraba con inquietud hacia el techo, cual si en el libro se encontrara el texto y en el techo las láminas. Y en cuanto lo vencía el sueño, posaba el libro sobre su mesita de noche, buscaba a tientas la llave de luz en el muro y permanecía, un buen rato con los ojos abiertos, a oscuras. Unas noches sí y otras no solía tener sueños novedosos relativos a la lectura; sueños que si temporalmente lo inquietaban, concluían por hacer que se desternillara de risa.

—Imagínate —le confió a su esposa— que anoche soñé algo estupendo. Iba yo montado en un cabestro, golpeándolo con una estaca, cuando de pronto el cabestro se detiene, sacude las patas traseras y me implora en el tono más amargo: "No seas animal, Toribio, ¿o no te das cuenta de que me lastimas?" ¡Pues adivina quién era el cabestro!

Y riendo hasta saltársele los botones:

—¡Tú, tú, querida! ¡Tú misma, con unos ojos pardos así de grandes!

A menudo, los sueños no eran tan regocijantes.

—-Ya esto fue menos gracioso. Era yo una linda mariposa y podía volar alegremente como cualquier pajarito. Volaba, volaba y los escolares de primer año trataban de atraparme, unos lanzándome piedras y tinteros, otros abrigos, hasta que ¡zas! me caza uno y me lleva. ¿Y calculas lo que me ocurre ? Que dejo de ser mariposa para convertirme en el abuelo de la criatura. ¡Mas el abuelo hacía tiempo que había fallecido! O dicho de otro modo: que me transformo en un resucitado del que escapan los vecinos, hasta que me quedo una noche solo, solo... y despierto.

Ciertas tardes él y su esposa iban al teatro y en los intermedios comentaba:

—¿Pues sabes que está muy bien ese libro ? Pero que muy bien, muy bien, de veras...

E incluso:

—Ese libro trae cosas buenas. Y le hace pensar a uno ¡demonio!

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Y como su mujer le interrogara:

—-¡Claro que sí, si ya estoy para terminarlo! En este preciso momento Randolph se dispone a pescar en el lago.

En su oficina, una mañana, mandó llamar con urgencia a la taquígrafa.

—Y dígame usted, señorita, ¿cree, sí o no, en los fantasmas ?

La taquígrafa rompió a reír alegremente, sorprendida de que aquel hombre tan importante se prestara a hacerle el amor de esa manera.

—Usted bromea, don Toribio. —Y se estremeció de arriba abajo.

—¡Qué he de bromear, se lo aseguro! Cierto escritor de trascendencia afirma que los fantasmas existen. Más aún, que los fantasmas atisban. Que aquí o allá, donde usted lo prefiera, hay siempre un fantasma atisbando.

Y como a la joven no le pareciera muy claro:

—No, no se ría. Por lo pronto, cómprese un libro encantador, se lo recomiendo. O si no me lo toma a mal, se lo obsequiaré yo mismo. Se titula: "O fantasma o difunto".

En el Círculo de Industriales sus amigos se divertían de lo lindo, escuchando sus narraciones exóticas en las que Toribio ponía cierto ímpetu religioso, como el sacerdote en el pulpito.

—-También yo era uno de esos, créanme. También yo me chanceaba. Sin embargo, una tarde...

—¿Una tarde qué? —preguntaban, conteniendo la risa.

—Pues que ahora sostengo que sí, que sí puede haber fantasmas. ¡Y que debe haberlos!

El tema de los fantasmas regocija extraordinariamente a los necios en la medida que una conversación licenciosa.

—Eso, sigue. ¿De modo que una tarde y sin previo aviso se te apareció un fantasma? Bien, ¿y tú qué hiciste? ¿Por lo menos eran lindas sus pantorrillas?

Toribio no era hombre de bromas.

—Ignoro —prorrumpió solemnemente— si los fantasmas tengan o no lindas las pantorrillas, pero de lo que sí puedo dar fe es de algo mucho más grave: que a ti, y a ti, y a ti, y a cualquier ser humano como nosotros, se le presentará un día u otro ¡no sé de qué forma! un fantasma.

Reían como si les dieran cuerda. Uno de ellos, alto, espigado, miope, con un genuino aire de fantasma, se incorporó repentinamente pretendiendo pasar por ingenioso.

—Buuuuuh —hizo.

Rieron todos aún más que antes.

—Pues sucede —continuó sin reprimirse el de los negocios— que yo mismo, aunque no lo parezca, puedo ser un fantasma.

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—Buuuh... Buuuuuu... ¡Bu!

—-Déjalo explayarse, no seas majadero.

—... puedo ser, decía, un fantasma y predecir entre otras cosas... ¡que para mañana mismo sin falta estará usted bien muerto!

Como en la tarde del hojaldre reinó ahora un profundísimo silencio. Unos y otros se miraron y miraron con acritud a Toribio, no hallando forma adecuada de atenuar el fenomenal ex aprubto. El aludido sonrió indeciso, emitió una rara tosecilla y se tiró con fuerza de los calcetines.

—Bueno, ¿y tú… cómo lo sabes?

El de los negocios se sentía en el fondo responsable y le sudaron las manos. Que recordara era la primera vez se mofaban de él, tomándolo a chacota como si se tratara de una de esas estúpidas damas que sirven de entremés en las tertulias.

—Lo sé —dijo cruelmente— ¡porque soy un fantasma!

Por fortuna, el altercado no pasó a mayores, calmándose sucesivamente los ánimos hasta que alguien, con muy buen juicio, propuso que se jugara a los naipes. También pidieron unos refrescos y, alrededor de las doce y media, el aludido, dando muestras de las mayor cordura, se ofreció a acompañar al fantasma a su domicilio. En el trayecto Toribio de deshizo en explicaciones. Que disculpara, sí; ya sabía. La exaltación lógica en estas situaciones. Pero que no tuviera cuidado: de ningún modo era él un fantasma. Qué tontería. Tratábase de un buen par de amigos y…

Naturalmente que por la mañana, a primera hora, llamó con urgencia el teléfono.

—Don Toribio, ¡qué catástrofe! El seño tal y tal ha fallecido.

Fueron unos días confusos, inolvidables, como si la luz del sol se filtrara a través de un colador de nata y los transeúntes hubieran dado en usar todos suelas de goma. Un silencio y una penumbra especiales envolvían al de los negocios por donde iba, no importa que se aprestara a cruzar una plaza o que formara cola ante una taquilla de un teatro. El airea aparecía enrarecido y era como si al respirar se respirasen estambres u otros hilos aún más endiablados que estrangulasen el corazón, los pulmones y el hígado. El de los negocios iba y venía, despachaba, estampaba firmas, celebraba sesiones, se enteraba de la situación política en el extranjero y conversaba con su mujer, aunque de un modo tan maquinal y extravagante que sus errores de apreciación resultaban garrafales. Ella misma, su esposa, preguntábase a menudo qué enigmática preocupación atosigaba a su marido que de tal suerte perdía el humor y el apetito y su reconocida afición por los programas de radio. Con sospechosa frecuencia sorprendíalo a solas en su alcoba, tendido en posición supina, cual si tomara el sol en un balneario o proyectara algún negocio intrincadísimo. Dio en pasear a toda prisa por las calles y los merolicos le irritaban.

—Abrevie usted, se lo ruego, que tengo el tiempo contado.

En la oficina hacía burdos aspavientos y tropezaba insistentemente con los muebles.

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—¿Se trata acaso de que se lo repita? Pues se lo repetiré, si ése es su gusto: que es usted un necio, un patán, un retrógrado. Y si me apura un poco... ¡un arribista!

La infeliz señora no permanecía ajena.

—Tómate unas vacaciones, haz gimnasia. Después de todo ¿para qué sirve el dinero?

Y reflexionaba:

—"Ah, cómo sintió este desdichado hombre la muerte de su amigo".

Ni intentó volver más al Círculo, ni se inquietó en lo sucesivo por la suerte de aquellos camaradas suyos que jugaban con él a los naipes y que, en ciertas épocas del año, hablaban alocadamente de mujeres. El recordar hoy sus triquiñuelas, sus hábitos, sus aflicciones, la despiadada forma en que uno de ellos tenía de guiñar insistentemente los ojos, producíanle una pesadumbre espantosa semejante a la que debe experimentar el homicida al examinar en público la corbata del occiso. Puesto ¿qué era él si no un delincuente? ¿Por ventura, no era un vulgar asesino? Podría presentarse en la Inspección y exponer más o menos:

—"Liquidé a un ciudadano y ninguno de ustedes lo sabe. ¿A qué se dedican, entonces?"

Don Toribio, como todo hombre en sus cabales, tenía una linda querida. Tratábase de una mujercita insignificante, caprichosa y libertina que había sido durante su adolescencia empleada de farmacia y que en la actualidad habitaba un pisito alto y bien soleado en el barrio aristocrático, vecino al muelle. Si no excesivamente atractiva, al menos era sonrosada y ágil, y lo que conviene en estos casos: reiteradamente complaciente. El de los negocios la visitaba de tarde en tarde, por lo general los jueves, y le llevaba bombones, estuches, joyas, botellas de miel y colonia, juegos interiores y en ocasiones flores, lo que provocábale a ella un alborozo tan inaudito que rompía a reír y llorar confusamente, abrazándolo y besándolo por todas partes. A lo que la muchacha en cuestión se dedicaba en los intervalos no hace al caso. Sin embargo, esta vez el de los negocios llegó francamente afligido, con unas alarmantes ojeras y cierto aire descompuesto.

—-¿Quebraste? —le preguntó ella de improviso, con esa dulce insensatez de las mujeres voluptuosas y tontas.

Rezongando para sus adentros, tomó él asiento donde pudo y encendió con gravedad un habano.

—Canarito mío, ¿qué es lo que te preocupa entonces ?

Mas Toribio no se hallaba para mimos y le acongojó vivamente que su querida juzgara así la vida, tan a la ligera. La muchacha tenía sus buenas formas, por supuesto, y unos rutilantes ojos verde mar en virtud de los cuales lo había seducido.

—-El asunto es grave, muy grave —apuntó él. Y se quedó mirando sin expresión alguna a aquel descomunal cromo en el que un monarca de Francia salía de caza con sus subalternos y otros nobles a través de una espesísima niebla—. Siéntate, pues, y estáte quieta.

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Obedeció la joven, mórbida como una granada.

—Ofelia... —y se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¡Soy un fantasma!

Ofelia emitió un grito y se cubrió el pecho con las manos.

—¡Un fantasma! ¿Qué te parece? —repitió. Y su tono era melancólico— Justamente un fantasma de esos a que hacen mención los libros. ¡Soy un ser horripilante, Ofelia, y te ruego que no pienses más en mí en lo sucesivo!

Las escenas de adulterio siempre son interesantes; pero particularmente ésta. Añadió él:

—¿Y sabes bien lo que es un fantasma? ¿Alcanzas a darte cuenta délo que estás oyendo? En una palabra... ¿tú crees, sí o no, en los fantasmas?

Ofelia suspiró que no, que no creía en semejante cosa; que creía en Jesucristo.

—Pues los fantasmas existen, querida, y yo soy uno de ellos. En otro tiempo era un hombre y en la actualidad soy un fantasma. Es difícil explicarlo, mas te ruego que me creas. Soy un fantasma, y no sólo eso: ¡también soy un asesino!

Aquí ella volvió a gritar, desatándose en un repentino llanto, estridente y excesivo, muy propio de las empleadas de farmacia, mediante el cual vibraba todo su cuerpo como un solo y apetecible nervio a la intemperie. Sacudía la cabeza, se retorcía los dedos, exhibía el comienzo de sus muslos, dejaba que sus cabellos le envolvieran el rostro.

—¡No, no, Toribio, no quiero creerte, no puedo! ¡Tú no eres ningún asesino ni nada de eso! ¡Eres un hombre honrado! ¡Un canarito! Siempre lo fuiste.

—Lo fui, es lo lamentable; pero ya no lo soy. Lo fui concretamente hasta que una tarde...

—Toribio, ¿pero cómo vas a ser un fantasma si yo te quiero ?

—Un fantasma y un homicida, Ofelia. La otra noche en el Círculo asesiné a un amigo mío.

—¡Toribio! ...

—Y podría asesinarte a ti, si me lo propusiera.

El de los negocios se exaltaba de un modo enteramente espontáneo, percibiendo que una nube de incienso le rondaba la cabeza. Imprevistamente y, en virtud de la dichosa nube, se sintió importante, diferente, digno del mayor respeto, sin que en ello interviniera el dinero. Se sentía trágicamente algo así como un fantasma de primer orden, el primero entre los primeros, por encima de toda jerarquía. O reflexionaba o tal impresión producía en el ánimo:

—"¿Conque de suerte que soy un fantasma? Pues no deja de ser espléndido. ¿Un fantasma como Randolph, por ejemplo? Como Randolph, naturalmente, en sus primeros tiempos".

Indagó:

—¿Tú oíste hablar alguna vez de Randolph ?

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La jovencita dijo que no; que le era fiel y que seguiría siéndolo hasta la muerte. Se bajó la falda.

—Pues Randolph era también fantasma. Lo descubrió una vez en el lago, a donde iban a tomar el fresco él y su novia por las tardes. La tarde era gris y muy triste y Randolph le dijo a la muchacha: "Demos un paseo en lancha, ¿qué opinas?" Y su novia explicó, perpleja: "¿Un paseito en lancha? ¿Pero a dónde tenemos la lancha?" El contestó ásperamente: "Ahí, ¿o estás ciega?" Pues bien, has de saber que en efecto no había ninguna lancha y que Randolph y su novia, a pesar de ello, pasearon toda la noche en lancha.

Ofelia se imaginaba el lago, con unos lúgubres sauces llorones y una encantadora noche de luna.

—¡Qué horrible! —prorrumpió, sin embargo.

—-Horrible y bien horrible, desde luego; mas así fue, ni remedio. Y en otra ocasión todavía más dramática... ¡bueno, la ocasión en sí no hace al caso! El hecho es que la novia de Randolph se encontraba escribiendo una carta cuando ¡zas! que se le presenta Randolph en persona. Llena de la consiguiente sorpresa, la muchacha pregunta: "Pero, Randolph, ¿por dónde entraste?" Y él, que sabía de muy buena tinta que era un fantasma, replica: "Por el muro. Desde hace algunos días siempre entro por el muro a mi cuarto".

Ella no concebía que en un mundo tan risueño ocurrieran atrocidades tales.

—¡Calla, Toribio, calla! Me haces sufrir demasiado.

—¿Y por qué he de callar, pregunto? ¿Callaba acaso Randolph? No pienses en mí, si lo prefieres. Haz de cuenta, por ejemplo...

Ofelia abrió los ojos como una rana y se le quedó mirando ateridamente. A poco, estalló en balbuceos.

—¡Que no, que no puede ser, Toribio! ¡Que no quiero olvidarte! ¡Te quiero, Toribio, te quiero, y no me importa que seas o dejes de ser un fantasma!

Y con suspicacia:

—¿O te burlas, verdad, canarito? De seguro que empinaste el codo.

El de los negocios sonrió como un fantasma a quien ofrecen un abanico. Qué simpleza y candor los de su querida. Qué ignorancia más conmovedora. ¿Y por qué no se instruiría la gente, Dios mío? En lo sucesivo le obsequiaría novelas. La contempló con piedad desde una altura escalofriante.

—¡Que no puede ser, Toribio! ¡Que no me resigno, vaya! —insistía monótonamente—. Tú, tú, mi Toribio... ¿eso?

—Yo, ¡eso! —sentenció él, desafiante—. Y en, este mismo momento voy a probártelo.

—¡Por favor, aquí no! Me moriría de miedo.

—Aquí, sí. Exclusivamente a eso he venido.

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Ofelia se fue incorporando sin ánimos, dando hacia atrás unos pasitos hasta tropezar con un mueble. Ningún semblante más lívido que el suyo, ningún otro más adorable y terrífico. Le devolvería los armiños, el tocadiscos, las medias, el aderezo de topacios; se despojaría allí mismo de sus ropas y echaría a correr por las calles, propalando su desventura. ¡Su amante un fantasma! ¡Un asesino! ¿Y para esto había renunciado a su empleo? ¿Para esto se le había entregado? ¿Para esto había consentido en que abusara de ella, siendo como era una empleadita huérfana?

—Aquí, no; por lo que más quieras. ¡Otro día, Toribio, espera! Otro día, de veras; hoy me siento muy cansada.

Había un transporte secreto que Toribio requería los jueves.

—Canarito mío, ven, anda. Dame un beso.

Toribio sonreía lánguidamente, preguntándose con perplejidad qué misterioso destino le aguardaba. También se puso en pie, tirándose con altivez de los puños de su camisa.

—Conque vamos a ver: ¿de qué modo crees tú que podría demostrártelo?

Pensativo, miró de nueva cuenta el cromo, la ancha y soleada ventana, los muros pintados al temple, el canapé forrado de raso, la mesita de cedro con su lámpara anaranjada. Randolph había sido desde su infancia un hombre común y corriente hasta que un día... ¡Pero, no! De momento tal vez le fuera imposible cruzar como él a través de los muros, porque como el mismo Randolph asentaba en sus Memorias "hay cierto período en la evolución del fantasma en que éste aún no se encuentra maduro".

—Te lo demostraré. No te pasará nada.

Sucedió una repugnante pausa. El de los negocios se aproximó a la ventana calculando su altura y Ofelia emitió un nuevo grito, apresurándose de antemano a retenerlo.

—Pero, Toribio, amor mío. ¿Estás loco?

El dio unos pasos todavía, en la actitud del sabueso: lo examinaba todo, seleccionaba. Reparó en ella: oh, qué necio infanticidio. Otra cosa más grácil; algo más inofensivo.

—Verás, verás... ¿qué podrás tener por ahí que me sirva?

¿Y si se resolviera —por qué no— a intentar de una buena vez l del muro? Constituiría para él mismo un grato testimonio. Tan luego saliera triunfante de la difícil prueba, ya no le quedaría la menor duda de que efectivamente era un fantasma maduro, apto para pasear en lancha sobre un lago sin lanchas o para entretenerse por las noches en besuquear a las señoras o para obtener que las instituciones bancarias le otorgasen misteriosos créditos. En cuanto se persuadiera de que en efecto ya no era un fantasma verde, su existencia sería libre, deliciosa y despreocupada.

—Bueno, creo que ya di con ello. ¡Mira!

El de los negocios se mantuvo quieto, rígido y trágico como un sonámbulo en mitad de la encantadora estancia, de cara a aquel impresionante muro a través del cual pasaría su cuerpo como un cuchillo de doble filo. En tanto, Ofelia, cohibida, aterrada, atisbaba encogiéndose en una esquina. A lo lejos tronó el silbato de una fábrica. Por la bahía cruzó blanco, blanquísimo, un transatlántico. En el cielo revoloteaban unas pelícanos y

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se agitaron en los mástiles infinidad de banderitas rosadas. Una, dos; una, dos: hacia el muro.

—¿Listo?

Su querida apartó la vista.

—¡Listo! —replicó él mismo—. Mucho ojo.

Y avanzó un poco más. Se oyó la voz de ella:

—¡Toribio, alma mía!

Otro paso aún. Un nuevo grito.

—¡Toribio, no, no! Toribio... ¡no hagas eso!

El silbato, los pelícanos y un estrépito. Sí, qué estruendo.

—Virgen Santísima, ¿te has hecho daño?

A duras penas el de los negocios alcanzó a apoyarse sobre un codo. Estaba lívido, babeante y rabioso, en tanto Ofelia iba en su ayuda y le cubría de besos el cuello. Le cubría de besos el cuello, los hombros, los párpados. Era un furor el suyo también frenético y reía e hipaba, apretándose contra su cuerpo. Jamás aviador alguno en ninguna guerra sospechó acogida semejante.

—Canarito, canarito, ¡cuánto me alegro! Me alegro tanto de verte bueno. ¿Lo ves, canarito mío, cómo no eres ningún fantasma? Canarito, bésame porque te quiero. ¡Sí, sí, bésame porque te adoro!

Le limpiaba la frente, pintada al temple, y le sacudía los pantalones azul marino, mancillados por el oprobio y la vergüenza de un hombre que no era fantasma. Ofelia reía y lo empujaba hacia el sofá, acomodándole los almohadones, desabrochándole la americana, dejándole sentir el calor de su risa y la tontería de su voluptuosidad enardecida por la hecatombe. Se repetía algo para sus adentros, inclasificable y abstracto. Que qué inteligente. O que qué ingenioso. O que qué hombre tan fornido.

Y Toribio callaba, mordiéndose los labios y mirando con despecho hacia el muro. En el Círculo lo habían humillado y hoy lo humillaba Randolp. Randolph, desde su barca infinita, se reía de él a carcajadas. Y se reían una porción de comerciantes en mangas de camisa, olvidados de sus naipes. Y Ofelia le proponía al oído no sé qué deleites superfluos para un fantasma. Y él, que no era fantasma como estaba demostrado, apetecía vivamente esos deleites. La apartó con desazón, inerme.

—Déjame, te lo suplico. Necesito reflexionar un buen rato.

Sentía una leve jaqueca, como consecuencia del violento golpe.

—Sí, por hoy ya basta.

Un rayo de luz en su conciencia le permitió percatarse al instante de que era un adúltero, un ser concupiscente y sucio, un ser ingrato. Recordó a su mujer, tan regordeta y confiada, sacando lustre a su escritorio de caoba con aquella bayeta gris perla que olía a vinagre y cebolla. Pensó en el señor notario y su esposa, siempre tan

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bien avenidos. Y en aquella criatura inconsistente y frívola que en otros tiempos despachaba hipofosfitos. Y recordó, al pasar, que en la oficina había dejado pendientes de firmar algunas cartas.

—Te he dicho que te sosiegues. Preferiría de momento tomarme una aspirina —Y le apartó la mano.

—Canarito tonto... ¡si lo que eres es un canarito!

Y de improviso, él que se incorpora y grita:

—Muy bien dicho: ¡Canarito! ¿Conque canarito, eh? Porque, después de todo, eso es lo que soy: un canarito. ¡Un ridículo canarito!

Y que contra todo lo establecido en cuestión de hombres de empresa, se arroja sin más ni más contra los almohadones y rompe en espantosos sollozos.

Aquella noche cenaba en su casa el señor notario, su señora esposa y el tinterillo. Y bebían café a pequeños sorbos, según era costumbre en ellos. Mas Jesucristo y los Santos quisieran que en ningún momento se aludiera a los fantasmas. ¡Qué ignominia, su esposa! ¡Qué desfachatez, él mismo! ¡Aborrecía a Ofelia, detestaba su propia lujuria y abominaba de aquel novelista idiota que inventara tan impertinente fábula. A los novelistas y a los pordioseros, como a los orates, debería confinárseles en edificios especiales, apartados del género humano. Y qué irreparable daño hacían esta especie de seres. En realidad, un hombre de empresa que se estimara en algo debería abstenerse de determinados contactos. Sí, todo marchaba bien en tanto a aquella dichosa gente no se le ocurriera mencionar ni de pasada a los fantasmas.

—¿Conque qué dicen de nuevo los fantasmas? —le espetó de buenas a primeras la señora esposa del notario, examinándolo de un modo extravagante como si él fuera el prefecto de un internado de duendes y ella la escrupulosa y tierna madre de uno de los escolares.

—¿Eh?... Ah, vaya, ¿los fantasmas? ¡Nada! —replicó atolondradamente, contemplándose a continuación los zapatos.

—Pero, bueno, ¿cuando menos le gustó el librito ?

—Claro, ¡el librito es espléndido! —aceptó, recobrándose— y le ruego que tan pronto sepa de otro por el estilo me avise inmediatamente.

—Por supuesto que s!. ¡Cuánto me alegro!

La reunión distó mucho de ser animada, pues con frecuencia veíase bostezar a los comensales y conducirse de un modo ambiguo, como si no se conocieran. Comieron bien, eso sí. a excepción del de los negocios, y ya terminados los postres el señor notario se puso en pie diciendo:

—Propongo que juguemos un rato a los naipes.

—¡Bah, tú no piensas sino en los naipes! — le atajó agresivamente su esposa—. Hagamos mejor algo más interesante.

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—En la vida no hay mucho de interesante, querida, si exceptuamos los naipes. Pero, en fin, tú di qué se te ocurre que hagamos.

El notario no era un hombre simpático: todos lo decían. Don Toribio le ofreció un habano.

—Gracias —dijo—, creo que me entraría más sueño.

—Señores: hagamos de una vez algo que valga la pena.

¿Y a usted, tinterillo, qué se le ocurre?

El aludido se encogió de hombros.

—Como no juguemos al escondite —-repuso.

—¡Por cierto que no es una mala idea! —proclamó la del notario—. En un libro que leí recientemente varios pintores y ministros, con sus respectivas esposas, jugaban al escondite una noche y se divertían de lo lindo. ¿Tú qué opinas, querida, jugamos?

Aquella otra dama, tan retraída, ni aceptó ni se rehusó; movió por mover la cabeza y consintió sin alegría. El de los negocios propuso que se echaran un traguito. En realidad, confesaba, hallábase muy deprimido. Últimamente no se había sentido bien del todo y le ardía con frecuencia el estómago. Esa misma tarde en la oficina había sufrido un vértigo.

—Vamos, Toribio, hagamos algo que cuando menos nos haga sentirnos jóvenes—insistía la del hojaldre—. ¿Tampoco a usted se le ocurre nada ?

Admitieron todos que no, que no se les ocurría nada digno de mencionarse.

—¡Un juego, un juego!... Los juegos son siempre tan divertidos. Juguemos, por ejemplo... ¿o es que les da a ustedes vergüenza?

—Por lo que toca a mí, ninguna —observó el tinterillo con sorna.

—¿Lo ve usted, Toribio? ¿Ves tú, querida? Qué deplorable es hacerse viejo. ¡Ea, juguemos sin más preámbulos al escondite!

Se puso en pie de un salto, tirándose del corsé que le desollaba los flancos. —Verán ustedes... La vida humana ofrece tal número de aspectos que resulta engorroso referirlos. Se organizó, pues, el juego a regañadientes de las personas decrépitas. Aquello podía ser divertido, incoherente, fastidioso, risible o dramático; podía ser espeluznante, incluso, si quien lo juzgara fuese un jorobado. La libertad es algo tan delicioso como una flor blanca y perfumada, y el hombre hace muy mal en olvidarlo. El hombre supone que jugar al mus o a los dados es algo perfectamente natural y admisible y, en cambio, ve con muy malos ojos al caballero de frac que se dispone a saltar a la cuerda. Y he aquí que aquella noche, por contraste, el señor notario parecía mucho más joven; el tinterillo, más importante; el de los negocios, más fantasma que de costumbre; su señora esposa se mostraba sonrosada y ágil; y la del hojaldre lucía un particular estremecimiento en los labios, como si se dispusiera a llevar a cabo alguna escandalosa aventura. Echaron a suertes.

—Tú buscas.

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Buscaba la del hojaldre, quien se dispuso a contar en voz alta en un rincón de la sala.

Todo el monte era orégano o, lo que es lo mismo, que sería válido esconderse en cualquier rincón de la casa, exceptuando los jardines. Los lugares elegidos no hacen al caso. Sin embargo, podríamos atisbar si quisiéramos al señor notario acurrucado en la alacena de la despensa, respirando ahogadamente con una repentina punzada en un hombro. Y acechar al de los negocios introduciéndose en un espacioso arcón, como un genuino fantasma. Y a la del hojaldre trepando como un ciempiés a lo más empinado y agreste de una pila de cachivaches. Qué divertido, sí; y qué sencillo. Gradualmente unos y otros sentíanse encantados, afirmando durante los intervalos que la velada resultaría inolvidable. Como si un soplo de juventud bienhechora hubiese irrumpido en la casa, damas y caballeros subían, bajaban, retrocedían, dejaban escapar de cuando en cuando un gritito, se deslizaban bajo las camas, contenían ansiosamente la risa o se introducían en los armarios, pugnando en su desatado entusiasmo por trepar a las cortinas. Y el que buscaba, con el corazón anhelante, subía también y bajaba y se hacía cruces del ingenio de sus amigos, que no aparecían por ningún lado.

—Tú buscas ahora. ¡Me alegro!

—¡Mentira, te toca a ti! A ti fué al que encontraron.

—Que lo diga él cómo no fué a mí. ¡A mi nadie me hace trampas!

—Está bien, yo busco; pero dense prisa.

Desde lo profundo del arca el de los negocios jadeaba, con una indecible amargura en el pecho. Ofelia, Randolph, aquel muro pintado al temple, su amigo ya difunto, él mismo —el más desventurado de los mortales— representábansele como un puñado de engendros aborrecibles, enteramente distintos a aquellos otros seres tan infantiles y claros que eran su mujer y sus amigos. Rompería con Ofelia el próximo jueves; terminaría con Randolp; se entregaría a sus ocupaciones, fantasmas, amor, créditos. Qué horrendo caos el que Dios había creado.

Oyó pasos que se acercaban. Y en lo que llaman el subconsciente: "A que no me encuentran".

Lo encontraron; y buscó él. Era una pieza de cuerda, un ser horripilante sin convicción ni alegría que se movía inspeccionando los muebles, asomándose a los rincones, tambaleándose por entre las sombras, sonriendo sin ganas, estúpidamente. Y aquellos mórbidos muslos de Ofelia. O no rompería. Rompería mejor con la vida, con las normas: como los anarquistas. Si alguna vez por un casual cruzaba un muro, encantado. Y si no lo cruzaba, encantado también. Cuando apeteciera que Ofelia le sorbiese los labios, subiría hasta el sexto piso de su casa. Y cuando no lo apeteciera, se encaminaría al Círculo. Si en el Círculo le guardaban rencor, peor para ellos. Y sí el difunto no se resolvía a disculparlo, a él le tendría sin cuidado. En la oficina actuaría sin miramientos. Y blasfemaría como los carreteros. Se transformaría, no en un estúpido e impersonal fantasma, sino en lo que él, como hombre de empresa, aborreció siempre: en un revolucionario.

Una voz mimosa, imprevista, conocida y estridente lo provocó desde lejos:

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—¡Kikirikí!

Qué idiota. Y más cerca, desde unas inexplorables tinieblas, le llegó un susurro, un murmullo selvático, como si caminando a lo largo de un profundísimo bosque acabara de aproximarse a un arroyuelo. Era un susurro manso, lento, de hojas, de alas, de telas estampadas en lindos colores; y también de páginas, como de páginas de un libro; y de voces, voces no escuchadas nunca en ningún bosque, voces primaverales y lánguidas, mitad voces mitad lamentos, suspiros increíblemente prolongados, no de dolor, de dolor no, sino de un bienestar inefable como si suspirasen los serafines en los calendarios o de pronto se hubiese levantado un impalpable céfiro que arrullase ceremoniosamente los árboles. Atendió. Y de lejos, desde un bochorno de plumas:

—¡Kikirikí!

Se encaminó con inquietud hacia el muro, cruzando a todo lo ancho la estancia. Le sudaba incomprensiblemente la frente. Tenía palpitaciones, náuseas. No sabía por qué, pero pensaba en Randolph de nuevo. Tan incoherentes los novelistas. Tan fatuos. El murmullo proseguía blando y cercano, así, líquido, y, por asociación de ideas, le pareció que una lentísima ola le embadurnaba de sal el ombligo.

—¡Kikirikí! ¡Kikirikí, Toribio!

Al diablo con la otra voz lejana.

Porque si él fuera a fin de cuentas un fantasma, un fantasma verde como una alcachofa... ¡Qué simpleza! Equivocaba el camino. Fue dulcemente, sigilosamente, acercándose al murmullo —o al arroyo, daba lo mismo—. Tropezó con un biombo, titubeó unos segundos. Al fin se detuvo, observando con ojos atentos a través de las tinieblas, que no le decían nada. Naturalmente que el murmullo existía —ninguna ilusión auditiva. Escuchó. Una voz primero: insinuante, vaga. Otra más humana, casi ríspida. Era el diálogo, tan ponderado en el teatro.

—Aquí, no. ¡No seas loco!

Silencio.

—Que aquí, no. ¡Ten más respeto a mi casa! Allá, sí; todo lo que quieras.

Nuevo silencio. El arroyo se detenía, daba vueltas alrededor de un tronco, formaba al fin un delicioso remanso.

—Que no te lo permito, vaya. El viernes, sí. O mañana mismo, si es que tienes tanta prisa.

La voz ríspida enunciaba un nombre de mujer insistentemente y sin descanso, tratando de aparecer trágica y urgente, como sucede también en el teatro con los autores pasados de moda.

—-Basta, no sigas. El debe andar buscando.

Otro silencio. Y unas como risitas.

—¿Pero me quieres, vida mía? —La voz ríspida allí estaba, en el fondo del armario—. ¿Me quieres como cuando nos conocimos ?

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—¡Tonto! Si te tengo aquí adentro, en mí corazoncito.

Todo era como en las praderas, en las praderas de los vaqueros donde al amanecer cantan los gallos.

—¡Kikirikí! ¡Kikirikí, Toribio!

Mas de vuelta al armario:

—Vete o nos encontrarán; esto es una locura. Sí, mira, sal ahora mismo que no debe haber nadie.

Silencio.

—O me haces caso o grito.

—¡Déjame otro poco más, te lo pido!

—Que no seas necio. Y mucho menos eso.

—Estáte quieta. ¿Quien puede enterarse?

—O me obedeces o... llamo a Toribio.

—Ay, te quiero tanto.

—Animal, ¿no ves que me lastimas?

Entonces el de los negocios dio un horrible manotazo y abrió de par en par el armario. Todavía conservaba en su ánimo una remotísima esperanza: los fantasmas.

—¡Salgan de ahí, majaderos! —aulló, sin embargo.

Un pavoroso silencio. Y las tinieblas.

—¡Que salgan, cochinos!

Dio unos pasos enormes —los más largos de su vida— y buscó en el muro la llave de luz. La luz fue hecha.

—¡Insolentes! ¡Adúlteros! ¡Desdichados! ...

Avanzó, se detuvo de nuevo, advirtiendo que el último atisbo de piedad y amor cristianos escapaban de la tierra; admitiendo que la vida era inicua y sórdida, y el destino de los hombres por demás misterioso.

—¡Kikirikí!...

—Abajo, he dicho. ¿Y a ti no te da vergüenza ? ¡Astrosa!

El tinterillo descendió con elegancia, como de una calesa.

—Permítame usted que le explique. Personalmente yo, don Toribio...

Y la que sacaba lustre al escritorio de caoba:

—Por amor de Dios, Toribio; serénate. No es de ningún modo lo que te imaginas.

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Allí estaban los adúlteros pretendiendo convencer al adúltero de que simple y jovialmente jugaban al escondite; tratando quizás de persuadirlo de que un soplo de juventud y alegría, etc.

—¡Don Toribio! —escuchó tras él otra voz sentenciosa y grave. Se volvió: era el notario.

—Déjeme usted —prorrumpió el ofendido ahogadamente, avanzando sin objeto unos pasos.

—Don Toribio, si se lo decía. A mí este juego no me llamó nunca la atención, palabra.

—-¿Qué es lo que usted me decía, majadero ? ¿O lo sabía usted, acaso? ¿Sabía que era yo un cornudo? Los notarios siempre lo saben todo. ¡Idiotas! ¿Y su señora esposa... también lo sabía? Mire, déjese por favor de pamplinas o cometeré ahora mismo una locura.

Hubo un respiro y apareció en lo alto la luna sobre el costado izquierdo de la Vía Láctea. Otro nuevo susurro, pero auténtico: de ramas que sacude el viento o de alguien que se aproxima blandamente sobre una alfombra. Los tres adúlteros tiritaban, sentíanse gravemente turbados y permanecían inmóviles junto al armario como esperando la sentencia de lo alto. Y el señor notario también aguardaba, con objeto probablemente de elevar la sentencia a escritura pública. El tiempo que transcurría. Y de improviso, el notario con voz oficial y de consecuencias:

—Don Toribio... señora: nos permitirán retirarnos.

Y a gritos, durante una buena media hora, por toda la casa en penumbra:

—¡Isabel! ¡Isabel! ¡Isabeeel, ya basta!

Pero Isabel no aparecía.

—¡Isabeeel! ¡Isabeeel... sal, que ya terminó el juego!

No apareció nunca: ni en los arcones, ni en el desván, ni en la despensa, ni en los armarios, ni en el cubo de la basura. El último punto de referencia fue aquel gritito matutino y rabioso que anunciaba al parecer algo horrible:

—¡Kikirikí! ¡Kikirikí, Toribio!

Y después, nada.

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EL MAR, LA LUNA Y LOS BANQUEROS

TREINTA y seis mil toneladas .Dos chimeneas. Invernadero, guiñol, pista de

tennis y cabinas con teléfono. Doscientos cuarenta metros de eslora.

—Mañana a primera hora llegaremos a Hamburgo.

Hacía un tiempo ideal, lucidísimo, podría afirmarse que hasta ostentoso, después de aquella tarde fétida y borrascosa en que el comedor se vio desierto. Fue el orgullo de Mr. Beecher. Parecía rejuvenecido.

—Por lo que toca a mí, el mareo me sienta perfectamente—dijo—y puedo asegurarle a usted que me embarco exclusivamente con este objeto. Por ejemplo, ahora mismo—y aquí un terrífico tumbo— me siento encantado de la vida y con un apetito como no recuerdo otro desde la última Pascua Florida. Conque a ver, sírvase informarme, ¿qué tiene por ahí apetitoso?

El maitre era como un escuálido ciprés en un olvidado cementerio.

—Muy bien, ¡langosta! Pecho de res: aceptado. Riñones a la parrilla. ¿Empanadas de salmón? No sé qué decirle. Aunque preferiría tal vez un rosbif, por si acaso.

Una doble hilera de meseros abúlicos, desocupados, observaba de lejos.

—¿Chablís? ¿Tokay? Tengo un Cháteau...

—Pommard, se lo ruego.

Concluido el almuerzo, Mr. Beecher pidió un café bien cargado, un Luxardo de albérchigo y dos Romeo y Julieta. A continuación estiró las piernas, se contempló los botines, miró por mirar a través de la claraboya y examinó al Capitán curiosamente. El Capitán aparecía muy pálido, con dos lustrosos surcos iguales en torno a las órbitas. Mr. Beecher sospechó que aquel hombre rollizo se sentía humillado. E ingería coles, lo cual no era marítimo. Levantó el índice,

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requiriendo al mesero.

—Otro café con crema. ¡Y unas pastitas!

Las olas batían ruidosa, insensatamente, produciendo una gran confusión en el ánimo. Tan pronto el buque se sumergía en un submarino embudo de espuma como, alargando el cuello, emergía hacia una luz desconcertante, amarilla, de taberna pobre. En la cocina se preparaban a toda prisa zumos de timón y toronja. Mr. Beecher los veía transportar escaleras arriba, sosteniendo entre sus labios el mondadientes. Qué especial sonrisa.

—¿Y francamente supone usted que esto amainará pronto ?

El maitre se inclinó sobre la claraboya a tiempo que un imprevisto bandazo le hacía guiñar ingenuamente los ojos.

—Desde luego—suspiró. Tampoco su color era apetecible.

Mr. Beecher se incorporó, entreabriendo las piernas como un grumete, y sonrió durante un buen rato.

—¡Cuánto lo siento! —dijo.

Durante la mayor parte de la tarde Mr. Beecher se entretuvo en pasear por las cubiertas, observando sin interés a los pasajeros enfermos, acurrucados, de los cuales lo único positivamente interesante y vivo eran sus náuseas. Setecientos ochenta mareados. El bar era otro cementerio. Se aburría. Como quien no quiere la cosa, escuchó a alguien que barboteaba:

—Oh, es un tipo extravagante.

Y a poco:

—Yo diría que es un banquero.

Mas durante la noche, alrededor de las once y media, fue amainando el temporal y asomó en lo alto la luna. Mr. Beecher experimentó con el silencio un terrible desasosiego, como si alguien en un acceso de crup hubiese cesado de gritar o tocar el saxofón estúpidamente. Se dió cuenta de que le zumbaban los oídos. Hacia la madrugada, el Celeste Aída navegaba en un mar expresamente coloreado para burócratas y enamoradas. A ambos lados de la inmensa nave entrechocaban infinidad de pececitos voladores y otra suerte de calamares parecidos a las mariposas. Tal cual nube oportuna, de contornos indefinidos, hablaba al hombre en tono ambiguo de la importancia estéril de aquel espacio —desolador y hermoso. El comedor nuevamente se pobló de agradables sonrisas, de mujeres embetunadas, de comerciantes dispépticos, de periodistas, excelencias y visionarios con el estómago vacío. De nueva cuenta era preciso embriagarse con las digestiones.

—¿Y usted cómo la ha pasado?

—Mal, muy mal; pésimamente. Le aseguro que mi familia me encontrará desconocido. Y usted, ¿qué tal?

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—-Es el peor temporal que recuerdo. Aunque mañana estaremos todos en casita y lo habremos olvidado.

—¿Radica usted en Hamburgo ?

—Yo, en Copenhague. ¿Y usted?

—Yo voy a Neuchatel, afortunadamente.

Los meseros iban y venían. Terminó el día. Al crepúsculo ¡oh, tardes de Bohemia! sonó la orquesta.

Sometimes l'm happy

Sometimes l'm blue

Lucy, en su vestido violeta, entornó los párpados con melancolía.

—¡Oh, qué canción tan antigua!

Después, examinando al trasluz su brebaje, tarareó entre dientes, que eran húmedos e iguales:

My disposition

depends on you

A tantos nudos la hora. Y qué categórica sorpresa —su marido. Su marido allá, como en otros años, en el muelle, tropezándose con todo el mundo, atisbando con los prismáticos, secándose el sudor y las lágrimas, ceceando. Agitaría el brazo, se desabrocharía el chaleco, le mostraría el pañuelo. Y en cuanto se le reuniera. Porque hay vejestorios que tienen vello en la rabadilla. Hombre insípido, gotoso, primario. Apostaría Lucy a que ese día llevaba también los calcetines de seda a rayas.

—No nos veremos más, Lucy. ¡Qué ignominia!

Aquel joven protestante le apretaba con destreza las rodillas por debajo de la mesa. Con su camelia encantadora en la solapa y su digno aire distraído.

—Porque la amo, la amaré siempre con un amor distinto a todo lo establecido. ¿Por qué ha de ser necesariamente la última noche? ¿Por qué el hombre no dispone de algún medio para rebelarse y triunfar del tiempo? ¿O es que siempre, fatal e inevitablemente, hemos de ser esclavos del tiempo?

Era una mujer lánguida; todos lo decían. No hablaba: miraba únicamente. Y tan exótica. Ideal, bajo cualquier punto de vista, para un transatlántico de gran lujo o una ventisca en los Alpes.

Hacia la medianoche, desplegó los labios.

—Qué tedio, ¿se imagina?

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Todo en ella era importante, misterioso, envilecido. Como si hubiera dicho: "Nuevos transportes, nuevas violetas. ¡La vida escapa, amigo mío!".

En su borrasca de alcohol cruzó por entre las mesas dando traspiés un hombre rechoncho, con el cabello rojo y el cinturón suelto. Detrás de él, una mujer también rechoncha, de ojos saltones y grises.

—¡Jack, Jack, repórtate! ¡Jaaack!

Sería inadecuado que devolviera el estómago allí mismo.

—Jack, amor mío, ¿qué te propones? Ven conmigo a cubierta.

El borracho vomitó el mar, lo cual es de cierta trascendencia.

—¡Me muero, esta vez sí me muero, querida! Te lo prometo.

Ella sabía que mentía; lo había prometido otras veces por San Silvestre—anualmente.

—Estoy acabando, mira.

—Bajaré a buscarte las sales.

—No quiero sales. Quiero que mires.

¿Qué le mostraba? ¿Acaso su enorme y cremosa boca abierta o aquello que resignadamente el mar se tragaba? Le apretó con una mano el cuello: en señal de afecto.

—Otro poco, anda. Esfuérzate. Ya sabes que eso te mejoró siempre.

De pronto, Jack abrió inverosímilmente los ojos, extendió en cruz los brazos y buscó en la oscuridad vertiginosa a su mujer querida.

—Nos hundimos, te lo dije... ¡Socorro!

La mujer se apartó de él, dio unos pasos indiferentes y se tendió en una silla de tijera. Aquellos zapatos plateados, qué vergüenza. Lo primero que haría en Hamburgo, a la mañana siguiente, sería comprarse otros. Con tal y que por esta vez no saliera encinta.

Amaneció el día gris, áspero, como si del fondo del imperturbable océano se elevara un humo inflamable y pesado. En lo alto, a través de la verdosa niebla, destacábase un sol enfermizo, bilioso y desganado. Las aguas eran también pesadas, indolentes, viscosas. Ah, sí, el reloj: todos lo sabían —las ocho y veinte. Tan pulimentados y lindos los baúles. Las cubiertas, solitarias —porque quién más quién menos había olvidado empacar algo a última hora. A última hora la endiablada llave que se oxida. Y la maquinilla de afeitar, que no se te olvide. No, no, esa muda no merece la pena: al mar. ¡Buen viaje! Y que ojalá nos esperen ellos en el muelle. Imagínate, parece que fue ayer; el tiempo vuela. Pero que él cuidara en tanto de los niños. ¿Y vas a guardar por fin el impermeable? Bien, aquí tiene usted mi tarjeta, caballero. Le telefonearé en cuanto me instale. Listo, ya pueden cerrarlo todo. Listo, listo, listo.

El reverendo, apoyado en la borda, apretaba entre los dientes un alfilercito. Se soltó la bufanda.

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—De un momento a otro veremos tierra. El otro hombre miró hacía allá, sin interés especial que digamos. Había cruzado el Atlántico demasiadas veces e indistintamente a una orilla u otra jamás nadie lo había esperado. Suspiraba entonces por Dakota: un mes o dos, y de regreso. Las nubes lo entretenían, tan ecuestres, cabalgando indecorosamente sobre el horizonte. Cruzó una dama de sombrero.

—Disculpe usted, ¿tiene hora?

Se apartó el alfiler de los labios y extrajo un reloj de los llamados de oro puro.

—Las diez y cinco, señora.

La dama observó al reverendo, después al mar, otra vez al reverendo y chasqueó la lengua. A continuación, se alejó en silencio como sobre una pradera.

El Segundo de a bordo había anunciado:

—No llegaremos sino hasta las cuatro. Ha habido un ligero desperfecto en las calderas.

El almuerzo fue aburrido, especialmente silencioso, como el mismo día de la partida. Que desde cuándo estarían ellos en el muelle, los pobrecitos. Que muy bien que un metrónomo o el motor de un automóvil se descompongan. ¡Deberían limpiar bien las calderas o lo que fuera! Sí, él por su parte había advertido ya una anormalidad en la marcha: navegaban a media máquina. Por la espuma. Era una espuma sin entusiasmos, formando sobre la proa un abanico menos seductor y compacto que la víspera, como si el mar se hubiera endurecido. Mas ella no tenía la culpa y nadie podía echarle en cara que hubiera perdido el apetito. Tenía la pueril ilusión de merendar en casa. "Buenas tardes. ¿Cómo encontró América la señora?" —el portero. Y el aroma de los pastelillos dorados, calientes, con su respectivo pezón de cereza. El caso es que aquel Celeste Aída resultaba un carromato. Y aquella música insulsa; tan conocida. "¡Y tan meliflua!"—completó ella. ¡Tierra!—una vez. ¡Tierra—siempre el mismo desencanto. Con el mar uno nunca sabe. Y las chimeneas de Hamburgo altas, cordiales, despidiendo humo. Por fortuna no había niebla; porque de haber niebla a tales horas la sirena estaría tronando incesantemente. Demasiado excitante e incómodo. ¿Recuerdan ustedes aquel film? El hecho es que la brújula o algún otro instrumento les estaba jugando una broma.

Fué monótona la tarde, cayó la noche y una agrupación desesperante de estrellitas rojas apareció en el firmamento. El pasaje en masa miraba atónito a la oscuridad impenetrable. Todos a una banda, en el sentido de Hamburgo. De pronto, una jovencita linfática, con un caimán de cristal en los cabellos, emitió un curioso gritito y rodó desmayada por entre las sillas. Fue el anuncio. Quien la acompañaba, otra mujer diferente, se volvió con una mueca hacia el auditorio.

—¿Pero qué miran ustedes, estúpidos? ¡Lo que convendría que miraran es eso!—y señaló el mar. Todos miraron—. ¿Por ventura, ven algo?

Un jovenzuelo contestó negativamente. —¡Pues entonces! ¿O todavía no se han percatado de que nos hemos perdido?

En seguida rompió a reír de un modo como hasta la fecha nadie se había reído en el Celeste Aída.

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Que bajaran ellas a las cabinas. Los hombres, como en las emboscadas y otras confusiones, investigarían. Después de todo, no era para alarmarse. Una demora... Perder la serenidad constituiría una atrocidad lamentable. Siempre es un recurso el siglo: la radiotelegrafía. Sin embargo, resultaba deprimente y sospechoso aquel loco empeño con que tocaba la orquesta.

Un caballero con el bastón en la mano se aproximó sin decisión al violín primero:

—"Los Patinadores", ¿serían tan amables? Tengo a mi señora enferma.

Los rumores más disparatados comenzaron a rodar de puerta en puerta, semejantes a lindos globos de colores que Barrabás en persona lanzase clandestinamente desde los retretes. Rostros pálidos, sarmentosos, añejos, como en un monasterio. Strauss, ¡oh, música del demonio! Transcurrían las horas.

—Lo que ocurre es que estalló la guerra. El Capitán ya recibió órdenes.

—Está usted en un error, permítame. Sucede que navegamos sin timón. ¡Baje, si gusta, a popa y observe operando a los buzos!

—Telegrafiaré al Comisario de Hamburgo; es mi tío. No creo que haya dificultades.

—En la cabina de al lado hay un cardíaco y convendrá no sacudir de ese modo las toallas.

—Pues en la mía hay una dama histérica.

—¡Encallaremos! Tengo ese presentimiento.

—-¡Auxilioooo!

No obstante, pasada ya la medianoche, la mayor parte de los pasajeros consintieron en bajar a sus cabinas tras la aseveración confortadora del Capitán, un hombre de un metro sesenta, gran jugador de poker:

—Les recomiendo calma, señores, mucha calma. El mar siempre fue así y no tiene remedio. Aunque bajo mi exclusiva responsabilidad expongo: que mañana a tal y tal hora, cuando aún no despunte el alba, nos encontraremos sanos y salvos en los muelles de Hamburgo.

Y a la mañana siguiente, pasada ya el alba, el mar quieto, inmune, aborrecible. Comenzaron los casos. Por lo pronto, ningún caballero se afeitó ese día. Protestas en voz baja, suspiros, gratos recuerdos de familia. Notábase a simple vista que durante la última noche nadie se había desvestido. Mirando al mar, desatábase en el ánimo una interrogación angustiosa: ¿Y Hamburgo? ¿Dónde está Hamburgo? Parecía un sueño o, mejor quizá, el relato de un sueño. Presagios de insurrección en el camarote del borracho.

—¿Se están burlando?

—¡Exigiremos una explicación! Recogeré firmas.

—¡La policía! ¡Haga usted el favor de avisar ahora mismo a la policía! Esto es lo que les hace falta.

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—SÍ mi mujer da hoy a luz, pongo por caso ¿quién se hace responsable?

—¡Abajo el Capitán!

—¡Al abordaje!

Las mujeres ofrecían un aspecto por demás voluptuoso.

—Nos violarán a todas, probablemente—pensaban.

Al segundo día, se tomaron providencias culinarias: suprimidos los riñones. Solamente unos arenques ahumados y cierto insípido arroz a la cubana con galletas.

—Pedimos, al menos, que se calle la orquesta. Esto no satisface a nadie.

Las conversaciones se tornaron graves, significativas.

—¿Eh?

—No, sí. Como usted quiera.

El bar se llenó de borrachos, lo cual constituía un espectáculo impertinente a semejanza de una soleada y risueña casita atiborrada de avispas.

—Si se hundió Europa, me alegro. Así volveré antes a Dakota.

—¡Que beban también las mujeres! Nos entretendremos.

—Doy por bien empleado el pagaré con tal de no volver a pisar Viena.

—¡Y yo! ¡También yo la conocí personalmente!

—¿A quién conoció usted, permítame?

—¡A Sara! ¡A Sara Bernhardt, lo sostengo!

—Sospecho que es usted un mentecato. Quien la conoció fui yo en Deauville una noche.

—¡Y yo, y yo también, repito! ¿Con qué derecho? Llevaba unos calcetines guinda.

—¡Que beban, pues, las mujeres! ¡Que beban! ¡Viva!

Los meseros subían y bajaban transportando garrafas de ron, botellas de kirsch, jerez y ginebra. El champagne lo servían con cucharones. Lindos cocktails azul marino, verdes, anaranjados. Y ponches ardientes que se trepaban a la cabeza como una espuma envenenada y misteriosa.

—-Vea usted a ese tipo. ¡Bravo! Eso es lo que procede.

Mr. Beecherf contra la borda, arrojaba al mar billetes de a cinco libras. Los billetes volaban, ascendían y descendían, ascendían de nuevo y emprendían al cabo un peculiarísimo vuelo parecido al de las grullas.

—Todo el numerario al agua. ¡Al agua con los yugos!

Era un hermoso grito de libertad en el océano solitario. Las monedas de plata y cobre saltaban unos segundos sobre el oleaje y se perdían. Hamburgo, los familiares y una

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apetitosa bandeja de pastelillos con cereza. Apostaría Lucy a que su estupefacto marido llevaba puestos aún los calcetines a rayas.

—¿De quién es esa carita, amor mío?

No siempre el Tiempo triunfa.

Cierta noche bajó el Capitán al salón de lectura y reunió en torno suyo a los pasajeros. Fue un acto solemne, impresionante y definitivo que concluyó en gritos de histeria y carcajadas. Dijo:

—Señores: lo lamento en el alma, pero Hamburgo se ha perdido.

Sollozó una voz:

—¿Hamburgo ha dicho ? ¿Y mi familia?

Le gritaron traidor, canalla, insignificante. A continuación, se organizó una fiesta —cierta especie de suicidio tácito.

—¡Que traigan las serpentinas!

—Yo a usted la conozco, señora; lo cual no impide que por esta vez nos acostemos juntos.

—Me acostaré con mi marido, sí usted me lo permite.

—¡Eh, los globos!

—Tenga usted cuidado con ese juguetito. Es de los que estallan.

—¡Ja, ja! ¡Ja, ja! ¡Jaaaa!

No había antecedentes en la historia política de los hombres de una insurrección semejante. Tan heroica.

—Y tan auténtica —gritó alguien.

Una locura colectiva, espiritual y sutilísima, llena de sentido, se apoderó de aquellos seres. Algo semejante en cierto modo a un jardín encantado con tritones, fuentes iluminadas, extrañas flores y especialísimos vapores, que se meciera seráficamente sobre las aguas. Un jardín, digamos, de reformadores sociales cuya ansiada hora había sonado.

—¡A palacio! ¡Muera el tirano!

¿Qué significaba el Tiempo? El tiempo, por única vez en lo que iba de historia, sería destronado. Se reían de los meses, de los años bisiestos, de cualquier cómputo.

—Al agua con los relojes. ¡A ellos!

Ayer, hoy, mañana, un calabrote —daban lo mismo. No era, como podría suponerse, un desesperado tributo a la muerte, sino un homenaje sencillo y cálido a la vida. No un desencanto o una función derrotista, sino la fisiológica vida que ululaba a través de aquellas cornetas. Alguna vez se habló de la Ética, del verdadero sentido del hombre.

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—¡Pues que vivan los bosquimanos y muera la Reina! ;Que mueran la Reina y su Terranova!

—Pellizcos, no; se lo suplico.

—Pues a mí me encantan los pellizcos y lo pellizcaré a usted, caballero, cuantas veces quiera.

—-Lo felicito, amigo. Su mujer es algo de lo más complaciente que he conocido. ¡Nadie lo hubiera dicho!

—Vaya, me alegro. Yo también lo felicito.

Rodar, extraviarse—era sencillo. Inmediatamente después lo pisoteaban a uno.

—¿Y los niños, Jorge, y los niños ?

—Bien, ya muy crecidos.

—Pero, Lucy, ¿es posible lo que estoy viendo?

—-¡Más globos! ¡Que traigan más globos!

—Lucy, ¿me oye usted o no? ¿Qué significa esto?

—¡He dicho que los globos! Garcon, le estoy hablando. ¡A esta señora se le han terminado ya los globos!

—-Bueno, no estamos en un corral, me imagino.

—Caballeros... ¡Damas y caballeros!

—Silencio. Quizás diga algo importante.

—Cúbrase usted, Lucy, al menos. Se lo ruego.

—¡Caballerooooooos!

Como en toda conmoción humana de consecuencias, subsistían los retrógrados, los oposicionistas, los que confiaban estúpidamente en llegar a Hamburgo. Tronó una bofetada: en lo que cabe, se hizo silencio. Un caballero canoso, de frac, con la nariz enrojecida, se inclinó perplejo. Ante él se veía a una dama altiva, con el brazo en alto.

—-Traiga usted acá eso.

El caballero se mantenía inmóvil, petrificado.

—¡Traiga usted eso, lo exijo!

Imploró él con la mirada, con su mirada de perro. Tal vez el sofocón le pareciera excesivo. Había sido en lo general hombre honesto y de buenas costumbres.

—Que me devuelva lo que es mío. ¿Qué se propone?

Vaciló él, procurando extraer algo sumamente misterioso de debajo del chaleco. Desistió, por último.

—¡Que me lo devuelva!

—¡Que se lo devuelva!—sonó, remota, una voz timorata.

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—Devuélvaselo usted—gruñó un vejete.

—¡Que no se lo devuelva!—gritaron todos.

—¡Que me lo devuelva!

—¡Que no, que no, que no se lo devuelva!

—¿Me lo devuelve de una vez o...? ¡Resuélvase!

—¡¡No, no, no!! ¡Que no se lo devuelva nunca!

Qué deplorable y a la vez impetuosa algazara. Entonces el caballero se irguió, avanzó uno o dos pasos y contempló agriamente a la dama. La dama lo contempló a él recíprocamente.

—Perfectamente—dijo; y todos comprendieron que él sí era un banquero—, se lo devolveré a usted ahora mismo. ¡Señora: aquí tiene su repugnante prenda!

Acto seguido y, sin que nadie pudiera preverlo, se arrojó valientemente al mar.

Oh, aquella inusitada calma en los subsecuentes días. Sobrecogía el ánimo. Una tarde se anunció públicamente:

—Es la última copa.

Lentas y miserables sombras recorrieron las cubiertas. Hombres barbudos, despeinados, feos. Sombras inhumanas, taciturnas, especies de delincuentes en receso. Miraban, sonreían, pasaban: especialmente en los amaneceres. Y la sirena del buque, en virtud de la niebla. Los niños habían enflaquecido, se aburrían. Lloraban inacabablemente, pesarosamente, con hipo trémulo, sujetos a las faldas de sus adúlteras madres. La palabra mamá en tan impresionantes espacios sonaba a sarcasmo. Ellas enrojecían, se contemplaban sus pecadores dedos, atisbaban a sus mandos por si habían escuchado aquello. El mar sucesivamente era más innoble y opresivo, como si todos los ríos de la tierra hubiesen trocado el agua por aceite de ricino. Qué silencio. Unas pisadas, otras; estornudaban. Escasamente alguien conservaba ánimos para jugar los párpados. Y qué juego tan desatinado, sin ritmo. No se bañaba un alma; no se peinaban, no se cortaban las uñas. Las mujeres exhibían unas canillas hirsutas, velludas, en absoluto abandono. Y de súbito, un sobresalto: Hamburgo. Resultaba una esperanza: Hamburgo o Trieste. O el cabo Matapán. Con el mar nunca sabe uno.

—¿Preferiría té la señora? O si la señora lo apetece nos queda un poco de agua azucarada.

La señora parpadeaba, sonreía, dejaba caer como dos lombrices sus brazos. Y su sonrisa era enigmática e insulsa, de convaleciente.

—¿Es el limón para la señora ?

Servían limones, bananas, mandarinas, agua con hielo. Y al mediodía, un huevo frito. Por las noches, dos ristras de nabos.

—¿Ve usted al Sobrecargo? Pues tenía seis hijos en Colonia.

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—Un paso más y perderá el uniforme. ¡Jesús, qué hombre tan flaco!

—Más flaco está usted, caramba. ¿O desea verse en un espejo?

Otras sombras diferentes, desperdigadas, vagaban de noche. Nadie se ocupaba. Iban también, venían, regresaban, se detenían empinándose peligrosamente contra la borda.

—Perdone, ¿sería tan bondadoso de proporcionarme una gillette, aunque fuera usada?

La sombra lo devoró con sus cuencas.

—Idiota —y siguió su rumbo.

En ocasiones, sonaban unas melancólicas voces —los de tercera. Tratábase de un puñado de setas, con pensativas pupilas de rana, que interpelaban desde sus cuchitriles a la eternidad del firmamento. Como de costumbre, esperaban ser redimidos por los de primera. Cantaban y se ofrecían por unos marcos a mostrar sus fastidiosas e improvisadas aptitudes. Un pedazo de pan, de Gruyere. Les dijeron:

—El dinero se fue a los abismos.

—¿Y el pan con queso?

—Se lo comieron todo.

El caballero del bastón se abrió paso por entre los atriles.

—"Los Patinadores", ¿serían tan amables? Mi señora se ha puesto otra vez enferma.

Un mundo en ruinas, boquiabierto, como una revolución de tantas. Mr. Beecher detuvo a un oficial alto, de hombros caídos.

—Comandante, es preciso de una buena vez hacer algo o sucumbiremos todos.

Daba a sospechar el marino con sus pupilas estrábicamente quietas.

—¿Se han comunicado? Por lo menos, infórmenos, ¿hacia qué rumbo navegamos ?

El oficial prosiguió inmóvil, exactamente como sus pupilas. Se bamboleó un poco, aspiró algo en su pañuelo y apretó los labios. Qué mirada.

—Le estoy hablando, Comandante. ¡Tengo derecho!

Silencio. Mr. Beecher lo sacudió por un hombro, consiguiendo que se desplomara.

—¡Oh, oh, yo no pretendía!... ¿Se lastimó usted, mi Comandante ?

Estaba muerto.

Nuevas sombras y alguien que se chapuzaba a deshora en las aguas negras, famélicas. La luna parecía cada noche más baja y el viento más inquietante.

—Sí, sí, el Comandante también. Sobre cubierta.

—¿El Comandante dijo usted ? ¿Y quién era ése ?

—Mr. Beecher lo asesinó esta tarde.

—¿Asesinaron a Mr. Beecher?

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—Asesinó él, lo que es distinto.

—Mr. Beecher asesinó a su esposa. ¡Me lo temía!

Era un lenguaje deslavado y tedioso, poco menos que ininteligible, compuesto aparentemente por vocales. Un verbo exótico y empalagoso como si hablaran desde un embudo cien o doscientas bocas desdentadas.

—¡Amón! ¡Amón! ¡Una lona de amón!—por Cristo; las jotas ya no las pronunciaba nadie.

Muertos por inanición: ciento cincuenta. Veinte suicidios. Extraviados: media docena. Comatosos: noventa. Y aquella desconocida de Verona que se lanzó por la borda: “M'hai chíamato?"—y depositó en el vacío su valija. A continuación, se depositó ella misma. Mr. Beecher apartó la vista con repugnancia. Cierta tarde de abril —recordaba— había visitado Siena.

—¿Y del lunes a acá... como cuántos?

—Alrededor de seiscientos.

—¿De pesadumbre o famélicos?

—De impaciencia, la mayor parte.

—Cuénteme, eso me interesa.

El Celeste Aída en tanto navegaba.

—Sí, por favor, cuénteme. Es esto tan aburrido.

Aparecían tendidos en los sofás, suspendidos en los mingitorios, degollados en las vidrieras o simplemente risueños, incómodos, estúpidos, asomados a las claraboyas de sus camarotes. Por lo general, pronunciaban Hamburgo y aventuraban la mueca.

—Del quinteto sobrevive el saxofón únicamente.

Que si querían que les ejecutase algo. Un muchachote fuerte, con la barbilla partida. Había sido futbolista, leñador y relojero. Acababa de componer una canción sobre Hamburgo, que el Capitán exigía se la hiciera sonar todas las noches. ¡Bum, bum, bum, Hamburgo! ¡Bum! ¡Bum! El Capitán le añadió el estribillo. ¡Bam, bam, Hamburgo!

—Desearía confiarle un secreto: el Antiguo Continente, comprendiendo el mar de Azof, ha desaparecido.

Un moribundo que deletreaba a Tennyson alargó el cuello.

—¿Eh ? —se desplomó a lo largo.

—Y en cuanto a América, parece que no hay muchas probabilidades, que digamos.

—Me lo esperaba; pero, ¿cómo explicarse eso?

—De un modo bien sencillo: algo relativo en un principio a Orson Welles y a la fuerza centrípeta.

El que interrogaba hizo un aspaviento.

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—¿Me escucha usted? Porque de lo contrario no merecería la pena...

—Claro que le escucho —otra mueca.

—Pues que la fuerza centrípeta obra, según entiendo, de este modo: un buque—el vacío. Otro buque—otro vació. Dos buques —dos vacíos. En nuestro caso, dos vacíos y un buque. ¡Aquí estuvo el error!

—¿Y de Orson Welles qué me cuenta?

—Ah, éste es un tema muy escabroso. Recordará usted que...

—Perdone, voy a morirme.

—Como usted guste.

Así sucedían las cosas, sencilla, espontáneamente,

Pero una tarde Mr. Beecher se encontró solo. Desagradable, en efecto. Convendría, como medida marítima, cerciorarse en primer término de si el buque navegaba. A tantos nudos la hora; correcto. En los salones, ni un alma. Las clases inferiores, clausuradas. El bar, a semejanza de un furgón viejo y cenagoso. Aunque quizá en las cabinas... Mr. Beecher llamó a una puerta, a otra; varias. El mar altivo,—inconmovible, pálido. Insistiría, no obstante. Podría darse muy bien el peregrino caso de que los pasajeros durmieran. El fastidio, bien visto, resultaba ya de la peor especie.

—¿Se puede?

Le pareció adivinar que roncaban. Empujó la puerta. Un manotazo imprevisto le obligó a retroceder súbitamente para sonreír al cabo, sin saber a qué atenerse.

—-¿Se puede?

Procedería con la mayor cautela.

—¿Se puede?

Un hombrecito añejo, necrológico, envuelto en una sábana parda, lo contempló desde su litera. Tenía en la boca un termómetro y se limaba las uñas.

—¡Disculpe!

Más adelante, en el recoveco de un pasillo, le salió al encuentro un mocosuelo chato, a gatas, que se detuvo al verlo.

—Chiquitín—le dijo—, ¿y tus papas cómo se llaman? Pero el que gateaba, sin replicar a Mr. Beecher, se puso a dar saltos alocadamente y a hacerle señas con un dedo.

Mr. Beecher admitió reflexivamente que la travesía prometía, en efecto, resultar un poco extraña. Investigó otro poco, lo preciso. Y aquel desconcertante individuo, en el inodoro, escribiendo febrilmente a máquina. Le intrigó, es claro, el saludo de una dama:

—Que pase usted muy buenas noches, cristiano. ¿Ya se enteró de que Lázaro el de María ha resucitado?

En una apretada cabina, del tamaño de una ratonera, se apiñaba un grupo de canónigos.

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—...Y en verdad en verdad os digo que esto es muy incómodo. ¡Si nuestros pobres padres nos vieran!

Había un regular número de pasajeros en estado contemplativo o agónico; nadie sabía. Refunfuñaban, gemían o pedían agua por lo bajo, sin expresión que mereciese la pena.

—Discúlpeme que le esculque. ¿Puede saberse adonde dejó el mapa?

Atendió a un sorprendente diálogo.

—Por Dios, qué es lo que hace usted. ¡Si me está pisando los rábanos!

—Piso donde Dios me lo permite. En todo caso, es mi patrimonio.

—Pues regrésese a su granja o, cuando menos, invíteme en su carricoche.

—Le invitaré, si tenemos tiempo. Y en cuanto al yen que me obsequió ayer en la tarde, excúseme que se lo devuelva. ¡Es falso!

—No es falso, se lo aseguro. Es de muy buena cosecha.

—¿Y si no lo fuera, como usted afirma, tendría acaso en el reverso esta corona?

Sucedió un angustioso silencio. Mr. Beecher mantuvo allí su quijada.

—¡Ja, ja! ¡Ja, ja! Naturalmente que es falso. ¡Ja, ja! Y todo por las malditas empanadas que se chamuscaron.

Lo inaudito era que la mayor parte de los supervivientes se enclaustraran, que lo miraran hostilmente y en son de desafío. Era un bochorno insufrible como si Mr. Beecher, y de un garrafal manotazo, hubiese hecho trizas Hamburgo. Como si él, un hombre de buen apetito, fuera el culpable de todo.

Por debajo de una puerta entornada salía humo. De un rojo extinguidor de incendios colgaban un corsé y unas medias grises, enjabonadas.

—¡Al canapé! ¡Al canapé! —-escuchó por alguna parte.

A los que fallecían, si no eran de complexión robusta, los arrojaban al mar por las claraboyas. Tratábase de un ceremonial sencillo, conmovedor y humilde inspirado en los motetes de Bach.

—Empuje otro poco, caramba. ¡Cualquiera diría que de verdad hoy nadie ha comido!

Intervenían los deudos—si los había. Otros prestaban testimonio.

—Y que lo abriguen bien, ante todo —gimoteaba de lejos la viuda—. A usted, Mr. Ringside, se lo digo. Que lo arropen, eso es, la bufanda.

Inopinadamente se abrió una puerta y apareció en el vano un hombre desdibujado, flaquísimo, con las piernas azules y frías.

—Mr. Beecher, Mr. Beecher... —imploraba con cierto misterio.

Accedió él, aproximándosele. En el fondo era complaciente.

—¿Puede, puede—y qué voz tan angustiada—, puede desde algún punto de vista, Mr. Beecher, aceptarse que esto sea Hamburgo?

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El interrogado miró: era un peine.

—Lo dudo mucho—adujo.

—¿Y que este lindo maletín de entretiempo, este maletín comprado en Sussex por diez chelines, sea caro?

—El maletín—observó Mr. Beecher-—me parece de lo más económico.

El desconocido sonrió, se mantuvo pensativo y prorrumpió con énfasis:

—Oh, muchas gracias, Mr. Beecher. ¡Consérvelo usted, se lo ruego!

Mr. Beecher sospechó que el maletín no le sería muy útil. Tenía tres, por si fuera poco; uno de piel de cabra.

—Se lo agradezco infinito, pero...

—Yo se lo obsequio, palabra. ¡Es usted un caballero de lo más simpático!

—De ningún modo, me avergonzaría.

—Tómelo usted, lléveselo. ¿Por qué se azara? En dado caso, podrá devolvérmelo en cuanto lleguemos a Hamburgo.

Mr. Beecher aceptó el maletín e intentó unos pasos en dirección a su cabina. Deleznable mundo. En realidad, la broma resultaba ya pesada. Ocasionalmente, por lo menos, se ocuparían de él los periódicos. Y qué perseverancia la suya. Consomé, pavo con mermelada, ragú de ternera. Era un menú apetitoso. Y después del café pedía siempre dos habanos. ¡Extra! ¡Extra! El Celeste Aída perdido. Sorbiendo el café, a varias millas y con las pantuflas puestas, se solazaría la gente. Los niños mirarían a los buques con estupor idiota. "Eh, tú, mira: pues así se hunden. En el crepúsculo". Aunque él no había asesinado al Comandante. De antemano el comandante se hallaba bien muerto. Y qué hacer con el maletín. Posiblemente Mr. Beecher fuera el único que había desempacado. Que era un excéntrico, no lo negaba. Que lo miraran de soslayo y lo detestaran, ya era otra cosa. Lástima de viaje. Pero subiría por lo pronto a charlar un rato con el relojero del saxofón, si existía.

—¡Eh, oiga usted, cuidado! Pero ¿de qué se trata?

Un hombretón barbudo como un Judas, grandioso como un paquidermo, con los bíceps tatuados, acababa de retenerlo.

—Caballero, ¿está usted burlándose? Que me lastima...

El desconocido lo apresaba bestialmente como pretendiendo triturarlo. ¿Que lo acompañara? ¿Y a dónde? No por cierto.

—"Es el delirio del hambre" —pensó Mr. Beecher. Y se desasió. Por primera vez en cuarenta años sintió miedo.

—¿Que lo acompañe? ¡Demonio! Hablaremos. Sepa usted que yo...

Tiraban de él, lo estrangulaban.

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—Si emplea usted otros procedimientos —dijo—, es posible que le escuche. ¿Qué desea? Comprenda que no es esta la forma. ¡Yo también soy un pasajero!

Entonces, sin más ni más, el hombre de los brazos tatuados lo aprisionó como una boa por el cuello.

—¡Salvaje! Si está usted loco, lo siento. ¡Suélteme, suélteme o...

New York, Hamburgo, Trieste. ¡Extra! ¡Extra! Todo a una vez y en un relámpago. Lo del Celeste Aída olvidado. Así es el hombre. Y otros nuevos buques surcarán los mares. Tralará. Tralará.

—¡Asesino! ¡Asesino, suélteme! ¿Qué se imagina usted? Es que yo también puedo...

Escuchó inadvertida, muy distintamente la sirena. Fue un gruñido seco, ronco y alarmante que provenía del vientre mismo de aquellas aguas insoportables. Hubo un pitazo singularísimo y otro pitazo escalofriante. Trató de escapar del asesino, del horrendo bulldog tatuado. Escapar, huir escaleras arriba. Si pidiera auxilio —admitía— firmaría su sentencia. O dicho de otro modo: lo devorarían. Aunque tal vez le cupieran en el maletín las corbatas. Dio un traspié contra el hombre. Ah, y sepan ustedes, mis queridos amigos, que por ningún motivo les recomiendo los transatlánticos; suceden cosas curiosas. En Curazao, una vez... Sí, mister. Pero gritaría —qué remedio. Tantas frivolidades como estaba pensando. Gritaría así, con la boca abierta. E infló el tórax. Después se arrojaría al mar, en todo caso. Y aquí están muy bien probadas las desventuras de no perder jamás un buque.

—¡Auxilioooo! —pero con voz ahogada.

Percibió un nuevo pitazo. Y miró a lo lejos por entre el humo marrón y grasiento de las claraboyas. Torres, torres, centenares de cúpulas sombrías e inmóviles, como manzanas asadas. Inmóviles, no; cedían, se aproximaban. De un momento a otro se estrellarían contra el casco de la nave.

—¡Suélteme, por piedad! ¿De qué me acusan? Yo no asesiné al Comandante. ¡Puedo probarlo!

Alargó el puño descargándolo con saña sobre un semblante canino, humedecido, espantoso. De la nariz chata comenzó a manar sangre; una sangre especial, delicadísima, que le arroyó a Mr. Beecher por el cuello y le chorreó de clarete la camisa. De qué horrible mal gusto es el tatuaje. Y le daría un rodillazo en la ingle. Un áncora y dos corazones. El hombre es un ser sin ningún sentido de la armonía. ¡Bim, bam! ¡Bim, bam! La sangre le manaba al paquidermo en espeso chorro.

—¡Suélteme... eh, cuidado... vea usted! ¡¡Las torrees!!

Oyó: Hamburgo, buenos días. Después varios grititos y risas. ¿Iban a golpearle? ¿A golpearle a él y por qué causa? Conque aquello era un puño. Y aquello otro una dama de luto. Baúles que pasaban. Y alguien frente a él de blanco, de blanco. Entonces se le nubló todo, aunque alcanzó a descubrir a un caballero rechoncho, probablemente masón, con un traje gris sport y un distintivo en la solapa. Eh, eh, usted, con permiso. Otros nuevos hombres de blanco. Y suficientes niños que trajinaban. Numerosas personas saludaban en el muelle. Oh, guárdense, por piedad, los pañuelos; el llanto me

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afecta. ¡Jeremías... aquí! ¿Cómo quedó la familia? Y con qué desproporcionada facilidad lloran a veces los hombres. La escalera o escala allí estaba. Esas dichosas escalas de los barcos que tabletean como ametralladoras. Pero, bueno, que se refirieran a él cuando decían: "Bájenlo por aquí" O: "Usted, sujételo" —no estaba muy claro. Las calles ahora— qué novedad. Largas avenidas sin término que a nadie le hacían ninguna falta. Le suplico a usted, mocosuelo, que conduzca de un modo prudente o de lo contrario se le chamuscarán los neumáticos. Y algo ajustadísimo que le desollaba los hombros. Que le quitaran cuanto antes aquel impermeable que no era suyo.

Y a voz en cuello:

—¿Por qué sudo?

De suerte que aquella esfera negra, inhumana, era su esposa. Enhorabuena.

—Querido, no está bien que llores.

El impermeable, por favor. Era una ignominia.

A la mañana siguiente, desde su estrecha y risueña ventana, Mr. Beecher pudo contemplar sin sobresaltos la salida del sol y los jardines. También unos muros altos y deslavados, perfectamente desconocidos. Y en los muros, cayendo sobre la avenida, unas azuladas campánulas. Y en las campánulas, corno es de rigor, el rocío. Pero de qué inesperada forma le dolían los huesos.

Su mujer, en una esquina, le leía el periódico que a Mr. Beecher, por cierto, no le decía nada. Evitando que ello pudiera afectarle de algún modo, la mujer se saltó unas líneas: Movimiento marítimo. Hamburgo. Sin novedad, el Celeste Aída.

—¡Pues sí que estamos divertidos, señor magistrado!

Dicho lo cual se apartó de su ventana, examinó con interés el muro, después el techo y se fue ajustando con toda calma el cuello ilusoriamente almidonado de su linda, flamante e inmaculada camisita de fuerza.

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LA SEMANA ESCARLATA

FUÉ a mediados del mes de marzo, un sábado en la mañana —frío, nublado—, cuando apareció en la página editorial del principal diario de la ciudad el artículo que diera nombre y apellido a aquel misteriosísimo período de siete días que desató en la población el más grave estado de incertidumbre y alarma de que se tenía memoria. Negras, opulentas y funerarias letras de una pulgada de altura anunciaban al público que el bautizo se había verificado: "La Semana Escarlata".

El pueblo, alentador sumiso de toda suerte de cataclismos, aceptó el patronímico con gusto y en cierto modo con orgullo. Todos los posibles infortunios, las conmociones de peso, las calamidades humanas deben ser presididas por títulos adecuados que correspondan en intensidad y fonética a la gravedad misma de la catástrofe. De este modo y, por deducciones muy lógicas, la víctima se siente reivindicada, enaltecida, justificada, digamos, en su sangrante tortura.

"La Semana Escarlata" implicaba, pues, de hecho algo especialmente importante que expresaba a maravilla el terror e incertidumbre en que vivía la ciudad por aquellos días. Incluso, en el extranjero llamaría la atención él asunto. Y eso estaba bien, desde luego. Como que aligeraba la angustia, exhibiendo abierta la herida por donde una ciudad de noventa mil habitantes respiraba ahogadamente, con los dedos helados de frío.

Comerciantes y lecheros, abogados y amas de cría, plenipotenciarios y cadetes, agentes de Bolsa, verduleras, sintiéronse como por encanto transportados a un reino diferente y nebuloso donde la vida y la muerte, el viento y la lluvia, los pagarés y las flores ofrecían aspectos ignorados y misteriosos. Los rostros perdieron su habitual mueca de fastidio, ennobleciéndose con unas cuantas líneas de abstracción y recogimiento. Un silencio especial presidía las tertulias y aun los teatros. Una dignidad

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aristocrática caracterizaba a las escenas callejeras. Los más simples desahogos de la burguesía —el cobro de una factura, un accidente automovilístico, una boda— ofrecían al espectador aguzado cierta dolorosa renuncia, un íntimo orgullo heroico, sumisión fatal al Destino. Haber sobrevivido a la trágica Semana Escarlata significaba de por sí ya un título. Haber sido comparsas de tamaño acontecimiento implicaba una superioridad manifiesta sobre el resto de los transeúntes del globo terráqueo.

El sábado anterior a aquel sábado nublado y frío, otro sábado sin nubes, azul y cálido, los periódicos llevaron a cada hogar de la ciudad en alarmantes titulares negras la zozobra de un tenebroso crimen cometido en las circunstancias más inexplicables. Cierto conocido profesionista, de reconocidas buenas costumbres, había sido hallado muerto sobre su lecho con una atroz puñalada en el costado izquierdo. Mas el hecho que inquietaba a la policía era el siguiente: tanto la ventana de su alcoba —un tercer piso— como la puerta del propio cuarto aparecían herméticamente cerradas por dentro. Se verificó el entierro, se iniciaron las pesquisas del caso y fueron varios sospechosos los detenidos. Mas no hubo tiempo para otros aspavientos.

A la mañana siguiente, en titulares todavía mayores: "Dama de nuestra mejor sociedad estrangulada proditoriamente en el interior de su automóvil. Será la autopsia la que revele los puntos oscuros que preocupan a la policía". Y unas líneas más abajo: "Perfiles pasionales en el estrujante suceso". Veinticuatro horas más tarde, sin embargo, la edición extra de la noche llamaba la atención sobre un nuevo desaguisado: "El tercer crimen consecutivo de la semana. Un niño de extracción humilde cobardemente sacrificado en los suburbios de la ciudad. Su cadáver es rescatado del río. La sociedad pide justicia". El martes fue un día blanco, excepción hecha del fenomenal incendio que destruyó totalmente la fábrica de sillones dentales "Sandoval y Cía.". Agrio fue, en cambio, el desayuno del miércoles: "Docena y media de perros callejeros recogidos a primera hora de la madrugada con los cráneos destrozados". Y al sexto día: "Anciano evangelista muerto y enterrado en el jardín de su casa. El victimario, indudablemente un perturbado, deja al descubierto sobre la tierra la venerable y macabra calva del occiso. Ninguna huella". Y por fin, el mismo día del editorial: "La célebre y prestigiada sastrería de Gómez Hnos. visitada por los cacos. Ochenta y cuatro trajes robados que aparecen más tarde colgados en un árbol en céntrica avenida".

La voz popular se alzó a una, acusadora y enérgica contra la ineficacia de la policía. Hubo renuncias, promesas, atisbos de crisis política. Oficialmente se anunció a la población que sus habitantes hallábanse gráficamente a merced de un enajenado. El público aceptó el veredicto, mas nadie se sintió satisfecho.

Tan pronto caía el sol y las nocturnas sombras invadían el espacio, hombres, mujeres y niños se enclaustraban entre sus muros, permanecían al acecho de cualquier indicio y se pasaban la noche tiritando de frío. Se objetaba, en tanto, que sí como afirmaban los peritos tratábase indudablemente de un perturbado mental, la propia perturbación de su mente lo impulsaría a cometer reiterados errores. ¿Cómo admitir, entonces, los testimonios policiales que denunciaban la invulnerabilidad del asesino? ¡Ningún error! les respondían; ni el más leve rastro. Negras tinieblas, como la noche misma, envolvían a aquellos inexplicables excesos, realizados sin razón ni objeto por los cuatro puntos

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cardinales de la ciudad escarlata. Ágil, alada, en sucesivos vaivenes, la Muerte se columpiaba caprichosamente sobre las indefensas cabezas de los ateridos ciudadanos.

El detective Galisteo, al frente de una parvada de agentes menores, fue designado comandante en jefe de la frenética cruzada. Tratábase de un hombre alto, ponderado y activo, gran experto en Criminología, de precisa inteligencia y aspecto por demás sombrío. Una vez efectuado el nombramiento, se dispuso a ordenar el material archivado y verificar los trabajos del caso, cotejando minuciosamente por espacio de días y noches los datos que le suministraban sus subordinados, quienes recorrían la ciudad en secretas e inquietantes misiones.

Hubo tres días de tregua inusitada, sin que se reportaran novedades de índole criminal en ninguna de las dependencias. Sin embargo, al cuarto día reapareció la mano del delincuente.

Mas, por esta vez, trasladémonos preferentemente al lugar exacto de los hechos, juzgando el macabro suceso por nuestros propios ojos:

"La señorita Laura X, frondosa, jovial y despreocupada muchacha de 19 años, que habita una pequeña casa en los suburbios de la ciudad en compañía de su tío, el profesor de música Rómulo Pimentel, de 58 años, soltero, hipocondríaco, es llamada por teléfono a las diez en punto de la mañana. La voz del impaciente novio al audífono. Su voz de ella, a la recíproca,.Oh, un baile de Carnaval —tan delicioso y sugestivo. Pero ya veremos. ¿Que aquella misma noche? No iba a ser fácil, así de golpe. Sin embargo, su tío accede, la señorita Laura va al peinador —localizado posteriormente por Galisteo—, ordena sus ropas, se baña, se limpia las uñas, perfuma sus axilas y parte. Son las nueve y cuarenta y cinco de la noche. Una clara noche de luna. El baile es allá, a treinta calles de distancia, sobre el sector norte de la ciudad. El novio —bajo, rubio, petulante— luce una flor marchita en la solapa. Ella dice—lo recordaría, si viviera:

—Qué flor tan estúpida has elegido. ¿Qué significa eso ? —Y ríe.

El detiene un taxi y arroja la flor al pavimento. El ojal de su solapa permanece entreabierto, como un pardo ojo adormilado. Las avenidas oscuras. Todo huele bien. Y la señorita Laura y su novio se apean. Un parque privado. Suena la música. Pudieron beber más de la cuenta o no, mas bailaron tanto como les permitieron sus fuerzas. Lindos jardines, igual que en las estampas de Viena: farolitos, serpentinas, claras fuentes por entre los macizos y tropeles de mamarrachos haciendo cabriolas. Laura se sentía transportada. Un vals.

—Creo que ya debiéramos marcharnos. Mi tío...

El novio luce ahora otra flor nueva y un trozo de serpentina. Ella, un plateado gorro de almirante. Transcurre el tiempo. Y de súbito, un disfraz ante ella: el enigma. ¿Quién es? ¿Cómo es? ¿Qué pretende? Tan divertido. La sigue a lo largo de toda la pieza. Por entre unos cartones lívidos y sucios, dos ojos apasionados y oscuros. El profesor duerme, la señorita Laura baila y el novio siente que una inefable espuma se le sube a la cabeza. La estrecha; linda, breve vida.

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—¿Salimos?

Ella comprende. El es joven; también ella lo es. Siente un pájaro en el pecho. Joven, joven. Se instalan en una banca. Donde no haya estruendo. El la atrae, tiene prisa.

—Bésame.

¿Por qué no? Mas la señorita Laura advierte algo: un breve ruido de hojas a su espalda, un aliento. Se mueven unas ramas, no hay duda.

—¿Qué tienes?

Miedo. Tiene miedo. Fueron demasiadas miradas durante aquella danza, demasiado entregarse con sus ojos al desconocido. Su novio ya no existe; existe alguien tras ella, amenazador e incomprensible. El dice:

—Pues iré a buscarte una copa de vino para que te animes. ¡Qué rara estás esta noche!

Cuando el novio desaparece, la cara gris se presenta. Ya lo sabía ella. Y que la toman así, por su tibio brazo, huyendo. Recuerda algo de golpe: los periódicos. Va a gritar, mas se lo impiden atenazándole la boca. Y un pensamiento fortuito: "Van a asesinarme". Besos, besos, a través del cartón humedecido. Labios fríos —sin vida, deduce ella. No se entregará, si de esto se trata. Pierde el gorro de almirante, su novio no regresa con las copas. Se sofoca, la ahogan. Y comprende que su vida está en peligro.

—Dime, ¿no sientes la Primavera?

Y algo helado, punzante, que le atraviesa el pecho. A poco, un líquido caliente que le desciende hasta el vientre. Fuente roja y abundante de la cual el asesino bebe. Me estoy muriendo —dice, cree. Palpa su sangre, ya sin fuerzas. Y se abandona. Mas al abandonarse, se desmaya. No obstante, tiene noción de que trisca la hierba porque no ha llovido en mucho tiempo y alguien escapa a toda prisa. Después, un embudo de rostros adustos en una sala desconocida. Giran, hablan, abren los ojos. Quieren saber algo; ella dice lo que puede:

—Chaleco—Y se muere sobre la plancha".

Eran días lúgubres aquellos, los de la segunda semana escarlata, como, si también el cielo con sus pesadas nubes de plomo pretendiera estrujar aún más los espíritus. Quién habla de orgullo durante las crisis humanas. La vanidad de los héroes es posterior a su miedo; la sonrisa, posterior a la mueca. Olvidado el tono altivo del editorial del sábado, una congoja inaudita dominó a los corazones. Galisteo y sus secuaces trabajaban noche y día, bajo unas lámparas amarillas que les protegían la vista. Examinaban papeles, huellas y más papeles de nuevo. En torno a ellos, el más desalentador misterio, como un espectador solitario por entre los cortinajes. Decididamente la lucha iba a ser ardua.

Fueron hechos de menor importancia los que siguieron a la violación y muerte de la señorita Laura. La desaparición de una pequeña estatua en un parque, la repulsiva

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presencia de un asno en el domicilio del Encargado de Negocios, el robo de una panadería. Comenzaron a aparecer en la prensa nacionalista pintorescas caricaturas alusivas a la ineptitud de la policía.

Mas he aquí que en el curso del duodécimo día que siguió a la Semana Escarlata, el cartero llamó violentamente a la puerta de la oficina de Galisteo. Un agente recibió el mensaje y lo trasladó sin demora a su jefe. Sobre una pesada mesa de roble, rodeado de innumerables papeles, Galisteo examinaba lo que en términos penales se denomina el cuerpo del delito: la trágica máscara gris del suceso de Carnestolendas. Galisteo apartó su vista de las dos cuencas vacías que lo miraban y sostuvo entre sus dedos el sobre, en el cual aparecía una breve caligrafía femenina. Dudó, hizo señas a alguien de que se retirara y se dispuso a leer. Concluido el primer renglón, se detuvo. En seguida, se puso en pie. Aproximó la carta a la luz amarilla, tornó a sentarse echando atrás su cuerpo y se limpió el sudor de la frente.

—¡Indignante burla! —fue su reflexión primera. Mas terminó la carta, que decía:

"Estimado señor Galisteo:

Hastiado de mí y de usted, sin ánimos para dar término a mi Segunda Semana Escarlata, vengo a ponerme a sus órdenes, que es ponerme a las órdenes de la horca y la justicia popular. Desisto. No me conozco bien, mas espero que usted sí me reconocerá oportunamente. El crimen es abominable y no se lo aconsejo a nadie. Le aseguro formalmente que, hasta la fecha, no he experimentado el menor transporte; y lo siento. Demasiado comprometedor y sucio el asunto. Yo asesiné a la señorita Laura, yo asesiné al anciano evangelista y asesiné a más de otras personas a esa docena y media de canes astrosos que me seguían por las calles en mis infortunadas correrías. Usted cree en los símbolos; yo, no. Creo en la música y feliz el mortal aquél que logre algún día apresarla a una roca y deleitarse para siempre con ella. Lo saludo, amigo Galisteo, y lo espero, si no tiene nada mejor que hacer, el sábado a las ocho en punto de la noche. Abajo encontrará usted mis señas. No falte, ¿verdad?

Rómulo Pimentel".

Galisteo dio un salto, soltando sin proponérselo la extravagante carta. Rómulo Pimentel: tenía ese nombre como un clavo hundido en lo más secreto del cráneo. Rómulo Pimentel: había sospechado de él en un principio, aunque después lo había olvidado. ¿Sería posible? Pero, no; era infantil la denuncia. El mismo, Rómulo Pimentel, se le había presentado hacía unos días para decirle:

—Mi sobrina Laura ha sido asesinada. ¡Exijo justicia cuanto antes!

La casa del profesor era un minúsculo edificio cuadrado, de una sola; planta y rodeado de un jardincito insignificante donde crecían algunos rosales y enredaba sobre la tapia posterior una vieja madreselva. El salón de música —que él pomposamente así llamaba— estaba constituido por una regular estancia en mitad de la cual, como un catafalco, alzábase el monumental piano de cola. Sucesión obsesionante de estatuitas

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blancas, con los semblantes adustos de una treintena de músicos célebres, campeaban por repisas, consolas y mesitas de tres patas. Funerarios y gigantescos cromos, también de compositores inmortales, ornamentaban las paredes. Un viejo mantón chino, color crema, ocultaba piadosamente las raspaduras y deterioros del piano, sobre el cual la difunta Laura cuidaba de conservar frescas media docena de rosas, cuyos pétalos al desprenderse constituían uno de los más sonoros estrépitos en la silenciosa casa. Raídas e incoloras alfombras acrecentaban el palpitante misterio. Largos y oscuros ventanales permitían ver desde afuera el aletear impreciso de las cortinas. Y en el portón, de madera roja, abría su boca un fauno, quien anunciaba con voz austera a los escasos visitantes que llegaban. El eco, poco agradable, hacía vibrar ligeramente la aguja del metrónomo, siempre abierto sobre el piano. Por su parte, el piano, y como característica general, rara vez sonaba.

Galisteo, a las ocho en punto de la noche del sábado, levantó por la quijada al fauno y llamó a la puerta. Simultáneamente, el profesor Pimentel, de riguroso luto, se incorporaba en su escritorio. Una criada, de rostro ambiguo, mostró al detective el camino a la sala. Cinco minutos exactamente tardó el profesor en salir, avejentado, muy pálido, con una turbia mirada de foca que conmovió justificadamente a Galisteo. Deplorable traza la suya. El detective examinó su chaquetón ajado, su barba sin afeitar, sus pardas manos huesosas y aquellos cabellos blancuzcos que se le adherían fuertemente a las sienes. Tras estrechar la helada mano que le tendían, se sentó. Y se sentó el profesor, emitiendo un gemido. Si Pimentel se hubiera asomado a la ventana habría descubierto sobre la acera a tres sigilosas sombras, llenas de significado, que iban y venían muy al pendiente de la casa. Una débil luna en lo alto dotaba de cierta irreal movilidad a las sombras. Galisteo, sin ningún preámbulo, extrajo la carta y se la alargó al profesor.

—Recibí su carta —dijo— y aquí estoy. ¿Tiene usted inconveniente en leerla ?

Con la mayor parsimonia, Pimentel se caló sus anteojos de miope e inició la lectura. A Galisteo le pareció advertir que su interlocutor palidecía. Transcurrió el tiempo. Al cabo, el detective aventuró.

—¿Y bien?

—Esta carta no es mía —repuso, perplejo, el profesor, devolviéndosela—, ¿Cuál es el objeto de todo esto?

Galisteo se sintió más confiado y sonrió.

—Indudablemente la carta es suya y usted no puede negarlo, aunque aparezca escrita por una mujer. La caligrafía en sí es lo de menos y de ello nos ocuparemos posteriormente. Existen pruebas en mi poder que lo atestiguan y le aconsejo adoptar por lo tanto una actitud reflexiva y justa. Hable usted, lo exijo.

El profesor Pimentel, sin despojarse de sus anteojos, miró curiosamente al visitante. Ni el más agudo psicólogo habría logrado deducir de su expresión el más leve indicio. Una serenidad imprevista acababa de asomar a sus ojos.

—La carta no es mía, repito, y lamento en el alma que le jueguen a usted esta clase de bromas.

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En seguida sonrió y preguntó a su visitante si apetecía un anís. Este no osó replicar, aduciendo en cambio que en virtud de su negativa se vería obligado a exhibir las pruebas y demostrar de un modo objetivo que la carta sí era suya. Por fortuna —reflexionaba—, conservaba el trozo de papel, propiedad del profesor, y sobre el cual Pimentel durante su explosiva visita a Galisteo había asentado sus generales. El papel, con su correspondiente membrete, era justa y alentadoramente el mismo que en la actualidad le mostraba.

—Con mil perdones —insistía el otro—-, pero está usted en un error. Se me acusa, sospecho, de algo tan peregrino y estúpido que de no tratarse de un asunto de tamaña envergadura me echaría a reír a carcajadas la noche entera. ¿Yo el asesino de mi sobrina ? ¿Yo el azote y terror de la ciudad entera? Discúlpeme, señor Galisteo, pero usted me sobreestima —Y meneó repetidamente la cabeza, esbozando una mueca de amargura.

Fué una entrevista poco común y por demás deprimente. Incluso, durante una de tantas pausas, probó a insinuar el profesor si al detective no le agradaría escuchar algo de música. E hizo ademán de incorporarse.

—El hecho —lo interrumpió éste— es que su actitud me impele a tomar medidas de otro orden. Perdóneme. Provisionalmente, y durante tantos días como sean necesarios, permanecerá usted confinado en esta casa bajo mi exclusiva custodia. ¡Mis agentes particulares se encargarán de ello!

Y el profesor que prorrumpe:

—Encantado, señor Galisteo. ¡Es lo que más deseo en este mundo!

No fue muy grata la despedida, puesto que el detective no se detuvo a estrechar la mano que aquél le ofrecía, ni éste, a su vez procedió a acompañar al visitante a la puerta como era lo debido. Ambos dibujaron una leve reverencia y se separaron. A través de los visillos, Galisteo creyó descubrir en la penumbra el rostro del profesor mirando hacia la calle. Seguidamente cayó de lo alto una negra sombra en el interior de la alcoba y todo quedó en tinieblas. El detective examinó la puerta, habló enérgicamente con sus sabuesos y regresó a su oficina. Las tres sombras se desperdigaron e iniciaron su trabajo en torno a la casa de Pimentel. Transcurrió la noche.

A la mañana siguiente, la primera ocupación de Galisteo fue encender un cigarrillo y comunicarse a la Inspección, con objeto de investigar si había sido reportada alguna nueva de última hora. El informe fue de "sin novedad" y nuestro hombre sonrió. Otra noche más y una tercera, ésta de viento y lluvia, noche también blanca en aquellos tormentosos días escarlata. Progresivamente reanudaba la ciudad su ritmo, en tanto que Galisteo acariciaba el triunfo, como Si jugueteara entre sus dedos un hermoso gatito blanco, con un cascabel al cuello. Mas, hombre de singular experiencia, no se precipitó. Lacónicamente se concretó a informar a la prensa:

—El asesino está a buen recaudo, pero hasta dentro de algunos días no será posible decidir nada.

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Confinado entre sus muros grises, el profesor Pimentel enflaquecía por causas secretas y extrañas, tal cual si una misteriosa enfermedad lo fuera minando. Escasamente probaba bocado, permanecía largas horas inmóvil y, a juzgar por el testimonio de los agentes policiales, la luz en su cuarto no se apagaba ni por un momento durante la noche. Cinco o seis veces diarias le llamaba Galisteo desde su oficina.

—¿Se siente usted bien, profesor?

—Pésimamente —expresaba el otro—. Sospecho que voy a morirme.

—Cuánto lo siento. Pero, ¿desearía recibirme hoy?

—No tengo por qué recibirle. La carta no es mía y usted me hace víctima de su crueldad. ¡Dios lo castigará!

Los comentarios de la prensa acerca de los terríficos sucesos disminuían sensiblemente hasta quedar reducidos a pequeñas informaciones secundarias donde se aventuraba que el asesino había huido del país, esperándose en cualquier momento que hiciese su aparición en alguna población del extranjero. Un respiro de alivio acogió a la prometedora noticia. Se reanudó la vida activa, despreocupada y sencilla. Los enlutados y enfermos no despertaron ya ningún interés en la calle y un sol radiante, como en las primeras etapas del mundo, inundó de oro las avenidas, los parques y el interior de las casas. El sentido de heroicidad se hizo más ostensible, a semejanza de un gigantesco ejército que tras morir de terror en las trincheras desfila gloriosamente al compás de la música y entre el griterío de las mujeres.

—Señor Inspector: bajo mi palabra de honor le prometo que el asesino estará mañana sin falta en sus manos.

Y al cuarto día de reclusión e ilusiones, en el lugar más visible de los diarios: "El temible monstruo vuelve a hacer de las suyas y con mayor lujo de crueldad, si cabe. Desconocida arrojada a una atarjea y machacada después con un rastrillo. Su estado de mutilación impide toda identificación al respecto".

Galisteo fue llamado urgentemente a la Inspección, donde se celebró una entrevista que duró varias horas. Acto seguido y, precedido del propio Inspector, mas un puñado de agentes, se dirigió al domicilio del profesor Pimentel, comprobando que los sabuesos ejercían el tercer turno de la jornada. Cuando la criada apareció tras el portón entreabierto, Galisteo preguntó malhumoradamente:

—¿El profesor?

Le replicaron:

—El profesor se halla en cama desde ayer muy gravemente enfermo.

Sin embargo, se abrió paso de un empellón y pasaron los visitantes hasta la propia habitación del enfermo. En efecto, el aspecto de éste no podía ser más deplorable. Reclinado contra las almohadas, envuelto el cuello con una bufanda raída, los ojos en el fondo de las órbitas, más que un temible asesino semejaba el más abandonado y triste de los moribundos. Una tos seca y continua, que hacía tintinear el vaso sobre su mesita, produjo en el ánimo de los recién llegados la más amarga de las impresiones. A

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través de su camiseta de lana, dos brazos sarmentosos se alzaron implorando clemencia, al par que sus grises labios convulsionados esforzábanse por proferir algo o ahogar un grito. El Inspector se mantuvo firme, sin pronunciar palabra, y después examinó a Galisteo de arriba abajo. Inmediatamente, previa nueva inspección al enfermo, dio media vuelta en redondo, tropezó con un mueble y ordenó a quienes lo acompañaban:

—¡Síganme!

En el trayecto continuó en silencio. Un silencio de rencores, de odios y presagios, precedido de unas miradas de enloquecida ira, miradas rabiosas o frías de criminal nato, que hicieron estremecer a Galisteo. Codo con codo, en la penumbra del automóvil, mientras afuera caía la lluvia y los voceadores de periódicos anunciaban las recientes nuevas, los agentes policiales no quitaban ojo al Inspector, quien sin lugar a dudas los condenaría a muerte. Al apearse frente a su oficina, el Inspector emitió un gruñido y desapareció tras una puerta. Tímidamente, los demás lo siguieron. Más tarde, paseando a lo largo de la sonora estancia, se limitó a expresar unas cuantas palabras:

—Quedan ustedes despedidos. ¡Todos!

Y con un ademán de la mano rubricó el informe.

Transcurrieron los días. Un hombretón extranjero de barba roja y extraño nombre substituyó a Galisteo. El doctor, kilómetros más adelante, predecía en voz tenue el próximo fin del enfermo. La prensa, sin omitir detalles, propaló el vergonzoso escándalo policial dando nombres y fechas, lo que hacía más sensacional el suceso. Tal escisión en el corazón mismo de la policía provocó un pánico mayor aún, si cabe, en todos los sectores de la urbe. Por irremediablemente perdido se dio el caso y en ciertos pasquines clandestinos adosados a los muros pedíase la inmediata renuncia del propio Inspector y otras personalidades mayores. Se optó, en vista de ello, por amordazar de algún modo a la prensa, restringiendo ciertas alarmas. Sin embargo, las noticias continuaban ocupando páginas y más páginas. Nuevos crímenes, incendios, violaciones. Por ejemplo, mencionábase aquella mañana la sorprendente noticia de que en un apartado rincón de uno de los cementerios locales había amanecido una mesita puesta, con dos botellas de champagne vacías, mas los restos de lo que parecía haber constituido un opíparo banquete. Al otro extremo de la ciudad, una mujer enloquecida de espanto fue detenida sobre el andén de la estación ferroviaria al asegurar que en el interior de un vagón se hallaba el feroz asesino. Y al aportar datos, describía con minuciosidad asombrosa al desdichado profesor Pimentel. Más allá, un viejo carricoche de caballos trotando al galope por las nocturnas callejuelas arrollaba a un grupo de transeúntes, causándoles gravísimas lesiones, para desaparecer después —aseguraban— envuelto en una gran nube de fuego. Los forasteros eran cuidadosamente interrogados y comprobados sus pasaportes. En cuanto a los residentes, obligábaseles a portar consigo su documentación correspondiente. Y pasó el tiempo, que todo lo aclara.

Galisteo, melancólicamente, paseaba por los cuatro puntos cardinales de la ciudad, atrás las manos y la barbilla sepultada en el pecho. De ordinario tomaba por calles solitarias y oscuras o se instalaba por espacio de varias horas en el primer cafetucho

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que encontraba a mano, donde permanecía sin levantar la vista trazando sobre el mármol de las mesas incomprensibles jeroglíficos. Otras veces, río abajo, miraba con pasmo correr las aguas turbias —mirada quieta y vaga de desocupado. No experimentaba rencor alguno contra el Inspector, sino una indecible compasión hacia si mismo, como si acabaran de dejarlo en cueros sobre la acera en tanto que una multitud de niños malvados se burlara de él ignominiosamente. Por los diarios se hallaba al tanto de los últimos acontecimientos. Mas, sucesivamente, el profesor Pimentel continuaba preocupándole. Ni él mismo acertaba a explicarse lo que le ocurría: su entendimiento siempre claro y activo confundíase ahora de un modo lamentable, procurándole un singular estado de ánimo. La presunta culpabilidad del profesor le atenazaba las sienes, no alcanzando, por otra parte, a puntualizar ni remotamente esta culpabilidad. Pimentel había sido confinado, vigilado estrechamente por sus agentes, más tarde había enfermado y, al parecer, ahora, agonizaba. Concedía, pues, la razón al Inspector por su justa ira, y, a su fracaso, toda la magnitud imaginable. No obstante, las pesquisas de sus sucesores no prometían de momento ningún éxito. Entonces sorbía el café con lentitud y golpeaba pensativamente la mesa. Fuera —lloviera o no— percibía una ciudad abandonada y digna de ayuda.

Acababa de lanzar la prensa la noticia de un nuevo suceso escarlata, cuando Galisteo, dejándose llevar por un misteriosísimo impulso, resolvió ir a visitar al profesor de música. Fue un proceso fugaz, pero muy curioso éste, mediante el cual sintióse íntima y espontáneamente ligado a la vida de aquel hombre, cuya simple mención deprimía o exaltaba su ánimo. Fatales y enigmáticos yugos atábanlo de pies y manos a su cabecera de enfermo, advirtiendo que una secreta e inevitable amistad establecíase gradualmente entre ambos. Cierta nostalgia de no sabía qué hechos olvidados o por venir impulsábalo a buscar su compañía y permanecer a su lado unos minutos. Quizá el simple hecho de estrecharle la mano o alargarle un vaso de agua le aliviaran su inquietud. El escuchar su voz, en fin. Y fue, como en otra tarde, haciendo retumbar la casa con el aldabonazo frío del fauno.

Como se lo temía, el profesor Pimentel aparentemente agonizaba. Bañada en sudor la frente, inmóvil entre las almohadas sucias, el moribundo observó al detective desde lejos. Sobre las ropas, en absoluto desorden, aparecían los diarios de la víspera. Largo tiempo se mantuvo Galisteo en silencio, comprendiendo por la actitud del enfermo que su visita no era del todo oportuna. Mas, a poco, Pimentel entreabrió los labios para expresar algo muy doloroso relativo a su soledad actual, tras el asesinato de Laura. La trágica desaparición de su sobrina—afirmaba— habíalo dejado en mitad de un pequeño escollo contra el cual batían hambrientas las olas.

—Pero la vida no me preocupa —añadió después—, no me preocupó nunca. Cuando era joven, tampoco entendía muy claramente qué tendría que ver yo con todo esto.

Y luego, al percatarse de que el visitante extraía y volvía a guardar un cigarrillo:

—Oh, fume usted, se lo ruego, nunca se abstenga de nada.

Frente a frente callaban los dos incomprensibles amigos sobre los cuales se columpiaba la Muerte en dulces y ágiles vaivenes. Se sentían próximos y extraños, presentes y ausentes; muy curioso, por cierto.

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—Aguardaba con tal ilusión su visita, que me habría mortificado vivamente el que usted se olvidara de mí en estos momentos—explicó más tarde, silabeando.

Galisteo fue a objetar algo. No le dejaron.

—Lo estimo de veras, señor Galisteo, porque es usted una persona honesta y decente. ¡Realmente los dos somos dignos de la mayor conmiseración y lástima!

Después suspiró, dejando caer hacia atrás su cuerpo.

—Pero vea usted, la gente es cruel y necia, aunque... ¡bueno, nadie tiene la culpa de semejantes cosas! ¿No le parece ?

Un dilatado silencio sucedió al breve diálogo. El detective intentó ponerse en pie, comprendiendo que la visita no tenía sentido. Lo más probable es que el enfermo se sintiera importunado con su presencia, esforzándose por mostrarse amable. Mas, de marcharse ahora mismo, jamás volvería. ¿Con qué fin? Resultaba estúpida la situación aquella. No obstante, algo semejante a un delicado estado hipnótico continuaba reteniéndolo a su lado, prendido a aquellas dos órbitas opacas que de tarde en tarde se animaban y le sonreían.

—"No, no tiene sentido. Debo buscarme un descanso" —y se puso en pie.

—-Vaya —expresó con atolondramiento—, que se mejore usted, profesor. Discúlpeme, en efecto. Yo no deseaba molestarlo, sino enterarme de su salud únicamente. Es todo.

Sin apresuramientos, el profesor probó a enderezar otra vez el cuerpo.

—Un momento, señor Galisteo. ¿Quiere hacerme un favor? Es bien sencillo. Mire usted... ¡aquí, debajo de esta almohada!

Verificó el movimiento preciso para libertar la almohada a que se refería y Galisteo se aproximó. Después levantó por una punta la sábana y el detective extrajo un puñado de amarillentas hojas, escritas por ambos lados, y atadas con un pequeño cordel mugroso. Sostuvo el paquete entre los dedos, mientras el profesor lo observaba melancólicamente.

—-Es para usted—explicó—. Véalo con calma, se lo pido; pero no ahora.

Extendió a continuación la mano y tomó débilmente la de Galisteo.

—Sé que es usted mi amigo, y me alegro. Lléveselo consigo y léalo; después, si lo cree oportuno, venga o no a visitarme. Le viviré agradecido.

Galisteo se sintió confuso y torpe como si de pronto una hermosísima dama lo invitara a bailar ante los reyes. Empuñó el envoltorio con fuerza, quiso encogerse de hombros, mostrarse indiferente y frío, y alargó a su vez la mano. Sabía clara y categóricamente que en aquel puñado de hojas se ocultaba la única clave secreta de los tremendos sucesos. Lo presentía físicamente como si el envoltorio constituyera una brasa candente que le consumiera la mano. Un afán de escapar y precipitarse a la calle lo invadió al punto. Y prorrumpió, a pesar de todo, reprimiéndose:

—Volveré a visitarlo, délo usted por seguro. Y descanse, si esto es posible. Le hará bien, desde luego.

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Palabras insulsas que lo avergonzaron. Justa y dolorosamente tratábase de una de esas claras situaciones humanas que el azar nos depara frecuentemente con objeto de mostramos lo mezquino y ruin de nuestra alma. Creo que dijo adiós o algo por el estilo. Al salir al jardincito, el profesor caía en su sopor acostumbrado.

—-Un café—pidió. Y con febriles dedos, en el rincón de un oscuro establecimiento, procedió a desdoblar las páginas. Mediada la lectura, pagó y salió a grandes pasos. La gente suponía al verlo que perdería sin remedio el tren de la noche; o bien que se había retrasado a la cita; o, por último, que un honesto y sensible ciudadano acababa de perder el juicio. Ya una vez en su casa, se encerró misteriosamente en su cuarto, disponiéndose a mirar a la calle desde su ventana. Instintivamente, y ya muy noche, tuvo el impulso de arrojar al fuego las hojas; mas rectificó y procedió a desnudarse. Tres veces dió la luz y tres veces volvió a quitarla. Al amanecer, continuó leyendo. Le dolían la cabeza, las piernas y un hombro, pareciéndole excesivo el empuje del nuevo día, con su luz y estrépito. Hacia el mediodía, tras un ligero paseo por el parque, se sintió más confortado. La inocencia definitiva y total del profesor Pimentel resultaba evidente. Mas existía, sin embargo, algo tan grave que lo incapacitó para seguir reflexionando: el profesor Pimentel había perdido el juicio. Aquellas páginas lo delataban, hablándole tan claramente de lo ocurrido que no tuvo ánimos sino para sentarse en la cama y llevarse angustiadamente las manos a la cabeza. Pesadilla igual no la recordaba. Y se sintió en cierto modo culpable al reparar con claridad desoladora en la magnitud del dolor y el miedo de aquel desdichado ser durante los últimos días. Evocó su crueldad inicua, sus infames amenazas:

—"Provisionalmente, y durante tanto tiempo como sea necesario, permanecerá usted confinado en esta casa bajo mi exclusiva custodia. ¡Mis agentes particulares se encargarán de ello!"

Dio un salto, se puso en pie, tomó con rabia los papeles, formó un pequeño hato con ellos y los arrojó a la chimenea. Hecho esto y, sin ningún titubeo, les prendió fuego. A merced que se consumían entre las llamas, algo muy íntimo le hablaba del noble, desdichado y triste corazón humano. Supo que hacía el bien; que era el bien lo que estaba haciendo. Y un gran alivio le subió del pecho, haciéndole sentirse otra vez ágil y distinto. Durante la tarde entera y parte de la noche no se ocupó sino de andar. Rostros amables y tiernos los de los transeúntes. Hermosa vida; y tan oscura.

Por cierto que lo que devorara el fuego en unos escasos minutos: era simplemente esto:

"Relación de extraños e inexplicables sucesos en la vida del profesor Rómulo Pimentel".

Marzo 7

Convengo al fin ¡ay! que es de importancia extrema el empezar a dejar asentado por escrito y con toda calma ciertos acontecimientos que de unos días a esta parte vienen sucediéndose. Ignoro hasta qué punto pueda llegar a ser de interés general todo ello y si, en lo futuro, haya de continuar o suspender los presentes apuntes. Quede, no

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obstante, bajo mi rigurosa palabra de honor, la promesa de que todo cuanto aquí aparezca es cierto, veraz y exacto en todas y cada una de sus líneas, por si éstas, de un modo u otro, pudieran prestar alguna vez utilidad a alguien. Comenzaré diciendo que el primer suceso tuvo lugar hoy hace precisamente seis días.

Después de merendar ligeramente, según es mi costumbre, me encaminé al escritorio, tomé un libro al azar y marché a mi cama. Tras hora y media de lectura, me dispuse a dormir. No he sido, que recuerde, una persona predispuesta a ensoñaciones frecuentes e intensas y descanso, por lo general, bien. De ahí que, a la mañana siguiente, me despertara vivamente impresionado por un singular sueño, cuyos pormenores no son de interés sino en algunas de sus partes.

Tratábase de algo relativo a un pleito en una taberna con distintos individuos, todos desconocidos, quienes después de insultarme y zarandearme de lo lindo procedieron a arrojarme por la fuerza del establecimiento. Tengo presente que al caer sobre la acera me golpeé un hombro y la cabeza —en cuyo instante desperté.

Nada de sorprendente hay en lo que antecede, a no ser que al levantarme esa mañana descubrí con extrañeza que sobre mi sien izquierda aparecía distintamente un leve golpe contuso, muy sensible al menor contacto. No recordaba yo haberme golpeado durante aquellos días, ni acerté, por consiguiente, a explicarme la asombrosa coincidencia, que acabé por atribuir al propio sueño, recordando al efecto el caso de un hombre, quien, al soñar que escuchaba las campanas de la parroquia llamando a misa, era simultáneamente despertado por el insistente y regular llamado de su reloj despertador. Procesos semejantes debieron motivar en mi caso que me golpeara quizá en la misma cama o contra la mesita de noche; no lo sé.

Sin embargo, transcurrieron dos días y, a la tercera noche, un nuevo sueño turbó mi tranquilidad.

Mi sobrina Laura —joven, hacendosa y fresca muchacha de 19 años, que vive en mi compañía desde hace doce años— jamás había despertado en mí sino claros sentimientos de ternura y calor paternales, considerándola íntimamente como a una hija que el destino me deparaba en mi estéril soledad de soltero. No obstante, durante este segundo sueño a que me refiero me hallaba yo celebrando con ella un día de campo en las afueras de la ciudad. Había un sol deslumbrante, lo recuerdo, y comimos sobre el césped con el mayor apetito. De improviso, advertía yo de un modo sumamente curioso qué atractivo y tentador era su cuerpo, bajo las ligeras ropas de verano que vestía. Algo en mi interior me empujaba violentamente hacia ella, y, algo, a la vez, en mi conciencia me aconsejaba ser reflexivo y cauto. Pudo al fin más en mí la sensatez y la cautela, por lo que levantándome sin previo aviso, propuse:

—Ea, levantemos el vuelo que va a llover en cualquier momento.

No se veía un solo nubarrón en el cielo y regresamos a casa. Inexplicablemente, al llegar ya había anochecido. Laura se encaminó a su cuarto, y yo al mío. La sangre me seguía quemando las venas, sin lograr apartar de mi memoria las opulentas formas de la muchacha, al otro lado del muro. "Esperaré a que se duerma" —fue mi reflexión. Y así lo hice. Minutos más tarde, me dirigí a su alcoba en tinieblas, temblando de emoción y ansiedad. A tientas, deambulé un buen rato en torno a su cama. Todavía dudé. Por

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fin, alcancé a descubrir con mis dedos, bajo las sábanas, la forma erecta y tibia de su pecho, percibiendo a un mismo tiempo el grito angustiado de ella. "No te asustes—le dije—, soy yo, tu tío, que viene a hacerte compañía y besarte un rato los labios". Laura gritó aún más ateridamente, tratando de desasirse de mí y golpeándome con sus piernas desnudas. No lograba escapar. Sin embargo, cuando intenté sujetarla de nuevo, logró evadirse y escapar del cuarto, escaleras abajo. En mi incontenible amargura, desperté.

Pues bien, ¡hecho extraño!— y de él doy fe, repito, bajo mi palabra de honor —el caso es que a la mañana siguiente, se me presenta Laura y me dice:

—Creo que voy a marcharme, tío. He conseguido un bonito trabajo.

—¿Un bonito trabajo?—le digo—. No entiendo qué quieras decirme con eso. Jamás me hablaste de semejante cosa y sospecho que estás mintiendo.

Entonces la joven rompió a llorar y no hallé forma de calmarla. Fue una escena deprimente y estúpida que se prolongó durante algunas horas. Al fin, prorrumpió:

—¡Tío, tío! ¿Por qué hizo usted eso anoche conmigo? ¡Ya nunca seremos felices!

Y yo, estupefacto o compungido—no podría asegurarlo :

—Estás loca, criatura. ¿De qué hablas? ¿O no comprendes que se trata seguramente de un horrible sueño que tuviste ?

Ni más ni menos fue lo que aconteció ese día.

Hoy, siete de marzo, vengo a asentar lo siguiente:

Andaba yo en sueños a lo largo de un camino sobre el cual debía haber llovido abundantemente, a juzgar por el espeso barro que lo cubría. Grandes pájaros de todos colores volaban por entre los árboles y a lo lejos se destacaban las casas de un pueblo. Ignoro cuál era mi urgencia por llegar a dicho pueblo, pero el caso es que caminaba a toda prisa, procurando libertar mis zapatos del espantoso barro del camino. Transcurría el tiempo y, a pesar de ello, el pueblo permanecía lejano y siempre igual, bajo una parda neblina. Horas y horas de caminar sin descanso, hasta que extenuado me detengo y reflexiono: "He extraviado la ruta. Y por si fuera poco, me olvidé el paraguas". Al disponerme a regresar, despierto. Sería la medianoche; me vuelvo a dormir. Mas he aquí que a la mañana siguiente, reparo en algo que detiene mi respiración, haciendo que el corazón me lata más aprisa. Junto a mi cama, en la posición de costumbre, están mis botas negras inexplicablemente sucias de barro. Es preciso hacer notar que el tiempo es ahora seco y que lleva aproximadamente cuarenta días sin llover. A la luz del día, temblando de estupor y zozobra, examiné mi calzado. ¡Cómo entender aquello! ¡Cómo lograr entender! Aterrado, me dirigí al baño y me dispuse a asear mis botas. El barro era negro y pesado y tuve una gran tarea en deshacerme de él.

¿No es mi deber—pregunto ahora—continuar narrando en estas páginas hechos tan sorprendentes como increíbles?

Marzo 9

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Un nuevo acontecimiento tras veinticuatro horas de descanso; de relativo descanso, debo decir, pues la obsesión de estos misteriosísimos sucesos me ha oprimido el corazón, transformándome en el ser más adusto y malhumorado de la tierra. Laura, por su parte, me lo ha hecho ver así, atribuyéndolo a su tentativa de separarse de mí. He aquí un nuevo sueño y del cual debo dar cuenta hoy:

Me hallaba yo en casa de X, invitado por el alcalde de la ciudad, una ciudad que no era la mía, en un país extranjero por demás hospitalario y rico. Bellas damas y caballeros impecablemente vestidos recorrían los salones donde sonaba la música. La gente joven bailaba y otros desde los amplios ventanales contemplaban con alegría la luna. Yo debía ser aún más decrépito de lo que soy, pues todos me trataban con excesivo respeto, sin que ninguna dama joven se aproximara a hablarme. De pronto, un caballero canoso, con una cruz de hierro sobre el pecho, me da un golpecito en el hombro y me pregunta: "Por ventura, ¿sabe usted jugar a los dados? Su excelencia, el señor alcalde, me envía con tal motivo. Acompáñenos ¿qué le parece?". Accedo, y ya estoy a la mesa, frente por frente al alcalde. Transcurre el tiempo —no sin una especial angustia de mi parte— y pierdo todo mi dinero. No recuerdo la cantidad. Mas el alcalde, que ya no es más el alcalde, sino mi padre (q.e.p.d.) me observa entonces con extraña furia, recriminándome soezmente por aceptar jugar con tan escasas posibilidades. Yo pido mil disculpas y me retiro, conturbado. Aunque al bajar rumbo al vestíbulo, me tropiezo con un criado de librea que porta una enorme bandeja llena de monedas de oro.

—Tome usted—me dice—. Así su padre no le vendrá con cuentos.

Y despierto. Aún no ha amanecido. Tengo presentes la horrenda mueca de mi padre al levantarme de la mesa, el tintineo en mis oídos de la excelente música y la visión completa de aquellos inmensos salones iluminados por riquísimas arañas. Doy la luz, estoy sudando y una imprevista duda me asalta. Titubeo, procuro nuevamente dormirme, aprieto con desazón los párpados y miro a través de unas rojas tinieblas. Por fin, no me resisto y pongo manos a la obra. ¿Dónde está mi dinero? Alcanzo el chaleco, lo examino y descubro que mi cartera está vacía. Solamente esta exclamación se me escapa: "He aquí, Dios mío, al más infeliz y desventurado de los mortales".

¿Qué puedo hacer? ¿Qué resolución tomar? ¿A quién debo dirigirme? Una soledad que ningún ser humano ha conocido se apodera de mi ánimo y rompo a llorar. A llorar, sí, no me avergüenzo. Y no sé si a maldecir la hora en que por capricho de no sé quién vine a este mundo.

Marzo 15

Se suceden los hechos extraños y no me resuelvo a consultar al médico como debiera hacerlo, quizá. Especialmente a la hora de meterme a la cama y quitar la luz, una angustia exasperante, una sensación de inminente pánico me aprisiona. "Duerme, qué te preocupa. Ningún mal se deriva de ello". Mas todo el cuerpo se me cubre de sudor y escucho con aterrada claridad, por espacio de interminables horas, las campanas sonoras y lúgubres de un reloj vecino.

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He aquí la experiencia de anoche:

Fue un sueño breve y desordenado que me llenó, sin embargo, de preocupación. Me hallaba yo en el interior de una pequeña choza, cubierta de nieve, ante un hombre muy peculiar, quien sentado tranquilamente con los brazos cruzados y erguido el cuerpo, me miraba fijamente y en silencio. Yo adelantaba hacia él unos pasos, tratando de obtener a toda costa que se moviera o hablara, pues ignoro por qué aquel hombre producíame un desasosiego tan agudo que estaba a punto de desfallecer. Ninguna expresión en su rostro, ni un parpadeo. Quieto allí, como un hombre de piedra, mirábame sin cesar. Entonces, no pudiendo soportar ya más, gritaba yo con todo el poder de mis pulmones: "¡Ya! ¡Ya, ya! ¡Por favor, ya basta! ¡Ya, ya, por piedad, ya!". El hombre prosiguió como si nada hubiese ocurrido. Y que pienso: "Se me va a hacer tarde, sin duda". El tiempo corría con velocidad desusada, puesto que al levantar la vista hacia un reloj vecino me percato de que sus manecillas han enloquecido: así de raudas y frenéticas corrían, entrecruzándose vertiginosamente. "Se me va a hacer tarde. ¡Hay que proceder cuanto antes!". Y que quiero adelantar otro paso, sin lograrlo. Colgada de un muro descubro una escopeta. El hombre proseguía impertérrito. Y continuaba haciéndoseme tarde, ignoro para qué. "¡Suéltenme, suéltenme ahora mismo!"—me pongo a gritar, a tiempo que media docena de brazos desnudos y escuálidos me retenían. "¡Suéltenme, que lo voy a matar!".

El desconocido al fin sonrió y me sacó después la lengua. Creo que me desmayé. Sin embargo, jamás logré descolgar la escopeta y disparar sobre él, como era mi deseo. Acto seguido, desperté.

Sin haber sido éste uno de mis principales sueños, fué sin duda el que tomó más cuerpo en mí, torturándome por espacio de varias noches y días. Por fortuna, al despertar todo se hallaba como la víspera, sin ningún indicio que revelara que las características del mencionado sueño difirieran de las de cualquier sueño de otro mortal.

Por la tarde, me encerré tranquilamente en mi escritorio, resuelto a meditar. ¿Meditar qué? La palabra sonambulismo me sonó tan pueril y estrafalaria que me eché a reír. Valía la pena no probar a clasificar los hechos. Valía la pena aceptar los hechos con toda su monstruosa y enigmática significación.

Marzo 16

A partir de esta misma noche tomaré una decisión que hasta hoy no se me había ocurrido. Ya perfectamente cerrado con llave en mí alcoba, quitaré la llave de la cerradura, asegurándome que estoy a buen recaudo, y, por debajo de la puerta, la haré deslizarse hasta el pasillo. Un poco más apartado del mundo, más dueño quizá de mí mismo, procuraré dormir. Ah, mi corazón late así más despacio, mis nervios se hallan en mejor estado y sospecho que un reparador sueño nocturno está por descender sobre mis ojos. Laura, afuera, suena aún trajinar. ¡Infeliz criatura! Nosotros, miserables seres humanos, que cuando realmente es indispensable nunca nos podemos ayudar...

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Marzo 17

Ha sido ésta la jornada más espantosa de mi vida. Una vez escritas las presentes líneas deberé guardarlas secretamente, a salvo de cualquier mirada inoportuna que podría arruinarme y enviarme al cadalso. ¿Qué debo hacer, ahora sí? ¿Adonde debo ir? ¿A quién recurriré? ¿Contra quién puedo clamar? Solo, en mitad de este infierno que me consume, escasamente acierto a escribir. Mas escribir es hoy por hoy mi único consuelo, mi única compañía, el único sentido de esta horrible y atroz vida mía. Así sucedieron las cosas:

Voy en sueños por la calle a muy altas horas de la noche. Un bienestar desusado, como hace tiempo no sentía, anima mis pasos a lo largo de la ciudad solitaria y oscura. Las calles son largas y sonoras, y mis pasos resuenan extrañamente como el golpear de un tambor. Repentinamente, a la vuelta de una esquina, descubro la silueta de un hombre reclinado al parecer contra el muro. Detengo instintivamente mis pasos y continúo después, pero sin tanta prisa. Al cruzar, miro de soslayo al hombre. Y he aquí que tan claramente como me lo permite la penumbra —hay un farol por alguna parte— distingo el ancho rostro impasible del desconocido de la choza. No ha mudado de expresión; es el mismo. Me mira curiosamente, quizá con cierta sonrisa, y yo experimento mi frío y una punzada en las sienes. Voy a decirle algo, nunca sabré qué. Y el desconocido, que no se apresta a escucharme, echa a andar a grandes pasos, cruzándose a la acera opuesta. Me dispongo a seguirle. Alternativamente se me pierde en las sombras y aparece en los claros de las bocacalles. Camina, sin volver atrás la vista. Al cabo, le veo detenerse ante un portal y buscar la llave en sus bolsillos. "Se me ha escapado" —deduzco. Cuando alcanzo el portal, el desconocido golpea la puerta y desaparece. Examino con ansiedad el edificio: una espléndida casa de piedra. En el tercer piso, la luz de una alcoba que se enciende y, a poco, una sombra —su sombra—que pasa. Todo distinto y claro; dramático. Un odio ciego, provocado tal vez por cierto pánico insensato, se apodera de mí. Doy unos pasos atrás y examino en lo alto la alcoba iluminada, vuelvo a cruzar la calle, calculo. Y la luz que se apaga. "Creo que alcanzaría a escalar". ¡Justo! Y me resuelvo, valiéndome de las cornisas y otros salientes del edificio. Ocasionalmente estoy a punto de estrellarme en el suelo. Cuando alcanzo el balcón, advierto: "Vaya, se me cayó el sombrero. Lo recogeré sin falta en cuanto baje". Y en seguida: "Convendría esperar, pues de seguro que no se ha dormido". Espero, en efecto, hasta muy cerca del alba. No habrá forma de forzar la entrada; y me impaciento. Comienzan a ladrar unos perros y a cantar los gallos. "Romperé el cristal, de cualquier modo. Todo antes que volver a la cabaña". Y me dispongo a hacerlo a tiempo que una imprevista sombra se perfila tras los visillos. Dice: "Pase usted, ¿trae su boleto?" —y abre. Y a renglón seguido, deshaciéndose en genuflexiones: "Oh, perdone su excelencia, ¡no le había reconocido!". Dicho lo cual, extrae del chaleco un cuchillo y me lo entrega. No acierto a comprender. El hombrecillo me inspira confianza y sonrío. "Dése prisa o amanecerá cuando menos lo espere". El me sigue en silencio, en tanto que yo apreso el cuchillo con rabia. "¡Vamos, vamos, pronto será mediodía! Por aquí, tenga la bondad". Alcanzo al fin el lecho, alzo con furia el brazo y descargo sobre un cuerpo que se mueve una atroz puñalada. "Ya está" —prorrumpo en voz alta. Mas al volverme, estoy solo en la estancia. Salgo rápidamente al balcón, desciendo ágilmente por entre las molduras, recojo mi sombrero en la acera y echo a andar con paso lento.

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Cuando despierto, una manada de astrosos perros comenzaba a seguirme y ladrarme insoportablemente. Me incorporo, doy la luz como de costumbre. Estoy sofocado, con la boca seca. Por la mañana, se ha desvanecido en cierto modo mi terror. La puerta del cuarto permanece intacta y es preciso que llame a Laura.

—Querida Laura—le digo—, ¿quieres por favor abrirme la puerta? Acaba de escurrírseme la llave al pasillo, ¿la ves? Sí, por ahí debe estar. Fué ahora mismo.

Los periódicos de la tarde han lanzado sobre mi alma la más feroz y despiadada de las maldiciones, me han sumido en el más negro de los estupores, pregonado la más infame de las ignominias. A partir de hoy, día 17 de marzo, un aterrador misterio presidirá mi vida. Acabo de leer con espanto: "Caballero profesionista asesinado arteramente en su lecho. La policía inicia las pesquisas, esperándose que en el transcurso de las veinticuatro horas sea localizado el asesino".

Estoy perdido. Bajo una maldición bíblica.

Marzo 18

Tranquilidad y valor me faltan para continuar refiriendo los acontecimientos de estos días. Siendo un alma vendida al demonio, ignoro siquiera a qué precio fue enajenada. O por voluntad de quién. Debo morir, pues, morir cuanto antes o nadie puede prever lo que sobrevendrá más tarde. Sin embargo, y en la medida que me sea posible, continuaré narrando los hechos. En tanto recobre el valor necesario para suprimirme y salvar a la sociedad. Yo, yo, Rómulo Pimentel, ¡Qué increíble! Pues el sueño de anoche fue como sigue:

Salgo del teatro aproximadamente a las diez de la noche. En torno mío la gente habla acaloradamente del espeluznante suceso. Fuera, un puñado de mozalbetes ofrecen al público la edición de la tarde con los últimos pormenores. Compro el periódico y acelero el paso. Después, detengo un taxi. Cinco o seis calles más adelante suena un violento estampido y se detiene el vehículo: acaba de estallarle un neumático. Pesarosamente me lanzo a caminar avenida adelante, por entre una doble hilera de corpulentos árboles. Qué desdichado me siento. Cruza un policía a mi lado, con un pitillo entre los labios. Lo saludo y él se vuelve a mirarme. De pronto, al dar vuelta a una esquina, un grito de horror me obliga a detenerme.

—¡El asesino! ¡Ahí va el asesino, prendedle!

Trémulo de pánico miro al interior del automóvil de donde ha partido el grito. Es una joven mujer, muy bella, con un rico collar de perlas. Debe aguardar a alguien. ¿A su marido? El radio anuncia en voz baja los acontecimientos. Da instrucciones. No sé qué hacer. La mujer me observa con aterrados ojos y deja escapar otro grito, aún más angustioso:

—-¡El asesino! ¡El asesino! ¡El es sin duda!

Entonces abro la portezuela, admitiendo que debo actuar sin demora. Por alguna parte una luz se ha encendido. Penetro en el automóvil —deliciosamente perfumado— y cubro el rostro de la mujer con mi bufanda. Ella grita, grita, forcejea, me golpea en el

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rostro una, dos veces y por fin, calla. Su brazo abandona al mío. Se desploma. Debo haberla estrangulado.

Inútil ya después de esto referir lo que toda la ciudad sabe. Por lo pronto, durante todo el oscuro día de hoy he permanecido en cama.

Marzo 19

Ya no clasificaré mis sueños, sino mis crímenes. ¡Ignominiosa cosa! Mas el de hoy permitidme que lo calle. Es demasiado inicuo; demasiado inútil. Sólo quisiera asentar que jamás jamás mientras exista olvidaré los claros ojitos del niño implorando piedad desde su asombro. Qué sabía él de muerte; ni de vida. No obstante, presentía con intuición misteriosa que algo extremadamente grave estaba por ocurrirle. "¡No me lastime!" —eso fue todo. Estúpida, imperdonable iniquidad. Siento como si la última flor sobre la tierra se hubiera tristemente marchitado. ¿Dónde está la piedad, Dios mío? ¿Dónde estoy yo, que ni me encuentro?

Marzo 23

Han transcurrido los días más terribles de mi vida. ¿Suprimirme es el remedio? No me decido. ¿Entregarme? No sé a quién. De hora en hora difiero la solución de este asunto infame, al cual jamás lograré sustraerme. A nadie culpo. Ya no leo los periódicos, ni intento salir a la calle. Conmigo mismo—¡con él!—me encierro en mi escritorio dedicado a reflexionar durante horas enteras. Yo soy el asesino; soy él, a quien todos buscan. Y estas manos son las más odiadas del universo. ¿Habré perdido el juicio? ¿O simplemente será un largo sueño lo que ocurre? Hermoso sueño sería, el más dulce de todos. A veces busco en los ojos de Laura la respuesta definitiva. ¡Desdichada Laura! Tan pronto cae la tarde, la veo cerrar sigilosamente las puertas, asegurar los postigos, dar vuelta a las llaves y estremecerse en silencio, a solas con el asesino. Si ella supiera. ¡Criatura! Ojalá y alguna tarde de éstas se resolviera a decirme:

—¡Qué locura, tío! ¿Pero de qué está usted hablando? Si jamás vivió la ciudad una época más próspera y tranquila.

Probablemente mañana mismo me suprima. Estoy elaborando un plan. Lo del médico lo he abandonado. Desdichada y trágicamente me encuentro en mi sano juicio.

Marzo 27

Tres aciagas noches. De mi vil cobardía me avergüenzo. He salido un momento al jardín, mas todo se me ofrece extraño, ajeno. Comienzo a sentirme a gusto en las tinieblas, como los delincuentes natos. Con frecuencia permanezco largas horas en la cama, inmóvil, sin dar la luz. Mi oído se ha aguzado; y mi tacto. Sé defenderme, sospecho. Mas imploro de los altísimos cielos un rastro de compasión siquiera.

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Marzo 29

Esta noche asesiné a Laura. Ya está dicho todo.

Marzo 30

Una soledad de hielo ha entrado en esta casa. Hoy asistí al sepelio de Laura. Únicamente yo y seis personas más. Fue un espectáculo deprimente y frío como no puede imaginarse otro. Al bajar el ataúd, debí desmayarme. Sólo recuerdo un olor: a fruta. Cuando recobré el sentido, iba a lo largo de una avenida, en el interior de un automóvil. Difícilmente alcanzo ya a deslindar la realidad del sueño. Pero sí fue su sepelio, a qué dudarlo. El chofer se detuvo en una plaza para comprar el diario. Alguien que me acompañó hasta mi domicilio expresó al marcharse:

—Procure por lo que más quiera serenarse un poco. ¡Descanse! Ah, no tardará en caer esa bestia asesina.

Ya a solas, he intentado llorar. Qué tontería. Después me pareció advertir que Laura se aproximaba pisando muy suavemente sobre la alfombra. Ni ello me hubiera sorprendido. Por las noches, alrededor de las diez, me llevaba un vaso con agua que depositaba en mi mesita.

—Que pase muy buenas noches, tío. ¿Cerró ya todas las ventanas?

Hoy está allá, a buen recaudo. De un momento a otro empezará a llover. Qué desventura.

Marzo 31

Ante todo y considerándome incapaz de triunfar de mi baja cobardía, debo intentar esto: no dormir. Es de todo punto indispensable que no duerma ni un instante, ni un segundo más durante mi vida. Preciso es que me mantenga alerta, dueño de mí mismo, sin abandonarme un solo momento a las negras y criminales alas del sueño. Pronto serán las cinco y amanecerá. Me punza la cabeza, me zumban horriblemente los oídos y mis párpados amenazan con cerrarse en cualquier momento. ¡Alerta! ¡Alerta! Otro poco más, es necesario.

Abril 3

Resultados favorables derivaron de mi estricta disciplina. En dos días consecutivos he conseguido dormir únicamente cinco horas, y esto durante el día, a breves intervalos. Todo marcha mejor, sin duda, no obstante que mi infeliz organismo promete derrumbarse en definitiva. Lo celebro; quizás sea la forma adecuada de afrontar lo inevitable: mi aniquilación final. Por sorpresa, descubrí hoy mi rostro en el espejo. Irreconocible—ésa es la palabra. ¿Son éstos mis ojos? ¿Mis labios? ¿Mí frente? Mas qué importa; o digo mal, sí importa. ¡Espléndido! Cuando siento que me vence el sueño, corro al baño y expongo mi rostro al agua o me pongo a pasear de arriba abajo con celeridad creciente. "Animo —me digo—, la batalla está ganada". Mañana posiblemente

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permanezca en cama. Mi criada ha avisado al doctor y el doctor dictaminó que debo alimentarme bien, dormir mejor y abstenerme de toda emoción violenta. Que el campo y las nuevas flores me sentarían de maravilla.

—Especialmente dormir —ha dicho—. Dormir hasta donde sea posible, como si se tratara de una criatura.

Infames emociones, infames flores e infame sueño. Tres veces estuve hoy a punto de desplomarme, logrando recuperarme no sé de qué modo. ¡Santo, bendito doctor! Mi criada solloza por las noches; a veces tiembla, mirándome con estupor a los ojos. Sí, estoy grave; alcanzo a darme cuenta.

Abril 4

Durante una hora escasa de sueño en que caí mortalmente vencido esta tarde ocurrió algo por demás misterioso. Me hallaba yo en este cuarto con Laura y le dictaba una carta desde la cama. Laura no era propiamente ella, sino que tratábase de una mujer anciana y fea, con un rubio vello sobre los labios y unos ojillos tan redondos y minúsculos como la cabeza de un alfiler. Cuando la carta estuvo concluida, le dije:

—Deposítala en el correo, pues como habrás visto se trata de una noticia muy urgente.

Y Laura poniéndose en pie, me mostraba con amargura su horrible pecho desnudo, lleno de resecas cavernas, en el centro del cual ostentaba una rosa. Al preguntarle yo qué significaba aquéllo, me respondía:

—Si es el santo de mi novio, tío. ¿Acaso lo había olvidado?

Después echaba a andar y sus piernas crujían como los goznes de una antigua puerta.

—¿Sufres?—le preguntaba.

—En lo absoluto, tío. Es este maldito reuma que ha vuelto a fastidiarme.

La hacía leer rápidamente la carta, obsequiándole en seguida unas monedas por si se le apetecía comprar golosinas en la calle.

—Anda, anda, date prisa y que el señor Galisteo la reciba hoy mismo.

Y ella, con lágrimas en los ojos:

—Es usted un santo, no hay duda. ¿Por qué tantas deferencias con ese señor Galisteo?

Al despertar, mi criada sumamente afligida se hallaba a mí lado, asegurando que mis gritos la habían llenado de sobresalto. Verificado este sueño, creo que no debo hacer sino esperar. Quizás la suerte esté echada, a juzgar por el contenido de la carta, en la cual yo, personalmente, trasladaba al señor Galisteo mi propia y espantosa denuncia.

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Abril 7

Como me lo esperaba, la carta llegó a manos del señor Galisteo, quien estuvo hoy a visitarme. No sé cómo tuve ánimos para no soltarme a llorar en sus brazos. ¡Y qué generoso y tierno es el espíritu humano! No quiso probar el anís. Que sospecha de mí, asegura. Bajo, inmundo ser en que me he transformado. Ya no siento odio. Siento como si una flor me creciera entre los labios, convertida deliciosamente en una dulce sonrisa de cinismo. Mas el señor Galisteo no se percató, limitándose en cambio a ordenar con toda energía que custodiaran mi casa. Ahí están, por cierto, paseando sin cesar, bajo la implacable lluvia. Y bajo la lluvia estará también Laura, con su linda boca llena de tierra. Que me atraparán —eso dicen los diarios. Pero yo respondo que no: la habilidad humana tiene sus límites. Excelente amigo, este Galisteo. A menudo pienso en él, sin proponérmelo. Me encantó su sonrisa, su magnífico mal humor. Estábamos frente a frente como dos fieras. ¡Y no pudo ocurrírsele ni por un momento que la carta hubiese sido escrita por Laura! Ingenuidad de aquellos que caminan aún sobre la tierra. De los que estiman que las cosas son bien sencillas. Vive, muere —afirman. Y suponen que son las dos únicas alternativas. Entendí perfectamente eso de las pruebas: el papel. En efecto, debí emplear un papel distinto al que ordinariamente utilizo o, bien, al presentarme yo a Galisteo y escribir mi nombre y domicilio debí echar mano del papel de su oficina. Pero no me atraparán, duerman tranquilos. ¡Bajo mi palabra!

Abril 8

Definitivamente, como era de esperarse, caí enfermo. El doctor ha vuelto y preguntó por mis familiares. "Tuve uno—le dije—, pero ha muerto". Entonces se encogió de hombros y extendió su receta. Al salir, le oí hablar en voz baja con la criada en un tono solemne y mortuorio. A ella la oí trajinar en la cocina hasta muy entrada la noche. Comienza a hacer calor. Va a ser una primavera insufrible.

Abril 10

Punto final. Hoy será el último día de estas Memorias. La escasísima reserva de fuerzas que me resta la emplearé para desearle ¡buena suerte, Galisteo! Voy a morirme, lo cual es simple, muy personal e inevitable. Pero no lo olvide usted, señor Galisteo: cuando se le apetezca y tenga un tiempo libre, venga a visitarme. No estoy chiflado, descuide, sino que tengo algo realmente importante que comunicarle. Si necesita ayuda de cualquier índole, confíe en mí. No temo a la muerte, ni lo piense. A través de mi inútil vida practiqué el bien mientras me fue posible y jamás supe de odios o malas pasiones. Venga, si hay tiempo, una tarde de éstas y no le importe que se mofen de usted en los periódicos. Sucede a menudo que los hombres más sabios resultan a fin de cuentas los más tontos. Si tiene humor, le haré sonar un rato el piano. ¿No conoce a Haendel? Es una bella música. Adiós".

Cuando Galisteo estuvo de regreso en su casa aquella inolvidable noche, permaneció largo tiempo en su cuarto con la luz encendida y la ventana entreabierta. Era una tibia

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noche de abril en que las altas ramas de los árboles se mecían ceremoniosamente, las estrellas resplandecían en el cielo y una secreta ansia agitaba a los corazones jóvenes. El no era joven y, sin embargo, apetecía respirar el aire puro, tropezarse con algún viejo amigo y vivir tanto tiempo como le fuera permitido. Dispersas en la alfombra o apiñadas en un rincón de la chimenea sin lumbre aparecían las cenizas del extraño Diario del profesor Pimentel. Negros y entintados titulares oscurecían aquella tarde la primera página de los diarios, informando de un nuevo crimen aún más inexplicable y cruel que los anteriores. ¡Desdichado Pimentel! Y qué piedad le inspiraba ahora a través de sus cándidas y atormentadas páginas, de aquel mundo absurdo, incoherente y lamentable. Algo por demás dramático. Comprobada ya de sobra su evidente perturbación mental, le deseaba una rápida y bienhechora muerte; es cuanto se le ocurría.

Y pasada la medianoche, con la ventana todavía entreabierta, se durmió. Y en sueños, a lo largo del inasible reino de la niebla, alcanzó a ver lo siguiente:

Que se hallaba ante su mesa de trabajo, un día de tantos, allá en su antiguo puesto de la Inspección de Policía. Un movimiento inusitado de personas que entraban y salían impedíale trabajar adecuadamente. Todos hablaban a un tiempo y fumaban. De pronto, sonaba el teléfono y escuchaba a través de la línea la voz tonante del Inspector, recriminándole:

—No me explico —le decían— su estúpido interés por ese hombre. ¿Puede saberse por qué no le ha echado mano? Le doy exactamente veinticuatro horas para traerlo a mi presencia, ¿entendido?

Cuando depositaba el audífono ya no estaba en su oficina, sino en el interior de un automóvil que corría velozmente a lo largo de una carretera. Era de noche. Altos y silenciosos árboles y ocasionales grupitos de luces verdes cruzaban ante sus ojos. De cuando en cuando, un puente; lejana, la inmensa sombra de un precipicio. Debía ser un viaje muy largo, sin duda. El chofer, por su parte, guardaba un inexplicable silencio, sin importarle lo que Galisteo le preguntaba. Tuvo al punto un repentino sobresalto: ¡Pimentel!

Mas el hombre continuó imperturbable.

—¡Pimentel!... ¿Qué hace usted ahí con las manos llenas de sangre?

No era propiamente sangre a lo que Galisteo se refería, sino unos guantes guinda de punto con los que el chofer se protegía las manos. Galisteo se inclinó sobre el asiento delantero tratando de reconocerle el semblante; mas era tal la oscuridad de la noche que nunca alcanzó a identificar al individuo. Sin embargo, tenía la certeza absoluta de que Pimentel lo acompañaba; se lo decían sus sentidos. Y admitió ya sin ningún reparo que corría el más grave riesgo.

Transcurrió el tiempo, no siempre importante en los sueños, y el automóvil se detuvo frente a una pequeña choza cubierta de nieve. El chofer se apeó rápidamente y le abrió la portezuela al detective, quien descendió sin lograr descubrirle aún el rostro a su acompañante. En seguida golpeó una, dos veces a la puerta de la choza. Al tercer golpe, la puerta cedió y Galisteo se halló de manos a boca en una regular estancia, sobrecargada de humo. Sentado en una silla dorada, con los brazos sobre el pecho,

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aparecía Pimentel mirándole. No supo a qué atribuirlo, pero Galisteo experimentó de inmediato una aguda desazón en virtud de esta mirada. Fríos, estáticos ojos que le penetraban. El quería objetar algo, protestar acaso, mas a ningún precio lo conseguía. Quiso escapar tal vez; inútil. Vio al fondo, suspendida de un muro, una pesada escopeta, pensando instintivamente en tomarla y disparar sobre aquellos inaguantables ojos que lo angustiaban hasta las lágrimas. Amaneció, volvió a anochecer y ni uno ni otro se movieron. Un creciente impulso de matar y un desmesurado pánico a morir lo apresaron alternativamente. Y el profesor que se endereza y echa a andar como un sonámbulo. Galisteo se hace a un lado, mirándole pasar y desaparecer por fin rumbo al campo.

—¡Pimentel! —grita entonces Galisteo, reparando en la inicua soledad que le ha dejado—. ¡Pimentel, vuelva usted, se lo ruego!

Su voz es débil y ridícula, como la voz de una gallina.

—¡Por piedad, Pimentel! ¡Vuelva usted, soy Galisteo!

Corre trémulamente hacia la puerta y se halla de golpe frente a la oscuridad misteriosa.

—¡Pimentel, vuelva y no le haré nada!

Se dirige al muro, empuña con ansiedad la escopeta y sale a escape por entre los árboles. Se ha internado ya en el corazón del bosque. Sus gritos repercuten sonoramente como los de una espantosa tormenta. A intervalos, bandadas de pájaros asustados huyen de las copas de los árboles. Tropieza, cae, vuelve a incorporarse.

—¡Pimenteeel! ¡Pimenteeel!

Y cosa extraña, el eco le devuelve otro grito que le hiela la sangre en el cuerpo.

—¡Galisteooo! ¡Galisteooo!

Es un juego diabólico que no comprende. Mas reparando de pronto que está dormido, sonríe. "Debería despertar, pues esto me parece demasiado inaudito". Pero corre y grita, poseído de una rara soledad.

—¡Pimentel, soy yo, responda!

Y responde el eco:

—-¡Soy yo... Galisteo!

Encamínase hacia el lugar donde supone que el profesor debe hallarse, mas en vez de él tópase con un perrazo amarillo que se pone a ladrar doloridamente. Otro grito más próximo y un perro más, este ya más escuálido. Pronto el bosque se puebla de incontables perros amarillos que ladran escandalosamente por entre los troncos. Un pánico sin límites lo atenaza. Ya no persigue: huye. Y súbitamente se hace el silencio, encontrándose, no sabe cómo, ante una pelada cresta que se recorta en el cielo. Abajo, el pueblo dormido titila como un segundo firmamento. Y Pimentel allí, de espaldas, mordiéndose las uñas. Galisteo avanza desconfiadamente, procurando que no trisquen las hojas, pero el césped está cubierto de basura y gime pesadamente bajo sus plantas. "Me descalzaré. Es lo más sencillo". Y se descalza. El rumor es ahora más blando, aunque no tanto como para que el profesor no lo advierta. Ya está a pocos pasos de él.

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Entonces Pimentel se vuelve y Galisteo ahoga un grito: un ser horrendo y beodo lo contempla, tambaleándose. Y es Pimentel —a qué dudarlo. Sus ojos brillan como en el fondo de un vaso. Se halla perfectamente desnudo, mostrando sus estrafalarias piernas por donde ascienden a toda prisa rojos ejércitos de hormigas. O no, no está desnudo, sino parcialmente cubierto por las hormigas. Lo que él suponía en un principio una camisa de noche resulta al fin otra cosa.

—Pero Pimentel...

Y el profesor se levanta y con voz gangosa profiere:

—Me ha hecho esperar demasiado, vea. Ya me han comido las hormigas.

Y tras una pausa:

—Pero no se compunja. A propósito, ¿cuándo amanecerá?

Galisteo da un paso atrás. Las hormigas descienden ahora del cuerpo del beodo y se encaminan rabiosamente hacia él. Comienzan ya a treparle por las pantorrillas. Trata en vano de escapar: el peñasco en que se encuentran escasamente le ofrece pie. Un formidable abismo se abre a su alrededor. Grita, quiere otra vez despertar. Y la voz de Pimentel, más persuasiva que antes:

—Bah, esta vez sí no se me escapará.

Galisteo empuña la escopeta y apunta resueltamente hacia el profesor. Las hormigas le han invadido ya el vientre y comienzan a aprisionarle los brazos. Un intento de disparar; dos: la escopeta se niega. Otro más. "Debí haber traído la carga". Y Pimentel que se adelanta. En un supremo esfuerzo por defenderse del monstruo, Galisteo se aferra con fuerza a sus brazos y después a su tórax. Forcejean un buen rato, tratando de derribarse mutuamente, y están a punto de caer. Lejos, demasiado bajo, apunta el sol.

—¿Pero está usted loco, Pimentel ? Podemos caernos al patio, ¿o no se ha dado cuenta?

Y caen, no al patio, sino al vacío. Primeramente sus rostros golpean contra las rocas, después contra unos resecos arbustos, por fin, contra algo blando y frío que pudiera ser una cascada o una arboleda. Y el fin, siempre tan natural e incomprensible.

Hoy mismo, quizá mañana, antes de un mes desde luego, la casa del profesor de música Rómulo Pimentel estará en venta. Y en cuanto a la de Galisteo, acaban en este preciso instante—las once y media de la mañana—-de trasladar las ofrendas fúnebres al interior del edificio. Por lo demás, la ciudad vive su vida —tediosa, lóbrega, inútil—, mas sin sobresaltos.

Dos hombres de bien, enteramente común y corrientes, entregaron sus almas al Señor.

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Índice

LA POLKA DE, LOS CURITAS ......................................................................................... 5

AUREOLA O ALVEOLO .................................................................................................. 23

USTED TIENE LA PALABRA ......................................................................................... 41

CICLOPROPANO ............................................................................................................... 53

MÚSICA DE CABARET .................................................................................................... 71

EL TERRÓN DE AZÚCAR .............................................................................................. 79

T.S.H......................................................................................................................................101

EL MAR, LA LUNA Y LOS BANQUEROS .................................................................119

LA SEMANA ESCARLATA ............................................................................................137

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ESTE LIBRO SE ACABO DE IMPRIMIR EN LA EDITORIAL CULTURA, T.G., S. A., EL DÍA 28 DE ABRIL DE 1952. EN SU COMPOSICIÓN SE EMPLEARON TIPOS GARAMOND DE 12 PUNTOS. LA EDICIÓN ESTUVO AL CUIDADO DE RAFAEL LOERA Y CHAVEZ