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 T T A A P P I I O O C C A A I I N N N N  MA AN S SI Ó ÓN P P A AR A A F A ANT TASMAS  p por  FRANCISCO T TARIO  TEZONTLE  MÉXICO Digitalización: Innombrable Revisión y corrección: Innombrable (donadordealmas) Agradecimiento a: Hsi ang el guardián (Club de L ectores de Libros Inconseguibles)

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TTAAPPIIOOCCAA IINNNN

 MMAANNSSIIÓÓNN PPAARRAA FFAANNTTAASSMMAASS 

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FFRRAANNCCIISSCCOO TTAARRIIOO 

T E Z O N T L E  

M É X I C O

Digitalización: InnombrableRevisión y corrección: Innombrable (donadordealmas)Agradecimiento a: Hsiang el guardián (Club de Lectores de Libros Inconseguibles)

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Dibujos de ALBERTO BELTRAN

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Soy luz ¡ah si fuera noche!pero el estar rodeado de luzes mi soledad.

F. NlETZSCHE.

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 —¡Es la polka, Adrián! ¡La polka, te lo juro!

Un hombre goloso y rutinario no tolera fácilmente oír hablar de semejante modo.

 —Pero, ¿de qué polka hablas, puede saberse? ¡Explícate! Querrás decir en todo casoque te duele la cabeza.

La mujer sonrió con indiferencia, dejó caer desmayadamente los brazos y observó a sumarido largo tiempo. Por primera vez en veintidós años admitió que no se comprendían.

 —La cabeza o... —proseguía el señor comerciante—. Bueno, es natural. ¡Acuérdate decuando nació Ambrosito! Realmente todos tus embarazos han sido pésimos.

El hecho es que aquella polka le sonaba a ella entre las sienes tan distinta yacompasadamente que podría bailarla, si se lo propusiera.

 —¿Y por qué no ha de ser la polka? —insistía—. ¿Por qué no he de poder escuchar lapolka ?

Adrián daba unos pasos, mirando de soslayo a la plaza. —Porque no puede ser, caramba. ¡Porque no puede!

  —¿Y por qué no puede? —interrogaba ella, sujetándose al sillón como a unacabalgadura—. ¿No te estoy diciendo que es la polka?

 —Y yo te digo que no lo es. Manías tuyas.

 —¡Y yo sostengo que sí!

 —¡Pues, no!

 —¡Pues, sí!

 —¡Que no, repito! ¿O acaso alguien puede escuchar de tal modo una polka?  —Si se puede o no, no es cosa nuestra; pero yo la escucho. Y no me siento bien,Adrián. Algo raro me pasa.

El comerciante había hecho alto, observando a su mujer, que atendía. Se nubló el solen ese instante.

 —¡Óyela, óyela! —prorrumpió ella, de súbito—. ¡Óyela, anda, no te dé miedo!

Aventuró él unos pasos y se inclinó sin confianza sobre el sillón, tratando de distinguirde alguna forma la pieza.

 —Óyela. ¿La oyes?... Aquí adentro —Y procedió a canturrearla.

Pero Adrián se encogió de hombros, apartándose hacia el balcón en la actitud de quiendescubre de pronto que los billetes de su cartera son falsos.

  —¡Qué va a ser una polka eso! —dijo. Y señalando a la plaza— ¿O no oyes lo queestán tocando ?

Fue una noche lóbrega y misteriosa durante la cual sopló el viento airadamente, el marbatió sin descanso y el comerciante en telas se vio asediado por toda suerte depesadillas y terrores. Cuando un hombre rutinario y goloso repara un buen día en que la

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La paciente se expresó con palabras sencillas.

 —Como empiezan las polkas—repuso.

El facultativo tuvo un estremecimiento. También él era un hombre sencillo.

 —¿Y después?Le pareció advertir que lo observaban con desprecio.

 —¿Después? ¡Qué quiere usted que le diga! Pues la polka siguió sonando.

Ignoraba él los motivos, mas preferiría de cualquier modo que no se hiciera menciónespecial de la polka. Lo aturdía y preocupaba esto.

 —Adelante.

Había poco qué añadir, por lo visto. Que se hiciera de cuenta el doctorcito que habíasido invitado a una fiesta, una noche; que el salón, cuando él llegaba, se encontrabadesierto y que, por matar el tiempo, se había tumbado en un sofá, aburrido; que

sucesivamente los concurrentes acudían y llenaban, como es natural, la sala; que losmúsicos en la plataforma descubrían sus instrumentos; que las lámparas se encendíany alguien entreabría los balcones; que las parejas charlaban. Y que, imprevistamente,los músicos se ponían a tocar, toca y toca sin descanso, toca y toca la polka; quetranscurrían las horas, la noche entera, y los invitados se retiraban; y que el salónquedaba de nuevo vacío. Pero que allí, sobre su plataforma, continuaban los músicostoca y toca la polka.

El médico cambió de postura y comenzó a balancear una pierna. Ensayaría otraespecie de preguntas.

  —Y dígame usted ahora: si de una habitación en la que tenemos seis huéspedes

retiramos tres y aumentamos cinco, ¿cuántos huéspedes tendremos?La enferma se incorporó de pronto, con un extraño gesto altivo.

 —¡Qué tontería! —dijo.

 —¿Tontería?... —objetó el médico—. Le aseguro que es muy importante.

Ella dio la respuesta correcta y el doctor se sintió humillado.

 —Bueno, pero si de ciento ochenta y nueve metros de tela...

La opinión facultativa tranquilizó en lo que cabe al comerciante.

 —Evidentemente su señora está débil, un poco nerviosa... mas pasará pronto. Quizás

se deba... ¡oh, trastornos de la edad, me imagino! Por lo pronto, y a reserva de unnuevo reconocimiento, aquí tiene usted la receta.

A la puerta de la casa, el señor comerciante en telas retuvo con cierta zozobra almédico.

 —Y, y... ¿lo de la polka?

 —¡Ah! ¿Eh? Sí, la polka. Téngalo usted muy presente: una oblea cada dos horas.

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Acto seguido le tendió la mano y se alejó por la plaza a grandes pasos. ¿Una polka?¿Así, de buenas a primeras? ¿Y sin orquesta? Pero, ¿qué estaba hablando él deorquestas? ¿Resultaba admisible? ¿Y por qué una polka, después de todo? La polkaera un baile anticuado. Recordaba ahora, sin embargo, un caso extraño en que se

hablaba de cierto enfermo de esquizofrenia, quien se quejaba a todas horas de que lellovía en el cerebro. Le llovía así ¡pim, pam! ¡pim, pam! como en las tardes de otoño.Una sola gota fría y constante, terriblemente inicua. Pero, ¿una polka? O tal vez fuera elequivalente. El recordaba una: la de los Curitas. La tocaban los sábados en la plaza.

La paciente, sentada en la cama, ofrecía un soporífero aspecto, como quien escuchapor centésima vez el Andante de una horrenda sinfonía.

 —Apuesto a que ya te sientes mejor, ¿o no es cierto ?

En seguida le ofreció el periódico, según era su costumbre todas las noches.

 —Bah, léeme eso.

Ella tomó el periódico y procedió a desdoblarlo, sin dejar de escuchar la polka. —Empieza.

Leídas unas cuantas líneas, el comerciante se sintió aburrido. E inquieto. Y comenzó adar vueltas sin más ni más por el cuarto, pisando con malestar la alfombra y apretandoen los bolsillos los puños. Qué necedad la de su mujer. Qué aprensión tan insensata.¿Podría llamarse enfermedad a aquello? Que supiera, nadie se había ido al otro mundopor escuchar una polka. En todo caso, hasta quizás fuera divertido. También a él legustaba la música. Aunque así, tan impertinentemente... Pero, bien visto, ¿escucharíade verdad la polka?

Empezó a sudar y a caminar cada vez más aprisa, presintiendo a su mujer un poco

tétrica a sus espaldas. Era un calor asfixiante. Lo que procedía, en primer término, eraponer la mayor atención posible. Cuando tocaba la banda en la plaza, todo el mundo sepercataba. Haríase, pues, de cuenta aquella noche que su mujer tenía el kiosco en lacabeza y que él se sentaba en una banca próxima a beber un refresco.

 —Conque a ver, seamos francos, ¿qué escuchas?—Y se esforzaba por reír echandoatrás la cabeza o contorsionando los brazos—. ¡Porque no me vendrás diciendo ahoraque también esta noche estás de concierto!

Aquí la mujer rompió a sollozar, arrojándose de un golpe contra la almohada. Era unllanto agónico, espeluznante y confuso que le hizo ver al comerciante cuan cruel yfrívolo era. En el horrendo silencio nocturno aquel llanto producía escalofríos.

 —Bueno, bueno, no te compunjas. ¿No comprendes que fue una broma?... Claro quesí, la polka. ¿Quién no ha escuchado una polka en su vida?

Mas la mujer gimoteaba, derramando unas lágrimas frías y redondas que le escurríanpor los antebrazos.

 —¡Calla, tonta! ¿Qué es esto? Si pareces una criatura...

También podría llorar él, si se lo propusiera.

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 —¡Una polka! ... ¡Una polka, eh? Apostaría a que es la de los Curitas.

Transcurrió una noche y, por fin, otros días. En su establecimiento, la clientela seinformaba minuciosamente del estado de la enferma. Era gente afable y risueña quetrataba de consolar al comerciante.

 —... ¡pero el hecho es que mejora!

 —Oh, mejorar, sí; qué duda cabe. Aunque ya saben ustedes que estas cosas de losnervios...

 —¡Cómo! ¿De los nervios ha dicho? Porque a mí me habían contado…

  —Sí, en un principio se pensó que era la ciática. Y a propósito... ¿qué es lo que lehabían contado?

Al cliente le habían contado algo sencillamente horripilante, de lo que se regocijaba elpueblo: que la mujer no se hallaba enferma, sino que acababa de dar a luz un negrito.

 —Me contaron... ¡bueno, ya usted me entiende! Algo propio de las mujeres.El comerciante sonrió con malicia, arrugó las cejas y desdobló la tela, aprestándose acortarla.

 —También yo me lo figuraba. Pero, no; al parecer todavía no es eso.

 —Vaya, enhorabuena. Le presentará usted mis respetos.

Fueron tres días inmensos, ruidosos, durante los cuales no cesó de sonar la polka en lahipófisis de la enferma. Tres días aciagos, nublados, en los que el mar no cesó de rugiry de sollozar los árboles en la plaza. Tres días y tres noches consecutivos durante loscuales el señor comerciante en telas se desvivió por escuchar, aunque fuera de lejos, lapolka. La enferma se desmejoraba, pedía a todas horas agua con sal y mostraba en

torno a las órbitas dos perniciosas ojeras. También promovía, y sin que viniera acuento, escenas de lo más estrafalario. A su marido le sorprendió que una noche lorecibiera como después de un largo viaje.

 —¡Adrián! ¡Oh, Adrián, Adrián, cuánto me alegro! ¿Qué tal te ha ido?

El dijo:

 —Convendría que te dejaras ver en la calle y tomaras un poco el fresco.

Y ella:

 —Haré lo que tú digas; pero en cuanto termine la pieza.

La vecindad murmuraba con su burda imaginación corriente, lujuriosa y populachera.Que si el negrito había sucumbido y la madre agonizaba; que si el negrito era unpretexto y la mujer se había trastornado; que si una enfermedad repugnante la habíahecho mermar de tal modo que ni el propio doctor era capaz de encontrarla; que laepidemia cundiría fácilmente y todos en el pueblo se volverían enanos; que los enanosson crueles y, por si fuera poco, ladrones; que convendría prevenirse a tiempohablándole al doctor inmediatamente y con las cartas sobre la mesa. Se designó unacomisión al efecto.

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 —Exigimos que se nos hable claro.

El doctor, con un batín de tres cuartos y un lápiz rojo tras de la oreja, los recibió en laantesala. Leía algo acerca de la epilepsia.

 —Que se nos hable claro... ¡y en seguida!

El expresó:

 —Síndrome de esquizofrenia activa.

Esto, al menos, ya era algo.

 —¿Nos retiramos?

 —Nos retiramos.

En tanto la polka era ya algo inaguantable, repulsivo y trágico, fuera de toda posibleresistencia humana.

 —¡Óyela, óyela!—y el comerciante atendía—. ¡Óyela, por los clavos de Cristo!

Se suscitaban escenas distintas, de acuerdo con las ventas del día.

 —Óyela, ¿o estás sordo? ¿Es posible que ni distingas la banda?

 —Puede que esté sordo, perdóname. De un tiempo a esta parte noto que me zumbanmucho los oídos.

O de otro modo:

 —Ea, te la tararearé un poco para que te habitúes.

 —¿Sabes que ya me estás aburriendo?

En ciertos amaneceres lluviosos, cuando bajaba la niebla, los esposos se sentíanmelancólicos.

 —Adrián, tú que eres hombre diles por favor a los músicos que terminen de una vez esapieza.

Adrián miraba a su mujer y a las nubes borrascosas, negras.

 —Sufro mucho, Adrián. ¡No te imaginas!

Entonces él le ofrecía sus brazos y le peinaba los cabellos. En un tiempo eran jóvenes ytambién paseaban por la plaza. Mucho antes de lo de Ambrosito. Esta vez, que solos.

 —¿Sufres, amor mío? Ven aquí, reclínate.

 —Siento que voy a morirme. —¡Ah, no te matará la polka! Yo mismo me encargaré de ello.

Mas se sentía sin ánimos, conmovido.

 —Adrián: ¡lloras!

 —No lloro. Es que...

Si comprendían que nadie los acechaba, se abrazaban, sí, y lloraban.

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 —Maldita polka, Adela. Y qué daño nos ha hecho.

AI décimo día de enfermedad ocurrió un suceso imprevisto. El comerciante, con lasbotas llenas de polvo, se presentó en casa del médico y le comunicó la desastrosa einexplicable noticia:

 —Doctor: mi mujer ha desaparecido.

El doctor apretó los labios, dio unos pasitos circulares hacia una mesa y expresó, sinemoción alguna:

 —Me lo temía.

La búsqueda fue laboriosa, llena de inconvenientes y sorpresas. Ciertos vecinoshumanitarios tomaron parte desinteresadamente en las expediciones, recorriendo enpocas horas distancias inverosímiles, a veces bajo la lluvia o el granizo o bien durantela noche, en mitad de una oscuridad impenetrable. En la Parroquia se dijeron novenas yotros rezos de emergencia. En sus hogares, algunos amigos oraban. Se buscó por

pantanos, por vericuetos, en ambas riberas del río y a lo largo de las peladas llanuras.Se buscó en las oficinas, en los arrecifes, en los retretes públicos y hasta en ciertolupanar clandestino. Una onda de curiosidad y extrañeza invadía los espíritus.Ocasionalmente, como el aroma de una flor lejana y exótica, llegaban nuevas de losexpedicionarios, por lo general falsas.

 —Parece que la han encontrado cabalgando sobre un borrico.

O:

 —Dicen que se arrojó al mar, y que el mar la echó a la playa.

El doctor, hurgando en la neurosífilis, repetía con tic tac cronométrico:

 —Me lo temía.Los expedicionarios portaban armas, linternas y mapas y unas altas botas de minero,así como cordeles, zapapicos y otros artefactos para el caso. Alguien más previsor yavezado cargaba, incluso, con su mochila repleta de longanizas y medicamentos. En unrecodo, ante un repliegue, frente a un matorral sospechoso los expedicionarios sedetenían:

 —¡Eh, cuidado!

Prevalecía la opinión de que la fugitiva era una loca furiosa.

 —No aparecerá nunca. Volvamos, pues, a nuestras labores o los cerdos nos comeránla cosecha.

El señor comerciante en telas había cerrado su establecimiento y se pasaba las horasmuertas en su casa, mirando con languidez a la plaza por detrás de los visillos. Sufortuna, las goteras en la sala y hasta las mismas letras vencidas habían dejado deinteresarle. Mirando hacia aquella linda plaza experimentaba la impresión conmovedoray muy íntima de que descubría a su mujer por entre las bancas, caminando muycampechana en tanto sonaba la música. O el simple gemir del viento o el eco de las

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olas lo sobrecogían. Entonces se incorporaba, llevábase un dedo a los labios y volvíacon inquietud el semblante.

 —Creí que eras tú, Adela.

El sabía presentir las cosas y le tenían sin cuidado los argumentos del médico. Bah, sumujer no era nada de eso; su mujer estaba en sus cabales y todos lo sabíanperfectamente. Su mujer no había huido en virtud de que su cerebro se hallaraofuscado, ni nada por el estilo. Ella escuchaba una polka, y esto era todo. Que la polkala torturara era muy comprensible. Y que tratara por todos los medios de no oírla en losucesivo, doblemente.

 —No estoy de acuerdo, doctor. Mi mujer nunca fue una chiflada.

El doctor sonreía, se mordía las uñas y también miraba a través de los visillos.

 —Y aparecerá, estoy seguro. Le dará un mentís a la ciencia.

A mayor número de especulaciones, más profunda era su confianza.

 —¡Imposible! ¿Cómo puedo admitir que mi mujer se imagine ser en la actualidad unabanda de música? Una banda... ¿Es decir, una corneta, dos pequeños flautines... ¡seburla usted, amigo!

La búsqueda se dio por terminada y a la desaparecida se la tomó por muerta. Alcomerciante, como consecuencia lógica, lo tomaron ya todos por viudo.

  —Vamos, levante ese ánimo —le decían—. Véngase al malecón a pasear un ratoconmigo.

Pero Adrián insistía en permanecer allí días y días, mirando como un idiota a la plaza.

 —Déjese de tonterías. Sí, es doloroso, lo comprendo... pero Dios provee. ¿Sabe usted

 jugar al dominó, por ejemplo?Aquel sábado hizo un tiempo espléndido y se llenó la plaza de gente que iba y veníapor entre los árboles o que simple y sencillamente permanecía en las bancas mirandocómo brillaban los cornetines y volaban las doradas nubes en el cielo. En un ángulo dela plaza, un mozalbete lleno de pecas descorchaba y repartía refrescos. Los chiquillos,pisoteando el césped, arrojábanse brutalmente las botellas. Y los reclutas allí estaban.Y estaban las muchachas solteras, con sus blusitas de percalina, cuyo material conocíade sobra el comerciante.

 —Con tal y que no toquen la polka—suspiró sobre su silla.

Y la tocaron —la tocaban siempre—, armando un endiablado barullo como si un enormeedificio con vidrieras y todo se viniera abajo. Adrián se tapó los oídos.

 —¡No quiero! ¡No quiero!-—clamaba—. ¡No quiero que toquen eso! ¡No puedo tolerarsemejante música!

Era una aflicción grave y comprensible la suya, semejante a la que experimenta unapersona al tropezarse en un cajón con el retrato de algún pariente muerto.

 —¡Basta, basta! ¡No quiero! ¡Esa polka me parte el alma!

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Iba y venía, se encerraba con llave en su cuarto, se escondía bajo las mantas, seexprimía con los puños los oídos. De cualquier rincón de la casa escuchábase distinta yacompasadamente la polka. Allí donde se refugiara, allí le llegaba el eco. Un ecopenoso, inmediato, bailable—que le desgarraba las entrañas.

 —¡Basta ya! ¡Por piedad o me volveré loco!Y con los dedos entumecidos:

 —¡Basta ya de Curitas, Dios mío! ¡Basta, que cese la polka!

Mas al reparar detenidamente, saltando de entre las sábanas, ya había anochecido. Seencaminó al balcón de nuevo, descorrió por una punta los visillos y contempló conespanto que la plaza se hallaba desierta y oscura y que sobre los solitarios árbolesdescendía la lluvia. Un can amarillo y sarnoso sorbía en el kiosco un refresco. Y la polkaaún: qué martirio.

 —De suerte que yo también... —se dijo.

Lívido, pero resuelto, se examinó en el espejo. —De suerte que... ¡Jesucristo, que cese la polka! —era cuanto se le ocurría.

Entretanto, por distintos rumbos del pueblo, el doctor iniciaba una serie de consultasurgentes.

 —Pero, diga, ¿cómo le empezó eso?

La paciente, otra mujer sencilla, se explicó también sin evasivas:

 —Como empiezan las polkas.

Y un solemne caballero:

 —Es algo que en realidad no me explico. Imagínese, doctor... ¿pero conoce usted esapolka que han dado en llamar la de los Curitas?

El estetoscopio, las amígdalas, los golpecitos con el martillo en las coyunturas. Estavez era una señorita.

 —Si es una polka, se lo aseguro. Una polka y de las más lindas.

El farmacéutico agotó en pocos días sus reservas de obleas.

 —No me siento bien, créame. Es muy extraño lo que me ocurre...

 —Púrguese usted esta noche. La costumbre es vieja, pero muy sana.

 —No, no se trata de eso. El caso es que yo escucho... —Entonces, consulte al médico; aunque el médico se reirá de usted, me lo temo.

 —Doctor, doctor, no se ría. Pero yo siento...

En la sucursal del Banco hubo un momento de confusión y zozobra cuando alguien,que cobraba unos documentos, lanzó al aire su portafolio y empezó a gesticular,despavorido.

 —¡No más polka, no más polka o me muero!

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Al principio, como ocurre con las guerras, la noticia les sonó jocosa a algunos.

 —¿Con que padece del mal de la polka? No estaría por demás, en todo caso, que sumarido le pusiera los

 —¿Y usted qué hace ahí con esa cara de necio? ¿Escuchando por un casual la polka?

 —Tóqueme la polka, señorita. Me encantaría conocerla.

 —Y a ti que no se te olvide ponerle agua a la polka.

Pero el hecho fundamental es que el doctor no se daba abasto y se enriquecía. Quéconmovedora epidemia. Y una tarde:

  —Doctor, le hablan a usted por teléfono. ¡El señor comerciante en telas hadesaparecido!

La sirvienta, al otro extremo de la línea, se enjugaba las lágrimas. Que el señor Adriántomaba el desayuno, sí, unos huevos fritos, como de costumbre; que el señor Adrián de

un tiempo a esta parte se mostraba en extremo afligido; que el señor Adrián hablaba loindispensable y que de pronto... Sí, ella había ido a la cocina; que el señor Adrián lehabía dicho: "Tráeme la sal y el agua". Que la sal estaba en un tarro y que el agua legustaba al señor Adrián con hielo; que el señor leía el periódico... ¡justo! pues quecuando volvió ella de la cocina el señor Adrián había desaparecido.

El médico reflexionó unos instantes y apoyó una pierna en la mesa.

 —Perdone—dijo—, pero esta vez no tengo tiempo.

Los semblantes fueron más amargos y los chascarrillos menos frecuentes. La plaza, sino desierta, mostrábase al menos desanimada y fría, aproximadamente como duranteel invierno. La mayor parte de los escaparates no ofrecían ya novedades de ningún

género y sí una espesa capa de polvo y ciertos trebejos anticuados. En los hogares lasmadres tomaban providencias.

 —Y abrígate bien cuando salgas, porque no querrás que te dé la polka.

 —Doctor, ¿está usted seguro? El niño tose, desde luego... ¡Que no vaya a ser la polka,Dios mío!

 —Al muelle, no; de ningún modo. Estamos infestados de polka.

Había un solo hombre, uno solo, incorruptible entre todos: el director de la banda.

 —Si me da la polka, qué me importa. La bailaré encantado

O frotándose la calva: —¿Quién lo había de decir? ¡La polka otra vez de moda!

Con caracteres rojos de dos pulgadas aparecieron en los diarios las primeras medidassanitarias. En la Parroquia se apiñaba la gente, arrostrando todos los riesgos.

 —¡Sálvanos de la polka, Dios mío! Ten misericordia de nosotros—clamaban.

  —La polka es un aviso del cielo—peroraba en la tribuna el párroco—. Cumplamos,pues, nuestros deberes y elevad vuestras preces a lo alto.

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  —¡Misericordia! Ora pro nobis. ¡Misericordia! Líbranos hoy y siempre de la infaustapolka.

Toda enfermedad tiene su curso, y esta, no por trágica y desconocida, había de ser unaexcepción entre ellas. Se iniciaron las desapariciones, algunas en circunstancias de lo

más desatinado. —Claudio, Claudio, no te escondas, que no estoy hoy para bromas.

 —Pero, habráse visto, ¿y dónde podrá haberse metido Mercedes?

 —Aurelia, por favor: la sopa. Hace media hora que esperamos. ¡Aurelia! ¿No me oye?¿O es que se ha vuelto usted sorda?

 —Pues como le venía diciendo... ¡Jesús, pero si vengo sola!

Era un tránsito misterioso, muy poco científico y nada cristiano que ni la Medicina ni laTeología aceptaban. El paciente escuchaba durante diez días exactamente la polka y acontinuación desaparecía. Pero ¿desaparecer cómo? Resultaba fácil decirlo. ¿Acaso

alguien alguna vez había desaparecido? ¿Desaparecer, pues, no sólo se refería a lasnubes sino también a los hombres común y corrientes? ¿Un hombre que aparece?¿Otro que desaparece? Inexplicable y brutal, de cualquier modo.

 —Lo que se da ya por un hecho es que al alcalde le dio la polka.

 —Por lo que toca a mí, me alegro. Se lo tenía bien merecido.

  —Comprenda usted que no es muy humano hablar así, de esa manera. Piense queninguno está exento...

 —Pero, calle, ¿qué suena?

 —No suena nada. ¿O acaso...?

 —¿Que no suena nada? ¡Friolera! ¡La polka! ¡La polka!

Modistas, jornaleros, escribientes, abogados, concejales, sirvientas... unos tras otroscaían enfermos y desaparecían. Y cayó al fin el doctor. Y el párroco. Y el alcalde seesfumó una noche de su casa, con un bocadillo de jamón en la mano.

Se clausuraron los espectáculos y las carnicerías, se prohibieron cierta clase depescados, las reuniones públicas fueron suspendidas y se exigió que se cocieran lasfrutas. También, bajo pena de muerte, se prohibió escupir en las calles y en lapastelería. Sobre los muros de los principales edificios aparecieron pasquinessignificativos: Cuídese usted de la polka. La polka no es lo que todos suponen, sino una enfermedad misteriosa y muy grave . El Ayuntamiento, al cabo, resolvió substituiraquéllos pegostes: La polka no causa la muerte. La horrible gravitación os espera.Prevengámonos de las zanahorias .

Deplorable espectáculo el de aquel pueblo—sombrío, inapetente, anquilosado, como enun prematuro y descomunal invierno. ¿Y la banda? ¿Y los reclutas? Quién pensaba enla banda. Transcurrían los sábados grises, tediosos, mortales, con sólo el rumor delfollaje y los ladridos de algunos perros. El mar, por si fuera poco, aparecía durante eldía muy pálido y bramaba amenazadoramente. El ferrocarril pasaba de largo. Del

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kilómetro tantos al kilómetro tantos, los viajeros se veían obligados a bajar lascortinillas. No respire usted. Use su pañuelo. Epidemia desconocida . Y cuando el últimofurgón se perdía de vista, quedaba únicamente sobre las casas, entre los troncos,coronando las melancólicas olas, un humo fétido y oscuro como una horrenda

bocanada putrefacta. —Decididamente creo que no tenemos remedio —aceptaron.

A intervalos, del dorado amanecer escapábase un angustioso grito:

 —¡Pedro!... ¡Pedroo! ¡Pedritoooo!

Los contaminados movían la cabeza, se santiguaban.

 —Otro desaparecido —admitían.

La gente se guardaba en casa aspirando alcanfor o haciendo buches con agua derosas. Ciertas damas aprensivas ni abandonaban la cama. Otros, con una toallaenredada a la cabeza, suspiraban y hablaban lo indispensable, mirando reflexivamente

al cielo. Los fumadores fumaban más que de costumbre; y tarareaban. A los niños lessangraban frecuentemente las encías. De cuando en cuando alguien se aventuraba traslos visillos, con expresión musical y estupefacta. Quienes lo sorprendían en su tarea,comprendían al instante de lo que se trataba.

 —Mira a ese, míralo. ¡Cómo escucha!

Se mencionaba ya sin escrúpulos a la fatal mujer del comerciante en telas.

 —Acuérdese cómo la buscaron.

 —Ella fue sin disputa quien nos trajo esta desgracia

 —Y nosotros sin percatarnos. ¿Por ventura formó usted parte de la expedición aquella?

 —Por supuesto. Yo llevaba el zapapico. —¡Qué jornadas tan horrendas! Pues también su esposo ha desaparecido.

 —Sí, ya supe. Y desapareceremos todos. Al decir del farmacéutico hay ciertos nansús...

 —¡Falso! Que no traten de engañarlo. El bacilo aún no se ha descubierto.

 —Pero se descubrirá; todo se descubre.

 —¡Si así fuera! Entretanto, no hay remedio.

 —Qué remedio va a haber. Resignémonos.

Mas he aquí que una tarde muy tibia trajo el cartero una misteriosísima carta, color azul

pálido, dirigida al señor comerciante en telas. Y el Ayuntamiento —debida oindebidamente, nadie puede opinar todavía— se enteró ese mismo día de su texto.Eran doce líneas únicamente, escritas por lo visto en un ferrocarril o un carromato, a

 juzgar por la caligrafía endiablada que exhibían, llenas de tachaduras y manchas y deunas huellas redondas e iguales, como de sebo. La carta, por votación unánime de losconcejales, se leyó en sesión extraordinaria celebrada aquel mismo atardecer en elSalón de Actos. Decía:

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"Yaksu, Tibet, 24 de octubre de 1950

Adrián querido:

Sin novedad digna de relatarse, llegué a esta hermosa ciudad, sombría y llena demisterio. Te escribo desde el hotel, antes de partir para Lhasa. Ojalá y no me hayasolvidado y todos por ahí disfruten de una salud perfecta. Tan pronto me sea posible, teescribiré de nuevo. El país, repito, es algo nunca visto y me alegraría que con el tiempopudieras darte una vueltecita, suplicándote de antemano no te olvides de traer tuabrigo. En fin, ya ves que te recuerdo y confío que tú hagas lo mismo. Besos, besos,muchos besos y saludos,

Adela".

El concejal, que leía en voz alta, recorrió con una mirada la sala, suspiró

entrecortadamente y a continuación rasgó la carta. En seguida, y como quien espanta auna cucaracha, la arrojó al cesto.

 —¡Bien hecho!—se oyó a lo lejos.

 —Pero que muy bien hecho—corroboraron todos—. ¡Me parece que no estamos parabromas!

Sin embargo, un poco antes del mediodía, tres días más tarde, el furgón postal dejócaer en la pradera una segunda carta. Esta la firmaba el alcalde.

"Yaksu, Tibet, 9 de noviembre de 1950.

Cristina:

Si supieras de qué gran humor me encuentro... Pensaba telegrafiarte, aunque despuésde pensarlo mucho supuse que preferirías saber de mí por mi puño y letra. Aquí estoy yno me arrepiento. La travesía, deliciosísima; el tiempo, seco y frío, pero magnífico. Lospanoramas, subyugantes, sencillamente. ¿Y por esos insoportables rumbos qué secuenta? ¿Sigue tocando la banda en la plaza? Escríbeme largo y tendido, que yotambién lo haré por mi parte. A la primera oportunidad que tenga te haré saber de caboa rabo mis impresiones. También te enviaré postales. Tuyo,

Pablo".

Por la tarde, a la hora de la merienda, dos telegramas urgentes. He aquí el primero —leído asimismo en sesión plenaria:

"Yaksu, Tibet, noviembre 20 de 1950

Encantada. País montañoso y frío. Extráñote. Soñé nos veríamos pronto.

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Luísita".

Y el segundo:

"Yaksu, Tibet, noviembre 22 de 1950

Felicitóte cumpleaños. Bebo té con mantequilla. Besos.

Carlos".

 —Pero, bueno... ¡yo no comprendo! —al decir lo cual el único concejal sano y salvo quequedaba, empezó de sopetón y con muy buen ritmo a escuchar la polka.

Las cartas se sucedían ininterrumpidamente, no obstante que como es lógico suponerya nadie les prestaba atención de ninguna especie. Generalmente sus destinatarios ohabían desaparecido hacía tiempo o bien se hallaban especialmente atareados en laaudición de la polka. Y las cartas, ya innumerables, que el ferrocarril arrojaba sobre lapradera, amontonábanse extrañamente como si una compacta y singular nevadahubiese caído por aquellos rumbos. Durante los días de sol y bonanza, las cartasaparecían tranquilas y pastoriles, reclinadas con amor sobre la hierba. En ocasiones,opuestamente, soplaba el viento. Entonces las cartas revoloteaban un poquito a ras detierra, se estremecían, ascendían de súbito, giraban como los caballos en el circo yemprendían el vuelo tomando rumbos distintos. Cuando el viento procedía del sur, lascartas tomaban hacia el litoral y se perdían entre las espumas. Pero en caso contrario,volaban hacia la montaña y se enredaban en los árboles o en los riscos e inclusoalcanzaban a llegar a pueblos remotos, remotísimos, donde los niños les disparabancon sus tiragomas. Algunas otras, más pesadas, deslizábanse sobre el pavimento delas calles, formando impresionantes remolinos. O se estrellaban contra las tapias de loscorrales y alborotaban a las gallinas.

Por aquellos días de inusitada actividad postal, los supervivientes del pueblo tuvieronocasión de admirar a un curioso personaje, obeso, calvo, desafiante, de chaqueta grismuy clara y panamá, que se paseaba de arriba abajo por las calles o que, tomandoasiento en la plaza, dedicábase criminalmente a inspeccionar la correspondencia. Amenudo, este hombre permanecía atento a la lectura, sin alzar siquiera la vista. Mas, enocasiones, veíasele mirar hacia los balcones, dibujar lo que podría llamarse una sonrisainsultante y burlona y desaparecer con grandes aspavientos, entonando a voz en cuello

la polka. ¿Quería decirse, pues, que el hombretón aquel se chanceaba? ¿Queconvertido —nadie sabía por qué— en amo y señor del pueblo, permitíase atrocidadestales como violar la correspondencia de los vecinos y hacerles guiños a los enfermos?¿Y en virtud de qué prerrogativas ocurría todo ello? ¿Mediante qué razones profilácticasa aquel individuo de chaqueta gris y panamá lo respetaba la polka? —Ahí lo tienen,mírenlo.

 —¿Pero es ese a quien te referías? Si es el director de la banda.

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 —El director o quien sea. El hecho es que hace apenas unos momentos me sacaba lalengua.

El director de la banda, rejuvenecido, hacía gala en efecto de un humor y una saludcensurables.

 —"Vedme así—parecía pregonar a gritos—, encantado de la vida y silbando cuando meviene en gana la polka. ¡Ba, salid conmigo al aire libre y veréis qué divertido es esto!".

Ciertos contaminados de tercer grado, al no soportar la actitud del músico, cerraban degolpe las contraventanas y permanecían en tinieblas.

  —Pero qué desdichados somos, Dios mío. Sucesivamente el alumbrado público eracada vez más deficiente, como si un ser perfectamente invisible y malintencionado secomplaciera en dejar el lugar o oscuras. Con frecuencia, en un trayecto de tresmanzanas destacábase apenas el fulgor de una pequeña linterna allá en el interior deun cuchitril abovedado. La mayor parte de los portales aparecían cerrados y en loscomercios y otros centros de recreo ni quien pensara.

 —Míralo, ya vuelve. Aunque por esta vez se nota algo más preocupado.

Y allá iba el filarmónico, con su chaqueta gris y el panamá calado sobre las cejas.

  —Apuesto a que también hoy revisará las cartas. Si de verdad fuera lo quesuponíamos, ni lo intentaría siquiera.

El misterioso hombre, sentado en una banca de la plaza, muy próximo al kiosco, abríacarta por carta y las leía. En los intervalos, levantaba ligeramente el rostro ycontemplaba con interés el firmamento. Por alguna razón muy íntima se mostrabapensativo.

 —¡Eh, fíjate bien! Algo le pasa.

 —Es cierto, ¿qué mira?

 —Bah, mira a las nubes. Cualquier hombre puede mirar a las nubes sin que le ocurraalgo.

 —¡Con tal y le diera la polka!

Días y días, viento sur y norte, lluvia, lindas noches otoñales y las cartas revoloteandosobre los tejados, igual que extrañas aves forasteras de caprichosos colores. Y elsilencio. Ni un rebuzno, ni un suspiro, ni un ay, ni una sombra; ni un fulgor detrascendencia por las noches. El doctor, el párroco, el comerciante en telas, losconcejales y los reclutas... ¡cuan lejano todo! Y aquellas muchachas solteras, con sus

fuertes pechos desenvainados. También recordaba algo muy triste: —¿Listo?—decía. Y con la plaza atestada de público y el plateado mar a sus espaldas,se aprestaba a dirigir la polka. ¡Delicioso! Sus subordinados soplaban y soplaban.Aquél, con el cogote lleno de barros. Este, con su leontina de oro puro. Y el deltrombón, como una mosca pegajosa, peinado de raya al medio. Recordabadistintamente a una muchachota robusta, coloradota, vestida de punta en blanco, que alpasar siempre frente al kiosco le arrugaba la nariz y le guiñaba un ojo. Era un buenpueblo, un pueblo honesto y libre donde sonaba la polka los sábados, rompía el mar

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con envidiable estrépito y el viento entonaba en los árboles floridos, canciones raras ymaravillosas.

 —¿Y la polka cómo iba?—se preguntaba.

Aquella helada tarde de diciembre se sentía desanimado y también con frío. En unprincipio pensó en dirigirse al muelle y contemplar las sucias traineras flotando sobre lassolitarias aguas. Después, en encaminarse al Círculo y levantar torres y castillos con losdominós y los naipes o echar a rodar las bolas de marfil sobre las mesas. Más tarde, envisitar el Ayuntamiento y asomarse al Salón de Actos. O sentarse bajo algún portal, conlas piernas cruzadas, haciéndose la ilusión de que antes de que cantara un gallo leservirían una cerveza. O se quedaría allí mismo, sobre la banca, dejando que las cartasle cosquillearan en los bolsillos o el polvo le cegara los ojos.

 —¡Y qué linda y bailable sonaba la polka!

Mas se puso en pie resueltamente. Manos a la obra. Tomó primero por una calleretorcida y sucia, después por otra algo más atildada, a poco dobló a la izquierda,después a la derecha, de nueva cuenta a la izquierda y dejó escapar un suspiro. Desdela carretera volvió atrás el rostro con melancolía y descubrió a lo lejos las chimeneas yun sobrecito marrón que se posaba en el campanario. Las chimeneas eran frías yagudas y apuntaban peligrosamente al cielo. Una legua, dos — el bosque. Fresnos,chopos, abedules; y el enigmático canto de la naturaleza.

  —Si tan sólo lo permitiera San Blas y me enfermara... Un camino recto, como undisparo; otro, curvo a la manera de una gran hoz en alto; y un tercero escasamentetransitable, en virtud de los hoyancos. Ni un ser humano, ni un rastro, ni una tristeamapola. Echaba en falta su espejo.

 —Si cuando menos pensara...

Se detuvo, perplejo.

  —¡Cómo! Pero si creo que ahora sí va de veras. ¡Gracias, Dios mío! Esta sí es lapolka... ¡la polka! ¡la polka! ¡Qué gusto!

Era tonta su alegría, estéril, silenciosa. Su salud seguía siendo perfecta. Un arroyuelo,un repliegue, un vericueto y praderas, praderas verdes, pardas o amarillas. El día. Lanoche. Qué ocupación tan sórdida la de los peregrinos.

 —Maldita pieza, y qué solo me ha dejado.

Hayas, robles y, al final de un nuevo bosque, un respetable río de aguas turbias yescandalosas. Un puentecito frágil, una ladera. Pajaritos del mejor humor imaginable.

Caminos, semejantes unos a otros, sin ningún rumbo que mereciese la pena. Y por fin,la ventanilla. Una ventanilla vieja, gris, como el ojo de un buey moribundo.

 —Perdone usted— dijo—. ¡Muy buenos días!

 —Muy buenos días—le repitieron.

Un hombre adusto, sensacional y miope lo contemplaba tediosamente.

 —¿Sabe usted? Yo quisiera...

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Debía tener la barba crecida, la lengua pastosa y blanca y los carrillos enflaquecidos.

 —... Yo quisiera ¡ya usted me entiende! Pues un billete de tercera para Tibet.

El hombre sensacional y miope, con su mandil de paño azul marino, lo contempló desoslayo y extrajo sin precipitación un lápiz del chaleco.

 —Para Tibet, ¡exactamente! —titubeó—. ¿O... está muy lejos ?

El director de la banda ocupó un asiento y se dispuso a aguardar tanto tiempo comofuera necesario. Quienes salían y entraban y los que paseaban por los andenes letenían enteramente sin cuidado. Y no tanto así aquellas gallinucas humedecidas,apretujadas en una cesta, que le miraban desde un rincón de la sala de espera conhorribles miradas de mujeres.

 —¡Ah, ya, ya! Verá usted, venga-—le chistaron.

Allí estaba de par en par el mapa.

 —En primer término... ¡pero asómese! Yo diría que en primer término convendría quetomara usted un barco en Marruecos. El barco, al cabo de algunos días—ocho o diezaproximadamente—lo dejará a usted en Esmirna. ¡Esmirna es digna de admiración, selo aseguro! Allí se embarcará nuevamente —y ojalá obtuviera un transporte de carga—,con objeto de pasar al mar de Arabia. Tal vez en Suez tenga dificultades con lasautoridades británicas; no se preocupe. Sin embargo, en el Mar Rojo... Como ustedsabe en el Mar Rojo fue donde Moisés hace muchísimos años... ¡pero, calle! ¿Quésuena?

El director de la banda miraba al mapa.

 —No suena nada. Prosiga.

  —¡No, no, está usted en un error, caballero! Algo suena. ¿Pero es posible que enrealidad no escuche nada?

Hubo un embarazoso silencio.

 —Si suena algo, estoy seguro. Algo... ¿cómo diría yo?

 —...Como una polka —terminó con voz melosa el director de la banda.

 —¡Justamente! ¿Verdad que sí es una polka? Créame que me había alarmado. En fin,una vez pasado ya el Mar Rojo, desembocando en el mar de Arabia...

Pero, no; el filarmónico no se sentía con ánimos. Esmirna, Marruecos, el mar de Arabia —a sus años. Y con seguridad, toda una fortuna. Que se divirtieran a sus anchas sus

vecinos, que se deleitaran hasta hartarse con los panoramas. En Yaksu el alcaldepatrocinaría probablemente una nueva banda. ¡Buen viaje!

Y caminando, caminando por entre los sollozantes matorrales nocturnos, volvió adesandar lo andado con la esperanza de que algún día...

 —¡Y pensar que me la sabía de memoria!

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AUREOLA O ALVEOLO

MR. Gustavo Joergensen —dos metros, cuatro centímetros, noruego, siete millones deglóbulos rojos— tomó con indiferencia el audífono y atendió a lo que le decían desde elextremo opuesto de la línea. Era una voz femenina, chispeante, meridional y sencilla,tan diferente a aquella mañana irlandesa durante la cual no se dejaría ver el sol ni porun momento.

  —¿Mr. Joergensen? ¿Es Mr. Joergensen con quien tengo el gusto? Mr. Joergensen:

enhorabuena. Acabamos de obtener exactamente lo que usted desea.Lo que Mr. Joergensen deseaba —y así lo había hecho constar en las distintasagencias locales de arrendamientos— era un chalet de veraneo en el que, comocondición primordialísima, se hubiera cometido un crimen. La terraza, los miradores, suubicación y vecindad, el grado de humedad de sus muros, la frondosidad o aridez de los

 jardines eran pormenores de tercer orden que el presunto inquilino prometía pasar poralto. Asimismo el solicitante no mostraba especial interés que digamos en que la fincamirara al sur o al norte, al mar o a la montaña, ni que en último extremo pudiera hallarsesituada en lo más profundo y oscuro de una sima o en el más alto peldaño de unventisquero. Mr. Joergensen transigía de antemano con cualquier eventualidad posible,comprometiéndose al mismo tiempo a no regatear con el propietario un solo penique de

renta.Sin embargo, la negligencia de los agentes durante aquellos cuatro primeros mesesdesalentaron en cierto modo al noruego. No resultaba explicable que en todas las IslasBritánicas —y en ninguna época, por si fuera poco— no se hubiera perpetrado uncrimen. ¿En qué período de civilización vivía? Estaba visto que, de continuar así algúntiempo, veríase obligado a emigrar de nuevo al Continente. Personalmente, Mr.Joergensen no podía demorar ni un día más sus labores.

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Pero allí, cálida e imprevista, le susurraba la voz femenina

 —Justamente lo que usted necesita, Mr. Joergensen. ¡Y una ganga! ¿Podría recibirmeesta misma tarde?

El noruego era un ser reflexivo, de ojos azules, escéptico en cuanto a toda suerte deilusiones.

 —¿Pero existen pruebas?—indicó ásperamente.

 —¡A cientos, Mr. Joergensen! El crimen fue algo de lo más espeluznante.

Hizo él un leve gesto de complacencia, encendió por quinta vez su pipa y continuópellizcándose el bigotito.

 —¿Pruebas... comprobables, se entiende?

 —Una documentación completa —le dijeron.

 —Bien, sírvase pasar entonces hoy por mi casa alrededor de las cinco.

-—A las cinco en punto, Mr. Joergensen.

Evidentemente, las características del chalet que le ofrecían eran insuperables. Suconstrucción, al estilo francés decadentista, databa de las postrimerías del año 1904 yse hallaba ubicado sobre el entronque mismo de dos fertilísimas cañadas, a unosochocientos metros de un espumoso río y circundado materialmente de toda clase deárboles frutales. El clima allí era generoso y seco y las noches en extremo luminosas. Elpoblado más cercano distaba escasamente una milla, aunque desde el mirador centraldel edificio podían Mr. Joergensen y sus amigos entretenerse en mirar por las tardes elferrocarril que pasaba, ronco y humeante, a cosa de noventa metros de la finca. Mr.Joergensen intervino aquí para hacer constar que él no tenía amigos. Empero, la voz

meridional repetía con insistencia que este ferrocarril tenía su historia y hasta una ciertaparticipación romántica en el macabro suceso; ya que el victimado, aquel viejo pintor deWicklow... ¡pero iría por partes! Con objeto de no extraviarse en el trayecto, convendríaante todo que el inquilino tomara por una carretera de segunda, que, partiendo a manoizquierda del villorrio antes mencionado...

Mr. Joergensen detuvo a su interlocutora. Era hombre de pocas palabras.

 —¡Oh, con todo gusto!—le replicaron—. Aquí tiene usted la documentación requerida.

Alargó él un brazo y sostuvo unas cuantas cuartillas escritas con tinta azul a máquina,que comenzó a ojear ávidamente extrañándose de la sintaxis tan deplorable queexhibían. A continuación estiró las piernas, verificó una breve rotación de cabeza y, al

modo de quien se sumerge dulce y fatalmente en el seno también ávido de un pantano,se sumergió él en la relación —por cierto no muy analítica— del impresionante crimen aque se referían. El homicidio en sí resultaba gris y sin ningún brillo, como el productodesatinado de un jornalero; mas las pruebas aducidas eran irrefutables y esto era lo queimportaba. Terminada la última cuartilla, Mr. Joergensen se puso en pie, con ladocumentación aún en la mano. Quizás su aspecto fuera ahora más afable y confiado.Y su tono, menos nórdico. Dijo:

 —Enteramente de acuerdo. Procedan, pues, a ultimar los trámites.

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La carretera no era de segunda, sino apuradamente de tercera y empinada a más nopoder en algunos tramos. Cierto, en cambio, que el panorama resultaba espléndido, conaquel firmamento purísimo, aquellas solícitas y perfumadas praderas, aquellos pajaritosingenuos y torpones y aquella brisa mitad selvática mitad marina que mecía los árboles.

Que del poblado a la finca mediaran tres millas, y no una como era lo previsto, tampocohacía mayormente al caso: Mr. Joergensen, con su charrette de medio uso, emplearía alo sumo medía hora. Y media hora a lo largo de tan saludable cañada era un buenprospecto para los pulmones.

En lo que cabe, el corazón le saltó de júbilo. Cerebral y frío como había sido desdeniño, experimentaba de pronto una inusitada algazara en la cabeza que lo llenaba dezozobra. Positivamente se transformaba. Se transformaba, digamos, en un meridionalde la mejor escuela, pasional y dicharachero, con un sentido tan democrático yoccidental de los vínculos sociales que no tuvo el menor empacho en ponerse a charlarlibre y alegremente con Martinica. Martinica es un buen nombre, siempre que la mujerresponda. Y Martinica era una sirvienta dócil, extremadamente atildada, óptima

cocinera. La había tomado a su servicio hacía dos años y no se arrepentía. En laactualidad, Martinica contemplaba embelesada el paisaje. Por entre los vericuetosapareció el río.

 —Y qué bien le sentarán al señor estos aires—dijo.

Mr. Joergensen admitió que sí, que aquello le sentaría divinamente. Y otro tanto a ella.

 —Pero el señor es quien importa. ¡El señor se había desmejorado tanto!

Los tumbos de la charrette se hacían insoportables a medida que ganaban altura. Elinfeliz caballo bayo piafaba, sacudiendo la cola en señal de protesta. A lo lejosaparecieron unas nubecillas tornasoladas y bajo ellas la sombra enigmática de un

bosque. Y el río. Era un rumor sordo e implacable, como un tremendo zumbido deoídos. A intervalos, cuando el carricoche torcía a la derecha, alcanzábase a entrever elpueblo, sumergido. Mr. Joergensen aflojó las riendas y mostró, remoto, un punto: elmar. Era en dirección noroeste, por entre un plateado velo de niebla, que Martinica mirócon asombro. Imaginábase ella que el océano era algo así como el Támesis visto desdelas riberas de Hammersmith. Por no haber frecuentado nunca el océano, Mr.Joergensen le había proporcionado aquel nombre. A Mr. Joergensen le divertíanbrutalmente las paradojas. Whitechapel — Martinica. Y Miss Skelton, a partir de unalluviosa tarde de noviembre, atizaba la lumbre, freía huevos con cebolla, y tendía lamesa tres veces diarias bajo el terrífico, ecuatorial y trepidante nombre de Martinica.

 —Pero qué lindo es todo esto. Y tan saludable.

Ojalá y su trabajo—el trabajo de Mr. Joergensen—se viera esta vez coronado por eléxito. Qué baldíos, infatigables y extenuantes los últimos años. Qué de renovadossacrificios. Qué inútil, desmesurada lucha con aquel mundo abstracto, esquivo yveleidoso de los fantasmas. Qué búsquedas tan infructuosas. Volviendo la vista atrás, elnoruego experimentaba una especie de náuseas como si mirara a la superficie de unespejo en el cual no se proyectara otra imagen que la nueva y cada día másdesalentadora superficie de un segundo espejo. De fracaso en fracaso y de fraude enfraude, había ido transcurriendo el tiempo sin un solo fruto, ni un atisbo de fruto. A

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menudo, esto le atacaba los nervios; entonces se tomaba un descanso. Mas la quietudde los balnearios, el estrépito rugiente de las playas, la rutina burguesa de los hotelesde moda acarreábanle nuevos desasosiegos, originados por sus febriles reflexiones.Sus derrotas le rondaban la cabeza como moscas y a punto estaba de declararse

vencido, humillado. No obstante, un nuevo ímpetu, cierta suerte de savia secreta,impulsábalo hacia lo alto como un producto volcánico, cuyo reino no era de este mundo.Confiaba en sí mismo y en la transmutación de los fantasmas, en la consolidación desus sistemas y en su vecindad corpórea y física. Más aún, guardaba la convicciónabsoluta de que esta nueva y excepcional tentativa daría sus resultados. El campoexperimental había sido bien abonado. Buena suerte, pues, era lo que necesitaba.

Y he aquí que cuando el caballo bayo pegó un respingo, dando a entender muy a lasclaras que estaba dispuesto a desbocarse en cualquier momento, Mr. Joergensen soltóuna carcajada y apretó las riendas. Después miró a Martinica y miró a lo lejos, hacia loque prometía ser un tejado. Un tejado era, empinado y feo, como un tobogán oxidadosobre el cual evolucionaban unos pájaros negros. Y el sol cayendo como algo inefable

que se derrumba. Suspiró. También suspiró Martinica.  —¡Pero qué saludable y qué lindo! Si de sólo respirar este aire se le abre a uno elapetito...

Durante el último tramo hasta la finca, Mr. Joergensen guardó silencio. El hombrenórdico que era experimentó un calosfrío: allí estaba el chalet, alto y cuadrado, solitario,emergiendo a la manera de un quitasol de entre los árboles. No lejos, efectivamente,destacábase la vía férrea, cubierta a tramos de maleza. El rumor del río era aún másinsistente y ya no sugería ningún zumbido de oídos, sino el desplome total de unacantera. Y cosa extraña. A través de aquel renovado estruendo percibíase casifísicamente un peculiar silencio, un silencio diferente a todos, tormentoso, como será el

silencio algún día en la Tierra o lo habrá sido indudablemente en alguna época. Podíamuy bien Mr. Joergensen delimitar el estruendo del silencio, como podía asimismoadmirar el estruendoso sol que caía, sin prescindir del tupido velo de niebla en quenaufragaba. Y en esto se entretuvo. Mas estrujaba las riendas. Y sacudía sin piedad ellátigo. Y mordisqueaba su pipa, de la que escaparon unas cenizas. Observándolodetenidamente, el más tonto podría haberse percatado de que se trataba, en efecto, deun destacado y genuino buscador de fantasmas. Entonces hizo alto y detuvo lacharrette a las mismas puertas de la finca.

 —Mr. Joergensen, se ha puesto usted muy pálido. Mr. Joergensen, ¿le ocurre algo?

Sí, Mr. Joergensen había palidecido. A Mr. Joergensen le ocurría algo, sin duda. Y le

habría ocurrido otro tanto a cualquier caballero en el lugar suyo. ¿Qué significabaaquello? ¿Se burlaban de él, por ventura? A continuación se puso rojo, rojo como lamisma grana, y dejó escapar una blasfemia.

 —Pero, Mr. Joergensen, va usted a desmayarse. Mr. Joergensen, apóyese aquí, se loruego.

No iba a desmayarse, ni mucho menos, sino que se sentía ciego, loco y ciego de ira.

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En el jardín de la finca, un caballero en bata de casa leía plácidamente un libro. Leíaasí, cómoda y desafiadoramente, tendido en cierta actitud graciosa, con la pipa entrelos dientes y los músculos al parecer en envidiable abandono. El caballero aparecíarisueño y, por lo que podía deducirse, encantado de la vida. Mr. Joergensen echó pie a

tierra de un salto y golpeó con el puño la reja: un golpe, dos, como otros tantos exabruptos. Entonces el caballero volvió curioso el rostro, se incorporó pesadamente y seajustó el cinturón de su bata. Caminaba a pequeños pasos y Mr. Joergensen pensó quele apretaban las pantuflas. Su aspecto vulgar y rechoncho irritó doblemente al noruego.Y hablaba con una voz empalagosa de tenorino napolitano.

 —¡Pero esto es una vejación, entiéndalo, un fraude! ¡Una ignominia! ¿Con qué derechoocupa usted esta casa?

Mr. Joergensen, a través de la reja, manoteaba también como un napolitano.

  —Yo he arrendado esta finca, ¿comprende? La arrendé en Dublín hace apenas dosdías. ¡Puedo exhibir el contrato!

El caballero de la bata abrió parsimoniosamente la puerta e invitó al recién llegado aque pasara. Mr. Joergensen se resistía.

  —Es inútil que se obstine, no pasaré hasta que usted desaloje. ¡No daré ni un solopaso, se lo prometo! Tiene usted dos horas para desalojar ¡ea! ¿Y quién es usted,puede saberse? Apresúrese o lo denunciaré a la policía.

El caballero, con cierto aire distraído, le tendió en el acto la mano y dijo:

 —Soy Charles Mac Grath, para servirle. Charles Mac Grath, ¡encantado!

Era una voz tenue la suya, melodiosa en extremo, parecida a esas inefables voces quemurmuran en los sueños.

 —¿Y yo con quién tengo el gusto? ¡Oh, por favor, cúbrase! Discutiremos el asunto.

Martinica y el caballo bayo observaban.

 —Sí, sí, decídase, se lo ruego. Créame que también, por lo que toca a mí, la situaciónes enojosísima.

El noruego se resolvió al cabo y penetró en los jardines. Mr. Mac Grath caminabaadelante, tambaleándose ligeramente, con sus torpes y rechonchas piernas como laspatas de un hipopótamo. Qué estúpida y embarazosa situación aquélla.

 —Hágame el favor, no se disguste demasiado; me apenaría tanto. ¡Y siéntese! ¿Estáusted fatigado? Por mi parte, creo que debiera ofrecerle un whiskey, pero no tengo

whiskey; es el caso.Se trataba incuestionablemente de un grave error en la agencia de arrendamientos. Deun error o un fraude, daba lo mismo. El, Mr. Charles Mac Grath, habitaba el chaletdesde el otoño pasado, justamente a partir del mes de octubre, cuando empezaban adesprenderse las hojas. Había llegado a la finca durante una imponente granizada quehabía dejado el camino imposible. En Dublín, Turkey St. 98, vivían sus familiares. Unhermano de él, siete años mayor, radicaba en Liverpool. Era célibe y detestaba a lasmujeres. Pero el hecho era que, confusión o fraude, la maniobra resultaba demasiado

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burda, ya que como era lógico suponerse ni el antiguo inquilino, Mr. Mac Grath, ni elrecién llegado, Mr. Joergensen, estarían dispuestos a hacerse los desentendidos ycubrir cada cual de su peculio la disparatada y doble renta. También él había vivido enLondres, aunque no le sentaba el clima. Su ocupación requería silencio, dedicación,

reposo. ¡Y con aquellos partidos de cricket! El fútbol lo había expulsado de Chelsea. Enla actualidad se sentía algo deprimido y por las tardes le dolía la cabeza. Que si Mr.Joergensen era botánico. Oh, él tampoco. La Botánica le interesaba bajo un exclusivoaspecto: por el aroma de los heliotropos. Si Mr. Joergensen lo estimaba conveniente,podrían resolverse por esto: dividir el chalet en dos secciones. Mr. Joergensen elegiría,no obstante que él se hallaba instalado. A no ser que Mr. Joergensen viniera dedescanso. Porque si Mr. Joergensen venía de vacaciones le aconsejaría la planta alta.La planta baja era más húmeda y al comedor le faltaban algunas duelas. También él eraun misántropo: podía probarlo. Por su parte, comía las hortalizas que cultivaba y lasfrutas que alcanzaban a madurar buenamente. Oh, no, artista, no; que lo librara el cielo.Porque Mr. Joergensen estaría al tanto de la historia aquella. Que sí, hombre, la historia

del pintor de Wicklow, asesinado por un paranoico en la planta alta del edificio.¡Extraordinario! ¿Con que también él estaba enterado? ¿Y a pesar de ello... ¡Cómo,pero qué le estaba diciendo! ¡Imposible! Qué alegría. Sí, que se estrecharan la mano.¿De suerte que eran colegas? Nadie lo hubiera supuesto. Porque si Mr. Mac Grathfuera creyente apostaría a que se trataba de algún milagro: en Lourdes y Covadongaocurren a diario. Muy bien, pues se harían los grandes amigos, ya que el destino lodisponía de ese modo. Naturalmente que lo que procedía era que ni uno ni otropagaran la renta. Y como le iba diciendo, sus familiares vivían en Turkey St. 98 y élcosechaba coles, rábanos y alcachofas. En ocasiones, generalmente los viernes,bajaba al pueblo. Y los lunes y los sábados se entregaba a la pesca. Bien visto,Martinica o como quiera que se llamara, salía sobrando. Mr. Mac Grath detestaba lasvoces, los cánticos al estilo italiano y ese estertor antipático de la sartén a la hora de loshuevos fritos. No obstante, se lo agradecía en el alma. Pues al parecer el pintor aquelde Wicklow había sido asesinado en su propia cama, lo cual, como debía saber Mr.Joergensen, era un buen principio para toda suerte de fantasmas. Y en cuanto alestilete con que el de Wicklow había sido victimado, no fue posible encontrarlo porninguna parte. Existían, pues, sus factores favorables que inclinaban la balanza a favorde ellos. O de otro modo: que el crimen estaba allí latente, presente y magnífico. Yestaba lo que todo buscador de fantasmas podría admitir como el espíritu del crimen,aquello que en lenguaje técnico se designa como Aureola o Alvéolo, y que consistía enuna suerte de plasma aéreo, etéreo y níveo, cuya dosificación gradual se verifica deacuerdo con la naturaleza misma del fantasma, determinando presencias variables enrelación directa con sus orígenes. No, no, que el viajero no se exaltara, pues lasemociones serían violentísimas. Que si Mr. Joergensen no padecía de los bronquios. Yen cuanto a la alcoba del de Wicklow, era un local sin importancia, propicio para todasuerte de tuberculosis. ¡Pero, qué extraordinario! De veras. ¡Qué coincidencia tanincreíble! Se calculaban sobre la Tierra alrededor de ochenta y siete buscadores defantasmas. Y de momento, que Martinica se instalara. Entrambos meterían el carricocheal jardín, porque se iba haciendo de noche. Unas noches luminosas, vivificantes, deluna llena. Esto es, que Martinica pasara.

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Media hora más tarde, Mr. Mac Grath, echando atrás el cuerpo, hizo un gesto ambiguocon la mano y dijo:

 —Perdone, Mr. Joergensen, si le abrumé con mi charla. Sírvase continuar usted, se loruego. Usted tiene la palabra.

Mr. Joergensen tomó, pues, la palabra y no concluyó hasta muy entrada la noche. ¿Quémás podía agregar él a toda aquella sucesión de espléndidos relatos? Había sido, sindisputa, una gran pieza oratoria, y, a la vez, una información de primer orden queconservaría en la memoria tanto tiempo como viviera. Jamás nadie en ninguna épocahabía expuesto con precisión semejante ese mundo abstracto y a la vez luminosísimo,subyugante como ningún otro, de los fantasmas. Mr. Mac Grath era, por lo visto, unespecialista en toda la línea, cuya experiencia debería ser aprovechada por susdiscípulos. Porque él mismo, Mr. Joergensen, el primer buscador de fantasmas deNoruega, considerábase simple y humildemente un alumno. Todo el reino fantasmal,siempre intrincado y esquivo, siempre frondoso, había cruzado ante sus ojos con laprecisión algebraica de un relato común y corriente que recitase un actor en el teatro.En un tiempo, su maestro de escuela, con una vara de fresno en la mano y encaramadoen un alto pupitre, mostrábales a los escolares las distintas partes de Asia, América,África, Europa y Oceanía. Y en los cursos superiores, la cuenca del Brahmaputra y lasvertientes de los Apeninos. Los alumnos, mirando al mapa, se suponían ya escalandociertas cumbres o penetrando en las sagradas aguas o bien defendiéndose con susquitasoles de las punzaduras del anofeles. La charla gráfica del maestro los instruía yconsternaba. Y así hoy Mr. Mac Grath, con aquella voz meliflua e ininterrumpida,habíale ido señalando las depresiones y los repliegues, las marismas y los altozanos,los remansos y las turbulencias de aquel otro reino geográfico, infrarrojo y alucinante.Tal ocurría en el aspecto teórico, porque en cuanto a los enredijos prácticos —y aquísonrió Mr. Joergensen—, Mr. Mac Grath se mostraba algo más discreto. Pese a susindudables conocimientos, sus experiencias objetivas habían sido nulas. O de otromodo más gráfico: que los fantasmas permanecían emboscados. Desalentador, porsupuesto. Y con gran énfasis:

 —Desalentador de todo punto. ¡Desalentador y trágico!

Porque si bien Mr. Mac Grath había visitado Haití, Birmingham, Yucatán y Capri enbusca de aquello que su aritmética le prometía, él también por su parte, había llevado acabo expediciones no tan importantes, aunque con análogo resultado. Allí estaba, si no,como evidencia, su catastrófica experiencia de San Calixto, en Roma. Y su insólitaaventura policíaca en la necrópolis de Genova, durante una insoportable noche deescarcha que estuvo a punto de costarle la vida. Y sus incursiones baldías en los

caserones normandos, en los acantilados bretones, en las trincheras de Reims, en lossuburbios de Rotterdam, en las hueseras de toda Escandinavia, en los quirófanos deRusia durante la conflagración del 14, en los túneles del subway de Londres, en lasbodegas de ciertos paquebotes varados y, por si fuera poco, en las sacristías, museos yparques zoológicos de toda Europa. Después de todo, también él podría exponer algo aeste respecto. También a él podía escuchársele. No obstante, confesaba, su actualtentativa constituía por sí sola la experiencia más trascendental de su carrera.Verificada ésta —no importa cuál resultado se derivara— sus ambiciones se verían

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colmadas. Es decir, que transpuesto el climax, aceptaría de buen grado el fracaso y laruina moral definitivos.

 —Sostenga usted la lámpara, Mr. Joergensen. Comenzaremos por la planta baja.

Los dos caballeros se pusieron en marcha. Mas la planta baja no ofrecía interés alguno,a excepción de su aspecto puramente decorativo. El vestíbulo, el comedor, la sala, unsalón de lectura, la cocina, el inodoro y por fin una terracita de piedra, con sus tiestosflorecidos, ofrecían toda la apariencia inofensiva de una grata y veraniega morada deburgueses. Escaleras arriba, la impresión ya era distinta. Diríase que el material delentarimado o la misma atmósfera que se respiraba anunciaban una grave presencia. Deprimeras, existía un saloncito muy lindo de donde partía un oscuro pasillo. A amboslados del pasillo, puertas y más puertas, y alcobas con las cortinas echadas. Al fondo,una salita más de costura y una segunda terraza que Mr. Joergensen examinó a travésde las vidrieras. Vecina a dicha terraza, una novena puerta; ésta sí cerrada. El noruegose volvió de pronto y advirtió que Mr. Mac Grath sonreía. El también sonrió, a sumanera. Hubo lo que pudiera llamarse un breve instante de zozobra por parte deambos.

 —Empuje sin reparos, Mr. Joergensen. Llegamos a lo más interesante.

El aludido, con paso lento, penetró en la alcoba del crimen, encontrándose con unrecinto cuadrado, muy amplio, totalmente amueblado, con una cama también muyamplia en el centro. Mr. Joergensen aproximó la lámpara, notando con extrañeza que lacama aparecía dispuesta. Sobre un sofá vecino distinguíanse unas ropas íntimas dehombre y muy mansamente plegada, sobre la almohada, un pijama color frambuesa. Enla mesita de noche, un peine y un vaso de agua.

  —¡Admirable previsión! —exclamó el recién llegado con secreta ironía—, ¿Espera

usted visita?Mr. Mac Grath continuó muy serio, dando a entender que efectivamente la esperaba.

 —Quiere decirse que usted le invita.

 —Tal vez no sea el concepto justo - comentó el irlandés, esta vez riendo—. ¡Le exhorto!

Su acompañante contempló el pijama del difunto y el vaso sobre la mesita de noche. Enrealidad, esto se le antojó por demás ingenuo. A continuación desvió la lámpara yalumbró el armario. Cosa ya muy diferente. El, Mr. Joergensen —siete millones deglóbulos rojos— aparecía allí, sobre la luna quieta, en una superficie opalina y agria,semejante a un abejorro en una fuente de nata. No era saludable aquello. Mr. MacGrath rompió a hablar, de improviso.

 —Como usted debe recordar, Mr. Joergensen, la existencia física del fantasma es entodos sus aspectos geométrica. Hay fantasmas circulares, triangulares, cuadrangulares,octagonales, etc. El fantasma triangular es por naturaleza el más simple de todos, en elsentido de que sus flujos y reflujos son triples y, por consiguiente, frecuentes. Meexplicaré, por si usted no me entiende. Todo fantasma se exhibe y abstiene periódica yregularmente de acuerdo matemáticamente con la naturaleza del mismo. El fantasmatriangular, por ejemplo, se abstiene durante tres días, tres meses o tres años ¡depende!

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y se exhibe un solo día, un mes o un año correlativamente a sus abstenciones. Quierodecir que si en nuestro caso este presunto fantasma perteneciese al orden triangular -—lo cual ya no resulta probable—habría hecho acto de presencia o bien a los tres días deocurrido el suceso o a los tres meses o a los tres años. De ser cuadrangular, a los

cuatro. SÍ octagonal, a los ocho. Y así progresivamente. El tipo circular de fantasma esde todos el más complejo y revela una existencia azarosísima, irregular e incierta, puessus ciclos de abstención y presencia se suceden vertiginosamente y sin ritmo en unasuerte de espasmos que han dado en llamarse "eufemismos". El término no me pareceadecuado. Sin embargo, estos productos circulares —que son los que más guerra hande darnos— están sujetos también a unos principios biológicos de los cuales nolograrán evadirse. ¿Que cuáles son estos principios? Esto nos toca a nosotrosaveriguarlo. Por lo pronto, vea usted: el loro.

Mr. Joergensen, que recorría la estancia, dio un paso atrás.

 —¿El loro?

Su colega sonrió beatíficamente.  —¡Justo! ¿Le sorprende? No creo que usted ignore, Mr. Joergensen, pues se hallaplenamente comprobado, que a cada deceso de un hombre sucede el nacimientoinmediato de un loro. Y a cada deceso de un loro, el nacimiento de un hombre.Numéricamente hablando, la cantidad de hombres sobrepasa a la de los loros, mas enesta arcaica diferencia —que nadie ha explicado todavía— estriba precisamente laclave del excepcional teorema. ¿Ocurre, acaso, como me imagino, que se efectúa unaselección minuciosísima o bien un vil escamoteo de trastienda? ¿O, como pudierasuceder asimismo, que a un mismo loro, y por adaptaciones geométricas, correspondacierto número de hombres? ¿O que tal vez, en defecto de todo esto, la traslación sealentísima y ocupe posiblemente períodos de siglos y más siglos? Aunque pudiera ser de

otro modo, según pudo observarse en Corea durante las últimas experiencias.Mr. Joergensen, de espaldas al armario, examinaba curiosamente al que hablaba.

 —¿En cuyo caso... —Y consintió en mirar de soslayo al espejo.

 —En cuyo caso llegó a comprobarse, mediante testimonios femeninos, que los hombrespropiamente dichos eran los loros, y, los loros, los hombres.

Aquí Mr. Mac Grath dio media vuelta y rompió a reír escandalosamente. Mr. Joergensentambién rió, felicitándose del buen humor de su colega. No obstante, cuando llegaron alestudio —unos diez peldaños sobre la alcoba del de Wicklow—, el irlandés mostraba unsemblante duro, visiblemente preocupado. En el estudio, perfectamente vacío, apenas

si se detuvieron. Contiguo a él había un pequeño y alegre dormitorio. Y la ventanaentreabierta.

 —Que pase usted muy buenas noches.

 —Oh, es usted muy amable... ¡Igualmente!

Bien abrupto y repentino, por cierto. ¿Acaso Mr. Mac Grath se había disgustado?

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rincón de la estancia un debilísimo gemido. Un gemido agudo y breve, no del tododesconocido, como si un ferrocarril en miniatura anunciara su salida.

 —¡Oh, no haga usted eso! ¡Oh, oh, no lo haga! —decían.

Y despertó, ahora sí. Qué sobresalto.

Era bien entrada la mañana, de nuevo con aquel firmamento admirable, aquellassolícitas praderas y aquellos pajaritos ingenuos y torpones que se prendían a las ramasde los árboles. De nueva cuenta con la brisa, mitad salobre mitad selvática, y con aquelmajestuoso estertor del caudaloso río. Puesto en pie, todavía sin peinarse, se asomó uninstante a la ventana. Allá abajo, en los jardines, reclinado plácidamente, el irlandésleía. "He aquí a un octágono" —reflexionó; y le entró risa. ¿Por qué aquel hombre, enrealidad, no sería napolitano? Le chistó una vez y otra, como tratando de despertarle.Mr. Mac Grath atendió un rato, volvió en todos sentidos la cabeza y por fin levantó lavista.

 —¡Qué susto me dio usted, caramba! —dijo.

A media tarde, fueron de pesca. Mas para estas fechas la situación psicológica entre losdos buscadores de fantasmas había variado en cierto modo. A Mr. Joergensen podíatomársele ya por el maestro y al irlandés por su discípulo; al menos, como tal seconducían, pues en tanto el irlandés escasamente si despegó los labios en el curso dela excursión al río, mostrándose si se quiere deprimido e incierto y con una dócilexpresión en el semblante, Mr. Joergensen empleaba en todos sus actos y movimientosun grave aire altanero, superficial y vano, ya en sus preguntas y respuestas o en suspeculiarísimas observaciones relativas a la caza y a la pesca. Por fortuna el tiempo eramagnífico y esto siempre resulta un alivio.

 —Le juro a usted, Mr. Joergensen, que la caña es de primera.

 —La caña es pésima, compréndame, y no espere atrapar con ella lo que se dice ni unsoplo de aire.

 —-Tome usted la mía entonces, si la prefiere. ¡Ah, y disculpe! ¿Le pesa mucho eso?

El noruego examinaba la caña, pasando un dedo por su superficie como si se tratara deuna espada.

 —¡Pésima, pésima! En Noruega de verle a usted con este artefacto se desternillaríande risa.

Si Mr. Mac Grath caminaba despacio, su acompañante lo hacía de prisa; y si Mr.Joergensen era interrumpido en el diálogo, se suscitaba una melancólica escena.

 —Perdóneme, si mal no recuerdo era yo quien hablaba.

 —Ay, puede usted continuar; le escucho.

El sinuoso y angosto sendero daba vueltas a la cañada, serpenteando por entre lostroncos. Unas veces sí y otras no aparecía en lo profundo el torrente, con sus aguastransparentes e impetuosas, y en el interior de aquellas aguas presentíase infinidad depececitos ávidos en espera de la hora del anzuelo.

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Se miraron. Sucedió otra pausa.

 —En todos, supongo. Me molesta, en principio, ver despojarse a los árboles.

 —Tal vez sea usted un sensitivo.

 —Acaso. De cualquier modo, no me ruborizaría.Mr. Mac Grath volvió la vista hacía el río. En el río flotaban unas hojas verdes, ligeras, ydetrás de ellas, unos filamentos oscuros, como lagartos. Sobre la ribera opuesta semovieron indecisamente unas sombras. Oscurecía.

  —¡O quién sabe si tenga usted razón, Mr. Joergensen —prorrumpió el irlandésenfáticamente—, y tal vez sí, como usted afirma, seamos los dos unos farsantes!

Tras la luz bajó la niebla, que era un vapor pálido e inconsistente y tan tibio como elhumo. Las espumosas aguas parecieron sosegarse un poco.

 —Si cuanto afecta al hombre es una farsa, nada tiene de particular que usted y yo lo

seamos —comentó a poco el noruego, golpeando con una ramita la hierba—. El río quecontempla ahora tan atentamente es una farsa y el firmamento azul es una farsa y esuna farsa en general cuanto miramos. Martinica misma es una farsa. ¿Se percató ustedde qué horrible modo sabían anoche los huevos fritos? Quizás usted mismo, Mr. MacGrath, o yo mismo —si lo prefiere— seamos la más grande de las farsas. ¡Porque...imagínese que usted y yo, pongo por caso, fuéramos dos fantasmas!

El irlandés examinó a su interlocutor con el rabillo del ojo, temiendo justificadamenteque hubiera perdido el juicio.

  —Personalmente —añadió aquél, dejando de golpear la hierba—, no me siento muyseguro; lo reconozco.

 —Ni yo tampoco —subrayó el otro, muy serio. —¿Y qué tal si nos cercioráramos ?

 —Oh, encantado.

De pronto, el viento comenzó a soplar con tal ímpetu que los dos caballeros ni seentendían. Ya no era un rumor, sino un clamor activo, con aquellos árboles inmensoscombados cruelmente sobre sus raíces. El cielo se cubrió de nubes y en algún lugarlejano se pusieron a ladrar los perros. De un momento a otro llovería.

 —Creo que debiéramos levar anclas —propuso alguien.

Y se incorporaron. Mas en el preciso momento en que reunían sus aparejos, una ráfaga

más violenta de aire, soplando desde la espesura del follaje, levantó en vilo el sombreronegro de Mr. Joergensen y lo trasladó al río. El sombrero negro de fieltro, al modo de unhongo gigantesco, flotó a merced de la corriente y giró una vez y otra sobre sí mismo.

 —¡Oh, oh, oh! —prorrumpió el noruego blasfemando, mientras se echaba las manos ala nuca—. ¡Qué fastidio!

Y otra ráfaga. Y otra aún. Y allá en lo más intrincado del bosque, una gran rama que seviene a tierra. Mr. Mac Grath de cara al viento esforzábase por decir algo, con una

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extraña mueca en los labios: que aquello no tenía importancia; que en Dublín habíasombreros nuevos; o que después de todo era lo más sencillo.

Y lo más sencillo y horrendo fue, sin duda, puesto que con la mayor naturalidad delmundo avanzó unos pasos hacia el río, descendió otros, avanzó unos metros sobre el

agua —sobre el agua, dije— y, sin humedecerse siquiera los pantalones o mostrar elmenor desaliento, tomó el sombrero que flotaba, lo contempló sin extrañeza y tornó denuevo a la orilla.

 —La lata —explicó, entregándoselo a su dueño— es que el fieltro se haya deteriorado.

Mr. Joergensen aceptó el sombrero, contempló severamente al irlandés de arriba abajo,sacudió el fieltro contra un árbol y dio tranquilamente las gracias. Unos segundos mástarde se ponían ambos en marcha. Aquí, sí, durante todo el tramo que los apartaba dela finca, Mr. Joergensen no despegó los labios. Incluso, caminaba un poco másadelante, con el rostro hundido. Cuando apareció el chalet entre la enramada, ya era denoche. En lo alto, una parda luna vieja bogaba con prisa a través de las nubes. Mr.

Joergensen se detuvo un momento, ya sin preocuparse por su acompañante como solíahacerlo.

 —Parece que el viento está arreciando —dijo.

Fué una cena aburridísima, misteriosa y fría, en aquel comedor disparatado quetrascendía a farmacia. Martinica iba y venía, y sus pasos, por primera vez en suexistencia, eran dignos de tomarse en cuenta. Propiamente era como sí aquellospasos, sobre las duelas vencidas, anunciasen una grave presencia, una presenciaintrusa que sin más ni más hubiese tomado asiento a la cabecera de la mesa. Elnoruego, con la servilleta al cuello, permanecía taciturno. Ante él, Mr. Mac Grathdespojaba en silencio las alcachofas. Una frase o dos, al azar, como una ola o dos,

extemporáneamente, a lo largo de la serenísima playa. —¿Quiere pasarme las coles?

O:

 —Suficiente. Ya he terminado.

No era fácil penetrar en el ánimo de los dos graníticos caballeros.

 —No se moleste usted. Puedo servirme yo mismo.

Terminada la cena, el noruego se puso en pie, regularmente pálido. Su acompañante loimitó en el acto. Titubearon.

 —¿Y si pasáramos un rato al salón de lectura ? —insinuó el irlandés, sin entusiasmo deninguna especie.

También él tenía su risa. Una mueca indefinible y seca, que le atacaba los nervios a Mr.Joergensen. Y como ocurría en el río, aquella risa era una suerte de estruendo tácito através del cual se adivinaba un aterrador silencio.

  —No, gracias —objetó con cortesía el noruego—. Preferiría por esta vez retirarme atiempo.

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 —Como usted guste.

También ahora el silencio. ¡Oh, el silencio de las ventosas noches de mayo!Ascendieron paso a. paso las escaleras, cada cual con su linterna en la mano. Sobre elrellano, hubo un instante de zozobra. Se miraron. Y ladró un perro invisible, según

ocurre en estos casos. En el exterior y, a fin también de que las miradas de ambosfuesen todo lo espantosamente significativas que se requería, revolotearon unospájaros negros. Y la luna. Mr. Joergensen tuvo una reminiscencía: "Qué gran materialde trabajo". El fue ahora, sin embargo, quien apartó la vista.

 —Bueno... es una lástima que se sienta usted sin ánimos. ¡Que pase muy buena noche! —Lo decía el de Irlanda. Y ya rumbo a su alcoba: —Mañana será otro día.

Mr. Joergensen subió a su cuarto, abrió de par en par la ventana y permaneció allí unbuen tiempo de cara a la oscura noche. Y cuando la oscura noche se hizo aúninfinitamente más oscura, como si aquella extraña noche fuera a ser la noche de todaslas noches, había transcurrido exactamente la mitad de la noche. Una sola estrella,

semejante a un ojo estrábico en relación a la luna, apareció de pronto. El viento habíaamainado y era linda la calma de Irlanda. Mr. Joergensen se apartó de la ventana,atendió todo lo minuciosamente que se quiera y, suavemente, con tacto casi femenino,entreabrió la puerta. A poco, transpuso el umbral, descendió en puntillas las escaleras,se detuvo en el rellano unos segundos y prosiguió bajando. En el vestíbulo describióuna elipse, con objeto de evadir un mueble. Y salió.

De sus subsecuentes pasos, bajo la espesísima enramada, no pudo saberse en unbuen tiempo. Únicamente allá, al emerger de un túnel de ramas, tuvimos noción de queel noruego caminaba aún, pero sin prisas. Y que como todo aquel que camina, sedetenía al cabo. En cuanto a lo que sucedió a continuación, fue de lo más sencillo. Mr.Joergensen escarbaba. No al modo áspero y ostentoso de los perros, sino a la manera

delicada y rítmica de los arqueólogos. Escarbaba allí, junto a una roca, un poco más,otro poco, y extraía lo que vulgarmente se llama un estilete. El estilete brilló con la lunay Mr. Joergensen probó a sonreír, o lo que fuera. No obstante, estaba pálido; máspálido, si cabe, que en aquella espantosa noche de otoño, hacía aproximadamente dosaños. Naturalmente que en aquel tiempo él era algo más joven y aún no tenía el gustode conocer personalmente a Mr. Charles Mac Grath. Peor aún; Mr. Charles Mac Grathno existía. En su lugar existía otro hombre idéntico, un hombre oscuro y desconocido,un tal Mr. James Smith R.., que embadurnaba lienzos y era oriundo de Wicklow. Habíaoído de aquel hombre y su chalet. Un lugar tan a propósito. Porque la ciencia... En aras

 justamente de la ciencia había enterrado allí una noche el estilete. Hoy lo desenterraba,lo cual en su concepto también era circular y de consecuencias. Recordaba que la

alcoba entonces estaba en tinieblas. Y actualmente, otro tanto. Sin embargo, durante ellapso intermedio de tiempo había vuelto a encenderse algunas veces. Quizás hoy seapagara para siempre; o no, nadie sabía. Se trataba de eso, de persuadirse, decerciorarse a cualquier precio. Porque en el fondo Mr. Joergensen estimaba vivamentea Mr. Charles Mac Grath. Y experimentaba su lástima. El irlandés era su revelación, suclimax y, si se nos permite, su criatura. Lo había demostrado ampliamente en el río y locorroboraría dentro de poco. Era una suerte de creación suya, perfectamenteintransferible, que de resultar posible conservaría consigo mientras viviera. Octágono o

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círculo, Aureola o Alvéolo — tales especulaciones se quedarían para más tarde. Unquerido y fenomenal fantasma se le había insinuado y Mr. Joergensen estaba en víasde destruir cualquier espejismo.

Avanzó ya de regreso al chalet, bajo la espesa bóveda de fronda que lo ocultaba de la

luna, las estrellas y los pájaros. Ochocientos metros más adelante apareció con lasmanos en los bolsillos. Penetró en los jardines, empujó con suavidad la alta puertaentornada y subió. Subió igual que en aquella lejana noche de otoño, de cruel memoriacientífica. El mismo olor, el mismo inicuo chasquido de aquel quinto peldaño. Ydespués, el pasillo. Mr. Joergensen contenía el aliento, por si las moscas. Ya en elumbral de la alcoba, atendió por tercera vez en la noche. Qué calma y misterio.Nuevamente el corazón empezó a saltarle de júbilo. ¿Qué ocurriría? Iba a probarlo. A laderecha, el armario —ni deseaba mirarlo. A la izquierda, la cama: alguien dormía.Aunque hoy todo se mostraba menos oscuro que entonces. Porque entonces Mr.Joergensen no se había percatado de nada, como un ciego. Había hecho así con elbrazo, los ojos apretados, balbuciendo algo muy importante en relación con su alma:

que lo perdonara el cielo o algo por el estilo. Porque él estaba dispensado: era uncientífico. Y ahora, otro paso más en dirección a lo que borrosamente consideraba elcírculo u octágono de Mr. Mac Grath bajo las sábanas. Después apretó el estilete,suspiró para sus adentros y levantó el brazo.

 —Perdóname, Charles. ¡Yo fui el elegido! El sería, ni quien lo discutiera.

Mas Mr. Joetgensen, suspenso, estupefacto, percibió cómo algo caliente y líquido leembadurnaba la mano a tiempo que un estertor profundo y tétrico emergía del pijamaframbuesa. No era un jay! sino un ¡oh! dolorosísímo que le puso los pelos de punta. Yalgo que se volvía rígido, etc. Soltó involuntariamente el arma. ¿Y oprimiría el botón desu linterna? Mas qué largo espacio de tiempo entre la duda y el instante preciso en que

se resolvió a alumbrarle el rostro. Mr. Joergensen ahogó un grito ante el aspecto fatal yperfectamente humano del difunto. Mr. Joergensen, el primer buscador de fantasmas deNoruega, experimentó un retroceso en su ánimo.

 —"¡Muerto! ¡Muerto!" —se decía. Es el caso. Muerto allí ante sus atónitos y fracasadosojos el infeliz y cultivado Mr. Charles Mac Grath, quien posiblemente, en su generosafranqueza, tratara exclusivamente de instruirlo en la alta ciencia de la Aureola y elAlvéolo. Allí estaba con su pijama frambuesa y los ojos entornados, sacrificado en elpropio altar donde él candidamente reclamaba el triunfo. Era ayer cuando decía: "No leinvito. ¡Le exhorto!".

Mr Joergensen experimentó su pánico, el justo pánico de los condenados a muerte —

que hasta la fecha ignorara. Y su pánico era indeterminado, confuso, como el de quiendespierta envuelto en llamas. Mr. Joergensen propiamente no sentía ningún terror haciael fuego en sí que chamuscaría sus carnes, sino hacia el espectáculo siniestro deaquellas hambrientas llamas que crecían ante sus ojos. Era un punto de vista estético;pero macabro. "Empuje usted sin miedo, Mr. Joergensen. ¡Llegamos a lo másinteresante!"

En fin, que Mr. Joergensen, ya con un pánico bien definido, optó en un segundo porenvolver apresuradamente al de Irlanda en una sábana, atar sobre este horrible

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envoltorio una segunda sábana y echárselo a cuestas. El estilete, proporcionalmentehelado, se lo guardó en un bolsillo. Y como un tratante en cerdos recién nacidos, selanzó escaleras abajo, rumbo al campo. ¿Que a dónde iba? Por lo pronto, el Alvéolo sehallaba de cuerpo presente y convenía evadir a la policía.

Caminó un buen trecho bajo la fronda. Otro trecho mayor, bajo la luna; escuetamente. Ya lo largo del caminito que serpenteaba, de nueva cuenta bajo otros árboles. El río,desde lo profundo, le llamaba justamente por su nombre. Y cómo pesaba el fardo. "Porlas alcachofas" —fue su pensamiento. Lo depositó repetidas veces, sofocándose,dándole vueltas sin cesar a su entendimiento. Sí, qué reino abstracto, melancólico yesquivo. Y sus reiterados sacrificios morales tan inútiles. Temió por su alma, masalcanzó la ribera, cubierta de hierba húmeda y fría, misteriosísima. Por aquellos rumbosla corriente era tan impetuosa que Mr. Joergensen pudo darse cuenta de qué formatriscaban las raíces. Por allí era más o menos donde su sombrero había volado al agua,lo mismo que un gran pájaro sediento. Por allí, precisamente, Mr. Mac Grath habíadescendido.

Entonces posó el fardo, empapado parcialmente en sangre. Muy horripilante e ingrato.Y lo arrojaría al agua; era un buen recurso. La corriente, apresurada y nocturna, lotrasladaría a Wicklow. O a Wicklow, no; ojalá más lejos, donde el irlandés no tuvieraparientes y amigos. Procedió a desatar el envoltorio, ya sin precipitaciones, de un modoenteramente consciente, como un genuino hombre de ciencia. Al fin y a la postre, noera para tanto. Las sábanas las enterraría más tarde. Y exhibió al difunto—no alAlvéolo. Mas con desorbitados ojos descubrió de súbito, a la luz de una novísima luna,que aquel hombre que transportaba no era Mr. Charles Mac Grath, sino otro hombretotalmente diferente, conocido de sobra. Otro hombre: él mismo.

Mr. Joergensen sonrió —o quién sabe en realidad el que sonriera. Estos juegos de

fantasmas no siempre son tan burdos. De cualquier modo, lo arrojaría al río. Tambiénsabía algo de ofuscaciones. A menudo el espejismo hace que los soldados de artilleríadisparen sobre sus mismas tropas. Una oración inconclusa, una tosecilla, todavía untitubeo. Y adiós. ¡Ya estaba!

Mas al percibir las horrendas andanadas de la corriente en el rostro, horrendas y fríascomo los mismos riscos de Noruega, Mr. Joergensen entre las aguas comprendió queno tenía remedio. Un trago y otro. Algo excesivo, como un dolor de vientre. Y allá, sobrela ribera, el gran Charles Mac Grath —por otro nombre Mr. James Smith R.— con suexpresión de costumbre. Y limpiándose las uñas.

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USTED TIENE LA PALABRA

TODOS le lloraron amargamente porquehabía sido en vida un ministro como Diosmanda —distinguido, honesto, brillante,vanidoso sin excesos, cordial. Resultabaincomprensible que aquel hombre risueñoy joven hubiese desaparecido. Y quémuerte tan estúpida: de un traspié en labañadera, un domingo en la mañana, entanto él y su señora se acicalaban parapresidir unas carreras de caballos. Duranteel espectáculo el palco permaneció vacío,sin que el público adivinara las causas.Mas tan luego cundió la noticia, pasado yael mediodía, todo el mundo se sintióafligido e inquieto como si el firmamentoamenazase lluvia o los caballos nogaloparan a la velocidad acostumbrada.Incluso, algunos sollozaron en susasientos o por detrás de los árboles. Otrosse limitaron a mover significativamente lacabeza, dando a entender que lasesperanzas del pueblo habían sidonuevamente burladas. No faltó asimismoquien se hiciera cruces de que los jockeys continuaran en sus puestos.

 —¿Y en virtud de qué razones no se suspenden las carreras ?

Pero había muerto el señor ministro—"cosa bella mortal passa, e non d'arte"—y allíestaba dentro de su féretro opaco, riquísimo. Estaba allí, absorto y rígido, tal vezpreocupado con la imagen de la bañadera estúpida, criminal, familiar y artera. A élmismo, con mayor razón que a nadie, debería haberle contrariado el incidente; ningunocomo él se lamentaría. Y nadie mejor que él en aquella hora comprendería laaborrecible y apresurado, lo infinitamente risible de los poderes humanos. Con susonrisa habitual parecía prevenir a quienes le acompañaban:

  —"No os desalentéis, ni tampoco os envanezcáis demasiado. El hombre tiene unorigen—el espermatozoo—; y un fin —la tumba—. Entre origen y término media loeventual o enigmático, lo inasible. Tan de pensarse es, pues, escalar el Everest o unárbol excesivamente viejo como introducirse en una bañadera. Nuestra existenciadepende no solamente del amor o inquina de nuestros semejantes y de la voluntadsuprema, sino del capricho frívolo y tornadizo de los objetos que nos rodean. Por lo querespecta a mí, he cumplido mi deber. Así lo creo. Y si de algún error o negligencia soyculpable, que la patria, mi familia y vuestros bondadosos corazones me disculpen".

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Diáfanamente afeitado, el cabello rizoso y brillante y un traje negro de americanacruzada, el señor ministro yacía ahí ante los atónitos ojos de sus familiares y amigos.Se evocaban sus gestos, sus inspirados discursos, su labor tenaz y equilibrada. Losmás íntimos rememoraban interminablemente anécdotas bellas e inolvidables que

ponían a prueba su desinterés y su inteligencia, su probidad, su amor desmedido yprofundo por los hombres. Tenía un foxterrier al que adoraba. Y un esbelto caballoárabe, un adolescente de pura sangre, que había costado una fortuna. Refiriéndose alhermoso cuaco y a su marido, la viuda hipaba en recortadamente.

 —Si parece que le veo salir. ¡Si de hecho le estoy viendo!

Quienes la acompañaban en el trance volvían con interés el cuello y miraban hacia lapuerta. Hacían vanos esfuerzos por verle.

Todo lo que constituía la capilla mortuoria, el vestíbulo, el patio y gran parte de los jardines hallábase atiborrado de ofrendas florales. Un nuevo pensil, aunque siniestro. Yen las amplias bandas de seda que ostentaban las coronas fúnebres leíanse

inscripciones de la más diversa índole: "Ministerio de Guerra", "Ministerio del Interior","Sector de Tapiceros, S. A,", "S. A. el príncipe X, a su amigo", "Explotadora de fincasurbanas", "Modas y Donas". Era el clamor público, conmovedor y espontáneo, queagradecía al señor ministro sus sonrisas.

En lo profundo de los salones, sombras y más sombras deambulaban. Sombras que enla oscurísima noche pretendían a toda costa ser aún más oscuras. A intervalos,entreabríanse los cortinajes y aparecía al trasluz un caballero con las manos a laespalda: el rostro enteco, incomprensible, los ojos vidriados como dos lamparones deaceite. El caballero atisbaba, suspiraba una o dos veces y desaparecía de nuevo. Otrocaballero miraba a la calle a través de los visillos. En la calle llovía y los perros hacíande las suyas. Un tercer caballero, con chaleco de franela, repasaba una a una las

ofrendas. Las damas se mantenían en grupos, selectas y lúgubres, con los dedosentrelazados. Durante algún tiempo escuchábanse los rezos, uniformes, confusos. Arenglón seguido, el silencio. La lluvia era lenta o ligera a semejanza de un delicadogorjeo.

Hacia la media noche , cinco o seis criados muy respetables comenzaron a pasarbandejas con café, té y licores. Percibíase, aunque sutilísimo, el rumor de lasquebradizas copas como un remedo vago de ciertas inolvidables veladas. Entonces loscaballeros vestían de etiqueta y sus esposas llevaban flores o piedras preciosas en lacabeza. Sonaba también la música. Desdichadamente hoy todo cuan distinto, conaquellas pesadísimas cortinas. Una dama optó en voz alta, lloriqueando:

 —Preferiría té, si no es ninguna molestia.Altos, necrológicos, fenomenales, los criados aparecían y desaparecían conscientes dela responsabilidad adquirida. Tenían órdenes terminantes de que nadie seemborrachara.

 —Una tacita más de café; gracias. Y una copa de Benedictine.

En torno al cadáver del señor ministro se agrupaban los deudos y amigos más íntimos,sentados en un impresionante círculo oscuro, contemplándose sin interés unos a otros,

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perfectamente pulimentados como ornamentos. De tarde en tarde alguien seincorporaba, aproximándose al féretro, y trataba de persuadirse de que en el féretro sehallaba él y nadie más que él: el señor ministro. Al volver inciertamente a su asiento, elcurioso ofrecía un aspecto lamentable. La Muerte estaba allí, endiablada y absurda, lo

cual era a la vez aterrador e inefable. El señor ministro había fallecido; todos lo sabían.¿Y en cuanto a los demás? He aquí el rompecabezas. Los demás falleceríanigualmente, un día u otro, de algún modo. ¿Cuándo? ¿Cómo? Doblemente espantoso.

 —Debería retirarse usted y reposar un poco —le aconsejaron a la viuda.

La dama se mantenía en silencio.

 —Que convendría que descansara usted, en efecto. ¡Ha sido un día tan penoso!

Se abstenía ella, rememorando para sus adentros. Que qué interés podía tener ya endescansar, dormir un rato y sentirse animosa si mañana, mañana en cuantoamaneciera…

 —No, no, descuide usted. Me siento bien, muchas gracias —suspiraba otra vez y searreglaba las faldas.

Allí donde sus compromisos de señor ministro se lo permitían encontrábaseles juntos.Frecuentaban los restaurantes de moda, las galerías de pintura, las carreras decaballos, ciertas solemnes inauguraciones, las tertulias diplomáticas y el teatro. Alcinematógrafo iban poco. Era una risueña pareja, particularmente decorativa. Sus doshijas eran bellísimas, aladas como dos bailarinas gemelas, y el único varón estudiabaen Harvard. Allí estaba ahora, con el pañuelo entre los dientes.

 —Cálmese, por piedad, Eulogio. Usted es un hombre joven y la vida, la vida...

Lucía un bigotito rubio del que se envanecían sus amigas.

 —La vida... ¡pues la vida es así, qué caramba!

De pronto, tres taciturnos caballeros que bebían misteriosamente en el comedorvolvieron aturdidos los rostros. Un rumor, un grave murmullo, un clamor como el de lamarea o una vasta y compacta lona que se rasga se levantó a lo lejos. El rumor sedebilitaba, se volvía en cierto modo zigzagueante, confuso, y una sola voz, sólo una deentre aquellas que cedían, anunciaba por toda la casa con terror frenético.

 —¡El señor ministro se ha levantado! ¡El señor ministro se ha levantado!

Ni los caballeros que bebían tan misteriosamente, ni ninguno de cuantos se hallabanpresentes dieron crédito al anuncio. En una salita adyacente a la capilla mortuoria

alguien despertó, sobresaltado. —¿Que se levantó el señor ministro, dicen? Pero si el señor ministro no era un granmadrugador, que yo supiera. ¡Ah, perdón! ¿Quiere decir usted que el señor ministro haresucitado?

En un abrir y cerrar de ojos se vaciaron los salones y todo el mundo acudió sin pérdidade tiempo a la capilla mortuoria. Se apiñaban allí ávidamente, interrogándose por mediode monosílabos. Algo muy vergonzoso. Los rezagados permanecían en los pasilloscontiguos adonde les llegaban un poco tardías las noticias.

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 —Pero, bueno; usted que ve desde ahí, dígame: ¿se ha levantado realmente?

Un grupo de enlutados se abrió paso a codazos.

 —Hombre, haga el favor, si no tiene inconveniente. Es una mujer desmayada.

La mujer iba allí, también rígida y desabrida, blanca y negra, ausente. Y a continuaciónfue otra; y otra más: hasta cinco. Los caballeros se desvivían por mantenerse cordialesy dignos, sin explosiones de mal tono. Uno que otro, pretextando sin embargo que elbochorno era insufrible, aventuraba por el jardín unos pasos mirando pensativamente alas coronas. O sin objeto, se llevaba el pañuelo a la boca o daba cuerda su relojfuriosamente.

 —De una buena vez, responda, ¿ve usted algo o no?

No era fácil percatarse de lo ocurrido a través de semejante empalizada de cráneos.Una voz ronca y malhumorada dejó oír, no obstante, lo que todos consideraron ya muysignificativo:

 —¡Que lo asfixian!El embudo humano cedió un poco, como un lindo abanico que se entreabre.

 —¡Sí, sí, allí está! ¡Ya lo he visto! Puede informar a los de atrás que sí fue cierto. ¡Allíestá, mírelo ahora! A la derecha... ¿Lo ve usted? ¡El mismo!

En efecto, el señor ministro se había levantado. Cuentan los que presenciaron el tranceque en primer término y, como quien despierta de un largo sueño, se incorporó contrabajo mirando extraviadamente a todas partes. Que en seguida esbozó un leve gestode disgusto y buscó en la penumbra a alguien probablemente conocido. Que al no darcon él o no recordarlo de pronto, se atusó con una mano los cabellos, se limpió la narizcon su pañuelo y pidió que lo ayudaran. Que naturalmente el estupor impidió quealguien se ofreciera. Y que inmediatamente después, como quien se apea de un furgóno un automóvil, el señor ministro abandonó su féretro, sacudiéndose los pantalones. Desi había proferido algo o no nadie estaba seguro. Sin embargo, dio en correr de boca enboca el rumor más extravagante: que el señor ministro acababa de pedir un baño.

Cierta dama piadosa, contemplando el jardín a través de la lluvia, expresó sin rodeossus temores:

 —Se enfriará, me lo temo.

Y quien la acompañaba:

 —Se enfriará, sí. Qué desgracia.

Se iniciaron los preparativos. Los criados ya no transportaban bandejas con té, café ylicores, sino toallas, tijeras, jabones y unos grandes botes con talco. Algunos de losdolientes se mostraron animosamente solícitos.

 —Oh, traiga usted; no se moleste.

Y:

 —Yo misma le buscaré la muda limpia.

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Se encendieron sucesivamente las arañas.

  —¿Y las coronas? Convendría retirar cuanto antes esas flores. ¡Imagínense que lasviera!

Era una extraña mezcla de jolgorio, voluptuosidad y espanto. Los accidentadosrecobraban pesadamente el conocimiento, tendidos en los sofás o en las esteras,puesto que las camas resultaban ya insuficientes. Dos o tres facultativos daban órdenesa la concurrencia.

 —Que el baño sea tibio, no lo olviden.

 —Y usted, ¡cierre ahora mismo esa puerta!

 —Por favor, caballeros. Despejen este local cuanto antes o nos asfixiaremos todos.

 —Calixto, corra a toda prisa a la botica y consígame estos comprimidos.

 —Un Courvoisier para la viuda. ¡Y las sales!

 —¿Qué viuda?  —¡Oh, ya me entiende de sobra! Por lo demás, no creo que la ocasión sea propiciapara chascarrillos.

Momentáneamente los concurrentes fueron recluidos en el comedor y otras salasmenores. Las alcobas, que momentos antes se habían convertido en cierta especie delocales públicos donde la gente fumaba, bromeaba y bebía, adquirieron al cabo, y envirtud del inconmensurable suceso, su delicioso carácter íntimo. Y con mayor razón elbaño. La expectación crecía, como es fácil suponerse. Se escuchó un grifo.

 —Le repito que se enfriará el señor ministro. El señor ministro padecía a menudo deadenoides. ¡Y fumaba mucho!

 —La ocurrencia es del doctor ese, que ha consentido.

 —O aunque tal vez el baño le siente espléndidamente. ¡Después del susto!

 —Bueno, a pesar de todo, no sé qué prisa haya para bañarse.

  —Tengo entendido que no hay precedente, porque el señor ministro, que yo sepa,estaba bien muerto.

 —Esto es lo que usted opina. Quizás la opinión del señor ministro difiera un poco.

 —Convendría informar a la prensa, ¿no les parece ?

  —Deje ese asunto pendiente, por ahora. El señor ministro no fue nunca un

sensacionalista, ni mucho menos. —Con tal y no vuelva a caerse.

 —El doctor cuida de él en estos momentos. Es posible que ahora lo enjabone.

 —Pero el doctor hizo público su dictamen...

 —Ni lo piense usted; no lo hizo.

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 —Sin embargo, yo sé que existe de su puño y letra en poder de la familia el certificado:"Defunción por fractura de cráneo".

 —Se plantea, por lo visto, un nuevo laberinto a la ciencia.

 —¡Oh, hagan el favor de callarse! Sí nos callamos todos escucharemos el agua.

Musical y ruidosa, caía el agua sobre los invisibles mosaicos. Unas siniestras ancianasictéricas, enlutadas como carbones, gimoteaban en los pasillos. Por los jardines, varioshombres de trascendencia biológica opinaban en voz baja algo muy grave con relacióna las herencias. Las ofrendas florales eran retiradas a toda prisa. Sonabainsistentemente el teléfono.

 —Absolutamente verídico, desde luego. El señor ministro se está bañando. ¿Cómo?...Sí, sí, por supuesto. Puede usted lanzar sin reservas la noticia. ¡Oh, de eso sí ya nopuedo informarle! ¿Por qué no entrevista a la viuda? Ah, no, claro, ni lo intente: demomento no le seria permitida la entrada. ¡Ya, ya tomo muy buena nota! La emoción esindescriptible.

De lo profundo del baño partieron entonces unas horrendas voces. La voz de él,inconfundible, con sus curiosas inflexiones.

  —-¡Pues sepa usted, doctorcito del diablo, que en mi casa mando yo desde hacetiempo!

La voz del galeno resultaba soporífera, como si se expresara desde el fondo del retrete.

 —Que mando yo, ¿está claro? De suerte que a todo ese atajo de gandules y meretricesme hace usted el favor de despedirlos.

El silencio entre los dolientes se hizo mucho más sensible.

  —SÍ me escuchan o no ni a usted ni a Cristo le importa. ¡He dicho gandules, y losostengo! También, por si a usted pudiera interesarle, le suplico que se retire. O de otromodo: que se largue al diablo. ¡Mi pueblo me importa un bledo, y usted y mi familiaentera poco más o menos que mi pueblo!

Y a renglón seguido unas estúpidas carcajadas. Los concurrentes se miraron y mirarondespués al muro; no entendían.

 —¿Y si hubiera perdido el juicio? —insinuó alguien desde el mismo infierno.

  —O quién quita y sea el estupor, la sorpresa... ¡no sé! La muerte debe ser tanpavorosa...

 —Yo confío en que le pasará pronto.

 —Ojalá —musitó alguien.

 —Habla su subconsciente—objetó un forastero.

Varios ojos anhelantes se volvieron hacia el que hablaba.

 —En mí humilde opinión, señores, creo que procede retirarse.

 —¿Retirarse? ¡Nunca!

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 —Retirémonos, claro está. Es lo que procede.

Las voces en el interior del baño eran ya más agudas y se entablaba lo que se llamauna discusión muy agria.

 —¡Que sí salgo!

Silencio.

 —¿Y por qué no he de salir? Vaya, pruebe usted, si es valiente, a impedírmelo.

Otra pausa.

 —-¡Inténtelo, inténtelo, si se atreve! En todo caso, le prevengo a usted que no sería elprimero.

Nueva pausa; y un indefinible estrépito como si acabara de caer un rayo en un almacénde botellas.

 —Lo está matando. ¡Cuidado! Investiguemos...

Entonces se abrió la puerta y retumbó en la noche mortuoria y violácea una lejanablasfemia.

 —-¡¡El señor ministro!!

El era, ni más ni menos, diáfanamente afeitado, con su cabeza llena de rizos y un trajegris de americana cruzada. Sonreía. Dibujó una reverencia. Aquella era—¡aquélla!— lainexorable sonrisa con que filialmente lo recordaban todos en el teatro. Algunas damasse sonrojaron. Disponíase a hablar, por lo visto.

 —Amigos, señoras—en la estancia, pletórica de gente, se oyó un suspiro secreto—: Mees tan grato saludarlos, contemplarlos de nuevo, poder estrecharles como en otro

tiempo la mano y sentir de nueva cuenta el calor de sus corazones en torno a mihumilde persona...

 —Siempre fue un humorista—insinuó alguien, junto a un armario.

 —¡Y tan campante!—arguyeron más lejos.

  —...Que escasamente acierte a expresarles mi gratitud al verlos reunidos hoy en micasa. Mi casa, que es la de ustedes. Ante todo yo les pido disculpas sí la atención nofué esmerada. En realidad, me pregunto si el trance en sí lo merecía. Mas de cualquierforma y, sin parar mientes en sutilezas de tercer orden, permítanme momentáneamentereiterarles mi confianza, mi amistad y mi lealtad hacia todos. La lealtad a mi pueblo y mireconocimiento hacia ustedes, que tuvieron a bien acompañarme y servirme de

estímulo en tan infortunado trance.Se oyeron tibios e indecisos unos aplausos. El inclinó la cabeza. Alguien hizo: shhhh.

  —Mi pueblo, digo, y ustedes, mis amigos, en cuyo honor brindaremos esta noche.¡Sean bienvenidos, señores!

Se descorchó Cordón Bleu, vinos generosos y Cacao Chouau. Poco a poco, con elalcohol y otros aditamentos el suceso se fue olvidando. Las conversaciones tomaronderroteros distintos, iniciándose jocosos debates en torno a motivos perfectamente

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frívolos e impersonales. A fin de que el humo y los vapores mortuorios circulasen, seabrieron de par en par todos los balcones. Algunas damas, sigilosamente, seescabulleron hasta las caballerizas y despojaron las coronas fúnebres. Una gardenia,un ramito de violetas —tan afrodisíaco, en virtud de su origen. Cierto funcionario, a

quien el señor ministro conocía de vista, sugirió insolentemente que se conectara laradiola.

 —Música, no —le advirtieron—. Comprenda usted que es demasiado.

 —Si por lo menos —intervino un magistrado—, alguna de estas encantadoras damitasnos tocara un rato el piano.

 —De lo que se trata es de festejar el trance, ¿no se da cuenta ? Porque no pretenderánustedes organizar esta noche un concierto.

  —Pero convengamos en que bailar así como así no es posible. ¿Qué opinión seformaría de nosotros el señor ministro?

El señor ministro departía de grupo en grupo, exhibiendo un humor envidiable. Ciertavez en que derribó una copa, exclamó y todos rieron:

 —Dicen en el otro mundo que esto es de muy buen augurio. ¿Qué opinan? ¡Albricias!

Y tomando la que le ofrecían, la estrelló sin más ni más en el muro.

Preguntaron por la señora. —Se está vistiendo.

Una jovencita de alivio, digna de la pasión más morbosa, se acercó al resucitado. Quetocaran algo de música, si no había inconveniente alguno; que la música en ocasionestales... ¿Inconveniente? En lo absoluto. ¿O quería decirse acaso que acababa deacaecer un contratiempo? El mismo daría la orden. ¡Listo!

Sin embargo, los semblantes se demudaron de nuevo y a través de todos los dolientescorrió un cierto escalofrío cuando al penetrar en la sala y encenderse los candilesapareció allí, en mitad de la estancia, el espacioso y olvidado féretro. Se detuvieronalgunos y otros volvieron el rostro con asco, como si acabaran de sorprender a un

 jorobado desnudo. Al señor ministro le disgustó justificadamente aquello.

  —¡Fuera con este armatoste!—vociferó ante los criados—. ¿En qué rayos estabanpensando? ¡Fuera, fuera ahora mismo con eso! Y mañana a primera hora serándespedidos todos.

Se retiró el féretro y se apagaron los cirios, que ardían espantosamente. Un pesadocrucifijo de plata fue trasladado a una habitación contigua. Y las cortinas moradas. El

señor ministro la emprendió a puntapiés con unos lindos ramos de azucenas marchitas. —¡Fuera! ¡Fuera también con esto, caabrooones!

En la inmovilidad del auditorio se adivinaba el pánico.

 —¡Y usted, badulaque del diantre, conecte ahora mismo esa radiola!

Los dolientes aguardaban, cada cual con su copa en la mano. Se sentían mermes,apesadumbrados, culpables en cierto modo de la ira del señor ministro. Súbitamente y,como si una fétida y asquerosa nube hubiese descendido sobre sus conciencias,

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pensaron maquinalmente en retirarse. Alguien, posando su copa, inició con cautela lamarcha.

 —¿Y usted adonde va? ¡Eh, amigo, retráctese! ¿O acaso es de los liberales?

Tan psicólogo. Un disco empezó a rodar. Los criados se mantenían en fila.

 —¡Más vino, pronto... más! ¿Y a usted, señora, se le acabó el champagne ?

Se inició el baile. Un baile desvaído, insípido, sin entusiasmo —en la lluviosa noche. Delcuriosísimo silencio emergía un fox-trot antiguo y el rumor de los que trotaban en elparquet perfectamente lustrado. Siluetas negras por todas partes, en las que ni ellosmismos habían reparado hasta ahora. Y un aroma especial que turbaba el ánimo.Continuaba a lo lejos llamando el teléfono. También el señor ministro bailaba. Ybailaban la mayor parte de los dolientes, contoneándose perezosamente, procurandoser rítmicos pero no sacrílegos, esforzándose por reprimir el ímpetu de aquella músicaendemoniada. Comprendían muy en el fondo que aquello era excesivo y un temorsupersticioso empezó de pronto a asaltarles. Se miraban con inquietud, sin regocijo,sospechando que de un momento a otro podía acaecer algo de lo más catastrófico.Alguien en voz baja, presa de un pánico tortuoso, barbotaba el Señor Mío Jesucristo.Sonaba ahora un vals cadencioso, peculiarísimo, apropiado para escucharse en un clubnocturno de Hollywood durante una noche inmensamente estrellada. Algo podíasuceder, era indudable. Sucedería algo, evidentemente.

  —¡Porque aquí tienen que bailar todos, señores! ¡Absolutamente todos!—el señorministro de ultratumba vertía el champagne en el suelo—. ¡Tienen que bailar todos ydivertirse, digo, porque el señor ministro ha resucitado!

Reía de un modo inicuo y áspero que producía la impresión, no de un resucitado beodo,sino de alguien que raspara un tambor con un alambre de púas. Los demás sonreían

por complacerle.  —Porque yo estaba bien muerto, ¿no lo sabían? Estaba bien muerto donde venustedes a ese caballero. Y me dije: "Eres un animal, ministro. Harás mejor en levantartey divertirte un rato con las señoras. ¡Y aquí me tienen!".

Su risa chocaba a todos, incluso a aquellos a quienes se les había subido el vino. Entresus brazos cremosos torturaba ahora a una jovencita estremecida.

 —"Diviértete con las señoras" —eso me dije—. "¡Diviértete, ministro!". ¿Y ustedes porqué no se divierten? ¡Ea! Hasta vaciar todas las copas.

Unos, aprovechando la escaramuza, habían conseguido largarse y escapaban hacia la

calle, bajo la copiosísima lluvia. Otros, apostados tras de las puertas, aguardaban a queel resucitado distrajese la vista para salir a la mayor brevedad posible. Cuatro o cincoseñoras católicas sollozaban conjuntamente en el baño. Los familiares se habíanevadido.

  —¡Por Baco, más vino! ¡Que no se murmure nunca que el señor ministro no supofestejar a su pueblo! ¡Que viva el pueblo! ¡El pueblo! ¡El puebloooo!

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Danzaba ahora disparatadamente con una escuálida dama de rostro cabruno. La damamiraba a diestra y siniestra y sonreía, implorando desde su angustia que la rescataran.Ella no lograba hacerse a la idea de valsear con aquel ser terco, insoportable yhorripilante; con el difunto. Ella era una mujer honesta, responsable, sensata. Y aquel

hombre giraba, contorsionándola de tal suerte, como sí pretendiera hacerla pasar antesus amigos por una bailarina. De ningún modo era una bailarina, sino una mujer decreencias. Y las proposiciones.

 —Lo destituirán, indudablemente.

 —Es el ser más grosero que pueda darse.

 —Otros ministros son peores. Yo se lo digo.

 —Si la culpa es nuestra. Después de lo del baño...

 —Pero bailemos, qué remedio nos queda. Bailemos hasta que nos caigamos muertos.

 —Bailemos, si. Posiblemente continué de ministro.

Qué rostros inalterables, estupefactos, ensimismados. Y qué rara melancolía en lanoche, con el odioso aroma de las azucenas.

 —Vámonos. Algo sucederá cuando menos se piense.

 —Sí, va a suceder algo. ¿Se ha detenido usted a observar las nubes?

 —¿Qué nubes? ... ¡Ah, sí, espantosas! Dice usted perfectamente: vámonos:

 —No baile usted, se lo ruego. Recuerde que en la habitación de al lado hay un féretro.

 —Lo que me extraña son sus deudos. ¿Ha visto por ahí a alguno?

 —Que yo recuerde no resucitó nadie.

 —Resucitó Lázaro. ¡Y eso, quién sabe!

 —Es verdad, Lázaro. Entonces...

El resucitado empuñaba una copa, bamboleándose en mitad de la sala. Como a unsaltimbanqui de pueblo lo contemplaban todos. Si por lo menos le acometieran lasnáuseas. O se cayera muerto, al fin y al cabo. Esto precipitaría los acontecimientos.

 —Ten listos los abrigos.

 —¿Qué hora es?

 —Las cuatro y medía.

 —¡Valiente noche! Hablarán de esto las gacetillas. —Pero no se desplomará nunca; lo conozco.

Paulatinamente y, recurriendo a mil ardides, los dolientes iban desapareciendo. Rodabaun disco, otro; frecuentemente cinco o seis veces consecutivas el mismo. Los criados —imperturbables, fenomenales— continuaban transportando menjurjes en unaspesadísimas bandejas de plata. Sobre el parquet aparecían de tramo en tramo algunasflores marchitas, unos cascos de botella y trozos de aquella banda azul marino con

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letras doradas: "Sindicato de Talabarteros". En un sofá, vuelto hacia la pared, tintabauna jovencita. Fuera, la lluvia sofocante, bíblica.

 —Tengo miedo, vámonos.

 —¡Quítate esa flor, mamá! Qué dirá el padre Memo cuando lo sepa.

 —Y tú, abuelito, ni una copa más. Te lo prohíbo.

 —Pues sí quieres condescender, bailas conmigo. ¡Estoy harto de coroneles!

 —Algo va a suceder, Dios mío. Dios no puede aprobar esto.

De súbito, el señor ministro se tambaleó aún más horrorosamente que hasta la fecha,soltó su copa que se hizo añicos en el suelo, aventuró unos pasos desafiantes hacia lapuerta, entreabrió las piernas como un caballo, lanzó un soplido y se desplomó bocaarriba. Fue un momento espeluznante, no exento de cierto misterio, que nadie acertó adescribir más tarde. Alguien se aproximó a mirarlo, comunicando a los presentes muyseriamente que, según todas las probabilidades, esta vez sí parecía bien muerto.

Cinco minutos más tarde el señor ministro se hallaba solo.

Entreabrió los ojos con pereza, vislumbró a los criados. A continuación, se fue soltandoel chaleco como pudo.

 —Pueden retirarse—dijo.

Pretendió incorporarse, balbucir algo, algo en relación con los testamentos, los cólicoshepáticos y las esferas sociales, arrastrarse hasta un sofá, tapizado de felpa, quedistinguía confusamente en un rincón cercano. Tenía hipo. Y frío. Horas antes en aquellugar precisamente se hallaba su féretro. Y un buen número de invitados, la mayoríacolaboradores suyos que lo examinaban con lástima. Si no recordaba mal... ¡qué

absurdo! ¿Recordar qué y de qué modo? Oyó un tren lejano que partía de madrugada.Un tren o un perro angustiado, no distinguía. Alguna vez él había partido a tales horas,con un abrigo azul bajo el brazo y un sombrero gris de fieltro. Conservaba aún elpisapapel florentino que le obsequiara Puccini, el relojero. En México, por ejemplo,existía un lugar extrañísimo. Le gustaba articular siempre: Tiacotalpan. Y aquel infernalpuente combeado. Pase usted, patronato. Si por lo menos alcanzara el sofá antes demorirse. Aunque el hecho es que lo habían abandonado. Su primogénito estaba enHarvard; era obvio. Pero su mujer, no; ni sus hijas. Le gustaba exhibirlas en el palco;una trivialidad, lo comprendía. Y por bañarse en domingo le había sucedido esto.¡Perdón, Dios mío! El tren: entonces se quitaba el fieltro y saludaba. De Tlaconete —Tlacotalpan. Honores parlamentarios, sí; un infausto desenlace. Inconsolable pesar en

el pueblo. El sofá a su alcance. Y trepó, por fin.Tuvo un pensamiento.

 —Qué conmovedor es dormirse.

Mas a la mañana siguiente, cuando todavía no abandonaba la cama, con una especiede badajo en la boca, órdenes superiores:

SE LE EXIGE ATENTAMENTE SU RENUNCIA

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También le llamaron fetiche, charrán, libertino, impostor y alguna cosa más que el exministro no deseaba recordar en muchos años. La patria, el pendón, el honor de unministerio, la responsabilidad del Estado. Muy bien, las objeciones y los cargos eran depeso; mas apelaría.

 —Perfectamente ridículo que usted se obstine. Ni el Estado ni nadie en su sano juiciocree ya en resucitados.

Se rieron de él en la calle, en la prensa, en los tranvías, en las tabernas, en los talleresde costura, en las cancillerías. Se rieron de él a más no poder en el extranjero y susamigos más íntimos le volvieron la espalda. Supo que en los prostíbulos de barriada lecantaban coplas. A lo más, lo saludaban al pasar un abogadillo, su carnicero, ciertomilitar retirado.

  —Tampoco el certificado de defunción nos convence. ¡Y el médico de usted, muchomenos! Porque explíquenos, ¿dónde se encuentra su médico?

Su esposa entabló el divorcio.

 —Preferiré ir sola al teatro toda la vida.

En cuanto a las masas —corazones de oro puro—, la simpatía popular estaba de partede ella.

 —Lo adiviné desde el primer momento —le dijo—; supe muy bien lo que te proponías.¡No te perdonaré nunca de qué horrible modo me avergonzaste!

En el club de golf le gastaban bromas.

 —Eh, tú, Lázaro, refiérenos cómo estuvo eso.

Los más cándidos lo tildaban de original, extravagante y aventurero.

 —Confiamos en que la próxima vez nos invites.Pero él había muerto; muerto, sí, biológica y espantosamente. Lo juraba como exministro. La dificultad estaba en probarlo.

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CICLOPROPANO

COMO todo hombre anémico, imaginativo y nervioso, era un ser excesivamenteaprensivo e impertinente. En lo general, había sido una persona sana, excepción hechade aquella violenta apendicitis que se le declaró intempestivamente a la terminación deun banquete. Escasamente tuvo tiempo de regresar a su casa. Sufrió un síncope en laescalera; supuso que se moría. Desde pequeño padecía de una irresistible aversión alas intervenciones quirúrgicas, no importa que se tratara de una simple extracción demuelas. La anestesia, particularmente, le producía espanto.

 —No es el hecho en sí —peroraba quince días antes de su colapso— de que usted searme de un tenedor y un cuchillo y me desuelle el vientre lo que me aterra. Esto,después de todo, no deja de ser sino una simplísima variante de cualquier especie decarnicería. Lo que me sobrecoge son los medios de que se valen ustedes para que yo,con el bazo dentro de una batea, no experimente la más leve molestia y, hasta si meapuran un poco, esboce una complaciente sonrisa de agradecimiento.

El anciano doctor, con su perilla blanca, lo observó curiosamente. Aquel ser solitario yexcéntrico le divertía.

  —Este es un hecho sin explicación posible y me temo mucho que sus principioscientíficos no satisfagan a nadie; ni a ustedes mismos. Me habla usted de los núcleos

nerviosos: tal vez le escuche, no le prometo. Mas a mi modo de ver convendría noexcluir un factor importantísimo, enigmático e insobornable, cuya sola mención me hielala sangre.

Levantó un poco la cabeza y apartó su mano del tablero. Sostuvo distraídamente unalfil. El anciano lo miró con perplejidad por encima de sus anteojos. Parecía interrogarle:"¿Y bien?".

 —¡El alma!—prorrumpió aquél, con la mayor preocupación imaginable.

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El doctor sonrió ya abiertamente y se humedeció los labios.

  —Exactamente, el alma—repitió—. Soy un profano, discúlpeme; pero ello me aturde.Ustedes provocan la muerte, no el sueño. Durante el sueño me pica un mosquito, medespierto y lo espanto. A un cadáver pueden cercenarle las dos piernas y los brazos y

continuará impertérrito. Por supuesto que en lo que ustedes producen hay algosuperior, ¡superior aún a la misma muerte! ¿Acaso no se han percatado? Asesinan a unhombre —ésta es la palabra— tanto tiempo como les conviene: lo desuellan, lodestazan y a continuación lo unen. Y cuando la necesidad o su orgullo estánampliamente colmados, arrojan a un lado el cuchillo, se limpian las manos y profieren:"¡Levántate!" Entonces el presunto cadáver se mueve, estira un brazo y pide agua.Pregunta: "¿Ya me han hecho eso?".

Intentó ponerse en pie con un movimiento instintivo y el anciano doctor advirtió que lafrente de su amigo se cubría de un sudor peculíarísimo. Le temblaban los labios.

 —Bah, cálmese; ya se lo he explicado. Se lo expliqué en todos los términos. Y después

de todo, ¿en qué puede afectarle a usted eso ? Imagínese que se atormentara por unavión extraviado en las selvas de Birmania. Bébase su oporto, y a mí, si no tieneinconveniente, sírvame otro.

Sirvió una copa de oporto y admiró después sus reflejos. Las pequeñitas burbujas leparecieron alegres, sencillas y hermosas como un claro de sol durante una tardenublada. Sostuvo un instante la copa; se la ofreció a su amigo. En seguida probó asonreír, gesticulando.

 —Tal vez suceda —continuó, empuñando el alfil de nueva cuenta— que el hombre hareparado de pronto en un entretenimiento atrayente y morboso que consiste enrodearse progresivamente de fuerzas desconocidas e incontrolables, que él

bondadosamente supone que controla. La Muerte, el Amor, el Sueño han dado enparecerle insubstanciales y ha creado por sí mismo otros poderes nuevos. Con estosmisteriosos poderes juega, se distrae, amenaza, llama la atención de sus vecinos. Masquién puede decir, doctor, sí un buen día estas fuerzas se sientan vejadas y muestrende improviso todo su poder aterrador y destructivo. El niño juega con el cachorro hastaque al cachorro buenamente le da la gana. La flor subsiste en tanto al granizo o alviento se le apetece. Navega el buque y un día naufraga. ¿Qué son las hermosasnubes, pongo por caso, sino unos estúpidos vapores en tan importante y disparatadoespacio?

Se sofocaba. Cruzó una pierna.

 —Yo temo a esas fuerzas, lo confieso. Las temo desde mi obcecada ignorancia. La másridícula y elemental maquinaria me desconcierta. "Le hablan a usted por teléfono".¿Podrá darse nada más rudimentario? Pues empuño el audífono y me estremezco. ¡Noes comprensible ni lógico que el hombre acepte negligentemente esa rutina! ¿Por quéme hablan? ¿Quién me habla? ¿Desde dónde? Y si me hablan, ¿por qué escucho? Lasespeculaciones del técnico no me interesan; no me interesan las aportaciones del físico.Sus alcances no me satisfacen. El hecho es que el hombre ha violado unas normas yque lo inasible transige. No es lógico, acéptelo.

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Sonreía el médico sin interrupción ante aquel extraño caso de impertinencia. Losmédicos, por otra parte, sonríen a menudo con excesiva frecuencia.

 —Ustedes afirman: el progreso debilitó nerviosamente al hombre. No lo dudo. De nuevocon sus paradojas científicas. El hedor de la gasolina, el cáncer, el entumecimiento de

los músculos abdominales... ¡puede ser, repito! Mas ello es lo menos interesante. Talvez se reduzca a que a la larga los hombres sean de un metro cincuenta, con el hígadocomo una cebolla, y que las mujeres para dar a luz adecuadamente precisen guardarcama durante los nueve meses del embarazo. ¡Lamentable y molesto! Pero no es elcaso. Imagínese, en cambio, que aconteciera algo infinitamente más chusco que eso:que las fuerzas reprimidas con que pretendió jugar el hombre se desataran deimproviso; que tomaran venganza justa de la ingenuidad de sus dueños. No pretendodogmatizar, discúlpeme; hoy me encuentro muy excitado. Me refiero a esto: que elteléfono, el óxido nitroso, sus productos explosivos, todas las pócimas, las maquinarias,aquello con que nos deleitamos diariamente prorrumpieran un buen día: "¡Suficiente!Hoy nos toca el turno a nosotros". ¿Qué ocurriría? Explíqueme su reacción como

médico: usted tiene sobre la mesa a un hombre —apendicectomía—. El enfermo estáanestesiado, inmóvil, dispuesto. Interviene; esto y lo otro. Correcto. Mas al exigírsele¡levántate! el cadáver no obedece. Usted probará a dar una explicación categórica:cardíaco. A las dos horas, se repite el caso: asfixia. A mediodía, un tercero. De pronto,le anuncian que en el hospital X diez enfermos han sucumbido inexplicablementedespués de otras tantas intervenciones practicadas normalmente. ¡Inaudito! Y en loshospitales X y X, X y X. No bastan los términos, las deducciones científicas. Improbableque los pacientes, todos, hayan sido de tal especie como para no haber conseguidosoportar unas manipulaciones a las que fueron tan dóciles otros. Improbable que losanestésicos hayan sido adulterados a un tiempo. Problemático también que loscirujanos hayan olvidado en un mismo día su oficio. Los anestesistas eran los de

costumbre. ¿Entonces? Explíqueme su punto de vista, ¿es rotundamente imposible quealgún día ocurra esto ?

 —Mi querido amigo—prorrumpió el doctor—, ¡perfectamente imposible—y después seechó a reír.

  —¿Imposible? —el nervioso hizo una mueca—. ¿Y quién se lo ha revelado,perdóneme? ¿En virtud de qué principios es imposible? ¿De principios científicos? ¡Nome convencen! El especialista augura: buen tiempo. Y llueve a mañana y tarde. Suscálculos también eran científicos. Naturalmente, ni usted ni yo nos preocupamos: elerror frustró una kermesse, un partido de fútbol, un desfile. Mas si su error —llamémoslo de ese modo— determinase un mal serio y definitivo, tal vez le costase la

cabeza al especialista. Usted opina que mi temor es desatinado, lo comprendo. ¡Peroimposible, no! De ningún modo. Ustedes, los científicos, pronuncian con frivolidadexcesiva la palabra imposible. Yo me río de ustedes; los temo. Me mantendré tanapartado de ustedes como pueda. ¡Imposible, no! ¿Por. qué? No jueguen demasiado,se lo ruego.

Media hora más tarde, olvidadas la discusión y la partida, paseaban el doctor y aquelhombre por el parque, bajo un sol otoñal y luminoso. Todo había pasado. Reían,fumaban y acababan de sentarse en una banca.

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 —¿Sabe usted lo que se me ocurre? Que haría usted un singular novelista, créame —expresó por fin el anciano, trazando con el bastón unos extraños signos sobre la arena.

El aludido contempló un rato los signos y repuso:

 —¿Cree usted? Podría intentarlo, al menos.

 —No se burle. Los novelistas, en general, carecen de imaginación, excepto algunos yamuy leídos. La literatura realista no me interesa; me abruma. ¿Y a usted? No soy de losque admiran a un literato porque exponga con precisión algebraica la forma en que yo,mi padre, mi hijo y los hijos de mis hijos suelan llevarse un pitillo a la boca o introducirseun supositorio en el ano. Me gusta la imaginación de usted, lo confieso.

 —Y a mí me destruye; es la diferencia.

  —Porque es usted un sensitivo. Equilíbrese. Deslinde radical e implacablemente sucorazón de su cerebro. O de un modo más gráfico: rienda suelta a la imaginación y conel corazón mano de hierro.

Aquél se echó a reír. El anciano también. —Ahora soy yo el que posiblemente estéerrando. Pero haga usted literatura; tendrá éxito.

Empezó a soplar una fresca brisa y se levantaron. La arena húmeda, perfumada,sollozaba muy tiernamente. De los altos y ensombrecidos árboles se desprendían unasgruesas gotas de agua que caían con un rumor apenas perceptible. A través de unaventana abierta, en un edificio cercano, adivinábase una blanca cortina que el vientosustraía o mostraba, haciéndola golpear contra el muro. Por detrás de la cortina cruzóuna sombra.

A nuestro hombre le dolía la cabeza. Miró de soslayo y experimentó, sin comprender lasrazones, una piedad singularísima hacia aquel médico. Era un anciano apacible, muy

blanco, semejante a un fantasma de azúcar. Le agradaban su voz, la sonrisa entre labarba, su tono provinciano, sus botines de charol y ante, con la punta hacia arriba. Eraun sabio; eso decían.

  —-También vive usted demasiado solo, lo cual no es recomendable. Un hombreexcesivamente solo se entumece, se anquilosa y, si me permite la metáfora, le diré quese devora a sí mismo. La vida se torna circular, y esto es grave. Cásese, enamórese,¿no es posible? Después haga literatura. Yo lo leería con gusto.

Sobre la esquina sur del parque se despidieron.

 —Eso es, cásese, hágame caso. Y no piense ni por un momento más en las fuerzasreprimidas. Le aseguro a usted que, contra lo que se supone, es el asunto más

aburrido.Durante aquel infausto banquete, precisamente en el instante en que nuestro hombrese llevaba a los labios una copa de vino tinto, experimentó en el vientre un escozorindescriptible como si se hubiera tragado un ciempiés; apuró la copa y después otra.Dos horas más tarde, se le declaraba la apendicitis. En el tercer peldaño de la escalerade su casa sufrió el síncope. Fue un momento angustioso en que el vino se le subió a lagarganta y sintió que se desplomaba desde la cumbre de un ventisquero. La sirvienta —

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que estaba presente—asegura "que se asió con fuerza al pasamano, que palidecióintensamente y que profirió tres veces consecutivas ¡me muero, me muero, me muero!Su cabeza tronó en el entarimado y se hizo sangre en una sien".

Lo que siguió a continuación fue una suerte de delirio alcohólico del que destacaban

unas figuras conocidas, una lámpara con un paño encima, cierta ventana que golpeabadesatinadamente y algo como hollín o niebla que, ascendiendo por detrás de suarmario, se perdía en el techo de la alcoba. Se dejaba hacer, oía o adivinaba.Suprimidas todas las emociones. Creía entrever a la Muerte, mas la Muerte en estecaso exhibía un semblante voluptuosísimo, unos pechos menudos y duros, y resultabaser al cabo una de sus sirvientas. Tuvo una fugaz reminiscencia: era niño y mojaba enel chocolate unos pastelillos de nuez que se le despedazaban en mil trozos antes deque lograra llevárselos a la boca. Le palparon las muñecas, el vientre, un hombro.Alguien se inclinó a mirarlo, a tiempo que derramaba un vaso de agua. Por fin, leecharon sobre los pies una manta. No acertó de qué forma, pero alcanzó a persuadirsede que aquello tenía que ver con el apéndice. Que sería urgente que lo trasladaran.

Que los apéndices se supuran o gangrenan, convirtiéndose en una fruta muy especialde la familia de las uvas pasas. Que su temperatura era elevada. Que deberían cerraraquella ventana y llamar sin dilación a alguna parte por teléfono. Que llamaran, sí, a lamayor brevedad posible e investigaran si alguien, muy necesario, se hallaba disponiblea tales horas. Que en dado caso lo abrigaran.

  —¡Al hospital, no!—gimió, aunque nadie le oía—. ¡Al hospital, de ningún modo!Necesito hablar con el doctor urgentemente. ¡Se trata de persuadirlo de algo! Llamen aldoctor sin pérdida de tiempo.

A continuación, reflexionó:

  —Realmente esta casa es demasiado grande para mí solo. Me casaré, lo tomo en

cuenta.Iba a una velocidad inconveniente, en una penumbra fétida. Dos ojos repulsivos ydescomunales lo examinaban con indiferencia.

 —¡AI hospital, no! ¡No tiene objeto! ¿Quién puede hacer allí literatura?

En algún momento se adormeció, tras un leve escozor en los pies. Fue un sueñotenuísimo, como no recordaba otro. En su delirio se interrogaba: "¿Vivo? ¿No vivo?¿Habrá terminado el banquete?" El mover un miembro le producía pereza. Siconservara abiertos los ojos—no lo sabía— quizás la oscuridad fuera menos pavorosa;mas lo probable es que los tuviera cerrados. Abriéndolos, descubriría algo. No sabíaconcretamente qué era eso de abrir los ojos. Oyó toser a alguien, golpear una puerta.Una sábana; sintió frío.

 —Si el doctor tarda en llegar, puede ocurrirme algo. Pero el viejo debe estar jugando alajedrez y ya se sabe que no permite que lo interrumpan. Me hablaba de un tal óxidonitroso...

Ya estaba en una sala muy amplia, perfectamente helada, donde se oía el rumor deunas maquinarias. Así deberían ser en todo caso las fábricas. Mas, mediante unamaniobra habilísima, se encendió una luz potente, de color violeta, que le cegó los ojos.

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Vio un semblante sobre el suyo, y a continuación otro —que asoció involuntariamentecon aquellos que una noche, hacía muchísimos años, contemplara en el palco de unteatro. Una mujer pestañeando aburridamente. No era una fábrica, sino un quirófano.¿Se perdería en las olas? ¿O entre las herramientas, más fácilmente? Un recuerdo tras

otro, ya con sus respectivas sensaciones. La Muerte no tenía senos, sino dos cavidadesopacas. Y el anciano doctor allí estaba. O no estaba nadie; se confundía. Y gritó,estaba seguro, mas el mundo que lo circundaba se mantuvo inalterable. Precisabacomunicarle algo muy grave al doctor. Forcejó y gritó por segunda vez, percibiendo elescozor en la garganta. Segregando adrenalina. ¿Acaso ni estaría gritando? Lesujetaban las manos, los pies: sumamente vejatorio. Unas voces enemigas rodabancerca de él sobre una superficie de hielo. ¡Hay sus razones científicas, no lo olvide!Oyó, leyó o recordó inadvertidamente: Ciclopropano.

Y no supo más de sí, excepción hecha de aquel descenso vertiginoso a lo largo de untobogán de hojalata untado de aceite.

 —¡Cómo has mejorado últimamente! Te traeré, si gustas, un espejo para que te mires.

 —No, deja; no te molestes. En realidad, no tengo por ahora ningún interés en mirarme.

 —¿Y sabes que a las once vendrá el barbero?

-—¿Ah, sí?... Qué espléndida idea, desde luego.

Su mujer se puso en pie, aventuró unos pasitos, le acomodó la manta sobre las piernasy volvió a sentarse. El convaleciente hizo girar levemente su silla de ruedas.

 —¿No te molesta el sol de frente? Mira, creo que allí junto a aquel árbol te sentirás mása gusto.

El hizo un gesto, dando a entender que se encontraba divinamente. Y luego:

 —-El sol es un buen amigo de los hombres, ¿no lo sabías ?

Ella lo observó, riendo con curiosidad.

 —-¡Un buen amigo entre los buenos, te lo aseguro!

Se hallaban a la sombra de un joven fresno, sobre un estrecho sendero rojizo alextremo del cual se destacaba una banca de piedra. Una casa cuadrada, inmensa,pintada de blanco, se asomaba indecisamente tras el follaje. En la planta superior habíauna terraza y sobre el tejado una gran chimenea de ladrillo en la cual se posaban lospájaros. A lo largo del césped correteaban tres niños. Un aya obesa, rubicunda, como

una vaca holandesa, contemplábalos jugar con indiferencia. Tenía a su lado una lindapelota.

 —¿O quieres mejor que te transporte? Demos por ahí una vuelta.

 —Te ruego que no —repuso—; preferiría ver jugar un rato a los niños.

También ella parecía extasiarse. Sus cabelleras rubias, sus piernecitas rosadas yaquellos trajecitos de pana gris, iguales. Ay, la vida transcurre. Qué tiempo que eraniña. Mas afortunadamente su esposo había salido con bien del trance.

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 —Aunque tal vez sí —rectificó él, acomodándose—. Quizás prefiera que me arrastresun poco. Me gustaría especialmente recorrer los jardines.

Era una gran finca, y así lo reconocían cuantos la visitaban. Ciertos sectores eranpreciosos, minuciosamente cuidados, como una antigua servilleta bordada; mas

internándose por la parte trasera del edificio, el panorama resultaba diferente: algo asícomo una pequeña selva en descomposición, de tierra muy negra y cubierta dehojarasca. Matorrales, arbustos en floración, troncos derruidos. Había un minúsculoarroyo. Y violetas silvestres a ambos lados de los caminos.

 —¿No sientes frió ?

 —Al contrario; sí es una mañana espléndida...

Lo examinaba todo detenidamente. Y sí sentía frío.

 —¡Valiente susto que nos diste!

Era una mujer adorable, pálida y de cabellos negros, medianamente atractiva.

Destacaban en ella los ojos. También sus manos ofrecían cierto interés, con aquellosdedos largos, afilados y nerviosos.

 —Si te cansas, regresaremos. No olvides que hoy es tu primer salida.

Se sentía el convaleciente levemente mareado, con la boca seca. Empezaban azumbarle los oídos y a punzarle las sienes. Por momentos, suponíase que lotransportaban en aquel armatoste a una velocidad vertiginosa.

 —Despacio, despacio... Si al fin no tenemos ninguna prisa.

Entonces ella lo empujaba despacio, despacio, pero él tenía la seguridad absoluta deque lo hacía infinitamente más aprisa. Sonrió, disculpándose.

 —Aún estoy débil.De pronto, tuvo una ocurrencia muy curiosa que su mujer no interpretó con la claridaddebida.

 —Si te pidiera que me dejaras solo, ¿te molestaría?

Tardó ella en replicar, sin saber muy bien a qué atenerse.

  —¿Solo?... Oh, claro que te dejaré solo. Pero... ¿y por qué? Quiero decir, ¿y sinecesitas algo?

 —-No necesitaré nada, descuida. Se me antoja permanecer un momento a solas; es uncapricho.

Se hallaba ella enfrente, mirándolo. Era una mujer sencilla para quien la soledadrepresentaba el más negro aburrimiento.

  —Tú sabes que al hombre, como a las plantas, se le apetece de cuando en cuandoquedarse a solas y deleitarse con sus propias raíces. También el mar, de noche,permanece recogido consigo mismo y verifica sus cuentas. ¡Es algo perfectamentehumano, comprende!

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La mujer sonrió, aún más confusa, e inclinó la cabeza. Pero un grito desbordante y  jubiloso, semejante a un gran chorro de agua, interrumpió el diálogo. Los niñosanunciaban una sorpresa: que el barbero aguardaba a la reja, con su maletín en lamano. Que había dicho que tenía prisa porque... Si su mamá se lo permitía,

transportarían con cuidado a su padre en la silla de ruedas. Ella dijo: —Terminantemente prohibido.

A menudo el convaleciente insistía en permanecer solitario, como si aquellos tres seresirrespetuosos y sanos lo trastornaran; como si aquellas criaturas resueltas, con su luz ymovimiento, interrumpiéranlo en sus oscurísimas reflexiones. Padecía, a intervalos,accesos de ira que hacían temblar a los niños.

 —¡Basta, basta ya de ruido! ¿O pretendéis enloquecerme ?

Ellos se encogían, entornaban los ojos, recogían sus cachivaches y desaparecíanfurtivamente. El menor—tal vez el más sensible—rompía a llorar con desconsuelo.

 —¡Papá ya no nos quiere! ¡Papá nos ha echado!La mujer dio en pensar en ello con extrañeza. De ahí sus miradas continuas, profundas,interrogantes y afligidas. Se las comunicó al doctor una mañana:

 —Es algo tan particular que no me explico. Recuerde usted qué afable y comunicativoera antes.

El doctor era un hombre joven, que sonreía sin cesar a las mujeres jóvenes. Porintolerancia física repugnábale la presencia de un anciano. Y sí de ancianos se trataba,sus tarifas eran algo más elevadas.

 —Nada hay de particular, señora. Su sistema nervioso se ha resentido, es todo. Buscasilencio, reposo; y hace bien. Verá usted cómo en unos cuantos días más se habrárecuperado en definitiva.

Veíasele ya al convaleciente pasear por entre los matorrales, apoyado en un bastón deébano. Iba y venía arrastrando con pesadez los pies, la cabeza un poco hundida. Pormomentos, enderezaba el cuello y atendía. Miraba con inquietud a todas partes;proseguía. Nadie hubiera podido aventurar si en efecto se sentía lleno de ánimos oapesadumbrado; si se trataba de un enfermo en franca recuperación o de alguien quepor algún motivo secreto y muy grave habría preferido sucumbir en la mesa deoperaciones. Su mujer lo asediaba de lejos: que no fuera sufrir un accidente.

  —Déjelo, tenga calma. Hay ciertos convalecientes que suelen mostrarse muyespeciales.

 —Me preocupa Eugenio, doctor. Me preocupa como usted no se imagina.

 —Que no le preocupe, insisto. Es cuestión, a lo sumo, de otra semana.

Transcurrió esa semana. El enfermo mostraba el humor más avinagrado de la tierra, sinesforzarse por disimularlo.

  —¿Y a qué viene esa insistencia tuya? ¿O no sabes ya de sobra que me sientoperfectamente?

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A la mesa, ella le insinuaba:

 —Come bien. El doctor dijo esta mañana...

No soportaba oír hablar de los doctores. En presencia del médico adoptaba actitudesinsolentes.

 —¿Y es usted quien me ha operado? ¿Usted, usted?... ¡Y yo tan tonto! No creo en laciencia, ¿está claro? No creí nunca.

 —La ciencia —objetaba el médico— le devolvió a la vida.

 —Ustedes no han hecho nada de eso. En la vida estaba y en ella me encuentro.

 —"De verdad que habla cosas extrañas —reflexionó aquella noche su esposa— Antes,¿cómo diría? Era... ¡pues de otro modo!"

El hablaba, a la sazón, como en las novelas hablan ciertos caballeros aburridos. Comoen las novelas que acostumbraba leer ella de soltera. Anteriormente a su enfermedad,

su marido era un hombre sencillote, campechano, que repartía sonrisas y caramelos alos niños. Opuestamente, en la actualidad mostrábase en extremo carrascaloso,sumamente confuso y pensativo e intransigente con las criaturas. Que ella tuvieranoticia no sabía de nadie a quien una simple extirpación del apéndice le hubiesetrastornado a tal punto el carácter.

 —-Me inquieta la vida de los hombres —declaró él esa misma noche—, me aturden susproblemas. El hombre es un simple artefacto que el propio hombre ha intentadosuplantar por un ídolo. Aborrezco a los ídolos. Mi fe está en unas fuerzas conscientes eincontrolables que transigen.

Acababa de interrumpirse la corriente eléctrica y su mujer colocó en la mesita de nocheuna palmatoria.

 —Me sobrecoge esta confusión en la que nadie sabe a ciencia cierta a qué atenerse.Afirmar: usted está en lo justo —es caer acaso en la más necia de las injusticias.Insinuar: se equivocó usted de medio a medio —es equivocarse tal vez másrotundamente. ¿Hacía dónde vamos?

La adorable y pálida mujer concluyó llorando. Se suscitó una escena.

 —Lo que ocurre es que ya no me quieres.

  —¿Pero cómo no he de quererte? Te quiero exactamente lo mismo que antes. ¿Oacaso tiene esto que ver con lo que hablábamos ?

 —¡No me quieres! ¡Me olvidas! —porfiaba ella—. Me basta con oírte hablar, con esotengo.

No disponía de mejores medios para persuadirla, así que, tomándola entre sus brazosdebilitados, la besó apasionadamente. Tenía unos labios carnosos y duros, muy fríos enaquel momento.

 —Tonta, tonta, ¿por ventura no eres mía? Mírame bien y responde: ¿No eres mía, mía,mía... como desde que nos conocimos ? —Y al decir esto la observaba de un modoextraño y punzante que a la mujer la inquietaba.

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Algo que repugnaba al convaleciente en lo más íntimo era asomarse al espejo.Producíale ello una impresión desastrosa y peregrina como si mirara a alguien quedetestara con toda el alma. Su semblante le era antipático y lo examinabaescrutadoramente. ¿Por qué diablos se había dejado crecer tales bigotes? ¿Y aquellos

cabellos hirsutos, sin brillo, que le hacían aparecer la cabeza como un dado? ¿Ytamaña adiposidad en el vientre? ¡Cómo había envejecido, por otra parte!Decididamente era un tipo vulgar, insípido, despreciable.

Sus jornadas solitarias eran melancólicas. Subía y bajaba las escaleras, rondaba lacasa sin provocar el menor ruido. Asomarse a la terraza constituía para él una tortura.De qué inverosímil modo habían crecido los árboles. Frente a su casa había otra: y conqué alocada prisa la habían construido. En el comedor se sentía más a gusto. Mondabauna manzana o una ciruela y se la comía, nunca entera. En cada insignificante cajón,una sorpresa distinta: "¿Y con qué fin habrán escondido aquí el instrumento ese?". "Anadie en su sano juicio se le habría ocurrido comprarse estas camisas". Mirando jugar alas criaturas, no experimentaba sino un tedio profundísimo que lo obligaba a apartarse

de la ventana en busca de rincones más propicios. Le asediaba la idea de ser un padrevil y desnaturalizado. Durante la próxima semana adquiriría nuevos libros. No seexplicaba cómo pudo él alguna vez tener el humor de formar una colección de Historiatan nutrida. Y lo más sorprendente de todo era que la mayor parte de los volúmenespermanecían sin abrirse. Entonces se sentía desalentado, tomaba muypreocupadamente por las escaleras, se encerraba bajo llave en su alcoba y se tendíaen la cama. Fumaba un cigarrillo tras otro. Tosía, mirando hacía el techo; sedesazonaba.

 —Yo diría que nos fuésemos al mar unos días.

El mar no le atraía. Acaso lo único que alcanzara a distraerle era pasear por los

  jardines, de madrugada, cuando aún no se levantaba la niebla. Era un jardín solitario,espesísimo, donde sus pasos resonaban tan dulcemente como el agua en una fuente ola lluvia sobre un estanque. En aquellos parajes se sentía más o menos a sus anchas.El gotear de las ramas, la sorpresa de un insecto, una flor o un pétalo que sedesprenden, el murmullo de la hojarasca, los reflejos, un aroma imprevisto, la pesada yamarillenta niebla le hablaban de algo sumamente misterioso y bello que él, si no seencontrara tan débil, comprendería. Entre él y aquel sollozante reino entablábase unacomunicación inefable; una amistad naciente, deliciosa. En ocasiones lo invadía lanostalgia. Mas, ¿qué suerte de nostalgia? Se sentaba en una banca y meditaba. Si,poniéndose en el caso, amara ardiente e insensatamente a una mujer a la cual hubieraperdido, no se sentiría de tal modo. Si se hallara ausente de su patria y la recordara, su

aflicción no sería tan grave. Si en alguna distante época hubiese sido dichoso y joven, yahora viejo y abatido, su corazón no se sentiría más desventurado. ¿Qué especialconsuelo buscaba, pues, entre aquellos árboles? ¿Qué era aquello indispensable ybásico de lo cual al parecer había prescindido su espíritu? Todo en torno suyo semantenía inmóvil, a la expectativa. El asimismo esperaba algo; no lo sabía. Pero existíael mutuo acuerdo: era evidente.

 —Doctor, aquí hay algo muy extraño que debemos poner en claro. Eugenio...

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Por las noches dormía mal y se despertaba con una gran laxitud en los músculos. Amenudo daba la luz y se sentaba ofuscado en su cama. La mujer también sedespertaba.

 —Eugenio, ¿qué tienes? ¿qué miras?... ¿Soñabas?

Replicaba él, no de inmediato:

 —Creo que sí soñaba.

Rara vez recordaba sus sueños. Había algo, no obstante, en ellos, que se repetíaperiódicamente, haciéndole sufrir lo indecible. Un viejecito azucarado trazaba sobre laarena de los jardines unos jeroglíficos extraños que él ni remotamente comprendía.Entonces, bajaba de lo alto un cuervo y le lanzaba al viejecito un picotazo espantoso enla frente. El anciano no se inmutaba. A renglón seguido, bajaba un segundo cuervo y seposaba sobre la hierba. Aquí, el viejecito se ponía en pie gravemente, contemplaba condesconfianza al pajarraco y echaba a andar a grandes pasos por el camino. Lo queoriginaba en él un terror inaudito era quedarse a solas con aquellos jeroglíficos.Invariablemente y en tal momento despertaba.Cierta tarde, el menor de los niños le habló con el más profundo misterio:

 —Ven, quiero decirte un secreto.

El convaleciente accedió de mala gana, inclinándose sobre la criatura.

 —Un poco más alto, ¿quieres? No te oigo.

La voz del niño sonaba clara e inquieta, semejante a una linda campanilla que semeciera por entre los árboles.

 —¿Verdad que tú... que tú no eres mi papá?

Retrocedió él unos pasos, cual si contemplara un cuadro. —¿Verdad que no, que no? Dílo de veras.

El dijo:

  —¡Qué necedades se te ocurren! ¿Cómo supones tal cosa?... ¿Y quién te imaginasentonces que sea ?

Pero el chiquillo rompió a reír nerviosamente y echó a correr por la alameda.

 —¡No lo eres! ¡No lo eres! —gritaba. Y aquello debía proporcionarle una emoción tanincontenible, que se le traslucía en sus músculos.

 —El no es nuestro papá —le expresó por la noche a su madre—. En eso estamos todosde acuerdo.

La mujer también retrocedió, buscando a tientas un mueble a qué sujetarse.

 —¡Que no es nuestro papá! repito. ¿De verdad no te habías dado cuenta?

En vista de que la madre se oponía terminantemente a seguir escuchándole, el niñodecidió llamar a sus hermanitos. Y haría venir también al aya, quien podría prestartestimonio.

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 —Bien visto —convenía él—, no me irrita; me intriga.

 —Pues no miraba nada, de veras.

Por aquellos días sucedió, sin embargo, un hecho positivamente significativo.

Había ido el doctor de visita y charlaban los tres en la biblioteca algo másanimadamente que de costumbre. El sol, la brisa, los vapores silvestres y las cortinasgolpeando en los cristales eran cosas de admirarse. El doctor, sentado en una butacade cuero, sostenía entre las manos un libro; lo ojeaba. De pronto, el convalecienteenderezó levemente el cuerpo e hizo una sugestión extraordinaria;

 —Doctor, ¿y qué tal si jugásemos al ajedrez un poquito ?

Su interlocutor no debió percatarse en un principio. Mas, a poco, cerró el libro de golpey contempló al enfermo desde lo más profundo y oscuro de un pozo.

 —¿Un ajedrez? —insistió con torpeza, silabeando.

 —Por supuesto, un ajedrez. Yo he sido siempre un buen aficionado.La mujer se puso en pie, a riesgo de desplomarse. Intentó despegar los labios, alargarun brazo, procurar de algún modo que se callara el enfermo. El enfermo debió repararal punto.

 —Bien, ¿y qué hay de sorprendente? ¿Te desagrada?

 —¡Oh, no, no me desagrada! Lo que ocurre es que...

Hubo un silencio.

 —Bueno, termina.

Ella fue a objetar: "Es que tú antes... NO JUGABAS" — y se mordió los labios.

 —Sí, ¿qué ocurre, pregunto? —porfiaba él. Cruzó una pierna; después sonrió. Hablabaahora en un tono familiar e imprevisto—. O lo que ocurre lo sé de sobra —Y al doctor,confiadamente—. Las mujeres, doctor, abominan este juego por algo que el señorFreud nunca quiso explicarnos. Lo había notado otras veces. ¿Y usted puede suponeren qué consista ello? ¡Aunque es una buena impertinencia de parte mía! Uno siempreanda preguntándose por los rincones en qué consisten las cosas, como si en realidadalguien pudiera saberlo.

Se incorporó alegremente, con objeto de aproximar una mesita.

 —¿Le parece buena esta luz ?

Al doctor le pareció inmejorable. —Y de beber, ¿qué le apetece? Yo diría que un oporto. ¿O prefiere whiskey? ¡Que nostraigan el oporto, querida. Ah, y unos pastelillos.

Sucedió una pausa; el rumor del viento. El convaleciente en tanto ordenaba las piezascon la mayor calma imaginable. Tal vez si levantara la vista el espectáculo no leresultara divertido. De qué angustiada forma lo miraban. Su mujer se aprestó a salir enaquel momento.

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 —¿Te marchas? ¡Qué le decía! Pues me encantaría que permanecieras a mi lado. Noes el ajedrez lo que ustedes se imaginan, sino algo mucho más fascinante y entretenidoque la conversación más amena. Quédate, ¿quieres? Yo te lo pido.

A la mujer le retumbaba un eco en la cabeza; algo como una sonora campana que

rodara sin cesar a lo largo de una empinada vertiente. "El no es nuestro papá, en esoestamos todos de acuerdo". La campana rodaba, saltaba un poco entre las piedras ycaía hecha trizas en una sima. "El aya también lo dice. Si continúa ese hombre entrenosotros, nosotros nos marchamos". Era la idea precisa: huir, huir y tomar del brazo alas criaturas sin volver atrás la vista.

 —Quédate, no seas necia.

Desde el vestíbulo oyó ella su voz —que era aún la voz de la campana.

 —¡Y que no se te olviden los pastelillos!

El convaleciente dijo:

 —Elija usted, doctor.La partida fue monótona, insubstancial, plagada de continuos errores. Quizás el doctorno atendiera al juego. Le temblaban un poco los dedos y a menudo se deteníapensativamente con el pañuelo en los labios. Entonces, su contrincante levantaba elrostro y lo observaba. Era un reproche.

  —¡Qué confusión tan ridícula! —expresaba el médico—. ¿Me permite retroceder elcaballo?

Cuando trajeron el oporto —los pastelillos se habían terminado— el convalecientecontempló su copa y miró a través de la ventana. Tenía la impresión peculiarísima deque toda exquisita bebida resultará doblemente apetitosa si lo que se ofrece a los ojoses grato, Las pardas copas, los cirros pálidos. Allá, sobre los cedros. Apoyó el codopara percatarse de qué modo tan insólito adelantaba su adversario una torre.

 —No se lo aconsejaría —insinuó.

El doctor se azaró, de pronto.

 —¿No? —Y atolondradamente retiró la pieza.

 —De ningún modo. Mas ello no obsta para que usted obre como mejor le parezca.

Aquel joven médico tenía unas manos regordetas y lampiñas, enrojecidas como las detodos los cirujanos. Aquel hombre lo había operado. De aquellas manos enrojecidashabía estado pendiente su vida como de un misterioso hilo. De aquellas manos, que élcontemplaba ahora, habían dependido infinidad de cosas —entre otras, que él estuvierapresente. Un defecto de pulso, un titubeo, una presión excesiva, y el hombre que erahabría terminado. Meditando sobre ello, pudiera aceptarse que los cirujanos llevasen acabo una magnífica obra. ¡Pudiera ser, desde luego! No estaba muy seguro. Porqueparticularmente en su caso, ¿alguien podría demostrarle que la intervención había sidocorrectamente efectuada? ¿Y que dicha intervención, bajo el punto de vista clínico,había sido asimismo absolutamente imprescindible ? Suponiendo que eventualmente eldoctor le hubiese rajado el vientre y que su apéndice ofreciera el mejor de los aspectos,

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¿iba, por ventura, el doctor a coserle de nuevo las tripas y a pedirle inmediatasdisculpas? No obstante, era lo que procedía; lo que debiera exigirse entre personashonestas. La labor de aquellos hombres, por tanto, se le mostraba oscura, incierta yenigmática. Tan podía tildarse de admirable como de desastrosa. Tan podían restituir

una hermosa vida como truncarla o arruinarla de un modo ignominioso. —Sospecho que juega sin atención, amigo. Le tomaré ese alfil, por lo pronto.

El doctor esbozó una sonrisa ambigua y chasqueó la lengua.

 —¡Cómo! ¿Y aquel peón... lo abandona?

Sucedía igualmente que los doctores no son por lo común personas inteligentes. Y loque resultaba más censurable: fatuos, vulgares. A un carpintero, por ejemplo, llegaría éla disculparle sus omisiones: "Mire usted, le encargué una mesa y lo que me entrega esun armatoste con tres patas. Si desea conservar su clientela, cuente mejor en losucesivo". De que el plomero no soldase bien la cañería dependía que se escapara otravez el agua, deteriorando los techos. Y cuando un astrónomo se equivocaba...

 —Vaya, eso sí me parece bien. Ha sido una medida prudente.

Pues cuando un astrónomo se equivocaba las consecuencias no eran irreparables. Eldoctor era algo diferente. ¿Por qué no exigir que los doctores cuando menos fueraninteligentes? ¿Por qué también los necios eran doctores? Mas en semejante momento,el enfermo no acertó a delimitar si en realidad un tonto presupone un irresponsable.Bebió un sorbo de oporto y miró hacia afuera. Anochecía.

 —¡Conque usted mismo me ha operado!

Fue una exclamación extemporánea que confundió con razón al médico.

 —Es decir... ¡usted mismo y con esas manos!

Sostenía en la suya un alfil, que apresaba como si se tratara de una galleta.

 —¿Y sabe lo que se me ocurre decirle? Que la vida de ustedes, los cirujanos, es la máscompleja, oscura y sospechosa de todas.

El doctor sonrió; era un joven honesto.

 —La más trágica, también. Y estoy por decir que la más inhumana.

Echándose preocupadamente hacia atrás, miró a lo alto. Transcurrió un tiempo.

 —Sí, me inquietan los médicos. Es algo constitucional, me imagino. Y diga usted, ¿el jugar así con la vida humana resulta a la postre un dolor o un entretenimiento? ¿O es,

más bien, un recurso disimulado para exhibir y poner a prueba sus poderes? Esteasunto de los poderes es digno de estudio. Mas le pregunto: ante un enfermocualquiera, ¿qué especie de sentimientos asaltan a un médico?

 —El de devolverle la salud a toda costa, supongo —repuso cándidamente el médico.

 —Ya, ya, eso creo. Pero quiero decir lo siguiente: ¿Que si reparan ustedes de paso enlo que para ese enfermo, como individuo, puedan significar la vida y la muerte? O deotro modo...

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El doctor tuvo un estremecimiento.

 —Nuestra labor es exclusivamente científica.

 —Se trata, pues, de experimentos...

 —Relativamente. El arquitecto resuelve un problema; el sacerdote, otro. Nosotros, losmédicos, nos enfrentamos a un problema más en el hombre.

 —Hace tiempo, créame, que pienso en ello y aun no me resuelvo. Al médico tal vez loadmire; tal vez lo tema.

 —Al médico —subrayó el otro— invariablemente se le reprueba.

 —¡Quién sabe! Pero va usted demasiado lejos.

Sobre los árboles tembló la última luz de la tarde. El convaleciente suspiró, con eloporto entre los labios. Cruzó un pájaro, otro. El creyó percibir de algún modo la ráfaga.

 —Mis puntos de vista —continuó— son perfectamente anticientíficos y en ocasiones me

avergüenzan. ¡Vea! No es propiamente el hecho en sí de que usted se arme de un tenedor y un cuchillo y me desuelle el vientre lo que me aterra. Esto, después de todo,no deja de ser sino una simplísima variante de cualquier especie de carnicería. Lo que me sobrecoge son los medios de que se valen ustedes para que yo, con el bazo dentro de una batea, no experimente la más leve molestia y, hasta si me apuran un poco,esboce una complaciente sonrisa de agradecimiento. 

Su interlocutor atendía con asombro. Era un semblante grave, preocupado.

—Soy un profano, discúlpeme; pero ello me aturde. Ustedes provocan la muerte, no el sueño. Durante el sueño me pica un mosquito, me despierto y lo espanto. A un cadáver pueden cercenarle las dos piernas y los brazos y continuará impertérrito. Por supuesto 

que en lo que ustedes producen hay algo superior ¡superior aun a la misma muerte! ¿Acaso no se han percatado? 

Intentó ponerse en pie con un movimiento instintivo, y el joven doctor advirtió que lafrente de su amigo se cubría de un sudor peculiarísimo. Le temblaban los labios.

—Tal vez suceda —continuó, empuñando el alfil de nueva cuenta— que el hombre ha reparado de pronto en un entretenimiento atrayente y morboso que consiste en rodearse progresivamente de fuerzas desconocidas e incontrolables, que él bondadosamente supone que controla. La muerte, el amor, el sueño, han dado en parecerle insubstanciales y ha creado por sí mismo otros poderes nuevos. Con estos misteriosos poderes juega, se distrae, amenaza, llama la atención de sus vecinos. Mas 

¿quién puede decir, doctor, si un buen día estas fuerzas se sientan vejadas y muestren de improviso todo su poder aterrador y destructivo? 

Se sofocaba. Cruzó una pierna.

—Ustedes asientan: el progreso debilitó… Ustedes afirman: el progreso debilitó nerviosamente al hombre. No lo dudo. De nuevo con sus paradojas científicas. El olor… -—se detuvo titubeante— ¡perdón! El hedor de la gasolina, el cáncer, el entumecimiento de los músculos abdominales... ¡Puede ser, repito! Mas ello es lo menos interesante.Tal vez se reduzca a que a la larga los hombres sean de un metro cincuenta o que... —

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Otra pausa— ¡Lamentable y molesto! Pero no es el caso. Imagínese en cambio... que aconteciera algo infinitamente más chusco que eso: que las fuerzas... reprimidas con que pretendió jugar el hombre se... se desataran de improviso. Que tomaran venganza 

 justa de la... de... la... ingenuidad de sus dueños. 

El doctor estaba en pie: jamás recordaba nada tan extraordinario. El convalecientesonreía y hablaba con torpeza creciente, aunque en apariencia tranquilo. Pormomentos, cuando se interrumpía, entrecerraba los párpados, con un leve temblor enlas manos. Inmediatamente después, continuaba.

 —… y que de pronto... un buen día prorrumpieran: "¡Suficiente! Hoy nos toca el turno a nosotros. ¿Qué... qué ocurriría? Explíqueme su... su reacción como médico. Le digo...¡justamente! ... ¿eh? Usted tiene a … ¡bueno! Usted tiene sobre la mesa a un hombre: A-pen-dí-cec-to-mía. El enfermo está... anesttt... tttesiado . Muuuy bien. Anestesiado .Interviene: Est... ttto. Esto y lo otro ; y... y... entonces...

Entreabrió esta vez con asombro los ojos, como si despertara de un sueño. Contempló

el tablero, luego al doctor, su copa de oporto; por fin, el muro. En el muro se detuvo,mostrándose al parecer más confiado. Ya había anochecido. En su semblanteadivinábase ahora una nueva expresión indefinida, como si temiera una agresión o algopor el estilo; como si él fuera un intruso, sorprendido casualmente en el fondo de unarmario. Había asimismo en su mirada oblicua un no sé qué de canino, que al doctor nole pasó inadvertido. Sintió frío. Su contrincante le ofrecía un sorbo de agua.

 —Bébase esto, se lo suplico. ¿Realmente se siente usted enfermo ?

No se sentía mal; que recordara, pocas veces se había sentido tan juvenil y dispuesto.Podría haber continuado jugando al ajedrez toda la noche o bien iniciado un largopaseo nocturno por los jardines.

 —¿Se mejora usted? Bah, no tenga ningún cuidado; no será nada importante. Por lanoche, medía hora antes de acostarse, se tomará usted algo.

El doctor extrajo su estilográfica.

 —Gracias —repuso aquél risueñamente—. Si le dijera que ya no necesito nada.

Lenta, complacientemente apuró su copa de oporto. Y unos minutos más tarde, trassometerse a un breve reconocimiento, se despidió del doctor a la puerta con un abrazo.

 —¿Sabe?... Este sistema nervioso mío me destroza. En alguna ocasión me dijeron queera yo un sensitivo.

El médico le alargó la receta y prometió informarse de su estado a la mañana siguiente

sin falta. —¡Te aseguro que fue una partida de primer orden! — le comunicó a su esposa tanpronto hubo penetrado en su alcoba.

Mas su mujer, entre las sábanas, tenía una voz particularísima como quien hablaapresurada e innecesariamente desde lo más alto de un rascacielos.

 —¿De veras?

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MÚSICA DECABARET

Sintió pasos en la nochey se incorporó con

sobresalto. ——¿Eres tú, Cordelia? —dijo.

Y luego:

 —¿Eres tú? Responde.

 —Sí, soy yo —le replicó elladesde el fondo del pasillo.

Entonces se durmió. Pero a la mañana siguiente habló con su mujer—que se llamabaClara—y con su sirvienta — que se llamaba Eustolia.

Detuvo un taxi.

 —¡Pronto, a Venustiano Carranza y Hyde Park Corner!

El chofer, de bigotes que ya no se estilan, comprendió al instante que se trataba de unaimportante cita y se puso en marcha.

Fue escasamente durante el tiempo que media entre el romper de una ola y la calmasubsecuente, mas él tuvo la impresión dolorosísima de que era un pan con mantequilla

y mermelada en manos de S. M. la Reina Victoria de Inglaterra.

 —Perdone usted, caballero, ¿tiene hora?

El caballero miró atentamente a su reloj sin manecillas y expresó, de acuerdo con loque había visto:

 —Las doce en punto.

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El sueño en sí tuvo poco de singular, desde luego: que le robaban unos prismáticos, eltraje de jugar golf y la boquilla de ámbar. Lo que sí ofrece ya cierto interés es que alrecorrer la casa, a la mañana siguiente, pudo comprobar con desconsuelo que en

efecto se los habían robado.

 —Quiero un piano —dijo, pestañeando nerviosamente— en el que de ser posible todassus notas sean la.

El propietario del establecimiento, hombre prematuramente envejecido, reflexionó unossegundos, hizo unos apuntes breves y, volviéndose hacia el cliente que aguardaba,repuso:

 —Lo siento mucho, caballero. Ya no nos quedan mas que de fa.

Durante una soirée de gala en honor de unos diplomáticos extranjeros se apagan depronto todas las luces. Al encenderse, inmediatamente después, el salón está vacío.

¡Qué deprimente escena la noche aquella en que el molino devoró de una soladentellada al molinero! Qué lamentables consecuencias. Durante todo el tiempo queduró la guerra, y un mes después, los panecillos de la ciudad sangraban a cadamordisco y por las tardes eran como gatitos, con todo y sus pequeñísimos maullidos.

El botón le saltó del chaleco, rodó un buen trecho por el pasillo, descendió las

escaleras, atravesó el vestíbulo y se perdió en la calle.Por aquel botón supo la policía que el asesino se burlaba espantosamente de ellos.

Era repulsivo y extraño a la vez aquel insignificante niño de un centímetro de altura. Ytan afligida, la madre. Mas a razón de un centímetro por mes, la criatura fuedesarrollándose. A la mayoría de edad su longitud era respetable. Cuando falleció, sincumplir los ochenta años, medía exactamente nueve metros setenta. Que Dios lo hayaperdonado.

Temporada 1950.Cae el telón en el quinto acto: "El Burgués Ennoblecido". La sala, atiborrada de público,se estremece con los aplausos. Es un clamor, semejante a una tormenta. Los actores,hasta los más humildes, se deshacen en genuflexiones. De pronto, suena una grito engalería:

 —¡El autor! ¡El autor a escena!

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Aparece Moliere, sudoroso y enrojecido, y los aplausos se redoblan.

Interroga la niña:

 —¿Qué es un hombre vulgar?Y replica el niño:

 —Aquél que jamás será un fantasma.

El edificio resultó un poco atrevido, sin duda. Absolutamente todas las ventanasmiraban, no al exterior, sino al interior del edificio.

  —Apostaría cualquier cosa a que es solamente un reloj —dijo. Y se detuvo sobre laacera limpiándose los espejuelos. Mas a merced que se fue aproximando, hubo dereconocer que su error había sido garrafal desde cualquier punto de vista. Se tratabaexclusivamente de un conato de incendio.

Para los efectos de un pasaporte.

Señas particulares: demencia paralítica.

Durante la noche dejaba su dentadura en un vaso de agua hervida, sobre una mesita

de caoba. Pues una noche, sigilosamente, la dentadura bajó al comedor y se acabótodos los bizcochos.

 —¡Abrázame! —prorrumpió ella, con los ojos en blanco y refiriéndose al hermoso novio,que no se decidía.

Y un árbol fue y la abrazó de tal manera que sus dientes, sus pechos y sus lindostalones rosados se transformaron en bellotas.

Una sola vez pernoctó en aquel puerto, jurando por todos los Santos que no volvería a

intentarlo en su vida. De la perfumada playa, a través de las negras y empinadascallejuelas, vio ascender durante toda la noche caravanas de langostas rojas yenvilecidas que cuchicheaban en los portales con las prostitutas.

Un niño en Bruselas lanza a lo alto una pelota. La pelota jamás vuelve. En Uranio es lahora del té —la medianoche.

 —jPklstntlggnrl!

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Que traducido a nuestra lengua significa:

 —-Este azúcar es de remolacha.

Un milagro, un hedor y una infancia —el fantasma de las noches de luna, el fantasmade los serafines que fumaban opio y el fantasma actual que se inicia cierta tarde delluvia con el sepelio de Dedalus.

Al comunicársele la repugnante noticia de que su marido había sido materialmenteseccionado por el tranvía, la recién casada emitió un curioso gritito y se llevó a la bocasu tercera cucharada de fideos. Después, dijo:

 —¡Qué exótico!

La viejecita en sueños: —¡Papá! ¡Mamá!

 —Caminemos un poco —indicó.

 —Caminemos, si a usted le parece —consintió el otro.

Y los dos amigos echaron a andar reposadamente sobre las opulentas y salobres aguasdel Caribe.

Seiscientos metros más abajo caminaban también otros —que habían naufragado en

Escocia. Mas su lenguaje no era interesante.

  —No está bien —dijo— que te bañes con el sombrero puesto. Ya te he dichodemasiadas veces que la humedad deteriora lamentablemente los fieltros.

A pleno día.

El psiquiatra: —Desnúdese.

La histérica: —¡Imposible!

El psiquiatra: —Me desnudaré yo, entonces.

La histérica: —Como usted guste...

(El psiquiatra se desnuda).

El psiquiatra: —¿Ve usted qué sencillo?

La histérica: —¡Asombroso! Probaré yo a hacerlo.

(Se desnuda. Suena el teléfono).

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El psiquiatra: —Sí, señor, inmediatamente. (A la paciente) Le habla su marido.

(La histérica toma el audífono)

La histérica: —¿Eres tú, queridito?

La voz lejana: —Soy yo, ¿no te da vergüenza?(La histérica se mira).

 —¿Ni siquiera pensaste en los niños?

(Pausa).

 —Y por si fuera poco, ¿no sientes frío?

La histérica: —Perdóname; no siento frío. ¿Me perdonas ?

La voz lejana (Tras un silencio): —Está bien, te perdono. ¡Que no vuelva a repetirse!

(La histérica deja el audífono y se vuelve. Da un grito, cubriéndose. Está en una

zapatería).

 —¡Lo que no se les ocurra a los concejales!

Fue con motivo de una cacería en la que las escopetas las llevaban las tórtolas.

Hay cosechas disparatadas como la del agricultor aquel que, debido a un espeluznanteerror del que seleccionaba las semillas, vio su granja materialmente cubierta de altos,silenciosos y estériles postes de telégrafo.

 —A los pies de usted, señora.

Y a los pies se echó, en efecto.

Cuando la erótica y pequeña zulú pereció en las aguas del misterioso lago, cumplíaexactamente trece años y dos meses. Y a partir de la noche siguiente, los aborígenesdespertaron ante una voz melancólica y desconocida que entonaba bellas canciones.

 —Nunca hemos oído nada igual —decían.

Cuatrocientos años más tarde, dos botánicos noruegos descubrieron en las riberas del

lago la sorprendente especie de pétalos amarillentos y pistilos erectos. Sin aroma. Y ladesignaron Ha-Lum, voz de la noche —que se empleó en farmacia como antiséptico enlos tratamientos de la seborrea.

En el concierto:

La voz femenina: —¡Qué buen pianista es, qué bárbaro! Fíjate cómo está con lasmanos para acá, para allá, para acá, para allá, para allá, para acá, para acá, para allá…

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Mas cierta tarde el que investigaba le alargó un espejo, y el presunto culpable intentódos veces consecutivas arrojarse por la ventana. Su culpabilidad era manifiesta.

 —¡Córtame por favor este hilo! —Y la esposa fue con las tijeras y se lo cortó.

Pero aquella noche no hubo recepción ni nada que se le pareciera, puesto que elfarmacéutico primero, el doctor después y, por fin, el sastre, no acertaron a contener laespantosa hemorragia.

Del solitario y nocturno cementerio se alzó de pronto una voz gutural y urgida:

 —¡Tapioca!

Que fue seguida de famélicos, inescrutables y prolongados siseos.

La evidencia y seriedad de sus sueños le divertían. La incoherencia y confusión de suvigilia lo fastidiaban. Y optó, en virtud de la experiencia, por abandonar sus ocupacionesy dedicarse en alma y cuerpo a Rosita.

El actor abrió pesadamente los ojos y contempló el dramático y nebuloso semblante delapuntador sobre su cama. A continuación se volvió sobre el costado izquierdo, esbozóun gesto de disgusto y dejó caer en silencio los párpados.

 —How beautiful is the Princess Salome to night!

En un party de fantasmas.

El andarín mudéjar: —¡Dos pares!

El perfumista fatuo: —¡Tercia!

El fraile del paraguas: —¡Full!

La estatua de terracota (A Francisco Tario) : -—Oh, qué tarde más triste, amor mío.

 —¿Y qué tal que estirásemos un poco las piernas?

 —La idea —subrayó el otro— me parece magnífica.

Y los dos caballeros estiraron las piernas —que eran de goma— y las pusieron despuésa secar en un árbol.

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EL TERRÓN DE AZÚCAR

MUCHO me temo —expresó el primer repórter,ojeando con toda calma su cuaderno de apuntes— quefracasemos en nuestra empresa del mismo modo quefracasaron en otro tiempo nuestros predecesores. No pierda usted devista que, a partir de la primavera de 1897, Monsieur Boissy se hanegado invariablemente a conceder bajo ningún pretexto unaentrevista.

  —Sin embargo—objetó el segundo repórter, limpiándose con unmondadientes las uñas—, tampoco conviene echar en saco roto quenuestra actual misión reviste una trascendencia que no tuvieron, que yosepa, aquellas otras que se intentaron. ¡El Instituto Antropológico de

Kabul, por recomendación expresa de Su Majestad, nos ha comisionado!Se mantuvieron pensativos, oteando a través de las ventanillas. Unpanorama estéril, oscuro, endurecido. Las aves revoloteaban a ras detierra.

 —Monsieur Boissy —prosiguió el segundo repórter —es un hipocondríacoempedernido y tal vez suceda que los subterfugios empleados hasta lafecha no fueran los adecuados. La intervención norteamericana en esteasunto escamó un poco al anciano. Fue una lamentable torpeza.

El primer repórter sonrió, cambiándose la pipa al lado izquierdo de laboca. Tenía una expresión amarga.

  —-¡Una pifia morrocotuda! El norteamericano, en principio,supone siempre que Bretaña, Afganistán o Gales o cualquierpaís sobre la tierra es inevitablemente Hollywood. Que eluniverso entero, incluyendo a Júpiter, es Hollywood. Y queWall Street tiene una longitud semejante a la Vía Láctea.Hay poderes relativos que los norteamericanos pretendenhacer pasar por absolutos, lo cual produce descalabros.

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Encendió un pitillo y rogó al primer repórter que suspendiera la lectura. El ferrocarrilforzó la marcha.

 —Y no cualquier producto del planeta es un astro del celuloide. Por si fuera poco, losvalores también se deprecian. Aun en las más sólidas instituciones bancarias

sobrevienen cracks imprevistos que echan a rodar por tierra los mejores pronósticos.Los norteamericanos erraron en este caso por deficiencias psicológicas. ¡El soborno noprocedía!

Su compañero escuchaba sin interés. Comentó a poco:

 —Posiblemente se inspirasen en las derrotas anteriores.

 —¡Y aunque así fuera! Procedía, de cualquier modo, ensayar nuevos métodos.

 —¿Nuevos métodos? ¿Cuáles, por ejemplo?

El primer repórter tiró de la cortinilla, con objeto de protegerse de un sol anémico,estrafalario. Unas bestias lanudas se lamían colectivamente en la pradera. A la orilla de

un camino, un mocosuelo pringoso chapoteaba en el lodo.  —Me pregunta usted cuáles... No sé qué decirle, desde luego; pero algorazonablemente inteligente, me supongo.

 —Tenga usted presente que por espacio de varios lustros los resultados habían sidopoco halagüeños. La fortaleza de Monsieur Boissy no cedía y el endiablado eremita eraun sepulcro.

 —Un sepulcro que se abrió intempestivamente.

 —Y que se volvió a cerrar, acrecentando el misterio.

 —Pero que se abrió, al fin y al cabo. Madame Wolinski llevó a feliz término una labor

prodigiosa de incalculable trascendencia. —Aunque, bajo otro punto de vista, sus medios no fueron del todo lícitos...

 —¿Y qué importa ? El hecho es que se obtuvieron informaciones valiosísimas.

El primer repórter hizo una mueca, dando a entender que no se hallaba muy deacuerdo.

 —¡Ah, sí, valiosísimas! Desengáñese. Positivamente las más minuciosas y auténticasque existen. Tanto así, que se dieron a la publicación inmediatamente y hoy constan enveinte lenguas diferentes. ¡El mundo entero se estremeció de asombro! Y en cuanto a lainsigne periodista, obtuvo gloria, lauros, dinero. Ayer mismo, al cumplirse el décimo-

quinto aniversario de su muerte, se le tributó en su patria un homenaje impresionante.El ferrocarril se detuvo en una estación pueblerina, atestada de mujerucas. Dos asnos yotras mujerucas, con grandes fardos bajo el brazo, miraban al tren con tedio. El primerrepórter estiró las piernas.

 —Fracasaremos, lo presiento.

 —Su filosofía me desencanta, amigo. Yo soy un hombre maduro y usted un jovenzuelo,y todo el mundo opinaría lo contrario.

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 —Pues así es. ¡Muy lamentable!

El segundo repórter cambió de postura.

  —Tenga usted fe, ánimos. Edison fue el primero. Gutenberg fue el primero. En todoorden humano siempre hubo un primero en algo. Ser los primeros debe ser nuestraambición más íntima, nuestro anhelo...

El primer repórter sonreía, se cambiaba la pipa de un extremo a otro de la boca ymiraba lejanamente al cuaderno de apuntes entreabierto.

 —Y por si esto no fuera suficiente, sométase a la disciplina, venza su desencanto con lanoción de un deber que se le ha encomendado. Usted y yo acometemos una empresade riguroso carácter científico. O de otro modo: que nos ha sido confiada una misiónpatriótica. Si la misión tiene éxito, el éxito alcanzará a la patria. Y la patria esAfganistán, ¿no le dice nada esto ?

El joven repórter tuvo un transitorio sobresalto. Se contaba de un poeta español al que

habían coronado en vida. Oh, pero él, no; él no lograría triunfar donde tantos otroshabían errado. Su compañero era un visionario, un aventurero. ¡Y qué lejos estabaAfganistán de Bretaña, caramba! Las consecuencias del espantoso fracaso estabanprevistas: la difamación, el hambre y quizás hasta una existencia atribulada y sombríaen lo profundo de alguna mazmorra. Conocía al director del Instituto y sus ex abruptos.

 —Porque no me vendrá ahora con el cuento de que se ha arrepentido...

Su interlocutor miró al campo de Francia y suspiró con ternura. Monsieur Boissy le teníasin cuidado. Inclinó la cabeza.

 —¿Que se ha arrepentido?... ¡Qué vergüenza!

Y sobre el borde de su asiento:¡

 —Es decir, que con todo gusto delegaría la comisión que le ha sido conferida y...

Endulzó de pronto su semblante, con una voz angelicalmente persuasiva.

  —Ah, vamos, vamos. Entiendo su situación psicológica: le ocurre a ustedaproximadamente lo que a ciertos jóvenes en su noche de bodas. ¡Y es natural, a pesarde todo! Se encuentra usted, digamos... como ante una encantada y misteriosacaverna.

El revisor les pidió los billetes y atendió a lo que él consideraba una inteligenteconversación licenciosa.

 —¡Pues ante una encantada y misteriosa caverna nos encontramos!

A continuación, bajó la voz y golpeó al primer repórter en la rodilla. Aquel joven le erasimpático.

  —Mire usted, descuide. Mis planes están debidamente estudiados y ese MonsieurBoissy del demonio se las arreglará conmigo. Usted cooperará, simplemente. Y encuanto a la gloria y todo lo demás, lo compartiremos juntos.

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Pero, ¿quién era Monsieur Boissy, después de todo? Un morrocotudo enigma.Ignorábase, en primer término, su edad: no había puntos de referencia. Algunoscalculábanle ciento noventa y siete años, en tanto que otros hacían ascender sulongevidad a cifras inadmisibles. De sus orígenes se sabía poco más o menos; y de sus

actividades presentes o pretéritas, prácticamente nada. Ciertos investigadoresafirmaban que Monsieur Boissy era oriundo de la India, nacido con toda probabilidad enlas márgenes del lago Pichola, durante la Revolución francesa. Opuestamente otrosrebatían semejante hipótesis, asegurando que ciertos manuscritos encontrados enBaviera revelaban la existencia de una familia poderosa, guerrera, uno de cuyosmiembros —un tal Paul Boissy— había peleado bravamente a las órdenes del granestratega conde Traun durante la ocupación de Praga en el siglo XVIII. Quién másexponía que, ateniéndose a las informaciones de Madame Wolinski durante su fugazestancia en el castillo, las características raciales del anciano distaban mucho decoincidir con el anterior aserto. Indudablemente su origen, dada la conformación delcráneo, etc., se remontaba a los camitas egipcios, de los cuales conservaba la piel

morena, rojiza, los labios extremadamente delgados y la barbilla puntiaguda. Por sifuera poco, atribuíansele asimismo actos verdaderamente estrambóticos, queescapaban a toda lógica: su intervención en la guerra de los Siete Años, su campañaen Macedonia contra los turcos, sus vínculos comerciales con los vikings. Y hasta unainquietante aventura amorosa con la célebre prosista francesa Madame de Stael.

De cualquier forma, sus generales eran imprecisas, sujetas al sensacionalismo de unosy a la imaginación ávida o rudimentaria de otros. Los científicos opinaban y susdeducciones eran múltiples, de acuerdo con sus propias especialidades. En tanto que laFisiología rechazaba airadamente aquello, las distintas religiones volvían conindiferencia el rostro. Los antropólogos dudaban, los biólogos sonreían. La Arqueologíano reconocía más dólmenes que los de las eras primarias. En cambio, el pueblo común

y corriente, tantas veces como la prensa de sus respectivos países se ocupaba del"enigmático, legendario y cada día más anciano Monsieur Boissy", se desataba endisputas, pronósticos y especulaciones atrabiliarias. Monsieur Boissy habíaseconvertido en un héroe cosmopolita, cuyo nombre recorría las naciones —y de lasnaciones, sus provincias, sus aldeas, y, con ello, sus escuelas, sus salones, suslupanares y sus sacristías. A menudo leíanse anuncios en las revistas de modas, queatraían la atención del público. "Aprenda a rejuvenecer y conservarse. Para elloescuche lo que Monsieur Boissy le aconseja". "Cuide su intestino, es lo que MonsieurBoissy recomienda". "Usted, caballero, si desea vivir tantos años como el Matusalén deBretaña, use crema Swan después de afeitarse. Use crema Swan para su rostro"."Señoras: enamorarse no es un misterio; conservarse ágil y esbelto como Monsieur

Boissy, tampoco. Pida catálogos".Las informaciones precisas limitábanse a referir "que un venerable anciano de edadindefinida habitaba en un lugar de Bretaña (Francia) en compañía de sus familiares yentregado posiblemente a las más simples labores de jardinería. Que su salud aparenteera perfecta y que conservaba en uso activo sus sentidos. Que por las mañanas leía sindificultad su correspondencia y se recogía por las tardes a buena hora. Que sus hábitoseran morigerados, asegurando que a lo largo de su inmensa vida no había ingerido unasola copa de vino tinto". A renglón seguido se agregaba —mas esto quizás ya

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perteneciera al mito— "que a la respetable edad de ciento nueve años había tenido suprimer hijo".

Los vecinos de la comarca encogíanse de hombros, poniendo en tela de juicio estosrumores. El castillo existía, eso era todo. Y de sus imperturbables torreones colgaban

gruesas cortinas de hiedra, como en todo castillo hecho y derecho. Muros adentro, laVida y la Muerte eran un misterio.

  —Provisionalmente le encomiendo a usted —expresó el segundo repórter, tan luegoecharon pie a tierra— que se comunique con Kabul por telégrafo. Notifíqueles nuestrallegada y que seguiremos informando de acuerdo con los resultados obtenidos.

El primer repórter accedió, redactando en el acto seis mensajes concisos y afables.Unas viejecitas, acurrucadas en la sucursal del Telégrafo, le observaron pestañeando.Sacudió el paraguas. Cierto caballero extranjero, con su impermeable abrochado alcuello, solicitó de él un informe:

 —¿Vende usted estampillas ?

Era un viento frío, desaforado, que golpeaba los ojos. Caminaron algunas calles, muypálidos, sobrecogidos. En realidad y, pensándolo detenidamente, también al segundorepórter se le mostraba ahora el triunfo lejano e improbable. Tal vez si el tiempo fuerabenigno. Mas aquel firmamento siniestro, aquel débil resplandor anaranjado y loshabitantes de la ciudad, taciturnos y hostiles, le deprimían el ánimo, provocando en suespíritu no sé qué superstición desatinada. Los árboles eran viejos, negros ycorpulentos. Los niños, semejantes en cierto modo a los árboles. Y los tejados erantambién viejos, oscuros. De la estación del ferrocarril se alzó un humo maloliente ypardo que el viento arrastró por los portales, como un puñado de basura. Pisaban sobreuna acera igualmente vieja y resbaladiza.

 —Bien, ¡con que manos a la obra! —y qué voz tan titubeante la suya.Extrajeron un mapa, consultaron unas notas, cambiaron entre sí unas cuantas palabrasinsulsas y detuvieron un taxi. Durante el trayecto, permanecieron la mayor parte deltiempo en silencio. El chofer era asimismo un ser taciturno y reservado.

 —¡No, no conozco al viejo! —rezongó cuando fue oportuno.

Y luego:

 —Han venido algunos extranjeros; pero no últimamente.

La carretera era gris y plana, cubierta de charcos. A intervalos, tropezábanse congrandes manadas de vacas y ovejas, cuyas vacas y ovejas eran también taciturnas y

agitaban sin interés sus cencerros. Detrás de ellas solía marchar un rapazuelo albino,con cierta especie de zuecos. Al cruzar el automóvil, silbaba. Después, empuñando unpedrusco, se lo arrojaba con furia. Les parecía advertir a los viajeros que el chofersonreía bajo sus gruesos bigotes hirsutos.

 —Al parecer llueve mucho por estos rumbos...

El chofer inclinó la cabeza y dijo:

 —Mucho.

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Y más tarde:

 —¿Como cuánto faltará para llegar al castillo?

 —Un trecho.

Sin ningún sentido romántico, los afganos encontraron espeluznante y desabridoaquello.

 —¿Y generalmente llueve así durante todo el año?

 —Generalmente.

 —Lo que a ustedes, por supuesto, ya no les causará ningún asombro, me imagino.

 —Ningún asombro, desde luego.

Cuando descendieron del taxi se hallaban trágicamente seguros de que el másdesconsolador fracaso les aguardaba. Que se imaginara el Instituto: a partir de 1897. Alo largo de la pradera, como el aullido de una bestia, repercutió el eco mientras

llamaron. Media docena de pajaritos amorfos, chorreantes, huyó inexplicablemente deun chopo. Un golpe más; otros. A poco, la puertecita giró y apareció en el vano unamujeruca, semejante a las que habían visto en el trayecto. También debería sumar susaños.

 —Ah, muy buenas... ¿Monsieur Boissy?-—-inquirieron con respeto.

La mujeruca entendía mal y aproximó el oído.

  —¿Monsieur Boissy, por favor? ¡En misión especial de Su Majestad el Rey deAfganistán!—expusieron.

La mujeruca llamó a un rapazuelo que lanzaba su peonza. Tan sencillo y espontáneo

todo. —¿Que si Monsieur Boissy se encuentra en casa?

Contestó afirmativamente el mocoso. Que sí deseaban pasar los señores, aunque lacalzada se hallaba húmeda. Los repórters se miraron atónitos, titubearon como en lossueños, se limpiaron el barro de las botas y penetraron en los jardines. Un vértigo de lapeor naturaleza los aturdió de súbito.

 —Pronto, pronto—y en voz baja—-. ¡Prepare el libro de notas!

El primer repórter escribía. Muro alto. Puerta, románica, siglo XIII. Impresionantes   jardines. Mujeruca de setenta u ochenta años. Afabilidad sorprendente. Rapazuelo desmedrado. Piso de arcilla. Chopos, hiedras, eucaliptos. Un buen trecho hasta el edificio.

El rapazuelo marchaba detrás de ellos. Escalinata de piedra. Especie de terraza para tomar el té. Absoluto abandono. Que si los señores tendrían inconveniente en aguardarahora unos minutos.

 —Y aquí viene lo más difícil —prorrumpió atolondradamente el primer repórter.

 —Ya lo creo.

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Transcurría el tiempo y caía la lluvia. El primer repórter levantó un poco el paraguas,miró a lo alto. Mas lo alto era únicamente aquella inmensa nube baja que se enredabaen las copas de los árboles.

 —¿Tardan en abrir, eh?

 —Oh, sí, claro.

 —Tal vez no encuentren las llaves.

 —Tal vez. Es esto tan desmesurado.

Entonces chirrió la puerta —puerta de diez toneladas, cuando menos— y alguienespecialmente esmirriado, con una deplorable levita, se recortó en el vano.

 —Pasen ustedes —y aquí una venia occidental de lo más puro—. Si tuvieran la bondadde aguardar los señores...

El primer repórter le entregó al mayordomo su paraguas. Pero esto no era lo prometido.

¿Que pasaran? ¿De verdad? Pasaron. Consternación. Mayordomo afable. Arquitectura siglo XIII. Humedad. Armaduras, panoplias, vitrales, escalera en espiral, de piedra.Aguardamos sentados. Tomando muy buena nota de la gravedad del momento. Media tarde. La alfombra central no es bermellón, como suponíamos, sino escarlata.Inmovilidad general. Unos pasos .

El mayordomo estaba allí, de regreso. Que Monsieur Boissy había tomado buena notade todo. Que saludaba a Su Majestad el Rey de Afganistán y a su familia. Que lesdispondrían habitaciones muy cómodas y, por descontado, alimentos. Que los señoresqué preferían: tenían para esa noche ternera y pavo. Que Monsieur Boissy lamentabade corazón lo intempestivo de la hora, puesto que desde hacía dos horas pasaditas seencontraba en la cama. Que serían, no obstante, atendidos. Y que mañana, alrededor

de las once y media, hablaría hasta desgañitarse con ellos.El mayordomo, con su levita abrochada, los condujo a sus alcobas, en el ala sur deledificio. Nuevos vitrales. Mobiliario de escaso gusto europeo . Más humedad. Panorama insólito . Un poco antes de las siete y cuarto les anunciaron:

 —Caballeros: la cena está servida.

Lo que siguió a continuación fue un tanto extraño.

A la cabecera de la mesa —ocho o diez metros de manteles—hallábase un ancianopequeñísimo, totalmente calvo, vestido de rigurosa etiqueta, que comía con repugnantelascivia unos insignificantes trocitos de queso. A su lado, un criado con levita verde le

limpiaba a intervalos la boca. Los afganos tuvieron un sobresalto. ¿Qué significabaaquello ?

  —Pero... Monsieur Boissy... ¡Monsieur Boissy, no lo esperábamos!—y el Segundorepórter se adelantó, entreabriendo con majestuoso estupor los brazos.

El viejecito cambió en voz baja unas palabras con el criado, indicándoles a los visitantesque se aproximasen. El espectáculo de cerca era impresionante: quinientos años omás.

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 —Pero, Monsieur Boissy... ¡Monsieur Boissy, celebramos tanto que tenga usted buenapetito!

Una risa escandalosa y breve, como quien suelta sin más ni más una copa, les retumbóen los oídos. Con un gesto de la mano les invitó a que se sentaran. Accedieron, y el

viejecito prosiguió deglutiendo sus pedacitos de queso. Hubo una pausa —-¿Ustedes son los de Afganistán, me imagino? —indagó, al cabo.

Ellos asintieron, notando que les sudaban las manos. El viejecito pidió al criado unsorbo de agua.

 —Pues comiencen a cenar cuando gusten, porque mi papá vendrá en seguida.

Aquello debía ser una broma. El primer repórter se enderezó de súbito y, con lasmismas, volvió a sentarse. El viejecito había concluido su queso y mordisqueaba sindificultad unas trufas. También de tarde en tarde bebía leche; una leche espesísima yamarilla que empañaba horriblemente el vaso.

 —Pues a mi papá, como verán ustedes, se le fué el santo al cielo esta tarde. ¿Y porAfganistán qué se cuenta? ¿Conservan aún su monarquía? Yo estuve en Afganistánhace algunos lustros; todavía no había tranvías. Pero las muchachas eran robustas yalegres, y me divertí de lo lindo. Hoy ya me encuentro un poco cansado y difícilmentevuelva a su tierra.

Los repórters sonrieron. Acababan de servirles la ternera. Exquisita.

 —Afganistán es un gran pueblo, lo reconozco; pero sin emociones, créanme.

Entonces escucharon unos pasitos y una tosecilla insignificante, como la de un niño depecho. Una sombra efímera y luctuosa cruzó por los manteles. Los afganos sevolvieron. Oh, y aquel nuevo espectáculo. Asustaba mirarlo: mil o mil quinientos años,por lo menos. Se pusieron en pie.

 —Papá, saluda a estos señores.

Un viejecito de un metro cincuenta, también de rigurosa etiqueta, se sostuvo con losdedos los párpados. Otro criado fornido, de levita roja, lo seguía.

  —¿Los señores?—titubeó, buscando algo en los muros—. Ah, sí, ya lo creo: losseñores. ¡Mí papá me hablaba hace un momento de ellos!

El primer repórter ahogó un grito y apartó con repugnancia la ternera.

 —Mi papá se alegra mucho. ¿Cómo llegaron ustedes? Me dijo: "Son unos caballeros deAfganistán que desean verme, pero hoy no podré recibirlos. Baja tú, pues, y atiéndelosen caso de que mi nieto no haya vuelto de la cacería". Pero, ¿adonde están losseñores? Por favor, no hagan aspavientos.

El pequeño Boissy terminó sus trufas y continuó bebiendo a pequeños sorbos la leche.Su papá pidió que le sirvieran nata. Acto seguido, desplegó la servilleta.

 —Les contaba —terció el pequeño Boissy— que en una ocasión estuve en Afganistán yme divertí de lo lindo. Estos señores afirman que conservan aún su monarquía. Orecuerdo mal o en alguna parte me dijeron que se había instaurado la república.

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¡Aunque, no! La república a que me refiero debió ser en otra parte. ¿En qué parte, tú terecuerdas?

El papá hizo un gesto de desaliento y continuó royendo su panecillo. Cuando el criadole presentó la nata, rompió a dar palmaditas extrañamente.

 —¡Tomen ustedes, prueben! Esto es de lo más exquisito.

 —Sí, y ahora —le interrumpió su hijo— que no vuelva a repetirse lo de la otra noche.Así que procura comer sin prisas y masticar como el medico te ha ordenado.

Al papá no pareció divertirle aquello, pues tras mirar dolorosamente a su hijo apartó deun manotazo la nata y se cruzó de brazos.

 —¡Ya está!—dijo—. Pues no como. A mí ya sabes que me gusta comer aprisa.

  —Cuando el hombre come aprisa —prosiguió aquél, persuasivo— su digestión espesada. Y si la digestión es pesada, el hombre sufre de cólicos y por las noches tienepesadillas. A nuestra edad las pesadillas son tan graves como las viruelas. Y a ti, que

yo sepa, no te gustaría tener viruelas. Come, pues, despacio y nos alegraremos todos. —¡Que no como, que no como!—porfiaba el otro—. ¡Yo como como me da la gana!

El pequeño Boissy contempló con ansiedad a los viajeros.

 —Come o de lo contrario mañana no habrá bicicleta.

 —Que no como, te digo. Siempre me estás reprendiendo.

 —Te reprendo por bien tuyo, ¿no es posible que te des cuenta?

 —Abusas de mí porque soy viejo...

 —También lo soy yo, y peor el abuelo. ¡Lo que tú eres es un viejo carrascaloso que no

debería tener visitas!Aquí el viejecito se soltó a llorar, con la boca muy abierta.

 —Si te pones así, comprende, ¿qué irán contando de ti estos señores?

Berreaba, mostrando el rostro, con los párpados muy apretados, pataleando debajo dela mesa hasta hacer tintinear los candelabros. En verdad, qué decrepitud tan ruinosa.De todo aquello debería tener noticia el Instituto y el mundo entero. Al segundo repórterhacíasele agua la boca de imaginar tan sólo la extraordinaria entrevista que tendríalugar a la mañana siguiente. Aunque un oscuro desaliento, pesado como un fardo demuniciones, interrumpió su soliloquio: "¿Habría modo, en realidad, de entenderse conaquella gente? Si el hijo y el padre mostrábanse en tan deplorable estado, ¿en quéestado se hallaría el abuelo?". A pesar de todo, fascinante.El pequeño Boissy se volvía a los afganos, como implorando:

 —"Disculpen a mi papá. Ya ven que tiene sus años".

  —Que comas como Dios manda es lo que te pido. Aquí nadie abusa de ti, o, sí loprefieres, te daré de comer yo mismo.

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Entonces el viejecito cesó de berrear repentinamente y adoptó un aire muy digno.Después trató de sonreír, atándose una servilleta al cuello, El pequeño Boissy le dabala nata en la boca, valiéndose de una cucharilla de plata que su papá conservabatraviesamente entre las encías. O bien le ofrecía unos pedacitos de pan blanco,

remojados en aquella nata, que el viejecito paladeaba golosamente, con expresiónfemenina. De cuando en cuando, el pequeño Boissy hacía una pausa y el viejecitobebía. Unos ridículos sorbos, únicamente.

 —-¿Ves qué fácil es todo? Pues si eres bueno te regalaré un pastelito.

 —Un pastelito, no. ¡Un cigarrito es lo que quiero!

 —Muy bien, un cigarrito —y con los ojos a los reportérs: "ni aunque estuviera loco"—.Cuando las personas son buenas, los demás se sienten complacidos. Estos señoresvolverán a su tierra y con seguridad les contarán a sus amigos que conocieron a unniño muy bueno. En Afganistán todo el mundo es obediente, ¿o no es así, señores ?

 —Así es, en efecto —replicó cortésmente el segundo repórter.

 —¿Y si los niños no comen, qué ocurre en Afganistán, por ejemplo?

Él interpelado no estaba muy seguro. Eso es, ¿qué ocurría cuando los niños no comíandebidamente?

 —Pues cuando los niños no comen... ¡se los lleva el coco!

  —¿Ves? ¿Ves? ¡Qué te parece! Afganistán no es Bretaña, ¿verdad, señores, queAfganistán no es Bretaña?

 —No, no señor. Afganistán no es Bretaña.

 —Anda, otra cucharadita. ¿Y tú sabes, entre otras cosas, dónde se halla Afganistán?

¿En Oceanía o en Europa?El viejecito retuvo a su hijo por el chaleco.

 —En Asia.

  —Perfectamente. Pues en Afganistán estuve yo una vez y hay unas mujercitasencantadoras.

Al papá, en lo que cabe, le centellearon los ojos. Consultó a los repórters.

 —¿De veras?

 —En Afganistán —intervino el segundo repórter— hay una muchachas lindísimas quecon frecuencia se enamoran de los forasteros.

  —¡Ya lo sabía! Yo estuve alguna vez enamorado. ¿Recuerdas tú cómo se llamabaaquélla?

 —Daisy, sería—repuso con alegría su hijo.

  —¡Daisy, Daisy! —repitió su papá, volviendo a dar palmaditas—. Pero no era deAfganistán, sino de Galveston.

El segundo repórter hizo un breve paréntesis. Su voz se tornó grave.

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 —¿Y... recuerda aproximadamente en qué época estuvo usted en Galveston?

Padre e hijo se miraron y a los afganos les pareció advertir que una oscura ymelancólica nube acababa de descender sobre sus frentes. Se turbaron. El pequeñoBoissy dio un pasito atrás, con la cucharilla en la mano, olvidado por completo de la

nata. Por lo que toca al anciano, se sostuvo ¿olorosamente los párpados y hundió lacabeza.

  —Perdón —intervino el repórter—, si cometí alguna impertinencia. Bien visto, yo notrataba...

  —Ninguna impertinencia, señores —y al pequeño Boissy se le nublaron los ojos delágrimas—. Pero a todos nosotros nos incomodan ciertos recuerdos.

Hubo un silencio lúgubre e inesperado, como si acabara de nublarse el sol parasiempre. El primer repórter apartó un poco su silla y estrujó en el plato su cigarrillo. Taninusitado y trascendental todo.

 —¡Realmente estaba espléndida! —dijo. Mas se refería a la ternera.No por ello la situación fue menos incómoda.

 —¡Espléndida, con las sabrosísimas setas!

Ya en adelante la sobremesa fue de lo más fastidioso. El viejecito se mostrabapositivamente afligido, en tanto que el pequeño Boissy procuraba hacer reír en vano alos afganos, tratando de persuadirlos de que la cosa no había sido para tanto.Afortunadamente apareció en la puerta un criado con órdenes terminantes del abuelo:Que ya era hora de retirarse y que convenía que los viajeros descansasen. Que, encuanto a él, no conseguía dormirse con semejante ruido.

Fue una noche larguísima, interminable, poblada de zozobras. El primer repórter sufrióun cólico —que atribuyó a las setas— y, en cuanto a su compañero, tuvo unashorrendas pesadillas durante las cuales gran cantidad de viejecitos risueños penetrabanen su alcoba y por debajo de las sábanas le hacían cosquillas.

El día amaneció igualmente melancólico, metido en agua. Silbaba el viento con acentocaduco y unas aves adustas, colosales, de la familia de los buitres, rondabansospechosamente el castillo. De lejos, escuchábase a largas pausas el ferrocarril quese alejaba o el prolongado y filosófico rebuzno de un asno. En seguida, el estruendo deun mar fatalmente embravecido que rompía contra las rocas. Los afganosexperimentaron una voluptuosa incertidumbre, cierta especie de impaciencia física,como si fueran a desposarse esa mañana. Faltaban escasamente unos minutos para

las once. El segundo repórter, en tanto, insistía en reproducirse mentalmente de quéendiablado modo Madame Wolinski habría conseguido salvar los murallones de lafortaleza y penetrar hasta la misma alcoba de Monsieur Boissy; de qué geniales oaudaces medios habríase valido asimismo para mantenerse incógnita en mitad de aquelir y venir casi constante de criados. Y de qué proporciones tan colosales habría sido susorpresa cuando, atisbando tras una mecedora, descubriera al Matusalén de Bretañasurgiendo en paños menores. Resultábale tan incomprensible y magnífico todo, quepermaneció estupefacto e inmóvil unos instantes. En seguida miró al reloj de nueva

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cuenta y se tomó un comprimido para la jaqueca. El primer repórter anotabasofocadamente en su libro de notas.

 —¡Las once y inedia! —prorrumpió alguien, con histérico nerviosismo.

Y de inmediato:

 —Alegre ese semblante; será un consuelo.

No querían pensar a ningún precio en la deprimente escena de la víspera.

Un golpecito en la puerta los sobresaltó. Que Monsieur Boissy aguardaba y que losseñores podían subir cuando gustaran. Se abrazaron, consternados. Que no se olvidaranada. Y el interrogatorio. Pero el cuaderno se hallaba casi repleto. En fin, en aquel trozode L'Humanité. Escaleras arriba, el segundo repórter sufrió un vértigo: 1897, MadameWolinski, el Instituto de Kabul, India y el lago Pichola, peleando bravamente a lasórdenes del estratega Traun. Se imaginó a la prensa mundial pregonando: "Dosinsignes periodistas afganos descorren el velo del misterio. Monsieur Boissy en-

trevistado". Sonaron unos aplausos en su oído y el teléfono que llamaba. "No, aún nohan desembarcado; pero se les espera de un momento a otro". El mayordomo ascendíapeldaño por peldaño. Todo muy tierno. Ante una puertecita de escasas proporciones sedetuvieron y el mayordomo golpeó tan suavemente en ella que ninguno de susacompañantes se percató. De dentro, una voz confusa, femenina. Transcurrió el tiempoy la puerta cedió. Que aguardasen, en tanto llegaban nuevas órdenes. Las órdenesindicaban que pasaran. Pasaron. Gran estancia medieval llena de jaulas con pajaritos.Nuevos vitrales. Alfombra bermellón o escarlata . Ajuar deterioradisimo. Máquina de coser Singer . Sobre una consola, dos mochilas de caza. Cuatro o cinco pelotas "Dunlop" en perfecto estado. Al fondo, el campo . Se trataba de una salita de espera.

 —Tengan la amabilidad de sentarse—otra vieja. Y también con sus años encima, qué

caramba.Esperaron diez, quince minutos. Sí, el telegrama inicial debería ser urgente, aunque lalata era que no disponían de automóvil para trasladarse a Rennes. Sin embargo, lainformación sucesiva tendría que ser detallada y extensa; novelada, de ser posible. Lagente lee y... El comprimido no le hacía efecto. ¡Frivolidades! Que el anciano Boissy seestaría talqueando. Bueno, pues letra chica y apretada, aprovechando los márgenes.

 —Monsieur Boissy les aguarda —oyeron.

Anciano de edad no muy avanzada: cien o ciento diez años. Calvo, circunspecto. Ojos azules. Sobre un sillón forrado de felpa. Un terranova, de ojos lánguidos. Otra mesita donde el nieto escribe. Humedad. Dos grandes ventanales clausurados. Anciano no nos 

permite acercarnos. Tez algo morena, sin dientes. Uñas quebradas. ¡Ojo! Se inclina.Podría ser un monarca sarraceno. Dos sillas dispuestas, tres metros de distancia.Entrecejo. Razona. De los tres parece ser el más apto.

Los repórters tomaron asiento, con un temblor especial en las piernas. Entonces,Monsieur Boissy entreabrió los labios para informarse de si habían pasado buenanoche. Al enterarse de que así había sido, en efecto, se alegró infinito de ello. Y québien asimismo que el chocolate les pareciera en su punto. Se hallaba a sus órdenes. Y

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en cuanto a los afganos, ellos agradecían en el alma la gentileza y suponían que SuMajestad y el Instituto en pleno se sentirían conmovidos, etc., etc.

El primer repórter y el pequeño Boissy aguardaban, con las plumas dispuestas. Elsegundo repórter, en su íntima soledad, no encontraba términos. Una súbita neblina

nerviosa comenzaba a extorsionarle el entendimiento, como sí acabara de arrojarse degolpe a un horrendo pozo de petróleo. Se limpió el sudor y se mojó los labios. El Diario,o lo que fuera, del pequeño Boissy era un volumen espesísimo, como de milnovecientas páginas, empastado en piel de cabra. Al cabo, oyóse la voz del queinterrogaba, voz trémula y zigzagueante que pedía disculpas previas por alguna fugazimpertinencia que pudiera deslizarse en el curso de la entrevista.

  —Monsieur Boissy —prorrumpió. Y al decir Boissy notóse a primera vista suascendencia tártara—: en primer término, y con el respeto debido, ¿tendría ustedinconveniente alguno en proporcionarnos la fecha exacta de su nacimiento ?

El anciano replicó con sencillez espantosa:

 —Veintiocho de octubre de 1740.Los extranjeros experimentaron un violento escalofrío.

  —Fecha que, por otra parte —completó el anciano locuazmente—, coincide con elfallecimiento de la Emperatriz Ana de Rusia.

 —-¿Lugar de origen, si es tan amable?

 —-Baviera.

 —¿Familiares que conserva?

 —Los que ustedes han visto.

 —¿Experiencias infantiles? —Las de casi todos los niños. Me gustaba lanzar cometas por las tardes y cazar ciervoscon cerbatana.

Tenía una robusta voz de barítono y, por lo visto, su memoria era privilegiada.

 —-¿Primera impresión importante?

 —La prohibición de Benedicto XIII en relación con el comercio mundano que ejercíanlas órdenes religiosas de su tiempo.

 —¿Edad en que abandonó Baviera?

  —1752, sí mal no recuerdo. Mi padre entonces se traslado a Prusia durante unasvacaciones, lo cual no fue muy agradable.

 —¿Su educación fue religiosa?

 —Atea. Mi padre era un hombre sencillo.

 —¿Ocupaciones posteriores? ¿Milicia, acaso?

 —En lo absoluto: jardinería y ocultismo.

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El anciano miró curiosamente al repórter.

 —Monsieur Boissy: se ha hablado en todos los términos de sus innúmeros viajes...

  —Tengo, en efecto, mis excursiones perfectamente clasificadas. Conozco Asia,América, Europa, África y Oceanía. Si algo nuevo se ha descubierto, lo ignoro porcompleto.

 —Otras aficiones, digamos.

  —La lectura. Frecuenté a mis contemporáneos. Mis favoritos de aquel tiempo eranLaclos y Saint-Pierre. Me gustaba asimismo ojear a Chénier durante las mañanaslluviosas, después del desayuno.

 —¿Fecha aproximada de su arribo a Francia?

 —1774

 —¿Con motivo de...

 —Con objeto de presenciar las pruebas de aquellos cuatro pintorescos franceses queinstalaron una máquina humeante en un buque y lo hicieron navegar —por ciertoridículamente— sobre las aguas del Saona.

 —Un recuerdo relacionado a esta época...

Monsieur Boissy chasqueó la lengua.

 —El estreno de Pamela en septiembre 2 de 1793. Llovía. Los veintiocho comediantesque intervinieron en la representación fueron encarcelados. También recuerdo aChateaubriand y a Merimée, por si les interesa. Aquél era un caballero aburrido yoscuro que repetía lo que los demás habían dicho la víspera. En cuanto al poeta, nohablaba sino de Arqueología, y generalmente en ruso.

 —Gracias. Dominará usted varias lenguas...

 —En un tiempo hablé dieciséis idiomas. Hoy escasamente me entiendo en el mío.

 —¿Actividades en alguna guerra?

 —No por cierto; soy antimilitarista. Únicamente ciertas experiencias con los piratas delGolfo Pérsico. Anote usted —estoy interesado en ello— que fui pasajero del cruceroinglés Viper, al que atacaron los joasmes. Por fortuna, resulté ileso.

 —A Napoleón Bonaparte, ¿le conoció usted personalmente ?

 —Conocí a Napoleón y a Luis XVIII. ¡Y a aquel admirable Artois, del que no sé por qué

no me pregunta! Era un caballero francés de la mejor clase, jinete insuperable. A lamañana siguiente del tratado de Fontainebleau el gran Artois entró en París entre el júbilo de la muchedumbre. Los niños le arrojaban golosinas y las mujeres, besos. ¡Tandistinto, por cierto, a nuestro rey paralítico, patizambo y gordo, que solamente parecíarey mientras se conservaba en cuclillas!

 —Me complacería extraordinariamente que agregara algunos nombres.

El anciano suspiró, mostrando con insolencia las encías.

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 —No concluiríamos nunca —dijo.

 —Alguno más, se lo ruego. Como dato informativo.

 —Schleiermacher, si le interesa, Y Fedor Ivanovich Tuitchev. Gioberti, Graham, tenientedel Syph. Y un singular personaje: el conde de Fuentes, embajador de España enInglaterra, que presentó dos memorias, en una de las cuales reclamaba el Gobiernoespañol para sus súbditos el derecho de pesca en Terranova. Meyerhoffer, también. YMohamed Alí, Alejandro Herzen, Antón Ritter von Schmerling. ¡Podría continuarindefinidamente!

El segundo repórter se asfixiaba. Y Su Majestad sin suponerlo. La información sería tanabundante que se harían indispensables ediciones extras.

 —Monsieur Boissy, si fuera usted tan amable... ¡una anécdota!

Aquí el anciano permaneció pensativo y el terranova comenzó a ladrar de un modoescandaloso. A media seña de aquél, el perro se echó a sus plantas y procedió a

dormirse. Monsieur Boissy despegó los labios. —Fue en Florencia, en 1858. Tenía yo una jaqueca horrorosa y los médicos acababande desahuciarme. Las boticas estaban cerradas. De pronto, escucho un clamor en lacalle y me asomo. Quienes me acompañaban entonces supusieron justamente quefallecería en el acto. Mas he aquí que levanto la vista al cielo y el espectáculo no pudoser más sorprendente: una especie de ferrocarril alado, profusamente iluminado,cruzaba vertiginosamente el firmamento. El misterioso transporte —que no era sino elcélebre cometa Donati— huyó hacia el sur y se perdió de vista. Su cola era de sesentagrados: setenta millones de kilómetros. ¡Comprendí que era un predestinado!

Hubo un silencio.

 —Y tocante a Afganistán, ¿tendría usted inconveniente en decirnos algo?  —Tal vez nada interesante. Que me fue muy simpático su Dost Mohamed por laconquista de Gazna y que admiro especialmente sus huertas.

Los enviados dibujaron una leve reverencia.

 —Un paréntesis contemporáneo. ¿Cuál es su flor favorita?

 —La siempreviva.

 —¿Y su perfume predilecto?

 —Shalimar, de Guerlain.

 —¿Su músico de cabecera? —Vivaldi, muerto tres años después de mi nacimiento.

 —¿Su pintor favorito ?

 —Ninguno. Prefiero de cualquier modo las ventanas.

 —¿Su deporte preferido?

 —El tennis y las peleas de gallos en Djokjakarta.

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 —¿Su alimento por excelencia?

 —El azúcar; pero en terrones.

 —¿Demócrata?

 —¡No soy ningún carnicero!  —¿Sentimental ? .

 —Antojadizo.

 —¿Padeció usted enfermedades?

 —El crup, a los noventa años.

 —¿Y desilusiones ?

 —Sólo una, y grave: el Quijote.

  —¿En qué consiste su método de vida? ¿Hay en él, digamos, algo particularmente

especial que pudiera interesarle al hombre? —Mi método es totalmente simplista. Siempre he dormido dieciocho horas diarias, bebolimonada entre horas, me abstengo de los crustáceos y jamás leo los periódicos.

  —¿Recuerda usted, Monsieur Boissy, hasta qué época se prolongó su juventudaproximadamente?

 —Más o menos, supongo, como cualquier otro hombre. Dejé de sentir interés por lasmujeres en pleno Sansimonismo.

 —¿Y sus presentes motivos para mantenerse recluido?

 —En especial, uno: que soy orgulloso.

 —¿Proyecta alguna tourneé, por ejemplo?

 —¡Oh, no, ninguna!

 —¿No le atrae New York? ¿México? ¿Sebastopol?

El anciano meneó la cabeza.

 —¿Hollywood no le atrae?

  —En lo que cabe. Dicen que allí las pantorrillas de las jovencitas son espléndidas.¿Usted lo sabe? —Y tras una pausa—. ¡Pero no creo!

 —Monsieur Boissy, ¿qué número de entrevistas habrá concedido en su vida ?

 —Escasas, muy escasas. Exceptuando ésta, la más importante fue en 1897.

 —-Y de Madame Wolinski, ¿podría referirnos algo ?

Esbozó el anciano una complaciente sonrisa y miró a su nieto. Después, adujo:

 —Madame Wolinski fue una simpática hembra. Yo mismo me ocupé personalmente deque su estancia en el castillo le fuera grata. Tocaba el armonio divinamente y bebíasiempre Pernod después de la siesta.

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El segundo repórter ahogó un grito. Por tercera vez se limpió el sudor de la frente.

 —¡Sus condiciones físicas son sorprendentes!

 —Gracias.

 —¿Y sospecha que vivirá aún mucho tiempo? —No tanto como Toscanini, desde luego.

 —¿Teme usted a la muerte ?

 —Temo lo que está a mi alcance, puede anotarlo. La muerte es algo de lo que aún nome he persuadido lo suficiente.

 —Pero habrá visto morir a su familia...

 —¡He visto morir a treinta millones de hombres!

El primer repórter apretó la pluma y rectificó los ceros. En tanto, el pequeño Boissyvolvía atrás unas páginas y se mostraba abúlico.

 —Monsieur Boissy, tal vez lo esté importunando.

 —Oh, encantado.

 —Y dígame, ¿en virtud de qué razones consintió en recibimos?

 —En virtud de un mortal aburrimiento que me ha estado invadiendo durante los últimosdías.

 —Su espontaneidad provocará un positivo entusiasmo.

 —Me lo supongo.

 —¡Y un bienestar a la ciencia!

 —-También es probable.

  —Unas últimas preguntas: ¿A qué circunstancias atribuye usted su longevidadinsuperable ?

 —Al aire higiénico que respiro a toda hora.

El que interrogaba hizo una mueca, en mitad de la atmósfera enrarecida.

 —¿Y se siente bien físicamente ?

 —Acaso mejor que ustedes, créanme. En un tiempo se me dormían las manos, peropor fortuna ya me he restablecido.

 —Y en relación con aquel asunto... ¿podría referirnos algo respecto a los periodistasnorteamericanos?

Volvió a sonreír el Matusalén de Bretaña. La risita del pequeño Boissy resultabainsoportable.

 —No sé qué pueda decirle, ni a lo que usted se refiera.

 —Se habló en la prensa de un pretendido soborno...

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 —¡Oh, sí! Ellos me ofrecieron una buena suma, pero no la necesitaba en aquel tiempo.Tal vez hoy la hubiera aceptado.

 —¿A cambio exclusivamente de la entrevista?

 —Y de un anuncio para jabones, que era lo convenido.

 —-En su concepto, ¿ha progresado el hombre?

 —Los sistemas actuales de jardinería no me convencen.

 —Monsieur Boissy, ¿quisiera enviar un mensaje a los hombres?

La voz del interrogado continuaba siendo de barítono.

 —¿Un mensaje? ¿Y de qué tipo? ¿Acaso los hombres necesitan mensaje alguno ?

 —El afán del hombre, Monsieur Boissy, ha sido desde sus orígenes burlar de un modou otro a la muerte. Quizás usted pudiera...

 —Estimularlos, me doy cuenta. ¡Pues que procuren a toda costa no morirse! Es lo queyo he hecho.

 —Y se mueren, sin embargo.

 —Esto ya es una lástima.

Hubo una pausa. A través de la rendija de uno de los ventanales clausurados penetróuna sugestiva ráfaga. El aire higiénico.

 —Y para terminar: de acuerdo con sus propias y muy personales experiencias, ¿es sí ono verídica la historia?

 —Anote usted con mayúsculas que es falsa. ¡Falsa de todo punto! Excepción hecha de

la historia de los huicholes. Fulton no inventó el vapor, sino Fitch. Y Talleyrand jamás semordía las uñas. Es falsa, ¡falsa! repito, especialmente en lo que concierne a losemperadores.

El segundo repórter se puso en pie. La entrevista y L'Humanité se habían terminado.Ostentosamente el pequeño Boissy fue cerrando el libro, tras escribir algo muyminucioso sobre la última página.

 —Oh, discúlpeme nuevamente, ¿conserva usted un diario?

 —-Conservo las Memorias sobre las cuales mi nieto ha escrito.

El afgano adelantó un paso.

 —¿Sería realmente una imprudencia... pretender revisarlas ? —Una imprudencia absoluta.

Gracias

Monsieur Boissy hizo sonar la campanilla de un carrito de bomberos y apareció elmayordomo. Segundos antes, había cambiado unas palabras con su nieto.

 —¿Apuntado todo?

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 —Apuntado.

 —¿Le queda libre algún espacio?

 —Unos renglones.

Hubo un silencio. Y sin saber por qué los afganos comprendieron que algopositivamente extraordinario estaba por suceder de un momento a otro. MonsieurBoissy dijo:

 —Pues escriba... —E interrumpiéndose, de no tan buen humor a los viajeros—. ¡Estánustedes servidos, señores!

Los repórters se deshicieron en genuflexiones y frases de agradecimiento. Su Majestad,el Instituto, Madame Wolinski. Que el viento no fuera a llevarse las notas. Mas elanciano no estuvo conforme en que le estrecharan la mano: por razones profilácticas.De modo que Fitch y los huicholes.

 —Su Majestad el Rey de Afganistán y el Instituto Antropológico de Kabul le expresarán

a usted oportunamente su profundo agradecimiento. —Que Dios los conserve buenos.

Bajaron, en mitad de una confusión aterradora. Las arterias prometían estallarles ysufrían calambres en las rodillas. Sobre el primer rellano de la escalera se abrazaron,conmovidos. El segundo repórter se enjugó unas lágrimas: era la gloria, allí,ofreciéndoseles. Muy pronto el mundo sabría. Y sobre un ridículo espacio: Vastísimos 

  jardines. El tiempo ha mejorado. Humedad. Panorama deprimente. ¡Esta Bretaña! Terraza absidal, con arquerías. Gran personalidad la del viejo. Rapazuelo a la pista.¡Albricias!  

Cuando descendían a grandes pasos por la calzada central de la finca, aspirando elaire helado de la tarde, les pareció escuchar a lo lejos un disparo. Se detuvieron. Ladetonación, sin ningún género de dudas, había partido del interior del castillo. En laactualidad, recorría misteriosamente el espacio.

 —¡Con tal y Monsieur Boissy no se haya suicidado! — Fue una ocurrencia piadosa.

Y a poco, otro disparo; esta vez más sonoro. Algo de la familia de los pedruscos lespasó rozando la cabeza.

 —¡Cuidado! Sí es a nosotros...

En efecto, un proyectil ululante los persuadió de que precisamente era a ellos a quienestiraban.

 —¡A tierra! —Y se tumbaron sobre la arcilla. ¿Qué significaba aquello ? Los disparoseran cada vez más nutridos, como durante la invasión de Afganistán por los persas.Mas, ¿y a santo de qué los tiroteaban? ¿Quién les disparaba, era el caso? ¿O sehallaban ofuscados y se trataría de un error de apreciación simplemente? ¿Cómoadmitir de buenas a primeras que trataran de asesinarlos ? En su frenético aturdimientodesconfiaban del pequeño Boissy. Aquella risa. ¿Y si se estuvieran chanceando? ¡Quétontería! ¿O si soñaran? Naturalmente que no les disparaban a ellos.

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 —¡Eh, cuidado!

Otro nuevo proyectil, de calibre desconocido, acababa de chamuscarle el paraguas alsegundo repórter.

Se lanzaron a correr despavoridos, protegiéndose entre los matorrales. Al pie de uninmenso árbol sin hojas se detuvieron, inspeccionándose las ropas.

 —¿Está usted herido?

 —No, fue una falsa alarma.

 —¿Y... aquello?

Lo que presenciaron a continuación no es para descrito. Monsieur Boissy, en persona,apostado estratégicamente, les apuntaba con un pistolón desde la terraza. A suizquierda, el pequeño Boissy y su papá le suministraban la carga. Grandes bandadasde pájaros asustados volaban en todas direcciones.

 —¡Asesinos! ¡Asesinooos! ¡Gandules!Y los tres viejecitos se desternillaban de risa.

 —-¡Asesinos! ¡Dólmenes!

Para regresar a Rennes tuvieron que utilizar un carro de hortalizas, pernoctando en unaantigua posada donde las camas eran tan altas y duras y las ventanas tan estrepitosascomo en el mismo infierno. A Rennes llegaron alrededor de las diez y cuarto, a lamañana siguiente.

 —Si nos comunicáramos con el Instituto inmediatamente...

 —O si diéramos aviso provisionalmente a la Comandancia...

 —Un señor —les anticiparon en el hotel— estuvo aquí a visitarlos y les dejó esto.Qué estrafalario y mugroso envoltorio.

 —¿Pero se ha dado cuenta usted de lo que trae hoy el periódico ?

El primer repórter sostuvo el diario penosamente y se aproximó a una ventana. Allí leyóa través de una descomunal neblina:

Dos jóvenes afganos ponen fin a una grotesca humorada de siglo y medio.

Se contemplaron, perplejos. Y unas líneas más abajo: El venerable y cada día más anciano Monsieur Boissy desenmascarado. 

 —¿Y el paquete? ¡Haga favor de desenvolver cuanto antes eso!Qué emoción, a fin de cuentas. Sin embargo, los rayos del sol seguían siendo anémicosy taciturnos; en cierto modo, viejos.

 —Por Dios, no vaya usted a desmayarse.

 —¡¡El Diario!!

No era fácil ordenar los sucesos. Con sus mil ciento noventa y seis páginas y la fétidapiel de cabra. Se hallaba tibio, calentito, como los huevos en los corrales.

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 —¿Y usted qué tiene ahí en la mano?

El primer repórter dio un salto atrás, encogiéndose.

 —¿Quién, yo? Nada.

 —¿Nada? ¡Una tarjeta!

"A nuestros simpáticos afganos, los más suculentos idiotas de la época,

La dinastía Boissy".

Y tres rúbricas.

Por las noches, a bordo de la melancólica nave que los devolvía a su patria, losrepórters solían tenderse en un solitario rincón de cubierta y ojeaban el misterioso libro.Eran unas páginas rugosas, achocolatadas, con cierto olor a canela y trufas, repletas deuna caligrafía monjil y apretadísima, que relataban hechos extraordinarios. Con

frecuencia entrecerraban el Diario y, mirando en dirección al Continente, intentabanreconstruir de algún modo el instante aquel en que el pequeño Boissy les decía:

 —"Pues comiencen a cenar cuando gusten porque mi papá vendrá en seguida".

 —A ver, repítame por favor ese párrafo...

"Día 3 de abril de 1862.

Mi padre reunió a sus diez vástagos, diciéndonos:

 —El misterio de los misterios permanecerá en el misterio hasta la expiración de este

libro. A nadie le importa un pito saber que yo he muerto. Y tú, Gerard, puesto que eresel primogénito, me reemplazarás en el trono, como yo reemplacé a mi padre, en cuantotu edad te lo permita. Te lego mis Memorias, mi humor y mi castillo. Tienes inteligenciay buen juicio y espero que no tendré por qué avergonzarme".

El segundo repórter suspiró, se llevó un caramelo a la boca y quien leía pasó en silenciounas doscientas páginas.

 —Adelante.

"Día 15 de agosto de 1907.Mí padre reunió a sus tres vastagos, diciéndonos:

 —El misterio de los misterios permanecerá en el misterio hasta la expiración de estelibro. A nadie le importa un pito saber que yo he muerto. Y tú, Paul, puesto que eres elprimogénito, me reemplazarás en el trono, como yo reemplacé a mi padre, en cuanto tuedad te lo permita. Te lego mis Memorias, mi humor y mi castillo. Tienes inteligencia ybuen juicio y espero que no tendré por qué avergonzarme".

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 —Vamos, ¿qué pasa?

El primer repórter carraspeó repetidas veces y apartó un instante la vista, como quiensigue de lejos el vuelo de una espléndida ave. Era un claro y ancho firmamentoestrellado.

"Día 22 de noviembre de 1907.

El viejo ha terminado sus días. Yo, Paul Boissy, natural de Transilvania, asumo laresponsabilidad del caso. Tiempo, seco. Edad actual: cuarenta y un años".

 —Y aquel otro pasaje...

Se confundían. Esto era ya mucho más atrás.

"Día 4 de mayo de 1897.

La séptima entrevista se ha concedido. Gastos de publicidad y prensa: novecientosochenta mil francos. El viejo, en el seno de Abraham, se sentirá satisfecho".

En eso llamaron a cenar y el primer repórter admitió con desconsuelo que no teníaapetito.

 —Somos gente vulgar —se dijo—-. ¡No cabe duda!

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T.S.H.

CUANDO una persona no ha intentado leer jamás un libro, sucede que esta persona esel ser más honesto, confiado y angelical de la tierra. Mas cuando una persona ha leídoexclusiva y fatalmente un solo libro, uno solo, ocurre que este individuo nos importunaráya para siempre —¡para siempre, Dios mío!—y a toda hora con ese libro.

Precisemos que en esta ocasión aconteció del modo más sencillo.La señora esposa del notario sorbía una tarde su chocolate, introduciendo en él unospastelillos de hojaldre, elaborados por ella misma, cuando alguien al extremo opuestode la sala dejó caer en la conversación vespertina una ocurrencia positivamenteescandalosa.

 —Y francamente, ¿ustedes creen, sí o no, en los fantasmas?

Era una tarde lluviosa, tan a propósito para el hojaldre, y el señor notario contemplódesde su asiento el cielo, cargado de nubarrones.

 —Por lo que respecta a mí, no creo —se oyó la voz del notario. Y estavoz, que temblaba siempre, sonó hoy clara y saludable.

  —-Y por lo que se refiere a mí, tampoco —subrayó el hombre denegocios; un hombre en toda la línea, tradicional, severo, con unamaciza dentadura de oro que le desgarraba las encías y unos ojillostristones e insípidos como dos gemelos de camisa.

 —Pues yo... —titubeó su esposa, bonachona también y hacendosa—¡no sé qué les diría!

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Se sucedió un dilatado silencio como si todo aquel apacible grupo fuera presa de ungrave presentimiento o alguien de un modo inadecuado se hubiera sonado las narices.Y a continuación se oyó de nuevo la lluvia en el patio y se inflaron levemente los visillos.

 —¡No, no, resueltamente no creo! —corroboró el de los negocios, dirigiéndose al que

interrogaba—. ¿Y a usted, después de todo, por qué se le ocurrió eso?Quien preguntaba era un tinterillo pequeño, como un tinterillo de niños.

 —Porque yo sí creo, es el caso.

  —Y yo también, ¿a qué negarlo? —expresó con voz pesada la señora esposa delnotario.

Unos y otros observaron perplejos a aquellos dos seres modernos que creían en losfantasmas, admitiendo que por esta vez el chocolate no les caería muy bien del todo.

  —Pero, ¿es posible, Isabel? —inquirió la otra dama, pestañeando nerviosamente—.¿Es posible lo que dices? Yo nunca lo hubiera supuesto.

 —Pues sí creo, lo confieso. Y además sostengo. ..

Fueron depositando sus tazas poco a poco y limpiándose con disimulo los labios, sinperder de vista a aquella extravagante señora a la cual consideraban hasta la fechacomo una admirable ama de casa.

 —... sostengo, digo, que los fantasmas no son cosa de cuento. Aún más: que a usted, ya usted, y a usted, y, en general, a todo el mundo, más tarde o más temprano, de unmodo u otro, se les presentará alguna vez un fantasma; lo cual, dicho sea de paso, nome parece de ninguna forma horripilante.

Se oyeron unas risitas melifluas y el señor notario tomó a su esposa por el antebrazo.

 —Bah, bromeas, querida...Mas la señora continuó lúgubre y digna como después de un entierro.

  —Y a ti se te presentará también. ¡Dios lo quiera! No había en su réplica el menorasomo de burla, sino una súplica espontánea y vibrante, como si dijera: "Que se tepresente, querido, o no sé qué va a ser de nosotros".

  —Pero esto es una aberración, una superchería abominable —protestó con asco elnotario ante aquella dignidad mal entendida, que le disgustaba—. Apuesto, y no teofendas por ello, a que se trata seguramente de algún libro.

El de los negocios empezó a aburrirse. Su mayor fastidio databa de una tarde

lejanísima en que su mujer y aquella otra dama que creía en los fantasmas se habíanpuesto a discutir de literatura. Decían algo de las novelas, sosteniendo si mal norecordaba que los relatos de amor y aventuras ennoblecían el espíritu y avivaban lainteligencia, despertando ansias nuevas y desconocidas y favoreciendo de paso laeducación de los jóvenes.

 —Pues sí, se trata de un libro —explicó aquélla, algo amoscada— y no tengo por quésentirme ofendida. ¡De un libro precisamente y, por cierto, de lo más interesante!

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El notario sonrió con suficiencia, echando atrás su cuerpo.

 —Los libros —adujo— son pasatiempos comunes y corrientes y no doctrinas como túpretendes.

 —Yo no pretendo nada, perdóname. Me limito a hacer notar a mis amigos que el libroen cuestión es por demás sorprendente.

Su esposo encendió un pitillo y volvió a mirar al cielo. Por el cielo, o lo que fuera,volaban unas cuantas cornejas.

 —¿Y qué dice el tal libro, querida? —indagó la de los negocios.

La aludida hizo un mohín extraño como sí acabaran de pedirle que se arrojara desde elquinto piso de una casa.

 —¡Oh, qué pregunta! —Y a los demás—. Lo que se lee no es fácil repetirlo, porque sifuera de este modo todos podríamos ser con el tiempo unos magníficos escritores. Yodiría...

El tinterillo estornudó tres veces y quien hablaba hizo una pausa.

 —Eh, ¿qué decías?

  —Que preferiría, desde luego, que lo leyeran ustedes. Es un libro como no he leídootro, por cierto con muy bellas estampas, y que se titula: "O fantasma o difunto".

El de los negocios experimentó una impresión desagradabilísima, no podría aventurar side amargura o zozobra, pero algo así como si de pronto alguien hubiese mencionado laquiebra de un amigo muy íntimo.

 —Sigue, sigue... ¡por lo menos dinos de qué se trata! Ya lo creo que debe ser divertido.

  —Divertido... en lo que cabe —E interrumpiéndose— ¿Conque se burla el señornotario? Pues sepa usted, mi señor notario, que entre otras muchísimas cosas el tallibrito afirma lo siguiente: Que ahí o allá, donde mejor le parezca al señor notario, haysiempre un fantasma atisbando. Atisbando o... ¡pero, en fin, para tranquilidad de todoscreo que debo ir a buscarlo!

La reunión se prolongó más allá de lo acostumbrado, cuando ya había anochecido. Fueuna discusión deprimente y monótona, sostenida principalmente por el notario y suesposa, en la que tomaron parte sus invitados de una manera esporádica. Por lo querespecta al tinterillo, a él se debió sin duda la aportación más ingeniosa de la tertulia.Dijo:

 —Pues si el fantasma está ahí, a la puerta, considero que debiéramos invitarlo.

Su pretensión distaba mucho de ser irónica, ya que él no era un tinterillo soez ni muchomenos, sino que le encantaba en las reuniones turbar y confundir a las señoras. Y loconsiguió ampliamente, pues a partir de su macabra ocurrencia la conversacióntranscurrió ya en términos lamentables, no exenta de cierto histerismo, haciendo queresueltamente la digestión de unos y otros fuera cada vez más pesada.

Ya a la puerta de la casa, la de los negocios empuñó con decisión el libro.

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Y como su mujer le interrogara:

  —-¡Claro que sí, si ya estoy para terminarlo! En este preciso momento Randolph sedispone a pescar en el lago.

En su oficina, una mañana, mandó llamar con urgencia a la taquígrafa.

 —Y dígame usted, señorita, ¿cree, sí o no, en los fantasmas ?

La taquígrafa rompió a reír alegremente, sorprendida de que aquel hombre tanimportante se prestara a hacerle el amor de esa manera.

 —Usted bromea, don Toribio. —Y se estremeció de arriba abajo.

 —¡Qué he de bromear, se lo aseguro! Cierto escritor de trascendencia afirma que losfantasmas existen. Más aún, que los fantasmas atisban. Que aquí o allá, donde usted loprefiera, hay siempre un fantasma atisbando.

Y como a la joven no le pareciera muy claro:

 —No, no se ría. Por lo pronto, cómprese un libro encantador, se lo recomiendo. O si nome lo toma a mal, se lo obsequiaré yo mismo. Se titula: "O fantasma o difunto".

En el Círculo de Industriales sus amigos se divertían de lo lindo, escuchando susnarraciones exóticas en las que Toribio ponía cierto ímpetu religioso, como el sacerdoteen el pulpito.

 —-También yo era uno de esos, créanme. También yo me chanceaba. Sin embargo,una tarde...

 —¿Una tarde qué? —preguntaban, conteniendo la risa.

  —Pues que ahora sostengo que sí, que sí puede haber fantasmas. ¡Y que debe

haberlos!El tema de los fantasmas regocija extraordinariamente a los necios en la medida queuna conversación licenciosa.

 —Eso, sigue. ¿De modo que una tarde y sin previo aviso se te apareció un fantasma?Bien, ¿y tú qué hiciste? ¿Por lo menos eran lindas sus pantorrillas?

Toribio no era hombre de bromas.

  —Ignoro —prorrumpió solemnemente— si los fantasmas tengan o no lindas laspantorrillas, pero de lo que sí puedo dar fe es de algo mucho más grave: que a ti, y a ti,y a ti, y a cualquier ser humano como nosotros, se le presentará un día u otro ¡no sé dequé forma! un fantasma.

Reían como si les dieran cuerda. Uno de ellos, alto, espigado, miope, con un genuinoaire de fantasma, se incorporó repentinamente pretendiendo pasar por ingenioso.

 —Buuuuuh —hizo.

Rieron todos aún más que antes.

 —Pues sucede —continuó sin reprimirse el de los negocios— que yo mismo, aunque nolo parezca, puedo ser un fantasma.

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 —Buuuh... Buuuuuu... ¡Bu!

 —-Déjalo explayarse, no seas majadero.

 —... puedo ser, decía, un fantasma y predecir entre otras cosas... ¡que para mañanamismo sin falta estará usted bien muerto!

Como en la tarde del hojaldre reinó ahora un profundísimo silencio. Unos y otros semiraron y miraron con acritud a Toribio, no hallando forma adecuada de atenuar elfenomenal ex aprubto. El aludido sonrió indeciso, emitió una rara tosecilla y se tiró confuerza de los calcetines.

 —Bueno, ¿y tú… cómo lo sabes?

El de los negocios se sentía en el fondo responsable y le sudaron las manos. Querecordara era la primera vez se mofaban de él, tomándolo a chacota como si se tratarade una de esas estúpidas damas que sirven de entremés en las tertulias.

 —Lo sé —dijo cruelmente— ¡porque soy un fantasma!

Por fortuna, el altercado no pasó a mayores, calmándose sucesivamente los ánimoshasta que alguien, con muy buen juicio, propuso que se jugara a los naipes. Tambiénpidieron unos refrescos y, alrededor de las doce y media, el aludido, dando muestras delas mayor cordura, se ofreció a acompañar al fantasma a su domicilio. En el trayectoToribio de deshizo en explicaciones. Que disculpara, sí; ya sabía. La exaltación lógicaen estas situaciones. Pero que no tuviera cuidado: de ningún modo era él un fantasma.Qué tontería. Tratábase de un buen par de amigos y…

Naturalmente que por la mañana, a primera hora, llamó con urgencia el teléfono.

 —Don Toribio, ¡qué catástrofe! El seño tal y tal ha fallecido.

Fueron unos días confusos, inolvidables, como si la luz del sol se filtrara a través de uncolador de nata y los transeúntes hubieran dado en usar todos suelas de goma. Unsilencio y una penumbra especiales envolvían al de los negocios por donde iba, noimporta que se aprestara a cruzar una plaza o que formara cola ante una taquilla de unteatro. El airea aparecía enrarecido y era como si al respirar se respirasen estambres uotros hilos aún más endiablados que estrangulasen el corazón, los pulmones y elhígado. El de los negocios iba y venía, despachaba, estampaba firmas, celebrabasesiones, se enteraba de la situación política en el extranjero y conversaba con sumujer, aunque de un modo tan maquinal y extravagante que sus errores de apreciaciónresultaban garrafales. Ella misma, su esposa, preguntábase a menudo qué enigmáticapreocupación atosigaba a su marido que de tal suerte perdía el humor y el apetito y su

reconocida afición por los programas de radio. Con sospechosa frecuencia sorprendíaloa solas en su alcoba, tendido en posición supina, cual si tomara el sol en un balneario oproyectara algún negocio intrincadísimo. Dio en pasear a toda prisa por las calles y losmerolicos le irritaban.

 —Abrevie usted, se lo ruego, que tengo el tiempo contado.

En la oficina hacía burdos aspavientos y tropezaba insistentemente con los muebles.

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 —¿Se trata acaso de que se lo repita? Pues se lo repetiré, si ése es su gusto: que esusted un necio, un patán, un retrógrado. Y si me apura un poco... ¡un arribista!

La infeliz señora no permanecía ajena.

 —Tómate unas vacaciones, haz gimnasia. Después de todo ¿para qué sirve el dinero?

Y reflexionaba:

 —"Ah, cómo sintió este desdichado hombre la muerte de su amigo".

Ni intentó volver más al Círculo, ni se inquietó en lo sucesivo por la suerte de aquelloscamaradas suyos que jugaban con él a los naipes y que, en ciertas épocas del año,hablaban alocadamente de mujeres. El recordar hoy sus triquiñuelas, sus hábitos, susaflicciones, la despiadada forma en que uno de ellos tenía de guiñar insistentemente losojos, producíanle una pesadumbre espantosa semejante a la que debe experimentar elhomicida al examinar en público la corbata del occiso. Puesto ¿qué era él si no undelincuente? ¿Por ventura, no era un vulgar asesino? Podría presentarse en la

Inspección y exponer más o menos:  —"Liquidé a un ciudadano y ninguno de ustedes lo sabe. ¿A qué se dedican,entonces?"

Don Toribio, como todo hombre en sus cabales, tenía una linda querida. Tratábase deuna mujercita insignificante, caprichosa y libertina que había sido durante suadolescencia empleada de farmacia y que en la actualidad habitaba un pisito alto y biensoleado en el barrio aristocrático, vecino al muelle. Si no excesivamente atractiva, almenos era sonrosada y ágil, y lo que conviene en estos casos: reiteradamentecomplaciente. El de los negocios la visitaba de tarde en tarde, por lo general los jueves,y le llevaba bombones, estuches, joyas, botellas de miel y colonia, juegos interiores y enocasiones flores, lo que provocábale a ella un alborozo tan inaudito que rompía a reír yllorar confusamente, abrazándolo y besándolo por todas partes. A lo que la muchachaen cuestión se dedicaba en los intervalos no hace al caso. Sin embargo, esta vez el delos negocios llegó francamente afligido, con unas alarmantes ojeras y cierto airedescompuesto.

  —-¿Quebraste? —le preguntó ella de improviso, con esa dulce insensatez de lasmujeres voluptuosas y tontas.

Rezongando para sus adentros, tomó él asiento donde pudo y encendió con gravedadun habano.

 —Canarito mío, ¿qué es lo que te preocupa entonces ?

Mas Toribio no se hallaba para mimos y le acongojó vivamente que su querida juzgaraasí la vida, tan a la ligera. La muchacha tenía sus buenas formas, por supuesto, y unosrutilantes ojos verde mar en virtud de los cuales lo había seducido.

 —-El asunto es grave, muy grave —apuntó él. Y se quedó mirando sin expresión algunaa aquel descomunal cromo en el que un monarca de Francia salía de caza con sussubalternos y otros nobles a través de una espesísima niebla—. Siéntate, pues, y estátequieta.

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Obedeció la joven, mórbida como una granada.

 —Ofelia... —y se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¡Soy un fantasma!

Ofelia emitió un grito y se cubrió el pecho con las manos.

 —¡Un fantasma! ¿Qué te parece? —repitió. Y su tono era melancólico— Justamente unfantasma de esos a que hacen mención los libros. ¡Soy un ser horripilante, Ofelia, y teruego que no pienses más en mí en lo sucesivo!

Las escenas de adulterio siempre son interesantes; pero particularmente ésta. Añadióél:

  —¿Y sabes bien lo que es un fantasma? ¿Alcanzas a darte cuenta délo que estásoyendo? En una palabra... ¿tú crees, sí o no, en los fantasmas?

Ofelia suspiró que no, que no creía en semejante cosa; que creía en Jesucristo.

 —Pues los fantasmas existen, querida, y yo soy uno de ellos. En otro tiempo era un

hombre y en la actualidad soy un fantasma. Es difícil explicarlo, mas te ruego que mecreas. Soy un fantasma, y no sólo eso: ¡también soy un asesino!

Aquí ella volvió a gritar, desatándose en un repentino llanto, estridente y excesivo, muypropio de las empleadas de farmacia, mediante el cual vibraba todo su cuerpo como unsolo y apetecible nervio a la intemperie. Sacudía la cabeza, se retorcía los dedos,exhibía el comienzo de sus muslos, dejaba que sus cabellos le envolvieran el rostro.

 —¡No, no, Toribio, no quiero creerte, no puedo! ¡Tú no eres ningún asesino ni nada deeso! ¡Eres un hombre honrado! ¡Un canarito! Siempre lo fuiste.

  —Lo fui, es lo lamentable; pero ya no lo soy. Lo fui concretamente hasta que unatarde...

 —Toribio, ¿pero cómo vas a ser un fantasma si yo te quiero ? —Un fantasma y un homicida, Ofelia. La otra noche en el Círculo asesiné a un amigomío.

 —¡Toribio! ...

 —Y podría asesinarte a ti, si me lo propusiera.

El de los negocios se exaltaba de un modo enteramente espontáneo, percibiendo queuna nube de incienso le rondaba la cabeza. Imprevistamente y, en virtud de la dichosanube, se sintió importante, diferente, digno del mayor respeto, sin que en ellointerviniera el dinero. Se sentía trágicamente algo así como un fantasma de primer

orden, el primero entre los primeros, por encima de toda jerarquía. O reflexionaba o talimpresión producía en el ánimo:

  —"¿Conque de suerte que soy un fantasma? Pues no deja de ser espléndido. ¿Unfantasma como Randolph, por ejemplo? Como Randolph, naturalmente, en susprimeros tiempos".

Indagó:

 —¿Tú oíste hablar alguna vez de Randolph ?

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La jovencita dijo que no; que le era fiel y que seguiría siéndolo hasta la muerte. Se bajóla falda.

 —Pues Randolph era también fantasma. Lo descubrió una vez en el lago, a donde ibana tomar el fresco él y su novia por las tardes. La tarde era gris y muy triste y Randolph

le dijo a la muchacha: "Demos un paseo en lancha, ¿qué opinas?" Y su novia explicó,perpleja: "¿Un paseito en lancha? ¿Pero a dónde tenemos la lancha?" El contestóásperamente: "Ahí, ¿o estás ciega?" Pues bien, has de saber que en efecto no habíaninguna lancha y que Randolph y su novia, a pesar de ello, pasearon toda la noche enlancha.

Ofelia se imaginaba el lago, con unos lúgubres sauces llorones y una encantadoranoche de luna.

 —¡Qué horrible! —prorrumpió, sin embargo.

  —-Horrible y bien horrible, desde luego; mas así fue, ni remedio. Y en otra ocasióntodavía más dramática... ¡bueno, la ocasión en sí no hace al caso! El hecho es que lanovia de Randolph se encontraba escribiendo una carta cuando ¡zas! que se lepresenta Randolph en persona. Llena de la consiguiente sorpresa, la muchachapregunta: "Pero, Randolph, ¿por dónde entraste?" Y él, que sabía de muy buena tintaque era un fantasma, replica: "Por el muro. Desde hace algunos días siempre entro porel muro a mi cuarto".

Ella no concebía que en un mundo tan risueño ocurrieran atrocidades tales.

 —¡Calla, Toribio, calla! Me haces sufrir demasiado.

 —¿Y por qué he de callar, pregunto? ¿Callaba acaso Randolph? No pienses en mí, si loprefieres. Haz de cuenta, por ejemplo...

Ofelia abrió los ojos como una rana y se le quedó mirando ateridamente. A poco, estallóen balbuceos.

 —¡Que no, que no puede ser, Toribio! ¡Que no quiero olvidarte! ¡Te quiero, Toribio, tequiero, y no me importa que seas o dejes de ser un fantasma!

Y con suspicacia:

 —¿O te burlas, verdad, canarito? De seguro que empinaste el codo.

El de los negocios sonrió como un fantasma a quien ofrecen un abanico. Qué simplezay candor los de su querida. Qué ignorancia más conmovedora. ¿Y por qué no seinstruiría la gente, Dios mío? En lo sucesivo le obsequiaría novelas. La contempló con

piedad desde una altura escalofriante. —¡Que no puede ser, Toribio! ¡Que no me resigno, vaya! —insistía monótonamente—.Tú, tú, mi Toribio... ¿eso?

 —Yo, ¡eso! —sentenció él, desafiante—. Y en, este mismo momento voy a probártelo.

 —¡Por favor, aquí no! Me moriría de miedo.

 —Aquí, sí. Exclusivamente a eso he venido.

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Ofelia se fue incorporando sin ánimos, dando hacia atrás unos pasitos hasta tropezarcon un mueble. Ningún semblante más lívido que el suyo, ningún otro más adorable yterrífico. Le devolvería los armiños, el tocadiscos, las medias, el aderezo de topacios; sedespojaría allí mismo de sus ropas y echaría a correr por las calles, propalando su

desventura. ¡Su amante un fantasma! ¡Un asesino! ¿Y para esto había renunciado a suempleo? ¿Para esto se le había entregado? ¿Para esto había consentido en queabusara de ella, siendo como era una empleadita huérfana?

 —Aquí, no; por lo que más quieras. ¡Otro día, Toribio, espera! Otro día, de veras; hoyme siento muy cansada.

Había un transporte secreto que Toribio requería los jueves.

 —Canarito mío, ven, anda. Dame un beso.

Toribio sonreía lánguidamente, preguntándose con perplejidad qué misterioso destino leaguardaba. También se puso en pie, tirándose con altivez de los puños de su camisa.

 —Conque vamos a ver: ¿de qué modo crees tú que podría demostrártelo?Pensativo, miró de nueva cuenta el cromo, la ancha y soleada ventana, los murospintados al temple, el canapé forrado de raso, la mesita de cedro con su lámparaanaranjada. Randolph había sido desde su infancia un hombre común y corriente hastaque un día... ¡Pero, no! De momento tal vez le fuera imposible cruzar como él a travésde los muros, porque como el mismo Randolph asentaba en sus Memorias "hay ciertoperíodo en la evolución del fantasma en que éste aún no se encuentra maduro".

 —Te lo demostraré. No te pasará nada.

Sucedió una repugnante pausa. El de los negocios se aproximó a la ventana calculandosu altura y Ofelia emitió un nuevo grito, apresurándose de antemano a retenerlo.

 —Pero, Toribio, amor mío. ¿Estás loco?

El dio unos pasos todavía, en la actitud del sabueso: lo examinaba todo, seleccionaba.Reparó en ella: oh, qué necio infanticidio. Otra cosa más grácil; algo más inofensivo.

 —Verás, verás... ¿qué podrás tener por ahí que me sirva?

¿Y si se resolviera —por qué no— a intentar de una buena vez l del muro? Constituiríapara él mismo un grato testimonio. Tan luego saliera triunfante de la difícil prueba, ya nole quedaría la menor duda de que efectivamente era un fantasma maduro, apto parapasear en lancha sobre un lago sin lanchas o para entretenerse por las noches enbesuquear a las señoras o para obtener que las instituciones bancarias le otorgasen

misteriosos créditos. En cuanto se persuadiera de que en efecto ya no era un fantasmaverde, su existencia sería libre, deliciosa y despreocupada.

 —Bueno, creo que ya di con ello. ¡Mira!

El de los negocios se mantuvo quieto, rígido y trágico como un sonámbulo en mitad dela encantadora estancia, de cara a aquel impresionante muro a través del cual pasaríasu cuerpo como un cuchillo de doble filo. En tanto, Ofelia, cohibida, aterrada, atisbabaencogiéndose en una esquina. A lo lejos tronó el silbato de una fábrica. Por la bahíacruzó blanco, blanquísimo, un transatlántico. En el cielo revoloteaban unas pelícanos y

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se agitaron en los mástiles infinidad de banderitas rosadas. Una, dos; una, dos: hacia elmuro.

 —¿Listo?

Su querida apartó la vista.

 —¡Listo! —replicó él mismo—. Mucho ojo.

Y avanzó un poco más. Se oyó la voz de ella:

 —¡Toribio, alma mía!

Otro paso aún. Un nuevo grito.

 —¡Toribio, no, no! Toribio... ¡no hagas eso!

El silbato, los pelícanos y un estrépito. Sí, qué estruendo.

 —Virgen Santísima, ¿te has hecho daño?

A duras penas el de los negocios alcanzó a apoyarse sobre un codo. Estaba lívido,babeante y rabioso, en tanto Ofelia iba en su ayuda y le cubría de besos el cuello. Lecubría de besos el cuello, los hombros, los párpados. Era un furor el suyo tambiénfrenético y reía e hipaba, apretándose contra su cuerpo. Jamás aviador alguno enninguna guerra sospechó acogida semejante.

  —Canarito, canarito, ¡cuánto me alegro! Me alegro tanto de verte bueno. ¿Lo ves,canarito mío, cómo no eres ningún fantasma? Canarito, bésame porque te quiero. ¡Sí,sí, bésame porque te adoro!

Le limpiaba la frente, pintada al temple, y le sacudía los pantalones azul marino,mancillados por el oprobio y la vergüenza de un hombre que no era fantasma. Ofelia

reía y lo empujaba hacia el sofá, acomodándole los almohadones, desabrochándole laamericana, dejándole sentir el calor de su risa y la tontería de su voluptuosidadenardecida por la hecatombe. Se repetía algo para sus adentros, inclasificable yabstracto. Que qué inteligente. O que qué ingenioso. O que qué hombre tan fornido.

Y Toribio callaba, mordiéndose los labios y mirando con despecho hacia el muro. En elCírculo lo habían humillado y hoy lo humillaba Randolp. Randolph, desde su barcainfinita, se reía de él a carcajadas. Y se reían una porción de comerciantes en mangasde camisa, olvidados de sus naipes. Y Ofelia le proponía al oído no sé qué deleitessuperfluos para un fantasma. Y él, que no era fantasma como estaba demostrado,apetecía vivamente esos deleites. La apartó con desazón, inerme.

 —Déjame, te lo suplico. Necesito reflexionar un buen rato.

Sentía una leve jaqueca, como consecuencia del violento golpe.

 —Sí, por hoy ya basta.

Un rayo de luz en su conciencia le permitió percatarse al instante de que era unadúltero, un ser concupiscente y sucio, un ser ingrato. Recordó a su mujer, tanregordeta y confiada, sacando lustre a su escritorio de caoba con aquella bayeta grisperla que olía a vinagre y cebolla. Pensó en el señor notario y su esposa, siempre tan

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bien avenidos. Y en aquella criatura inconsistente y frívola que en otros tiemposdespachaba hipofosfitos. Y recordó, al pasar, que en la oficina había dejado pendientesde firmar algunas cartas.

 —Te he dicho que te sosiegues. Preferiría de momento tomarme una aspirina —Y le

apartó la mano. —Canarito tonto... ¡si lo que eres es un canarito!

Y de improviso, él que se incorpora y grita:

 —Muy bien dicho: ¡Canarito! ¿Conque canarito, eh? Porque, después de todo, eso es loque soy: un canarito. ¡Un ridículo canarito!

Y que contra todo lo establecido en cuestión de hombres de empresa, se arroja sin másni más contra los almohadones y rompe en espantosos sollozos.

Aquella noche cenaba en su casa el señor notario, su señora esposa y el tinterillo. Ybebían café a pequeños sorbos, según era costumbre en ellos. Mas Jesucristo y los

Santos quisieran que en ningún momento se aludiera a los fantasmas. ¡Qué ignominia,su esposa! ¡Qué desfachatez, él mismo! ¡Aborrecía a Ofelia, detestaba su propia lujuriay abominaba de aquel novelista idiota que inventara tan impertinente fábula. A losnovelistas y a los pordioseros, como a los orates, debería confinárseles en edificiosespeciales, apartados del género humano. Y qué irreparable daño hacían esta especiede seres. En realidad, un hombre de empresa que se estimara en algo deberíaabstenerse de determinados contactos. Sí, todo marchaba bien en tanto a aquelladichosa gente no se le ocurriera mencionar ni de pasada a los fantasmas.

 —¿Conque qué dicen de nuevo los fantasmas? —le espetó de buenas a primeras laseñora esposa del notario, examinándolo de un modo extravagante como si él fuera elprefecto de un internado de duendes y ella la escrupulosa y tierna madre de uno de losescolares.

  —¿Eh?... Ah, vaya, ¿los fantasmas? ¡Nada! —replicó atolondradamente,contemplándose a continuación los zapatos.

 —Pero, bueno, ¿cuando menos le gustó el librito ?

 —Claro, ¡el librito es espléndido! —aceptó, recobrándose— y le ruego que tan prontosepa de otro por el estilo me avise inmediatamente.

 —Por supuesto que s!. ¡Cuánto me alegro!

La reunión distó mucho de ser animada, pues con frecuencia veíase bostezar a los

comensales y conducirse de un modo ambiguo, como si no se conocieran. Comieronbien, eso sí. a excepción del de los negocios, y ya terminados los postres el señornotario se puso en pie diciendo:

 —Propongo que juguemos un rato a los naipes.

  —¡Bah, tú no piensas sino en los naipes! — le atajó agresivamente su esposa—.Hagamos mejor algo más interesante.

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 —En la vida no hay mucho de interesante, querida, si exceptuamos los naipes. Pero, enfin, tú di qué se te ocurre que hagamos.

El notario no era un hombre simpático: todos lo decían. Don Toribio le ofreció unhabano.

 —Gracias —dijo—, creo que me entraría más sueño.

 —Señores: hagamos de una vez algo que valga la pena.

¿Y a usted, tinterillo, qué se le ocurre?

El aludido se encogió de hombros.

 —Como no juguemos al escondite —-repuso.

 —¡Por cierto que no es una mala idea! —proclamó la del notario—. En un libro que leírecientemente varios pintores y ministros, con sus respectivas esposas, jugaban alescondite una noche y se divertían de lo lindo. ¿Tú qué opinas, querida, jugamos?

Aquella otra dama, tan retraída, ni aceptó ni se rehusó; movió por mover la cabeza yconsintió sin alegría. El de los negocios propuso que se echaran un traguito. Enrealidad, confesaba, hallábase muy deprimido. Últimamente no se había sentido biendel todo y le ardía con frecuencia el estómago. Esa misma tarde en la oficina habíasufrido un vértigo.

  —Vamos, Toribio, hagamos algo que cuando menos nos haga sentirnos jóvenes—insistía la del hojaldre—. ¿Tampoco a usted se le ocurre nada ?

Admitieron todos que no, que no se les ocurría nada digno de mencionarse.

  —¡Un juego, un juego!... Los juegos son siempre tan divertidos. Juguemos, porejemplo... ¿o es que les da a ustedes vergüenza?

 —Por lo que toca a mí, ninguna —observó el tinterillo con sorna.

  —¿Lo ve usted, Toribio? ¿Ves tú, querida? Qué deplorable es hacerse viejo. ¡Ea, juguemos sin más preámbulos al escondite!

Se puso en pie de un salto, tirándose del corsé que le desollaba los flancos. —Veránustedes... La vida humana ofrece tal número de aspectos que resulta engorrosoreferirlos. Se organizó, pues, el juego a regañadientes de las personas decrépitas.Aquello podía ser divertido, incoherente, fastidioso, risible o dramático; podía serespeluznante, incluso, si quien lo juzgara fuese un jorobado. La libertad es algo tandelicioso como una flor blanca y perfumada, y el hombre hace muy mal en olvidarlo. Elhombre supone que jugar al mus o a los dados es algo perfectamente natural yadmisible y, en cambio, ve con muy malos ojos al caballero de frac que se dispone asaltar a la cuerda. Y he aquí que aquella noche, por contraste, el señor notario parecíamucho más joven; el tinterillo, más importante; el de los negocios, más fantasma que decostumbre; su señora esposa se mostraba sonrosada y ágil; y la del hojaldre lucía unparticular estremecimiento en los labios, como si se dispusiera a llevar a cabo algunaescandalosa aventura. Echaron a suertes.

 —Tú buscas.

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Buscaba la del hojaldre, quien se dispuso a contar en voz alta en un rincón de la sala.

Todo el monte era orégano o, lo que es lo mismo, que sería válido esconderse encualquier rincón de la casa, exceptuando los jardines. Los lugares elegidos no hacen alcaso. Sin embargo, podríamos atisbar si quisiéramos al señor notario acurrucado en la

alacena de la despensa, respirando ahogadamente con una repentina punzada en unhombro. Y acechar al de los negocios introduciéndose en un espacioso arcón, como ungenuino fantasma. Y a la del hojaldre trepando como un ciempiés a lo más empinado yagreste de una pila de cachivaches. Qué divertido, sí; y qué sencillo. Gradualmenteunos y otros sentíanse encantados, afirmando durante los intervalos que la veladaresultaría inolvidable. Como si un soplo de juventud bienhechora hubiese irrumpido enla casa, damas y caballeros subían, bajaban, retrocedían, dejaban escapar de cuandoen cuando un gritito, se deslizaban bajo las camas, contenían ansiosamente la risa o seintroducían en los armarios, pugnando en su desatado entusiasmo por trepar a lascortinas. Y el que buscaba, con el corazón anhelante, subía también y bajaba y sehacía cruces del ingenio de sus amigos, que no aparecían por ningún lado.

 —Tú buscas ahora. ¡Me alegro!

 —¡Mentira, te toca a ti! A ti fué al que encontraron.

 —Que lo diga él cómo no fué a mí. ¡A mi nadie me hace trampas!

 —Está bien, yo busco; pero dense prisa.

Desde lo profundo del arca el de los negocios jadeaba, con una indecible amargura enel pecho. Ofelia, Randolph, aquel muro pintado al temple, su amigo ya difunto, él mismo

  —el más desventurado de los mortales— representábansele como un puñado deengendros aborrecibles, enteramente distintos a aquellos otros seres tan infantiles yclaros que eran su mujer y sus amigos. Rompería con Ofelia el próximo jueves;

terminaría con Randolp; se entregaría a sus ocupaciones, fantasmas, amor, créditos.Qué horrendo caos el que Dios había creado.

Oyó pasos que se acercaban. Y en lo que llaman el subconsciente: "A que no meencuentran".

Lo encontraron; y buscó él. Era una pieza de cuerda, un ser horripilante sin convicciónni alegría que se movía inspeccionando los muebles, asomándose a los rincones,tambaleándose por entre las sombras, sonriendo sin ganas, estúpidamente. Y aquellosmórbidos muslos de Ofelia. O no rompería. Rompería mejor con la vida, con lasnormas: como los anarquistas. Si alguna vez por un casual cruzaba un muro,encantado. Y si no lo cruzaba, encantado también. Cuando apeteciera que Ofelia le

sorbiese los labios, subiría hasta el sexto piso de su casa. Y cuando no lo apeteciera,se encaminaría al Círculo. Si en el Círculo le guardaban rencor, peor para ellos. Y sí eldifunto no se resolvía a disculparlo, a él le tendría sin cuidado. En la oficina actuaría sinmiramientos. Y blasfemaría como los carreteros. Se transformaría, no en un estúpido eimpersonal fantasma, sino en lo que él, como hombre de empresa, aborreció siempre:en un revolucionario.

Una voz mimosa, imprevista, conocida y estridente lo provocó desde lejos:

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 —¡Kikirikí!

Qué idiota. Y más cerca, desde unas inexplorables tinieblas, le llegó un susurro, unmurmullo selvático, como si caminando a lo largo de un profundísimo bosque acabarade aproximarse a un arroyuelo. Era un susurro manso, lento, de hojas, de alas, de telas

estampadas en lindos colores; y también de páginas, como de páginas de un libro; y devoces, voces no escuchadas nunca en ningún bosque, voces primaverales y lánguidas,mitad voces mitad lamentos, suspiros increíblemente prolongados, no de dolor, de dolorno, sino de un bienestar inefable como si suspirasen los serafines en los calendarios ode pronto se hubiese levantado un impalpable céfiro que arrullase ceremoniosamentelos árboles. Atendió. Y de lejos, desde un bochorno de plumas:

 —¡Kikirikí!

Se encaminó con inquietud hacia el muro, cruzando a todo lo ancho la estancia. Lesudaba incomprensiblemente la frente. Tenía palpitaciones, náuseas. No sabía por qué,pero pensaba en Randolph de nuevo. Tan incoherentes los novelistas. Tan fatuos. El

murmullo proseguía blando y cercano, así, líquido, y, por asociación de ideas, le parecióque una lentísima ola le embadurnaba de sal el ombligo.

 —¡Kikirikí! ¡Kikirikí, Toribio!

Al diablo con la otra voz lejana.

Porque si él fuera a fin de cuentas un fantasma, un fantasma verde como unaalcachofa... ¡Qué simpleza! Equivocaba el camino. Fue dulcemente, sigilosamente,acercándose al murmullo —o al arroyo, daba lo mismo—. Tropezó con un biombo,titubeó unos segundos. Al fin se detuvo, observando con ojos atentos a través de lastinieblas, que no le decían nada. Naturalmente que el murmullo existía —ninguna ilusiónauditiva. Escuchó. Una voz primero: insinuante, vaga. Otra más humana, casi ríspida.

Era el diálogo, tan ponderado en el teatro. —Aquí, no. ¡No seas loco!

Silencio.

 —Que aquí, no. ¡Ten más respeto a mi casa! Allá, sí; todo lo que quieras.

Nuevo silencio. El arroyo se detenía, daba vueltas alrededor de un tronco, formaba al finun delicioso remanso.

 —Que no te lo permito, vaya. El viernes, sí. O mañana mismo, si es que tienes tantaprisa.

La voz ríspida enunciaba un nombre de mujer insistentemente y sin descanso, tratandode aparecer trágica y urgente, como sucede también en el teatro con los autorespasados de moda.

 —-Basta, no sigas. El debe andar buscando.

Otro silencio. Y unas como risitas.

 —¿Pero me quieres, vida mía? —La voz ríspida allí estaba, en el fondo del armario—.¿Me quieres como cuando nos conocimos ?

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 —¡Tonto! Si te tengo aquí adentro, en mí corazoncito.

Todo era como en las praderas, en las praderas de los vaqueros donde al amanecercantan los gallos.

 —¡Kikirikí! ¡Kikirikí, Toribio!

Mas de vuelta al armario:

 —Vete o nos encontrarán; esto es una locura. Sí, mira, sal ahora mismo que no debehaber nadie.

Silencio.

 —O me haces caso o grito.

 —¡Déjame otro poco más, te lo pido!

 —Que no seas necio. Y mucho menos eso.

 —Estáte quieta. ¿Quien puede enterarse?

 —O me obedeces o... llamo a Toribio.

 —Ay, te quiero tanto.

 —Animal, ¿no ves que me lastimas?

Entonces el de los negocios dio un horrible manotazo y abrió de par en par el armario.Todavía conservaba en su ánimo una remotísima esperanza: los fantasmas.

 —¡Salgan de ahí, majaderos! —aulló, sin embargo.

Un pavoroso silencio. Y las tinieblas.

 —¡Que salgan, cochinos!

Dio unos pasos enormes —los más largos de su vida— y buscó en el muro la llave deluz. La luz fue hecha.

 —¡Insolentes! ¡Adúlteros! ¡Desdichados! ...

Avanzó, se detuvo de nuevo, advirtiendo que el último atisbo de piedad y amorcristianos escapaban de la tierra; admitiendo que la vida era inicua y sórdida, y eldestino de los hombres por demás misterioso.

 —¡Kikirikí!...

 —Abajo, he dicho. ¿Y a ti no te da vergüenza ? ¡Astrosa!

El tinterillo descendió con elegancia, como de una calesa. —Permítame usted que le explique. Personalmente yo, don Toribio...

Y la que sacaba lustre al escritorio de caoba:

 —Por amor de Dios, Toribio; serénate. No es de ningún modo lo que te imaginas.

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Allí estaban los adúlteros pretendiendo convencer al adúltero de que simple y  jovialmente jugaban al escondite; tratando quizás de persuadirlo de que un soplo de juventud y alegría, etc.

 —¡Don Toribio! —escuchó tras él otra voz sentenciosa y grave. Se volvió: era el notario.

  —Déjeme usted —prorrumpió el ofendido ahogadamente, avanzando sin objeto unospasos.

 —Don Toribio, si se lo decía. A mí este juego no me llamó nunca la atención, palabra.

 —-¿Qué es lo que usted me decía, majadero ? ¿O lo sabía usted, acaso? ¿Sabía queera yo un cornudo? Los notarios siempre lo saben todo. ¡Idiotas! ¿Y su señora esposa...también lo sabía? Mire, déjese por favor de pamplinas o cometeré ahora mismo unalocura.

Hubo un respiro y apareció en lo alto la luna sobre el costado izquierdo de la VíaLáctea. Otro nuevo susurro, pero auténtico: de ramas que sacude el viento o de alguien

que se aproxima blandamente sobre una alfombra. Los tres adúlteros tiritaban,sentíanse gravemente turbados y permanecían inmóviles junto al armario comoesperando la sentencia de lo alto. Y el señor notario también aguardaba, con objetoprobablemente de elevar la sentencia a escritura pública. El tiempo que transcurría. Yde improviso, el notario con voz oficial y de consecuencias:

 —Don Toribio... señora: nos permitirán retirarnos.

Y a gritos, durante una buena media hora, por toda la casa en penumbra:

 —¡Isabel! ¡Isabel! ¡Isabeeel, ya basta!

Pero Isabel no aparecía.

 —¡Isabeeel! ¡Isabeeel... sal, que ya terminó el juego!No apareció nunca: ni en los arcones, ni en el desván, ni en la despensa, ni en losarmarios, ni en el cubo de la basura. El último punto de referencia fue aquel grititomatutino y rabioso que anunciaba al parecer algo horrible:

 —¡Kikirikí! ¡Kikirikí, Toribio!

Y después, nada.

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EL MAR, LA LUNA

Y LOS BANQUEROSTREINTA y seis mil toneladas .Dos

chimeneas. Invernadero, guiñol, pista detennis y cabinas con teléfono. Doscientos

cuarenta metros de eslora.

 —Mañana a primera hora llegaremos a Hamburgo.

Hacía un tiempo ideal, lucidísimo, podría afirmarseque hasta ostentoso, después de aquella tardefétida y borrascosa en que el comedor se vio

desierto. Fue el orgullo de Mr. Beecher. Parecíarejuvenecido.

  —Por lo que toca a mí, el mareo me sientaperfectamente—dijo—y puedo asegurarle a usted queme embarco exclusivamente con este objeto. Porejemplo, ahora mismo—y aquí un terrífico tumbo— mesiento encantado de la vida y con un apetito como norecuerdo otro desde la última Pascua Florida. Conque aver, sírvase informarme, ¿qué tiene por ahí apetitoso?

El maitre era como un escuálido ciprés en un olvidado

cementerio. —Muy bien, ¡langosta! Pecho de res: aceptado. Riñones ala parrilla. ¿Empanadas de salmón? No sé qué decirle.Aunque preferiría tal vez un rosbif, por si acaso.

Una doble hilera de meseros abúlicos, desocupados,observaba de lejos.

 —¿Chablís? ¿Tokay? Tengo un Cháteau...

 —Pommard, se lo ruego.

Concluido el almuerzo, Mr. Beecher pidió un café bien

cargado, un Luxardo de albérchigo y dos Romeo y Julieta. Acontinuación estiró las piernas, se contempló los botines, mirópor mirar a través de la claraboya y examinó al Capitáncuriosamente. El Capitán aparecía muy pálido, con doslustrosos surcos iguales en torno a las órbitas. Mr. Beechersospechó que aquel hombre rollizo se sentía humillado. Eingería coles, lo cual no era marítimo. Levantó el índice,

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requiriendo al mesero.

 —Otro café con crema. ¡Y unas pastitas!

Las olas batían ruidosa, insensatamente, produciendo una gran confusión en el ánimo.Tan pronto el buque se sumergía en un submarino embudo de espuma como,alargando el cuello, emergía hacia una luz desconcertante, amarilla, de taberna pobre.En la cocina se preparaban a toda prisa zumos de timón y toronja. Mr. Beecher los veíatransportar escaleras arriba, sosteniendo entre sus labios el mondadientes. Quéespecial sonrisa.

 —¿Y francamente supone usted que esto amainará pronto ?

El maitre se inclinó sobre la claraboya a tiempo que un imprevisto bandazo le hacíaguiñar ingenuamente los ojos.

 —Desde luego—suspiró. Tampoco su color era apetecible.

Mr. Beecher se incorporó, entreabriendo las piernas como un grumete, y sonrió durante

un buen rato. —¡Cuánto lo siento! —dijo.

Durante la mayor parte de la tarde Mr. Beecher se entretuvo en pasear por lascubiertas, observando sin interés a los pasajeros enfermos, acurrucados, de los cualeslo único positivamente interesante y vivo eran sus náuseas. Setecientos ochentamareados. El bar era otro cementerio. Se aburría. Como quien no quiere la cosa,escuchó a alguien que barboteaba:

 —Oh, es un tipo extravagante.

Y a poco:

 —Yo diría que es un banquero.Mas durante la noche, alrededor de las once y media, fue amainando el temporal yasomó en lo alto la luna. Mr. Beecher experimentó con el silencio un terribledesasosiego, como si alguien en un acceso de crup hubiese cesado de gritar o tocar elsaxofón estúpidamente. Se dió cuenta de que le zumbaban los oídos. Hacia lamadrugada, el Celeste Aída  navegaba en un mar expresamente coloreado paraburócratas y enamoradas. A ambos lados de la inmensa nave entrechocaban infinidadde pececitos voladores y otra suerte de calamares parecidos a las mariposas. Tal cualnube oportuna, de contornos indefinidos, hablaba al hombre en tono ambiguo de laimportancia estéril de aquel espacio —desolador y hermoso. El comedor nuevamente

se pobló de agradables sonrisas, de mujeres embetunadas, de comerciantesdispépticos, de periodistas, excelencias y visionarios con el estómago vacío. De nuevacuenta era preciso embriagarse con las digestiones.

 —¿Y usted cómo la ha pasado?

 —Mal, muy mal; pésimamente. Le aseguro que mi familia me encontrará desconocido.Y usted, ¿qué tal?

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 —-Es el peor temporal que recuerdo. Aunque mañana estaremos todos en casita y lohabremos olvidado.

 —¿Radica usted en Hamburgo ?

 —Yo, en Copenhague. ¿Y usted?

 —Yo voy a Neuchatel, afortunadamente.

Los meseros iban y venían. Terminó el día. Al crepúsculo ¡oh, tardes de Bohemia! sonóla orquesta.

Sometimes l'm happy

Sometimes l'm blue

Lucy, en su vestido violeta, entornó los párpados con melancolía.

 —¡Oh, qué canción tan antigua!

Después, examinando al trasluz su brebaje, tarareó entre dientes, que eran húmedos eiguales:

My disposition

depends on you

A tantos nudos la hora. Y qué categórica sorpresa —su marido. Su marido allá, comoen otros años, en el muelle, tropezándose con todo el mundo, atisbando con los

prismáticos, secándose el sudor y las lágrimas, ceceando. Agitaría el brazo, sedesabrocharía el chaleco, le mostraría el pañuelo. Y en cuanto se le reuniera. Porquehay vejestorios que tienen vello en la rabadilla. Hombre insípido, gotoso, primario.Apostaría Lucy a que ese día llevaba también los calcetines de seda a rayas.

 —No nos veremos más, Lucy. ¡Qué ignominia!

Aquel joven protestante le apretaba con destreza las rodillas por debajo de la mesa.Con su camelia encantadora en la solapa y su digno aire distraído.

 —Porque la amo, la amaré siempre con un amor distinto a todo lo establecido. ¿Por quéha de ser necesariamente la última noche? ¿Por qué el hombre no dispone de algúnmedio para rebelarse y triunfar del tiempo? ¿O es que siempre, fatal e inevitablemente,

hemos de ser esclavos del tiempo?Era una mujer lánguida; todos lo decían. No hablaba: miraba únicamente. Y tan exótica.Ideal, bajo cualquier punto de vista, para un transatlántico de gran lujo o una ventiscaen los Alpes.

Hacia la medianoche, desplegó los labios.

 —Qué tedio, ¿se imagina?

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Todo en ella era importante, misterioso, envilecido. Como si hubiera dicho: "Nuevostransportes, nuevas violetas. ¡La vida escapa, amigo mío!".

En su borrasca de alcohol cruzó por entre las mesas dando traspiés un hombrerechoncho, con el cabello rojo y el cinturón suelto. Detrás de él, una mujer también

rechoncha, de ojos saltones y grises. —¡Jack, Jack, repórtate! ¡Jaaack!

Sería inadecuado que devolviera el estómago allí mismo.

 —Jack, amor mío, ¿qué te propones? Ven conmigo a cubierta.

El borracho vomitó el mar, lo cual es de cierta trascendencia.

 —¡Me muero, esta vez sí me muero, querida! Te lo prometo.

Ella sabía que mentía; lo había prometido otras veces por San Silvestre—anualmente.

 —Estoy acabando, mira.

 —Bajaré a buscarte las sales.

 —No quiero sales. Quiero que mires.

¿Qué le mostraba? ¿Acaso su enorme y cremosa boca abierta o aquello queresignadamente el mar se tragaba? Le apretó con una mano el cuello: en señal deafecto.

 —Otro poco, anda. Esfuérzate. Ya sabes que eso te mejoró siempre.

De pronto, Jack abrió inverosímilmente los ojos, extendió en cruz los brazos y buscó enla oscuridad vertiginosa a su mujer querida.

 —Nos hundimos, te lo dije... ¡Socorro!La mujer se apartó de él, dio unos pasos indiferentes y se tendió en una silla de tijera.Aquellos zapatos plateados, qué vergüenza. Lo primero que haría en Hamburgo, a lamañana siguiente, sería comprarse otros. Con tal y que por esta vez no saliera encinta.

Amaneció el día gris, áspero, como si del fondo del imperturbable océano se elevara unhumo inflamable y pesado. En lo alto, a través de la verdosa niebla, destacábase un solenfermizo, bilioso y desganado. Las aguas eran también pesadas, indolentes, viscosas.Ah, sí, el reloj: todos lo sabían —las ocho y veinte. Tan pulimentados y lindos losbaúles. Las cubiertas, solitarias —porque quién más quién menos había olvidadoempacar algo a última hora. A última hora la endiablada llave que se oxida. Y lamaquinilla de afeitar, que no se te olvide. No, no, esa muda no merece la pena: al mar.¡Buen viaje! Y que ojalá nos esperen ellos en el muelle. Imagínate, parece que fue ayer;el tiempo vuela. Pero que él cuidara en tanto de los niños. ¿Y vas a guardar por fin elimpermeable? Bien, aquí tiene usted mi tarjeta, caballero. Le telefonearé en cuanto meinstale. Listo, ya pueden cerrarlo todo. Listo, listo, listo.

El reverendo, apoyado en la borda, apretaba entre los dientes un alfilercito. Se soltó labufanda.

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  —De un momento a otro veremos tierra. El otro hombre miró hacía allá, sin interésespecial que digamos. Había cruzado el Atlántico demasiadas veces e indistintamente auna orilla u otra jamás nadie lo había esperado. Suspiraba entonces por Dakota: unmes o dos, y de regreso. Las nubes lo entretenían, tan ecuestres, cabalgando

indecorosamente sobre el horizonte. Cruzó una dama de sombrero. —Disculpe usted, ¿tiene hora?

Se apartó el alfiler de los labios y extrajo un reloj de los llamados de oro puro.

 —Las diez y cinco, señora.

La dama observó al reverendo, después al mar, otra vez al reverendo y chasqueó lalengua. A continuación, se alejó en silencio como sobre una pradera.

El Segundo de a bordo había anunciado:

 —No llegaremos sino hasta las cuatro. Ha habido un ligero desperfecto en las calderas.

El almuerzo fue aburrido, especialmente silencioso, como el mismo día de la partida.Que desde cuándo estarían ellos en el muelle, los pobrecitos. Que muy bien que unmetrónomo o el motor de un automóvil se descompongan. ¡Deberían limpiar bien lascalderas o lo que fuera! Sí, él por su parte había advertido ya una anormalidad en lamarcha: navegaban a media máquina. Por la espuma. Era una espuma sinentusiasmos, formando sobre la proa un abanico menos seductor y compacto que lavíspera, como si el mar se hubiera endurecido. Mas ella no tenía la culpa y nadie podíaecharle en cara que hubiera perdido el apetito. Tenía la pueril ilusión de merendar encasa. "Buenas tardes. ¿Cómo encontró América la señora?" —el portero. Y el aroma delos pastelillos dorados, calientes, con su respectivo pezón de cereza. El caso es queaquel Celeste Aída resultaba un carromato. Y aquella música insulsa; tan conocida. "¡Ytan meliflua!"—completó ella. ¡Tierra!—una vez. ¡Tierra—siempre el mismo desencanto.Con el mar uno nunca sabe. Y las chimeneas de Hamburgo altas, cordiales,despidiendo humo. Por fortuna no había niebla; porque de haber niebla a tales horas lasirena estaría tronando incesantemente. Demasiado excitante e incómodo. ¿Recuerdanustedes aquel film? El hecho es que la brújula o algún otro instrumento les estaba

 jugando una broma.

Fué monótona la tarde, cayó la noche y una agrupación desesperante de estrellitasrojas apareció en el firmamento. El pasaje en masa miraba atónito a la oscuridadimpenetrable. Todos a una banda, en el sentido de Hamburgo. De pronto, una jovencitalinfática, con un caimán de cristal en los cabellos, emitió un curioso gritito y rodódesmayada por entre las sillas. Fue el anuncio. Quien la acompañaba, otra mujer

diferente, se volvió con una mueca hacia el auditorio.  —¿Pero qué miran ustedes, estúpidos? ¡Lo que convendría que miraran es eso!—yseñaló el mar. Todos miraron—. ¿Por ventura, ven algo?

Un jovenzuelo contestó negativamente. —¡Pues entonces! ¿O todavía no se hanpercatado de que nos hemos perdido?

En seguida rompió a reír de un modo como hasta la fecha nadie se había reído en elCeleste Aída .

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Que bajaran ellas a las cabinas. Los hombres, como en las emboscadas y otrasconfusiones, investigarían. Después de todo, no era para alarmarse. Una demora...Perder la serenidad constituiría una atrocidad lamentable. Siempre es un recurso elsiglo: la radiotelegrafía. Sin embargo, resultaba deprimente y sospechoso aquel loco

empeño con que tocaba la orquesta.Un caballero con el bastón en la mano se aproximó sin decisión al violín primero:

 —"Los Patinadores", ¿serían tan amables? Tengo a mi señora enferma.

Los rumores más disparatados comenzaron a rodar de puerta en puerta, semejantes alindos globos de colores que Barrabás en persona lanzase clandestinamente desde losretretes. Rostros pálidos, sarmentosos, añejos, como en un monasterio. Strauss, ¡oh,música del demonio! Transcurrían las horas.

 —Lo que ocurre es que estalló la guerra. El Capitán ya recibió órdenes.

 —Está usted en un error, permítame. Sucede que navegamos sin timón. ¡Baje, si gusta,

a popa y observe operando a los buzos! —Telegrafiaré al Comisario de Hamburgo; es mi tío. No creo que haya dificultades.

  —En la cabina de al lado hay un cardíaco y convendrá no sacudir de ese modo lastoallas.

 —Pues en la mía hay una dama histérica.

 —¡Encallaremos! Tengo ese presentimiento.

 —-¡Auxilioooo!

No obstante, pasada ya la medianoche, la mayor parte de los pasajeros consintieron enbajar a sus cabinas tras la aseveración confortadora del Capitán, un hombre de un

metro sesenta, gran jugador de poker:  —Les recomiendo calma, señores, mucha calma. El mar siempre fue así y no tieneremedio. Aunque bajo mi exclusiva responsabilidad expongo: que mañana a tal y talhora, cuando aún no despunte el alba, nos encontraremos sanos y salvos en losmuelles de Hamburgo.

Y a la mañana siguiente, pasada ya el alba, el mar quieto, inmune, aborrecible.Comenzaron los casos. Por lo pronto, ningún caballero se afeitó ese día. Protestas envoz baja, suspiros, gratos recuerdos de familia. Notábase a simple vista que durante laúltima noche nadie se había desvestido. Mirando al mar, desatábase en el ánimo unainterrogación angustiosa: ¿Y Hamburgo? ¿Dónde está Hamburgo? Parecía un sueño o,

mejor quizá, el relato de un sueño. Presagios de insurrección en el camarote delborracho.

 —¿Se están burlando?

 —¡Exigiremos una explicación! Recogeré firmas.

 —¡La policía! ¡Haga usted el favor de avisar ahora mismo a la policía! Esto es lo que leshace falta.

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 —SÍ mi mujer da hoy a luz, pongo por caso ¿quién se hace responsable?

 —¡Abajo el Capitán!

 —¡Al abordaje!

Las mujeres ofrecían un aspecto por demás voluptuoso. —Nos violarán a todas, probablemente—pensaban.

Al segundo día, se tomaron providencias culinarias: suprimidos los riñones. Solamenteunos arenques ahumados y cierto insípido arroz a la cubana con galletas.

 —Pedimos, al menos, que se calle la orquesta. Esto no satisface a nadie.

Las conversaciones se tornaron graves, significativas.

 —¿Eh?

 —No, sí. Como usted quiera.

El bar se llenó de borrachos, lo cual constituía un espectáculo impertinente a semejanzade una soleada y risueña casita atiborrada de avispas.

 —Si se hundió Europa, me alegro. Así volveré antes a Dakota.

 —¡Que beban también las mujeres! Nos entretendremos.

 —Doy por bien empleado el pagaré con tal de no volver a pisar Viena.

 —¡Y yo! ¡También yo la conocí personalmente!

 —¿A quién conoció usted, permítame?

 —¡A Sara! ¡A Sara Bernhardt, lo sostengo!

  —Sospecho que es usted un mentecato. Quien la conoció fui yo en Deauville unanoche.

 —¡Y yo, y yo también, repito! ¿Con qué derecho? Llevaba unos calcetines guinda.

 —¡Que beban, pues, las mujeres! ¡Que beban! ¡Viva!

Los meseros subían y bajaban transportando garrafas de ron, botellas de kirsch, jerez yginebra. El champagne lo servían con cucharones. Lindos cocktails azul marino, verdes,anaranjados. Y ponches ardientes que se trepaban a la cabeza como una espumaenvenenada y misteriosa.

 —-Vea usted a ese tipo. ¡Bravo! Eso es lo que procede.

Mr. Beecherf contra la borda, arrojaba al mar billetes de a cinco libras. Los billetesvolaban, ascendían y descendían, ascendían de nuevo y emprendían al cabo unpeculiarísimo vuelo parecido al de las grullas.

 —Todo el numerario al agua. ¡Al agua con los yugos!

Era un hermoso grito de libertad en el océano solitario. Las monedas de plata y cobresaltaban unos segundos sobre el oleaje y se perdían. Hamburgo, los familiares y una

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apetitosa bandeja de pastelillos con cereza. Apostaría Lucy a que su estupefactomarido llevaba puestos aún los calcetines a rayas.

 —¿De quién es esa carita, amor mío?

No siempre el Tiempo triunfa.

Cierta noche bajó el Capitán al salón de lectura y reunió en torno suyo a los pasajeros.Fue un acto solemne, impresionante y definitivo que concluyó en gritos de histeria ycarcajadas. Dijo:

 —Señores: lo lamento en el alma, pero Hamburgo se ha perdido.

Sollozó una voz:

 —¿Hamburgo ha dicho ? ¿Y mi familia?

Le gritaron traidor, canalla, insignificante. A continuación, se organizó una fiesta —ciertaespecie de suicidio tácito.

 —¡Que traigan las serpentinas! —Yo a usted la conozco, señora; lo cual no impide que por esta vez nos acostemos juntos.

 —Me acostaré con mi marido, sí usted me lo permite.

 —¡Eh, los globos!

 —Tenga usted cuidado con ese juguetito. Es de los que estallan.

 —¡Ja, ja! ¡Ja, ja! ¡Jaaaa!

No había antecedentes en la historia política de los hombres de una insurrección

semejante. Tan heroica. —Y tan auténtica —gritó alguien.

Una locura colectiva, espiritual y sutilísima, llena de sentido, se apoderó de aquellosseres. Algo semejante en cierto modo a un jardín encantado con tritones, fuentesiluminadas, extrañas flores y especialísimos vapores, que se meciera seráficamentesobre las aguas. Un jardín, digamos, de reformadores sociales cuya ansiada hora habíasonado.

 —¡A palacio! ¡Muera el tirano!

¿Qué significaba el Tiempo? El tiempo, por única vez en lo que iba de historia, seríadestronado. Se reían de los meses, de los años bisiestos, de cualquier cómputo.

 —Al agua con los relojes. ¡A ellos!

Ayer, hoy, mañana, un calabrote —daban lo mismo. No era, como podría suponerse, undesesperado tributo a la muerte, sino un homenaje sencillo y cálido a la vida. No undesencanto o una función derrotista, sino la fisiológica vida que ululaba a través deaquellas cornetas. Alguna vez se habló de la Ética, del verdadero sentido del hombre.

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  —¡Pues que vivan los bosquimanos y muera la Reina! ;Que mueran la Reina y suTerranova!

 —Pellizcos, no; se lo suplico.

 —Pues a mí me encantan los pellizcos y lo pellizcaré a usted, caballero, cuantas vecesquiera.

 —-Lo felicito, amigo. Su mujer es algo de lo más complaciente que he conocido. ¡Nadielo hubiera dicho!

 —Vaya, me alegro. Yo también lo felicito.

Rodar, extraviarse—era sencillo. Inmediatamente después lo pisoteaban a uno.

 —¿Y los niños, Jorge, y los niños ?

 —Bien, ya muy crecidos.

 —Pero, Lucy, ¿es posible lo que estoy viendo?

 —-¡Más globos! ¡Que traigan más globos!

 —Lucy, ¿me oye usted o no? ¿Qué significa esto?

  —¡He dicho que los globos! Garcon, le estoy hablando. ¡A esta señora se le hanterminado ya los globos!

 —-Bueno, no estamos en un corral, me imagino.

 —Caballeros... ¡Damas y caballeros!

 —Silencio. Quizás diga algo importante.

 —Cúbrase usted, Lucy, al menos. Se lo ruego.

 —¡Caballerooooooos!

Como en toda conmoción humana de consecuencias, subsistían los retrógrados, losoposicionistas, los que confiaban estúpidamente en llegar a Hamburgo. Tronó unabofetada: en lo que cabe, se hizo silencio. Un caballero canoso, de frac, con la narizenrojecida, se inclinó perplejo. Ante él se veía a una dama altiva, con el brazo en alto.

 —-Traiga usted acá eso.

El caballero se mantenía inmóvil, petrificado.

 —¡Traiga usted eso, lo exijo!

Imploró él con la mirada, con su mirada de perro. Tal vez el sofocón le parecieraexcesivo. Había sido en lo general hombre honesto y de buenas costumbres.

 —Que me devuelva lo que es mío. ¿Qué se propone?

Vaciló él, procurando extraer algo sumamente misterioso de debajo del chaleco.Desistió, por último.

 —¡Que me lo devuelva!

 —¡Que se lo devuelva!—sonó, remota, una voz timorata.

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 —Devuélvaselo usted—gruñó un vejete.

 —¡Que no se lo devuelva!—gritaron todos.

 —¡Que me lo devuelva!

 —¡Que no, que no, que no se lo devuelva! —¿Me lo devuelve de una vez o...? ¡Resuélvase!

 —¡¡No, no, no!! ¡Que no se lo devuelva nunca!

Qué deplorable y a la vez impetuosa algazara. Entonces el caballero se irguió, avanzóuno o dos pasos y contempló agriamente a la dama. La dama lo contempló a élrecíprocamente.

  —Perfectamente—dijo; y todos comprendieron que él sí era un banquero—, se lodevolveré a usted ahora mismo. ¡Señora: aquí tiene su repugnante prenda!

Acto seguido y, sin que nadie pudiera preverlo, se arrojó valientemente al mar.

Oh, aquella inusitada calma en los subsecuentes días. Sobrecogía el ánimo. Una tardese anunció públicamente:

 —Es la última copa.

Lentas y miserables sombras recorrieron las cubiertas. Hombres barbudos,despeinados, feos. Sombras inhumanas, taciturnas, especies de delincuentes enreceso. Miraban, sonreían, pasaban: especialmente en los amaneceres. Y la sirena delbuque, en virtud de la niebla. Los niños habían enflaquecido, se aburrían. Llorabaninacabablemente, pesarosamente, con hipo trémulo, sujetos a las faldas de susadúlteras madres. La palabra mamá en tan impresionantes espacios sonaba asarcasmo. Ellas enrojecían, se contemplaban sus pecadores dedos, atisbaban a sus

mandos por si habían escuchado aquello. El mar sucesivamente era más innoble yopresivo, como si todos los ríos de la tierra hubiesen trocado el agua por aceite dericino. Qué silencio. Unas pisadas, otras; estornudaban. Escasamente alguienconservaba ánimos para jugar los párpados. Y qué juego tan desatinado, sin ritmo. Nose bañaba un alma; no se peinaban, no se cortaban las uñas. Las mujeres exhibíanunas canillas hirsutas, velludas, en absoluto abandono. Y de súbito, un sobresalto:Hamburgo. Resultaba una esperanza: Hamburgo o Trieste. O el cabo Matapán. Con elmar nunca sabe uno.

  —¿Preferiría té la señora? O si la señora lo apetece nos queda un poco de aguaazucarada.

La señora parpadeaba, sonreía, dejaba caer como dos lombrices sus brazos. Y susonrisa era enigmática e insulsa, de convaleciente.

 —¿Es el limón para la señora ?

Servían limones, bananas, mandarinas, agua con hielo. Y al mediodía, un huevo frito.Por las noches, dos ristras de nabos.

 —¿Ve usted al Sobrecargo? Pues tenía seis hijos en Colonia.

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 —Un paso más y perderá el uniforme. ¡Jesús, qué hombre tan flaco!

 —Más flaco está usted, caramba. ¿O desea verse en un espejo?

Otras sombras diferentes, desperdigadas, vagaban de noche. Nadie se ocupaba. Ibantambién, venían, regresaban, se detenían empinándose peligrosamente contra la borda.

 —Perdone, ¿sería tan bondadoso de proporcionarme una gillette, aunque fuera usada?

La sombra lo devoró con sus cuencas.

 —Idiota —y siguió su rumbo.

En ocasiones, sonaban unas melancólicas voces —los de tercera. Tratábase de unpuñado de setas, con pensativas pupilas de rana, que interpelaban desde suscuchitriles a la eternidad del firmamento. Como de costumbre, esperaban ser redimidospor los de primera. Cantaban y se ofrecían por unos marcos a mostrar sus fastidiosas eimprovisadas aptitudes. Un pedazo de pan, de Gruyere. Les dijeron:

 —El dinero se fue a los abismos. —¿Y el pan con queso?

 —Se lo comieron todo.

El caballero del bastón se abrió paso por entre los atriles.

 —"Los Patinadores", ¿serían tan amables? Mi señora se ha puesto otra vez enferma.

Un mundo en ruinas, boquiabierto, como una revolución de tantas. Mr. Beecher detuvoa un oficial alto, de hombros caídos.

 —Comandante, es preciso de una buena vez hacer algo o sucumbiremos todos.

Daba a sospechar el marino con sus pupilas estrábicamente quietas. —¿Se han comunicado? Por lo menos, infórmenos, ¿hacia qué rumbo navegamos ?

El oficial prosiguió inmóvil, exactamente como sus pupilas. Se bamboleó un poco,aspiró algo en su pañuelo y apretó los labios. Qué mirada.

 —Le estoy hablando, Comandante. ¡Tengo derecho!

Silencio. Mr. Beecher lo sacudió por un hombro, consiguiendo que se desplomara.

 —¡Oh, oh, yo no pretendía!... ¿Se lastimó usted, mi Comandante ?

Estaba muerto.

Nuevas sombras y alguien que se chapuzaba a deshora en las aguas negras,famélicas. La luna parecía cada noche más baja y el viento más inquietante.

 —Sí, sí, el Comandante también. Sobre cubierta.

 —¿El Comandante dijo usted ? ¿Y quién era ése ?

 —Mr. Beecher lo asesinó esta tarde.

 —¿Asesinaron a Mr. Beecher?

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 —Asesinó él, lo que es distinto.

 —Mr. Beecher asesinó a su esposa. ¡Me lo temía!

Era un lenguaje deslavado y tedioso, poco menos que ininteligible, compuestoaparentemente por vocales. Un verbo exótico y empalagoso como si hablaran desde unembudo cien o doscientas bocas desdentadas.

  —¡Amón! ¡Amón! ¡Una lona de amón!—por Cristo; las jotas ya no las pronunciabanadie.

Muertos por inanición: ciento cincuenta. Veinte suicidios. Extraviados: media docena.Comatosos: noventa. Y aquella desconocida de Verona que se lanzó por la borda:“M'hai chíamato?"—y depositó en el vacío su valija. A continuación, se depositó ellamisma. Mr. Beecher apartó la vista con repugnancia. Cierta tarde de abril —recordaba— había visitado Siena.

 —¿Y del lunes a acá... como cuántos?

 —Alrededor de seiscientos. —¿De pesadumbre o famélicos?

 —De impaciencia, la mayor parte.

 —Cuénteme, eso me interesa.

El Celeste Aída en tanto navegaba.

 —Sí, por favor, cuénteme. Es esto tan aburrido.

Aparecían tendidos en los sofás, suspendidos en los mingitorios, degollados en lasvidrieras o simplemente risueños, incómodos, estúpidos, asomados a las claraboyas de

sus camarotes. Por lo general, pronunciaban Hamburgo y aventuraban la mueca. —Del quinteto sobrevive el saxofón únicamente.

Que si querían que les ejecutase algo. Un muchachote fuerte, con la barbilla partida.Había sido futbolista, leñador y relojero. Acababa de componer una canción sobreHamburgo, que el Capitán exigía se la hiciera sonar todas las noches. ¡Bum, bum, bum,Hamburgo! ¡Bum! ¡Bum! El Capitán le añadió el estribillo. ¡Bam, bam, Hamburgo!

 —Desearía confiarle un secreto: el Antiguo Continente, comprendiendo el mar de Azof,ha desaparecido.

Un moribundo que deletreaba a Tennyson alargó el cuello.

 —¿Eh ? —se desplomó a lo largo. —Y en cuanto a América, parece que no hay muchas probabilidades, que digamos.

 —Me lo esperaba; pero, ¿cómo explicarse eso?

 —De un modo bien sencillo: algo relativo en un principio a Orson Welles y a la fuerzacentrípeta.

El que interrogaba hizo un aspaviento.

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 —¿Me escucha usted? Porque de lo contrario no merecería la pena...

 —Claro que le escucho —otra mueca.

  —Pues que la fuerza centrípeta obra, según entiendo, de este modo: un buque—elvacío. Otro buque—otro vació. Dos buques —dos vacíos. En nuestro caso, dos vacíos yun buque. ¡Aquí estuvo el error!

 —¿Y de Orson Welles qué me cuenta?

 —Ah, éste es un tema muy escabroso. Recordará usted que...

 —Perdone, voy a morirme.

 —Como usted guste.

Así sucedían las cosas, sencilla, espontáneamente,

Pero una tarde Mr. Beecher se encontró solo. Desagradable, en efecto. Convendría,como medida marítima, cerciorarse en primer término de si el buque navegaba. A tantos

nudos la hora; correcto. En los salones, ni un alma. Las clases inferiores, clausuradas.El bar, a semejanza de un furgón viejo y cenagoso. Aunque quizá en las cabinas... Mr.Beecher llamó a una puerta, a otra; varias. El mar altivo,—inconmovible, pálido.Insistiría, no obstante. Podría darse muy bien el peregrino caso de que los pasajerosdurmieran. El fastidio, bien visto, resultaba ya de la peor especie.

 —¿Se puede?

Le pareció adivinar que roncaban. Empujó la puerta. Un manotazo imprevisto le obligó aretroceder súbitamente para sonreír al cabo, sin saber a qué atenerse.

 —-¿Se puede?

Procedería con la mayor cautela. —¿Se puede?

Un hombrecito añejo, necrológico, envuelto en una sábana parda, lo contempló desdesu litera. Tenía en la boca un termómetro y se limaba las uñas.

 —¡Disculpe!

Más adelante, en el recoveco de un pasillo, le salió al encuentro un mocosuelo chato, agatas, que se detuvo al verlo.

 —Chiquitín—le dijo—, ¿y tus papas cómo se llaman? Pero el que gateaba, sin replicar aMr. Beecher, se puso a dar saltos alocadamente y a hacerle señas con un dedo.

Mr. Beecher admitió reflexivamente que la travesía prometía, en efecto, resultar un pocoextraña. Investigó otro poco, lo preciso. Y aquel desconcertante individuo, en el inodoro,escribiendo febrilmente a máquina. Le intrigó, es claro, el saludo de una dama:

 —Que pase usted muy buenas noches, cristiano. ¿Ya se enteró de que Lázaro el deMaría ha resucitado?

En una apretada cabina, del tamaño de una ratonera, se apiñaba un grupo decanónigos.

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  —...Y en verdad en verdad os digo que esto es muy incómodo. ¡Si nuestros pobrespadres nos vieran!

Había un regular número de pasajeros en estado contemplativo o agónico; nadie sabía.Refunfuñaban, gemían o pedían agua por lo bajo, sin expresión que mereciese la pena.

 —Discúlpeme que le esculque. ¿Puede saberse adonde dejó el mapa?

Atendió a un sorprendente diálogo.

 —Por Dios, qué es lo que hace usted. ¡Si me está pisando los rábanos!

 —Piso donde Dios me lo permite. En todo caso, es mi patrimonio.

 —Pues regrésese a su granja o, cuando menos, invíteme en su carricoche.

 —Le invitaré, si tenemos tiempo. Y en cuanto al yen que me obsequió ayer en la tarde,excúseme que se lo devuelva. ¡Es falso!

 —No es falso, se lo aseguro. Es de muy buena cosecha.

 —¿Y si no lo fuera, como usted afirma, tendría acaso en el reverso esta corona?

Sucedió un angustioso silencio. Mr. Beecher mantuvo allí su quijada.

 —¡Ja, ja! ¡Ja, ja! Naturalmente que es falso. ¡Ja, ja! Y todo por las malditas empanadasque se chamuscaron.

Lo inaudito era que la mayor parte de los supervivientes se enclaustraran, que lomiraran hostilmente y en son de desafío. Era un bochorno insufrible como si Mr.Beecher, y de un garrafal manotazo, hubiese hecho trizas Hamburgo. Como si él, unhombre de buen apetito, fuera el culpable de todo.

Por debajo de una puerta entornada salía humo. De un rojo extinguidor de incendios

colgaban un corsé y unas medias grises, enjabonadas. —¡Al canapé! ¡Al canapé! —-escuchó por alguna parte.

A los que fallecían, si no eran de complexión robusta, los arrojaban al mar por lasclaraboyas. Tratábase de un ceremonial sencillo, conmovedor y humilde inspirado enlos motetes de Bach.

 —Empuje otro poco, caramba. ¡Cualquiera diría que de verdad hoy nadie ha comido!

Intervenían los deudos—si los había. Otros prestaban testimonio.

  —Y que lo abriguen bien, ante todo —gimoteaba de lejos la viuda—. A usted, Mr.Ringside, se lo digo. Que lo arropen, eso es, la bufanda.

Inopinadamente se abrió una puerta y apareció en el vano un hombre desdibujado,flaquísimo, con las piernas azules y frías.

 —Mr. Beecher, Mr. Beecher... —imploraba con cierto misterio.

Accedió él, aproximándosele. En el fondo era complaciente.

 —¿Puede, puede—y qué voz tan angustiada—, puede desde algún punto de vista, Mr.Beecher, aceptarse que esto sea Hamburgo?

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El interrogado miró: era un peine.

 —Lo dudo mucho—adujo.

 —¿Y que este lindo maletín de entretiempo, este maletín comprado en Sussex por diezchelines, sea caro?

 —El maletín—observó Mr. Beecher-—me parece de lo más económico.

El desconocido sonrió, se mantuvo pensativo y prorrumpió con énfasis:

 —Oh, muchas gracias, Mr. Beecher. ¡Consérvelo usted, se lo ruego!

Mr. Beecher sospechó que el maletín no le sería muy útil. Tenía tres, por si fuera poco;uno de piel de cabra.

 —Se lo agradezco infinito, pero...

 —Yo se lo obsequio, palabra. ¡Es usted un caballero de lo más simpático!

 —De ningún modo, me avergonzaría.

 —Tómelo usted, lléveselo. ¿Por qué se azara? En dado caso, podrá devolvérmelo encuanto lleguemos a Hamburgo.

Mr. Beecher aceptó el maletín e intentó unos pasos en dirección a su cabina.Deleznable mundo. En realidad, la broma resultaba ya pesada. Ocasionalmente, por lomenos, se ocuparían de él los periódicos. Y qué perseverancia la suya. Consomé, pavocon mermelada, ragú de ternera. Era un menú apetitoso. Y después del café pedíasiempre dos habanos. ¡Extra! ¡Extra! El Celeste Aída  perdido. Sorbiendo el café, avarias millas y con las pantuflas puestas, se solazaría la gente. Los niños mirarían a losbuques con estupor idiota. "Eh, tú, mira: pues así se hunden. En el crepúsculo". Aunqueél no había asesinado al Comandante. De antemano el comandante se hallaba bien

muerto. Y qué hacer con el maletín. Posiblemente Mr. Beecher fuera el único que habíadesempacado. Que era un excéntrico, no lo negaba. Que lo miraran de soslayo y lodetestaran, ya era otra cosa. Lástima de viaje. Pero subiría por lo pronto a charlar unrato con el relojero del saxofón, si existía.

 —¡Eh, oiga usted, cuidado! Pero ¿de qué se trata?

Un hombretón barbudo como un Judas, grandioso como un paquidermo, con los bícepstatuados, acababa de retenerlo.

 —Caballero, ¿está usted burlándose? Que me lastima...

El desconocido lo apresaba bestialmente como pretendiendo triturarlo. ¿Que lo

acompañara? ¿Y a dónde? No por cierto.  —"Es el delirio del hambre" —pensó Mr. Beecher. Y se desasió. Por primera vez encuarenta años sintió miedo.

 —¿Que lo acompañe? ¡Demonio! Hablaremos. Sepa usted que yo...

Tiraban de él, lo estrangulaban.

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  —Si emplea usted otros procedimientos —dijo—, es posible que le escuche. ¿Quédesea? Comprenda que no es esta la forma. ¡Yo también soy un pasajero!

Entonces, sin más ni más, el hombre de los brazos tatuados lo aprisionó como una boapor el cuello.

 —¡Salvaje! Si está usted loco, lo siento. ¡Suélteme, suélteme o...

New York, Hamburgo, Trieste. ¡Extra! ¡Extra! Todo a una vez y en un relámpago. Lo delCeleste Aída olvidado. Así es el hombre. Y otros nuevos buques surcarán los mares.Tralará. Tralará.

 —¡Asesino! ¡Asesino, suélteme! ¿Qué se imagina usted? Es que yo también puedo...

Escuchó inadvertida, muy distintamente la sirena. Fue un gruñido seco, ronco yalarmante que provenía del vientre mismo de aquellas aguas insoportables. Hubo unpitazo singularísimo y otro pitazo escalofriante. Trató de escapar del asesino, delhorrendo bulldog tatuado. Escapar, huir escaleras arriba. Si pidiera auxilio —admitía—

firmaría su sentencia. O dicho de otro modo: lo devorarían. Aunque tal vez le cupieranen el maletín las corbatas. Dio un traspié contra el hombre. Ah, y sepan ustedes, misqueridos amigos, que por ningún motivo les recomiendo los transatlánticos; sucedencosas curiosas. En Curazao, una vez... Sí, mister. Pero gritaría —qué remedio. Tantasfrivolidades como estaba pensando. Gritaría así, con la boca abierta. E infló el tórax.Después se arrojaría al mar, en todo caso. Y aquí están muy bien probadas lasdesventuras de no perder jamás un buque.

 —¡Auxilioooo! —pero con voz ahogada.

Percibió un nuevo pitazo. Y miró a lo lejos por entre el humo marrón y grasiento de lasclaraboyas. Torres, torres, centenares de cúpulas sombrías e inmóviles, comomanzanas asadas. Inmóviles, no; cedían, se aproximaban. De un momento a otro seestrellarían contra el casco de la nave.

 —¡Suélteme, por piedad! ¿De qué me acusan? Yo no asesiné al Comandante. ¡Puedoprobarlo!

Alargó el puño descargándolo con saña sobre un semblante canino, humedecido,espantoso. De la nariz chata comenzó a manar sangre; una sangre especial,delicadísima, que le arroyó a Mr. Beecher por el cuello y le chorreó de clarete la camisa.De qué horrible mal gusto es el tatuaje. Y le daría un rodillazo en la ingle. Un áncora ydos corazones. El hombre es un ser sin ningún sentido de la armonía. ¡Bim, bam! ¡Bim,bam! La sangre le manaba al paquidermo en espeso chorro.

 —¡Suélteme... eh, cuidado... vea usted! ¡¡Las torrees!!Oyó: Hamburgo, buenos días. Después varios grititos y risas. ¿Iban a golpearle? ¿Agolpearle a él y por qué causa? Conque aquello era un puño. Y aquello otro una damade luto. Baúles que pasaban. Y alguien frente a él de blanco, de blanco. Entonces se lenubló todo, aunque alcanzó a descubrir a un caballero rechoncho, probablementemasón, con un traje gris sport y un distintivo en la solapa. Eh, eh, usted, con permiso.Otros nuevos hombres de blanco. Y suficientes niños que trajinaban. Numerosaspersonas saludaban en el muelle. Oh, guárdense, por piedad, los pañuelos; el llanto me

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afecta. ¡Jeremías... aquí! ¿Cómo quedó la familia? Y con qué desproporcionadafacilidad lloran a veces los hombres. La escalera o escala allí estaba. Esas dichosasescalas de los barcos que tabletean como ametralladoras. Pero, bueno, que serefirieran a él cuando decían: "Bájenlo por aquí" O: "Usted, sujételo" —no estaba muy

claro. Las calles ahora— qué novedad. Largas avenidas sin término que a nadie lehacían ninguna falta. Le suplico a usted, mocosuelo, que conduzca de un modoprudente o de lo contrario se le chamuscarán los neumáticos. Y algo ajustadísimo quele desollaba los hombros. Que le quitaran cuanto antes aquel impermeable que no erasuyo.

Y a voz en cuello:

 —¿Por qué sudo?

De suerte que aquella esfera negra, inhumana, era su esposa. Enhorabuena.

 —Querido, no está bien que llores.

El impermeable, por favor. Era una ignominia.A la mañana siguiente, desde su estrecha y risueña ventana, Mr. Beecher pudocontemplar sin sobresaltos la salida del sol y los jardines. También unos muros altos ydeslavados, perfectamente desconocidos. Y en los muros, cayendo sobre la avenida,unas azuladas campánulas. Y en las campánulas, corno es de rigor, el rocío. Pero dequé inesperada forma le dolían los huesos.

Su mujer, en una esquina, le leía el periódico que a Mr. Beecher, por cierto, no le decíanada. Evitando que ello pudiera afectarle de algún modo, la mujer se saltó unas líneas:Movimiento marítimo. Hamburgo. Sin novedad, el Celeste Aída .

 —¡Pues sí que estamos divertidos, señor magistrado!

Dicho lo cual se apartó de su ventana, examinó con interés el muro, después el techo yse fue ajustando con toda calma el cuello ilusoriamente almidonado de su linda,flamante e inmaculada camisita de fuerza.

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aristocrática caracterizaba a las escenas callejeras. Los más simples desahogos de laburguesía —el cobro de una factura, un accidente automovilístico, una boda— ofrecíanal espectador aguzado cierta dolorosa renuncia, un íntimo orgullo heroico, sumisiónfatal al Destino. Haber sobrevivido a la trágica Semana Escarlata significaba de por sí

ya un título. Haber sido comparsas de tamaño acontecimiento implicaba unasuperioridad manifiesta sobre el resto de los transeúntes del globo terráqueo.

El sábado anterior a aquel sábado nublado y frío, otro sábado sin nubes, azul y cálido,los periódicos llevaron a cada hogar de la ciudad en alarmantes titulares negras lazozobra de un tenebroso crimen cometido en las circunstancias más inexplicables.Cierto conocido profesionista, de reconocidas buenas costumbres, había sido halladomuerto sobre su lecho con una atroz puñalada en el costado izquierdo. Mas el hechoque inquietaba a la policía era el siguiente: tanto la ventana de su alcoba —un tercerpiso— como la puerta del propio cuarto aparecían herméticamente cerradas por dentro.Se verificó el entierro, se iniciaron las pesquisas del caso y fueron varios sospechososlos detenidos. Mas no hubo tiempo para otros aspavientos.

A la mañana siguiente, en titulares todavía mayores: "Dama de nuestra mejor sociedadestrangulada proditoriamente en el interior de su automóvil. Será la autopsia la querevele los puntos oscuros que preocupan a la policía". Y unas líneas más abajo:"Perfiles pasionales en el estrujante suceso". Veinticuatro horas más tarde, sinembargo, la edición extra de la noche llamaba la atención sobre un nuevo desaguisado:"El tercer crimen consecutivo de la semana. Un niño de extracción humildecobardemente sacrificado en los suburbios de la ciudad. Su cadáver es rescatado delrío. La sociedad pide justicia". El martes fue un día blanco, excepción hecha delfenomenal incendio que destruyó totalmente la fábrica de sillones dentales "Sandoval yCía.". Agrio fue, en cambio, el desayuno del miércoles: "Docena y media de perroscallejeros recogidos a primera hora de la madrugada con los cráneos destrozados". Y alsexto día: "Anciano evangelista muerto y enterrado en el jardín de su casa. Elvictimario, indudablemente un perturbado, deja al descubierto sobre la tierra lavenerable y macabra calva del occiso. Ninguna huella". Y por fin, el mismo día deleditorial: "La célebre y prestigiada sastrería de Gómez Hnos. visitada por los cacos.Ochenta y cuatro trajes robados que aparecen más tarde colgados en un árbol encéntrica avenida".

La voz popular se alzó a una, acusadora y enérgica contra la ineficacia de la policía.Hubo renuncias, promesas, atisbos de crisis política. Oficialmente se anunció a lapoblación que sus habitantes hallábanse gráficamente a merced de un enajenado. Elpúblico aceptó el veredicto, mas nadie se sintió satisfecho.

Tan pronto caía el sol y las nocturnas sombras invadían el espacio, hombres, mujeres yniños se enclaustraban entre sus muros, permanecían al acecho de cualquier indicio yse pasaban la noche tiritando de frío. Se objetaba, en tanto, que sí como afirmaban losperitos tratábase indudablemente de un perturbado mental, la propia perturbación de sumente lo impulsaría a cometer reiterados errores. ¿Cómo admitir, entonces, lostestimonios policiales que denunciaban la invulnerabilidad del asesino? ¡Ningún error!les respondían; ni el más leve rastro. Negras tinieblas, como la noche misma, envolvíana aquellos inexplicables excesos, realizados sin razón ni objeto por los cuatro puntos

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 —¿Salimos?

Ella comprende. El es joven; también ella lo es. Siente un pájaro en el pecho. Joven, joven. Se instalan en una banca. Donde no haya estruendo. El la atrae, tiene prisa.

 —Bésame.

¿Por qué no? Mas la señorita Laura advierte algo: un breve ruido de hojas a su espalda,un aliento. Se mueven unas ramas, no hay duda.

 —¿Qué tienes?

Miedo. Tiene miedo. Fueron demasiadas miradas durante aquella danza, demasiadoentregarse con sus ojos al desconocido. Su novio ya no existe; existe alguien tras ella,amenazador e incomprensible. El dice:

  —Pues iré a buscarte una copa de vino para que te animes. ¡Qué rara estás estanoche!

Cuando el novio desaparece, la cara gris se presenta. Ya lo sabía ella. Y que la tomanasí, por su tibio brazo, huyendo. Recuerda algo de golpe: los periódicos. Va a gritar,mas se lo impiden atenazándole la boca. Y un pensamiento fortuito: "Van aasesinarme". Besos, besos, a través del cartón humedecido. Labios fríos —sin vida,deduce ella. No se entregará, si de esto se trata. Pierde el gorro de almirante, su noviono regresa con las copas. Se sofoca, la ahogan. Y comprende que su vida está enpeligro.

 —Dime, ¿no sientes la Primavera?

Y algo helado, punzante, que le atraviesa el pecho. A poco, un líquido caliente que ledesciende hasta el vientre. Fuente roja y abundante de la cual el asesino bebe. Meestoy muriendo —dice, cree. Palpa su sangre, ya sin fuerzas. Y se abandona. Mas alabandonarse, se desmaya. No obstante, tiene noción de que trisca la hierba porque noha llovido en mucho tiempo y alguien escapa a toda prisa. Después, un embudo derostros adustos en una sala desconocida. Giran, hablan, abren los ojos. Quieren saberalgo; ella dice lo que puede:

 —Chaleco—Y se muere sobre la plancha".

Eran días lúgubres aquellos, los de la segunda semana escarlata, como, si también elcielo con sus pesadas nubes de plomo pretendiera estrujar aún más los espíritus. Quiénhabla de orgullo durante las crisis humanas. La vanidad de los héroes es posterior a su

miedo; la sonrisa, posterior a la mueca. Olvidado el tono altivo del editorial del sábado,una congoja inaudita dominó a los corazones. Galisteo y sus secuaces trabajabannoche y día, bajo unas lámparas amarillas que les protegían la vista. Examinabanpapeles, huellas y más papeles de nuevo. En torno a ellos, el más desalentadormisterio, como un espectador solitario por entre los cortinajes. Decididamente la luchaiba a ser ardua.

Fueron hechos de menor importancia los que siguieron a la violación y muerte de laseñorita Laura. La desaparición de una pequeña estatua en un parque, la repulsiva

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presencia de un asno en el domicilio del Encargado de Negocios, el robo de unapanadería. Comenzaron a aparecer en la prensa nacionalista pintorescas caricaturasalusivas a la ineptitud de la policía.

Mas he aquí que en el curso del duodécimo día que siguió a la Semana Escarlata, el

cartero llamó violentamente a la puerta de la oficina de Galisteo. Un agente recibió elmensaje y lo trasladó sin demora a su jefe. Sobre una pesada mesa de roble, rodeadode innumerables papeles, Galisteo examinaba lo que en términos penales se denominael cuerpo del delito: la trágica máscara gris del suceso de Carnestolendas. Galisteoapartó su vista de las dos cuencas vacías que lo miraban y sostuvo entre sus dedos elsobre, en el cual aparecía una breve caligrafía femenina. Dudó, hizo señas a alguien deque se retirara y se dispuso a leer. Concluido el primer renglón, se detuvo. En seguida,se puso en pie. Aproximó la carta a la luz amarilla, tornó a sentarse echando atrás sucuerpo y se limpió el sudor de la frente.

 —¡Indignante burla! —fue su reflexión primera. Mas terminó la carta, que decía:

"Estimado señor Galisteo:

Hastiado de mí y de usted, sin ánimos para dar término a mi Segunda SemanaEscarlata, vengo a ponerme a sus órdenes, que es ponerme a las órdenes de la horca yla justicia popular. Desisto. No me conozco bien, mas espero que usted sí mereconocerá oportunamente. El crimen es abominable y no se lo aconsejo a nadie. Leaseguro formalmente que, hasta la fecha, no he experimentado el menor transporte; y losiento. Demasiado comprometedor y sucio el asunto. Yo asesiné a la señorita Laura, yoasesiné al anciano evangelista y asesiné a más de otras personas a esa docena ymedia de canes astrosos que me seguían por las calles en mis infortunadas correrías.

Usted cree en los símbolos; yo, no. Creo en la música y feliz el mortal aquél que logrealgún día apresarla a una roca y deleitarse para siempre con ella. Lo saludo, amigoGalisteo, y lo espero, si no tiene nada mejor que hacer, el sábado a las ocho en puntode la noche. Abajo encontrará usted mis señas. No falte, ¿verdad?

Rómulo Pimentel".

Galisteo dio un salto, soltando sin proponérselo la extravagante carta. Rómulo Pimentel:tenía ese nombre como un clavo hundido en lo más secreto del cráneo. RómuloPimentel: había sospechado de él en un principio, aunque después lo había olvidado.¿Sería posible? Pero, no; era infantil la denuncia. El mismo, Rómulo Pimentel, se le

había presentado hacía unos días para decirle: —Mi sobrina Laura ha sido asesinada. ¡Exijo justicia cuanto antes!

La casa del profesor era un minúsculo edificio cuadrado, de una sola; planta y rodeadode un jardincito insignificante donde crecían algunos rosales y enredaba sobre la tapiaposterior una vieja madreselva. El salón de música —que él pomposamente asíllamaba— estaba constituido por una regular estancia en mitad de la cual, como uncatafalco, alzábase el monumental piano de cola. Sucesión obsesionante de estatuitas

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blancas, con los semblantes adustos de una treintena de músicos célebres, campeabanpor repisas, consolas y mesitas de tres patas. Funerarios y gigantescos cromos,también de compositores inmortales, ornamentaban las paredes. Un viejo mantónchino, color crema, ocultaba piadosamente las raspaduras y deterioros del piano, sobre

el cual la difunta Laura cuidaba de conservar frescas media docena de rosas, cuyospétalos al desprenderse constituían uno de los más sonoros estrépitos en la silenciosacasa. Raídas e incoloras alfombras acrecentaban el palpitante misterio. Largos yoscuros ventanales permitían ver desde afuera el aletear impreciso de las cortinas. Y enel portón, de madera roja, abría su boca un fauno, quien anunciaba con voz austera alos escasos visitantes que llegaban. El eco, poco agradable, hacía vibrar ligeramente laaguja del metrónomo, siempre abierto sobre el piano. Por su parte, el piano, y comocaracterística general, rara vez sonaba.

Galisteo, a las ocho en punto de la noche del sábado, levantó por la quijada al fauno yllamó a la puerta. Simultáneamente, el profesor Pimentel, de riguroso luto, seincorporaba en su escritorio. Una criada, de rostro ambiguo, mostró al detective el

camino a la sala. Cinco minutos exactamente tardó el profesor en salir, avejentado, muypálido, con una turbia mirada de foca que conmovió justificadamente a Galisteo.Deplorable traza la suya. El detective examinó su chaquetón ajado, su barba sin afeitar,sus pardas manos huesosas y aquellos cabellos blancuzcos que se le adheríanfuertemente a las sienes. Tras estrechar la helada mano que le tendían, se sentó. Y sesentó el profesor, emitiendo un gemido. Si Pimentel se hubiera asomado a la ventanahabría descubierto sobre la acera a tres sigilosas sombras, llenas de significado, queiban y venían muy al pendiente de la casa. Una débil luna en lo alto dotaba de ciertairreal movilidad a las sombras. Galisteo, sin ningún preámbulo, extrajo la carta y se laalargó al profesor.

 —Recibí su carta —dijo— y aquí estoy. ¿Tiene usted inconveniente en leerla ?

Con la mayor parsimonia, Pimentel se caló sus anteojos de miope e inició la lectura. AGalisteo le pareció advertir que su interlocutor palidecía. Transcurrió el tiempo. Al cabo,el detective aventuró.

 —¿Y bien?

 —Esta carta no es mía —repuso, perplejo, el profesor, devolviéndosela—, ¿Cuál es elobjeto de todo esto?

Galisteo se sintió más confiado y sonrió.

 —Indudablemente la carta es suya y usted no puede negarlo, aunque aparezca escritapor una mujer. La caligrafía en sí es lo de menos y de ello nos ocuparemosposteriormente. Existen pruebas en mi poder que lo atestiguan y le aconsejo adoptarpor lo tanto una actitud reflexiva y justa. Hable usted, lo exijo.

El profesor Pimentel, sin despojarse de sus anteojos, miró curiosamente al visitante. Niel más agudo psicólogo habría logrado deducir de su expresión el más leve indicio. Unaserenidad imprevista acababa de asomar a sus ojos.

 —La carta no es mía, repito, y lamento en el alma que le jueguen a usted esta clase debromas.

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En seguida sonrió y preguntó a su visitante si apetecía un anís. Este no osó replicar,aduciendo en cambio que en virtud de su negativa se vería obligado a exhibir laspruebas y demostrar de un modo objetivo que la carta sí era suya. Por fortuna —reflexionaba—, conservaba el trozo de papel, propiedad del profesor, y sobre el cual

Pimentel durante su explosiva visita a Galisteo había asentado sus generales. El papel,con su correspondiente membrete, era justa y alentadoramente el mismo que en laactualidad le mostraba.

  —Con mil perdones —insistía el otro—-, pero está usted en un error. Se me acusa,sospecho, de algo tan peregrino y estúpido que de no tratarse de un asunto de tamañaenvergadura me echaría a reír a carcajadas la noche entera. ¿Yo el asesino de misobrina ? ¿Yo el azote y terror de la ciudad entera? Discúlpeme, señor Galisteo, perousted me sobreestima —Y meneó repetidamente la cabeza, esbozando una mueca deamargura.

Fué una entrevista poco común y por demás deprimente. Incluso, durante una de tantaspausas, probó a insinuar el profesor si al detective no le agradaría escuchar algo demúsica. E hizo ademán de incorporarse.

 —El hecho —lo interrumpió éste— es que su actitud me impele a tomar medidas deotro orden. Perdóneme. Provisionalmente, y durante tantos días como sean necesarios,permanecerá usted confinado en esta casa bajo mi exclusiva custodia. ¡Mis agentesparticulares se encargarán de ello!

Y el profesor que prorrumpe:

 —Encantado, señor Galisteo. ¡Es lo que más deseo en este mundo!

No fue muy grata la despedida, puesto que el detective no se detuvo a estrechar lamano que aquél le ofrecía, ni éste, a su vez procedió a acompañar al visitante a la

puerta como era lo debido. Ambos dibujaron una leve reverencia y se separaron. Através de los visillos, Galisteo creyó descubrir en la penumbra el rostro del profesormirando hacia la calle. Seguidamente cayó de lo alto una negra sombra en el interior dela alcoba y todo quedó en tinieblas. El detective examinó la puerta, hablóenérgicamente con sus sabuesos y regresó a su oficina. Las tres sombras sedesperdigaron e iniciaron su trabajo en torno a la casa de Pimentel. Transcurrió lanoche.

A la mañana siguiente, la primera ocupación de Galisteo fue encender un cigarrillo ycomunicarse a la Inspección, con objeto de investigar si había sido reportada algunanueva de última hora. El informe fue de "sin novedad" y nuestro hombre sonrió. Otranoche más y una tercera, ésta de viento y lluvia, noche también blanca en aquellostormentosos días escarlata. Progresivamente reanudaba la ciudad su ritmo, en tantoque Galisteo acariciaba el triunfo, como Si jugueteara entre sus dedos un hermosogatito blanco, con un cascabel al cuello. Mas, hombre de singular experiencia, no seprecipitó. Lacónicamente se concretó a informar a la prensa:

 —El asesino está a buen recaudo, pero hasta dentro de algunos días no será posibledecidir nada.

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Confinado entre sus muros grises, el profesor Pimentel enflaquecía por causas secretasy extrañas, tal cual si una misteriosa enfermedad lo fuera minando. Escasamenteprobaba bocado, permanecía largas horas inmóvil y, a juzgar por el testimonio de losagentes policiales, la luz en su cuarto no se apagaba ni por un momento durante la

noche. Cinco o seis veces diarias le llamaba Galisteo desde su oficina. —¿Se siente usted bien, profesor?

 —Pésimamente —expresaba el otro—. Sospecho que voy a morirme.

 —Cuánto lo siento. Pero, ¿desearía recibirme hoy?

  —No tengo por qué recibirle. La carta no es mía y usted me hace víctima de sucrueldad. ¡Dios lo castigará!

Los comentarios de la prensa acerca de los terríficos sucesos disminuíansensiblemente hasta quedar reducidos a pequeñas informaciones secundarias dondese aventuraba que el asesino había huido del país, esperándose en cualquier momento

que hiciese su aparición en alguna población del extranjero. Un respiro de alivio acogióa la prometedora noticia. Se reanudó la vida activa, despreocupada y sencilla. Losenlutados y enfermos no despertaron ya ningún interés en la calle y un sol radiante,como en las primeras etapas del mundo, inundó de oro las avenidas, los parques y elinterior de las casas. El sentido de heroicidad se hizo más ostensible, a semejanza deun gigantesco ejército que tras morir de terror en las trincheras desfila gloriosamente alcompás de la música y entre el griterío de las mujeres.

 —Señor Inspector: bajo mi palabra de honor le prometo que el asesino estará mañanasin falta en sus manos.

Y al cuarto día de reclusión e ilusiones, en el lugar más visible de los diarios: "El temiblemonstruo vuelve a hacer de las suyas y con mayor lujo de crueldad, si cabe.Desconocida arrojada a una atarjea y machacada después con un rastrillo. Su estadode mutilación impide toda identificación al respecto".

Galisteo fue llamado urgentemente a la Inspección, donde se celebró una entrevistaque duró varias horas. Acto seguido y, precedido del propio Inspector, mas un puñadode agentes, se dirigió al domicilio del profesor Pimentel, comprobando que los sabuesosejercían el tercer turno de la jornada. Cuando la criada apareció tras el portónentreabierto, Galisteo preguntó malhumoradamente:

 —¿El profesor?

Le replicaron:

 —El profesor se halla en cama desde ayer muy gravemente enfermo.Sin embargo, se abrió paso de un empellón y pasaron los visitantes hasta la propiahabitación del enfermo. En efecto, el aspecto de éste no podía ser más deplorable.Reclinado contra las almohadas, envuelto el cuello con una bufanda raída, los ojos enel fondo de las órbitas, más que un temible asesino semejaba el más abandonado ytriste de los moribundos. Una tos seca y continua, que hacía tintinear el vaso sobre sumesita, produjo en el ánimo de los recién llegados la más amarga de las impresiones. A

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través de su camiseta de lana, dos brazos sarmentosos se alzaron implorandoclemencia, al par que sus grises labios convulsionados esforzábanse por proferir algo oahogar un grito. El Inspector se mantuvo firme, sin pronunciar palabra, y despuésexaminó a Galisteo de arriba abajo. Inmediatamente, previa nueva inspección al

enfermo, dio media vuelta en redondo, tropezó con un mueble y ordenó a quienes loacompañaban:

 —¡Síganme!

En el trayecto continuó en silencio. Un silencio de rencores, de odios y presagios,precedido de unas miradas de enloquecida ira, miradas rabiosas o frías de criminalnato, que hicieron estremecer a Galisteo. Codo con codo, en la penumbra delautomóvil, mientras afuera caía la lluvia y los voceadores de periódicos anunciaban lasrecientes nuevas, los agentes policiales no quitaban ojo al Inspector, quien sin lugar adudas los condenaría a muerte. Al apearse frente a su oficina, el Inspector emitió ungruñido y desapareció tras una puerta. Tímidamente, los demás lo siguieron. Más tarde,paseando a lo largo de la sonora estancia, se limitó a expresar unas cuantas palabras:

 —Quedan ustedes despedidos. ¡Todos!

Y con un ademán de la mano rubricó el informe.

Transcurrieron los días. Un hombretón extranjero de barba roja y extraño nombresubstituyó a Galisteo. El doctor, kilómetros más adelante, predecía en voz tenue elpróximo fin del enfermo. La prensa, sin omitir detalles, propaló el vergonzoso escándalopolicial dando nombres y fechas, lo que hacía más sensacional el suceso. Tal escisiónen el corazón mismo de la policía provocó un pánico mayor aún, si cabe, en todos lossectores de la urbe. Por irremediablemente perdido se dio el caso y en ciertospasquines clandestinos adosados a los muros pedíase la inmediata renuncia del propio

Inspector y otras personalidades mayores. Se optó, en vista de ello, por amordazar dealgún modo a la prensa, restringiendo ciertas alarmas. Sin embargo, las noticiascontinuaban ocupando páginas y más páginas. Nuevos crímenes, incendios,violaciones. Por ejemplo, mencionábase aquella mañana la sorprendente noticia de queen un apartado rincón de uno de los cementerios locales había amanecido una mesitapuesta, con dos botellas de champagne vacías, mas los restos de lo que parecía haberconstituido un opíparo banquete. Al otro extremo de la ciudad, una mujer enloquecidade espanto fue detenida sobre el andén de la estación ferroviaria al asegurar que en elinterior de un vagón se hallaba el feroz asesino. Y al aportar datos, describía conminuciosidad asombrosa al desdichado profesor Pimentel. Más allá, un viejo carricochede caballos trotando al galope por las nocturnas callejuelas arrollaba a un grupo de

transeúntes, causándoles gravísimas lesiones, para desaparecer después —aseguraban— envuelto en una gran nube de fuego. Los forasteros erancuidadosamente interrogados y comprobados sus pasaportes. En cuanto a losresidentes, obligábaseles a portar consigo su documentación correspondiente. Y pasóel tiempo, que todo lo aclara.

Galisteo, melancólicamente, paseaba por los cuatro puntos cardinales de la ciudad,atrás las manos y la barbilla sepultada en el pecho. De ordinario tomaba por callessolitarias y oscuras o se instalaba por espacio de varias horas en el primer cafetucho

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que encontraba a mano, donde permanecía sin levantar la vista trazando sobre elmármol de las mesas incomprensibles jeroglíficos. Otras veces, río abajo, miraba conpasmo correr las aguas turbias —mirada quieta y vaga de desocupado. Noexperimentaba rencor alguno contra el Inspector, sino una indecible compasión hacia si

mismo, como si acabaran de dejarlo en cueros sobre la acera en tanto que una multitudde niños malvados se burlara de él ignominiosamente. Por los diarios se hallaba al tantode los últimos acontecimientos. Mas, sucesivamente, el profesor Pimentel continuabapreocupándole. Ni él mismo acertaba a explicarse lo que le ocurría: su entendimientosiempre claro y activo confundíase ahora de un modo lamentable, procurándole unsingular estado de ánimo. La presunta culpabilidad del profesor le atenazaba las sienes,no alcanzando, por otra parte, a puntualizar ni remotamente esta culpabilidad. Pimentelhabía sido confinado, vigilado estrechamente por sus agentes, más tarde habíaenfermado y, al parecer, ahora, agonizaba. Concedía, pues, la razón al Inspector por su

  justa ira, y, a su fracaso, toda la magnitud imaginable. No obstante, las pesquisas desus sucesores no prometían de momento ningún éxito. Entonces sorbía el café con

lentitud y golpeaba pensativamente la mesa. Fuera —lloviera o no— percibía unaciudad abandonada y digna de ayuda.

Acababa de lanzar la prensa la noticia de un nuevo suceso escarlata, cuando Galisteo,dejándose llevar por un misteriosísimo impulso, resolvió ir a visitar al profesor demúsica. Fue un proceso fugaz, pero muy curioso éste, mediante el cual sintióse íntima yespontáneamente ligado a la vida de aquel hombre, cuya simple mención deprimía oexaltaba su ánimo. Fatales y enigmáticos yugos atábanlo de pies y manos a sucabecera de enfermo, advirtiendo que una secreta e inevitable amistad establecíasegradualmente entre ambos. Cierta nostalgia de no sabía qué hechos olvidados o porvenir impulsábalo a buscar su compañía y permanecer a su lado unos minutos. Quizá elsimple hecho de estrecharle la mano o alargarle un vaso de agua le aliviaran su

inquietud. El escuchar su voz, en fin. Y fue, como en otra tarde, haciendo retumbar lacasa con el aldabonazo frío del fauno.

Como se lo temía, el profesor Pimentel aparentemente agonizaba. Bañada en sudor lafrente, inmóvil entre las almohadas sucias, el moribundo observó al detective desdelejos. Sobre las ropas, en absoluto desorden, aparecían los diarios de la víspera. Largotiempo se mantuvo Galisteo en silencio, comprendiendo por la actitud del enfermo quesu visita no era del todo oportuna. Mas, a poco, Pimentel entreabrió los labios paraexpresar algo muy doloroso relativo a su soledad actual, tras el asesinato de Laura. Latrágica desaparición de su sobrina—afirmaba— habíalo dejado en mitad de un pequeñoescollo contra el cual batían hambrientas las olas.

 —Pero la vida no me preocupa —añadió después—, no me preocupó nunca. Cuandoera joven, tampoco entendía muy claramente qué tendría que ver yo con todo esto.

Y luego, al percatarse de que el visitante extraía y volvía a guardar un cigarrillo:

 —Oh, fume usted, se lo ruego, nunca se abstenga de nada.

Frente a frente callaban los dos incomprensibles amigos sobre los cuales secolumpiaba la Muerte en dulces y ágiles vaivenes. Se sentían próximos y extraños,presentes y ausentes; muy curioso, por cierto.

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 —Aguardaba con tal ilusión su visita, que me habría mortificado vivamente el que ustedse olvidara de mí en estos momentos—explicó más tarde, silabeando.

Galisteo fue a objetar algo. No le dejaron.

 —Lo estimo de veras, señor Galisteo, porque es usted una persona honesta y decente.¡Realmente los dos somos dignos de la mayor conmiseración y lástima!

Después suspiró, dejando caer hacia atrás su cuerpo.

 —Pero vea usted, la gente es cruel y necia, aunque... ¡bueno, nadie tiene la culpa desemejantes cosas! ¿No le parece ?

Un dilatado silencio sucedió al breve diálogo. El detective intentó ponerse en pie,comprendiendo que la visita no tenía sentido. Lo más probable es que el enfermo sesintiera importunado con su presencia, esforzándose por mostrarse amable. Mas, demarcharse ahora mismo, jamás volvería. ¿Con qué fin? Resultaba estúpida la situaciónaquella. No obstante, algo semejante a un delicado estado hipnótico continuaba

reteniéndolo a su lado, prendido a aquellas dos órbitas opacas que de tarde en tarde seanimaban y le sonreían.

 —"No, no tiene sentido. Debo buscarme un descanso" —y se puso en pie.

 —-Vaya —expresó con atolondramiento—, que se mejore usted, profesor. Discúlpeme,en efecto. Yo no deseaba molestarlo, sino enterarme de su salud únicamente. Es todo.

Sin apresuramientos, el profesor probó a enderezar otra vez el cuerpo.

  —Un momento, señor Galisteo. ¿Quiere hacerme un favor? Es bien sencillo. Mireusted... ¡aquí, debajo de esta almohada!

Verificó el movimiento preciso para libertar la almohada a que se refería y Galisteo se

aproximó. Después levantó por una punta la sábana y el detective extrajo un puñado deamarillentas hojas, escritas por ambos lados, y atadas con un pequeño cordel mugroso.Sostuvo el paquete entre los dedos, mientras el profesor lo observabamelancólicamente.

 —-Es para usted—explicó—. Véalo con calma, se lo pido; pero no ahora.

Extendió a continuación la mano y tomó débilmente la de Galisteo.

 —Sé que es usted mi amigo, y me alegro. Lléveselo consigo y léalo; después, si lo creeoportuno, venga o no a visitarme. Le viviré agradecido.

Galisteo se sintió confuso y torpe como si de pronto una hermosísima dama lo invitara abailar ante los reyes. Empuñó el envoltorio con fuerza, quiso encogerse de hombros,mostrarse indiferente y frío, y alargó a su vez la mano. Sabía clara y categóricamenteque en aquel puñado de hojas se ocultaba la única clave secreta de los tremendossucesos. Lo presentía físicamente como si el envoltorio constituyera una brasacandente que le consumiera la mano. Un afán de escapar y precipitarse a la calle loinvadió al punto. Y prorrumpió, a pesar de todo, reprimiéndose:

  —Volveré a visitarlo, délo usted por seguro. Y descanse, si esto es posible. Le harábien, desde luego.

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Palabras insulsas que lo avergonzaron. Justa y dolorosamente tratábase de una deesas claras situaciones humanas que el azar nos depara frecuentemente con objeto demostramos lo mezquino y ruin de nuestra alma. Creo que dijo adiós o algo por el estilo.Al salir al jardincito, el profesor caía en su sopor acostumbrado.

  —-Un café—pidió. Y con febriles dedos, en el rincón de un oscuro establecimiento,procedió a desdoblar las páginas. Mediada la lectura, pagó y salió a grandes pasos. Lagente suponía al verlo que perdería sin remedio el tren de la noche; o bien que se habíaretrasado a la cita; o, por último, que un honesto y sensible ciudadano acababa deperder el juicio. Ya una vez en su casa, se encerró misteriosamente en su cuarto,disponiéndose a mirar a la calle desde su ventana. Instintivamente, y ya muy noche,tuvo el impulso de arrojar al fuego las hojas; mas rectificó y procedió a desnudarse.Tres veces dió la luz y tres veces volvió a quitarla. Al amanecer, continuó leyendo. Ledolían la cabeza, las piernas y un hombro, pareciéndole excesivo el empuje del nuevodía, con su luz y estrépito. Hacia el mediodía, tras un ligero paseo por el parque, sesintió más confortado. La inocencia definitiva y total del profesor Pimentel resultaba

evidente. Mas existía, sin embargo, algo tan grave que lo incapacitó para seguirreflexionando: el profesor Pimentel había perdido el juicio. Aquellas páginas lodelataban, hablándole tan claramente de lo ocurrido que no tuvo ánimos sino parasentarse en la cama y llevarse angustiadamente las manos a la cabeza. Pesadilla igualno la recordaba. Y se sintió en cierto modo culpable al reparar con claridad desoladoraen la magnitud del dolor y el miedo de aquel desdichado ser durante los últimos días.Evocó su crueldad inicua, sus infames amenazas:

 —"Provisionalmente, y durante tanto tiempo como sea necesario, permanecerá ustedconfinado en esta casa bajo mi exclusiva custodia. ¡Mis agentes particulares seencargarán de ello!"

Dio un salto, se puso en pie, tomó con rabia los papeles, formó un pequeño hato conellos y los arrojó a la chimenea. Hecho esto y, sin ningún titubeo, les prendió fuego. Amerced que se consumían entre las llamas, algo muy íntimo le hablaba del noble,desdichado y triste corazón humano. Supo que hacía el bien; que era el bien lo queestaba haciendo. Y un gran alivio le subió del pecho, haciéndole sentirse otra vez ágil ydistinto. Durante la tarde entera y parte de la noche no se ocupó sino de andar. Rostrosamables y tiernos los de los transeúntes. Hermosa vida; y tan oscura.

Por cierto que lo que devorara el fuego en unos escasos minutos: era simplementeesto:

"Relación de extraños e inexplicables sucesos en la vida del profesor Rómulo Pimentel".

Marzo 7 

Convengo al fin ¡ay! que es de importancia extrema el empezar a dejar asentado porescrito y con toda calma ciertos acontecimientos que de unos días a esta parte vienensucediéndose. Ignoro hasta qué punto pueda llegar a ser de interés general todo ello ysi, en lo futuro, haya de continuar o suspender los presentes apuntes. Quede, no

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obstante, bajo mi rigurosa palabra de honor, la promesa de que todo cuanto aquíaparezca es cierto, veraz y exacto en todas y cada una de sus líneas, por si éstas, deun modo u otro, pudieran prestar alguna vez utilidad a alguien. Comenzaré diciendo queel primer suceso tuvo lugar hoy hace precisamente seis días.

Después de merendar ligeramente, según es mi costumbre, me encaminé al escritorio,tomé un libro al azar y marché a mi cama. Tras hora y media de lectura, me dispuse adormir. No he sido, que recuerde, una persona predispuesta a ensoñaciones frecuentese intensas y descanso, por lo general, bien. De ahí que, a la mañana siguiente, medespertara vivamente impresionado por un singular sueño, cuyos pormenores no sonde interés sino en algunas de sus partes.

Tratábase de algo relativo a un pleito en una taberna con distintos individuos, todosdesconocidos, quienes después de insultarme y zarandearme de lo lindo procedieron aarrojarme por la fuerza del establecimiento. Tengo presente que al caer sobre la acerame golpeé un hombro y la cabeza —en cuyo instante desperté.

Nada de sorprendente hay en lo que antecede, a no ser que al levantarme esa mañanadescubrí con extrañeza que sobre mi sien izquierda aparecía distintamente un levegolpe contuso, muy sensible al menor contacto. No recordaba yo haberme golpeadodurante aquellos días, ni acerté, por consiguiente, a explicarme la asombrosacoincidencia, que acabé por atribuir al propio sueño, recordando al efecto el caso de unhombre, quien, al soñar que escuchaba las campanas de la parroquia llamando a misa,era simultáneamente despertado por el insistente y regular llamado de su relojdespertador. Procesos semejantes debieron motivar en mi caso que me golpeara quizáen la misma cama o contra la mesita de noche; no lo sé.

Sin embargo, transcurrieron dos días y, a la tercera noche, un nuevo sueño turbó mitranquilidad.

Mi sobrina Laura —joven, hacendosa y fresca muchacha de 19 años, que vive en micompañía desde hace doce años— jamás había despertado en mí sino clarossentimientos de ternura y calor paternales, considerándola íntimamente como a una hijaque el destino me deparaba en mi estéril soledad de soltero. No obstante, durante estesegundo sueño a que me refiero me hallaba yo celebrando con ella un día de campo enlas afueras de la ciudad. Había un sol deslumbrante, lo recuerdo, y comimos sobre elcésped con el mayor apetito. De improviso, advertía yo de un modo sumamente curiosoqué atractivo y tentador era su cuerpo, bajo las ligeras ropas de verano que vestía. Algoen mi interior me empujaba violentamente hacia ella, y, algo, a la vez, en mi concienciame aconsejaba ser reflexivo y cauto. Pudo al fin más en mí la sensatez y la cautela, por

lo que levantándome sin previo aviso, propuse: —Ea, levantemos el vuelo que va a llover en cualquier momento.

No se veía un solo nubarrón en el cielo y regresamos a casa. Inexplicablemente, alllegar ya había anochecido. Laura se encaminó a su cuarto, y yo al mío. La sangre meseguía quemando las venas, sin lograr apartar de mi memoria las opulentas formas dela muchacha, al otro lado del muro. "Esperaré a que se duerma" —fue mi reflexión. Yasí lo hice. Minutos más tarde, me dirigí a su alcoba en tinieblas, temblando de emocióny ansiedad. A tientas, deambulé un buen rato en torno a su cama. Todavía dudé. Por

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fin, alcancé a descubrir con mis dedos, bajo las sábanas, la forma erecta y tibia de supecho, percibiendo a un mismo tiempo el grito angustiado de ella. "No te asustes—ledije—, soy yo, tu tío, que viene a hacerte compañía y besarte un rato los labios". Lauragritó aún más ateridamente, tratando de desasirse de mí y golpeándome con sus

piernas desnudas. No lograba escapar. Sin embargo, cuando intenté sujetarla denuevo, logró evadirse y escapar del cuarto, escaleras abajo. En mi incontenibleamargura, desperté.

Pues bien, ¡hecho extraño!— y de él doy fe, repito, bajo mi palabra de honor —el casoes que a la mañana siguiente, se me presenta Laura y me dice:

 —Creo que voy a marcharme, tío. He conseguido un bonito trabajo.

 —¿Un bonito trabajo?—le digo—. No entiendo qué quieras decirme con eso. Jamás mehablaste de semejante cosa y sospecho que estás mintiendo.

Entonces la joven rompió a llorar y no hallé forma de calmarla. Fue una escenadeprimente y estúpida que se prolongó durante algunas horas. Al fin, prorrumpió:

 —¡Tío, tío! ¿Por qué hizo usted eso anoche conmigo? ¡Ya nunca seremos felices!

Y yo, estupefacto o compungido—no podría asegurarlo :

 —Estás loca, criatura. ¿De qué hablas? ¿O no comprendes que se trata seguramentede un horrible sueño que tuviste ?

Ni más ni menos fue lo que aconteció ese día.

Hoy, siete de marzo, vengo a asentar lo siguiente:

Andaba yo en sueños a lo largo de un camino sobre el cual debía haber llovidoabundantemente, a juzgar por el espeso barro que lo cubría. Grandes pájaros de todos

colores volaban por entre los árboles y a lo lejos se destacaban las casas de un pueblo.Ignoro cuál era mi urgencia por llegar a dicho pueblo, pero el caso es que caminaba atoda prisa, procurando libertar mis zapatos del espantoso barro del camino. Transcurríael tiempo y, a pesar de ello, el pueblo permanecía lejano y siempre igual, bajo unaparda neblina. Horas y horas de caminar sin descanso, hasta que extenuado medetengo y reflexiono: "He extraviado la ruta. Y por si fuera poco, me olvidé el paraguas".Al disponerme a regresar, despierto. Sería la medianoche; me vuelvo a dormir. Mas heaquí que a la mañana siguiente, reparo en algo que detiene mi respiración, haciendoque el corazón me lata más aprisa. Junto a mi cama, en la posición de costumbre, estánmis botas negras inexplicablemente sucias de barro. Es preciso hacer notar que eltiempo es ahora seco y que lleva aproximadamente cuarenta días sin llover. A la luz del

día, temblando de estupor y zozobra, examiné mi calzado. ¡Cómo entender aquello!¡Cómo lograr entender! Aterrado, me dirigí al baño y me dispuse a asear mis botas. Elbarro era negro y pesado y tuve una gran tarea en deshacerme de él.

¿No es mi deber—pregunto ahora—continuar narrando en estas páginas hechos tansorprendentes como increíbles?

Marzo 9 

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Un nuevo acontecimiento tras veinticuatro horas de descanso; de relativo descanso,debo decir, pues la obsesión de estos misteriosísimos sucesos me ha oprimido elcorazón, transformándome en el ser más adusto y malhumorado de la tierra. Laura, porsu parte, me lo ha hecho ver así, atribuyéndolo a su tentativa de separarse de mí. He

aquí un nuevo sueño y del cual debo dar cuenta hoy:Me hallaba yo en casa de X, invitado por el alcalde de la ciudad, una ciudad que no erala mía, en un país extranjero por demás hospitalario y rico. Bellas damas y caballerosimpecablemente vestidos recorrían los salones donde sonaba la música. La gente jovenbailaba y otros desde los amplios ventanales contemplaban con alegría la luna. Yodebía ser aún más decrépito de lo que soy, pues todos me trataban con excesivorespeto, sin que ninguna dama joven se aproximara a hablarme. De pronto, uncaballero canoso, con una cruz de hierro sobre el pecho, me da un golpecito en elhombro y me pregunta: "Por ventura, ¿sabe usted jugar a los dados? Su excelencia, elseñor alcalde, me envía con tal motivo. Acompáñenos ¿qué le parece?". Accedo, y yaestoy a la mesa, frente por frente al alcalde. Transcurre el tiempo —no sin una especial

angustia de mi parte— y pierdo todo mi dinero. No recuerdo la cantidad. Mas el alcalde,que ya no es más el alcalde, sino mi padre (q.e.p.d.) me observa entonces con extrañafuria, recriminándome soezmente por aceptar jugar con tan escasas posibilidades. Yopido mil disculpas y me retiro, conturbado. Aunque al bajar rumbo al vestíbulo, metropiezo con un criado de librea que porta una enorme bandeja llena de monedas deoro.

 —Tome usted—me dice—. Así su padre no le vendrá con cuentos.

Y despierto. Aún no ha amanecido. Tengo presentes la horrenda mueca de mi padre allevantarme de la mesa, el tintineo en mis oídos de la excelente música y la visióncompleta de aquellos inmensos salones iluminados por riquísimas arañas. Doy la luz,

estoy sudando y una imprevista duda me asalta. Titubeo, procuro nuevamentedormirme, aprieto con desazón los párpados y miro a través de unas rojas tinieblas. Porfin, no me resisto y pongo manos a la obra. ¿Dónde está mi dinero? Alcanzo el chaleco,lo examino y descubro que mi cartera está vacía. Solamente esta exclamación se meescapa: "He aquí, Dios mío, al más infeliz y desventurado de los mortales".

¿Qué puedo hacer? ¿Qué resolución tomar? ¿A quién debo dirigirme? Una soledad queningún ser humano ha conocido se apodera de mi ánimo y rompo a llorar. A llorar, sí, nome avergüenzo. Y no sé si a maldecir la hora en que por capricho de no sé quién vine aeste mundo.

Marzo 15 Se suceden los hechos extraños y no me resuelvo a consultar al médico como debierahacerlo, quizá. Especialmente a la hora de meterme a la cama y quitar la luz, unaangustia exasperante, una sensación de inminente pánico me aprisiona. "Duerme, quéte preocupa. Ningún mal se deriva de ello". Mas todo el cuerpo se me cubre de sudor yescucho con aterrada claridad, por espacio de interminables horas, las campanassonoras y lúgubres de un reloj vecino.

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He aquí la experiencia de anoche:

Fue un sueño breve y desordenado que me llenó, sin embargo, de preocupación. Mehallaba yo en el interior de una pequeña choza, cubierta de nieve, ante un hombre muypeculiar, quien sentado tranquilamente con los brazos cruzados y erguido el cuerpo, me

miraba fijamente y en silencio. Yo adelantaba hacia él unos pasos, tratando de obtenera toda costa que se moviera o hablara, pues ignoro por qué aquel hombre producíameun desasosiego tan agudo que estaba a punto de desfallecer. Ninguna expresión en surostro, ni un parpadeo. Quieto allí, como un hombre de piedra, mirábame sin cesar.Entonces, no pudiendo soportar ya más, gritaba yo con todo el poder de mis pulmones:"¡Ya! ¡Ya, ya! ¡Por favor, ya basta! ¡Ya, ya, por piedad, ya!". El hombre prosiguió comosi nada hubiese ocurrido. Y que pienso: "Se me va a hacer tarde, sin duda". El tiempocorría con velocidad desusada, puesto que al levantar la vista hacia un reloj vecino mepercato de que sus manecillas han enloquecido: así de raudas y frenéticas corrían,entrecruzándose vertiginosamente. "Se me va a hacer tarde. ¡Hay que proceder cuantoantes!". Y que quiero adelantar otro paso, sin lograrlo. Colgada de un muro descubro

una escopeta. El hombre proseguía impertérrito. Y continuaba haciéndoseme tarde,ignoro para qué. "¡Suéltenme, suéltenme ahora mismo!"—me pongo a gritar, a tiempoque media docena de brazos desnudos y escuálidos me retenían. "¡Suéltenme, que lovoy a matar!".

El desconocido al fin sonrió y me sacó después la lengua. Creo que me desmayé. Sinembargo, jamás logré descolgar la escopeta y disparar sobre él, como era mi deseo.Acto seguido, desperté.

Sin haber sido éste uno de mis principales sueños, fué sin duda el que tomó máscuerpo en mí, torturándome por espacio de varias noches y días. Por fortuna, aldespertar todo se hallaba como la víspera, sin ningún indicio que revelara que las

características del mencionado sueño difirieran de las de cualquier sueño de otromortal.

Por la tarde, me encerré tranquilamente en mi escritorio, resuelto a meditar. ¿Meditarqué? La palabra sonambulismo me sonó tan pueril y estrafalaria que me eché a reír.Valía la pena no probar a clasificar los hechos. Valía la pena aceptar los hechos contoda su monstruosa y enigmática significación.

Marzo 16 

A partir de esta misma noche tomaré una decisión que hasta hoy no se me habíaocurrido. Ya perfectamente cerrado con llave en mí alcoba, quitaré la llave de lacerradura, asegurándome que estoy a buen recaudo, y, por debajo de la puerta, la harédeslizarse hasta el pasillo. Un poco más apartado del mundo, más dueño quizá de mímismo, procuraré dormir. Ah, mi corazón late así más despacio, mis nervios se hallanen mejor estado y sospecho que un reparador sueño nocturno está por descendersobre mis ojos. Laura, afuera, suena aún trajinar. ¡Infeliz criatura! Nosotros, miserablesseres humanos, que cuando realmente es indispensable nunca nos podemos ayudar...

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Cuando despierto, una manada de astrosos perros comenzaba a seguirme y ladrarmeinsoportablemente. Me incorporo, doy la luz como de costumbre. Estoy sofocado, con laboca seca. Por la mañana, se ha desvanecido en cierto modo mi terror. La puerta delcuarto permanece intacta y es preciso que llame a Laura.

  —Querida Laura—le digo—, ¿quieres por favor abrirme la puerta? Acaba deescurrírseme la llave al pasillo, ¿la ves? Sí, por ahí debe estar. Fué ahora mismo.

Los periódicos de la tarde han lanzado sobre mi alma la más feroz y despiadada de lasmaldiciones, me han sumido en el más negro de los estupores, pregonado la másinfame de las ignominias. A partir de hoy, día 17 de marzo, un aterrador misteriopresidirá mi vida. Acabo de leer con espanto: "Caballero profesionista asesinadoarteramente en su lecho. La policía inicia las pesquisas, esperándose que en eltranscurso de las veinticuatro horas sea localizado el asesino".

Estoy perdido. Bajo una maldición bíblica.

Marzo 18 

Tranquilidad y valor me faltan para continuar refiriendo los acontecimientos de estosdías. Siendo un alma vendida al demonio, ignoro siquiera a qué precio fue enajenada.O por voluntad de quién. Debo morir, pues, morir cuanto antes o nadie puede prever loque sobrevendrá más tarde. Sin embargo, y en la medida que me sea posible,continuaré narrando los hechos. En tanto recobre el valor necesario para suprimirme ysalvar a la sociedad. Yo, yo, Rómulo Pimentel, ¡Qué increíble! Pues el sueño de anochefue como sigue:

Salgo del teatro aproximadamente a las diez de la noche. En torno mío la gente hablaacaloradamente del espeluznante suceso. Fuera, un puñado de mozalbetes ofrecen alpúblico la edición de la tarde con los últimos pormenores. Compro el periódico y aceleroel paso. Después, detengo un taxi. Cinco o seis calles más adelante suena un violentoestampido y se detiene el vehículo: acaba de estallarle un neumático. Pesarosamenteme lanzo a caminar avenida adelante, por entre una doble hilera de corpulentosárboles. Qué desdichado me siento. Cruza un policía a mi lado, con un pitillo entre loslabios. Lo saludo y él se vuelve a mirarme. De pronto, al dar vuelta a una esquina, ungrito de horror me obliga a detenerme.

 —¡El asesino! ¡Ahí va el asesino, prendedle!

Trémulo de pánico miro al interior del automóvil de donde ha partido el grito. Es una  joven mujer, muy bella, con un rico collar de perlas. Debe aguardar a alguien. ¿A sumarido? El radio anuncia en voz baja los acontecimientos. Da instrucciones. No sé quéhacer. La mujer me observa con aterrados ojos y deja escapar otro grito, aún másangustioso:

 —-¡El asesino! ¡El asesino! ¡El es sin duda!

Entonces abro la portezuela, admitiendo que debo actuar sin demora. Por alguna parteuna luz se ha encendido. Penetro en el automóvil —deliciosamente perfumado— ycubro el rostro de la mujer con mi bufanda. Ella grita, grita, forcejea, me golpea en el

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rostro una, dos veces y por fin, calla. Su brazo abandona al mío. Se desploma. Debohaberla estrangulado.

Inútil ya después de esto referir lo que toda la ciudad sabe. Por lo pronto, durante todoel oscuro día de hoy he permanecido en cama.

Marzo 19 

Ya no clasificaré mis sueños, sino mis crímenes. ¡Ignominiosa cosa! Mas el de hoypermitidme que lo calle. Es demasiado inicuo; demasiado inútil. Sólo quisiera asentarque jamás jamás mientras exista olvidaré los claros ojitos del niño implorando piedaddesde su asombro. Qué sabía él de muerte; ni de vida. No obstante, presentía conintuición misteriosa que algo extremadamente grave estaba por ocurrirle. "¡No melastime!" —eso fue todo. Estúpida, imperdonable iniquidad. Siento como si la última florsobre la tierra se hubiera tristemente marchitado. ¿Dónde está la piedad, Dios mío?¿Dónde estoy yo, que ni me encuentro?

Marzo 23 

Han transcurrido los días más terribles de mi vida. ¿Suprimirme es el remedio? No medecido. ¿Entregarme? No sé a quién. De hora en hora difiero la solución de este asuntoinfame, al cual jamás lograré sustraerme. A nadie culpo. Ya no leo los periódicos, niintento salir a la calle. Conmigo mismo—¡con él!—me encierro en mi escritorio dedicadoa reflexionar durante horas enteras. Yo soy el asesino; soy él, a quien todos buscan. Yestas manos son las más odiadas del universo. ¿Habré perdido el juicio? ¿Osimplemente será un largo sueño lo que ocurre? Hermoso sueño sería, el más dulce detodos. A veces busco en los ojos de Laura la respuesta definitiva. ¡Desdichada Laura!Tan pronto cae la tarde, la veo cerrar sigilosamente las puertas, asegurar los postigos,dar vuelta a las llaves y estremecerse en silencio, a solas con el asesino. Si ellasupiera. ¡Criatura! Ojalá y alguna tarde de éstas se resolviera a decirme:

  —¡Qué locura, tío! ¿Pero de qué está usted hablando? Si jamás vivió la ciudad unaépoca más próspera y tranquila.

Probablemente mañana mismo me suprima. Estoy elaborando un plan. Lo del médico lohe abandonado. Desdichada y trágicamente me encuentro en mi sano juicio.

Marzo 27 

Tres aciagas noches. De mi vil cobardía me avergüenzo. He salido un momento al  jardín, mas todo se me ofrece extraño, ajeno. Comienzo a sentirme a gusto en lastinieblas, como los delincuentes natos. Con frecuencia permanezco largas horas en lacama, inmóvil, sin dar la luz. Mi oído se ha aguzado; y mi tacto. Sé defenderme,sospecho. Mas imploro de los altísimos cielos un rastro de compasión siquiera.

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permanezca en cama. Mi criada ha avisado al doctor y el doctor dictaminó que deboalimentarme bien, dormir mejor y abstenerme de toda emoción violenta. Que el campo ylas nuevas flores me sentarían de maravilla.

  —Especialmente dormir —ha dicho—. Dormir hasta donde sea posible, como si se

tratara de una criatura.Infames emociones, infames flores e infame sueño. Tres veces estuve hoy a punto dedesplomarme, logrando recuperarme no sé de qué modo. ¡Santo, bendito doctor! Micriada solloza por las noches; a veces tiembla, mirándome con estupor a los ojos. Sí,estoy grave; alcanzo a darme cuenta.

Abril 4 

Durante una hora escasa de sueño en que caí mortalmente vencido esta tarde ocurrióalgo por demás misterioso. Me hallaba yo en este cuarto con Laura y le dictaba una

carta desde la cama. Laura no era propiamente ella, sino que tratábase de una mujeranciana y fea, con un rubio vello sobre los labios y unos ojillos tan redondos yminúsculos como la cabeza de un alfiler. Cuando la carta estuvo concluida, le dije:

 —Deposítala en el correo, pues como habrás visto se trata de una noticia muy urgente.

Y Laura poniéndose en pie, me mostraba con amargura su horrible pecho desnudo,lleno de resecas cavernas, en el centro del cual ostentaba una rosa. Al preguntarle yoqué significaba aquéllo, me respondía:

 —Si es el santo de mi novio, tío. ¿Acaso lo había olvidado?

Después echaba a andar y sus piernas crujían como los goznes de una antigua puerta.

 —¿Sufres?—le preguntaba. —En lo absoluto, tío. Es este maldito reuma que ha vuelto a fastidiarme.

La hacía leer rápidamente la carta, obsequiándole en seguida unas monedas por si sele apetecía comprar golosinas en la calle.

 —Anda, anda, date prisa y que el señor Galisteo la reciba hoy mismo.

Y ella, con lágrimas en los ojos:

  —Es usted un santo, no hay duda. ¿Por qué tantas deferencias con ese señorGalisteo?

Al despertar, mi criada sumamente afligida se hallaba a mí lado, asegurando que misgritos la habían llenado de sobresalto. Verificado este sueño, creo que no debo hacersino esperar. Quizás la suerte esté echada, a juzgar por el contenido de la carta, en lacual yo, personalmente, trasladaba al señor Galisteo mi propia y espantosa denuncia.

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Abril 7 

Como me lo esperaba, la carta llegó a manos del señor Galisteo, quien estuvo hoy avisitarme. No sé cómo tuve ánimos para no soltarme a llorar en sus brazos. ¡Y quégeneroso y tierno es el espíritu humano! No quiso probar el anís. Que sospecha de mí,

asegura. Bajo, inmundo ser en que me he transformado. Ya no siento odio. Siento comosi una flor me creciera entre los labios, convertida deliciosamente en una dulce sonrisade cinismo. Mas el señor Galisteo no se percató, limitándose en cambio a ordenar contoda energía que custodiaran mi casa. Ahí están, por cierto, paseando sin cesar, bajo laimplacable lluvia. Y bajo la lluvia estará también Laura, con su linda boca llena de tierra.Que me atraparán —eso dicen los diarios. Pero yo respondo que no: la habilidadhumana tiene sus límites. Excelente amigo, este Galisteo. A menudo pienso en él, sinproponérmelo. Me encantó su sonrisa, su magnífico mal humor. Estábamos frente afrente como dos fieras. ¡Y no pudo ocurrírsele ni por un momento que la carta hubiesesido escrita por Laura! Ingenuidad de aquellos que caminan aún sobre la tierra. De losque estiman que las cosas son bien sencillas. Vive, muere —afirman. Y suponen que

son las dos únicas alternativas. Entendí perfectamente eso de las pruebas: el papel. Enefecto, debí emplear un papel distinto al que ordinariamente utilizo o, bien, alpresentarme yo a Galisteo y escribir mi nombre y domicilio debí echar mano del papelde su oficina. Pero no me atraparán, duerman tranquilos. ¡Bajo mi palabra!

Abril 8 

Definitivamente, como era de esperarse, caí enfermo. El doctor ha vuelto y preguntó pormis familiares. "Tuve uno—le dije—, pero ha muerto". Entonces se encogió de hombrosy extendió su receta. Al salir, le oí hablar en voz baja con la criada en un tono solemne ymortuorio. A ella la oí trajinar en la cocina hasta muy entrada la noche. Comienza a

hacer calor. Va a ser una primavera insufrible.

Abril 10 

Punto final. Hoy será el último día de estas Memorias. La escasísima reserva de fuerzasque me resta la emplearé para desearle ¡buena suerte, Galisteo! Voy a morirme, lo cuales simple, muy personal e inevitable. Pero no lo olvide usted, señor Galisteo: cuando sele apetezca y tenga un tiempo libre, venga a visitarme. No estoy chiflado, descuide, sinoque tengo algo realmente importante que comunicarle. Si necesita ayuda de cualquieríndole, confíe en mí. No temo a la muerte, ni lo piense. A través de mi inútil vidapractiqué el bien mientras me fue posible y jamás supe de odios o malas pasiones.Venga, si hay tiempo, una tarde de éstas y no le importe que se mofen de usted en losperiódicos. Sucede a menudo que los hombres más sabios resultan a fin de cuentas losmás tontos. Si tiene humor, le haré sonar un rato el piano. ¿No conoce a Haendel? Esuna bella música. Adiós".

Cuando Galisteo estuvo de regreso en su casa aquella inolvidable noche, permaneciólargo tiempo en su cuarto con la luz encendida y la ventana entreabierta. Era una tibia

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noche de abril en que las altas ramas de los árboles se mecían ceremoniosamente, lasestrellas resplandecían en el cielo y una secreta ansia agitaba a los corazones jóvenes.El no era joven y, sin embargo, apetecía respirar el aire puro, tropezarse con algún viejoamigo y vivir tanto tiempo como le fuera permitido. Dispersas en la alfombra o apiñadas

en un rincón de la chimenea sin lumbre aparecían las cenizas del extraño Diario delprofesor Pimentel. Negros y entintados titulares oscurecían aquella tarde la primerapágina de los diarios, informando de un nuevo crimen aún más inexplicable y cruel quelos anteriores. ¡Desdichado Pimentel! Y qué piedad le inspiraba ahora a través de suscándidas y atormentadas páginas, de aquel mundo absurdo, incoherente y lamentable.Algo por demás dramático. Comprobada ya de sobra su evidente perturbación mental,le deseaba una rápida y bienhechora muerte; es cuanto se le ocurría.

Y pasada la medianoche, con la ventana todavía entreabierta, se durmió. Y en sueños,a lo largo del inasible reino de la niebla, alcanzó a ver lo siguiente:

Que se hallaba ante su mesa de trabajo, un día de tantos, allá en su antiguo puesto dela Inspección de Policía. Un movimiento inusitado de personas que entraban y salíanimpedíale trabajar adecuadamente. Todos hablaban a un tiempo y fumaban. De pronto,sonaba el teléfono y escuchaba a través de la línea la voz tonante del Inspector,recriminándole:

 —No me explico —le decían— su estúpido interés por ese hombre. ¿Puede sabersepor qué no le ha echado mano? Le doy exactamente veinticuatro horas para traerlo a mipresencia, ¿entendido?

Cuando depositaba el audífono ya no estaba en su oficina, sino en el interior de unautomóvil que corría velozmente a lo largo de una carretera. Era de noche. Altos ysilenciosos árboles y ocasionales grupitos de luces verdes cruzaban ante sus ojos. Decuando en cuando, un puente; lejana, la inmensa sombra de un precipicio. Debía ser un

viaje muy largo, sin duda. El chofer, por su parte, guardaba un inexplicable silencio, sinimportarle lo que Galisteo le preguntaba. Tuvo al punto un repentino sobresalto:¡Pimentel!

Mas el hombre continuó imperturbable.

 —¡Pimentel!... ¿Qué hace usted ahí con las manos llenas de sangre?

No era propiamente sangre a lo que Galisteo se refería, sino unos guantes guinda depunto con los que el chofer se protegía las manos. Galisteo se inclinó sobre el asientodelantero tratando de reconocerle el semblante; mas era tal la oscuridad de la nocheque nunca alcanzó a identificar al individuo. Sin embargo, tenía la certeza absoluta deque Pimentel lo acompañaba; se lo decían sus sentidos. Y admitió ya sin ningún reparoque corría el más grave riesgo.

Transcurrió el tiempo, no siempre importante en los sueños, y el automóvil se detuvofrente a una pequeña choza cubierta de nieve. El chofer se apeó rápidamente y le abrióla portezuela al detective, quien descendió sin lograr descubrirle aún el rostro a suacompañante. En seguida golpeó una, dos veces a la puerta de la choza. Al tercergolpe, la puerta cedió y Galisteo se halló de manos a boca en una regular estancia,sobrecargada de humo. Sentado en una silla dorada, con los brazos sobre el pecho,

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aparecía Pimentel mirándole. No supo a qué atribuirlo, pero Galisteo experimentó deinmediato una aguda desazón en virtud de esta mirada. Fríos, estáticos ojos que lepenetraban. El quería objetar algo, protestar acaso, mas a ningún precio lo conseguía.Quiso escapar tal vez; inútil. Vio al fondo, suspendida de un muro, una pesada

escopeta, pensando instintivamente en tomarla y disparar sobre aquellos inaguantablesojos que lo angustiaban hasta las lágrimas. Amaneció, volvió a anochecer y ni uno niotro se movieron. Un creciente impulso de matar y un desmesurado pánico a morir loapresaron alternativamente. Y el profesor que se endereza y echa a andar como unsonámbulo. Galisteo se hace a un lado, mirándole pasar y desaparecer por fin rumbo alcampo.

  —¡Pimentel! —grita entonces Galisteo, reparando en la inicua soledad que le hadejado—. ¡Pimentel, vuelva usted, se lo ruego!

Su voz es débil y ridícula, como la voz de una gallina.

 —¡Por piedad, Pimentel! ¡Vuelva usted, soy Galisteo!

Corre trémulamente hacia la puerta y se halla de golpe frente a la oscuridad misteriosa. —¡Pimentel, vuelva y no le haré nada!

Se dirige al muro, empuña con ansiedad la escopeta y sale a escape por entre losárboles. Se ha internado ya en el corazón del bosque. Sus gritos repercutensonoramente como los de una espantosa tormenta. A intervalos, bandadas de pájarosasustados huyen de las copas de los árboles. Tropieza, cae, vuelve a incorporarse.

 —¡Pimenteeel! ¡Pimenteeel!

Y cosa extraña, el eco le devuelve otro grito que le hiela la sangre en el cuerpo.

 —¡Galisteooo! ¡Galisteooo!

Es un juego diabólico que no comprende. Mas reparando de pronto que está dormido,sonríe. "Debería despertar, pues esto me parece demasiado inaudito". Pero corre ygrita, poseído de una rara soledad.

 —¡Pimentel, soy yo, responda!

Y responde el eco:

 —-¡Soy yo... Galisteo!

Encamínase hacia el lugar donde supone que el profesor debe hallarse, mas en vez deél tópase con un perrazo amarillo que se pone a ladrar doloridamente. Otro grito máspróximo y un perro más, este ya más escuálido. Pronto el bosque se puebla deincontables perros amarillos que ladran escandalosamente por entre los troncos. Unpánico sin límites lo atenaza. Ya no persigue: huye. Y súbitamente se hace el silencio,encontrándose, no sabe cómo, ante una pelada cresta que se recorta en el cielo. Abajo,el pueblo dormido titila como un segundo firmamento. Y Pimentel allí, de espaldas,mordiéndose las uñas. Galisteo avanza desconfiadamente, procurando que no trisquenlas hojas, pero el césped está cubierto de basura y gime pesadamente bajo sus plantas."Me descalzaré. Es lo más sencillo". Y se descalza. El rumor es ahora más blando,aunque no tanto como para que el profesor no lo advierta. Ya está a pocos pasos de él.

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Entonces Pimentel se vuelve y Galisteo ahoga un grito: un ser horrendo y beodo locontempla, tambaleándose. Y es Pimentel —a qué dudarlo. Sus ojos brillan como en elfondo de un vaso. Se halla perfectamente desnudo, mostrando sus estrafalarias piernaspor donde ascienden a toda prisa rojos ejércitos de hormigas. O no, no está desnudo,

sino parcialmente cubierto por las hormigas. Lo que él suponía en un principio unacamisa de noche resulta al fin otra cosa.

 —Pero Pimentel...

Y el profesor se levanta y con voz gangosa profiere:

 —Me ha hecho esperar demasiado, vea. Ya me han comido las hormigas.

Y tras una pausa:

 —Pero no se compunja. A propósito, ¿cuándo amanecerá?

Galisteo da un paso atrás. Las hormigas descienden ahora del cuerpo del beodo y seencaminan rabiosamente hacia él. Comienzan ya a treparle por las pantorrillas. Trata en

vano de escapar: el peñasco en que se encuentran escasamente le ofrece pie. Unformidable abismo se abre a su alrededor. Grita, quiere otra vez despertar. Y la voz dePimentel, más persuasiva que antes:

 —Bah, esta vez sí no se me escapará.

Galisteo empuña la escopeta y apunta resueltamente hacia el profesor. Las hormigas lehan invadido ya el vientre y comienzan a aprisionarle los brazos. Un intento de disparar;dos: la escopeta se niega. Otro más. "Debí haber traído la carga". Y Pimentel que seadelanta. En un supremo esfuerzo por defenderse del monstruo, Galisteo se aferra confuerza a sus brazos y después a su tórax. Forcejean un buen rato, tratando dederribarse mutuamente, y están a punto de caer. Lejos, demasiado bajo, apunta el sol.

  —¿Pero está usted loco, Pimentel ? Podemos caernos al patio, ¿o no se ha dadocuenta?

Y caen, no al patio, sino al vacío. Primeramente sus rostros golpean contra las rocas,después contra unos resecos arbustos, por fin, contra algo blando y frío que pudiera seruna cascada o una arboleda. Y el fin, siempre tan natural e incomprensible.

Hoy mismo, quizá mañana, antes de un mes desde luego, la casa del profesor demúsica Rómulo Pimentel estará en venta. Y en cuanto a la de Galisteo, acaban en estepreciso instante—las once y media de la mañana—-de trasladar las ofrendas fúnebres

al interior del edificio. Por lo demás, la ciudad vive su vida —tediosa, lóbrega, inútil—,mas sin sobresaltos.

Dos hombres de bien, enteramente común y corrientes, entregaron sus almas al Señor.

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Índice 

LA POLKA DE, LOS CURITAS ......................................................................................... 5

 AUREOLA O ALVEOLO .................................................................................................. 23

USTED TIENE LA PALABRA ......................................................................................... 41

CICLOPROPANO ............................................................................................................... 53

MÚSICA DE CABARET .................................................................................................... 71

EL TERRÓN DE AZÚCAR .............................................................................................. 79

 T.S.H......................................................................................................................................101

EL MAR, LA LUNA Y LOS BANQUEROS .................................................................119

LA SEMANA ESCARLATA ............................................................................................137

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Francisco Tario

ESTE LIBRO SE ACABO DE IMPRIMIR EN LA EDITORIAL CULTURA, T.G., S. A., EL DÍA 28 DE ABRIL DE 1952. EN SU

COMPOSICIÓN SE EMPLEARON TIPOSGARAMOND DE 12 PUNTOS. LAEDICIÓN ESTUVO AL CUIDADO DERAFAEL LOERA Y CHAVEZ