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11 Números 16-17 enero-junio – julio-diciembre 2103 Tolerancias excluyentes y excluidas. Un apunte genealógico Exclusive and excluding tolerances. A genealogical record Antolín Sánchez Cuervo* Resumen En este trabajo se retoma el tema de la tolerancia que, como señala el autor, tie- ne una realidad tan vieja como la misma convivencia humana. Lo que se plasma en cada línea es la denuncia de un mundo en el que no se toleran las diferen- cias y se tolera la marginalidad de las diversidades; en este sentido, se destaca la necesidad de desmitificación de la tolerancia moderna, que podemos ejem- plificar muy bien con el trabajo de Las Casas. Recuperando además la impor- tancia de una perspectiva de la tolerancia como una memoria de la intolerancia. Palabras Clave: B. de Las Casas, tolerancia, tolerancia moderna, esfera moral y política modernas, intolerancia. Abstract This paper takes up the theme of tolerance, which as says the author, has a reality as old as human coexistence itself. What is reflected in each line is the complaint of a world where differences are not tolerated and will tolerate mar- ginalization of diversity, in this sense, has highlights the need for demystifica- tion of modern tolerance, that we can illustrate very well with the work of Las Casas. Retrieving further the importance of one perspective of the tolerance as memory of intolerance. Keywords: B. de Las Casas, tolerance, modern tolerance, modern moral and political sphere, intolerance. Toda fenomenología de la tolerancia pasa por una experiencia más o menos afir- mativa de la diferencia. Tolerar significa asumir, aceptar o reconocer de alguna manera lo diferente, lo plural, lo diverso, como requisito imprescindible para la convivencia humana. Ahora bien, caben sin duda muchos grados de reconoci- miento de esa diferencia. Tolerar proviene del latín tollere, que puede traducirse por soportar, de manera que la tolerancia tendría una connotación más bien ne- gativa o restrictiva, ligada a la convivencia pacífica entre sujetos potencialmen- te beligerantes, ya sean individuales o nacionales, más que a una interacción o interpelación comunicativa entre unos y otros. O al menos estaría mayormente ligada al soportar que al comprender, aun cuando lo segundo deba ser, teórica- mente, meta de lo primero. 1 Quizá sea este el sentido que mayormente ha de- * Instituto de Filosofía, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madrid) 1 Tomo la distinción entre estos dos momentos de la tolerancia del libro de Carlos Thiebaut De la tolerancia: “La constelación de la tolerancia impone esa doble condición. El primer requisito nos impone una limitación dirigida

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Números 16-17 enero-junio – julio-diciembre 2103

Tolerancias excluyentes y excluidas. Un apunte genealógico

Exclusive and excluding tolerances.A genealogical record

Antolín Sánchez Cuervo*

ResumenEn este trabajo se retoma el tema de la tolerancia que, como señala el autor, tie-ne una realidad tan vieja como la misma convivencia humana. Lo que se plasma en cada línea es la denuncia de un mundo en el que no se toleran las diferen-cias y se tolera la marginalidad de las diversidades; en este sentido, se destaca la necesidad de desmitificación de la tolerancia moderna, que podemos ejem-plificar muy bien con el trabajo de Las Casas. Recuperando además la impor-tancia de una perspectiva de la tolerancia como una memoria de la intolerancia.

Palabras Clave: B. de Las Casas, tolerancia, tolerancia moderna, esfera moral y política modernas, intolerancia.

AbstractThis paper takes up the theme of tolerance, which as says the author, has a reality as old as human coexistence itself. What is reflected in each line is the complaint of a world where differences are not tolerated and will tolerate mar-ginalization of diversity, in this sense, has highlights the need for demystifica-tion of modern tolerance, that we can illustrate very well with the work of Las Casas. Retrieving further the importance of one perspective of the tolerance as memory of intolerance.

Keywords: B. de Las Casas, tolerance, modern tolerance, modern moral and political sphere, intolerance.

Toda fenomenología de la tolerancia pasa por una experiencia más o menos afir-mativa de la diferencia. Tolerar significa asumir, aceptar o reconocer de alguna manera lo diferente, lo plural, lo diverso, como requisito imprescindible para la convivencia humana. Ahora bien, caben sin duda muchos grados de reconoci-miento de esa diferencia. Tolerar proviene del latín tollere, que puede traducirse por soportar, de manera que la tolerancia tendría una connotación más bien ne-gativa o restrictiva, ligada a la convivencia pacífica entre sujetos potencialmen-te beligerantes, ya sean individuales o nacionales, más que a una interacción o interpelación comunicativa entre unos y otros. O al menos estaría mayormente ligada al soportar que al comprender, aun cuando lo segundo deba ser, teórica-mente, meta de lo primero.1 Quizá sea este el sentido que mayormente ha de-

* Instituto de Filosofía, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madrid) 1 Tomo la distinción entre estos dos momentos de la tolerancia del libro de Carlos Thiebaut De la tolerancia: “La

constelación de la tolerancia impone esa doble condición. El primer requisito nos impone una limitación dirigida

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sarrollado la tolerancia a lo largo de su andadura moderna. Si nos fijamos en sus orígenes bajo una elemental mirada desde sospecha, la tolerancia emerge como una virtud ligada al nuevo espacio público que se configura en Europa, en la estela de la Reforma y que emerge bajo la necesidad de la contención de conflictos novedosos. Tolerancia –apunta Carlos Thiebaut en este sentido:

designa, por antonomasia, las razones y las formas de evitar un conflicto social y religioso que hace imposible el ejercicio de la soberanía y del poder político en la Europa tardorrenacentista tras la Reforma (1999: 38). […] La tolerancia, podríamos decir, es un reactivo o un anticuerpo contra una forma de entender el espacio pú-blico ―una forma que era desconocedora de la pluralidad de creencias― en el mo-mento mismo en que ese espacio de constituye en la Modernidad, un reactivo que configura ya estructuralmente ese espacio (45).

La tolerancia se conceptualiza, así, al hilo de los conflictos políticos y reli-giosos que han generado los nacientes Estados y el ejercicio de sus respectivas soberanías, de las dificultades que arrojan los nuevos desafíos de la seculariza-ción y la amenaza de lo extranjero. Y también, por supuesto, de la emergencia de la economía capitalista y del individuo burgués, uno de cuyos rasgos fun-damentales es la propiedad. La tolerancia, una de las grandes virtudes del in-dividuo moderno, empieza a definirse en el marco de una nueva constelación de problemas políticos, religiosos y económicos, de fronteras geográficas y de estratos sociales. Su principal finalidad no será otra que la contención de beli-gerancias latentes, quedando íntimamente ligada a la violencia de la Moder-nidad; especialmente aquella que se configura en torno a la construcción de la subjetividad. En este sentido, guardará una estrecha relación con ―por así de-cirlo― las grandes contracciones subjetivas de la razón moderna:

En primer lugar, con el interés particular de los individuos más que con el bien común, aun cuando dicho interés se inserte en un tejido de reciprocidades complejo, que la mentalidad contractualista pronto querrá codificar en el ám-bito de la justicia. El contrato entre las partes, el pacto equitativo entre unos y otros, recogerá el momento restrictivo de la tolerancia formulando principios racionales de justicia abstractos y válidos para la regulación imparcial de los intereses particulares en juego. Desde este punto de vista, el bien común sería una especie de constructo trascendental o un concepto meramente formal ―y por tanto ficticio― que tiende a disolverse en términos de simetría o alienación voluntaria. La tolerancia sería entonces la virtud que realiza en el ámbito mo-ral ―tanto privado como público― aquello que el contrato plasma en la esfera legal. Ambos trazarían un camino de ida y vuelta, complejo pero cerrado sobre sí mismo, entre el interés particular y una teórica ―e irrealizable― volonté gé-nérale. Dicha tensión entre las esferas moral y legal puede ser tan fecunda como la que plantea Kant sobre la base de su filosofía moral, de su criticismo y de la concepción del mundo que se articula en torno a su distinción entre fenómeno y noúmeno. Dicho camino de ida y vuelta puede asimismo encontrar formu-laciones singulares a través de planteamientos organicistas como el krausista, cuyo liberalismo tiene, por eso mismo, una marcada proyección social, siendo el Estado responsable de garantizar, no ya una relación armónica o equitati-va entre los individuos, sino también sus mismas condiciones de posibilidad

a nosotros mismos y nos solicita restringir algunas de nuestras creencias que no debemos considerar absolutas por encima de la convivencia. Es el requisito de la tolerancia negativa. El segundo nos reclama una forma de presenta-ción de nuestras creencias y de sus razonasen el espacio público; es el de la tolerancia positiva. El primer requisito es el de la tolerancia del soportar; el segundo el de la tolerancia del comprender” (1999:43 y ss.).

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como tales, incluyendo las más básicas como el alimento, el trabajo y la educa-ción. Un encuadre de los tópicos de la tolerancia moderna bajo la concepción krausista del Estado, la sociedad y el derecho podría ser en este sentido pro-blemático; hasta el punto, incluso, de invitarnos a matizar severamente dichos tópicos ―sin ir más lejos, el de la primacía del interés particular sobre el bien común y la estrecha conexión de esta con el contractualismo, tan cuestionado por dicha concepción―, pero no dejaría de ser un planteamiento relativamen-te excepcional, así como deudor de una cosmovisión idealista y decimonóni-ca, asentado por tanto en una horma esencialista y especulativa ―el llamado “panenteísmo”― que no deja de coartar y restringir el derecho a la diferencia. En todo caso, en el siglo xix la tolerancia moderna ya se habrá consolidado en términos de respeto a la soberanía del individuo entendido como un fin en sí mismo, y a la imparcialidad o simetría en las decisiones libres, en aras de una convivencia soportable. El bien común sería algo dado por añadidura.

En relación con lo anterior, la tolerancia moderna está ligada, en segundo lugar, a la libertad y la igualdad, mucho más que a la fraternidad. Su eje fun-damental no es otro, de hecho, que la libertad del individuo y su equidigni-dad respecto de los demás individuos, con los que está destinado a convivir. La tolerancia es entonces la virtud que permite modular las diferencias insal-vables que existen entre los individuos libres, quienes previamente han con-sensuado un conjunto de principios y de normas elementales de convivencia, llamadas además a proyectarse universalmente. Ahora bien, si la tolerancia se define en función de la libertad y la igualdad, ¿qué sucede con la virtud de la fraternidad? ¿Por qué esta resulta en apariencia insignificante o irrelevante a la hora de acotar la semántica de la tolerancia? Según se desprende de un va-lioso estudio de Antoni Domenech (2003), porque desenmascara, precisamen-te, las restricciones de dicha libertad e igualdad, poniendo en tela de juicio a esa misma semántica. A la luz de la fraternidad, tal y como fue invocada en el horizonte de la Revolución francesa, libertad e igualdad habrían sido hasta entonces promesas incumplidas, en la medida en que habían sido patrimonio exclusivo de aquellos individuos que pueden gozar del nuevo estatuto de ciu-dadanos sin que ninguna tutela, servidumbre o distinción legislativa se lo im-pida. Conscientes de la injusticia de esta limitación, tanto Robespierre como Marat, entre otros, apelarían a partir de 1790 a la “fraternidad”, entendida como una universalización de la libertad y la igualdad; como una extensión de las mismas a aquellos sectores de la sociedad que se habían visto privado de ellas por la persistencia de estratificaciones sociales y hábitos políticos carac-terísticos del Antiguo Régimen, al amparo de discriminaciones liberales como la de Montesquieu cuando distingue entre loi civile y loi de famille, impidien-do con ello una aplicación universal de la ley civil, con la consiguiente aboli-ción del despotismo patriarcal. Conforme a esta distinción, el universo de la tolerancia, al igual que el de cualquier otra virtud ligada a la libertad y a la igualdad modernas o a la esfera moral del individuo ilustrado, resultaba in-accesible para quienes quedaban excluidos de dicha ley, en la medida en que necesitaban “depender de otro particular para subsistir”. ¿Quiénes, concreta-mente? “Los desposeídos, los campesinos acasillados, los criados, los domésti-cos, los trabajadores asalariados sometidos a un ‘patrón’, los artesanos pobres, los aprendices, los oficiales, las mujeres […]” En una palabra, “la ‘canalla’” o todos aquellos sujetos declarados menores de edad a perpetuidad y “quienes, para vivir, necesitan depender de otro, pedirle permiso”, porque ni tienen ni

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pueden tener una propiedad (Domenech, 2003: 84 y ss.). Fraternidad signifi-cará en este sentido apelación a la “universalización de la libertad/igualdad republicana” (85) frente a su reducción a “libre ejercicio de la industria y del trabajo” (81), lo cual “quiere decir también: elevación de todas las clases do-mésticas o civilmente subalternas a una sociedad civil de personas plenamen-te libres e iguales. Lo que implica: allanamiento de todas las barreras de clase derivadas de la división de la vida social en propietarios y desposeídos. Lo que implica: una redistribución tal de la propiedad, que se asegure universal-mente el derecho a existir” (85).

Por eso la tolerancia, en tercer lugar, es un asunto que se ventila entre pro-pietarios. Está ligada a la propiedad ―ya sea individual o nacional― más que a la comunidad, aun cuando aquella sea reconocida como un bien imprescindi-ble para la convivencia. No olvidemos que el libre examen de los textos religio-sos como figura precursora de la tolerancia y el capitalismo incipiente fueron fenómenos cuando menos contemporáneos, al amparo del nuevo espíritu pro-testante. Pero, más allá de la irradiación de este último, tolerancia y propiedad guardarán una complicidad semántica obvia, en la constelación de la justicia y la política modernas. Incluso un pensador de vocación abiertamente democrá-tica, que no deja de proyectar sombras en pleno siglo de las luces, como Rous-seau, inhibirá en Du contrat social el potencial crítico que había encontrado en el constructo de un estado natural planteado en el Discours sur l’origin et les fon-dements de l’inegalité parmi les hommes. La desigualdad, que en esta última obra emanaba de la pobreza o la riqueza acumulada de manera ilegítima ―es decir, de la invención de la propiedad―, se acabará asimilando en Du contrat social a un incumplimiento de la isegoría o a una asimetría en las decisiones libres, en la que la relevancia crítica de la propiedad queda desdibujada. El origen de la desigualdad ya no residirá en la acción perversa de aquel impostor ficticio que “se decidió a decir Esto es mío y encontró a personas lo bastante simples para creerle”, anunciando con ello toda suerte de “crímenes”, “guerras” y “horrores” (Rousseau, 2002: 276), sino en la falta de equidad a la hora de aplicar princi-pios procedimentales abstractos y preestablecidos, ajenos a fenómenos históri-cos como el de la división del trabajo o el de la acumulación de capital. Por eso en Du contrat social ya no es la propiedad, legítima e indisociable de la libertad civil, sino “la posesión, que es sólo el producto de la fuerza ―o sea, el derecho del primer ocupante―” (44), lo que puede traducirse en injusticia. Es decir, la propiedad se trueca en posesión por la fuerza. Ambos términos dejarán de ser intercambiables para señalar cosas distintas. La reconquista del “estado natural” con los instrumentos de la razón ―libertad e igualdad― se logrará entonces a costa de renunciar a la crítica de la propiedad, o a disolver esta en una crítica de la asimetría entre las partes. La tolerancia será una de las virtudes que reco-ja este nuevo sentido de la equidad.

En cuarto lugar, la tolerancia es una virtud estrechamente relacionada con la autonomía, mucho más que la heteronomía. Entendida como el logro de un equilibrio entre sujetos que se autodeterminan moralmente, recoge, ciertamen-te, algo tan caro para la convivencia como la independencia de la conciencia en todos los ámbitos ―epistemológico, moral, político, religioso, económico…―; pero al mismo tiempo es miope ante algo asimismo imprescindible para aque-lla como la inter-dependencia o como todas aquellas formas de heteronomía que no surgen de la sujeción autoritaria o del oscurantismo religioso, sino de una alteridad interpeladora. Autonomía y heteronomía no tendrían por qué ex-

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cluirse, tal y como supone la tolerancia moderna cuando plantea la hipótesis de un individuo aislado o en estado puro, objetivación abstracta, en realidad, de un sujeto tan concreto como el nuevo individuo burgués, que aspira a univer-salizar sus intereses particulares mediante constructos complejos como el de sujeto trascendental en el ámbito epistemológico, o los de la autonomía y la to-lerancia en el ámbito moral. O, si se prefiere, dichos constructos son expresión de una “racionalidad autoconservadora” que acoge el mito en la civilización a través de la astucia, tal y como apuntarán Adorno y Horkheimer, a propósito de Odiseo en tanto que prototipo del “sí mismo” burgués. (1994) Para la tole-rancia moderna, no habrá una distinción clara entre la privación autoritaria de mayoría de edad o de racionalidad comunicativa y la interpelación ―a través, a menudo, del silencio y de la anegación de la palabra― de un otro dañado. La heteronomía se acabará asimilando entonces a la dependencia irresponsable, con la consiguiente exclusión de sus expresiones críticas.

Precisamente por su reticencia a la heteronomía y la alteridad, especialmen-te cuando brota de un otro dañado, la tolerancia moderna está mayormente li-gada, en quinto lugar, a la prudencia que la a denuncia. Aun cuando uno de sus grandes detonantes haya sido la intransigencia religiosa, aun cuando Locke es-criba su Carta sobre la tolerancia sobre el trasfondo reciente de las guerras de re-ligión, con el genio característico de un empirismo siempre reacio al idealismo especulativo y sujeto a la experiencia, se trata de un planteamiento que busca extraer lecciones para el presente, en el que las víctimas de la intolerancia que se denuncia carecen por sí mismas de relevancia hermenéutica –y del que, por cierto, quedan excluidos los ateos (Locke, 1958: 57). Por eso Locke se centra ex-clusivamente en los criterios que deben regir una justa separación entre la Igle-sia y el Estado, en la violencia contra la integridad del individuo que supone toda imposición de credos o doctrinas, y en el respeto inviolable a la convicción interior. El protagonismo de las víctimas, la barbarie significada en su ausencia por el efecto de la guerra, la cárcel, el exilio o la hoguera, o la complicidad de la intolerancia religiosa con otras formas de exclusión, de carácter étnico o so-cial, por ejemplo, carece, en medio de todo ello, de visibilidad.

El camino que la tolerancia moderna recorre desde el rechazo explícito de un daño concreto hasta la articulación de una racionalidad compleja que con-ceptualiza ese rechazo y que culmina en un nuevo sistema de razones supuesta-mente comprometido con un curso alternativo del mundo,2 es sin duda loable; pero al mismo tiempo es sospechoso, pues a lo largo de su decurso, el potencial crítico inscrito en el recuerdo de las víctimas se va esfumando hasta borrarse por completo. Quizá por ello la intolerancia no ha dejado de reproducirse. Con su lógica del olvido, la tolerancia tiende a sacrificar su vocación de denuncia y su capacidad desenmascaradora para integrarse en la semántica del progreso. Es decir, más que en la rebelión contra las experiencias históricas de injusticia y de intolerancia, la tolerancia moderna se reconoce mayormente a sí misma en la regulación moral y política de las necesidades y los intereses de los suje-tos logrados, sus libertades y derechos individuales.

Por eso la tolerancia tiene mayormente que ver, en sexto lugar, con el po-der más que con la emancipación, aun cuando se trate de un poder que, even-tualmente, haya sido capaz de domesticar conflictos o de comprender lo que

2 Del “yo lo ví” al “¡nunca más!”, tal y como lo expone con suma claridad Carlos Thiebaut en su ya citado libro. “Yo lo ví” alude a uno de los Desastres de Goya.

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inicialmente se estigmatizaba bajo la marca de la disidencia o la herejía. La to-lerancia es una virtud indisociable de la soledad irreductible con la que nace el hombre moderno tras la ruptura de la unidad religiosa que le coartaba y al mismo tiempo amparaba, y que no dejará de traducirse en una imparable ob-sesión por el poder, pese a los intentos de reconducir esa unidad por parte de cierto humanismo renacentista. Que la tolerancia moderna se geste como res-puesta a las guerras de religión significa que cuestiona, incluso de manera ra-dical, la identificación del poder civil con instancias religiosas, pero no el poder como tal, el cual quedará más bien resguardado bajo nuevos mecanismos de permisividad. Tanto el individuo como la nación habrán de medir y racionali-zar el estado latente de guerra de todos contra todos, resultante de la disolu-ción secular de la cohesión jerarquizada propia del orden cristiano-medieval y de su fragmentación violenta en los inicios de la Modernidad. La tolerancia será entonces una virtud ligada al ejercicio del poder, más que a la necesidad de emancipación. Aun cuando teórica o idealmente esté llamada a revisar per-manentemente sus propias acotaciones e incluso a sospechar de ellas, no deja-rá de ser una virtud reticente a la incorporación de valores y de criterios que cuestionen los límites de lo tolerado.

En definitiva, bajo una elemental mirada desde la sospecha, la tolerancia moderna aparece íntimamente ligada a una constelación de elementos cuyo eje es el individuo ―el interés particular, la libertad, la igualdad como equi-dignidad respecto de otros individuos, la propiedad, la autonomía, la pruden-cia, el poder―, sin olvidar su analogía con la nación. Es decir, se trata de un concepto de tolerancia que desliza hacia la marginalidad a todas aquellas figu-ras morales y políticas que cuestionan la primacía exclusiva del individuo en el despliegue de la razón práctica. Tal es el caso de figuras como las del bien común, la fraternidad, la heteronomía, la alteridad o la memoria de las vícti-mas, las cuales tienden a infravalorarse, más aún cuanto más ligadas estén a la denuncia, al desenmascaramiento o a la interpelación. De ahí que un plan-teamiento crítico de la tolerancia pase por un rescate de los márgenes que ha generado su configuración moderna y canónica, eminentemente liberal e indi-vidualista. Un recorrido por sus aledaños puede sugerirnos otras maneras de entender la tolerancia.

Una de ellas, entre otras posibles, es la que se vislumbra en los mismos bal-buceos de la Modernidad, en la transición del mundo medieval al moderno que se abre en torno a los grandes debates sobre la conquista y la colonización de América. Bien es cierto que en ellos no llega a desahogarse una reflexión madu-ra sobre la tolerancia, entendida como un concepto moral y político previamen-te acotado y de perfiles más o menos precisos. Pero es obvio que, aun de una manera difusa e incluso irreflexiva, la cuestión de lo tolerable y lo intolerable, de los límites entre lo uno y lo otro, aflora a propósito de la alteridad del indí-gena, ya sea para fundamentar su dignidad y sus derechos, ya sea para argu-mentar a favor de su reducción, su vasallaje o su eliminación. No son de hecho pocos los precedentes y las fuentes conceptuales y discursivas del pensamien-to político moderno que cabría encontrar en dichos debates. Conceptos como los de sujeto y comunidad, justicia y soberanía, identidad y alteridad, o figu-ras como la de los derechos humanos o la de la guerra justa, por ejemplo, ya se dirimen entonces; y no precisamente como una mera intuición germinal de lo que más adelante se desarrollará con plena madurez y bajo una línea de conti-nuidad, sino como elucidación novedosa de unas preguntas y respuestas polí-

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ticas que la Modernidad posterior, bajo sus desarrollos dominantes, más bien soslayará, metabolizará o reconducirá en provecho de sus propios intereses.

La cuestión de lo que Locke codificará como tolerancia forma parte de esa constelación polémica y discursiva dibujada en torno a la emergencia de ese otro extraño y a menudo barbarizado, identificado con el nativo de América. La tolerancia ―y mucho más aún la intolerancia― tiene en realidad una larga his-toria, tan vieja como el lógos si es que no como la propia convivencia humana. Reflexiones más o menos difusas en torno a la misma pueden por supuesto en-contrarse en el mundo antiguo y medieval, en ciertas formas precarias de liber-tad religiosa, instituidas en la Roma decadente, orientadas hacia la cohabitación del cristianismo y el paganismo, o en la convivencia entre cristianos, moros y judíos de la España anterior a los Reyes Católicos, por poner sólo algún ejemplo. Pero, en el debate sobre América, esta reflexión, sin dejar de ser difusa, alcanza una complejidad desconocida hasta entonces, dando lugar a aproximaciones originales y novedosas que después, o bien se deslizarán hacia el olvido, o bien serán absorbidas por la inteligencia moderna conforme a sus propios objetivos.

Un claro paradigma de esta reflexión difusa y marginal, aunque muy pene-trante, sobre la tolerancia, puede encontrarse, por ejemplo, en el planteamiento de Las Casas acerca de los sacrificios humanos perpetrados por los aztecas, cuya existencia, por cierto, no ha dejado de esgrimirse hasta nuestros días como una práctica legitimadora de la guerra justa contra los indios. Si nos fijamos en di-cho planteamiento tal y como se formula en la Apología ―es decir, después de la radicalización de la crítica de Las Casas a la conquista y la colonización de América tras su célebre polémica de 1550 con Ginés de Sepúlveda―, observa-mos que dichos sacrificios son estudiados desde una perspectiva tolerante, en la medida en que constituyen un ingrediente esencial del culto azteca a la divi-nidad, el cual es tan legítimo como cualquier otro; además de que el sacrificio humano también está enraizado en la religión cristiana hasta el punto de que Jesús fue sacrificado por Dios (Las Casas, 1975: caps. 34-39). El planteamien-to no deja de ser, a primera vista, sorprendente. ¿No es el sacrificio de la vida humana una prueba fehaciente de barbarie? ¿No es, acaso, intolerable? ¿Qué significa que un fraile dominico del siglo xvi, en plena colonización y evange-lización de América, no sólo justifique prácticas religiosas paganas y supuesta-mente bárbaras, sino que además tolere que estas se salden con el sacrificio de un bien tan caro para la concepción cristiana del mundo como la vida humana?

La cuestión tiene más enjundia de lo que parece. Resumamos, en primer lu-gar, la argumentación de Las Casas a este respecto. Siguiendo a Todorov (1999: 197-200), comprendería los siguientes puntos:

1. “Todo ser tiene un conocimiento intuitivo de Dios, es decir, de ‘algo que está por encima y es mejor que todas las cosas’ (Las Casas, 1975: 35)”.

2. “Los hombres adoran a Dios según sus capacidades y a su manera, tra-tando de hacerlo siempre lo mejor que pueden”.

3. La mejor manera que cada hombre tiene de mostrar dicha adoración es ofrecer a Dios lo más preciado de lo que dispone, a saber, la propia vida. Es “el meollo del argumento”, que Todorov describe con la siguiente cita de la Apología:

El modo principal de reverenciar a Dios es ofrecerle sacrificios, acto este el único por el que demostramos que aquel a quien los ofrecemos es Dios y nosotros sus súbditos agradecidos. Además, la naturaleza nos enseña

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que es justamente que ofrezcamos a Dios, de quien por tantos motivos nos reconocemos deudores, por la admirable eminencia de su majestad, las cosas más preciosas y excelentes. Ahora bien, según la verdad y jui-cio humanos, ninguna cosa hay para los hombres más importante y pre-ciosa que su vida. Luego la propia naturaleza enseña y dicta a aquellos que carecen de la fe, gracia y doctrina, no habiendo una ley positiva que ordene lo contrario, y encontrándose estos dentro de los límites de la luz natural, que deben inmolar incluso víctimas humanas al Dios verdade-ro o al falso, si es tenido por verdadero, para que, al ofrecerle así la cosa más preciosa, se muestren especialmente agradecidos por tantos benefi-cios recibidos” (36).

4. Así pues, el sacrificio no contradice la ley natural, quedando sus formas y sus objetos al albedrío de las leyes humanas.

De esta manera, Las Casas ―prosigue Todorov― introduciría nada menos que el perspectivismo en el ámbito de la religión, renunciando al asimilacionis-mo característico de la teología de la conquista, que él mismo había defendido antes de la polémica de Valladolid, en favor de una noción de igualdad basada en la universalidad de la religión o de la idea de divinidad, con independen-cia de su concreción positiva. Es decir, con su planteamiento tolerante de los sacrificios humanos, indisociable del derecho de los indios a hablar su propia lengua, a practicar su propia cultura y a conservar la soberanía de sus territo-rios, Las Casas pondría en juego un igualitarismo que ya no gravita en torno a la identidad de los valores europeos y cristianos, sino que lo hace en torno al libre albedrío de las leyes humanas ―aun cuando estas no puedan transgredir las directrices de la ley natural―, substituyendo, así, aun de manera subrepti-cia, la teología cristiana por una suerte de antropología religiosa. La igualdad entre semejantes de culturas diferentes, la unidad de la especie humana, se li-beraría así de restricciones dogmáticas o de hormas conceptuales preestableci-das, restringiéndose a un sentido más bien formal, capaz de albergar y articular semánticas diferentes (Todorov, 1999: 200-204). Las Casas adelantaría así, aun de forma rudimentaria, valores que la tolerancia moderna reclamará y que la Modernidad hará suyos, no sin grandes esfuerzos, como la diversidad cultural y el pluralismo religioso.

Ahora bien, ¿y el derecho a la vida? Si aceptamos que la vida humana es un valor absoluto, ¿con que autoridad moral se podrá legitimar la práctica de sacrificios humanos por mucho que apelemos al relativismo cultural y a la li-bertad religiosa o al derecho de los pueblos a autodeterminarse conforme a sus propias formas de vida? La argumentación de Las Casas se toparía con esta ob-jeción fundamental si no fuera porque no se agota en una reivindicación multi-cultural, en una ampliación del concepto de cultura más allá de sus definiciones conforme a la mentalidad europea o en una relativización del concepto de bar-barie, tal y como se había acuñado en Europa. Si así fuera, el argumento con-cluiría sin más con el reconocimiento de la diferencia como un valor digno por sí mismo, pero pagando el precio de la vida humana. Es decir, concluiría en una absolutización de la libertad religiosa a costa de relativizar el valor de la vida humana. Ciertamente, bajo una primera aproximación el argumento pa-rece quedarse ahí, pero traicionaríamos su significación profunda si no tuvié-ramos en cuenta todo lo que hay implicado tras él. En realidad, la tolerancia

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lascasiana de los sacrificios humanos forma parte de una negación de la into-lerancia del sujeto colonizador a la diferencia encarnada en el indígena, de su imposición anegadora de creencias, hábitos culturales, códigos morales y políti-cos, prejuicios antropológicos y prácticas religiosas determinadas, previamente identificadas con una supuesta universalidad. Forma parte en realidad de una rebelión contra la inhumanidad inscrita en la conquista, de una crítica profun-da de la misma ligada a una negación del colonialismo y a una deconstrucción del poder de papas y príncipes3. La tolerancia lascasiana de los sacrificios hu-manos es en este sentido respuesta a la interpelación de un sujeto dañado por el hecho de ser diferente y de que su diferencia cuestione la identificación en-tre Europa y la universalidad al amparo del discurso a favor de la guerra justa o de las narraciones de los cronistas oficiales.

De todo ello cabe extraer un planteamiento marginal de la tolerancia, que al mismo tiempo que adelanta algunos rasgos de su concepción moderna, los rebasa críticamente. Los rebasa, no porque congenie con un relativismo cultu-ral de impronta posmoderna, sino porque pone en juego una racionalidad crí-tica capaz de soportar mayormente una mirada desde la sospecha, aun a pesar de su carácter difuso y de sus fundamentos conceptuales y filosóficos arcaicos, ligados al tomismo y emparentados con la Escuela de Salamanca. En este senti-do, una relectura de dicho planteamiento a la luz de discusiones actuales como las que giran en torno a la justicia intercultural o la responsabilidad histórica, por ejemplo, podría resultar altamente sugerente. Señalemos algunas aporta-ciones posibles.

En primer lugar, la piedra angular de la tolerancia es la alteridad irreductible de un otro diferente, mucho más que la identidad de un nosotros que ha logrado asimilar sus diferencias mediante el acuerdo con principios básicos de convi-vencia supuestamente universalizables. Aun cuando la humanidad sea “una”, tal y como Las Casas expresa reiteradamente, es la diferencia lo que despierta la virtud tolerante, mucho más que el consenso entre individuos que deciden qué es lo tolerable y lo intolerable, conforme a intereses particulares declarados uni-versales. Que la humanidad sea una significa que todos sus miembros tienen el mismo derecho a la diferencia y que esta es relativizable no sólo desde Europa, sino también desde cualquier otro lugar del mundo, incluso el más periférico.

Su piedra angular es por tanto la diferencia, pero no cualquiera. No se tra-ta, en segundo lugar, de una diferencia más que pueda y deba añadirse al rico patrimonio de la diversidad humana, ampliando sin más sus márgenes de con-vivencia. Si así fuera, el ejercicio de la tolerancia se agotaría en el mero reco-nocimiento de la diferencia, lo cual ciertamente no es poco; pero correría el peligro de desdibujarse o de devaluarse en un relativismo escéptico, una ce-lebración aséptica o acrítica de la pluralidad, o una mirada hacia el diferente desde la indiferencia. Sería la visión de la alteridad característica de aquellas concepciones de la tolerancia basadas en el respeto meramente externo al otro y que, como tal, puede disfrazar o dulcificar paternalismos excluyentes, discri-minaciones étnicas o codificaciones de la diferencia en términos de exotismo. Frente a estas concepciones más o menos neutras de la diferencia, cabe distin-guir una comprensión de la misma en función de su condición dañada, dando lugar a un planteamiento de la tolerancia que gravita en la autoridad moral del

3 En este mismo sentido y a propósito del concepto de “responsabilidad histórica” discurre la reflexión de Reyes Mate sobre Las Casas y la práctica de los sacrificios humanos, contenida en “¿Existe una responsabilidad histórica” (en Reyes Mate, 2007: 354-372).

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sufrimiento de quienes soportan la experiencia de la intolerancia e interpelan, desde ella, a la misma comunidad de individuos que la declara tolerable. Reha-bilita, por tanto, formas no autoritarias de la heteronomía e incluso desenmas-cara autoritarismos larvados de la autonomía moral cuando esta pone el acento en la legitimación del interés particular de sujetos concretos que se declaran a sí mismos universales. Por otra parte, pone límites al relativismo, impidiendo que la mera comprensión de la diferencia sea un valor moral en sí mismo o un criterio incuestionable. Frente a una asunción indiscriminada de la misma, re-cuerda la objetividad del daño, sin dejar por ello de advertir la perversión que puede sufrir este argumento cuando se apela a un mal objetivo para encubrir males mayores. Tal es el caso, precisamente, de la hipotética objeción contra la tolerancia lascasiana de los sacrificios humanos, mediante la que la inteligencia colonizadora persigue una legitimación de la llamada guerra justa. Aun resul-tando problemático el sacrificio de cualquier vida humana, con su planteamien-to tolerante, Las Casas desenmascara el cinismo de dicha objeción.

Se trata por tanto de una diferencia que, en tercer lugar, cuestiona los códi-gos de convivencia vigentes, desenmascarando sus reduccionismos y sus iden-tificaciones opresivas. Deconstruye el concepto de “bárbaro” –y por tanto, el de “civilización”- tal y como se había configurando en el logos occidental y tal y como pervivirá a lo largo de la Ilustración, identificando sobre todo a lo otro de Europa-. Señala así sus servidumbres ideológicas y su significación geopo-lítica al servicio de las llamadas guerras justas, del expansionismo colonizador y de la inteligencia neo-colonizadora. Las Casas puso en este sentido en juego una interpretación de la diferencia de largo alcance: no sólo deconstruyó el con-cepto de bárbaro como eje argumentativo a favor de la guerra justa, sino que además desenmascaró formas de tolerancia vigentes como la asimilacionista ―que él mismo había defendido anteriormente―, según la cual dicha diferencia, aunque deba ser tolerada o no deba rectificarse mediante el uso de la fuerza, no cuestiona la identidad de los valores declarados universales. Por otra parte, Las Casas rompe la identificación, no ya entre lo bárbaro y lo pagano, sino tam-bién entre lo bárbaro y lo extranjero. Es decir, adelantó un diagnóstico crítico de algo tan moderno como las razones de Estado y la identidad nacional, bajo las que lo extranjero será símbolo de aquello que hay que negar. Adelantó por tanto la vulnerabilidad de la tolerancia moderna –al igual que de otras figuras políticas, algunas de ellas tan respetables como los derechos humanos- ante los deberes patrióticos y ante las constricciones derivadas de la pertenencia a una nacionalidad concreta, así como su sombría complicidad con el colonialismo, la esclavitud y el estado de excepción.

Cuestiona, consecuentemente y en cuarto lugar, el olvido de las víctimas ge-neradas por los episodios de intolerancia. La Brevísima relación de la destrucción de las indias, por ejemplo, quizá pueda contener descripciones exageradas, como tantas veces se ha repetido; pero ello no afecta de manera esencial a lo verda-deramente relevante de lo que plantea, a saber: una crítica del proceso coloni-zador en términos de denuncia, a partir del daño y la ofensa a sus víctimas y a contrapelo de su omisión o justificación a manos de los cronistas oficiales y de la racionalización del sufrimiento característica de las narraciones dominantes. Se trata por tanto de un planteamiento de la tolerancia que, no sólo se construye primordialmente como respuesta a la intolerancia, sino que además rescata el potencial crítico de la memoria de sus víctimas.

Tolerancia es entonces memoria de la intolerancia. Lo cual implica, desde

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una perspectiva actual, desmitificación de la tolerancia tal y como se ha des-plegado bajo la razón moderna, iluminación de sus márgenes, desarme de sus constelaciones ideológicas e interrupción de sus inercias discriminatorias. Una pre-concepción de la tolerancia fundada en la memoria de alteridades in-tole-radas por su condición marginal y diferente fue en definitiva la aportación de Las Casas a una discusión que apenas empezaba a entreverse en el siglo xvi y que, a comienzos del siglo xxi, no ha agotado aún sus posibilidades críticas.

B I B L I O G R A F Í A

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