leo sandoval, su presencia en las aguas de punta chueca

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46 TESTIMONIAL Leo Sandoval, su presencia en las aguas de Punta Chueca Elisa Macías Madrid No pudo haber otra manera mejor de inaugurar este espacio dedicado a difundir el acervo del Museo Regional de Historia, que la publicación de esta crónica sobre el personaje a quien el museo debe en gran medida su existencia y la conservación del valioso patrimonio que encierra: el profesor Leo Sandoval. U na vez, en un pueblo del estado de Coahuila, nació un niño pequeñísimo, de piel morena. Pasaron los años y llegó convertido en maestro rural a una región de indios otomíes, para dar clases en una pequeña escuela rodeada de pinos y manzanares, donde el sol se apreciaba muy poco por los cerros altos y la lluvia constante; era el pueblo Encarnación en Hidalgo, lugar en donde se casó con la joven Masha y fue también el sitio que dejó para ir a las playas de El Desem- boque, en el Mar de Cortés, a enseñar lo que sabía a los indios nativos, los concaac. Ahí permaneció cinco años y en ese tiempo las flores púr- pura que, como paradoja, nacen entre las espinas del ocotillo, fueron testigos de sus andanzas entre el desierto y la playa, y fue también en ese tiempo cuando la convivencia con la na- turaleza motivó su creación literaria, las figuras retóricas de la aridez y el calor, el mar y la brisa. Leo Sandoval fue profesor de los seris, teacher de inglés en la secundaria de la Universidad de Sonora, encargado del Museo de Historia y escritor. Llegó a estas regiones sin edad precisa, habiéndose desplazado para siempre del origen y con el recuerdo de remotos tiempos oculto en el corazón, por eso se dedicó a crear historias y personajes que los protagonizaran, seres reales o ficticios de los que contaba lo que le dictaban sus sueños, porque son la imaginación y los sueños los que propician el sentido que damos a las cosas que ocurren y a las personas que hacen que esas cosas ocurran. Dicen que el pasado de uno es lo que se recuerda, por eso habrá tantas historias del teacher Leo como ex alumnos lo cuenten en sus anécdotas, cuando aprendían inglés escuchan- do en un tocadiscos que él llevaba a clase “Imagine” o “Lucy in the sky with diamonds”, en la década de 1960. Si en El Desemboque construyó en 1953 la primera es- cuela para los seris, en la Universidad de Sonora organizó la Sala de Historia Regional en 1976, en un espacio que servía como almacén dentro del Edificio del Museo y Biblioteca, y todos los días, por casi treinta años, lo creaba y recreaba, y se convirtió en el anticuario que rescata del tiempo al objeto para conservarlo, limpiarle el polvo de los años y volver a su- mergirlo en su propia anécdota para explicarlo al visitante que llegara al museo en busca de asuntos de identidad. Luego, en el almacén del museo que le servía como oficina, entre objetos de las más múltiples formas que habían pertene- cido a gente de otros tiempos, entre el olor y la sensación del pasado, cuando todos se iban, se escuchaba el tecleo de su vieja máquina Remington, donde se crearon personajes de novela como Luz Cáñez, la inquieta muchacha cuyo mayor de- leite en la vida era bailar al ritmo de las canciones que tocaba el fonógrafo, en espera del hombre de su vida, mirando los áureos reflejos proyectados en el medio día del mar. Es ella una luz que ilumina la historia local, la narración de la vida de una mujer que vivió en un pueblo pobre de pescadores. Pero Leo bien sabía que el pasado importa, así que se hizo autodidacta de la Historia y pudo imaginar a sus héroes más destacados como seres humanos, tanto o más que los lite- rarios. Él mismo, cuando los años le impidieron seguir con la co- tidianidad del ir y venir como encargado del Museo de Historia, se convirtió en personaje de sus propios relatos y entre las penumbras que forman la noche, caminando por la sala de su casa, por la cocina, soñaba despierto que la resolana de las cuatro de la tarde de cualquier día de verano alumbraba los objetos antiguos con los que, por casi una vida, sorprendía a propios y extraños. Pero un día de primavera, amanecía domingo 1 de abril, en pleno inicio de Semana Santa, cansado de su agonía, se despidió de su familia para siempre.

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TESTIMONIAL

Leo Sandoval, su presencia en las aguas de Punta Chueca Elisa Macías Madrid

No pudo haber otra manera mejor de inaugurar este espacio dedicado a difundir el acervo del Museo Regional de Historia, que la publicación de esta crónica sobre el personaje a quien el museo debe en gran medida su existencia y la conservación del valioso patrimonio que encierra: el profesor Leo Sandoval.

U na vez, en un pueblo del estado de Coahuila, nació un niño pequeñísimo, de piel morena. Pasaron los años

y llegó convertido en maestro rural a una región de indios otomíes, para dar clases en una pequeña escuela rodeada de pinos y manzanares, donde el sol se apreciaba muy poco por los cerros altos y la lluvia constante; era el pueblo Encarnación en Hidalgo, lugar en donde se casó con la joven Masha y fue también el sitio que dejó para ir a las playas de El Desem-boque, en el Mar de Cortés, a enseñar lo que sabía a los indios nativos, los concaac.

Ahí permaneció cinco años y en ese tiempo las fl ores púr-pura que, como paradoja, nacen entre las espinas del ocotillo, fueron testigos de sus andanzas entre el desierto y la playa, y fue también en ese tiempo cuando la convivencia con la na-turaleza motivó su creación literaria, las fi guras retóricas de la aridez y el calor, el mar y la brisa.

Leo Sandoval fue profesor de los seris, teacher de inglés en la secundaria de la Universidad de Sonora, encargado del Museo de Historia y escritor. Llegó a estas regiones sin edad

precisa, habiéndose desplazado para siempre del origen y con el recuerdo de remotos tiempos oculto en el corazón, por eso se dedicó a crear historias y personajes que los protagonizaran, seres reales o fi cticios de los que contaba lo que le dictaban sus sueños, porque son la imaginación y los sueños los que propician el sentido que damos a las cosas que ocurren y a las personas que hacen que esas cosas ocurran.

Dicen que el pasado de uno es lo que se recuerda, por eso habrá tantas historias del teacher Leo como ex alumnos lo cuenten en sus anécdotas, cuando aprendían inglés escuchan-do en un tocadiscos que él llevaba a clase “Imagine” o “Lucy in the sky with diamonds”, en la década de 1960.

Si en El Desemboque construyó en 1953 la primera es-cuela para los seris, en la Universidad de Sonora organizó la Sala de Historia Regional en 1976, en un espacio que servía como almacén dentro del Edifi cio del Museo y Biblioteca, y todos los días, por casi treinta años, lo creaba y recreaba, y se convirtió en el anticuario que rescata del tiempo al objeto para conservarlo, limpiarle el polvo de los años y volver a su-mergirlo en su propia anécdota para explicarlo al visitante que llegara al museo en busca de asuntos de identidad.

Luego, en el almacén del museo que le servía como ofi cina, entre objetos de las más múltiples formas que habían pertene-cido a gente de otros tiempos, entre el olor y la sensación del pasado, cuando todos se iban, se escuchaba el tecleo de su vieja máquina Remington, donde se crearon personajes de novela como Luz Cáñez, la inquieta muchacha cuyo mayor de-leite en la vida era bailar al ritmo de las canciones que tocaba el fonógrafo, en espera del hombre de su vida, mirando los áureos refl ejos proyectados en el medio día del mar. Es ella una luz que ilumina la historia local, la narración de la vida de una mujer que vivió en un pueblo pobre de pescadores.

Pero Leo bien sabía que el pasado importa, así que se hizo autodidacta de la Historia y pudo imaginar a sus héroes más destacados como seres humanos, tanto o más que los lite-rarios.

Él mismo, cuando los años le impidieron seguir con la co-tidianidad del ir y venir como encargado del Museo de Historia, se convirtió en personaje de sus propios relatos y entre las penumbras que forman la noche, caminando por la sala de su casa, por la cocina, soñaba despierto que la resolana de las cuatro de la tarde de cualquier día de verano alumbraba los objetos antiguos con los que, por casi una vida, sorprendía a propios y extraños.

Pero un día de primavera, amanecía domingo 1 de abril, en pleno inicio de Semana Santa, cansado de su agonía, se despidió de su familia para siempre.

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REVISTA UNIVERSIDAD DE SONORA

Crónica de un último adiós

Puesto que polvo eres y a ser polvo tornarás

Génesis 3, 19

El transcurrir del tiempo, que en esos días dejaba atrás la pri-mavera, se veía ya en las ramas de los árboles de palo verde que se observaban desde la carretera a Bahía Kino por el vidrio del carro…; ya no eran de color amarillo encendido, como en marzo y abril. El destino de esa caravana de familiares y amigos del profesor Leo Sandoval eran Punta Chueca y El Desemboque, y la idea de todos era presenciar el acto de es-parcimiento de sus cenizas en el mar; con ello se simbolizaba el último adiós y se cumplía un deseo que algún día él había pronunciado. Mientras tanto, entre todos, como ocurre siem-pre en nuestros íntimos momentos, se presentaba la pregunta acerca de la vida y la muerte.

Y ahí íbamos rumbo al mar, a los pueblos de seris por el camino de terracería, camino de arideces y de fl orecitas del desierto, fl ores blancas en la punta de los sahuaros, el mismo camino que gente de todos los tiempos ha caminado, sende-ros llenos de historias y anécdotas, algunas que tal vez no se cuenten y se queden en la memoria de quienes las vivieron, pero otras sí, y podrán ser estos caminos escenarios en los que, algunas almas, habitantes del mundo, bajo la blancura de la luna llena dialoguen con ella. Por estos caminos también el profesor íba y venía en “el Canario”, el carro pick up en el que se trasladaba a Hermosillo para resolver sus apuros como maestro rural.

Llegamos a Punta Chueca alrededor de las diez de la mañana. La esposa y los hijos del profesor Leo empezaron a reconocerse con los concaac: cincuenta años atrás, ella, la be-lla esposa del profesor Leo Sandoval, ellos, dos pequeños que llegaron y la tercera hija que nació ahí, un poco más adelante, en El Desemboque, volvían ahora con la noticia de la muerte del profesor y con la idea de esparcir sus cenizas en el mar, en estos pueblos indígenas donde convivieron, hicieron amistad y respetaron mutuamente sus costumbres.

A doña Masha, las historias que le trajeron a la mente los recuerdos la llenaban de emoción, y los recuerdos se volvían rápidamente palabras, y las palabras relatos que contaba mien-tras abrazaba y saludaba a los protagonistas: Carmela, una mu-jer que llevaba un pañuelo cubriéndole la cabeza abrazaba a la familia; se reconocían, sonreían, mientras Manolo, el hijo varón del profesor, decía a todos la relación que lo unía a ella y contó que si sus padres hubieran aceptado, él ahora sería concaac porque la mamá de Carmela, que continuaba escuchando y asentando con la cabeza mientras sonreía, les pidió a Masha y a Leo hacer un intercambio de hijos, bajo el ra-zonamiento de que ella necesitaba un pescador en su familia, y para convencerlos les argumentaba que la niña también era hija de un yori.

Entre explicaciones sobre la muerte del profesor y las emo-ciones por volver a verse, doña Masha abrazó al seri Miguel Es-trella, a quien ella, casi medio siglo atrás, había amamantado como a uno más de sus hijos. Visitó también a María Burgos, una anciana de incalculable edad que le regaló un collar de conchas para expresarle el gusto de volver a verla. Mientras tanto los recuerdos volvían y se desplegaban en sus mentes y

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los platicaban, compartiéndolos con quienes los habían vivido y también con quienes, como nosotros, apenas los íbamos conociendo, asombrados de esas vivencias que como gaviotas vuelan, se posan, anidan, vuelven a volar y todo esto ocurría en una mañana y un mediodía donde corría el viento suave.

A una distancia suficiente de la playa de Punta Chueca, des-de dos pangas en las que entrábamos al mar, guiadas por dos hombres de la comunidad, la esposa y los hijos esparcieron las cenizas de don Leo Sandoval, en un mar azul y tranquilo de las dos de la tarde, donde el viento fresco abrazaba, cordial, los cuerpos de todos los que presenciamos el acto de despren-dimiento, porque así nacemos y así morimos; socializamos, creamos lazos, tenemos hijos, seres a quienes amamos más allá de la muerte, pero de quienes tarde o temprano hemos de desprendernos físicamente. Y volvía la reflexión sobre la vida y la muerte entre quienes presenciamos ese acto de amor de la familia.

Esa tarde, entre el mar, el cielo y el sol, el viento llevaba las cenizas y el espíritu de Leo volaba y lo imaginé libre, ahí sen-tada junto a los otros, con la brisa en la cara, en la panga Elda Elena que flotaba al ritmo sereno que le marcaban las olas de un mar azul claro y limpio. Las emociones iban, venían; mien-tras veíamos las olas recordábamos a Leo, sentíamos la mutua

compañía al reconocer que en las cenizas regadas en el mar iba su espíritu y nos fig-urábamos su recuerdo, lo que de él se nos queda en la memoria, cada quien con una parte del Leo que conocimos. El viento húmedo fresco y el cielo, los rayos del sol apacible, fueron también compañía propi-cia para traer a nuestra imaginación los recuerdos que de él teníamos, porque en el eterno tiempo que existe, los seres hu-manos te-nemos el propio tiempo, el que nos toca vivir, para después quedar en el recuerdo, en la memoria de cada persona

que nos conoció: los hijos, los seres que nos amaron o que nos odiaron, cada uno de ellos se queda con un trozo de nuestra historia.

Desde ese día, el profesor Leo Sandoval amanece con el sol que se refleja en las aguas del Canal del Infiernillo, frente a la imponente isla del Tiburón, y saluda a los hombres y mujeres que en sus pangas se hacen a la mar, ese mar que, en los días de viento, es feroz e indomable, pero en las tardes, cuando el horizonte y el sol se unen, se convierte en espejo de uno mis-mo; y ahí Leo tendrá un interlocutor incansable para seguir contando historias, que ya no estarán en las páginas de algún libro sino frente a nuestros ojos, cuando veamos el inmenso mar, porque las historias que leemos no son sólo las del escri-tor sino las que, al leer, nos leemos a nosotros mismos.

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REVISTA UNIVERSIDAD DE SONORA

Emiliana de Zubeldía: su archivo personalIsabel Quiñones Leyva

Con este texto que informa sobre el contenido del archivo personal de la maestra Emiliana de Zubeldía, inauguramos este apartado de la sección Testimonial en el que se dará difusión al rico acervo documental resguardado en el Archivo Histórico de la Universidad de Sonora.

L os archivos personales constituyen una importante fuente para la investigación histórica, pues son los individuos

quienes construyen la historia y es en sus archivos donde se registra su línea de pensamiento, sus inquietudes, sus expe- riencias y aspiraciones.

¿Que es un archivo personal? Es toda la documen-tación generada y recibida por una persona en vir-tud de sus necesidades y actividades profesionales, económicas, culturales y sociales. Se caracteriza por la variedad de soportes, tipologías y procedencia documental de los fondos. La documentación de esta clase de archivos gira alrededor de la per-sona que genera el fondo y que, por tanto, lo condiciona. La documentación es testimonio de la relación del hombre o mujer con la sociedad que lo rodea.

Emiliana de Zubeldía, pianista, composi-tora y maestra de música de origen vasco, que dedicó más de cuarenta años a la enseñanza de la música en la Universidad de Sonora, tuvo la inteligencia y curiosidad de guardar ordenada-mente sus documentos personales. En su archivo personal se pueden encontrar las partituras de su obra y de otros autores, notas de trabajo, cuadernos de notas, correspondencia, cartas, diplomas, recono-cimientos, recibos, documentos administrativos, discos, fotografías, postales, dibujos, revistas de música.

En septiembre de 2000 fueron entregadas las primeras once cajas al Archivo Histórico por el entonces jefe del De-partamento de Bellas Artes, César Avilés Icedo. Posteriormente fueron llegando más documentos pertenecientes a la maestra. Actualmente el fondo está compuesto por 17 cajas.

¿Por qué el interés de conservar este archivo personal de Emiliana de Zubeldía? Si bien es cierto que el objetivo del archivo histórico es reguardar y preservar la memoria institu-cional, es necesario garantizar el acceso a la globalidad del pa- trimonio documental y más concretamente la documentación conservada por personajes que tuvieron una destacada trayec-toria científica, artística o cultural.

Los archivos personales resultan ser muy enriquecedores por la tipología de documentos que en ellos podemos encon-trar. En el caso de Emiliana de Zubeldía, sus documentos mar-can la época de una mujer que vivió casi cien años, que dedicó más de cuarenta años a impulsar el interés por la música, que tuvo el valor de dejar fama y éxito para establecerse en una tierra que además de que le era ajena, estaba desprovista, en aquellos años, del ambiente cultural al que ella estaba acos-tumbrada.

La obra de Emiliana de Zubeldía comprende canciones de cuna, arreglos corales, obras de piano y otros

instrumentos, sinfonías y otras piezas musicales. En sus giras por América musicalizó poemas de autores de los países que visitó. En Nueva York compuso música para

niños basada en fábulas de sus paisanos Félix María Samaniego y Tomás de Iriarte.

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Los documentos que integran el Fondo Emiliana de Zubeldía datan de principios del siglo XX hasta mediados de los años ochenta, y han servido como fuentes primarias para la elaboración de tesis, reportajes sobre la vida de la maestra, grabaciones, videos y la excelente biografía escrita por una de sus alumnas, Leticia Varela, entre otros ensayos que se han escrito en los últimos años.

La obra de Emiliana de Zubeldía es muy rica y variada, comprende desde canciones de cuna, arreglos corales, obras de piano y otros instrumentos, hasta sinfonías. En sus giras por América musicalizó poemas de autores de los países que visitó enriqueciendo así su lenguaje musical. En Nueva York compuso música para niños basada en fábulas de sus paisanos Félix María Samaniego y Tomás de Iriarte. De los trabajos con Arturo Novaro surgieron algunas nuevas composiciones entre muchas más que conforman su obra.

Para que la obra de Emiliana de Zubeldía no caiga en el olvido, trascienda nuestras fronteras y ocupe el lugar que le corresponde, se están desarrollando varios proyectos. El maestro David Camalich Landavazo elaboró un catálogo de su obra musical, que se encuentra en proceso de edición. En la elaboración de este catálogo se combinaron la metodología archivística y el dominio técnico en materia musical. De esta manera los estudiantes y maestros interesados podrán co-nocer con detalle las características propias de cada pieza.

Otros proyectos ya avanzados son el diseño de una página web que contendrá la vida y obra de la maestra; un catálogo digital e impreso con fotografías en blanco y negro que son testimonio de diversos aspectos de la trayectoria y vida de la autora; la edición crítica de algunas de sus obras y la digitali-

zación de las serie Partituras. Todo ello nos permitirá contar con otros soportes alternativos y la conservación de los docu-mentos originales.

La contribución de la profesora Emiliana de Zubeldía e Inda al patrimonio cultural universitario durante más de cuarenta años, los más fecundos de su vida, es además de extenso, de gran relevancia para la comprensión de la historia universitaria; su arte como pianista, compositora, directora de orquesta, concertista, además de profesora, le valieron el reconocimiento de instituciones y organismos nacionales. Emiliana de Zubeldía es considerada un ícono de las bellas artes y una referencia obligada para comprender el devenir histórico cultural de la Universidad de Sonora.