los imaginarias

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LIMA / NÚMERO 2 / JUNIO 2011 COMAS-LOS OLIVOS- INDEPENDENCIA-SMP-SAN MIGUEL-CERCADO SAN LUIS- MAGDALENA-MIRAFLORES-CHORRILLOS-SJM PESCANDO CON EL TATARANIETO DE JOSÉ OLAYA / SE BUSCA CHAMBA DE LO QUE SEA/ COBRADOR DE COMBI POR UN DÍA / Y MÁS...

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los imaginarias, ciudad sin rey

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Page 1: los imaginarias

LIMA / NÚMERO 2 / JUNIO 2011

COMAS-LOS OLIVOS- INDEPENDENCIA-SMP-SAN MIGUEL-CERCADOSAN LUIS- MAGDALENA-MIRAFLORES-CHORRILLOS-SJM

PESCANDO CON EL TATARANIETO DE JOSÉ OLAYA / SE BUSCA CHAMBA DE LO QUE SEA/

COBRADOR DE COMBI POR UN DÍA / Y MÁS...

Page 2: los imaginarias

Editor: Alfredo Pérez Andrade

Editor de fotografía: Juan Pablo Ayala

Asistente editorial: Lisette Gamboa/ Mikhail Huacán

Redactores: Jesús Herrera Matos /Ronald Díaz / Bruno Uceda / Arkadi Landeo/

Asesor: Miguel Patiño Bottino

Colaboraciones: Michel Dancourt /Isabella Portilla / Lisette Gamboa / Juan Carlos Delgado

Los Imaginarias es una publicación editada por alumnos de la universi-dad de San Martín de Porres de la Facultad de Ciencias de la Comuni-cación, Turismo y Psicología. Agra-decemos a nuestro decano Johan Leuridan Huys por la confianza y apoyo recibido.

[email protected]

Page 3: los imaginarias

PESCANDO AL HÉROE QUE NUNCA QUISO SERLO

PAG.7

CRÓNICA

PAG.32LA AMISTAD NO MUERE TRAS UN BALÓN

DEPORTIVA

PAG.12

SE BUSCA CHAMBA

DE LO QUE SEA

TESTIMONIODRAMA

SÚBETE EN MI MOTOTAXI

PAG.38

A GUSTAVO, PERO NO ES NADA PERSONAL

LA YAPA

PAG.28

EL HOMBRE JUNTO AL CIELO

CRÓNICA

PAG.22

C O B R A D O R POR UN DÍA

LA GONZO

PRIMER PLANO

PORTAFOLIO

PAG.18

PAG.36

O

PAG.39FASHIONMAN79 CÓMIC

Page 4: los imaginarias

A.P.A

Carrusel por Lima Sube. Estoy en una combi que nos

lleva a cualquier lugar. Me siento al fondo y abro la ventana. Es como mirar por un hueco en la pared. La ciudad afuera perdiendose y uno acá

yendose no sé adonde. Es que en Lima es tan fácil perderse. A veces se gana perdiendo.

Perdemos fotografías, cartas, teléfonos, nombres, recuerdos, calles, y también perde-mos el tiempo como ahora, que la combi se ha detenido en un semáforo en verde. El cobrador-cronista pide pasaje. Le doy dos monedas falsas. No se da cuenta. Hoy tendrá dos soles menos. Recien salía el sol esa madrugada de enero cuando un Imaginaria fue a pescar con el bisnie-to de José Olaya, sin gorra ni bloqueador, solo llevó muchas preguntas y la sensación de que regresa-ría a tierra con muchos pescados. Antes de perderse en la nada — en todo el mar — alza un dedo como despidiéndose y desapareció. Nueve horas después regresaron con las redes vacias, llenas de nada. DelanadaapareceunhombreenuncerroenSanJuandeMiraflores.Quierellegaralcieloporelpeorcamino.Otro Imaginaria que estaba en ese lugar, buscando qué escribir, lo convence para que no lo haga, para que no desaparesca. Desaparece también un mototaxi azul en una calle de Magdalena. Lo maneja una mujer que trabaja para sobrevivir y se niega a olvidar. El acorazado de tres llantas recorre ese distrito de neblina densa para escapar-se del hambre. Todos tenemos hambre. Trabajamos para comer y escribimos para que no nos trague el olvido. El que no olvida es el Imaginaria que buscó los peores trabajos de la ciudad, el primer lunes del año. De todo para que lo contraten. Lo raro es que en la mayoría de esos trabajos era para limpiar. Un trabajo agotador. Agotado, casi al desmayo quedó otro Imaginaria, en el Callao, al jugar fútbol con un grupo de amigos cin-cuentañeros. Desde hace décanas convirtieron los domingos como escusa perfecta para para estar juntos, conversar, pelear, patearse y solamente para jugar, como niños. La mejor forma de conocer una ciudad es conocer a sus residentes. Nosotros hemos querido que recorran Limasentados.¿Cómoasí?Leyendonos.Queconoscanasusprotagonistas,asusvocessordas.Todasesascallesypersonajes seguirán allí, allá. De vez en cuando los buscaremos para recordar que aún existen y que no fueron solo unas crónicas. En esta ciudad, las personas se convierten en pasos perdidos en una esquina o en sombras en la noche. A veces perdemos, muy pocas veces ganamos, pero más sufrimos. La cuestión es saber sobrevivir. Me bajo de la combi en el Centro. Cruzo el puente del río Rímac. Había una vez una ciudad que crecía en forma horizontal. Había una vez una ciudad en la que cada calle tenía su nombre. Había una vez una ciudad que la llamaron de los Reyes. Hay una ciudad. Es esta y estas son sus historias, nuestras historias. Me siento en la plaza mayor. Un gallinazo sobrevuela la ciudad, nuestra ciudad. Debe ser gracioso ver a los limeños desde allí, y también desde aquí. *

Me verás volar/por la ciudad de la furia/

donde nadie sabe de mí/... ...Me verás volver

(Soda Stereo)

Page 5: los imaginarias

(Bogotá, 1986) Es periodista y adelanta estudios de filosofía. Fue la ga-nadora del Premio Guillermo Cano. Jóvenes promesas del periodismo colombiano 2010. Actualmente trabaja en la sección cultura del diario El Espectador y es corresponsal de Spin Magazine en Bogotá. Malandrines. Crónicas de bribones, granujas y pillos (PLANETA, 2011) es su primer libro.

ISABELLA PORTILLA

Muchas vidas caben en una historia y por eso mismo el periodismo narrativo merece estar vivo. Me-rece escribirse, merece

leerse. Merece olerse. Merece ser dis-tinguido en revistas, libros, periódicos, ipads y demás. Merece enaltecerse con premios y merece devorarse por lecto-res ávidos e inconformes. Los imaginarias se ocupan de ese arte especial: el arte de escribir, de narrar. Su equipo es como un niño con orejas, ojos grandes, olfato de sabue-so, alma y corazón. Un niño en creci-miento que escarba sin guantes la ba-sura peruana, se ríe con sarcasmo de la belleza de los payasos, coquetea con el amor y juega, como un ajedrecista, con el poder. Un niño travieso que cre-ce poco a poco, en cada publicación, y nos recuerda que la pasión—junto al amor— son los motores que mueven el mundo y que por eso mismo ese niño merece ser leído.

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Page 6: los imaginarias

PESCANDO AL HÉROE QUE

NUNCA QUISO SERLO

EL TATARANIETO DE JOSÉ OLAYA BALANDRA SALE AL MAR, TIRA LA RED, NO PESCA NADA

Y EL REPORTERO QUE LO ACOMPAÑA VOMITA TRES VECES

Escribe Jesús Herrera Fotografías de Juan Pablo Ayala

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Antes de que amanezca ya se encuentra para-

do frente al espejo. Se lava con lentitud mientras sus ma-nos rasposas recorren las líneas marcadas de su rostro. Hoy tendré suerte, piensa. Sin despertar a ningún miembro de su familia se alista para la faena: se pone un buzo y za-patillas deportivas, y guarda en una bolsa de mercado su traje habitual que utiliza en el mar, un desgastado overol. Antes de cerrar la puerta de su casa se persigna y camina al malecón Grau de Chorrillos. En la calle, sus pasos son lo único que se oye hasta llegar a la bajada de Pesca-dores. Es ahí donde realiza el oficio que conoce de toda la vida: la pesca, como lo hacía su tío tatarabuelo, el legenda-rio héroe chorrillano José Silverio Olaya Balandra. Hoy lo acompañaré a pescar. Sabino Balandra Pérez tiene 75 años llevando sobre su red el peso histórico de su apellido. Sabino ha dejado de ser él mismo para representar al mártir, al personaje. Ya sea en la playa, en su barrio, en el muelle. Siempre habrá el saludo de un compañero de mar, o como en esta mañana de una madre que le dice a su hijo: “Mira, ahí va Olaya”. En el puesto de comidas del muelle nos sentamos a tomar desayuno. Sabino siempre pide un pan con huevo y un café. Yo pido lo mismo. Hablamos de anzuelos, carnadas y peces. “Primero tenemos que pescar la comedura”, dice refiriéndose a la anchoveta que se utiliza como carnada. Pa-gamos un sol cincuenta cada uno y nos vamos al muelle que a esas horas es recorrido por los pescadores y algunas aves que escoltan nuestros pasos. En la parte baja del muelle esperamos a que llegue el chalanero Julián. Una pequeña chalana (embarcación pe-queña) se dirige hacia nosotros entre los botes de diferen-tes colores que se encuentran anclados. Julián se encarga de llevar a cada pescador a su bote por el precio de un sol. Subimos con otros pescadores y hablan del buen tiempo para pescar o lo que lograron sacar los días anterio-res. Mientras avanzamos miro las aguas que en ese momento están oscuras. Pienso que es la primera vez que subo a un bote y me alegro de que sé nadar.

*** Cuando se le bautiza a un objeto es porque se le trasmite sentimientos, un recuerdo. Esto mismo sucede con los botes. Algunos llevan el nombre del pescador, el de un lugar o de un viejo amor que no ha naufragado. El bote de Sabino se llama como su hija: “Martita”. Ella todavía vive con él, en el barrio de Alto Perú en las faldas del Morro

Solar de Chorrillos, que por tradición siempre ha sido un barrio donde sus habitantes se han dedicado a la pesca. En el bote desamarramos las cuerdas y subi-mos la piedra amarrada con una soga que funciona como ancla. Sabino coge los dos remos y poco a poco nos va-mos alejando de los botes de colores que están alrededor. Son las siete de la mañana. Lima recién se levanta. — Hay que alejarnos un poco para prender el motor— dice mientras nos adentramos en el mar, y veo que somos casi los únicos a esas horas. Sabino ordena ir más “afuera”, que por aquí ya no hay peces. Ese “afuera” se refiere a estar más le-jos de la orilla. Lo que pasa es que las bolicheras y las gran-des embarcaciones se llevan la mayor parte del pescado, lo que ocasiona que los pescadores tengan que adentrarse más al mar para pescar. Aunque también es cuestión de suerte. Sabino empezó esa relación con el mar a los 12 años. A la salida del colegio bajaba con sus amigos a la pla-ya de Agua Dulce para bañarse y dorarse como un pescado frito por el ardiente sol. Ahí también, por unas monedas, limpiaba los botes de los pescadores más viejos que fueron sus primeros maestros en el arte de atrapar peces. Un par de años después saldría al mar con su padre para realizar tal milenario oficio.—Mi padre era buen chimbador (destreza de mover el bote de tierra al mar). Junto con otros pescadores hacíamos la cala (pescar en conjunto con redes)— recuerda Sabino po-niéndose su traje impermeable color naranja mecánica y una gorra. Está sin zapatillas ni medias. Lo que me hace recordar que no he traído mi gorra, aunque por el momento no es algo que deba preocuparme, porque el sol aún no está en lo alto. Cambio mi lugar con Sabino. Va a encender el mo-tor que está en el medio del bote.—¿Sabes dirigir el bote?— me pregunta.—Sí —le miento. Aunque la verdad no es algo difícil de hacer. Con un palo de madera, que se introduce en el agu-jero que tiene el timón, se mueve al lado contrario a donde se quiere ir. Navegamos por unos minutos y nos vamos dete-niendo. Bajamos la velocidad. Avanzamos lentamente, en-tretanto vamos echando una vieja red que es una cárcel para los peces, mientras el bote se mueve haciendo un círculo. Apago el motor poniendo la punta de un cable pelado sobre una varilla metálica, así es su mecanismo.—Ahora solo queda esperar. —Bueno, no podemos ir a otro lugar— le contesto tratando de hacer una broma.— …

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La pesca es una labor de paciencia. Mi inicial en-tusiasmo por salir a pescar se va esfumando, porque nues-tra labor y mayor virtud se convierte en saber esperar. Sa-bino casi siempre espera un máximo de veinte a treinta minutos y luego prueba en otro lado. Eso es lo que hace-mos aunque la suerte no nos acompaña. No conseguimos la carnada. Sin perder la fe nos vamos más hacia el Sur. Nuestro recorrido es escoltado por una bandada de aves.— Esos son patillos, son unos choros— me dice Sabino. Esas aves negras de pecho gris son los más odiados por los pescado-res, se sumergen como perfectos buceadores y roban los peces de las redes.— Mira, mira, mira esa condenado— señala Sabino Ba-landra a un piquero que, como un kamikaze del mar, cae en picada a las aguas en busca de su alimento. Aunque es-tas aves solo le sirve para ubicar las anchovetas. Segui-mos más al Sur. Frente a nuestro pequeño bote, apenas vi-sible por la neblina, está la isla del Frontón, donde quedaba esa cárcel de los años ochenta. Tiramos de nuevo las redes.

Aunque Sabino ha pasado más de 50 años siendo pes-cador, no empezó así. Supo ver en la venta de cangrejos una nueva oportunidad para ganar más dinero, que pescando, por-que muy pocos se dedicaban a esto y los vendía en la antigua Parada, por Tacora, donde salía con los bolsillos llenos. “Pero esos buenos tiempos se terminaron porque me copiaron”, dice Sabino con una risa contenida mientras mira el mar. Yo miro las redes que solo atrapan agua y veo al hombre recogerlas para movernos a otro lado. En esos años tuvo suerte. Los pescadores podían gas-tar a manos llenas como lo hacía Sabino. La buena fortuna le permitía siempre andar bien vestido y cambiar constantemente de zapatos, aunque se pasara la mayor parte del tiempo descal-zo en el mar. Tanto en el amor, como cuando uno busca trabajo, todo entra por los ojos. Fue este esmerado cuidado personal lo que le llevó a conocer a quien sería su primera pareja. Era la amiga de la hermana de Sabino. Fue amor a primera vista, pero sin amor.

—Ahí no hubo cariño, solo nos juntamos.Él pudo comprobar que el amor no existió en esa relación cuan-do ella lo demandó años después por alimentos en diferentes juzgados de Lima. Sabino estaba en el cine acompañado de su tercer compromiso, y hoy único amor, cuando la policía entró en escena. Venían por él. El hombre que pasó la mayor parte de su vida en el mar tuvo que cambiar la vista marina por una vista a la pared. Y se tuvo que acostumbrar a los nuevos choros, cojinovas y tramboyos.

*** Cambiamos de destino y nos vamos cerca de La He-rradura. El sol ya quema nuestra piel y empiezo a marearme, mientras trato de respirar lentamente. Sabino avisa que hay un invitado no deseado siguiéndonos. Un lobo marino sigue nues-tro bote. Saca y mete su cabeza en el agua, por momentos se aleja, pero regresa. Estos animales son odiados por los pesca-dores, ya que les rompen las redes. Prendemos el motor y to-mamos nuevo rumbo. Sabino dice que cuando uno te sigue, no

te suelta y tienes que cambiar de lugar. Mi estómago se mueve al compás del bote y estoy a punto de vomitar. Vomito. Sabino me pregunta si tengo experiencia en esto de salir al mar. Le respondo que no, mientras me limpio. Entonces me dice que hubiera sido mejor que no tomara ese café y no comiera ese pan con huevo. Es lo peor que se puede hacer si no tienes práctica. A él le costó un mes acostumbrarse.— ¿QuésesienteserelpescadormásfamosodetodoChorri-llos? — le pregunto recuperándome. — Ah… por lo de Olaya... Es un gran honor— responde Sabino, entre risueño y resignado como si llevara una carga, mientras mira hacia donde nos dirigimos. Recogemos las redes y están otra vez vacías.

*** Una de las primeras veces que Sabino tomó concien-cia de la importancia de su apellido fue cuando de niño vio que el mercado de la playa Pescadores llevaba su apellido paterno.

Sabino estaba en el cine acompañado de su tercer compromiso, y hoy único amor, cuando la policía entró en escena. Venían por él. El hombre que pasó la mayor parte de su vida en el mar tuvo que cambiar la vista marina por una vista a la pared. Y se tuvo que acos-tumbrar a los nuevos choros, cojinobas y tramboyos.

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Ese episodio marcaría los acontecimientos que sucederían años después: celebraciones, invitaciones a colegios, ceremonias, marchasporfiestaspatrias,regalos,reconocimientosyconver-tirse en personaje ilustre del distrito. A lo largo de su vida lo han invitado a tantos lugares que ha perdido la cuenta. Sobre sus hombros lleva toda una historia. Siempre vestido con el tradicio-nal traje del héroe Olaya, de blanco como la espuma del mar y una pañoleta roja como la sangre que derramaron los patriotas. José Olaya Balandra llevaba cartas a nado de Lima al Callao, sin escala, para ayudar a la causa de la independencia del Perú frente a España, cuando fue descubierto y torturado, arrancándole las uñas de la manos y los pies antes de ser fusilado en el pasaje que hoy lleva su nombre, en el centro histórico. En el mismo lugar donde Sabino recibió muchas condecoraciones, siendo la que más recuerda la ofrecida por el fallecido alcalde de Lima, Alberto Andrade. Sabino tiene cuatro trajes que utiliza para los diferentes homenajes. Muchas veces tuvo que esperar horas para marchar

por las calles del distrito soportando el sol y hasta incluso la lluvia. Y a pesar de que tal vez tuvo ganas de irse a su casa y olvidarse de toda la celebración, no podía hacerlo. Todos espe-ran verlo a él y aplaudirlo. Saben que es el héroe, que su apellido lo perseguirá sin importar qué tan lejos se interne en el mar. En una Lima donde escasean los héroes que ganaran alguna guerra, Olaya es el último recuerdo de un hombre que hu-biese dado las mil vidas si las hubiera tenido para lograr nuestra independencia, tal vez la única batalla importante que ganamos en nuestra vida histórica. No tenemos suerte. Nos enfilamos hacia la altura deBarranco seguido del lobo marino que nos ve como una opción de conseguir comida fácil. Supongo que a él también le costará conseguirla, que seguro no tiene suerte. En las playas de Agua Dulce y Pescadores cada vez hay menos peces. A veces, para abastecer al público, se trae pescado del terminal de Villa María del Triunfo.

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Mientras sacamos algunas anchovetas —que sirven como carnada— antes de que el lobo marino se las coma, las ponemosenelcordelparatentaralospeces.Sabinomeconfiesaque a veces es así: estás todo el día en el mar y no se pesca nada. Nada. Nos regresamos. Así es la vida del pescador. Pero hubo momentos Sabino tuvo más suerte. Como cuando ganó, en un sorteo, una camioneta 4 x 4. Pero su alegría setransformóenpreocupación.¿Quéharíaconunacamionetaúltimo modelo si él pasaba más de la mitad del día en el mar? La vendió y se compró algunas cosas, como su bote Martita. Sabino, a sus 75 años, ya no tiene que preocuparse tanto por sus hijos. Ellos ya están grandes e hicieron sus vidas. Ahora vive con sus tres hijas (de los 11 que tuvo) y su último compromiso. Su relación con el mar a esta edad es más una ne-cesidad espiritual que monetaria, un deseo que se cumple cada vez que se sube al bote y se embarca. Estamos de nuevo cerca del muelle. A lo lejos veo la playa. Una docena de anchovetas y tres o cuatro pejerreyes es lo

único que cayó en nuestra red, que sirven como carnada... Nada de bonitos, cojinovas, jureles o lornas, que era lo que esperába-mos pescar hoy. — ¿Y no puede vender esos pejerreyes?—pregunto ingenua-mente tratando de imaginar una respuesta positiva.— Nada, ese poquito nadie te lo compra. En el mercado del muelle, que lleva el nombre de su tío tatarabuelo, el pescado se vende en cantidad, no unos cuantos. Sabino devuelve las anchovetas al mar y recoge los pejerreyes. “No se puede guardar carnada para otro día, tiene que ser fres-ca”, lo escucho mirando a las aves que se arremolinan frente a nuestro bote intentando coger algún pescado. Los pocos peces que nos costó todo el día atrapar se pierden en un instante en las aguas y en el pico de una gaviota. Prácticamente no hemos pescado nada. Tiramos el ancla, los amarres y la piedra. Mientras Sabi-no se cambia, veo que el sol ahora está detrás de nosotros y a nues-tro costado corren las lanchas del club Regatas. Club histórico

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porque en la guerra con Chile sus trabajadores pelearon contra el invasor. Hoy sus empleados cuidan a los hijos de los so-cios que manejan sus motos acuáticas pasando cerca de noso-tros sin mirarnos, como si esa parte de la playa no existiera. Julián se acerca, pero primero recoge a otros pesca-dores que traen bolsas y algunos cajones de pescados, antes de dirigirse a nuestro bote. Pregunta cómo nos fue.—Nada— dice Sabino algo resignado. Salimos del muelle y todos nos miran. “¿Cuánto es-tás cobrando?”, le gritan a Sabino. Él no contesta esas bro-mas tontas. Lleva puesto unos lentes negros que no ocultan su identidad. “Ahora estás de incógnito”, le dice un pescador al pasar por nuestro lado. Son las cinco de la tarde y a estas horas el muelle está lleno de gente: veraneantes, deportistas, vendedores, helade-

Mientras comemos unos helados, conversamos de lo sucedidoeneldía.Quevomitédosvecesmás,denopescarla lorna, de nuestro amigo el lobo marino, de que en la Playa Agua Dulce hay cada vez menos peces y más “choros”. Caminamos hasta la puerta de su casa. Sabino, al sacar la llave, se le cae un papel arrugado. Al entregárselo veo que es un boleto de la Tinka.—¿Si se lo saca se compra el muelle?— le lanzo la pregunta.—Nadaa….—Pero dejaría de pescar.—Tampoco….Sabino espera que la suerte le sonría de nuevo como aquella vez que se ganó la camioneta. Aunque él sabe que los juegos de azar son como la pesca: es cuestión de esperar y tener suerte.*

ros, y las personas que dis-frutan de un ceviche recién pescado. Pasamos por el mercado donde los pesca-dores, que tuvieron mejor suerte, venden a los “rega-tones” lo que sacaron. Y estos lo venden al público. El día ha acabado para él. Aunque ahora quizás su lu-cha más fuerte sea subir esa larga escalera para llegar al malecón que yo subo con esfuerzo. Pienso que de re-pente un día que vuelva de pescar, las fuerzas no serán las mismas. El cansancio le obligará a doblar las rodillas ydescansará.Quizásesedíase quedará en su bote y no vuelva del mar.

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SE BUSCA CHAMBA DE LO QUE SEA

(Y COMO SEA)

El primer lunes del 2011, un Imaginaria escoge los peores trabajos de los clasifi cados de un diario de 50céntimos: empaquetador y embalador de productos en can-tidades industriales, actor en formato triple x, aprendiz de soldador y limpiador de tripas de chancho a mano limpia. El trabajo dignifi ca al hombre. Así la chamba sea fea. Lo único que vale es que lo contraten... esperemos.

Escribe Ronald Díaz Guerrero Fotografías de Juan Pablo Ayala

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le asegura a una mujer humilde el trabajo de su vida. Pero hay un detalle: le pide un adelanto para asegurar la plaza en la oficina 401. Una vez más el escorpión azul ataca. El veneno es inyectado. Pobre señora.

Una propuesta indeXXXente¡Esta es tu oportunidad! Sé parte de nuestro equipo rea-lizando trabajos artísticos /audiovisuales. Películas para adultos. Entrevistas 5 – 8 pm Av. Alfonso Ugarte 10** of. 706. Trato personal, contrato inmediato. Miércoles 5 de enero. 5:00 p.m. Afuera del lugar hay letreros de “Consultorio dental”, “Implantes natura-les” y “Curaciones sin dolor” que adornan la entrada. Fa-milias enteras viven en el inmueble. La puerta de madera del número 706 está semiabierta. Toco y alguien dice: “Un momentooooo”. Mientras espero, escucho que alista el cuarto: el sonido del flash de una cámara fotográfica, las sillas moviéndose y el olor concentrado de un am-bientador en spray que acaba de dispararse.— Adelante, pasa. Mi nombre es Sergio— dice dándome la mano. La oficina improvisada es un cuarto con una di-visión de triplay color blanco recién pintada. Sergio pone en la mesa una especie de contrato. Si hablamos en tér-minos profesionales son trabajos audiovisuales para ser actor, pero actor porno. Por 40 fotos haciendo diversas “acrobacias” despojado de las prendas, el pago es de mil

Obrero d/produc-ción: Industria d/consumo ma-sivo incorpora personal c/s e x p e r i e n c i a (17-52) S/. 235 semanal 8hr. /diarias tur ma-ñana o tarde Av. Wilson 9** (401) Contra-tos desde este lunes. ¡Directo!

Lunes. 3 de enero. 9:00 a.m. Entro al edificio del aviso. El ascensor en desuso me obliga a subir los cuatro pisos. Por la escalera bajan seis personas, entre hombres y mujeres, presurosos y alegres como si fueran los gana-dores de un sorteo. Llego al cuarto piso. Un tipo gordo, de camisa apretada, que cumple la función de jalador, está alerta de quién podría caer. Me dice que pase a la oficina del fondo. La que me atiende se llama Silvia, que es una trigueña, de unos 30 años, agraciada y con rulitos de peluquería modes-ta. Sin perder el tiempo pide mis datos y mi DNI. Lue-go exige cinco soles a cambio de una ficha, que así lla-man al contrato. Me invita a pasar a un ambiente más chico para firmar el documento. Con todo el tiempo del mundo leo cada línea y me percato que hay un se-llo circular de color azul con la figura de un escorpión. Es una agencia de trabajo que ofrece puestos de etiquetador y para embolsar alimentos procesados, entre otras labores. Lleva al arácnido por nombre. Tal vez es una señal, un aviso. “De no encontrar plaza, el empleado deberá esperar hasta que se lo cite para una nueva vacante”, dice en una de las líneas. Pone el parche de arranque. No se explica los posibles motivos o cuántos días ha-bría que esperar. Silvia pide que firme. No da pie a que pregunte. Hace su chamba. Luego exige cance-lar cincuenta y nueve soles “Para separar la plaza”. Estoy siendo engañado.— Joven, el DNI se queda con nosotros— dice señalando una pila de éstos.— Amiga, tengo que hacer otro trámite con mi documen-to. ¿Hasta qué hora puedo venir?— Solo hasta las seis de la tarde.— Vuelvo entonces. Preguntaré por ti. Me voy de ahí y bajo por las estrechas escaleras y veo a un siniestro sujeto de camisa blanca y corbata que

soles y por una sesión de dos horas con una damita nada menos que dos mil soles. Paso saliva. Al mirar a Sergio recuerdo que puso llave a la puerta. Me sudan las manos. Comprendo por qué tiene lista la cámara digital a un lado de la mesa. — Amigo, esteeee... en verdad, ahora buscamos un perfil latino y más altos— me chotea olímpicamente. — ...— Pero si tienes un conocido así pásale la voz, con confian-za nomás, y salen ganando los dos, ¿manyas? La desesperación por conseguir dinero de la manera más fácil hace que exista gente dedicada en cuerpo y alma a esto, pienso mientras Sergio se levanta primero para abri las puerta. Me levanto y veo que por una abertura de la pa-red de madera, dos chicas, con diminutos trajes color ne-gro, esperan sentadas, golpeando los tacones en las sillas. Ubicado en el último piso de ese edificio salgo en silencio y palteado. Afuera en la misma vereda, sen-tados en una banca de color verde, un regordete señor conversa con una chica de polo y jean gastados. La mira fijamente. Logro escuchar lo que le dice: “Pagan bien y al toque”. Ella lo mira confiada.

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El aprendiz de nadaAyudante y aprendiz de soldador. Limpieza taller D/me-cánica 20-25 años c/documentos Jr.rio Nazca 17* San Luis. Viernes. 7 de enero. 10:30 a.m. En esta calle lle-na de basura están apilados los talleres mecánicos, ocu-pando las veredas como si fueran suyas. Ni qué decir de las improvisadas playas de estacionamiento para enor-mes camiones. El sol de la mañana hace que el aceite y el petróleo se evaporen y expidan un olor repugnante, me lo hace notar Juan Pablo Ayala, el fotógrafo. ¿Tendré suerte esta vez?, pienso. La cuestión es planear cómo hago para que Juan Pablo entre conmigo y que tenga las mejores instantáneas para esta comisión.— Sacaremos ese actor que todos llevamos den-tro— le digo al buen Juan Pablo, que está muer-to de calor. Es de pocas palabras. Hay que ex-plotar eso. Toco el portón de metal color verde

y luego el timbre para anunciar nuestra llegada. En el segundo piso, un cartel vertical dice “Tor-nos” con letras blancas y fondo azul. La puerta se abre.— Vengo por el anuncio del periódico, para aprendiz de soldador.— Sí, acá es. Pasa, pasa. Mi nombre es Ezequiel… ¿Él viene contigo?— dice señalando a Juan Pablo.— Sí, él viene conmigo se llama…eh…Dionisio— le respondo y que fue lo primero que se me ocurrió. Ezequiel voltea y camina delante de nosotros, mientras que con el índice derecho se rasca la cabeza llena de canas. Viste un polo rojo y jean azul desteñidos, que no combina con su bronceado y usa lentes. Este taller mecánico abarca lo suficiente para que entren unos cinco o seis camiones de carga. Un par

— Amigo, este... en verdad, ahora buscamos un perfi l latino y más altos— me chotea olímpicamente.— ...— Pero si tienes un conocido así pásale la voz, con confi anza nomás, y salen ganando los dos, ¿manyas?

de chicas con escotes pronunciados, pero con los ceños fruncidos, pasan con papeles en mano y cubren sus co-quetos pechos de nuestras inevitables miradas. Ezequiel nos pide que esperemos unos minutos y entra a la oficina. Desde el segundo nivel, un rollizo niño sospecha de lo que estamos haciendo, pero se hace el loco. Luego de 15 minutos regresa Ezequiel con cara de fastidio.— A ver, te explico. Supongo que para ti no es nuevo un tallerdemecánica.Esuntrabajoduro.¿Quésabessobremecánica de soldadura? — pregunta intrigado.— Hace algún tiempo trabajé limpiando oficinas. Sé lo que es un trabajo duro… pero, maestro, el aviso dice aprendiz de soldador. Supongo que alguien puede enseñarme.— No, no, no. Aquí el aprendiz debe venir sabiendo. Imagínate. Estaríamos perdiendo tiempo y plata. Aquí los trabajos son diarios. No nos podemos demorar. Aho-rita no hay una persona que te enseñe— ruge y se queda

mirando a Juan Pablo.— Pero puedo aprender, mister. Hágame una prueba y después me dice si paso o no. No importa si es para lim-piar el taller como dice en el periódico.— No, muchacho, de verdad no puedo ayudarte, así quisiera. Pero… haciendo una excepción, por causas humanitarias, podemos darle trabajo de limpieza a Dio-nosio— responde creyendo que Juan Pablo sufría de al-guna minusvalía. El sujeto se reserva el derecho de admisión y termina contratando al fotógrafo. No sé qué habrá con-siderado para negarme el trabajo. ¿Mi forma de hablar, que a comparación de Juan Pablo, por la tensión de tener la cámara y que alguien se diera cuenta, apenas hablaba?— Esteee, gra, gracias pero no…no— dice Juan Pablo.

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No me contrató. No le caí bien. Aplicó con estricto rigor loque significa seraprendizdealgo.Samuel resulta sersolo el asistente del dueño, pero se alucina que lo es. Por segunda vez he sido choteado y han contratado al fotó-grafo.

Al mataderoObreros. Se necesita para limpieza de menudencias de va-cuno y porcino para frigorífico. Comunicarse al ****** Domingo. 9 de enero. 4:00 p.m. Avenida Univer-sitaria. Cuando llamé me dijeron que pagan 800 soles al mes,peronodanlosbeneficiosdeley,quelahoradeen-trada es a las cuatro de la madrugada, pero no hay horario de salida. Voy hacia una calle con nombre de constelación. Llego al lugar donde me dijeron por teléfono. Dos puertas son de metal color plomo. Estoy con polo rojo, jeans y zapatillas, sin terno y en vez de mi curriculum, solo lle-vo mi DNI. Pregunto por Antonio Marín, el que me va a entrevistar. El vigilante me atiende mientras escucha la radio. Pide mi documento solo para ver mi nombre y me lo devuelve. Trabajadores, con pantalón y polo blanco, y botas negras, marcan apurados sus ingresos.— Broder, vas de frente. Choca a la pared y a la derecha te va a estar esperando el señor Marín— me dice el vigi-lante.

Cruzo por unos pequeños establos de tierra, donde hay vacas y más allá chanchos recién llegados que están separados por trancas. El olor a sangre seca está por to-dos lados. Me impaciento por no encontrar al que me va a entrevistar. Un hombre vestido con ropa limpia aparece y dice:“SibuscasalseñorAntonio,veasuoficina,frentealcolgadero ”. Enese lugarhaydosfilasconganchoscolgandocomosifuerangarfios.Noledoyimportanciaaunsonidoparecido al de unas máquinas oxidadas. Hay un hombre gordo con la ropa de trabajo, que me mira a través de sus lentes de medida. Se cubre la cabeza con un protector con elástico y una mascarilla blanca. Levanta la mano derecha, mueve el índice y aparecen los cerdos sacrificados y sinnada adentro, chorreando en agua, previos manguerazos. Ellosseparaporpesoenunayotrafila.Estoyauncostadoy ese sonido anterior es de los chanchos en su momento final.Mediahoradespués,apareceMarín,elcapatazdelosobreros.— Tú eres el nuevo ¿no? Ya, toma estas bolsas, póntelas en los zapatos y hazle un nudo en la rodilla. Esto en la ca-beza y esta mascarilla...Vamos al segundo piso para que te vayas acostumbrando. Desde el segundo nivel se ve casi todo el matade-ro. Empieza a dolerme la cabeza. No sé cómo empieza la matanza porque hay una pared que lo cubre, pero siempre

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el animal es rema-tado con un cu-chillazo, no tan certero, entre las costillas. Cuelgan a los chanchos de las patas y estos aún se mueven. Por el peso, la sangre salpica en todo lo que hay cerca, so-bre todo a quienes están ahí abajo. Los sumer-gen en una caldera hirviendo y es ahí donde terminan de morir. Después los pasan a una máquina donde los cepillan y los dejan “limpios”. De ahí, les sacan las vísceras. Esto último yo voy a hacer: limpiar los intesti-nos, sacarles sus excrementos. Me da náuseas. Marín no regresa a buscarme, así que yo lo hago por él. Ingreso a un ambiente donde veo colgados higados, corazones y riñones. Pregunto por Marín y nadie me hace caso. El repugnante olor hace que, por poco, arroje la toalla y algo más. Finalmente aparece el capataz.— Vas a mirar lo que ellos hacen. Mira bien cómo lim-pian las tripas. Para que sea más fácil no usamos guan-tes. Estás a prueba. Por ajustarme los nudos en las rodillas, casi me resbalo sobre los desechos de los animales. Iván — el limpiador— me saluda con las manos sumergidas en el lavadero de intestinos gruesos y delgados. Antonio Marín me mira con el rabillo del ojo desde una esquina. — Como ves, nos traen las vísceras verdes que son los intestinos y estómago de los chanchos y vacas, aparte de las vísceras rojas, como el corazón y los pulmones— dice Iván, sacando una tripa remojada y la golpea en la base del lavadero mientras las heces caen al suelo, a sus botas negras y sobre mi pantalón. Mirando no ayudo en nada, así que se me ocurre agarrar torpemente un intestino del lavadero.— ¡No agarres nada todavía! Aprende primero— me re-gaña Iván, que ahora mira a Marín y este mueve la cabeza de forma negativa, burlonamente. Me manda a llamar.

— Chico, el trabajo es de obreros. Creo que esto no es para ti.— Entonces, ¡me voy de aquí, señor! No pienso para nada insistir, como en los tres trabajos anteriores. Es verdad. No soy obrero pero lo fui en una época. Me saco todo lo que me había dado para cubrirme y lo boto a un rincón de su oficina. Me voy de este sucio lugar con las puntas plomas de mis zapatillas mojadas, manchadas de excrementos de chancho. Limpiar excremento de chancho…esto sí fue una mierda. Hay trabajos en los que uno hace lo que le gus-ta y gana poco. Están las otros labores en la que haces lo que no te gusta, pero ganas bien. Pero hay trabajos donde no haces lo que te gusta y tu sueldo es mísero. Estos últimos, precisamente, lo hacen quienes saben que no se consigue nada fácil sin que estén compro-metidos el sudor, el esfuerzo, el trajín. No les es ajeno ganar el mismo sueldo durante años o la injusticia de no tener las mismas oportunidades, a tal punto que se conforman a las inmerecidas condiciones de su trabajo. No hay sed de éxito ni de triunfo. La cuestión es traba-jar para sobrevivir. No importa terminar con las manos vendadas y desgastadas por los callos. No importa po-nerle un precio a tu cuerpo y pudor. Esta es la realidad de muchos. Donde les importa más el dinero que ellos mismos. Por mientras hay que seguir buscando trabajo, pero no de lo que sea. *

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ÁS LINEASÁS HISTORIASÁS COLORÁS PÁGINASM

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El protagonista de este portafolio fotográfico es el primer plano. Nuestra vista discrimina el segundo plano. Este acompaña y sitúa el lugar, el momento, y ese instante.

Fotografías de Juan Pablo Ayala

PRIMER

PEZ CAOS. Rímac

PLANO

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Comprometida.Chorrillos

EL PRECIO. Centro de Lima

PEZ CAOS. Rímac

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PERRO SIN GUIA. Villa El Salvador

TELA-ARAÑA. Ate

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EL AGUA ES VIDA. Miraflores

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Lima, paga tu pasaje:cobrador de combi por un día

Hace treinta y cinco años que Lima se sube a una combi, pero sin amor. La mayoría de limeños las necesitamos como medio de transporte. Esta crónica arranca en Comas y llega hasta San Juan de Lurigancho. Si nos lees, paga con sencillo,

siéntate al fondo y avisa con tiempo. Habla… ¿vas?Escribe Mikahil Huacán Fotografías de Alfredo Pérez

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El teléfono suena a las cuatro de la mañana. Sábado. La voz de Guerrero, el chofer que me ha adoptado como cobrador, ruge sobre el auricular, así como el motor de su combi lo hace en los bulliciosos paraderos de esta

ciudad. Acerco el teléfono a mi oído. Me pregunta en primera… — ¿Y, vas a venir? — Justo me acabo de levantar, jefe, en media hora estoy — le respondo mientras me abotono la camisa del color que nuestro cielo jamás destiñe: gris. La avenida Túpac Amaru se ha levantado con neblina y el nuevo servicio de transporte, Metropolitano, aún está cerrado. Tengo suerte. Una combi me parpadea sus luces. Es de la misma empresa en la que trabajaré. De frente. Todo Túpac, Comas, La Pascana, Farmacia, cincuenta. Collique. Collique. Sube, sube… Busco mi pasaje para darle al cobrador, que todavía no se ha lavado la cara. Al subir, el ha chequeado mi camisa sin llegar a voltear por completo su cabeza.— ¿Vas a hacer ruta hoy? —me pregunta mientras hace sonar su sencillo.— Sí… me he levantado un poco tarde… — Ah ya, ahí nomas primo. Guarda tu plata, pero siéntate al fondo— me responde con la sonrisa chueca, señal de complicidad. Hoy seré como tú, pienso, mientras saco mi cabeza por la ventana para despertarme con el viento que golpea mi cara.

*** Cinco de la mañana. Estamos en el paradero inicial en Lima Norte —muy al norte— en la sexta zona de Collique. Guerrero ya me espera con la tarjeta de salida en la mano. “En dos minutos salimos. Acá el que se levanta tarde ya perdió el día”, me dice, terminando su caldo de mote donde la tía Julia, que hoy ha preparado veinte porciones.— Vamos ya, ¡cobrador! Arrancamos. Yo todavía me siento lento. Trato de abrir la puerta al primer pasajero, pero no puedo. Se ha trabado o quizá mis brazos no son de cobrador. Me ayuda una señora que quiere subir. Ella carga sus verduras para vender en el mercado de la primera zona de Collique. Le pido su pasaje, pero no quiere pagarme, por aquella ayudadita. Me guardo la vergüenza y los boletos al bolsillo. “Así son algunos: conchudos, faltosos, que no quieren pagar su pasaje”, me dijieron, días antes, otros choferes que no quisieron trabajar conmigo. Guerrero, sin embargo, cree que estoy listo para ser cobrador.

“Acá tienes que ser bien mosca, tener cara de vivo, de achorado, de maleante, de pendejazo. Si te ven esa cara de huevón que tienes ya perdiste con los pasajeros.”, me dijo antes de enlistarme en su combi. “Pon aquí tu nombre. Mañana te veo bien temprano”, me ordenó.

*** Vamos “sopa” —es decir la combi está repleta— por toda la avenida Virú, en el distrito del Rimac. La pista paralela al río hablador es la única vía para llegar hasta San Juan de Lurigancho. Con la mitad de mí cuerpo en la ventana trato de recordar las cinco cosas que debo tener en cuenta para hacerla de cobrador.

1.Vocear la ruta como si fuera un trabalenguas. Habilidad imprescindible para convertirte en buen cobrador. Tu voz tiene que ser más fuerte que el ruido del motor, de la calle y de la radio que está a todo volumen. No hay otro modo. Grito luego existo. 2. La puerta abierta en el paradero y cerrada apenas pise el acelerador. Abrir y cerrar en cada esquina, no importa que te canses más. 3. Cobrar pasaje, dar vuelto y a todos entregar boleto. Quenoseteolvidenadie.Losrostrospuedenparecerdistintosbajo las luces de tu combi-discoteca, así que usa tu memoria fotográfica. 4. Atento a los operativos. Si nos paran ya perdimos la ruta: los carros que salieron después arrasarán con todo. Y si nos ponen papeleta nos jodimos. Regresaremos a nuestras casas solo coneldinerosuficienteparapagarlamulta. 5. Y por último. Sé gentil con los dateros, no querrás ganarte la ira de quienes pueden decirte tu futuro, pasado y presente por sólo veinte céntimos.— ¡Baja, cobrador… baja! ¿Qué no escuchas? Hace rato teestoy gritando. Ni siquiera me ayudas con mi niña. ¡idiota! ¡malcriado! ¡cochino! Me ha gritado, desde el fondo, una señora que subió y encima me olvidé cobrarle su pasaje. De hecho me olvidé varias veces de cobrar pasaje. Pensé que al no estar con la cara sucia, la camisa vieja, los pantalones anchos y las zapatillas rotas, me iban a respetar. Pero no ha sido así. Hemos terminado mi primera ida y el chofer sólo me ha dado 10 soles.—¿Y tú donde estudias? —me pregunta Guerrero al llegar al paraderofinalenSanJuandeLurigancho.— Ahorita estoy en la San Martín —le digo escondiendo mi carnet en la billetera.— Muchacho, tienes que ser más rápido. Acá no te puedes demorar en dar pasaje, en abrir la puerta. La gente te ve que eres nuevo y ya no te paga. Y tiene razón. En todo el día, de las ocho personas que no cobré —a propósito— solo dos me dieron su pasaje cuando bajaron y uno de ellos que era un Imaginaria me pagó con dos monedas falsas.

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*** Guerrero se ha quitado la gorra en nuestra tercera vuelta. “Hace calor”, me comenta, mientras me invita un vaso de chicha y junto a otros dos choferes compartimos la sombra.— Oe, Guerrero, cómo vas con tu muchacho —le pregunta Papá Noel, que es un viejo chofer dueño de su propia combi.— Está aprendiendo, nadie nace siendo cobrador.— Oe tío, pero por qué no te chantas con él en un paradero puess… todo el rato me has ido persiguiendo. Si quieres correr, vete a Caminos del Inca. Acá se viene a trabajar. La tercera vuelta siempre es jodida porque se trata de llegar temprano al paradero inicial y salir por tu cuarta vuelta antes de las seis. Un cobrador me dijo, días antes, cuando vine a comprar mi camisa, que a las ocho de la noche cierran el control. Si terminas tu cuarta vuelta para esa hora, puedes dar una de pirata—que es agarrar la ruta de otra empresa—. Guerrero, sin embargo, nunca ha sido pirata. Es mejor imaginarlo como el viejo personaje que cazó a Moby Dick. Guarda debajo de su gorra insurgentes canas que se ondulan entre cabellos negros y unos lentes que son para leer, pero mientras maneja los lleva puestos en su frente, por si acaso. Es chofer desde hace más de 20 años. Vivió en Cajatambo, pero vino a Lima a sacar su brevete A3. La capital da muchas más oportunidades. Si la migración de provincias no hubiera llegado, las combis no existirían. Guerrero hizo lo suyo: “…siempre he

tenido bien claro que ser chofer de combi es un trabajo duro, pero uno se acostumbra a todo...”

***— ¡Cobrador, vamos ya! Venimos de regreso a Comas y nos choca por la parte de adelante, otra combi que se ha ido a la fuga. — Cobrador, llama al policía —me grita Guerrero desde su asiento. Yo bajo a buscar uno, pero no quiere venir. Piensa que soy un loco porque mi pelo largo ha sido sacudido varias veces, pues mi gorra se voló apenas saqué mi cabeza por la ventana, en vía rápida. Perdí la gorra y una sarta de boletos. Ahora el policía llega caminando despacio.— ¿Quépasó?— pregunta sin interesarle qué pasó.— Jefe, mire adelante. Usted está viendo lo que hace y no lo para.Guerrero se amarga, pero arranca nomás porque estamos en carrera con Papá Noel. Yo cierro la puerta y pido pasaje. Dos se han ido sin pagar por la demora. A uno le tuve que devolver su plata.— A ver pasaje, señores. Por favor con sencillo. ¿Dónde va?— Déjame en la curva, chinito. — Flaco, bajo en la escalera.— Amigo, ahí en la carretilla por favor.¿Es la creatividad peruana que creó a las combis o su hermano siniestro, la informalidad?

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Le tiro 20 céntimos al datero, mientras el semáforo en verde le dice a Guerrero que arranque con la mitad de mi cuerpo aún suspendido en el asfalto. Un señor se ha quedado dormido al fondo y dice que me ha pagado. — Diez soles te he dado, chochera…Guerrero frena en seco y ajusta el retrovisor a lo Clint Eastwood.— ¿Quéhapasado?Paguesupasaje,señor— le dice alzando la voz, mientras el más conchudo dice que me ha dado diez soles, pero no tiene ni siquiera su boleto. Guerrero me pregunta si de verdad me pagó.— Sacó el billete, jefe, pero no le recibí, porque no tenía vuelto.— Señor, pague su pasaje o llamo al policía. El policía llega acompañado de otros dos. Pregunta al señor si ha pagado, pero este titubea. Mira al chofer pero la gente defiende al pasajero. Dicen que me ha pagado,que yo no le di boleto, que me estoy equivocando por ser nuevo. Todo está en mi contra. El policía me ha pedido darle su vuelto. El conchudo se baja, dice que no puede renegar porque sufre del hígado, y se guarda el dinero, mientras el policía apunta nuestra placa. Guerrero cree que me he equivocado. Pero las cuentas no mienten. Hay ocho soles menos que me serán descontados al final del día.

*** Esta combi que adiestra las pistas de nuestra capital me tiene a mí por cobrador. No tengo nada de achorado, ni de reguetonero, pero me llevo bien porque como pasajero también he sido parte de sus historias. — Amigo, cóbrate hasta Acho— me dicen dos señoritas que no tienen dónde sentarse y han apoyado su trasero mirando hacia la ventana del cobrador. El señor que está sentado frente a mí hace gestos obscenos. Me sonríe pensando que yo le haría la patería.— Señorita, siéntese por favor —le digo apenas baja el faltoso que hacia las muecas. Una de ellas se sienta pero la otra se inclina aún más. Tengo en mi ventana un trasero gigantesco saludando

a todo Lima. Faltando dos vueltas para terminar mi día he llegado a una conclusión: esta combi llamada Perú de la cual nos quejamos cuando leemos en los titulares día tras día: “Combi maldita se clava en jato” o “Combi de la muerta aplasta mamita”. Ese nefasto transporte informal que provoca repulsión a la limeñísima casta de vecinos en residenciales y urbes, una nueva especie en nuestra jungla de cemento, es así, tal y como es, gracias a sus mismos pasajeros.— Última vuelta y nos guardamos muchacho— me ha prometido Guerrero, pero yo ya no sé cómo decirle que mis brazos nunca han pasado por un gimnasio y me duelen un montón. Ese mismo día, bien temprano, Piraña y Bruja, que son cobradores experimentados, me aconsejaron que me guarde siempre unos dos o tres soles en cada viaje. Piraña esperó, por más de media hora, algún chofer con quien salir y se fue porque no había nadie. “Es fin desemana, ayer se fueron a chupar… ya no vendrán”, me dijo, mientras masticaba un pan con camote. Bruja se quedó conmigo. Hace un año y medio que es cobrador y hoy quería hacer cinco vueltas, sabe que la última será como pirata. “Yo sí estoy recontra aguja”. Se hinca el cuello con la uña más larga que tiene. Piraña regresará a su casa con ochenta soles entre cutras y jornales que el domingo por la noche gastará en dos cajas de cerveza para celebrar el cumpleaños de su suegro. Hasta ese momento pensé que este trabajo sería fácil y ganaría buena plata. Piraña y Bruja no advirtieron que ese viaje que hacemos en la combi, donde vamos todos apretados compartiendo los olores y escuchando la música que no queremos. Ese viaje que lleva estampado en su placa “Producto Peruano” y sigue expandiendo la capital, que nos pide sentarnos al fondo, avisar con tiempo y pagar con sencillo. Ese viaje que todos soportamos como máximo dos horas se convierte en tortura si tú eres su cobrador. Mi espalda me duele, mi cara está cochina y no he podido ir al baño en todo el día. Me he golpeado con la puerta de la combi varias veces, mi lado derecho está moreteado, me han insultado, me han robado dinero, me han visto cara de enfermo sexual.

“Mi espalda me duele, mi cara esta co-china y no he podido ir al baño en todo el día. Me he golpeado con la puer-ta de la combi varias veces, mi lado derecho esta moreteado, me han in-sultado, me han robado dinero, me han visto cara de enfermo sexual.”

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Está oscureciendo y voy a cobrar pasajes. Al principio fue como contar sencillo en el Tagadá, pero ahora que termina el díaesmáscomoelchequedefindemes.Unachicamehapedidoque le cobre medio pasaje. Busco el boleto de universitario que no he usado hasta ese momento. Veo su carnet universitario. La veo a los ojos, pero ella no se imagina que debajo de toda mi mugre y mi cabello alborotado tengo a un universitario dentro. Estoy exhausto. La chica me pide bajar. Le abro la puerta y al salir me dice gracias. Gracias a ti, le contesto, porque han sido cuatro viajes y es la primera vez que escucho esa palabra. No sé si es porque fui mal cobrador o porque fui uno muy monse. Tal vez si hubiera dicho que solo fui a hacer una crónica periodística, otro rostro de Lima se hubiera subido a mi combi. Guerrero apaga elmotor de la oficina en que trabajécatorce horas desgastando la garganta. — Muchacho, date una barridita pues — me dice, mientras cuenta todo el dinero del día.— Ya está, jefe, limpiecito — le digo, dejando el escobillón en la parte de atrás.— Acá tienes. Sesenta mangazos. Acompáñame a dejar el carro a la cochera. Llegamos y Guerrero le comenta al dueño de la combi que como cobrador no lo hice tan mal. Seré su nuevo aprendiz. Sonreímosentrelostres.Medespidoyprometovolverlosfinesde semana.— Muchacho, ya sabes mi número. Siempre llega temprano… Es lo último que escucho de Guerrero. Me duele la garganta y son las ocho y media de la noche. Me quito la camisa. Ya no quiero viajar en combi, ni siquiera si es gratis. Veo dos luces que me parpadean. Esta vez es de un taxi. Alzo la mano — ¿Cuánto hasta Tomás Valle?—QuinceSoles.— Vamos— le digo, mientras cierro la puerta por última vez.*

Diccionario CombiPlancha: Combi con pasajeros sentados al tope. No hay nadie parado. Apégate: Es decir vete al fondo lo más que puedas y siéntate en un asiento que es para tres pero, según el cobrador, entran cuatro.

Sopa: Combi repleta. Sentados, parados y doblados en dos. Pisa: Orden inmediata para que el chofer acelere.

Datero: Persona que se dedica a informar a choferes y cobradores sobre las frecuencias de tránsito entre combi y combi, además datea sobre operativos policiales que se realizan en los próximos paraderos. Chantón: Chofer que disminuye su velocidad o se detiene largo rato en un paradero para esperar más pasajeros.

Pie derecho: Consejo cabalístico para que el pasajero baje de su combi pisando la pista con — efectivamente— el pie derecho.

Sencillar: Método en el cual el cobrador pide que le cambien billetes de diez, veinte o cincuenta soles en monedas de baja denominación.

Guarachar:Tomaratajosparavíaslargasoesquivareltráficoen horas punta.

Correteo: Estado de competencia desleal y peligrosa entre combis de rutas similares. Estar en un correteo implica acelerar la combi y pasarse paraderos, o dejar gente a la volada. Mayormente las notas periodísticas adjudican las tragedias vehiculares a este peculiar fenómeno.

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El hombre junto al cielo

Lima tiene lugares que existen pero que no conocemos. Lu-gares que esperan ser visitados, aunque la realidad parece mostrar que han sido olvidados. Lugares como el cerro San Francisco de la Cruz, en Pamplona Alta. Barrio pobre que debería sentirse orgulloso por tener una escultura parecida a la del cerro Corcovado de Brasil y su famosísimo Cristo Redentor. Aquí suceden historias de piedra, como la de Ale-jandro, que vino a San Francisco de la Cruz para regar el suelo árido con lágrimas.

Escribe Arkadi Landeo Fotografías Juan Pablo Ayala

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Busco una historia que contar, un personaje peculiar, que aparezca depronto,perocuyafigurasesal-ga del cuadro cotidiano y que pin-te de colores todo el entorno plo-mo de la ciudad. No lo consigo. Estoy en Ciudad de Dios, en la intersección de las aveni-das de Los Héroes y San Juan, la aorta y la cava de este distrito,

por donde transitan miles de personas, una masa que viene y va, que se mueve a pasos apurados. La gente te empuja, no te pide disculpas, los ambulantes gritan, los claxon de los carros se tornan ensordecedores. Hay carretillas de dividís piratas con sus altoparlantes a todo volumen, vendedores de frutas que por megáfono lanzan sus creativas ofertas de vera-no. Algunos los observan, se detienen, compran; otros siguen apurados, esquivando, abriéndose paso por la pista porque la acera está copada de vendedores, copada al igual que las pa-redes de los negocios, llenos de gigantografías, de paneles deneón,deafichesyposterspegadosunosencimadeotros.Y así voy caminando, con sigilo, expectante de que aparezca algún personaje que me sorprenda. Luego de ir y venir por la avenida San Juan, por unas seis veces, levanto la mirada para ver el cielo y veo que sobre un cerro hay una escultura de Cristo Redentor, con túnica blanca y los brazos abiertos, que desde Ciudad de Dios se aprecia claramente. Lo veo similar al que está en el cerro Corcovado brasileño, con la diferencia que este cerro está pe-lado, sin vegetación, árido, pero con sus favelas en las faldas, asentamientos humanos donde habitan los guardianes del ce-rro. ¿Habrá allá una historia escondida?¿Habitará algún personaje misterioso y oscuro? ¿Habrá enamorados que se declaran amor como en el cerro carioca? ¿Cómo se verá Lima desde allá arriba? Voy a preguntar a una policía sobre qué ca-rro me puede llevar y me responde que no conoce y me mira con cierto asombro y mueve los hombros, en gesto descon-certado por no poder darme mayores alcances. Camino y le pregunto a un sereno, quien tampoco conoce, y me dice que debo tomar carros que van para Pamplona Alta, señalando al este, como tanteando, respondiendo por cumplir, y cuando deja de señalar, voltea la mirada y sigue en lo suyo. Lo cierto es que este cerro y su escultura no parecen importarle a nadie, lo ven con indiferencia. No corresponden a su llamado, nadie corre a sus brazos abiertos, no saben ni cómo se llama el lugar donde está ubicado. Finalmente, una vendedora de frutas me dice ama-

blemente —mientras me convida una mandarina— que el cerro se llama San Francisco, y que debo tomar una mototaxi porque no hay carros que van para allá. Le agradezco, me despido y paro una moto. Vamos a San Francisco. Llegar no es fácil. La moto sube poco a poco en zig-zag, en primera, porque todo está inclinado. No hay calles rectas, y rodeando las laderas del cerro, la mototaxi me deja en el último paradero. El entorno es un poco desolador. En la puerta de cada casa solo hay perros cuidando su territorio, atentos a cualquier intruso, que deben ser muy pocos porque mientras más arriba está la casa, más difícil es llegar o tran-sitar por ahí. El camino es muy pedregoso, no hay un camino preciso que te lleve a la cima del cerro, y reconozco el gran alivio que representa para las personas que viven acá, tener las escaleras solidarias, que si bien no les cambia el estilo de vida ni los saca de la pobreza, facilita movilizarse por la accidentada y difícil geografía donde habitan. Viendo alrededor, me doy cuenta de que las casas, a pesar de que en su mayoría están construidas en madera con techos de calamina, tienen conexión a cable satelital. No me sorprendería ver en alguna sala un televisor plasma. Las personas, dándose cuenta que no soy del lugar, me observan temerosos, con desconfianza. Los perros me la-dran y no los detienen. Tengo que buscar otro camino. Definitivamente este lugar no ha sido promocionado para ser un atractivo turístico de Lima. No hay nada señaliza-do, no hay letreros, ningún comercio aledaño, como si quie-nes llegasen ahí fuesen solamente los habitantes del cerro, o algún inusual visitante, como yo, que quiso conocer al Cristo, que resulta ser San Francisco, con túnica y los brazos abier-tos, de una altura de 30 metros aproximadamente, jugando al cálculo visual. El ambiente es un poco tétrico. En la base de la es-tructura de San Francisco se ven graffittis, pintas de barra-bravas, o corazones con nombres de enamorados rasgados en el yeso. En el suelo veo botellas de ron y de gaseosa, restos de basura con un olor desagradable. En la garita de la cons-trucción se ve por las rejas de la ventana cerrada, un cuadro de Jesús, con restos de vela consumida en el suelo. Por lo demás, cientos y cientos de colillas, que con la cantidad de filtros se podría rellenar una almohada. Hacia un lado, apoyado en la baranda, veo a un señor, que anda meditabundo, ensimismado, con los pensa-mientos lejos del cerro, como volando en algún lugar lejano que ni se da cuenta de mi presencia. Aquí, en lo más alto, se ve toda Lima. Villa María del Triunfo y sus montañas rocosas que empiezan a vestir sus fal-das de rústicas casas que no se amilanan ante la dificultad del

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terreno. Se ve Villa El Salvador, Chorrillos y el Morro Solar, abrazando elmar del Pacífico.También veoMiraflores y elhotelMarriot, con sus dos edificacionesmellizas que hacencontraste con La Punta y la isla San Lorenzo que están un poco más lejos pero distinguidas fácilmente. Girando un poco la vista, veo también la zona empresarial de Córpac, y más lejano, el cerro San Cristóbal y el Centro de Lima. El aire sopla con intensidad, mientras atardece. Veo un gavilán volando. Alzo la cabeza para mirar estas aves, pero ahora lo veo debajo de mí, más pequeño, aunque se nota su dominio del cielo. Con sus alas extendidas alcanza rápidas velocidades, lo veo volando hacia una avioneta que acaba de despejar de la base aérea de Las Palmas, y se aleja, solemne, nada lo detiene. Aunque estoy muy lejos, el sonido se agudiza más y desde lo alto escucho en buenos decibelios el tránsito lime-ño, el motor de los carros y el claxon de los desesperados. Mientras descanso un poco de la agotadora subida de escaleras ypedregales,observandoelinfinito,viendoLimadesdeotraperspectiva, respirando alegre, me dejo llevar por la imagen del ave de rapiña. En ese momento, un señor aparece de la nada y me pregunta:

— Amigo, ¿de aquí, por dónde queda Yerbateros? Lo veo a los ojos. Noto que no tiene ninguna mala intención y le señalo al este. — Para allá. Mire esa gran avenida. Es la Panamericana Sur. Siga esa línea, por ahí está Yerbateros— le contesto. Noto que no tiene mucha orientación y que se acercó por algo más quelaindicacióndelugar.Parahacerloentrarenconfianzalepregunto: — ¿Es usted de Huancayo?— Sí —responde— pero ahora estoy acá a la vueltita, por el pozo de agua, en casa de mi hermana— dice señalando un reservorio de Sedapal. Agrega que trabaja en Chala, por Arequipa, en una mina sacando conchuelas… (y continúa su presentación, y lo dejé hablar por un buen rato, hasta que empezó a quebrarse). Me dice que se quiere suicidar. Aunque no se nota decidido, me pide que le entregue una carta a su hermana, al tiempo que saca de su bolsillo una bolsa negra donde hay un sobreconlaesquela.Yomuydesconcertadoycondesconfian-

za por su insólita petición, no le recibo nada. Me doy cuenta de su desesperación desde antes de que se me acerque a hablar, y aunque quisiese esquivarlo, ya me sentía un poco comprometi-do con el hombre y su desgracia. — ¡Tranquilo, hombre. No te apresures y piensa un poco! ¿Tienes hijos?— le pregunto. — Sí, dos— me dice, como esperando algún consejo de mi parte, lo noto en su mirada. — ¿Los quieres mucho, no?— agrego sin saber qué decirle al tipo, dejando que me salgan ideas. — Sí. — Pues rompe esa carta. Sécate esas lágrimas y viaja a Huan-cayo. El clima de allá te hará recapacitar un poco. Mira ese gavilán. ¿Lo ves, no? — Sí — dice nuevamente (ahora solo responde en monosíla-bos y asiente con la cabeza, como expectante a mi improvisado discurso).— Ese gavilán puede estar sin comer varios días, pero no se acobarda por nada. Mira a San Francisco, que por lo visto no recibe visitas alegres desde hace tiempo. Cambia la cara y alé-grate. A mí tampoco me ha ido bien los últimos días, pero sigo adelante, porque el sol sale todos los días. No estaba seguro

si era elmomento para hablarle sobre cuestiones filosóficas,sobre la vida, porque el hombre necesitaba otro tipo de mensaje, más relacionado a su proble-ma, a su impulso loco de querer suicidarse. Ahora él debe ha-blar. Lomirofijamente.Tieneelrostropálido,unpocoarru-gado, debe tener cuarenta años, quizá menos, pero su apariencia es de uno de cuarenta. Sé que tiene que desahogarse, entonces le pregunté atinadamente: ¿por qué quieres cometer esa locura? Me cuenta su problema en la minera donde trabaja, la explotación que recibe de parte de sus jefes y de la amenaza que ha recibido por intentar sublevarse ante la injusticia que re-cibe. “Uno no puede soportar tanta humillación”, me dice con indignación. El hombre trabaja cargando sacos de conchuelas. Le pagan 80 céntimos por cada saco. Tiene que cargar más de cien diarios para que le sea rentable el trabajo, porque ahí está solo “y no he venido tan lejos para no aprovechar”, arguye. Vive en un campamento con los 27 trabajadores de conchuelas, ynotieneseguromédiconiningúnbeneficiosocial.

Me dice que se quiere suicidar. Aunque no se nota decidido, me pide que le entregue una carta a su hermana, al tiempo que saca de su bolsillo una bolsa negra donde hay un sobre con la esquela.

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Días antes, un compañero suyo se cayó trabajando y se fracturó el brazo. En vez de recibir apoyo de los jefes, lo repren dieron para que la próxima vez tuviera más cuidado. Era al mis-mo tiempo una advertencia para todos, ya que ellos no se harían cargo por ningún accidente. Eso hizo hervir la sangre de Alejan-dro, el suicida, que recién me revela su nombre, y encaró a la es-posa del jefe con gran valentía y le dio a conocer su posición. Fue suspendido por un par de días, en los que vino a Lima a meditar y buscar consejo en los brazos de San Francisco de la Cruz. Alejandro viene trabajando hace tres años para esa empresa, y ahorró el íntegro de su paga para comprarse una casa y, cuando complete el dinero requerido, renunciará y dice, de-nunciará a los jefes. ¡A la prensa iré. Me voy a quejar!, enfatiza, sin que hasta ese momento le dijera que soy periodista. Su historia es cautivante. No es el personaje fantástico y fuera de lo común que esperaba en un comienzo y admito que cuandolovienlabaranda,flaco,mediojorobado,notuvelame-nor intención de investigar su vida, a lo más preguntarle si sabía la altura de la escultura de San Francisco de la Cruz, quién la había elaborado, si conocía a algún encargado que me puediera dar datos, porque ahí no había placa ni información alguna so-breelmonumento.Alfinalterminé,sinquerer,entrevistándolo,dándoleconfianzaparasudesahogo,conmovidoporsusdecla-raciones. Alejandronosequieresuicidar,meconfiesaquetienemiedo a la muerte, pero sus penas lo han llevado a un abismo que lepresentanelsacrificiocomoalternativaparaevadiryterminarcon sus problemas laborales. Por momentos parecía decidido a

luchar y erigirse como un caudillo, luego estaba confundido y triste. El único modo de poder ayudarlo es hacer relucir su ladofilantrópico,darleánimos.Lecuentoquetrabajoenunme-dio de comunicación y que informaré al departamento de inves-tigación sobre su caso desi se decide a terminar con las injusti-cias que dijo reciben los estibadores de conchuelas. Se muestra motivado ante mi confesión. Me pide mi número de celular para avisarme si se decide y se retira, dando las gracias, caminando hacia el pozo de agua, a la casa de su hermana donde está hospe-dado. Yo, con la certeza que nada más podría suceder ahí en el cerro, emprendo el retorno sin datos sobre la creación del mo-numento, del tamaño, del artista encargado, pero convencido de que para San Francisco es mejor servir como el confesionario de los desposeídos, quienes al sentir la paz en sus alturas, pue-den meditar mejor sus inquietudes y encontrar soluciones que no tengan nada que ver con suicidios. Bajo el cerro por otro camino, por una escalera que no se veía en la ida. Otros perros me salen al encuentro, ladran, se rascan las pulgas. Aprovecho, avanzo y desciendo por los pedre-gales, por las calles inclinadas, hasta que encuentro una moto, que me lleva nuevamente a Ciudad de Dios, desde donde se ve el cerroSanFranciscodelaCruz,iluminadoporreflectoresblan-cos, que indican que seguirá la imagen ahí, esperando nuevas confesiones, nuevos visitantes, y por qué no, un turista que le encuentre el parecido con el Cristo Redentor del país vecino. Oscurece. Oscurece en esta ciudad de Dios. *

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Los años pasan, pero la pasión es eterna. El deporte rey une a un grupo de amigos, desde hace más de 20 años, todos los domingos. Y ahora llevan canas y siguen pa-teando el balón... hasta que la muerte los separe.

Escribe Bruno Uceda Fotografías Mikhail Huacán

La amistad no muere tras un balón

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— Pásala ¡Vamos!

Patea con#!?= %&!!!— grita Walter, mientras se encuentra en la defensa. Estamos en pleno partido. El marcador nos es favorable por el momento. Falta poco para que terminen los 30 minutos que tenemos que jugar. Las gotas de sudor caen en la losa, el sol está ardiente este domingo y, como en todos los barrios de Lima, el balón es el que manda y pase lo que pase es el día futbolero por ley. Llegamos a las diez de la mañana a la canchita del Callao llamada “Las Brujas” que es un terreno amplio con dos losas, separadas por rejas, cada una con sus tribunas. Desde la entrada se divisa un grupo de unos 15 hombres, entre 40 a 60 años. Nos acercamos a ellos trotando. “Estamos tarde”, me dice Walter, de 52 años. Un viejo jugador con espíritu de joven, de cabellos lacios cubiertos por algunas canas. Lleva puesta la camiseta del Manchester United y un buzo. Al llegar a la entrada de la canchita lo primero que hacemos es saludar. Walter me presenta como un amigo ante sus camaradas de cada domingo. — ¡Ya estamos viejos!Se escucha cuando estamos entrando a la cancha. La gente se ríe, los años pasan, ya algunos muestran canas y una que otra arruga. Se ponen las vendas y rodilleras armándose para el esperado choque. Ya todos listos nos ubicamos en nuestras posiciones. Unos calientan trotando en sus sitios, otros rotan el balón de un lado a otro reconociendo el terreno.— Por favor acérquense— nos dice un hombre bajito cano-so.Los equipos se reúnen en el círculo central. Nos piden que por favor guardemos un minuto de silencio: la madre de un compañero falleció hace poco. Estamos serios y en posición de descanso. Luego de los 60 segundos, en forma de apoyo, le damos el pésame uno por uno al compañero de cada do-mingo. El equipo se conforma por seis integrantes: el por-tero, que es joven, vestido con pantalones cortos, un polo algo desteñido y zapatillas que son para todo, menos para ju-gar fútbol. En la defensa, Christopher, un moreno de la talla del Cuto Guadalupe hace dupla con Walter, el león guardián. En el centro del campoestá el “Che”, un hombre de cabellos blanquiñoso, de un metro sesenta, llamado a ser el creador del equipo. Luego también está un hombre con pinta de chi-bolo, con el gorro para atrás disimulando el poco cabello que aún le queda y su polo reguetonero. Eso me ubica de delan-tero, pero hace tres meses que no juego fútbol: mi físico está arruinado, ojalá mi camiseta de Cienciano corriera por mí. El partido comienza. El primer saque lo realiza el equipo contrario, que se nota impreciso. Sus pases son malos, por no decir horribles, más que futbolistas parecen obreros tirándose ladrillos. Con este hecho pensé que sería un partido fácil, esperaba que el hecho de ser más joven me ayudaría. Me encuentro solo en el centro del campo con la

pelota. No tengo a nadie desmarcado. Pienso en retroceder el balón para crear algún espacio, pero el poco ritmo que tengo me juega una mala pasada. Al voltear pierdo el control del balón, me lo quita un moreno calvo, con bigote, que busca el gol. Corre rápido para acercarse al arco, nadie lo puede parar. En la gradería, los espectadores se paran para ver mejor la jugada. En la mente de todos está el gol. Es ahí cuando nadie contaba con la astucia de Walter que, tipo Chapulín Colora-do, sale de la nada con su camiseta del Manchester United y despeja el balón al saque de banda. No lo puedo creer. Estos señores tienen el doble o triple de mi edad, pero corren y juegan como cualquier joven. La edad no significa nada para ellos, pues tras el balón todos parecen unos niños. El sol del domingo quema cada vez más, las camise-tas se empiezan a mojar por el sudor. El gol no llega por nin-guna parte. Se pone aburrido el encuentro y en las tribunas gritan:—¿Quépasó?¿Temovieronelarco?— Llévatelo. Ese no juega ni bolitas.— Anda. Sigue durmiendo nomás. Como en todo lugar, siempre las bromas y comenta-rios abundan cuando es la hora de jugar fútbol: por las hua-chas, malos pases y especialmente los goles cantados que se fallan son los más atacados. En la losa sigue la acción. Los equipos luchan con más fuerza. La amistad queda de lado y se juega por ganar. La apuesta es dos soles cincuenta por cabeza. Nadie quiere perder su dinero y sobre todo yo que me puedo quedar sin pasaje. Tenemos que ganar por el orgullo de salir vencedores de esta batalla. El “Che” tiene la pelota en su poder. Levanta la ca-beza y no observa a nadie desmarcado. Es ahí cuando de re-ojo mira a la defensa y suelta un pase lento, al ras del piso. El “Negro” Christopher se desmarca, chutando el balón con el empeine derecho. La redonda se comienza a elevar, parece una bola de cañón, un defensa trata de despejarla pero lo mejor que puede hacer es desviarla casualmente cuando le choca en el pecho. El portero que se dirige a detener el dis-paro se cae al ser descolocado por su propio defensa, al ver el balón dando botes, solitario, lo acompaño con una fuerte patada de burro que termina perforando las redes contrarias. No hay tiempo para celebrar el gol, porque nos po-sicionamos para no recibir uno en contra. El primer aviso de gol es un ataque por izquierda del conjunto contrario, que intenta penetrar la defensa. Lo que no se imaginaron es que Walter, con una barrida, despeja el balón, dejando relucir el número 50 en su camiseta. Una cifra rara de ver en las camisetas, pues es más común encontrar la diez, nueve o hasta la once, pero este número, solo podría existir un significado: la camiseta se la regaló su amigo El che por su cumplir medio siglo de vida.

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El equipo intenta aumentar el marcador con toque cor-tos.Waltermedaunpasequecontrolo.Quizáspuedoanotardesde esta distancia, me digo. Me encuentro en el sector cen-tral. Pateo, pero no es una gran idea la que tuve porque en vez de ir al arco, el balón termina impactándole a un señor que está sentadoenlagraderíayquesonríeparafingirquenoledolió.El primer tiempo, que dura 15 minutos, se termina. Ahora ten-dremos que cambiar de cancha. Mi camiseta de Cienciano está empapada de sudor. Estoy muy cansado y no sé si puedo continuar jugando. Miro de un lado a otro cuando me doy cuenta de la sonrisa de Wal-ter: parece un niño jugando su primer partido, como cuando en su infancia salía a jugar con sus amigos del barrio, para luego formar un equipito en el cual entrenaban tres veces por semana, quelesserviríaparaclasificarenelextintotorneodeInterba-rrios. La segunda mitad comienza. El equipo contrario no quiere perder el tiempo. Busca el gol sea como sea: rematando de larga distancia o con pases cortos, no por hacer más rápido el partido sino para no correr tanto. Nuestro arco está despro-tegido. Walter intercepta un pase, me ve solo arriba y pasa el

balón por entre las piernas de un rival. Corro a la portería. El portero sale para tratar de achicarme el ángulo de remate. Es el momento de patear. Pateo a lo que salga y sin querer el balón pasa entre sus piernas. El segundo gol se anota. Puede ser el gol de la victoria. Ahora hay que retener el resultado. Podríamos ganar fácilmente, pienso, cuando de pronto el equipo contrario saca rápido y patea a la portería. Es un balón fácil, pensamos todos. De pronto entra al arco y luego de dos horas recién se tira el portero. Las risas y burlas se comenzaron a escuchar en la tri-buna.— ¡Ese portero vende mazamorra en la esquina! — ¡Oe chibolo, la idea es que las detengas! — ¡Mejor jueguen sin portero! Vergüenza ajena da ese arquero pero qué se puede hacer, no había a quién más poner. Me mandan un balón aéreo y corro para patear al arco, pero llego sin fuerzas. Ya no puedo respirar. Remato pero se va

al saque lateral. Veo doble. Este es mi último aire. Me dirijo al portero para cambiarle de posición. Me agarro del arco y de un lado a otro trato de recuperar oxígeno. Ahora seré portero. Todo lo dejo en las manos de Walter que conoce esta cancha como a su propia casa. Ya van más de 20 años jugando en esta losa, aunque no fue siempre de cemento. Antes era de tierra y jugaban formando dos equipos. Al pasar el tiempo, el grupo aumento. Más jugadores, más amigos, más domingos y más goles. El deporte rey lo es todo para ellos. Jugar en este momento significa mucho, pues pasan un momento cáli-do con sus patas, con quienes han pasado tantas cosas, des-de lesiones hasta alegrías. Este deporte no tiene edad ni sexo. Es por eso que hasta en las ciudades más pobres se juega. Habrá quienes digan que solo es un juego, pero es un sentimiento tribal. Al fútbol se le entrega esa pasión que los une olvidándose de las diferencias que los separa.

*** — ¿Habla, cuánto falta?— preguntan los del otro equipo.— Cinco minutos.

Pateo, pero no es una gran idea la que tuve porque en vez de ir al arco, el balón termina impactándole a un señor que está sentado en la gradería y que son-ríe para fingir que no le dolió.

Se les termina el tiempo. Walter se convierte en un león y se va a la defensa, al mismo estilo del Puma Carranza, una de las leyendas de su equipo favorito. El de la camiseta Manchester United era mediocampista creativo, posición en la que jugó en su juventud, pero, ahora, que ya pasaron los años, encontró una nueva posición en la defensa. Minuto a minuto sufrimos cada ataque. El balón es controlado por el rival. No existe ninguna tregua. Las lesiones no son impedimento para seguir jugando. Es al todo o nada, como en cualquier barrio de Lima. Está en tela de juicio el honor del equipo.— ¡Falta un minuto! La gloria está a la vuelta de la esquina. El triunfo podría ser nuestro. — ¡Sale la pelota y acaba! El otro equipo se acercan lentamente. Saben que si juegan al pelotazo, el balón saldrá y perderán. Es así que pasan de un lado a otro en busca de una oportunidad para poder anotar.

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No podemos arruinar lo que hemos logrado, solo te-nemos que cerrarles bien los espacios para que no rematen. Luego de esperar un buen rato se aburrie-ron. Dispararon a quemarropa lo mas pronto que pu-dieron. Por suerte el joven que jugaba de arquero lo desvió con su rodilla, que le causó un gran dolor, pero nos dio el triunfo. Con el marcador 2-1 se termina el encuentro. Recogemos las pelotas mientras nos reímos del parti-do. La amistad y el compañerismo resaltan por todo el lugar. No existen perdedores ni ganadores, todos disfrutan el hecho de jugarse una pichanga con los amigos. Con cada paso nos alejamos del recinto, la cancha queda atrás. Conversamos del partido y nos reímos de los fallos que cometimos, hasta que llega-mos a una tienda donde guardamos las pelotas.— Chino, unas chelas y para los chi-cos una gaseosa de litro y medio… Llenando el vaso de cerveza, vuelven los recuerdos. Las conversaciones se narran en tiempo pasado. Recuerdan el colegio, esos tiempos de su ju-ventud. Ellos miran sus manos y ven cómo el tiem-po ha pasado, ya no son jóvenes. El cuerpo en cual-quier momento ya no les dará para seguir jugando y el último partido de sus vidas se acerca. La pelota se detendrá, pero por el momento todo queda hasta el próximo domingo… *

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Súbete a mi moto...taxi En el país hay más de 250 mil mototaxis. Abigaíl maneja uno.A ella solo le gustan las baladas, pero ya no cree en el amor.No recuerda frases de la Biblia, pero sí cómo poner inyecciones. Dice que no hay nada imposible, pero imposible es olvidar.

Escribe Alfredo Pérez Andrade

Ella sabe muy bien que na-ció poco agraciada y se emocionó mucho cuando escuchó el primer runruneo del amor en tres llantas. Era Miguel, que no era un prín-cipe azul, pero que tenía una mototaxi de ese color, que la llevaba gratis al para-dero, que le floreaba cosasbonitas y le decía que le en-

señaría a manejar moto.— ¿Es difícil?— preguntaba ella. La neblina que abrazaba el distrito de Magda-lena fue excusa para que Abigaíl busque calor en los besos de Miguel. A los pocos meses estuvieron de enamorados.

Entre recorridos gratis, charlas de sueños y la casa sola, hizo que la regla no viniera el próximo mes.Aquellosignificaríaquedejaríasusestudiosdeenfermería en un instituto de la avenida Wilson y que sería madre. Su amor motorizado se comprometió en no dejarla, pero a los dos años la pasión puso primera y desapareció por esa calle donde una vez se encon-traron. “El hambre recorre el Perú en mototaxi”, es-cribióunavezelmaestroEloyJáuregui.YloafirmaAbigaíl: «Mi hijita tenía hambre y qué iba a hacer. Si no trabajo con qué iba a comer. Por eso decidí hacer mototaxi. Por necesidad», me dice en una de las es-quinas del mercado de Magdalena. Por algunos segundos parece como si en la plaza alguien hubiera puesto mute. Es como si los motores de los mototaxis se detuvieran, las combis no

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tocaran las bocinas y ninguna voz se escuchaba. El «runnn, run» mató el silencio y Abigaíl, empotrada en su acorazado de tres llantas, emprendió de nuevo el recorrido. En las mañanas hay más movimiento y más si es sábado, sentencia Abigaíl con una Inka Cola sin helar en su mano. Algunos mototaxistas del otro sexo le hacen guiños y ella no les da bola. En su haber tie-ne la cojera de un perro y unos cuantos arañazos a un ebrio pasajero que por enamorarla y ser faltoso cogió algunas carnes sin permiso. Habla cansada y arrastra las letras sin mirar a los ojos. Está triste. Desayunar lo de siempre: pan y leche, almorzar lo que se pueda y cenar lo que sobra. Su hija a esta hora debe estar en casa, extrañándola. Trata de decir frases de la Biblia, pero no se acuerda… “Es que soy media cristiana”, dice mirando

un rosario sucio, lo único que tiene en su vehículo, lo único que le protege. Es que en una tarde de enero por querer ganar a un pasajero hizo que cruzara una esquina a velocidad, pero más rápido iba un auto par-ticular. Ellamiró de reojo y un sonido de fierros lahizo detener. Solo recibió rasguños, pero la moto que-do inconsciente algunas semanas. El rosario ladeaba ligeramente mientras los curiosos se acercaban. Ya lleva dos años trabajando como conductora de mototaxi y aún recuerda cómo poner inyecciones. Y a pesar de sus tristes ojos rojizos dice que “para mí no hay cosas imposibles”. Al lado del timón hay un recuerdo que se niega a borrar. Escrito con liquid pa-per se lee: “Te quiero mucho Abigaíl. Siempre estaré contigo. Miguel”. El hambre como el amor, aún cree en promesas.*

SE BUSCAREPORTERODISEÑADORFOTÓGRAFO

[email protected] :m

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A Gustavo, pero no es Nada personal Las letras de Gustavo Cerati inspiran este texto. Su música nos llena

el alma. Ojalá, como en sus aclamadas giras, lo veamos volver.

Esta es la historia de un hombre que pare-ce estar preparado para una noche larga. Quesueñacontelarañas.QuepuedehacerCosas Imposibles. Porque dormido en un sueño profundo, seguro ve la Luna roja sobre el mar negro. Siempre es hoy Gustavo, claro que sí y

esta nota no es Nada Personal. ¿Porque quién soy para tener el privilegio de tutearte? Apenas un seguidor tuyo, alguien que escribió tu nombre en las paredes. Un periodista que alguna vez tuvo la suerte de entrevis-tarte y lamenta, hasta aho-ra, no haber llegado a la hora en que se te ocurrió caer en una discoteca mi-raflorina a poner música, a jugar con el DJ, a tomar-te fotos para el Facebook de tus fans y a bailar hasta rasgar la piel. Si apenas, “Flaco”, fui el ado-lescente que copió tu look en la universidad y junto a dos compinches, tratábamos de clonar sin éxito tus temas en un garaje. Si como comentarista deportivo alguna vez me salí en el entretiempo de un amistoso de la selección para verte cantar, en tu faceta de solista, en el Joc-key y después disfruté el honor de volver a verte en ese lugar donde ahora venden refrigeradoras, televisores, muebles y antes tenía la pompa de ser anfitrión del Gran Estelar de la desaparecidaFeriadelHogar.Quetehayaseguidosiempreen tus visitas a Lima no me da ningún derecho extra tam-poco. Que te haya visto en el ColiseoAmauta, cuando tejuro que ni tú ni yo teníamos una sola cana, o después en el sonado regreso de Soda hace algunos pocos años en el Es-tadio Nacional, tampoco me pone con ventaja sobre el resto de tus miles de seguidores. Simplemente es que las luces me queman la cara porque no te puedo hallar y al escribirte, intento salir de este castigo que significa el ritmo cruel de no escucharte hace tanto. Y no quiero sacarte en cara que por verte junto a Charly y a Zeta para escucharlos en Stereo, yo, que si algo odio es esperar y hacer fila, hice una cola de siete horas por

una entrada. Tal vez sí, quisiera contarte con afecto que mi hija también te admira y disfruta tu música. Tiene 11 años pero desde los cinco, bah, desde antes, tarareaba tus cancio-nes. Ahora se sabe todas tus letras. Me acompañó a un cine cerca del mar para ver la película que hicieron con la gira

sudamericana pero ni por eso me perdonó que no la llevara a uno de tus conciertos. La moda

y la tele le pueden imponer ciertos gustos musicales que te asustan

tanto a ti como a mí, pero a na-die quiere más que a tu ban-

da. Si hasta va a comprar y no pide una bebida. Cami-lle pide una soda. Sé que como dice una de tus letras, hay anar-

quía en tus movimientos, Gustavo.Quesevancayen-

do los ligamentos. Pero no-sotros no podemos ser libres

sin vos. Avisa si Te hacen falta vitaminas. Advierte si a esa no-

via le faltan biceps y no se porta como debería. No pienses en Dorian Gray ni en

el espejo retrovisor. Tu espíritu de kermés debe hacerte entender que es de noche pero todo lo puedes.

Pero claro. Estás en tu derecho de caer como un ave de presa, de caer sobre terrazas desiertas. Sobre todo ahora, que todo te debe parecer como un museo de cera, casi un simulacro demasiado real. El tema es que nos gustaría verte avanzar por las calles azules, que seas otra vez ese hombre alado que extraña la tierra. Alguien a quien ni la luz del sol, derritan sus alas. Recuerda, “Flaco”, que conoces ese lugar donderevientanlasestrellas.Quetienespordelantemuchassesiones de karate y gimnasia por la tarde. Entiende que nadie quiere tenerte a un Millón de añosluzdecasa.QuesintinuncamássepodráservirelTépara tres. Así tus labios sigan fríos y hayan perdido cierta fascinación, no estaría mal que fueras tu dueño otra vez ni temer que el río sangre y calme al contarle mis plegarias. Lo bueno, dentro de todo, es que sabemos que aun-que estés al borde de la cornisa, casi a punto de caer, no tienes miedo y sigues sonriendo. Regresa, regresa de una buena vez, Gustavo, que todos te vamos a tratar suavemente. Dale ,“Flaco”, dale... Luz, cámara y ¡acción!*

Escribe Michel DancourtEditor del diario La República

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Fashionman79Por Juan Carlos Delgado

www.juancarlosdelgado.com

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