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Faktoría K de libros. Narrativa K

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Semanas, meses

Título original: Viikkoja, kuukausia

© The Estate of Reko Lundán, Tina Lundán and WSOY© de la edición original: WSOY, Helsinki, Finlandia, 2007© de la traducción: Jarna Piippo y Ramón Nicolás, 2011© de esta edición: Kalandraka Editora, 2011Italia, 37 - 36162 PontevedraTelf.: 986 860 [email protected]

Ilustración y diseño de portada: Marc TaegerCorrección: Carme PereiroDirectores de colección: Xosé Ballesteros y Silvia Pérez Tato

Faktoría K es un sello editorial de Kalandraka

Primera edición: octubre, 2011ISBN: 978-84-15250-31-9DL: PO 394-2011

Reservados todos los derechos

Semanas, meses

Reko y Tina Lundán

Traducción de Jarna Piippo y Ramón Nicolás

Para las madres y los amigos

I

Minna

No sé por qué se me ocurrió preguntar cuánto tiempo lequedaba. Inmediatamente me di cuenta de que había sidoun error. Aki palideció y temí que le diese un nuevo ataque.Metí la mano en su bolso y saqué una latita de caramelosque contenía tranquilizantes. La píldora se quedó rodandoen su boca. Yo ya conocía el sabor harinoso y nauseabundode un valium seco cuando se pega al paladar. Las palabras dela doctora me golpeaban todavía en la cabeza. ¡Qué pocotiempo de vida le había dado a mi marido!

Noté que Aki estaba aguantando el llanto. La doctora cam-bió de tema. Dijo que Aki debería dejar de trabajar de inme-diato. Le ofrecían una plaza en el centro de asistencia terminal.

–¿Es necesario irse tan pronto para allá?Los ojos de Aki brillaban cuando me miraba. Me propu-

se actuar como un robot; pensé: «no voy a llorar, no voy allorar ahora».

–Además, tengo mucho trabajo por terminar. Por lomenos necesito un mes –protestaba Aki.

La doctora dijo que, de momento, le daría la baja porenfermedad para dos meses. La tensión se alivió un pococuando comentó que, por ahora, el centro de asistencia ter-

AGOSTO DE 2006

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minal era solo una alternativa por si no se encontraba confuerzas para estar en casa, pero para Aki eso apenas mejora-ba la situación. Aki quería estar en casa. Quería trabajar, que-ría ser un hombre, quería vivir. Quería ser padre de familia yser mi marido. Quería pagar el préstamo de la casa, ir a correrpor el parque Central, escucharme lo que le cuchicheaba aloído a veces cuando las niñas estaban durmiendo.

Aki

¿Qué sentido tiene comenzar a escribir una novela alregresar a casa desde el hospital, después de saber que tequedan semanas o meses de vida? Ni siquiera bajo el efectoeufórico de la cortisona será posible acabar a tiempo latarea. Y, ¿por qué extraña razón yo debo escribir hasta agotarmis últimas fuerzas? ¿No es más importante leerle todas lasnoches un cuento para dormir a Kerttu? ¿Hablar con Saarasobre cómo le ha ido el día?

Pero, tal vez, exactamente ahí radica la cuestión. ¿Unpacto de contrarios con el diablo? ¡A mí no me pillas antesde que esté terminada la novela! ¡Ah-ah-ah! ¡No lo harás!Recurriré incluso a los ángeles del cielo para defenderme.Perdona por escribir cielo con minúscula pero una solicitudtan sincera no debería ser rechazada por un simple errorformal. ¿Serán suficientes unas semanas o unos meses paraderrotarme? Aún quedan tantas historias por contar, tantasmadrugadas en desvelo, que por mi parte no va a parar defluir el texto.

Cuando los minutos se arrastran hacia el amanecer y mismiedos no me dejan dormir, me levanto de la cama, como unyogur natural con copos de avena y empiezo a golpetear enel teclado mirando de vez en cuando a los ojos de la Madre

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1 Madre de Dios es el nombre que los ortodoxos le acostumbran a dar a la Virgen María. La iglesiaortodoxa y la evangélico-luterana son las dos comunidades religiosas del estado en Finlandia. El arzo-bispado de Finlandia es una iglesia ortodoxa autónoma, con 61 000 fieles, que pertenece al patriarca-do ecuménico de Constantinopla. (N. de los T.)

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de Dios1. Con el niño Jesús en los brazos, la Virgen se asomaa un lado de la pantalla. El fino dedo de Jesús se posa en labarbilla de su madre. Ella mira a los ojos de su hijo con tantaserenidad que es como si no existiera ninguna pena verdade-ra en el mundo. Y puede ser que no la haya. Al final, la únicacarga del hombre en el universo es su propensión a preocu-parse de antemano por cosas en las que no puede influir.

Semanas, meses… ¿Qué sabrá esa doctora? Ve una tomo-grafía y sabe calcular probabilidades. Pero yo tengo un pro-yecto por terminar. Y ahora no estoy pensando en ningúnlibro. ¡Mi proyecto se llama «dos hijas pequeñas»! Cuandoenfermé creí que aún me quedarían cinco años de vida comomínimo y que, llegado el momento final, Kerttu ya tendríapor lo menos diez y Saara quince.

Minna

Por la noche hicimos el amor, aún sabiendo que para Akihacerlo representa siempre un riesgo de ataque. Sus mejillashabían comenzado a hincharse por causa de la cortisona.Dibujé suavemente el contorno de su cara con un dedo. Esta-ba sin afeitar. Le dije que parecía un pirata. Le pregunté siquería dejar las luces encendidas. Aki dijo que no hacía falta.

Llegué rápido al orgasmo. Aki no lo alcanzó, pero no leimportó. Después de diecisiete años juntos era difícilacompasar los tiempos de cada uno. Cuando acabé de lavar-me, el llanto me salió de lo más hondo, como hacía muchotiempo que no me pasaba.

2 El iconostasio es una pared que separa el santuario de la nave en un templo ortodoxo, en la cual secolocan los iconos religiosos. Aquí se refiere a un conjunto de tres cuadros, los laterales formando puer-tas que pueden cerrarse delante del central, que los ortodoxos colocan en las esquinas de las habitacio-nes de la casa. (N. de los T.)

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Aki

Enseguida comprendí que el llanto de Minna, después dehacer el amor, brotaba del mismo pensamiento que tambiénpasaba por mi cabeza. ¿Cuántas veces más? ¿O esta habríasido ya la última? ¿Cuántas veces hace el amor una parejade mediana edad durante semanas o meses? ¿Cuántas vecesse ríen juntos? ¿Se pelean? ¿Asisten a fiestas? ¿Están con-tentos con la vida? ¿Consiguen simplemente disfrutar de sucasa, de su familia, de su vida, el uno del otro?

Minna

A veces siento envidia de la gente con la que me cruzopor la calle. Sobre todo si parecen felices o semejan familiascompletas, en las que no falta el padre.

Aki estaba en la sala. Intentaba disimular que rezaba. Medieron ganas de quemar el maldito iconostasio2 en la chime-nea. ¡Inútiles pedazos de madera pintada!

Durante el año siguiente a que le diagnosticaran eltumor cerebral, Aki, el hombre por cuyos anchos hombrosme había apasionado, se fue encogiendo. Después comen-zó a acudir a la consulta de una terapeuta esotérica y a cum-plir el programa de ejercicios que esta le había dado. Desdeentonces pasea por la sala con un porte excesivamente rígi-do, como repitiéndose: «aquí está un joven espigado».

II

ENERO DE 2004

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Minna

La mañana fue muy agradable, con solo unos pocos gra-dos bajo cero; pero después la temperatura subió, y en unpar de horas la nieve se convirtió en aguanieve sucia. En elsupermercado había tanto vapor, que parecía una sauna.Estaba incómoda en la cola de la caja. Bajo el abrigo, sentíla espalda empapada en un sudor pegajoso. La gente metocaba el cuerpo con sus costados, manos y caderas, aunqueme mantuviera quieta en la cola. Cambiaba el peso del cuer-po de un pie al otro. Pensé que hasta el menor movimientohace que el tiempo corra más deprisa.

¿Cuál podría ser la actividad física más pequeña y percep-tible que se pudiera realizar? Cerré los ojos. Toqué el pala-dar con el ápice de la lengua. Hice una bolita de aire en lasmejillas de forma que el pequeño aumento de presión de aireen la boca estiró ligeramente la piel. Pasé la bolita de un ladopara otro hinchando la mejilla izquierda y luego la derecha.

Aki

Al terminar la entrevista, la periodista me halagó. Medijo que apreciaba mi aportación al debate social. Sonreí yasentí con la cabeza. Estaba acostumbrado a los elogios.Los últimos años habían sido de grandes éxitos, los mayo-

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res desde que salté a la fama en 1998. Pero, ¿qué era lo quela periodista apreciaba en realidad? ¿El hecho de que des-pués de mucho acosarme había conseguido un artículo porel que, con seguridad, le pagarían generosamente? Yo habíadejado de conceder entrevistas, sobre todo porque dabanmucho trabajo. Era frustrante tener que corregir los erroresde contenido y de lenguaje de los periodistas. Y también erauna cuestión de orgullo. Pero yo deseaba estar tan altocomo el realizador de cine más conocido o el novelista másapreciado de Finlandia. Así que necesitaba esos elogios.A veces, cuando estaba solo, leía antiguas críticas favora-bles y veía fotos de las representaciones que había dirigido.Estaban desordenadas en una caja grande, como si fuesenbienes expoliados a alguien. En una baldosa del suelo, allado del sillón, se dibujaba la mancha redonda de un vaso devino tinto. Al día siguiente, cuando recordase esa mastur-bación mental, la vergüenza me haría emitir choques eléc-tricos irregulares.

A la periodista solo le faltaban las fotos para acabar elreportaje. Propuso hacérmelas en nuestra terraza porque el díaestaba precioso, con solo unos grados bajo cero.

Me vestí un jersey de lana. Me fotografió con rapidez yal momento comenzó a molestarme algo en los ojos. Comosi el flash siguiese centelleando. Un tic del párpado que eraluz en vez de movimiento. Antes le había dicho a la perio-dista que consultaría el horario de autobuses. Le pasé a ellael papel, porque mis ojos ya no conseguían distinguir losnúmeros pequeños, sobre todo los azules, que indicabanlos autobuses de piso bajo. Además, las líneas empezaron aserpentear como culebras.

–Creo que estoy sufriendo el primer ataque de jaquecade mi vida.

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La mujer dijo que no me preocupase, que ya buscabaella la salida. Entré en el dormitorio con el teléfono móvil.El dolor de cabeza comenzó en la sien derecha. Era comouna palpitante picadura de aguja. Me pregunté qué analgé-sicos tendríamos en casa. Busqué el número de Minna en lamemoria del móvil. La periodista gritó «hasta luego» desdeel vestíbulo.

Me levanté para cerrar las cortinas de las ventanas del dor-mitorio. Luego me dejé caer otra vez en la cama. A causa delesfuerzo, el impulso sanguíneo me dio un golpetazo enmedio de la cabeza como el que da un batería al tamborpequeño, y debajo de ese dolor se quedó golpeando el bombode la pulsación.

Una luz excesiva inundaba todavía la habitación a travésde las cortinas claras. El dolor seguía aumentando y meretorcí bajo la colcha para esconderme de él. Sabía quepodía ser cuestión de minutos y que debía hacer algo.

Cuando Minna me llamó yo estaba tirado en el suelo dela cocina, con la frente contra la superficie fresca del con-gelador. Antes de tumbarme había conseguido localizar aSakke, mi amigo Sakke. Era médico y, aunque vivía en Ale-mania, también tenía licencia para ejercer en Finlandia. Y élhabía llamado a la farmacia más próxima a mi casa para dejarallí una receta por teléfono. El medicamento se llamabaKlotam.

–¿Con ce o con ka?–¿Dónde carajo está la diferencia?–No grites, que me duele la cabeza.El camino hasta la farmacia fue como una pesadilla o una

alucinación. No veía casi nada, pero aún así cogí el coche.De regreso, ya no conseguía distinguir más que formasextrañas entre la niebla. Conduje a veinte quilómetros por

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hora, con la cabeza pegada al parabrisas. En el carril bici vis-lumbraba a niños que me adelantaban mientras regresabandel colegio a sus casas. Pensé que yo era el hombre más peli-groso de Helsinki. Atravesé el último cruce a paso de cara-col y el resto del camino conduje por el medio de la calle.Cuando salí del coche, tambaleándome, nuestra casa setransformó en una máscara que se parecía al gato de Aliciaen el país de las maravillas.

Sentí que el medicamento me comenzaba a aliviar. Dejéde notar el golpe de dolor a cada movimiento de cabeza,incluso comencé a ver con más claridad. Me levanté delsuelo de la cocina y volví a la cama antes de que Minna lle-gara a casa con Kerttu. Saara había ido a casa de una amigaal salir de clase.

Minna me ordenó quedarme en cama. Sabía por sumadre lo que eran las jaquecas. Intentó cerrar mejor las cor-tinas, pero notó que el sol de principio de enero ya se habíapuesto. Pregunté qué temperatura haría fuera.

–Ya no hace tanto frío. Ahora es aguanieve.–Qué tiempo; ideal para participar en una carrera –dije,

decepcionado.–Ah –dijo Minna, yendo a la cocina para vaciar la bolsa de

la compra. Aún no se imaginaba mis intenciones. Yo desea-ba ir a competir en la carrera pero no sabía si sería capaz dehacerlo. La cabeza me dolía muchísimo, el suelo estaría res-baladizo y se me mojarían las zapatillas; pero, al mismotiempo, me apetecía tanto ir a correr...

Me acerqué a la puerta de la cocina. Minna freía pechu-gas de pollo.

–Eh, ¿qué tal?–Mucho mejor.–No lo parece.

3 El segundo canal de la televisión pública finlandesa, YLE, emite desde 1977 programas infantilesde calidad, desde las 17:00 horas a las 18:00 horas. Para los suecohablantes tiene programas equiva-lentes en sueco, segunda lengua nacional. Los padres aprovechan esa hora para trabajar, descansar ococinar, ya que pueden confiar en que sus hijos están bien acompañados. (N. de los T.)

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Kerttu volvió la cabeza para echar una mirada desde el sofáde la sala. Estaba viendo en la tele el programa infantil3, perole habían pedido bajar tanto el volumen que apenas se oía elaparato. El extractor de humo de la cocina zumbaba. Minnadetestaba el humo de la comida y todos los olores fuertes.

–¿Estás preparando la cena?–¿Vas a cenar?–No, gracias.–¿Has comido algo hoy?–No tengo hambre. Y no puedo comer, porque voy a ir

a correr.–Pero, ¿qué dices?–He comido una manzana.De hecho, no había acabado de comérmela, porque mor-

der la fruta me causó un dolor punzante en la cabeza.Minna se volvió para revolver las pechugas.

–Entonces, si ya no estás enfermo, puedes ayudarme.–¿Estás enfermo, papá?–Ya no. Me ha dolido un poco la cabeza.–Ah, bueno.Kerttu también pensó que yo ya estaba bien y apretó el

mando de la televisión para subir el volumen diez puntos.Trituré las patatas. Cada movimiento terminaba en un

ruido sordo en la cabeza, pero yo quería ir a correr. Queríaparticipar en esta carrera de enero, y al principio de la sema-na ya había entrenado un poco para conseguir un buenresultado en esta prueba. Era una cosa de tan poca impor-

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tancia que me daría vergüenza comentarlo con alguien. Parala mayor parte de la humanidad, tal locura por el deportesería imposible de comprender pero, por lo menos en Fin-landia, había miles de hombres y de mujeres que habríanhecho lo mismo que yo.

Me acerqué andando hasta el punto de salida de la prue-ba. Hice un calentamiento pequeño porque cada paso meprovocaba una punción dolorosa en el cráneo. Durante elcorto recorrido a pie hasta la salida consideré la posibilidadde volverme atrás, de no competir, pero confiaba en que eldolor del ácido láctico pronto superase al dolor de cabeza.

Durante la carrera tropecé varias veces contra mis com-pañeros de equipo. No distinguía con claridad sus espaldasni sus brazos. Me disculpé en voz alta por no haberlosvisto. Nadie comentó mi torpeza; todos se concentrabanen la lucha contra su propio cansancio.

La última subida era suave pero larga. En el últimotramo había un puente peatonal, a su final se giraba a laizquierda y después estaban los últimos cien metros que lle-vaban a la meta. No me la jugué toda en la subida comohubiera hecho si corriera contra el reloj. Ahora competíasólo por mi propia victoria, y los peores adversarios no eranlos otros corredores sino el dolor de cabeza y la vista dete-riorada. Al pasar el puente aún iba junto a los compañerosdel equipo, que comenzaron a acelerar. Era más seguro ircon ellos. De repente dejé de distinguir la bifurcación de uncruce que debería resultarme muy familiar. En el últimotrecho llano aceleré y adelanté a los que iban al frente. Fueun esfuerzo tremendo, aunque el más joven de ellos eradiez años mayor que yo.

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Me faltaba todavía un año para alcanzar la primera cate-goría de veteranos. A la de ahora había conseguido llegardespués de cinco años de entrenamiento. Cuando dejé defumar, al acabar mis estudios, llegué a engordar diez quilos.Gracias al deporte conseguí perder la mitad.

Al acabar la prueba aún me apunté a una vuelta de pro-pina. Pero no había avanzado más de unos doscientosmetros cuando noté que debía volver rápidamente a casa.Dije que tenía que irme y me di la vuelta.

Durante la noche me arrepentí varias veces de haber idoa correr. Sentía que la cabeza podía explotarme en cualquiermomento, era como un globo al que habían hinchadodemasiado. Minna llamó dos veces a urgencias, pero le res-pondían que, si podía soportarlo, debería quedarme en casahasta la mañana siguiente. ¿Cuándo se volvería insoporta-ble este dolor? Si ya era insoportable en ese momento...

Por la mañana, mientras Minna aparcaba el coche, subítambaleante la escalera del centro de salud para llegar a laconsulta del médico de familia. Me agarré a la barandilla conlas dos manos y tanteé los escalones con el pie. Era como sime estuvieran golpeando la cabeza con un martillo. Veía elmundo desenfocado, como en los dibujos animados deYellow Submarine de los Beatles. Las puertas, las ventanas ylos muebles se movían y giraban, y adoptaban colores estri-dentes, transformándose sin parar.

Nunca había visto a mi médico de familia.–Un trastorno de la vista causado por jaquecas no debe-

ría tardar más de una hora en desaparecer –dijo.–Pues este está empeorando. Si es que eso es posible.–El dolor de las jaquecas puede ser muy fuerte.–Aki cree que la carrera que hizo ayer le ha empeorado.

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Minna había entrado por la puerta entreabierta del con-sultorio.

–Fuiste a correr con jaqueca. ¿Por qué?Estaba delante del médico como un alumno que está

siendo reprendido por el director.–Por afición.Minna manifestó su temor ante una posible hemorragia

cerebral.–No tengo miedo de eso –dije.–Entonces, ¿por qué no paras de repetírmelo a mí?

–contestó.El médico estuvo mucho tiempo valorando las propieda-

des de diferentes analgésicos. Al final acabó por coger elteléfono.

–Voy a hacer una llamada –nos informó. Dijo que nece-sitaba una consulta neurológica.

Minna

Aki tenía miedo. Llamé a mi madre y le pedí que viniesepor la tarde para cuidar a las niñas. Me prometió que prepa-raría al horno un estofado con macarrones. Le recordé quesi yo no llegaba pronto a casa, debía obligar a Saara a poner-se el aparato de los dientes durante la noche.

Aki

Después de destrozarme por tercera vez el dorso de lamano con la aguja de la cánula sin localizar la vena, la enfer-mera confesó que todavía era una aprendiza.

–Es que tú tienes las venas muy huidizas. Era una característica de mí mismo que desconocía. En

otra ocasión me habría hecho gracia. Ahora me dolía en dos

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sitios al mismo tiempo. Le di una última oportunidad a laenfermera; si fallaba tendría que ir a buscar a alguien conmás experiencia.

Me sentí ligeramente mejor al recostarme en una camadel hospital. Si no movía el cuerpo, no me irrumpían en lacabeza esos impulsos dolorosos de sangre. El pequeño mar-tillo de la pulsación era la melodía de un arroyo, compara-do con el esfuerzo de subir la escalera.

Finalmente, la enfermera consiguió introducir la agujaen la vena y fijó la cánula en el brazo con esparadrapo. Deella salía un tubo que terminaba en la bolsa transparenteque la chica colgó en un soporte al lado de la cama. Le pre-gunté qué había en la bolsa.

–Cortisona.–¿Es un analgésico?–En algunos casos ayuda.No seguí interrogando a la apresurada enfermera. Sentí

que el dolor comenzaba a ceder. Me quedé acostado duranteun cuarto de hora. La paz me inundaba como una embria-guez incipiente. La cabeza había dejado de dolerme. Me incor-poré en la cama y miré alrededor. Estaba en medio de unabulliciosa clínica de urgencias, en la versión finlandesa de unaserie televisiva de hospital americana. Bueno, aquí nadie sepondría a dar a luz. Recordé que había entrado tan ciego queme apoyaba en las paredes buscando una enfermera.

Minna se había quedado aparcando el coche y, mientrasno llegaba, hice varios intentos hasta que conseguí detenera una de las enfermeras.

Ahora, recostado en la cama, me encontraba estupenda-mente.

–Gracias, ya estoy bien, me voy para casa.