tomás pérez vejo (elegía criolla)

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ELEGÍA CRIOLLAUna reinterpretación de las guerras

de independencia hispanoamericanas

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1Historia y celebraciónMéxico y sus CentenariosMauricio Tenorio Trillo

2Carranza

El último reformista porfiriano

Luis Barrón

3Recordatorio

de Federico GamboaÁlvaro Uribe

4Bernardo Reyes

Un liberal porfiristaArtemio Benavides Hinojosa

5A salto de mata

Martín Luis Guzmán en la Revolución mexicana

Susana Quintanilla

6El derrumbe

Jalisco, microcosmos de la revolución mexicana

Elisa Cárdenas Ayala

7Camino a Baján

Jean Meyer

8Se llamaba Elena Arizmendi

Gabriela Cano

9Ciudades sitiadas

Cien años a través de una metáfora arquitectónica

Johanna Lozoya

10Elegía criolla

Una reinterpretación de las guerras de independencia

hispanoamericanasTomás Pérez Vejo

11La Castañeda

Narrativas dolientes desde el manicomio general,

México 1910-1930Cristina Rivera Garza

(PRÓXIMO NÚMERO)

Colección Centenarios

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TOMÁS PÉREZ VEJOELEGÍA CRIOLLA

Una reinterpretación de las guerras de independencia hispanoamericanas

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1.ª edición: mayo de 2010

© Tomás Pérez Vejo, 2010

Di se ño de la co lec ción: Lluís Clo tet y Ra món Úbe daRe ser va dos to dos los de re chos de es ta edi ción pa ra:©Tusquets Editores México, S.A. de C.V.Campeche 280 Int. 301-302 – Hipódromo Condesa – 06100 México, D.F.Tel. 5574-6379 Fax 5584-1335www.tusquetseditores.comISBN: 978-607-421-182-5Impresión: Litográfica Ingramex, S.A. de C.V. – Centeno 162-1 – México, D.F.Impreso en México/Printed in Mexico

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, distribu-ción, comunicación pública o transformación total o parcial de esta obra sinel permiso escrito de los titulares de los derechos de explotación.

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Índice

Introducción. ¿Por qué volver sobre las guerras de independencia? . . . . . . . . . . . . . . 91. Las palabras como armas: ¿revolución,

guerra de independencia o guerra civil? . . . . 612. ¿Unas guerras de liberación nacional

sin naciones? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1133. Criollos contra peninsulares:

la bella leyenda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1694. De la revolución de la Independencia a

las revoluciones de las independencias . . . . . 213Epílogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267

ApéndicesNotas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307Índice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 321

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Introducción.¿Por qué volver sobre las guerras

de independencia?

Y es de esa gigantesca expedición panhelénica,la victoriosa, la ilustre, la renombrada, la glorificada como ninguna otra lo fuera nunca, de tal expedición de quien nacimos nosotros;un mundo griego inmenso, nuevo.

Nosotros: los alejandrinos, los de Antioquia, los seléucidas, y tantos otros griegos de Egipto y de Siria, y los de Media, y los de Persia, y de otros sitios.Con nuestros opulentos estados, con la acción sutil de nuestros gobernantes. Y nuestra común lengua griega conocida por todos desde Bactria hasta la

[India

Constantino Kavafis,En el año 200 antes de Cristo

A principios del siglo XX un griego de Alejandría,Constantino Kavafis, recuerda lejanas batallas de Ale-jandro, Grániko, Isso y, sobre todo, Arbela, allí dondeel ejército persa «avanzó hacia la victoria y fue des-truido». Habían pasado dos mil años, los viejos nom-bres, Antioquia, Bactria, eran apenas ecos de un mun-do legendario en las orillas de un río del que tambiénlos dioses helenos hacía siglos que habían sido desterra-dos y en las que hasta el nombre del fundador de laciudad era ya sólo un recuerdo borroso. Sin embargo,

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todavía en la más decrépita y fastuosa de las Alejan-drías de Oriente alguien se imaginaba griego e hijo delas victorias del conquistador macedonio.

Vayamos ahora del Mediterráneo griego al hispáni-co, al Atlántico. Han pasado apenas quinientos años deque el paroxismo ibérico, en muchos aspectos tan seme-jante al de los griegos, hispanizara las riberas occiden-tales del otro lado del mar, de un modo no demasiadodiferente al que aquéllos habían helenizado las orienta-les, pero ningún poeta en alguna de las numerosas Car-tagenas, Córdobas, Méridas o Santiagos del amplio es-pacio americano osará ya decir que es español y menostodavía que viene de Otumba o de Cajamarca.

Las diferencias entre griegos y españoles no son, sinembargo, muchas. Unos y otros fundaron ciudades cu-yas pautas urbanísticas las hacen más helénicas o máshispánicas que las de las viejas metrópolis; unos y otroslevantaron templos a sus dioses, diferentes sólo por lamayor magnificencia de los erigidos en las tierras deallende el mar; unos y otros crearon nuevas civilizacio-nes urbanas sobre las ruinas de otras más antiguas, encuyas ciudades intentaron seguir viviendo como griegosy españoles mucho tiempo después de que el viejomundo del que venían hubiese desaparecido; y unos yotros masacraron las poblaciones nativas para despuésmezclarse con los restos de ellas. Las semejanzas sor-prenden, el mismo desprecio hacia las civilizacionesderrotadas, no hay demasiada diferencia entre los sol-dados de Alejandro quemando el gran palacio dePersépolis y los de Cortés destruyendo «templos de ído-los»; y la misma voluntad de construir un mundo igualal que dejaron atrás pero que acabará siendo, inevita-

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blemente, a la vez similar y diferente. El resultado enambos casos del convencimiento de ser pueblos elegi-dos, superiores a los bárbaros o a los infieles paganos.

¿Qué es lo que impide a un hipotético Kavafis crio-llo asumirse como español y heredero de Cortés o dePizarro? Desde luego ninguna realidad. No parece dema-siado arriesgado afirmar que un griego de Alejandría oDamasco tenía, a principios del siglo XX, menos que vercon Alejandro, aun descendiendo de algunos de sussoldados macedonios por todas su líneas genealógicas,que un mexicano o argentino, de Veracruz o de Bue-nos Aires, a principios del siglo XXI, con los fundado-res de estas dos ciudades, incluso si en todo su árbolgenealógico no hay ni la más ligera huella de un ante-pasado conquistador. Nuestros ancestros son sólo unaelección. Elegimos nuestros antepasados como elegimosnuestros nombres. Somos descendientes de quienes de-cimos descender no de quienes descendemos, Kavafisy nosotros.

Está, sin duda, el mito de lo políticamente correc-to. Ha pasado un siglo y con él el tiempo de los héroesconquistadores. Alejandro ya no es más el capitán de la«gigantesca expedición panhelénica, la victoriosa, la ilus-tre, la renombrada, la glorificada como ninguna otra lofuera nunca» sino poco menos que un genocida, unaespecie de Hitler macedonio al que una historiogra-fía poco cuidadosa se empeña en juzgar con valores quenada tienen que ver con su tiempo. Tampoco ya nadiepodría escribir hoy un libro como el de William Pres-cott sobre la conquista de México, con su inconfundi-ble aroma de gesta antigua y su exaltación de virtudesque hace tiempo dejaron de ser las nuestras.

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El problema principal, sin embargo, está en otra par-te, en el relato de cómo uno y otro mundo se disgrega-ron. El griego lo habría hecho, a la muerte de Alejandro,en el estallido de un rosario de pequeños Estados, consus generales convertidos en herederos y albaceas de unlegado que poco a poco fue desapareciendo borradopor el tiempo y sin que Grecia tuviera ya nada que ver con él; el hispánico, en la liberación de los pueblossometidos, guerras de independencia contra España depor medio, de la opresión de los conquistadores lle-gados del otro lado del Atlántico, el fin de un desgracia-do paréntesis de trescientos años. Pero, ¿pasaron las co-sas así? ¿Fueron las guerras de independencia guerrasde liberación nacional? ¿Hubo realmente guerras de inde-pendencia en América o sólo la disgregación de un viejoorden imperial? ¿No estaremos ante una bella leyenda,un mito de origen en sentido literal, que esconde algono demasiado diferente a lo ocurrido con el mundogriego a la muerte de Alejandro? ¿Y si las nuevas repú-blicas hispanoamericanas –finalmente dos siglos sonapenas nada en el devenir de la historia– fueran sólouna reedición de los ya lejanos reinos helenísticos?

Las respuestas a estas preguntas no son un asuntode erudición histórica. Menos aun, por supuesto, unavana profecía para saber si dentro de quinientos añosun Kavafis criollo, en una ciudad portuaria y decaden-te, a las orillas de un gran río en el que el nombre deldios de los cristianos sea sólo un brumoso recuerdo,escribirá sobre épicas batallas de un tiempo muerto parasiempre. Pasados mil años, en el caso hipotético de quequede algo de nuestro mundo, el anónimo autor delMío Cid, Cervantes, sor Juana Inés de la Cruz, Borges

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y Carlos Fuentes serán contemporáneos y compartiránjuntos una nota a pie de página sobre una civilizaciónextraña y desaparecida. Intentar contestar a estas pre-guntas es, por el contrario, tratar de explicar y enten-der uno de los fenómenos más relevantes de la histo-ria del mundo Atlántico en general y del hispánico enparticular. Nada fue igual después de él, un cataclismoque cambió de manera radical la faz del planeta y cuyasombra sigue extendiendo su manto sobre lo que elmundo hispánico es y sobre cómo se imagina.

No estamos ante un episodio menor, ocurrido enun pasado lejano y sin relaciones con nuestro presen-te, sino ante uno de esos sucesos que marcan el deve-nir de la humanidad. No es seguro que se pueda afir-mar, parafraseando a López de Gómara en su Historiageneral de las Indias, que la mayor cosa después del des-cubrimiento del Nuevo Mundo fue la de su indepen-dencia; sí, por el contrario, que es, palabras de JoséMaría Portillo, «la historia del proceso más fecundo deformación de repúblicas, pueblos y naciones del espa-cio Atlántico euroamericano».1

Un proceso, habría que añadir, que cambió, ade-más, de manera radical los equilibrios y las estructurasno sólo del antiguo mundo hispánico sino del Atlán-tico en su conjunto. Cuando se proclamaron las inde-pendencias, los equilibrios de poder en el espacio atlán-tico y las estructuras de la América española tenía yamuy poco que ver con los de apenas una década antes.La antigua unidad política de la Monarquía católica,una de las grandes protagonistas de la historia durantelos tres siglos anteriores, había dejado su lugar a pocomenos de veinte Estados, todos ellos, incluida España,

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de manifiesta irrelevancia internacional, y las guerrashabían convertido una antigua civilización urbana enotra en la que las ciudades dejaron de ser el centro desu universo mental y simbólico.

La primera consecuencia es muy evidente y nonecesita explicaciones, la segunda quizá sí. El cambiode una civilización urbana a otra más rural no signi-ficó, de manera general, un proceso de ruralización de-mográfica, aunque es posible que en algunos casos asíocurriera, sino que la sociedad dejó de imaginarse apartir de categorías urbanas. Toda una abundante lite-ratura, académica y no académica, nos ha acostumbra-do a imaginarnos América Latina como un universo decampesinos y terratenientes, hacendados mexicanos yestancieros argentinos, peones acasillados y gauchos dela Pampa. Un mundo rural de barbarie y atraso confi-gurado en el nefasto periodo colonial y cuya negra som-bra se prolongaría hasta nuestros días. Al margen de loque esto tenga de mirada neocolonial, mucho, sorpren-de su falsedad. Si hay algo que define la colonizaciónespañola en América es su carácter urbano: no se colo-niza el campo, se fundan ciudades. El chiste sobre sidos ingleses que se encuentran fuera de Inglaterra fun-dan un club y si lo hacen dos españoles una ciudadparece casi una descripción histórica de lo ocurrido. Unmundo de ciudades, gobernado por y desde las ciuda-des, y en el que hasta los grandes terratenientes se veíanobligados a ser vecinos del asentamiento urbano máspróximo para poder existir como «ciudadanos». Era la ciudad y no el campo la que definía el ser social ypolítico, el marco ideal para el hombre que vive ensociedad.

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Las ciudades de la América española, con sus tra-zados regulares y reglamentados, fueron el escenarioen el que una cultura barroca se representó e imaginóa sí misma como una sucesión de polis, de repúblicas deespañoles para ser exactos, frente a la falta de «civilidad»del campo. Fueron las guerra de independencia y, de ma-nera muy particular, la Constitución de Cádiz y sus efec-tos los que «ruralizaron» el mundo americano. Las pri-meras, porque mostraron el poder del campo en losenfrentamientos militares; la segunda, porque creó unnuevo poder municipal de carácter rural.

El desarrollo de las guerras, con la movilización de grandes masas campesinas, permitió la aparición depoderes locales con una fuerte impronta rural, algo com-pletamente desconocido hasta ese momento. La Cons-titución de Cádiz elevó a la categoría de municipios alos pueblos con más de 1.000 habitantes, incluso en al-gunos casos con menos, disolviendo el poder oligárqui-co de los antiguos cabildos –unas pocas ciudades decarácter marcadamente urbano que controlaban los am-plios espacios circundantes– y diseminándolo entre unamiríada de pequeños núcleos rurales. Sólo para poneralgunos ejemplos, en la audiencia como la de Quito sepasó de 12 municipios a 62, en la capitanía de Gua-temala de 3 a 221, en el virreinato del Perú de 52 a 680,y en el de la Nueva España de 200 a 1.205.2

En unos pocos años la faz del poder político enAmérica cambió de manera radical, no sólo por la apa-rición de nuevos Estados, la parte más visible del pro-ceso, sino porque se modificó también, y de manerano menos radical, la estructura del poder en el interiorde éstos. Allí donde antes unas pocas ciudades encua-

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draban y gobernaban el territorio, una miríada de pe-queños municipios rurales ocupó su lugar.

Habría que preguntarse, desde esta perspectiva, hastaqué punto el «civilización o barbarie» de Sarmiento noes nada más, quién se lo hubiera dicho al autor de Fa-cundo, la nostalgia por el viejo mundo de las ciudadescriollas.

Al margen de este profundo y radical proceso de ru-ralización, no cabe ninguna duda de que estamos anteuno de los episodios centrales en el nacimiento del mun-do contemporáneo. Hechos como la desaparición de laMonarquía católica, entidad política que durante másde tres siglos había sido uno de los protagonistas de lahistoria; el nacimiento de casi una veintena de nacio-nes-Estado, incluida la propia España que comienza aexistir como nación a partir de ese momento; o la sus-titución de la legitimidad dinástica y la abolición delAntiguo Régimen en un espacio geográfico que repre-senta más de la mitad de Occidente, son más que sufi-cientes para permitir una afirmación de este tipo.

Y antes de seguir adelante, una precisión conceptual.El empleo del término Monarquía católica a lo largo delas páginas que siguen y no el de España, Monarquíahispánica o Imperio español obedece tanto a la reali-dad de la época –ésta era la forma universal como fueconocida por los contemporáneos– como, sobre todo,a que el uso de cada uno de estos términos remite a rea-lidades conceptuales distintas. España tiene una claraconnotación de Estado-nación contemporáneo, lo queresulta completamente anacrónico; la Monarquía cató-lica sólo llegó a imaginarse así la víspera de su desa-parición como institución política en la Constitución

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de Cádiz de 1812. Las denominaciones Imperio espa-ñol y Monarquía hispánica incluyen, de manera másmarcada en la primera y más matizada en la segunda, cla-ras connotaciones de estructura imperial, una organi-zación política formada por una metrópoli y sus colo-nias. En sentido estricto la Monarquía católica perdióel título de «imperial», que pasó a la rama austriaca dela dinastía, con la abdicación de Carlos V, y su orga-nización política nunca se correspondió con lo que hoyentenderíamos como un imperio. La definición jurí-dica más precisa sería la de «monarquía compuesta»,un conglomerado de reinos, provincias y señoríos uni-dos por la común fidelidad al monarca. No estamoshablando de una nación española dueña de un imperiosino de una realidad política diferente, anacional ensentido estricto, con lógicas de funcionamiento propiasy ajenas a lo nacional.

Utilizar el término Monarquía católica, por lo tanto,responde no sólo a una voluntad de precisión históri-ca sino también a la de intentar reflejar las caracterís-ticas de esta peculiar forma de organización política quenada tiene que ver con un Estado-nación moderno,dueño o no de un imperio. Es también por este últimomotivo por el que se ha preferido Monarquía católicaa Monarquía hispánica, en realidad dos términos prác-ticamente sinónimos, para evitar la connotación de unametrópoli española dueña de un imperio que esta últi-ma denominación lleva consigo.

Los procesos de nacionalización llevados a cabo en los dos últimos siglos han hecho que nos resulteextremadamente difícil imaginar un mundo en el quenaciones y nacionalismos carecían de cualquier tipo de

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densidad política. Ésta fue, sin embargo, la situacióndurante la mayor parte de la historia de la humanidad,justo precisamente hasta esas décadas cruciales de prin-cipios del siglo XIX cuando la nación se convirtió en loque nunca antes había sido: la forma única y excluyentede legitimación del ejercicio del poder. Una situaciónque no tenía nada que ver con la que había sido la delas grandes monarquías europeas anteriores a esa época,incluida la Católica, en las que el hecho nacional eracompletamente irrelevante. La acción política pasaba porser súbdito de un monarca, no miembro de una nación.

Regresemos, tras estas precisiones terminológicas, alas guerras de independencia. Como consecuencia desu importancia histórica, éstas han sido estudiadas mi-nuciosamente hasta el punto que resulta legítimo pre-guntarse qué sentido tiene volver, una vez más, sobre loocurrido en la antigua América española en la segun-da y tercera década del siglo XIX. Por extraño que puedaparecer, sin embargo, a punto de cumplirse doscientosaños del inicio de las llamadas guerras de independen-cia americanas, la interpretación sobre lo ocurrido siguesiendo difícil y problemática. No para el público engeneral, incluidos muchos historiadores profesionales,para el que el relato canónico sigue siendo el de unasguerras de liberación nacional en las que las nacionesamericanas, esclavizadas por la nación española, con-siguieron su independencia poniendo fin a tres siglosde colonialismo y explotación económica. Una inter-pretación reafirmada, a posteriori, por la idea de quelas guerras de independencia americanas habían sidoalgo así como el primer capítulo del proceso de des-colonización llevado a cabo en África y Asia a media-

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dos del siglo XX, un episodio más de la larga lucha dela humanidad por la libertad e igualdad de las nacio-nes con el objetivo de poner fin a la hemorragia de lasvenas abiertas por la colonización en los países coloni-zados. El éxito de un libro como el de Eduardo Galea-no, Las venas abiertas de América Latina, refleja perfec-tamente, al margen de sus aciertos y errores, el éxito yla pervivencia de una interpretación victimista de lahistoria entre la inteligencia latinoamericana.

El núcleo duro de este relato, implícito o explícito,es la existencia previa de identidades nacionales en elinterior de la Monarquía católica y, como consecuen-cia, la interpretación de las guerras de independenciacomo un conflicto de naciones en lucha por su sobera-nía, al que se le suele añadir, en flagrante contradicción,un enfrentamiento entre criollos y peninsulares. En fla-grante contradicción porque en la sociedad americanade inicios del siglo XIX la filiación nacional tenía un mar-cado carácter étnico: ser español no significaba habernacido en España sino ser blanco, de ahí la distinciónentre españoles europeos y españoles americanos de lapublicística de aquel tiempo. Algo que hace práctica-mente imposible que las guerras de independencia pu-dieran ser a la vez guerras entre naciones y guerras entrecriollos y peninsulares.

A estas líneas argumentales básicas se le suelen aña-dir unas cuantas pinceladas expresionistas de explota-ción colonial, en un mundo regido por la arbitrariedady el despotismo, como la causa inmediata de una re-belión que adquiere así una claro matiz de lucha porla libertad y contra la opresión económica, social yétnica.

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Son lo que François-Xavier Guerra llamó «interpre-taciones clásicas» de las independencias3 en las que éstasson explicadas como la consecuencia del deseo de eman-cipación nacional y del rechazo al despotismo español.Estas «interpretaciones clásicas» suponen una serie deafirmaciones previas realmente problemáticas, entre otras,que en ese momento histórico existían naciones en elsentido moderno del término; que la Monarquía ca-tólica era un imperio con características iguales o seme-jantes a las de los grandes imperios coloniales de lasegunda mitad del siglo XIX y primera del XX; que enlas guerras de independencia lucharon criollos contra pe-ninsulares; y que las guerras fueron un enfrentamientoentre modernidad (América) y arcaísmo (España). Unabella leyenda que tiene en su contra casi todo, salvo lasatisfacción vacua de lo políticamente correcto, y que seconvierte en una magnífica forma de no entender nada.

Primero, porque no existían naciones, en el sentidomoderno del término, en el momento del estallido delas guerras de la independencia. Las naciones no fue-ron la causa de las guerras de independencia sino suconsecuencia. En el origen de éstas no hay un proble-ma nacional, de naciones en conflictos, sino un con-flicto de soberanía sobre quién tenía derecho a gober-nar en ausencia del monarca. El final del proceso fuela conversión de la nación en sujeto único y excluyentede legitimación del ejercicio del poder, pero esto fue laconsecuencia, no la causa.

Segundo, porque hablar de sistema colonial en unamonarquía de Antiguo Régimen, de manera afirmativao negativa, resulta problemático. Y no me refiero a esavieja polémica de si los territorios americanos eran jurí-

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dicamente colonias o no sino al propio marco concep-tual del debate. Para que existan metrópolis y colonias,en el sentido moderno del término, es necesario algoparecido a una soberanía nacional que permita la exis-tencia de intereses nacionales. En ausencia de éstos pa-rece difícil defender la existencia de una colonizacióntipo siglo XIX en la Monarquía católica. En sentido es-tricto todos los territorios eran colonias del monarca,los peninsulares como los americanos; la lógica no erael interés de una nación española, inexistente en esemomento, sino el de la Monarquía. Tal como afirmacon absoluta precisión Montesquieu en L’esprit des lois(1748) «Las Indias y España son dos poderes bajo unmismo amo», no un poder sobre otro, a lo que añadíaque «el principal es las Indias. España no es más queun accesorio». Esto, por supuesto, no significa que nose estableciesen relaciones de dependencia entre los dis-tintos territorios e incluso que la explotación de losterritorios americanos no se intensificara durante el si-glo XVIII, un fenómeno común a todas las potenciaseuropeas de la época y que en el caso de la Monarquíacatólica se vio acrecentado por la pérdida de la mayorparte de sus posesiones europeas a comienzos de estesiglo, lo que la obligó a buscar nuevos recursos finan-cieros en los territorios que aún conservaba. No es lomismo, y parece innecesario tener que decirlo, afirmarque la Corona intensificó la explotación de sus pose-siones americanas, también de las europeas por cierto,que decir que lo hizo una España que ni existía ni,menos todavía, era dueña de las Indias.

Tercero, porque efectivamente las guerras de inde-pendencia fueron una gesta criolla, pero no porque se

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enfrentaran criollos contra peninsulares sino porquefue una lucha de criollos contra criollos. El papel deci-sivo, tanto del lado insurgente como del realista, lo tu-vieron los españoles americanos, no los europeos. Laimagen de un enfrentamiento criollos/peninsulares comoeje del conflicto es el resultado de la propia propagan-da insurgente, que la utilizó como elemento de movi-lización política, y de la historiografía del siglo XIX, quepara imaginar los conflictos bélicos como guerras de in-dependencia necesitó convertirlos en un conflicto en-tre españoles y americanos. El que fuese una gesta crio-lla no significa, sin embargo, que no hubiese tambiénparticipación indígena y mestiza, la hubo, en muchoscasos relevante y con programas políticos que no siem-pre fueron coincidentes con los de los de la poblaciónblanca, pero fueron los españoles americanos los quese enfrentaron entre sí y definieron las grandes líneasdel conflicto.

Cuarto, y último, porque no siempre la reacción ylas clases altas estuvieron del lado de los realistas, y elliberalismo y las clases bajas de los insurgentes. Esto estambién una construcción historiográfica posterior quebuscó ubicar el conflicto en un enfrentamiento entre pro-greso y reacción. Fue así en algunos casos pero no fue-ron pocos en los que ocurrió justamente lo contrario.

Las contradicciones son tan flagrantes que, a puntoya de conmemorar los doscientos años de aquellos he-chos, no sólo parece pertinente volver, una vez más, so-bre lo sucedido en las primeras décadas del siglo XIX sino,incluso, preguntarse si hubo alguna vez unas guerras de independencia en los territorios de la Monarquíacatólica.

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Las dificultades para una reinterpretación de estecalado son, sin embargo, muchas. No porque carezca-mos de documentación sobre lo ocurrido, numerosa yescudriñada por los historiadores de manera exhausti-va, sino por la dificultad de romper el círculo de hierrointerpretativo de una historiografía sólidamente asen-tada, algunos de cuyos rasgos principales –entre ellos ladenominación de guerras de independencia o, más fre-cuentemente, revolución de las independencias– fueronya establecidos por los propios contemporáneos.

No es necesario precisar que denominar a un con-flicto bélico guerra de independencia o la revolución dela independencia es ya una interpretación, un juicio his-tórico y no una definición conceptual. Este juicio histó-rico goza, además, del prestigio de una larga tradición quelleva casi dos siglos narrando lo ocurrido en América enlas primeras décadas del siglo XIX en clave independentis-ta. Los complejos procesos iniciados en 1810 habríansido una sangrienta guerra de liberación nacional en laque indios y castas, liderados por criollos y mestizos, selevantaron en armas con el objetivo de liberarse delyugo español, conquistar la independencia y poner fina un Antiguo Régimen que a su carácter reaccionario yretrógrado unía la iniquidad de la explotación colonial.Una lucha entre americanos, defensores de la indepen-dencia, las ideas liberales y la ilustración, y españoles,partidarios del imperialismo colonial, el despotismo y lareacción. Los primeros, herederos del mundo indígenay la soberanía original y los segundos, de los conquis-tadores y de las usurpaciones llevadas a cabo por ellos.

Ésta es ya, a grandes rasgos, la visión de algunos delos primeros publicistas de la insurgencia, Servando Te-

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resa de Mier o Carlos María de Bustamante: el primero,con sus alusiones a «los indios de los que descendemos»,lo que no le impide referirse a continuación a «nuestrospadres» los conquistadores4 –la coherencia no era una desus principales virtudes–; el segundo, con su interpre-tación de la Independencia como la venganza de laConquista. La influencia de este último sobre la inter-pretación de la guerra de independencia en México fuedecisiva, hasta el punto de que puede ser consideradocomo el creador de «el» relato sobre la independencia,hegemónico durante mucho tiempo en la memoria co-lectiva de los mexicanos.5

Y aquí se hace necesaria una segunda precisión. Eneste libro los ejemplos «mexicanos», novohispanos ensentido estricto, van a ser mucho más numerosos quelos del resto del continente. Es posible que esto pro-duzca a veces una visión sesgada, que se intentará ma-tizar, pero hay que tener en cuenta que el Virreinatode la Nueva España representaba, en esos años inicia-les del siglo XIX, en torno a la mitad de la población ybastante más de la mitad de la riqueza de los territoriosamericanos de la Monarquía. Sobre lo primero tenemosdatos bastante precisos, de una población total aproxi-mada de 12 millones en toda la América española, unosseis correspondían a la Nueva España, eso sin contar losterritorios más o menos vinculados a ella como CentroAmérica, Cuba o Filipinas; sobre lo segundo, la cuanti-ficación resulta más difícil, pero sólo hay que compararlas ciudades virreinales mexicanas, con su sucesión depalacios, iglesias y conventos con las de cualquier otrolugar de América para percibir la abismal diferencia deriqueza y magnificencia urbanística. Nueva España era,

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en muchos sentidos, el territorio central de la Monar-quía en América y, posiblemente, también en algunosde la Monarquía tout court. Compárese, para seguir conel ejemplo anterior, la estructura urbana de las ciuda-des del siglo XVIII en la península con la de sus con-temporáneas novohispanas: hasta la propia capital de laMonarquía, Madrid, palidece, excepción hecha del nue-vo Palacio Real de los Borbones, frente al esplendorarquitectónico de la capital del virreinato novohispano.Algo en lo que coinciden casi todos los que visitaron am-bas capitales. Fray Servando Teresa de Mier afirmará, consu característica acrimonia, que en Madrid ni siquieralos templos y conventos valen gran cosa:

Los templos tampoco valen nada: el mejor es San Isidroel Real, que era de los jesuitas y hoy colegiata. Allá lasiglesias no son templos magníficos y elevados, comopor acá, sino una capilla […] Los conventos son casasde vecindad, y los de monjas, excepto uno u otro, soncasas embebidas en la acera con algún oratorio.6

Pero no es sólo una percepción del puntilloso do-minico, la imponente arquitectura barroca de la capi-tal novohispana –visible todavía hoy entre las ruinasde su degradado centro histórico– difícilmente teníaparangón en ninguna otra ciudad del orbe hispano. Yes que, al margen de la posible falta de ecuanimidad defray Servando, si hay una capital «imperial» en la Mo-narquía católica en el siglo XVIII, desde el punto de vistaurbanístico, ésta es México y no Madrid. Tan imperialque hasta fue percibida así desde el resto del conti-nente. Al menos eso puede deducirse de la afirmación

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de Mariano Moreno, uno de los líderes de la Revo-lución de mayo de 1810 en Buenos Aires, de que

Es una quimera pretender que todas las Américas espa-ñolas formen un solo Estado […] ¿Cómo conciliaría-mos nuestros intereses con los del Reino de México?Con nada menos se contentaría éste, que con tener estasprovincias en clase de colonias.7

No se puede dar la misma importancia a lo ocurri-do en el Bajío –en la época uno de los centros de la eco-nomía mundial, productor de buena parte de la plata quecirculaba por los mercados atlánticos y asiáticos– que alo ocurrido en el remoto Paraguay –un lugar práctica-mente irrelevante desde el punto de vista económico–;tampoco a las reflexiones de la cultivada elite criolla de la ciudad de México, una de las más importantes detoda la Monarquía, que a las de la todavía relativamentemarginal elite de la capital del virreinato del Río de laPlata o de Caracas. Siempre que hablemos, por supues-to, de una visión de conjunto; para el caso argentino pa-rece obvio que es más importante lo ocurrido en BuenosAires que lo ocurrido en la ciudad de México.

Esta opción responde, además, a la voluntad de no utilizar la nación como marco de análisis. El objetode estudio es el conjunto de la Monarquía católica, nolas posteriores naciones surgidas de ella. Para enten-der las guerras de independencia resulta imprescindi-ble un marco interpretativo general que prescinda delanálisis nacional. Uno de los problemas de los estudiossobre las guerras de independencia es que, con una vi-sión teleológica y un anacronismo más que evidente,

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convierten a la nación en su objeto de estudio, en unmomento en el que ésta ni existía, en su sentido mo-derno, ni jugaba ningún papel político relevante. Comoafirma Jaime E. Rodríguez:

casi todos los estudios sobre la independencia se cen-tran en uno de los países que emergieron de la quiebrade la monarquía española, entre ellos España. Los his-toriadores de ese país, por ejemplo, se dedican a exa-minar su propia «guerra de independencia» contra losfranceses y lo que llaman «el primer liberalismo espa-ñol» y, en general, ignoran la pérdida de la mayoría delos territorios americanos.8

Sólo añado que, por su parte, los historiadores his-panoamericanos se dedican también, en general, a es-tudiar su propia «guerra de independencia» contra losespañoles e ignoran, en general, lo que estaba ocurrien-do en esos momentos en el resto de los territorios dela Monarquía, no sólo los europeos sino también losamericanos. Como máximo se ocupan de su área geo-gráfica más próxima, América del Norte o Sudamérica,y en la mayoría de los casos ni siquiera.

Una explicación global de las independencias ameri-canas no es el resultado de la suma de lo ocurrido en losdiferentes territorios del continente sino de una miradaque permita distinguir las grandes líneas de evolución y de fractura. Y para ello es necesario estudiar la Monar-quía a partir de lo que era en ese momento histórico, node lo que los territorios que la formaban fueron posterior-mente. La Monarquía católica, lo mismo que cualquierinstitución política de carácter estatal, no era una orga-

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nización homogénea sino que albergaba en su interior nú-cleos con una mayor concentración de poder económi-co y político que desempeñaron un papel determinanteen su evolución futura. La Nueva España era uno de ellos.

Volvamos a la interpretación de las guerras como unenfrentamiento entre peninsulares y criollos. La ima-gen de las guerras de independencia como un enfrenta-miento entre españoles, herederos de los conquistado-res, y americanos, herederos de los indígenas, produciráya extrañeza en algunos de los primeros viajeros de laAmérica independiente, que tienen dificultades para entender esta extraña reconstrucción que hace de losdescendientes de los conquistadores las víctimas de laConquista. Dos ejemplos, uno de cada extremo del con-tinente, muestran, de manera muy precisa, esta perple-jidad. A Henry George Ward, inglés encargado de nego-cios en México entre 1825 y 1827, le resultaba absurdoy extraño, son sus propias palabras, «oír a los descendien-tes de los primeros conquistadores (ya que estrictamentehablando eso son los criollos) acusar gravemente a Espa-ña de todas las atrocidades que sus antepasados come-tieron»;9 mientras que el angloargentino William HenryHudson, nacido en Quilmes, Argentina, en 1841, en elseno de una familia de origen estadounidense, se sorpren-día de que los habitantes de la Pampa se refiriesen a laindependencia como «lo que ellos llamaban la libera-ción del yugo español», a pesar de que «los nativos eranespañoles».10

La posterior historiografía nacional, y nacionalista,de los diversos países hispanoamericanos no hará sinoreafirmar esta extraña visión en la que la guerras deindependencia no sólo se convierten en la liberación

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de naciones preexistentes, cosa ya harto inverosímil,sino también, en algunos casos, en la recuperación dela soberanía original perdida a manos de los conquis-tadores, algo más inverosímil todavía dada la filiaciónétnico-cultural de la mayoría de los héroes de las inde-pendencias americanas. Se establece así una especie de continuidad histórica entre las organizaciones po-líticas prehispánicas y los nuevos Estados-nación sur-gidos de la independencia y, sobre todo, una conti-nuidad afectivo-sentimental entre los pueblos indíge-nas y los criollos que proclamaron la independencia,el «Manes de Moctezuma, ya estáis vengados» con elque Carlos María de Bustamante saluda el fin del do-minio de la Monarquía católica en América.11 ¿Se esta-ba vengando Bustamante, un criollo de primera gene-ración, de sí mismo, de su padre o de Cortés? Es undiscurso que no por asumido deja de resultar menosextraño, en particular si se compara con lo ocurrido enla América anglosajona donde la ruptura con la me-trópoli no supuso, para nada, la asunción del pasadode las «naciones» indígenas como propio. La inde-pendencia se hizo contra los ingleses (la celebracióndel 4 de julio conmemora la Declaración de la Inde-pendencia y la ruptura con el Imperio británico), peropor los descendientes de los que habían llegado a co-mienzos del siglo XVII a las costas de Nueva Inglaterra(la celebración del día de Acción de Gracias el cuartojueves del mes de noviembre conmemora uno de losepisodios relacionados con el establecimiento de los pe-regrinos).

En el caso latinoamericano, esta interpretación ge-neral sería reafirmada por la historiografía marxista de

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la década de los sesenta, que no tuvo demasiadas difi-cultades en leer lo ocurrido en clave colonial, el enfren-tamiento entre los depauperados grupos populares nati-vos y los colonizadores españoles dueños de la tierra yel capital. Y cuando afirmo que no tuvo demasiadas di-ficultades me estoy refiriendo a dificultades teóricas por-que en la práctica, como se verá más adelante, resulta unainterpretación delirante. No resulta fácil identificar a es-tos colonizadores españoles dueños de la tierra y el capi-tal: ¿los criollos que en muchos casos participaron enlas guerras de independencia del lado de la insurgencia?,¿sólo los que lo hicieron del lado de los realistas?, ¿to-dos los españoles?, ¿sólo los que vivían en América? De-masiadas preguntas para una interpretación en la que lo social, lo étnico y lo económico se confundían con lonacional hasta convertir las guerras de independenciaamericanas en uno de los primeros capítulos de un cicloanticolonialista que, según esta interpretación, los movi-mientos de liberación de inspiración marxista estaban asu vez cerrando en torno a esos años.

Hubo que esperar la década de los ochenta del siglopasado para el nacimiento de lo que podemos llamar la visión revisionista de las independencias, con auto-res como Brian Hamnett, John Tutino, François-XavierGuerra o Jaime E. Rodríguez, sólo por citar algunos, que,a grandes rasgos, y para lo que aquí nos interesa, niegaque el objetivo de los insurgentes hubiese sido, al me-nos en origen, la separación de la Monarquía católica yque los bandos en conflicto estuvieran tan claramentedefinidos como quería la historiografía tradicional. Laprimera de las dos negaciones, curiosamente, ni siquie-ra tan novedosa como a primera vista pudiera parecer.

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Ya uno de los contemporáneos de la contienda, JoséMaría Blanco White, había afirmado a propósito de losconflictos en América que «Los americanos no pensa-rán jamás en separarse de la Corona de España si no losobligan a ello con providencias mal entendidas».12 Paraeste liberal español, exiliado en Londres y acusado defomentar la separación de los dominios americanos,no sólo en el origen de las guerras no había una volun-tad de independencia sino que, incluso, cuando éstase dio fue como una consecuencia de los errores come-tidos por los gobernantes españoles.

Las independencias habrían sido, para los revisio-nistas, un subproducto de la propia guerra y ésta nopodía ser interpretada como un enfrentamiento entreclases populares independentistas y españoles realistas,tampoco entre criollos independentistas y peninsularesrealistas, ni, menos todavía, entre insurgentes liberales yrealistas reaccionarios. Se ponían así en cuestión, a lavez, la vieja versión nacionalista de criollos contra pe-ninsulares; la rápidamente envejecida versión marxistade clases populares indígenas contra elites blancas, yla tradicional de liberales contra absolutistas. Una tri-ple negación que tuvo un cierto eco en el mundo aca-démico pero una nula incidencia en la memoria colec-tiva de los hispanoamericanos y hasta en la percepciónglobal que sobre su pasado se hace una buena parte delos propios historiadores de la región, para los que la oposición entre «ellos», los españoles, los explota-dores y los partidarios del Antiguo Régimen, y «noso-tros», los americanos, los explotados y los partidariosdel progreso, sigue siendo el fondo emotivo básico delas guerras.

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Incluso en el mundo académico, este revisionismohistoriográfico ha tenido que hacer frente al auge delos estudios poscoloniales y su voluntad de una espe-cie de juicio histórico universal sobre el imperialismoy sus consecuencias. Si ya las críticas sobre la coloniza-ción decimonónica y el desarrollo de la teoría de la de-pendencia hacían bastante difícil descartar esta visiónde las guerras de independencia como un primer capí-tulo del anticolonialismo mundial, el éxito de los sub-altern studies no parece el mejor momento para una rein-terpretación de este tipo.

No es el objetivo de este libro hacer un análisis delas fortalezas y debilidades de estas propuestas, en lasque se han cuestionado desde el pensamiento de la insur-gencia hasta el lugar de los grupos populares en el con-flicto bélico, remito a las personas interesadas a la yamás que amplia bibliografía sobre el tema, sino el de, a partir de ellas y de los nuevos planteamientos de lateoría política sobre el problema de la nación, propo-ner un nuevo marco interpretativo general sobre las lla-madas guerras de independencia americanas.

El conocimiento no avanza sólo por acumulación deinformación sino también, y quizá sobre todo, gracias a la capacidad de romper con viejos esquemas y plan-tear propuestas interpretativas nuevas, eso que ya hacemucho tiempo Thomas Kuhn llamó un cambio de para-digma.13 Propuestas interpretativas que, en este caso, vie-nen exigidas tanto por la relevancia y la novedad de lainformación histórica acumulada en las últimas décadascomo, sobre todo, por la revolución operada en el campode la teoría política en torno al problema de la nacióny en el de la historia en torno al de la guerra civil.

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No creo que sea casual que las obras básicas de lanueva mirada sobre las independencias fueran escritasa partir de la década de los ochenta del siglo pasado.Fue también en los inicios de esa misma década cuan-do aparecieron Imagined Communities. Reflections on theOrigin and Spread of Nationalism de Anderson, Nationa-lism and the State de Breully y Nations and Nationalismde Gellner.14 Estas tres obras, desde diferentes pers-pectivas, cuestionaban dos de los a prioris más sólidosy más arraigados de las concepciones sobre la nación:el de su naturalidad y el de su perennidad histórica. Nilas naciones eran, tal como había afirmado el pensa-miento nacionalista durante dos siglos, realidades na-turales –plantas de la naturaleza las había llamado el filósofo romántico Herder a finales del siglo XVIII–,ni habían existido desde siempre –elemento común aestas tres obras es su inclusión en las teorías «moder-nistas» sobre la nación–, ni, sobre todo, y esto lo añadoyo, las naciones habían tenido papel político algunodurante la mayor parte de la historia de la humanidad.Se ponían así las bases de un nuevo paradigma sobrela nación en el que ésta aparecía como un sujeto po-lítico reciente, no más allá de finales del siglo XVIII, y cuyas relaciones con el Estado eran justamente lascontrarias de las que había venido afirmando el pen-samiento nacionalista y que los historiadores habíanhecho suyas; no eran las naciones quienes construíanlos Estados sino los Estados quienes inventaban lasnaciones.

La nación se configuraba como un subproducto dela modernidad política, fruto de las necesidades de le-gitimación de los Estados nacidos de las revoluciones

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burguesas, y no como el sujeto político preexistenteque el pensamiento del siglo XIX había imaginado. Unaauténtica carga de profundidad contra el relato de lasguerras de independencia construido por la historio-grafía del siglo XIX que no podemos seguir ignorando.Si son los Estados quienes construyen las naciones, y no viceversa, no resulta fácil seguir poniendo en elorigen de las independencias americanas unas nacionesque apenas en ese momento comenzaban a vislumbrar-se como sujeto político.

El primer centenario de las independencias, coinci-dente con un momento de exaltación nacional y nacio-nalista, fue el digno broche de oro final de una historio-grafía que había hecho de la nación el gran protagonistade la historia y que, desde la perspectiva actual, tienemás interés como objeto de estudio en sí misma quecomo aportación al conocimiento de lo ocurrido unsiglo antes. El riesgo del bicentenario no es ya esta exal-tación nacionalista, aunque por supuesto ésta seguirávigente en las conmemoraciones oficiales, sino el deuna historiografía «acumulativa», centrada en estudiosparciales, que seguirán añadiendo más y más informa-ción, sobre los conflictos étnicos, sociales, económicos,políticos y regionales que se dirimieron en los años de conflicto bélico y que, pareciera, podrían explicar lascausas de las llamadas guerras de independencia. Unejemplo de esto puede ser el libro, por lo demás un es-pléndido trabajo de historia social, de Eric Van YoungLa otra rebelión. La lucha por la independencia de México,1810-1821,15 en el que se hace un pormenorizado análi-sis del trasfondo social, étnico y económico de la guerrade la independencia en la Nueva España. El problema

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es que este trasfondo existía ya en las décadas previasa la independencia y siguió existiendo en las posterio-res sin que ni antes ni después fuese causa de un con-flicto generalizado como el que tuvo lugar a partir de1810. La conclusión obvia es que se está explicando loaccesorio y no lo principal.

La acumulación de información no nos va a per-mitir un mejor conocimiento de lo ocurrido. El pro-blema es más de enfoque conceptual que de trabajo dearchivo y la conmemoración del bicentenario sería unabuena ocasión para una relectura de las independen-cias a la luz de nuevas propuestas teórico-metodológi-cas. No se trata sólo de seguir buscando documentosque nos permitan iluminar aspectos más o menos des-conocidos de lo ocurrido entre 1810 y mediados de ladécada de los veinte. Un trabajo necesario pero que, porotro lado, empieza a adquirir un cada vez más inquie-tante tono neopositivista de recuperación de la infor-mación como objetivo en sí. Es como si ante la impo-sibilidad de enfrentarnos al gran relato heredado noslimitásemos a construir micronarraciones, cada vez másprecisas y sofisticadas, pero también cada vez más di-fíciles de encajar en el macrorrelato de las indepen-dencias vigente, sin que nos atrevamos a cuestionarlo deuna manera frontal. Esto genera, además, un divorcioabsoluto entre la historiografía profesional, que llevaya años negando la visión tradicional de las indepen-dencias, y la historia vivida por la población para laque aquélla sigue plenamente vigente. La incapacidadde ofrecer una nueva síntesis en la que fundar la me-moria colectiva tiene como consecuencia la pervivenciade los viejos relatos y de su papel como articuladores

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de las mitologías nacionales. Viejos relatos a los que sepodría aplicar lo dicho por Edward Said a propósito delorientalismo, «no analiza ni resuelve problemas. Losrepresenta como previamente analizados y resueltos».

No es la acumulación de datos, en todo caso, la quenos va a permitir una mejor comprensión de ese com-plejo fenómeno que conocemos como guerras de inde-pendencia. La información acumulada en las últimasdécadas exige un nuevo marco interpretativo global.Como afirma la historiadora mexicana Virginia Guedea:

las numerosas, y en muchos casos enriquecedoras, apor-taciones que se han hecho en los últimos años al estudiodel proceso político que fue la emancipación permiten–casi me atrevería a decir que exigen– emprender nuevasinterpretaciones generales que proporcionen nuevas y másactualizadas visiones de conjunto y más cabales explica-ciones de todo el proceso al tiempo que señalen suscarencias.16

La propuesta de este libro es intentar una nuevainterpretación general. La relectura de eso que hemosdenominado guerras de independencia desde una mira-da que intente evitar lo que hay de construcción pos-terior, que intente analizar y resolver problemas y nodarlos por previamente analizados y resueltos y que in-cluya las nuevas aportaciones que desde diversos cam-pos, en particular desde la teoría política, se han hechosobre el concepto de nación en las últimas décadas.

Una de las primeras cuestiones que habría que pre-cisar en esta nueva interpretación es que estamos anteun conflicto de naturaleza eminentemente política, en

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su sentido más lato, aquel que define el fundamentomismo del poder: quién y con base en qué tiene de-recho a ejercerlo. Podemos seguir buscando conflictoseconómicos, sociales, culturales, etcétera, como expli-cación de lo ocurrido pero lo cierto es que la mayoríade ellos ya existían cincuenta años antes, siguió exis-tiendo cincuenta años después, y ni en un caso ni enotro originó una guerra generalizada como la que esta-lló en los más diversos rincones de la Monarquía cató-lica a partir de 1808.

Las guerras de independencia fueron un conflictopolítico, de lucha por la legitimidad del poder, y es eneste contexto en el que deben de ser estudiadas si se quie-re entender sus claves últimas y definitivas. Unas guerrasen las que los discursos y las ideologías, por primariosque hoy nos puedan parecer, y no los intereses fueronsu núcleo fundamental. En el origen de las guerras deindependencia hay un problema político, pero no, yésta es otra precisión importante, de identidades en con-flicto sino un conflicto de soberanías. Se debate, y secombate, sobre quién es el sujeto de soberanía, el pro-blema central de la modernidad política en Occiden-te, pero no a partir de una modernidad de corta dura-ción sino en el contexto de otra de larga duración quehunde sus raíces en el siglo XVI y se prolonga hasta bienentrado el XIX.

No se está planteando un revisionismo extremo,tipo el que hace Furet con respecto a la Revoluciónfrancesa.17 El conflicto de las independencias fue bási-camente de carácter político-ideológico, lo que no im-pide que una vez desatado se dirimieran también enél problemas raciales, económicos, sociales, etcétera,

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hasta aparentemente, incluso en algunos casos suplan-tarlo. No es tampoco una interpretación radicalmentenueva. En las últimas dos décadas ha ido cuajando unnuevo modelo interpretativo, obra en gran parte deFrançois-Xavier Guerra y Jaime E. Rodríguez18 («diríaque hay dos historiadores a los que puede atribuirse laestructuración fundamental y difusión de este modelointerpretativo que voy a llamar “político”. Esos dos his-toriadores son François-Xavier Guerra y Jaime E. Rodrí-guez»),19 cuya premisa central es el carácter básicamentepolítico del conflicto de las independencias. La propues-ta que aquí se plantea puede inscribirse, en sus rasgosgenerales, en este modelo «político», de manera muyparticular por lo que se refiere a la afirmación explíci-ta de que estamos ante un problema político y no socio-económico o de otro tipo. Hay, sin embargo, algunosaspectos, sobre los que se volverá más adelante, que sealejan de este «modelo político», en particular la volun-tad de una interpretación global sobre la Monarquíacatólica como una forma de civilización que va más alládel problema de las independencias propiamente dichas.

Una de las peculiaridades relevantes de este debatepolítico «hispánico» es que tuvo lugar en un marco ideo-lógico que no fue necesariamente el de las nuevas ideasilustradas sino, en muchos aspectos, en el de un ima-ginario tradicional. Esto no significa que el resultadofinal no fuese una revolución política radical y «moder-na» sino que para entender su desarrollo resulta impres-cindible tener en cuenta este particular itinerario haciala modernidad.

El problema de la legitimidad del poder tenía unalarga tradición en el pensamiento hispánico, al menos

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desde el siglo XVI. Lo específico de ese momento his-tórico, aquello que lo hizo diferente, fue una crisispolítica generalizada que puso en cuestión, no quiéntenía derecho a gobernar, un asunto relativamente me-nor, sino todo el andamiaje de legitimación del poderque había sido el fundamento de la Monarquía duran-te trescientos años. Un largo periodo en el que se ha-bía generado algo parecido a lo que podríamos de-nominar una constitución histórica, eso que AntonioAnnino ha definido como «un conjunto de valores yprácticas políticas percibido como legítimo porque es-taba fundado en una tradición igualmente legítima».20

Fue esta «constitución histórica», este «conjunto de va-lores y prácticas políticas», lo que comenzó a cuestionar-se a partir de 1808 y, ya de forma mucho más clara, apartir de 1810. Algo de lo que ya fueron conscien-tes los propios contemporáneos. No hay que ver sóloretórica en la afirmación de fray Servando Teresa deMier en su Historia de la revolución de Nueva España,publicada en Londres en 1813,21 de que lo sucedi-do en España desde 1808 estaba rompiendo el pactofundamental entre la monarquía y los reinos de In-dias, es decir, el fundamento de la legitimidad del po-der del rey en América. Mier se limita, en realidad, aplantear un problema de soberanía, de larga tradi-ción en el pensamiento político de la Monarquía, enla estela del constitucionalismo histórico de autorescomo Melchor Gaspar de Jovellanos o Francisco Mar-tínez Marina, pero en un momento cargado de dra-matismo por la ausencia del monarca. Muchos de susargumentos serán retomados por Simón Bolívar en suCarta de Jamaica de 1815. Fue el fin de un imaginario

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político, posiblemente también el de una forma decivilización.

El marco interpretativo general en el que deben deser analizadas las guerras de independencia es el de unode los problemas centrales del nacimiento de la moder-nidad política en Occidente: el de la sustitución de unalegitimidad de tipo tradicional, el poder como emana-ción de la voluntad divina a través de una transmisióndinástica, por otra de tipo moderno, el poder como laemanación de la voluntad de la nación a través de unsistema representativo. Todo ello en el contexto de lacrisis de un sistema imperial fracasado.

Para decirlo de una forma más narrativa y menosabstracta, el punto de partida fue que en un momentodeterminado, 1808, el rey dejó de estar y, por primeray única vez en toda la historia de la Monarquía, el ejér-cito de un soberano extranjero había ocupado su capi-tal. Una situación casi inimaginable para la mayor partede sus súbditos y de solución realmente complicada.

Lo escenificado en Bayona en 1808, el vodevil delas diferentes abdicaciones (entre el 5 y 6 de mayo laCorona pasó, como si de un objeto endemoniado setratase, de Fernando VII a su padre Carlos IV, de CarlosIV a Napoleón y de Napoleón a su hermano José I), sebasó en una visión patrimonialista de la Corona de tandifícil encaje en la tradición jurídica de la Monarquíacatólica que hasta Fernando VII, no precisamente unfino intelectual, recuerda a su padre, en una carta del4 de mayo de 1808, que el cambio de dinastía necesi-taba la aprobación de las Cortes.22 El argumento deque el rey no podía deshacerse del reino sin el acuer-do de éste, tan asumido por la tradición regalista his-

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pana, y europea en general, fue el que utilizaron to-das las Juntas, de Madrid a Manila, para negarse a acep-tar las abdicaciones de Bayona. Tampoco debe de ex-trañar demasiado; era un principio que se había venidoenseñando en las universidades del mundo hispánicodurante los tres últimos siglos y que, como consecuen-cia, formaba parte de la cultura política de todas suselites. El que el rey no podía enajenar el reino sin elconsentimiento de sus súbditos se había afirmado yaen la Edad Media y lo habían repetido posteriormen-te Grocio, Pudenford, Vattel y un interminable etcétera.No se podía enajenar el reino ni ninguna de sus partes,en particular las americanas. Tenía razón fray ServandoTeresa de Mier cuando afirmó que era nula la cesiónque se había hecho a Napoleón de la parte españolade Santo Domingo y de la Luisiana porque «el rey, se-gún las leyes de Indias, no puede enajenar la más míni-ma parte de América, y si cedía, es nula».23 Y es que,efectivamente, la Recopilación de Leyes de los Reynos de lasIndias, mandadas imprimir y publicar por el rey CarlosII en 1681, afirmaba de manera taxativa que

las Indias Occidentales, Islas de Tierra firme del marOcéano […] están incorporadas en nuestra Real Coro-na de Castilla […] Y mandamos que en ningún tiempopuedan ser separadas de nuestra Real Corona de Casti-lla, desunidas, ni divididas en todo o en parte, ni susciudades, villas, ni poblaciones, por ningún caso, ni afavor de ninguna persona.24

Sin embargo, en Bayona se enajenó todo, incluidala «Real Corona de Castilla», la consecuencia fue un

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sentimiento de vacío de poder y de legitimidad genera-lizado. Se tuvo que hacer frente, a la vez, a la ausenciadel monarca y al desconocimiento de las institucio-nes de gobierno que legítimamente lo representaban.El no reconocimiento de lo pactado en Bayona sig-nificaba también el no reconocimiento ni de la JuntaSuprema de Gobierno, en la que Fernando VII habíadepositado el poder durante su ausencia, ni del pode-roso Consejo de Castilla, ya que ambas institucionesmostraron su apoyo a Napoleón. En realidad el desca-bezamiento de la estructura institucional de la Monar-quía católica fue absoluto, la perplejidad de las elitespolíticas también. Una perplejidad perfectamente ejem-plificada en el manifiesto de la Junta Suprema de Se-villa de agosto de 1808 donde se afirma que el reinohabía quedado sin rey y sin gobierno, «situación ver-daderamente desconocida en nuestra historia y en nues-tras leyes».25

La situación era dramática y, además, no había pre-cedentes a los que recurrir. Sólo la crisis de comienzosdel siglo XVIII, con la muerte sin herederos directos deCarlos II, el último de los Austrias españoles, podía te-ner alguna similitud. Pero aquella había sido una crisisdinástica, no una crisis de soberanía. El enfrentamien-to entre los seguidores del archiduque Carlos y los deFelipe de Borbón, el futuro Felipe V, giró en torno aquién de los dos tenía derecho legal a ocupar el tronode Madrid, una cuestión, por cierto, no precisamentesencilla dada la sucesión de intercambios matrimonia-les, a tres bandas y durante dos siglos, entre los Habs-burgo españoles, los Habsburgo austriacos y los Bor-bones franceses. Se resolvió en un conflicto bélico en

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el que se vieron implicadas todas las potencias europeasde la época pero sin que se llegase, en ningún momen-to, a cuestionar la legitimidad dinástico-religiosa de laMonarquía. La guerra fue sobre quién tenía derecho altrono, no sobre quién era el sujeto de soberanía.

Lo específico de la crisis de comienzos del ocho-cientos es su evolución de una crisis dinástica, el no re-conocimiento de José I como rey legítimo, a una crisisde legitimidad, en ausencia del monarca se proclamaque la soberanía residía en los pueblos y no en ningu-na de las instituciones tradicionales de la Monarquía.

El vacío de poder lleva, en un primer momento, apreguntarse quién lo asume en ausencia del rey, es eltiempo de las Juntas y de los pueblos; en un segundomomento, sobre el origen del poder mismo, es el tiem-po de las constituciones y las naciones. Una secuenciamuy rápida pero que es necesario no perder de vista si se quiere entender lo que realmente sucedió. Esque-mas que sirven para explicar lo ocurrido en 1810 sonya completamente inútiles en 1813. Estamos ante unmomento de brutal aceleración de la historia en la quelos cambios y rupturas se suceden a una velocidad devértigo.

La búsqueda de soberanías alternativas iniciada en1808 desembocó, de manera muy rápida, en la apari-ción de la nación como sujeto alternativo, y muy pron-to único imaginable, de soberanía. Las revoluciones sonun buen marco para la pedagogía política, sobre todosi, como ocurrió en este caso, van acompañadas de unaproliferación de panfletos, periódicos y debates públi-cos. En apenas dos años se pasa de los programas de las Juntas, basados en la defensa de la religión, el

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rey y la patria, a la proclamación de soberanías y suje-tos políticos alternativos al rey y a la monarquía. Ya el26 de septiembre de 1810 los vecinos de Baton Rouge(Florida Occidental), en esos momentos parte de la Mo-narquía católica, proclaman la necesidad de un estadosoberano como forma de hacer frente a lo que estabaocurriendo en la península. Un proceso que culminados años más tarde cuando la Constitución de Cádizse hace ya en nombre de la nación y no del rey y, paraque no quede ninguna duda sobre lo que esto significa-ba, se aclara que la nación española «no es ni puede serpatrimonio de ninguna familia ni persona» (artículo 2).Una negación radical del sentido patrimonialista delpoder político, pero que, sin embargo, puede remitirtanto a un pensamiento político revolucionario comoa una vieja tradición regalista, aquella que llevaba siglosafirmando que el reino no era propiedad del monarcasino que lo tenía en usufructo.

Sobre lo que no cabe ninguna duda es la profundamutación que había llevado desde la crisis dinástica de comienzos del siglo XVIII a la crisis de soberanía deprincipios del XIX. En el primer caso, la duda sobre quiénera el monarca legítimo se resuelve con una guerra en-tre los dos pretendientes al trono; en el segundo, conla sustitución de la legitimidad dinástica por la legi-timidad nacional. Los problemas eran los mismos, laausencia de un monarca legítimo en el trono de Madrid,pero el contexto político e ideológico completamentedistinto.

Sin este cambio de contexto político e ideológico,lo que podríamos llamar la irrupción de la moderni-dad, la crisis de 1808 pudo haber discurrido por cau-

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ces muy parecidos a los de la de comienzos del setecien-tos. Las instituciones más importantes de la Monarquía,como el poderoso Consejo de Castilla, reaccionarondentro de los esquemas tradicionales, reconociendo ydando cobertura legal al dudoso episodio de Bayona.Una postura perfectamente ejemplificada en la respues-ta que Gregorio de la Cuesta, capitán general de Castillala Vieja y presidente de la Real Chancillería de Valla-dolid, da al Ayuntamiento de León sobre qué actitudtomar ante la renuncia de Bayona:

Todas las personas reales han renunciado solemnemen-te a sus derechos […] Absolviendo a los vasallos deljuramento de fidelidad y vasallaje. No debemos puesintentar nada contra su expresa determinación, ni con-tra la Suprema Junta que nos gobierna en nombre delemperador de los franceses por el derecho que le hantraspasado aquellas renuncias […] Me consta que to-dos los españoles sensatos y amantes de su Patria pien-san de la misma manera, pero como entre el vulgo haymuchos que no razonan. Quiero suponer que por des-gracia y seducidos por hombres malévolos y revoltososque creen siempre prosperar en el desorden y aprove-charse de las calamidades públicas, se dejasen arrastrarciegamente a una insurrección.26

Es una carta escrita el 29 de mayo, cuando ya loocurrido en Madrid el día 2 de mayo, convertido porla historiografía nacional española en el inicio de unasupuesta guerra de independencia, debía ser amplia-mente conocido en toda la península. Sin embargo, parael capitán general de Castilla la Vieja, un típico repre-

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sentante del poder tradicional, no había ningún moti-vo para la insurrección y sí para acatar el gobierno deun monarca legítimo.

Fue la proliferación de Juntas, en España y América,la que permitió plantear de manera novedosa el proble-ma de la soberanía y dar paso a un segundo tiempo, elde las naciones y las constituciones. Este segundo tiem-po sólo fue posible por el desplazamiento del reino porla nación como sujeto político, un cambio radical y deconsecuencias imprevisibles. El problema fue, en un pri-mer momento, que nadie sabía muy bien, en el ámbitohispánico, qué era una nación, todavía mucho menoscuántas naciones había en los territorios de la Monar-quía católica y, como consecuencia, tampoco cuántossujetos de soberanía albergaba en su interior. Los cons-tituyentes gaditanos afirmaron que sólo una nación,formada por los «españoles de ambos hemisferios», yen su nombre elaboraron la Constitución de 1812; losinsurgentes americanos pasarían, muy pronto y en granparte por influencia de la propia Constitución gadita-na, a afirmar la existencia de un número indetermina-do de naciones, sujetos también de soberanía y, comotales, con derecho a la autodeterminación nacional.

Hay, de todas formas, algo paradójico en la decla-ración gaditana, por un lado, atribuye a la nación unafunción moderna, la de sujeto de soberanía, cosa queantes nunca había sido; por otro, recurre a un concep-to de nación de carácter tradicional, los que tienen lamisma sangre. Ante el problema de determinar quiénesde esos españoles de ambos continentes tienen dere-chos políticos –los ciudadanos que constituyen la na-ción española, en cuyo nombre, insisto, se estaba ela-

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borando una Constitución–, se afirma que «aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los do-minios españoles de ambos hemisferios» (artículo 18).Una alambicada redacción para afirmar algo tan sen-cillo como que sólo tenían derecho a la ciudadanía losblancos, los indios y los mestizos. No una nación polí-tica sino una nación étnica.

La historiografía ha hecho mucho hincapié en quela exclusión de los descendientes de africanos, las enCádiz llamadas castas, se debió a la voluntad de los dipu-tados peninsulares de disminuir el peso de los españo-les americanos en las futuras Cortes.27 (En Cádiz cuan-do se habla de castas, a diferencia de lo que ocurre enAmérica, se refiere sólo a aquellos que tienen antepa-sados negros. Otros grupos excluidos de la ciudadaníafueron los miembros de órdenes regulares, sirvientes,criminales convictos y deudores públicos, pero en estoscasos el problema es obviamente distinto.) Es una in-terpretación que encaja perfectamente en esa visión deuna nación española dueña de un imperio, cuyos repre-sentantes, asustados por la posibilidad de ser superadospor los de las colonias, recurren a una serie de arguciaslegales para evitarlo: lo que estaría justificado por elhecho de que –tal como ha demostrado Jaime E. Rodrí-guez–, mientras que en el sistema establecido en Cádizla relación entre peninsulares y americanos era de tresa uno a favor de los europeos, con el reconocimientode la ciudadanía de las castas la proporción hubiesesido de tres a dos a favor de los americanos.28

Es posible que haya algo de verdad, incluso mu-cho, en estas interpretaciones. Entre otras cosas porquela mayoría de los diputados gaditanos, de uno y otro

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lado del Atlántico, estaban convencidos de que el núme-ro de descendientes de negros era muy superior al real.Servando Teresa de Mier afirma de manera literal quese excluyó a los descendientes de africanos «sólo con elobjeto de disminuir la representación de América, en lanecia persuasión de que acá la mayoría de los habi-tantes se compone de mulatos»,29 un asunto que pare-cía preocupar especialmente al dominico novohispano.Pero no fue éste el único problema. Lo que defiendoes que al margen de temas coyunturales, como puedaser que no era lo mismo proclamar la igualdad que ejer-cerla, hubo en el debate sobre la representación en Cá-diz dos aspectos mucho más relevantes y de muchomayor calado histórico. Uno tiene que ver con la con-cepción de la soberanía, el otro con el carácter de lanación imaginada en la Constitución gaditana.

Sobre el primero, en el debate gaditano en torno ala representación subyacen dos concepciones de la so-beranía prácticamente incompatibles que van a enve-nenar la política americana durante buena parte del si-glo XIX y la española hasta nuestros días. Para una, lasoberanía era única e indivisible, por lo que no habíaninguna posibilidad de subrepresentación de ningunode sus territorios ya que los diputados representaban ala nación en su conjunto, tal como afirma el conde deToreno en la sesión del 12 de enero de 1812 «La repre-sentación nacional no puede ser más que una y éstaestá refundida en las Cortes»;30 para la otra, la sobera-nía no era única, los diputados eran representantesterritoriales por lo que sí podía haber territorios subre-presentados. No eran sólo los individuos sino tambiénlos territorios quienes tenían derechos y soberanía. El

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debate sobre la soberanía adquiría así un fuerte com-ponente «autonomista». El reconocimiento de sobe-ranías compartidas significaba el de la capacidad deautonomía política de los gobiernos locales. Por eso ladiscusión de este punto fue particularmente tenso enlas Cortes de Cádiz. Mientras una mayoría de dipu-tados impuso su versión de que la soberanía residía«esencialmente» en la nación, la conocida definiciónde Sieyès, una minoría significativa, entre la cual sehallaban casi todos los americanos, combatió hasta elúltimo momento a favor de la expresión «originariamen-te» o «radicalmente». No estamos, por supuesto, ante unasimple cuestión de usos adverbiales, era una forma deafirmar que no todo el poder de las instituciones lo-cales provenía del centro; tampoco ante un enfrenta-miento de americanos contra peninsulares. Es ciertoque las que podríamos denominar tesis «provincialis-tas», aquellas que consideraban que los diputados repre-sentaban a una provincia o reino y no al conjunto dela nación, fueron defendidas con especial ahínco por muchos de los diputados americanos, aunque tambiénpor algunos europeos. Pero este «provincialismo» esta-ba tan dirigido contra los centros virreinales en Amé-rica como contra el centralismo peninsular; lo mismoque el «centralismo» peninsular estaba tan dirigido con-tra el «provincialismo» de los reinos peninsulares comocontra el de los americanos. La polémica, de hecho, no concluiría con las independencias y se prolongaráen muchos de los nuevos Estados como un enfrenta-miento centralistas/federalistas –aunque quizás estasde-nominaciones no sean suficientemente precisas– en elque las ciudades, fortalecidas por la confluencia de la

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vieja tradición de autonomía municipal, el fenómenode las Juntas y la resurrección de ideas políticas que afir-maban que la soberanía residía en los pueblos, se en-frentaron a los intentos de los Estados de imponer unasoberanía única de carácter nacional. La guerra de lasarmas se zanjó en cada país en función de los equilibriospolíticos y militares de cada momento concreto; la delos adverbios, en muchas de las constituciones decimo-nónicas americanas de manera salomónica: «La sobe-ranía reside esencial y originariamente en la nación».

Interesa aquí, sin embargo, más el segundo proble-ma, el del carácter de la nación imaginada en Cádizreflejado en esta exclusión de los negros. La exclusiónde los descendientes de africanos tenía demasiados cos-tes como para deberse a un simple cálculo coyunturalsobre electores y representantes, entre otros que unaparte significativa de las tropas en América estaban for-madas por descendientes, en algún grado, de africanos.El no reconocimiento de su derecho a la ciudadanía erauna forma casi segura de enajenarse su apoyo en unmomento en el que los conflictos bélicos se extendíande uno a otro lado del continente. Tal como argumentóel novohispano Ramos Arizpe: «¿Quién ha sostenido paraEspaña aquellos vastos dominios con su sangre sino lascastas, pues los indios están excluidos de la milicia? Deesos 25.000 guerreros que sostienen al virrey de Méxi-co, ¿no son castas la mayor parte?».31 Y no era retórica,los llamados batallones de pardos, formados por negroslibres y mulatos, constituían una parte fundamental de las milicias en todo el continente, no sólo en la Nue-va España. Fueron resultado de reformas militares bor-bónicas que con la creación de estas milicias habían

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buscado, entre otras cosas, una mejor integración delos negros libres y las castas en la vida social y políti-ca del mundo virreinal.

Si dejamos de obsesionarnos con una metrópoliempeñada en mantener sometidas a sus colonias, paralo cual, por cierto, hubiese sido mucho más eficaz sen-cillamente haber excluido a los españoles americanosde cualquier tipo de representación, y vemos las Cor-tes de Cádiz como una reunión de diputados llegadosdesde diferentes lugares de la Monarquía a los que laevolución de las propias discusiones lleva a plantearsela sustitución de una legitimidad de tipo tradicional, ladinástica, por otra de tipo moderno, la nacional, el pro-blema se vuelve otro, completamente diferente.

La exclusión de los negros de la ciudadanía deja deser un asunto de españoles imperialistas y americanosindependentistas para convertirse en un indicio extre-madamente interesante del concepto de nación mane-jado por los diputados gaditanos. Lo que refleja la exclu-sión de los que tienen alguna gota de sangre negra, porpequeña que sea, es una concepción de la nación decarácter tradicional y étnico. Son parte de pleno dere-cho de la nación, ciudadanos, no todos los habitantessino sólo los que tienen sangre «española», en su dobleorigen europeo y americano. La Revolución francesahabía hecho una «declaración universal» de los dere-chos del hombre y del ciudadano, la Constitución ga-ditana se limita a convertir en sujeto político a una na-ción «biológica» formada por los descendientes de dosnaciones «naturales», en el viejo sentido del término.Y en este sentido la nación imaginada en Cádiz resultaextremadamente tradicional y extremadamente america-

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na: tradicional porque es una nación basada en la san-gre, y americana porque incluye a los indios como parteconstitutiva de la nación española.

Al margen de esto, a partir de la aparición en Cádizde la nación como sujeto político el conflicto de la so-beranía adquiere un matiz nuevo que se va a prolon-gar durante los siguientes años –yo me atrevería a afir-mar que durante las siguientes décadas pero sobre estovolveré más adelante–, que fue el desatado en torno ala posibilidad de naciones que podían ir desde la defi-nida en Cádiz, cuyos límites se confundían con los de laantigua Monarquía, hasta los múltiples «pueblos» auto-proclamados sujetos de soberanía en los años inmedia-tamente posteriores a 1808 y que, en el contexto polí-tico-ideológico del momento, derivaron, de manera muyrápida e inevitable, a definirse como naciones.

Un conflicto que tuvo dos vertientes, una, definirlos límites de las nuevas naciones; otra, imaginar las ca-racterísticas de cada una de ellas, los rasgos determinan-tes que las hacían diferentes a las demás. El primero seresolvió en el desarrollo de la propia guerra, a partir, engeneral, de las divisiones administrativas de la Monar-quía y de los éxitos o fracasos de los diferentes gruposmilitares en conflicto para controlar territorios más omenos amplios; el segundo, desembocará en un com-plejo proceso en el que las nuevas naciones seguirándebatiéndose hasta bien entrada la segunda mitad delsiglo XIX.

Este marco interpretativo general conlleva como apriori teórico el que las naciones no fueron la causa delas guerras de la independencia sino su consecuencia.A la altura de 1810, en el ámbito de la Monarquía ca-

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tólica, la nación era una comunidad natural, sin fun-ción política alguna, menos la de la soberanía, y quepor lo tanto difícilmente pudo desempeñar ningún pa-pel en el estallido del conflicto. No podemos seguir in-terpretando las guerras de independencia como guerrasentre naciones porque en el momento en que éstas tu-vieron lugar la nación, en el mundo hispánico, era una forma de identidad colectiva carente casi por com-pleto de significado político. La propia Monarquía erauna estructura anacional. No existía una nación españo-la dueña de un imperio sino diversos reinos que com-partían un monarca y en el interior de esos reinos dela península y de América convivían naciones diferen-tes. No estamos, al menos en el origen, frente a unenfrentamiento entre españoles y póngase aquí el gen-tilicio que se prefiera (argentinos, bolivianos, colom-bianos, mexicanos, etcétera), entre otras razones porquetodos estos términos carecían en la Monarquía católi-ca de comienzos del siglo XIX de cualquier tipo de con-notación política. En el imaginario social de la épocala dicotomía básica era de tipo étnico, españoles/in-dios, y no territorial, españoles/argentinos, mexicanoso lo que fuese, y no resultó nada fácil pasar de la pri-mera a la segunda. Uno no se acuesta un día viéndo-se como español frente a indios y castas y se levanta alotro viéndose como parte de una nación, junto a in-dios y castas y frente a los españoles: algo de lo que fuemuy consciente la primera publicística insurgente quedescribió el conflicto como una lucha entre criollos ypeninsulares, entre nacidos en la tierra y nacidos en la península. No se pasaba de españoles a chilenos obolivianos, sino de criollos a argentinos o uruguayos,

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algo relativamente más fácil. Las guerras habrían sidoun enfrentamiento entre criollos y peninsulares. El pro-blema es que el número de peninsulares era práctica-mente despreciable, es probable que en ninguno de losdiferentes virreinatos llegase ni siquiera al 1 por cien-to de la población total, y que, como consecuencia, losejércitos de ambos bandos estuvieron formados bási-camente por americanos (criollos, indios y castas). Nolucharon criollos contra peninsulares sino americanos,criollos y no criollos, contra americanos. La descrip-ción de la publicística insurgente no es tal sino sólopropaganda política en tiempos de guerra, y como talhay que tomarla.

La estrategia, sin embargo, dio resultado y todavíahoy seguimos empeñados en ver criollos y peninsula-res en donde posiblemente los contemporáneos vieranmuchas cosas antes que una identidad colectiva defi-nida por el lugar de nacimiento. Un Sánchez de Tagle,por poner el ejemplo de una importante familia de laelite de la monarquía, se sentía, posiblemente en esteorden, español, en el sentido de blanco; miembro deun clan familiar, los Sánchez de Tagle, con ramificacio-nes e intereses desde Manila hasta la Santillana del Marde la que eran originarios; parte de la nación de losmontañeses, que en las últimas décadas del siglo XVIII

había logrado posicionarse de manera ventajosa en mu-chas de las instituciones de la Monarquía; y de mane-ra muy secundaria criollo o peninsular. No fue el lugarde nacimiento, el ser «mexicano» o «español», lo que de-terminó el posicionamiento de cada uno de los Sán-chez de Tagle en el conflicto independentista, sino otrosfactores determinados por su ubicación en el entrama-

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do global de la Monarquía, que no es lo mismo que ensu entramado social. Tan criollo novohispano era Fran-cisco Manuel Sánchez de Tagle como su pariente elquinto marqués de Altamira. El primero es uno de losfirmantes del Acta de Independencia de México; las hi-jas del segundo, criollas de cuarta generación, «regresa-ron» a España al proclamarse aquélla.

Las guerras de independencia no fueron un proble-ma de criollos contra peninsulares, tampoco de clasessociales ni, menos todavía, de naciones en conflicto. Loque llevó a los individuos a decantarse por uno u otrobando no fue su lugar de nacimiento, su adscripciónsocioeconómica o su nación sino, diría François-XavierGuerra, «su pertenencia a un mismo bando cultural»,32

aunque esto quizás también habría que matizarlo. Tam-poco fue un problema de criollos contra peninsularesy menos todavía de naciones en conflicto. En 1810 nihabía una nación española, tal como hoy la entende-mos, ni existían las naciones americanas, ni, sobre todo,la lógica del enfrentamiento político giraba en torno alo nacional. Habría, en este sentido, que ser extrema-damente cuidadosos con el uso de conceptos como eldel patriotismo criollo, que en las últimas décadas havenido a apuntalar una especie de visión protonacionalque sustituye las naciones en conflicto por el de pa-triotismos enfrentados. No porque no existiese, es evi-dente que las últimas décadas del siglo XVIII vieron unauge del patriotismo, del patriotismo a secas no espe-cíficamente criollo, definido por el amor a la patria. Elproblema está en confundirlo con una especie de pro-tonacionalismo. Ni patria es ese momento histórico con-creto, lo mismo que nación ni patriotismo significan

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necesariamente protonacionalismo. Con esto no estoydiciendo que no se pueda establecer una relación cro-nológica entre un sentimiento y otro, ni siquiera queel patriotismo del XVIII no sea un buen caldo de culti-vo para el posterior desarrollo del nacionalismo. Nomejor por cierto que las lecturas del Antiguo Testamen-to o la recuperación del mundo clásico. Lo que afir-mo es que, en el Antiguo Régimen, patria y nación sondos conceptos carentes de relaciones entre ellos por loque el auge de un cierto tipo de patriotismo no pue-de relacionarse con un sentimiento nacional o proto-nacional. Lo que hizo del patriotismo algo cercano ala nación fue la identificación patria-nación, tambiénuna consecuencia de las guerras de independencia y nosu causa.

Volver sobre las guerras de independencia, desde laperspectiva que hasta aquí se ha expuesto, no tendría sóloun valor histórico, de comprensión de un pasado quecomienza ya a ser lejano, sino también, y sobre todo,de intentar elucidar parte de los retos a los que las na-ciones surgidas de la desintegración de la Monarquíacatólica tuvieron y tienen todavía hoy que hacer frente.Es una forma de explicar el pasado pero también de en-tender el presente y los retos que éste nos plantea.

Somos prisioneros de una historia hecha por y alservicio de los Estados. Ha llegado quizás el momen-to de su «desnacionalización». Los Estados-nación con-temporáneos necesitaron, en su proceso de invención deuna nación que les diese legitimidad, construir una me-moria nacional mitificada y homogénea. Para ello lleva-ron a cabo lo que podemos llamar, sin ningún tipo deexageración, un genocidio de memorias, locales, fami-

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liares, etcétera, una afirmación que no significa con-denar estas políticas de memoria. Al margen de que lafunción de los historiadores no sea juzgar sino com-prender, fueron ellas las que permitieron construir Esta-dos modernos y evitar el fantasma de los enfrentamien-tos étnicos en sociedades atravesadas por profundasfracturas étnico-culturales. El genocidio de memorias fueposiblemente inevitable y sin ninguna duda exitoso.Logró construir naciones y afianzar Estados que permi-tieron, con mayor o menor éxito, la transición a lamodernidad política y social.

Ha pasado ya, sin embargo, suficiente tiempo comopara permitirnos una mirada no marcada por las urgen-cias de la agenda política. Volver sobre las guerras deindependencia tiene, desde esta perspectiva, la volun-tad de recuperar parte de estas memorias olvidadas. So-mos aquello que nos contamos que somos. Nuestro uni-verso mental está hecho de historias, que olvidamos, querecordamos y tergiversamos. Revisitar las guerras de nues-tros antepasados esconde siempre el objetivo de volversobre lo que somos, lo que nos contamos que somos.

Hay relatos cuya capacidad mitogénica se extiendemucho más allá del momento histórico al que se refie-ren. El de la fractura sangrienta del mundo hispánicoes uno de ellos. Ha condicionado de manera radicalnuestra percepción no sólo de las guerras de indepen-dencia sino también, y quizá sobre todo, de la Mo-narquía católica y los tres siglos virreinales, un térmi-no más apropiado sin duda que el de colonial, y sobrelas actuales sociedades latinoamericanas y sus proble-mas. La posibilidad de una separación amistosa y gra-dual estuvo también, sin embargo, presente en el hori-

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zonte político hispánico desde mediados del siglo XVIII.Y no fue sólo el proyecto del Memorial secreto, de entorno a 1783, atribuido al conde de Aranda, de dividirAmérica en tres grandes reinos (México, Perú y TierraFirme), en cuyo trono se pondrían infantes de la fami-lia real española. La propuesta sería repetida por Godoya comienzos del siglo XIX. Todavía en 1821, durante laefímera restauración de la Constitución de Cádiz, losdiputados mexicanos en Madrid defendieron la posibi-lidad de un sistema de submonarquías americanas, concapitales en México, Lima y Buenos Aires.33 La propo-sición fue presentada a las Cortes el 25 de junio de1821 y según uno de sus promotores, el guanajuatenseLucas Alamán, lo que en realidad buscaba era estable-cer un «sistema que tenía gran analogía con el que habíaregido en América antes de la Constitución» cuando,según el después famoso político e historiador mexica-no, «cada una de las grandes secciones de aquel conti-nente venía a ser como una monarquía separada, contodos los elementos necesarios para su régimen inte-rior».34 Una solución posiblemente ya inviable a esasalturas de la historia pero que, sin duda, habría modi-ficado de manera radical tanto la transición del AntiguoRégimen como nuestra imagen de lo que la Monarquíacatólica fue y, sobre todo, de lo que el mundo hispá-nico es.

Volver sobre las guerras de independencia es tantoreescribir el pasado como soñar un futuro diferente o,si se prefiere, elegir entre varios sueños posibles. Laposibilidad de repensar lo ocurrido entre 1810 y 1821como guerras civiles y no como guerras de indepen-dencia no sólo abre la posibilidad de una nueva mira-

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da sobre el pasado sino también sobre el presente y elfuturo. Para ello es necesario, y a esto se van a dedicarbuena parte de las páginas que siguen, no sólo demos-trar el carácter de guerra civil de las llamadas guerrasde independencia sino también explicar por qué las dis-tintas historiografías nacionales, las americanas perotambién las europeas, han preferido entender los con-flictos ocurridos en la transición del Antiguo Régimena la sociedad liberal como guerras de independencia ocomo revoluciones pero no como guerras civiles. Final-mente la propuesta de una nueva conceptualizacióndebe intentar también explicar por qué durante muchotiempo se han preferido otras diferentes.

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1Las palabras como armas: ¿revolución, guerra de independencia o guerra civil?

Entre los cuadros que guarda el Palacio Nacional dela ciudad de México se encuentra el Nicolás Bravo per-dona la vida a los prisioneros realistas, pintado por Na-tal Pesado en 1892 y convertido en lo más cercano a unaimagen arquetípica de la guerra de la independencia quela pintura mexicana logró crear a lo largo de todo el si-glo XIX. Representa el momento en que el general Bravoperdona la vida a trescientos prisioneros realistas, un díadespués de saber que su padre ha sido ejecutado porinsurgente. Uno de los pocos episodios magnánimos enuna guerra no demasiado pródiga en ellos.

El que esta imagen extravagante, en el sentido deno representativa, acabase convertida en algo pareci-do a la imagen oficial de la guerra tiene que ver con ladifícil negociación de memorias que el Estado y la so-ciedad tuvieron que llevar a cabo en las primeras déca-das de vida del México independiente. Para el Estadomexicano, la revolución del Bajío marcaba el inicio deuna gloriosa guerra de independencia, base y funda-mento de su legitimidad como entidad política sobe-rana; para las memorias familiares de muchas de lasclases medias y altas mexicanas, el de una guerra san-grienta y brutal con desastrosas consecuencias perso-nales y colectivas, tal como se refleja, por ejemplo, en

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la obra de Lucas Alamán. Esta divergencia explica porqué las imágenes de memoria no cristalizaron en tornoa grandes victorias épicas sino, básicamente, en la re-presentación de retratos de los héroes de la indepen-dencia (Iturbide, Allende, Hidalgo, etcétera) o en la deepisodios de reconciliación, como este perdón de Bravoo el abrazo de Acatempan entre Guerrero e Iturbide, ob-jeto también de varios cuadros. La ausencia de imá-genes sobre los grandes episodios bélicos de la guerrade independencia es, en la pintura oficial mexicana delsiglo XIX, casi absoluta.

La representación de los héroes y no de sus he-chos permitió obviar los aspectos más conflictivos dela guerra, aquellos que todavía dividieron a la sociedaddurante mucho tiempo. No significa lo mismo un re-trato de Iturbide, junto a una mesa en la que apareceel Acta de la Independencia o el Plan de Iguala, que surepresentación en una batalla al frente de las tropas rea-listas; tampoco uno de Hidalgo en la quietud de su es-tudio, rodeado de libros y con una imagen de la virgende Guadalupe en la pared, que el mismo cura de Dolo-res al frente de sus tropas en alguno de los sangrientosepisodios protagonizados por éstas en el Bajío. Y es que,como afirmaba con toda crudeza en 1849 un perió-dico mexicano, El Universal, no resultaba fácil «celebrarel 16 de septiembre a los fusilados, y el 27 del mismomes a los fusiladores»1 (la primera fecha conmemora elgrito de Hidalgo en Dolores, en 1810; la segunda laentrada del Ejército Trigarante, el de Iturbide, en la ciu-dad de México en 1821).

La representación de actos de concordia y perdón,por su parte, convertía una guerra sangrienta y fratrici-

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da en un episodio de fraternidad nacional. Por ejem-plo en el cuadro de Natal Pesado, en el que Bravo nosólo perdona a los realistas sino que éstos, conmovidospor la nobleza del general insurgente, se integraron des-pués en su ejército, como se encargaron de recordartodos los críticos que en la época se ocuparon de él.Una forma de diluir el carácter de guerra civil que sinduda tuvo para los contemporáneos, y no sólo paraellos: todavía en 1849 un político y periodista liberal,José María Tornel puede escribir con absoluta natura-lidad que «la revolución de 1810 siguió el rumbo delas guerras civiles, la adoptaron unos y la contrariaronotros».2

Y es que para las sociedades contemporáneas, nosólo la mexicana, la presencia de la guerra civil y su in-clusión en una memoria nacional resulta complicaday traumática. Más aun si consideramos que la guerracivil fue el punto de partida de la mayoría de –si no esque de todos– los Estados-nación contemporáneos. Latransición del Antiguo Régimen a las nuevas socieda-des liberales estuvo marcada, en el conjunto de Occiden-te, por sangrientos conflictos civiles. Los partidarios delmantenimiento del antiguo orden fueron numerosos yla visión épica de un enfrentamiento de los partidariosdel progreso y la liberación de la humanidad arrojan-do al basurero de la historia a una minoría aferrada asus caducos privilegios es sólo propaganda política, con-vertida, eso sí, por los vencedores en relato histórico.

Lo que hubo en las décadas finales del siglo XVIII yprimeras del XIX fue un agónico enfrentamiento entrevisiones del mundo contrapuestas, en cuyos bandos mi-litaron personas provenientes de muy distintos estratos

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sociales y convicciones ideológicas. Una sucesión deguerras civiles entre diferentes alternativas de organiza-ción social, económica y política y no la lucha de lospartidarios del progreso y la civilización contra los de-fensores de la barbarie y la reacción, los de hijos de laluz y los hijos de las tinieblas de la retórica cristiana.

La denominación guerra civil resulta, sin embar-go, un tabú en la mayor parte de las historiografíasnacionales que tienden a ennoblecer el pasado borran-do cualquier alusión al fratricidio, visto siempre comoalgo negativo.3 Lograr la victoria sobre la sangre derra-mada de los hermanos es, en el mundo contemporáneo,innoble y difícil de justificar. La solución es la reescri-tura de la historia. Los vencedores imponen un relatosobre el pasado cuyo objetivo, en general no explícito,es lograr que la guerra pierda su carácter de conflicto ci-vil y pase a imaginarse, y a nombrarse, como una guerrade independencia o una revolución. En este proceso losvencidos pierden la condición de rivales legítimos y laderrota conlleva no sólo la pérdida de la guerra sino tam-bién, lo que es más importante, la de la legitimidad deldiscurso.

La apropiación de la capacidad de nombrar permi-te borrar el estigma de haber logrado la victoria graciasa la muerte y exterminio de los propios connacionales.Un acto imposible de justificar en sociedades, las na-cionales, cuya metáfora básica de autocomprensión esde tipo familiar, una comunidad de hermanos unida porlazos de sangre. No sería arriesgado afirmar, de hecho,que cuando la denominación guerra civil logra imponer-se es porque los vencedores han ganado la guerra perono la paz. Los vencedores morales del conflicto son los

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derrotados y, como consecuencia, los que conquistanel derecho a nombrar. La victoria moral permite a losvencidos imponer la denominación de guerra civil des-legitimando así a los vencedores. Es lo que pasaría, porejemplo, en el caso de la guerra civil española, a la queen un primer momento los contendientes, tanto repu-blicanos como franquistas, no llaman guerra civil, sinocruzada, guerra de independencia, revolución, etcétera.La victoria militar de los franquistas (ganan la guerra),seguida de la derrota moral de sus propuestas ideoló-gicas (pierden la paz), explicaría su conversión final enguerra civil. La razón histórica estaría de parte de losrepublicanos y la inmoralidad de la victoria tendría sumejor expresión en que había sido conseguida a costade la sangre y sufrimiento de los propios hermanos.Sin la derrota moral del franquismo es seguro que elconflicto bélico hubiese acabado convertido en unaguerra de liberación nacional, una cruzada, una revo-lución u otra denominación parecida.

Convertir al enemigo en extranjero y a la guerracivil en guerra de independencia cumple de mane-ra perfecta esta doble función de deslegitimación/legi-timación. En la memoria colectiva el enfrentamientofratricida es sustituido por una lucha entre ellos y no-sotros, en la que ellos, los invasores, no forman partede la fratría nacional. Como consecuencia, derramar susangre, incluso exterminarlos, aparece justificado comoun bien superior. Hay que recordar que el topos clá-sico de «bello es morir por la patria» tiende a conver-tirse, con gran facilidad, en «bello es matar por la pa-tria». Siempre es más fácil matar que morir y cuandolos que mueren son ellos, los que no forman parte del

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nosotros comunitario, la muerte aparece como moral-mente justa.

No es necesario precisar que todo lo que aquí seviene diciendo tiene sentido en sociedades cuyo uni-verso de valores morales está definido por y a partir delo nacional. En sociedades basadas en otros valores,por ejemplo la clase social, lo tabú sería la guerra con-tra los «hermanos» de clase y lo legítimo la aniquila-ción de la clase enemiga. La retórica del exterminio delenemigo de clase no es, en los movimientos comunis-tas, menos virulenta y sangrienta que la del exterminiode los enemigos de la nación en los nacionalistas. Hay,en este sentido, una macabra simetría entre los camposde exterminio nazi y los campos de reeducación de laUnión Soviética estalinista. La única diferencia sería quela clase es una circunstancia, por lo que cabe la reedu-cación, mientras que la nación forma parte del ser, porlo que sólo cabe la aniquilación y la muerte.

En el caso de las guerras de independencia ameri-canas la interpretación de la guerra civil como guerrade independencia encontraría justificación, además, enla presencia de un ejército realista, extranjero, al servi-cio de un rey extranjero. Aunque para ello haya queocultar que ese rey extranjero no fue considerado talpor los combatientes de uno y otro bando (recuérdeseque la mayoría de las supuestas proclamas de inde-pendencias americanas incluyen vivas a Fernando VII);que los ejércitos de realistas e insurgentes estaban for-mados en su inmensa mayoría por americanos, no sóloentre los soldados sino también entre los oficiales (si enel caso mexicano fueron oficiales realistas la mayoríade los jefes de Estado del primer México independiente,

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Agustín de Iturbide, Antonio López de Santa Anna,Manuel Gómez Pedraza, Anastasio Bustamante, JoséJoaquín Herrera, Mariano Paredes y Arrillaga o Ma-riano Arista, en el otro extremo del continente la deci-siva batalla de Salta enfrentó al ejército realista de PíoTristán con el independentista de Manuel Belgrano,ambos criollos y ex compañeros de estudios en Espa-ña); que, tras las derrotas en Trafalgar a manos de losbritánicos en 1805 y en toda la península a manos delos franceses en 1809, el «invasor extranjero» vio enor-memente reducidas las posibilidades de traslado de tro-pas al otro lado del Atlántico, por lo que las guerras sedesarrollaron prácticamente sin intervención externa.Recuérdese también que nunca hubo un «ejército espa-ñol» en América, ni antes ni durante las guerras de in-dependencia, sino unidades militares con objetivos yestrategias puramente locales y formadas en su inmen-sa mayoría por soldados americanos, y que muchos delos «españoles» realistas se incorporaron a la vida polí-tica de las nuevas naciones independientes, por ejem-plo en el ejército, sin ningún problema, es decir sin serconsiderados extranjeros. Para seguir con el ejemplo deMéxico éste fue el caso de Pedro Celestino Negrete, unmilitar realista español, incorporado al ejército mexi-cano y quien incluso durante unos pocos días, del 4 al10 de octubre de 1824, llegó a figurar como presiden-te provisional de México. Es sólo un caso entre otrosmuchos más.

Las únicas objeciones significativas que cabría po-ner a los argumentos anteriores son la presencia de uncuerpo expedicionario en la Nueva España de unos10.000 hombres, llegado de la península en 1812 para

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apoyar a Félix María Calleja y al Ejército del Centro enel sitio de Cuautla; y la expedición de Pablo Morillo aVenezuela y Nueva Granada de 1814, también de unos10.000 efectivos. Éstos sí eran, aparentemente, ejérci-tos «invasores». En una visión global, sin embargo, losdos cuerpos expedicionarios fueron la gran excepción.Las autoridades de la península se mostraron, en gene-ral, incapaces, no sólo de trasladar tropas de un lado aotro del Atlántico sino incluso entre las distintas demar-caciones administrativas de América. Es el caso, por ejem-plo, de Morillo y su negativa a llevar parte de sus tro-pas a la Nueva España. Por lo demás, ni siquiera amboscasos son equiparables. El ejército de Morillo entraríaya dentro del intento fernandino de reinstauración ab-solutista, es decir de recuperar América para el rey. Porlo que respecta al cuerpo expedicionario de la NuevaEspaña, el resultado fue más bien paradójico, las tropasenviadas no sólo fracasaron en Cuautla sino que la ma-yoría se quedó en México después de la proclamaciónde la independencia, el mayor número de inmigrantesespañoles en un solo año durante toda la historia de Mé-xico antes de la llegada del exilio republicano en 1939.

Pero incluso sumando esos 20.000 soldados inva-sores los ejércitos insurgentes y realistas siguen siendobásicamente americanos. Nada extraño si considera-mos que tanto los ejércitos del rey en América comolas milicias creadas a partir de las reformas borbónicas,la base sobre la que se formaron los ejércitos que com-batieron en las guerras de independencia, también loeran. Un dato muy revelador a este respecto es que elposicionamiento tanto de los militares regulares comode las milicias no parece estar determinado por el ori-

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gen europeo o americano de sus oficiales y soldadossino por otro tipo de dinámicas, variables en cada caso.Por poner algunos ejemplos, en Cartagena de Indias unespañol europeo, el teniente-gobernador Blas de Soria,apoyó a las elites de la ciudad, formadas mayoritaria-mente por españoles americanos, en el derrocamientodel gobernador, también español europeo, Francisco deMontes. En Buenos Aires las milicias, compuestas casiexclusivamente por americanos, en 1809 ayudaron alvirrey a aplastar la rebelión de Chuquisaca, para des-pués, en 1810, apoyar a la junta de la ciudad en con-tra del virrey. En México las milicias provinciales delBajío, compuestas en su inmensa mayoría por ameri-canos, se unieron a la rebelión de Hidalgo, mientrasque, las no menos americanas de la ciudad de México,Veracruz, Puebla y el norte del virreinato fueron la basedel nuevo Ejército del Centro que, a las órdenes deCalleja, defendió con éxito el orden virreinal durantediez años. En Perú las tropas regulares y las milicias,ambas también mayoritariamente americanas, mantu-vieron su fidelidad al virrey casi hasta el final, tanto enla costa como en la sierra. En resumen, los ejércitos ymilicias virreinales apoyaron unas veces a los realistasy otras a los insurgentes pero sin que esto tuviera nadaque ver con el mayor o menor número de criollos openinsulares que tuviesen en sus filas.

El enfrentamiento entre identidades nacionales pa-rece haber sido bastante tenue. La «nacionalidad» noimpidió elegir tomar partido por los insurgentes o porlos realistas; tampoco cambiar de uno a otro bando,durante y después de las guerras de independencia.Posiblemente, entre otras razones, porque la expresión

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«españoles de ambos hemisferios» no fue sólo una ocu-rrencia de los diputados de Cádiz. La existencia de unagran comunidad panhispánica, formada por el con-junto de los súbditos del rey católico, estaba amplia-mente difundida entre las elites de la Monarquía enesos primeros años del siglo XIX. Si en la península laConstitución de Cádiz (artículo 18) considera ciudada-nos españoles a todos los que «por ambas líneas traensu origen de los dominios españoles de ambos hemis-ferios y están avecindados en cualquier pueblo de losmismos dominios», en Argentina el Proyecto de Cons-titución de la Sociedad Patriótica para las ProvinciasUnidas de la Plata en la América del Sud, de 1813, afir-ma que «los españoles europeos amigos de la Constitu-ción y los que hayan hecho servicios distinguidos entiempos de la revolución, gozarán de todos los derechosde ciudadanía sin diferencia de los hijos del país»; enVenezuela, por su parte, en 1813, y en el contexto espe-cialmente dramático de la «guerra a muerte» contra losrealistas, Bolívar proclamará que «se conservarán en susempleos y destinos a los oficiales de guerra y magistra-dos civiles que proclamen el Gobierno de Venezuela, yse unan a nosotros; en una palabra, los españoles quehagan señalados servicios al Estado, serán reputados ytratados como americanos»,4 y en México el Plan deIguala, de 1821, se dirige a los españoles europeos pro-clamando que «vuestra patria es la América, porque en ella vivís; en ella tenéis a vuestras amadas mujeres, avuestros tiernos hijos, vuestras haciendas, comercio ybienes» y a los americanos preguntándoles «americano:¿quién de vosotros puede decir que no desciende deespañol?», lo que en el viejo lenguaje es tanto como pre-

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guntar quién de vosotros no forma parte de la naciónespañola, al margen de que haya nacido en Europa oAmérica.

Es de destacar, en este último caso de Iguala, el usodel término patria. No se dice que América es vuestranación, un término posiblemente todavía cargado delviejo sentido de filiación genética, sino es vuestra pa-tria, los que viven bajo las mismas leyes, y para que noqueden demasiadas dudas de lo que se está hablandounas pocas líneas más adelante se habla de «la felici-dad común del reino», no de la nación y ni siquiera dela patria.

Un caso especialmente revelador de este carácter deguerra civil es el de Xavier Mina, sobrino del conoci-do guerrillero antinapoleónico español Francisco Es-poz y Mina, llegado a la Nueva España al frente de unaexpedición de apoyo no a los realistas sino a los in-surgentes y muerto «luchando por la independencia deMéxico», lo que le ha valido un lugar en el panteónde «los héroes que nos dieron patria». Su estatua es una de las cuatro que acompañan a Hidalgo en el mo-numento a la Independencia inaugurado en 1910 en el paseo de la Reforma de la ciudad de México. Posi-blemente el resultado de un gigantesco malentendido.Es bastante verosímil que el objetivo de Mina fueracombatir el absolutismo en América para desde aquíencabezar una rebelión liberal que permitiese la res-tauración de la Constitución de 1812 en toda la Mo-narquía. Parece, incluso, que para su proyecto espera-ba contar con el apoyo de los españoles europeos enAmérica. Al menos eso fue lo que le comunicó a Teresade Mier, ante el absoluto desconcierto del fraile, «A mi

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reconvención [sobre la falta de apoyo en las provinciasinteriores] contestó que contaba con sus paisanos, comosi los españoles fuesen los mismos que en España».5 Almargen de los errores de apreciación del navarro, noparece que el suyo fuese precisamente un proyectoindependentista.

Los motivos que empujaron al joven Mina a la aven-tura mexicana, que pagó con su vida, no debieron deser muy diferentes de los que llevaron a muchos de losprimeros liberales españoles a celebrar Ayacucho comouna victoria frente al absolutismo borbónico o de losque hicieron que no se acusase de traición a Rafael delRiego cuando en 1820 sublevó las tropas reunidas enAndalucía para pasar a América a combatir la insur-gencia y las dirigió a Madrid para imponer a Fernan-do VII la Constitución del 12. Un hecho que selló demanera definitiva cualquier posibilidad de la Monar-quía de recuperar sus posesiones americanas. A pesarde ello, nadie en España acusó a Riego de traición a lapatria, probablemente porque muchos de los libera-les peninsulares estaban convencidos de que el con-flicto americano era sólo la continuación del que seestaba dando en la península entre los partidarios delabsolutismo y del liberalismo, y que la simple promul-gación de la Constitución llevaría la paz y la tranqui-lidad a todos los territorios de la Monarquía. Esto es loque, de manera más o menos literal, afirmó el militarasturiano en su arenga del 1 de enero en Cabezas de SanJuan, antes de trasladarse a Arcos de la Frontera paradeponer al organizador del ejército expedicionario, elconde de Calderón, que no era otro que Félix MaríaCalleja del Rey, el general realista que unos pocos años

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antes había prácticamente acabado con la insurgenciaen la Nueva España. Y es que, en efecto, parecía comosi todo conspirara para ver la guerra como un enfren-tamiento entre liberales y absolutistas, en España y enAmérica, hasta con los mismos protagonistas a uno yotro lado del Atlántico. Una visión, de todas formas,ya claramente equivocada a la altura de 1820, como yapercibieron algunos liberales españoles más perspi-caces o con mejor información sobre la evolución delos sucesos americanos. Ese mismo año Valentín Lla-nos publica en Londres, donde estaba viviendo, unfolleto con una dura crítica tanto a la posibilidad deuna conquista militar como a la de una reconciliaciónde los liberales de «ambos hemisferios»,6 y en este casola «mejor información» debía de provenir de su her-mano, uno de los muchos españoles hechos mexica-nos por la declaración de independencia de Iturbide.Una nueva edición de su libro, en 1828, está dedicada«a los patriotas de México», que en este país, hay querecordar, eran los realistas.

Cuando el uso del término guerra de independen-cia resulta excesivamente difícil de imponer la alter-nativa es recurrir al de revolución. La guerra civil seconvierte así en el enfrentamiento entre unas mino-rías retrógradas, aferradas a la defensa de sus privilegiosy deslegitimadas por la historia, y unas clases popula-res que, cansadas de la iniquidad del sistema, se levan-tan en armas y derriban el caduco y obsoleto ordenanterior. Aunque siempre queda el problema de cómoexplicar la capacidad de resistencia de estructuras tandesfasadas y con tan escaso apoyo o, como se ha de-mostrado para el caso de las independencias america-

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nas, el que la contrarrevolución, la contrainsurgenciaen este caso, haya contado con la colaboración activade individuos provenientes de las clases populares y,sobre todo, con la indiferencia de la mayoría. Al menosdesde una perspectiva estadística las clases populares másque participar en la revolución de la independencia pare-ce que se limitaron a sufrirla,7 algo que posiblemente sepodría decir de cualquier revolución. Aunque en otroscasos la participación de las clases populares del lado delos realistas fue activa y determinante, tanto como dellado de los insurgentes. Es lo que ocurre, de maneramuy notoria, con las tropas de negros, zambos y mula-tos con las que Tomás Rodríguez Boves puso en jaquea los ejércitos independentistas venezolanos entre 1813y 1814.

Hay, de todas formas, muchos motivos para pensarque en las guerras de independencia americanas cuandolos grupos populares, indígenas y no indígenas, toma-ron una actitud más activa de uno u otro lado, fue másmovidos por la xenofobia, el miedo, la religión y con-flictos anteriores de tipo local que por las ideas de inde-pendencia y libertad o por el mantenimiento de la uni-dad de la Monarquía. Tal como afirma Jean Piel parael caso de Perú: «en Junín y Ayacucho, los soldadosperuanos de ambos bandos, realistas e independentis-tas, se mataban entre sí sin pensarlo. Para la mayoría laidea de un Perú independiente no significaba nada».8

Resulta dudoso el que se matasen «sin pensarlo», algopensarían y, posiblemente, muchos tendrían inclusomotivos precisos y concretos para querer la muerte yel exterminio de sus enemigos: fidelidad a un jefe mili-tar, viejos odios locales y familiares, etnofobias múlti-

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ples, conflictos en torno a la tierra, perspectivas de sa-queo, mejora de su condición social y económica, etcé-tera, etcétera. No hay ninguna duda, sin embargo, deque «la idea de un Perú independiente no significabanada», ni la de una Argentina, ni la de un Chile, ni lade una Colombia, ni la de un México. Pero no sólopara los soldados sino también para bastantes jefes yoficiales.

El influyente e interesante historiador argentinoTulio Halperin Donghi va todavía más lejos y afirma,en Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850,9

que no hay ni una sola revolución en todo el conti-nente sino sólo una sucesión de revueltas y rebeliones.Una forma bastante tajante de eliminar la idea de estasguerras como una revolución.

Interpretar las llamadas guerras de independenciacomo una revolución tiene, a pesar de todo, algunasventajas. Al margen de que ya algunos contemporáneoslas denominaron así, parece bastante evidente que en1810 se abrió un proceso que trastocó las estructuraseconómicas, sociales y políticas de la Monarquía cató-lica hasta volverlas completamente irreconocibles. Unauténtico cataclismo que cambió radicalmente la faz dela América española. Pocos sucesos históricos sumantantos méritos para ser calificados de revolucionarios, ytodo ello además en un plazo extremadamente corto,poco más de diez años si nos atenemos a la cronolo-gía tradicional.

La interpretación de las guerras de la independen-cia como una revolución permite, además, enmarcarlos sucesos ocurridos en la América española durantela segunda década del siglo XIX en uno de los modelos

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interpretativos más coherentes y sugestivos de todos lospropuestos hasta ahora para su explicación. Aquel queconsidera que las independencias fueron básicamenteuna revolución política, no unas guerras de liberaciónnacional, parte de la gran revolución hispánica que tuvolugar en el contexto, causa y consecuencia a la vez, dela disolución de la Monarquía católica. La interpreta-ción de las guerras de independencia americanas comouna expresión particular de la común revolución his-pánica tiene una de sus expresiones más precisas en laobra de François-Xavier Guerra, a la que remito al lec-tor interesado.10

Repensar las guerra de la independencia como unarevolución resuelve algunos problemas pero hace aflo-rar otros. Entre otras cosas porque no hubo la marchagloriosa de una mayoría que barrió con los privilegiosde unos pocos, la minoría derrotada y arrojada al basu-rero de la historia, sino una sorda lucha entre múltiplesproyectos políticos alternativos que se prolongó duran-te varios años y cuya continuidad entre unos y otrosresultó más que problemática.

Por lo que se refiere a su duración, no son pocoslos autores que consideran que el origen de la «revo-lución» de las independencias habría que buscarlo mu-cho antes, al menos a partir de las reformas borbónicas;aunque aquí habría que considerar que las reformas noson por definición una revolución y que los cambios tu-vieron lugar de manera pacífica. Muchos también con-sideran que su conclusión debe llevarse hasta muchomás tarde, a algún momento de mediados del siglo XIX,con fechas que varían de unos países a otros, y aquí sícabe hablar de revoluciones y de violencia política más

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o menos intermitente. Es decir una «revolución» quetendría lugar en un lapso de tiempo más o menos pro-longado y cuyo calendario no se podría en ningún casolimitar al de las guerras de independencia.

Más problemática aun resulta la continuidad entrelos diferentes proyectos políticos. Los cambios de ban-do de algunos de los participantes son notorios y hacenpensar en una dificultad real de articulación de pro-yectos más que en decisiones fortuitas fruto de velei-dades personales. Un reflexivo teólogo como el canó-nigo novohispano Manuel de la Bárcena puede pasarde defender el absolutismo monárquico a militar porla independencia, es de hecho uno de los firmantes delActa de Independencia de México, pasando antes porel constitucionalismo liberal, todo ello posiblementesin cambiar demasiado su forma de pensar. Pero no essólo un teólogo dubitativo el que oscila entre una pos-tura y otra, Carlos María de Bustamante, el exaltadolibelista, defendió primero la unión sagrada de la Viejay Nueva España para luchar contra Napoleón y se con-virtió después en uno de los mayores propagandistasde la independencia como recuperación de la sobera-nía perdida a manos de los conquistadores, todo ellocon la misma pasión y fogosidad.

Estos cambios personales son, a pesar de todo, unasunto menor. Más problemática resulta la dificultad deencontrar una línea coherente entre los diferentes pro-yectos de organización social y política. La historio-grafía liberal, de la que seguimos siendo en gran parteherederos, estableció una continuidad histórica entrelos ilustrados del XVIII, los insurgentes y el liberalismode la primera mitad del XIX. La senda del progreso que

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llevaría a la liberación de la humanidad arrancándolade las manos del atraso y de la reacción. Una bella his-toria piadosa.

Los «reaccionarios» se muestran a veces muy «mo-dernos» tanto en sus métodos como en sus objetivos.Habría que plantearse muy seriamente la posibilidad dela existencia de dos proyectos modernizadores contra-puestos, en los que ilustración y liberalismo no sean dosestadios de un mismo proceso sino dos caminos alter-nativos. En todo caso, terminadas las guerras de inde-pendencia, pero no las guerras civiles de las que for-man parte como se intentará demostrar más adelante, lacontinuidad Ilustración-liberalismo es mucho menosclara de lo que tendemos a pensar. Por poner un ejem-plo concreto, no cabe ninguna duda de que el conser-vador mexicano Lucas Alamán es mucho más herede-ro de la Ilustración novohispana que cualquiera de susrivales políticos liberales. ¿Quién representa aquí las lu-ces de la Ilustración, el reaccionario Alamán o sus pro-gresistas enemigos liberales?

En el contexto de las revoluciones burguesas o revo-luciones atlánticas la contrarrevolución ha sido general-mente entendida como una simple vuelta al AntiguoRégimen. Sin embargo, como ya observó Godechot11

para el caso de la Revolución por antonomasia, la fran-cesa de 1789, difícilmente se puede afirmar que estofuera así. No podemos entender la historia de las revo-luciones burguesas, atlánticas, liberales o como quera-mos llamarlas, como el simple enfrentamiento entreuna propuesta reaccionaria, cuyo único objetivo seríael mantenimiento del Antiguo Régimen, y otra revo-lucionaria, cuyo proyecto, perfectamente definido desde

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sus orígenes, era la construcción de una sociedad nuevaregida por los principios del liberalismo. Menos toda-vía si cargamos este enfrentamiento con un fuerte con-tenido moral, una especie de lucha metafísica entre elbien y el mal, entre el progreso y la reacción. Éste fueel relato construido por el liberalismo triunfante y he-cho suyo por las diferentes historias nacionales. Peroésta es sólo, y parece innecesario tener que decirlo, lanarración imaginada por los vencedores que hace dela contrarrevolución una simple anécdota sin otro pro-yecto político que la defensa irracional de sus caducosprivilegios.

Un análisis más atento del enfrentamiento revolu-ción/contrarrevolución nos muestra, por el contrario,que la contrarrevolución contaba con una ideologíapropia, con proyectos alternativos de organización so-cial y política y que, en muchos casos, es más herederade la tradición ilustrada que la propia revolución. Estoresulta especialmente claro en el caso de los conserva-dores hispanoamericanos, uno de cuyos más conspi-cuos representantes es precisamente el mexicano LucasAlamán, cuyo proyecto político difícilmente puede re-ducirse a querer la vuelta al Antiguo Régimen, menostodavía al dominio español, entre otras razones por-que en algunos casos fueron ellos los responsables dela ruptura definitiva con España. Las raíces ideológi-cas de este conservadurismo remiten, en general, a unaIlustración hispánica carente de cualquier resabio anti-clerical pero no por ello menos ilustrada. No podemosseguir afirmando, tal como hace Reyes Heroles en uncélebre libro sobre el liberalismo mexicano que «los“puntos esenciales” de la “fe política” de los conserva-

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dores son bien simples: intolerancia, mantenimientoincólume de los bienes de la Iglesia, centralismo a raja-tabla, nada de democracia popular», entrecomillandoademás puntos esenciales y fe política como si los con-servadores no pudieran tener ni lo uno ni lo otro.12

Bien al contrario, tenían lo uno y lo otro y su propuestano era para nada simple.

El proyecto político de los conservadores hispanoa-mericanos en general y de los mexicanos en particu-lar, para referirnos en concreto al caso que plantea ReyesHeroles, es bastante más complejo que una simple vuel-ta al Antiguo Régimen. Parte del convencimiento de laexistencia de una civilización española, raza españo-la en su vocabulario, con unas características propias ydiferenciadas del resto de las civilizaciones que pueblanAmérica, en particular la anglosajona (para los conser-vadores hispanoamericanos, herederos del universalis-mo católico, una raza no es un conjunto de rasgos bio-lógicos sino la suma de elementos culturales como lareligión, la lengua y la cultura), lo que los lleva a opo-nerse a las políticas liberales no por modernizadoras sinopor considerarlas opuestas al espíritu de la raza y un peli-gro para la supervivencia de una civilización que creendistinta a la anglosajona. No difieren sobre la necesidadde la modernización sino sobre cómo y cuándo se debellevar a cabo.

Revolución y contrarrevolución se enfrentan y con-traponen en una dialéctica más compleja de lo que unasimplificación de sus discursos nos podría llevar a pen-sar. Los temas de debate, y de combate, en la América es-pañola posterior a 1808 no fueron sólo, y quizá ni si-quiera principalmente, los derechos de la corona o el

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mantenimiento de la unidad de la Monarquía católi-ca, sino también el absolutismo borbónico, las ideaspolíticas y religiosas de la Ilustración, las formas degobierno, el liberalismo constitucional, el papel de laIglesia, el origen de la soberanía, etcétera. En otros ca-sos ni siquiera fueron estos grandes temas la causa dela disensión y de la guerra, sino otros, no por más coti-dianos menos importantes, como la liberación del co-mercio, un tema crucial para los comerciantes vincu-lados al monopolio gaditano; la relación con potenciaseuropeas, básicamente Gran Bretaña, Francia y Portu-gal, cuya actitud frente a la guerra varió en función delos intereses de cada momento; los conflictos entre losdiferentes grupos de poder, etcétera. Los posicionamien-tos frente a ellos fueron múltiples, contradictorios y cam-biantes y no pueden, en ningún caso, ser reducidos ala oposición absolutismo frente a liberalismo.

No resulta, además, fácil establecer bloques homo-géneos con una continuidad en el tiempo. Hasta el pun-to de que afirmar, por ejemplo en el caso de México,que la consumación de la independencia fue obra más dela contrarrevolución que de la revolución, de los defen-sores de los derechos dinásticos y de la unidad de la Mo-narquía más que de los de los derechos de la nación yla ruptura con el rey, es algo más que una boutade. Entodo caso el conflicto en torno a la mayor parte de estostemas no se zanjó en los primeros años de la década delos veinte sino que se va a prolongar a lo largo de toda laprimera mitad del siglo XIX; en realidad hasta casi el últi-mo cuarto de ese siglo en la mayoría de los países ame-ricanos cuando finalmente pareció lograrse una ciertaestabilidad política y social.

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No sólo no se resolvieron estos problemas sino queel propio desarrollo de las guerras generó una rupturaprofunda que debilitó los equilibrios de un mundo quedurante casi trescientos años había sido capaz de resol-ver la mayoría de sus conflictos políticos internos den-tro de cauces institucionales y sin necesidad de recurrira la endémica violencia que caracteriza la vida de todoslos Estados nacidos a partir del colapso de la monar-quía, incluida la propia España, durante sus primerasdécadas de vida independiente.

La inestabilidad política del mundo hispánico a lolargo de la mayor parte del siglo XIX no fue el resultadode no se sabe qué atávicos impulsos existenciales, del cau-dillismo congénito de la raza o de la incapacidad parael autogobierno, tal como todavía a algunos autores lesgusta repetir, sino de la difícil transición entre dos mode-los de sociedad, en muchos sentidos incluso entre dos for-mas de civilización. Si algo caracterizó los trescientos añosde existencia de la Monarquía católica fue precisamen-te su estabilidad. Reyes ineptos y menos ineptos, validos,crisis de subsistencia y hasta un cambio de dinastía, sesucedieron sin que sus estructuras políticas y sociales se vieran afectadas y sin que los atávicos impulsos exis-tenciales, el caudillismo o la incapacidad para el auto-gobierno apareciesen por ninguna parte. La existencia decaracteres nacionales o espíritus de los pueblos hace yatiempo que debería haber sido descartada como factor ex-plicativo de la historia. Siguen, sin embargo, dejando sen-tir su larga sombra afirmaciones que apenas sirven paradisfrazar prejuicios, no por más arraigados más reales.

Al margen de estas consideraciones, aun aceptandola existencia de dos bloques perfectamente definidos,

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resulta extremadamente difícil determinar, en la crisisde la Monarquía católica, cuál fue el partido de la re-volución y cuál el de la contrarrevolución. En la parteeuropea, el alineamiento de muchos de los antiguosilustrados a favor de José I y de la Constitución deBayona parecería indicarnos que ellos eran el partidode la revolución, en este caso los que luchaban contralos franceses serían la contrarrevolución. Una inter-pretación que avalaría la composición de las Juntas dedefensa: heterogénea pero con un predominio abso-luto de notables del Antiguo Régimen; y el programade la mayoría de ellas, limitado a la defensa de la reli-gión, la patria y el rey, un perfecto programa reaccio-nario retomado punto por punto posteriormente porlos defensores del absolutismo carlista en la España delsiglo XIX.

Sin embargo, la elaboración de la Constitución deCádiz de 1812, con claros rasgos liberales y revolucio-narios, con todas las precisiones que se puedan hacera esta afirmación, y la suerte seguida por muchos delos que habían luchado contra los franceses bajo la res-tauración absolutista de Fernando VII, hace imposiblela afirmación de que los que se opusieron al hermanode Napoleón defendían el Antiguo Régimen; no más,por supuesto, que la idea de que los contrarrevolucio-narios fueron los afrancesados partidarios de José I,cuya suerte bajo el absolutismo no fue mejor que la delos partidarios de la Constitución gaditana. No resul-ta fácil calificar de contrarrevolucionarios a los afran-cesados y de revolucionarios a los autores de un textocomo el gaditano que busca su legitimidad en el res-peto a la constitución histórica de la Monarquía. Es lo

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que se afirma de manera literal en el Discurso prelimi-nar, obra básicamente de Agustín de Argüelles: «pro-yecto de Constitución para restablecer y mejorar laantigua ley fundamental de la Monarquía». Por no en-trar en los conocidos planteamientos del texto consti-tucional sobre la religión, «La religión de la Naciónespañola es y será perpetuamente la católica, apostóli-ca, romana, única verdadera. La Nación la protege porleyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquie-ra otra» (artículo 12); o en lo complicado que resulta con-siderar revolucionarios a alguno de sus redactores, comoJoaquín Lorenzo Villanueva, uno de los líderes del gru-po liberal, autor de Las angélicas fuentes o el tomista en lasCortes, en el que trata de demostrar que la abolición delAntiguo Régimen encontraba justificación en el pen-samiento de Santo Tomás de Aquino. No parece queel autor de la Suma teológica sea precisamente un avalde ruptura con la tradición.

En realidad tanto la Constitución de Cádiz como losafrancesados partidarios de José I venían, en su mayo-ría, de una común tradición ilustrada hispánica que du-rante medio siglo había luchado por la modernizaciónde la Monarquía católica pero sin que dejase de ser ellamisma. Un complicado proyecto que explica las contra-dicciones y ambigüedades de unos y de otros. El conflic-to desatado en Bayona los situó en campos distintos yenfrentados pero con proyectos políticos no demasia-do divergentes. Disentían sobre la legitimidad de José Ipero no sobre la necesidad de reformas y ni siquierasobre el sentido que éstas debían tener.

Si algo supuso la crisis de la Monarquía fue el findel absolutismo, tanto en la práctica como en la teo-

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ría. En el caso de los que aceptaron la abdicación afavor de José I porque, aun siendo en muchos casoslos representantes de las antiguas autoridades absolu-tistas, su reconocimiento significaba entrar en el engra-naje de la modernidad política heredera de la Revolu-ción francesa y de los cambios que esto significaba. Enel de las Juntas porque, al margen de sus proclamas defidelidad a Fernando VII, no dejaban de ser un poderrevolucionario que rompía, de facto, con la tradiciónabsolutista de un gobierno que durante siglos se habíaejercido de arriba hacia abajo y sin considerar para nadael derecho de los súbditos a la iniciativa política.

Lo mismo ocurre en el lado americano de la Mo-narquía, donde las viejas interpretaciones de una insur-gencia liberal enfrentada al absolutismo realista han idodejando paso poco a poco a una visión mucho más ma-tizada cuando no justamente a la contraria. Entre otrascosas porque en el desarrollo del liberalismo hispánicojugó un papel determinante la Constitución de Cádiz,a la que, con mayor o menor entusiasmo, los jefes rea-listas se adhirieron en los periodos en los que estuvovigente y se opusieron en los que no lo estuvo. Es de-cir, los realistas fueron unas veces partidarios de la revo-lución liberal y otras todo lo contrario.

No mucho más claros fueron los posicionamientosde la insurgencia. La historiografía liberal del siglo XIX

puso todo su interés en mostrar una línea de conti-nuidad histórica entre el pensamiento insurgente, elenciclopedismo del XVIII y las revoluciones francesa yamericana. El objetivo era doble, mostrar el carácter noespañol de la insurgencia y afirmar su condición departe de un proyecto de liberación de la humanidad,

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que habría sido siempre el mismo, enfrentado al os-curantista y reaccionario de la contrarrevolución, quetambién habría sido siempre el mismo. Una especie de enfrentamiento metafísico entre el bien y el mal,este último representado por los «españoles».

Los sucesivos «revisionismos» han mostrado, de for-ma bastante convincente, tanto el tradicionalismo demuchos de los líderes insurgentes como, sobre todo, sudependencia de la Ilustración hispánica. Poco queda yaa estas alturas de la imagen de un pensamiento insur-gente hijo del enciclopedismo, la Revolución francesa yel liberalismo; poco, como consecuencia, de las guerrasde independencia como un enfrentamiento entre revo-lución y contrarrevolución.

A partir de la, en muchos aspectos, obra seminal deLuis Villoro, El proceso ideológico de la revolución de inde-pendencia, se ha ido afirmando la idea de que una buenaparte de las ideas liberales presentes en la insurgenciaamericana provienen precisamente de la Constitucióngaditana de 1812, que a su vez sería menos liberal ymás heredera de la tradición ilustrada hispánica de loque se ha tendido a pensar. Y aquí sería necesario pre-cisar que esto no es exactamente lo mismo que decir queprovienen de España. Cádiz fue el último gran labora-torio político de la Monarquía católica en el que ame-ricanos y peninsulares, los españoles de ambos hemis-ferios, debatieron y aprendieron sobre una nueva formade ejercer y organizar el poder. Cómo recuerda toda-vía en 1820, con una cierta nostalgia, uno de los libe-rales exiliados en Londres, en el raro contexto de unaobra cuyo objetivo declarado es convencer a sus corre-ligionarios españoles de que la opción gaditana ya había

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fracasado y que la única solución era el reconocimien-to de las independencias americanas, Cádiz había sidoescenario de un suceso tan extraño y extraordinario comoque gentes llegadas de todos los rincones del planeta in-tentaran ponerse de acuerdo sobre cómo darse un sis-tema de gobierno común:

Confieso que el espectáculo de los delegados de tantasnaciones, tan extensas y distantes, reunidos bajo un mis-mo techo, tratando, como si fuesen negocios de unamisma familia, tantos y tan diversos intereses es un es-pectáculo verdaderamente sublime.13

No hay que perder de vista, «y muchas veces sepierde», palabras de Varela Suanzes, «que el Congresodoceañista significó el primer parlamento moderno de las Españas (y el último, ay). De la peninsular y dela ultramarina».14 No estoy seguro de que haya que la-mentarse porque fuera el primero y último. El que apa-rezca o desaparezca una entidad nacional soberana esun hecho moralmente neutro, cuya bondad o maldadsólo puede medirse, en todo caso, por los efectos quetenga para las poblaciones concernidas. Sí estoy com-pletamente de acuerdo, por el contrario, con la afir-mación de que «muchas veces se pierde de vista», queel primer liberalismo hispánico es tan europeo comoamericano, con complejas relaciones de ida y vuelta.Frecuentemente se olvida que estamos hablando delmismo espacio político-cultural en el que las ideas van y vienen sin que exista una jerarquía clara entrelos diferentes centros emisores. Los mismos panfle-tos y periódicos circularon y se reimprimieron a uno

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y otro lado del Atlántico, desde Cádiz a Buenos Aires ydesde Buenos Aires a México. Uno puede sorprendersepor ese extraño hallazgo semántico de la Constituciónde Cádiz de que «la nación española está formada porlos españoles de ambos hemisferios». Pero más sorpren-dente es todavía que un año antes el Acta de Inde-pendencia de Venezuela emplee una expresión prácti-camente idéntica refiriéndose a los Borbones que enBayona «faltaron, despreciaron y hollaron el deber sa-grado que contrajeron con los españoles de ambos mun-dos». ¿Influencia o sólo el reflejo de un mismo marcojurídico-cultural? Más parece lo segundo que lo primero.

La ciudad andaluza, en ese momento la más ame-ricana de las ciudades europeas de la Monarquía o, sise prefiere, la más europea de las americanas, fue elcatalizador donde confluyeron y se mezclaron todasesas corrientes que recorrían el mundo hispánico en unsentido y otro. La Constitución es como es porque sehizo en Cádiz, en ese momento la más cosmopolita de las ciudades del orbe hispánico; porque se hizo enausencia del rey, lo que permitió plantear y discutircuestiones de soberanía que si no difícilmente se hubie-ran podido plantear en ese momento; y porque en losdebates para su elaboración participaron representantesvenidos de todos los rincones de la Monarquía, lo quela abrió a polémicas y discusiones que, casi seguro, nohubieran aparecido en unas Cortes únicamente penin-sulares. Es la constitución de la Monarquía católica,imaginada como nación española, no la de España.

Leyendo a algunos autores españoles se tiene a ve-ces la impresión de que en los debates parlamentariosde Cádiz participaron sólo diputados españoles, en el

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sentido actual del término, quienes elaborarían unaConstitución también sólo para España. Y esto es abso-lutamente falso, en los debates gaditanos participaronrepresentantes de la nación española, elegidos por losciudadanos españoles, todos aquellos «que por ambaslíneas traen su origen de los dominios españoles deambos hemisferios y están avecindados en cualquierpueblo de los mismos dominios» (artículo 18). Las Cor-tes de Cádiz fueron «hispánicas», no españolas, y laparticipación «americana» resultó en muchos aspectosdeterminante. Lo fue, sin duda, desde un punto de vistacualitativo: el texto hubiese sido otro sin los diputadosamericanos, por ejemplo, por lo que se refiere al pro-blema de la representación; pero también cuantitati-vo: entre los diputados firmantes de la Constitución elgrupo más numeroso fue el de los novohispanos (19),seguido de los valencianos (17), los catalanes (16) y losgallegos (14), y a continuación los representantes, connúmeros menores, del resto de territorios de la Monar-quía. Estos datos deben tomarse con cierta cautela ya quelos castellanos aparecen agrupados en los múltiples rei-nos y señoríos en los que se subdividía Castilla (Casti-lla la Vieja, Castilla la Nueva, León, Molina, Sevilla,Extremadura, Jaén, etcétera) pero que no dejan de sersignificativos.15 Por cierto, que si hubo americanos en-tre los firmantes de la Constitución también los huboentre los que rubricaron el Manifiesto de los Persas pidien-do a Fernando VII su abolición, diez sobre un total de59, cuatro novohispanos, cinco peruanos y un riopla-tense. En la guerra civil de carácter transcontinentalque se libró en el interior de la Monarquía católica, laelección de bando no estuvo determinada por el ori-

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gen geográfico sino por los posicionamientos ideoló-gicos. El anacronismo de confundir Monarquía católi-ca, la nación de la que se habla en Cádiz, con Españaparece contar con muchos adeptos a uno y otro ladodel Atlántico.

La ingeniería constitucional puesta en marcha enCádiz buscó transformar una monarquía de AntiguoRégimen en una nación moderna, todo ello en el mar-co de un espacio geográfico que se extendía desde Ba-leares a Filipinas y desde el extremo sur de Américahasta el centro de los actuales Estados Unidos. Hablar,como han hecho algunos autores, por ejemplo TimothyAnna,16 de la actitud hipócrita de las Cortes de Cádizy de su fracaso resulta, como poco, discutible. No se pue-de pasar por alto que en la Constitución se estableceuna igualdad absoluta, un diputado por cada 70.000ciudadanos, lo mismo en Europa que en América; tam-bién una no desdeñable capacidad de autogobierno local, a través de las diputaciones provinciales. Todoello en medio de un debate extremadamente complejoen el que hubo que compaginar las demandas de igual-dad territorial con la visión de muchos diputados ame-ricanos que, como supo ver muy bien François-XavierGuerra, tendían, en muchos casos, a entender la unidadde la Monarquía no a partir de la igualdad sino de unasuma de particularismos.17 Se reclamaba a la vez la igual-dad y el derecho a la diferencia.

El resultado final, a pesar de todo lo anterior, con-siguió un relativo consenso. Es revelador a este respec-to que hasta un decidido partidario de la ruptura polí-tica con la Monarquía, el mexicano Carlos María deBustamante, pueda argumentar todavía en 1820, en La

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Constitución de Cádiz o motivos de mi afecto a la Cons-titución,18 que la Constitución de 1812 hubiera sido unmarco político apropiado para una nación extendidaa ambos lados del Atlántico. La existencia de unas cor-tes generales, con una proporcionada representaciónde los americanos, y el reconocimiento del derecho alautogobierno local mediante las diputaciones provin-ciales, permitía a uno de los más activos libelistas afavor de la independencia plantearse que la soluciónideada en Cádiz podría, a pesar de todo, haber sido apro-piada. Opinión no muy diferente a la mantenida por eloidor de Cuzco Manuel Lorenzo Vidaurre, quien tam-bién aplaude el grado de autonomía local que la Cons-titución permitía.

Y esto es una realidad incuestionable. Quizá se pue-da dudar de si no fue sólo una actitud hipócrita, condi-cionada por una situación en la que el apoyo de Amé-rica resultaba imprescindible, pero esto más parece eljuicio de un puritano moralista que el análisis de un cien-tífico social que intenta explicar y no juzgar. Es obvioque la Constitución es el resultado de una determina-da relación de fuerzas, como no importa qué texto cons-titucional, y si los americanos o los liberales no hubierantenido ningún peso se hubiese hecho de otra forma.

La elaboración de la Constitución tuvo lugar en uncontexto de gran dependencia de las Cortes hacia Amé-rica, tanto desde el punto de vista económico como po-lítico, al margen del problema de la menor representa-ción americana. Como todos sabemos, las negociacionespolíticas no tienen lugar únicamente en los parlamen-tos ni se deciden sólo por la aritmética parlamentaria.Los debates para la redacción del texto constitucional

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coinciden con un momento en el que la España penin-sular ha quedado reducida prácticamente a Cádiz, pro-tegida por la armada británica, con el resto del territo-rio ocupado, de manera más o menos estable, por JoséI. Una situación que explica, sin duda, la respuesta queda a algunas de las demandas de los diputados ameri-canos, en particular las que tienen que ver con la repre-sentación y con la autonomía local.

¿El reconocimiento de la igualdad de los españolesde ambos hemisferios era una actitud hipócrita? Es po-sible. Pero también cabe la posibilidad de que tuvieseque ver con la forma como los diputados gaditanos ima-ginaron una comunidad de iguales, la nación española,a la que el despotismo monárquico había quitado susderechos de hermanos en una misma nación. No deja deresultar llamativo que ya en 1811 José Canga Argüelles,uno de los diputados de Cádiz, pueda escribir que

Me creería culpable ante la patria si hablara separada-mente de las colonias o provincias ultramarinas. Sus hi-jos son hermanos nuestros, forman una sola nación connosotros, y deben tener unas mismas leyes […] Caigaen un eterno olvido la política feroz que introdujo eldespotismo en los climas apartados del Asia y de la Amé-rica; y el aragonés, el perulero, el mexicano, el andaluz,el habanero, el gallego, el indio y el valenciano formenuna sola familia […] El día que la Constitución abracea las provincias españolas de ambos mundos renacere-mos al poder y a la grandeza.19

Y nótese que el enemigo común es el despotismoy que la solidaridad no se establece entre españoles y

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americanos sino entre los habitantes de las diferentes«provincias españolas» que forman la monarquía: ara-goneses, peruleros, mexicanos, andaluces.

Por lo que se refiere al fracaso, habría que medir-lo en función de las dificultades del proyecto. Inven-tar una nación a partir de las mimbres de la Monarquíacatólica no parece una tarea precisamente fácil. Unterritorio desmesurado y disperso, unas poblacionescon rasgos fenotípicos diferentes y diferenciados, unasociedad inmersa todavía en valores de Antiguo Ré-gimen, quizás sólo la historia de un fracaso anuncia-do, o no. Finalmente la homogeneidad nacional noera un punto de partida sino de llegada; la heteroge-neidad cultural y étnica de muchas de las nuevas na-ciones, a uno y otro lado del Atlántico, era tambiénelevada, lo que no impidió construir naciones relati-vamente estables.

Lo que se intentó en Cádiz fue el complicado expe-rimento, sin parangón en todo el contexto occidental,de sustituir un sistema de legitimidad monárquico porotro de tipo nacional que incluyese también los terri-torios ultramarinos de la antigua monarquía. Es lo queafirma de manera explícita la Constitución de 1812 ensu artículo 10:

El territorio español comprende en la península con susposesiones e islas adyacentes: Aragón, Asturias, Castillala Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extre-madura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia,Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, lasIslas Baleares y las Canarias con las demás posesionesde África. En la América septentrional: Nueva España

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con la Nueva Galicia y península de Yucatán, Guatema-la, provincias internas de Oriente, provincias internas deOccidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parteespañola de la isla de Santo Domingo y la isla de PuertoRico con las demás adyacentes a éstas y al continenteen uno y otro mar. En la América meridional, la NuevaGranada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Ríode la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacíficoy en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas y las quedependen de su gobierno.

Uno no sabe si sorprenderse más por esta caóticaenumeración de reinos, provincias, islas y señoríos queremiten a la vieja estructura de una monarquía com-puesta y a sus solapamientos administrativos, un caosque el artículo 11 promete subsanar en el futuro («sehará una división más conveniente del territorio espa-ñol por una ley constitucional»), o por la audacia polí-tica de considerar parte de una misma nación a terri-torios tan dispares y extendidos. La perplejidad entrela opinión pública europea fue en todo caso absoluta.Tal como refleja un muy temprano texto del filósofoutilitarista inglés Jeremy Bentham en el que advierte alos liberales españoles de la imposibilidad de encajaren el mismo diseño constitucional territorios con estruc-turas sociales tan diversas, instándolos a que prescin-dan de los territorios ultramarinos pues la existencia deun régimen constitucional común para Europa y Amé-rica es imposible.20

Estamos ante una propuesta no intentada por nin-guna de las grandes potencias de la época en su transi-ción de monarquía a nación. Ni siquiera en el mundo

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británico que, al menos hasta el inicio de su aventuraimperial en la India, consideró su expansión ultrama-rina como la antítesis de la llevada a cabo por las mo-narquías católicas en general y la Católica en particu-lar, se dio algo parecido. La retórica de una expansiónatlántica anglosajona alimentada por los ideales del pro-testantismo y la libertad,21 frente a una española frutode la tiranía, el despotismo y la autocracia, no impidióque ni siquiera se llegase a considerar la posibilidad deofrecer a los habitantes de las trece colonias tener re-presentación en el Parlamento de Londres. Algo que enCádiz se dijo, en realidad antes y de forma enfática, el Manifiesto de la Junta Central del 22 de enero de1809 declara solemnemente que los territorios ameri-canos de la Monarquía no eran colonias, sino parteesencial de la misma, y se hizo de manera relativa y deforma menos enfática.

Se hizo de manera relativa porque la representaciónamericana en las Cortes se va a convertir en el pro-blema nunca resuelto. Un interminable debate en elque se discutieron desde problemas de soberanía –éstaresidía en la nación o en cada una de las partes que lacomponían– hasta de gobierno, se podían gobernarigual ciudadanos que eran distintos o eran necesariospoderes locales autónomos.

Cuando se abrieron las Cortes en la Real Isla de León,el 24 de septiembre de 1810, salvo el representante dePuerto Rico, Ramón Power, todos los diputados ameri-canos eran suplentes, elegidos entre los residentes de lasprovincias de ultramar en Cádiz, lo que hacía su repre-sentatividad dudosa. Al margen de este problema derepresentación, que tenía que ver con la premura con

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la que se habían convocado las Cortes y la situaciónde guerra y que se fue resolviendo a medida que pasa-ron los meses, la presencia americana se vio tambiénlimitada por contar sólo con representantes elegidos porlas provincias. En el caso de la península, por el con-trario, a los representantes de las provincias se suma-ron los de ciudades con voto en Cortes, según el siste-ma de privilegios del Antiguo Régimen, y los de lasJuntas territoriales surgidas por ausencia del monarca.Y esto ya no era un problema de causas externas. Am-bos tipos de representantes podían también habersenombrado en América, México y Cuzco ya que éstastenían la condición de ciudades cabeceras de Cortes, yJuntas como las peninsulares se constituyeron, o inten-taron constituirse, al otro lado del Atlántico desde elmismo momento que se tuvo noticia de lo ocurrido enBayona. No se hizo así, creando un resentimiento que,con mayor o menor acritud, aflora en muchos de losescritos americanos de la época.

El problema de la subrepresentación americana enlas Cortes de Cádiz va a envenenar, de hecho, las rela-ciones con América de manera prácticamente irrever-sible. Es cierto que la Constitución establece que en lasfuturas Cortes la representación se haría a partir de unaigualdad absoluta entre todos los territorios de la nuevanación española. Es decir un diputado por cada 70.000ciudadanos y, ya en una situación normal, sin dipu-tados suplentes. No es menos cierto, sin embargo, quelas Cortes de Cádiz tenían un carácter constituyentedel que, por motivos obvios, carecerían ya las siguien-tes, por lo que la falta de una representación justa yproporcionada de los americanos en Cádiz era un pési-

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mo precedente para una convivencia armoniosa entrelo que del otro lado del Atlántico se tendía a ver comouna nación compuesta por dos pilares, el americano y el europeo. No era lo mismo estar subrepresentado,aunque fuese de manera temporal y transitoria, en unascortes ordinarias que en unas constituyentes.

La afirmación de fray Servando Teresa de Mier deque la igualdad de representación «se negó para las pre-sentes Cortes por ser constituyentes, esto es, las quedebían sancionar el pacto eterno general de la nación,y sólo se prometió la igualdad para las Cortes futuras,esto es, para obedecer»,22 tiene, obviamente, un mar-cado carácter propagandístico de deslegitimación de laConstitución. Estamos ante la afirmación de un con-sumado libelista que maneja de manera espléndida elidioma para provocar las emociones que busca en suslectores. No está hablando de la Constitución, está afir-mando que los «españoles», los otros, nos quieren sólopara obedecer. No hay que desdeñar, sin embargo, queera una sensación bastante generalizada entre las elitesde la Monarquía en América. Aparece también en laCarta de Jamaica de Simón Bolívar de 1815, aunque po-siblemente también por influencia de Mier.

En esta tesitura, una parte de las elites americanas per-cibieron, quizá de manera no demasiado errónea, queen la nación española, el nuevo sujeto político surgi-do de la crisis de 1808, había, por parte de la penín-sula, una clara tendencia a asumir el papel de una me-trópoli dueña de un imperio. La continuación de unimaginario político que venía tentando a los círculos cor-tesanos desde la instauración de la nueva dinastía borbó-nica y que se había agudizado a partir de la experiencia

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de la guerra de los Siete Años. Esta percepción llevó, demanera casi inmediata, a la no identificación con la na-ción imaginada en Cádiz. En algunos casos, de todasformas, está necesidad de ruptura con la parte europeade la nación es previa a la aprobación de la Constitu-ción de 1812. La evolución de la crisis política de 1808,en particular la manera en que se formaron las nuevasautoridades políticas (Junta Central, Junta de Regenciay Cortes de Cádiz), con una absoluta ignorancia de lasJuntas americanas que se habían constituido de formaparalela y bajo los mismos fundamentos jurídicos que lasde la península, llevó a que desde muy pronto hubiesegrupos que negaran la común pertenencia a esta nuevanación española. Es el caso, de manera muy destacada,de Mariano Moreno, el líder intelectual de la revolu-ción de mayo en Buenos Aires, quien ya a finales de1810 afirmaba que, dada la evolución de la situaciónen la península, sólo cabía esperar que las Indias siguie-sen siendo «colonias de la España». Por este motivo pro-ponía que la Junta de Buenos Aires, a diferencia de loque estaban haciendo todas las demás juntas a uno y otrolado del Atlántico, no utilizase la figura de Fernando VIIy la defensa de sus derechos como elemento de movi-lización política sino la ruptura con la Monarquía.23

Parece en todo caso más la excepción que la norma. Loque predominó en líneas generales fue el reconocimien-to del marco jurídico de la Monarquía, primero, y laaceptación de la definición nacional proclamada en Cá-diz, después.

Otro de los inconvenientes, y no el menor, de con-siderar las guerras de independencia americanas unarevolución es la tentación de incluirlas en un mismo

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gran ciclo Atlántico, las célebres «las revoluciones atlán-ticas». Una opción que ofrece algunas ventajas para su me-jor comprensión pero también algunos inconvenientes.Las ventajas son obvias, estaríamos ante el mismo granciclo revolucionario que cambió las estructuras del An-tiguo Régimen en todo Occidente. Los inconvenien-tes también, entre la «revolución atlántica» que abriólas puertas a la independencia de la América anglosa-jona y la «revolución atlántica» que las abrió a la espa-ñola hay diferencias demasiado significativas como parapoder analizarlas de manera conjunta. Quizás la másdeterminante es que mientras que la independencia delas trece colonias no supuso el fin de la metrópoli in-glesa, la independencia de la América española sí. Lanación española que hoy conocemos es el resultado,lo mismo que las americanas, del colapso de la Monar-quía católica, no su continuación. Una diferencia su-ficientemente importante como para plantearnos queambos procesos no pueden ser estudiados como partedel mismo fenómeno sino como dos realidades dife-rentes.

Frente a las interpretaciones de guerra de indepen-dencia, revolución o revolución de las independencias,la propuesta de este libro es que lo que ocurrió en laMonarquía católica, incluida la propia España, no fueuna guerra de independencia, iniciada en la mayoríade los países 1810, y terminada, con variaciones de unospaíses a otros, en algún momento de esta década y co-mienzos de la siguiente; tampoco una revolución, unenfrentamiento entre revolución y contrarrevolución,iniciado también en torno a 1810 y concluido con laproclamación de constituciones liberales en diferentes

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fechas a lo largo del continente; sino una guerra civil,iniciada en 1808 y terminada en algún momento de me-diados del siglo XIX, con fechas distintas para los diferen-tes países. Una guerra civil intermitente, interrumpidapor periodos de paz, parafraseando a Clausewitz la con-tinuación de la guerra por otros medios, en la que sedebatieron múltiples proyectos alternativos de organi-zación política y social, no sólo, y posiblemente nisiquiera en primer lugar, el de la supervivencia o no dela unidad política de la Monarquía católica.

Las abdicaciones de Bayona generaron una situa-ción de inestabilidad política generalizada y las elitesde la Monarquía se vieron obligadas a moverse en unmarco en el que, por primera vez, faltaba la funciónmediadora del poder real. Los complejos equilibriosentre los funcionarios de la Corona, los funcionariosde la Iglesia y los de las elites locales se volvieron cadavez más inestables. Conforme la crisis se fue agravan-do, entre 1809 y 1810, la situación de las autoridadesreales se hizo cada vez más difícil, su legitimidad fuepuesta en cuestión de forma cada vez más clara y, final-mente, el enfrentamiento entre los diferentes gruposllegó a una guerra civil generalizada en el conjunto delos territorios de la Monarquía. Una guerra civil en laque el posicionamiento de los ejércitos y las miliciastuvo, en un primer momento, un papel determinantepero en la que la importancia de la movilización popu-lar, como en toda guerra civil, acabó siendo decisiva.

En los inicios del conflicto, aproximadamente has-ta 1810, fueron el ejército y las milicias quienes, poracción o por omisión, condicionaron el éxito o fraca-so de uno u otro grupo. Allí donde apoyaron a las anti-

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guas autoridades reales éstas siguieron en el poder; allídonde, por el contrario, se mantuvieron neutrales oapoyaron a los promotores de las Juntas fueron éstaslas que se impusieron.

El resultado final fue una revolución, que puso final Antiguo Régimen en el amplio espacio geográficode lo que había sido la Monarquía católica y que dioorigen al nacimiento de nuevas soberanías nacionalesque sustituyeron a la antigua legitimidad dinástica, tantoen América como en la península.

Esta revolución no concluiría en la década de losveinte sino ya bien entrado el siglo XIX. No se desman-tela todo un sistema social y político de un día paraotro y por decreto, máxime si, como se afirma variasveces a lo largo de este libro, posiblemente no estemostanto frente al fin de una forma de organización socialy política como ante la desaparición de una forma decivilización.

Esta afirmación puede resultar más discutible porlo que se refiere al nacimiento de nuevas soberanías detipo nacional. Para comienzos de la década de los vein-te todas las nuevas naciones americanas, a excepción delas surgidas a partir de la disgregación de unidades an-teriores como el caso de la Gran Colombia o de Cen-troamérica, habían proclamado ya su independencia na-cional. Habría, sin embargo, que ser extremadamentecuidadosos con afirmaciones cómo ésta. Lo que ocurrióen la segunda década del siglo XIX fue sólo que anti-guas divisiones administrativas rompieron su relaciónde dependencia con la Monarquía. La construcción delas naciones era todavía una larga tarea pendiente. Lassiguientes décadas serán escenario de nuevas fases de

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esta misma guerra civil en la que se enfrentaron, de ma-nera no menos sangrienta que entre 1810 y 1824, dife-rentes proyectos alternativos de nación y de Estado.

En este conflicto civil largo la ubicación de los con-tendientes fue todo menos coherente. No siempre lospartidarios de la independencia fueron liberales y los con-servadores defensores a ultranza de la unidad de la Mo-narquía. Por poner algunos ejemplos al respecto, unconnotado conservador como el novohispano José Ma-riano Beristáin puede fantasear con la idea de una Nue-va España convertida en bastión del catolicismo, inde-pendiente de una «vieja» España, afrancesada y perdidapara la fe; mientras que un no menos connotado insur-gente como José María Morelos y Pavón muestra en susdecretos un pensamiento ya no de Antiguo Régimensino directamente medieval.24

La interpretación de las guerras de independenciaamericanas como una guerra civil no es, por otra parte,un descubrimiento de la historiografía «revisionista» dela década de los ochenta. En las primeras décadas delsiglo XIX no fueron pocos los políticos y escritores ame-ricanos que se refirieron a ellas como guerras civiles. Porponer un ejemplo, en 1849, con algunos de los que ha-bían participado en el conflicto todavía vivos, el ya ci-tado José María Tornel escribe, con absoluta naturali-dad y dándolo como un hecho incuestionable, que enel conflicto bélico que había tenido lugar en Méxicoentre 1810 y 1821 se habían cometido muchos excesos«porque son inevitables en las guerras civiles». Y por siquedaba alguna duda sobre lo que estaba diciendo con-cluía que si «el gobierno virreinal no hubiera contadocon el apoyo de los naturales hubiera caído» [en 1810].25

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El proceso de afirmación de los Estados nacionalesen la segunda mitad del siglo XIX tuvo como conse-cuencia la construcción de una historiografía naciona-lista, tanto en Europa como en América, que convir-tió a la nación en la protagonista única y exclusiva dela historia. Ejemplo paradigmático sería México a travésde los siglos, una monumental historia de México, publi-cada bajo la dirección de Vicente Riva Palacio en 1880,que ya desde su mismo título refleja de manera exce-lente esa imagen de una nación intemporal atravesandolos siglos como una especie de tribu errante, al margendel tiempo y de la historia. La nación, lo mismo que laheroína de una novela romántica, se convierte en la pro-tagonista del devenir histórico, sufre, goza, triunfa, esderrotada. Es ella el sujeto de la historia, no los hom-bres que la forman.

No es de extrañar que en este contexto ideológico lacelebración del primer centenario de las independenciasse convirtiese en una exaltación de las guerras de inde-pendencia como guerras de liberación nacional. El hechohistórico que había permitido a unas naciones preexis-tentes a la propia conquista española recuperar la libertade independencia nacional. Incluso en algunos países –yel caso de México resulta a este respecto paradigmático,tanto por la coherencia de su construcción como por suvigencia todavía hoy en el imaginario colectivo de losmexicanos– se articuló un relato global, de gran fuerzaemotiva, en el que la independencia se integraba en unciclo de nacimiento, muerte y resurrección. Una naciónmexicana, intemporal, nacida en el tiempo mítico delmundo prehispánico, muerta en 1521 con la conquistay resucitada tres siglos después con la independencia.

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Aunque incluso en el contexto de exaltación patrio-tera que toda conmemoración conlleva no faltarontampoco en 1910 las voces de los que cuestionaron estagloriosa visión «independentista». Fue el caso, de ma-nera muy notable, del venezolano Laureano VallenillaLanz quien, en plena conmemoración del Centenario,desató una agria polémica en su país al afirmar, y de-fender en varios artículos, que la llamada guerra de in-dependencia venezolana había sido en realidad unaguerra civil.

El Centenario fue, sin embargo, no podía ser deotra forma, mayoritariamente «independentista» y lainfluencia de su larga sombra se prolongó durante va-rias décadas. Hay que esperar a comienzos de los añossesenta para encontrarnos otra vez con la afirmación deque la guerra de independencia había sido una guerracivil. Fue el historiador argentino Enrique Gandía quien,en su libro La independencia americana26 argumenta, ba-sándose casi exclusivamente en el caso de América delSur, que en el origen de las independencias no huboni una revolución ni una lucha por la independenciasino un conflicto por la soberanía, a partir de la crisisdinástica generada por los sucesos de Madrid, que de-sembocaría en una guerra civil y después en una guerrade independencia.

Será, sin embargo, como ya se ha dicho, a partir dela década de los ochenta, cuando todo una serie de his-toriadores comenzarán de forma sistemática a poner encuestión la imagen de las llamadas guerras de inde-pendencia como unas guerras de liberación nacional.Como ya también se dijo al comienzo de este libro, sonestos nuevos planteamientos los que exigen un nuevo

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marco teórico global que nos permita entender mejorel complejo proceso del fin del Antiguo Régimen en losterritorios de lo que fue la Monarquía católica.

Ni revolución, ni guerra de independencia, guerracivil. Una guerra civil larga, desde 1810 hasta algúnmomento de la segunda mitad del siglo XIX, que sólollegaría a su término con el establecimiento de unnuevo sistema de legitimidad política, o si se prefierecon la invención de naciones capaces de ocupar ellugar del rey en el imaginario político, y con el fin delAntiguo Régimen en los territorios americanos y euro-peos de la Monarquía. Una guerra civil concluida enel momento en que uno de los bandos pudo imponeruna nueva forma de legitimidad del poder de tiponacional y una organización social basada en el indi-viduo y los derechos individuales frente a las corpora-ciones y los privilegios colectivos que habían sido elfundamento la sociedad anterior. Dos lógicas de ima-ginación de lo social intrínsecamente incompatibles,de cohabitación conflictiva, y cuyo enfrentamiento sólopodía concluir con el triunfo de una sobre la otra.

La idea de entender las guerras de independenciacomo parte de un proceso de transformaciones que seprolongaría hasta bien entrado el siglo XIX no es tam-poco original, ha sido ya propuesta por varios autores,en particular por François-Xavier Guerra.27 La princi-pal diferencia de lo aquí planteado es la de no inter-pretar lo ocurrido como una revolución, las revolu-ciones hispánicas, sino como una guerra civil. Elenfrentamiento entre proyectos alternativos e incom-patibles que encerraban en sí formas diferentes deinterpretar y ver el mundo.

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El origen de esta guerra civil estaría en la desapari-ción por implosión de un sistema imperial fracasado,el de la Monarquía católica, y su sustitución por casi dosdecenas de naciones nuevas que intentaron con mayoro menor éxito ocupar el espacio político dejado libre poraquélla mientras construían una nueva sociedad convalores y formas de organización social distintas a lasque habían estado vigentes durante tres siglos. Tal comoafirma Jaime Rodríguez, «Yo creo en la existencia deuna gran comunidad hispánica, una confederación he-terogénea, que era la monarquía española. Cuando éstase quiebra, emergen nuevas naciones, entre ellas Espa-ña».28 Resulta difícil expresar lo ocurrido de una mane-ra más precisa y elegante, aunque quizá sería necesariomatizar que no se trata de un problema de creer sinode una evidencia intelectual.

El modelo para entender lo ocurrido en América yEspaña en la primera mitad del siglo XIX no son lasrevoluciones atlánticas de finales del siglo XVIII y prin-cipios del XIX ni, menos todavía, las guerras de libe-ración nacional de mediados del siglo XX, aunque hayaelementos de estos dos procesos, especialmente del pri-mero. El modelo de fondo tiene mucho más que ver conla desaparición de sistemas imperiales fracasados comoel Imperio turco, el Imperio austrohúngaro o, más re-cientemente, la Unión Soviética. Fracasados en la me-dida en que no lograron resistir la feroz competenciade otros sistemas políticos frente a los que representa-ban una forma alternativa de organización económica,social, política o cultural.

El Imperio turco no fue un Estado más en el con-cierto de las monarquías europeas sino una alternativa

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de civilización, no sólo por diferencias religiosas sinoporque representaba una forma diferente de concebirel mundo social, desde las relaciones del poder políti-co con la sociedad hasta el funcionamiento de las rela-ciones económicas.

El Imperio austrohúngaro representó la última es-tructura política contemporánea fundada en la fideli-dad al monarca y no en la identidad nacional, unaforma alternativa global de legitimación del poder y deorganización política a la establecida en Occidente porlas revoluciones de finales del siglo XVIII y principiosdel XIX. Fue desmembrado en nombre de un principio,el de nacionalidad, completamente ajeno a los quehabían sido sus fundamentos ideológicos. Un ejemplobrutal, otro más, de imposición de formas de organi-zación política por la fuerza de las armas. No hay, sinembargo, nada que permita afirmar la inferioridad dela estructura política austrohúngara frente a alternati-vas de tipo nacional. El crecimiento económico de lasúltimas décadas de su existencia es comparable, si nosuperior, al de los principales Estados-nación de laépoca; el respeto a los derechos de las minorías étnicasfue, de manera general, muy superior al que se daríaposteriormente en los nuevos Estados-nación construi-dos en sus ruinas; y sobre el desarrollo cultural y cien-tífico, la Viena de entresiglos soporta bastante bien lacomparación con no importa cuál de las grandes me-trópolis del momento, y sólo es necesario citar algu-nos nombres, Sigmund Freud. Otto Bauer, GustavKlimt, Adolf Loos.

La Unión Soviética, por su parte, representó unaalternativa global a la sociedad capitalista-liberal naci-

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da de las revoluciones burguesas. Un mundo basadoen la dictadura del proletariado, la ausencia de parti-dos políticos y la planificación económica estatal. Unaespecie de retrato en negativo de Occidente sobre cuyavoluntad de ofrecerse como alternativa civilizatoria, elhombre nuevo de la propaganda estalinista, no creoque quepan demasiadas dudas.

No interesa aquí el análisis de las características decada uno de estos sistemas globales alternativos, tam-poco explicar las causas de su fracaso, sino mostrarcomo su fin es más el de una forma de civilización queel de un poder político concreto y como su lógica dedesintegración es la misma que la que se dio en la Mo-narquía católica. La consecuencia más visible es la dis-gregación territorial pero el colapso civilizatorio resultageneralizado. Es toda una sociedad la que tiene que rees-tructurarse a partir de nuevos valores que, en muchoscasos, son contrapuestos a los anteriormente vigentes.

La disgregación territorial, que es el aspecto quemás nos interesa aquí, se produce, no por la voluntadde independencia de «naciones» preexistentes, tampo-co por la explotación «colonial» sobre las «periferias»,sino porque nadie logra hacerse reconocer como elheredero legítimo de la anterior soberanía política.

La desaparición de la Monarquía católica entraríatambién dentro de este modelo. Una organización po-lítica, en parte también una forma de civilización, quedurante tres siglos había representado una alternativaglobal barroco-contrarreformista al mundo de la Re-forma sobre el que se estaba construyendo la moder-nidad en Occidente, que colapsa y se desintegra. Yaquí, quizás, habría que plantearse la existencia de dos

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modernidades alternativas, una reformista-protestantey otra contrarreformista-católica. Las independenciasno fueron las causa del colapso de la Monarquía cató-lica, fue el derrumbe de ésta el que las hizo inevitables.

La entrada de las tropas de Napoleón en la capitalde la Monarquía católica, algo que por cierto no habíaocurrido nunca en los trescientos años de su existencia,pierde desde esta perspectiva su carácter anecdótico.No se trata de que la desintegración de la Monarquíase desencadene por un hecho fortuito, una especie dehistoria événementielle extrema, sino de que este hechofortuito es la consecuencia, y a la vez la prueba máspalpable, de la incapacidad de aquélla para seguir so-breviviendo.

El vacío de poder generado por el fin de esta estruc-tura se resuelve con el nacimiento de una nueva formade legitimidad de tipo nacional, ya no por la gracia deDios sino en nombre de la nación, que marca el ini-cio de un capítulo nuevo en la historia de Occidente.

Esta lucha tuvo dos fases. En la primera se diri-mieron las fronteras de la nueva comunidad nacionalsujeto de soberanía. El problema político básico fue lasoberanía y la constitución de una comunidad de ciu-dadanos. La alternativa gaditana, basada en una naciónextendida que se correspondiese con los límites de laMonarquía había sido ya derrotada para principios dela década de los veinte de manera prácticamente irre-versible, entre otras razones, y no es un motivo menor,porque la vuelta de Fernando VII y la restauración deun régimen absolutista la hizo prácticamente inviable.En su lugar se afianzaron diversas naciones definidasa partir del propio conflicto bélico.

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Habría que preguntarse, en esta primera fase, si noera inevitable al margen de las decisiones concretasque se hubieran tomado, del absolutismo o no de Fer-nando VII, una de las características del colapso de lossistemas imperiales fracasados que aquí se está propo-niendo como modelo es, como se acaba de decir, quenadie logra hacerse reconocer como heredero de laantigua soberanía, un problema que aparece una y otravez como trasfondo en el caso de la Monarquía ca-tólica. Ninguna de las instituciones nacidas con el ob-jetivo de ocupar el lugar del monarca ausente logrórecuperar íntegra la antigua soberanía real: las Juntaslocales, porque sólo aspiraron a ejercerla sobre una partedel territorio, objetivo que lograron con éxito varias delas americanas (Quito, Río de la Plata, Chile y Vene-zuela); la Junta Central, porque tuvo que hacer frentea los recelos de las juntas locales y a la oposición deltodavía poderoso Consejo de Castilla; el Consejo deRegencia, porque su función se vio prácticamente redu-cida a la convocatoria de las Cortes, con las que, porotra parte, mantuvo unas relaciones conflictivas; y laConstitución de Cádiz, porque ni logró estar vigenteen el conjunto de todos los territorios de la Monar-quía ni tuvo una vigencia temporal significativa, enrealidad sólo de 1812 a 1814, ya que cuando se resta-bleció en 1820 la mayor parte de los territorios ame-ricanos habían declarado ya su independencia.

La segunda fase fue todavía más complicada. Las nue-vas naciones necesitaron definir aquello que las hacíadiferentes de las demás o, si se quiere, construirse comonaciones, a la vez que echaban las bases de una nuevasociedad liberal. Un conflicto identitario, de una viru-

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lencia extrema, que se iría a prolongar durante varias dé-cadas y que tuvo como causa última que la identidadcolectiva se convirtiera en lo que nunca antes había sido:una forma de legitimación del poder, no una guerra deindependencia corta sino una guerra civil larga de la quela primera sería sólo un capítulo, ni siquiera estoy segu-ro de que el más importante. No creo que sea arriesga-do afirmar que la América española, o quizá sería mejordecir que el conjunto de la antigua Monarquía católica,incluida España, inicia su vida independiente sin haberresuelto la mayoría de las preguntas básicas que habíanestado en el origen del conflicto bélico iniciado en 1810.Darles respuesta demorará todavía casi medio siglo cuan-do, y no creo que casualmente, llegan al poder genera-ciones que ya nada tenían que ver con un imaginariopolítico de tipo tradicional.

Esta visión de las guerras de independencia comoguerras civiles largas tiene la ventaja, además de permi-tir explicar mucho mejor la realidad de lo ocurrido entre1810 y 1820, la de ofrecer también un marco explicati-vo global a la inestabilidad política instaurada en todoslos territorios de lo que había sido la Monarquía cató-lica durante las décadas posteriores a las sucesivas inde-pendencias. El resultado, no de una supuesta «anomalíahispánica» ni de la negra herencia colonial, sino de loscambios en las relaciones de poder generados por lasguerras en el interior de las sociedades para las que,como consecuencia, resultó enormemente difícil la arti-culación en un nuevo sistema legal y constitucional.

No sería, tal como insistentemente ha repetidocierta historiografía, que la «revolución de la indepen-dencia» no había cambiado nada, sólo la ruptura con

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«España», sino, por el contrario, que las guerras, re-volucionarias o no, habían cambiado tantas cosas queresultó enormemente complicado volver a reacomo-darlas.

Habían cambiado, sobre todo, el fundamento delegitimidad del poder. Algo tan tenue y difícil de racio-nalizar como el convencimiento por parte de unasociedad de que quien ejerce el poder tiene derecho ahacerlo. Tal como sugiere Antonio Annino,

cuando un imperio colapsa nadie es el heredero legíti-mo de la soberanía de la corona, ni siquiera las nuevasinstituciones representativas que se apegan al principiode nacionalidad. La acefalía del todo se extiende enton-ces hasta la última parte que se emancipa, dejando luegoen herencia un serio problema de gobernabilidad.29

Una explicación bastante más plausible que los tres-cientos años de despotismo colonial o las atávicas nece-sidades de un poder fuerte. El colapso de la Monarquíallevó a una guerra civil generalizada cuya consecuen-cia más inmediata fue el desmantelamiento de una viejaforma de legitimidad y su sustitución por otra. Un pro-ceso complejo e imposible de resolver sólo a través de-cretos administrativos.

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2¿Unas guerras de liberación nacional

sin naciones?

El año 1822 el inglés Basil Hall llegó, en el barcode guerra Conway, a la costa mexicana de San Blas y seinternó después en un breve recorrido por el país, hastaTepic. Dos años después publicó sus impresiones enExtracts from a Journal, Written on the Coasts of Chili, Peruand Mexico, in the Years 1820, 1821, 1822…,1 interesan-tes por ser de las primeras que tenemos de un observa-dor extranjero sobre el nuevo México independiente.Reflexiones sobre los hechos históricos que acababande suceder todavía no contaminadas por el posteriorrelato piadoso del nacionalismo ni deformados por lasinquietudes patrióticas de las historiografías nacionales.

Resulta particularmente interesante el supuesto diá-logo entre un campesino jalisciense, «un nativo se-mibárbaro de la selva, alto, de color cobrizo», con un«joven español […] realista de nacimiento y mediopatriota de sentimiento». A la pregunta del realista so-bre qué les había hecho el rey para que los mexicanoslo hubieran derrocado, el jalisciense contestó que «encuanto el rey, es su culpa; que yo sepa, vivía muy lejos:para que un rey sea bueno para un país […] debe viviren ese país, no a dos mil leguas de distancia»; a la de qué opinaba sobre el nuevo sistema económico delibre comercio su respuesta fue todavía más contun-

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dente: «antes pagaba nueve dólares por la tela con queestá hecha esta camisa, ahora pago dos, eso forma miopinión del libre comercio. El español se quedó, másbien, confundido».2

El diálogo, supongamos que más o menos ficticio,resulta revelador tanto por lo que dice como por lo queobvia. La pregunta del joven realista «medio patriota desentimiento» fue por qué los mexicanos habían «derro-cado» al rey, no por qué México se había independiza-do de España; el jalisciense argumentó como respuestala lejanía del monarca, no el derecho de las naciones a la independencia; y el gran tema, «del que la gente ha-blaba tanto», según Hall, no era la independencia sinoel libre comercio. Es decir, que la independencia no erala separación de España sino un cambio de sistema degobierno y la gran revolución no era la libertad de Mé-xico sino la libertad de comercio.

Todo ello no debería sorprendernos demasiado si te-nemos en cuenta que tampoco en el oscuro episodioocurrido en Dolores la noche del 15 de septiembre de1810, convertido por la nacionalista historiografía deci-monónica mexicana posterior en el inicio de la guerrade la independencia, no parece que nadie gritase «Vivala Independencia de México» o algo parecido sino eseextraño trío de «¡Viva la virgen de Guadalupe! ¡Viva Fer-nando VII! ¡Mueran los gachupines!» Más parece unarevuelta de Antiguo Régimen, tipo «¡Viva el rey y muerael mal gobierno!», con el añadido de unas cuantas gotasde xenofobia antigachupina, que el inicio de un movi-miento de liberación nacional.

Menos nacional todavía si consideramos que sigueel modelo de revuelta que, como respuesta a lo suce-

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dido en Bayona, se había venido produciendo desde1808 en todos los rincones de la Monarquía. Dos añosantes, el 23 de mayo de 1808, la capital del reino deValencia, en el otro extremo del mundo hispánico, ha-bía sido escenario de una rebelión callejera en la quese utilizaron como estandartes una estampa de la virgende los Desamparados y otra de Fernando VII. Duranteel motín, un vendedor del mercado, Vicent Domé-nech, pronunció una frase que la historiografía román-tica española convertiría en célebre, también comosímbolo del levantamiento del pueblo valenciano porla independencia de España: «Un pobre palleter [Domé-nech era vendedor de pajuelas para encender fuego] lideclara la guerra a Napoléo. Visca Ferran VII i muiren elstraïdors». Las semejanzas con lo ocurrido en Doloresson más que obvias. El mismo uso de la imagen deFernando VII junto con la de una virgen popular y lamisma apelación de muerte a los traidores. Los cam-bios son sólo de color local, la arenga en Dolores sehace en castellano, en Valencia en catalán; la virgenvalenciana es la de los Desamparados, la mexicana lade Guadalupe; y los traidores genéricos de la capi-tal del Turia, sin duda los afrancesados partidarios deJosé I, son los gachupines del pueblo del Bajío. Y estoúltimo merece una pequeña aclaración, los gachupinesson los traidores afrancesados en sentido estricto. Todala propaganda insurgente cercana a Hidalgo repetirá,una y otra vez, que el carácter nocivo de los gachupi-nes proviene del hecho de que son ateos, sin Dios nireligión, partidarios del impío Napoleón y que busca-ban entregar la Nueva España a los franceses. Nadamuy diferente de lo que debía de pensar el «palleter»

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valenciano de los afrancesados. Teñido, en ambos ca-sos, con una fuerte xenofobia: en el Bajío la consignafue coger gachupines; en Valencia matar franceses. Ob-jetivos ampliamente cumplidos en ambos lugares; enlos días siguientes el número franceses asesinados en lacapital del Turia fue de unos 400, no debía de habermuchos más; los cogidos en Dolores fueron menos, lamala suerte de que hubiese tan pocos gachupines.

Las coincidencias son también por omisión, ni enValencia ni en Dolores se grita, a pesar de lo que hayanquerido ver las historiografías nacionales y nacionalis-tas de España y México, viva la independencia, vivaMéxico o viva España. En ninguno de los dos casosnadie parecía estar demasiado preocupado por la na-ción. Algo sorprendente y que nos debería de llevar a cuestionarnos una premisa omnipresente en las his-torias patrias del continente e, incluso, en no pocos historiadores profesionales: que las guerras de indepen-dencia americanas fueron enfrentamientos entre na-ciones. Naciones que ya existían al fin del periodo vi-rreinal, bien por ser la continuidad de las nacionesprehispánicas anteriores, bien porque se habían forma-do a lo largo de los tres siglos de dominación españo-la, como identidades nacionales diferenciadas y enfren-tadas a una también ya existente nación española.

La incongruencia de poner en el inicio de la inde-pendencia, para seguir con el caso de México, una mo-vilización en la que parece nadie habló de ella no esalgo que descubramos ahora sino que se arrastró duran-te buena parte del siglo XIX. Todavía en 1849 el perió-dico mexicano El Universal podrá argumentar, citandoa Lorenzo de Zavala y su Ensayo histórico de las revolu-

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ciones de México desde 1800 a 1830, que Hidalgo nohabía iniciado la Independencia sino las matanzas quedurante años habían ensangrentado el suelo mexica-no;3 no una guerra de liberación sino una sangrientarevolución sin objetivo. Una afirmación que hay queentender en el contexto de la polémica sobre la cons-trucción de la nación en el México del siglo XIX4 peroque resultaba suficientemente incómoda como para queel liberal El Monitor Republicano se viera obligado a de-fender que no era eso lo que se había gritado en Do-lores sino «¡Viva la libertad! ¡Viva la virgen de Gua-dalupe! y ¡Muera el mal gobierno!» A la vez que se eliminaba el incomodo «¡Viva Fernando VII!» se aña-día un «¡Viva la libertad!», más o menos cercano a unhipotético «¡Viva la independencia!» que permitía,además, convertir a los seguidores de Hidalgo en unaespecie de precursores del liberalismo. Todo perfecto,salvo que para mantener esta versión de lo ocurrido se tuvo que recurrir a lo escrito por Blanco White, unespañol que nunca había estado en México y, por lotanto, como fuente bastante poco fiable.5 La apuestaresultaba tan arriesgada que dos días más tarde el mis-mo Monitor Republicano zanjó la discusión afirmandoque a quién le importaba saber lo que Hidalgo habíagritado, lo importante era si «fue o no un hombrebenéfico, patriota, enemigo de la dominación» y estoera «una verdad patente»,6 lo que se parece mucho a cerrar una discusión incómoda con argumentos defe. Ante la imposibilidad de demostrar que Hidalgoquería la independencia de México se afirma que esuna verdad tan evidente que no necesita ser demos-trada.

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No nos interesa aquí lo que realmente se gritó enDolores, cosa por cierto bastante difícil de saber, sinoel trasfondo en el que se inscribe esta polémica que no es otro que el de la construcción de los complejoshechos ocurridos en los territorios de la Monarquía ca-tólica en el lapso de tiempo que va de 1808 a 1820 como«guerras de independencia», tanto en América como enEspaña. Hay que recordar que si en Dolores en 1810 nose gritó «¡Viva México!» o «¡Viva la Independencia!»tampoco en Madrid dos años antes la revuelta contralos franceses se inició a los gritos de «¡Viva España!» o«¡Viva la Independencia!» sino al del tan poco patrió-tico de ¡Que nos lo llevan!, referido al infante Franciscode Paula. Parece que tanto en Dolores como en Madridestaban más preocupados por la familia real que por lanación. Ello no impidió que la nacionalista historiogra-fía posterior de ambos países hiciese de estos episodiosel inicio de sendas «guerras de independencia» o de li-beración nacional.

El de la conversión de los conflictos de la segundadécada del siglo XIX en guerras de independencia nacio-nal fue un proceso bastante más lento y complicado delo que tendemos a pensar. En el caso de España, tu-vieron que pasar bastantes años para que el comple-jo conflicto bélico desarrollado entre 1808 y 1814, concomponentes de guerra internacional (para la histo-riografía anglosajona es la Peninsular War, sólo un epi-sodio más de las guerras contra la Francia napoleó-nica), guerra civil, xenofobia antifrancesa y guerra deindependencia en sentido estricto acabase siendo imagi-nado como la Guerra de Independencia con mayúscu-las. Todavía en 1835 el conde de Toreno, autor de uno

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de los primeros libros de historia sobre la guerra y pro-tagonista él mismo de algunos de los hechos que narra,titula su obra Historia del levantamiento, guerra y revoluciónde España,7 no Historia de la guerra de la Independencia uotro título parecido. Muy semejante es la opción toma-da por Lorenzo de Zavala dos años antes, quien titulasu libro sobre lo ocurrido en México Ensayo histórico delas revoluciones de Méjico desde 1808 hasta 1830,8 aunqueen este caso se puede argumentar que es porque se ocupade un periodo histórico que va más allá de la guerra dela independencia propiamente dicha.

En realidad la conversión de los confusos procesosocurridos en la América española en la segunda y ter-cera década del siglo XIX en guerras de independencianacionales sólo fue posible a través de una proyeccióna posteriori. Puesto que el resultado final había sido laindependencia y el nacimiento de casi una veintena denaciones, lo que había habido en origen era una guerrade naciones luchando por su independencia, una espe-cie de visión teleológica en la que el pasado se explicaa partir del futuro, lo que no parece un método dema-siado fiable.

Los cambios generados en las últimas décadas enlos estudios sobre la nación hacen necesario un replan-teamiento radical sobre el papel de ésta en el momen-to de desmembración de lo que seguimos empeñadosen llamar Imperio español y que en la época era uni-versalmente conocido como la Monarquía católica. Yno estamos, como ya se dijo al inicio de este libro,frente a un simple problema de denominación. En elmomento de las independencias no existían ni unanación española ni un Estado español. España, como

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entidad política no como realidad cultural, no existiócon anterioridad a las primeras décadas del siglo XIX,tanto los Austrias como los Borbones no fueron reyesde España sino de un conglomerado de reinos y seño-ríos, la interminable lista de rey de Castilla, de León,de Aragón, de las dos Sicilias, de Navarra, de Grana-da, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, deMenorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Cór-cega, de Murcia, de Jaén, del Algarve, de Algeciras, deGibraltar, de las Islas Canarias, de las Indias Orientalesy Occidentales, de las Islas y Terrafirme del ContinenteOceánico, conde de Barcelona, señor de Vizcaya y deMolina, entre otros, que como una especie de mantrareligioso encabezaba los documentos emitidos por losmonarcas. Como consecuencia tampoco existió un Im-perio español, sino una monarquía con intereses econó-micos y políticos propios que nada tenían que ver conun hipotético interés nacional «español». Eran los inte-reses de ésta, no los de alguno de los reinos que la com-ponían, y tampoco se puede cometer el anacronismo deconfundir reinos con naciones, los que guiaban tanto lapolítica interior como la exterior. Los funcionarios delEstado estaban al servicio del monarca, no de una hipo-tética nación española, y ni siquiera tenían por qué sernecesariamente «españoles».

La posibilidad de que las diferentes naciones, en elsentido tradicional del término, que convivían en su in-terior fueran consideradas sujeto de soberanía resultabatan inverosímil que no era ni siquiera imaginable. Elsujeto político, exclusivo y excluyente, era la Monarquía,no las naciones que la formaban, múltiples tanto enAmérica como en la península.

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Cadalso, en sus Cartas marruecas, habla de una patriaespañola formada por nueve naciones (cántabros, astu-res, gallegos…); mientras que en América las numero-sas naciones indias, tantas como lenguas, conviven convarias naciones de españoles como la de los vizcaínoso la de los montañeses, para referirnos a dos de los gru-pos nacionales más definidos y con un mayor peso enla vida económica de las últimas décadas virreinales. Na-ciones había, múltiples y variadas, pero nadie les atribuíafunción política alguna, menos aun la de la soberanía.

Lo que había comenzado a ocurrir a finales del si-glo XVIII, y que en el mundo hispánico estalló de mane-ra violenta y revolucionaria con motivo de las deno-minadas guerras de independencia, fue que la naciónse convirtió en lo que nunca antes había sido, la pie-dra angular sobre la que se construyen la mayor partede las percepciones sociales y mitos colectivos; la tra-ma sobre la que se teje la estructura social, cultural ypolítica del mundo; la forma primordial, y excluyen-te, de identidad colectiva; y, sobre todo, para lo queaquí nos interesa, la principal, si no única, fuente delegitimación del ejercicio del poder. Así lo reconoce elactual ordenamiento jurídico internacional que consi-dera a las comunidades nacionales el único sujeto co-lectivo capaz de ejercitar derechos como el de autode-terminación.

El fin del Antiguo Régimen y de la legitimidaddinástico-religiosa convirtió a la nación en el sujetoprincipal de legitimación del ejercicio del poder y éstees el imaginario político en el que todos nosotroshemos sido formados y a través del que vemos e inter-pretamos el mundo, pero no siempre había sido así.

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La nación, como comunidad natural formada por losque tenían el mismo origen, nacido de, fue durante lamayor parte de la historia de la humanidad práctica-mente inerme desde el punto de vista político. Sólo apartir de las revoluciones de las últimas décadas delsiglo XVIII y primeras del XIX adquirió densidad políti-ca suficiente como para ocupar un lugar como prota-gonista de la historia.

No podemos seguir planteando las guerras de inde-pendencia como un enfrentamiento entre naciones. Lasnaciones surgidas de la desmembración de la Monar-quía católica, a uno y otro lado del Atlántico, son,como ya se ha dicho varias veces a lo largo de este libro,la consecuencia de las guerras de independencia no sucausa. El modelo explicativo que hace de la nación elorigen de las guerras de independencia es posible quesirva para entender el problema de las nacionalidadesen la Europa del siglo XIX y los movimientos de libera-ción nacional del XX, pero no para explicar lo ocurridoen la Monarquía católica en la segunda y tercera déca-da del XIX. No hay, en la América española, nacionesculturales que buscan su realización como naciones po-líticas. Los hombres y las mujeres que hicieron la inde-pendencia eran, desde Buenos Aires hasta México, partede la misma nación cultural. No había nada en ellosque los diferenciase desde el punto de vista étnico, lin-güístico, cultural o religioso de aquellos contra los quelucharon en los campos de batalla del continente paraconquistar la independencia.

El núcleo duro del conflicto de las independencias,lo que define su especificidad, es un problema de legi-timidad del ejercicio del poder, de quién tiene derecho

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a ejercerlo. Un conflicto político, pero no de sobera-nía nacional sino de derecho a la soberanía. El pro-blema de los convulsos años posteriores a 1808 no esla nación sino decidir quién tenía derecho a gobernaren un momento en que el rey había dejado de estar ycómo se justificaba ese derecho.

En el origen del poder político no está el metafó-rico pacto lockiano, tampoco la simple imposiciónarbitraria, al menos a medio-largo plazo, sino algo mu-cho más complejo que es el reconocimiento por partede la comunidad de alguien a ejercerlo. En la tradiciónoccidental esta legitimidad tuvo durante mucho tiem-po un carácter dinástico-religioso. El derecho a gober-nar se transmitía por herencia dinástica y encontrabasu legitimación última en la religión, «por la gracia deDios» tal como recordaban monedas y medallas y pro-clamaban discursos y alegorías. El proceso de desacra-lización política, iniciado en el siglo XVIII y que alcan-za su punto culminante con la Revolución francesa y la decapitación del monarca, hizo imposible este tipode legitimidad. La vieja legitimidad dinástica, de carác-ter divino, es puesta en cuestión y sustituida por otra detipo nacional. Lo que realmente se dirimió en las pri-meras décadas del siglo XIX, y no sólo en América, fueel nacimiento de la modernidad política con el triunfode una nueva forma de legitimación del poder basadaen la nación y la voluntad nacional. No es necesario pre-cisar que no estamos ante un problema menor, es elproblema político por excelencia, el fundamento últi-mo de toda comunidad política.

Una situación que resultó particularmente compli-cada en la Monarquía católica porque el problema de

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la nación irrumpió de forma prematura y por causasexógenas. La legitimidad del monarca no estaba encuestión en ninguno de los dos lados del Atlántico, nien los años inmediatamente anteriores a que estallase elconflicto independentista ni, incluso, en los inmedia-tamente posteriores a que éste hubiese comenzado. Talcomo afirma Simón Bolívar en su Carta de Jamaica de1815, «América no estaba preparada para desprender-se de la metrópoli, como súbitamente sucedió por efectode las ilegítimas cesiones de Bayona».9 En realidad niAmérica ni España estaban preparadas para cambiartoda su arquitectura constitucional y poner a la naciónen lugar del rey. Esto explica el sitio que en los progra-mas de insurgentes y realistas ocupó la figura de Fer-nando VII, el Deseado, y el hecho de que la preguntaque hace el realista al campesino, en el texto que se hacitado con anterioridad, no sea por qué se independi-zaron de España, pregunta que a la altura de 1822 posi-blemente careciera completamente de sentido, sino porqué habían derrocado al monarca; también explica laspulsiones monárquicas que, desde el río de la Plata ala Nueva España, recorrieron el continente en los pri-meros momentos del conflicto, así como las continuasapelaciones, tanto de realistas como de insurgentes, ala figura de Fernando VII. Unos y otros pugnan poraparecer como los verdaderos defensores de la Monar-quía y de Fernando VII. Algo tan difícil de encajar enuna visión «independentista» de las guerras que la his-toriografía se vio obligada a recurrir a la «máscara deFernando VII». Los insurgentes buscaban la indepen-dencia pero habrían utilizado la figura del rey comomáscara de sus verdaderas intenciones. Una metáfora,

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bastante difícil de demostrar10 pero en todo caso irre-levante. Poco importa si la imagen de Fernando VII fuesólo el señuelo del que se sirvieron los insurgentes ono. Lo importante, suponiendo que fuese sólo un falsoreclamo, cosa bastante improbable, es que se vieranobligados a recurrir a ella. Usaron la «máscara» de Fer-nando VII porque no había, por el momento, nada queponer en su lugar, menos las naciones, ni en Españani en América. La posibilidad de una comunidad polí-tica a cuya cabeza no hubiese un monarca no era, enel mundo hispánico, a pesar del ejemplo de los EstadosUnidos, ni siquiera imaginable. Entre otras cosas, por-que la fidelidad al monarca era una relación personal devasallaje, un juramento que comprometía a la personade manera individual. No es lo mismo, y menos parauna sociedad del Antiguo Régimen, la lealtad a una ins-titución abstracta como la nación que romper el jura-mento de fidelidad personal que compromete a un in-dividuo con otro. Eliminar a Fernando VII iba más alláde un acto simbólico, significaba romper un tabú, el deljuramento personal, de hondas implicaciones indivi-duales y sociales.

Se puede dudar de las proclamas de fidelidad a Fer-nando VII de algunos insurgentes, no más por cierto quede las de algunos diputados españoles en Cádiz, pero losignificativo no es si mentían o no, lo verdaderamenterevelador, en el caso de que pensasen otra cosa, es elhecho de que considerasen que el elemento movilizadorseguía siendo el monarca y no la nación. Se puede du-dar, además, de manera bastante relativa, ya que el mo-narquismo de alguno de los líderes de las indepen-dencias siguió vigente todavía una vez proclamadas

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éstas. No sólo en México, donde la oferta del trono aFernando VII

(«Será llamado a reinar en el Imperio mexicano[…], enprimer lugar el señor don Fernando VII, rey católico deEspaña; y por su renuncia o no admisión, su hermanoel serenísimo señor infante don Carlos; por su renunciao no admisión, el serenísimo señor infante don Fran-cisco de Paula; por su renuncia o no admisión, el sere-nísimo señor don Carlos Luis, infante de España, antesheredero de Etruria, hoy de Luca»)11

y la posterior coronación primero de Iturbide y despuésde Maximiliano hacen innecesario cualquier comenta-rio al respecto, sino también en otros países del conti-nente. En unos se llegó a ofrecer la corona a FernandoVII, caso de Colombia («Nueva Granada que protestano abdicar los derechos imprescriptibles de la sobera-nía del pueblo a otra persona que a la de su augusto ydesgraciado monarca don Fernando VII, siempre quevenga a reinar entre nosotros»),12 aunque a diferenciade México no se llegó a instaurar un sistema monár-quico. En otros, no se ofreció el trono al monarca espa-ñol ni tampoco se proclamó ninguna monarquía perosí hubo, por el contrario, diversas propuestas monár-quicas. Están, por supuesto, las de San Martín en Ar-gentina; las del también rioplatense Belgrano; las deO’Higgins en Chile; las del caraqueño Andrés Bello,quien en 1820 escribe a Blanco White que la paz y laestabilidad en la América española «no podrá[n] con-solidarse jamás bajo otros principios que los monár-quicos»;13 y hasta las del propio Bolívar, quien transi-

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tó de una propuesta de presidencia vitalicia, una espe-cie de monarquía republicana, a otra estrictamentemonárquica en los últimos años de su vida, véanse sino sus cartas a Patricio Campbell y a José FernándezMadrid de 1829.14

Ni existía la nación española de la que se liberaban,ni existían las múltiples naciones liberadas. Extrañasguerras de independencia en las que las naciones a libe-rar se construían a medida que se desarrollaba el con-flicto bélico cuando no una vez concluido éste. Y esque en la invención de las nuevas naciones jugó unpapel determinante la guerra misma, una especie decurso acelerado de nacionalización, y también aquí, unavez más, tanto en la península como en América. Enla primera, porque permitió una definición en oposi-ción a los franceses, lo que no quiere decir que com-batieran de un lado españoles y de otro franceses, ésaes una construcción imaginaria, aunque con una altacapacidad de crear realidad, entre los españoles entodo caso habría que incluir varios americanos, comoSan Martín, ascendido a teniente coronel por sus méri-tos en la batalla de Bailén; en la segunda, porque per-mitió una definición en oposición a los españoles, yaquí todavía menos se puede decir que combatieran deun lado españoles y de otro americanos, una construc-ción aún más imaginaria que la anterior. No está de másrecordar que tanto en Ayacucho como en Iguala, por re-ferirnos sólo al fin de la presencia «española» en los dosgrandes virreinatos, se ofrece a los oficiales realistas laposibilidad de incorporarse con sus grados a los nue-vos ejércitos nacionales. Una prueba de que no es-tamos ante un conflicto de identidades, españoles con-

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tra americanos, sino de soberanía, los militares realis-tas pueden seguir ocupando sus puestos con el sólorequisito de aceptar un cambio de soberano, al mar-gen de que hayan nacido en América o en la penínsu-la. En el caso americano, además, la propia guerra fuedefiniendo fronteras nacionales a partir, en muchoscasos, de los ámbitos de actuación militares,15 que nofueron nunca de carácter continental. Ni por parte delos realistas ni por la de los insurgentes hubo un ejér-cito unificado combatiendo en América bajo un man-do único y una estrategia común. No sólo eso sino que,incluso, en algunos momentos connotados líderes dela independencia estuvieron dispuestos a reconocer el dominio de la Corona sobre otras partes de Américaa cambio de que ésta reconociera la del territorio en elque estaban interesados. Es el caso de Bolívar, quienhacia 1815 busca un tratado de paz con Fernando VIIen el que «en compensación al sacrificio […] de suspretendidos derechos sobre Colombia» reconocería y ga-rantizaría «la soberanía y propiedad de la España enMéxico y en los demás territorios de la América, queno alcanzasen la paz e independencia por los mismosmedios que Colombia».16

Las independencias se nos ofrecen así como un acon-tecimiento fortuito, derivado del desplome de la Monar-quía católica, para el que resulta completamente inútilbuscar causas endógenas. Sin que esto quiera decir, porsupuesto, que no hubiesen tenido lugar de todas for-mas en algún momento del devenir histórico. La legi-timidad dinástica tenía escasas posibilidades de super-vivencia en la Europa del siglo XIX y las de fabricar unanación que se correspondiese con las fronteras de la

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vieja monarquía parecen realmente reducidas. Esta-mos hablando de una organización política de carác-ter planetario, enormemente heterogénea y en el quelas distancias se convierten en un obstáculo práctica-mente insalvable, tal como afirma el ya varias veces ci-tado campesino jalisciense «en cuanto al rey es su culpa[…]vivía muy lejos: para que un rey sea bueno para elpaís […] debe vivir en ese país, no a dos mil leguas dedistancia». Finalmente las naciones son invencionescolectivas pero no completamente arbitrarias, se nece-sita una serie de condiciones previas, aunque siempreresulta difícil afirmar a priori cuáles de estas condicio-nes previas son imprescindibles y cuáles no y, comoconsecuencia, qué naciones son posibles y qué otrasno. Entraríamos, en todo caso, en el campo de la his-toria-ficción y no en el de la historia propiamentedicha.

Afirmar este carácter fortuito y exógeno de las inde-pendencias debe llevarnos a cuestionar la búsqueda deposibles causas internas, en particular a aquellas quetienen que ver con la existencia de sentimientos «pro-tonacionales» previos. Quizás el único «protonaciona-lismo» que merecería ser considerado y que pudo teneralguna influencia en el conflicto de las independenciases el puesto en marcha por los Borbones con su polí-tica de transitar de un Estado patrimonial a uno nacio-nal. Analizando los debates políticos de esos años, a unoy otro lado del Atlántico y en Cádiz, a veces se tiene laimpresión de que los protagonistas se están moviendoen tiempos distintos y que las principales divergen-cias entre peninsulares y americanos tienen que ver conlos distintos niveles de nacionalización de unos y otros.

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El marco de reflexión de los primeros es el de una mo-narquía nacional, resultado del proyecto moderniza-dor borbónico, el de los segundos todavía el de unamonarquía patrimonial, en la estela del viejo imagina-rio habsbúrgico.

Muchas de las posturas de las elites americanas cali-ficadas por la historiografía nacionalista como inde-pendentistas habría que verlas, en realidad, como elreflejo de la voluntad de mantenimiento de una mo-narquía patrimonial, articulada en reinos diferentes yautónomos, anacional, en la que la condición de «fie-les súbditos de Su Majestad Católica» les permitiera elcompleto control de la política local que, en el imagi-nario político de algunos americanos, habría sido lacaracterística de la Monarquía antes de las reformasborbónicas.

Es necesario, como consecuencia, tener especial cui-dado con conceptos como el de patriotismo criollo.No porque éste no exista, es obvio que sí, sino porquenada tiene que ver con el supuesto protonacionalismoque han querido ver en él algunos autores. En el len-guaje político de la ilustración española tardía patria ynación no son dos conceptos sinónimos sino inclusoopuestos. Feijoo, uno de los pensadores en lengua espa-ñola más leídos a uno y otro lado del Atlántico duran-te todo el siglo XVIII, distingue claramente entre patria,formada por los que viven bajo las mismas leyes y elmismo poder (por eso patria puede ser la ciudad en laque se vive, pero también un virreinato, una inten-dencia o el conjunto de la monarquía), y nación, for-mada por los que tienen el mismo origen, costumbresy formas de vida (por eso en el interior de una ciudad,

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de un virreinato, de una intendencia o del conjunto dela monarquía podían convivir, y convivían, varias na-ciones distintas, tanto indígenas como blanca). La defi-nición nacional, lo mismo que ocurría en el caso depatria, era enormemente laxa. En América, por ejem-plo, se podía hablar a la vez de la nación de los vizcaí-nos y de los montañeses, para referirse a los nacidos uoriginarios de estas dos regiones, y de la nación de losespañoles, que incluía a todos los blancos, indiferen-temente de donde hubieran nacido.

El éxito de las políticas de nacionalización fue con-vertir patria y nación en términos sinónimos, hacer quese imaginaran parte de una misma nación todos los que tenían la misma patria y viceversa. Pero esto, unavez más, es el resultado de las guerras de independen-cia y de los múltiples conflictos del siglo XIX, no sucausa. Fueron los interminables conflictos bélicos quetuvieron lugar en las primeras décadas del siglo XIX losque forjaron a sangre y a fuego la unión de ambos con-ceptos convirtiéndolos no sólo en sinónimos sino, so-bre todo, en imprescindibles el uno para el otro. A par-tir de ese momento histórico no hay patria sin naciónni nación sin patria. No es posible, en realidad ni si-quiera imaginable, una nación que no tenga las mis-mas leyes; ni una patria que no esté formada por losque tienen el mismo origen y forma de vida.

El proceso de la identificación de patria y naciónse comenzó a fraguar desde muy pronto en el mundohispánico. Ya en 1809 el Diario de México publica unacuriosa carta de Teresa María Josefa Maldonado en laque la patria es definida a partir de muchos de los ele-mentos de la nación:

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La patria, la amable patria, no es otra cosa que la dulceunión que ata a un ciudadano con otro por los indiso-lubles vínculos de un mismo suelo, una misma lengua,unas propias leyes, una religión inmaculada, un gobier-no, un rey.17

No parece necesario precisar que la patria-nación dela que está hablando esta yucateca es la Monarquíacatólica. La Constitución venezolana de 1811 mezclatambién en su definición de soberanía atributos de na-ción y patria: «Una sociedad de hombres reunidos bajounas mismas leyes, costumbres y gobierno forma unasoberanía»,18 y aquí la patria-nación es Venezuela. Mien-tras que la Gazeta de Buenos Aires de 1815 da ya una de-finición de nación en la que ésta es la patria y algo más:«Una nación es más que la reunión de muchos pueblosy provincias sujetas a un mismo gobierno central, y aunas mismas leyes»,19 referida por supuesto sólo a lasProvincias Unidas del Río de la Plata.

Esta precocidad en la identificación entre patria ynación se vio facilitada por el doble significado que eltérmino patria tiene en castellano. Al de un territorioregido por las mismas leyes hay que añadir el de patriacomo lugar de nacimiento, con un fuerte componenteafectivo, mantenido, en parte, en la expresión españo-la actual de «patria chica» y que la acerca en algunos as-pectos al concepto de nación. El Tesoro de la lengua caste-llana o española de Covarrubias (1611) define patria como«la tierra donde uno ha nacido»; y el Diccionario de auto-ridades (1726) «el país en que uno ha nacido». Inclusoya en fechas bastante tempranas parece haber, al menosen algunos textos, una relación entre patria y nación,

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por ejemplo en el Universal vocabulario en latín y en ro-mance de Alfonso de Palencia, publicado en Sevilla en1490, en el que se afirma que la nación no puede exis-tir sin la patria, «ca nacion requiere el suelo de la pa-tria». Más interesante resulta el sentimiento de lealtada la patria, como lugar de nacimiento, que este mis-mo autor dice que «deve se aun prefirir al propio padre,porque es más universal. Et mucho mas durable». Esdecir que la patria, el lugar de nacimiento, debe ser pre-ferida, como elemento de pertenencia, a la nación, lafiliación genética. Este sentimiento explicaría la tempra-na oposición en las guerras de independencia entre doslealtades, la de la patria como conjunto de las perso-nas que viven bajo las mismas leyes y la de la patriacomo lugar de nacimiento, un conflicto de patrias y node naciones. Los defensores de la patria grande seránlos realistas; los de la patria chica los patriotas. Aunqueaquí la excepción es la Nueva España donde los defen-sores de la Monarquía, la patria grande, se denomina-ron hasta el último momento patriotas.

La inexistencia de la nación como sujeto político enlas décadas inmediatamente anteriores al estallido de lasllamadas guerras de independencia, e incluso durante losprimeros años del conflicto bélico, convierte en anacró-nico un modelo interpretativo en el que las independen-cias de la América española son explicadas desde los pre-supuestos de los procesos de emancipación nacional delsiglo XX. Necesitamos otro modelo y lo hay, el del des-membramiento, por implosión, de sistemas imperialesfracasados. El caso de la Monarquía católica entraría,como ya se dijo anteriormente, en el mismo capítulo quela desmembración del Imperio austrohúngaro, la Unión

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Soviética o el Imperio turco. Todas ellas estructuras polí-ticas que fueron en sí mismas alternativas globales a lasformas de organización hegemónicas frente a las que ter-minaron sucumbiendo. El colapso de todosellos fue tantoel fin de una forma de civilización como de una formapolítica.

La Monarquía católica, inmersa en la lógica de unasociedad asocial, expresión con la que Kant definió lamultipolaridad de la Europa noroccidental de la EdadModerna, caracterizada por una inacabable competi-ción entre Estados, había mantenido una larga lucha detres siglos con las demás potencias europeas. Una inter-minable guerra que fue tanto por la hegemonía comopor la supervivencia, en la medida en que representóuna alternativa global católico-contrarreformista a laEuropa nacida de la Reforma. No se entra aquí a discu-tir si fue viable o inviable, aunque el devenir históricoparece indicar lo segundo. Había sobrevivido, aunquecon serias amputaciones, a Westfalia y Utrecht, pero fueincapaz de sobrevivir a la invasión napoleónica. Por pri-mera vez un ejército enemigo ocupaba su capital y todosu aparato burocrático se vino abajo como un castillode naipes. Tanto en la península como en América quie-nes organizaron la defensa no fueron las institucionesmonárquicas sino, bien algunas creadas ex profeso, lasJuntas, bien otras menos vinculadas al poder monár-quico como los cabildos. El vacío de poder fue en rea-lidad casi absoluto, no sólo por la ruptura del vínculoentre el monarca y sus súbditos sino también porque laestructura orgánica de la Monarquía, consejos, ejércitoy la Iglesia quedó paralizada por el conflicto de lealta-des que la abdicación trajo consigo.

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Esta «implosión» de la Monarquía católica y, sobretodo, la rapidez y facilidad con que se produjo, plan-tea algunos problemas fuera del objetivo de este libro,pero que no quiero dejar de enunciar aquí. El que laaparentemente sólida estructura política de la Mo-narquía se derrumbase con tanta facilidad debería plan-tearnos algunas dudas sobre su fortaleza y solidez. El pro-blema habría que verlo nuevamente desde la perspectivade la lucha por la hegemonía. La intensa competenciaentre las monarquías europeas había llevado a éstas a re-querimientos financieros cada vez más onerosos sobresus súbditos. John Bosher ha estudiado con deteni-miento la evolución de este proceso en el caso francésy sus posibles influencias en el estallido de la Revo-lución.20 En el caso de la Monarquía católica sus nece-sidades financieras se vieron aumentadas por su carác-ter transcontinental. A pesar del bajo perfil adoptadoa partir de la crisis de mediados del siglo XVII, que lahabía llevado ya al borde del colapso, defender susintereses en un espacio tan dilatado resultaba extrema-damente costoso.21 Finalmente las reformas borbónicasy los intentos de algunos ilustrados de hacer de los terri-torios americanos colonias al servicio de la metrópolino son sino una muestra de esta voluntad-necesidad deaumentar los recursos financieros de la Corona.

La necesidad de reformas se hizo más urgente a par-tir de la participación de la Monarquía católica en laguerra de los Siete Años (1756-1763), auténtico clímaxen la lucha de todos contra todos entre las potenciaseuropeas. El desarrollo de la guerra mostró de formapalpable las dificultades de la Monarquía para volvera desempeñar un papel relevante en la escena interna-

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cional y, sobre todo, para garantizar la defensa de do-minios tan extensos y dispersos. En todo caso, el con-trol de los territorios ultramarinos no debe verse sólodesde una perspectiva hispánica, la guerra de los SieteAños marca el inicio de la extensión de los conflictoseuropeos fuera de Europa, que culminarán en fenóme-nos como la independencia de los Estados Unidos o laconstrucción del primer imperio colonial moderno, elinglés, en dura pugna primero con la monarquía fran-cesa y después con la nación francesa nacida de la Revo-lución. En este sentido la voluntad de algunos ilustra-dos de la Corte de Madrid de hacer de los territoriosamericanos colonias se inscribe en una lógica que vamucho más allá del caso concreto y particular de la Mo-narquía católica.

La influencia de las reformas borbónicas sobre losconflictos de la independencia es un asunto bastan-te controvertido. Igual se puede afirmar que fueron elorigen del descontento que llevó a las independenciascomo que fueron el remedio que permitió a la Monar-quía prolongar su existencia cincuenta años más. Re-sulta difícil precisar hasta qué punto el aumento de lapresión fiscal pudo tener un efecto deslegitimador so-bre la institución, no sólo por la detracción de recursosparticulares sino también por la deslegitimación que paraun régimen tradicional supone variar las condicionesde sus «pactos» con la sociedad. La historiadora mexi-cana Gisela von Wobeser ha hecho un análisis plausi-ble de cómo en el caso de la Nueva España una de estasmedidas, la Consolidación de los vales reales, pudo serdeterminante en el estallido de la lucha por la inde-pendencia: «la Consolidación se convirtió en el sím-

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bolo de la opresión colonial y fue el parteaguas a par-tir del cual muchos decidieron romper con el régimenespañol».22 Plausible pero difícil de demostrar; necesi-taríamos análisis mucho más amplios para ver hasta quépunto hechos como éste, fueron capaces de erosionaruna estructura institucional cuya legitimidad descansa-ba en una completa forma de ver el mundo y no sóloen coyunturales intereses económicos.

Más difícil, todavía, resulta determinar hasta quépunto la vieja legitimidad dinástico-religiosa seguía sien-do plenamente operativa en las décadas finales del sigloXVIII y primeras del XIX. Lo era, sin duda, en los discur-sos. En ellos nadie parece poner en cuestión el derechode los reyes a gobernar. Sin embargo, habría que pres-tar más atención a hechos como el motín de Aranjuezdel 17 de marzo de 1808, precedido por la conspira-ción de 1807 y el Proceso del Escorial. Por primera vezen la historia moderna de la Monarquía un rey eradepuesto por su hijo, y esto no es un asunto menor,pero, sobre todo, por primera vez desde la guerra delas Comunidades, se ponía en cuestión la figura del reyy se lo obligaba a dimitir, un ataque ya en toda reglaa uno de los fundamentos de la legitimidad dinástica.El único antecedente era la guerra de Sucesión entrelos partidarios de Felipe de Borbón y Carlos de Aus-tria, pero en ésta el problema había sido de interpre-tación sobre quién era el depositario de la legitimidadreal, no sobre la soberanía; sobre quién era el rey legí-timo, no sobre sus atributos. El problema de la guerrade las Comunidades fue distinto, y en alguna medidamás cercano al que aquí se plantea, en la medida enque la Junta General de las Comunidades de Castilla

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parece asumir una función soberana, despojando al reyde su «preeminencia», término usado por los comune-ros para referirse a la soberanía. En las Cortes de Valla-dolid de 1518 Carlos V tuvo que escuchar afirmacionespor parte de los procuradores como que «nuestro [delos representantes del reino] mercenario es [el rey]».

Es cierto que en Aranjuez se respetó el orden suce-sorio pero no lo es menos que el hecho en sí significaba«juzgar» la capacidad del monarca para gobernar. Algodifícil de encajar en un sistema en el que el súbdito «ja-más se ha detenido en investigar las circunstancias desus príncipes, porque sabe son concebidos en el senode las virtudes: sóbrale conocer que el nuevo rey des-ciende de sus antepasados, para reverenciar en su per-sona el conjunto de perfecciones que constituyen laregia majestad».23 ¿Cómo explicar en este contexto queun rey sea obligado a dimitir por su protección a Go-doy, en definitiva por su mal gobierno? ¿No significa-ba hacer al monarca responsable del mal gobierno yaceptar que ya no era suficiente con «conocer que elnuevo rey desciende de sus antepasados»? ¿No se esta-ba franqueando un punto de no retorno para la legiti-midad dinástico-religiosa?

La exaltación con la que fue recibida la llegada al trono de Fernando VII, el Deseado, y la conversióndel valido real Godoy en una especie de monstruo,causa de todos los males que azotaban a la Monarquía,pudo hacer que, en un primer momento, la gravedadde lo sucedido en Aranjuez pasase desapercibida. Nopara todos, no debe de ser casual que en la primeraproclamación de independencia americana en la queya no se hace alusión a Fernando VII como gober-

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nante legítimo, la de Venezuela de 1811, firmada por«los representantes de las Provincias Unidas de Caracas,Cumaná, Barinas, Margarita, Barcelona, Mérida y Tru-jillo, que forman la Confederación Americana de Ve-nezuela en el continente meridional», se enumerencomo causas de la ruptura con la Monarquía «Las se-siones y abdicaciones de Bayona, las jornadas del Es-corial y de Aranjuez». Parece que también algunos con-temporáneos tuvieron la sensación de que algo olía yaa podrido en la Corte de Madrid antes de Bayona yque la legitimidad monárquica había comenzado a des-moronarse con anterioridad al esperpento de las abdi-caciones.

Pero volvamos al modelo «implosión de sistemasimperiales», que significa afirmar que no estamos antenaciones preexistentes que se liberan, sino ante un va-cío de poder que necesita ser ocupado y legitimado. Losestudios de José Carlos Chiaramonte sobre el Río dela Plata confirman esta afirmación de manera más queevidente. En la Revolución de Mayo de 1810 en BuenosAires lo que se afirma es que el Consejo de Regenciaera ilegítimo y que como consecuencia, ante la ausen-cia del rey, la soberanía recaía en los catorce puebloscon cabildo que componían el virreinato, no en unainexistente nación argentina. Se constituye así la Pri-mera Junta de Gobierno, formada por los diputadosde los catorce cabildos, con la función de actuar comogobierno provisional por la acefalía del trono. La evo-lución posterior obligó a la búsqueda de nuevas formasde legitimidad y, finalmente, a la irrupción de la nacióncomo nuevo protagonista político, pero eso será ya mástarde:

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Posteriormente a los sucesos de 1810, los gobiernos quesucedieron a la primera Junta habrían de afrontar lanecesidad de independizarse de España y de organizaruna nueva nación. Porque así como no existía aún unpueblo argentino, tampoco existía ni una nación, ni unanacionalidad argentina, las que serían fruto y no origendel proceso que se iniciaba. Recordemos que «argenti-no» designaba entonces a los porteños, y sólo muy tardeadquirió su significado actual.24

En la Monarquía católica la nación se limita a ocu-par el espacio dejado por una forma de legitimidad li-teralmente desaparecida. Para decirlo de forma gráficala Constitución de Cádiz se hace en nombre de unanación, que como ya se ha dicho nadie sabe muy bienqué es, porque el rey no está. La nación sólo ocupa ellugar del monarca ausente. Lo mismo cabría decir delas diferentes proclamas de independencia americana,con la salvedad de que en América en muchos casos seelaboran constituciones o proyectos de constitucionesen nombre de los pueblos, no de la nación, que actúanasí como paso intermedio. La inesperada ausencia delmonarca convierte a los pueblos en depositarios de lasoberanía, todavía un recurso al imaginario tradicional;la revolución política permite la irrupción de la nacióny el nacimiento de una legitimidad ya sí de nuevo tipo.Aunque con múltiples variaciones. Por poner dos ejem-plos, uno de cada extremo de la América española, elActa de la Independencia argentinadel 9 de julio de 1816se hace en «nombre de los Pueblos» representados en elCongreso, no de la nación argentina, y proclama la in-

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dependencia del «poder despótico de los reyes de Espa-ña», no de España; la más temprana Constitución deApatzingán de 1814 de México se hace, sin embargo,en nombre de la Nación, con mayúsculas, para «susti-tuir el despotismos de la monarquía de España». En am-bos casos la ruptura es con la monarquía española, nocon la nación española, pero en el segundo ya en nom-bre de la nación, no de los pueblos. Ante el vacío depoder se recurre a un imaginario tradicional en un casoy a uno moderno en otro, pero en ambos el problemaes el mismo: determinar en ausencia del monarca quiénera el depositario de la soberanía, quién tenía legitimi-dad para ejercer el poder.

La diferencia entre una y otra respuesta podría ex-plicarse, paradójicamente, por la mayor implicación de la Nueva España en el proceso gaditano, «Nueva Es-paña y Guatemala participaron en el sistema políticogaditano más de lleno que cualquier otra área de laAmérica española».25 En Cádiz no sólo se elaboró unaConstitución sino que tuvo lugar un intenso procesode pedagogía política, en el que los novohispanos tu-vieron un papel más que relevante y que, posiblemen-te, explique la rápida incorporación del término naciónal vocabulario político de este país. No sólo es la Cons-titución de Apatzingán la que se hace en nombre de lanación, sino también el Acta de Independencia de 1821(«la nación mexicana que, por trescientos años no hatenido voluntad propia ni libre el uso de la voz, salehoy de la opresión en la que ha vivido»), cosa que noocurre en el resto de los territorios americanos de la Mo-narquía, incluidos aquellos en los que también la procla-mación de la independencia fue tardía como Perú (1821)

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o Bolivia (1825), aunque en esta última la independen-cia sí se hace ya de España y no de la Monarquía es-pañola. Podría explicarse, pero sería necesario analizarcon más detalle el caso particular de la Nueva España,el territorio americano más directamente implicado enlos procesos de modernización borbónica de todo elcontinente, incluido el de la nacionalización del discur-so. Resulta sorprendente, y esto no se podría explicarpor influencia de las Cortes de Cádiz, que ya en 1808Francisco Verdad hable en su «Memoria póstuma» dela ciudad de México como «una parte de la nación y lamás principal», identificando nación con reino. El usodel término nación es muy precoz en la Nueva Españay también en Chile; en este último país, Camilo En-ríquez habla ya en 1812, en un artículo publicado en elperiódico La Aurora de que Chile debe asumir «la dig-nidad y majestad que corresponde a una nación»,26

dos territorios distantes en lo geográfico, en el nivel deriqueza y hasta en lo administrativo, un virreinato fren-te a una capitanía general, y que sin embargo tienen encomún el hecho de que en los dos la idea de reino es-taba más desarrollada y articulada que en el resto de laAmérica española. ¿Facilitó esto el paso de la idea dereino a nación? Es una posibilidad que no habría quedescartar.

El problema de la legitimidad se hubiese planteadode todas formas, al margen de la crisis de Bayona. Esobvio que nada podía ser igual después de la decapi-tación de Luis XVI en París, finalmente la Monarquíacatólica no funcionaba como un compartimiento estan-co. Lo que ocurre es que la nación irrumpió en la agendapolítica del mundo hispánico de manera prematura y

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extremadamente violenta, una afirmación, es cierto,enormemente polémica. Decir que en la historia algoocurre de forma «prematura» es siempre arriesgado.También se podría afirmar, en un racionamiento tau-tológico, que si ocurrió es porque podía ocurrir y, porlo tanto, el carácter de prematuro se convertiría en unaimposibilidad lógica. Se entiende aquí por prematuroque no tiene que ver con un proceso de evolución in-terna sino con la irrupción brusca de un hecho ajeno,la invasión napoleónica en este caso, afirmación, tam-bién, de todas formas problemática. Decir que lo queestaba ocurriendo en el resto de Europa era ajeno a laMonarquía católica no parece un juicio muy preciso;y suponer que el debate sobre la soberanía era un pro-blema nuevo en el ámbito hispánico significa ignorartoda una tradición (Suárez, Mariana, etcétera) revitali-zada, en parte y desde otra perspectiva, a finales del si-glo XVIII y principios del XIX con la polémica sobre la«constitución histórica». Hay, por lo tanto, que relati-vizar este carácter «prematuro». Era un problema laten-te y que primero o más tarde se hubiese planteado. Loprematuro es su irrupción violenta, en un momento decrisis generalizada, y en el que la vieja legitimidad depronto dejó literalmente de estar.

Las respuestas ante la crisis desatada por esta ausen-cia del monarca están determinadas por el contextopolítico-ideológico del momento. No era lo mismo queel rey dejase de estar a principios del siglo XVIII, que sudesaparición a comienzos del XIX. Un siglo es mucho,más si es precisamente el de la Ilustración. Resultaríaimprescindible, por cierto, saber qué pasó en Américacon el cambio de dinastía y la guerra de Sucesión, un

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aspecto completamente ignorado por la historiografíade uno y otro lado del Atlántico pero que merecería lapena explorar. ¿Hubo austracistas, partidarios del ar-chiduque Carlos de Austria, en los virreinatos ameri-canos? ¿Fueron las elites virreinales, a diferencia de loque ocurrió en la península, partidarias de manerageneral de los Borbones? ¿Es sólo retórica la afirmaciónque hace el Acta de Independencia de las ProvinciasUnidas de Venezuela cuando dice que «los españoles deambos mundos […] con su sangre y sus tesoros […]colocaron [a los Borbones] en el trono a despecho de laCasa de Austria»? ¿Por qué el intento de cambio dedinastía de comienzos del siglo XIX llevó a la disgrega-ción de la Monarquía y el llevado a cabo un siglo antes,aparentemente, ni siquiera tuvo la más mínima reper-cusión?

Sea cual sea la respuesta que demos a estas pregun-tas, de lo que no cabe ninguna duda es de que los cam-bios en el concepto de nación producidos en las úl-timas décadas son tan radicales y de tal magnitud queno podemos seguir enfrentándonos al análisis de loshechos del pasado utilizando herramientas manifiesta-mente obsoletas. No podemos seguir estudiando las in-dependencias sin tomar en consideración lo ocurridocon el concepto de nación en las últimas décadas delsiglo XX, en particular en torno a las primeras décadasde los ochenta. Hasta ese momento el paradigma hege-mónico era el de considerar las naciones como reali-dades objetivas que habían existido siempre. La publi-cación en esos años de una serie de obras, entre las quehabría que destacar de manera muy particular las de An-derson, Breully y Gellner,27 puso en cuestión esta vi-

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sión para afirmar el carácter temporal y subjetivo delas identidades nacionales; también, para lo que aquínos interesa, su carácter moderno. El problema no esque no existiesen naciones en América en 1810 en elsentido moderno del término, cosa que es evidente, el problema es asumir qué conceptos como nación oidentidad nacional son construcciones históricas, decarácter reciente y no realidades objetivas de carácterintemporal.28

Esto significa partir de que en 1808, en el marco dela Monarquía católica, no existían naciones que libe-rar. El dilema fue cómo sustituir un sistema político endescomposición, basado en la legitimidad monárquica,por otro nuevo basado en la nación, para lo que éstatuvo que ser primero literalmente inventada, en la ma-yoría de los casos incluso desde el nombre. Véase si nolas vacilaciones de los insurgentes de la Nueva Españaentre América Septentrional, Anáhuac… hasta llegar aMéxico. En este sentido la afirmación de que en 1821la nación mexicana, por poner un ejemplo, consiguiósu independencia es de una vacuidad absoluta. En 1821una antigua unidad administrativa se proclamó políti-camente autónoma e inició la construcción de un Esta-do que en sus orígenes era poco más que los restos dela vieja administración virreinal. Aunque quizá sería máspreciso decir que poco menos, en la medida en que enmuchos casos se sustituyó una burocracia de letrados,con una carrera estrictamente reglamentada y un altosentido de su función política, por una administraciónimprovisada, carente de cualquier espíritu de cuerpo y alalbur de los cambios políticos. Un problema todavía noresuelto en muchos de los Estados hispanoamericanos.

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En algunos casos la continuidad de los nuevos Esta-dos con la antigua administración virreinal fue, en los pri-meros tiempos, todavía mayor por la permanencia en suspuestos de muchos antiguos funcionarios de la Corona,por ejemplo en el de México, donde el Plan de Igualaestablecía, en su base 13 que «Todos los ramos del Esta-do y empleados públicos, subsistirán como en el día, ysólo serán removidos los que se opongan a este plan».Lo que significa que el nuevo Estado comenzó a funcio-nar con los mismos funcionarios que los de la adminis-tración virreinal anterior. La construcción de la nacióny de los mexicanos era todavía una ardua tarea pendien-te a la que el Estado mexicano dedicará buena parte desus energías durante, al menos, los dos siglos siguientes.Lo mismo en el resto de las naciones surgidas de los es-combros de la Monarquía católica a uno y otro lado delAtlántico.

Las consecuencias, desde la perspectiva de la histo-ria de la América hispana, son inmensas. No podemosseguir ubicando el problema de las independencias enla corta duración histórica, una fecha concreta para re-cordar en aniversarios y efemérides patrias, sino en lalarga duración de construcción de una nueva legitimi-dad y de un nuevo imaginario político.

Los historiadores y los teóricos sobre la nación nohemos sido, en general, plenamente conscientes de laoriginalidad y complejidad del proceso de construcciónnacional llevado a cabo en los territorios de lo que fuela Monarquía católica. Tanto la teoría política como lahistoriografía han mostrado una cierta incapacidad paraentender el problema de la construcción nacional enunas naciones construidas contra la antigua potencia

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imperial pero herederas, a la vez, de ella en algunas desus marcas de identidad más significativas y relevantes.La gran trilogía romántica de la nación, raza, lengua ycultura era en las nuevas naciones hispanoamericanasprácticamente indistinguible de unas a otras e, incluso,indistinguible de la que la antigua metrópoli enarbola-ba como propia. Las nuevas naciones no pudieron, ono supieron, argumentar la existencia de una raza, unalengua y una cultura distintas del resto de las surgidasen las posesiones de la antigua monarquía. Habrá queesperar hasta entrado el siglo XX para que el auge de losmovimientos indigenistas y la reivindicación de cul-turas populares de raíz indígena ofrezcan la alternati-va de naciones étnico-lingüístico-culturales diferencia-das. Estas reivindicaciones, no casualmente, han sidoacompañadas en muchos casos por una autoproclama-da voluntad de «refundar la nación», un reconocimien-to explícito de que la nación imaginada a partir de losalbores de la independencia no sirve ya como base deun Estado que se quiere diferente.

No fue ésta, como ya se ha dicho, la situación departida. La raza, la lengua y la cultura de las elites polí-ticas fundadoras de las nuevas naciones eran relativa-mente homogéneas de uno a otro lado del continentey tendían a confundirse con las de la metrópoli. Am-bos aspectos son determinantes para entender algunasde las características más peculiares de los procesos deconstrucción nacional en Hispanoamérica.

La homogeneidad de las elites latinoamericanas ex-plica por qué las fronteras nacionales no responden, almenos en origen, a límites «naturales» de carácter étni-co-lingüístico sino a decisiones políticas condicionadas

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por la herencia virreinal y por el devenir de las propiasguerras de independencia. Esta misma homogeneidadestá también detrás del sueño de una sola «nación» queha recorrido como un fantasma la historia de Latinoa-mérica desde Bolívar hasta nuestros días. O si se quierela oscilación entre una sola nación Latinoamericana, lapatria grande que decía Martí, y las múltiples nacionesrealmente existentes.

La homogeneidad étnico-lingüística-cultural de laselites hispanoamericanas permitió una gran flexibilidadcon respecto a las fronteras posibles de la comunidad ima-ginada nacional. Éstas podían ir desde los límites de laantigua monarquía, por ejemplo en la Constitución deCádiz de 1812 y su afirmación de que «La Nación espa-ñola es la reunión de todos los españoles de ambos he-misferios» y que son españoles «todos los hombres li-bres nacidos y avecindados en las Españas, y los hijosde éstos» (artículos 1 y 5), hasta los de las diferentes uni-dades administrativas, ciudades, provincias, reinos, ca-pitanías, virreinatos, etcétera, autoproclamadas sujetosde soberanía en los convulsos años posteriores a la abdi-cación de Fernando VII en Bayona y que, en el con-texto de modernización política en que tuvieron lugar,pasaron sin solución de continuidad a definirse comonaciones. La soberanía pudo, en un primer momento,reclamarse con base en un imaginario tradicional en el que era reasumida por los pueblos, no por el pue-blo –y la precisión es importante ya que remite a unaconcepción de soberanía de carácter tradicional–, porausencia del soberano; pero casi inmediatamente, y demanera muy clara a partir de 1812, se presentó comoemanación de la voluntad del pueblo, de la nación. El

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problema era qué nación, cuál era el demos que se eri-gía como sujeto político.

Cádiz resuelve ese problema de manera ambigua.Se limita a atribuir la nueva condición de nación a laantigua Monarquía católica. No deja de ser revelador,a este respecto, que cuando la Constitución gaditanaquiere describir los territorios de la nación española lohace enumerando los viejos reinos y provincias que lacomponían. Más aun, que los propios constituyentesestuvieran conscientes del anacronismo que esto sig-nificaba y se vieran obligados a precisar, en el Discursopreliminar, que

se han especificado los reinos y provincias, su imperioen ambos hemisferios, conservando por ahora la mismanomenclatura y división que ha existido hasta aquí. LaComisión hubiera deseado hacer más cómodo y pro-porcionado repartimiento.

Suponemos que lo que hubiera deseado en reali-dad la Comisión es presentar una nación homogénea,dividida en departamentos, al modo de la nación fran-cesa fundada por la revolución, y no una enumeraciónque recordaba demasiado la visión patrimonialista dela vieja monarquía. No era un asunto menor, la enu-meración de los viejos reinos y señoríos remitía, a pe-sar de lo afirmado enfáticamente por la Constituciónen su artículo tercero («La soberanía reside esencial-mente en la nación»), a la existencia de soberanías ori-ginarias previas a las de la nación.

La respuesta gaditana va a ser, en todo caso, sólouna de las múltiples posibles. A partir de 1812, pri-

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mero de manera tímida y después ya de forma bastan-te más generalizada comenzaron a ser frecuentes lasproclamas insurgentes que, a diferencia de lo que habíaocurrido hasta ese momento, hablaban de naciones queno se corresponden ya con la común nación españolaa la que de forma casi generalizada se habían referidolas proclamas de las primeras Juntas.

Todo ello hizo particularmente complejos los pro-cesos de construcción nacional en la América espa-ñola. Éstos fueron diferentes de sus contemporáneoseuropeos de la «primera generación», el primer husohorario del nacionalismo de Gellner, cuando la naciónse construyó a partir de las fronteras de las viejas mo-narquías y sobre la nacionalización de poblaciones he-terogéneas unidas bajo el mismo poder político. Fuerondiferentes también de los de la «segunda generación»,los algo más tardíos nacionalismos etnolingüísticos euro-peos, en los cuales la nación se construyó a partir defronteras étnicas y lingüísticas contra las divisiones po-lítico-administrativas previas. Y diferentes, por último,de los de la «tercera generación», los de la descoloniza-ción de mediados del siglo XX, cuando la nación seconstruyó a partir de las fronteras impuestas por las anti-guas potencias coloniales y como oposición a un siste-ma económico de explotación racial y nacional.

Ninguno de los tres modelos sirve para el caso his-panoamericano. Hay elementos de todos sin que nin-guno de ellos sea determinante ni exclusivo. Antiguasdivisiones administrativas sirvieron de molde para lasnuevas naciones, retóricas preindigenistas llamaron a la resurrección de las razas derrotadas y sus culturas; laexplotación económica y política de los «españoles»

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fue utilizada reiteradamente como bandera de movili-zación política, etcétera. Pero en ninguna de las nacio-nes hispanoamericanas hay continuidad entre el estadomonárquico y el estado nacional, en ninguna las fronte-ras fueron trazadas en función de límites etnolingüís-ticos y en ninguna los descendientes de los antiguoscolonizadores fueron excluidos y expulsados de la nue-va nación. Para decirlo de forma gráfica: mientras losfundadores de la Argelia moderna iniciaron su vidaindependiente con la expulsión de los argelinos de ori-gen francés y la proclamación del idioma árabe y lareligión musulmana como fundamento de la nuevanacionalidad, los de las nuevas naciones hispanoame-ricanas no la pudieron iniciar expulsándose a sí mis-mos y proclamando como nacionales unos idiomas yunas religiones distintos de los que hablaban y practi-caban. Esto plantea un problema teórico de una ciertarelevancia ya que no estamos hablando de un episodiomenor sino de uno de los más tempranos, importan-tes y exitosos procesos de construcción nacional de lahistoria. En apenas 20 años, los que fueron de la inde-pendencia del Paraguay, 1811, a la disgregación de laGran Colombia, 1830, se fundaron 16 nuevas naciones,contemporáneas todas ellas del primer gran ciclo nacio-nalizador europeo, que, con muy ligeras variaciones,han pervivido hasta nuestros días.

Para explicar los procesos de nacionalización his-panoamericanos habría que partir de que existió unprimer gran ciclo nacionalizador atlántico con dos mo-delos diferenciados: el europeo y el americano. En eleuropeo, las nuevas naciones se construyeron sobre vie-jas estructuras monárquicas a las que dotaron de senti-

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do nacional; en el americano, por el contrario, la rup-tura con las monarquías fue la condición necesaria parasu aparición. En ambos casos las naciones fueron cons-truidas a partir de unidades administrativas preexisten-tes. Sin embargo, mientras que en las europeas se pro-dujo una continuidad simbólica con la entidad políticaanterior y con la etnia mítica que le servía de sustento,en las americanas esta continuidad se vuelve imposible.Napoleón puede decir, en una carta a su hermano Lu-ciano, que como francés asume completa la herenciade Francia, de Carlomagno a Luis XIV; en realidad loque está asumiendo es la herencia de la monarquíafrancesa o del Estado francés; para Iturbide, Bolívar oSan Martín por el contrario, hubiese sido imposible de-finirse como españoles y menos aun asumir como pro-pia la herencia de Pelayo y de Carlos V. Obviamenteesto no significa que el corso Napoleón fuese más fran-cés que los criollos Iturbide, Bolívar o San Martín espa-ñoles sino que en el contexto en que emiten su dis-curso una afirmación es posible y la otra no. En el casoeuropeo las viejas monarquías fueron la cuna de la nue-va nación; en el americano, el cadáver necesario paraque ésta naciera. En el modelo americano hay que in-cluir también a los Estados Unidos, aunque con algu-nas peculiaridades, por la forma como la comunidadnacional es imaginada; en especial por el hecho de quees una nación que se construye, imaginariamente, comoun proyecto de futuro, sin pasado, como un pueblonuevo que construye una nación nueva sobre un terri-torio virgen. Este modelo se aleja radicalmente del dela América hispana, donde, por una serie de motivossobre los que se volverá más adelante, la mayoría de

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las nuevas naciones se reclaman herederas de una sobe-ranía originaria, perdida con la Conquista y recupera-da con la Independencia, proyectos de pasado tantocomo de futuro.

Quizás uno de los casos más claros de esta invenciónde la nación como continuidad del pasado prehispánicosea el de México, en el que la comunidad nacional esimaginada, ya desde los primeros insurgentes, comoun proyecto de pasado, la venganza de la Conquista yla resurrección de la nación muerta con Cuauhtémoc.No es sin embargo excepcional, destaca sólo por su ma-yor coherencia pero es el trasfondo último de muchasde las construcciones nacionales de la América hispana.

El problema de la definición cultural de la naciónseguirá, sin embargo, presente tanto en el caso euro-peo como en el americano. El fantasma romántico deuna nación cultural definida por la sangre, la lengua yla cultura perseguirá a unos y a otros durante largotiempo. En el primero tendrá como consecuencia agre-sivas políticas nacionalizadoras, capaces de convertir laheterogeneidad original de las viejas monarquías enuna nación definida por una lengua, una raza y unacultura; en el segundo, la interminable polémica paradefinir los límites y características de naciones situadasen algún punto entre un panhispanismo globalizadory las numerosas posibles naciones de raíz indígena.

La fragmentación política de la Monarquía cató-lica coincidió en el tiempo con la irrupción de la na-ción como sujeto político de la modernidad por lo queno se pueden entender la una sin la otra, pero en unarelación de causalidad que es justo la contraria de laque la historiografía ha tendido a considerar.

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El proceso de desacralización social, iniciado conla Ilustración y culminado con la Revolución francesa,hizo que el poder político no pudiese ya legitimarsepor la herencia dinástica, la voluntad divina o la sumade ambas: una forma de legitimidad que había sidohegemónica en Occidente durante varios siglos, aun-que con variaciones de unas tradiciones a otras; no eslo mismo, por poner dos ejemplos extremos, la afir-mación de Lutero de que «los reyes por derecho divi-no y natural tienen el poder y no lo reciben de lamisma república»29 que las mucho más matizadas pro-puesta del pactismo de Suárez.

El lugar dejado libre por la legitimidad dinástico-religiosa fue ocupado por la nación. Esta nueva formade legitimación, lo mismo que había ocurrido con laanterior, no era funcional sino esencial. No había dife-rencias funcionales significativas entre las viejas monar-quías absolutas y los nuevos gobiernos nacionales. Hacíaya tiempo que los monarcas ilustrados habían asumi-do también como propio el objetivo de la felicidad delos pueblos y no la salvación de sus almas. Lo radical-mente nuevo, lo que marcó el nacimiento de la moder-nidad política, fue que la nación desplazó a la volun-tad divina y a la herencia dinástica como origen esencialde la legitimidad del poder. Se pasó de gobernar por lagracia de Dios a hacerlo en nombre de la nación.

El problema en ese momento fue qué nación, unapregunta de respuesta particularmente complicada enlos territorios de lo que había sido la antigua Américaespañola. Estaba la cuestión de la heterogeneidad étni-ca que se traducía en dos naciones biológicas: la de losdescendientes de los conquistados y la de los descen-

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dientes de los conquistadores, y esto, como ya se ha di-cho, no deja de ser una simplificación posterior; en lasociedad virreinal convivían diferentes naciones blancascon diferentes naciones indígenas. Y estaba, sobre todo,la heterogeneidad cultural que, si se tomaba como refe-rencia la cultura de las elites, permitía imaginar una solanación desde el Cabo de Hornos hasta la frontera conel mundo anglosajón; pero también, si se tomaban comoreferencia las culturas indígenas, imaginar una casi infi-nita fragmentación nacional etnolingüística.

La nuevas naciones se limitaron, en general, a ocu-par los espacios definidos por las viejas divisiones admi-nistrativas coloniales que, conservando o no el nombrede la época virreinal, pasaron a autodefinirse como na-ciones. No resulta fácil explicar por qué en unos casosse impusieron unas divisiones administrativas y enotros no; por qué, por ejemplo, en el caso de Méxicoel molde básico de la nación, con ligeras variaciones,fue un virreinato y en el de Chile una capitanía gene-ral. Sí parece haber, por el contrario, una lógica másclara en la denominación de las nuevas naciones: la de evitar nombres que recordasen explícitamente los dela antigua metrópoli. Es evidente que la vieja denomi-nación virreinal sólo pudo conservarse si no incluíareferencias explícitas a denominaciones hispánicas. Laantigua capitanía general de Chile pudo pasar a deno-minarse Chile pero ninguna de las nuevas nacionespodía razonablemente pasar a llamarse Nueva Granadani, menos todavía, Nueva España.

A diferencia de lo que había ocurrido en Cádiz,donde el Estado y la nación se definieron en el propiomarco de la Monarquía católica, en América se tuvo

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que definir todo: primero, el marco de la soberanía;después, la forma de gobierno, y por último el ser dela nación.

Con la proclamación de las independencias se ter-minó un conflicto, el de la soberanía, que llevó a la afir-mación de Estados de carácter supramunicipal, resulta-do de la pervivencia de viejas divisiones administrativasy del propio desarrollo del conflicto bélico. Se tratósólo de la construcción de nuevas estructuras estatales,no de dar Estados a naciones preexistentes. Una especiede nacionalismo cívico extremo. Todavía en el Con-greso Nacional argentino de 1824 uno de sus diputados,Ignacio Gorriti, argumentaba que la nación podía en-tenderse de dos formas: como el conjunto de gente quetiene un mismo origen y un mismo idioma, por ejem-plo el conjunto de la América española; o como unasociedad constituida bajo un sólo gobierno, una comu-nidad política de carácter contractual, lo que hoy enten-deríamos por un Estado y no por una nación. No esnecesario precisar que la nación argentina en la queestaba pensando Gorriti era de este segundo tipo.

Simultáneo a este proceso se dio el de la defini-ción de la forma de gobierno, un problema inexisten-te en Cádiz por la presencia de un «señor natural» dela Monarquía católica convertida en nación, el rey. EnAmérica, por el contrario, al margen de las pulsionesmonárquicas que, como ya se ha dicho, recorrieron elcontinente, la posibilidad de la monarquía se mostródesde muy pronto inviable, las independencias eran engran parte el rechazo de la soberanía del rey, por lo quela forma de gobierno «natural» fue la república. Unproceso, el de la asunción de la forma republicana,

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facilitado por una tradición hispánica que hacía de laciudad el marco político por excelencia y que, desdemuy pronto, identificó el autogobierno municipalcon los valores republicanos de las ciudades-estado dela antigüedad. Un modelo de gran importancia en eldesarrollo del republicanismo en todo Occidente.

Resueltos los problemas anteriores, no pasó muchotiempo, sin embargo, sin que los nuevos Estados naci-dos de las independencias tuvieran que enfrentarse alde inventar naciones que les sirvieran de fuente de legi-timidad, el problema por excelencia de la modernidadpolítica. En Cádiz se había resuelto de manera relati-vamente fácil, y tautológica, «la nación española es lareunión de los españoles de ambos hemisferios», a par-tir, en parte, de la existencia previa de un proyec-to nacionalizador borbónico que permitía vislumbraruna nación española formada por todos aquellos quecompartían un mismo origen, una misma lengua, unamisma cultura y unas mismas referencias político-ad-ministrativas. La barrera de la heterogeneidad étnica sehabía resuelto en un doble proceso de integración yexclusión: integración de los descendientes de los nati-vos americanos, considerados para todos los efectos tanespañoles como los descendientes de los nativos pe-ninsulares, y exclusión de los descendientes de nati-vos africanos; una extraña forma de etnización de lapolítica, en la que la nación se definía a partir del terri-torio pero sólo tenían derecho de ciudadanía aquelloscon una determinada herencia genética, disposiciónque, por el fracaso gaditano, nunca sabremos si pudohaber tenido éxito o no. La de la heterogeneidad lin-güística ¿y cultural?, sin embargo, ni siquiera llega a

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plantearse. A pesar de la existencia de múltiples idio-mas, tanto en la península como en América, falta cual-quier referencia explícita al idioma oficial de la naciónespañola, no así a la religión, a la que se le dedica uncapítulo, el II, para afirmar que «es y será perpetua-mente la católica».

Declaradas las independencias, el problema fue ima-ginar naciones que se correspondiesen con cada unode los nuevos Estados en el contexto de un mundo enel que las fronteras culturales internas entre las dife-rentes comunidades «nacionales», en el viejo sentido degrupo étnico, eran más fuertes que las externas. Estoexplica fenómenos tan dispares como la dificultad paraintegrar en la nación a los grupos indígenas no acul-turados, los indios bárbaros de la literatura del sigloXIX; las ambivalencias con respecto a los españoles quepermanecieron en América después de las independen-cias, que fueron desde su reconocimiento como ciuda-danos de pleno derecho hasta la expulsión, todo ello enel mismo país y en menos de una década (por ejemploen México), y el reconocimiento, en general, de la ciu-dadanía a los hispanoamericanos establecidos en paísesdistintos al de su nacimiento, uno de los acuerdos delCongreso de Panamá de 1825, que en algunos países semantuvo hasta bastante tarde, por ejemplo en las Pro-vincias Unidas del Sur (actual Argentina), donde –comoha mostrado José Carlos Chiaramonte– hasta la Cons-titución de 1853 muchas provincias reconocían la ciu-dadanía a todos los naturales de los antiguos territoriosde la Corona de Castilla en América.30

El problema de la nación seguirá gravitando sobrelos nuevos Estados americanos durante los dos siglos

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siguientes: ¿qué nación?, ¿qué herencia?, ¿qué cultura?,¿desde cuándo hay nación? Obviamente con mayor omenor intensidad en función de las características decada uno de ellos. No es lo mismo, por poner dos ejem-plos extremos, la Argentina, con una población indíge-na residual, sin huellas significativas de grandes civili-zaciones prehispánicas en la mayor parte de su territorioy con una pobre herencia colonial, que México, conuna población indígena numerosa, huellas de grandescivilizaciones prehispánicas por doquier y una herenciacolonial omnipresente y fastuosa.

El proceso de construcción nacional resultará, ne-cesariamente, mucho más conflictivo en este últimopaís, donde el debate sobre el ser nacional afectará atodas y cada una de las preguntas planteadas más arri-ba. ¿Una nación de indios o de españoles? ¿Una heren-cia prehispánica o colonial? ¿Una cultura hispánica oindígena? ¿Una nación nacida con el mundo azteca,muerta con la Conquista y resucitada con la Indepen-dencia, o una nación formada en la Colonia y nacidacon la Independencia? Demasiadas preguntas que enalgún momento parecieron encontrar respuesta en lasolución salomónica y voluntarista de ni indios ni es-pañoles, mestizos, o lo que es lo mismo mexicanos, unarespuesta que en los últimos años ha tenido que enfren-tarse al desafío que supone la reivindicación de una na-ción multicultural, el viejo problema de ¿qué nación?,¿qué herencia? y ¿qué cultura?

El que en México haya resultado especialmente con-flictivo no quiere decir que el problema de la defini-ción de la nación no estuviese, haya estado y sigaestando presente en el resto del continente. En el caso

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de Argentina, la retórica de la recuperación de la sobe-ranía originaria como fundamento de la nación tieneun cierto eco en los primeros momentos, tal comoreflejan algunas estrofas de la Marcha patriótica de 1813,«Se conmueven del Inca las tumbas, / y en sus huesosrevive el ardor, / lo que va renovando a sus hijos / dela Patria el antiguo esplendor», y se mantuvo todavíadurante algunas décadas con el imperio inca como mi-to fundacional. Las pulsiones filoincaicas desaparece-rán al hilo de las campañas del desierto y, posterior-mente, con la conversión del país en una nación deinmigrantes: «los argentinos descendemos de los bar-cos», afirmaría Borges. Sin embargo, recientemente havuelto a reaparecer un cierto indigenismo, despojadoya de sus ropajes incaicos, con el auge del multicultu-ralismo y el descubrimiento de que también en Argen-tina hay pueblos «originarios». ¿También una naciónmulticultural?

Entre Argentina y México todas las situaciones in-termedias posibles, pero siempre con esa dicotomía denaciones situadas en algún punto entre la herencias his-pánica y la indígena. Como conclusión final se podríadecir que el problema de la nación, en realidad, nuncaha sido resuelto en el antiguo solar de la Monarquíacatólica, ni en las guerras de independencia ni después,ni a uno ni a otro lado del Atlántico. La construcciónde Estados-nación homogéneos, definidos por una len-gua, una raza y una cultura –la gran trilogía románticasobre la nación– ha sido poco más que un sueño queha tenido que enfrentarse siempre a la realidad de len-guas no nacionales, bien por exceso, el español comúna toda la Monarquía, bien por defecto, lenguas locales

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que no se corresponden con los límites de los Estados;de grupos humanos fenotípicamente diferenciados ensociedades racistas especialmente adiestradas para per-cibir y catalogar el mundo a partir de diferencias étni-cas (el sueño de muchos próceres hispanoamericanos,ejemplificado en la afirmación del mexicano Mora deque «Después de algunos años, no será posible señalar,ni aun por el color que está materialmente a la vista, elorigen de las personas»,31 nunca se ha cumplido); y deculturas múltiples, con perfiles propios y diferenciados,en el interior de cada uno de los Estados-nación, con-viviendo con una cultura común que tampoco es ensentido estricto nacional sino panhispánica. La larga som-bra del reto de construir naciones en contra, a la vez, deuna macronación y de múltiples micronaciones.

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Simón Bolívar. © Col. Fotofija.

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Nicolás Bravo. © Col. Fotofija.

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Agustín de Iturbide. © Col. Fotofija.

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Entrada de Agustín de Iturbide a la ciudad de México al frente del Ejércitode las Tres Garantías el 27 de septiembre de 1821. © Buznego y Compañía.

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3Criollos contra peninsulares:

la bella leyenda

La tarde del 28 de septiembre de 1810 las tropasde Miguel Hidalgo y Costilla comenzaron a bajar sobrela ciudad de Guanajuato. Una placa, en la esquina deuna de las callejuelas de la antigua capital minera, re-cuerda el lugar de su entrada. Justo al lado, la historiatiene esas extrañas coincidencias, otra señala la casade Juan Antonio Riaño y Bárcena, el intendente rea-lista muerto en la defensa de la alhóndiga o pósito deGranaditas.

Hidalgo y Riaño ejemplifican de manera perfectael mito de las guerras de independencia como un en-frentamiento entre criollos y peninsulares. El primero,un ilustrado cura criollo, posiblemente no tan ilustrado,relegado por oscuros motivos a una parroquia marginaldel Bajío; el segundo, un prepotente peninsular, pro-bablemente tampoco demasiado prepotente, con unabrillante carrera en la burocracia de la Monarquía, a comienzos de la década de 1780, lo encontramoscombatiendo contra los ingleses en el sur de los actua-les Estados Unidos de América, en 1787 es nombradocorregidor y primer intendente de Valladolid, actualMorelia, y en 1792, intendente de Guanajuato, uno delos principales centros mineros del mundo en ese mo-mento.

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El cura Hidalgo es hoy universalmente conocidocomo padre de la nación mexicana. El primero de «loshéroes que nos dieron patria», y sus estatuas pueblancalles y plazas, desde Tijuana hasta Chetumal. El inten-dente Riaño, por el contrario, sólo el eco de un tiempopasado. Ninguna estatua recuerda su nombre en la le-jana España. Lo más parecido a un homenaje de la «na-ción» por la que se supone murió es el cartel «casa delintendente Riaño» que señala la casa solar de su fami-lia en la Trasmiera cántabra, una más de las múltiplescasonas, con el inevitable escudo de armas familiar enla fachada, que pueblan los valles de la Montaña. Enrealidad ni siquiera es la «casa del intendente Riaño»,en el sentido de que fuese construida por él, sino sólola casa familiar, levantada por sus antepasados entre lossiglos XVI y XVIII, en la que nació en 1757.

Los recuerdos de Riaño son mayores en México.Nada demasiado raro si tenemos en cuenta que, lo mis-mo que otros muchos vizcaínos y montañeses del sigloXVIII, la Nueva España fue su patria de elección, el lugardónde fundó una familia, en el que probablemente detodas maneras hubiese muerto y en el que hubieran vivi-do sus descendientes si la guerra de independencia nose hubiese interpuesto.

Está su memoria como constructor de la Alhóndigade Granaditas, escenario también de su muerte. La gran-diosa mole de cantera verde y rojiza que todavía hoyse yergue, improbable alcázar, sobre los tejados de Gua-najuato. Uno de los edificios civiles más impresionantesde toda la América española. El panteón de la Monar-quía católica en este continente y, quizá también, elsímbolo perfecto de un sistema económico, sociopolí-

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tico y cultural, una forma de civilización como se hadicho varias veces a lo largo de las páginas de este libro,cuyo sueño fue controlar todos y cada uno de los as-pectos de la vida individual y colectiva de sus súbdi-tos. La elegancia neoclásica, la pureza de sus líneas yel olor a sangre todavía que parece rezumar de unos mu-ros en cuyas esquinas colgaron, durante nueve años yocho meses, las cabezas cortadas de los insurgentes Mi-guel Hidalgo, Manuel Aldama, Ignacio Allende y Ma-riano Jiménez, no debe de hacernos olvidar que estamoshablando sólo de un pósito, una construcción cuya fina-lidad era el control del precio del trigo y el maíz porparte del poder real. Una especie de granero estalinis-ta capaz, al menos eso pensaba gente como Riaño, demantener los precios de los granos al margen de lasfluctuaciones del mercado y evitar las cíclicas crisis decarestía de las sociedades del Antiguo Régimen.

Está, también, la placa de Guanajuato a la que seacaba de hacer referencia, quizá más expresiva que lade la casa natal de Liérganes; al menos la de la capitaldel Bajío sí la mandó construir él y en México, a dife-rencia de en Cantabria, es posible que alguien al leer-la recuerde, aunque sea vagamente, que su nombretuvo algo que ver con la Independencia: entre otrasrazones porque su casa guanajuatense ha sido escogidapor el Estado local para sede de la Comisión Estatalpara los festejos del bicentenario con el argumento, pa-radójico, de que fue en las tertulias que en ella tuvie-ron lugar donde Hidalgo concibió su plan de la inde-pendencia de México. Un periódico mexicano titulóla noticia «La casa del conquistador es sede del Bicen-tenario». Nunca sabremos que habría opinado el fun-

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cionario borbónico al verse convertido en la reencar-nación de Hernán Cortés.

Es muy probable, de todas maneras, que ambas for-mas de memoria hubiesen sido del agrado tanto de Hi-dalgo como de Riaño. Para el cura de Dolores, porquetodo párroco católico sueña con ser el pastor de un re-baño de fieles, mejor cuanto más grande, y no hay mu-chas maneras mejores de ver realizado este sueño pas-toral que ser seguido por toda una nación llevandocomo cayado el estandarte de una virgen y representa-do en bronce, poco menos que una reencarnación deMoisés camino de la tierra prometida; para el inten-dente de Guanajuato, porque casi seguro que nuncaluchó por España sino por el honor de su familia, re-presentado por su fidelidad a la Monarquía, y porquesu obra, aquélla por la quería ser recordado, era la que te-nía que ver con la eficiente gestión como funcionarioilustrado de la Corona en la Nueva España.

Los sueños de Hidalgo no merecen demasiadas expli-caciones. La historia de los dos últimos siglos del mundohispánico, a uno y otro lado del Atlántico, está llena deespíritus religiosos dispuestos a salvar a «sus» pueblos asangre y a fuego. Los conocemos bien, son nuestros con-temporáneos. Los sueños de Riaño son más complica-dos. Él ya no es de los nuestros. Forma parte del mundoque hemos perdido. Para nosotros un escudo de piedraen la fachada de un perdido valle de Cantabria no sig-nifica nada, para Riaño una forma de ser y de estar.

Conservamos el que debió de ser su último men-saje a Calleja, con los seguidores de Hidalgo iniciandoel asalto a la Alhóndiga de Granaditas: «Voy a pelear,porque seré atacado en este instante. Resistiré cuanto

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pueda, porque soy honrado». Extraño mensaje para al-guien que está a punto de morir y lo sabe. No hay lla-mamientos a la patria, ni a la nación, ni a la libertad,ni al rey. Ninguna de esas proclamas patrioteras a lasque nos han acostumbrado dos siglos de sentimenta-lismo nacionalista. Resistiré porque soy honrado o, loque es lo mismo, no porque la causa sea buena o malasino porque he dado mi palabra. No era muy diferen-te a lo que había contestado a las demandas de rendi-ción de Hidalgo. La respuesta fue que no reconocíaotra autoridad que la del virrey de la Nueva España,Francisco Javier Venegas.

Era un «soy honrado» en el que se debían de mez-clar el complicado código de honor barroco, basado enla sangre y los apellidos, con la visión del mundo queaflora continuamente en las elites burocráticas y eco-nómicas de la Monarquía católica en la segunda mitaddel siglo XVIII, y que no se sabe muy bien si calificar dejansenista o directamente de protestante. La idea, presen-te de manera continua en los escritos de comerciantesy funcionarios, de que tienen más éxito porque son me-jores, porque son más honrados. Ese sentimiento detener una moral superior y que aparece perfectamentereflejado en una carta de Riaño al virrey Revillagigedo,en 1792, «mis paisanos poseen las pruebas nada equí-vocas de mi modo de pensar y sería palpable su esto-lidez si se lisonjeasen que soy capaz de prostitución y de sacrificar al respecto al paisanaje el que se debe ala justicia». Sus paisanos eran el grupo semimafioso delos montañeses, que en esos momentos había logradomonopolizar casi la totalidad del poder político y eco-nómico de Guanajuato, uno de los principales centros

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mineros de la Nueva España. La «toma del poder porparte de los montañeses que inexplicablemente tuvolugar entre 1790 y 1800» de la que habla Brading y quehizo que en 1800 el 70 por ciento de los oficiales delBatallón de Infantería de Guanajuato fuesen montañe-ses, posiblemente más, ya que la mayoría de los criollos,tal como muestran sus apellidos, debía de tener tambiéneste origen.1 Una conciencia de superioridad moral quele permite poner en cuestión incluso sus relaciones depaisanaje.

El que se le recuerde en América y no en Espa-ña, por sus obras civiles y no por sus hechos de armas,tampoco habría desagradado a un funcionario ilustradoestablecido en América, que posiblemente de todas for-mas nunca hubiese regresado a Europa y que entendíaque la función del gobernante, según los nuevos vien-tos que soplaban en la Monarquía, no era sólo salvarlas almas de los súbditos del rey sino también sus cuer-pos, por ejemplo impidiendo que muriesen en una epi-demia de hambre, y a ello se dedicó con ahínco. Unbuen gobernante, es posible que incluso juzgado conlos parámetros actuales. Suficientemente bueno comopara que Carlos María de Bustamante, el libelista de laindependencia, se viera obligado a escribir «Llore puesla América sobre la desgracia de un hombre tal, y sientamucho que el pedestal de sus triunfos esté zanjado sobrelos restos y cenizas de un varón respetable». No es unmal epitafio, sobre todo si está escrito por un enemigo.

Hasta aquí dos personajes en busca de autor. La pre-gunta es si son lo que la historia dice que fueron, si esHidalgo un criollo y Riaño un peninsular («gachupín»)y, sobre todo, si las guerras de independencia fueron

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un enfrentamiento entre lo que representan el uno y elotro. La historiografía tradicional nos diría que sí. Un síaún más contundente que el que da a la pregunta desi las guerras de independencia fueron guerras de libe-ración nacional y que encontraría justificación en todauna larga tradición que nos habla de un conflicto secu-lar, agudizado con las reformas borbónicas, entre crio-llos y peninsulares por la ocupación de cargos en la bu-rocracia de la Monarquía.2

Esta afirmación se suele acompañar, como pruebairrefutable, de las quejas de muchos criollos, como Si-món Bolívar, sobre que no se les permitía ocupar cargospolíticos y el desplazamiento, durante toda dinastía bor-bónica, de los criollos en beneficio de los peninsulares,pruebas menos irrefutables de lo que a primera vistapudiera parecer. En el caso de Bolívar, por ejemplo, pa-rece más bien que su familia, llegada a América a fina-les del siglo XVI, estuvo siempre en el poder. El des-plazamiento, si es que lo hubo, fue hacia la autoridady la riqueza. El primer Bolívar, el «quinto abuelo» quele gustaba decir al Libertador, vizcaíno de Puebla deBolívar, ocupó ya diversos cargos al servicio de la Coro-na, no demasiado importantes, pero finalmente era unpeninsular. Sus descendientes, además de acumular ri-quezas y enlaces familiares, no necesariamente en esteorden, hasta convertirse en una de las familias más ricasy aristocráticas de Caracas, tampoco parece que se aleja-ran demasiado de los puestos de gobierno (regidores,alcaldes, procuradores, etcétera), incluidos los más cer-canos al Libertador: el padre fue coronel de milicias ysu tío Esteban ministro del Tribunal de la Contaduríaen Madrid. El propio Simón Bolívar era ya subteniente

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de milicias cuando viaja a España, muy joven, para am-pliar su carrera. En este viaje, por cierto, a su paso por Mé-xico es hospedado en casa del presidente de la Audienciay recibido por el virrey de la Nueva España. Es posibleque los criollos estuviesen alejados del poder, pero entodo caso parece que el vástago de los Bolívar no dema-siado. Sus afirmaciones sobre que la Monarquía católi-ca era como un despotismo oriental, más opresivo quelos de Turquía y Persia, por la marginación en que teníaa los naturales, hay que tomarlas como lo que es, pro-paganda en tiempos de guerra.

Habría que ser bastante más cautos, también, conrespecto al desplazamiento de los criollos por los penin-sulares a lo largo del siglo XVIII y a la voluntad de la Mo-narquía de la exclusión de aquéllos de los cargos políticosy administrativos. La construcción de un Estado moder-no y centralizado exigió a los Borbones la creación deun cuerpo de funcionarios cuya fidelidad no se viese ten-tada por intereses familiares, locales o de otro tipo. Algoextremadamente difícil de conseguir en una sociedad delAntiguo Régimen en la que estas fidelidades son precisa-mente el centro de la vida pública y privada. Hubo, comoconsecuencia, una voluntad explícita de desmontar elentramado de redes políticas, sociales y económicas en lasque tradicionalmente habían vivido inmersas las elitesde la Monarquía, criollas y no criollas, y que pudo serpercibida por éstas como un intento de desplazamientode sus cotos tradicionales de poder. Un conflicto quetiene que ver con la modernización del Estado y con lavoluntad de crear un aparato burocrático lo más desli-gado posible de las elites locales, no con la de excluir alas personas en función de su lugar de origen.

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La política borbónica en este sentido fue explícita.Aparece expresada con toda claridad en la afirmaciónde los fiscales del Consejo de Castilla, Pedro RodríguezCampomanes y José Moniño, el posterior conde deFloridablanca, dos figuras clave del reformismo ilus-trado hispánico, en 1768 de que se debía «de enviarsiempre españoles a las Indias con los principales car-gos, obispados y prebendas, y colocar en los equiva-lentes puestos en España a los criollos».3 No creo quede una afirmación como ésta se pueda deducir la volun-tad de exclusión de nadie por su lugar de nacimiento;sí la de impedir que los intereses privados interfiriesenen los de la Monarquía.

Son numerosos los ejemplos que muestran esta des-confianza de la burocracia de la Monarquía hacia fun-cionarios demasiado vinculados a las elites locales, seapor nacimiento o no. Por poner un ejemplo, el gober-nador de Montevideo, José de Bustamante y Guerra, sequeja, en una carta dirigida a Godoy de 31 de agostode 1803, de dos militares de Buenos Aires, el director deingenieros y el comandante de artillería, a los que acu-sa de falta de espíritu militar, de prestar más apoyo asus intereses particulares que a los de la Corona, de in-volucrarse en negocios locales y de no estar dispuestosa cambiar su destino por el de otra plaza militar. Las ha-bituales acusaciones en contra de los criollos, sólo queen este caso no estamos hablando de criollos sino de pe-ninsulares «acriollados», funcionarios de la Monarquíaa los que largos años de residencia en el mismo lugar,más de treinta, y sus vinculaciones locales, matrimo-nios con hijas de familias bonaerenses, convertían enpoco fiables.

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Si los funcionarios «acriollados» eran poco fiables,menos todavía los criollos, cuya vinculación con lasredes locales y familiares no eran una adquisición, ha-bían nacido ya inmersos en ellas. El conflicto surgióporque los intereses de la Monarquía y los de sus eli-tes no tenían por qué ser siempre coincidentes. Las eliteslocales buscaban el monopolio del poder local; la Mo-narquía que la alianza del poder y la riqueza no interfi-riese en sus intereses particulares. Se entiende, desde estaperspectiva, que la representación del Cabildo de Méxi-co, del 2 de mayo de 1771, obra del oidor poblano An-tonio Joaquín de Rivadeneira, pida la exclusión de losno naturales de los cargos públicos:

La provisión en los naturales con exclusión de los ex-traños, es una máxima apoyada por las leyes de todoslos reinos, adoptada por todas las naciones, dictada porsencillos principios, que forman la razón natural e im-presa en los corazones y votos de los hombres. Es underecho, que si no podemos graduar de natural prima-rio, es sin duda común de todas las gentes.4

Algo que por otra parte no era tampoco nada nuevo,había sido ya la propuesta del oidor de la Audiencia deLima, Juan Solórzano y Pereira, en su Política indiana(1647),5 con la particularidad de que en este caso eraun peninsular, de Madrid, quien la hacía. Se entiendetambién que no fuese precisamente ésta la perspectivade los círculos ilustrados de la Monarquía, empeñadosen un proceso de modernización del Estado.

El eje de la política borbónica fue evitar esta coli-sión entre intereses privados e intereses públicos, no la

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discriminación en función del lugar de nacimiento. Laactitud de los reformistas borbónicos no fue, en esteaspecto, demasiado diferente a la de no importa quéorganismo burocrático de voluntad totalizadora, si acasomás moderada. Al fin y al cabo nunca llegó a exigir elcelibato a sus funcionarios, caso de la Iglesia católica,o a arrancarlos de sus familias de origen, caso de losjenízaros turcos. Al margen, por supuesto, de las filiasy fobias que determinados altos funcionarios pudierantener, como parece fue el caso de José de Gálvez, mi-nistro de Indias de 1776 a 1787, el periodo en que lasreformas se dejaron sentir con mayor intensidad en laAmérica borbónica, quien en carta a Juan Antonio deArteche, visitador del Perú, califica a los limeños comogente «de ingenio y comprensión fácil; pero de jui-cio poco sólido y superficial, aunque sumamente pre-suntuosos […] Son de poco espíritu, tímidos y reduci-bles».6 Los estereotipos sobre el ser de las personas enfunción de su lugar de nacimiento nos son cosa deahora y con estas opiniones cabe suponer que Gálvezno estuviese muy dispuesto a nombrar limeños paraningún puesto.

Las cifras generales tampoco muestran este supues-to desplazamiento de los criollos por los peninsulares alo largo del siglo XVIII. En el caso del ejército, por ejem-plo, si durante el periodo 1740-1759 el 68 por ciento delos soldados eran americanos en el de 1780-1800 la cifrasube al 80 por ciento. En los oficiales el aumento fuetodavía más espectacular, para las mismas fechas casise dobla, pasando del 33 por ciento al 60 por ciento.7

Más que de una pérdida de poder de los criollos habríaque hablar de una toma de poder por los criollos.

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Pero aquí tampoco importan tanto los datos con-cretos como el esquema general interpretativo en quese enmarcan. Para afirmar la exclusión de los criollos, sepasan por alto aspectos tan significativos como el quelos cargos burocráticos en la Monarquía católica no es-taban vinculados al lugar de nacimiento, a la «naciona-lidad», sino a las redes familiares de las que se forma-ba parte, importaba de quién se había nacido no dóndese había nacido; que existen diferentes burocracias so-brepuestas, eclesiástica, local, «imperial», etcétera, conredes y formas de captación diferenciadas; que en Amé-rica la riqueza no estaba tanto vinculada a los puestosburocráticos como a actividades de tipo mercantil o mi-nero, por lo que aquéllos no eran especialmente desea-dos por los que llegaban a América (son, de hecho, nume-rosos los casos de burócratas peninsulares reconvertidosen mineros o comerciantes); y que los puestos burocrá-ticos en ningún Estado, incluidos los contemporáneos,se reparten demanerahomogéneaentre los originarios delos distintos territorios sino que varía en función de lascaracterísticassocioeconómicas, lasculturas locales, las re-des de poder, etcétera.

Las posibilidades de ocupar un cargo en la buro-cracia de la Monarquía católica no eran, efectivamen-te, homogéneas para todos sus súbditos, menos toda-vía las de ascender a través de sus complicadas redes depoder. Variaron en función del momento histórico, elorigen social y también, posiblemente, del origen geo-gráfico, pero no porque hubiese una exclusión por ellugar de nacimiento sino porque eso significaba estarintegrado en determinadas redes de poder o no. Vea-mos un ejemplo de esto último. A lo largo del siglo

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XVIII se produjo una especie de toma del poder por loque Jean-Pierre Dedieu ha llamado el colectivo norteño.8

Por una serie de motivos, que no vienen aquí al caso,el cambio de dinastía fue acompañado por la llegadamasiva a las redes burocráticas de la Monarquía de per-sonas originarias del norte de la península (Navarra,País Vasco, Cantabria, Asturias y norte de Burgos), quepusieron fin a la anterior hegemonía castellano-anda-luza. Es la causa, tal como se ha visto a lo largo de laspáginas de este libro, de que la burocracia americana enel momento de la independencia, tanto la civil como laeclesiástica y militar, esté llena de vascos, cántabros yasturianos, especialmente de los dos primeros. En esosaños, formar parte de una familia de la pequeña hidal-guía norteña facilitó, sin duda, el éxito en la burocra-cia de la Monarquía. Pero esto fue la consecuencia, yno parecería necesario tener que decirlo, de la toma delpoder por nuevos grupos familiares, no de la conver-sión de Castilla, Andalucía y América en «colonias» deun norte peninsular en esos momentos completamen-te marginal en la estructura económica y política de laMonarquía.

La nómina de funcionarios «criollos» es, al margende estas consideraciones, alta en todos los niveles. MarkS. Burkholder y D.S. Chandler han demostrado, porejemplo, que en la década de 1760 la mayoría de loscargos de las audiencias de México, Lima y Santiago de Chile estaban ocupados por españoles americanos.9

Quizá lo que habría que preguntarse es si no estabansobrerrepresentados en relación con lo que representa-ban sobre la población del conjunto de la Monarquía.Al fin y al cabo la elite criolla americana no dejaba de

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ser un grupo extremadamente reducido con respecto alconjunto de la población, no ya de la Monarquía sinoincluso de América: un alto número que tampoco sig-nifica nada. La presencia de funcionarios extranjeros enpuestos militares, políticos y religiosos tenía una largatradiciónen la Monarquía católica: flamencos, italianosy hasta originarios de territorios sin ninguna vincula-ción con ella, como Irlanda (irlandés fue por ejemploAmbrosio O’Higgins, virrey del Perú entre 1796 y 1801y padre del libertador chileno Bernardo O’Higgins),ocuparon cargos de manera ininterrumpida tanto en lapenínsula como en América. El origen geográfico nuncafue un motivo de discriminación para ocupar cargospúblicos, con más motivo en el caso de los americanos,a todos los efectos parte de la Corona de Castilla, su nú-cleo central, tal como proclamaban las fachadas de losedificios civiles y religiosos de uno a otro extremo del con-tinente. Los escudos de armas de los edificios públicosde la Monarquía en América no son los de un inexis-tente reino de España sino los leones y castillos de laheráldica castellana, de la Corona de Castilla de la queformaban parte los reinos americanos.

El problema del enfrentamiento entre criollos y pe-ninsulares es bastante más complejo que lo que una his-toriografía empeñada en ver las independencias comoun conflicto de identidades ha interpretado y desdeluego no se resuelve contando funcionarios nacidos enla península y nacidos en América. No hay que des-cartar la posibilidad de que el supuesto enfrentamien-to fuese el resultado de una memoria construida en la que se fueron acumulando resentimientos, odios yconflictos familiares, que poco o nada tenían que ver

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con el lugar de nacimiento. Cuando Bernal Díaz delCastillo escribe en su Historia verdadera de la conquistade la Nueva España, publicada en 1575, que ya sólo so-brevivían cinco hombres de los que habían acompa-ñado a Cortés «todos muy pobres y cargados de hijose hijas para casar, y nietos, y con poca renta, y así pasa-mos nuestras vidas con trabajos y miserias», quejándosede la injusticia cometida con los que, como él, habíansido los conquistadores de la Nueva España para des-pués ser desplazado por otros con menos méritos, estáhaciendo un típico alegato criollo. Todo su libro, enrealidad, puede verse como un alegato a favor de aque-llos que habían conquistado el reino y que no habíansido recompensados por ello. No hay sin embargo nin-guna duda de que era peninsular, tampoco de que sus argumentos pasaron a formar parte principal de un cier-to imaginario criollo, se fuese o no descendiente de losconquistadores.

Hidalgo y Riaño, por volver al caso del inicio deeste capítulo, formaban parte del mismo mundo so-cial, se conocían, compartieron tertulias y, posiblemen-te hasta fuesen lo que hoy podríamos entender comoamigos. No resulta descabellado pensar que en otras cir-cunstancias pudieron haber luchado en el mismo ban-do e, incluso, aventurar que si Riaño no hubiese muer-to en la sangrienta toma de Granaditas hubiera podidoacabar siendo uno de los firmantes del Acta de Inde-pendencia mexicana. Tampoco habría sido tan raro, suuniverso mental no debió de ser demasiado diferentedel de Francisco Manuel de la Bárcena y Arce, lo mis-mo que él miembro de una de esas familias de la pe-queña hidalguía montañesa que en la segunda mitad

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del siglo XVIII tomaron al asalto las redes burocráticas deuno y otro lado del Atlántico, dos de sus hermanos fue-ron abogados en los Consejos Reales y él fue canó-nigo de la catedral de Valladolid, actual Morelia. Eluno, Riaño, murió defendiendo la unidad de la Mo-narquía, suponiendo que fuera ése el motivo que lollevó a sacrificar su vida en la Alhóndiga de Granaditas;la firma del otro, De la Bárcena, aparece al pie del Actade Independencia de México, además de ser uno de loscuatro miembros de la junta de regencia de Agustín deIturbide y autor del Manifiesto al mundo sobre la justifi-cación de la independencia del Estado mexicano (1821).Pero antes, en 1810, las posturas políticas e ideológi-cas del intendente y del canónigo no debieron de sermuy distintas.

Las fronteras entre los mundos de los criollos y delos peninsulares, si es que existían, eran muy tenues,tal como muestra el caso de Riaño e Hidalgo, que de-bieron de compartir más que tertulias y chocolate.Tenues, entre otras razones, porque los peninsulares secasaban generalmente con criollas, la emigración feme-nina española a América es prácticamente mínima du-rante todo el siglo XVIII, y tenían, por definición, hijoscriollos. La división atravesaba el interior de sus pro-pias familias y, al margen de interpretaciones freudia-nas, las distancias no podían ser muy grandes.

La historia nos dice que en la Alhóndiga de Grana-ditas se refugiaron poco más de doscientos «españoles».Lo que no nos dice es si eran todos españoles europeoso había también españoles americanos. Sabemos quealgunos eran efectivamente criollos. Gilberto, el hijo deRiaño, muerto también en Granaditas, había nacido

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en América. Se refugiaron también niños, imaginamosque criollos. Suponemos que la mayoría de los 370 sol-dados encerrados en la Alhóndiga junto con los civi-les debían de ser americanos, criollos o no. Tampoconos dice si todos los españoles europeos de la ciudadse refugiaron en la Alhóndiga, aunque parece suponerque sí. Sin embargo, un censo de 1792-179310 nos da922 peninsulares viviendo en la ciudad, casi cinco vecesmás que esos doscientos refugiados en la Alhóndiga.Como la cifra no debía haber variado demasiado para1810 parece obvio que hubo muchos españoles euro-peos que ni se refugiaron en la Alhóndiga ni, posible-mente, participaran en los combates. Es decir, que nisiquiera en el caso de Granaditas podemos estar segu-ros de que luchasen de un lado criollos y de otro pe-ninsulares, menos todavía de un lado españoles y deotro mexicanos. A Hidalgo en sus mensajes pidiendola rendición no se lo ocurre dirigirse a los españoles sinoa los europeos o, cuando quiere ser más ofensivo, a losgachupines. Españoles eran todos los blancos, inclui-do él.

El conflicto entre peninsulares y criollos, posiblemen-te mucho menos agudo de lo que tendemos a pensar,fue magnificado por la publicística de la independenciahasta convertir los abusos de los primeros, supuestos oreales, en la causa última de los enfrentamientos bélicosde 1810. La hostilidad hacia los «españoles» en el mo-mento de la proclamación de las diferentes indepen-dencias, fruto a su vez del martirologio americano cons-truido cuidadosamente por la prensa insurgente durantetodo el conflicto bélico y del carácter extremadamentesangriento que las guerras tuvieron en algunos mo-

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mentos, no hizo sino favorecer la aceptación de este dis-curso que acabó siendo hegemónico y que sirvió, ade-más, para forjar el nacionalismo y la identidad nacionalde los nuevos Estados nacidos de la independencia.Pero este discurso es también, lo mismo que la nación,la consecuencia del desarrollo del propio conflicto, nosu causa. El resultado de una dinámica amigo/enemi-go que acabó rompiendo todos los puentes entre doscomunidades que originariamente ni siquiera proba-blemente se imaginaban diferentes. Y el resultado, sobretodo, de la invención de memorias separadas en el inte-rior de un grupo humano que si se caracterizaba por algoera por su homogeneidad racial y cultural. Tal como seextrañaba en 1840 Rafael María Baralt,

Dos hechos al parecer contradictorios llaman desdeluego la atención en las antiguas costumbres venezola-nas: es, a saber, la perfecta identidad de ellas con las deEspaña en las clases principales de la sociedad, y la faltatotal de recuerdos comunes.11

Se equivocaba el historiador venezolano, no era con-tradictorio sino el resultado lógico de unas guerras deindependencia y de un proceso de construcción nacio-nal en el que el olvido y la invención de una nueva me-moria colectiva tuvieron, como en cualquier proceso deconstrucción nacional, un papel determinante. Un ol-vido y una invención cuyo objetivo fue borrar los recuer-dos comunes para poder mostrar así la existencia de doscomunidades esencial y metafísicamente diferentes.

La mejor prueba de que el conflicto criollos/penin-sulares era en el fondo marginal la tenemos en que la

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propaganda insurgente la utiliza sobre todo para con-vencer a los criollos de que cambiasen de bando, nocontra los peninsulares. Todo el mundo parece tenermuy claro que el partido que tomen los «españoles» esabsolutamente indiferente para la resolución del con-flicto. Lo importante es convencer a los criollos de queno apoyen las posturas peninsulares y de que éstos sonsus enemigos, prueba no sólo que hubo muchos crio-llos que combatieron del lado realista sino que ademásmuchos de ellos no veían a los españoles europeoscomo sus enemigos sino como parte de la misma co-munidad: hubo que convencerlos para que los viesenasí.

En los inicios de la crisis la división criollos/penin-sulares parece extremadamente frágil. Nada sorprenden-te si tenemos en cuenta que unos y otros formaban partede un mismo grupo, el de los «españoles», entendidoen el sentido de blancos, enormemente homogéneo,incluso para nuestros parámetros actuales, no digamospara los de sociedades de Antiguo Régimen caracteri-zadas por su gran heterogeneidad. Compartían raza, len-gua, religión y hasta en muchos casos la memoria deunos mismos orígenes en la península. En la NuevaEspaña de 1778 una mujer criolla de tercera genera-ción puede hacer escribir en la cartela de su retrato queuno de los abuelos era «natural de Ruente de los Reinosde Castilla»,12 una forma, sin duda, de afirmar su iden-tidad de española y sus orígenes peninsulares.

En la misma Nueva España los representantes ele-gidos por las provincias en 1809 para nombrar diputa-do para la Junta Central gubernativa en 1809 incluyentanto criollos como peninsulares. Entre estos últimos,

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Félix María Calleja del Rey, el posteriormente céle-bre militar realista, nombrado por San Luis Potosí.Algo que hubiese sido de todo punto imposible en elcaso de una elección en la que se hubiese votado a par-tir de la conciencia de dos comunidades enfrentadas.Los peninsulares eran una minoría en todas las ciuda-des del virreinato, incluida San Luis. No ocurrió ya asícon los nominados para la elección de diputados a las Cortes. La convocatoria especificaba que todos de-bían de ser naturales de la circunscripción por la queeran propuestos, es decir criollos. Pero no estamos to-davía ante una oposición política criollos/peninsula-res sino naturales de la circunscripción/no naturales yes una prescripción legal no el resultado de sentimien-tos xenófobos.

El enfrentamiento se va exacerbando a medida quepasa el tiempo, en realidad a medida que la propagan-da de la insurgencia consigue modelar una imagennegativa de gachupines y chapetones como el otro porantonomasia y romper el sentido de pertenencia a unamisma comunidad, algo que no comienza a ser visiblehasta, aproximadamente, 1810. Antes de esa fecha eldiscurso hegemónico entre las elites criollas fue el de laafirmación de la igualdad con los peninsulares y el dela reclamación de los fueros y privilegios a los que loscriollos tenían derecho por su condición de descen-dientes de los conquistadores y pobladores de América.

Pero no fueron sólo las palabras sino también, yquizá sobre todo, los hechos los que acabaron defi-niendo dos comunidades aparentemente irreconcilia-bles. El propio enfrentamiento bélico agudizó conflic-tos reales o imaginarios y el carácter sangriento y cruel

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de las guerras acabó construyendo un foso de odio en-tre los dos grupos. Algo a lo que contribuyeron tantolos insurgentes como los realistas. En los primeros por-que hay una voluntad explícita de construir este ima-ginario de enfrentamiento de dos comunidades defini-das por el lugar de nacimiento; en los segundos por-que aun no habiéndola el resultado de sus acciones nofue demasiado diferente

Los insurgentes se dieron cuenta desde muy prontode la utilidad de canalizar las tensiones sociales y ét-nicas (ricos/pobres, blancos/indios y castas) como unenfrentamiento europeos/americanos. Es obvio que nosólo los europeos eran blancos y ricos pero los imagi-narios son una forma de percibir la realidad, no la rea-lidad. Derivar las tensiones sociales y étnicas hacia unproblema de identidades en conflicto fue, sin duda, unode los mayores éxitos de la insurgencia. Hacer a unosimaginarios españoles los responsables únicos de la desi-gualdad económica y de la exclusión étnica permitiócanalizar viejas tensiones, esas que afloran un poco pordoquier, desde los seguidores de Hidalgo en la Nueva Es-paña y su ¡Muerte a los gachupines! hasta la proclamade la Junta Tuitiva de La Paz con sus imprecaciones al«usurpador injusto», y que muestran las tensiones deuna sociedad estratificada a partir de categorías raciales.El objetivo fue convertir el odio al blanco en odio al ga-chupín o al chapetón, de manera que poco a poco la pa-labra español perdió su antiguo significado de blanco parapasar a ser sinónimo de extranjero, tiranía y crueldad.

Esta etnofobia se canalizó como una hispanofo-bia que llevó, en muchos casos, a la reivindicación de la herencia indígena como propia en oposición a la

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«española», convertida en ajena y enemiga, desde Chile,con sus apelaciones al valor de los araucanos como rasgode nacionalidad, hasta México, con su afirmación dela independencia como recuperación de los derechosperdidos con la Conquista. Cuando no, como en el casodel primer himno neogranadino, obra de José MaríaSalazar, a la reivindicación de todo el pasado indíge-na del continente, «Ya revive la patria querida / de losincas, los hijos del Sol / El imperio del gran Monte-zuma / De los Zipas la antigua nación». Lo anterior fueel origen de la paradoja de que unas elites racial y racis-tamente blancas se reclamasen herederas del mundoprehispánico. Fue la causa de que aquellos que apenasunos años antes reivindicaban su condición de des-cendientes de los conquistadores pasasen poco a pocoa asumir la Conquista como una empresa injusta y san-guinaria, responsabilidad de los españoles contempo-ráneos y no de sus propios antepasados. No se dudó,para ello, en recuperar los elementos más dramáticosde la «leyenda negra» construida por las monarquíaseuropeas como arma de propaganda en su lucha con-tra la Monarquía católica a lo largo de tres siglos y,sobre todo, de la obra del padre Las Casas, cuyas ree-diciones en español se multiplicaron en torno a esosaños: Londres (1812), Bogotá (1813), Puebla (1821),Londres (1821), París (1822), Filadelfia (1821), Cádiz(1821)… Es el origen también, posiblemente, de unatradición victimista que, en Latinoamérica, ha busca-do siempre la responsabilidad de todos los males en elexterior y en el pasado.

Para los realistas hubiese sido un suicidio político,dado el carácter minoritario de los peninsulares, bus-

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car ahondar la separación entre las dos comunidades.Sin embargo eso fue exactamente lo que lograron,tanto con sus palabras como con sus acciones. Con suspalabras, porque en algunos casos la propaganda rea-lista presenta la guerra como una nueva conquista deAmérica, lo que implícitamente significa identificar alos insurgentes con los pueblos conquistados, y porquealgunos grupos peninsulares intentaron deslegitimar laspropuestas independentistas recurriendo a todos los tó-picos que la Europa de las Luces había acumuladosobre la inferioridad de América y los americanos, tam-bién, por cierto, sobre la inferioridad de la civilizaciónespañola en su conjunto, un tema al que, obviamen-te, los peninsulares fueron mucho menos receptivos.Ejemplo paradigmático de esta recuperación de tópi-cos sobre la inferioridad americana es el informe delConsulado de Comerciantes de México a las Cortes deCádiz del 27 de mayo de 1811. Obra del prior Diegode Ágreda y de los cónsules Francisco Chavarri y Lo-renzo Noriega, el informe fue leído, con la oposiciónde los diputados americanos, en el debate sobre la igual-dad de representación del 16 de septiembre de ese mis-mo año. En él, después de afirmaciones como que entreEspaña y América había lo mismo en común que «en-tre una manada de monos gibones y una asociación orepública de hombres urbanos», o que la Nueva Es-paña «estaba poblada por cinco millones de entes borra-chos», se califica a los criollos de «viciosísimos», «su-perficiales», «alejados de la piedad cristiana y de lasnociones políticas, morales y naturales del bien social».Los calificativos para los no criollos son todavía peo-res, el indio es «asqueroso», el mestizo «indecente» y

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el mulato «zafio».13 No resulta fácil saber hasta quépunto escritos como éste y otros del mismo tipo con-tribuyeron a agrandar la brecha entre peninsulares ycriollos; años más tarde Lucas Alamán afirmará en suHistoria de Méjico que notablemente, lo que sí es segu-ro es que no contribuyeron a cerrarla.

Con sus acciones, porque si ya durante la vigenciade la Constitución de Cádiz las autoridades virreinalestendieron a ver la insurgencia como un simple proble-ma de orden público y, en consecuencia, buscaronreprimirlo a sangre y a fuego, después del regreso deFernando VII al poder el recurso a la violencia se con-virtió prácticamente en la única propuesta política.Una violencia social indiscriminada contribuyó a crearuna separación cada vez más nítida entre ellos y noso-tros, ellos los españoles, nosotros los americanos. Porreferirnos sólo al caso de los dos grandes virreinatos,tanto en la Nueva España como en el del Perú, duran-te el periodo de vigencia de la Constitución de Cádiz,1812-1814, los virreyes Francisco Javier Venegas y JoséFernando de Abascal siguieron viendo la insurgenciacomo un problema únicamente militar, lo que los llevóal uso indiscriminado de la violencia como forma decoerción política. Esta violencia acabó siendo identifi-cada como de «los españoles», al margen del origen delas tropas que la llevaron a cabo, americanas en su ma-yor parte como ya se ha dicho. Esta situación no mejo-ró precisamente con el regreso de Fernando VII, cuandolas propuestas políticas se limitaron a la vuelta a la si-tuación anterior, que sólo era posible a partir de unavictoria militar y el sometimiento de los insurgentes,tal como en la propia península estaba haciendo ya el

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Deseado después de su golpe de Estado de 1814. Esteproceso no hizo sino ahondar la fractura entre dos co-munidades imaginadas, al margen de su mayor o me-nor realidad.

La imagen de dos comunidades enfrentadas e in-compatibles es, básicamente, el resultado de la expe-riencia bélica y del régimen de terror impuesto por losdos bandos en lucha. Tal imagen sólo acaba cuajando,en la mayoría de los países, una vez proclamada laindependencia, cuando ya todo el aparato propagan-dístico de los nuevos Estados logra convertir al espa-ñol en el otro que antes no había sido, causa tanto dela explotación económica de los americanos como,sobre todo, de la sangre derramada en las guerras. Esel responsable único del terror del que habían hechouso indiscriminado tanto realistas como insurgentes.

Hay incluso una clara evolución en el uso de lostérminos en la que se puede ver cómo se va constru-yendo año a año la imagen del español europeo comoel otro. Lo habitual en las primeras proclamas es hablarde europeos y americanos para referirse a los nacidos enuno y otro lado del Atlántico. Haber nacido en Europao en América es algo circunstancial que no afecta a la común condición de «españoles». La retórica siguesiendo, en este punto concreto, la de la vieja tradicióncriolla. Somos tan españoles como los peninsulares.Algunos insurgentes dirán que incluso más porque,mientras los españoles europeos se habían afrancesa-do, perdiendo así las virtudes genuinas de la raza, ellosno sólo las conservaban en su prístina pureza sino quetenían además el valor añadido de ser los descendien-tes de quienes habían conquistado América haciendo

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que la Monarquía católica ocupase el lugar preponde-rante que había tenido en el mundo durante los últi-mos trescientos años:

Somos hijos, somos descendientes de los que han derra-mado su sangre por adquirir estos nuevos dominios a laCorona de España; de los que han extendido sus lími-tes y le han dado en la balanza política de la Europa unarepresentación que por sí sola no podía tener […] Tanespañoles somos como los descendientes de don Pelayo,y tan acreedores por esta razón a las distinciones, privi-legios y prerrogativas del resto de la nación, como losque, salidos de las montañas, expelieron a los moros ypoblaron sucesivamente la península; con esta diferen-cia, si hay alguna: que nuestros padres, como se ha dicho,por medio de indecibles trabajos y fatigas descubrie-ron, conquistaron y poblaron para España este NuevoMundo.

Todavía no hay ninguna referencia a ser diferentes;tampoco el más lejano eco de algún tipo vinculaciónafectiva o de continuidad histórica con el mundo pre-hispánico. Tal como continúa el autor del texto ante-rior, Camilo Torres, escrito en 1809, «Los naturales con-quistados y sujetos hoy al dominio español, son muypocos, o son nada, en comparación de los hijos deeuropeos que hoy pueblan estas ricas posesiones».14

La única excepción en estos primeros años es la pro-clama de la denominada Junta Tuitiva de los Derechosdel Pueblo de La Paz, un corto texto de 1809 ya lleno dealusiones a los tres siglos de «despotismo y tiranía de unusurpador injusto, que, degradándonos de la especie

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humana, nos ha reputado por salvajes y mirado comoesclavos»; al «orgullo nacional del español», y a «estasdesgraciadas colonias, adquiridas sin el menor título yconservadas con la mayor injusticia y tiranía».15 Uncaso excepcional que posiblemente tenga mucho quever con el marcado componente indígena de esta Junta:no sólo formaron parte de ella varios representantes dela población indígena sino que el propio presidente,Pedro Domingo Murillo, era un mestizo. Es el reflejode un conflicto étnico que debió de ser importante entodas aquellas regiones con mayorías indígenas y en lasque se había conservador la memoria de un pasado sinblancos. Es el caso de toda esta región del Alto Perú,donde las memorias familiares de los indios noblesremontaban su origen a los antiguos señoríos incas.Fue también en esta misma región donde a finales de1810 el jefe de los ejércitos rioplatenses, Antonio Gon-zález Balcarce, pide la separación de su ejército delcapellán indígena Andrés Jiménez de León Manco Cá-pac por su odio «sanguinario» a los europeos. Supone-mos que no debía de ser mucho mejor la opinión quetenía del resto de los blancos alguien que se afirmabadescendiente de los emperadores incas y que no habíadudado en viajar hasta Madrid en busca de los bene-ficios derivados de su condición de noble y vasallo per-sonal del rey de Castilla.16 Dos años más tarde, dehecho, los insurgentes de Huánuco proponen ya direc-tamente acabar con los blancos y restablecer el reinode los incas.

No resulta muy verosímil suponer que en aquellosconflictos en los que el componente indígena se volvióhegemónico o mayoritario se dio una distinción entre

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los criollos como aliados y los peninsulares como ene-migos. Más bien cabría suponer que, en estos casos, lalucha adquirió un claro tinte racial y que el objetivofue exterminar a todos los blancos y restablecer el mun-do indígena anterior a la conquista. Es una visión mile-narista difícil de rastrear pero que aflora en algunos do-cumentos, por ejemplo en una curiosa y tardía (1877)Defensa del derecho territorial patrio elevada por el pueblomexicano al Congreso general de la nación, en el que to-davía se califica a los criollos de españoles, de «ricosextranjeros [que] aceptaron la independencia, para con-servar estos intereses» y se les acusa de haber traiciona-do «a su patria», es decir a España. Para que no quedaseninguna duda sobre lo que se estaba queriendo decir se afirma explícitamente que la independencia habíasido obra de «el general español Iturbide».17

Pero volvamos a las elites criollas. Sigue sin haberninguna referencia a los españoles como enemigos dela patria o de la nación en el Acta de Independenciadel Cabildo de Santa Fe, de 1810. No sólo eso sino quese hace explícita la voluntad de «guardar la inviolabili-dad de las personas de los europeos […] porque de la re-cíproca unión de los americanos y los europeos, deberesultar la felicidad pública». Como en todas las pro-clamas de esos años se evita el uso del término «espa-ñol» para referirse a los originarios de la península.

Tampoco hay referencias a los españoles en la delas Provincias Unidas de Venezuela de 1811. Se hablade «nuestros hermanos europeos», aunque en ésta sealude ya a «los tres siglos» que habían estado privadosde derechos y a «los trescientos años de dominaciónespañola». No se acusa a los españoles pero sí a una

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abstracta dominación española que debe de ser obrade alguien.

Todavía en 1812 el oidor, criollo, de la audienciade Cuzco, Manuel Lorenzo Vidaurre, afirma que «Yome veo a mí mismo en el español europeo […] Losespañoles americanos no somos conquistados, noso-tros somos los conquistadores, iguales en todo a laspersonas que nos dieron el ser».18

En el Proyecto de Constitución de la Sociedad Patrióticapara las Provincias Unidas de la Plata en la América del Surde 1813 se habla de «españoles europeos» para preci-sar que los que hayan sido «amigos de la Constitucióny los que hayan hecho servicios distinguidos en tiem-pos de la Revolución, gozarán de todos los derechosde ciudadanía sin diferencia de los hijos del país». Esla actitud política y no el origen nacional la que deter-mina la forma como serán tratados.

Sigue sin hacerse alusiones a los españoles comoenemigos de la patria en las declaraciones de indepen-dencia de Argentina de 1816, en la de Chile de 1818 yen la de Perú de 1821. En la proclamación de la inde-pendencia de México de 1821 sigue sin haber ningu-na referencia negativa a los españoles pero sí se hace yauna alusión explícita a la «opresión en que ha vivido»durante trescientos años la nación mexicana, que nose sabe muy bien como compaginar con esto:

Trescientos años hace la América Septentrional de es-tar bajo la tutela de la nación más católica y piadosa,heroica y magnánima. La España la educó y engran-deció, formando esas ciudades opulentas, esos puebloshermosos, esas provincias y reinos dilatados que en la

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historia del universo van a ocupar lugar muy distin-guido.

Lo anterior aparece en el Plan de Iguala, que la pro-pia Acta de Independencia del Imperio Mexicano procla-ma como una de las bases sobre las que se va a consti-tuir la nueva nación.

Sólo en los años finales y, sobre todo, después deproclamada la independencia se vuelve habitual hablarde los españoles como una categoría que va más allá dellugar de nacimiento, los enemigos seculares de los ame-ricanos y de su libertad. El Acta de Independencia delas Provincias Alto-peruanas, más tardía, de 1825, estáya llena de referencias a «la rabia del español», a «el in-cendio bárbaro de más de cien pueblos, el saqueo de lasciudades […] la sangre de miles de mártires de la patriaultimados con suplicios atroces que estremecerían a loscaribes» y a que «las legiones españolas, y sus jefes másprincipales, han profanado los altares, atacado el dogma,han insultado el culto». Los españoles eran ya como elotro, el invasor bárbaro, ajeno y enemigo de la nación.

Un largo proceso que permitió visualizar la oposi-ción criollos/peninsulares como el auténtico deux exmachina de las guerras de independencia. No podemos,sin embargo, tomar como causa lo que sólo es la con-secuencia del desarrollo del propio conflicto bélico. Unasguerras especialmente sangrientas, como toda guerra ci-vil, en la que los odios y resentimientos acumuladosacabaron cristalizando en una separación radical e ima-ginaria entre criollos y peninsulares.

Para entender la importancia y el significado del en-frentamiento criollos/peninsulares hay que retrotraer-

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se a los años anteriores al estallido de los conflictos dela independencia, antes que esta división fuese utiliza-da como elemento de movilización política. La prime-ra cuestión que habría que plantearse es el significadoexacto de los términos criollo y peninsular, o si se pre-fiere gachupín/americano o chapetón/americano. ¿Quésignificaba en realidad ser peninsular o criollo en lasdécadas finales del siglo XVIII y principios del XIX?Posiblemente algo bastante menos concreto que lo quetendemos a pensar. La identidad social es compleja,mucho más de lo que una primera aproximación podríahacer suponer. Somos muchas cosas a la vez, nosotrosy las elites blancas americanas de comienzos del sigloXIX. El lugar de nacimiento es sólo una de las múlti-ples formas de identidad que una persona puede asumiren diferentes momentos de su vida. No es la única, nisiquiera la más importante. Hay identidades profesio-nales, familiares, étnicas, que se sobreponen y actúansobre la identidad geográfica hasta volverla incluso irre-levante. Ni siquiera esta última es fija, varía en funciónde cada contexto concreto. Tal como afirma Chiaramon-te a propósito del Río de la Plata, «se era español frenteal resto del mundo, español americano frente a espa-ñol peninsular, rioplatense frente a lo peruano, provin-ciano frente a lo capitalino, porteño frente a lo cor-dobés».19 Es decir, se eran muchas cosas a la vez y nonecesariamente excluyentes.

Al margen de consideraciones generales, la distin-ción entre criollos y peninsulares tenía más que ver conla forma de integración con respecto a los aparatosburocráticos y la organización económica de la Monar-quía que con el lugar de nacimiento, América o la

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península. Alguien nacido en la península pero dedi-cado a actividades económicas de carácter local, inte-grado en redes familiares locales y con un universomental restringido al del área geográfica del que forma-ba parte es posible que fuera considerado y actuase máscomo un criollo que como un peninsular. Lo mismopodría afirmarse del funcionario, civil, religioso o mili-tar, vinculado a la burocracia local. Tampoco es algoque nos inventemos ahora los historiadores, ya en 1810Antonio de Cortabarría explicaba la toma de partidode los oficiales peninsulares en Venezuela a favor de laJunta de Caracas por su matrimonio con mujeres crio-llas o por su condición de terratenientes locales,20 esdecir por su integración en la vida social de la CapitaníaGeneral.

Parece obvio, por el contrario, que los grandes co-merciantes o mineros que formaban parte de una econo-mía global y cuyo mapa mental era el del conjunto dela Monarquía, lo mismo que los funcionarios virreina-les, podían ser considerados «peninsulares», al margende dónde hubiesen nacido.

Esto explicaría que, de manera general, los altos car-gos de la burocracia de la Monarquía, ya fuese militar,civil o eclesiástica, y los actores económicos vinculadosal comercio ultramarino tomaran partido a favor delmantenimiento de la unidad político-institucional. Mien-tras que, por el contrario, los funcionarios y actoreseconómicos de nivel medio fuesen más proclives a apo-yar poderes locales alternativos. La probabilidad de quealguien de los escalafones altos de la vida económica y social mantuviese su lealtad a la Monarquía, al mar-gen de dónde hubiese nacido, era elevada; la de que

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alguien de los niveles medios lo hiciese a las Juntas lo-cales también. Pero estamos hablando de probabilida-des, las sociedades virreinales eran sociedades complejas,divididas en múltiples grupos de poder, con estructurasclientelares, económicas y de parentesco sobreponién-dose unas con otras y en las que los posicionamientospolíticos raramente fueron unidireccionales. En todocaso el lugar de nacimiento fue sólo una de las muchasvariables más por tener en cuenta y ni siquiera nece-sariamente la determinante.

Lo anterior no significa que estemos hablando es-trictamente de intereses económicos ni, menos todavía,de clases sociales en conflicto; como ya supo ver muybien François-Xavier Guerra, los hombres que hicieronla independencia no fueron una clase social. Significa,por el contrario, que estamos ante formas diferentes dever e interpretar el mundo. No era lo mismo ver la Mo-narquía católica desde la perspectiva de un virrey o uncomerciante del Consulado de México, para quienes sudesaparición era también el de su mundo racional yafectivo, que desde la de un militar del Bajío o un peque-ño comerciante de Sayula, para quienes la Monarquíaera poco más que una abstracción sin ningún signifi-cado concreto y real.

Un ejemplo puede explicar mejor todo lo que aquíse está diciendo. Juan Vicente de Güemes Pacheco, se-gundo conde de Revillagigedo, fue en sentido estrictoun criollo; había nacido en La Habana en 1740. Pocasdudas caben, sin embargo, de que este alto funcionario–entre otros cargos fue virrey de la Nueva España entre1789 y 1794– sería casi el caso paradigmático del fun-cionario «peninsular» al servicio de la Monarquía. Lo

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mismo cabría decir de algunos de los miembros delConsulado de Comerciantes de la ciudad de México,nacidos en la Nueva España pero defensores hasta elúltimo momento de la unidad de la Monarquía.

Tal como afirma el historiador alemán Horst Pietsch-mann:

No hay que fiarse demasiado del concepto tradicionalde criollo que los caracteriza como españoles nacidosen América, concepto cuestionado ya varias veces, peroque se sigue utilizando. Más razonable parece la defini-ción que caracteriza al criollo como persona cuyo cen-tro de vida social y económica estaba en América.21

El problema es que si la definición de criollo dejade indicar un origen geográfico para referirse a una con-dición socioeconómica pierde cualquier interés comoexplicación de las guerras de independencia a partir deun conflicto de identidades. La guerra sorda entre crio-llos y peninsulares, suponiendo que la hubiese habido,sería un conflicto social y no «nacional», con todos losmatices que se quiera. Es lo que ocurre, por ejemplo,en Le marquis et le marchand. Les luttes de pouvoir au Cuzco (1700-1730) de Bernard Lavallé,22 un libro por lodemás interesante en el que se describe de manera mi-nuciosa el enfrentamiento entre un criollo y un penin-sular. Salvo que en sentido estricto el comerciante estambién un criollo, aunque de familia «nueva». El con-flicto deja de ser un problema de origen geográfico paraconvertirse en otro completamente distinto, y quizámás interesante, de lucha por el ascenso social de nue-vos grupos frente a intereses oligárquicos establecidos.

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¿Y si el conflicto criollos/peninsulares fuese sólo unepisodio del enfrentamiento, común en esos momen-tos al conjunto de Occidente, entre nuevos grupos bur-gueses y la vieja aristocracia criolla, con el añadido deque los segundos eran necesariamente americanos y los primeros tanto europeos como americanos? Es po-sible y merecería un análisis más detallado del que aquíse le dedica. No deja de resultar llamativo que en losretratos de la elite novohispana del siglo XVIII se pue-dan distinguir, de manera bastante clara, dos modelosdiferenciados, que parecen corresponderse con dos for-mas también diferentes de mostrarse en el escenariosocial.

Las que podríamos denominar viejas familias crio-llas, de origen mayoritariamente castellano-andaluz yasentadas en la Nueva España en el siglo XVI, en muchoscaso en el mismo momento de la conquista, se repre-sentan como una elite vinculada a la iglesia, la univer-sidad y la burocracia virreinal. Sus retratos muestranuna clara obsesión por las filiaciones genealógicas, coninterminables listados de apellidos y títulos

(«El señor don Juan Xavier Joaquín Gutiérrez AltamiranoVelasco y Castilla Albornoz López Legazpy Ortiz de OraGorraez Beaumont, y Nava III Luna de Arellano condede Santiago Calimaya, marqués de Salinas del Río Pisuer-ga, señor de las casas de Castilla, y Sosa, y de las Villasde Verniches, y Azequia, de Romancos, y de Azuqueca deHenares, caballero del Sacro Romano Imperio, por mer-ced del señor emperador Carlos quinto, adelantado perpe-tuo de las Islas Filipinas, contador de su majestad y delreal y apostólico tribunal de la Santa Cruzada»),23

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que, junto con la exhibición de los escudos de armasfamiliares, reflejan la voluntad de afirmar la antigüedady nobleza de sus orígenes.

Las que podríamos llamar familias «nuevas», llegadasa la Nueva España en las décadas finales del XVII y, so-bre todo, en el XVIII, de origen mayoritariamente vasco-cántabro, se representan como una elite vinculada alcomercio y a la minería. Sus retratos muestran la mis-ma obsesión heráldica, escudos de armas familiares ypertenencia a órdenes militares, pero añaden minucio-sas descripciones de sus actividades económicas y orí-genes geográficos, en la Montaña o en el País Vasco

(«Don Francisco de Fagoaga, caballero de la Orden deSantiago, natural del muy noble y leal valle de Oyarzumen la provincia de Guipúzcoa; apartador general del oroy de la plata en el reino de la Nueva España; cónsul yprior en el Real Tribunal del Consulado»),24

y de manera casi generalizada una mesa con tinteros ypapeles. El interés parece ser mostrar, frente a las vie-jas elites criollas, tanto sus habilidades económicas comosu alcurnia nobiliaria. Afirmar el origen montañés ovizcaíno era, dada la casi universal condición de hidal-gos de los originarios de estas dos regiones, sólo unaforma de afirmar una nobleza más antigua que la de lade la vieja elite criolla por la que posiblemente se sen-tían despreciados.

¿Reflejan estos retratos un enfrentamiento soterra-do entre dos elites claramente diferenciadas y separadas(apenas hay matrimonios entre ellas), una más cercana

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a una aristocracia tradicional y otra a una burguesíaempresarial? Posiblemente; pero ninguna está defini-da por el lugar de nacimiento. En el primer grupo haysólo criollos pero en el segundo hay tanto criollos comopeninsulares, el criollismo se convierte así en una cate-goría completamente inerme como factor de explica-ción de los conflictos de la independencia.

El llamado patriotismo criollo pierde así cualquiercapacidad de explicar las guerras de independenciacomo un enfrentamiento entre identidades protonacio-nales, que es la principal función que ha cumplidoentre aquellos que se resisten a abandonar las viejasversiones de las historias patrias de naciones enfren-tadas. No habría naciones pero sí protonaciones conidentidades culturales definidas a partir del lugar de naci-miento: una afirmación cada vez más difícil de mante-ner. Y es que, tal como afirma Mariano Góngora, a pro-pósito de Chile –lo que puede extrapolarse a cualquierpaís del resto del continente–:

Durante la Colonia se desarrolló un sentimiento re-gional criollo, un amor a «la patria» en su sentido detierra natal, de que nos dan amplios testimonios los cro-nistas como Alonso Ovalle y los jesuitas expulsos enItalia […] Pero no creo que se pueda llamar sentimien-to nacional a ese regionalismo natural, aliado por lodemás a la fidelidad a la Monarquía española.25

Si ante la labilidad del concepto de criollo optamospor convertirlo en una definición socioeconómica senos abre un campo fascinante para la historia social perobastante estéril para la historia de las independencias.

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El problema es que parece que a los historiadores nosresulta extremadamente difícil dejar de utilizar con-ceptos cuya carga semántica va mucho más allá de aque-llo que directamente queremos decir con lo que, qui-zás involuntariamente, contribuimos a alimentar viejosmitos historiográficos completamente desfasados y queni siquiera necesariamente compartimos.

Veamos un ejemplo, la historiadora francesa Marie-Danielle Demélas analiza, en un interesante trabajo so-bre la región andina, la rebelión de Huánuco de 1812y afirma que «el antagonismo que oponía a los criollosa las gentes de la metrópoli estuvo en el origen de los lla-mamientos que incitaban a los indios a invadir la ciudady a saquear los bienes de los ricos». La interpretación quecualquier lector haría es la de un enfrentamiento entrepeninsulares («gentes de la metrópoli») de un lado y crio-llos e indios de otro. Un episodio más, como consecuen-cia, de las guerras de independencia interpretadas comouna lucha entre españoles y americanos. Sin embargoDemélas, historiadora escrupulosa, se ve obligada a in-cluir una nota en la que precisa que

Igual que en el resto de los Andes, cuando uno se atre-ve a hablar de la disputa entre criollos y gentes de lametrópoli, la división es menos evidente si el hecho seobserva más detenidamente. Las dos facciones presen-tes estaban compuestas en su mayoría de criollos.26

No me cabe la mínima duda, en los Andes y en elresto de América. La pregunta es ¿entonces por quéseguir hablando de «la disputa entre criollos y gentesde la metrópoli»? Y no es un asunto menor, afecta a la

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comprensión y explicación de uno de los episodios cen-trales de la historia del mundo contemporáneo.

Y es que las guerras de independencia como un en-frentamiento criollos-peninsulares resultan absoluta-mente inverosímiles. Hay un problema de número, lospeninsulares representaban un porcentaje despreciablede la población de la América española. En 1811 elvirrey de la Nueva España Francisco Javier Venegas man-dó hacer un censo de la población de la ciudad de Mé-xico, en el que se indica el lugar de nacimiento de loscensados. La capital del virreinato novohispano debíaser en esos momentos, por su importancia económicay administrativa, uno de los lugares de América en don-de el porcentaje de españoles era mayor. Sin embargo,los nacidos en la península, según el censo de Venegas,apenas llegaban al 2 por ciento de la población totalde la capital del virreinato, un porcentaje que debía sermucho más bajo en el resto del continente. No pare-ce demasiado creíble que un número tan reducido depeninsulares hubiese sido capaz de mantener una san-grienta guerra de más de diez años de duración; menosaun si consideramos que, como se queja el general rea-lista Calleja, la mayoría de ellos, dedicados a actividadescomo el comercio o la minería, mostraron en generaluna clara «falta de patriotismo y criminal indiferencia».27

Habría, sin embargo, que prestar mayor atención aun dato aparentemente anodino reflejado por este censode la ciudad de México. El número de peninsulares re-sulta completamente marginal. Sin embargo, dadas lascaracterísticas de la emigración peninsular a la NuevaEspaña en las últimas décadas del siglo XVIII y prime-ra del XIX, casi exclusivamente hombres en edad matri-

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monial y solteros, el porcentaje de peninsulares sobreel conjunto de hombres blancos en edad matrimoniales bastante alto: algo que pudo distorsionar el mer-cado matrimonial de la elite blanca, ya de por sí muyreducido, e introducir un factor de explicación de laanimosidad que se hace presente, en algunos casos, en-tre peninsulares y criollos. Una animosidad agravadapor una supuesta, e imposible de demostrar, preferen-cia de las mujeres criollas por los españoles europeos,reflejada en el refrán virreinal de «marido y bretaña deEspaña»; y por la demostrada tendencia, presente en nu-merosas familias de la elite vizcaíno-montañesa, de casara sus hijas con familiares traídos de la península, que demanera general heredan los negocios en detrimento de los propios varones de la familia, a los que se enca-mina a la burocracia eclesiástica o civil. En realidad losestereotipos del gachupín ignorante pero rico y obse-sionado por el dinero frente al criollo culto y refinadopero desinteresado por los negocios, más parece en mu-chos casos la definición de situaciones familiares con-cretas, una guerra de cuñados, que una construcciónimaginaria, un conflicto por dotes, herencias y mujeresy no de identidades.

Pero no son sólo los datos generales los que nos in-dican que estamos ante una guerra de americanos con-tra americanos. También los particulares nos reflejanesta misma situación de ejércitos realistas en los que lamayoría de sus oficiales, por no hablar de sus soldados,son originarios de América.

Uno de los mejores ejemplos de hasta qué punto lahistoriografía ha sobrevalorado la división criollos/peninsulares como clave del conflicto la tenemos en

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los posicionamiento de los militares en América frentea la crisis desatada por las abdicaciones de Bayona y laposterior guerra civil. Y antes de seguir adelante es ne-cesario precisar que para los militares de América, yafueran criollos o peninsulares, la situación resultó bas-tante más complicada que la que se dio en la penínsu-la. En ésta tuvieron que limitarse a elegir entre apoyara José Bonaparte o a un autoproclamado gobierno na-cional que decía representar a Fernando VII preso enFrancia. En América, por el contrario, la elección eraentre apoyar a las autoridades virreinales, de las que, asu vez, se podía dudar que fuesen representantes delgobierno de José Bonaparte o del de la regencia, o apo-yar a unos poderes alternativos que también decían ejer-cer la soberanía en ausencia del rey ausente pero que, enunos casos reconocían a las nuevas autoridades centra-les creadas en la península y en otros no.

Los ejércitos de la Monarquía en América, tanto losregulares como las milicias, estaban formados tanto poreuropeos como por americanos aunque, de manera ge-neral, con una abrumadora mayoría de los primerossobre los segundos. Si la clave del conflicto hubierasido la diferenciación criollos/peninsulares, los cuar-teles y guarniciones en los que los criollos eran mayo-ría y/o ocupaban los cargos más altos habrían decan-tado del lado de los insurgentes y aquellas en las queocurría lo contrario, muy pocas, del de los realistas.

No ocurrió sin embargo así, y la opción por una u otra alternativa parece haber estado determinada porotro tipo de consideraciones que poco o nada teníanque ver con el origen geográfico de soldados y oficia-les. Un ejemplo paradigmático es el de la Capitanía

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General de Caracas, un caso excepcional en el con-junto de la América española28 ya que, a diferencia dela mayor parte de los ejércitos del continente, la ame-ricanización de su cuerpo de oficiales fue siempre muybaja. Todavía en 1810 la mayoría de los oficiales delejército de esta capitanía habían nacido del otro lado del Atlántico, incluido su comandante,29 lo que no im-pidió que cuando las elites de la ciudad se negaron areconocer la regencia y proclamaron la Junta de Cara-cas, en ese mismo año de 1810, tanto los oficiales crio-llos como los peninsulares se pusieran inmediatamentea sus órdenes, todo ello después que el mismo capitángeneral, Vicente de Emparán, guipuzcoano de Azpeitia,hubiera renunciado voluntariamente al cargo.

Lo más sorprendente del caso venezolano es queincluso el posicionamiento de las distintas guarnicio-nes fue justo el inverso del que cabría suponer a partirde esta dinámica criollos/juntistas contra peninsulares/realistas. La guarnición en la que la proporción de pe-ninsulares era mayor, la de Caracas, fue la primera, comose acaba de decir, en reconocer la nueva Junta; mien-tras que la de Maracaibo, donde la práctica totalidadde los oficiales eran criollos, se mantuvo fiel al gobier-no de la regencia en contra de la Junta. ¡Para que nofaltase de nada en Guayana, donde la proporción decriollos y peninsulares era aproximadamente la mismatambién se opusieron a la Junta!

El caso de Caracas tampoco es tan excepcional comoa primera vista pudiera parecer. En el otro extremo delcontinente, en Buenos Aires, las milicias de la ciudad,formadas básicamente por criollos, pasaron de un apoyoincondicional a las autoridades virreinales, hasta el punto

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de que el virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros se sirvió deellas para acabar con la rebelión de Chuquisaca (AltoPerú) en 1809, a ser unas de las principales responsa-bles del derrocamiento del virrey y la formación deuna Junta en 1810.

Es bastante posible, sin embargo, que el supuestoconflicto de identidades ocultase en realidad otro másdifuso sobre la concepción de la Monarquía, que sehabía ido abriendo paso entre las elites de uno y otrolado del Atlántico a lo largo del siglo XVIII. El proce-so «nacionalizador» borbónico fue erosionando, lentapero gradualmente, la imagen de la Monarquía comoun conglomerado de pueblos, ciudades, provincias, se-ñoríos y reinos. Esta visión fue sustituida por la de unaespecie de monarquía dual, compuesta de una parteamericana y otra europea. La conocida imagen de lanación española de las alegorías del siglo XVIII comouna matrona sentada sobre dos mundos que en el mo-mento de las independencias se convertirá en los «dosmundos de Fernando VII».

Tal proceso permitió visualizar una comunidad po-lítica cuyo poder descansaba en un pilar americano y otro europeo y compuesta también por dos pueblosdistintos, el de los americanos y el de los europeos. Noera tanto el enfrentamiento entre criollos y peninsu-lares como el de dos comunidades políticas diferencia-das, la de los españoles europeos y la de los españolesamericanos. Desde esta perspectiva no importaba tantola identidad de nacimiento como la percepción sobre lacomunidad política, lo que permitiría explicar los di-ferentes posicionamientos de las elites criollas perotambién las tempranas declaraciones de independencia

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americanas, con sus habituales llamadas de fidelidad aFernando VII y sus explícitas referencias a salvar el pilaramericano de la Monarquía al considerar que el euro-peo ya estaba perdido.

Como conclusión se podría decir que la interpreta-ción de las guerras de independencia como un enfren-tamiento entre criollos y peninsulares es el resultado, porun lado, de la necesidad de los nuevos Estados-naciónamericanos de explicar las guerras como un conflicto deidentidades para así poder imaginarlas como guerras de independencia nacional; por otro, del propio de-sarrollo de la guerra y de la necesidad de construir unaimagen del enemigo como el otro ajeno y extraño a lafratría nacional. El objetivo, en ambos casos, es impedirque la guerra pudiese ser vista como una guerra civil.

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4De la revolución de la Independencia

a las revoluciones de las independencias

El año 1813 Servando Teresa de Mier publica en Lon-dres su Historia de la revolución de Nueva España. Paraeste fraile dominico, que había iniciado su vida públi-ca con un polémico sermón pronunciado en la Cole-giata de Guadalupe con motivo del 263 aniversario dela aparición de la virgen en el que defendía la identi-ficación entre santo Tomás y Quetzalcóatl, no parecíahaber ninguna duda de que el mejor calificativo paralo ocurrido en la Nueva España era el de revolución.El alzamiento de los americanos para derribar un régi-men despótico y poner en su lugar otro basado en losprincipios de libertad e igualdad que en ese momentorecorrían el mundo atlántico.

No es la afirmación de una figura cualquiera de lainsurgencia. Estamos ante uno de sus propagandistasmás influyentes y posiblemente frente a uno de los auto-res que más ha contribuido a configurar las que pode-mos llamar versiones clásicas de las independencias.Una intensa actividad como libelista insurgente que nole impidió, por cierto, combatir contra Napoleón en lapenínsula («Cuando la felonía contra nuestros reyeselectrizó la cólera de la nación, respirando yo la mismaindignación, vine en socorro de Cataluña con las tro-pas españolas prisioneras de los franceses en Portugal.»)

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y lamentarse, a la vista de los restos de la batalla de Tra-falgar, de la destrucción de «nuestra» flota por los ingle-ses. Es un autor que pasa, con absoluta facilidad, de losdenuestos contra los gachupines y las trapacerías de los covachuelistas de la Monarquía, siempre dispuestosa explotar y extorsionar a los pobres americanos, a afir-mar su carácter de castellano viejo con casa solar en laMontaña, «Si yo hubiera tomado el camino de Cartes,presto hubiera llegado a Buelna de Asturias, donde estála casa solariega de mi familia, y ella me hubiera ampa-rado» o «soy por las Leyes de Indias “caballero hijodal-go de casa y solar conocido con todos los privilegios yfueros anexos a este título en los reinos de Castilla”»;familiares en la burocracia de la Monarquía en Madrid,«Estuve un mes así hasta que me ocurrió quejarme ami pariente don Luis Tres-Palacios y Mier, ayuda de cá-mara del infante don Antonio» (unas páginas más ade-lante calificará a su «pariente» de «montañés presumi-dísimo, que acá [América] vino a abrir los ojos», y quehizo «sobre la gente ordinaria [de América] varias ob-servaciones propias de un montañés que ve mundo porprimera vez»); y tan obsesionado por su nobleza comocualquiera de los hidalgos montañeses ridiculizados enla literatura del Siglo de Oro, «con razón me decía unpariente mío: “Los nobles de casa solariega no necesi-tamos cruces. Cuando veas alguna reza un padrenues-tro y un avemaría, porque es señal de avería”».1 (Se re-fiere a los que conseguían ennoblecerse mediante laconsecución de hábitos en las órdenes militares.) Noen vano estamos ante uno de los personajes más con-tradictorios y atractivos de cuantos participaron en lagesta de la independencia mexicana.

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Fueron libelistas como Mier o Carlos María de Bus-tamante los que echaron las bases para la interpreta-ción de lo ocurrido como una revolución política quepuso fin a trescientos años de despotismo español enAmérica. Esta interpretación fue retomada por la his-toriografía posterior, desde el siglo XIX hasta nuestrosdías, y parece bastante difícil de rebatir. El carácter re-volucionario de lo ocurrido en la América española enlas primeras décadas del siglo XIX es más que evidente.Si algo marcaron las llamadas guerras de Independen-cia en América fue el fin del Antiguo Régimen y elnacimiento de las nuevas sociedades burguesas, la re-volución por excelencia. Las independencias son partede un proceso más amplio y de mayor calado que fueel de la irrupción de la modernidad en el mundo his-pánico. No hay, por lo tanto, ninguna duda sobre elcarácter revolucionario de los sucesos de 1810. Sí, porel contrario, sobre su cronología, sobre su significadoexacto y, especialmente, sobre quién fue su sujeto.Una revolución de quién contra quién y de qué con-tra qué.

La modernización tenía ya un largo recorrido en laMonarquía católica, mediatizada siempre por el pro-blema de su progresiva pérdida de peso en el escena-rio internacional. Era una organización política quehabía salido de la paz de Westfalia (1648) con grandespérdidas territoriales, Portugal y todos sus dominios ul-tramarinos, y convertida en una potencia de segundoorden. Este bajo perfil ya nunca lo abandonará, siem-pre a la sombra de las dos potencias hegemónicas, Fran-cia e Inglaterra, pero le permitió sobrevivir, sin dema-siados sobresaltos, lo que restaba de siglo. No comenzó

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mejor el siglo XVIII, la crisis dinástica producida por lamuerte sin descendencia del último de los Austrias es-pañoles, Carlos II, hizo incluso vislumbrar la posibili-dad de su desaparición, repartidos sus dominios entreel resto de las potencias europeas. La paz de Utrecht(1714) puso fin a tan negros augurios pero a cambio dela instalación de una nueva dinastía en el trono de Ma-drid, la de los Borbones, y la pérdida de la mayor partede sus dominios europeos (Países Bajos, Milanesado,Sicilia, Nápoles, Cerdeña, Gibraltar y Menorca). Hayque recordar que hasta ese momento la Monarquía ca-tólica se imaginaba todavía como básicamente euro-pea, aun cuando una parte importante de sus recursosproviniese, ya desde la época de Felipe II y el auge mi-nero de Potosí, de la plata americana.

La nueva dinastía borbónica inició, desde su esta-blecimiento en Madrid, un proceso de reorganizacióninterna, políticas modernizadoras, buscando el fortale-cimiento económico y la recuperación de presencia in-ternacional, una necesidad más que una elección dadoel carácter transcontinental de sus dominios. A pesar detodo seguía representando un poder nada desdeñable.

La competencia con las otras grandes monarquíaseuropeas la llevó a la guerra de los Siete Años, una espe-cie de primera guerra mundial avant la lettre, que marcóel comienzo de la hegemonía inglesa en el mundo, dejóal descubierto las debilidades de la Monarquía católicay dio el pistoletazo de salida para el nacimiento de unnuevo tipo de imperialismo que alcanzaría su máximoesplendor ya en la segunda mitad del siglo XIX.

La ocupación de La Habana y Manila por los ingle-ses mostró que las reformas no habían sido suficientes

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y que la Monarquía católica seguía siendo una estruc-tura política débil, en especial en América, convertidaya para esos momentos en su pilar fundamental. Larespuesta fue una aceleración de las medidas moder-nizadoras que permitieran subsanar las carencias queel conflicto bélico había puesto al descubierto.

Este proceso de modernización se produjo ya en un nuevo contexto político-ideológico. La guerra de losSiete Años inicia el desarrollo de un imperialismo de nue-vo cuño. Librada en un escenario planetario, desde Pru-sia a Portugal, y desde Canadá a Calcuta, mostró demanera palpable la importancia del mundo ultramari-no en el equilibrio de fuerzas en Europa. El resultadode la guerra, de hecho, se decidió tanto en el frente euro-peo como en lugares tan remotos, para la época, comola India o Quebec. La imagen más célebre del conflictono es, significativamente, la de ninguna de las batallasque tuvieron lugar en Europa sino la de una que tuvopor escenario los helados páramos canadienses. Se tratade La muerte del general Wolf, un cuadro que simbolizaperfectamente lo que todavía en ese momento era el«Imperio» británico y lo que a partir de ese momentodejaría de ser. Fue pintado en 1770 por Benjamín West,nacido en Pensilvania y en esos momentos el pintorfavorito de la corte inglesa, ejemplo, por lo tanto, de eseimperio todavía no imperial. Representa la muerte delgeneral inglés en los páramos de Abraham, la batallaque permitió a los ingleses la conquista de Quebec ypuso fin a la presencia francesa en Norteamérica. JamesWolf agoniza rodeado de sus oficiales y soldados, un he-terogéneo grupo en el que se mezclan casacas rojas in-gleses, escoceses con tartán y colonos norteamericanos.

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Es, por supuesto, una escena imaginaria, no represen-ta lo que ocurrió sino lo que la propaganda de la Coro-na inglesa quería imaginar que había ocurrido. West sepermitió hasta incluir, en primer plano, a un indio delos grandes bosques de Norteamérica que contempla laescena con aire ensimismado. El cuadro tuvo un granéxito. Era la perfecta representación de un Imperio bri-tánico basado en la libertad y la igualdad, enfrentado ala tiranía y el despotismo de los imperios de la Europacatólica. La victoria heroica –West habría marchado ala batalla recitando versos y con la determinación delque sabe que va a morir– de una confederación de pue-blos libres frente a un mundo de aristócratas decaden-tes y jesuitas perversos. Una imagen del imperio que pron-to sería sustituida por la de vastos dominios territorialeshabitados por pueblos diferentes y diferenciados, conejércitos de cipayos nativos a las órdenes de oficiales blan-cos, tan explotadores y racistas, al menos, como sus ri-vales continentales.

La guerra demostró, en todo caso, que los dominiosultramarinos podían ser determinantes para el futurode las potencias en Europa. No es casual, por lo tanto,que fuese también en torno a esos años cuando las eli-tes de la Monarquía católica comenzaran a plantearsela posibilidad de que la modernización consistiera tam-bién en convertir a los reinos americanos en coloniasal servicio de la metrópoli. Lo que no significó nece-sariamente un cambio de situación jurídica sino unaintensificación del control económico y administrati-vo. Forma parte del mismo proceso que está en el ori-gen del nacimiento del imperialismo moderno en elresto de los países europeos. Fueron también los años

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en que Inglaterra inicia su expansión imperial en laIndia y Francia sus primeros intentos, fracasados, deconstruirse un imperio en Oriente, primero en la Indiay después en Egipto.

Hay, por lo tanto, una modernización borbónicaprevia a los conflictos de la independencia, acompaña-da, aunque esto puede ser más dudoso, de una posiblevoluntad colonial.

Más complicado resulta establecer una relación entrelas conocidas como reformas borbónicas y las indepen-dencias americanas. Tanto se puede mantener –comohan hecho numerosos autores– que fueron las tensio-nes generadas por las reformas el caldo de cultivo queestá en el origen de la desintegración de la Monarquía,como –por el contrario y tal como han hecho otros–que fueron precisamente estas reformas las que per-mitieron prolongar su existencia cincuenta años más,tras las pruebas de debilidad dadas durante la guerrade los Siete Años, y permitir el papel más activo comopotencia que la Monarquía desarrolló durante el rei-nado de Carlos III.

Para los primeros, los intentos de reestructuraciónrealizados por la Monarquía católica en sus dominiosamericanos a partir de mediados del siglo XVIII, lo quealgunos de ellos denominan «la segunda conquista» o «la reconquista» («el tardío periodo borbónico enHispanoamérica fue una fase pasajera en la que la eliteadministrativa de la metrópoli lanzó una desesperadacuanto retrasada ofensiva para reconquistar el impe-rio ultramarino»),2 sería la causa del malestar criolloque estallaría en forma de lucha por la independenciaen el momento de la crisis de la monarquía.

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No hay demasiadas dudas sobre que las medidastomadas por la administración borbónica, personali-zadas en la figura de su ministro de Indias José de Gál-vez, que fueron desde la creación de nuevas entidadesadministrativas (virreinato del Río de la Plata; audien-cias de Cuzco, Caracas y Buenos Aíres; capitanías gene-rales de Venezuela y el norte de México; e intenden-cias en la mayoría de las provincias americanas) hastaun nuevo sistema de recaudación fiscal, a través de fun-cionarios del rey, o el «comercio libre» de los puertosde la península con América, significaron, de hecho, lafundación de un nuevo Estado. Tampoco hay duda deque estas medidas pudieron afectar, de manera negati-va, a amplios grupos de las elites americanas. No estátan claro que específicamente criollas. Por poner algu-nos ejemplos, el cobro directo de las alcabalas por fun-cionarios de la Corona en la Nueva España afectó alConsulado de Comerciantes de México, su anterior ad-ministrador, una de las instituciones más paradigmáti-camente «gachupinas» de toda la Nueva España; el findel monopolio gaditano, a los intereses de los comer-ciantes de esta ciudad, en cuyo Consulado el númerode criollos debía ser todavía menos significativo que el del Consulado de México; y la abolición del privi-legio de inmunidad de jurisdicción del clero al conjun-to de los eclesiásticos, criollos o peninsulares –de hechoen el caso de la Nueva España la respuesta más con-tundente a esta última medida la dio un peninsular, elobispo de Valladolid, actual Morelia, Manuel Abad yQueipo, asturiano de Grandas de Salime.

Resulta, de todas formas, una explicación atractiva,que ha gozado de una gran difusión gracias, sobre todo

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a The Spanish-American Revolutions, 1808-1826, de JohnLynch,3 posiblemente uno de los libros sobre las inde-pendencias americanas más leídos y de mayor éxito,atribuido, al margen del interés de la obra, a la mar-cada tendencia de los historiadores hispanoamericanosa escribir a partir de marcos nacionales o regionales.Son escasos los intentos de explicaciones globales porlo que se agradecen aquellas que tienen la voluntad deexplicar los hechos a partir de un marco general. Bienes cierto que en este caso, y a pesar del título, se tratamás bien de una yuxtaposición de marcos locales quede una visión de conjunto y además con una atenciónbastante desproporcionada a unas y otras regiones. Nose entiende demasiado bien, por ejemplo, cómo, enuna mirada que se quiere general, se dedican siete capí-tulos a Sudamérica y uno sólo a México y Centroa-mérica, cuando, como ya se ha dicho, la Nueva Españarepresentaba aproximadamente la mitad de la pobla-ción y de la riqueza de toda la América española enese momento.

La explicación de Lynch resulta plausible pero con-trovertida. Jaime E. Rodríguez, uno de los historia-dores hispanoamericanos que con mayor lucidez se ha acercado al estudio de las independencias desdeuna perspectiva de conjunto, mantiene que uno de losproblemas de lo que él llama «la escuela de Londres»(además de Lynch, David Brading, Nancy Farris, JohnFisher, Brian Hamnett y Anthony MacFarlane)4 es la«hostilidad contra España y su cultura».5 Tal afirmaciónes discutible por lo que se refiere a algunos miembrosdel grupo pero plenamente justificada en el caso deLynch, algunas de cuyas páginas parecen venir directa-

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mente de los panfletos antiespañoles ingleses del sigloXVII. El problema, en todo caso, no es tanto esta ani-madversión, aunque la función del historiador debieraser explicar y no juzgar todos tenemos derecho a nues-tras filias y fobias, sino una serie de supuestos previos dedifícil, por no decir imposible, demostración. La tem-prana fecha de publicación del libro puede explicar ar-gumentos tan sorprendentes como que las naciones, enHispanoamérica, son previas a la existencia del Estado,una afirmación que hoy resulta difícil de mantener paraHispanoamérica y para no importa qué lugar del mun-do; también el que siga aferrado a una visión de lasindependencias como un enfrentamiento entre criollosy peninsulares, algo como ya se demostró en un capí-tulo anterior prácticamente imposible de mantener hoydía. Más difícil resulta entender su acrítica visión de unSimón Bolívar, convertido en algo así como en la menteprivilegiada de su generación pero cuyo principal méri-to al final parece reducirse al descubrimiento de «lasvirtudes políticas inglesas»,6 lo que parece un induda-ble mérito aunque no sé si suficiente para convertirloen guía intelectual de toda una generación. Más grave,sin embargo, resulta el hecho de que apenas tome enconsideración la influencia de Cádiz en el desarrollodel primer liberalismo americano en general y venezo-lano en particular,7 algo en estos momentos imposiblede defender. Todo ello aliñado con un cierto paterna-lismo «imperialista» y un materialismo dialéctico queoscila entre la lucha de clases y el mosaico socioétnicode todos contra todos, «México era una colonia por entero. Los españoles gobernaban a los criollos, los crio-llos utilizaban a los indígenas, y la metrópoli los ex-

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plotaba a los tres».8 ¿Los españoles de México eranmetrópoli? ¿Se explotaban a sí mismos? ¿Los criollosque tenían cargos políticos a quién gobernaban? Entodo caso su afirmación de que las reformas borbóni-cas fueron el origen de las guerras de independenciano aparece demostrada por ninguna parte, salvo por elhecho, obvio, de que aquéllas precedieron en el tiem-po a éstas.

Frente a estas interpretaciones algunos historiado-res han defendido, ya desde fechas muy tempranas, eléxito modernizador de unas reformas borbónicas queno sólo no habrían tenido nada que ver con la crisisde la Monarquía sino que sin ésta posiblemente hastahubieran tenido éxito. Es el caso del historiador argen-tino Tulio Halperin Donghi quien, en un libro publi-cado en 1985, Reforma y disolución de los imperios ibéri-cos, 1750-1850,9 después de un detenido análisis delreformismo borbónico y sus consecuencias, mantieneque el origen de las independencias no radicó en lasreformas borbónicas, en general bastante exitosas, sinoen el colapso de la Monarquía católica como conse-cuencia de las guerras. Sus argumentos son, sin duda,convincentes. A partir de la información de la que dis-ponemos en este momento, parece bastante más razo-nable pensar que las reformas borbónicas, si son res-ponsables de algo, es precisamente de haber prolongadola supervivencia de la Monarquía católica más que dehaber acelerado su fin.

Hay aspectos en los que el éxito de las «reformas»es evidente, por ejemplo en el militar. El impacto cau-sado por la toma de La Habana por los ingleses en1762 llevó a una reestructuración de la defensa de la

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isla, básicamente la reorganización de las fuerzas regu-lares, la creación de milicias reclutadas entre la pobla-ción civil y el desarrollo de un ambicioso programa deconstrucción de fuertes y fortines, este último finan-ciado casi en su totalidad por el virreinato de la NuevaEspaña.10

La parte más novedosa de las medidas tomadas enCuba fue la creación de milicias, que no sólo permitie-ron aumentar significativamente el número de soldadosdisponibles sino que tuvieron el doble efecto, por unlado, de integrar más firmemente, gracias al fuero mili-tar, a las elites criollas en las estructuras de poder de laMonarquía; y por otro, de incluir a pardos y morenoslibres en la sociedad colonial no sólo como sujetos eco-nómicos sino también como sujetos políticos. Este mo-delo se extendió después a Nueva España, en 1765; aVenezuela, Cartagena, Panamá y Campeche, en la dé-cada de 1770; a Perú y Nueva Granada, a comienzosde la década de 1790; y a Buenos Aires, en 1802. Fue-ron estas reformas militares las que permitieron recha-zar los intentos ingleses de conquista de Buenos Aires,en 1806 y 1807; y responsables de que en el momentodel estallido de las guerras de Independencia las auto-ridades pudieran contar con un ejército disciplinado yrelativamente eficiente.

Otra historia es que, dentro del esquema de guerracivil que aquí se propone, este ejército se decantase enunos lados a favor de la insurgencia y en otros de losrealistas. Sirviera para defender la Monarquía y paracontribuir a su destrucción. Pero esto fue una con-secuencia de la crisis de la Monarquía, no de la falta deeficacia de las reformas.

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El problema, una vez más, no es tanto de datosconcretos como de interpretación global. El trasfondoúltimo, explícito o no, de todos los que han argu-mentado a favor del impacto de las reformas borbóni-cas sobre las independencias es que éstas habrían sidola respuesta al proyecto colonial de la dinastía borbó-nica, la «segunda conquista». La respuesta, en defini-tiva, a la voluntad del Estado borbónico de reorgani-zar la estructura de la Monarquía católica en torno a unametrópoli claramente definida, España, y unas colonias,América, supeditadas a los intereses de aquélla. Tal comoafirma una conocida historia general de México, los ob-jetivos habrían sido recuperar los hilos que con inde-pendencia de la metrópoli movían desde hacía más deun siglo los mecanismos económicos, políticos y admi-nistrativos de la colonia, colocarlos bajo la dirección yvigilancia de hombres adeptos a la metrópoli y hacerlosservir a ésta por sobre cualquier otra consideración.11

Es un resumen bastante preciso de lo que las refor-mas borbónicas buscaban, lo que no está tan claro esque esta política estuviese al servicio de la metrópoli yno de la construcción de un nuevo Estado. Y es quela voluntad «colonialista» de las políticas borbónicases menos evidente de lo que parece. La Monarquía ca-tólica no logró nunca definir de manera precisa el esta-tus de sus territorios americanos, ni antes ni despuésde los Borbones. Fueron considerados, a partir de Fe-lipe II, como reinos anexos a la Corona de Castilla. Unasituación ambigua, jamás contaron con los privilegiosterritoriales que este reconocimiento llevaba consigo,pero tampoco demasiado rara en el complejo entra-mado de la Corona castellana donde eran varios los

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reinos que se encontraban en situación parecida (Tole-do, Jaén, Sevilla, entre otras). La estructura político-administrativa de la Monarquía se caracterizó siemprepor una enorme ambigüedad, con divisiones que se so-lapaban y entremezclaban en una pirámide compleja ysin funciones precisas. Los reinos se agrupaban en co-ronas, en América en virreinatos, sin que las compe-tencias y funciones tuvieran límites definidos. Esta ambi-güedad se mantuvo con posterioridad a las reformasborbónicas cuando, a pesar de que se pensó seriamen-te en una reestructuración del imperio que distinguie-se entre metrópoli y provincias de ultramar, el uso deltérmino colonia para referirse a los territorios america-nos es relativamente raro y nunca en documentos públi-cos, ni siquiera durante el reinado de Carlos III, el más«colonialista» de los reinados de la dinastía. No sólo esosino que hasta se llegó a afirmar justo lo contrario, comoen un dictamen de los fiscales del Consejo Extraordi-nario, en una reunión presidida por el conde de Aran-da en 1768, en el que se afirma que las Indias formancon la península «un solo cuerpo unido de nación».12

Se puede argumentar que, aunque nunca se llevase acabo, sí hubo un proyecto político en ese sentido. Peroni siquiera esto es tan claro. Los datos de que dispone-mos parecen más bien mostrar que, al menos del ladoamericano, la visión siguió siendo la de reinos vincu-lados al rey a través de la Corona de Castilla. Es lo quedeja ver, por ejemplo, la jura de Fernando VII en Guana-juato el 18 de septiembre de 1808 cuando, a la vez quese tremolaba el pendón real, se gritó «Castilla, NuevaEspaña, Guanaxuato por el señor don Fernando VII».13

Es decir, el orden tradicional de Corona de Castilla,

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reino de la Nueva España, ciudad de Guanajuato. Obvia-mente esto no fue óbice para que en algunos círculoscortesanos, tal como muestra la correspondencia priva-da de algunos funcionarios e, incluso, algunos docu-mentos de la alta administración, se manejase la idea deque América era una colonia al servicio de la metrópo-li, dependiente de España y no del rey como el resto delos reinos de la Monarquía; menos todavía para que laracionalización administrativa permitiese una mayor ex-tracción de recursos por parte de la Corona, ése era elobjetivo que se buscaba. ¿Significa esto un proceso de«recolonización»? Resulta difícil de saber y en todo casonunca llegó a ser formalizado así de una manera claray precisa.

Es cierto, como ya se ha dicho varias veces a lo largode estas páginas, que a partir de la guerra de los SieteAños se produjo, en todas las potencias europeas, unarevaluación del lugar de los territorios ultramarinosque desembocó, en líneas generales, en su conversiónen colonias, en el sentido moderno del término, y enel nacimiento de imperialismo tal como hoy lo enten-demos. En el caso de la Monarquía católica, este pro-yecto de reorganización «imperial» se solapó con otrode «nacionalización», de conversión de la monarquíaen nación. Nacionalización e imperialización camina-rían en el mismo sentido; a la vez que se hacía de losterritorios europeos de la Monarquía una nación, seconvertía a los americanos en colonias de ella.

Tal interpretación plantea algunos problemas. Nopor lo que se refiere a la «nacionalización», el proyec-to nacionalizador borbónico es más que evidente. Ca-bría incluso preguntarse si la respuesta que se da al pro-

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blema de legitimidad planteado por las abdicaciones deBayona no tiene mucho que ver con esta previa «nacio-nalización» ilustrada. La constitución de Juntas en elmomento del estallido de la crisis en toda la geografíade la Monarquía y la voluntad de crear organismos decoordinación entre ellas, muestra la existencia de unsentido de comunidad política que parece ir muchomás allá del de un simple conglomerado de reinos yseñoríos diversos. Una homogeneidad que únicamen-te puede explicarse por la existencia no sólo de unamisma cultura política sino también por la presenciade un cierto sentido de comunidad «nacional», con to-dos los matices que se quiera. No debe de ser casualque Antonio de Capmany pueda utilizar, en su panfle-to antifrancés Centinela contra franceses, el texto de unacarta escrita por él en 1806, es decir antes de la crisisde Bayona, dirigida al valido real Godoy, en la queaboga de manera explícita por la necesidad de conver-tir la Monarquía en nación:

¿Qué le importaría a un rey tener vasallos si no tuviesenación? A ésta la forma no el número de los individuos,sino la unidad de las voluntades, de las leyes, de las cos-tumbres y del idioma que las encierra y las mantiene degeneración en generación. Con esta consideración, enque pocos han reflexionado, he predicado tantas vecesen todos mis escritos y conversaciones contra los queayudan a enterrar nuestra lengua con su trato y su ejem-plo en cuanto hablan, escriben y traducen: mi objetoera más político que gramatical. Donde no hay naciónno hay patria; porque la palabra país no es más que tie-rra que sustenta personas y bestias al mismo tiempo.14

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Están aquí ya todas las claves del concepto de na-ción posterior, como la bondad del sentimiento nacio-nal, la diferenciación entre nación y poder político, yla importancia de la lengua como elemento de identi-dad nacional, etcétera.

El texto del panfletista catalán sería sólo un frutomás del programa nacionalizador puesto a punto, conun relativo éxito, por la nueva dinastía desde el mo-mento de su instalación en Madrid y que incluyó aspec-tos tan distintos como la homogeneización cultural ola creación de milicias ciudadanas. Sobre lo primero,no cabe ninguna duda de que la política de fundaciónde nuevas academias (Real Academia de la Historia, 1736;Real Academia de la Lengua, 1738; y Real Academiade Bellas Artes de San Fernando, 1752), institucionesnacionalizadoras del imaginario por excelencia, tuvo elobjetivo de crear una cultura nacional normalizadaque permitiese la identificación colectiva de los «espa-ñoles» como parte de una comunidad «nacional» dife-renciada, definida por una historia nacional, una len-gua nacional y un arte nacional. No sólo súbditos deun mismo monarca sino parte de una nación definidapor la historia, la lengua y la cultura. Sobre lo segun-do, tampoco hay muchas dudas de que la configura-ción de un ejército de milicias ciudadanas va, desde elpunto de vista nacionalizador, mucho más allá de loque era un ejército profesional al servicio del rey. Nose trata ya de defender únicamente los derechos del reysino también los de la comunidad política. Tal comoescribe el en ese momento ministro de las Indias Joséde Gálvez sobre las reformas militares en América, «ladefensa de los derechos del rey está unida [para sus

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súbditos] a la defensa de su propiedad, sus familias, supatria y su felicidad».15 Tal afirmación es revolucionariaen el contexto de un poder de Antiguo Régimen y quedebió de formar parte del programa de la Monarquíaen esos años, tal como nos muestra el que sean casi lite-ralmente ésas las mismas palabras que empleará el condede Ricla a su llegada a La Habana, como capitán gene-ral, ante la Junta de América: «como paisanos debendefender a su rey, hacienda, casas y familia».16 Y es quela nacionalización borbónica no es el fruto de la volun-tad arbitraria de un poder despótico e ilustrado sino larespuesta, común a las demás monarquías europeas de la época, a los problemas de la competencia entrepotencias. «Nacionalizar» las poblaciones, haciéndolaspasar de súbditos de un rey a hermanos en una nación,tenía enormes ventajas desde el punto de vista de movi-lización de hombres y recursos, tal como mostraríapocos años después la Revolución francesa y su inven-cible ejército de ciudadanos.

Lo que ya no está tan claro es que esa nueva naciónimaginada se corresponda sólo con la península y queel proyecto nacionalizador borbónico no sea ya tam-bién, y por lo tanto previo a Cádiz, panhispánico, talcomo muestran algunos indicios. No sólo se crean, porejemplo, academias en la península sino también enAmérica. Es el caso de la Nueva España y la fundaciónde la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos1785. La opción de una «nacionalización» panhispáni-ca parece, por otro lado, bastante razonable si consi-deramos que la Monarquía católica, a diferencia delresto de potencias europeas de la época, no sólo obte-nía buena parte de sus recursos económicos de los terri-

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torios de ultramar sino que se imaginaba a sí mismacomo un poder basado en dos pilares, uno americanoy otro europeo. No era lo mismo convertir en coloniasalgunas minúsculas islas del Caribe, caso de Francia, quehacerlo con un territorio que superaba ampliamente ala hipotética metrópoli en extensión y riqueza y unaparte importante de cuya población compartía con lametropolitana raza, lengua, cultura y memoria histó-rica.

No es fácil investigar cómo se inventa una nación.Hay, sin embargo, algunos indicios que parecen mos-trarnos la voluntad del Estado borbónico de imaginaruna nación panhispánica y no sólo peninsular. Unoparticularmente revelador es el que se refleja en el pro-grama iconográfico del nuevo Palacio Real de Madrid.El palacio del rey no era, en la Europa moderna, unsimple lugar de residencia del monarca sino el espejodonde se exponía y reflejaba todo un discurso sobre lalegitimidad del poder. Tal como nos recuerdan Browny Elliot a propósito del Palacio del Buen Retiro de Ma-drid, el gran edificio cortesano de la dinastía de los Aus-trias en la capital de la Monarquía:

Por su propia naturaleza –se refieren al palacio–, se con-virtió en exponente de los valores de la clase rectora;en él se reunían, ordenaban y expresaban en forma vi-sual una serie de ideas [...] Mediante la reconstrucciónde la historia de estos edificios y mediante el análisis desu arquitectura, su decoración y su utilización, el histo-riador puede llegar a recrear actitudes espirituales y cul-turales que son cruciales para nuestra comprensión delpasado.17

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La construcción del palacio le vino impuesto al pri-mero de los Borbones de forma fortuita. El incendioque arrasó el viejo alcázar de los Austrias obligó a Fe-lipe V a iniciar la edificación de uno nuevo, aunquecabría preguntarse hasta qué punto las llamas se limi-taron a acelerar una necesidad que se hubiese planteadode cualquier forma. La nueva dinastía necesitaba afir-marse en un trono al que había llegado después de unacomplicada guerra y con la oposición de parte de sussúbditos.

La construcción de una nueva residencia real teníaun alto valor simbólico de toma de posesión, funda-ción de un nuevo solar mediante el que una casa realextranjera legitimaba su presencia en el reino. El mismoproceso que había llevado a los Austrias a remodelarlos viejos alcázares castellanos (Madrid, Toledo, Grana-da), hasta volverlos prácticamente irreconocibles y, fi-nalmente, a la construcción por Felipe II del Escorial,la nueva casa solar de los Austrias españoles, sacralizadaen este caso por servir de cobijo a los huesos de la di-nastía, forma simbólica de enraizamiento por excelen-cia. Tal como nos recuerda Carlos Fuentes en Terra nostra,El Escorial es, antes que nada, un inmenso osario, ellugar en el que se guardan los huesos de los reyes de laMonarquía católica. Desde esta perspectiva, por cierto,cobra nueva luz la decisión de Felipe V y Fernando VI,los dos primeros reyes Borbones de España, de no serenterrados en el Panteón Real de El Escorial, una for-ma de reafirmar su carácter ajeno a la antigua dinastía.Nada demasiado diferente de lo que había hecho FelipeII al buscar no enterrar a su padre ni a sus descendien-

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tes en los que habían sido los panteones tradicionalesde los reyes de Castilla.

La decisión de levantar el nuevo palacio sobre lasruinas del anterior tenía ya en sí misma una fuertevoluntad simbólica. Muestra, a pesar de los inconve-nientes que esto planteaba, tanto de retirada de escom-bros como, sobre todo, de problemas de cimentación,la vieja residencia de los Austrias era un alcázar, no unpalacio urbano, construido en un espolón sobre el ríopor lo que hubo que salvar un enorme desnivel, lavoluntad de la nueva monarquía de mostrarse comoheredera legítima de la anterior. El nuevo edificio, naci-do de las ruinas del viejo, era una prueba de la conti-nuidad entre la antigua dinastía y la nueva. La confir-mación de una legitimidad que para algunos de sussúbditos podía seguir siendo dudosa.

El palacio desarrolla en su programa iconográficoun sorprendente discurso no sólo de legitimidad dinás-tica sino de nacionalización de la Monarquía, resulta-do de interminables polémicas en las que participaronlos principales personajes del mundo político e inte-lectual de la época. El proyecto finalmente realizado fueel propuesto por fray Martín Sarmiento, un monje be-nedictino célebre por su gran erudición, cuya principalnovedad con respecto a los que anteriormente se ha-bían propuesto es la voluntad, explicitada en algunosde sus escritos, de que no sea un palacio para un rey enabstracto sino para el rey de España, para el soberanode una comunidad que existe al margen del monarca.Y la España imaginada por Sarmiento es una España«ampliada» en la que América y la península se repre-sentan como parte de un todo.

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Parte de un todo son las escenas de batalla de losrelieves en mármol que iban a ir en las sobrepuertas delos muros intermedios de la galería principal (aunquefueron realizados no llegaron a colocarse en el lugarprevisto pero lo importante es que fueron aprobadoscomo parte del programa), donde se mezclan las bata-llas de Covadonga y Clavijo con las tomas y conquis-tas de Toledo, Granada, México y Cuzco, pero no conninguna de las batallas o conquistas de la Monarquíaen otras regiones del mundo. La conquista de Américaes vista no como un hecho aislado sino como parte deun gran ciclo que definía el carácter imperial de la na-ción española, un mismo macrorrelato histórico, queenlazaba Toledo con Cuzco y Sevilla con México. Nohabía ninguna diferencia entre la toma de Sevilla porlos guerreros castellanos bajados de las montañas delnorte y la de México por los llegados del otro lado del mar.Formaban parte de la historia de una misma naciónextendida a ambos lados del Atlántico.

Parte de un todo, también, son las estatuas de «todoslos reyes de España» con que el proyecto de Sarmientopretende coronar la cornisa del palacio, desde Ataulfohasta Felipe V. Es un «todos los reyes de España» queincluye tanto las viejas dinastías godas como los últimosemperadores azteca e inca, Moctezuma y Atahualpa, «loque gustará a muchos y en especial a los americanos»,tal como afirma el propio Sarmiento.18 Es una decisiónllamativa por varios motivos, al margen de esa volun-tad explícita de gustar a los americanos, que tambiénmuestra de forma clara que el programa de Sarmientono es un programa genealógico de una determinada di-nastía. Podían caber dudas, bastantes, sobre la vincu-

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lación de la dinastía borbónica con Recaredo, Pela-yo o Íñigo Arista, pero ninguna sobre la presencia desangre inca o azteca en cualquiera de las múltiples ramasde la familia real española. Es un programa genealógi-co de la nación española, no de los reyes de España quemuestra, para lo que aquí nos interesa, la voluntad deintegrar los territorios americanos en una misma me-moria colectiva. Y para ello no se duda en equiparar aMoctezuma con Pelayo, honor que por supuesto nomereció ninguno de los, en muchos aspectos más cer-canos, reyes de musulmanes de la península ibérica,una plasmación en piedra de la idea de que lo quehabía ocurrido con los emperadores americanos no erauna conquista sino una traslación de soberanía. Sólocomo curiosa paradoja histórica cabe decir que las es-tatuas de Atahualpa y Moctezuma son de las pocasque siguen colocadas en su lugar original, en la entra-da del palacio por la plaza de la Armería, mudos tes-tigos de un proyecto fracasado y olvidado. La mayo-ría de las demás fueron retiradas y hoy se encuentrandispersas por los parques y jardines de varias ciudadesespañolas.

Lo que se está imaginando, en el doble sentido deimaginar y poner en imágenes, en el nuevo PalacioReal de Madrid es una «nación» española formada porEspaña y América. No un conjunto de reinos unidospor la figura del monarca, tal como planteaba uno delos proyectos anteriores, reemplazado por el de Sarmien-to, en el que la decoración se articulaba en torno a losescudos heráldicos de los reinos y señoríos que cons-tituían la Monarquía, sino una comunidad amasadapor la sangre y por la historia. ¿Sólo la ocurrencia de

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un erudito benedictino encerrado en la celda de su con-vento gallego? No parece demasiado probable. El pro-grama iconográfico fue discutido, corregido y reescritovarias veces hasta llegar al que finalmente se hizo, queno tenía ya nada que ver con el primeramente propues-to. El resultado de un debate en el que participaron loscírculos cortesanos más próximos al rey y, en consecuen-cia, parte del discurso oficial de la Monarquía en esemomento concreto.

En la encrucijada del siglo XVIII la voluntad «nacio-nalizadora» de las elites de la Monarquía se encontrócon el problema de qué hacer con América y la respues-ta no siempre fue la de intentar convertirla en coloniasultramarinas sino también, y parece que sobre todo, con-vertirlas en parte de una misma nación española. Posi-blemente porque a nadie se le escapaban las dificultadesy riesgos que la primera decisión entrañaba, no sólo porla importancia económica política que América teníapara la Monarquía, sino sobre todo porque difícilmen-te las ricas y poderosas elites criollas iban a aceptar pa-sar de considerarse parte de la Corona de Castilla a co-lonias de la nación española.

Habría incluso que preguntarse si la idea de queAmérica era una colonia de España no es una inven-ción tardía, ya en pleno conflicto de las independen-cias, obra no de la monarquía borbónica sino de lospropios insurgentes. Afirmar que América era un terri-torio dependiente y carente de derechos políticos formóparte, sin duda, de la campaña de deslegitimación delos insurgentes contra los realistas. No es seguro que laafirmación del Catecismo político cristiano publicado enChile en 1810 sea una descripción de la realidad: «vo-

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sotros habéis sido colonos y vuestras provincias hansido colonias y factorías miserables, se ha dicho queno, pero esta infame cualidad no se borra con bellaspalabras».19 Sobre lo que no cabe ninguna duda es so-bre su voluntad de deslegitimación y sobre su capaci-dad de construir realidad.

Si difícil resulta saber qué nación intentaba inven-tar el reformismo borbónico, más todavía es definir el sentido de lo que entendemos por revolución y suscausas. Fray Servando Teresa de Mier inicia toda unacorriente historiográfica para la que la revolución dela independencia tendría su origen, al margen de algu-nas causas coyunturales, en la explotación de los «es-pañoles», entendidos en su caso como peninsulares,sobre los nativos americanos, entendidos como losnacidos en América. La versión de las guerras de inde-pendencia como la rebelión contra el despotismo espa-ñol, con ligeras modificaciones, se ha mantenido hastanuestros días.

En el nuevo marco teórico global de comprensiónde las guerras de independencia que aquí se está plan-teando, esto tampoco sería la causa de las guerras deindependencia sino su consecuencia. El origen del con-flicto sería, exclusivamente, un problema de soberaníapolítica, que estallaría en una guerra civil en cuyo desa-rrollo factores como el enfrentamiento entre criollos ypeninsulares o la explotación colonial fueron utiliza-dos como explicación-justificación del conflicto o, sise quiere, como arma de propaganda política.

Los libelistas de la independencia se inventan o mag-nifican un catálogo de agravios para empujar a los inde-cisos del lado de la insurgencia. Nada muy diferente

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de lo que habían hecho los revolucionarios francesesfabricando la imagen de un Antiguo Régimen en la quese confundía la realidad de una forma de organizaciónsocial, basada en principios que comenzaban a ser pues-tos en cuestión, con la imagen dramática de un mundoarbitrario de señores feudales ejerciendo derecho de per-nada y viviendo como bandidos al margen de la ley. Laúnica diferencia, y no menor, en el caso de la Monarquíacatólica, es que la supuesta «anomalía hispánica» sirvepara justificar no sólo la revolución sino también losposteriores fracasos de los regímenes salidos de ella. Lanegra sombra del «pasado colonial» se extendería sobreel presente haciendo imposible la construcción de lasnuevas sociedades. Los «tres siglos de despotismo quehan dejado el triple yugo de la ignorancia, la tiranía yel vicio» de los que habla Bolívar.20 En esencia, por cier-to, sólo la versión americana de los «trescientos años dedespotismo» que los revolucionarios españoles comen-zaron a utilizar como característica del absolutismomonárquico iniciado con la derrota de las Comuni-dades de Castilla en Villalar.

Otra interpretación revolucionaria de las guerras deindependencia quiso ver en ellas el resultado del secu-lar enfrentamiento entre las depauperadas clases bajasy las elites blancas, no quedaba demasiado claro si sólopeninsulares o también criollas, agravado por un empeo-ramiento generalizado de las condiciones de vida de losgrupos subalternos. La causa inmediata del estallido dela revolución de la independencia habría sido el aumen-to de la explotación social y económica.

Esta interpretación alcanzaría su expresión más pre-cisa en la historiografía marxista posterior a la década

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de los sesenta, que hasta esos años se había limitado acalificar los conflictos de las independencias como re-voluciones burguesas, con la valoración ambigua queeste calificativo tuvo en el marxismo clásico. En la obradel propio Carlos Marx, por ejemplo, coexisten unavisión extremadamente positiva de la Constitución deCádiz,

lejos de ser una imitación servil de la Constitución fran-cesa de 1791, debe de ser más bien considerada comouna creación original del espíritu español, el cual rea-nimó las antiguas instituciones nacionales y realizó re-formas reclamadas por los escritores y políticos más emi-nentes de España,21

valoración más decimonónica que «marxista» por cier-to, con otra más ambigua de las independencias ame-ricanas. Estas últimas, según él, son obra de una elitecriolla completamente desvinculada de los grupos po-pulares, y cita como ejemplo a Simón Bolívar, revolu-ciones burguesas y no «proletarias». Ésta seguirá siendola versión de la historiografía marxista hasta la déca-da de los sesenta-setenta, en algunos casos con el aña-dido de que había sido una revolución burguesa incon-clusa. El mito de la revolución pendiente que comoun fantasma ha recorrido durante años el pensamien-to latinoamericano.

A partir de esos años la agenda política cambió yuna serie de historiadores se dieron a la tarea de rein-terpretar las independencias a la luz de la lucha de cla-ses y del antiimperialismo. Las guerras de Indepen-dencia se veían así convertidas en un episodio más de

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la larga lucha de los desposeídos de la tierra por el pany la justicia y, además, en el primer capítulo de las luchasantiimperialistas que estaban teniendo lugar en esos mo-mentos en los más apartados lugares del planeta.22 Siel imperialismo era la última fase del capitalismo, lasindependencias americanas eran la primera del antiim-perialismo.

Es una historiografía militante y anticolonialista, so-bre la que hoy es mejor piadosamente pasar de pun-tillas. No resulta fácil enfrentarse, en sus versiones máscaricaturescas, a interpretaciones de la guerra como elenfrentamiento de campesinos sin tierra y desalmadosterratenientes españoles, cuando fueron muchos los te-rratenientes que combatieron del lado insurgente, nomenos los campesinos que lo hicieron del lado de losrealistas y, sobre todo, muchos los peones de los gran-des latifundios que lo hicieron al lado de su patrón, to-mase éste el partido que tomase.

El interés de esta historiografía es en líneas genera-les bastante menor, aunque sus huellas se han dejadosentir durante largo tiempo en dos aspectos básicos: ladescalificación ideológica por reaccionaria y conser-vadora de toda interpretación que excluya el carácterliberador de las guerras de independencia y una ciertatendencia a la intemporalidad de la voluntad indepen-dentista de unas clases bajas, confundidas o no con losindígenas, que efectivamente habían estado siempre ahí.Sobre lo primero no hay mucho que decir, releer el pa-sado a la luz del presente es el mejor método para noentender nada. Lo segundo ha tenido como consecuen-cia que cualquier conflicto con el poder político de lamonarquía haya tendido a ser interpretado como in-

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dependentista. La historia se ha ido llenando así de mo-vimientos protoinsurgentes y protonacionalistas, en ge-neral revueltas y rebeliones claramente del Antiguo Ré-gimen, como la de Tupac Amaru en Perú o la de losComuneros de Socorro en Nueva Granada, en las quees necesario un cierto nivel de delirio histórico-inte-lectual para encontrar algún parecido con lo ocurridoen 1810.

El revisionismo de la década de los ochenta des-montó punto por punto la imagen de las guerras deindependencia como una revolución social. Las socie-dades americanas, como todas las sociedades del Anti-guo Régimen, habían estado sometidas a periódicas cri-sis de subsistencia, cristalizadas en tensiones sociales máso menos generalizadas, pero que nunca llegaron a po-ner en cuestión el orden social vigente; el nivel de ex-plotación no era superior al de otras sociedades delAntiguo Régimen, a uno y otro lado del Atlántico, esposible que incluso menor; y el consenso en torno ala legitimidad del sistema era bastante generalizado. Lapeculiaridad de 1810 había sido la irrupción de una cri-sis política, que afectó al conjunto de la monarquía yque permitió aflorar toda una serie de problemas decarácter socioeconómico, sin que éstos fueran, en nin-gún caso, el ingrediente fundamental del conflicto. Loque no quiere decir, por supuesto, que en el desarrollode la guerra no tuviesen en algún momento un papelimportante e incluso protagónico. Hay pocas dudas, porejemplo, de que en la guerra del Bajío novohispano –enesos momentos el corazón económico de la Monar-quía– el conflicto social tuvo un papel determinante y que el resultado, al margen de la independencia o no,

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fue una revolución que trastocó por completo las es-tructuras económicas y sociales de la región. Para mal,el Bajío nunca recuperaría su lugar en la economía mun-dial; y para bien, las condiciones de vida de los antiguostrabajadores de las minas, si hemos de creer a los via-jeros que recorrieron la región en los primeros años dela independencia, mejoraron de manera significativa. Pa-rece claro que en este caso lo determinante, al final, fuela revolución social. Pero no porque el nivel de explo-tación económica fuese superior a otras regiones delmundo atlántico, por el contrario las condiciones de vidade sus trabajadores, incluidos los de las minas, parecenhaber sido bastante mejores que las de otras regiones den-tro y fuera de la Monarquía, sino porque la crisis polí-tica hizo estallar viejas tensiones por el reparto de unosrecursos económicos muy superiores a los de no im-porta qué otro lugar de Europa y América. Hay querecordar que el Bajío producía en ese momento buenaparte de la plata que circulaba por los mercados inter-nacionales, del Atlántico al Pacífico, y que algunos delos mineros novohispanos figuraban entre los mayorespotentados de la época. Su nivel de ingresos llamó ya laatención de Alexander von Humboldt que no encuen-tra equivalente con ninguna de las grandes fortunaseuropeas de la época.

Estudios como los de John Tutino o Brian Hamnett,sobre el caso mexicano,23 han mostrado que la línea deseparación realistas/insurgentes no pasa necesariamen-te por la clase social; que la participación de los grupospopulares del lado de los realistas no sólo fue relevan-te sino, en algunos casos, decisiva; que si algo definela actitud de estos grupos populares frente al conflicto

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es su no participación en ninguno de los dos bandosy no su preferencia por ninguno de ellos; y, sobre todo,que la movilización a favor de uno u otro bando estu-vo motivada la mayoría de las veces por aspectos loca-les que poco o nada tenían que ver con una revoluciónsocial en sentido estricto.

Habría que preguntarse, incluso, si la participa-ción de los indígenas en el conflicto no tuvo un carác-ter marcadamente contrarrevolucionario, militasen enel lado que militasen, de oposición a un proceso demodernización económica que llevaba varias décadaserosionando las solidaridades comunitarias y destru-yendo su universo moral y mental. Una actitud queno habría sido muy distinta a la de otros muchos gru-pos campesinos contemporáneos.

Y es que, quizás, uno de los problemas de la his-toriografía americana sea su empeño en ver indígenasdonde hay campesinos, consecuencia de ver e inter-pretar el mundo a partir de categorías raciales y noeconómicas y/o culturales.

Como resumen podríamos concluir que, lo mismoque ocurre en el caso de las independencias, la re-volución social fue también una consecuencia de lasguerras de independencia y no su causa. Fue el propiodesarrollo del conflicto bélico el que hizo aflorar unaserie de problemas y contradicciones que acabaron re-solviéndose de forma revolucionaria y que, posiblemen-te hubiesen acabado resolviéndose así hubiese sido elque fuese el resultado del conflicto. Finalmente tambiénen la península, donde Fernando VII intentó mantenerel Antiguo Régimen, el resultado no fue demasiado di-ferente al que se dio en América con la derrota de los

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ejércitos realistas, en esos momentos ya sí defensoresdel absolutismo.

Si en el origen de las guerras de independencia nohubo una revolución social ¿hubo una revolución polí-tica? Aquí, como en el caso de la independencia, nocabe ninguna duda de que el resultado fue una revo-lución política, tan radical, por lo menos, como la quedio origen a casi dos decenas de nuevas entidades polí-ticas soberanas en lo que había sido sólo una, la Mo-narquía católica. La pregunta es si la revolución fue yael proyecto original de la insurgencia o, lo mismo queocurrió con la independencia, fue sólo el resultado fi-nal, no previsto, del propio conflicto bélico.

Una larga tradición historiográfica avala la primeraafirmación. Las causas de las guerras habrían sido lainfluencia de la Ilustración, las ideas de la Revoluciónfrancesa y la independencia de los Estados Unidos. Unainterpretación que permitía poner en el origen de las in-dependencias una ruptura radical con España, no sólopolítica sino también ideológica, y que encontraba sujustificación en la presencia, más o menos esporádica,en bibliotecas y decomisos de libros de obras revolu-cionarias como El contrato social de Rousseau.

Las cosas, sin embargo, no parecieron pasar exac-tamente así. Los estudios sobre el pensamiento de losinsurgentes, en espacios tan distantes como la NuevaEspaña o el Río de la Plata, han mostrado la perviven-cia en sus argumentaciones de una tradición neoesco-lástica muy poco revolucionaria. Nada extraño si consi-deramos que era la que seguía vigente en los programasde estudio de colegios, seminarios y universidades de laMonarquía y que la presencia de algunos libros de auto-

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res «revolucionarios» no significa que se hubiese produ-cido la sustitución de todo un sistema de pensamientopor otro.

La modernidad del pensamiento insurgente, si esque la hubo, parece descansar mucho más en la tradi-ción de una Ilustración católica hispánica, común alconjunto de la Monarquía, que en el pensamiento revo-lucionario francés o estadounidense. La defensa de lareligión católica frente a una península entregada a losateos revolucionarios franceses no es sólo propaganday retórica sino la manera como muchos de los prime-ros líderes insurgentes imaginaron la situación que es-taban viviendo.

La revisión sobre el carácter revolucionario de la in-surgencia tuvo su culminación en los trabajos del his-toriador François-Xavier Guerra, quien argumentó, deforma bastante convincente, que la revolución de lasindependencias no había tenido lugar a partir del pro-grama de los insurgentes sino del liberalismo gaditano.Eran las ideas de Cádiz las que se encontraban detrásde los cambios revolucionarios producidos en los terri-torios de la Monarquía, tanto en los americanos comoen los europeos, y formaban parte del común proce-so de transición del Antiguo Régimen a la Modernidadde las sociedades hispánicas. Esto, por otra parte, ya lohabían afirmado en su momento algunos de los pro-tagonistas americanos de la revolución liberal hispá-nica, por ejemplo el guayaquileño Vicente Rocafuerte,quien en 1822 escribe que el triunfo de las ideas liberalesen América se debía no sólo «a tantos libros como hancorrido en ella desde el establecimiento de la Constitu-ción española» sino también al «ejemplo que le daba

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la península en la lucha contra el servil».24 Y aquí habríaque recordar que uno de los primeros alegatos sobre lainjusta situación de los americanos no es obra de ningu-na de las Juntas del continente sino del Consejo de Re-gencia, que en su manifiesto del 14 de febrero de 1810proclama:

Españoles americanos […] no sois ya los mismos deantes, encorvados bajo un yugo mucho más duro mien-tras más distantes estabais del centro del poder; miradoscon indiferencia, vejados por la codicia, y destruidos porla ignorancia.

Es una llamada a la revolución contra el Antiguo Ré-gimen y no, parece evidente, contra el colonialismo espa-ñol, una revolución que liberaría a todos los súbditos dela Monarquía, no sólo a los americanos, de «trescien-tos años de despotismo», la frase que tanto éxito tendráposteriormente entre los insurgentes americanos peroque, en origen, como ya se ha dicho, expresaba sólo lacondena al absolutismo monárquico instaurado por losreyes de la casa de Austria tras la derrota de los Co-muneros en Villalar.

El Consejo de Regencia parecía no tener demasia-das dudas de que lo que se estaba produciendo era unarevolución que afectaba al conjunto de la Monarquía.Tal como afirma el mismo manifiesto unas líneas másadelante

que formen con nosotros [los españoles americanos] elplan de felicidad y perfección social en esos inmensos paí-ses y que, concurriendo a la ejecución de obra tan gran-

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de, se revistan de una gloria que, sin la revolución pre-sente, ni España, ni América pudieron esperar jamás.25

En realidad los planteamientos de François-XavierGuerra no eran tan revolucionarios como a primeravista pudieran parecer; de alguna manera se limitaba aofrecer, lo que ciertamente no es poco, un marco inter-pretativo general a una serie de estudios que desde me-diados del siglo XX habían comenzado a cuestionar lasvisiones de la historiografía tradicional al respecto. Laimagen de una insurgencia revolucionaria frente a unosrealistas reaccionarios resultaba cada vez de más difí-cil encaje con la información que la investigación his-tórica estaba aportando.

La implicación de los territorios americanos en larevolución política hispánica se dio desde el primermomento, al unísono de lo que estaba ocurriendo enla península y sin que sean perceptibles diferenciasmarcadas. En el caso de la Nueva España las ciudadesparticiparon en la elección de delegados a la Junta Cen-tral, aparentemente con un enorme interés. No sólo par-ticiparon en la elección sino que en muchos casos en-viaron detalladas instrucciones a sus representantessobre los asuntos de los que prioritariamente debía deocuparse la Junta.26 Los únicos conflictos que planteóla convocatoria tuvieron lugar, curiosamente, a pro-pósito de la definición de provincia. Fueron varias lasciudades que protestaron por considerarse con derechoa enviar representantes: Querétaro, que alegó su condi-ción de cabeza de partido; Arizpe, capital de la provin-cia de Sonora pero a la que no se le había reconocido elderecho de representación por carecer de ayuntamien-

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to constituido; Tlaxcala, que reivindicó sus derechoshistóricos; etcétera, es decir por ser excluidos de parti-cipar en la comunidad hispánica, no por querer excluir-se. No sólo eso sino que, cuando el avance de las tro-pas francesas amenazaba con dejar a este organismo sinun lugar donde refugiarse, el cabildo de la ciudad deMéxico ofreció, el 23 de marzo de 1809, que se trasla-dase a la Nueva España, una posibilidad que fue con-siderada por la Junta Central, tal como refleja su res-puesta al cabildo del 23 de marzo de 1810.27

La situación no varió con la elección para diputadosen las Cortes de Cádiz. Entre junio y agosto de 1810 secelebraron elecciones en todas y cada una de las ciuda-des que tenían derecho a ello, desde San Antonio, enTexas, hasta Mérida, en Yucatán. Esta primera revoluciónde la representación carece, al menos aparentemente, decualquier matiz independentista.

Incluso algunos de los aspectos que en México lahistoriografía tradicional atribuía a la influencia direc-ta de la independencia de los Estados Unidos habíancomenzado a cuestionarse desde fechas muy tempra-nas. Ya en 1955 la historiadora estadounidense NettieLee Benson demostraba, en su libro La diputación pro-vincial y el federalismo mexicano,28 que el federalismo eneste país hundía sus raíces en la diputación provincialestablecida por las Cortes de Cádiz y no en una posi-ble influencia estadounidense sobre los primeros insur-gentes. Aunque aquí habría que precisar que el «pro-vincialismo» de los diputados mexicanos es previo a laConstitución gaditana y que remite a una tradición deautogobierno local común al conjunto de la Monarquía.Ya en las instrucciones que las ciudades enviaron al

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diputado de la Nueva España en la Junta Central, elpoblano Miguel de Lardizábal y Urive, y que por lacorta vida de la Junta cuando llegaron a sus manos éstaya se había disuelto, hay una fuerte insistencia en la ne-cesidad de que las provincias contaran con un poderautónomo. Sobre esta propuesta volverán los diputadosnovohispanos en las Cortes con su apoyo a la creaciónde las diputaciones provinciales. Nada extraño si con-sideramos que en la tradición jurídica de la Monarquíael derecho de los pueblos al autogobierno es constan-te, incluso en pleno proceso de centralización borbó-nica. Todavía en 1742 Lorenzo de Santayana Bustillopuede afirmar en su Gobierno político de los pueblos de Es-paña que «El gobierno de los pueblos, por derecho na-tural, pertenece a los pueblos mismos».29

Pero no sólo en la Nueva España, salvo Chile y elRío de la Plata, donde el proceso no pudo concluirsepor la corta vigencia de la Junta, todas las demás divi-siones administrativas del continente llegaron a elegirrepresentantes a la Junta: Venezuela a Joaquín de Mos-quera y Figueroa, Puerto Rico a Ramón Power, NuevaGranada a Antonio de Narváez, Perú a José Silva y Olavey Guatemala a José Pavón.

Incluso en el caso del Río de la Plata, que como yase ha dicho no llegó a elegir representantes y que, apa-rentemente, estuvo mucho menos implicado en la revo-lución gaditana que la Nueva España, los historiadoreshan llegado a conclusiones no demasiado diferentes.Julio V. González pudo afirmar, tras una atenta lecturadel Congreso del año XIII y en una fecha tan tempranacomo 1938, que «Todas las declaraciones fundamenta-les, menos una, con que la Asamblea del año XIII dio

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aquella significación al movimiento libertador argen-tino, fueron extraídas de la Revolución Española».30 La«Revolución de Mayo» de 1810 habría sido tambiénun capítulo de la común revolución hispánica inicia-da en 1808.

En resumen, había habido una revolución, sin duda,pero ésta era el resultado del propio conflicto bélico,no de un programa político revolucionario previo, y noespecífica del mundo americano sino común al con-junto de la Monarquía. Lo ocurrido en América seríauna expresión más de la revolución española y de la di-fícil transición a la modernidad y el liberalismo de lassociedades hispánicas. Una revolución que habría esta-llado de manera inesperada, sin que por ninguna parteexistiese el famoso caldo de cultivo intelectual y polí-tico que después nos hemos empeñado en ver. La extre-ma radicalidad de la que se hace gala, trasladó la sobe-ranía del rey a la nación casi de un día para otro, algopara lo que en Francia fue necesaria una sangrienta re-volución, fue sólo la consecuencia circunstancial de laausencia del monarca. Pueblos y Juntas se encontraroncon la soberanía sin tener que luchar por ella y la asu-mieron, primero de forma temporal, hasta el regreso deFernando VII, y después ya de manera definitiva en laConstitución de Cádiz.

La fractura entre revolución y contrarrevolución nopasaba por la división insurgentes/realistas sino por elinterior de cada uno de los dos bandos. Las guerras de independencia no habían sido el enfrentamientoentre un gobierno español oscurantista y reaccionarioy una insurgencia ilustrada y liberal. El error, como enotros muchos casos, había estado en las historiografías

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nacionales, y nacionalistas, empeñadas en analizar losconflictos de las independencias en un marco todavíainexistente como el nacional. A uno y otro lado delAtlántico las diferentes historias nacionales se han olvi-dado de que el sujeto político era todavía el conjuntode la Monarquía y no las diferentes naciones por cons-truir. Hubo una revolución liberal, pero no americanao española sino hispánica y esto cambia radicalmentetodo el planteamiento del problema. El primer libera-lismo hispánico no fue ni realista, ni insurgente; ni espa-ñol, ni americano. Fue del conjunto de la Monarquía.

Habría incluso que preguntarse hasta qué punto eluniverso ideológico-político del mundo hispánico nosiguió siendo común hasta mucho tiempo después delas independencias. El intercambio de exiliados políti-cos e influencias intelectuales ha sido constante entre losdiferentes países del mundo hispánico, facilitado, sinduda, por el uso de un mismo vocabulario político-ideo-lógico, y me refiero a algo que va mucho más allá delidioma y que tiene que ver con la existencia de patro-nes de pensamiento previos comunes, una especie dekoiné político-ideológico común.

Está, desde luego, el caso por todos conocido delexilio republicano español en América y sus influen-cias en la vida política del continente. Pero están, tam-bién y quizá sobre todo, los múltiples intercambios dehombres y de ideas, voluntarios o forzados que liga-ron entre sí el mundo hispánico, antes, durante y des-pués de las independencias.

Pero volvamos a las revoluciones de las indepen-dencias. Ya en 1975 Jaime E. Rodríguez demostró, enThe Emergence of Spanish America: Vicente Rocafuerte and

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Spanish Americanism, 1808-1832,31 que los vínculos en-tre los liberales españoles y americanos no se rompieronni siquiera en el momento de la proclamación de las dis-tintas independencias y que los liberales españoles exi-liados en Londres por la restauración del absolutismoen la península en 1823 siguieron colaborando con suscorreligionarios americanos en la elaboración de textosescolares y técnicos para las nuevas naciones america-nas. Suponemos que también en los debates que acaba-ron construyendo una nueva cultura política a uno y otrolado del Atlántico.

Todo ello nos lleva a la necesidad de separar el con-flicto revolución/contrarrevolución, o si se prefiere li-beralismo/absolutismo, del de insurgentes/realistas. Lasguerras de independencia coincidieron en el tiempo, enla Monarquía católica, con el desarrollo de lo que co-nocemos como «el primer liberalismo hispánico». Peroéste es un problema distinto, cuyas líneas de fracturapoco o nada tienen que ver con la que se dio entre in-surgentes y realistas. Existe, es cierto, una relación indi-recta. El desarrollo del pensamiento liberal tiene comoconsecuencia inevitable un replanteamiento del pro-blema de la legitimación del poder y la aparición en elescenario público de la nación como sujeto de sobera-nía y legitimidad, lo que llevaba directamente al pro-blema de la definición de la nación. Un conflicto queprimero o más tarde hubiese estallado en el interior dela nación imaginada en Cádiz.

Estalló ya incluso de alguna forma en los propiosdebates parlamentarios previos, con el enfrentamientoentre los diputados respecto al problema de la repre-sentación. El debate se prolongaría, aunque con mati-

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ces y diferencias que es necesario considerar, en los en-frentamientos posteriores entre federalistas y centralis-tas y que, en el fondo, sigue siendo una discusión entorno a la nación y a la soberanía nacional.

En esta revolución política lo importante no fue-ron los planteamientos ideológicos previos sino las dis-tintas experiencias de las elites de uno y otro lado delAtlántico durante el desarrollo de la crisis. No huboun proyecto revolucionario sino una sucesión de reac-ciones, respuestas a las circunstancias de cada momen-to, que acabaron cuajando en una revolución.

En el momento de las abdicaciones de Bayona lahomogeneidad de las respuestas muestra claramente la existencia de un universo mental compartido en elconjunto de la Monarquía. Las ciudades americanas, lomismo que las europeas, se movilizan e intentan crearJuntas que asuman el poder de manera provisional porausencia de su legítimo depositario, Fernando VII. Sedeclaran independientes y soberanas, en la penínsulay en América, pero esto no significa una declaración deindependencia sino que son independientes de cual-quier otro poder hasta el regreso de su legítimo depo-sitario. A partir de aquí, sin embargo, las experienciasamericanas y europeas se vuelven tan divergentes que larevolución tuvo, necesariamente, que discurrir por ca-minos distintos. Para las elites peninsulares fue la expe-riencia de un proceso de constitucionalización que llevóa la abolición del Antiguo Régimen y a la instauraciónde un sistema liberal; para las elites americanas la deuna dura pugna por verse reconocidos como ciuda-danos de pleno derecho de la nueva nación. Este últi-mo fue un problema que se agravó porque ya la expe-

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riencia borbónica había sido a este respecto distinta.No hay ninguna duda de que personas muy cercanas a los círculos de poder de la Corte habían coqueteadoen las décadas finales del siglo XVIII con la idea de unasprovincias ultramarinas convertidas en colonias; tampo-co de que éste era un planteamiento ni siquiera imagi-nable para las elites americanas; ellas eran parte esencialde la Monarquía y además de su núcleo central, el dela Corona de Castilla.

La imagen del recibo del préstamo patriótico a fa-vor de Fernando VII de 1810, patrocinado por el Cuer-po del Comercio de la Nueva España, refleja perfec-tamente esta visión americana. La Nueva España y laVieja España, representadas como dos figuras alegóri-cas, juran sobre un altar, adornado con los leones ycastillos de la heráldica castellana, defender la Monar-quía. Nada refleja sometimiento de una a la otra. Ambasdel mismo tamaño y ambas ricamente vestidas. Estoúltimo es una ruptura radical con la habitual repre-sentación europea de América como una india desnu-da. El mensaje es claro y preciso: la vieja y la NuevaEspaña son iguales y son reinos cultos y civilizados(vestidos).

Había, por lo tanto, un malentendido de partida. Yhabría que preguntarse hasta qué punto, desde estaperspectiva, la solemne afirmación de la Junta Centraldel 22 de enero de 1809 de que los territorios ameri-canos no eran colonias o factorías, como las de otrasnaciones, sino una parte esencial e integrante de lamonarquía española («los vastos y preciosos dominiosque España posee en las Indias no son propiamentecolonias o factorías como las de otras naciones, sino

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una parte esencial e integrante de la monarquía espa-ñola»),32 pudo sonar al otro lado del Atlántico máscomo una provocación que como un reconocimiento.Si nadie se preguntaba si eran colonias el reino de Leóno el señorío de Vizcaya por qué preguntarse si lo eranel reino de Chile o la provincia de Tlaxcala. Bien escierto que la real orden estaba expresada con una cier-ta habilidad dialéctica, no afirmaba que se les conce-día la condición de parte integrante de la monarquíasino que eran, lo que en castellano supone un matizimportante. No estamos ante una situación transitoriasino ante algo que forma parte de la naturaleza de lascosas. La Junta Central se limitaba al reconocimiento dealgo que en ningún momento era puesto en duda.

Este malentendido va a resultar dramático en el mo-mento del estallido de la crisis. Veamos, como ejemplo,lo ocurrido en la Nueva España. Al tenerse noticias de los sucesos de Bayona, comienzos del verano de1808, el Ayuntamiento de la ciudad de México, a pro-puesta de su síndico Francisco Primo de Verdad y Ra-mos, eleva al virrey José de Iturrigaray la solicitud dereunión de una Junta o Cortes de la Nueva Españapara defender el reino de un posible intento de con-quista francesa. Hasta aquí nada diferente de lo que ve-nía ocurriendo en la península desde mayo de ese mismoaño. Si algo llama la atención es la rigurosa argumenta-ción legal y constitucional, apegada de la manera másestricta a la tradición jurídica de la Monarquía católicay a lo que la Ley de las Partidas determinaba para casosde emergencia como el que se estaba viviendo. Tampocoresulta nada particular la evolución siguiente, el enfren-tamiento en torno a la propuesta que desembocará en

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el golpe de Estado de uno de los empresarios más ricosy poderosos de la ciudad de México, el vizcaíno Gabrieldel Yermo, con el resultado de la destitución del virreyIturrigaray y su sustitución por un militar, Pedro deGaribay. Nada tampoco demasiado anormal. Estamosante uno más de los múltiples conflictos entre las eli-tes locales, agudizados por la ausencia mediadora delmonarca, que estallaron un poco por todas partes yque se resolvieron en función de la relación de fuerzasen cada caso concreto. Ni siquiera se puede afirmar quefuese un golpe de Estado «gachupín», tan peninsular eraIturrigaray, nacido en Cádiz, como Garibay, nacido enAlcalá de Henares. El propio Gabriel de Yermo, aunquepeninsular, formaba parte de una familia establecidaen la Nueva España desde mediados del siglo XVIII; enuna pauta común a muchos otros comerciantes vizcaí-nos y montañeses se había casado con su prima crio-lla heredando parte de la fortuna de la anterior gene-ración. Si acaso fue un golpe de Estado del poderosogrupo de comerciantes del Consulado de la ciudad deMéxico, en el que convivían, de forma más o menos pací-fica, vizcaínos y montañeses nacidos tanto en Europacomo en América.

Lo que ya no fue tan normal es lo ocurrido a con-tinuación. A pesar de la manifiesta ilegalidad de lo suce-dido, si el argumento del Ayuntamiento de la ciudad deMéxico para la constitución de una Junta es impecabledesde el punto de vista legal, la argumentación de losgolpistas, como suele ser habitual en estos casos, se li-mitó al uso de la fuerza, ninguna de las sucesivas auto-ridades de la península, Junta Central, Consejo de Regen-cia y Cortes de Cádiz, reconsideró el golpe de Estado

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ni puso en cuestión el cambio de virrey, manifiesta-mente ilegítimo.

La situación fue muy parecida en el resto del con-tinente. Los protagonistas son los mismos, las eliteslocales y los funcionarios de la Monarquía. La evolu-ción y los resultados varían en función de las relacio-nes de fuerza, la mayor o menor capacidad organizati-va, la capacidad de reacción de cada uno de los sectoresimplicados y el mayor o menor prestigio de los fun-cionarios reales. Estos últimos tuvieron, además, queenfrentarse a la sospecha, siempre presente, de estar dis-puestos al reconocimiento de Napoleón con tal demantenerse en sus cargos, y a las dudas sobre su faltade legitimidad, en particular aquellos que habían sidonombrados, la mayoría, durante el gobierno del desa-creditado Godoy, convertido en la causa de todos losmales de la Monarquía.

En Perú, los intentos de crear Juntas en Charcas yLa Paz fueron abortados de manera expeditiva, es decirmediante las armas, por el virrey Fernando de Abascal.El conflicto de Charcas tuvo algunos rasgos particu-lares ya que la pugna entre las elites locales se focali-zó en torno a la acusación contra el presidente de laAudiencia, Ramón García Pizarro, de apoyar las pre-tensiones de la hija de Carlos IV, la infanta Carlota, enesos momentos refugiada en Brasil junto con su mari-do el regente de Portugal, a heredar la corona. La de-fensa de la legitimidad de Fernando VII era en estecaso contra las supuestas pretensiones de su hermana.García Pizarro fue obligado a dimitir, en mayo de 1809,y la Audiencia se convirtió en un nuevo poder políticocon la función de Audiencia Gobernadora. La llegada

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de tropas de Lima a las órdenes de Vicente Nieto, con elapoyo de las milicias de Buenos Aires, restableció la si-tuación. También tiene algunas peculiaridades lo ocurri-do en La Paz, en este caso por la presencia de repre-sentantes indígenas en la denominada Junta Tuitiva delos Derechos del Pueblo; el propio presidente era unmestizo, el comandante de milicias Pedro DomingoMurillo, y porque, quizá como consecuencia de lo an-terior, es la primera en hacer referencia a los tres siglosde «despotismo y tiranía de un usurpador injusto».33 Aun-que en otros documentos la justificación de la Junta deLa Paz es la tradicional de defensa de los derechos de Fer-nando VII, también en este caso justificado por el «carlo-tismo» del intendente y del obispo.34 Este asunto parecehaber sido una preocupación en toda el área rioplaten-se y que contó con partidarios de una cierta entidadpública, por ejemplo el bonaerense Manuel Belgrano.La Junta de La Paz fue derrocada por las tropas del bri-gadier José María Goyeneche, en las que se había alis-tado buena parte de la elite criolla de Arequipa y otrasciudades del altiplano peruano. La actuación militar delvirrey del Perú se extendió incluso fuera de su jurisdic-ción territorial. Fueron también tropas peruanas las queacabaron con la Junta de Quito en 1809.

En Caracas, fue el capitán general Juan de las Casasquien, en julio de 1808, inició negociaciones para lacreación de una Junta, que suspendió cuatro meses mástarde, en noviembre de 1808, según el intendente deCaracas, Juan Vicente de Arce, porque el «celo y el ar-dor por la sagrada causa degeneraron en un espíritu departido».35 Sin embargo, ya para 1810 se constituyó unaJunta autónoma, gracias a la parálisis del batallón de

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Caracas y el escuadrón de dragones por la destituciónde su comandante en jefe Vicente Emparán.

En Santa Fe de Bogotá se constituyó una Junta bajola presidencia del virrey José Antonio Amar y Borbón,aunque después sería depuesto del cargo.

La situación resultó mucho más compleja en el Ríode la Plata, donde la oposición al virrey Liniers, acu-sado de planear la entrega del virreinato a Francia, supaís de nacimiento, uno más de los múltiples funcio-narios no «nacionales» con los que contó la Monarquíacatólica a lo largo de sus tres siglos de existencia, fraca-só en su intento de crear Juntas, salvo en Montevideo,donde se constituyó una en apoyo de su gobernadorFrancisco Javier Elío. Lo peculiar del caso rioplatense fueque Liniers logró mantenerse con el apoyo de unasmilicias cuyos planteamientos políticos entraban den-tro del juntismo más radical: en ausencia del monarcala soberanía recaía en los pueblos y no en las autori-dades peninsulares.

Se podrían seguir enumerando casos pero la lógi-ca es, a grandes rasgos, la misma y con resultados tam-bién parecidos: el no reconocimiento por las autori-dades virreinales de las Juntas en aquellos casos queno tuvieron éxito, y los intentos de disolución de lasmismas por las tropas del rey en aquellos en los quelo tuvieron. Los juntistas americanos recibieron trato, de manera general, como si fueran rebeldes al rey. Estasituación contrastaba con lo ocurrido en la penínsu-la donde la legalidad de las Juntas había sido acep-tada desde el primer momento, incluso cuando se ha-bían enfrentado entre ellas, lo que ocurrió en varioscasos.

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La fractura de la experiencia de la revolución seagrandó con la formación de la Junta Central. En el mo-mento de su creación se dispuso que estuviera formadapor dos representantes de cada junta territorial, exceptoen el caso de América a la que se le asignaron nueve re-presentantes divididos entre las diferentes demarcacio-nes virreinales. Y el problema aquí fue doble, por unlado la menor representación americana, como se quejael cuaderno de instrucciones del Cabildo de Santa Fede Bogotá para el diputado de Nueva Granada ante laJunta Central:

el Ayuntamiento de la capital del Nuevo Reino de Gra-nada no ha podido ver sin un profundo dolor que,cuando de las provincias de España aun las de menosconsideración se han enviado dos vocales a la supremajunta central, para los vastos, ricos y populosos domi-nios de América, sólo se pida un diputado a cada unode sus reinos y capitanías generales, de modo que resul-te una tan notable diferencia como la que va de nuevea treinta y seis.36

Por otro, el absoluto desconocimiento de los pro-cesos juntistas del otro lado del Atlántico. Se actuó, dehecho, como si nunca hubiesen existido. La ignoranciade las Juntas americanas tenía profundas implicacionespolíticas ya que podía ser interpretada, y se interpretóen muchos casos, como un no reconocimiento de laigualdad entre todos lo territorios de la Monarquía.Algo inaceptable para las elites criollas americanas, talcomo refleja de forma muy precisa el mismo docu-mento anterior:

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sintió profundamente en su alma [el Ayuntamiento deSanta Fe], que se asociaban en la representación nacio-nal los diputados de todas las provincias de España, nose hiciese la menor mención, ni se tuviesen presentespara nada los vastos dominios que componen el impe-rio de Fernando en América […] No, no es ya un puntocuestionable si las Américas deben tener parte en larepresentación nacional; y esta duda sería tan injuriosapara ellas, como lo reputarían las provincias de Españaaun las de menor condición, si se versase acerca de ellas.¿Qué imperio tiene la industriosa Cataluña sobre laGalicia; ni cuál pueden ostentar ésta y otras populosasprovincias sobre la Navarra? ¿El centro mismo de lamonarquía, y la residencia de sus primeras autoridades,qué derecho tiene, por sola esta razón, para dar leyescon exclusión de las demás? Desaparezca, pues, todadesigualdad y superioridad de unas respecto de otras.Todas son partes constituyentes de un cuerpo políticoque recibe de ellas el vigor, la vida.37

La situación no mejoró con la convocatoria a Cor-tes en la que a América sólo se le asignaron represen-tantes por provincia y no, como ocurrió para la penín-sula, los de las antiguas ciudades con voto en Cortesy los de las Juntas territoriales. Se estaba actuando, dehecho, como si el reconocimiento de la representaciónpara América fuese un derecho nuevo y no algo quederivara de su antigua condición de reinos de la Coronade Castilla. Lo que resultaba indignante para las elitesamericanas no era que hubiesen dejado de ser coloniaspor una decisión de la Junta Central, era que se deja-

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se entrever que alguna vez lo habían sido. Es lo queafirma de manera literal el novohispano fray ServandoTeresa de Mier.

Y por aquí se ve el desatino de llamar colonias a unosreinos con todas las prerrogativas de los más distingui-dos reinos de España. Tenemos también Cortes según lasleyes de Indias o congresos de las ciudades y villas, yseñalados los votos de ellas. México tiene el primero,Tlaxcala el segundo, y ninguna autoridad puede impe-dirnos el nombrar diputados para las Cortes generales dela nación.38

En un texto posterior, el que trata de su estancia enLondres y la expedición de Mina, escrito por lo tantocon posterioridad a la aprobación de la Constitución,será todavía más tajante por los derechos históricos delas ciudades americanas a participar en las reuniones de Cortes: «sin que ninguna autoridad nos pueda tam-poco impedir enviar los diputados de nuestras ciuda-des y villas a las Cortes generales de la nación».39

Fue la diferente experiencia de las elites americanasfrente a la crisis de la Monarquía la que impulsó la re-volución dentro de la revolución que llevó a las revo-luciones de la independencia. En el común marco deuna revolución hispánica, el problema en los territoriosamericanos derivó, de manera bastante rápida, hacia unconflicto en torno a la soberanía y la representación.

El no reconocimiento de las Juntas y su represiónpor la fuerza de las armas fue el primer paso. El segun-do fue la representación desigual prevista para la JuntaCentral, 36 representantes por la parte europea de la

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Monarquía frente a 9 por la americana para una pobla-ción que se creía más o menos equivalente. La desigualrepresentación en las Cortes, 30 diputados para Américapor casi 250 para la península fue el tercero. Los deba-tes sobre el problema de la representación y la sobera-nía en las Cortes de Cádiz, el cuarto. El quinto y defi-nitivo fue la reinstalación del absolutismo monárquico.

Las dos primeras divergencias llevaron a los con-flictos de 1810 y a los primeros intentos, todavía tími-dos, de una ruptura con la península. Las segundas seconvirtieron en irreversibles. Los debates de las Cortesde Cádiz alumbraron una Constitución liberal, cuyavoluntad «revolucionaria» y de ruptura con el AntiguoRégimen fue compartida tanto por los representantesamericanos como por los europeos; los que se dieronen torno a la soberanía y la representación, por el con-trario, sólo sirvieron para agrandar fracturas y confi-gurar una visión americana de la Monarquía diferentede la europea.

Antonio Annino, un historiador italiano buen co-nocedor de los procesos de independencia america-nos, mantiene la sugerente idea de que en realidad enCádiz se enfrentaron dos propuestas alternativas deconstitucionalización de la Monarquía católica comonación, una que intentó «constitucionalizar el impe-rio soñado por los Borbones», heredera del proyectoilustrado de transformar los reinos americanos en co-lonias; otra que buscó «la constitucionalización delimperio de los Habsburgo del siglo XVII “compuesto”y, de facto, federal».40 La primera fue defendida, enlíneas generales, por los europeos y la segunda, por losamericanos.

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No es seguro que esto fuese exactamente así pero elplanteamiento resulta atractivo. Sería ver en la defensaque algunos diputados americanos hicieron de la pro-puesta de que la soberanía reside «originariamente» en laNación un eco de la Escuela de Salamanca del siglo XVII

y de un imaginario tradicional sobre la comunidad polí-tica en la que aquélla residía en los reinos, y, en la prefe-rencia de la mayoría de los europeos por el «esencialmen-te», una ruptura con la tradición y la afirmación de unasoberanía única e indivisible. Esta división remitiría a dosvisiones de la Monarquía, una más moderna en la que lanación se imaginaba como una comunidad política ho-mogénea, y aquí la única objeción que cabría poner aAnnino es que esto no significa necesariamente conside-rar a los territorios americanos como colonias; y otra mástradicional que veía a la nación como la suma de las pro-vincias y reinos que la componían. La primera domi-naría en la península, donde posiblemente el proyectonacionalizador borbónico había sido más intenso, y lasegunda, en América, donde lo habría sido menos.

El debate de la indivisibilidad o no de la soberanía,sin embargo, no se dio sólo en la península ni tampo-co únicamente como una oposición entre europeos yamericanos. Ya en el cabildo abierto de Buenos Aires del22 de mayo de 1810 Manuel Genaro Villota, fiscal de laReal Audiencia, replica a Juan José Castelli, quien habíaargumentado que ante la ilegitimidad del Consejo deRegencia los derechos de soberanía revertían al pueblode Buenos Aires, que ésta revertiría, en todo caso, encada uno de los pueblos que formaban el virreinato,no en su capital. Parece que esta respuesta dejó a Cas-telli bastante confundido.

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Sobre lo que no cabe ninguna duda es que el deba-te rompió algunas de las posibilidades de que la revo-lución política que estaba teniendo lugar hiciese de la antigua monarquía una nueva nación: una fracturaque se volvería a reproducir dentro de cada uno de losEstados surgidos de la independencia, en los que elenfrentamiento centralistas/federalistas continuaría du-rante buena parte del siglo XIX y en algunos casos, comoen el de España, hasta el siglo XXI, y que se vio agudi-zada por la que se produjo a propósito de la represen-tación.

A pesar de todo, americanos y europeos siguierontodavía caminando por la senda de una revolución queparecía marchar al mismo paso a ambos lados del Atlán-tico. La Constitución de Cádiz fue jurada y entró envigor en numerosos pueblos y ciudades de América, laúnica excepción significativa fue el virreinato del Ríode la Plata, donde a partir del no reconocimiento delConsejo de Regencia la evolución fue diferente.

La vuelta de Fernando VII y la restauración del ab-solutismo crearon una segunda fractura, ésta ya irre-versible. Las tropas realistas, en una política de tierraquemada, intentaron un regreso al Antiguo Régimentan inviable en Europa como en América. Las vueltasal pasado son siempre, en la historia, el regreso al paísde nunca jamás. «El Deseado», bajo cuya invocaciónse había iniciado la revolución hispánica, pasó a ser «elingrato Fernando» y hasta «la execración del universo»del que habla Servando Teresa de Mier en 181741 –éstemantenía que su Historia de la revolución en la NuevaEspaña, escrita en 1813, era un alegato a favor del rey–.Se trataba de una guerra, ahora sí, entre absolutistas y

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liberales. La revolución se convirtió en las revolucionesde las independencias, una por cada uno de los nuevospaíses nacidos del colapso del Antiguo Régimen en laMonarquía católica.

El corto periodo de restauración del liberalismo, conel trienio liberal (1820-1823), apenas dejó huella. El re-greso del absolutismo, con el apoyo ahora de una inter-vención francesa, es ya sólo un oscuro y esperpénticoepisodio que dará paso al triunfo definitivo del libera-lismo como sistema de gobierno en todos los territoriosde lo que había sido la antigua Monarquía católica, perofracturados en varias soberanías independientes unasde otras.

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Epílogo

Nada o muy poco sé de mis mayoresportugueses, los Borges: vaga genteque prosigue en mi carne, oscuramente,sus hábitos, rigores y temores.Tenues como si nunca hubieran sidoy ajenos a los trámites del arte,indescifrablemente forman partedel Tiempo, de la tierra y del olvido.Mejor así. Cumplida la faena,son Portugal, son la famosa genteque forzó las murallas del Orientey se dio al mar y al otro mar de arena.Son el rey que en el místico desiertose perdió y el que jura que no ha muerto.

Jorge Luis Borges, Los Borges

No haber caído,como otros de mi sangre,en la batalla. Ser en la vana nocheel que cuenta las sílabas

Jorge Luis Borges, Tankas

A mediados del siglo XVIII Robert Clive, un antiguoescribiente y contable de la East India Company, regre-sa a Europa. Sus años de estancia en la India le ha-bían proporcionado una fortuna fabulosa y una famaambigua. «Clive de la India», el jefe militar que habíallevado las tropas de la Compañía a la victoria en Plassey,«el general bendecido del cielo» que abrió las puertasdel subcontinente al imperio, expulsando a los fran-

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ceses y sometiendo a los poderosos nabab; pero tam-bién el funcionario imperial corrupto y corruptor, sinprincipios ni escrúpulos, en el que se reunían todos losdefectos de un parvenu ambicioso e inmoral. En su equi-paje había una colección de recuerdos indios y la férreavoluntad de usar su fortuna para hacerse un hueco enel mundo de la aristocracia inglesa.

Los primeros son las «curiosidades hindúes» que suhijo Edward encuentra a su muerte en un cofre, espe-cialmente reservado para él, y que, junto con los mue-bles, armas y otros objetos coleccionados por éste y porsu esposa, lady Henrietta Clive, en sus años de estan-cia como gobernador de Madrás, forman la magníficasección de arte hindú del «museo Clive» que todavíahoy puede contemplarse en Powis Castle.

Abrirse paso en las altas esferas de la aristocracia in-glesa resultó, para este vástago de una familia de aboga-dos rurales de Shropshire, en la frontera con Galés, algomás complicado. La compra de tierras, la construcciónde una gran mansión en su dominio de Claremont, lasintrigas políticas y la fama como gran coleccionista deobras de arte sólo le permitieron la obtención de unapequeña baronía irlandesa, la de Plassey, demasiadopoco para alguien cuya ambición declarada era un asien-to en la Cámara de los Lores. Sería finalmente su hijoEdward, quien obtendría, por matrimonio, el título deconde de Powis y la ansiada integración en el selec-to grupo de las grandes familias aristocráticas inglesasdel que todavía hoy los descendientes de los Clive for-man parte.

Una estatua en Shrewsbury, la capital del condadode Shropshire del que era originaria su familia y donde

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él ocupó varios cargos públicos, recuerda su nombrepara la posteridad.

Unos años antes de que Clive iniciase en la India elcamino que lo llevaría a la riqueza y al reconocimientosocial, llega a la Nueva España Fernando de la CampaCos, vástago de una familia de hidalgos rurales de Cos,en Cabuérniga, actual Cantabria. Su éxito no fue menorque el de Clive, después de participar como militar enuna de las múltiples pacificaciones de la siempre con-flictiva frontera norte del virreinato, inicia una exitosacarrera como empresario minero y agrícola que le per-mite amasar una fortuna que en nada desmerece enrelación con la del antiguo coronel inglés, ni en canti-dad ni, posiblemente, en la manera oscura como fueconseguida, un complejo entramado de alianzas fami-liares, corrupción y métodos mafiosos que le permi-tieron convertirse en el centro de la vida económicadel entonces rico emporio minero de Zacatecas. Peroaquí acaban todas las semejanzas.

Fernando de la Campa Cos, a diferencia de Clive,nunca regresó a España, la única relación que se le co-noce con su mundo de origen es la fundación de unpósito de granos en Cos, y nunca mostró el mínimointerés ni por las civilizaciones prehispánicas e indíge-nas de la Nueva España, nada de colecciones de «curio-sidades mexicanas», ni por ser reconocido por la aris-tocracia de la Corte de Madrid.

Nueva España no fue, para De la Campa Cos, unlugar exótico con «curiosidades» que coleccionar sino«su» mundo, tan suyo como el que ha dejado al otrolado del Atlántico, un reino de ciudades con plazas dearmas, cerámica de Talavera, procesiones, órdenes mili-

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tares, templos, palacios e imágenes barrocas; una tierraen la que no cabía el exotismo: el mismo universo físi-co y mental en uno y otro lado del Atlántico.

Y quizás aquí no sea ocioso llamar la atención sobreel hecho de que en la Monarquía católica, a diferen-cia de los imperios de nuevo cuño, no sólo los parti-culares no coleccionan objetos «exóticos», símbolos delimperio, tampoco el Estado lo hace. No existe en ellanada equivalente a las grandes colecciones de otras cul-turas exhibidas como un homenaje a la gloria de losrespectivos imperios en Francia o Inglaterra.

Por poner un ejemplo, el British Museum recibe yexpone, en una fecha tan temprana como 1802, la impre-sionante colección de antigüedades egipcias recogidasdurante tres años por los científicos que habían acom-pañado a Napoleón en su expedición a Oriente, el botínde guerra de otro botín. El tratado de capitulación delos restos del ejército francés en Egipto establecía, en suartículo 15, que «los manuscritos árabes, las estatuas ylas otras colecciones hechas por la República Francesaserán consideradas propiedad pública y serán puestosa disposición de los generales del ejército aliado» (ingle-ses y turcos). El botín de guerra sólo cambiaba de ma-nos y los ingleses se quedaron con la mayor parte.

Un museo «nacional», el British, había sido funda-do casi cincuenta años antes ya como museo nacionalno como institución real, recibe y expone los objetosegipcios no por su valor artístico sino como homena-je a la gloria de Inglaterra. Es lo que afirma literalmenteEdward Daniel Clarke, encargado por el general inglésque había derrotado a los franceses de catalogar lasantigüedades requisadas:

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Se las instaló [las esculturas egipcias] en el patio descu-bierto del British Museum, consideradas como ejemplossingulares del arte egipcio pero sin demasiado interés,himnos a la gloria del país, trofeos que testimoniaban suvalor.1

Que no se apreciase el valor artístico de los gran-des monolitos traídos de Egipto, piezas «sin demasia-do interés», es el reflejo de una tradición cultural parala que el único canon estético era el grecolatino; quea pesar de todo se les expusiese en un museo «nacio-nal», es la expresión de una cultura imperialista en laque las colecciones exóticas eran una forma de mos-trar la gloria y el poder de los británicos.

Frente a esto hay que recordar que ningún museode la Monarquía católica exhibe en esa época coleccio-nes imperiales. Madrid no se configura como una grancapital, no ya imperial sino nacional, hasta bien entra-do el siglo XIX, cuando del supuesto imperio quedan yasólo algunos jirones. Por lo tanto hay que esperar has-ta 1868 para que el Museo Real de Pinturas, fundadoen 1819, incluya en su denominación el adjetivo na-cional, Museo Nacional del Prado, lo que no cambiósu condición de colección privada de los reyes carentede cualquier carácter no ya imperialista sino imperial.Y hay que esperar todavía más, hasta 1941, ya en plenofranquismo, para que aparezca el primer museo «im-perial» español, el Museo de América de Madrid, cuan-do la quimera del imperio espiritual se convierte en elbucle melancólico de la nostalgia por lo que nuncaexistió.

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La diferencia es también abismal con respecto a la búsqueda de reconocimiento social. Fernando de laCampa Cos persigue, lo mismo que Clive, ser recono-cido –ambos son dos parvenus en busca de poder yriqueza–, y lo consigue, quizás incluso más que el in-glés, caballero de la Orden de Calatrava, conde de SanMateo de Valparaíso, coronel de milicias, regidor per-petuo de la ciudad de Zacatecas, etcétera. Pero no enla metrópoli sino en una Nueva España que también es metrópoli. No regresa para construirse una mansiónseñorial en Castilla, levanta una hacienda en el cora-zón de sus tierras zacatecanas, la de San Mateo deValparaíso, impresionante como un castillo medieval.Tampoco busca casar a su hija y heredera, Ana Maríade la Campa Cos, cuya dote hubiese hecho palidecera la de la hija de no importa qué grande de España, conun noble de la península sino con un título america-no, nuevo como el suyo, el marqués del Jaral de Berrio.

Fernando de la Campa Cos no tiene ningún sentidode jerarquía territorial. Cualquier lugar de la Monarquíaes tan bueno como otro para iniciar una nueva estirpenobiliaria. Sus descendientes, criollos ya de tercera ge-neración, tomarán partido a favor de los realistas en laguerra de la independencia, de manera no demasiado en-tusiasta si hemos de creer a Calleja, quien nunca parecióentender cómo el último conde de San Mateo de Valpa-raíso, Juan Nepomuceno de Moncada, pudo abandonarla hacienda del Jaral de Berrio, fortificada como un cas-tillo, a las tropas de Francisco Xavier Mina, sin dispararun tiro y dejando en poder de éste la impresionante sumade 140.000 pesos en oro. Todo ello a pesar de contar conun ejército de trescientos hombres y tres cañones.

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La toma de partido de los últimos descendientes delconde de San Mateo de Valparaíso no impidió que si-guieran en México una vez proclamada la independen-cia, tampoco que en algunos momentos coquetearancon la insurgencia. Moncada fue amigo personal de Ig-nacio Allende, parece que también de Hidalgo, y tuvorelaciones con la junta conspiradora de Querétaro. Fue-ron gente como ellos los que lucharon en las guerrasde independencia, unos, como Allende, del lado de lainsurgencia, otros, como Moncada y Berrio, del ladode los realistas.

Robert Clive era un inglés, Fernando de la CampaCos un hidalgo montañés, cuya patria era la ciudad deZacatecas y cuya fidelidad política se debía a la Mo-narquía católica, a ser un fiel vasallo del rey. Por esoresulta tan lejano en el tiempo. Su mundo desaparecióarrastrado por el vendaval de la guerra y de la revolu-ción. La hacienda de San Mateo de Valparaíso es hoysólo una ruina en un pequeño pueblo del sureste deZacatecas. El escudo que ornaba su fachada, en el quese entrelazaban los símbolos heráldicos de los De laCampa y los Cos, se trasladó a la ciudad de Zacatecas,al frontis del edificio de la Unión Ganadera, un des-pojo carente de sentido, tan lejano o más que un glifomaya. A diferencia del aventurero inglés nada ni nadielo recuerda en España. Tenue es también su memoriaen México, hasta el palacio de los condes de San Ma-teo de Valparaíso en la ciudad de México ha pasado aser conocido como palacio Iturbide. Sólo una lápida,mandada poner por su hija Ana María de la CampaCos, quien trasladó sus restos de la capilla de San Ma-teo de Valparaíso, donde primeramente había sido en-

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terrado, al convento de Santo Domingo de la villa de Llerena del Real de Minas de Sombrerete, fundadopor él, nos habla de un personaje desdibujado, «céle-bre por su piedad y por sus inmensas riquezas». Eso estodo.

Fueron gente como Fernando de la Campa Cos ysus descendientes, la «vaga gente» del verso de Borges,quienes desde el sur de los Estados Unidos a la isla deChiloé tuvieron que enfrentarse al fin de una civiliza-ción, al colapso de un mundo, el suyo, que se vieronobligados a sustituir por otro. Es a ese enfrentamiento,a esa lucha por dejar de ser y seguir siendo, a lo quellamamos guerras de independencia: gente que en mu-chos casos entró en un mundo nuevo sin entender queel suyo había muerto para siempre. Son vagos fantas-mas, como Matías Martín y Aguirre, antiguo oficial delejército realista, quien todavía en 1847 se preguntaba, enuna carta desde Matehuala, desconcertado por la esca-sa resistencia del ejército mexicano ante el estadouni-dense: «¿Ya no hay caballería mexicana? ¿Ya no hayhombres como los fieles de Potosí?»,2 sin comprenderque nada quedaba de aquello por lo que y con lo quehabía luchado, o Ángel Calderón de la Barca, criollobonaerense, quien en esa misma fecha de 1847 mos-traba su estupor porque «los yankees hayan plantado elpabellón de las estrellas en el Palacio de los Virreyes deMéxico»,3 ante la perplejidad del yucateco Justo SierraO’Reilly, que parecía no entender por qué el ministroplenipotenciario de España ante los Estados Unidos seempeñaba en llamarlo paisano, consideraba el viejopalacio algo suyo y sentía como una afrenta personalel que los estadounidenses hubiesen podido izar su

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bandera en la Plaza de Armas de la otrora orgullosacapital del Reino de la Nueva España.

Pero dejemos el mundo de los héroes, el de los quemurieron en la batalla, y volvamos al de los que «enla vaga noche» contamos sílabas. Si el primer cente-nario de las independencias fue una buena ocasiónpara las autocelebraciones conmemorativas de los dife-rentes Estados-nación a mayor gloria de sí mismos, eldigno broche final de una historiografía que habíalogrado convertir a la nación en el centro de la histo-ria, el segundo debería de servir para un análisis másdetenido y pausado que permita una mejor compren-sión de lo ocurrido.

Pasadas las urgencias de las construcciones nacio-nales y también, aunque quizá menos, las pulsionesnacionalistas de los historiadores, parecería haber lle-gado el tiempo de comprender más que de juzgar; lahora de un nuevo paradigma que nos permita enten-der el significado exacto de eso que llamamos, quizáno muy exactamente, guerras de independencia. Unparadigma que sea capaz de integrar las nuevas teoríaspolíticas sobre el concepto de nación desarrolladas porla ciencia política en las últimas décadas con las apor-taciones sobre el tiempo de las independencias puestasal descubierto por los historiadores durante estos últi-mos años, algunos de cuyos nombres se han ido des-granando a lo largo de las páginas de este libro.

Una nueva propuesta que debe partir de que las lla-madas guerras de independencia fueron un conflictode carácter político-ideológico en el que básicamente loque se dirimió fueron cuestiones con respecto al poder,¿quién, dónde, cómo y en nombre de qué o de quién

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debe de ejercerlo? Otros aspectos como los conflictos ét-nicos, económicos y sociales, contribuyeron a su mayoro menor virulencia pero no fueron ni la causa ni el cen-tro del problema. Esto significa poner en cuestión unode los modelos más influyentes para la explicación delas guerras de la independencia en las últimas décadas,el denominado por Mónica Quijada modelo materia-lista,4 para el que las emancipaciones americanas se ex-plican a partir de la lucha de clases o, como precisa lapropia Quijada, del conflicto social en el interior de unasociedad estratificada a partir de criterios socioétnicos.Un modelo que no deriva directamente de la historio-grafía marxista más caricaturesca de la década de los se-senta sino de la influyente obra del historiador británicoJohn Lynch pero cuya aportación a una mejor compren-sión de las guerras de independencia resulta bastante mar-ginal cuando no nociva. Como afirma François-XavierGuerra, las elites que hicieron la independencia no erantanto una clase social como una cultura.5 No fueron susintereses de clase los que las empujaron a tomar partidopor uno u otro bando sino sus diferentes formas de very entender el mundo.

En este conflicto político-ideológico hubo un en-frentamiento entre los defensores del viejo sistema delegitimidad dinástica y los de una nueva legitimidadnacional. Hubo una guerra civil en la que la ubicaciónde los diferentes actores estuvo determinada por sus po-sicionamientos político-ideológicos y no por su origen«nacional», y/o social. Y aquí habría que cuestionarsetanto la versión tradicional, empeñada en ver la contien-da como un enfrentamiento entre peninsulares y criollos,como la más reciente historia social de la independen-

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cia, empeñada en verla como una sucesión de conflic-tos económicos y étnicos que habría llevado a la granconflagración final.

Las independencias fueron un proceso de largaduración que tiene que ver, no con luchas de libera-ción nacional sino con los procesos de construcción denaciones. Cabe incluso la posibilidad de que exista unmodelo específicamente latinoamericano de construc-ción nacional. Esto significa situar los conflictos de lasindependencias no como un punto de llegada, el findel Imperio español en América, sino de partida, el inicio de un complejo proceso que permitió sustituiruna forma de legitimidad por otra y construir nacionesallí donde antes había pueblos y patrias. La construc-ción de naciones es un objetivo al que los intelectua-les y políticos hispanoamericanos han dedicado lo mejorde sus esfuerzos durante más de dos siglos. En este sen-tido las llamadas guerras de independencia no acabaríancon las derrotas de los ejércitos realistas sino que se pro-longarían durante buena parte de la primera mitad delsiglo XIX e incluso más allá. Esta última es una propues-ta avanzada ya por varios autores, entre los que cabríacitar, de manera destacada, a François-Xavier Guerra,6

pero que sería necesario convertir en el centro de unanueva forma de entender la historia de la América his-pana y su peculiar inserción en el marco de la historiauniversal.

El planteamiento anterior debe llevar a preguntar-nos por qué unas naciones y no otras. En el amplio ám-bito geográfico de la Monarquía católica las nacionesposibles eran múltiples. En un extremo, una nación quehubiese abarcado el conjunto de los territorios ameri-

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canos; en el otro, la balcanización centroamericana; enmedio, todas las opciones posibles, desde antiguos virrei-natos hasta capitanías generales. Habría que intentarexplicar la lógica de un proceso en el que parecen con-vivir opciones múltiples sin que haya un modelo he-gemónico. Hubo naciones imaginadas a partir de gober-naciones, es el caso de Uruguay, Paraguay y la mayorparte de las centroamericanas; otras de audiencias, Chile,Bolivia, Ecuador y Venezuela; y otras, por último devirreinatos, México, Colombia, Perú y Argentina, despo-jados, obviamente, de las gobernaciones y audiencias usa-das para construir otras soberanías políticas. Las nacio-nes no estaban definidas a priori. Fueron el resultado deuna serie de procesos que es necesario explicar para en-tender por qué unas y no otras; y para entender, también,el papel determinante que algunas ciudades tuvieron en la configuración de esos nuevos espacios nacionales.Da la impresión de que en el caso hispanoamericano, yhabría que ver si sólo hispanoamericano, se hicieron na-ciones para una capital, no capitales para una nación.Las grandes ciudades virreinales fueron el centro de unintenso proceso de nacionalización que les permitióconstruirse naciones hasta allí donde llegaba su área deinfluencia. Nada extraño si consideramos que en la viejasociedad virreinal éstas habían actuado como centros dela vida económica, social y política de los amplios espa-cios geográficos que las rodeaban. «Nadie puede dudar[…] que el Ayuntamiento de México es una parte de lanación y la más principal, por ser la metrópoli de estereino», escribirá el apoderado del cabildo de la ciudadde México, Francisco Verdad, en 1808; y «El pueblo deBuenos Aires […] capital del reino y centro de nuestra

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gloriosa revolución, representa al gobierno por medio desu respetable Ayuntamiento la necesidad urgente de con-centrar el poder», replicará en el otro extremo del conti-nente el Estatuto Provisional de las Provincias Unidas delRío de la Plata de 1811.7

En esta explicación, en la que las naciones realmen-te existentes no son una realidad de partida sino el re-sultado de un proceso, de una construcción histórica,el tiempo es la larga duración y no sólo hacia delantesino también hacia atrás. Es necesario reconstruir lasformas de identidad colectiva de las elites en el mundohispánico previo a la independencia, su mundo sim-bólico y las redes burocráticas en las que se integraban,fuesen éstas religiosas o laicas. Fueron estas elites lasque inventaron las naciones, pero no a partir de unalibertad absoluta sino a partir de sus propios condicio-namientos, prisioneras de una visión del mundo quehabía construido memorias, identidades, afinidades his-tóricas y culturales desde mucho antes que la naciónestallase como problema en la Monarquía católica, en1808. Posiblemente ya desde el mismo momento de laConquista, cuando los procesos de aculturación comen-zaron a actuar sobre las poblaciones blancas y no sólo,como ha pretendido una cierta historiografía, sobre lasindígenas.8

Pero por encima de todas estas consideraciones,deberíamos de ser capaces de enfrentarnos al proble-ma de las independencias desde un cierto agnosticis-mo sobre el hecho nacional. La nación no es una rea-lidad natural sino la respuesta al problema de lalegitimación del poder en un momento histórico con-creto y es desde esta perspectiva desde la que hay que

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entender el problema de las independencias. Sería nece-sario no creer en la nación para enfrentarse al estudiode la historia de su construcción libre de prejuicios. Elproblema es que el hombre moderno, incluidos los his-toriadores, y en este caso probablemente más que elresto, está construido desde la nación. Quizá para el pró-ximo tricentenario nuestros descendientes, más afortu-nados, puedan escribir sobre las independencias desdeeste necesario agnosticismo, uno que nos permita en-tender que la ruptura de las independencias fue sólo unade las salidas posibles a la crisis de la Monarquía.

Hay mucho de tautológico en esa visión teleológicaque parte del hecho de que, puesto que la fragmentaciónde la nación imaginada en Cádiz ocurrió, era porquetenía que ocurrir. Nada en la historia es inevitable. Elproyecto gaditano de convertir la antigua Monarquía enuna nueva nación fue factible. Es incluso posible quela responsabilidad de su fracaso sea más de las elites pe-ninsulares que de las americanas. La posibilidad de con-vertir los territorios americanos en colonias de la naciónespañola, el viejo proyecto que ya había tentado a loscírculos cortesanos ilustrados de mediados del siglo XVIII,siguió condicionando la percepción de unas elites polí-ticas que interpretaron el texto gaditano a partir de unamatriz europea de difícil encaje en las expectativas ame-ricanas. La disgregación de la Monarquía católica fue elresultado de la imposibilidad de imaginarla como unanación, pero no se trata de una imposibilidad ontológi-ca sino del resultado de unas circunstancias determina-das en un momento concreto del devenir histórico.

Hubo varias opciones posibles, la construcción delas naciones que hoy existen fue sólo una de ellas y ni

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siquiera sabremos nunca si mejor o peor que las otras.Las guerras de independencia marcan el final de unmundo irremediablemente perdido, para cuya compren-sión de nada sirven nuestros valores. Forman parte deaquello que ya ni siquiera es imaginable. En el iniciode este ensayo un poeta rememoraba las lejanas bata-llas que habían dado origen a una civilización que toda-vía consideraba suya. No ha pasado ni siquiera un siglodesde que Kavafis escribiese, él aún no lo sabía, el epita-fio del mundo griego en una Alejandría hoy tan lejanay fantasmagórica como aquella que alguna vez habíanpisado los mercenarios de Alejandro. Nada queda de los griegos de Alejandría, menos aún de los «de Mediay los de Persia», y encontrar a alguien que todavía bal-bucee el griego entre Bactria y la India, allí donde «lacomún lengua griega» era «conocida por todos», seríapoco menos que un milagro.

De los griegos de Oriente sólo quedan las ruinas ar-queológicas de sus ciudades, los restos de sus templos,una cuantas estatuas esterilizadas en la vacuidad de losmuseos y el anacronismo de una Grecia moderna auto-erigida en su heredera pero que nada tiene que ver conellos.

No es mucho más lo que queda de la vieja Monar-quía católica, aquella que las alegorías representabancomo una feliz matrona reinando sobre dos hemisfe-rios con un león a sus pies, un mundo irremediable-mente muerto. Quizás el error fue que, como la Greciamoderna, uno de los retazos de aquella institución polí-tica, el conglomerado de reinos europeos de la Monar-quía se empeñase en erigirse en su heredero. Este ana-cronismo, otro más, ha tenido como consecuencia que

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los descendientes de jornaleros extremeños, que nuncallegaron ni siquiera a ver el mar, se sientan herederosde la «vaga gente» de Borges, de aquellos que cruzaronlos océanos del planeta, como afirma una crónica etio-pe del siglo XVI sobre los portugueses llegados a con-quistar el mítico reino del preste Juan, «hambrientos debatallas como leones, sedientos de sangre como lobos»,un mundo perdido, desaparecido y sin herederos.

El fin de la Monarquía católica fue también el deuna forma de civilización. Nuevas naciones brotaron de sus ruinas pero no hay continuidad entre ninguna deellas y lo que siguió. Identificar la nación española conla Monarquía católica es parte de la estrategia del Estadoespañol decimonónico para inventar una España intem-poral y gloriosa, pero resulta tan anacrónica como undogmático pope ortodoxo griego proclamándose here-dero del espíritu pagano de Alejandro Magno.

Visto desde esta perspectiva, temporal y teórica,quizá la única pregunta relevante sea cuándo y en québrumosa ciudad portuaria, del Atlántico o del Pacífico,un Kavafis criollo escribirá los últimos versos en espa-ñol del continente, cerrando una historia hoy todavíainconclusa. Una «nuestra común lengua española» desa-parecerá, lo mismo que en el caso griego, por el dobleataque de alguna lengua de comunicación más atracti-va y por la resurrección de viejas lenguas nativas «másnuestras» que las de los conquistadores, en algún mo-mento tan ajena y extraña como ellos mismos.

Quizá sea también entonces cuando una nueva histo-riografía convierta el periodo iniciado en el continentecon las independencias en una especie de época hele-nística. Un periodo de transición en el que no se pudo,

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o no se quiso, poner fin real a los últimos resabios dela Monarquía católica. La historia, y sobre todo el rela-to construido por los historiadores, tiene extraños re-corridos y el segundo centenario de las independenciaspuede acabar siendo el que marque el tiempo de losprecursores, el de los que iniciaron el fin de las repú-blicas helenísticas/hispánicas en América, el de los re-fundadores de naciones.

Pero esto es historia-ficción, no historia, y los historia-dores nos sentimos más cómodos prediciendo el pa-sado que el futuro. Aparentemente un modo infaliblede nunca equivocarse. Pero a veces nuestras profecías depasado son tan erróneas como las de futuro y de peoresconsecuencias. En la Plaza Grande de Quito un monu-mento recuerda el «Primer Grito de Independencia His-panoamericana», el que dio origen a la Junta Provisionalde agosto de 1809. En la base, el león español, herido,con una punta de lanza en su costado, se aleja tamba-leante entre los despojos de la vieja monarquía, armas,pendones y una gran cruz virreinal; en una de las esqui-nas el cóndor ecuatoriano remonta majestuoso el vuelocon las cadenas de la opresión española rotas a sus pies.Una bella metáfora en bronce de la que habría sido laprimera proclamación de la independencia en la Américaespañola. El problema es que el Acta de Independenciafirmada por la Junta a la que el monumento rinde ho-menaje dice cosas tan extrañas como que su presidente«Prestará juramento solemne de obediencia y fidelidadal rey en la catedral inmediatamente y lo hará prestar atodos los cuerpos constituidos así eclesiásticos comoseculares. Sostendrá la pureza de la religión, los dere-

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chos del rey, y los de la patria y hará guerra mortal atodos sus enemigos, principalmente franceses, valién-dose de cuantos medios y arbitrios honestos le sugirie-sen el valor y la prudencia para lograr el triunfo» o quela Junta «gobernará interinamente a nombre y como re-presentante de nuestro legítimo soberano, el señor donFernando Séptimo, y mientras su majestad recupere lapenínsula o viniere a imperar en América».9 Es posibleque sea una proclamación de independencia pero suenarara.

La historiografía patriótica ecuatoriana redondea elrelato en bronce con una emotiva narración en la quelas tropas españolas truncan este primer alba de la «liber-tad» americana con el asesinato de la mayoría de losmiembros de la Junta, en una orgía de saqueos, robos,sangre y destrucción. Lo que no dice es que el núcleoprincipal de estas «tropas españolas» eran las milicias depardos de Lima, zambos americanos, al menos tan ame-ricanos como los criollos a los que asesinaron y lasdamas quiteñas a las que violaron. A su frente, eso sí,un «español», el teniente coronel Manuel Arredondo yMioño. Español, también es cierto, de complejas rela-ciones con América, hijo de un virrey y heredero, a tra-vés de su tía la criolla limeña Juana Josefa de Herce yDulce, de un título americano, el de marqués de SanJuan Nepomuceno, pudo haber nacido en Buenos Aires,sin que, casi seguro, su condición de criollo hubiesecambiado para nada ni su carrera militar ni su actuaciónen los aciagos sucesos de Quito.

Un monumento con dos cóndores desgarrándoselas entrañas habría sido, quizás, una metáfora bastante

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más precisa de lo ocurrido que la profecía de pasadoen bronce imaginada para la conmemoración del «Pri-mer Centenario de la Independencia».

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Apéndices

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Notas

Introducción. ¿Por qué volver sobre las guerras de independencia?

1. José María Portillo Valdés, «Crisis e independencias:España y su monarquía», en Historia Mexicana, vol. LVIII,Colmex, México, julio-septiembre, 2008, pág. 130.

2. Para estos datos véanse Sonia Alda Mejías, La participa-ción indígena en la construcción de la república de Guatemala, sigloXIX, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid, 2000; Anto-nio Annino, «Cádiz y la revolución territorial de los pueblosmexicanos, 1812-1821», en Antonio Annino (coord.), Historiade las elecciones en Iberoamérica, siglo XIX. De la formación del espa-cio político nacional, FCE, Buenos Aires, 1995; Giovanni Chia-ramonte, Suffragio e rappresentanza nel Perú dell’800, Turín, OttoEditore, 2002, y Federica Morelli, Territorio o nazione. Rifor-ma e dissoluzione dello spazio imperiale in Ecuador, 1756-1830,Rubbettino, Catanzaro, 2003.

3. Véase François-Xavier Guerra, «Lógicas y ritmos de lasrevoluciones hispánicas», en François-Xavier Guerra (dir.), Re-voluciones hispánicas: independencias americanas y liberalismo espa-ñol, Editorial Complutense, Madrid, 1995, págs. 13-46.

4. Fray Servando Teresa de Mier, Memorias, Trama Edi-torial, Madrid, 2006, pág. 281.

5. Sobre la importancia pública de la obra de Bustamantevéase Roberto Castelán Rueda, La fuerza de la palabra impresa.Carlos María de Bustamante y el discurso de la modernidad, Uni-versidad de Guadalajara-FCE, México, 1997.

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6. Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., pág. 130.7. Mariano Moreno, «Sobre las miras del Congreso que

acaba de convocarse y Constitución del Estado», Gaceta de Bue-nos Aires, 7 de junio de 1810.

8. Jaime E. Rodríguez O., «Interpretaciones generales de lasindependencias», en Alfredo Ávila y Virginia Guedea (coords.),La independencia de México: temas e interpretaciones recientes, UNAM,México, 2007, pág. 201.

9. Henry George Ward, México en 1827, FCE, México,1981, pág. 466.

10. William Henry Hudson, Allá lejos y tiempo atrás, ElAcantilado, Barcelona, 2004.

11. Es una frase que este escritor mexicano incluye, conligeras variaciones, en varios de sus textos; por ejemplo, en unanota a pie de página de su edición de la Historia general de lascosas de la Nueva España de fray Bernardino de Sahagún, publi-cada en la ciudad de México en 1830.

12. José María Blanco White, Conversaciones americanas yotros escritos sobre España y sus Indias, edición de Manuel Mo-reno Alonso, Ediciones de Cultura Hispánica, Madrid, 1993,pág. 58.

13. Thomas S. Kuhn, The Structure of Scientific Revolutions,University of Chicago Press, Chicago, 1962.

14. Benedict Anderson, Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Verso, Londres, 1983;John Breuilly, Nationalism and the State, St. Martin Press, Nue-va York, 1982, y Ernest Gellner, Nations and Nationalism, BasilBlackwell Publishers, Oxford, 1983.

15. Eric Van Young, La otra rebelión. La lucha por la inde-pendencia de México, 1810-1821, FCE, México, 2006.

16. Virginia Guedea, «La historia política sobre el proce-so de la independencia», en Alfredo Ávila y Virginia Guedea(coords.), op. cit., pág. 64.

17. Para un resumen de las tesis de Furet, véase FrançoisFuret, Penser la révolution française, Gallimard, París, 1979; sobre

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el carácter «revolucionario» de las independencias americanas,véase Jaime E. Rodríguez, «The Emancipation of America»,American Historical Review, 105, 2000, págs. 131-152.

18. Las dos obras fundamentales de estos autores sobre eltema son François-Xavier Guerra, Modernidad e independencia.Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Mapfre, Madrid, 1992,y Jaime E. Rodríguez, La independencia de la América española,FCE, México, 1996.

19. Mónica Quijada, Modelos de interpretación sobre las inde-pendencias americanas, Zacatecas, Conacyt y Universidad Autó-noma de Zacatecas, 2005, pág. 17.

20. Antonio Annino, «Cádiz y la revolución de los pue-blos mexicanos, 1812-1821», en A. Annino (coord.), op. cit.

21. José Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, Histo-ria de la revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac, o ver-dadero origen y causas de ella con la relación de sus progresos hasta elpresente año de 1813, Guillermo Glindon, Londres, 1813. Estaidea de «pérdida de legitimidad» de la Monarquía ha sido ana-lizada con todo detalle, para el caso de la Nueva España, porTimothy E. Anna en su libro The Fall of the Royal Government inMexico City, University of Nebraska Press, Lincoln, 1978.

22. Carta de Fernando VII a su padre del 4 de mayo de1808. Reproducida en Álvaro Flórez Estrada, Introducción parala historia de la revolución de España, Imprenta de R. Juigné,Londres, 1810, pág. 170.

23. Fray Servando Teresa de Mier, Memorias,op. cit., pág. 68.24. Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, tomo II,

libro tercero, título primero, ley primera, fol. 1, Cultura His-pánica, Madrid, 1973.

25. Manifiesto de la Junta Suprema de Sevilla (del Reino deEspaña y de las Indias), 3 de agosto de 1808.

26. «Carta del capitán general de Castilla la Vieja al Ayun-tamiento de León», 29 de mayo de 1808.

27. Para un resumen historiográfico sobre el debate de larepresentación de los americanos en las Cortes de Cádiz, véase

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Roberto Breña, El primer liberalismo español y los procesos de eman-cipación de América, 1808-1824. Una revisión historiográfica del libe-ralismo hispánico, El Colegio de México, México, 2006, págs.141-161; para el problema de la representación de los america-nos en el Trienio Liberal, Ivana Frasquet, «La cuestión nacionalamericana en las Cortes del Trienio Liberal, 1820-1821», enJaime E. Rodríguez O., Revolución, independencia y las nuevasnaciones de América, Fundación Mapfre-Tavera, Madrid, 2005.

28. Jaime E. Rodríguez, La independencia de la América espa-ñola, op. cit., pág. 109.

29. Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., pág. 274.30. Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias,

IV, pág. 2610.31. Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias,

III, pág. 1774, 5 de septiembre de 1811.32. François-Xavier Guerra, Modernidad e independencia. En-

sayos sobre las revoluciones hispánicas, op. cit., pág. 14.33. Véase Manuel Calvillo, La república federal mexicana.

Gestación y nacimiento, El Colegio de México-El Colegio de SanLuis, México, 2003.

34. Lucas Alamán, Historia de México, t. V, Jus, México,1942, pág. 127.

1. Las palabras como armas: ¿revolución, guerra de independenciao guerra civil?

1. «Sobre el discurso del Sr. Director del Colegio de Mi-nería D. José María Tornel, en la distribución de premios desus alumnos», El Universal, 24 de noviembre de 1849.

2. «Cuestión histórico-política. Artículos de El Universal»,El Monitor Republicano, 20 de diciembre de 1849.

3. Véase Gabriele Ranzato, «Un evento antico e un nuo-vo oggeto di riflessione», en Guerre fratricide. Le guerre civili inetà contemporanea, Bollati Boringhieri, Milán, 1994, págs. IX-LVI.

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4. Simón Bolívar, Decreto de guerra a muerte, Ciudad deTrujillo, 15 de junio 1813.

5. Fray Servando Teresa de Mier, Memorias, Trama Edi-torial, Madrid, 2006, pág. 232.

6. Valentín Llanos, Representación sobre la emancipación detodas las posesiones de América que dirigió a las Cortes de España elaño de 1820, C. Baldwin, Londres, 1820.

7. Para la participación de los distintos grupos sociales en la guerra de la independencia en el caso concreto de laNueva España véanse, Brian Hamnett, Roots of Insurgency:Mexican Regions, 1750-1824, Cambridge University Press, Cam-bridge, 1986; John Tutino, From Insurrection to Revolution inMexico: Social Bases of Agrarian Violence, 1750-1940, PrincetonUniversity Press, Princeton, 1986; y Eric Van Young, The OtherRebellion: Popular Violence, Ideology, and Mexican Struggle forIndependence, 1810-1821, Stanford University Press, Stanford,California, 2001.

8. Jean Piel, «The Place of the Peasantry in the NationalLife of Peru in the Nineteenth Century», Past and Present, núm.46, febrero de 1970, pág. 116.

9. Tulio Halperin Donghi, Reforma y disolución de los impe-rios ibéricos, 1750-1850, Alianza Editorial, Madrid, 1985.

10. Véase en particular François-Xavier Guerra, Modernidade independencia. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Mapfre,Madrid, 1992.

11. Jacques Godechot, La Contre-révolution. Doctrine et ac-tion, 1789-1804, Presses Universitaires de France, París, 1961.

12. Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, t. II, FCE,México, 1994, pág. 350.

13. Valentín Llanos, Representación sobre la emancipación detodas las posesiones de América que dirigió a las Cortes de España elaño de 1820, C. Baldwin, Londres, 1820, pág. 22.

14. Joaquín Varela Suanzes, La teoría del Estado en los orí-genes del constitucionalismo hispánico (Las Cortes de Cádiz),Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983, pág. 2.

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15. Para estos datos véase Roberto Breña, El primer libera-lismo español y los procesos de emancipación de América, 1808-1824.Una revisión historiográfica del liberalismo hispánico, El Colegio deMéxico, México, 2006, pág. 158.

16. Timothy E. Anna, Spain and the Loss of America, Uni-versity of Nebraska Press, Lincoln, 1983.

17. François-Xavier Guerra, op. cit., pág. 117.18. Carlos María de Bustamante, La Constitución de Cádiz;

o, Motivos de mi afecto a la Constitución, investigación y notas deFelipe Remolina Roqueñí, Federación Editorial Mexicana,México, 1971.

19. José Canga Argüelles, Reflexiones sociales, ó idea para laconstitución española, que un patriota ofrece a los representantes deCortes, Imprenta de José Estevan, Valencia, 1811, págs. 139-140.

20. Jeremy Bentham, Principios de la ciencia social o de lasciencias morales, ordenados conforme al sistema del autor original yaplicados a la Constitución española por D. Toribio Núñez, 2 vols.,Imprenta de Bernardo Martín, Salamanca, 1820-1821.

21. Véase David Armitage, The Ideological Origins of the Bri-tish Empire, Cambridge University Press, Cambridge, 2001.

22. José Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, Histo-ria de la revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac, oVerdadero origen y causas de ella con la relación de sus progresos hastael presente año de 1813, Guillermo Glindon, Londres, 1813.

23. Gaceta Extraordinaria de Buenos Aires, 25 de septiembrede 1810.

24. Véase David A. Brading, «El jansenismo español y lacaída de la monarquía católica en México», en Josefina ZoraidaVázquez (coord.), Interpretaciones del siglo XVIII mexicano. Elimpacto de las reformas borbónicas, Nueva Imagen, México, 1992.

25. «Cuestión histórico-política. Artículos de El Univer-sal», El Monitor Republicano, 20 de diciembre de 1849.

26. Enrique Gandía, La independencia americana, BuenosAires, Libros del Mirasol, 1960.

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27. Véanse en particular sus libros Modernidad e indepen-dencia. Ensayo sobre las revoluciones hispánicas, op. cit., y Las re-voluciones hispánicas. Independencias americanas y liberalismo espa-ñol, Universidad Complutense, Madrid, 1995.

28. Jaime E. Rodríguez O., «Interpretaciones generales delas independencias», en Alfredo Ávila y Virginia Guedea,(coords.), La independencia de México: temas e interpretacionesrecientes, UNAM, México, 2007, pág. 216.

29. Antonio Annino, «Imperio, constitución y diversidaden la América Hispana», Historia Mexicana, vol. LVIII, julio-septiembre 2008, pág. 189.

2. ¿Unas guerras de liberación nacional sin naciones?

1. Basil Hall, Extracts from a Journal, Written on the Coastsof Chili, Peru and Mexico, in the Years 1820, 1821, 1822…,Archibald Constable and Company, Edimburgo, 1824.

2. Reproducido en José María Muriá y Angélica Pere-grina (comps.), Viajeros Anglosajones por Jalisco. Siglo XIX, Ins-tituto Nacional de Antropología e Historia, México, 1992,pág. 14.

3. «Editorial. Grito de Dolores. Vindicación de la histo-ria y de la Independencia de México», El Universal, 23 denoviembre de 1849.

4. Sobre esta polémica véase Tomás Pérez Vejo, España enel debate público mexicano, 1836-1867. Aproximaciones para una his-toria de la nación, El Colegio de México-INAH, México, 2008.

5. «El Universal», El Monitor Republicano, 23 de septiem-bre de 1849.

6. «Espíritu de la Cámara de Diputados», El Monitor Re-publicano, 25 de septiembre de 1849.

7. Conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra yrevolución de España, T. Jordan, Madrid, 1835-1837, 5 vols.

8. Lorenzo de Zavala, Ensayo histórico de las revoluciones

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de Méjico desde 1808 hasta 1830, P. Dupont et G. Laguionie,París, 1831-1832, 2 vols.

9. Simón Bolívar, Carta de Jamaica, Kingston, 6 de sep-tiembre de 1815.

10. Para un ejemplo concreto del uso de la figura de Fer-nando VII por los insurgentes americanos, véase el estudio quesobre el caso novohispano hace Marco Antonio Landavazo(M.A. Landavazo, La máscara de Fernando VII. Discurso e ima-ginario monárquicos en una época de crisis. Nueva España, 1808-1822, El Colegio de México, México, 2001).

11. Tratados de Córdoba, 1821, art. 4.12. Acta de Independencia (Acta del Cabildo Extraor-

dinario de Santa Fe), 20 de julio de 1810.13. José María Blanco White, Antología de obras en español

(edición de Vicente Llorens), Editorial Labor, Barcelona, 1971,pág. 343.

14. Simón Bolívar, Simón Bolívar fundamental (compila-ción de Germán Carrera Damas), t. I, Monte Ávila Editores,Caracas, 1992, págs. 574-575 y 599-600.

15. Para un ejemplo de la importancia de la guerra comofactor de nacionalización en las independencias americanasvéase Clément Thibaud, «Formas de guerra y mutación delejército durante la guerra de independencia en Colombia yVenezuela», en Jaime E. Rodríguez O., Revolución, independen-cia y las nuevas naciones de América, Fundación Mapfre-Tavera,Madrid, 2005.

16. Citado en Carlos E. Villanueva, «Fernando VII y losnuevos Estados», en Luis Chávez Orozco, Historia de Méxi-co, 1808-1836, Ediciones de Cultura Popular, México, 1970,pág. 412.

17. «Carta de doña Teresa María Josefa Maldonado a sushijos», Diario de México, 10 de septiembre de 1809.

18. Constitución federal para los estados de Venezuela de1811, art. 143.

19. La Gazeta de Buenos Aires, 13 de mayo de 1815.

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20. John F. Bosher, French Finances 1770-1795; From Busi-ness to Bureaucracy, University Press, Cambridge, 1970.

21. Para los gastos militares de la Monarquía, véase JosepM. Delgado y Josep Fontana, «La política colonial española»,en Enrique Tandeter (dir.), Historia general de América, vol. IV,Ediciones UNESCO/Ed. Trotta, Madrid, 2000, pág. 24.

22. Gisela von Wobeser, Dominación colonial. La Consoli-dación de Vales Reales en Nueva España, 1804-1812, UniversidadNacional Autónoma de México, México, 2003, pág. 256.

23. José María Villaseñor y Cervantes, Festivas aclamacio-nes de Xalapa en la inauguración al trono del rey nuestro señor donFernando VII, Imprenta de la calle del Espíritu Santo, México,1809, pág. 2. No deja de resultar paradójico que este discursose pronuncie precisamente con motivo de la subida al tronode Fernando VII en 1808.

24. José Carlos Chiaramonte, «Autonomía e indepen-dencia en el Río de la Plata, 1808-1810», Historia Mexicana,vol. LVIII, 1, 2008, pág. 363.

25. Jaime E. Rodríguez O., «Introducción», en Jaime E.Rodríguez O. (coord.), op. cit.

26. Camilo Enríquez, La Aurora, 27 de agosto de 1812.27. Benedict Anderson, Imagined Communities, Reflections

on the Origin and Spread of Nationalism, Verso, Londres, 1983;John Breuilly, Nationalism and the State, Manchester UniversityPress, Manchester, 1982; y Ernest, Gellner, Nations and Natio-nalism, Basil Blackwell Publishers, Oxford, 1983.

28. Sobre estos aspectos véase Tomás Pérez Vejo, Nación,identidad nacional y otros mitos nacionalistas, Editorial Nóbel,Oviedo, 1999.

29. Citado en José Antonio Fernández Santamaría, La for-mación de la sociedad y el origen del Estado. Ensayos sobre el pensa-miento político español del Siglo de Oro, Madrid, Centro de Estu-dios Constitucionales, 1997, p. 162.

30. José Carlos Chiaramonte, «Formas de identidad polí-tica en el Río de la Plata luego de 1810», Boletín del Instituto de

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Historia Argentina y Americana Dr. E. Ravignani, núm. 1, 1989,págs. 71-92.

31. José María Luis Mora, México y sus revoluciones (1836),en Obras completas, vol. 4, SEP, México, pág. 123.

3. Criollos contra peninsulares: la bella leyenda

1. David A. Brading, Mineros y comerciantes en el Méxicoborbónico (1763-1810), FCE, México, 1997, pág. 430.

2. Para algunos ejemplos de estos estudios, véanse MarkA. Burkholder, y D.S. Chandler, From Impotence to Authority: theSpanish Crown and the American Audiencias, 1687-1808, Univer-sity of Missouri Press, Columbia, 1977; Guillermo LohmannVillena, Los ministros de la Audiencia de Lima en el reinado de losBorbones, 1700-1821, Escuela de Estudios Hispano-America-nos de Sevilla, Sevilla, 1974; y Linda Arnold, Bureaucracy andBureaucrats in Mexico City, 1742-1835, University of ArizonaPress, Tucson, 1988.

3. Citado en David A. Brading, «La monarquía católica»,en Antonio Annino, y François-Xavier Guerra (coords.), In-ventando la nación. Iberoamérica. Siglo XIX, FCE, México, 2003,pág. 40.

4. «Representación humilde que hace la imperial, nobi-lísima y muy leal ciudad de México en favor de sus naturales»,2 de mayo de 1771.

5. Juan Solórzano y Pereira, Política indiana, Diego Díazde la Carrera, Madrid, 1648. Existe una primera edición enlatín de 1647.

6. Citado en David A. Brading, «La monarquía católica»,op. cit., pág. 40.

7. Para estos datos, véase Juan Marchena Fernández, Ofi-ciales y soldados en el ejército de América, Escuela de EstudiosHispano-Americanos de Sevilla, Sevilla, 1983, págs. 112-113 y300-301.

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8. Véase Jean-Pierre Dedieu, «Dinastía y elites de poderen el reinado de Felipe V», en Pablo Fernández Albadalejo(ed.), Los Borbones. Dinastía y memoria de nación en la España delsiglo XVIII, Marcial Pons, Madrid, 2001, págs. 381-399.

9. Mark A. Burkholder y D.S. Chandler, From Impotenceto Authority: the Spanish Crown and the American Audiencias,1687-1808, University of Missouri Press, Columbia, 1977.

10. Véase David A. Brading, Mineros y comerciantes en elMéxico borbónico (1763-1810), op. cit., pág. 333.

11. Rafael María Baralt, Resumen de la historia de Venezuela(1840), en Obras completas, t. I, Universidad de Zulia, Mara-caibo, 1960, pág. 514.

12. Anónimo, Retrato de Francisca Javiera Tomasa Mier y Te-rán (1778), Museo Nacional de Historia, México D.F.

13. Está reproducido en Juan E. Hernández Dávalos, Co-lección de documentos para la historia de la guerra de Independenciade México. De 1808 a 1821, vol. II, Instituto de Estudios His-tóricos de la Revolución Mexicana, México, 1985, págs. 450-466.

14. Representación del muy ilustre Cabildo de Santa Fe a laSuprema Junta Central de España, 20 de noviembre de 1809.Obra de Camilo Torres que no fue publicada hasta 1832, conel título de Memorial de agravios con el que ha pasado a la pos-teridad.

15. Proclama de la Junta Tuitiva de Nuestra Señora de La Paz,27 de julio de 1809.

16. Sobre Manco Cápac y su evolución política, véaseRoberto Etchepareborda, «Un pretendiente al trono de los incas: el padre Juan Andrés Ximénez de León MancoCápac», Anuario de Estudios Americanos XXIV (1967), págs.1717-1737.

17. Este documento se encuentra en el Archivo del Cen-tro de Estudios Históricos de México Carso.

18. Citado en David A. Brading, «La monarquía católica»,op. cit., pág. 45.

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19. José Carlos Chiaramonte, «Modificaciones del pacto im-perial», en A. Annino y F.-X. Guerra (coords.), op. cit., pág. 111.

20. «Antonio Ignacio de Cortabarría al secretario delDespacho de Gracia y Justicia», 21 de agosto de 1812.

21. Horst Pietschmann, «Los principios rectores de la or-ganización estatal en las indias», en A. Annino y F.-X. Guerra(coords.), op. cit., págs. 64-65.

22. Bernard Lavallé, Le marquis et le marchand: les luttes depouvoir au Cuzco, 1700-1730, Centre national de la recherchescientifique, París, 1987.

23. Miguel Cabrera, Juan Xavier Joaquín Gutiérrez Altami-rano, 7.º conde de Santiago de Calimaya, 1752, Brooklyn Mu-seum de Nueva York.

24. Anónimo, Francisco de Fagoaga, 1736, Museo Nacionalde Historia, México.

25. Mario Góngora, Ensayo histórico sobre la noción de Esta-do en Chile en los siglos XIX y XX, Universitaria, Santiago de Chile,1986, págs. 37 y 38.

26. Marie-Danielle Demélas, «Estado y actores colectivos.El caso de los Andes», en A. Annino y F.-X. Guerra (coords.),op. cit., pág. 350.

27. Citado en Christon I. Archer, «Peanes e himnos de vic-toria de la guerra de independencia mexicana. La gloria, lacrueldad y la “demonización” de los gachupines, 1810-1821»,en Jaime E. Rodríguez O., Revolución, independencia y las nue-vas naciones de América, Fundación Mapfre-Tavera, Madrid,2005, pág. 238.

28. La mayoría de los datos que se utilizan a continuaciónestán sacados del artículos de Anthony MacFarlane, «Los ejér-citos coloniales y la crisis del imperio español, 1808-1810»,Historia Mexicana, vol. LVIII, 2008, págs. 229-285.

29. Gary Miller, «Status and Royalty of Regular ArmyOfficers in Late Colonial Venezuela», The Hispanic AmericanHistorical Review, 66:4, 1986, págs. 675-676.

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4. De la revolución de la Independencia a las revoluciones de las independencias

1. Fray Servando Teresa de Mier, Memorias, Trama Edi-torial, Madrid, 2006, págs. 192, 32, 293, 49, 154 y 181.

2. David A. Brading, «El mercantilismo ibérico y el cre-cimiento económico en la América Latina del siglo XVIII», enEnrique Florescano (comp.), Ensayos sobre el desarrollo económicode México y América Latina (1500-1975), FCE, México, 1979,pág. 313. Véanse también David A. Brading, Miners andMerchants in Bourbon Mexico, 1763-1810, Cambridge Univer-sity Press, Cambridge, 1971; y John Lynch, The Spanish-Ame-rican Revolutions, 1808-1826, Norton, Nueva York, 1973.

3. John Lynch, op. cit.4. Entre sus obras más significativas se pueden citar Da-

vid A. Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la re-pública criolla, 1492-1867, FCE, México, 1993; Nancy Farris,Crown and Clergy in Colonial México, The Athlone Press, Lon-dres, 1968; John R. Fisher, Government and Society in ColonialPeru, The Athlone Press, Londres, 1970; Brian R. Hamnett, ThePolitics of Counter-revolution: Liberalism, Royalism and Separatismin Mexico and Peru, 1800-1824, Cambridge University Press,Cambridge, 1986; y Anthony MacFarlane, Colombia before In-dependence, Economy, Society and Politics under Bourbon Rule,Cambridge University Press, Cambridge, 1993.

5. Jaime E. Rodríguez O., «Interpretaciones generales delas independencias», en A. Ávila y V. Guedea (coords.), La in-dependencia de México: temas e interpretaciones recientes, UNAM,México, 2007, pág. 211.

6. John Lynch, op. cit., pág. 200.7. Véase el interesante artículo de Carl Almer, «“La con-

fianza que han puesto en mí.” La participación local en el establecimiento de los ayuntamientos constitucionales en Ve-nezuela, 1820-1821», en Jaime E. Rodríguez O., (coord.), Revo-

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lución, independencia y las nuevas naciones de América, FundaciónMapfre, Madrid, 2005, págs. 365-395.

8. John Lynch, op. cit., pág. 295.9. Tulio Halperin Donghi, Reforma y disolución de los impe-

rios ibéricos, 1750-1850, Alianza, Madrid, 1985.10. Véase Carlos Marichal, La bancarrota del virreinato. Nue-

va España y las finanzas del imperio español, FCE, México, 1999.11. Historia general de México, t. II, El Colegio de México,

México, 1976, pág. 202.12. Citado por José Carlos Chiaramonte, «Autonomía e

independencia en el Río de la Plata, 1808-1810», Historia Mexi-cana, vol. LVIII, 1, 2008, pág. 342.

13. «Relación de las demostraciones de lealtad y júbilo quedio la ciudad de Guanaxuato», Suplemento a la Gazeta de México,28 de diciembre de 1808.

14. Antonio de Capmany y de Montpalau, Centinela con-tra franceses, María Canals Viuda, Tarragona, 1808, págs. 72-74.

15. José de Gálvez al virrey Manuel Antonio Flores, 15 demayo de 1779, citado en Juan Marchena Fernández, «TheSocial World of the Military in Peru and New Granada», enJ.R. Fisher, Allan J. Kuethe y A. MacFarlane, Reform and In-surrection in Bourbon New Granada and Peru, Lousiana Univer-sity State, Baton Rouge, 1990, pág. 58.

16. Citado en Josep M. Fradera, Colonias para después de unimperio, Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2005, pág. 23.

17. Jonathan Brown y John H. Elliot, Un palacio para el rey,Madrid, 1981, pág. vii.

18. Conrado Morterero, «Documentos del padre Sarmien-to para el adorno exterior del Palacio Real de Madrid», RealesSitios, 31, 1972, pág. 66.

19. Catecismo político cristiano por Don José Amor de la Patria,Instituto de Estudios Políticos, Santiago de Chile, 1975, pág. 43.

20. Citado en David A. Brading, The First America. TheSpanish Monarchy, Creole Patriots, and the Liberal State, 1492-1867,Cambridge University Press, Cambridge, 1991, pág. 613.

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21. Karl Marx, La revolución española: (1808-1814, 1820-1823 y 1840-1843), Cenit, Madrid, 1929, pág. 165.

22. Un buen resumen de los planteamientos de la histo-riografía marxista de esos años en torno a la independenciaen concreto de México en Jesús Hernández Jaimes, «Los gru-pos populares y la insurgencia. Una aproximación a la histo-riografía social», en A. Ávila y V. Guedea (coords.), op. cit.

23. John Tutino, From Insurrection to Revolution in Mexico:Social Bases of Agrarian Violence, 1740-1940, Princeton Univer-sity Press, Princeton, 1986; y Brian Hamnett, Roots of Insur-gency: Mexican Regions, 1750-1824, Cambridge University Press,Cambridge, Mass., 1986.

24. Vicente Rocafuerte, Bosquejo ligerísimo de la revoluciónde Mégico: desde el grito de Iguala hasta la proclamación imperial deIturbide, Teracrouef y Narcajeb, Filadelfia, 1822.

25. Puede consultarse en Manifiesto en Albert Dérozier,Quintana y el nacimiento del liberalismo en España, Turner, Ma-drid, 1978.

26. Algunas de esas instrucciones en Beatriz Rojas, Juras,poderes e instrucciones, Instituto Mora, México, 2005.

27. Ofrecimiento del cabildo y respuesta de la Junta enGazeta de México, 23 de marzo de 1810.

28. Nettie Lee Benson, La diputación provincial y el federa-lismo mexicano, El Colegio de México, México, 1955.

29. Lorenzo Santayana Bustillo, Govierno político de los pue-blos de España y el corregidor, alcalde y juez en ellos, Francisco Mo-reno, Zaragoza, 1742, cap. 1, pág. 1.

30. Julio V. González, Filiación histórica del gobierno repre-sentativo argentino, vol. II, La Vanguardia, Buenos Aires, 1937-1938, pág. 427.

31. Jaime E. Rodríguez O., The Emergence of Spanish Ame-rica: Vicente Rocafuerte and Spanish Americanism, 1808-1832,University of California Press, Berkeley, 1975. Hay traducciónespañola, El nacimiento del hispanoamericanismo. Vicente Roca-fuerte y el hispanoamericanismo, 1808-1832, FCE, México, 1980.

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32. «Real Orden de la Junta Suprema Central Gubernativadel Reyno», Sevilla, 22 de enero de 1809.

33. Proclama de la Junta Tuitiva de Nuestra Señora de La Paz,27 de julio de 1809.

34. «Informe de los Representantes del Pueblo de La Paz ala Audiencia de Charcas dándole cuenta de los sucesos del 16de julio de 1809», en S.J. Estanislao Just Leo, Comienzos de laindependencia en el Alto Perú: los sucesos de Chuquisaca, 1809, Ju-dicial, Sucre, 1994, documento XLVI, págs. 709-710.

35. Juan Vicente de Arce a Francisco de Saavedra, Caracas, 22de noviembre de 1808.

36. Representación del muy ilustre Cabildo de Santa Fe a la Su-prema Junta Central de España, 20 de noviembre de 1809. Obrade Camilo Torres no fue publicado hasta 1832, con el título deMemorial de agravios con el que actualmente es conocido. Pue-de consultarse en http://es.wikisource.org/wiki/Memorial_de_Agravios.

37. Ídem.38. Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., pág. 147.39. Ibíd, pág. 203.40. Antonio Annino, «Imperio, constitución y diversidad

en la América hispana», Historia Mexicana, vol. LVIII, julio-septiembre 2008, pág. 218.

41. Carta de fray Servando Teresa de Mier, 1817. Reprodu-cida en fray Servando Teresa de Mier, op. cit., pág. 231.

Epílogo

1. Citado por Brian Dolan, Exploring European Frontiers:British Travellers in the Age of Enlightenment, Macmillan, Londres,2000, pág. 24.

2. Citado en Niceto Zamacois, Historia de Méjico desde sustiempos más remotos hasta nuestros días, Barcelona y Méjico, J.F.Parrés, vol. 9, p. 340.

3. Citado en Felipe Teixidor, «Prólogo», en madame Cal-

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derón de la Barca, La vida en México durante una residencia dedos años en ese país, Porrúa, México, 1959, págs. xxxiii-xxxiv.

4. Mónica Quijada, Modelos de interpretación sobre las inde-pendencias americanas, Conacyt-Universidad Autónoma de Za-catecas, Zacatecas, 2005, pág. 15.

5. François-Xavier Guerra, Modernidad e independencia. En-sayos sobre las revoluciones hispánicas, FCE-Mapfre, México, 1993,pág. 101.

6. Véase en particular François-Xavier Guerra, Modernidade independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Mapfre,Madrid, 1992.

7. Francisco Verdad, «Memoria póstuma», en José Luis Ro-mero y Luis Alberto Romero, Pensamiento político de la emanci-pación, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1977, y Estatuto provi-sional del gobierno superior de las Provincias Unidas del Río de laPlata a nombre del Sr. D. Fernando VII, Buenos Aires, 1811.

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La bibliografía sobre las independencias es prácticamenteinabarcable. En la presente se incluyen sólo los textos citadosen este libro y otros que, aunque no se haga referencia explí-cita a ellos, forman parte de su trama, sea porque se utilizanalgunos de sus argumentos o porque se polemiza con ellos.

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Abad y Queipo, Manuel, 220Abascal, José Fernando de,

192, 257Ágreda, Diego de, 191Alamán, Lucas, 58, 62, 78, 79,

192Aldama, Manuel, 171Allende, Ignacio María de, 62,

171, 273Amar y Borbón, José Anto-

nio, 259Anderson, Benedict, 33, 144Anna, Timothy E., 90Annino, Antonio, 39, 112,

263, 264Aranda, conde de, 58, 226Arce, Juan Vicente de, 258Argüelles, Agustín de, 84Arista, Íñigo, 235Arista, Mariano, 67Arredondo, Manuel, 284Arteche, Juan Antonio de, 179Atahualpa, 234, 235Ataulfo, 234Austria, Carlos de, 144

Baralt, Rafael María, 186Bárcena y Arce, Francisco Ma-

nuel de la, 77, 183, 184Bauer, Otto, 107Belgrano, Manuel, 67, 126,

258Bello, Andrés, 126Benson, Nettie Lee, 248Bentham, Jeremy, 94Blanco White, María, 31, 117,

126Bolívar, Simón, 39, 70, 97, 124,

126, 128, 148, 152, 163,175, 176, 222, 238, 239

Bonaparte, Luciano, 152Bonaparte, Napoleón, 40-42,

77, 83, 109, 115, 152, 213,257, 270

Borbón, Carlos Luis de, 126Borbón, Carlota de, 257Borbón, Felipe de, 42, 137Borbón, Francisco de Paula

de, 118, 126Borges, Jorge Luis, 12, 160,

267, 274, 282

Índice onomástico

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Bosher, John, 135Brading, David A., 174, 221Bravo, Nicolás, 61-63, 164, 165Brown, Jonathan, 231Burkholder, Mark S., 181Bustamante, Anastasio, 67Bustamante, Carlos María de,

24, 29, 77, 90, 174, 215Bustamante y Guerra, José de,

177

Cadalso, José, 121Calderón de la Barca, Ángel,

274Calleja del Rey, Félix María,

68, 69, 72, 172, 188, 207,272

Campa Cos, Ana María de la,272, 273

Campa Cos, Fernando de la,269, 272-274

Campbell, Patricio, 127Canga Argüelles, José, 92Capmany, Antonio de, 228Carlomagno, 152Carlos, archiduque, 42Carlos II, 41, 42, 216Carlos III, 219, 226Carlos IV, 40, 257Carlos V, 17, 138, 152, 203Casas, Juan de las, 258Castelli, Juan José, 264Cervantes Saavedra, Miguel

de, 12

Chandler, D.S., 181Chavarri, Francisco, 191Chiaramonte, José Carlos,

139, 158, 199Clarke, Edward Daniel, 270Clive, Edward, 268Clive, Henrietta, 268Clive, Robert, 267, 269, 272,

273Cortés, Hernán, 11, 29, 172,

183Covarrubias, Sebastián de, 132Cuauhtémoc, 153Cuesta, Gregorio de la, 45

Dedieu, Jean-Pierre, 181Demélas, Marie-Danielle, 206,

300Díaz del Castillo, Bernal, 183Doménech, Vicent, 115

Elío, Francisco Javier, 259Elliot, John H., 231Emparán, Vicente de, 210, 259Enríquez, Camilo, 142Espoz y Mina, Francisco, 71

Fagoaga, Francisco de, 204Farris, Nancy, 221Feijoo, Benito Jerónimo, 130Felipe II, 216, 225, 232Felipe V, 42, 232, 234

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Fernández Madrid, José, 127Fernando VI, 232Fernando VII, 40, 42, 66, 83,

85, 89, 98, 109, 114, 115,117, 124-126, 128, 138,148, 192, 209, 211, 212,226, 243, 250, 254, 257,258, 261, 265, 284

Fisher, John R., 221Floridablanca, conde de, 177Freud, Sigmund, 107Fuentes, Carlos, 13, 232Furet, François, 37

Galeano, Eduardo, 19Gálvez, José de, 179, 229Gandía, Enrique, 104, 294García Pizarro, Ramón, 257Garibay, Pedro de, 256Gellner, Ernest, 33, 144, 150Godechot, Jacques, 78Godoy, Manuel, 58, 138, 177,

228, 257Gómez Pedraza, Manuel, 67Góngora, Mariano, 205González, Julio V., 249González Balcarce, Antonio,

195Gorriti, Ignacio, 156Goyeneche, José María, 258Grocio, Hugo, 41Guedea, Virginia, 36Güemes Pacheco, Juan Vicen-

te de, 201

Guerra, François-Xavier, 20,30, 38, 55, 76, 90, 105,201, 245, 247, 276, 277

Guerrero, Vicente, 62Gutiérrez Altamirano, Juan

Xavier Joaquín, 203

Hall, Basil, 113, 114Halperin Donghi, Tulio, 75,

223Hamnett, Brian, 30, 221, 242Herce y Dulce, Juana Josefa

de, 284Herder, Johann Gottfried von,

33Herrera, José Joaquín, 67Hidalgo de Cisneros, Balta-

sar, 211, 273Hidalgo y Costilla, Miguel,

62, 69, 71, 115, 117, 169-174, 183-185, 189

Hudson, William Henry, 28Humboldt, Alexander von,

242

Iturbide, Agustín de, 62, 67,73, 126, 152, 184, 196,273

Iturrigaray, José de, 255, 256

Jaral de Berrio, marqués del,272

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Jiménez, Mariano, 171Jiménez de León Manco Cá-

pac, Andrés, 195José I, 40, 43, 83-85, 92, 115Jovellanos, Melchor Gaspar de,

39Juan, preste, 282

Kavafis, Constantino, 9, 11,12, 281, 282

Klimt, Gustav, 107Kuhn, Thomas S., 32

Lardizábal y Urive, Miguelde, 249

Las Casas, Bartolomé de, 190Lavallé, Bernard, 202Llanos, Valentín, 73Loos, Adolf, 107López de Gomara, Francisco,

13López de Santa Anna, Anto-

nio, 67Luis XIV, 152Lutero, Martín, 154Lynch, John, 221, 276

MacFarlane, Anthony, 221Magno, Alejandro, 282Maldonado, Teresa María Jo-

sefa, 131Mariana, Juan de, 143

Martín y Aguirre, Matías, 274Martínez Marina, Francisco, 39Marx, Carlos, 239Mier, Servando Teresa de, 24,

25, 39, 41, 48, 71, 97, 213,215, 237, 262, 265

Mina, Xavier, 71, 72, 262, 272Moctezuma, 234, 235Moncada, Juan Nepomuceno

de, 272, 273Montes, Francisco de, 69Montesquieu, Charles-Louis

de Secondat, barón de, 21Mora, José María Luis, 161Morelos y Pavón, José María,

102Moreno, Mariano, 26, 98Morillo, Pablo, 68Mosquera y Figueroa, Joaquín

de, 249Murillo, Pedro Domingo, 195,

258

Narváez, Antonio de, 249Negrete, Pedro Celestino, 67Nieto, Vicente, 258Noriega, Lorenzo, 191

O’Higgins, Ambrosio, 182O’Higgins, Bernardo, 126, 182Ovalle, Alonso, 205

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Palencia, Alfonso de, 133Paredes y Arrillaga, Mariano,

67Pavón, José, 249Pelayo, 152, 194, 235Pesado, Natal, 61, 63Piel, Jean, 74Pietschmann, Horst, 202Pizarro, Francisco, 11Portillo, José María, 13Power, Ramón, 95, 249Prescott, William, 11

Quetzalcóatl, 213Quijada, Mónica, 276

Ramos Arizpe, José Miguel,50

Recaredo, 235Revillagigedo, conde de, 173,

201Reyes Heroles, Jesús, 79, 80Riaño, Gilberto, 184Riaño y Barcena, Juan An-

tonio, 169-174, 183, 184Ricla, conde de, 230Riego, Rafael del, 72Riva Palacio, Vicente, 103Rivadeneira, Antonio Joaquín

de, 178Rocafuerte, Vicente, 245, 251Rodríguez, Jaime E., 27, 30,

38, 106, 221, 251

Rodríguez Boves, Tomás, 74Rodríguez Campomanes, Pe-

dro, 177

Salazar, José María, 190San Martín, José de, 126, 127,

152Sánchez de Tagle, familia, 54Sánchez de Tagle, Francisco

Manuel, 54, 55Santayana Bustillo, Lorenzo

de, 249Sierra O’Reilly, Justo, 274Silva y Olave, José, 249Solórzano y Pereira, Juan, 178Soria, Blas de, 69Suárez, Francisco, 143, 154

Tomás, santo, 213Tomás de Aquino, santo, 84Toreno, conde de, 48, 118Tornel, José María, 63, 102Torres, Camilo, 194Tres-Palacios y Mier, Luis, 214Tristán, Pío, 67Tutino, John, 30, 242

Vallenilla Lanz, Laureano, 104Varela Suanzes, Joaquín, 87Vattel, Emer de, 41Venegas, Francisco Javier, 173,

192, 207

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Verdad y Ramos, FranciscoPrimo de, 255

Vidaurre, Manuel Lorenzo,91, 197

Villanueva, Joaquín Lorenzo,84

Villoro, Luis, 86Villota, Manuel Genaro, 264

Ward, Henry George, 28

West, Benjamín, 217, 218Wobeser, Gisela von, 136Wolf, James, 217

Yermo, Gabriel del, 256Young, Eric van, 34

Zavala, Lorenzo de, 116, 119

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