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Annotation Presentamos ahora la segunda novela de Amélie Nothomb, y una de las mejores. Si en Metafísica de los tubos exploraba su singular autobiografía hasta los tres años en Japón, en El sabotaje amoroso recoge las conmovedoras vivencias de su infancia posterior en China. En el gueto de los diplomáticos, en Pekín, la narradora, que entonces tenía siete años, se enamora de una bellísima niña italiana, Elena, quien le enseñará todos los padecimientos del amor. En la senda de Lolita y de Ada o el ardor, transita aquí la mejor narrativa joven de la actualidad. AMéLIE NOTHOMB EL SABOTAJE AMOROSO

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Presentamos ahora la segunda novela de AmélieNothomb, y una de las mejores. Si en Metafísica de lostubos exploraba su singular autobiografía hasta los tresaños en Japón, en El sabotaje amoroso recoge lasconmovedoras vivencias de su infancia posterior en China.En el gueto de los diplomáticos, en Pekín, la narradora,que entonces tenía siete años, se enamora de unabellísima niña italiana, Elena, quien le enseñará todos lospadecimientos del amor. En la senda de Lolita y de Ada oel ardor, transita aquí la mejor narrativa joven de laactualidad.

AMéLIE NOTHOMB

EL SABOTAJEAMOROSO

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Traducción de Sergi Pàmies

Título de la edición original: Le sabotage amoureux © Éditions AlbinMichel París, 1993 Diseño de la colección: Julio Vivas Ilustración: foto de la autora

© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2003 Pedró de la Creu, 58 08034Barcelona ISBN: 84-339-6993-5 Depósito Legal: B. 4358-2003

Printed in Spain Liberduplex, S. L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

A galope tendido de mi caballo, cabalgaba entre losventiladores. Tenía siete años. Nada resultaba másagradable que sentir aquel exceso de aire en el cerebro.

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agradable que sentir aquel exceso de aire en el cerebro.Cuanto más silbaba la velocidad, más entraba el oxígenoarrasándolo todo. Mi corcel desembocó en la plaza delGran Ventilador, vulgarmente conocida como plaza deTiananmen. Dobló hacia la derecha, por el bulevar de laFealdad Habitable. Yo sujetaba las riendas con una solamano. La otra se entregaba a una exégesis de miinmensidad interior, elogiando ora la grupa del caballo, orael cielo de Pekín. La elegancia de mi cabalgadura dejabasin habla a transeúntes, escupitajos, asnos y ventiladores.No era necesario espolear mi montura. China la habíacreado a mi imagen y semejanza: era una entusiasta delas grandes velocidades. Carburaba con el fervor íntimo yla admiración de las masas. Desde el primer día habíacomprendido el axioma: en la Ciudad de los Ventiladores,todo lo que no era espléndido era horrible. Lo cualequivale a decir que casi todo era horrible. Corolarioinmediato: yo era la belleza del mundo. Y no sólo porqueaquellos siete años de piel, carne, cabellos y osamentabastaran para eclipsar a las mismísimas criaturas deensueño de los jardines de Alá y del gueto de lacomunidad internacional. La belleza del mundo sematerializaba en mi larga pavana ofrecida al día, en lavelocidad de mi caballo, en mi cráneo desplegado comouna vela encarada hacia los ventiladores. Pekín olía avómito de niño. En el bulevar de la Fealdad Habitable, elretumbo del galope era lo único que tapaba loscarraspeos, la prohibición de comunicarse con los chinos yel espantoso vacío de las miradas. Ante la proximidad delrecinto, el corcel aminoró la marcha para que los guardias

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recinto, el corcel aminoró la marcha para que los guardiaspudieran identificarme. No les parecí más sospechosa quede costumbre. Penetré en el seno del gueto de San Li Tun,donde vivía desde la invención de la escritura, es decir:desde hacía casi dos años, allá por el neolítico, bajo elrégimen de la Banda de los Cuatro. «El mundo es todo aquello que ha lugar», escribeWittgenstein en su admirable prosa. En 1974, Pekín nohabía lugar: no se me ocurre mejor manera de expresarlo.Wittgenstein no era la lectura privilegiada de mis sieteaños. Pero mis ojos se habían anticipado al silogismoantes citado para llegar a la conclusión de que Pekín notenía demasiado que ver con el mundo. Me conformabacon ello: tenía un caballo y una aerofagia tentacular en elcerebro. Lo tenía todo. Era una epopeya sin fin. El únicoparentesco que admitía era con la Gran Muralla: únicaconstrucción humana visible desde la Luna, por lo menosrespetaba mi escala. No limitaba la mirada sino que laarrastraba hacia el infinito. Cada mañana, una esclava acudía para peinarme. Ella nosabía que era mi esclava. Creía ser china. En realidad,carecía de nacionalidad, puesto que era mi esclava. Antesde Pekín, yo había vivido en Japón, donde se encuentranlos mejores esclavos. En China, la calidad de las esclavasdejaba mucho que desear. En Japón, cuando tenía cuatroaños, tenía una esclava a mi exclusiva disposición. Sepostraba a mis pies. Era estupendo. La esclava pekinesa,en cambio, desconocía aquellas costumbres. Por lamañana, empezaba peinando mis largos cabellos; lo hacíasin ninguna delicadeza. Yo gritaba de dolor y,

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sin ninguna delicadeza. Yo gritaba de dolor y,mentalmente, le administraba innumerables azotes. Acontinuación, me tejía una o dos admirables trenzas, conese arte ancestral de la trenza del que ni siquiera laRevolución Cultural ha conseguido tocar un pelo. Megustaba más que me hiciera una sola trenza: me parecíaque se adecuaba mejor a una persona de mi rango.Aquella china se llama Trê, un nombre que, de entrada, meparecía inadmisible. Le comuniqué que, en adelante,llevaría el nombre de mi esclava japonesa, que resultabaencantador. Me miró con una expresión de asombro ysiguió llamándose Trê. A partir de aquel día, comprendíque algo olía a podrido en la política de ese país. Algunos países actúan como una droga. Es el caso deChina, que tiene el sorprendente poder de convertir enpretenciosos a todos aquellos que han estado allí, inclusoa todos aquellos que hablan de ella. La pretensión inducea escribir. De ahí la ingente cantidad de libros sobreChina. A imagen y semejanza del país que los hainspirado, esas obras son lo mejor (Leys, Segalen,Claudel) o lo peor. Yo no fui la excepción a la regla. Chiname había convertido en un ser tremendamentepretencioso. Pero tenía una excusa de la que no todos lossinómanos de pacotilla pueden presumir: tenía cinco añoscuando llegué y ocho cuando me marché. Recuerdoperfectamente el día que me enteré de que iba a vivir enChina. Apenas tenía cinco años, pero ya habíacomprendido lo esencial, a saber: que iba a poderpresumir. Es una regla sin excepciones: incluso los másrecalcitrantes detractores de China sufren una revelación

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ante la perspectiva de poner el pie en ese país. Nadapermite tanto dárselas de algo como decir: «Acabo dellegar de China.» Y todavía hoy, cuando intuyo que alguienno me admira lo suficiente, recurro a un «cuando vivía enPekín», pronunciado como quien no quiere la cosa y en untono de voz indiferente. Es una especificidad real, ya que,después de todo, también podría decir «cuando vivía enLaos», que resultaría mucho más excepcional. Pero notiene tanto glamour. China es lo clásico, lo incondicional,es Chanel n.° 5. El esnobismo no es la única explicación.El elemento fantástico es tremendo e irresistible. Cualquierviajero que desembarcase en China sin una buena dosisde fantasías chinas, no vería nada más que una pesadilla.Mi madre siempre ha tenido el carácter más alegre deluniverso. La noche de nuestra llegada a Pekín, la fealdadla impactó de tal modo que se echó a llorar. Y se trata deuna mujer que nunca llora. Por supuesto, estaba la CiudadProhibida, el Templo del Cielo, la Colina Perfumada, laGran Muralla, los sepulcros Ming. Pero eso era para losdomingos. El resto de la semana estaban la inmundicia, ladesesperación, la corriente de hormigón, el gueto, lavigilancia, disciplinas en las que los chinos sobresalen.Ningún país deslumhra hasta este punto: las personas quelo abandonan se refieren a las maravillas que han visto.Pese a su buena fe, no suelen mencionar una fealdadtentacular que no ha podido pasarles por alto. Se trata deun fenómeno extraño. China es como una hábil cortesanaque consiguiera hacer olvidar sus innumerablesimperfecciones físicas sin siquiera disimularlas, y que

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inspirase una admiración incondicional entre todos susamantes. Dos años antes, mi padre había recibido la notificación desu destino, Pekín, con una expresión de gravedad. Por loque a mi respecta, me resultaba inconcebible abandonarel pueblo de Shukugawa, las montañas, la casa y el jardín.Mi padre me explicó que aquél no era el problema. Por loque decía, China era un país en el que las cosas no ibandemasiado bien. —¿Están en guerra? —deseé. —No.Pongo mala cara. Me obligan a abandonar mi adoradoJapón por un país que ni siquiera está en guerra. EsChina, vale: suena bien. Algo es algo. ¿Pero cómo se lasapañará Japón sin mí? La inconsciencia del misterio mepreocupa. En 1972, se organiza la marcha. La situación estensa. Mis ositos de peluche son empaquetados. Oigodecir que China es un país comunista. Habrá que analizareste dato. Y algo todavía más grave: la casa se vacía deobjetos. Un día, ya no queda nada. Llegó la hora demarcharse. Aeropuerto de Pekín: no hay duda, se trata de otro país.Por oscuras razones, nuestro equipaje no llega connosotros. Debemos permanecer unas horas en elaeropuerto esperando a que llegue. ¿Cuántas horas?Puede que dos, puede que cuatro, puede que veinte. Unode los encantos de China es lo imprevisto. Muy bien. Estome permitirá iniciar inmediatamente mi análisis de lasituación. Paseo por el aeropuerto con un expresióninquisidora. Todo lo que me habían dicho era cierto: setrata de un país muy diferente. No sabría decir

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exactamente en qué consiste esta diferencia. Es feo, sí,pero de una fealdad que nunca había visto. Probablementeexiste una palabra para calificar semejante fealdad:todavía no sé cuál. Me pregunto en qué consistirá eso delcomunismo. Tengo cinco años y un excesivo sentido de ladignidad para preguntar a los adultos qué significasemejante cosa. Al fin y al cabo, no necesité de suintervención para aprender a hablar. Si hubiera tenido quepreguntarles por el significado de cada palabra, a estasalturas todavía andaría por la fase de balbuceos dellenguaje. Aprendí sólita que perro significaba perro, quemalo significaba malo: no veo por qué tendrían queayudarme para comprender una palabra más. Por otraparte, no debe de ser tan difícil: aquí hay algo muyespecífico. Me pregunto en qué consiste: hay personasque visten todas igual, y una luz idéntica a la del hospitalde Kobé, y... No nos precipitemos. El comunismo estáaquí, de eso no cabe duda, pero no le asignemos unsignificado a la ligera. Tiene que ser algo serio, ya que setrata de una palabra. ¿Cuál es, pues, la cosa más extrañade cuantas hay aquí? De repente, la pregunta me agota.Me tumbo en el suelo sobre una enorme baldosa delaeropuerto y me quedo dormida al instante. Me despierto. No sé cuántas horas he dormido. Mispadres siguen esperando el equipaje, con una expresiónun poco abrumada. Mi hermano y mi hermana duermen enel suelo. Me he olvidado del comunismo. Tengo sed. Mipadre me da un billete para comprar bebida. Doy unavuelta. No hay modo de comprar bebidas coloreadas y

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gaseosas como en Japón. Sólo venden té. «China es unpaís en el que se bebe té», pienso. Bien. Me acerco alviejecito que sirve este brebaje. Me ofrece un cuenco de téhirviendo. Me siento en el suelo con el enorme cuenco. Elté es fuerte, fabuloso. Nunca había bebido uno así. Enpocos segundos, me emborracha el cerebro. Experimentoel primer delirio de mi vida. Me encanta. Voy a hacergrandes cosas en este país. Doy brincos por el aeropuertoy voy dando vueltas como una peonza. Y, bruscamente, medoy de narices contra el comunismo. Ya es noche cerrada cuando, por fin, llega el equipaje. Uncoche nos lleva a través de un mundo infinitamenteextraño. Casi es medianoche, las calles son amplias yestán desiertas. Mis padres siguen con su expresiónabrumada, mis dos hermanos mayores lo miran todo conextrañeza. La teína está provocando fuegos de artificiosdentro de mi cráneo. Sin permitir que se me note, estoyloca de excitación. Todo me parece grandioso,empezando por mí misma. En el interior de mi cabeza, lasideas juegan a la rayuela. No me doy cuenta de que eseéxtasis no es el apropiado para la situación. Estoydesfasada en relación con la China de la Banda de losCuatro. Este desfase durará tres años. El coche llega algueto de San Li Tun. El gueto está rodeado por muroselevados, los muros están rodeados por soldados chinos.Los edificios parecen cárceles. Nos asignan unapartamento de la quinta planta. No hay ascensor y losocho tramos de escalera chorrean orina. Subimos lasmaletas. Mi madre llora. Comprendo que no resultaría de

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buen tono manifestar mi ataque de euforia. Me la guardopara mí. Desde la ventana de mi nueva habitación, Chinaes fea con ganas. El cielo me inspira una mirada decondescendencia. Juego a saltar sobre la cama como side un trampolín se tratase. «El mundo es todo aquello que ha lugar», escribeWittgenstein. Según el periódico, en Pekín han tenido lugartoda clase de cosas edificantes. Ninguna podíacomprobarse. Cada semana, las valijas diplomáticastraían a las embajadas periódicos nacionales: los párrafosdedicados a China parecían referirse a otro planeta. Unacircular de difusión restringida era distribuida entre losmiembros del gobierno chino y, debido a una aberrantevoluntad de transparencia, entre los diplomáticosextranjeros: procedía del mismo órgano de prensa que ElCotidiano del Pueblo e incluía noticias que no teníanestrictamente nada que ver. Estas últimas eran bastantepoco triunfalistas para ser verdad, sin que uno pudieradeducir su grado de veracidad: bajo la Banda de losCuatro, incluso los fabricantes de versiones las confundían.Para la comunidad extranjera, resultaba difícil hacerse unacomposición de lugar. Y muchos diplomáticos acababanconfesando que, en resumidas cuentas, no tenían ni la másremota idea de lo que ocurría en China. De ahí que losinformes que tenían que redactar para sus ministeriosfueran los más hermosos y literarios de toda su carrera.Numerosas vocaciones literarias nacieron en Pekín sinque sea necesario buscar más explicación que ésa. Dehaber sabido que «en algún lugar fuera del mundo»

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encontraría una ilustración de esa acumulación china deverdad, de falsedad, y de ni verdad ni falsedad, ni elmismísimo Baudelaire lo hubiera deseado con tanto ardor.En Pekín, en 1974, yo no leía ni a Wittgenstein, ni aBaudelaire, ni el Renmin Ribao. Leía poco: teníademasiadas cosas que hacer. La lectura era buena paraesos ociosos llamados adultos. De algún modo tenían queentretenerse. Yo tenía cosas importantes que hacer. Teníaun caballo, que me ocupaba las tres cuartas partes de mitiempo. Tenía multitudes a las que deslumhrar. Tenía unaimagen de marca que preservar. Tenía una leyenda queconstruir. Y, sobre todo, estaba la guerra: la épica y terribleguerra del gueto de San Li Tun. Tomen ustedes unaretahila de niños de todas las nacionalidades: enciérrenlosjuntos en un exiguo y hormigonado espacio. Déjenloslibres y sin vigilancia. Los que piensen que estas criaturasse darán la mano en señal de amistad son unos tremendosingenuos. Nuestra llegada coincidió con una cumbre en laque se decretó que el final de la Segunda Guerra Mundialhabía sido una chapuza. Todo estaba por hacer, ya que sesobrentendía que nada había cambiado: los malos nuncadejaron de ser los alemanes. Y no eran alemanes lo quefaltaban en San Li Tun. Además, a la última guerra mundialle había faltado envergadura; esta vez, el ejército aliadocontaría con todas las nacionalidades posibles, inclusochilenos y cameruneses. Pero ni americanos ni ingleses.¿Racismo? No, geografía. La guerra se circunscribía algueto de San Li Tun. Los ingleses, en cambio, residían enel antiguo gueto llamado Wai Jiao Ta Lu. Y los americanos

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vivían todos juntos en su particular recinto, en torno a suembajador, un tal George Bush. La ausencia de aquellasdos naciones no nos molestaba lo más mínimo. Podíamosprescindir de los americanos y de los ingleses. En cambio,no podíamos prescindir de los alemanes. La guerracomenzó en 1972. Aquel año comprendí una tremendaverdad: en este mundo, nadie es indispensable salvo elenemigo. Sin enemigo, el ser humano no es nada. Su vidaes un sufrimiento, un agobio de vacío y de aburrimiento. Elenemigo es el Mesías. Su simple existencia basta paradinamizar al ser humano. Gracias al enemigo, estesiniestro accidente llamado vida se convierte en unaepopeya. Así pues, Cristo tenía razón al decir: «Amad avuestros enemigos.» Pero sacó de aquella conclusiónaberrantes corolarios: había que reconciliarse con elenemigo, poner la otra mejilla, etc. ¡Menuda ocurrencia! Site reconcilias con tu enemigo, deja de ser enemigo. Y si yano hay enemigo, hay que encontrar uno nuevo: todo vuelvea comenzar. O sea que no resuelves nada en absoluto. Asípues, hay que amar al enemigo pero no decírselo. Enningún caso hay que pensar en una reconciliación. Elarmisticio es un lujo que el ser humano no puedepermitirse. La prueba es que los periodos de paz siempreacaban en nuevas guerras. Mientras que las guerrassuelen saldarse con periodos de paz. De lo cual sededuce que la paz es nociva para el hombre, mientras quela guerra le resulta beneficiosa. Es necesario, pues,tomarse algunas molestias de la guerra con filosofía.Ningún periódico, ninguna agencia de prensa, ninguna

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historiografía ha mencionado jamás la guerra mundial delgueto de San Li Tun, que duró desde 1972 hasta 1975. Asífue como, desde mi más tierna edad, supe a lo queatenerme en lo que respecta a censura y desinformación.Porque ¿acaso puede parecemos insignificante unconflicto que duró tres años, en el que intervinierondecenas de naciones, y en el transcurso del cual seperpetraron espantosas atrocidades? Explicación a estesilencio de los medios de comunicación: la media de edadde los combatientes rondaba los diez años. ¿Acaso losniños eran ajenos a la historia? Al término de la conferencia internacional de 1972, unmocoso comunicó a los adultos que la guerra estaba apunto de comenzar. Los padres comprendieron que latensión bélica era demasiado fuerte y que no podríanimpedir el inminente conflicto. Sin embargo, una nuevaguerra contra los alemanes habría tenido repercusionesinsostenibles en las relaciones con los teutones adultos.En Pekín, los países no comunistas tenían que cerrar filas.Así pues, una delegación de padres impuso suscondiciones: «Sí a la guerra mundial, ya que es inevitable.Pero ningún alemán occidental podrá ser consideradoenemigo.» Aquella cláusula no nos molestó lo más mínimo;los alemanes orientales eran lo bastante numerosos paraser utilizados como adversarios. No obstante, los adultosno se conformaban con eso: exigían que los alemanesoccidentales se incorporasen al ejército aliado. Nopudimos aceptarlo. Estábamos dispuestos a nomachacarlos, pero luchar a su lado nos habría parecido

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contra natura. Por otra parte, los niños de la Alemaniaoccidental tampoco aceptaron: a falta de enemigo, lospobres quedaron reducidos a la neutralidad. Se murieronde aburrimiento. (A excepción de algunos pequeñostraidores que se pasaron al Este: escasas desercionesque nunca fueron mencionadas.) Así pues, en la mente delos mayores, la situación quedaba regularizada: la guerrade los niños era una guerra contra el comunismo. Doy fede que, para los niños, nunca fue así. Para interpretar elpapel de villanos, los únicos que nos entusiasmaban eranlos alemanes. La prueba es que nunca combatimos contralos albaneses o los búlgaros de San Li Tun. Aquellasinsignificantes minorías quedaron fuera de juego. Por loque respecta a los rusos, la cuestión ni siquiera se planteó:ellos también disponían de su recinto particular. Los otrospaíses del Este residían en Wai Jiao Ta Lu, a excepciónde los yugoslavos, a los que no teníamos ninguna motivopara considerar enemigos, y de los rumanos, a quienesante la insistencia de los adultos tuvimos que incluir ennuestro ejército, hasta tal punto estaba bien visto enaquella época tener amigos rumanos. Fueron las únicasinjerencias de nuestros padres en la declaración deguerra. Deseo subrayar hasta qué extremo nos parecieronsuperficiales. En 1974, a mis siete años, yo era lapequeña de los aliados. El decano, que tenía trece, meparecía un vejestorio. El grueso de nuestros efectivos eranfranceses, pero el continente mejor representado eraÁfrica: cameruneses, malíes, zaireños, marroquíes,argelinos, etc... colmaban nuestros batallones. También

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había chilenos, italianos y esos dichosos rumanos a losque no tragábamos, ya que nos habían sido impuestos yparecían una delegación oficial. Los belgas se limitaban atres: mi hermano André, mi hermana Juliette y yo. No habíamás niños de nuestra misma nacionalidad. En 1975llegaron dos exquisitas flamenquitas, pero erandesesperadamente pacifistas: no pudimos sacar ningúnprovecho de ellas. En el seno del ejército se constituyó en1972 un núcleo duro de tres nacionalidades indefectiblestanto en la amistad como en el combate: los franceses, losbelgas y los cameruneses. Estos últimos llevaban nombresasombrosos, tenían una voz muy fuerte y se reían a todashoras: los adorábamos. Los franceses nos parecíanpintorescos: con auténtico candor, nos pedían quehablásemos en belga, lo cual nos divertía, y mencionabana menudo a un desconocido cuyo apellido —Pompidou—disparaba nuestra hilaridad. Los italianos eran lo mejor y lopeor: entre ellos había cobardes y valientes a partesiguales. Es más: el heroísmo de aquellos valientesobedecía a sus cambios de humor. Los más temerariospodían ser los más cobardes a la mañana siguiente de suproeza. Entre ellos, había una medio italiana medioegipcia llamada Jihan: a los doce años, medía 1,70 m ypesaba 65 kilos. Contar con aquel monstruo en nuestrasfilas constituía todo un triunfo: ella solita era capaz dedispersar a una patrulla alemana, y era un espectáculo versu cuerpo repartir golpes. Pero su terrorífico crecimiento lehabía estropeado el carácter. Los días en que Jihan crecía,no servía para nada y resultaba intratable. Los zaireños

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peleaban de maravilla: el problema era que luchaban tantoentre ellos como contra el enemigo. Y si interveníamos ensus querellas intestinas, también peleaban contranosotros. En muy poco tiempo, la guerra adquirió proporcionesserias y resultó que nuestro ejército no podía prescindir deun hospital. En el recinto del gueto, cerca de la fábrica deladrillos, encontramos una gigantesca caja de madera quehabía sido utilizada en una mudanza. Diez de nosotrospodían ponerse de pie encima. Por unanimidad, la caja demudanzas quedó habilitada como hospital militar. Nosseguía faltando el personal sanitario. Mi hermana Juliette,de diez años, fue considerada demasiado guapa ydelicada para combatir en el frente. Se la nombróenfermera-médico-cirujana-psiquiatra-intendente, y lo hizode maravilla. A unos diplomáticos suizos, famosos por susalubridad, les robó gasas esterilizadas, mercromina,aspirinas y pastillas de vitamina C, a las que ella atribuíasupremas virtudes contra la cobardía. En el transcurso deuna expedición de gran alcance, nuestro ejército consiguióocupar el garaje de una familia de Alemania oriental. Losgarajes se consideraban objetivos estratégicos, ya queera allí donde los adultos almacenaban sus provisiones. Ysólo Dios sabe hasta qué punto aquellos stocks resultabanvaliosos en Pekín, donde los mercados vendían poco másque cerdo y col. En aquel garaje teutón hallamos una cajallena de sobres de sopa en polvo. Fue confiscada en elacto y almacenada en el hospital. Sólo faltaba encontrarlealguna utilidad. Un simposio estudió la cuestión y

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descubrió que la sopa de sobre era mucho más sabrosaen su estado de polvo. Los generales se reunieron ensecreto con la enfermera-médico para decretar que, enadelante, aquel polvo sería nuestro placebo guerrero: leatribuiríamos un valor de panacea tanto para las heridasfísicas como para los tormentos del alma. Aquel que losmezclara con agua comparecería ante un tribunal militar. Elplacebo tuvo tanto éxito que el hospital siempre estuvolleno. La actitud de los fingidores era comprensible:Juliette había convertido el dispensario en una antesala delEdén. Acostaba a los «enfermos» y a los «heridos» sobrecolchones de periódicos Renmin Ribao, los interrogabacon dulzura y rigor acerca de sus dolencias, les cantabananas y les abanicaba administrándoles por vía oral elcontenido de un sobre de sopa en polvo. Ni losmismísimos jardines de Alá habrían resultado un lugar másagradable. Los generales sospechaban de la auténticanaturaleza de aquellas epidemias, pero no desaprobabanuna estratagema que, a la postre, consideraron buenapara la moral de la tropa y que conllevaría para el ejércitonumerosos alistamientos espontáneos: es cierto, losnuevos reclutas deseaban convertirse en soldados con laúnica esperanza de caer heridos. No por ello los mandosperdían la esperanza de convertirlos algún día en valientesguerreros. Tuve que emplearme a fondo para conseguir que losaliados me admitieran. Consideraban que era demasiadopequeña. En el gueto, había niños de mi edad, inclusomayores, pero todavía no tenían ambición militar. Hice

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valer mis méritos: coraje, tenacidad, lealtad ilimitada y,sobre todo, velocidad a caballo. Aquella última virtud nopasó inadvertida. Los generales debatieron largamenteentre ellos. Acabaron por convocarme. Me presentétemblando. Me anunciaron que, debido a mi pequeña tallay a mi velocidad, me nombraban explorador. —Además,como eres una niña pequeña, el enemigo no sospechará.La mezquindad de aquella alegación no consiguióempañar la felicidad que me produjo el nombramiento.Explorador: no podía concebir nada más hermoso, másgrandioso, más digno de mí. Podía atrapar aquella palabrade un extremo al otro, en todos los sentidos, montarla ahorcajadas como a un caballo salvaje, colgarme de ellacomo de un trapecio: seguía siendo igual de hermosa. Elexplorador era aquel de quien dependía la supervivenciadel ejército. Jugándose la vida, avanzaba solo por unterritorio desconocido con el objetivo de localizar lospeligros. Al menor capricho del azar, podía pisar una minay explotar en mil pedazos —y su cuerpo, convertido yapara siempre en heroico rompecabezas, caeríalentamente sobre el suelo dibujando en el aire unchampiñón atómico de cárnico confeti— y los suyos,acampados en la retaguardia, viendo sus fragmentosorgánicos elevarse hacia el cielo, no podrían sinoexclamar: «¡Es el explorador!» Y, tras haberse elevado enproporción a su importancia histórica, los mil pedazos sedetendrían un instante en aquel éter para, a continuación,aterrizar con tanta gracia que incluso al enemigo se lesaltarían las lágrimas ante tan noble oblación. Soñaba con

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morirme así: aquellos fuegos artificiales harían que mileyenda fuera eterna. La misión del explorador consiste enexplorar1, en los múltiples sentidos de la expresión. Yexplorar me vendría como anillo al dedo: me convertiría enuna antorcha humana. Pero, capaz de contradecirse comoel más sabio de los Proteos, el explorador también podíavolverse invisible, inaudible. La furtiva silueta se deslizaríaentre las tropas enemigas sin ser vista por nadie. El espía,picaresco, se disfraza; el explorador, épico, no se rebaja asemejantes travéstismos. Agazapado en la sombra,arriesga su vida con grandeza. Y cuando, al término de unamisión suicida de reconocimiento, el explorador regresa alcampamento, su ejército, conmovido por un sentimiento deadmirativa gratitud, recibe sus impagables informacionescomo maná llovido del cielo. Cuando el explorador abre laboca para pronunciar alguna palabra, los generales estánpendientes de sus labios. Nadie le felicita, pero le dirigenmiradas decididas y emocionadas, mucho más expresivasque el mejor de los halagos. En mi vida, ningúnnombramiento me colmó tanto como aquél: nunca un títulome pareció convenir tan profundamente al valor que yomisma me atribuía. Más tarde, cuando me digne serpremio Nobel de Medicina o mártir, aceptaré sindemasiado despecho estos honores algo vulgares,recordando siempre que la parte más noble de miexistencia quedaba atrás, perdurando para la eternidad.Podría deslumhrar a la gente hasta el día de mi muertepronunciando esta simple frase: «En Pekín, durante la

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guerra, yo fui explorador.» Por más que haya leído a Ho Chi Minh en versión original,que haya traducido a Marx al hitita clásico, que me hayaentregado a un análisis estilístico de las epanalepsis delLibro Rojo, que haya realizado una transcripciónouliponiana del pensamiento de Lenin, por más que mehaya entregado a la reflexión sobre el comunismo, oviceversa, no he podido superar aquellas conclusiones demis cinco años. Apenas acababa de pisar territorio rojo, nisiquiera había abandonado el aeropuerto, y ya habíacomprendido. Había encontrado el único vector quepermite resumir la situación en una frase. Aquella aserciónera a la vez hermosa, simple, poética y algodecepcionante, como todas las grandes verdades. «Elagua hierve a cien grados.» Belleza elemental de esafrase, que no deja lugar a dudas. Pero la auténtica bellezadebe dejar lugar a dudas: debe dejar al alma una parte desu deseo. En este sentido, mi frase era hermosa. Aquí latienen: «Un país comunista es un país en el que hayventiladores.» La frase tiene una estructura tan luminosaque podría servir de ejemplo en un tratado vienés delógica. Pero, más allá de sus virtudes estilísticas, laaserción impacta por su veracidad. En el aeropuerto dePekín, cuando me di de bruces contra un manojo deventiladores, aquella verdad me impactó con lainexplicable evidencia de las revelaciones. Aquellasextrañas flores, de pivotante y enjaulada corola, sólopodían ser el indicio de un medio insólito. En Japón habíaaire acondicionado. No recordaba haber visto semejantes

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vegetales plastificados. En los países comunistas podíaocurrir que hubiera aire acondicionado, pero nofuncionaba: así que eran necesarios los ventiladores. Mástarde, tuve la oportunidad de vivir en otros paísescomunistas, Birmania y Laos, que confirmaron mis puntosde vista de 1972. No digo que no haya ventiladores en lospaíses no comunistas, pero resultan mucho másexcepcionales y, más sutil todavía, allí son insignificantes.El ventilador es al comunismo lo que el epíteto es aHomero: Homero no es el único escritor del mundo queutiliza epítetos. Pero a través de su pluma es cuando losepítetos adquieren todo su sentido. En 1985, en su películaPapá está en viaje de negocios, Kusturica rodó unaescena de interrogatorio comunista en la que interveníantres personajes: el interrogador, el interrogado y unventilador. Durante la interminable sesión de preguntas-respuestas, la pivotante cabeza del invento se detiene, conun ritmo inexorable, ora ante el interrogador, ora ante elinterrogado: se planta ante cada personaje antes de barrerel plano una y otra vez. Ese absurdo y horripilantemovimiento consigue que el malestar de la escena alcancesu cénit. Durante todo el interrogatorio, nada se mueve, nilos dos hombres ni la cámara: sólo asistimos a laoscilación del ventilador. Sin su presencia, la escenanunca transmitiría semejante grado de crispación.Interpreta el papel de coro antiguo pero en mucho másinsoportable, ya que no emite ningún juicio, no piensanada, se limita a estar ahí para dar mayor resonancia a lascosas y a ejecutar, con infalible exactitud, su trabajo de

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ventilador: eficaz y sin opinión, el coro con el que sueñantodos los regímenes totalitarios. Dudo que ni siquiera elaval de un famoso cineasta yugoslavo pueda bastar paraconvencer de la pertinencia de mis reflexiones sobre losventiladores. No importa. ¿Acaso todavía hay mentes lobastante ingenuas para pensar que las teorías sirven paraser creídas? Las teorías sirven para irritar a los filisteos,para seducir a los estetas y para que los demás se rían. Lopropio de las verdades desconcertantes es que rehúyencualquier análisis. Vialatte escribió esta maravillosa frase:«El mes de julio es un mes muy sensual.» ¿Acaso se hadicho alguna vez algo tan cierto y tan desconcertante sobreel mes de julio? Actualmente ya no vivo en Pekín ni tengo caballo. Hesustituido Pekín por el papel y el caballo por la tinta. Miheroísmo se ha vuelto subterráneo. Siempre fui conscientede que la edad adulta no contaba: a partir de la pubertad,la existencia sólo es un epílogo. En Pekín, mi vida teníauna importancia capital. La humanidad me necesitaba. Dehecho, era explorador y estábamos en guerra. Nuestroejército había hallado una nueva forma de agresión contrael enemigo. Todas las mañanas, las autoridades chinasacudían a entregar yogures naturales a los habitantes delgueto. Depositaban ante la puerta de cada apartamentouna pequeña caja de yogures individuales, envasados enrecipientes de vidrio tapados con un insignificante papel.El blanco y lácteo producto estaba coronado por una capade cuajo amarillento. Al alba, un comando de soldadosvarones acudía ante las puertas de los apartamentos

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germano-orientales, levantaba las tapas, engullía la capade cuajo y la sustituían por una dosis equivalente de unlíquido de idéntico color abastecido por su organismo.Luego volvían a poner las tapas, se marchaban con lamúsica a otra parte y si te he visto, no me acuerdo. Nuncasupimos si nuestras víctimas tomaban sus yogures. Todoinduce a pensar que sí, ya que no hubo ninguna queja.Aquellos productos lácteos chinos eran tan ácidos quealgunos sabores extraños podían pasar perfectamentedesapercibidos. La ignominia de la maniobra nos hacíaeructar de éxtasis. Nos repetíamos cuán inmundoséramos. Era grandioso. Los niños de Alemania del Este eran contundentes,valientes y fuertes. También disfrutaban moliéndonos apalos. Pero aquel tipo de hostilidades nos parecía ridículocomparado con nuestros crímenes. Nosotros éramos unoscabrones de mucho cuidado. La suma de músculos denuestro ejército era ridicula comparada con la del ejércitoenemigo, aunque ellos eran menos, pero nosotros éramosmucho peores. Cuando uno de nosotros caía en manos delos alemanes orientales, era puesto en libertad una horamás tarde, cubierto de chichones y moratones. Cuando seproducía el proceso inverso, en cambio, el enemigo seenteraba de lo que valía un peine. En primer lugar,nuestros tratamientos nos tomaban mucho más tiempo. Elpequeño alemán tenía derecho a, por lo menos, toda unatarde de diversión. A veces incluso a mucho más.Empezábamos entregándonos, en presencia de la víctima,a una orgía intelectual respecto a su suerte. Hablábamos

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en francés y el teutón no se enteraba de nada: eso sólocontribuía a aumentar su aprensión. Tanto más por cuantonuestras sugerencias eran proferidas con tanto júbilo ycruel exaltación que nuestros rostros y nuestras vocesconstituían excelentes subtítulos. La lítotes estaba pordebajo de nuestra dignidad: —Le cortaremos el... y los...servía de clásico exordio a nuestra acumulación verbal.(No había ninguna chica entre los alemanes del Este. Esun misterio que nunca logré dilucidar. Quizás los padreslas dejaban en su país, en manos de algún entrenador denatación o de lanzamiento de peso.) —Con el cuchillo decocina del señor Chang. —No: con la navaja del señorZiegler. —Y haremos que se los coma —zanjaba unpragmático al que le parecían secundarios loscomplementos circunstanciales. —Con su... y su... comoaliño. —Muy lentamente —retomaba un amante de losadverbios. —Sí: deberá masticarlos bien —decía unespíritu glosador. —Y luego haremos que los vomite —profería un blasfemo. —¡Eso no! ¡Le gustaría demasiado!Tiene que mantenerlo en el estómago —clamaba otro quetenía sentido de lo sagrado. —Incluso le taparemos el...,para que no salga nunca más —prometía un colega convisión de futuro. —Sí —dijo un discípulo de San Mateo. —No funcionará —comentó un filisteo al que nadieescuchaba. —Con el cemento de las obras. Y también letaparemos la boca, para que no pueda pedir ayuda. —¡Selo taparemos todo! —exultó un místico. —El cemento chinoes una mierda —observó un experto. —Mejor. ¡Así estarátapado con mierda! —retomó el místico en trance. —Pero

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eso le matará —balbuceó un cobarde con complejo deConvención de Ginebra. —No —dijo el discípulo de SanMateo. —Se lo impediremos. Sería demasiado fácil. —¡Tiene que sufrir hasta el final! —¿Qué final? —inquirió laConvención de Ginebra. —Pues el final. Cuando dejemosque se vaya llorando a que su mamita le consuele. —¡Lacara que pondrá la madre cuando vea cómo hemosarreglado a su asqueroso niño! —¡Así aprenderá a notener niños alemanes! —Los únicos alemanes buenos sonlos alemanes tapados con cemento chino. Aquel aforismo,lo bastante críptico para provocar el entusiasmo, hizo gritara la asamblea. —De acuerdo. Pero, antes de eso, tambiéntendremos que arrancarle el pelo, las cejas y las pestañas.—¡Y las uñas! —¡Se lo arrancaremos todo! —clamó elmístico. —Y mezclaremos lo que quede con cemento antesde taparlo, para que todo sea más sólido. —Comorecuerdo. Aquellos ejercicios de estilo tenían su ladopatético, ya que enseguida tropezábamos con los límitesdel lenguaje, y más teniendo en cuenta que capturábamosuna víctima cada dos por tres: eran necesarios tesoros deimaginación para renovar las promesas sin convertirlas eninsípidas. El cuerpo era menos vasto que el vocabulario,explorábamos este último con un ensañamiento del que loslexicógrafos deberían tomar ejemplo: —Eh, también sellaman testículos. —O gónadas. —¡Gónadas! —Haremoszumo de gónadas. Yo era la que menos hablaba duranteaquellos torneos en los que las frases saltaban del uno alotro como si de una pelota se tratara. Yo escuchaba,subyugada ante tanta elocuencia y semejante audacia en

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el Mal. Me parecía que los oradores estaban haciendomalabarismos con un virtuosismo que duraría hasta que lapelota se le cayera a un torpe. Por eso preferíamantenerme fuera de juego y observar las múltiplescirculaciones de la palabra. Yo sólo conseguía hablarcuando estaba sola, cuando podía jugar a ser otaria conmi frase, manteniéndola sobre la punta de la nariz, como side una pelota roja se tratara. Cuando nuestro ejércitopasaba finalmente de la teoría a la práctica, el pobrealemán había tenido tiempo de mojar los pantalones.Había tenido la oportunidad de escuchar todas lascarcajadas amenazadoras y los ametrallamientosverbales. A menudo, lloraba de miedo cuando losverdugos se le acercaban, para nuestra inmensa alegría:—¡Gallina! —¡Gónada blandengue! Por desgracia,tragedia de lenguaje obliga, la realidad no estaba a laaltura de las palabras. E infligíamos suplicios muy pocodiversificados. En general, la cosa se limitaba a unainmersión en el arma secreta. El arma secreta estabacompuesta, entre otras muchas cosas, por nuestros orines,salvo aquellos que reservábamos para los yoguresalemanes. Poníamos un celo ejemplar en no abandonaraquel preciado líquido en otra parte que no fuera la grantina común. Esta última estaba instalada en la cima de laescalera de emergencia del edificio más alto del gueto,custodiada por los más salvajes de nosotros. (Durantemucho tiempo, los adultos u otros espectadores sepreguntaron por qué veían tan a menudo a niños corriendosin aliento hacia aquella escalera de incendios.) A

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aquellos orines cada vez menos frescos se le sumaba unagenerosa proporción de tinta china, tinta doblementechina. Una fórmula química bastante simple, en definitiva,que daba lugar a un elixir verdusco de amoníaca fragancia.El alemán era sujetado por los brazos y las piernas ysumergido hasta el fondo de la tina. Luego, nosdeshacíamos del arma secreta, hay que considerar que lavíctima había corrompido su monstruosa pureza. Yvolvíamos a almacenar nuestros orines hasta la llegada delsiguiente prisionero. Si en aquella época hubiera leído a Wittgenstein, mehabría parecido del todo fuera de lugar. ¡Siete abstrusaspropuestas para explicar el mundo, cuando con una sola, ytan sencilla, habría dado cuenta del sistema entero! Y nisiquiera había tenido que reflexionar para dar con ella. Y nisiquiera había tenido que formularla para vivirla. Era unacerteza adquirida. Cada mañana, nacía conmigo: «Eluniverso existe porque yo existo.» Mis padres, elcomunismo, los vestidos de algodón, los cuentos de Lasmil y una noches, los yogures naturales, el cuerpodiplomático, los enemigos, el olor de la cocción de losladrillos, el ángulo recto, los patines de hielo, Chu En Lai,la ortografía y el bulevar de la Fealdad Habitable: ningunade esas enumeraciones resultaba superflua, ya que todasaquellas cosas existían en función de mi existencia. Elmundo entero desembocaba en mí. China pecaba deexceso de modestia. ¿Imperio del Medio? Bastabaescuchar aquel enunciado para darse cuenta de suslimitaciones. China sería el Medio del planeta siempre y

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cuando se quedara quietecita en su sitio. Yo, en cambio,podía ir a donde quisiera: el centro de gravedad del mundome seguía los pasos. La nobleza también consiste enadmitir lo obvio. No había que esconderse de que elmundo se hubiera estado preparando para mi existenciadesde hace miles de millones de años. La cuestión deldespués de mí no me preocupaba. Sin duda, seríannecesarios algunos miles de millones de añossuplementarios para que los últimos exégetas terminarande glosar mi caso. Pero, comparado con la vertiginosainmediatez de mis días, aquel aspecto del problemacarecía de importancia. Dejaba esas especulaciones amis glosadores y a los glosadores de mis glosadores. Asílas cosas, Wittgenstein no venía a cuento. Había cometidoun grave error: había escrito. Mejor abdicar enseguida.Hasta que los emperadores chinos empezaron a escribir,China estuvo en el apogeo de su apogeo. La decadenciacomenzó con el primer texto imperial. Yo no escribía.Cuando tienes ventiladores gigantes a los queimpresionar, cuando tienes un caballo al que emborrachara base de galope, cuando tienes un ejército al queiluminar2, cuando tienes un rango que mantener y unenemigo al que humillar, levantas la cabeza y no escribes. Y, sin embargo, fue allí, en el corazón de la Ciudad de losVentiladores, donde comenzó mi decadencia. Comenzóen el momento en el que comprendí que yo no era el centrodel mundo. Comenzó en el momento en el que me videslumbrada al descubrir quién era el centro del mundo.

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En verano, siempre iba descalza. Los exploradoresconcienzudos no deberían llevar zapatos. Así pues, mispasos en el gueto resultaban tan silenciosos como losmovimientos del tai chi chuan, disciplina prohibida enaquella época y que algunos obstinados practicaban aescondidas, con un silencio aterrorizado. Furtiva ysolemne, iba en busca del enemigo. San Li Tun era unlugar tan feo que era necesaria una epopeyaininterrumpida para ser capaz de sobrevivir. Yo sobrevivíaa las mil maravillas. La epopeya era yo. Un cochedesconocido se detuvo delante del edificio contiguo. Unosvecinos nuevos: otros extranjeros a los que encerrar en elgueto para que no contaminaran a los chinos. El cochecontenía enormes maletas y cuatro personas, entre lascuales figuraba el centro del mundo. El centro del mundo vivía a cuarenta metros de mi casa. Elcentro del mundo tenía nacionalidad italiana y se llamabaElena. Elena se convirtió en el centro del mundo en elmomento en que sus pies se posaron sobre elhormigonado suelo de San Li Tun. Su padre era un italianobajito y agitado. Su madre era una india alta del Surinam,de mirada casi tan inquietante como Sendero Luminoso.Elena tenía seis años. Era hermosa como un ángel queestuviera posando para una fotografía artística. Tenía losojos oscuros, inmensos y fijos, la piel del color de la arenamojada. Sus cabellos, de un negro de baquelita, brillabancomo si los hubiera lustrado uno por uno y parecíandescender incesantemente por su espalda y sus nalgas.Su encantadora nariz habría provocado un ataque de

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amnesia al mismísimo Pascal. Sus mejillas dibujaban unóvalo celeste, pero bastaba fijarse en la perfección de suboca para comprender hasta qué punto era malvada. Sucuerpo resumía la armonía universal, denso y delicado, lisode infancia, de contornos anormalmente límpidos, como sibuscase recortarse mejor que los demás sobre la pantalladel mundo. Describir a Elena reduciría el Cantar de loscantares a la categoría de inventario de carnicería. Conuna sola mirada, uno percibía que amar a Elena sería alsufrimiento lo que Grévisse es a la gramática francesa: unclásico abucheado e indispensable. Aquel día llevaba unvestido de película en bordado inglés blanco. Yo me habríamuerto de vergüenza si hubiera tenido que ponermesemejante atuendo. Pero Elena no pertenecía a nuestrosistema de valores y su vestido la convertía en un ángel enpleno proceso de floración. Salió del coche y no me vio.Poco más o menos, aquélla fue la política que seguiríadurante todo el año que íbamos a pasar juntas. Siguiendo el ejemplo de los engaños en las que se hainspirado, China tiene sus leyes de género. Pequeñalección de gramática. Es correcto decir: «Aprendí a leer enBulgaria», o: «Coincidí con Eulalie en Brasil.» Pero seríaerróneo decir: «Aprendí a leer en China», o: «Coincidí conEulalie en China.» Hay que decir: «Fue en China dondeaprendí a leer», o: «Fue en Pekín donde coincidí conEulalie.» Nada resulta menos inocente que la sintaxis. Eneste caso, es obvio que el galicismo no puede introducirnada anodino. Así, no se puede decir: «Fue en 1974cuando me soné los mocos», o: «Fue en Pekín donde me

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até los cordones de los zapatos.» Por lo menos, hay queañadir: «por primera vez», de otro modo, el enunciadocojea. Consecuencia sorprendente: si los relatos chinoscontienen acciones tan extraordinarias, es, sobre todo, porrazones gramaticales. Y cuando la sintaxis roza lamitología, el especialista en estilística se pone muycontento. Y cuando uno ha satisfecho las exigencias delespecialista en estilística, puede arriesgarse a escribir losiguiente: «Fue en China donde descubrí la libertad.»Exégesis de esta escandalosa frase: «Fue en laespantosa China de la Banda de los Cuatro dondedescubrí la libertad.» Exégesis de esta absurda frase:«Fue en el penitenciario gueto de San Li Tun dondedescubrí la libertad.» La única justificación a tanimpactante aserción es que es verdad. En aquella Chinade pesadilla, los extranjeros adultos estabanconsternados. Lo que veían les escandalizaba, lo que noveían les escandalizaba todavía más. Sus hijos, encambio, lo pasaban en grande. Los sufrimientos delpueblo chino no les preocupaban. Y permanecerencerrados en el gueto de hormigón junto a un centenar deniños les parecía idílico. Para mí, todavía más que para losdemás, fue el descubrimiento de la libertad. Acababa depasar unos años en Japón. Fui a la guardería en el sistemanipón: eso es tanto como decir en el ejército. En casa, lasgobernantas me cuidaban con gran dedicación. En San LiTun nadie vigilaba a los niños. Éramos tantos y el espaciotan exiguo que no parecía necesario. Y, siguiendo unasuerte de ley no escrita, desde su llegada a Pekín los

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padres dejaban en paz a su prole. Salían todas las nochesjuntos para no caer en la depresión y nos dejaban solos.Con la típica ingenuidad propia de su edad, creían queestábamos agotados y que a las nueve ya estaríamos enla cama. Cada noche, delegábamos en un responsable lamisión de vigilar a los adultos y avisarnos de su regreso.Se producía entonces una desbandada general. Los niñoscorrían para regresar a sus respectivas celdas, saltabansobre sus camas vestidos y fingían estar durmiendo.Porque la guerra nunca era tan hermosa como por lanoche. Los aullidos de miedo del enemigo resonabanmejor en la oscuridad, las emboscadas adquirían un halode misterio y mi papel de explorador alcanzaba las cotasmás profundas de su luminoso significado: sobre micaballo a paso de ambladura, me sentía como unaantorcha viva. No era Prometeo, era el fuego, me escurríayo misma, y, en el súmmum de la exaltación, observaba elfurtivo recorrido de mi resplandor sobre las inmensastinieblas de los muros chinos. La guerra era el más noblede los juegos. La palabra sonaba como el cofre de untesoro: lo forzábamos para abrirlo y el resplandor de lasjoyas nos salpicaba la cara: doblones, perlas y gemas,pero sobre todo enloquecida violencia, suntuosos riesgos,pillaje, incesante terror y, por último, diamante dediamantes, la licencia, la libertad que nos silbaba en losoídos convirtiéndonos en titanes. ¡Qué maravilla no podersalir del gueto! La libertad no se cuantificaba en metroscuadrados disponibles. La libertad consistía en estar porfin a merced de nosotros mismos. El regalo más hermoso

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que los adultos pueden hacer a sus hijos es olvidarse deellos. Olvidados de las autoridades chinas y de lasautoridades paternas, los niños de San Li Tun eran losúnicos individuos de toda China popular. Estaban enposesión de la ebriedad, el heroismo y la maldad sagrada.Jugar a otra cosa que no fuera la guerra habría sido ir amenos. Eso es lo que nunca quiso entender Elena. Elena no quería entender nada. Desde el primer día, secomportó como si ya lo hubiera entendido todo. Yresultaba muy convincente. Tenía sus opiniones y nuncaintentaba demostrarlas. Hablaba poco, con una altiva ydesenvuelta seguridad. —No me apetece jugar a la guerra.No es interesante. Me alivió haber sido la única que oyósemejante blasfemia. Correría un tupido velo sobre elasunto. Bajo ningún concepto los aliados debían pensarmal de mi bienamada. —La guerra es magnífica —rectifiqué. Parecía no comprender. Tenía un don para darla impresión de no estar escuchando. Siempre parecía nonecesitar de nadie ni de nada. Vivía como si de sobras lebastara con ser la más hermosa y tener el pelo tan largo. Yo nunca había tenido un amigo o una amiga. Ni siquierase me había pasado por la cabeza aquella posibilidad.¿De qué me habrían servido? Estaba encantada con mipropia compañía. Necesitaba padres, enemigos ycompañeros de armas. En menor medida, necesitabaesclavos y público: cuestión de estatus. Los que nopertenecían a ninguna de aquellas cinco categorías podíantranquilamente no existir. Incluidos los eventuales amigos.Mis padres tenían amigos. Eran personas con las que se

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juntaban para beber alcoholes de todos los colores.¡Como si no pudieran beberlos sin ellos! Aparte de eso,los amigos servían para hablar y escuchar. Les contabashistorias desprovistas de significado, ellos reían acarcajadas y te contaban las suyas. Y comían. A veces, losamigos bailaban. Era un espectáculo que producíaconsternación. Resumiendo: los amigos eran un especiede personas con las que uno se juntaba para entregarse,en su compañía, a comportamientos absurdos, inclusogrotescos, o para librarse a actividades normales para lasque no eran necesarios. Tener amigos era un síntoma dedegeneración. Mi hermano y mi hermana tenían amigos.En su caso, resultaba excusable, ya que también eran susamigos de armas. La amistad nacía de la fraternidad en elcombate. No había motivos para avergonzarse de ello. Yo,en cambio, era el explorador. Guerreaba sola. Teneramigos no estaba hecho para mí. En cuanto al amor,todavía iba menos conmigo. Era una extravaganciarelacionada con la geografía: los cuentos de Las mil y unanoches se referían a frecuentes arrebatos en países deOriente Medio. Yo estaba demasiado al Este.Contrariamente a lo que se pueda pensar, mi actitudrespecto a los demás estaba desprovista de toda vanidad.Se limitaba a ser lógica. El universo desembocaba en mí:no era culpa mía, yo no lo había decidido así. Era un hechocon el que tenía que vivir. ¿Para qué iba a cargar conamigos? No tenían ningún papel que interpretar en miexistencia. Yo era el centro del mundo: no podían situarmetodavía más al centro. La única relación que contaba era la

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que uno mantenía con su caballo. Mi encuentro con Elena no constituyó una transmisión depoderes —yo no tenía ninguno y no me preocupaba— sinoun desplazamiento intelectual: de entonces en adelante, elcentro del mundo iba a situarse fuera de mí. Y yo hacíatodo lo que estaba en mi mano para aproximarme a él.Descubría que no era suficiente estar cerca de ella.También tenía que hacerme valer ante ella. No era el caso.Yo no le interesaba lo más mínimo. A decir verdad, nadaparecía interesarle. No se fijaba en nada y no decía nada.Parecía satisfecha de permanecer encerrada en sí misma.No obstante, se notaba que se sentía observada y queaquello le gustaba. Necesité tiempo para darme cuenta deque a Elena sólo le importaba una cosa: ser mirada. Así,sin saberlo, la hice feliz: la devoraba con la mirada. Meresultaba imposible dejar de mirarla. Nunca había vistonada tan hermoso. Era la primera vez en mi vida que labelleza de alguien me impactaba. Había conocido amuchas personas guapas, pero no habían retenido miatención. Por razones que todavía hoy se me escapan, labelleza de Elena me obsesionaba. La amé desde elprimer segundo. ¿Cómo explicarlo? Nunca había pensadoen amar nada. Nunca había imaginado que la belleza dealguien pudiera suscitar en mí sentimiento alguno. Y, noobstante, todo se había activado en el mismo instante en elque la vi por primera vez, con una inexorable autoridad: erala más hermosa, luego la amaba, luego se convertía en elcentro del mundo. Pero el misterio no acaba aquí.Comprendí que no podía limitarme a amarla: era necesario

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que ella también me amara. ¿Por qué? Porque sí. Se locomuniqué con toda sencillez. Me resultaba natural tenerque informarla: —Tienes que amarme. Se dignó mirarme,pero se trataba de una mirada que habría podidoahorrarme. Emitió una pequeña risa despectiva. Estabaclaro que acababa de decir una tontería. Así pues, eranecesario explicarle por qué no se trataba de ningunatontería: —Tienes que amarme porque yo te amo. ¿Loentiendes? Me parecía que con aquel añadido de datostodo volvería a su orden natural. Pero entonces Elena sepuso a reír con más fuerza si cabe. Experimenté unaherida confusa. —¿Por qué te ríes? Con voz sobria, altivay divertida, respondió: —Porque eres tonta. Así fuerecibida mi primera declaración de amor. Lo descubrí todo al mismo tiempo: deslumbramiento,amor, altruismo y humillación. Aquella tetralogía me fuerepresentada en este orden desde el primer día. Llegué ala conclusión de que debían de existir lazos lógicos entreestos cuatro accidentes. Habría sido mejor evitar elprimero, pero era demasiado tarde. Sea como fuere,tampoco estaba muy segura de haber podido elegir. Yaquella situación me parecía de lo más lamentable, ya quetambién me permitía descubrir el dolor. Este último mepareció extraordinariamente desagradable. Sin embargo,no conseguía arrepentirme de amar a Elena, ni lamentabaque existiera. No se podía lamentar que existiera algosemejante. Y si ella existía, amarla resultaba inevitable.Desde el primer segundo en que la amé —es decir, desdeel primer segundo—, pensé que era necesario hacer algo.

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Aquel leitmotiv se impuso por su propio peso y no meabandonó hasta el final de aquel amor. «Tengo que haceralgo. »Porque amo a Elena, porque es la más hermosa,porque existe en el mundo una persona tan venerable,porque la he conocido, porque —aunque ella lo ignore—es mi enamorada, tengo que hacer algo. »Algo grande,soberbio, algo digno de ella y de mi amor. »Matar a unalemán, por ejemplo. Pero no me dejarán hacerlo. A lasvíctimas, siempre acabamos soltándolas con vida. Otracosa de los adultos y de la Convención de Ginebra. Estaguerra es una estafa. »No. Algo que pueda hacer yo sola.Algo que impresione a Elena.» Experimenté un arranquede desesperación, y eso, de repente, tuvo comoconsecuencia que no me sintiera las piernas. Caí sentadasobre el hormigón. La convicción de mi impotencia hacíaque fuera incapaz de esbozar el más mínimo movimiento.Deseaba no volver a moverme nunca más. Deseabahartarme de esperar. Me quedaría allí, sentada sobre elhormigón, sin hacer nada, sin beber, sin comer, hasta mimuerte. Moriría rápidamente y mi bienamada se sentiríamuy impresionada. No, eso no funcionaría. Me llevarían ala fuerza y me harían beber y comer con un embudo. Losadultos me ridiculizarían. Así que mejor actuar al revés. Yaque no tenía derecho a permanecer inmóvil, me movería.Se iban a enterar. Tuve que hacer un prodigioso esfuerzopara mover aquel cuerpo que el sufrimiento habíaconvertido en mineral. Corrí a los establos y, de un salto,monté mi caballo. Los centinelas me dejaron salir sinproblema. (La ligereza de la guardia china nunca dejaba

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de sorprenderme. Me chocó un poco que no les parecierasospechosa. En los tres años que viví en San Li Tun, nuncame registraron. Algo olía a podrido en el sistema.) Al llegaral bulevar de la Fealdad Habitable, lancé mi caballo algalope más asombroso de la historia de la velocidad.Nada podía detenerlo. No sabría decir cuál de los dos,corcel o jinete, se sentía más ebrio. Nos habíamosembalado juntos. Mi cerebro no tardó en superar lavelocidad del sonido. Una ventanilla de la carlinga voló enmil pedazos y, en un segundo, el interior de mi cabeza sevio aspirado por el exterior. Un estridente vacío me llenó elcráneo y perdí sufrimiento y pensamiento al mismo tiempo.Mi caballo y yo no éramos más que un bólido desbocadopor la Ciudad de los Ventiladores. En aquella época,apenas había coches en Pekín. Se podía galopar sindetenerse en los cruces, sin mirar, sin tomar precauciónalguna. Mi alucinada carrera duró cuatro horas. Cuandoregresé al gueto, era todo aturdimiento. «Tengo que hacer algo.» Lo había hecho: durante horas,me había fundido con la velocidad por toda la ciudad. Porsupuesto, Elena ni siquiera se había enterado. En ciertomodo, eso todavía resultaba más hermoso. La grandezade aquella desinteresada carrera me llenaba de orgullo.Pero no comunicarle mi orgullo a Elena habría sido undespilfarro. A la mañana siguiente, me acerqué a ella conun rostro imbuido de esoterismo. Ella fingió no verme. Nome preocupaba. Ya me vería. Me senté a su lado sobre lapared y, en tono relajado, le dije: —Tengo un caballo. Memiró con una expresión incrédula. Yo no cabía en mí de

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gozo. —¿Un caballo de peluche? —Un caballo sobre elque galopo a todas partes. —¿Un caballo, aquí, en San LiTun? ¿Y dónde está? Su curiosidad me encantó. Corrí alos establos y regresé al lomo de mi montura. Con una solamirada, mi bienamada se hizo cargo de la situación. Seencogió de hombros y, con una indiferencia absoluta, sinsiquiera concederme la limosna de una broma, dijo: —Esono es un caballo, es una bici. —Es un caballo —dije sinperder la calma. Mi serena convicción no sirvió de nada.Elena ya no me escuchaba. En Pekín, tener una hermosabicicleta era tan normal como tener piernas. La mía habíaadquirido una dimensión tan mitológica en mi vida quehabía alcanzado un estatus ecuestre. Para mí, aquellaverdad era algo tan establecido que no me había sidonecesaria ninguna fe para enseñar el animal. Ni siquierase me había ocurrido que Elena pudiera ver nada que nofuese un caballo. Es algo que, todavía hoy, me siguepareciendo abstruso. No vivía ninguna fantasmagoríapueril, no me había forjado una fantasía de sustitución.Aquella bicicleta era un caballo, eso es todo. Norecordaba ningún momento en el que lo hubiera decidido.Aquel caballo siempre había sido un caballo. No podía serde otro modo. Aquel animal de carne y de sangre formabaparte de la realidad objetiva tanto como los ventiladoresgigantes, cuyos rostros miraba de arriba abajo durante mispaseos. Y, con toda la sinceridad del mundo, estabaconvencida de que el centro del mundo lo vería igual queyo. Sólo llevaba dos días y aquel amor ponía en peligro miuniverso mental. En comparación, la revolución

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copernicana era una broma. Saldría adelante a base deobstinación. Mi decisión quedó resumida en una frase:«Elena es ciega.» La única manera de dejar de sufrir consiste en mantener lacabeza vacía. La única manera de vaciarse la cabezahasta el fondo consiste en ir lo más deprisa posible, lanzartu caballo al galope, encararte contra el viento, no ser otracosa que la prolongación de tu corcel, el cuerno delunicornio, con la única misión de atravesar el aire, hasta lalucha final en la que el éter vencerá, en la que el jinete y sumontura, perdidos en su propio desbocamiento, se verándesintegrados y absorbidos por lo invisible, aspirados ypulverizados por los Ventiladores. Elena es ciega. Estecaballo es un caballo. Desde el momento en que existeliberación por la velocidad y el viento, existe caballo. Nollamo caballo a lo que tiene cuatro patas y producecagajón, sino a lo que maldice el suelo y me aleja de él, alo que me levanta y me obliga a no caer, a lo que mepisotearía hasta la muerte si cediera a la tentación delfango, a lo que me hace bailar el corazón y relinchar elestómago, a lo que me transporta a una velocidad tanfrenética que tengo que cerrar los párpados con fuerza, yaque la luz más pura nunca deslumhrará tanto como labofetada del aire. Llamo caballo a ese irrepetible lugar enel que es posible perder todo anclaje, todo pensamiento,toda consciencia, toda idea de mañana, para convertirsesólo en un impulso, para ser únicamente algo que sedespliega. Llamo caballo a esa entrada en el infinito yllamo cabalgada desbocada al momento en el que me

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encuentro con las multitudes de mongoles, de tártaros, desarracenos, de pieles rojas u otros hermanos de galopenacidos para ser jinetes, es decir: para ser. Llamocabalgada al espíritu que se precipita con la fuerza de suscuatro herraduras, y sé que mi bicicleta tiene cuatroherraduras y que se precipita y que es un caballo. Llamojinete a aquel cuyo caballo le ha salvado del hundimiento, aaquel cuyo caballo le ha dado la libertad que le zumba enlos oídos. Ésa es la razón por la cual nunca un caballo hamerecido tanto el nombre de caballo como el mío. Si Elenano fuera ciega, se daría cuenta de que esa bici es uncaballo y me amaría. Sólo era el segundo día y ya se me había caído la cara devergüenza dos veces. Para los chinos, que se te caiga lacara de vergüenza constituye una de las cosas más gravesque te pueden ocurrir. Yo no era china pero pensaba lomismo. Aquella doble humillación me descalificabaprofundamente. Necesitaría de una hazaña para lavar mihonor. Elena no me amaría por menos. Esperé la ocasióncon rabia. Temía la llegada del tercer día. Cada vez que torturábamos a un pequeño alemán, elbando adversario le daba una tunda a uno de los nuestrosa modo de represalia. De donde resultaban venganza, etc.De expedición de castigo en expedición, las fuerzaspresentes pudieron legitimar todos sus crímenes. Es loque llamamos guerra. Solemos burlarnos de los niños quejustifican sus desmanes con la siguiente queja: «¡Haempezado él!» Sin embargo, ningún conflicto adultoencuentra su génesis en otra parte. En San Li Tun, quienes

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empezaron fueron los aliados. Pero uno de los vicios de lahistoria consiste en que cada uno sitúa el comienzo de lascosas a su antojo. Los alemanes del Este nunca dejabande señalar como comienzo el día de nuestro primer ataqueen el seno del gueto. A nosotros, aquellas limitacionesgeográficas nos parecían mezquinas. La guerra no habíaempezado en Pekín en 1972. Su origen era europeo y seremontaba a 1939. Algunos intelectuales de vía estrechaseñalaron que se había producido el armisticio en 1945.Les acusamos de ingenuos. En 1945 ocurrió exactamentelo mismo que en 1918: los soldados se habían tomado undescanso para respirar. Nos habíamos tomado un respiroy el enemigo no había cambiado. Lo cual demostraba quealgunas cosas continuaban siendo como siempre. Uno de los episodios más terribles de la guerra fue labatalla del hospital y sus secuelas. Entre los secretosmilitares que cada aliado tenía que mantener, estaba elhospital. Habíamos dejado la famosa caja de mudanzas ensu sitio inicial. Desde el exterior, nuestra instalaciónresultaba invisible. La regla decía que había que entrar enel hospital de la manera más subrepticia posible, ysiempre de uno en uno. Esto no planteaba ningúnproblema: el contenedor se extendía a lo largo de un murocontiguo a la fábrica de ladrillos. Deslizarse por él sin servisto era —nunca mejor dicho— un juego de niños. Por sieso fuera poco, no había espías más mediocres que losalemanes. No habían localizado ninguna de nuestrasbases. Con ellos, la guerra resultaba demasiado fácil. Deno ser por un chivato, no teníamos nada que temer. Y era

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imposible que hubiera un traidor entre nosotros. Aunque ennuestro bando se incluían algunos cobardes, nocontábamos con ningún felón. Caer en manos del enemigosuponía ser vapuleado: era un mal momento por el quehabía que pasar pero que todos estábamos dispuestos asoportar. Nos parecía que aquel tipo de malos tratos noconstituía una tortura. Nunca se nos habría ocurrido queuno de los nuestros pudiera traicionar un secreto militarpara librarse de tan insignificante castigo. Y, sin embargo,eso fue lo que ocurrió. Elena tenía un hermano de diezaños. Así como ella impresionaba por su belleza y sualtura, Claudio era la viva encarnación de lo ridículo. No esque fuera feo o contrahecho, pero emanaba del menor desus gestos un amaneramiento abúlico, una insignificanciay una falta de convicción que irritaban desde el primermomento. Además, siguiendo el ejemplo de su hermana,siempre iba vestido de punta en blanco, su raya al lado nose desviaba jamás, su pelo peinado con un excesivoesmero brillaba de limpieza y su ropa planchada parecíasalida de un catálogo para hijos de apparatchiks. Todos loodiábamos por estas excelentes razones. Sin embargo, nopodíamos negarle el ingreso a filas. A Elena, la guerra leparecía ridicula y nos contemplaba desde su particularatalaya. Claudio, en cambio, vio en la guerra una forma deintegración social y se prostituyó para ser admitido entrenosotros. Lo fue. No podíamos arriesgarnos adesavenencias con nuestros numerosos soldados italianos—entre los cuales la preciosa Jihan— no aceptando a unode sus compatriotas. Aquello resultaba todavía más

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irritante, ya que ellos mismos odiaban al nuevo, pero sususceptibilidad rebosaba de paradojas desconcertantes.No era grave. Claudio sería un mal soldado, eso es todo.No sólo de héroes puede vivir el ejército. Dos semanasdespués de la ceremonia de nombramiento e ingreso, enel transcurso de un altercado, el hermano de Elena fuecapturado por los alemanes. Nunca habíamos visto anadie defenderse tan mal y correr tan lentamente. En elfondo, nos alegramos. Sólo pensar en los golpes que iba arecibir nos llenaba de satisfacción. Nos hacía experimentaruna auténtica simpatía hacia el enemigo, más aúnteniendo en cuenta que el pequeño italiano era delicadocomo nadie y que su madre le mimaba hasta el paroxismo.Claudio regresó cojeando. No traía ningún rastro dechichones u otros rasguños. Entre lloriqueos, nos contóque los alemanes le habían torcido el pie 360 grados.Aquellos nuevos métodos no dejaron de sorprendernos. Ala mañana siguiente, una ofensiva teutona redujo elhospital a un montón de serrín de madera y el hermano deElena se olvidó de cojear. Habíamos comprendido.Claudio hablaba mal el inglés, pero lo suficiente paratraicionarnos. (El inglés era nuestro idioma decomunicación con el enemigo. Como, en general, nuestrosintercambios se limitaban a golpes o torturas, nuncateníamos que emplear este idioma. Todos los aliadoshablaban francés: aquel fenómeno me parecía de lo másnormal.) Los soldados italianos fueron los primeros enexigir un castigo para el chivato. Estábamos en plenoconsejo de guerra cuando Claudio confesó la magnitud de

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su cobardía: su madre en persona acudió para comunicarla orden de perdonar al pobre pequeño. «¡Y si le tocáis unsolo pelo a mi hijo, os pegaré la paliza de vuestra vida!»,nos dijo con una mirada espantosa. El acusado fueindultado pero se convirtió en la personificación simbólicade la bajeza. Lo despreciamos hasta límitesextraordinarios. Cualquier excusa era buena para estrechar lazos conElena. Sin duda debieron de llegarle noticias del asunto através de su hermano y de su madre. Le conté nuestraversión. Su expresión altiva no consiguió disimular ciertodolor. La comprendía: si André o Juliette hubieran sidoculpables de semejante felonía, su deshonor me habríasalpicado. Por otra parte, yo le había contado el asunto aElena con esa intención. Quería ser la primera en verlavulnerable. Sin embargo, una criatura tan sublime no podíatener más punto débil que su hermano. Se daba porsupuesto que no admitiría su derrota. —De todos modos,la guerra es ridicula —dijo con su habitual desprecio. —Ridicula o no, Claudio ha llorado para hacer esta guerracon nosotros. Ella sabía que mi argumento resultabairrefutable. No me respondió y se encerró en su silenciosuficiente. Pero, por un momento, la había visto sufrir.Durante un segundo, dejó de ser una criatura inalcanzable.Lo viví como una conmovedora victoria amorosa. Al alba, en mi cama, repasaba la escena. Realmente, meparecía haber alcanzado la cumbre de lo sublime. ¿Acasoexiste, en el seno de cualquier cultura mundial, un episodiomitológico semejante a este: «El enamorado rechazado,

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con la esperanza de alcanzar a la inaccesible bienamada,acude para anunciarle que su hermano es un traidor.»?Que yo supiera, semejante escena nunca encontró suilustración trágica. Los grandes clásicos no habríanadmitido una conducta tan baja. El lado despreciable deaquella actitud se me escapaba totalmente. Y aun cuandohubiera sido consciente de ello, no creo que me hubieramolestado lo más mínimo: aquel amor me hacía olvidarmetanto de mí misma que no habría dudado ni un segundo encubrirme de oprobio. ¿Qué importaba mi valor, deentonces en adelante? No importaba, puesto que yo noera nada. Mientras había sido el centro del mundo, tenía unrango que mantener. Ahora, lo que había que cuidar era elrango de Elena. Bendecía la existencia de Claudio. Sin él,ninguna brecha, ningún acceso, si no al corazón, por lomenos al honor de mi bienamada. Repasaba de nuevo laescena: yo, presentándome ante su habitual indiferencia.Ella, hermosa, solamente hermosa, no dignándose hacernada más que ser hermosa. Y luego, las vergonzosaspalabras: tu hermano, amada mía, tu hermano, al que noquieres —tú no quieres a nadie, salvo a ti misma— peroes tu hermano, inherente a tu prestigio, tu hermano, divinamía, es un cobarde y un traidor de mucho cuidado. ¡Aquelmomento fugaz y sublime en el que había visto que, acausa de la noticia que acababa de comunicarte, algo, enti, algo indefinible —y por tanto importante— quedaba a laintemperie! ¡Gracias a mí! Mi objetivo no había sidohacerte sufrir. En realidad, el objetivo de aquel amorseguía siendo una incógnita para mí. Sólo que, para ser

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coherente con mi pasión, había sido necesario provocaren ti una emocion auténtica, no importaba cuál. Aquel levedolor en la parte más lejana de tu mirada, ¡quéconsagración para mí! Repasaba la escena deteniéndomeen cada imagen. Un trance amoroso se apoderaba de mí.De entonces en adelante, iba a ser alguien para Elena.Era necesario continuar. Todavía tenía que sufrir más. Erademasiado cobarde para provocar yo misma el daño, perome esforzaría por encontrar todas las informaciones quepudieran herirla, y nunca dejaría de ser la portadora deesas malas noticias. Llegué a alimentar los sueños másinsensatos. La madre de Elena se mataría al volante. Elembajador de Italia degradaría a su padre. Claudio sepasearía con un pantalón agujereado en las nalgas sindarse cuenta, y sería el hazmerreír del gueto. Un sinfín decatástrofes que obedecían a la siguiente regla: no alcanzardirectamente a la propia Elena sino a aquellos que eranimportantes para ella. Aquellas fantasías me llenaban degozo hasta lo más hondo de mi ser. Me plantaba ante mibienamada, con una expresión terriblemente grave, y ledecía con voz solemne y lenta: «Elena, tu madre hamuerto», o bien: «Tu hermano ha perdido su honor.» Eldolor azotaría tu rostro: visión que me henchía el corazón yque me hacía amarte todavía más. Sí, amada mía, sufrespor culpa mía, no es que me guste el sufrimiento, preferiríaproporcionarte felicidad, pero he comprendido que no esposible, para que pudiera proporcionarte felicidad, antestendrías que amarme, y no me amas, mientras que paradarte infelicidad, no hace falta que me ames, y, para

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hacerte feliz, antes tendrías que ser infeliz —y cómo hacerinfeliz a alguien feliz—, así pues, tengo que conseguir queseas infeliz para tener una posibilidad de, más adelante,hacerte feliz, de todos modos, lo que importa es que yosea la causante, amada mía, si pudieras sentir por mí ladécima parte de lo que yo siento por ti, sería feliz de sufrirante la idea del placer que me proporcionas sufriendo.Aquellas delicias me volvían loca de alegría. Fue necesario encontrar un nuevo hospital. Ya no eraposible instalarnos en una caja de mudanzas. De hecho,no teníamos elección. Resultó inevitable administrar loscuidados de salud en el mismo lugar en el quepreparábamos y conservábamos el arma secreta. Noresultaba excesivamente higiénico, pero China nos habíaacostumbrado a la suciedad. Así pues, las camas deRenmin Ribao fueron habilitadas en el último piso de laescalera de emergencia del edificio más elevado de SanLi Tun. La tina llena de orines presidía el centro de aquelacrobático dormitorio. Los alemanes habían sido lobastante estúpidos para no destruir nuestras reservas degasa estéril, de vitamina C y de sopa de sobre. Fueronalmacenadas en nuestras mochilas, que colgamos de lasrampas de la escalera metálica. Como la lluvia erararísima en Pekín, nuestra instalación no corría demasiadopeligro. Pero aquella base secreta se convertía en un lugarmucho más visible. Hubiera bastado que los teutoneslevantasen la nariz y mirasen con atención para localizarla.Nunca fuimos lo bastante estúpidos para llevar allí a unprisionero: cuando queríamos torturar a una víctima,

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bajábamos el arma secreta. La guerra adquirió entoncesuna dimensión política inesperada. Una mañana, quisimossubir al campo. Estupor: la puerta de acceso a la escalerade emergencia había sido cerrada con candado. Y noresultó difícil determinar que aquel candado no era alemán.Era chino. Así pues, los vigilantes del gueto habíanlocalizado nuestra instalación. Les había disgustado hastael extremo de tomar aquella monstruosa medida: condenaruna escalera de emergencia, la única escalera deemergencia del mayor edificio de San Li Tun; en caso deincendio, a sus habitantes sólo les quedaría saltar por laventana. Aquel escándalo nos hizo exultar de alegría. Noera para menos. ¿Acaso existe felicidad mayor queenterarse de que tienes un nuevo enemigo? ¡Y menudoenemigo! ¡China! Vivir en ese país ya nos parecía todo unhonor. Batirnos contra él nos elevaba a la categoría dehéroes. Un día podríamos contarles a nuestrosdescendientes, con la sobria voz de la grandeza, quehabíamos luchado, en Pekín, contra los alemanes y contralos chinos. La cumbre de la gloria. Por si eso fuera poco,una maravillosa noticia: nuestro enemigo era idiota.Construía escaleras de emergencia y las cerraba concandado. Aquella insensatez nos llenaba de satisfacción.Como construir una piscina y no meter ni una gota de aguaen su interior. Además, nos tomábamos en serio la esperade aquel incendio. Tras la investigación, la faz del mundodescubriría que el pueblo chino había, por así decirlo,condenado a muerte a centenares de extranjeros. Y,además de ser héroes, seríamos elevados al estatus de

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oprimidos políticos, de mártires internacionales. Lo cualsignificaría que nuestra estancia en ese país no habríaresultado inútil. (Éramos la mar de ingenuos. En caso deincendio y de una subsiguiente investigación, el escándalodel candado habría sido cuidadosamente silenciado.) Sedaba por supuesto que esconderíamos a nuestros padresuna cuestión tan jugosa. Si ellos intervinieran, notendríamos ninguna oportunidad de convertirnos enmártires. Además, odiábamos que los adultos seentrometieran en nuestros asuntos. Lo desvirtuaban todo.No tenían el más mínimo sentido épico. Sólo pensaban enlos derechos humanos, en el tenis y en el bridge. Noparecían darse cuenta de que, por primera vez en suinsignificante existencia, les proporcionábamos laoportunidad de convertirse en héroes. Para colmo devulgaridad, tenían apego a su existencia. Nosotrostambién, de hecho, pero a condición de que pudiéramosprestigiarla sacrificándola, por ejemplo, en un hermosoincendio. De hecho, si ese incendio se hubiera producido,nuestra parte de responsabilidad habría sido idéntica a lade los guardias chinos. Éramos vagamente conscientesde ello sin que eso nos perturbase. (A mí me importabatodavía menos, ya que ni Elena ni mi familia vivían en aqueledificio.) La excelente noticia comportaba, sin embargo,un inconveniente nada despreciable: ya no teníamosacceso al campo. Pero el enunciado del problema incluíasu solución: el candado era chino. Una lima de uñasmetálica fue suficiente para inutilizarlo. Y, para que losvigilantes no se preocuparan, tuvimos la presencia de

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ánimo de comprar otro candado chino idéntico e intacto,cuya llave teníamos, y ponerlo en lugar del antiguo. Así, encaso de incendio, nos convertíamos en los principalescriminales, ya que a fin de cuentas sería nuestro candadoel que condenaría a muerte a los fugitivos. De eso tambiénéramos vagamente conscientes. No suponía ningúnproblema. Vivíamos en Pekín, no en Ginebra. Nuncahabíamos tenido la intención de librar una guerra limpia.No es que deseáramos que hubiera muertos. Pero si teníaque haberlos para que la guerra continuara, los habría. Detodos modos, este tipo de consideraciones secundariasno nos obsesionaba. De minimis non curat prætor. Eranormal que los adultos, aquellos niños despojados de susderechos, perdieran, preocupándose por estascuestiones, un tiempo que tampoco dedicaban a nadaserio. Nosotros, en cambio, teníamos un sentido de losvalores humanos tan agudo que casi nunca hablábamosde nadie de más de quince años. Pertenecían a un mundoparalelo, con el que nos llevábamos bien porque nuestrosmundos no se entrecruzaban. Tampoco abordábamos laestéril cuestión de nuestro porvenir. Quizás porque, de unmodo instintivo, todos habíamos hallado la misma y únicarespuesta: «Cuando sea mayor, pensaré en cuando erapequeño.» Se daba por supuesto que la edad adultaestaba consagrada a la infancia. Los padres y suscómplices estaban sobre la tierra para que sus retoños notuvieran que preocuparse de cuestiones domésticas comola alimentación y el lecho, para que pudieran asumir afondo su papel esencial, ser niños, es decir, ser. Esos

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niños que disertan sobre su futuro siempre me hanintrigado. Cuando me hacían la famosa pregunta: «¿Quéharás cuando seas mayor?», invariable respondía que«haría». Premio Nobel de Medicina o mártir, o ambascosas a la vez. Y respondía muy deprisa, no paraimpresionar sino al contrario: aquella respuestapremasticada me servía para quitarme de encima lo antesposible aquella absurda cuestión. Más abstracta queabsurda: en mi fuero interno, estaba convencida de quenunca sería adulta. El tiempo duraba demasiado para quepudiera ocurrir nada semejante. Tenía siete años: aquellosochenta y cuatro meses me habían parecido interminables.¡Cuán larga era mi vida! La simple idea de que pudieravivir el mismo número de años me producía vértigo. ¡Sieteaños más! No. Era demasiado. Sin duda me detendría alos diez o doce años, en el colmo de la saturación. Dehecho, casi ya me sentía saturada: ¡me habían ocurridotantas cosas! Así pues, cuando me refería a mi Nobel deMedicina o a mi condición de mártir, no lo hacía porvanidad: se trataba de una respuesta abstracta a unapregunta abstracta. Y, además, no veía ningún elementograndioso en aquellas profesiones. El único oficio que meinspiraba un auténtico respeto era el de soldado, yespecialmente el de explorador. ¿La cumbre de micarrera? Ya la estaba viviendo. Después —si es queexistía un después— sería necesario ir a menos yconformarse con el Nobel. Pero en mi fuero interno nocreía en ese después. Aquel sentimiento de incredulidadiba acompañado de otro: cuando los adultos se referían a

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su infancia, no podía evitar pensar que mentían. No habíansido niños. Habían sido eternamente adultos. Ladecadencia no existía, ya que los niños seguían siendoniños, al igual que los adultos seguían siendo adultos.Aquella convicción no formulada, la conservaba dentro demí. Me daba perfecta cuenta de que no podría defenderla:todavía creía más en ella. Elena no le contó a nadie que mi bicicleta era un caballo, oviceversa. No fue una demostración de especial bondadpor su parte: lo hizo porque no tenía ninguna importancia.Ella no hablaba de cosas insignificantes. En realidad,hablaba poco. Y nunca tomaba la palabra por iniciativapropia: se limitaba a responder a las preguntas que noconsideraba indignas de ella. —¿Qué quieres ser cuandoseas mayor? —pregunté por el simple placer de laexperimentación científica. Ninguna respuesta. Aposteriori, su actitud confirmó mis puntos de vista. Losniños que tienen respuesta a semejantes preguntas son obien falsos niños (hay muchos), o bien niños que gustan dela abstracción y la especulación pura (era mi caso). Elenaera un auténtico niño que no tenía ni pizca de espírituespeculativo. Para ella, responder a una pregunta tanestúpida habría significado rebajarse, pues aquellaestúpida interrogante equivaldría a preguntarle a unfunámbulo lo que haría si fuera contable. —¿De donde estu vestido? En este caso, se dignaba contestar.Habitualmente, la cosa era: —Me lo ha hecho mi mamá.Cose muy bien. O si no: —Mi mamá me lo compró enTurín. Era la ciudad de la cual procedía. Bagdad no me

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parecía más extraordinaria. Llevaba sobre todo vestidosblancos. Ese color le sentaba de maravilla. Su pelo liso eratan largo que, incluso trenzado, le llegaba hasta las nalgas.Su madre nunca habría permitido que lo tocara una china:era ella quien, lentamente, apasionadamente, cuidaba eltesoro de su hija. Yo prefería tener una sola trenza, pero,por regla general, Trê me hacía dos, como a ella misma.Los días en que conseguía la trenza única, me sentía muyelegante. Sentía el mayor de los respetos por mi pelohasta que descubrí el de Elena: desde entonces, el mío mepareció vulgar. Aquella verdad se hacía evidente sobretodo cuando, por casualidad, íbamos peinadas de idénticomodo: mi trenza era larga y oscura, la suya erainterminable y deslumbrante de negrura. Elena tenía un añomenos que yo y yo medía unos cinco centímetros más queella, pero ella era superior a mí en todo, me superabacomo superaba al mundo entero. Necesitaba tan poco alos demás que parecía mayor que yo. Podía pasarse díasenteros recorriendo el exiguo espacio del gueto conpasitos muy lentos. Miraba lo justo para comprobar que laestaban mirando. Me pregunto si había niños que no lamiraran. Inspiraba admiración, respeto, arrebato y miedo,porque era la más hermosa y porque siempre se manteníaserena, porque nunca daba el primer paso en loscontactos humanos, porque uno tenía que plantarsedelante de ella para acceder a su mundo, y por que, a finde cuentas, nadie accedía a su mundo, que debía de serun lujo altivo, calma altiva y voluptuosidad altiva, y en elque, suyo y de nadie más, parecía complacerse a la

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perfección. Nadie la miraba tanto como yo. Desde 1974, numerososhan sido los seres que he mirado largamente, ávidamente,hasta el extremo de incomodarlos. Pero Elena fue laprimera. Y aquello no parecía incomodarla lo más mínimo.Ella fue quien me enseñó a mirar a la gente. Porque erahermosa, y porque parecía exigir ser mirada con granintensidad. Exigencia que yo satisfacía con un extrañocelo. Por culpa suya, mi eficacia militar empezó a declinar.El explorador no exploraba tanto. Antes de ella, dedicabatodo mi tiempo libre a montar a caballo y a localizar alenemigo. Ahora, también era necesario dedicarnumerosas horas a mirar a Elena. Aquella actividad podíaser practicada a caballo o a pie, pero siempre a unarespetuosa distancia. Que semejante actitud pudieraconstituir una torpeza no me pasó por la cabeza. Cuandola veía, me olvidaba de mi existencia. Aquella amnesiaauspiciaba los más extraños comportamientos. Era por lanoche, en la cama, cuando me acordaba de mi presencia.Y entonces sufría; amaba a Elena y sentía que aquel amornecesitaba algo más. No tenía ni idea de la naturaleza deaquel algo más. Sabía que sería indispensable que, por lomenos, la hermosa se preocupase un poco de mí: ésa erala primera etapa, imprescindible. Pero enseguida sentíaque, a continuación, tendría lugar un intercambio oscuro eindefinible. Me contaba historias a mí misma —que nadiecalificaría de metáforas— para aproximarme a esemisterio: en aquellos relatos experimentales, mibienamada siempre tenía un frío terrible. La mayoría de las

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veces, aparecía tumbada sobre la nieve. Iba poco vestida,casi desnuda, y lloraba de frío. La nieve tenía un papeldestacado. Me gustaba que tuviera tanto frío, porque esosignificaba que era necesario hacerla entrar en calor. Miimaginación no fue lo bastante pertinente para hallar elmétodo más idóneo de conseguirlo: en cambio, medeleitaba pensando en —sintiendo— el calor que invadíalenta y exquisitamente el cuerpo baldado, que aliviaría suspunzadas y la haría suspirar de un singular placer. Aquellashistorias me transportaban a un estado tan hermoso queme parecía sobrenatural. El prestigio de su magiarepercutía sobre mí: a la fuerza tenía que ser una médium.Guardaba secretos prodigiosos y si Elena podíasospecharlo, me acabaría queriendo. Sólo faltabacomunicárselo. Lo intenté. Mi táctica, de unadesconcertante ingenuidad, demuestra hasta qué puntotenía fe en ese innombrado sobrenatural. Una mañana, meplanté ante ella. Llevaba un vestido púrpura, sin mangas,muy ajustado a la cintura y que luego se ensanchaba comouna peonía. Su belleza y su gracia me llenaron el cráneode niebla. Seguía acordándome de lo que tenía quedecirle. —Elena, tengo un secreto. Se dignó mirarme, conla expresión de pensar que no se le puede hacer ascos aun secreto. —¿Otro caballo? —preguntó con contenidaironía. —No. Un auténtico secreto. Una cosa que yo soy laúnica que conoce sobre tierra. Estaba segura de ello. —¿Qué? Me di cuenta —pero ya era demasiado tarde— deque era absolutamente incapaz de expresarlo. ¿Qué podíadecirle? No iba a hablarle de la nieve y de los suspiros

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extraños. Era horrible. Por una vez que me miraba, noencontraba el modo de articular palabra. Salí del apuromediante un retraso espacial: —Sigúeme. Y empecé aandar hacia ninguna parte, con un aire determinado queescondía un espantoso desasosiego. Milagro: me siguió.También es cierto que, por su parte, no se trataba de unaconcesión extraordinaria. Se pasaba el día andandolentamente por el gueto. Aquel día, se limitaba a hacerlo enmi compañía, a mi lado, pero tan distante como decostumbre. Resultaba muy difícil andar a una velocidad tanlánguida. Tenía la sensación de estar rodando una películaa cámara lenta. Y aquel malestar no era nada comparadocon el terror que me atenazaba interiormente pensandoque no tenía nada, absolutamente nada que enseñarle. Noobstante, experimentaba una triunfal emoción al verlaandar junto a mí. Nunca la había visto andar al lado denadie. Llevaba el pelo peinado con una trenza bien suelta,de suerte que su arrebatador perfil se me aparecía en todasu nitidez. ¿Pero adonde diablos la estaba llevando? Nohabía ningún misterio dentro del gueto, que ella conocía tanbien como yo. El episodio debió de durar media hora. Enmi memoria, ocupa el espacio de una semana. Yo,andando a una increíble lentitud, tanto para nodistanciarme de Elena como para retrasar al máximo lainevitable humillación, ese vergonzante momento en el quele enseñaría un agujero en el suelo o un ladrillo roto, ocualquier estupidez, y en el que me atrevería a decir unabarbaridad del tipo: «¡Oh! ¡Alguien lo ha robado! ¿Quiénse ha llevado mi cofre de esmeraldas?» La bella se reiría

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en mis narices. La degeneración quedaría al descubierto.Estaba haciendo el ridículo y, sin embargo, no conseguíaquitarme la razón, ya que sabía que el secreto existía y queiba más allá de los cofres de esmeraldas. Si tan sólohubiera podido encontrar las palabras para decirle a Elenalo sublime que resultaba aquel misterio: de la nieve, de laextraña calidez, de las delicias desconocidas, de lassonrisas insólitas y de los encadenamientos todavía másinexplicables que se sucedían. Si por lo menos hubierapodido dejarle entrever aquellos prodigios, me habríaadmirado, luego amado, estaba convencida de ello. Sólolas palabras me separaban de ella. Y pensar que hubierabastado encontrar la formulación correcta para acceder altesoro, como Ali Babá y «¡Ábrete, Sésamo!». Pero el gransecreto me libraba de su lenguaje y sólo podía aminorar lamarcha, ir más despacio, esperando vagamente lamilagrosa aparición de un elefante, de un buque alado ode una central nuclear a guisa de maniobra de distracción.La paciencia de Elena daba fe de su falta de curiosidad,como si, de antemano, hubiera decretado que mi secretoresultaría decepcionante. Casi se lo agradecía. De lentituden lentitud, de trayectoria absurda en recorrido estúpido,mi itinerario nos llevó hasta las puertas del gueto. Unabocanada de desesperación y de cólera estuvo a punto deapoderarse de mí. Estaba a punto de tirarme al suelogritando: —¡El secreto no está en ninguna parte! ¡Noexiste modo de mostrarlo, ni siquiera existe una manerade hablar de ello! ¡Y, sin embargo, existe! ¡Tienes quecreerme porque lo siento dentro de mí y porque es mil

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veces más hermoso de lo que podrías llegar a imaginar! Ytienes que amarme porque soy la única persona que lolleva en su interior. ¡No dejes pasar algo tan extraordinariocomo yo! Fue entonces cuando, sin proponérselo, Elename salvó: —¿Tu secreto está fuera de San Li Tun?Respondí que sí por responder algo, sabiendoperfectamente que el bulevar de la Fealdad Habitable nocontenía nada que pudiera parecerse a un secreto. Mibienamada se detuvo en seco: —Entonces lo siento. Noestoy autorizada a salir de San Li Tun. —¿Ah, no? —dijecomo si nada, sin creerme todavía aquella salvación deúltimo segundo. —Mi mamá me lo ha prohibido. Dice quelos chinos son peligrosos. Estuve a punto de exclamar:«¡Viva el racismo!», pero me limité a concluir lo que laocasión requería: —¡Qué lástima! ¡Si hubieras visto hastaqué punto era hermoso el secreto! El moribundo Mallarméno lo habría expresado mejor. Elena se encogió dehombros y se marchó a paso lento. Tengo que confesarlo:conservo desde aquel día un rendido e inagotablereconocimiento hacia el comunismo chino. Dos caballos abandonaron el recinto por la única ysiempre custodiada puerta. Al llegar al bulevar de laFealdad Habitable, no se dirigieron hacia la plaza del GranVentilador. Se lanzaron a contrapelo, hacia la izquierda.Abandonaban la ciudad. En la plaza del Gran Ventilador,estaba la Ciudad Prohibida. Estaba menos prohibida queel campo. Pero los dos jinetes no tenían la edad de lasprohibiciones y no fueron detenidos. El galope les llevólejos, por la carretera de los campos. La Ciudad de los

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Ventiladores se había convertido en algo imperceptible.No conoces bien la tristeza del mundo hasta que has vistolas tierras que rodean Pekín. Resulta difícil concebir que elimperio más prestigioso de la historia pudiera levantarsesobre semejante escasez. El desierto es algo hermoso.Pero un desierto disfrazado de campo es un espectáculolamentable. Los escasos cultivos parecían extenuados.Los raros humanos parecían invisibles, ya que construíansus chozas en los hoyos del suelo. Si existe en esteplaneta un paisaje desolado, era aquél. Los dos caballosmartilleaban sobre la estrecha carretera con la esperanzade cubrir aquel derruido silencio. Ignoro si mi hermanasabía que su bicicleta era un caballo; en todo caso, nadaen su actitud desmentía aquella legendaria verdad.Llegados a la charca rodeada de arrozales, detuvimos lasmonturas, nos despojamos de nuestras armaduras y nossumergimos en el agua fangosa. Era la locura del sábado.De vez en cuando, un campesino chino, con expresiónprodigiosamente vacía, se acercaba a observar cómoflotaban aquel par de cosas blancas. Los dos jinetes salíandel agua, volvían a ponerse las armaduras y se sentabanen el suelo. Mientras sus corceles pacían la pobre hierba,comían galletas. En septiembre, empezó la escuela. Para mí, no se tratabade nada nuevo. Para Elena, fue la primera vez. Pero lapequeña Escuela Francesa de Pekín no tenía mucho quever con la enseñanza. A nosotros, niños de todas lasnaciones —con la excepción de los anglófonos y de losgermanófonos—, nos habría sorprendido sobremanera si

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nos hubiera sido revelado que frecuentábamos aquelestablecimiento con el objetivo de aprender. No lohabíamos notado. Para mí, la escuela era una enormefábrica de avioncitos de papel. Hasta el extremo de quelos profesores nos ayudaban a construirlos. Tenían susmotivos: al no ser ni profesores ni maestros, era más omenos lo único que podían hacer. Aquella buena gente,benévola, había aterrizado en China por accidente, ya quepodemos calificar de accidente una suma tan importantede ilusiones y de decepciones subsiguientes. De hecho,aparte de los diplomáticos y los sinólogos, todos losextranjeros que residían en China en aquella épocaestaban allí por aquellas mismas razones «accidentales».Y como algo tenían que acabar haciendo aquellos infelicesuna vez allí, iban a «enseñar» en la pequeña EscuelaFrancesa de Pekín. Fue mi primera escuela. Allí fue dondeseguí los tres años reputados más importantes. Noobstante, por más que sondeo mi memoria, creo que noaprendí absolutamente nada, salvo a fabricar avioncitos depapel. No era grave. Sabía leer desde los cuatro años,escribir desde los cinco años, y atarme los cordones delos zapatos desde la prehistoria. No tenía, pues, nada másque aprender. A los profesores se les asignaba una tareasobrehumana: impedir que los niños se mataran entre sí. Ylo conseguían. Así pues, hay que felicitar a aquella genteadmirable y hacerse cargo de que, en semejantescondiciones, enseñar el alfabeto habría constituido un lujodescabellado para idealistas de finales de siglo. Paranosotros, niños de todas las nacionalidades, la enseñanza

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no era más que una mera prolongación de la guerra porlos mismos medios. Pero con una singular diferencia: en lapequeña Escuela Francesa de Pekín no había alemanes.Ellos iban a la Escuela de Alemania del Este. Resolvimosaquel incómodo detalle con una reglamentación genial yespantosa: en la escuela, todo el mundo era el enemigo. Ycomo el establecimiento era de muy reducidasdimensiones, nos destruíamos los unos a los otros conextraordinaria facilidad: no era necesario buscar alenemigo, estaba en todas partes, al alcance de la mano,de los dientes, de los pies, de los escupitajos, de las uñas,del cráneo, de la zancadilla, de la orina y del vómito.Bastaba con agacharse. Aquella escuela era tanto máspintoresca por cuanto una cuarta parte de sus alumnos nosabían una palabra de francés, y ni siquiera habían tenidojamás la intención de aprender una. Sus padres los habíanaparcado allí porque no sabían exactamente dóndemeterlos y porque querían estar tranquilos para podersaborear, entre adultos, los placeres del régimen local. Asípues, contábamos entre nosotros con pequeños peruanosy otros marcianos, que torturábamos a nuestro antojo ycuyos gritos de horror resultaban totalmenteincomprensibles. Conservo inmejorables recuerdos de laEscuela Francesa. Para Elena, aquélla también sería la primera escuela. Yome temía lo peor. Adoraba aquel lugar de perdición, perola idea de que una criatura como ella pudiera aventurarseen un lugar tan peligroso me aterrorizaba. ¡Ella, que tantoodiaba la violencia física! En todo caso, me prometí a mí

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misma romperle la cara a todo aquel o aquella que letocara un pelo. Habría sido la ocasión para hacerme verante ella, sobre todo teniendo en cuenta que,probablemente, no habría estado a la altura del agresor,que me habría convertido en pasta de papel y, de estemodo, me habría vuelto irresistible a ojos de la protegida.No fue necesario. El milagro se producía allí donde ibaElena. Desde el primer día de escuela, una burbuja de paz,de amabilidad y de cortesía se constituyó alrededor de mibienamada. Podía atravesar los más sanguinarios camposde batalla, la burbuja la acompañaba a cada paso. Era unareacción universal, natural, instintiva: nadie iba a perjudicaralgo tan hermoso y superior. A las cuatro, regresaba algueto tan limpia e impoluta como por la mañana. Laatmósfera insurreccional de la escuela no parecíaincomodarla: ella ni siquiera se percataba. Por lo menosfingía no percatarse. Durante los recreos, recorría elpequeño y terroso patio con su paso lento, con aireausente, feliz en su soledad. Lo que tenía que ocurrirocurrió: aquella soledad no duró. Una belleza tan altivacomo la suya inspiraba una respetuosa distancia. Nuncahabría podido imaginar que existiría un individuo losuficientemente temerario como para atreverse aacercarse a ella. Así pues, aquel amor me hacíaexperimentar variados sufrimientos, pero entre ellos loscelos seguían estando excluidos. Cuál no sería mi estuporal observar que, una mañana, un chico jovial le estabacontando mil y una cosas a la pequeña italiana. Y ella sehabía detenido a escucharle. Y le estaba escuchando.

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Había levantado el rostro hacia el del chico. Y sus ojos y suboca eran los de una persona que escucha. Cierto es quesu expresión no era de entusiasmo ni de admiración. Perole estaba escuchando de verdad. Se había dignadoprestarle atención a alguien. Para mí, aquel chico estabaexistiendo para ella. Y existió durante por lo menos diezminutos. Y como era de su misma clase, Dios sabe cuántotiempo existió todavía sin yo saberlo. Infamia imposible deexpresar con palabras. Se imponen algunas matizaciones ontológicas. Hasta loscatorce años, dividí a la humanidad en tres categorías: lasmujeres, las niñas y los ridículos. Todas las demásdiferencias me parecían anecdóticas: ricos o pobres,chinos o brasileños (dejando a un lado a los alemanes),amos o esclavos, guapos o feos, adultos o viejos, aquellascategorías eran importantes, sí, pero no afectaban a laesencia de los individuos. Las mujeres eran personasindispensables. Preparaban la comida, vestían a los niños,les enseñaban a atarse los cordones de los zapatos,limpiaban, construían bebés dentro de su vientre, llevabanropa interesante. Los ridículos no servían para nada. Por lamañana, los ridículos mayores se marchaban al«despacho», que era una escuela para adultos, es decir,un lugar inútil. Por la noche, se reunían con sus amigos,actividad poco honorable de la que ya he habladoanteriormente. De hecho, los ridículos adultos seguíansiendo muy parecidos a los ridículos niños, con la nadadesdeñable diferencia de haber perdido el tesoro de lainfancia. Pero sus funciones no cambiaban demasiado ni

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tampoco su físico. En cambio, existía una inmensadiferencia entre las mujeres y las niñas pequeñas. Enprimer lugar, no eran del mismo sexo: una sola miradabastaba para comprobarlo. Y luego, su papel cambiabatremendamente con la edad: pasaba de la inutilidad de lainfancia a la utilidad primordial de las mujeres, mientrasque los ridículos permanecían inútiles toda la vida. Losúnicos ridículos adultos que servían para algo eranaquellos que imitaban a las mujeres: los cocineros, loscomerciantes, los profesores, los médicos y los obreros.Ya que, inicialmente, aquellos oficios eran femeninos,sobre todo el último: en los innumerables carteles depropaganda que amojonaban la Ciudad de losVentiladores, los obreros eran invariablemente obreras,mofletudas y felices. Reparaban postes con tanta alegríaque tenían la piel rosada. El campo confirmaba lasverdades de la ciudad: los paneles sólo mostraban aagricultoras joviales y valientes recolectando gavillas conexpresión de éxtasis. Los ridículos adultos servían sobretodo para oficios de simulación. Así pues, los soldadoschinos que rodeaban el gueto fingían ser peligrosos, perono mataban a nadie. Sentía simpatía por los ridículos, y almismo tiempo su destino me parecía trágico: nacíansiendo ridículos. Nacían con, entre las piernas, aquellacosa grotesca de la que se sentían patéticamenteorgullosos, lo cual los hacía más ridículos todavía. Amenudo, los ridículos niños me enseñaban aquel objeto, loque tenía como efecto infalible hacerme reír hasta que seme saltaban las lágrimas. Aquella reacción los dejaba

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perplejos. Un día, no pude evitar decirle a uno de ellos, conuna sincera amabilidad: —¡Pobrecito! —¿Por qué? —mepreguntó, atónito. —Debe de ser desagradable. —No —me aseguró. —Seguro que sí; la prueba, cuando osgolpean la... —Sí, sólo que es práctico. —¿Sí? —Puedeshacer pipí de pie. —¿Y? —Es mejor. —¿Te lo parece? —Escucha, para mear en los yogures de los alemanes, esnecesario ser un chico. Aquel argumento me hundió en unaprofunda reflexión. No dudaba de que existía unaescapatoria, ¿pero cuál? La encontraría pasado untiempo. La élite de la humanidad eran las niñas. Lahumanidad existía para que ellas existieran. Las mujeres ylos ridículos eran inválidos. Su cuerpo presentaba errorescuyo aspecto sólo podía inspirar risa. Sólo las niñas eranperfectas. Nada sobresalía de su cuerpo, ni apéndicegrotesco, ni protuberancias irrisorias. Estaban concebidasde maravilla, perfiladas para no presentar ningunaresistencia a la vida. No tenían utilidad material pero eranmás necesarias que cualquiera, ya que constituían labelleza de la humanidad, la auténtica belleza, la que espura soltura de existir, aquella en la que nada resultamolesto, en la que el cuerpo sólo es felicidad de pies acabeza. Hay que haber sido niña para saber hasta quépunto puede resultar exquisito tener un cuerpo. ¿Quédebería ser el cuerpo? Un objeto de puro placer y de puroregocijo. A partir del momento en que el cuerpo presentaalgo molesto —a partir de que el cuerpo se entorpece a símismo—, se fastidió la cosa. Me doy cuenta en esteinstante de que al adjetivo liso no le corresponde ningún

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sustantivo. No me extraña: el vocabulario de la felicidad ydel placer siempre ha sido más pobre, y eso en todas laslenguas. Que se me permita crear la palabra «lisiedad»para dar una idea, a los entorpecidos de todo tipo, de loque puede ser un cuerpo feliz. Platón califica el cuerpo depantalla, de cárcel, y le doy cien veces la razón, salvo en elcaso de las niñas. Si Platón hubiera sido niña durante unsolo día, habría sabido que el cuerpo puede ser todo locontrario: el instrumento de todas las libertades, eltrampolín de los más deliciosos vértigos, la rayuela delalma, la pídola de las ideas, joyero de virtuosidad y develocidad, única ventana del pobre cerebro. Pero Platónnunca habló de las niñas, minoría insignificante de laCiudad Ideal. Claro que no todas las niñas son guapas.Pero incluso las niñas feas resultan agradables a la vista. Ycuando una niña es guapa, y cuando una niña es hermosa,el mayor poeta de Italia le dedica toda su obra, un inmensológico inglés pierde la razón por ella, un escritor ruso huyede su país para bautizar con su nombre una novelapeligrosa, etc. Porque las niñas pueden llevar a la locura.Hasta la edad de catorce años, me gustaban las mujeres.Me gustaban los ridículos, pero pensaba que estarenamorado de algo que no fuera una niña carecía de todosentido. Así que, cuando vi a Elena prestar atención a un ridículo,me escandalicé. Me parecía inadmisible que no meamase. Pero que prefiriera un ridículo a mí superaba todoslos límites de lo absurdo. ¿Acaso era ciega? Y, sinembargo, tenía un hermano: no podía ignorar la invalidez

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de los chicos. Y no podía enamorarse de un tullido. Amar aun tullido sólo podía ser un pacto de piedad. Y la piedadera algo ajeno a Elena. No lo entendía. ¿De verdad loamaba? Imposible saberlo. Pero, por él, fingía no caminarcon expresión ausente, fingía detenerse a escucharle.Nunca la había visto tener tantos miramientos con alguien.El fenómeno se repitió durante muchos recreos. Resultabaintolerable. ¿Quién diablos era aquel pequeño ridículo? Nolo conocía. Investigué. Se trataba de un francés de seisaños que vivía en Wai Jiao Ta Lu, algo es algo: si hubieravivido en el mismo gueto que nosotras, habría sido elcolmo. Pero frecuentaba a Elena en la escuela, es decir,seis horas al día. Un infierno. Se llamaba Fabrice. Nuncahabía oído aquel nombre y, de entrada, decreté que era delo más ridículo. Para mayor ridiculez, tenía el pelo largo.Era un ridículo de lo más ridículo. Por desgracia, yoparecía ser la única que opinaba así. Fabrice parecía elcabecilla de la clase de los pequeños. Mi bienamadahabía elegido el poder: me avergonzaba de ella. Por unextraño mecanismo, aquello sólo me hizo amarla todavíamás. No comprendía por qué mi padre parecía tan atormentado.En Japón, era una persona jovial. En Pekín, era otrapersona. Por ejemplo, desde su llegada, multiplicaba lostrámites para averiguar la composición del gobierno chino.Me preguntaba si aquella obsesión iba en serio. Para él,en todo caso, sí. No tuvo suerte: cada vez que hacíaaquella pregunta, las autoridades chinas respondían quese trataba de un asunto secreto. Él se rebelaba con la

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mayor educación posible: —¡Pero ningún país del mundoesconde la composición del gobierno! Argumento que noparecía conmover a las autoridades chinas. Así pues, losdiplomáticos destinados en Pekín se limitaban a dirigirsea ministros ficticios y sin nombre: ejercicio interesante, querequería de un gran sentido de la abstracción y de unaadmirable audacia especulativa. Ya conocemos la oraciónde Stendhal: —Dios mío, si existes, apiádate de mi alma,si es que tengo. Entrar en comunicación con el gobiernochino era algo parecido. Pero el sistema local era mássutil que la teología, en tanto en cuanto no dejaba dedesconcertar por su incoherencia; así por ejemplo,numerosos comunicados oficiales contenían este tipo defrase: «La nueva fábrica textil de la comuna popular de...acaba de ser inaugurada por el camarada ministro deIndustria, Fulano...» Y todos los diplomáticos de Pekín seabalanzaban sobre sus ecuaciones gubernamentales deveinte incógnitas e indicaban: «El 11 de septiembre de1974, el ministro de Industria es Fulano...» Elrompecabezas político podía completarse poco a poco,mes a mes, pero siempre con un inmenso margen deincertidumbre, ya que la composición del gobierno era lainestabilidad en sí misma. Y dos meses más tarde, sinprevio aviso de ningún tipo, tropezábamos con uncomunicado oficial que decía: «Después de lasdeclaraciones del camarada ministro de Industria,Mengano...» Y vuelta a empezar. Los más místicos seconsolaban con consideraciones que les hacían soñar: —En Pekín, habremos entendido la naturaleza de lo que los

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antiguos denominaban deus absconditus. Los otros seiban a jugar al bridge. Yo no me preocupaba por aquellas cosas. Había cosasmás graves. Estaba el tal Fabrice, cuyo prestigioaumentaba a ojos vistas, y al cual Elena parecía cada vezmenos insensible. No me planteaba la pregunta de siaquel chico tenía algo de lo que yo careciera. Sabía lo queél tenía y yo no. Y era eso lo que me dejaba perpleja:¿acaso era posible que Elena no considerara aquel objetoridículo? ¿Acaso era posible que le encontrara algúnencanto? Todo inducía a pensar que sí. A la edad decatorce años, iba a cambiar de opinión sobre este punto,para mi gran sorpresa. Pero a los siete años aquellainclinación me resultaba inconcebible. Concluí con espantoque mi bienamada había perdido la razón. Me jugué eltodo por el todo. Tomando aparte a la pequeña italiana, lesusurré al oído qué clase de invalidez padecía Fabrice. Memiró con contenida hilaridad, y estaba claro que era yo, yno el objeto de la pregunta, quien se la producía.Comprendí que Elena era un caso perdido. Pasé la nochellorando, no por no estar en posesión de aquel invento,sino por el mal gusto de mi bienamada. En la escuela, un temerario profesor concibió el proyectode animarnos a hacer algo más que avioncitos de papel.Reunió las tres clases pequeñas y, por tanto, me encontrécon Elena y su corte. —Niños, tengo una idea: vamos aescribir una historia todos juntos. De entrada, aquellapropuesta suscitó en mí una tremeda desconfianza. Perofui la única en reaccionar así: los demás se mostraban

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exultantes. —Que aquellos que saben escribir escribancada uno una historia. Luego, elegiremos la más bonita yharemos un gran libro con ilustraciones. «Grotesco»,pensé. Aquel proyecto tenía la finalidad de despertarganas de aprender a escribir a los innumerablesanalfabetos de las clases de los pequeños. Puestos aperder el tiempo, pues, mejor elegir una historia que megustase. Me sumergí en un tórrido relato. Una hermosísimaprincesa rusa (¿por qué rusa?, todavía me lo estoypreguntando) yacía desnuda sobre la nieve, en unamontaña. Tenía el pelo largo y negro y ojos profundos, quese adaptaban perfectamente a su tipo de sufrimiento.Porque el frío le hacía padecer dolores abominables.Únicamente su cabeza sobresalía de la nieve y veía que nohabía nadie para salvarla. Larga descripción de sussollozos y de sus tormentos. Me lo pasaba en grande.Entonces llegaba otra princesa, dea ex machina, que lasacaba de allí e intentaba hacer entrar en calor el cuerpocongelado. Yo me moría de voluptuosidad al contar cómoella se las apañaba para hacer algo. Entregué mi hoja conun rostro despavorido. Por razones misteriosas, cayóinmediatamente en el olvido. El profesor ni siquiera lamencionó. Sin embargo, comentó todas las demás, en lasque se hablaba de cerditos, de dálmatas, de narices quecrecían cuando uno mentía; en resumen, guiones quetenían un aire de déjà-vu. Para mi gran vergüenza, confiesohaber olvidado el relato de Elena. Pero no he olvidado quéalumno se llevó la palma, y qué tipo de demagogia utilizópara conseguir su propósito. En comparación, una

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campaña electoral rumana parecería un modelo dehonestidad. Fabrice —porque se trataba de él, porsupuesto— había perpetrado un historia benéfica. Laacción transcurría en África. Un negrito veía cómo sufamilia se moría de hambre y decidía ir en busca dealimento. Diez años más tarde regresaba al poblado,colmaba a los suyos de víveres y de regalos y construía unhospital. Así fue como el profesor presentó aqueledificante relato: —He guardado para el final la historia denuestro amigo Fabrice. No sé lo que os parecerá, pero esmi preferida. Y luego leyó la página, que fue saludada conuna manifestación de entusiasmo en el más puro estilokitsch. —Así que creo que estamos de acuerdo, queridos.Sería incapaz de expresar hasta qué punto me repugnóaquella maniobra. En primer lugar, la saga de Fabrice mehabía parecido necia y bobalicona. «¡Pero eshumanitario!», exclamé para mis adentros al oírle leer contanta consternación que uno podría haber dicho: «¡Pero sies propaganda!» Luego, el apoyo espontáneo de aqueladulto me pareció una garantía de mediocridad. Impresiónque confirmó la odiosa manipulación ideológica que vino acontinuación. El resto siguió en la misma línea: voto poraclamación y no por escrutinio, triunfo del más o menos enlas estimaciones, etc. Y, finalmente, el clavo para rematar:el rostro del ganador que subió al estrado para saludar asus electores y exponer su proyecto con todo lujo dedetalles. ¡Su sonrisa tranquila y feliz! ¡Su voz cretina paraexplicitar su hermosa historia de dichosos hambrientos! ¡Y,sobre todo, los unánimes gritos de alegría de aquella

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banda de pequeños imbéciles! La única que no chilló fueElena, pero la expresión de orgullo con la que miraba alhéroe del día era todavía más explícita. En realidad, que mirelato hubiera sido escamoteado apenas me afectaba.Únicamente tenía ambiciones guerreras y amorosas. Meparecía que escribir no estaba hecho para mí. En cambio,que la infame bonachonería de aquel pequeño ridículodespertara semejante entusiasmo me producía ganas devomitar. Que una enorme parte de envidia y de mala fe semezclara con mi indignación no contradice el fondo de lacuestión: me sentía asqueada por el hecho de quepusieran por las nubes una historia en la que los buenossentimientos hacían las veces de imaginación. Desdeaquel día, decreté que la literatura era un mundo podrido. La maquinación se puso en marcha. Se suponía queéramos cuarenta niños —tres clases— trabajando en elproyecto. Tengo especial interés en garantizar que loshistoriógrafos fueron un máximo de treinta y nueve, ya queyo habría preferido sabotear que contribuir, por poco quefuera, a aquella empresa de edificación popular. Sitambién excluimos a los pequeños peruanos y a otrosselenitas que habían aterrizado entre nosotros y que noentendían ni una palabra de francés, el resultado sumatreinta y cuatro. De los cuales hay que restar a los eternosseguidistas mudos que lastran todos los sistemas y cuyoembrutecido silencio suena a participación. Quedan, pues,veinte historiógrafos. Entre los cuales Elena, que nuncahablaba, por respeto a su imagen de esfinge. Diecinueve.De los cuales nueve niñas enamoradas de Fabrice, y que

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sólo abrían la boca para apoyar ruidosamente lassugerencias de su ídolo de pelo largo. Lo que reduce elefectivo a diez. De los cuales cuatro chicos que tenían aFabrice como modelo, y cuya actividad se limitó aquedarse boquiabiertos de éxtasis mientras él hablaba.Seis. De los cuales un rumano que, muy oficial, repetía agrito pelado hasta qué punto le encantaba la cuestión yhasta qué punto le gustaría participar. Y cuya participaciónse redujo a eso. Cinco. De los cuales dos rivales deFabrice, que, tímidamente, se esforzaban en refutar susideas, y cuyas intervenciones eran inmediatamenteahogadas por sonoros abucheos. Dos. De los cuales unchico que se quejaba, puede que con sinceridad, de notener un átomo de imaginación. Y así fue como mi rivalescribió él solito nuestra obra colectiva. (Lo que, por otraparte, suele ocurrir en la mayoría de obras colectivas.) Yasí fue como aquellos que se suponía que tenían queaprender a leer y a escribir por la gracia de aquellasimulación no aprendieron nada. La maquinación duró tres meses. Durante el proceso, elprofesor detectó ciertos defectos de funcionamiento deaquella empresa cada vez menos colectiva. Sin embargo,no se arrepintió de su idea, ya que durante tres meses nomatamos a nadie, lo cual, por sí solo, ya constituía un éxito.Un día, sin embargo, tuvo un ataque de cólera al constatarque aquella torre de Babel de los mudos se hipertrofiaba aojos vistas. Y ordenó a todos los que no participaban en laredacción que se pusieran a ilustrar aquella hermosahistoria. Así pues, se constituyó una comisión, que incluía a

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una veintena de niños que se suponía tenían que dibujar laadmirable gesta del protagonista. Por oscuras razonesque, en suma, se adaptaban bien al clima felizmentealimenticio de aquella fábula humanitaria, el profesordecretó que ejecutaríamos nuestras obras maestraspictóricas con la ayuda de palitos de patata crudaremojados en tinta china. Sugerencia que, sin duda,pretendía ser vanguardista pero que, básicamente,resultaba grotesca, ya que en Pekín el precio de laspatatas excedía con mucho el de los pinceles. Dividimos alos comisionados en artistas pintores y en peladores-recortadores de patatas. Afirmé no tener ningún talento yme uní a los peladores, entre los cuales inauguré, consecreta rabia, múltiples técnicas de sabotaje de patatas.Todo valía para que los bastoncillos fueran un fiasco,cortando demasiado fino o defectuosamente, llegandoincluso a comerme los tubérculos crudos para hacerlosdesaparecer, proceso heroico donde los haya. Nuncahabía pisado un Ministerio de Cultura, pero cuando intentoimaginármelo, visualizo aquella clase de la Ciudad de losVentiladores, con diez peladores de patatas, diez pintoresimprovisando manchas sobre papel, diecinueveintelectuales sin utilidad aparente y un pontíficeescribiendo él solito una inmensa y noble historia colectiva.Si China apenas aparece en estas páginas, no es porqueno me interesara: no es necesario ser adulto paracontagiarse de ese virus que merecería, según los casos,el nombre de sinomanía, de sinolalia, de sinopatía, desinolatría o incluso de sinofagia, apelaciones a modular en

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función de los usos que los sujetos hacen del país elegido.Uno empieza a comprender que interesarse por Chinaequivale a interesarse por uno mismo. Por razones muyextrañas, que, sin duda, tienen que ver con su inmensidad,su antigüedad, y su grado de desigualdad de civilización,su orgullo, su monstruoso refinamiento, su legendariacrueldad, su roña, sus paradojas, más insondables que encualquier otra parte, su silencio, su mítica belleza, lalibertad de interpretación que su misterio sugiere, sucomplejidad, su fama de inteligencia, su sorda hegemonía,su permanencia, la pasión que despierta, y, finalmente, ysobre todo, su desconocimiento, por estas razones pococonfesables, pues, la tendencia íntima del individuoconsiste en indentificarse con China, peor todavía, en veren China la emanación geográfica de uno mismo. Ysiguiendo el ejemplo de las casas de citas a las que losburgueses acuden para hacer realidad sus fantasíasmenos confesables, China se convierte en el territorio en elque se nos permite entregarnos a nuestros más bajosinstintos, a saber, hablar de uno mismo. Porque, debido aun travestismo la mar de cómodo, hablar de Chinaequivale casi siempre a hablar de uno mismo (lasexcepciones pueden contarse con los dedos de unamano). De ahí la pretensión a la que me refería hace unmomento y que, bajo la apariencia de denigraciones o demortificaciones de todo tipo, nunca se aleja demasiado dela primera persona del singular. Los niños son todavía másegocéntricos que los adultos. Ésa es la razón por la cualChina me fascinó desde que, a los cinco años, pisé su

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territorio. Porque esta fantasía, que está al alcance de losespíritus más simples, no es gratuita: es verdad que todossomos chinos. En mayor o menor medida, también escierto: cada uno tiene su tasa de China, al igual que cadauno tiene su tasa de colesterol en la sangre o denarcisismo en la mirada. Cualquier civilización es unainterpretación del modelo chino. Entre las redes depleonasmos, no resultaría descabellado establecer el graneje prehistoria-China-civilización, ya que resulta imposiblepronunciar cualquiera de estas tres palabras sin incluir alas dos restantes. Y, sin embargo, China casi no apareceen estas páginas. Podríamos enumerar muchas razonespara justificarlo: que está tanto más presente por cuanto nose la menciona; que se trata de un relato de infancia y que,en cierto modo, todas las infancias transcurren en China;que el Imperio del Medio es una región demasiado íntimadel ser humano para que me atreva a describirla con másdetalle; que, frente a este doble viaje —la infancia y China—, las palabras resultan especialmente endebles. Estosmotivos de omisión no resultarían falaces y encontraríansus adeptos. No obstante, los rechazo todos en nombredel argumento más lamentable: y es que esta historiatranscurre en China, sí, pero sólo apenas. Me gustaría milveces más afirmar que este relato no transcurre en China,y tendría muchas y buenas razones para hacerlo.Resultaría reconfortante pensar que ese país ya no esChina, que esta última se ha exportado y que, al final deEuroasia, sólo queda una enorme nación sin alma, sinnombre y, en consecuencia, sin auténtico sufrimiento. Por

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desgracia, nada más lejos de mis pretensiones. Y, muy ami pesar, aquel sórdido país seguía siendo China. Lo quepongo en duda es la presencia de extranjeros. Convendríaespecificar qué significa «estar presente». Es cierto,residíamos en Pekín; ¿pero acaso podemos hablar denuestra presencia en China cuando nos mantenemos tancuidadosamente aislados de los chinos? ¿Cuandotenemos prohibido el acceso a la inmensa mayoría delterritorio? ¿Cuando los contactos con la población resultanimposibles? En tres años, sólo tuvimos una auténticacomunicación humana con un chino: se trataba deltraductor de la embajada, un hombre exquisito que llevabael nada previsible nombre de Chang. Hablaba un deliciosoy rebuscado francés, con encantadoras aproximacionesfonéticas: por ejemplo, en lugar de decir «en el pasado»,decía «en el agua muy fría», ya que era así como habíainterpretado la expresión «antaño»3. Necesitamos tiempopara comprender por qué el señor Chang empezaba tan amenudo sus frases con «en el agua muy fría». Susinformaciones respecto a aquella agua fría eran, por otraparte, apasionantes y uno sentía hasta qué punto lanostalgia se apoderaba de él. Pero de tanto referirse alagua muy fría, el señor Chang acabó llamando la atención:de la noche a la mañana, desapareció o más bien seevaporó sin dejar el más mínimo rastro, como si jamáshubiera existido. Todas las suposiciones son posiblesrespecto a lo que le ocurrió. Fue sustituido casiinmediatamente por una china arisca que llevaba el nada

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previsible nombre de Chang. Pero así como el señorChang era un señor, ella no toleraba ser nada que no fueracamarada; los «señora Chang» o «señorita Chang» eraninmediatamente corregidos como si de tremendas faltasgramaticales se tratase. Un día, mi madre le preguntó: —Camarada Chang, ¿cómo se dirigían los chinos entre síantes? ¿Existía un equivalente a señor o señora? —A loschinos se les llama camaradas —respondió la intérprete,implacable. —Sí, por supuesto, ahora sí —insistió miingenua madre—. Pero antes, ya sabe..., ¿antes? —Antesno existe —cortó la camarada Chang, más perentoria quenunca. Habíamos entendido. China carecía simplementede pasado. Ya no se habló nunca más de agua muy fría.En las calles, los chinos se apartaban prontamente denosotros, como si fuéramos los portadores de algunaenfermedad contagiosa. En cuanto a los miembros delservicio que las autoridades asignaban a los extranjeros,mantenían con nosotros relaciones de una austeridad difícilde imaginar, lo que por lo menos inducía a suponer que noeran espías. Nuestro cocinero, que llevaba el nadaprevisible nombre de Chang, se mostrósorprendentemente humano con nosotros, sin duda porquetenía acceso al mundo de los alimentos que la Chinahambrienta había convertido en valor supremo. Changestaba obsesionado con la idea de cebar a los tres niñosoccidentales que le habían sido confiados. Asistía a todaslas comidas que teníamos sin nuestros padres, es decir acasi todas nuestras comidas, y nos observaba comer conuna expresión de extrema gravedad dibujada sobre su

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viejo y austero rostro, como si las cuestiones másimportantes del universo se dilucidaran en nuestros platos.Nunca decía nada salvo las dos palabras «comer mucho»,fórmula sagrada que utilizaba con la rareza y la sobriedadde los hechizos esotéricos. En función de cuál fueranuestro apetito se podía leer en su expresión lasatisfacción del deber cumplido o, por el contrario, unadolorosa angustia. El cocinero Chang nos quería. Y si nosobligaba a comer era porque las autoridades no lepermitían expresar su ternura de ningún otro modo: lacomida era el único lenguaje permitido entre extranjeros ychinos. Aparte, estaban los mercados a los que, a caballo,yo acudía a comprar caramelos, peces rojos y bizcos, tintachina y otras maravillas, pero en los que la comunicaciónse limitaba a meros intercambios de dinero. Doy fe de queeso fue todo. En esas condiciones, sólo puedo concluir losiguiente: esta historia transcurrió en China hasta dónde lefue permitido, es decir, muy poco. Es una historia degueto. Es, pues, el relato de un doble exilio: exilio respectoa nuestro país de origen (para mí Japón, ya que estabaconvencida de que era japonesa), y exilio respecto a laChina que nos rodeaba pero de la que nos manteníamosaislados, en virtud de nuestra condición de huéspedesprofundamente indeseables. Que nadie se lleve a engaño,a fin de cuentas: China tiene en estas páginas el mismopapel que la peste negra en El Decamerón de Boccaccio;si apenas se hace mención de ella es porque azota pordoquier. Elena nunca me había resultado accesible. Y desde la

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llegada de Fabrice, me rehuía cada vez más. Ya no sabíaqué inventar para llamar su atención. Estuve tentada dehablarle de los ventiladores pero intuí que reaccionaríaigual que con el asunto del caballo: se encogería dehombros y me ignoraría. Bendecía al destino, que habíaquerido que Fabrice viviera en Wai Jiao Ta Lu. Y bendecíaa la madre de mi bienamada, que prohibía a sus hijos salirde San Li Tun. En efecto, trasladarse de un gueto al otrono planteaba ningún problema. En bicicleta, se tardaba uncuarto de hora. Yo hacía a menudo de vehículo lanzadera,porque en Wai Jiao Ta Lu estaba un almacén de innoblescaramelos chinos, ciento por ciento bacterias, que meparecían las golosinas más celestiales del mundosublunar. Observé que en tres meses de cortejo Fabricenunca había visitado San Li Tun. Aquella constatación meinspiró una idea que esperaba resultase cruel. Al regresarde la escuela, y con un tono despreocupado, le pregunté ala pequeña italiana: —¿Fabrice está enamorado de ti? —Sí —respondió con indiferencia, como si resultase obvio.—¿Y tú le amas? —Soy su novia. —¡Su novia! Entoncesdebes de verle muy a menudo. —Todos los días, en laescuela. —Ah, no, todos los días, no. Ni el sábado ni eldomingo. Silencio distante. —Y por la noche tampoco loves. Sin embargo, es sobre todo por la noche cuando losenamorados deben verse. Para ir al cine. —En San Li Tunno hay cine. —Hay un cine en el edificio de la Alliancefrançaise, cerca de Wai Jiao Ta Lu. —Pero mi mamá nome deja salir de aquí. —¿Y por qué Fabrice no viene aSan Li Tun? Silencio. —En bicicleta, sólo se tarda un

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cuarto de hora. Yo voy todos los días. —Sus padres no ledejan. —¿Y él obedece? Silencio. —Le pediré que vengaa verme mañana a San Li Tun. Verás como lo hará. Hacetodo lo que le pido. —¡Ah, no! Si te ama, la iniciativa tieneque salir de él. Si no, no tiene mérito. —Me ama. —Entonces, ¿por qué no viene? Silencio. —Quizás Fabricetiene otra novia en Wai Jiao Ta Lu —lancé a título dehipótesis. Elena rió con desprecio. —Las otras chicas sonmucho menos guapas que yo. —No lo sabes. No todasvan a la Escuela Francesa. Las inglesas, por ejemplo. —¡Las inglesas! —rió la pequeña italiana, como si aquelsimple enunciado alejara cualquier sospecha. —¿Quépasa con las inglesas? Está Lady Godiva. Elena me mirócon puntos de interrogación en los ojos. Y le conté que lasinglesas tenían por costumbre pasearse desnudas, acaballo, ondeando su larga melena. —Pero no haycaballos en el gueto —dijo fríamente. —Si crees que esodetiene a las inglesas. Mi bienamada se marchó con pasorápido. Era la primera vez que la veía andar deprisa. Surostro no había expresado ninguna herida, pero yo estabaconvencida de haber alcanzado cuando menos su orgullo,ya que la existencia de su corazón jamás me fuedemostrada. Sentí un triunfo clamoroso. Nunca supe nada de la eventual bigamia de mi rival. Loúnico que supe es que, a la mañana siguiente, Elenarompió su noviazgo. Lo hizo con una indiferencia ejemplar.Me sentí muy orgullosa de su ausencia de sentimiento. Elprestigio del seductor de pelo largo quedó bastante malparado. Yo no cabía en mí de gozo. Fue la segunda vez

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que le di gracias al comunismo chino. Con la llegada del invierno, la guerra se intensificó. Enefecto, cuando los hielos hubieran llegado al gueto, todossabíamos que seríamos movilizados, volens nolens, parahacer saltar a golpes de pico los océanos de hielo queatascarían los coches. Así pues, era necesario escupir deantemano nuestra cuota de agresividad. Hacíamos detodo. Nos sentíamos especialmente orgullosos de nuestronuevo destacamento, al que llamábamos la «cohorte delos vomitadores». Habíamos descubierto que algunos delos nuestros poseían una privilegiada habilidad: las hadasque se habían inclinado sobre su cuna les habían otorgadoel don de vomitar casi a voluntad. Bastaba que suestómago estuviera cargado para que estuviera encondiciones de soltar lastre. Aquellas personas a la fuerzatenían que despertar admiración. La mayoría recurría almétodo clásico del dedo hundido en el gaznate. Pero otrosactuaban de un modo mucho más impresionante: lo hacíancon el único poder de su voluntad. A través de unaextraordinaria penetración espiritual, tenían acceso a loscentros eméticos del cerebro: se concentraban un poco yasunto concluido. El mantenimiento de la cohorte de losvomitadores recordaba el de algunos aviones: eranecesario poder repostar en pleno vuelo. Habíamoscomprendido que vomitar de vacío no resultaba racional.Así pues, los más inútiles entre nosotros fueronencargados del carburante emético: debían robar a loscocineros chinos alimentos de fácil ingestión. Los adultostuvieron que constatar importantes desapariciones de

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galletas, pasas, quesitos, leche condensada con azúcar,chocolate y, sobre todo, aceite de oliva y café soluble, yaque habíamos descubierto la piedra filosofal del vómito:una mezcla de aceite de ensalada y de café soluble. Era loque se expulsaba más rápidamente. (Detalle conmovedor:ninguno de los productos expulsados estaban disponiblesen Pekín. Cada tres meses, nuestros padres debían viajara Hong Kong para el abastecimiento. Aquellos viajes erancaros. Vomitábamos, pues, por mucho dinero.) El criterioera el peso: los productos tenían que ser ligeros detransportar, lo cual, de entrada, descartaba todos losalimentos envasados en frascos de cristal. Los que hacíancircular tanto alimento eran denominados «depósitos». Unvomitador debía estar siempre escoltado por un depósito.Hermosas amistades podían nacer de aquellas relacionescomplementarias. Para los alemanes, no existía torturamás terrible que aquélla. Las inmersiones en el armasecreta les hacían llorar a menudo, pero con dignidad. Losvómitos, en cambio, podían con su honor: gritaban dehorror en el mismo momento en que la sustancia entrabaen contacto con ellos, como si de ácido sulfúrico setratase. Un día, uno de ellos se sintió tan asqueado conaquella aspersión que él mismo vomitó, con gran regocijopor nuestra parte. Es cierto, la salud de los vomitado resse trastornaba muy deprisa. Pero aquel sacerdociomerecía tantos elogios por nuestra parte que aceptaban elperjuicio físico con serenidad. Para mí, su prestigio nopodía compararse con nada. Soñaba con formar parte dela cohorte. Por desgracia, no tenía ninguna disposición

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para ser alistada. Por más que me tragara la terriblepiedra filosofal, no conseguía el resultado deseado. Sinembargo, era absolutamente indispensable protagonizaruna proeza. Sin eso, Elena nunca me querría. Me preparéen el más absoluto secreto. Mientras tanto, en la escuela, mi bienamada reanudó susoledad ambulatoria. Pero sabía que, en adelante, ya noera inaccesible. También es cierto que me pegué a ella encada recreo, insconsciente de la estupidez de semejantemétodo. Caminaba a su lado mientras le hablaba. Ella noparecía escucharme apenas. Me daba igual: su extremabelleza me impedía pensar. Porque Elena era realmentesoberbia. Su gracia italiana, exquisita de civilización, deelegancia y de espíritu, se mezclaba con la sangreamerindia de su madre, con todo el lirismo salvaje de lossacrificios humanos y otras admirables barbaries que miingenuidad pintoresca todavía relaciona. La mirada deaquella hermosura destilaba a la vez el curare y a Rafael:para caerse redondo en el acto. Y la niña eraperfectamente consciente de ello. Aquel día, en el patio dela escuela, no pude impedir pronunciar el gran clásico que,en mi boca, era un inédito de una sinceridad sin límites: —Eres tan hermosa que sería capaz de hacer cualquier cosapor ti. —Eso ya me lo han dicho —comentó conindiferencia. —Pero en mi caso es verdad —encadené,consciente del in cauda venenum que se deducía de mirespuesta, habida cuenta el reciente asunto Fabrice. Megané una miradita socarrona que parecía decir: «¿Creesque me hieres?» Porque había que admitirlo: en la misma

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medida en la que Fabrice había sufrido con la ruptura, laitaliana no había sentido nada, demostrando así que nuncahabía amado a su novio. —¿Así que harías cualquier cosapor mí? —retomó en tono divertido. —¡Sí! —dije,esperando que me ordenase lo peor. —Pues quiero quedes veinte vueltas al patio corriendo, sin detenerte. Ajuzgar por el enunciado, la prueba me pareció ridicula. Salídisparada al instante. Corría como un bólido, loca dealegría. Mi entusiasmo decreció a partir de la décimavuelta. Disminuyó todavía más cuando comprobé queElena ni siquiera me miraba, con razón: un ridículo sehabía acercado para hablarle. Cumplí, no obstante, con micontrato, demasiado leal (demasiado estúpida) para hacertrampas, y me presenté ante la hermosa y el tercero endiscordia. —Ya está —dije. —¿Qué? —se dignópreguntarme—. Ah. Se me había olvidado. Vuelve aempezar, no te he visto. Volví a empezar al momento. Vique seguía sin mirarme. Pero nada habría podidodetenerme. Descubría que me sentía feliz corriendo: mipasión encontraba en la velocidad de las zancadas unamanera noble de expresarse y, ya que no recogía los frutosdeseados, por lo menos experimentaba un gran impulsode fervor. —Aquí estoy otra vez. —Bien —dijo ella, sin darla impresión de haberme visto—. Veinte vueltas más. Niella ni el ridículo parecían verme. Yo corría. Me repetía, conun principio de éxtasis, que corría por amor.Simultáneamente, sentía el asma apoderarse de mí. Peor:recordaba haberle dicho a Elena que era asmática. Ella nosabía lo que era eso y se lo había explicado; por una vez,

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me había escuchado con interés. Así pues, me había dadoaquella orden con pleno conocimiento de causa. Al términode sesenta vueltas, me planté de nuevo ante mibienamada. —Vuelve a empezar. —¿Recuerdas lo que teconté? —pregunté tímidamente. —¿Qué? —El asma. —¿Acaso crees que te pediría que corrieras si no meacordara? —respondió con absoluta indiferencia.Subyugada, me marché de nuevo. Trance. Corría. Una vozmonologaba dentro de mi cabeza: «¿Quieres que cometasabotaje conmigo misma? Es maravilloso. Es digno de ti ydigno de mí. Verás hasta dónde vamos a llegar.» Sabotearera un verbo que me venía que ni pintado. No tenía ningunanoción de etimología pero «sabotear» me sonaba a cascode caballo4, y los cascos eran los pies de mi caballo, eran,pues, mis auténticos pies. Elena deseaba que mesaboteara para ella: eso equivalía a desear que aplastarami ser bajo aquel galope. Y corría pensando que el sueloera mi cuerpo y que lo pisoteaba para obedecer a lahermosa y que lo apisonaría hasta su agonía. Sonreía anteaquella magnífica perspectiva y aceleraba mi sabotajeaumentando la velocidad. Me sorprendía mi resistencia. Labicicleta intensiva —la equitación— me habíaproporcionado un aliento considerable a pesar del asma.Lo cual no impedía que sintiera la inminencia de la crisis.El aire me faltaba cada vez más, el dolor empezaba aresultar inhumano. La pequeña italiana no le dedicaba niuna mirada a mi carrera, pero nada, nada en este mundohabría podido detenerme. Se le había ocurrido ordenarme

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aquella prueba porque sabía que era asmática; ignorabahasta qué punto su elección resultaba acertada. ¿Elasma? Minucia, simple defecto técnico de mi esqueleto.En realidad, lo importante era que me pidiera correr. Y lavelocidad era la virtud que yo honraba, era el escudo de micaballo, la velocidad pura, cuya finalidad no es ganartiempo sino huir del tiempo y de todos los lastres quearrastra la duración, en el cenagal de los pensamientos sinataduras, de los cuerpos tristes, de las vidas obesas y delas rumias asmáticas. Tú, Elena, eras la hermosa, la lenta,quizás porque tú eras la única que podía permitírselo. Tú,que siempre caminabas a cámara lenta, como parapermitir que te admirásemos durante más tiempo, mehabías, no hay duda de que sin tú saberlo, ordenado quefuera yo misma, es decir, no ser nada más que mivelocidad, alelada, ebrio bólido a la carrera. Durante laoctogésima octava vuelta, la luz empezó a declinar. Losrostros de los niños se oscurecieron. El último ventiladorgigante dejó de funcionar. Mis pulmones explotaron desufrimiento. Síncope. Cuando recuperé el conocimiento, estaba en la cama, encasa. Mi madre me preguntaba qué me había ocurrido. —Los niños dicen que no dejabas de correr. —Me estabaentrenando. —Júrame que no volverás a hacerlo. —Nopuedo. Por debilidad, acabé confesándolo todo. Queríaque por lo menos una persona estuviera al corriente de mihazaña. Aceptaba morir de amor, pero era necesario queaquello se supiera. Entonces mi madre se enfrascó en unaexplicación de las leyes del universo. Dijo que, en este

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mundo, había personas muy malas y, en efecto, muyseductoras. Afirmaba que, si quería ser amada por algunade ellas, sólo existía una solución: yo también tenía queportarme como una malvada con ella. —Debescomportarte con ella igual que ella se comporta contigo. —Pero eso es imposible. Ella no me ama. —Si eres igualque ella, te amará. La sentencia era inapelable. Meparecía absurda: a mí me encantaba que Elena no tuvieramodales. ¿Qué sentido podía tener un amor concebidocomo un espejo? No obstante, resolví probar la técnica demi madre, aunque sólo fuera a título experimental. Partíadel principio según el cual una persona que me habíaenseñado a atarme los cordones de los zapatos no podíadecir cualquier cosa. Las circunstancias favorecieronaquella nueva política. En el transcurso de una batalla, losaliados habían capturado al jefe del ejército alemán, un talWerner, al que hasta entonces jamás habíamosconseguido detener y que, para nosotros, era lamismísima representación del Mal. Estábamos exultantes.Lo íbamos a poner bueno. Se iba a enterar de lo que valíaun peine. Es decir, iba a disfrutar del catálogo entero. Elgeneral fue atado como un salchichón y amordazado conalgodón mojado. (Empapado en arma secreta, seentiende.) Tras dos horas de amenazante y gratuita orgíaintelectual, Werner fue primero transportado a la cima de laescalera de emergencia y suspendido en el vacío duranteun cuarto de hora, en el extremo de una cuerda noexcesivamente sólida. Por la manera como se retorcía,parecía claro que sufría un terrible vértigo. Cuando lo

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subieron hasta la plataforma, estaba morado de pies acabeza. A continuación, fue bajado a tierra firme ytorturado de un modo más clásico. Lo sumergimos a fondoen el arma secreta durante un minuto, después de lo cuallo entregamos al talento de cinco vomitadores saciados aplacer. Aquello estaba bien, pero nuestra agresividad sehabía quedado con las ganas. Ya no sabíamos qué máshacer. Entonces pensé que había llegado el momento. —Esperad —murmuré con una voz tan solemne que seimpuso el silencio. Los niños me miraron con ciertabenevolencia, porque era la más pequeña del ejército.Pero lo que hice me elevó a la categoría de monstruoguerrero. Me acerqué a la cabeza del general alemán.Anuncié, como un músico indicando un «allegro ma nontroppo» ante una partitura: —De pie, sin manos. Mi vozhabía sido tan sobria como la de Elena. Y procedí comohabía prometido, justo entre los dos ojos de Werner,desorbitados de humillación. Un rumor transido recorrió laasamblea. Nunca se había visto nada igual. Me marché apaso lento. Mi rostro no traducía expresión alguna. Miorgullo alcanzaba el delirio. Me sentía fulminada por lagloria como otros lo son por un relámpago. El más mínimode mis gestos me parecía augusto. Tenía la sensación deestar viviendo una marcha triunfal. Miraba de arriba abajoel cielo de Pekín con soberbia. Mi caballo se sentiríaorgulloso de mí. Era de noche. El alemán fue dado pormuerto. Los aliados se habían olvidado de él a causa demi proeza. A la mañana siguiente, sus padres dieron conél. Su ropa y su pelo empapados de arma secreta estaban

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helados, así como los raudales de vómito. El niño contrajola bronquitis del siglo. Y aquello no fue nada comparadocon el daño moral que había padecido. Hubo incluso unelemento de su relato que hizo creer a los suyos que habíaperdido la razón. En San Li Tun, la tensión Este-Oestealcanzaba su punto culminante. Mi orgullo no tenía límites. En la Escuela Francesa, mi fama se expandió como unreguero de pólvora. Ya, una semana antes, había sufridoun síncope. Y ahora descubrían en mí monstruosostalentos. No había duda, no era una cualquiera. Mibienamada se enteró. Siguiendo las instrucciones, fingí nodarme cuenta de su existencia. Un día, en el patio, seacercó a mí, milagro sin precedentes. Con ambiguaperplejidad, me preguntó: —¿Es cierto lo que se dice? —¿Qué se dice? —dije sin mirarla siquiera. —¿Que lohaces de pie, sin manos, y que puedes apuntar? —Escierto —respondí con desdén, como si se tratara de algode lo más ordinario. Y seguí caminando a paso lento, sinañadir palabra. Fingir aquella indiferencia suponía unsuplicio para mí, pero el procedimiento resultaba tan eficazque tuve el coraje de continuar. Llegó la nieve. Era mi tercer invierno en el país de losVentiladores. Como de costumbre, mi nariz setransformaba en Dama de las Camelias, escupiendosangre con hermosa prodigalidad. La nieve era lo únicoque podía esconder la fealdad de Pekín. Y lo conseguíadurante sus diez primeras horas de vida. El cemento chino,el cemento más horroroso del mundo, desaparecía bajoaquella desconcertante palidez. Desconcertante en el

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doble sentido del término, ya que desconcertaba tambiénal cielo y la tierra: gracias al blanco perfecto, resultabaimposible imaginar que inmensas parcelas de nadahubieran invadido zonas de la ciudad, y en Pekín la nada,lejos de ser un síntoma de decadencia, hacía el papel deredención. A causa de aquella efímera yuxtaposición devacío y plenitud, San Li Tun adquiría aspecto de estampa.Casi parecía que estuviéramos en China. Diez horas más tarde, la contaminación se invertía. Elcemento desteñía sobre la nieve, la fealdad desteñía labelleza. Y todo volvía a su orden anterior. Las nuevasnieves no cambiaban en nada la situación. Resultaimpactante comprobar hasta qué punto la fealdad siemprees más fuerte: así pues, apenas los nuevos coposaterrizaban sobre suelo pekinés, se volvían repelentes. Nome gustan las metáforas. Así que no diré que la nieveurbana es una metáfora de la vida. No lo diré porque nohace falta: todo el mundo lo ha entendido. Un día, escribiréun libro que se titulará Nieve de ciudad. Será el libro mástriste de la historia de los libros. Pero no, no lo escribiré.¿De qué sirve contar horrores que todo el mundo conoce?Así que mejor quitárselo de encima de una vez por todas:que algo tan encantador, tan aterciopelado, tan suave, tanarremolinado, tan ligero como la nieve puedatransformarse tan deprisa en su opuesto —un fárrago gris,pegajoso, yerto, pesado, rugoso— es una cabronada de laque uno nunca se repone. En Pekín, odiaba el invierno.Hacer saltar a golpes de pico y de rasqueta la espesacapa de hielo que inmovilizaba el gueto me desencajaba

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profundamente. Y los otros niños movilizados opinaban lomismo que yo. La guerra quedaba suspendida hasta eldeshielo, lo que podría parecer paradójico. Pararesarcirnos de aquellos trabajos de excavación, los adultosnos llevaban a patinar el domingo al lago del Palacio deVeranbo: aquellas expediciones me parecían demasiadohermosas para ser verdad. La inmensa agua helada quereflejaba la luz boreal y emitía ruidos terribles bajo lospatines me provocaba un éxtasis tan intenso que contrajedolores de cabeza. No tenía ninguna defensa inmunitariacontra la belleza. Los demás días, en cuantoregresábamos de la escuela, picos y palas. Todos losniños sufrían este castigo. A excepción de dos, y noprecisamente unos cualquiera: los muy preciados Claudioy Elena. Su madre había decretado que sus retoños erandemasiado frágiles para tan ruda tarea. En el caso de lahermosa, nadie se quejó. Pero la exención del hermanomayor acrecentó su ya de por sí considerableimpopularidad. Envuelta en un viejo abrigo y una chapkachina de piel de cabra, me afanaba en hacer saltar el hielo.Como San Li Tun se parecía a un centro penitenciariohasta el punto de confundirse con él, tenía la impresión deser un condenado a trabajos forzados. Más tarde, cuandoganase el Premio Nobel de Medicina o fuera mártir,contaría que, como consecuencia de hechos de armas,había purgado una condena en un penal de Pekín. Sólo mefaltaba la bola atada al pie. Aparición: una delicadacriatura vestida con una capellina blanca se plantó ante mí.Su largo y suelto pelo negro asomaba por un gorrito de

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terciopelo blanco. Era tan hermosa que creí desfallecer, locual hubiera sido una ventajosa solución. Pero la consignano había cambiado. Fingí no haberla visto y di un fuertegolpe de pico en la nieve helada. —Me aburro. Ven a jugarconmigo. Tenía realmente una voz de armiño. —¿No vesque tengo trabajo? —respondí, de un modo tandesagradable como me fue posible. —Hay niñossuficientes para hacerlo —dijo ella señalando la multitudde crios que, a mi alrededor, escardaban el hielo. —Yo nosoy una enchufada tiquismiquis. Me daría vergüenza nohacer nada. Me daba vergüenza decir una cosa así, peroera la consigna. Silencio. Me reincorporé al duro trabajo.Elena me sorprendió entonces con un golpe de efecto. —Dame la piqueta —me dijo. Pasmada, la miré sin decirnada. Se adueñó de mi instrumento, lo levantó al precio deun patético esfuerzo y lo caló sobre el suelo. Y acontinuación hizo ademán de volver a empezar. Meparecía no haber visto nunca un sacrilegio taninsoportable. Le arranqué el instrumento de las manos ycon una voz muy severa le ordené: —¡No! ¡Tú, no! —¿Porqué? —preguntó el armiño con una expresión angelical. Nocontesté y seguí socavando, mirando al suelo. Mibienamada se marchó a paso lento, muy consciente dehaber ganado la partida. La escuela hacía que la guerra resultase todavía máscatártica. La guerra servía para aniquilar al enemigo y, porconsiguiente, para no aniquilarse uno mismo. La escuelaservía para ajustar cuentas con los aliados. Asimismo, laguerra servía para saciar la agresividad segregada por la

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vida. Y la escuela servía para depurar la agresividadsegregada por la guerra. Gracias a lo cual éramos muyfelices. Pero el asunto Werner provocó agitación entre losadultos. Los padres de Alemania del Este hicieron saber alos padres de los aliados que, esta vez, sus hijos habíanllegado demasiado lejos. Ya que no podían exigir elcastigo de los culpables, reclamaban un armisticio. De locontrario, se tomarían «represalias diplomáticas».Nuestros padres les dieron la razón inmediatamente. Nosavergonzamos de ellos. Una delegación adulta sepresentó para amonestar a nuestros generales. Alegó quela guerra fría no era compatible con nuestro cruentoconflicto. Era necesario detener las hostilidades. No habíavuelta de hoja. Los padres eran quienes poseían losalimentos, las camas y los coches. No había modo dedesobedecer. No obstante, nuestros generales tuvieron lavalentía de alegar que necesitábamos enemigos. —¿Porqué? —¡Pues para la guerra! No podíamos creernos quealguien pudiera hacer una pregunta tan tautológica. —¿Deverdad necesitáis una guerra? —preguntaron los adultoscon una expresión agobiada. Comprendimos hasta quépunto eran degenerados y no respondimos. De todos modos, hasta que llegara el deshielo, lashostilidades quedarían suspendidas. Los padres creyeronque habíamos firmado el armisticio. En realidad,esperábamos la debacle. El invierno constituyó toda unaprueba. Prueba para los chinos, que se morían de frío, locual, dicho sea de paso, no preocupaba a los niños deSan Li Tun. Prueba para los niños de San Li Tun,

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condenados a escardar el hielo del gueto durante sutiempo libre. Prueba para nuestra agresividad, reprimidahasta la llegada de la primavera: la guerra se nos antojabacomo un grial. Pero la capa de nieve helada que había quedespejar aumentaba cada noche y parecía alejarnos delmes de marzo. Alguien podría pensar que cavar saciabanuestra sed de violencia: al contrario. Era como intentarapagar un fuego con gasolina. Algunos bloques de hieloeran tan duros que, para darnos más fuerza todavía,imaginábamos que abatíamos los picos sobre carnealemana. Y, finalmente, prueba para mí en todos los frentesde mi amor. Seguía la consigna al pie de la letra y memostraba tan fría con Elena como lo era aquel inviernopekinés. No obstante, cuanto más me ceñía a la consigna,menos quitaba la pequeña italiana su tierna mirada de mí.Sí, tierna. Nunca habría podido imaginar que pudiera teneraquella expresión algún día. ¡Y dedicada a mí! No podíasaber que ella y yo pertenecíamos a dos especiesdiferentes. Elena pertenecía al grupo de los que aman máscuando les machacan en frío. Yo era lo contrario: cuantomás me sentía amada, más amaba. Es cierto que no habíaesperado a que la hermosa me mirase con ternura paraenamorarme de ella. Pero su recién estrenada disposiciónrespecto a mí multiplicaban mi pasión. Y llegué a delirar deamor. De noche, en mi cama, veía los ojos dulces que mehabían acariciado y alcanzaba un estado híbrido, medioterremoto medio soponcio. Me preguntaba a qué estabaesperando para ceder. Ya no dudaba de su amor. Sólo mequedaba responder. No me atrevía. Sentía que mi pasión

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había alcanzado proporciones extraordinarias.Manifestarla me llevaría muy lejos: necesitaría algo másque lenguaje, necesitaría ese más allá ante el cual mesentía indefensa a base de no comprender, a base deentrever sin comprender. Y me limitaba a la consigna, queresultaba cada vez más difícil de seguir, pero cuyo métodode empleo no planteaba misterio alguno. Y las miradas deElena eran cada vez más insistentes, cada vez másdesgarradoras, porque cuanto menos concebido está unrostro para la dulzura, más desconcertante resulta sudulzura, y la dulzura de sus ojos sagitarios y la dulzura desu boca de malvada me congestionaban. De repente,experimentaba la necesidad de blindarme más todavía, yme volvía gélida y cortante como el granizo, y el rostro dela hermosa se aterciopelaba de amante ternura. Aquellasituación resultaba insostenible. Para colmo de crueldad, la nieve. La nieve, que por másfea y gris que fuera, como la Ciudad de los Ventiladores,no dejaba por ello de ser nieve. La nieve, en la que mistitubeos analfabetos habían visto la imagen del amor porexcelencia, lo cual me iba a costar muy caro. La nieve, enabsoluto inocente bajo su apariencia de cándida beatitud.La nieve, sobre la cual leía preguntas que me producíanmucho calor y, a continuación, mucho frío. La nieve, sucia ydura, que acababa comiendo con la esperanza deencontrar, en vano, una respuesta. La nieve, aguaexplosionada, arena de hielo, sal no ya de la tierra sino delcielo, sal no salada, con gusto a sílex, con textura de gemamolida, perfume de frialdad, pigmento de blanco, único

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color que cae de las nubes. La nieve, que todo loamortigua —los ruidos, las caídas, el tiempo— parasubrayar mejor las cosas eternas e inmutables como lasangre, la luz, las ilusiones. La nieve, primer papel de laHistoria, sobre el cual fueron escritas tantas pisadas,tantas despiadadas persecuciones, la nieve fue, pues, elprimer género literario, inmenso libro a flor de tierra quesólo trataba de huellas de caza o del itinerario de suenemigo, suerte de epopeya geográfica que le daba a lamás mínima señal un valor de enigma: aquella huella, ¿erade su hermano o del asesino de su hermano? De aquellibro kilométrico e inacabado, que podría titularse El LibroMás Grande del Mundo, no se ha conservado ningúnfragmento, ocurre lo contrario que con la biblioteca deAlejandría: todos los textos se han derretido. Pero hatenido que quedarnos una lejana reminiscencia queresurge con cada nevada, una especie de angustia de lapágina en blanco, que despierta un deseo terrible derecorrer los espacios todavía vírgenes, e instinto deexégeta desde el momento en el que te cruzas con lahuella de otro. En el fondo, fue la nieve la que inventó elmisterio. Por el mero hecho de existir, ella fue la queinventó la poesía, la lámina, el signo de interrogación, yese gran juego de persecución que es el amor. La nieve,falsa mortaja, inmenso y vacío ideograma en el quedescifraba el infinito de sensaciones que deseabaofrecerle a mi bienamada. No me preocupaba saber si mideseo desconocido era puro o impuro. Sólo sentía queaquella nieve hacía que Elena fuera todavía más

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irresistible, el misterio todavía más estremecedor y laconsigna todavía más insoportable. Nunca la llegada de laprimavera fue tan deseada. Hay que desconfiar de las flores. Sobre todo en Pekín.Pero, para mí, el comunismo era un asunto deventiladores, y el episodio de las Cien Flores me resultabatan desconocido como Ho Chi Minh o Wittgenstein. Detodos modos, con las flores los avisos no sirven para nada:siempre acabas cayendo en la trampa. ¿Qué es una flor?Un sexo gigante que se ha vestido de gala. Esta verdad esconocida desde hace tiempo; lo cual no impide que losgrandes bobos que somos hablemos de la delicadeza delas flores con cursilería. Incluso llegamos a decir que losque suspiran bobaliconamente son flor azul5, lo cualresulta tan incongruente e inadecuado como llamarlos«sexo azul». En San Li Tun, había muy pocas flores y lasque había eran feas. Pero eso no impedía que fueranflores. Las flores de invernadero son hermosas comomaniquíes, pero no huelen. Las flores de gueto parecíanadefesios: algunas eran tan feas como campesinascamino de la metrópoli, otras eran tan poco elegantescomo ciudadanas en el campo. Todas parecían estar fuerade lugar. Sin embargo, si uno hundía la nariz en su corola,si uno cerraba los ojos y se tapaba los oídos, le entrabanganas de llorar: ¿qué habrá pues, en el fondo de las floresmás ordinarias, de banal y agradable perfume, qué habráde tan desgarrador, por qué esa nostalgia de recuerdosque no son los tuyos, de jardines en los que nunca has

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estado, de bellezas imperiales de las que nunca has oídohablar? ¿Por qué razón la Revolución Cultural no prohibióa las flores oler a flor? A la sombra del gueto en flor, laguerra pudo por fin reanudarse. Fue la debacle en todos los sentidos del término. En 1972,los adultos habían recuperado nuestra guerra. Lo cual nosprodujo una profunda indiferencia. En la primavera de1975, la habían saboteado. Lo cual nos repugnó. Apenasacababa de fundirse el hielo, apenas habían finalizadonuestros trabajos forzados, apenas acabábamos dereiniciar los combates, con éxtasis y frenesí, cuandonuestros ofuscados padres tuvieron que intervenirinterpretando su papel de aguafiestas: —¿Y el armisticio?—Nunca firmamos nada. —¿Acaso son necesariasfirmas? Muy bien. Nos ocupamos de ello. Fue unapesadilla de lo más grotesca. Los adultosmecanografiaron un tratado de paz ininteligible a lamedida de sus deseos. Convocaron a los generales de losbandos rivales a una «mesa de negociación» donde nohubo nada que negociar. Leer en voz alta el texto francés yel texto alemán: no entendimos ninguno de los dos. Sóloteníamos derecho a firmar. Gracias a aquella vulgarhumillación, nunca habíamos sentido una simpatía tanprofunda hacia nuestros enemigos. Y el sentimiento erarecíproco a ojos vistas. Incluso Werner, que estaba en elorigen de aquella parodia de armisticio, parecíaasqueado. Al término de aquellas firmas de opereta, losadultos creyeron de buen tono hacer un brindis conlimonada servida en vasos altos. Parecían satisfechos y

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aliviados, sonreían. El secretario de la embajada deAlemania del Este, un ario afable y desastrado, interpretóuna cancioncilla. Y así fue como, tras haber recuperadonuestra guerra, los padres recuperaron nuestra paz. Nosavergonzamos por ellos. El paradójico resultado de aquel tratado artificial fue unamutua admiración. Los antiguos combatientes seabrazaron los unos a los otros, llorando de cólera contrasus mayores. Nunca un alemán oriental había sido tanquerido por nadie. Werner sollozaba. Le abrazábamos:había cometido un acto de traición pero sin malas artes.Pleonasmo: en la guerra todo vale y, por tanto, las artes noson ni malas ni buenas. La nostalgia ya empezaba aaparecer. En inglés, intercambiamos hermosos recuerdosde combates y torturas. Parecía la escena dereconciliación de una película americana. La primera, no, la única cosa que necesitábamos eraencontrar un nuevo enemigo. No todo el que quiere puedeser enemigo: había unas condiciones que cumplir. Laprimera era geográfica: era necesario que la naciónelegida residiera en San Li Tun. La segunda condición erade carácter histórico: no había que luchar contra antiguosaliados. Es cierto que uno siempre es traicionado por lossuyos, es cierto que no hay peor peligro que los amigos:pero uno no puede atacar a su hermano, uno no puedeensañarse con aquel que, en el frente, ha vomitado a sulado, ha hecho sus necesidades en la misma tina. Seríapecar contra el espíritu. La tercera condición rozaba loirracional: era necesario que el enemigo tuviera alguna

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característica detestable. Y en este punto todos losregistros eran factibles. Algunos propusieron a losalbaneses o a los búlgaros, con la argumentación, algofútil, de que eran comunistas. La sugerencia no recogió niun solo voto: los países del Este eran algo manido, y yahabíamos visto lo que nos habían costado. —¿Y losperuanos? —dijo alguien. —¿Por qué odiar a un peruano?—preguntó uno de nosotros, pregunta de una hermosa ymetafísica simplicidad. —Porque no hablan nuestro idioma—respondió un lejano súbdito de Babel. Evidentemente,era una buena razón. Un pequeño seguidor de la teoría delos conjuntos señaló que, aplicando esa misma lógica,podíamos perfectamente declarar la guerra a las trescuartas partes del gueto, incluso a toda China. —Es unabuena razón, pues, pero no es suficiente. Continuamos conaquel minucioso examen de nacionalidades hasta que unailuminación se produjo en mí: —Los nepalíes —exulté. —¿Y qué razón hay para odiar a un nepalí? Para aquellapregunta digna de Montesquieu, hallé una respuestadeslumbrante: —Porque es el único país del mundo que notiene una bandera rectangular. Un estruendoso silenciofulminó la asamblea. —¿Es cierto? —preguntó una voz yaronca. Me lancé a una descripción de la bandera nepalí,suma de triángulos, diábolo partido en dos a lo largo. Losnepalíes fueron declarados enemigos al instante. —¡Menudos cabrones! —¡Se van a enterar, esos nepalíes,se van enterar que es eso de no tener una banderarectangular como todo el mundo! —¿Pero quiénes se hancreído que son, esos nepalíes? El odio funcionaba. Los

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alemanes orientales estaban tan indignados comonosotros. Pidieron formar parte de los aliados para aquellahermosa cruzada contra las banderas no rectangulares.Nos sentimos más que satisfechos de incorporarlos anuestras filas. Luchar junto a aquellos que nos habíanvapuleado y a los que habíamos torturado, resultaríaconmovedor. Los nepalíes resultaron ser unos singularesenemigos. Eran infinitamente menos numerosos que losaliados. En un primer momento, aquel detalle nos pareciósimpático. Que pudiéramos sentir vergüenza por ladesproporción nunca nos pasó por la cabeza. Aquellasuperioridad numérica más bien resultaba agradable. Sumedia de edad era superior a la nuestra. Algunos ya teníanquince años: el umbral de la senectud. Razón de más paraodiarlos. Les declaramos la guerra con una transparencianunca vista: los dos primeros nepalíes que pasaban por allíse vieron asaltados por una sesentena de niños. Cuandolos soltamos, no eran más que un montón de llagas ychichones. Aquellos pobres y pequeños montañeses,recién descendidos de su Himalaya, no comprendieronnada de la situación. Los niños de Katmandú, que debíande ser como máximo siete, se reunieron para deliberar.Adoptaron la única política posible: la lucha, a la vista denuestros métodos habían comprendido que lasnegociaciones diplomáticas no servirían para nada. Hayque admitir que el comportamiento de los crios de San LiTun era la negación absoluta de las leyes hereditarias. Eloficio de nuestros padres consistía en reducir, en lamedida de lo posible, las tensiones internacionales. Y

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nosotros hacíamos justo lo contrario. Cría cuervos. Pero enese ámbito éramos innovadores: una alianza tan potente,una guerra mundial de aquel calibre, todo eso contra unpobre país sin envergadura ideológica, carente de todainfluencia, resultaba original. Además, sin nosotrossaberlo, estábamos completando la política china.Mientras los soldados maoístas invadían el Tíbet, nosotrosatacábamos la cadena montañosa por otro flanco. Nohubo compasión para el Himalaya. Pero los nepalíes nossorprendieron. Descubrimos que eran unos soldadosterribles: su brutalidad superaba todo lo que habíamosconocido en tres años de guerra contra los alemanesorientales, que, no obstante, estaban lejos de ser unosenclenques. Los niños de Katmandú tenían un puñetazo yuna patada de una vivacidad y de una precisión sin igual.Los siete juntos constituían un enemigo temible.Ignorábamos lo que la Historia ha demostrado en tantasocasiones: ningún continente le llega a la suela del zapatoa Asia en lo que a violencia se refiere. Estábamos en laboca del lobo, pero no descontentos de estarlo. Elena se mantenía por encima del bien y del mal. Mástarde, leí una oscura historia que trataba sobre una guerraentre Troya y los griegos. Todo había empezado por culpade una soberbia criatura llamada Helena. Detalle que,como era de esperar, me hizo sonreír. Evidentemente, nopodía aspirar al paralelismo. La guerra de San Li Tun nohabía comenzado por culpa de Elena. Y esta última nuncaquiso tener nada que ver con el conflicto. Curiosamente, laIlíada me ha informado menos sobre San Li Tun que San

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Li Tun sobre la Ilíada. En primer lugar, estoy convencida deque, de no haber tomado parte en la guerra del gueto,nunca habría sido tan sensible a la Ilíada. Para mí, el origenno fue el mito sino la experiencia. Y me atrevo a creer quela experiencia me ha iluminado algunos aspectos del mito.En particular sobre el personaje de Helena. ¿Existe unahistoria más halagadora para una mujer que la Ilíada? Doscivilizaciones se despellejan sin piedad y hasta las últimasconsecuencias, el Olimpo interviene, la inteligencia militarconoce sus cartas de nobleza, un mundo desaparece, ¿ytodo por culpa de quién? De una hermosa chica. Uno seimagina de buena gana a la coqueta presumiendo antesus amigas: —¡Sí, queridas, un genocidio e intervencionesdivinas sólo para mí! Y yo no hice nada. Qué queréis quehaga, soy guapa, no puedo evitarlo. Las relecturas del mitohan reflejado aquella desmedida futililidad de Helena, quese convertía en la caricatura de la arrebatadora egoísta, ala que le parecía normal e incluso encantador que la gentese matara en su nombre. En mi caso, cuando hacía laguerra, conocí a la bella Helena, y me enamoré de ella, ypor culpa de eso tengo una visión distinta de la Ilíada.Porque vi cómo era la bella Helena, cómo reaccionaba. Yeso me inclina a pensar que su lejana y homónimaantepasada era igual que ella. Así pues, creo que a la bellaHelena le importaba un bledo la guerra de Troya hasta unextremo difícil de concebir. No creo que se vanagloriasede ello: eso habría supuesto hacer excesivos honores a losejércitos humanos. Creo que estaba infinitamente pordebajo de aquella historia y que se miraba en los espejos.

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Creo que necesitaba ser mirada, y poco le importaba quefueran miradas de guerreros o miradas de pacificadores:miradas, esperaba que le hablaran de ella, y sólo de ella,no de aquellos que se las dedicaban. Creo que necesitabaser amada. Amada, no: no se le daba bien. A cada uno losuyo. ¿Amar a Paris? Me sorprendería. Pero amar queParis la ame, eso sí, y no preocuparse por nada más de loque Paris pudiera hacer, también. ¿Al fin y al cabo qué esla guerra de Troya? Una barbarie monstruosa, sanguinaria,deshonrosa e injusta, cometida en nombre de unahermosa a la que le importaba un bledo. Y todas lasguerras son la guerra de Troya, y a todas las causasnobles en nombre de las cuales se libran les importa unbledo. Porque la única sinceridad de la guerra es la que nose dice: si uno hace la guerra es porque la ama y porquees un excelente pasatiempo. Y uno siempre encontrará unanoble y hermosa causa para hacerla. Así pues, la hermosaHelena hacía bien en no darse por aludida y en mirarse enlos espejos. Y me gusta mucho, aquella Helena, que amé,en 1974, en Pekín. Mucha gente se cree ávida de guerra cuando en realidadsueñan con un duelo. Y, a veces, la Ilíada crea la ilusión deser la yuxtaposición de varias rivalidades electivas: cadahéroe encuentra en el bando rival su enemigo asignado,mítico, aquel que lo obsesionará hasta que haya acabadocon él, y a la inversa. Pero la guerra no es eso: eso esamor, con todo el orgullo y el individualismo que esosupone. ¿Quién no ha soñado alguna vez con una hermosadisputa contra un enemigo de siempre, un enemigo que

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sería suyo? ¿Y qué no estaríamos dispuestos a hacer paratener enfrente a un adversario digno de uno mismo? Asípues, de todos los combates en los que participé en SanLi Tun, el que mejor me preparó para leer la Ilíada fue miamor por Elena. Porque, entre tantos asaltos confusos ytumultos, fue mi único combate singular, fue la lid querespondió por fin a mis más altas aspiraciones. No fue elcuerpo a cuerpo deseado, pero fue, por decirlo de algúnmodo, un espíritu a espíritu, y de los buenos. Gracias aElena, tuve mi duelo. Y no necesito precisar que eladversario estaba a la altura. Yo no era Paris. Pero ahora Elena me miraba de tal modoque acabé por no estar del todo segura de mi identidad.Sabía que un día u otro me vendría abajo. El día llegó. Eraen primavera, forzosamente, y por más feas que fueran lasflores del gueto, no por ello dejaban de cumplir con sutrabajo de flores, como honestas trabajadoras en unacomuna popular. Había priapea en el aire. Los ventiladoresgigantes la propagaban por doquier. Incluso en la escuela.Era un viernes. Llevaba una semana sin pisar la clase acausa de una bronquitis que había esperado prolongar undía más para hacer puente, en vano. Me había afanado enexplicarle a mi madre que perder una semana entera deenseñanza pekinesa no representaba un beneficiointelectual previsto y no obtenido, que me instruía cienveces más leyendo la primera traducción de los cuentosde Las mil y una noches en la cama y que me sentíatodavía un poco débil; ella no quería comprender nada yme tenía reservado un argumento irritante: —Si el viernes

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todavía estás enferma, te quedarás en cama el sábado y eldomingo para tu convalecencia. Tuve, pues, que obedecery regresar a la escuela aquel viernes del cual todavíaignoraba que se trataba del día atribuido a Venus por losunos, a la crucifixión por los otros y al fuego por unosterceros, algo que, analizado a posteriori, no me pareceincoherente. De hecho, los viernes de mi vida han llevadoel rigor etimológico hasta el extremo de conjugar estos tressignificados en numerosas ocasiones. Una larga ausenciasiempre tiene por efecto ennoblecer y excluir. El prestigiode la enfermedad me aislaba un poco y pudeconcentrarme mejor en la fabricación de los mássofisticados modelos de avioncitos de papel. Hora derecreo. La palabra no deja lugar a dudas: se trata decrearse de nuevo. La experiencia me demostraría másbien lo contrario: la mayoría de los recreos en los que toméparte degeneraron en un acto de demolición, y noforzosamente de demolición ajena. Pero, para mí, losrecreos eran sagrados, ya que me permitían ver a Elena.Acababa de pasar siete días sin siquiera darme cuenta.Siete días es más tiempo del que se necesita para crear eluniverso: es la eternidad. La eternidad sin mi bienamadahabía sido una dura prueba. Es cierto que, desde laconsigna, mis relaciones con ella se limitaban a miradas ahurtadillas, pero aquellas furtivas visiones constituían laparte esencial de mi existencia: ver el rostro de la personaque uno ama, sobre todo cuando ese rostro es hermoso,basta para saciar un corazón poco alimentado. El mío semoría de hambre hasta el punto de que, como los gatos

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demasiado hambrientos, no se atrevía a comer: ni siquierame atrevía a buscar a Elena con la mirada. Caminaba porel patio mirando al suelo. A causa del deshielo todavíareciente, el suelo era un barrizal. Pisaba con precauciónlos islotes menos empapados. Aquello me manteníaocupada. Vi acercarse dos pies menudos, delicadamentecalzados, que caminaban a paso gracioso y ajenos a lapresencia del barro. ¡Hay que ver cómo me miraba! Yestaba tan hermosa, con aquella belleza que meemborrachaba la cabeza con el estúpido leitmotivanteriormente citado: «Hay que hacer algo.» Me preguntó:—¿Ya estás curada? Un ángel que hubiera venido a visitara su hermano al hospital no habría tenido una voz distinta.¿Curada? Qué más hubiera querido. —Estoy bien. —Tehe echado de menos. Quise visitarte pero tu madre medijo que estabas demasiado enferma. ¡Cría padres! Intentépor lo menos sacar provecho de aquella bochornosanoticia: —Sí —dije con una gravedad desatada—. Casime muero. —¿De verdad? —No es la primera vez —respondí, encogiéndome de hombros. Haberme codeadocon la muerte en varias ocasiones constituiría excelentescartas de nobleza. Tenía mis influencias. —Entonces, ¿vasa poder volver a jugar conmigo? ¡Me estaba haciendoproposiciones! —Pero si yo nunca he jugado contigo. —¿Y no te apetece? —Nunca me ha apetecido. Puso unavoz triste: —No es cierto. Antes te apetecía. Ya no mequieres. Ahí tenía que marcharme enseguida o iba apronunciar las palabras irreparables. Di media vuelta ybusqué un sitio donde pisar. Estaba tan tensa que ya no

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distinguía el suelo de los charcos. Intentaba pensar cuandoElena pronunció mi nombre. Era la primera vez. Sentí unextraordinario malestar. Ni siquiera sabía si resultabaagradable o no. Mi cuerpo se paralizó de pies a cabeza,estatua sobre un pedestal de barro. La pequeña italianadio una vuelta de ciento ochenta grados a mi alrededor,caminando a través de todo, indiferente al destino de susrefinados zapatos. La imagen de sus pies en el barro meconsternaba. La tenía delante. El acabóse: estaballorando. —¿Por qué ya no me quieres? Ignoro si poseía lafacultad de llorar por encargo. Sea como fuere, suslágrimas resultaban muy convincentes. Lloraba con un arteconsumado: sólo un poco, de manera que no resultaraantiestético, y con los ojos muy abiertos, para no ocultar sumagnífica mirada y mostrar la lenta génesis de cadalágrima. No se movía, deseaba que yo presenciara todo elespectáculo. Su rostro era de una inmovilidad absoluta: nisiquiera parpadeó, como si hubiera despejado la escenade todos sus decorados y desnudado la acción de susperipecias para destacar todavía más aquel prodigio.Elena llorando: contradicción en sus términos. Y yo no memovía más que ella, y mis ojos se sumergían en los suyos:era como si jugásemos a ver cuál de las dos parpadeabaprimero. Pero el auténtico pulso de aquella mirada teníalugar en un nivel mucho más profundo. Yo intuía que setrataba de un combate e ignoraba el envite, y sabía queella lo conocía, que sabía adonde quería llegar y adondequería llevarme y que sabía que yo lo ignoraba. Ella sabíapelear. Luchaba como si me conociera desde siempre,

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como si fuera capaz de detectar mis puntos débiles através de rayos X. Si no hubiera sido una guerrera tan sutil,no me habría dirigido aquella mirada herida, que habríahecho reír a un ser mentalmente sano pero quetorpedeaba mi pobre y grotesco corazón. Sólo había leídodos libros: la Biblia y los cuentos de Las mil y una noches.Aquellas malas lecturas me habían contaminado de unsentimentalismo mediooriental del cual ya meavergonzaba por aquel entonces. Esos libros deberíanestar censurados. Aquello era precisamente mi combatecon el ángel, y tenía la impresión de salir tan bien paradocomo Jacob. No parpadeé y mi mirada no expresabanada. No sé y nunca sabré si las lágrimas de Elena eransinceras. Si lo supiera, podría determinar ahora mismo silo que ocurrió a continuación fue un golpe maestro por suparte o un simple golpe de suerte. Quizás fuera ambascosas a la vez, es decir un riesgo. Bajó la mirada. Aquellosuponía una derrota mucho más contundente queparpadear. Bajó directamente la cabeza, como parasubrayar su derrota. Y, en virtud de las leyes de lagravedad universal, aquella inclinación del rostro facilitóque vaciara sus depósitos lacrimales, y vi cómo dossilenciosas cascadas acudían a chorro a sus mejillas.Había ganado, pues. Pero debo creer que aquella victoriame resultó insoportable. Me puse a hablar; dije todo lo queno debía: —Elena, te he mentido. Hace meses que temiento. Dos ojos se levantaron. Me sorprendió suausencia de sorpresa: estaban solamente al acecho. Yaera demasiado tarde. —Te quiero. Nunca he dejado de

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quererte. No te miraba por culpa de la consigna. Pero temiraba de todos modos, a escondidas, porque no puedodejar de mirarte, porque eres la más hermosa y porque tequiero. Una malvada menos cruel que ella habría dichoalgo como: «¡No digas nada más!» Elena no decía nada yme miraba con una curiosidad médica. Me daba perfectacuenta de ello. El error es como el alcohol: uno enseguidase da cuenta de que ha ido demasiado lejos, pero en lugarde tener la sensatez de detenerse para limitar lassecuelas, una especie de rabia cuyo origen es ajeno a laebriedad le obliga a continuar. Ese furor, por raro quepueda parecer, podría llamarse orgullo: orgullo de clamarque, pese a todo, hacíamos bien en beber y teníamosrazón al equivocarnos. Persistir en el error o en el alcoholadquiere entonces categoría de argumento, de desafío a lalógica: si me obstino, significa que tengo razón, piensen loque piensen los demás. Y me obstinaré hasta que loselementos me den la razón: me volveré alcoholico, tomarépartido a favor de mi error, esperando a desplomarmebajo la mesa o a que se burlen de mí, con la vaga yagresiva esperanza de convertirme en el hazmerreír delmundo entero, convencido de que al cabo de diez años, dediez siglos, el tiempo, la Historia o la Leyenda acabarándándome la razón, lo cual, por otra parte, ya no tendráningún sentido, ya que el tiempo lo relativiza todo, ya quecada error y cada vicio vivirá su edad de oro, porqueequivocarse o no es siempre una cuestión de época. Dehecho, las personas que se obstinan en susequivocaciones son místicos: porque saben

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perfectamente, en su fuero interno, que están invirtiendo alargo plazo, que estarán muertos mucho antes de larevisión de la Historia, pero se proyectan hacia el porvenircon mesiánica emoción, convencidos de que lesrecordarán, de que, en el siglo de oro de los alcohólicos,alguien dirá: «Fulano, asiduo de bar, fue un precursor», yque, en el apogeo de la Estupidez, les rendirán culto. Asípues, en aquel mes de marzo de 1975 supeinmediatamente que me estaba equivocando. Y comotenía bastante fe para ser una auténtica imbécil, es decirpara tener sentido del honor, opté por venirme abajo: —Ahora ya no fingiré. O quizás vuelva a empezar, peroentonces sabrás que estoy fingiendo. Ahí estaba yendodemasiado lejos. Elena debió de pensar que, llegados aaquel nivel de exageración, la cosa ya no resultabadivertida. Con una indiferencia aplastante, pronunció laspalabras que su mirada confirmaba: —Es todo lo quedeseaba saber. Dio media vuelta y se marchó a pasoslentos, que apenas se hundían en el barro. Por más quefuera consciente de mi error, no pude soportar susconsecuencias. Además, me parecía que me castigabandemasiado pronto: ni siquiera había tenido tiempo desaborear mis equivocaciones. Saltaba con los pies juntosen el barro para perseguir a la hermosa. —¿Y tú, Elena,me quieres? Me miró con expresión educada y ausente, locual constituía una respuesta elocuente, y siguiócaminando. Me sentó como una bofetada. Mis mejillasardían de cólera, de desesperación y de humillación. Aveces ocurre que el orgullo nos hace perder el sentido de

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la dignidad. Si a eso se le añade un amor loco yescarnecido, la debacle puede adquirir proporcionesterribles. De un salto en el barro, alcancé a mi bienamada.—¡Ah, no! ¡Demasiado fácil! Si quieres hacerme sufrir,tendrás que verme sufrir. —¿Por qué? ¿Acaso tiene algúninterés? —dijo la voz de armiño. —Ése no es mi problema.Tú me has pedido que sufra, así que me verás sufrir. —¿Yo te he pedido algo? —dijo, neutral como Suiza. —¡Estoes el colmo! —¿Por qué hablas tan alto? ¿Quieres que seentere todo el mundo? —¡Sí, eso es lo que quiero! —Bueno. —Sí, quiero que todo el mundo lo sepa. —¿Quetodo el mundo sepa que sufres y que debo mirartemientras sufres? —¡Eso es! —Ah. Su absoluta indiferenciaera inversamente proporcional al creciente interés de losniños por nuestro escándalo. Un pequeño círculo seformaba a nuestro alrededor. —¡Deja de caminar!¡Mírame! Se detuvo y me miró, con expresión paciente,como quien mira a un pobre a punto de montar sunumerito. —Quiero que lo sepas y quiero que lo sepan.Amo a Elena, así que hago lo que me pide hasta el final.Aunque no me interese. Cuando tuve el síncope, fueporque Elena me había pedido que corriera sin parar. Yella me lo pidió porque sabía que tenía asma y porquesabía que la obedecería. Quería que cometiera sabotajecontra mí misma pero no sabía que llegaría tan lejos.Porque ahora, si os cuento todo esto, es también paraobedecerla. Para completar del todo el sabotaje. Losniños más pequeños parecían no comprender, pero losdemás sí comprendían. Los que me querían me miraban

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con aflicción. Elena miró su hermoso reloj. —El recreo casiha terminado. Vuelvo a clase —dijo como una niñaperfecta. Los espectadores sonreían. Ponían cara de queaquello les parecía cómico. Por suerte, sólo eran treinta otreinta y cinco, es decir, un tercio de los alumnos. Podríahaber sido peor. Por lo menos había conseguido unpedazo de sabotaje. Mi delirio duró todavía más o menos una hora. Sentía unorgullo incomprensible. Luego, aquel orgullo declinó muydeprisa. A las cuatro, el recuerdo de la mañana ya sólo meinspiraba consternación. Aquella misma noche, anuncié amis padres que deseaba abandonar China lo antesposible. —Todos estamos igual —dijo mi padre. Estuve apunto de responder: «Sí, pero yo tengo buenas razonespara desearlo.» Tuve la feliz intuición de silenciar aquellaréplica. Mi hermano y mi hermana no habían presenciadola escena. Nos limitamos a contarles que su hermanitahabía montado un numerito, lo cual no les traumatizó.Pronto, mi padre recibió la comunicación de su nuevodestino a Nueva York. Le di gracias a Cristóbal Colón.Todavía teníamos que esperar hasta el verano. Vivíaquellos meses en el oprobio. Aquella vergüenza eraexagerada: los niños se habían olvidado rápidamente demi escena. Pero Elena sí se acordaba. Cuando su miradase cruzaba con la mía, leía en sus ojos una distanciasocarrona que me producía el efecto de un suplicio. Una semana antes de nuestra partida, tuvimos que detenerla guerra contra los nepalíes. Aquella vez, los padres notuvieron nada que ver. En el transcurso de un combate, un

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nepalí sacó un puñal de su bolsillo. Hasta entonces, noshabíamos batido con nuestros cuerpos, tanto con elcontinente como con el contenido. Nunca habíamosutilizado armas. La aparición del filo provocó en nosotrosun efecto comparable a las dos bombas atómicas sobreJapón. Nuestro general en jefe hizo algo inimaginable: sepaseó por todo el gueto levantando una bandera blanca.Nepal aceptaba la paz. Abandonamos China justo atiempo. Pasar sin transición de Pekín a Nueva York tuvoconsecuencias sobre mi equilibrio mental. Mis padresperdieron el sentido común. Mimaron a sus niños hasta ladesmesura. Me encantaba. Me convertí en un ser odioso.En el Liceo Francés de Nueva York, diez niñas seenamoraron locamente de mí. Las hice sufrirabominablemente. Fue maravilloso. Hace dos años, el azar de la diplomacia hizo coincidir a mipadre y al padre de Elena en el transcurso de un encuentromundano tokiota. Efusiones, intercambio de recuerdos delos «viejos tiempos» en Pekín. Cortesías de rigor: —¿Ysus hijos, querido amigo? A raíz de una carta que mi padrehabía dejado a la vista por distracción, me enteré de queElena se había convertido en una belleza fatal. Estudiabaen Roma, donde innumerables desgraciados hablaban desuicidarse por ella, si es que no lo habían hecho ya.Aquella noticia me puso de un humor excelente. Gracias aElena, porque me lo enseñó todo sobre el amor. Y gracias,gracias a Elena, porque se mantuvo fiel a su leyenda.notes

Page 117: El Sabotaje Amoroso - Amelie Nothomb

Notas a pie de página

1. En francés, «explorador» se dice éclairleur,textualmente «iluminador». La autora hace varios juegosde palabra relacionando la actividad de explorar con la deiluminar. (N. del T.) 2. Véase nota anterior. (N. del T.) 3. Enfrancés, autrefois, cuya pronunciación se aproxima a eautrès froide, «agua muy fría». (N. del T.) 4. Juego depalabras intraducible. En francés, sabot significa «casco»de caballo. La autora juega con el parecido entre sabot ysabotaje. (N. del T.) 5. «Flor azul», expresión que enfrancés, «fleur bleue», se aplica a las personassumamente cursis y amaneradas. (N. del T.)