número 3 vuelapluma

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1 Ejemplar gratuito Nº 3 — Noviembre . 2014 Poesía de Irina García y Eduardo “Korvinian” Ciencia Ficción Capítulo 3 de Soldados de Acero Diseño de portada: Germán Poggetti Fotografía de Mercedes Sacedo y Miriam C.C. Fantasía Capítulo 2 de Sueño de Media Noche Y mucho más...

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Revista VuelaPluma - Nº3

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1

Ejemplar gratuito

Nº 3 —

Noviem

bre . 2014

Poesíade Irina García

y Eduardo “Korvinian”

Ciencia

FicciónCapítulo 3 de

Soldados de Acero

Diseño de portada:Germán Poggetti

Fotografíade Mercedes Sacedoy Miriam C.C.

FantasíaCapítulo 2 de

Sueño de Media Noche

Y mucho más...

¿Escribes?¿Dibujas?

¿Te gusta el arte. la fotografía, el diseño...?

Con nosotros puedes publicar todo lo que quieras,siempre que sea original

No nos importa que seas principiante, amateur o todo un experto

Envía tus trabajos a

[email protected] participa en los siguientes números

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Revista Vuelapluma

Número 3. Revista bimensual.Noviembre 2014

Quienes somos

Dirección: Noe C. Castillo (@NoeCC)

Colaboración: Tanis Barca (@Tanis_Barca) Adri “Stelios” Moreno (@AdriStelios)

Miriam C. Castillo (@MiriCC_21)

Corrección: Tanis Barca

Maquetación: Noe C. Castillo

Páginas colaboradoras: La Era de las Mariposashttp://mipropiahistoria92.blogspot.com.es/

Ilustración de la portada: Germán Poggetti.

Los principios de VuelaPluma

Este es un ejemplar gratuito, realizado con fines culturales y divulgativos. Queda prohibida su venta o comercialización, o difusión que pueda tener fines comerciales.

Revista VuelaPluma pretende publicar los trabajos escritos, plásticos o fotográficos de artistas tanto prin-cipiantes como experimentados, sin dejar fuera ningún estilo ni género.

En esta revista no se publicarán trabajos con dere-chos de autor registrados, derivados de otras obras ya comercializadas. Es decir, no se publicará ni fanart ni fanfiction.

Todos los trabajos publicados en cualquier número de VuelaPluma pertenecen a sus respectivos autores, cuyos nombres o alias aparecerán junto a él.

Dichos autores no nos ceden sus derechos de autor en ningún momento, si no que nos otorgan el derecho a publicar la obra de forma íntegra y gratuita, en uno o varios números de la revista.

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Introducción

La Silla del Director

La Taza del Café

Desde el día que conocí la existencia del proyecto VuelaPluma me he sentido muy emocionada y volcada en este, aunque no ha sido hasta el último mes cuando he decidido coger las riendas de las re-des sociales como nueva ayudante de la revista. Primero, agradecer a todos por la colaboración y las ganas que le echáis a cada número nuevo, además de los comentarios y de los mensajes de ánimo en las redes sociales.

Segundo, agradecer también a todos los que nos dais una oportuni-dad para que esto salga adelante y a todos los que confías en nosotros con cada nuevo número. Si es cierto que necesitamos mayor difusión y colaboradores, pero sé que con la ayuda de todos vosotros conse-guiremos que este proyecto al principio tan pequeño consiga ser algo cada vez un poquito más grande.

Miriam C. C.

#LaWeb

¡Número 3! Por fin hemos conseguido sacar el siguiente. Ya llevamos medio año en activo, recibiendo vuestros trabajos y creciendo cada vez más.

A este número le hemos inten-tado dar un cambio de estética, con unas líneas o rectángulos de color para unificar las secciones entre ellas, ¿qué os parecen? Va-mos probando con los diseños, hasta que demos con algo defi-nitivo. Al fin y al cabo, estamos empezando, ¿no?

Además, este noviembre, la emi-sora de radio Almenara me hizo una pequeña entrevista sobre Vue-laPluma. Fui al estudio, me hicie-ron unas preguntas y ¡salió en di-recto! Qué ilusión, fue una tontería con poca difusión, pero al fin y al cabo, VuelaPluma va creciendo.

Este número ha sido mucho más largo de lo que esperaba. Al principio dudé de si llegaría a las 30 páginas, pero al final las ha pasado con creces.

Muchas gracias, como en cada número, a todos los que nos ha-béis enviado vuestras colabora-ciones, y a los que nos dais di-fusión en las redes sociales. ¡Ah!, y hablando de redes sociales, le doy una calurosa bienvenida a Miriam, nuestra recién incorpo-rada Community Manager (qué bien suena, ¿eh?)

¡Esperamos que disfrutéis de este número!

Noe C. Castillo

¡Bienvenidos al número 3 de Vue-laPluma! Gracias por seguir parti-cipando y leyendo la revista, es lo único que nos salva de morir y caer en el olvido. Aunque siga pensando que la revista ni siquiera es mensual, el tiempo siempre pasa volando y al final terminamos revisando las cosas de última hora. Por lo menos yo, que soy un poco desastre.

Taza del Café os anima desde el escritorio para que continuéis es-cribiendo, dibujando, fotografiando a vuestro gato, pero también a que os comuniquéis con nosotros. ¿Qué os ha gustado más en estos tres nú-meros? ¿Qué mejoraríais? ¿Os gustó mucho un relato y queréis notificar al autor? ¡Se puede! Nuestro buzón de sugerencias, agradecimientos y peticiones está abierto veinticuatro horas al día, siete días a la semana.

Y os traemos una ideas para espa-cios nuevos de artículos en la revista, que podremos ir construyendo para el próximo número, ya sea sobre el mundo editorial, consejos sobre escritura, etc. ¿Qué no sabes cómo utilizar un flashback en un relato? Nosotros te ayudaremos. ¿Necesi-tas guía para la construcción de un personaje? ¡También podemos ayu-darte!

No dudéis, esto quizá pueda abri-ros luego otra puerta aún más gran-de que la nuestra. Seguid enviándo-nos trabajos, no rechazamos a nadie y aunque la calidad del borrador sea regulera, te echaremos una mano para ayudar a mejorar.

Y ahora... ¡A leer! ¡Vuestro esfuer-zo lo merece!

Tanis Barca

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Y, ¿qué es lo que quieres? – concluyó, nunca mejor, con una pregunta tan simple.

Él guardó silencio. Había recuperado su rostro serio y la miraba fijamente a los ojos. Nunca supo por qué, ella fue capaz de sostener su mirada. Sus corazones co-menzaron a agitarse. No latían al unísono. Él, grave y ella, agudo, tocaban distinta melodía. Sin distorsiones ni discordia: sus diferentes ritmos y sonidos armonizaban a la perfección. Como sus propias diferencias.

Pasaron... ¿Qué? ¿Minutos? ¿Horas? ¿Edades?

Tiempo.

Ellos se miraban fijamente a los ojos, ajenos a la cual-quieridad.

Él vio fuego. Fuego y luz que iluminaban todos y cada uno de sus oscuros callejones. Vislumbró cariño y dulzor en aquel espléndido color, no de sus ojos, de su mirada. Descubrió un jardín aún más verde, unas flores aún más vivas. Y, de todos los colores, destacaron los suyos: os-curo sobre negro.

Ella vislumbró amor, como si observara a través de una estrecha rendija, en sus oscuros ojos. Verdadero amor y algo más: la oscuridad escondía una extraña profundidad que quizá se perdiera en lo infinito. Des-cubrió la magia que habitaba en los ojos de tan extraño muchacho y se dejó llevar por una sensación, otra de las que poetas y músicos continúan sin saber describir. Y ella tampoco.

No sé qué pasó a continuación, pero me temo que ellos recuerdan cada instante como cada centímetro de su propia piel.

Y sé otras cosas.Sé que aquella noche se besaron y se abrazaron. Así

permanecieron, como si tuvieran miedo, pánico a alejar-se, él de ella, ella de él.

Como si el viento pudiera interponerse entre ambos, como si, al separarse, la realidad se rompiera en mil pe-dazos. Porque fue real... ¿verdad?

Eso se preguntó él durante el resto de su vida.Como si no existiera nada más en el mundo, los

dos se miraban fijamente, evadidos por completo de la realidad. Corazones agitados, miradas sinceras y mie-do a los abismos. Como si aquel instante fuese único, irrepetible.

Sin duda lo fue.

También sé que desde aquel día, los rizos de ella no dejaron de interferir ni un sólo día entre sus labios y sus besos: como rojo entre un rojo más intenso.

Sé que él dejó de dormir y que, noche tras noche, se dedicó a, en un vano intento por describir la perfección, poetizar aquel instante. Tras varios cuadernos ya sin ho-jas y una gran frustración, dejó de pretender imposibles y habló, como todos los demás poetas, de sentimientos y de rosas. Y de ella.

Un instante había cambiado su vida. En realidad no dejó de ser como era, pero siendo así, cambió casi por completo. La noche, que ahora parecía tan lejana, per-maneció siempre en su recuerdo, entre suspiros y oscu-ridades.

Ella descubrió el verdadero significado del amor y de los besos. Comprendió la danza (algo a lo que su profe-sor estuvo muy agradecido) y bailó con el alma. En sus ratos de soledad, compuso obras inacabadas de sonrisas y de flores, tantas, que llenó su carpeta de partituras.

Así fue: el amor los transformó y ellos apenas se per-cataron.

¿Cuánto tiempo pasó? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Siglos?Tiempo.Ninguno de los dos perdió el tiempo contando los

días, las semanas o los meses. Tampoco se preocuparon por fechas especiales ni se hicieron regalos en los días indicados. Él nunca le entregó rosas y ella no era don-cella ni rosada.

Hay algo que quiero pedirte: no busques en ésta una historia de amor perfecta. La perfección no existe y el amor, imposible, no podría juzgarlo. Pero sí hubo un tipo de perfección en esta historia: el de todas y cada una de las historias de amor; un tipo de perfección que no está sujeto a leyes ni a estructuras. Una perfección única y simple que oculta y disimula los desperfectos de la realidad:

La perfección del amor que sobrepasa las barreras del tiempo y de la muerte.

Es algo difícil de explicar y más aún de comprender. Tal vez si lo has vivido puedas llegar a entenderlo, pero no en su sentido más profundo. El sentimiento de paz y a la vez intranquilidad, ¿cómo se llama? ¿Tiene nombre la desaparición de las dificultades, los no obstáculos al apoyarte en el hombro de la persona a la que amas? ¿Y el fuego que recorre tu pecho cuando pasea su mano por tu espalda o juega con tu pelo?

Relato líricoRelato Sin NombreMaRTíN J. Zubía

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Y ahí están los poetas, los músicos, los bailarines y los pintores. Aquí, en esta parte de la historia, entra en esce-na un artista, un cualquiera de las calles con la extraor-dinaria capacidad de asombrar, incluso a sí mismo, con aquello que ama. Es un alma sensible que se emociona al leer poesía, al oír música, al ver una majestuosa inter-pretación o una magnífica pintura. Y lo más importante: todas estas cualidades le hacen destacar.

Él es diferente y nunca, jamás, será un igual. Se rebe-lará ante lo establecido. No querrá normas, o todo lo contrario, acordará su obra a los patrones y seguirá el guión, pero nunca habrá ningún artista igual a otro.

Pero iré más allá. Hablemos de lo realmente apasio-nante del Arte (sí, en mayúscula). Lo verdaderamente sorprendente son las preguntas que pasan por tu cabeza cuando ves, oyes, escuchas, tocas la obra de un artista. Lo más misterioso son los qué, los cómo, los cuándo y, si nos adentramos más, la joya en bruto de los porqués.

Y de todas la preguntas, aquellas que ni el propio ar-tista puede responder.

¿Qué es lo que impulsa los corazones de los hombres? ¿Inspiración? ¿Una sensación, un sentimiento, una voz en tu cabeza? ¿O un sentimiento que procede de una sensación de que una voz en tu cabeza te habla?

Él se acerca, lentamente, no sabe bien por qué. Ella se deshace, cuenta cada segundo, muere por unos labios que no son los suyos.

Y más preguntas sin respuesta. ¿Por qué alguien que-rría nada de algún otro?

¿Qué es lo que, dentro del alma, más etéreo e inal-canzable, ansía los precisos instantes, el álgido de los besos?

¿Qué es aquello que nos hace delirar y no ser nosotros mismos? ¿Y qué somos sino nosotros mismos?

¿Acaso cuando amamos no somos nada, como él, ple-no en sus besos, o ella, toda en sus brazos?

Sigo sin saber cuánto tiempo pasó.Las historias de amor son extraordinarias para quie-

nes saben amar. Y ellos sabían. No había malicia en sus ojos, interés, ¿acaso existía? Eran y no eran, juntos no existían las barreras de la muerte. Los límites eran pe-queños obstáculos apenas visibles. Una caricia bastaba para mantener a raya cien lágrimas y un beso las hacía desaparecer. El amor se hacía tangible en sus miradas. Él siempre habló de ello como "la tempestad del mar en sus ojos".

A ella, simplemente, le faltaron las palabras.No sé describir con exactitud sus besos. Ninguno de ellos:

los que ella lanzaba al aire, los que él deseaba por carta; los que, disfrazados de noche, compartían en la oscuridad.

Pero de entre todos siempre destacaron los besos im-provisados, ¡chas!, sin pensar. Lo importante era lo in-esperado, la sorpresa, como el mismo amor les sorpren-dió a ellos un día que ni siquiera recuerdan. Ocurren y punto. Él siempre habló de ellos como "súbitos rayos de fuego en momentos inesperados. "

Ella nunca tuvo palabras para aquellos lejanos besos.Quedas preguntas, vacías sin las respuestas que no

puedo dar.¿Cómo ellos dos, tan pequeños en el mundo...?Perdón.¿Cómo ellos, enormes, inmensos, grandiosos en su

mera realidad, pudieron escribir, a fuego, belleza y sólo belleza?

¿Qué tiene el amor? ¿Qué para adormecer corazones y nublar incluso los sueños?

¿Qué es lo que me llama, allí, en la oscuridad? ¿Por qué este amor a la noche? ¿Por qué perderse en un olvi-do, en un quizá? ¿Qué tienen la negación y el desdén que sellan las puertas de la razón?

¿Dónde caen las más codiciadas lágrimas, vacías y abismales? ¿De qué sirven las palabras cuando ya no queda nada y nadie podrá escucharlas?

¿Qué decir del fondo de un alma cuando, en su oscu-ridad, todo es invisible?

Se miran, entre sus ruinas, distintos al mundo. La úl-tima voz, grito o suspiro, aún suspenso en el aire, clama a un silencio mayor y más profundo.

Distingue el miedo en su mirada. Recuerda una, dos noches atrás. Con un dedo recorre su espalda, lentamen-te, con miedo a perturbar el agua en calma. Ella, y su piel desnuda, vibrando.

En la noche, una luz resplandece, luz de flor, flor de rosa, rosa sin espinas. ¿Qué es, palpable en la oscuridad, que ellos sienten y yo no puedo percibir?

Rosas sin espinas empapadas en sangre.Ella, dulce y hermosa, vibra. Él vibra a su vibrar.Y una sonrisa tímida, cómplice, cúspide en la noche,

se enfrenta a cien temeridades y, a su vuelta, arrolla con las angustias y las sospechas: no hay inquietudes, nunca más.

Ella dice sin decir nada. Sugiere no más de ninguna palabra. Suficientes.

Él escucha. Oye sin oír sus nunca pronunciadas pa-labras.

Humo, paréntesis, suspiro.Y de todas la preguntas, aquellas que ni el propio ar-

tista puede responder.

Relato lírico

Fantasía

Sueño de Media NocheCapítulo 2

Lady TurbalinaTwitter: @LadryTurbalina

En la semana que convivieron juntos Edgar descu-brió diferentes facetas de su acompañante. El búho era bastante testarudo y además supersticioso, teniendo un gran respeto hacia unos dioses para Edgar totalmente desconocidos; durante la noche, que era cuando menos peligro había de que alguien los oyera conversar, se con-taban anécdotas y sucesos pasados hasta caer dormidos y así fue como Midnight terminó confiándole que había sido su madre quien le había enseñado el idioma de los humanos ya que ella siempre había defendido la coexis-tencia pacífica de ambas razas, cuando hablaba de ella se podía ver un brillo de orgullo en su mirada y Edgar era capaz de imaginar a aquella mujer como alguien ma-ravilloso que verdaderamente había luchado por algo que nadie se había molestado en considerar importan-te: la unión de los búhos y los humanos. Por su parte Midnight aprendió de Edgar lo que era la tecnología, quedando maravillado ante los extraordinarios retratos que según le había explicado se llamaban “fotografías”, unos retratos que para asombro del búho captaban la imagen situada frente a un aparato, “cámara, plasmán-dolas en una lámina de papel; y también descubrió el insomnio que presentaba Edgar todas las noches, un mal que según el búho no era padecido por ningún miembro de su pueblo.

Edgar todavía se sorprendía al pensar en la pasmosa facilidad con la que había logrado esconder a Midnight, le había estado llevando comida a hurtadillas de Marie y su padre, y le había prestado ropas suyas las cuales le quedaban ridículas. Sus pantalones le estaban cortos y evidentemente las desiguales alas le habían impedido vestirse con camisa, y Midnight se había negado a calzar cualquier tipo de zapatos alegando que eran la cosa más incómoda que había probado.

—Debes marcharte, Midnight.— anunció el mucha-cho.— Éste no es un lugar seguro para ti…

Habían tenido la misma discusión en varias ocasio-nes y en todas ellas la respuesta del joven había sido la misma.

—No.— fue autoritario, pero advirtiendo que su ne-gativa requería algún tipo de explicación continuó.— La brújula te señala a ti y por tanto a mi destino, mi lugar está donde estés tú.

—He encontrado una solución,—Edgar temía ser in-terrumpido por protestas, pero no fue así.— Puedes alo-jarte en el octavo piso ya que se encuentra deshabitado, por supuesto que no te dejaré allí abandonado.

—Más te vale, humano.— arrastró las palabras.Otra vez volvía a utilizar la palabra “humano” de ma-

nera despectiva, a Edgar le entristecía que en tantas oca-siones Midnight se mostrase desconfiado y no se dirigie-ra a él por su nombre pero ya se había resignado a no corregirle, prefería pensar que las cosas irían marchando solas y le cogería más confianza a medida que se fueran conociendo. Era extraño porque en él se había presenta-do un sentimiento contradictorio y en unos momentos se sentían como amigos de toda la vida y luego volvían a ser totales desconocidos.

Toda una hora de aquella mañana la dedicaron a los preparativos para la mudanza de Midnight, en una vie-ja maleta metieron ropa vieja de Edgar, varias toallas y artículos de aseo por si los necesitaba, y unas mantas y sábanas.

—Ese piso es idéntico a este, con la diferencia de que al no utilizarse no hay apenas mobiliario, pero estarás cómodo.— Edgar no estaba tan seguro, pero quería con-vencerle a toda costa.— Yo iría a llevarte comida todos los días y de paso ver cómo te encuentras y si necesitas algo, no estarás solo.

—Estaré solo casi todo el tiempo, lo cual es lo mismo a estar solo.—protestó Midnight.

—Eso no es cierto.— A Edgar se le atragantaban las palabras antes de decirlas, ya que sabía que después de todo llevaba razón.— Estamos separados… pero en el mismo sitio, sólo tengo que subir unos pisos para estar juntos.

—No adornes. La conclusión final es que me quedo solo.

Sin tapujos y directo, así era el búho. Eran tan distin-tos que no les daba tiempo a aburrirse.

El debate continuó mientras se ocupaban de guardar cosas que pudiera necesitar Midnight en su nuevo hogar, pero cuando Edgar intentó levantar la maleta donde ha-bían guardado todo resultó estar demasiado llena.

—Vaya, no puedo con ella.—Se quejó.— hay que qui-tar ropa.

—Déjamelo a mí.— y con un movimiento rápido, Midnight cogió la maleta, que en sus brazos se había convertido en una liviana carga.— La llevo yo, ¿vale?

A simple vista Midnight no parecía fuerte, lo cual era una opinión muy equivocada de él, en realidad era ágil y sus delgados brazos poderosos.

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—¿Puedes bien con ella? Vas a tener que subir varios pisos de escaleras.

—Tranquilo.Y con un gesto despreocupado Misnight puso rumbo

a la puerta, Edgar le siguió aunque no sin antes dedicar-se una última mirada al espejo de pared que se encon-traba en su habitación. El reflejo le devolvió la imagen de un chico rubio, pálido y de aspecto enfermizo, que sin embargo había recuperado algo de peso y color en las mejillas durante la última semana. Era perfectamente consciente de que esa insignificante mejora se la debía a la compañía de su nuevo amigo.

Salieron del cuarto y Edgar se puso por delante de Midnight para indicarle el camino, atravesaron el pa-sillo hacia las escaleras que ascendían sin fin hacia los pisos superiores y ante la perspectiva resopló vencido. Varios pisos por delante se sintió extenuado por la falta de costumbre al esfuerzo físico, en cambio Midnight iba de lo más descansado pero aún así fue evidente que ha-bía aminorado la marcha para ayudar en la medida de lo posible al fatigado muchacho.

—Aquí estarás seguro.— Anunció una vez alcanza-do su destino y recobrando el aliento.— Sólo suben de cuando en cuando a limpiar pero como puedes ver suele ser cada mucho.

El aspecto del octavo piso era deprimente, el polvo se acumulaba a cada rincón y las telarañas campaban a sus anchas, sinceramente a Edgar le daba muchísima pena dejar a Midnight allí.

—Ya veo…— contestó el búho con una mirada gene-ral de asco hacia su alrededor.

—Intenta no encender las luces, —le advirtió señalan-do el interruptor que había accionado al pasar.— Si des-de el exterior mi padre ve las luces estamos perdidos.

—¿Acaso no sabes que los búhos somos nocturnos?— era una pregunta retórica.— Puedo moverme sin proble-mas en la oscuridad.

Fueron repasando habitación por habitación sin en-contrar nada de utilidad, tan sólo cacharros empaque-tados que llevaban abandonados allí esperando a que alguien los requiriera. Finalmente, llegaron al dormito-rio principal, cuyo protagonista era un único mueble: la cama destartalada que estaba extrañamente colocada en el centro de la habitación.

Con resignación Midnight apoyó la maleta a en la pa-red y dedicó una ojeada a su nueva alcoba.

—No me vendría mal que me subieras cubos de agua y unos cuantos trapos.

—Lo siento, debería haber venido yo a limpiar antes de subir aquí.

—No es nada, tú descansa, —Midnight repasó a Ed-gar de arriba abajo, su estado físico le preocupaba.— tó-malo como un pago por todas las molestias que te estoy causando.

Fue a la única ventana que había, y la abrió dejando pasar una suave corriente de aire de lo más agradable.

—Tampoco deberías abrir las ventanas…—Tu padre podría percatarse de que estoy aquí, ¿cier-

to? – Completó la frase.— Sólo serán unos segundos.Dicho esto, juntó las manos por delante de su pecho

y entonó una plegaria hacia el sol de la mañana. De los dioses a los cuales guardaba pleitesía, para Midnight los principales eran sin duda el Sol y la Luna, de hecho to-das las noches y mañanas había pedido permiso a Edgar para dedicar unos minutos a honrarlos a ambos desde la puerta del balcón.

—¿Porqué son tan especiales para ti? Quiero decir, que alguna razón habrá para tu entrega.

Dudó en responder la pregunta, pero aún así se lo ex-plicó de buena gana.

—La luna y el sol representan la unión de los Dio-ses Antiguos con los Nuevos, y la protección que le brindan a los mortales. Te lo explicaré para que lo en-tiendas: hace miles de años los búhos admiraban a sus Dioses tanto como ahora, sin embargo había un búho que destacaba entre todos ellos por el amor incondi-cional que sentía hacia el Sol y esto originó en una sin-gular historia de amor. El búho, que al parecer era una hembra, todos los días se quedaba a ver el amanecer y el anochecer, ya que como nuestra vida transcurre durante la noche eran los dos únicos momentos en los que podía contemplar a su amado. Tal era el amor que sentía, que los Antiguos Dioses le concedieron su deseo de acompañar al sol en el firmamento y la ascendieron como luna convirtiéndose así en el primer Dios Nuevo y velando en la noche por sus antiguos compañeros los mortales.

Fantasía

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—Es una historia preciosa, ¿quiénes son exactamente los Nuevos y los Antiguos?—preguntó Edgar fascinado.

— Los Antiguos Dioses son el Sol, la Vida, la Muerte, y la Naturaleza; estos son los habitan este mundo desde el principio de los tiempos. Los Nuevos Dioses son la Luna, y sus hijas las Estrellas; son las hijas con las que fueron bendecidos el Sol y la Luna por su unión.

—¿Son tus oraciones para todos ellos?—Les dedico mis oraciones a todos menos a la Muer-

te, no quiero que se acuerde de mí.— Sonrió suspicaz.Edgar le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza,

riendo. Le pareció muy ingenioso y se dijo a sí mismo que debería aprender de la actitud inteligente y despreo-cupada de Midnight, el búho la había convertido en su fortaleza.

Ultimaron detalles como las sábanas y mantas de la cama, las cuales estaban mohosas y mugrientas. Para alivio de Edgar cuando las retiraron pudo comprobar que el colchón estaba en perfectas condiciones y que se podía dejar ahí, en cambio las sábanas y mantas pasaron a hacer compañía a uno de los viejos montones de ba-sura acumulados en aquel piso. Acondicionada la cama con las nuevas telas, sin duda tenía un aspecto algo más aceptable.

—Van a notar tu ausencia.—¿Tú crees?—se preocupó Edgar.Midnight estaba en lo cierto así que se puso en mar-

cha para dirigirse a los pisos inferiores.—Espera.— oyó la voz grave a sus espaldas y el mu-

chacho se volvió hacia él antes de tomar las escaleras.— Prométeme una cosa.

—¿Qué? Espero que no sea muy complicado.— bromeó.—Es fácil, prométeme que no vas a irte y dejarme

solo.— El esbelto hombre sacó la brújula que siempre llevaba consigo del bolsillo del pantalón y se la mostró.

—No me puedo negar.— la brújula seguía apuntando hacia él.— Debemos estar juntos, ¿no? Es una promesa entonces.

—Sí.La sonrisa que le regaló Midnight fue sin duda de las

más sinceras que había visto Edgar a lo largo de su vida, ahora le quedaba claro: Midnight había depositado su confianza en él. Ambos sonrieron ignorantes de que se-rían incapaces de mantener la promesa.

De vuelta en el quinto piso, vio la figura de alguien esperándole al pie de las escaleras.

—¿Qué hacías allí arriba? Llevo más de veinte minu-tos buscándote.— La voz del Dr.Ivory, su padre sonó tan severa como habituaba a serlo.

Allí lo encontró, vestido impecablemente con su traje gris y corbata a juego, la camisa que lucía bajo la cha-queta era de un blanco puro que hacía destacar aún más uno de sus rasgos característicos: sus azulados ojos.

—Estaba… llevando unas cosas que ya no necesitaba, ropa vieja y libros.

Se situó frente a su padre mientras este lo examina-ba como si fuera capaz de localizar una mentira al salir de los labios del mentiroso, pero para fortuna de Edgar, esto no era así.

—Se están acumulando cosas allá arriba, debería irle pidiendo a Marie que haga limpieza…— Se interrumpió entonces a sí mismo recordando el asunto que lo había llevado hasta allí y se pasó nervioso la mano por el pelo ya blanco por la edad.— Helen ha llegado, no deberías hacer esperar a tu prometida, es de muy mala educación. Te esperamos en el segundo piso.

Y sin más contemplaciones su padre se encaminó a acompañar a su futura nuera. No hacía falta ser un ge-nio para darse cuenta de que no tenían una relación muy familiar, por lo que a Edgar respectaba su padre había estado más ocupado durante todos los años pasados en su vida laboral que en la familiar, y ahora no era una excepción, puesto que el arreglo matrimonial con Helen iba encaminado a unir las dos prestigiosas familias de médicos de ambos cónyuges.

Edgar no pudo hacer más que suspirar y sopesar qué debería hacer, tras lo cual optó por actuar de la manera más educada posible y ponerse un atuendo adecuado para la ocasión. Le costaba fingir que deseaba ese ma-trimonio, ya que nunca había logrado sentirse cercano a Helen; además, no iba a casarse con ella, lo había so-ñado años atrás en repetidas ocasiones y sabía que sus sueños siempre eran ciertos. Él y Helen nunca serían marido y mujer.

Fantasía

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Fotografía

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Fotografía

Fotógrafa: Mercedes SacedoTwitter: @MLunnaris

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Fotografía

Miriam C. CastilloEl puente

Miriam C. CastilloFlor Morada

Lady TurbalinaElf

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Arte Digital

Lady TurbalinaElf

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Se despertó, pero no se movió. Entre los últimos rastros de la niebla del sueño que, muy a su pesar, iban abandonándola, acudió a su mente aquella frase de una de las canciones de Los Miserables

''Otra vez un día más...'', y suspiró, pensando que en su caso, el drama era literal. Otra vez un día más, otro día más despierta. Odiaba estar despierta desde hacía mucho tiempo. Al menos cuando dormía no se sentía culpable, no se sentía atrapada ni atada en modo algu-no. En sus sueños no era una sombra, no era un despo-jo. Despierta se ahogaba a cada minuto, y se sentía una mala persona.

¿Qué hora era? más de las ocho, seguro, porque sus padres no estaban, aunque no eran aún las once ni las doce, el cielo no brillaba con el fulgor del mediodía. La casa estaba silenciosa ''Y gracias al cielo'', pensó, porque cada vez le gustaba menos estar con sus padres. Al fin y al cabo, si hablaban discutían y ella acababa oyendo palabras hirientes: ''No podemos hablarte por miedo a que contestes mal'' ''Eres una inmadura'' ''Hace tiempo que no te entendemos'' o la que más le dolía ''Tú antes no eras así''... y cuando no hablaban podía sentir su do-lor, su preocupación, su sentimiento de fracaso paterno,

sus miradas decepcionadas... no, sus padres no tenían la culpa, pobrecitos, pero desde luego en aquel momento prefería no tenerlos delante.

De repente, un ráfaga de viento frío se coló por su ventana, y pudo oír, pudo oler y pudo sentir cómo co-menzaba a llover. Algo parecido a una sonrisa de muñe-ca triste asomó brevemente a su rostro, y logró mover su esquelético y pálido cuerpo enfundado en un sencillo ca-misón de tirantas blanco con lunaritos celestes, antaño algo más voluptuoso, hasta la esquina de su cama junto a la ventana. Se espabiló un poco y se sentó a mirar la lluvia.

¿Por qué amaba tanto la lluvia? no podía explicarlo, pero le pasaba desde pequeña, desde siempre. Era algo que vivía en ella. La lluvia la hacía sentirse pura, limpia, viva. Cuando llovía siempre estaba feliz. Cuántas veces había oído aquello de ''La lluvia es para personas de-primentes y tristes. La gente a la que le gusta la lluvia es rarita'' Y cuántas veces había respondido ''La lluvia no es triste. Es romántica''.

Pero eso era antes. Ahora, simplemente, su querida lluvia la refrescaba un poco, la calmaba, pero no solu-cionaba lo que le pasaba desde hacía un año. Nadie lo solucionaba. Los médicos y sus tratamientos suaves eran un consuelo, ella esperaba algún efecto, esperaba poder dejar de ahogarse, poder volver a salir a la calle sin tener miedo, poder oír palabras de gente extraña sin que se le clavaran en el alma como cuchillos, poder volver a hacer

Ojos DesteñidosNoelia Fernández

Ficción

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felices a sus amigos y no decepcionarles, poder volver a sentir que su familia estaba orgullosa de ella...y poder dejar de llorar.

¿Cuánto había llorado en el último año? ¿Era aquello normal? no, claro que no lo era, ni mucho menos. Era patético. Y cómo le dolía cuando su abuela le decía que en la flor de la vida no se llora, que hay que sonreír, porque las lágrimas destrozan la belleza, y ella era tan guapa...

Dudaba de haberlo sido alguna vez, pero desde luego ya no lo era. Tan bajita, tan pálida, siempre tan delgada con las costillas marcadas, con esos ojos tan grandes, cada vez más empañados, cada vez de un marrón más oscuro y enmarcados por ojeras, ese pelo, largo pero sin brillo, sin vida y con las puntas descuidadas y mal peinado, ya que apenas salía de casa, aquellos brazos débiles, aquellas piernas delgaduchas que apenas la sostenían, su pecho y su cintura, que un día fueron bo-nitos y bien marcados, ahora apenas sí se esbozaban en su cuerpo, y la piel, aunque limpia, llena de pequeñas ronchitas y de un color horrible por estar encerrada... menuda pinta debía tener... ¿Qué vería si se miraba al espejo?

¿Cuánto hacía que no se miraba al espejo? meses, es-taba segura. Desde que se había despreciado a sí mis-ma, desde que sus defectos se habían llevado la luz de su alma y la habían dejado ahogándose en la oscuridad convirtiéndola en una especie de sombra de la chica que

era, no se miraba al espejo. Y entonces pensó algo... si se miraba al espejo, ¿Acaso no era eso una buena señal? tal vez, viera lo que viera, el mero hecho de mirarse al espejo significaba que se aceptaba de nuevo aunque sólo fuese un poquito. Tal vez los médicos dirían que era una señal positiva. Tal vez sus padres se alegrarían un poqui-to. Tal vez, si se miraba al espejo, podría practicar cómo sonreír de nuevo.

Echando un último vistazo a su ligera y amada llu-via para que le diera valor, se levantó lentamente de la cama y salió de su cuarto. Levitó descalza, porque ya apenas andaba, ya que se había convertido casi en un fantasma, y atravesó el pasillo hasta llegar a la puerta del baño. La empujó suavemente y entró.

Allí estaba el gran espejo. Casi estaba emociona-da. Iba a verse por fin, tras tantos meses. Seguro que podía animarse a sí misma, a su reflejo. Se colocó delante del cristal con los ojos cerrados, y cuando estuvo segura de que se vería de pies a cabeza, los abrió expresivamente, casi como cuando era feliz, casi como cuando brillaba.

Sin embargo, en cuanto se vio no puedo evitar dar un grito. Cayó de rodillas al suelo y lloró amarga y aparatosamente. Y es que se había asustado. Pero lo que la había asustado no era su cuerpo enfermo, ni su pelo sin vida, ni sus sonrisa deshilachada, ni su delga-dez, ni su debilidad física. Lo que la había asustado era su alma, el alma que se ve siempre a través de los ojos. Y es que sus ojos ya no estaban igual. Ya no eran marrones y cálidos. Eran transparentes, vacíos.

Cuando la muchacha de los ojos marrones se miró al espejo, descubrió que se le habían desteñido de tan-to llorar.

Ficción

Podéis visitar el blog de Noelia aquí:

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—...y cuando pensaba que esta-ba a salvo… ¡ZAS! El extraterrestre atacó y nunca se volvió a saber nada más de ellos.

Los jóvenes se miraron inquie-tos durante unos segundos, hasta que uno de ellos soltó una risotada. Pronto todos empezaron a comentar sus momentos preferidos del último cuento, sentados en círculo alrede-dor de la fogata. Alguien que hubiese pasado por la carretera que cruzaba el bosque, recta y sombría bajo las densas copas de los árboles, quizás hubiese alcanzado a oír el grito que había soltado uno de ellos como un eco lejano. Pero estaban demasiado lejos de cualquier lugar habitado o de tránsito como para que alguien les descubriese.

—Pues tampoco ha sido para tanto, la verdad.— El chico cambió su postura, intentando infructuo-samente acomodarse sobre el leño que le servía de asiento. —No sé, las historias de alienígenas me parecen demasiado absurdas.

—Tú has contado una mamarra-chada de hombres lobo, no me ven-gas con esas.

La muchacha que acababa de hablar se levantó y se estiró, ir-guiéndose sobre la punta de sus pies mientras arqueaba la espalda y crujía las vértebras. La historia le había ensimismado, y aunque no le había parecido tan terrorífica como la anterior sí que le había puesto de punta el vello de la nuca en un par de ocasiones.

—Yo quiero contar una histo-ria…

A todos les sorprendió un poco que él hablase. Había sido idea suya ir de camping, e incluso les había guiado a ese claro. Pero llevaba toda la noche abstraído, sólo medio escu-chando las narraciones de sus ami-gos, y no era la clase de persona que se imaginasen contando cuentos. Siempre tan reservado, pero última-mente parecía más sociable.

—¿Tú quieres contar un cuento? ¿De terror?

—¡No! Bueno, mas o menos. No de miedo. No del todo. Es… una his-toria y quiero contarla.

Los componentes del círculo se miraron entre ellos, y nadie puso ninguna objeción. El joven se acercó al fuego, y el olor a hollín y made-ra quemada inundaron su olfato. El calor en su cara contrastaba con la brisa que soplaba entre la arboleda que les rodeaba. No tenían mucha protección contra el fresco de la no-che. Se habían situado sobre una pe-queña colina, así que el aire lograba adentrarse a su campamento. Cerró los ojos, inspiró profundamente de-jando luego escapar un suspiro, y comenzó su narración.

***

—Como todas las buenas his-torias, ésta empieza hace mucho tiempo. Mucho, mucho, muchí-simo tiempo, y muy lejos de aquí. En otro mundo, perdido entre las estrellas. Allí había florecido una

civilización, con sus guerras y sus periodos de paz, sus épocas dora-das y sus edades oscuras. Pero ha-bían conseguido, en el apogeo de su esplendor, desarrollar naves que podrían viajar entre las estrellas. Les llevó muchos años construir los primeros prototipos, en un esfuerzo conjunto entre las naciones más po-derosas del sistema planetario en el cual vivían. La promesa de expan-dirse por la galaxia sobrepasaba con creces cualquier precio de tan colosal empresa, y por fin lograron acabar una pequeña nave no tripu-lada. La misión fué un éxito, y en pocos días efectuó un viaje de ida y vuelta a una estrella cercana, un viaje que por medios normales les habría llevado siglos. Durante el trayecto recogía del polvo sideral los materiales necesarios para re-pararse y el combustible para pro-longar su viaje si fuese necesario. Más allá de la capacidad de viajar por el espacio, las nuevas tecnolo-gías desarrolladas harían posible la utopía. Energía casi ilimitada, más recursos de los que jamás lograrían consumir, riquezas sin fin para to-dos. Inmediatamente se empezaron a construir más naves. Todavía pe-queñas, para unos pocos pasajeros. Servirían como exploradores para

Ficciónun lugar llamado hogar

antonio Ríos

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buscar nuevos mundos que colo-nizar, y abrirían las puertas de una nueva era.

Pero era todo un sueño, y por desgracia no tardó en convertir-se en pesadilla. Sin previo aviso la estrella de su sistema murió, y sus estertores finales condenaron al ol-vido a la misma civilización a la que durante tanto tiempo había dado cobijo. Al menos una de las naves exploradoras logró escapar a tiem-po del cataclismo. ¿Pero cómo saber si había habido más supervivientes? Sin medios todavía para comuni-carse a las distancias a las que po-dían viajar, sin poder aproximarse a donde habían vivido toda su vida, durante años los viajeros de la nave intentaron sin éxito contactar con otros de su especie. El horror y la desesperanza se apoderaron de sus corazones, sabiendo que serían los únicos testigos de la muerta gloria de sus mundos. Uno de ellos deci-dió que, ya que su cuerpo no podría perdurar en el tiempo más allá de un par de siglos, con la tecnología de la nave transferiría su mente a un nuevo cuerpo, creado expresamen-te para soportar inmutable el paso del tiempo. Por desgracia, nadie más estaba dispuesto a renunciar a su

identidad, su humanidad diríamos. Uno a uno, por apatía, edad, enfer-medad o suicidio, sus acompañantes murieron.

Solo, sin compañía ni sueños ni futuro, vagó entre las estrellas. Vi-sitó mundos de inimaginable belle-za, sistemas planetarios que orbita-ban agujeros negros, nebulosas de diamantes y estrellas apagadas que viajaban por la nada que hay entre soles a velocidades próximas a la de la luz. Pero durante eras, estuvo solo. ¿Qué sentido tienen las mara-villas del universo si no puedes com-partirlas? Porque había un milagro que, fuese a donde fuese, no lograba encontrar: la vida.

La fortuna, sin embargo, es ca-prichosa. Y en una estrella en los márgenes de la galaxia, sobre un pedazo de roca que no tenía mucha superficie habitable, encontró a una especie que luchaba por sobrevivir. Acababan de dar sus primeros pa-sos más allá de su atmósfera, cria-turas débiles y de cortas vidas. De-masiado ocupadas en sus pequeños universos personales como para

atreverse a afrontar la vertiginosa inmensidad del universo. Allí espe-ró, mientras la pequeña roca daba vueltas y vueltas alrededor de su astro, para emerger en el momen-to oportuno. Con la tecnología de su especie creó para sí un cuerpo que le permitiese andar sin levan-tar sospechas entre quienes para él eran alienígenas. Y así, un buen día, abandonó la seguridad de su nave para caminar de nuevo entre otros seres vivos. Nunca volvería a ver a sus antiguos amigos, ni a disfru-tar del esplendor y la cultura de su especie. Pero por fin, tras eones de peregrinaje, no estaba solo.

***

Durante unos minutos sólo se oían los ruidos de la noche, pero sus compañeros pronto rompieron el si-lencio. Unos alabando la historia, en parte por el alivio de tener un des-canso de historias de miedo. Otros, animados por el cuento, empezaron a enumerar teorías de cómo habría sido originalmente el alienígena, si vendría en son de paz, si en realidad pretendría devorarles a todos.

El joven no dijo nada más esa no-che, pero hasta que amaneció tuvo una sonrisa en los labios, y su mano no dejó de acariciar el duro y liso le-cho de piedra sobre el que estaban.

Ficción

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Poesía

A Marwan

He perdido el billete para

viajar al universo de tus pestañas.

Pero no tengo miedo.

Te esperaré aquí,

muriendo,

tejiendo sola mis telarañas.

Sé que el tiempo es una araña,

trepa por mis entrañas,

no tiene piedad y no me engaña,

lo único gratuito es el silencio.

Porque todo tiene un precio,

por ejemplo,

escalar en tu espalda.

Por ejemplo,

sentirme a salvo en tu mirada.

Mientras tú no salvas nada.

Tan sólo repartes propaganda,

salvavidas de papel,

así llamo yo a tus cartas.

Dinamita del ayer,

tus palabras sobre mi almohada.

Porque sólo me siento libre cuando duermo,

no cuando sueño.

No puede ser lo mismo,

si mientras uno me rescata,

otro me está hundiendo.

Si al cerrar los ojos,

puedo sentir que estoy volando.

Sin la necesidad de saber que voy a caer,

que mis alas son los restos de tus abrazos.

Que en el fondo del abismo,

hay un vacío que me está esperando.

Y tal vez no seas tú.

Es tu espejismo.

La esencia de tu presencia,

que sobrevive a mi memoria.

Que decide no morir,

el ancla del barco que lleva tu nombre.

Por eso me veo así,

tejiendo este soliloquio en verso.

Dedicándote el humo de aquel tren que silbó,

la lágrima de esa chica que nunca pudo

decir adiós.

autora: Irina García

A Andrés Suárez

Tengo miedo de quererte

y que arañes, corazón.

Tengo miedo a tus silencios.

Tengo miedo a tus batallas,

en mi cama y sin amor.

Contigo el frío es adentro.

Y temo al ritmo de tus pasos

cuando miro hacia atrás.

Se ve un camino lejos.

No hay noche sin tregua,

yo duermo en la trinchera

y tu boca es el fusil.

Me vas matando lento.

No hay mañanas que me sepan

a café,

no tengo tu piel en la despensa.

Si me miras puedes ver,

que me estoy calando de tu

ausencia.

Cuando bailas en pasado,

yo dibujo un futuro entre

las piernas del presente.

Aunque el tiempo se me escape,

aunque eres flor y no germinas.

Siendo tu espalda el campo de batalla,

siempre lleno de minas.

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Poesíaautor: Eduardo “Korvinian”

Estos poemas continúan con la numeración de los que publicamos en el Número 1.

VIPerlado broche son los labioscon que sellas mil palabras de pasión.Con que acallas la voz del alma,el suspiro que alimenta mi razón.Pues es poesía el deseo,es poesía nuestro amor,es poesía el ser perfectoque formamos tú y yo.

VIIAlzado al triunfo,presenta el respetoáureo del mundode quien es reflejo.

Humildad,[Yo renuncio]al abrazo perfecto…Vanidad,¿es este el precio?

Herida y susurro,rechazo secreto,cristalino y puroamor verdadero…

VIIIAhogas todos tus deseos,la siempre frágil esperanza,y férreas cadenas de hielosometen a fuego tu alma.

Mi escudo quiebra ese destierrofirmando a pluma mi palabra.Juré romper todo desvelocon tinta por sangre pactada.

IXLos más hermosos versos trazanel latir de tu amor,las más bellas miradas reflejanla pasión de tu interior.

XEscucha la caricia de mi vozbesar tu piel con susurros de amor.

XISuaves suspiros que trazan anhelossobre un lienzo forjado en acero.Y al amparo de un eterno luceroyace por siempre su encierro...

XIISoñando, duermo…Susurro, un beso.Espero y pienso,anhelo… y despierto.

XIIICuando todo acabe,tiempo del mundo extinto.Cuando ya nada quede,víctima y presa el destino.

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Bajo TierraAdrián Moreno Castro

Cualquier ser humano que haya caminado por la Tierra, sea quien sea, tiene miedo a

algo. El terror es algo común en el hombre, y puede comprender hasta las cosas más nimias. Y es que el mie-do no entiende de razonamientos ni de análisis en frío, ya que se trata de uno de los sentimientos más fuertes y puros que se puede experimentar.

Como ser humano racional, Tho-mas también le tenía miedo a algo. Sin embargo, su terror iba acompa-ñado de un factor poco habitual, y era que la posibilidad de que su ma-yor miedo se convirtiera en realidad le acompañaba en su día a día como una pesada losa en su espalda. No dependía de él, lógicamente, y era consciente de haber tomado toda clase de medidas en su entorno, pre-cauciones destinadas a evitar que el mayor de sus temores le alcanzara. Lo sentía como una sombra que le observaba diariamente, paciente, es-perando a que cometiera el error de sentirse tranquilo y relajado. “Nun-

ca va a pasar”, pensaría, olvidaría el terror y viviría su vida tranquilo. Y sería en ese momento en el que la sombra le alcanzara.

El problema principal era que su miedo básico no era algo figurado o irreal que viviera dentro de su men-te. Vivía en su cuerpo, latente, y no sabía cuándo esa bomba podía esta-llar.

El ataque que inició todo sucedió hace tiempo, siendo él un niño de apenas nueve años. Siempre había sido uno de esos críos que nunca se despegaban de sus padres, que necesitaba saber que estaban cerca para sentirse tranquilo. Probable-mente el enterarse de su próxima separación provocara todo aquel terror en él. Fue una experiencia que le marcó de por vida. Un día, sin más, se despertó allí. Recordaba el sonido de su respiración entre-cortada, retumbando en el peque-ño espacio en el que se encontraba. La voz de su madre, quebrada por el dolor, balbuceando frases entre sollozos. A su padre hablando con otras personas, con aquella voz se-ria y neutra, casi sin vida, muy poco habitual en él. Al salir del trance en que se había sumido, gritó y golpeó la madera de a su alrededor has-ta que le sacaron de allí. Su caso fue muy sonado en la prensa local, aunque al final todo había termina-do en un susto.

“Un caso aislado de catalepsia,

probablemente provocado por un shock emocional extremo”, dijeron los médicos.

***

Cuando abrió los ojos, Thomas tardó unos instantes en entender que su peor pesadilla se había hecho realidad.

No recordaba cuando había suce-dido. ¿No se había ido a dormir en su modesto apartamento de soltero, como siempre, sin ningún síntoma previo? ¿Ningún aviso de su cuerpo de lo que estaba por venir? Puede que le hubiera sucedido en plena calle, como siempre había temido, y que él no lo recordara. Su mente estaba completamente bloqueada y era incapaz de visualizar ni el cómo ni el por qué. Solo repetía en ciclo cerrado una única frase.

“Te han enterrado vivo”.La primera vez se había desper-

tado en su tanatorio, pero esa vez no había llegado ni a escuchar su funeral. ¿Cuántos días había estado así? Un fuerte olor a tierra húme-da inundaba sus fosas nasales, y no podía ver u oír nada. Solo sentía la presión de la oscuridad, asfixiándole y robándole el poco oxígeno que de-bía quedarle. Sentía el impulso casi obsesivo de incorporarse, doblar las rodillas y los codos, pero apenas po-día girar la cabeza hacia los lados.

Cuando fue consciente plenamen-te de su condición, sufrió un ataque de pánico. ¡Estaba vivo! ¡Le habían metido en un ataúd y le habían se-pultado! ¿Cómo alguien podía ser

Terror

21

tan estúpido de no ver que no estaba muerto? ¿Por qué le había vuelto a pasar aquello? El terror se apoderó de él. Empezó a gritar con la escasa fuerza de sus pulmones, arañando la madera sobre su cabeza hasta que sus uñas se partieron tratando de rascar la superficie.

Thomas estaba sumido en un tor-bellino de dolor y desesperación. ¿Qué podía hacer? ¿Iba a morir allí, enterrado por error? Por más que se lo preguntaba, no entendía cómo po-día haber pasado. Sus médicos eran conscientes de su pasado clínico. Sus amigos más cercanos conocían su trauma. Sus padres ya no estaban, pero había familiares que recorda-ban aquella historia. No era posible que, en esas condiciones, le hubieran dado por muerto sin hacerle pasar por varias pruebas.

Sin embargo, allí estaba, atrapado por la oscuridad. Sentía el cuerpo casi dormido, como si hubiera co-rrido durante horas. La necesidad de moverse se hacía cada vez más im-periosa, y volvió a gritar con todas sus fuerzas. Notaba sus pulsaciones aceleradas, como si el corazón fue-ra a salírsele del pecho en cualquier momento.

Apoyó los dedos doloridos sobre la madera, notando los arañazos

que había hecho. Trató de golpear la madera con toda la fuerza que era capaz, pero sin apenas poder mover el brazo, no causó demasiado daño en la superficie.

Thomas se quedaba sin opciones y sin tiempo. Su respiración era cada vez más acelerada y su corazón la-tía a un ritmo imposible. Necesitaba salir de ahí. Ya. No podía estar en-cerrado en aquella caja ni un segun-do más, rodeado de la más absoluta negrura, sintiendo como cada inspi-ración era más débil que la anterior y como aquel horrible olor a tierra húmeda le recordaba la cantidad de cadáveres que debían rodear su tumba.

“¡Necesito salir!”.Inspiró. Expiró. “Necesito salir”.Inspiró. Expiró.“Necesito…”Inspiró.“…”Expiró.

El jefe de policía vigilaba la operación e informaba a los vecinos mientras los enferme-ros bajaban el cuerpo en una camilla, tras haberlo metido en una bolsa para cadáveres. Le costaba creer lo que estaba viendo. Una vez más, pregun-tó al médico que rellenaba el papeleo a su lado.

─Y dice que murió… ¿de miedo?

El médico suspiró. Aquella era la tercera vez que le hacía la misma pregunta.

─Yo no he dicho eso. Aún es pronto para saberlo con segu-ridad, pero el examen preli-minar indica que sufrió una actividad cardíaca poco fre-cuente durante la noche, pro-bablemente mientras dormía. Me arriesgaría a decir que se trata de un caso de muerte súbita, aunque aún hay que hacer muchas pruebas. Son cosas que pasan.

El policía seguía sin parecer convencido.

─Pero la expresión de su rostro… No parecía que sim-plemente hubiera muerto de golpe.

El médico no respondió. Él solo había ido a realizar la primera revisión, y es cierto que algo muy perturbador de-bía haberle sucedido a aquel hombre para que sufriera una muerte así.

Se encogió de hombros. No era su problema.

Terror

22

El Monstruo no sabía contar. Tam-poco leer, ni mucho menos escribir. Por no saber, ni siquiera sabía hablar. De su garganta sólo salían gorgoteos inin-teligibles pero que, a sus oídos, expre-saban sus sentimientos con meridiana claridad: felicidad, diversión, hambre, miedo, tristeza, aburrimiento.

Soledad. Conocía el Castillo como la palma

de su mano. Lo había recorrido infini-tas veces desde que tenía uso de con-ciencia y así había llegado a memorizar todos sus pasadizos, sus recovecos, sus salas, sus mazmorras, sus torres. Sabía dónde descansaban los animales. Sabía dónde podía encontrar alguna rata que llevarse a la boca. Sabía en qué luga-res podía aprovisionarse de agua si no quería acercarse al lago que rodeaba el Castillo. Conocía también los sitios a los que no había que acercarse, como esa torre que de un día para otro se derrumbó, poco después de que ente-rrara a una las chicas de cabello dora-do y ojos azules. El Monstruo se llevó un buen susto cuando se despertó por aquel rugido y creyó que el mundo se le venía encima. Durante muchas lunas no se atrevió a acercarse y durante to-davía más tiempo temió que su propio santuario se viniera abajo.

Su habitación, su refugio, estaba en la torre más alta. Fue allí donde desper-tó y se dio cuenta de que estaba solo. Tenía comida, agua y ropa, lo necesa-rio para sobrevivir sin que tuviera que salir de su pequeño dormitorio. Pero, al final, terminó por acabarse. Así que un día, empujado por el hambre, tuvo que bajar a través de esa terrible es-calera, estrecha y oscura. Al principio odió los interminables escalones por los que siempre se caía, por donde las ratas le perseguían y por los que le re-sultaba tan difícil trepar. Pero cuando sus ojos se desarrollaron, sus garras crecieron y sus patas se volvieron más fuertes, recorrer las escaleras se convir-tió en un juego. Y cazar a las ratas, en una necesidad. Sobre todo cuando era pequeño, pues los demás animales eran demasiado grandes para él y mucho

más rápidos; pronto aprendió que no tenía sentido intentar comérselos. En vez de ello, se dedicó a observarlos y así aprendió a distinguir las setas co-mestibles de las venenosas, a trepar a los árboles y comer sus frutos, a beber del pequeño riachuelo que se colaba a través de las murallas… Aburrido y de-seoso de compañía, se esforzó por esta-blecer un pacto con ellos; a cambio de algo de comida, consiguió que se deja-ran acariciar. Después, permitieron que se acercaran a sus crías. Con el tiempo se convirtió en un miembro más de la comunidad y, cuando algún animal mo-ría, el Monstruo se llevaba su cadáver y se alimentaba de él, agradecido por la rica y jugosa carne.

Pero, aunque le gustaba estar con los animales, el Monstruo prefería su san-tuario. Allí había acumulado todas las cosas curiosas que había encontrado a lo largo del Castillo; desconocía sus nombres y, en la mayoría de los casos, su uso. No entendía para qué servía un libro, si bien sus dibujos siempre lo cau-tivaban y podía pasarse horas pasando las páginas y admirando las bellas ilus-traciones. Una mesa se convirtió en una casita secreta bajo la que esconderse cuando había tormenta. Los armarios que consiguió subir con inmenso es-fuerzo hasta el dormitorio le permitían trepar por las paredes y cazar arañas, aunque pronto dejó de necesitarlos, ya que aprendió a deslizarse por las pare-des del Castillo clavando las garras en los huecos. Con las patas de las sillas golpeaba las paredes y las demás made-ras, hasta lograr una suerte de música y con los fragmentos de espejo jugaba con los reflejos de las luces.

Al principio llevaba unas ropas que lo protegían del frío. Pero luego su piel negra y coriácea le proporcionó la pro-tección necesaria y, además, la ropa em-pezó a pudrirse. Con todo, le gustaba imitar las ilustraciones de los libros y

ponerse ropa vieja y carcomida por las termitas. El Monstruo se detenía fren-te los espejos y mostraba los colmillos, divertido. No se parecía en nada a los dibujos. No con esos ojos azules como el hielo y las pupilas afiladas. No con la piel escamada y negra, sin cabello y con ese cuerpo que se asemejaba más al de un animal que al de un humano, si bien podía ponerse sobre las dos patas traseras sin problemas. Aun así, juga-ba a ser como la gente de los dibujos, por mucho que no entendiera lo que hacían o decían. Luego recordaba en que en esas imágenes siempre solían aparecer varias personas y se deprimía, arrancándose la ropa y haciéndose un ovillo en algún rincón. Así hasta que el aburrimiento se volvía insoportable y volvía a repetir el juego. Imitaba los estrambóticos peinados y afilaba palos para imitar las espadas. Recorría los largos y polvorientos pasillos emitien-do un rugido que, para él, era una risa. Cada día buscaba nuevos libros hasta que se aprendió todas las imágenes de memoria y sabía exactamente dónde tenía que buscar.

Sólo había un libro que odiaba. Era en el que salía una criatura de

alas traslúcidas, como de los de los insectos. Aparecía rodeada de luz y el Monstruo intuía que se debía a que era bondadosa y buena. Pero a él le provo-caba miedo y rechazo. Había algo en esa luz que no soportaba, porque sabía que haría daño y que… provocaría co-sas malas. Muy malas. Cada vez que pensaba en la criatura, escuchaba un lamento insoportable en su cabeza que estuvo a punto de volverlo loco. No pudo volver a conciliar el sueño hasta que arrojó el libro al lago y lo vio hun-dirse entre las aguas.

Sin embargo, más que los libros, su mayor tesoro era el gran retrato que había encontrado en el vestíbulo. Al Monstruo le gustó tanto que se lo llevó a su santuario y lo apoyó contra una pared. Muchas veces, antes de dormir-se, se quedaba mirándolo largo rato. Por algún motivo, se sentía feliz cuan-do miraba las caras representadas en el lienzo... Aunque le recordaban que estaba dolorosamente solo.

Y eso pensó hasta que conoció por primera vez el Frío.

El MonstruoSuzume Mizuno

Cuento

23

El Monstruo se dio cuenta una ma-ñana, cuando se despertó tiritando en la cama. Al recorrer los pasillos se encontró con que estaban cubiertos de escarcha y que las mismas paredes parecían des-prender frío. Todos los animales que no fueron cogidos desprevenidos huyeron y las plantas se marchitaron y murieron. Poco más el sol comenzó a debilitarse y las noches a volverse más largas. Dejó de llover, el lago se congeló y por la lla-nura se extendieron unos dedos grises que arrebataron a todo su color y su vida, perdiéndose en el horizonte.

El Monstruo se asustó porque no podía salir por culpa de las murallas: había unas piedras con runas grabadas que se encendían si se acercaba dema-siado. Y quemaban de una forma ho-rrible.

Estaba encerrado con el Frío. No te-nía manera de escapar.

Y comprendió que si no moría con-gelado, lo haría de hambre.

Fue entonces cuando llegó la primera niña de cabellos dorados y ojos azules. El Monstruo aprendió varias cosas:

Que existía gente como la de las ilus-traciones.

Que había vida más allá de las mu-rallas.

Y que las niñas llegaban muertas. La primera vez, el Monstruo tra-

tó de acercarse a las puertas, siempre abiertas, de las murallas pues había escuchado algo extraño. El Castillo estaba rodeado por un amplio lago y sólo se podía acceder a él a través de un puente que unía ambas orillas, por lo que no había muchos lugares donde buscar: cuando llegó, se encontró con que un carromato protegido por va-rios hombres montados en caballos se aproximaba.

Cuando le vieron, le dispararon fle-chas. Una se le clavó en una mano y el Monstruo, despavorido, huyó a refu-giarse en su torre.

Desde allí oyó voces. Sonidos. Un so-llozo y un chillido.

Luego, silencio. Se lamió la herida y se quedó ahí

encogido hasta que salió el triste sol. Sólo cuando hubo comprobado desde las ventanas de su torre que no había

nadie, se atrevió a bajar de nuevo. Entre las puertas de la muralla y la

gran entrada del Castillo, que se ha-bía quedado atrancada por el paso del tiempo y no se podía cerrar, había un pequeño jardín donde crecían los árbo-les y las flores. Pero ahora todos estaba muerto.

Incluida la niña. En realidad el Monstruo no la vio de

buenas a primeras, sino que se encontró un pequeño túmulo despejado de hojas que antes no existía. Excavó, curioso, oliendo algo fresco, y la encontró.

La habían dejado boca arriba, con las manos cruzadas sobre el pecho y una sonrisa roja en el cuello. El Mons-truo, asombrado, le acarició los rubios cabellos, la piel suave y esponjosa, ex-cepto alrededor de los ojos, donde se había vuelto oscura y escamosa. Pasó las garras sobre el sedoso vestido azul. Le abrió los débiles párpados y se que-dó fascinado al ver que eran azules y que tenían la pupila afilada, como la de él. No le resultó extraño, por supues-to. Levantó los labios y halló unos col-millos diminutos y la lengua partida. ¡Como él! Era fascinante, tenían tantas cosas en común…

Lo que no acertaba a comprender era el motivo por el que el resto de su cuerpo era tan rosado y blandito. ¡De-bía ser muy incómodo!

Y como jamás había visto nada igual, se quedó examinándola hasta que se hizo de noche. No entendía por qué estaba allí, ni porqué estaba muer-ta, ni a dónde habían ido los hombres. Pero el caso fue que la volvió a cubrir de tierra.

Pocas lunas después, el sol volvió a brillar con fuerza y, más tarde, cayeron las primeras gotas.

El Monstruo relacionó inmediata-mente esto con la niña de cabellos do-rados. ¡Dorados como el sol! Agradeci-do porque se hubiera marchado el Frío, plató un árbol sobre su tumba que creció y le dio muchas sabrosas frutas. Lo había doblado dos veces en altura cuando volvió a venir el Frío. Y con él, los hombres y una nueva niña muerta.

El Monstruo aprendió a guardar co-mida y agua, pues el Frío la congelaba hasta que incluso si intentaba lamerla

se le pegaba la lengua. A veces se pre-guntaba qué pasaría si no llegaba nin-guna niña y se asustaba un poco. Para conjurar ese miedo aprendió a preparar los fosos, preguntándose si eso gustaría a los hombres. Debió ser así, porque las niñas aparecían en el fondo de sus tum-bas. El Monstruo las cubría de tierra y plantaba un árbol.

Así una y otra vez, hasta que hubo que hacer una nueva hilera.

En una ocasión, el Monstruo bajó de su torre sin esperar a que saliera el sol, porque sabía que los hombres siem-pre se marchaban de inmediato y a él le gustaba memorizar los rasgos de las niñas antes de que se pusieran azula-das. Unas estaban más gorditas, otras eran más bonitas, más altas o más ba-jas. Pero todas tenían cabello dorado, ojos azules, pupilas de gato y lenguas bífidas.

También compartía aquellos rasgos la niña que halló ese día y que, sorpren-dentemente, estaba viva. Al parecer la habían tirado al foso sin realizar bien el corte. El Monstruo se asomó, curioso, al escucharla resoplar y llorar. La niña puso a chillar al verle, extendiendo una mano en actitud defensiva, mientras con la otra se cubría la garganta donde el cuchillo había mordido la piel. Gritó con voz estertórea, rota:

—¡No me mates!Fue lo único que dijo antes de que se

desplomara, muerta. El Monstruo, con esas palabras resonando en su cabeza una y otra vez, a pesar de que no las había entendido, la cubrió de tierra y le plantó un árbol, preguntándose si no ha-bría algo malo en que siempre aparecie-ran chicas muertas. Se quedó mirando largas horas el retrato, meditando sobre las figuras que se representaban en él.

¿Por qué podían cruzar la muralla y él no?

¿Por qué traían chicas para morir?¿Por qué le disparaban flechas?Y se le ocurrió que, si lo intentaba,

podía comunicarse con ellas. Al fin y al cabo, lo hacía con los animales. ¿Por qué no con las niñas?

Ante el advenimiento del Frío, es-peró días y días escondido cerca de la muralla para asustar a los hombres an-tes de que mataran a la siguiente chica, pero aun así le clavaron el puñal y el Monstruo tuvo que arrastrarla hasta su tumba, dejando un pequeño rastro de sangre. A partir de entonces las empe-zaron a matar al otro lado del puente.

Cuento

24

Era tan injusto… Sin embargo no podía hacer nada por evitarlo, por lo que intentó acostumbrarse y seguir como lo había hecho siempre.

Llevaba desde que tenía uso de con-ciencia en el Castillo. Lo conocía todo. No había nada nuevo en su vida. Nada cambiaba.

Y el tiempo continuó fluyendo. Hasta que llegó esa niña. El Monstruo, que estaba vagando

por el amplio vestíbulo del Castillo, escuchó los gritos. Atraído por los mis-mos, se aproximó a la puerta, sorpren-dido porque duraran tanto. De pronto una sombra se perfiló contra la entrada y escuchó unos jadeos. Al cabo de unos instantes se encontró cara a cara con una niña.

La chiquilla se quedó mirándole con los inmensos ojos azules abiertos como platos. Y entonces chilló.

El Monstruo retrocedió, sorprendi-do, abriéndole una vía de escape. La muchacha salió disparada escaleras arriba. Tras asomarse por la puerta y comprobar que los hombres se estaban marchando, el corazón le dio un alegre vuelco. ¡Algo diferente!

Fue tras ella lo más rápido que pudo: la chica era lenta, corría sobre dos pier-nas, no conocía el Castillo y se trope-zaba a menudo. Cada vez que veía que estaba siendo perseguida soltaba un sollozo y aceleraba el ritmo, pero se notaba que no estaba acostumbrada a correr. Cuando el Monstruo trató de hablar con ella descubrió que sus gru-ñidos y sonidos guturales sólo servían para aterrorizarla. Al menos se divirtió persiguiéndola, excepto cuando la niña subió hacia su torre. En ese momento el Monstruo se asustó. ¡Ese era su santua-rio! ¡No podía tocarlo!

Aun así, tenía tantas, tantas ganas de comunicarse con ella que se obligó a calmarse. En vez de subir por las es-caleras, trepó ágilmente por el exterior y cuando llegó a su propia ventana se asomó y aguardó con el corazón revo-loteándole en el pecho como el batir de alas de un pajarillo.

La niña entró jadeando, y farfulló algo al ver que no había puerta: había desaparecido hacía mucho, destruida por el paso de las lunas. Aun así puso

en el vano todo lo que encontró; si-llas, mesas, telas polvorientas, y restos de mil y un objetos. Luego retrocedió hasta darse un golpe contra una pared. Allí se encogió, se abrazó las rodillas y comenzó a llorar.

Hubo de transcurrir gran parte de la noche hasta que la chica se recuperó y, algo más calmada, aprovechando la luz de la luna, examinó la habitación, tosiendo cada vez que se levantaba una cortina de polvo a su paso. Cotilleó los libros, arrugó la nariz ante la ropa des-trozada y la apestosa y vencida cama, y se detuvo delante del gran cuadro.

—¿Este no es… el Fundador? Y su esposa… y su bebé…

El Monstruo no entendía nada, por supuesto, pero el sonido de la voz le pareció bonito y quiso escuchar más. Trató de no moverse, a pesar de que le ardían los miembros. La niña comenzó a sorber por la nariz.

—¿Por qué? Mami. Rowen… ¡No me quiero morir! —Se restregó los ojos—. No quiero convertirme en un… monstruo… Estúpida maldición. Estú-pido Monstruo. ¡Estúpidos todos!

Dio una patada a la cama y el Mons-truo pegó un brinco. Al verle, la niña se puso blanca y lanzó un potente alari-do. El Monstruo saltó al interior de la habitación y se acuclilló, extendiendo suavemente una garra hacia el frente. La niña chilló y le lanzó cosas, pero el Monstruo siguió gruñendo con tran-quilidad, sin asustarse.

Ven, no tengas miedo. No voy a hacerte daño. ¿No tienes frío? Podía ver cómo sol-

taba bocanadas de vaho. Te daré algo para que te tapes y…

La niña cogió algo y lo golpeó en la cara.

—¡¡No te me acerques, Monstruo!! El Monstruo cayó de espaldas y

se encogió, dolorido. La oyó trastear con la barricada que ella misma ha-bía formado, chillando de puro mie-do. Cuando pudo levantarse, la niña corría escaleras abajo. El Monstruo gruñó, enfadado, y dio unas cuantas zancadas tras ella, trepando ágilmente por encima de los restos de sus tesoros. Ella gritó.

Y entonces rodó escaleras abajo. El Monstruo la encontró en un reco-

do, con el cuello partido, el rostro cu-bierto de lágrimas y una mueca de mie-do deformándole los bonitos rasgos. Se agachó a su lado y la movió suavemen-te, con la esperanza de que…

Pero no. Estaba muerta. Como todas las demás.

Mientras la metía en su tumba se dio cuenta de que sentía un dolor muy agudo en el pecho, pero no supo iden-tificarlo. Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, no consiguió dormir en su santuario.

Sólo pensaba en la niña lanzándole cosas, gritando y muriendo.

***El árbol de la niña creció. Y llegó, una

vez más, el Frío. El Monstruo preparó, como siempre, el foso para la siguien-te chica y se dio cuenta de que tarde o temprano se quedaría sin espacio.

¿Hasta cuándo continuaría?¿Toda la eternidad?Deprimido, cansado, el Monstruo se

refugió en su santuario, donde se quedó mirando el cuadro durante mucho, mu-cho tiempo. En algún momento oyó a los caballos, aunque ningún grito. Eso lo tranquilizó: significaba que esta vez no había nadie vivo. Sin embargo, el pensamiento le causó a su vez un gran sufrimiento. No quería ser rechazado, pero tampoco quería estar solo. ¿Qué se suponía que debía hacer? No entendía por qué se asustaban tanto. Al fin y al cabo, no las atacaba, como había hecho con otros animales. No les había hecho nada malo… Y si tanto le odiaban en-tonces, ¿por qué las traían? ¿Para qué?

Siempre se hacía las mismas pregun-tas y no llegaba a ninguna conclusión. Las cosas, simplemente, eran así. Pero eso no hacía que fueran menos tristes. Además, ver morir a esa niña le había hecho preguntarse: ¿cuántas lunas ha-bía visto pasar? Infinitas. Había vivido más que cualquier animal, que muchos de los árboles. Había visto que los seres envejecían…

¿Y el Monstruo, qué? Estaba tan sumido en el devenir de

sus pensamientos que no escuchó los pasos que subían sigilosamente por la

Cuento

25

escalera, rompiendo el silencio que se instauraba en el Castillo cada vez que llegaba el Frío. Como no había puer-ta, la figura se pegó a una pared, con-teniendo la respiración. Y lenta, muy lentamente, tensó el arco.

El Monstruo escuchó el chasquido de la cuerda y giró la cabeza. Sus reflejos le permitieron echar cuerpo a tierra, justo para que la flecha sólo se le clavara en un hombro. Con un rugido, se llevó las garras a la herida.

La figura se plantó en medio de la habitación.

—Ya te tengo. Era una mujer joven, de rasgos fir-

mes, con una nariz afilada que daba personalidad a su rostro tostado, pó-mulos marcados y mandíbula fuerte. Todo quedaba enmarcado por una melena oscura que le caía como una cascada sobre los hombros. Y sus ojos eran fieros, oscuros como la noche, y se clavaban en el Monstruo con fría ira. Dejó caer el arco, desenvainó una es-pada y dio una estocada, que el Mons-truo esquivó saltando al otro lado de la cama.

El siguiente mandoble lo acertó en un costado. El Monstruo emitió un ru-gido. Comprendió que esa mujer que-ría hacerle daño. Muchísimo daño. Así que contraatacó. Mostró los dientes y saltó sobre ella, derribándola bajo su peso, a pesar de que era bastante más bajo. Lanzó un zarpazo contra su cue-llo, pero la mujer le golpeó en con la parte roma de su espada y se lo quitó de encima. El Monstruo cayó sobre su hombro herido y soltó un grito de do-lor cuando la flecha se partió con un chasquido. La mujer se incorporó y farfulló:

—Si no existieras… ¡Si dejas de exis-tir, mi hija no tendrá que…!

El Monstruo lanzó un gañido y se lanzó por las escaleras.

La mujer iba a perseguirlo cuando se detuvo un segundo para observar el retrato y se quedó sorprendida, porque era el mismo que colgaba sobre el salón del trono de su palacio. El mismo que había visto cuando llegó invitada desde otro reino, el mismo bajo el cual se des-posó con el príncipe Rowen y pronun-ció el juramento de acabar con el sacri-

ficio de las princesas malditas cuando la coronaron como la reina Kendra, primera de su nombre.

Sacudió la cabeza. Era normal. Aquel fue el Castillo del Fundador, después de todo. Allí nació la maldición. Allí em-pezó el derramamiento de sangre.

Y allí iba a acabar. El Monstruo podría haber perdido a

la reina si hubiera sido capaz de trepar como de costumbre. Pero las heridas le ardían y entorpecían sus movimientos. Sólo podía correr a cuatro patas, a ve-ces a dos, resollando, con el corazón latiéndole despavorido en el pecho y el pulso ensordeciéndole los oídos. Tenía miedo. No quería. ¿Qué había hecho él?

A la reina no le costó perseguirlo: había manchas de sangre que delata-ban su camino. Además, podía escuchar claramente su respiración. Corrió y co-rrió hasta el jardín de las niñas, arrin-conando a su presa, que cayó con un grito agónico. La reina, tras comprobar que no podía levantarse, se acercó con paso cauteloso. El Monstruo trataba de arrastrarse, escapar de ella. Kendra le pisó una garra y, de una patada, lo obligó a ponerse boca arriba.

—Con esto se acaba la maldición. No volverá a caer el Invierno, ni habrá que matar a nadie más —susurró, can-sada, alzando la espada.

Fue entonces cuando vio la cara del Monstruo.

Y se quedó petrificada. La reina pensó en su hija, a la que

había dejado en el palacio, escondida en el mismo momento que vio que pre-sentaba los síntomas de la Marca. Re-cordó cómo sus ojos se habían afilado de una mañana para otra y su rostro se había comenzado a ennegrecer. Visuali-zó los colmillos y la lengua afilada.

Una pequeña pieza del puzzle encajó en su cabeza.

Volvió la cabeza hacia las tumbas y las contó, gesticulando con los labios.

Diecisiete. Y una vacía. —¿Quién eres? —preguntó con voz

débil al Monstruo, que se retorcía de dolor, débil y exhausto, lloriqueando por lo bajo.

El Monstruo no entendía nada. Sólo

que dolía, dolía, dolía y tenía mie-do, mucho miedo. Trató de apartarse, arrastrándose lentamente entre suspi-ros y resoplidos. Gruñía cosas incom-prensibles para la reina, que había ba-jado su arma y lo miraba anonadada.

Diecisiete tumbas. Deberían ser dieciocho, sin contar la

de su hija. La reina Kendra pensó y pensó. Y

dejó caer su espada, horrorizada, antes de desplomarse sobre las rodillas.

Podría haber sido su hija.El Monstruo la observó, asustado,

sin comprender. Hacía frío, muchísimo frío. Dolía, temblaba. ¡Tenía miedo!

De pronto, la extraña extendió una mano hacia él. El Monstruo cerró los ojos, esperando un golpe que nunca lle-gó. Cuando volvió a abrirlos, mareado, la mano seguía ahí.

Como él, cuando intentó acercarse a la niña.

Tendió su garra. Los dedos firmes de la reina se cerraron en torno a su gruesa palma y le proporcionaron un mínimo consuelo.

—Has tenido que estar tan sola…El Monstruo se acurrucó contra ella,

tratando de absorber su calor, como cuando dormía junto a los ciervos. Oía a la mujer llorar y no entendía nada. Dolía. Dolía mucho. Sabía que se esta-ba muriendo.

Entonces, la mujer comenzó a cantar suavemente y con la voz entrecortada. El Monstruo no entendió las palabras. Sin embargo, lo transportaron en el tiempo. A una época muy, muy remota, perdida en las brumas de su memoria, donde también una mujer cantaba y un hombre reía.

Pero estaban muy lejos, como la voz de esa mujer, y la oscuridad cada vez era más y más intensa.

La reina Kendra enterró al Mons-truo en la decimoctava tumba, donde descansaría junto con todas sus des-cendientes para toda la eternidad, y se marchó ese mismo día, deseosa de po-ner distancia entre el Castillo Maldito y ella. Durante el camino se preguntó qué habría hecho ella si se le hubiera presentado la opción de escoger.

Y de repente no pudo culpar como ha-bía hecho todos esos años al Fundador.

Cabalgó hacia lo lejos mientras el sol, tímido, comenzaba a cobrar fuerza y las tinieblas de la Maldición se levan-taban, por fin, de aquellas tierras.

Cuento

26

El día no había comenzado bien y María no tenía la esperanza de que, tras su desliz, fuera a mejor. Ya había lamentado veinte veces salir de la cama pisando el suelo con el pie izquierdo aquella mañana, quedándose varios minutos, sentada sobre la cama, observado en silencio su pie, que le vaticinaba un día completo de desastres y penurias.

Se levantó y se dirigió a la puerta de su cuar-to, aún cerrada. Posó su mano sobre el pomo de la misma, pero de nuevo se detuvo un par de minutos. Quieta y en silencio, miraba la manilla en la que reposaba su mano derecha, dudando en atreverse a girarla, segura de que, al abrir la puerta, se desataría sobre ella una lluvia de desgracias: derramaría la sal, rompe-ría un espejo, se cruzaría con un gato negro, etc… y todo ello provocaría que ese día que-dase completamente arruinado e incluso que le acompañase la mala suerte durante años.

Tomó aire y salió de su habitación, caminan-do despacio hacia el cuarto de baño, encen-diendo la luz antes de entrar. Se aseó lo más rápido que pudo, no le gustaba estar mucho tiempo delante del espejo del baño, aunque por suerte era el único con el que tenía que lidiar a lo largo del día, pues su miedo a romper algu-no no le permitía siquiera llevar el típico espejo con forma de concha que va acompañado de un peine extensible.

Por suerte, su aseo terminó con éxito, pero María no cantaba victoria, el día era muy lar-go y todavía quedan muchos obstáculos en el camino de la mala suerte a los que enfrentarse. Continuó su rutina hacia la cocina y se pre-paró su desayuno cotidiano: siempre se servía café con leche, calentado durante un minuto y

veinte segundos, nunca más, pues ponerlo du-rante un minuto y medio siempre le recordaba al número trece. Lo acompañaba de siete ga-lletas, confiando en el destino que los números le podrían proporcionar. Mientras lo prepara-ba, su madre había escondido el bote de sal, no fuera que su hija volviera a verlo y pusiera el grito en el cielo, pues María detestaba tener que encontrarse con aquel frasquito que, de volcarse, podría traerle mala suerte.

No perdió mucho tiempo en la cocina, pues sus continuas pausas a lo largo de la mañana le habían provocado ir algo apurada de tiempo y aún le quedaban varias cosas que hacer antes de atreverse a salir por la puerta de casa. Re-gresó a su habitación y se vistió lo más rápido que pudo, escogiendo, para tan desafortunado día, una camiseta verde con un trébol de cuatro hojas estampado en ella, el cual en cada pétalo tenía una letra, formado la palabra L-U-C-K. Además se puso unos pendientes que imitaban a pequeños atrapasueños, que los consideraba un amuleto protector.

Con ello, María no consideraba estar bien ataviada de elementos que pudieran aportarle buena suerte. Abrió el tercer cajón de su escri-torio y sacó varios amuletos más: Una pata de conejo, un elefante blanco, una piedra pulida que pertenecía a su horóscopo e incluso uno de su signo zodíaco. Los repartió por su mochila y su ropa, estabilizando la mala suerte de su despertar.

Solo le quedaba una cosa más antes de salir de casa: Comprobar su horóscopo en los pe-riódicos de la mañana que traía su padre.

Era de vital importancia para ella realizar ese ritual cada mañana. Debía comparar cada

ComediaCreyendo en creencias

aLEJaNDRO FERNÁNDEZ MÁRQuEZ

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uno de ellos y discernir cuales eran meras ha-bladurías y cuales acertaban en el futuro de su día. Se sentó en la mesa del salón, extendió los periódicos sobre la misma y comenzó a estu-diarlos con detenimiento. María pertenecía al signo de Capricornio y aquel día su horóscopo le mostraba muchas cualidades, tal vez dema-siadas.

Aquellos que decían que era una persona impulsiva y que actuase de forma alocada sin pensar en las consecuencias fueron los prime-ros en ser descartados. Los que se equivocaban en sus colores favoritos o en sus gustos, los siguientes, y continuó así hasta que quedaron sólo dos periódicos ante ella.

En uno, el horóscopo decía que los Capricor-nio, seguros de extremar todo tipo de precau-ciones para salir victoriosos de cualquier per-cance, debían, además de actuar como siempre, llevar alguna prenda de verdadero valor sen-timental ese día para evitar conflictos impre-vistos. El otro contaba que los Capricornio debían tranquilizarse, pues la jornada sería un día completamente normal y ajeno a todo tipo de problemas.

El segundo le resultó a Maria demasiado op-timista para tratarse del signo Capricornio y el

primero iba más en su estilo: Completamente precavido y extremando toda precaución, que siempre era poca.

Decantándose por el primero, fue en busca de una prenda de gran valor personal para ella. Un amuleto que había descartado precisamen-te por el alta estima que le tenía, pero que era necesario porque su horóscopo se lo había di-cho. Abrió su armario y sacó una pequeña ca-jita de cartón donde guardaba un bonito fular con estampados de hibiscos, un recuerdo del mejor viaje que había hecho en su vida. Solo se lo había puesto una vez desde que lo compró, pero tenía buenos recuerdos de aquel día.

En ese momento estaba más decidida a con-tinuar su día. Ya estaba bien ataviada de amu-letos, había seguido su rutina a la perfección y, aunque hubiera empezado el día pisando el suelo con el pie izquierdo, había conseguido neutralizar toda la mala suerte, asegurándose un espléndido día.

María salió de su casa llena de ánimo y cobi-jada en la seguridad de sus símbolos. Caminó hasta la acera de su calle cuando, a su paso, se le cruzó un gato negro.

La mala suerte no había hecho más que empezar.

Comedia

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Los trasladaron a una habitación más grande, donde se sentaron en torno a una mesa en unas duras e incómodas sillas. Repartieron unas bebidas. Las de Petros y Río estaban esterilizadas, de modo que se levantaron un poco la máscara para poder aplacar su sed: llevaban casi todo un día sin beber.

Se extendió un mapa holográfico. Río se contuvo para no soltar una exclamación de sorpresa. Sabía que existían ese tipo de proyecciones, pero nunca había visto una. Se inclinó hacia delante y reconoció la cadena montañosa de Ahura, el Río del Este, el cerro de Athal y el Puente Viejo, una de las últimas réplicas del pasado que se mantenían en pie a pesar del tiempo transcurrido.

Y la Zona Negra, llena de interrogantes, que se comía prácticamente todo el mapa de la región.

—Soldado Noel —carraspeó Amira.

La cyborg más joven se incorporó. Río la estudió de un vistazo: era pálida, con una piel perfecta, y llevaba el pelo negro muy corto, lo que resaltaba sus rasgos duros de mandíbula cuadrada y nariz recta. Sus ojos tenían un bonito color oscuro, pero parecían tan vacíos como los de los otros de su raza. También tenía la misma cara de palo. Casi parecía una estatua. Le sacaría al menos dos cabezas.

La tal Noel ejecutó un gesto marcial y empezó a señalar distintos puntos de la Zona Negra mientras explicaba con voz grave y seca:

—Por los mapas antiguos, sabemos que hay calzadas aquí y aquí. También, al fondo, están las Montañas Gemelas alrededor de la cual habría toda una serie de pequeñas ciudades. Pero hablamos de hace casi doscientos años, por lo que seguramente se encuentren en un estado desastroso. Desconocemos el estado de conservación de las grandes calzadas pero…

—Están bien —interrumpió Río, ganándose una mirada helada por parte de Noel.

—¿Cómo lo sabe? —Enviamos misiones de

exploración —explicó Petros—. Como la última, que halló el Nido.

—En la Montaña —musitó Amira, asintiendo para sí misma.

—El camino que siguió la misión era paralelo a la Calzada de los Imperios, que fue la que siguió Arel para regresar, o eso creemos. Es el camino más corto y directo. Pero debe estar plagado de raptores. No se nos ocurre otra cosa. —Incluso sin verle la cara, Río sabía que estaba frunciendo las pobladas cejas—: El grupo era fuerte, deberían haber sobrevivido.

—O quizás se introdujeron en el Nido —ofreció Amira.

Río bajó los ojos. ¿Llegó mamá tan lejos? ¿Sólo

para fallar?—Al Noroeste hay un gran

bosque —señaló Noel cuando

Amira le hizo un gesto para que continuara—. Los raptores son rápidos, pero en medio de tanta vegetación les cuesta más encontrar presas.

—Pero es un camino muy largo —protestó Petros.

—Y, sin embargo, es más seguro. —Amira estiró una comisura del labio en un amago de sonrisa—. Pero queda mucha noche por discutir. Tomémonoslo con calma.

Río maldijo para sus adentros. La cabeza le daba vueltas por la falta de sueño y moría por un poco de comida decente. Sin embargo, al ver que Noel permanecía inmutable escuchando las opiniones de los demás y ofreciendo sus propias ideas, se esforzó por mantenerse despierta y atenta.

*

La reunión se alargó durante dos interminables horas. Discutieron sobre munición y armas, provisiones y transportes, cartas y contactos, tiempo estimado para la duración de la misión y —algo que le pareció estúpido a Río— las mejores vías para regresar.

El resultado fue que Río podría llevar consigo un jeep, suministros para dos semanas, un salvoconducto firmado por la propia Amira, distintos trajes, medicinas y, lo más importante: armas modernas. Armas de Soldado. Siete bombas de última generación para volar el Nido por los aires.

—La Soldado Noel se ocupará de conducir el jeep y de enseñarte a utilizar nuestras armas —dijo Amira—. Estoy segura de que te servirá de mucha ayuda.

Río se quedó boquiabierta.

Soldados de Acero. Capítulo 3Suzume Mizuno

La Partida

Ciencia Ficción

29

Cuando comprendió lo que le estaban diciendo, se puso de pie bruscamente y golpeó la mesa con un puño:

—¿Está diciendo que ella va a venir conmigo? —rugió.

—¡Río! —exclamó Petros.—Precisamente.—¡Me niego! —espetó, haciendo

un brusco gesto con la mano.—¡Río!—¡Voy a ir sola! ¡No quiero

cargar con alguien que no sabe moverse por la Frontera! —espetó con desdén—. ¡Me retrasaría!

Noel se puso lívida y sus labios se convirtieron en una fina línea blanca. Pero no dijo nada. Hasta Río tuvo que reconocer que sabía mantener la compostura.

—No coincido con tu opinión. —Amira no parecía molesta por su estallido, lo que la hizo sentirse violenta, como si no fuera más que una mocosa con una pataleta—. La Soldado Noel es mayor que tú y, como todos los Soldados, puede acceder a los lugares que tú no, así como sobrevivir si es necesario sin comer o beber durante una semana. Conoce con precisión las armas que os vamos a entregar y sabe conducir. Su presencia, sin duda, será un gran apoyo para ti.

Río farfulló una respuesta ininteligible, roja hasta la raíz del cabello.

—Además —la atajó Amira antes de que pudiera idear una réplica—, Noel tiene experiencia en combate directo contra los raptores. Hoy mismo ha vencido a uno en menos de veinte minutos.

Con los ojos abiertos como platos, observó a Noel, que, a pesar de su estoicismo, levantó ligeramente la barbilla. El único signo como tal de humanidad que le había visto hasta ahora.

Había escuchado que los Soldados se entrenaban contra

raptores que habían sobrepasado la Frontera, pero nunca había acabado de creérselo. Se preguntó si no sería una mentira. Luego reconoció que era una tontería: después de todo, estaban arriesgando la vida de una de los suyos.

Y, entonces, encontró la excusa que necesitaba.

—Yo estoy dispuesta a morir y tengo un motivo para hacerlo —dijo con toda la frialdad que fue capaz, pero la voz todavía le temblaba por la vergüenza y la frustración—. Vosotros, en cambio, vivís lejos de la Frontera, bien seguros, a salvo y con la suficiente confianza como para pelearos contra los raptores en vuestros juegos en vez de enviarnos ayuda. —No se molestó en reprimir el veneno de sus palabras y la embargó una profunda satisfacción al ver que los Soldados fruncían el ceño o apretaban los labios. Noel en particular pareció molesta. La Gobernadora, en cambio, le dedicó esa especie de sonrisa. Enervada, Río continuó—: Nunca os habéis interesado por nosotros ni por la Frontera. No os afecta la presencia de los raptores. No les odiáis ni teméis. Entonces, ¿por qué enviáis a morir a una de los vuestros? —Se cruzó de brazos—. Porque si sois tan pragmáticos y puntillosos, sabréis que no hay posibilidad de que volvamos con vida.

La Gobernadora se incorporó con parsimonia y amplió la sonrisa, hasta que casi pareció una de verdad.

—Mi querida Río. Me resulta conmovedor que te preocupes por una de los Soldados a los que tanto odias. Por ello, permíteme decirte una cosa: todos y cada uno de nosotros gozamos de un poderoso

instinto de conservación, pero nos crearon para sacrificarnos por las grandes causas. Para proteger un modo de vida, unas ideas y una sociedad. Puede ser injusto, pero la Soldado Noel no dudará en aceptar el riesgo de muerte si así podemos liberar la Frontera de la presión de los raptores, algo que, sin duda, nos beneficiará a todos por igual.

—¡Eso es…! —balbució Río—. ¡Eso es una monstruosidad!

—Podríamos mantener una instructiva conversación acerca de la filosofía de cada raza, pero no creo que sea el momento apropiado. De todas formas, Río, es muy sencillo: si quieres nuestros transportes y armas, tendrás que llevarte a la Soldado Noel. Si no, te deseo suerte en tu viaje.

Furiosa, Río se mordió el labio inferior y, tras luchar consigo misma, se dejó caer con brusquedad en su asiento. Satisfecha, Amira cruzó las manos a la espalda y miró en derredor.

—¿Alguna pregunta más? Entonces se suspende la reunión. Partiréis mañana. Hasta entonces, Athal os ofrecerá su hospitalidad. Buenas noches.

Y así, el destino de Río y Noel quedó sellado. Con un carpetazo y las pisadas de la Gobernadora resonando en el pasillo mientras se alejaba, repleta de seguridad y sin mirar atrás.

Ciencia Ficción

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****

Noel estaba acostumbrada al silencio. Nunca había tenido problemas con él. Era una forma de mostrar respeto, atención o, simplemente, de descansar la lengua cuando esta no era necesaria.

Pero ahora le pesaba sobre los hombros como una losa y estaba cargado de una tensión tan palpable que habría podido cortarla con su láser.

Las dos estaban sentadas en continuos asientos de un coche con la insignia de la Gobernadora, deslizándose por las calles de la ciudad. Noel conducía mecánicamente, algo incómoda porque, aunque conocía el camino, jamás lo había hecho montada en un coche.

El tráfico interior de Athal se reducía a menos de un diez por ciento. La mayoría de los Soldados iban a pie o usaban el aero-raíl; los coches estaban reservados a los altos cargos o a sus mensajeros y casi nunca se veían por medio de las calles. Pero claro, no podía pasear a la homo sapiens por pleno Athal para que se convirtiera en el blanco de todas las miradas.

Noel, por supuesto, había acatado la orden de la Gobernadora sin rechistar: «Muéstrale Athal. Intenta acercarte a ella. Tienes que conseguir un mínimo de cooperación si quieres lograr tu objetivo». Lo entendía, claro. Era una orden lógica. Pero seguía sin gustarle: si a un Soldado se le daba una misión, no importaba lo mal que se llevaran los compañeros, estos antepondrían el éxito de la misma a cualquier rencilla personal.

Era, por tanto, la primera vez que tenía que… acercarse a alguien. Como si estuviera tratando con una niña pequeña. Aunque sí, suponía que se trataba precisamente de eso.

Los homo sapiens eran infantiles, se movían por las emociones.

Qué irritante. Giró por una calle. De tanto en

tanto le explicaba lo que estaba viendo a la homo sapien. Río observaba a través de las ventanas tintadas en silencio, aunque de tanto en tanto pegaba algún brinco y se pegaba un poco al cristal. Luego la miraba de reojo a través de la máscara, agachaba la cabeza y empezaba a retorcerse lentamente los dedos. Estaba claro que no quería mostrar interés por Athal. No frente a Noel, al menos.

Esta no dejaba de darle vueltas a qué tema se podía tratar con una humana. Quizás si su compañero grandullón hubiera venido con ellas todo habría sido diferente, ya que parecía un mediador aceptable. Pero este había dicho que ya había visto varias veces la ciudad como mensajero y que no tenía interés por recorrerla otra vez.

¿Tendrá hambre? Ah, pero no podía ofrecerle nada

de comer; su cuerpo lo rechazaría. ¿Y salir un rato? Quizás quiera

pasear por la plaza. O…—¿Hay algo que quieras llevarte

a la Zona Negra? —preguntó al final—. La Gobernadora me ha dado dinero para comprar armas o cualquier cosa que necesitemos y no esté entre lo acordado.

Tras un silencio, la chica dijo: —Quiero algo que me permita

tener una buena visión nocturna. —No avanzaremos de noche. —Al final tendremos que hacerlo.

En la Zona Negra no hay casi búnkers que se mantengan intactos —respondió con brusquedad.

Noel no dijo nada, pero se dirigió a una de las mejores tiendas de armas que conocía.

*

Cuando salieron había averiguado un par de cosas.

Uno: que la homo sapiens era más lista de lo que aparentaba, ya que se las había apañado bastante bien eligiendo la mejor mercancía posible. En particular se había empeñado en comprar unos ganchos afilados y de cuerdas metálicas resistentes, aunque no entendía por qué.

Dos: que toda su inteligencia se reducía a la nada cuando interpretaba algo como insulto.

Ni ella ni el dependiente habían esperado que saltara por encima de la recepción para estamparle la parte roma de un garfio contra la cabeza. Por suerte, los dos Soldados tenían reflejos bastante más agudizados, lo que permitió al dependiente evitarse una buena brecha —aunque no un moretón— y a Noel atrapar a la muchacha por la cintura antes de que arremetiera de nuevo. Pagó apresuradamente todo y con la compra bajo un brazo y la chica bajo otro, salió a toda velocidad y los metió bruscamente en el jeep.

—¿Es habitual entre los humanos atacar a los comerciantes o es un comportamiento particular tuyo?

—¡Cierra la puta boca! —respondió la chica, tratando de sentarse correctamente en el asiento—. ¡Me ha insultado a la cara!

—Pero no te ha atacado. —¡Ha sido un ataque!—Ya entiendo por qué los

humanos declaraban tantas guerras.

Ciencia Ficción

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Arrancó. El viaje iba a ser una pesadilla. Aceleró ligeramente y ascendió por una pequeña colina, dirigiéndose hacia la muralla. Una vez encontró una parada con vistas al resto de la ciudad echó el freno y se volvió hacia la humana dispuesta a dejar las cosas claras:

—Prefiero decírtelo ahora a tener que explicártelo una vez hayamos dejado Athal; soy tu compañera, aunque a ninguna de las dos nos guste la idea. Mi deber es destruir el Nido y lo cumpliré con o sin tu ayuda. —La muchacha soltó un resoplido que Noel ignoró—. Si de mí dependiera, partiría sola. Pero no depende de mí. De modo que es necesario que cooperemos a partir de ahora.

—¿Qué eres, una máquina? ¿Si te dicen que vayas, irás y morirás?

Noel parpadeó. —Creo que la Gobernadora dejó

claro ese punto. —¡Estáis locos! —espetó con

evidente desprecio.—Al menos yo no me lanzaré

sobre un raptor si resulta que saben hablar nuestra lengua y me insulta.

—¿Has terminado? Porque ahora soy yo la que te va a decir un par de cosas, cyborg de mierda. —La homo sapiens se incorporó sobre una rodilla y la apuntó con un dedo acusador, arrastrando las palabras—. Mi pueblo agoniza por vuestra culpa y la de los raptores. A vosotros os importa una puta mierda lo que nos pase, pero si te interpones en mi camino, ¡si por tu culpa algo sale mal…! Te juro que te corto el cuello.

Noel no solía ser muy expresiva, al menos no para el punto de vista de un humano, y quizás eso fue su salvación, porque logró contener

las comisuras de sus labios, que luchaban por curvarse hacia arriba. Se le ocurrían pocas cosas tan cómicas como que una humana enfermiza y delicada la amenazara de muerte.

—En todo caso deberías ser tú la que no se interponga en mi camino —respondió con sinceridad—. Tengo un cincuenta por ciento más de posibilidades que tú de llegar viva al Nido. Al menos puedo sobrevivir sin una máscara.

Escuchó perfectamente cómo rechinaba los dientes incluso a través de la máscara. Sus músculos se pusieron en tensión, preparados para interceptar un golpe. Pero, en vez de arremeter contra ella, la humana salió del coche dando un portazo y echó a caminar calle abajo.

Noel crispó las manos entorno al volante, resopló y puso en marcha el coche para seguir a la muchacha. Cuando se puso a su altura, bajó una ventanilla.

—¿Vas a regresar andando?—¡Lárgate de una puta vez! La Soldado no permitió que le

enfado se apoderase de ella. En su lugar, redujo la marcha y se mantuvo a una distancia prudente, sin perder de vista a la homo sapiens. Por suerte a esta no le dio por correr ni intentar librarse de ella. Noel no estaba segura de qué habría hecho en esas circunstancias, aunque tenía la vaga intuición de que le habría encantado meter a la niñata de una buena patada en el coche.

Durante más de una hora, Río caminó ignorando las miradas

indiscretas de los más jóvenes. Algunos incluso la siguieron, llevados por la curiosidad, hasta que la chica amenazó con arrojarles lo primero que se encontrara por la calle. En más de una ocasión la vio mirando en dirección a Noel, pero era demasiado orgullosa como para entrar de nuevo.

Los sentimientos en exceso son una pérdida de tiempo, se dijo.

Sin embargo, ella misma los estaba manteniendo bajo control a duras penas: no quería pasar su último día en Athal haciéndole de guía a una mocosa. Quería estar con sus amigos, repasar todo lo que se iba a llevar…

Despedirse de la ciudad. Entornó los ojos con un peso

inmenso en el pecho. Estaba convencida de que no iba

a volver a verla más.

****

El Soldado Abel se presentó en el despacho del Ministro de Interior de la Ciudad de Athal. Iba ataviado con ropas negras de los pies a la cabeza y, como todos los compañeros de su Escuadrón, era de estatura media, no muy ancho y, sobre todo, estilizado. Un guerrero rápido, ágil, silencioso.

Al Ministro no le cabía duda de que la misión que le iba a encargar no le iba a resultar difícil. Al fin y al cabo, eran dos niñas.

—Necesito que acabes con una Soldado y una humana, Soldado Abel.

—¿Nombres?—Soldado Noel de la Unidad

34, una cadete sin demasiada experiencia, y la humana es irrelevante. No te causará

Ciencia Ficción

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problemas. Te entregaré sus datos antes de que salgas.

El Soldado Abel asintió con sequedad.

—¿Cuándo?—Cuando lo veas necesario,

pero que no sea dentro del territorio de los Soldados, ni tampoco de los humanos. Deberás esperar a que lleguen a la Frontera Negra. —Incluso para los Soldados, el rostro de Abel era una máscara de inmutabilidad y el Ministro no consiguió distinguir ningún asomo de sorpresa o extrañeza en sus ojos, fríos como el acero. El Ministro carraspeó—. Que nadie encuentre los cuerpos.

—Señor. —Abel dio un taconazo, hizo el saludo militar y se retiró sin hacer ruido.

El Ministro se quedó a solas en su despacho, rígidamente sentado sobre su silla de hierro, con unos cuantos informes distribuidos por su escritorio. Se sentía algo más tranquilo ahora que había dado el primer paso para corregir el error de la Gobernadora.

En sí era un proyecto suicida, pero ni él ni su partido político estaban dispuestos a permitir a darle ni una oportunidad.

Entendía los motivos de la Gobernadora, ya que se había ocupado de exponérselos a todo su gabinete. Los raptores eran un problema y tarde o temprano se convertirían en uno mayor para los Soldados, en especial si la Zona Negra seguía extendiéndose. Dentro de cincuenta o cien años las ciudades fronterizas de los

humanos habrían desaparecido, lo cual significaría que se quedarían sin «estados tapón» que soportaran lo peor de las embestidas. Y para entonces el número de raptores sería ridículamente grande. Los Soldados podían intentar matarlos entonces, pero seguirían teniendo un problema básico: desconocerían todo lo que había más allá de la Frontera. Sería, en definitiva, una pérdida innecesaria de vidas.

Lo más lógico era dar un paso al frente ahora y apostar por perder un miembro de cada bando y eliminar el problema. O, como mínimo, reducirlo hasta que pudieran hacerle frente. Una vez el Imperio se hubiera estabilizado.

El Ministro comprendía su línea de pensamiento, pero no la apoyaba.

Era cierto que el Imperio había decidido con el exterminio de los humanos al carecer de utilidad, pues pronto terminarían por extinguirse por sí mismos.

Sin embargo, el Ministro tampoco veía la necesidad de colaborar con ellos. Si las comunidades más grandes de humanos de otras zonas del Imperio veían lo que estaba sucediendo en esta Frontera, si veían lo que sucedía con los estúpidos que se negaban a unirse a los Soldados, dejarían de resistirse y se prestarían a ceder de una vez su ADN.

Los Soldados no tenían problemas para reproducirse, pero a veces venía bien nueva sangre, incluso si era débil y estaba contaminada. Sería, además, una victoria política y moral completa. Los Soldados no podían cargar siempre con una especie en decadencia que necesitaba comida y agua especial…

Así que, por el bien de los demás humanos, y de los Soldados, esa estúpida misión debía terminar.

Las dos estaban dispuestas a morir, al fin y al cabo.

El Ministro estiró los dedos y se preparó para seguir atendiendo sus informes.

****

Cuando llegó a su dormitorio, Ruth estaba esperándola. Su amiga se incorporó con el rostro demudado por la preocupación.

—¿Qué ha pasado?Debería estar orgullosa. Debería

estarlo. La propia Gobernadora me ha encomendado esta misión. Debería… si no me hubiera escogido porque no hay nadie más.

Noel se sentó en la cama inferior de la litera, dejando que Ruth le cogiera las manos, y le contó todo. Cuando terminó, Ruth estaba pálida.

Tampoco sabe qué pensar… No supo cómo debía sentarle aquello. Había esperado que su amiga pudiera indicarle cómo sentirse. Que le recordara que era un Soldado. Que había nacido para esto.

Ruth rechinó los dientes y le apretó las manos.

—No es justo…—Ruth…—¡No! ¡Tú has trabajado muy

duro para Athal! ¡Si tenías que morir, te merecías que fuera en un lugar digno, no en la Zona Negra! ¡Y con una homo sapiens!

Sabe tan bien como yo que no voy a volver…

—Pero es una misión de la Gobernadora.

Ruth se levantó, lívida y apretando los puños. Pero luego

Ciencia Ficción

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su autocontrol la obligó a tomar de nuevo asiento, a respirar hondo y enterrar la cara entre las manos. Noel le pasó una mano por la espalda.

—No es justo… No te lo mereces, Noel. No te lo mereces.

—Gracias. Era lo que necesitaba escuchar.

Todos los Soldados tenían muy claro que sus vidas no significaban nada frente a la sociedad al completo. Eran peones que debían sacrificarse por pequeñas y grandes causas. Si la Gobernadora había decidido que ella era la más apropiada para la misión y que su sacrificio beneficiaría a los Soldados, entonces no había otra opción. A Noel ni se le había pasado por la cabeza decir que no. Pero necesitaba saber que alguien pensaba que valía para algo más.

Esa noche compartió cama con Ruth. Hablaron, por primera vez en años, hasta tarde. Su amiga le dio mil consejos, pero no le hizo prometer que regresaría viva. Noel le pidió que la despidiera de todos los demás por su parte. Ninguna de las dos llegó a llorar. Era demasiado sentimental para permitírselo. Sería como decir que no confiaban en las habilidades de Noel, como que no la consideraban una Soldado de valía.

Y al final se quedaron sin saber qué decir.

Se suponía que todavía faltaba mucho tiempo para que tuvieran que sostener ese tipo de conversaciones. Nadie las había preparado para algo así.

Y la hora de la despedida llegó demasiado pronto.

****

—Eres tan testaruda —gruñó Petros.

Río contestó con un resoplido de rabia. Estaba furiosa. Quería matar a alguien. Descuartizar un animal. Romperle el cuello a esa estúpida Soldado. En cambio, tenía que pelearse con su propia ropa para sacársela sin arrancarse la máscara en el proceso. ¡Odiaba dormir con la máscara! Le hacía sentir que se ahogaba.

Pero iba a tener que acostumbrarse. No podría volver a quitársela en mucho tiempo…

—¿Tenías que patearte la ciudad?

—¡Pues sí! Jamás en su vida había pasado

tanta vergüenza. Todos esos cyborgs le ponían los pelos de punta. Casi no tenían expresiones, sus movimientos eran anormales, demasiado sincronizados, demasiado poco naturales. Pero aun así, Río había sabido reconocer la burla y el desprecio en sus expresiones. En especial en las de los niños. Parecía que eso no cambiaba sin importar la raza; los niños eran las criaturas más crueles.

Consiguió sacarse al fin los pantalones. Les habían dejado pasar la noche en lo que parecía ser un pequeño piso, con un baño y dos habitaciones. Si Río no hubiera estado de tan mal humor, habría pensado en probar la bañera, incluso a riesgo de que fuera agua contaminada.

Pero ahora sólo quería meterse en la cama y acabar de una vez con

ese horrible día. Petros, por supuesto, no se lo

permitió, sino que la aferró del brazo y la obligó a encararle.

—Tienes que volver —le dijo el hombre.

Río se quedó desarmada y hundió los hombros.

—Petros…—Prométemelo. ¿Cómo quieres que te lo

prometa? Es imposible. —No puedo. —Tu madre jamás me lo

perdonaría. —Mi madre está muerta

—respondió ella.—¿De verdad quieres morir en

la Zona Negra, abandonada por un Soldado y…?

—¡A mí no me abandona nadie! —rugió Río, apartando con brusquedad la mano—. ¡Acabaré con el Nido! ¡Eso sí que puedo prometértelo, porque nada ni nadie va a impedir que lo consiga! ¡Lo destruiré, acabaré con todas las malditas crías de raptor! ¡Y esa cyborg no se va a meter en mi camino!

Le lanzó una mirada desafiante, recogió su ropa y se metió en su habitación, cerrando de un portazo.

Intentó dormir, pero la máscara le hacía daño, de modo que terminó sentada en el alféizar, mirando por la ventana. Se estremeció al ver la cantidad de luces que ascendían desde el suelo. Era como si las estrellas estuvieran a sus pies. A cambio, cuando levantaba la mirada, no conseguía ver ni una estrella de verdad.

A través de la puerta le llegó el llanto ahogado de Petros.

Cuando quiso darse cuenta, ella también estaba llorando. Al final,

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34

destrozada por la culpabilidad, esperó a que Petros se hubiera acostado para colarse en su cuarto y meterse bajo las sábanas. Olía a sudor rancio, pero no le molestó. Era mejor que intentar dormir con esas mantas esterilizadas que no olían a nada.

Petros la estrechó en silencio contra su cuerpo y, para alivio de Río, no volvió a pedirle imposibles.

****

Al día siguiente, un par de Soldados vinieron a buscar a Petros y a Río mucho antes de que comenzara a amanecer. Río se vistió metódicamente, con la extraña sensación de que estaba viviendo un sueño. Cuando pusiera un pie fuera de la ciudad, no volvería a ver a Petros. Sólo le quedaría mirar adelante e intentar no morir pronto.

No dijo nada en todo el trayecto, limitándose a comprobar que tenía todas sus nuevas armas a mano. Los visores de visión nocturna los llevaba ya incorporados a la máscara; dos pistolas en el cinturón, cuchillas, bengalas, pequeñas bombas de humo y de ácido… También un nuevo fusil, que dejaba el suyo a la altura del betún. Acarició su superficie con un gesto ausente. Se moría por probarlo, pero no parecía que fuera a tener demasiado tiempo. Al final sería, como siempre, en pleno campo de batalla cuando tendría que comprobar si había hecho bien en depositar sus esperanzas sobre un arma concreta.

Río se sintió aliviada cuando traspasaron los titánicos muros de Athal y la inmensa llanura gris se extendió ante ella. Era algo más natural, más real, menos agobiante. E igual de peligroso.

Cerca del río esperaba un jeep, junto con un grupo de Soldados.

Entre ellos, Río reconoció a Noel y Amira. También a varios de los peces gordos que habían acudido a la reunión, aunque a ellos le costó distinguirlos; tenía la sensación de que todos tenían la misma cara.

Ignorándoles deliberadamente —había algo en verlos en un espacio abierto sin máscara que le ponía los pelos de punta— se dirigió hacia el jeep y lo rodeó con la boca abierta. Era la primera vez que veía un transporte así de grande, con ruedas casi tan alta como ella y, desde luego, mucho más gruesas. Los cristales oscuros eran resistentes a las balas y tenía un motor descaradamente grande, pero silencioso.

¡Con esto sí que podremos llegar!

Escuchó unos pasos a su espalda. Amira se había acercado e intercambió un par de palabras con Petros antes de sonreír a Río. Se dio cuenta de que era la única Soldado a la que había visto sonreír tan a menudo.

—Todo está preparado. Tenéis provisiones para dos semanas, y las cuatro bombas acordadas.

Río respiró hondo y asintió. Sus ojos se desplazaron casi inconscientemente hacia Noel, que estaba a un lado de la Gobernadora, firme y seria. Hizo una mueca.

Noel fue la primera en montar, no sin antes dar un taconazo y declarar con voz clara:

—¡Es un honor servir a mi raza!

—Suerte a las dos. Amira se apartó, pero Petros no. Era el momento que Río más

había estado temiendo. Era el paso decisivo.Se frotó un brazo, bajando la

mirada. En situaciones así, no tenía ni idea de qué decir.

—Petros…—Eres una idiota. Pero tu madre

y tu padre también lo eran. Supongo que va en la sangre.

Petros se agachó para quedar a su altura y la abrazó. Sus máscaras

chocaron entre sí y le escuchó refunfuñar, irritado. Río se removió, avergonzada, porque sabía que los Soldados les estaban mirando.

Pero era la última vez que iba a ver a Petros. Así que lo abrazó con todas las fuerzas que pudo y masculló:

—Gracias. Por todo. Petros todavía la mantuvo

contra sí un momento más, tanto que Río temió que no fuera a soltarla. Cuando lo hizo, se sintió extrañamente vacía y los ojos le escocieron tanto que tuvo que reprimir el impulso de quitarse la máscara y restregárselos. Intentó mirar a Petros a los ojos, pero se dio cuenta de que no era capaz.

No. Que no me vea llorar. ¡Que no me vea llorar!

—Adiós —dijo, y se precipitó al interior del jeep, trepando con agilidad y cerrando la puerta de un seco portazo.

Sorbió ruidosamente por la nariz. Al otro lado de la ventanilla vio cómo Petros levantaba, desvalido a pesar de su tamaño, una mano para despedirse. Río imitó el gesto, con un nudo en la garganta.

—¿Lista? —preguntó la cyborg.Río apretó tanto las mandíbulas

que se hizo daño y se obligó a apartar la vista de Petros.

—Arranca —siseó. Creía que le iba a estallar el

corazón. Noel obedeció; tiró de una

palanca y, con un rugido, el motor se puso en marcha. El jeep vibró suavemente antes de ponerse en marcha. Río se mordió los labios hasta hacerse sangre, pero no volvió a mirar a Petros.

En cuestión de unos minutos, las figuras de los Soldados y el solitario humano se convirtieron en diminutos puntos, a punto de perderse en la distancia.

Continuará...

Ciencia Ficción

35

James Thomas llegó a Picadilly totalmente dispues-to a comprarle el regalo de cumpleaños perfecto a Emily, su dulce y alegre hermana pequeña. No dis-

ponía de mucho dinero, sus padres le habían dado una suma pequeña como paga a principios de mes y él ya se lo había gastado casi todo en una púa nueva para la gui-tarra y tabaco a montones. Como consecuencia, apenas contaba con treinta libras para gastar en un regalo.

No tenía ni la más remota idea de qué comprar. Emily jugaba con todo, a las casitas y cocinitas, con puzzles, libretas para colorear, plastilina y coches teledirigidos. No se veía capaz de sorprenderla. Porque James quería sorprenderla, hacerle un bonito regalo y que ella le abra-zase sonriendo como sólo ella lo hacía. James adoraba a su hermanita pequeña.

Y por eso se estaba rompiendo la cabeza paseando en-tre las estanterías del Toys"R"Us, buscando algo apro-piado.

—Menuda mierda… —masculló cuando salió de la sección de cochecitos de muñecos bebé.

James no era un dechado con las palabras si se enfa-daba. Atravesaba esa maravillosa edad llamada los die-cisiete y se rebelaba contra todo lo establecido, protesta-ba por todo lo que no le gustase y alardeaba de una boca sucia excelente. Sus padres le apodaban cariñosamente «pequeño punk».

—¿Busca algo en especial?Un amable dependiente se le acercó al ver que estaba

empezando a patear una estantería de muñecas cabezo-nas. James le miró con el ceño fruncido y chasqueó la lengua. No, no buscaba nada en especial, si lo hiciese no estaría a punto de destrozar la tienda entera, pensó con ironía. A veces la gente hacía preguntas muy estúpidas.

—Pasado mañana es el cumpleaños de mi hermana y quiero regalarle algo —gruñó y se cruzó de brazos.

—Oh, ya entiendo. ¿Cuántos años tiene?—Ocho.El hombre no tardó ni dos segundos en llevarlo dos

secciones más hacia la derecha, donde los anaqueles es-taban repletos de cajas y más cajas de Barbies. James se vio inmerso en un mundo de color rosa, plástico, cabe-

lleras de todos los colores y multitud de complementos. Casi le dieron náuseas. El dependiente le enseñó todos y cada uno de los modelos de Barbie, pero a él no le convencía ninguno. Todas las muñecas eran iguales, pa-recían sacadas de una fábrica de clones.

Hasta que la vio a ella.—¿Y esa?James señaló una caja de color morado que se encon-

traba en la estantería superior. El dependiente sonrió, la alcanzó y se la mostró. Era diferente a las otras muñecas, como si fuera de otra marca. Era rubia, llevaba el pelo recogido y un vestido azul con una chaqueta de color violeta. Tenía un aspecto más elegante y menos superfi-cial. Decidió que si Emily debía tener una Barbie, que al menos fuese esa, que parecía muchísimo más decente.

—Es el modelo «Fantasía en París», uno nuevo que hacen en Francia. Nosotros la llamamos Jeanne. Toda-vía no tiene línea propia de vestuario, pero no tardarán en sacarla, así que si te la llevas, podrás regalarle sus complementos a tu hermana el año que viene, ¿te parece bien?

Era bastante asequible y costaba dieciocho libras nada más. Todavía le sobraba dinero para una cerveza en cuanto saliera de esa casa de locos. James asintió, fue hasta la caja y pagó, dejando que envolvieran a la Barbie en papel de regalo brillante.

* * *La fiesta de cumpleaños fue un fastidio. La casa se

llenó de niños y niñas chillones que no paraban de hacer ruido, pedir comida y corretear por el jardín. James pen-saba, mientras miraba por la ventana, que se alegraba de haber sido un trocito de pan que se entretenía él solo leyendo en su cuarto cuando tenía nueve años.

Cerró las cortinas y la puerta con cierta molestia. Luego encendió la mini cadena y subió el volumen casi al máximo. El retumbo de la música punk le envolvió aislándolo del resto de la casa, sumiéndole en un estado pacífico y agradable mientras se quedaba tumbado en la cama, boca arriba y con los ojos cerrados. Emily no había reaccionado con la alegría que había esperado de ella al abrir su regalo, pero le había abrazado igual y dado las gracias, que se suponía era lo que contaba. Sin embargo no podía evitar sentirse algo afligido. A él le había gustado la muñeca tanto como para regalársela y sin embargo ella había preferido llevarse consigo al pa-tio el palo de hockey que su tío Matthew le había traído desde Canadá.

Esa dichosa Barbie era mucho más bonita que las de-más, ni siquiera tenía esa sonrisa de tonta que caracteri-zaba al genero Mattel. Emily no tenía derecho a despre-ciarla de esa forma. Muñeca o no, era una chica y a las

La Muñeca

TaNIS baRCa

Romance Fantástico

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chicas había que tratarlas bien.James abrió un ojo, de repente dándose cuenta de que

estaba hablando de la muñeca como si fuera una perso-na. Y se golpeó mentalmente por eso.

* * *Y sin embargo no pudo evitar la tentación de averi-

guar qué había sido de ella. De si Emily la había estrena-do y colocado en algún lugar del cuarto.

Su hermana estaba fuera de casa ese día. Emily te-nía fútbol los martes y jueves y se pasaba toda la tarde pegando patadas a un balón en el campo de la escuela. Como un furtivo, James aprovechó el silencio que rei-naba en la planta superior y se coló en la habitación. A diferencia de los cuartos de las hermanas pequeñas de sus amigos, el de la suya no era de color rosa ni se parecía al reino de los ponys o los peluches esponjosos. Podía alardear de tener una hermanita que gustaba de escuchar Queen a su corta edad, de leer Harry Potter o tener pósters de paisajes y unicornios pegados en la paredes.

Se quedó por un tiempo mirando sin ver, encontran-do lo que había ido a buscar pocos segundos después. La muñeca estaba sentada en el borde de una estantería junto a la ventana, con una perfecta expresión y posi-ción coqueta. Sonreía de lado, misteriosa. Llevaba zapa-titos azules, con brillantina. James se quedó mirándola fijamente, sin saber que ella tampoco le quitaba los ojos de encima.

Cuando se dio cuenta, James entreabrió los labios, desconcertado y dio un paso atrás. La muñeca sonrió un poquito más y alzó una de sus manos de plástico, saludándole. James tropezó entonces con la cama de su hermana y cayó sentado en ella, asustado. Sin darse cuenta recordó una película muy famosa que él veía de pequeño, en la que los juguetes tenían vida. Pero eso era la vida real y se suponía que los juguetes no...

—¡Ay! Lo siento. —La muñeca se llevó las manitas a los labios—. Te he asustado, perdona.

James abrió la boca para decir algo, pero oyó pasos que subían por la escalera y salió pitando de allí. Dejó a la muñeca con la conversación en la boca. Jeanne miró su huida y suspiró, pensando si habría arruinado la oportu-nidad de conocer al chico que la había comprado.

* * *James tardó dos semanas en volver a ver a Jeanne.Inspiró hondo frente a la puerta y sopesó entre las

manos el libro que pensaba le serviría de perfecta excu-sa para entrar. Se asomó poquito a poco por la puerta entreabierta de la habitación, mirando a ambos lados. La muñeca estaba en el mismo sitio y parecía que no la hubiesen movido de ahí. Que raro.

—¡Eres tú!James dio un respingo, pero se metió de lleno al cuar-

to y cerró la puerta, sintiéndose como si fuera un inva-sor, un intruso. Jeanne le miraba desde la estantería con

una sonrisa dulce.—¿Has venido a verme? Que amable eres.La voz de la muñeca era suave y aterciopelada, pero

tenía acento francés marcado y eso al muchacho no le gustó demasiado.

—No, sólo quería devolver esto. —Le fue extraño ha-blarle a una muñeca, pero una vez que lo hizo no supuso ningún tipo de problema el seguir haciéndolo—. Mi her-mana suele dejar los libros tirados por cualquier lado y me toca a mí recogerlos —mintió mientras dejaba el vo-lumen, tercera edición de «La piedra encantada», enci-ma de la fila de libros contra la que se apoyaba Jeanne.

Ella suspiró decepcionada y se levantó con gracilidad. Su falda crujió con el agradable sonido de la tela nueva. Empezó a caminar por la estantería hasta llegar junto a la mano de James y extendió la suya propia hacia él.

—No nos hemos presentado como se debe. Me lla-man Jeanne.

—Ya, ya lo sé. —James frunció el ceño como si le hu-biera tomado por tonto y, sin darse cuenta, sujetó con delicadeza la mano de ella entre el índice y el pulgar—. Soy James.

—Que bonito. —Jeanne se llevó las manos a las me-jillas y suspiró risueña esta vez. James soltó un resopli-do y desvió la vista—. James... —La muñeca sonrió y el muchacho se dio cuenta de que tenía los ojos de un azul muy vivo y brillante. Jeanne se acercó un poquito más, casi hasta el borde de la estantería—. ¿Sabes? Es-taba pensando... Me gustaría mucho salir un ratito del cuarto, ¿me llevarías a dar una vuelta? Emily no juega conmigo y me aburro aquí sentada todo el día.

James arrugó un poco el ceño. No estaba seguro de que sacar a una muñeca mágica parlante de la habita-ción de su hermana fuera buena idea, pero el rubor casi natural de las mejillas artificiales de Jeanne le convenció de alguna estúpida forma.

—Pero una vuelta nada más, tengo cosas que hacer.Había mentido otra vez, pero eso la muñeca no podía

saberlo. Con cuidado tomó a Jeanne de la cintura, la llevó al jardín y la dejó de pie sobre el césped que ro-deaba el pequeño patio. Él se sentó en las escaleritas que subían hasta la entrada trasera de la casa y se dedicó a mirar cómo ella caminaba con soltura por entre las briz-nas de hierba. James se permitió el sonreír un poquito, satisfecho consigo mismo. Jeanne parecía feliz de ver el exterior, de acariciar los pétalos de las flores y mojarse los pies y los tobillos con la humedad del pasto recién cortado, y cuando regresó junto a los pies de James, son-reía más sonrojada que antes. James meneó la cabeza y correspondió con una sonrisa propia, pequeña y ligera.

Romance Fantástico

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Devolvió la muñeca al cuarto de su hermana y la dejó en la estantería, bien acomodada.

—Me lo he pasado bien, gracias. Espero verte pronto, James.

— Ya, bueno. —El muchacho desvió la vista y se re-volvió el pelo, sin saber qué más decir—. Adiós.

Jeanne agitó la manita mientras él salía. Luego se re-costó contra los lomos de los libros y suspiró, emocio-nada y risueña a la vez. Habría preferido mil veces más que James fuera su dueño en lugar de Emily.

* * *Aquella no fue la última vez que se vieron. Como si

fuera un hábito, James comenzó a tener citas secretas con la muñeca de su hermana cuando no había nadie en la casa. Juntos pasaron tardes enteras en el jardín, el chico leyendo algún que otro libro o punteando con la guitarra y ella retozando alegremente entre las plantas, como una ninfa de los bosques. Jugaron mucho a las damas. Después de que James le enseñara la mecánica del tablero, Jeanne ganó casi el doble de partidas de las que perdía. Vieron Titanic juntos varias veces, con palo-mitas y todo y James dejó de salir tanto con sus amigos los fines de semana. Ellos empezaron a sospechar que se había echado novia.

El chico no se dio cuenta de eso hasta el día en el que llevó a Jeanne a su cuarto.

Esa tarde estuvo callado durante bastante rato, tum-bado en la cama mientras la muñeca se entretenía leyen-do los títulos de la pila de CDs sobre la mesa del escrito-rio. Pensó en la cantidad de veces que ella le había hecho sonreír, y en las que él podía ver la sonrisa de la muñeca. Pensó en la sensación de ahogo, en el nudo del estómago y la garganta seca, en la falta de aire. Se preguntó enton-ces si estaba enfermo, eran delirios o realmente se había enamorado de un trozo de plástico con forma de mujer.

—¿James?—¿Hm?Jeanne se había sentado en el borde de la mesa, cerca

del cabecero de la cama, y le miraba preocupada.—¿Estás bien?—Sí, claro.El muchacho arrugó un poco la frente al mentir, pero

no añadió más. Despacio alargó el brazo, la sujetó de la cintura y la levantó para dejarla sentada sobre su pecho. Jeanne se arrebujó con su falda y se acurrucó encima de él, escuchando los latidos de su corazón. James le acari-ció despacio la espalda con la punta de los dedos.

—Es que —murmuró él con un titubeo— nunca antes había estado con una chica así.

James había tonteado mucho, pero jamás en su vida había tenido novia o algo que se le pareciese. Con las mujeres era muy tímido y por eso le costaba iniciar re-laciones con ellas. Jeanne era una mujer pero al mismo tiempo no, eso era lo más extraño de todo.

—Oh. —Jeanne levantó la cabeza con una sonrisita en los labios—. ¿Soy tu primera chica? ¿De verdad?

La muñeca se levantó con gracia, dio dos pasitos, se agachó y besó la punta de la nariz del muchacho. Un calorcito agradable le recorrió de arriba a abajo, como un pequeño calambre, mientras ella se erguía, contenta. James alzó los dedos y le acarició una mejilla con el pul-gar. Pudo notar como ella se estremecía y temblaba con un suspiro risueño.

* * *James llegó al extremo de bañarse con ella. De hecho,

salvo por el asunto del tamaño y otras pequeñas cues-tiones, era como si de verdad fuese su novia. Una muy pequeña, pero su novia.

La primera vez que se la llevó a la ducha, fue extraño, como todas las primeras veces de todo lo que hicieron juntos. No quiso meterla en la bañera, así que se llevó un recipiente de plástico de la cocina y lo llenó de agua caliente. Jeanne, juguetona, se negó a quitarse la ropa y exigió que lo hiciese él. Y lo consiguió. Con ella sentada en el borde del lavabo le deslizó los zapatitos, que dejó encima de la repisa de cristal. Después la chaqueta. Y el vestido. Le costó horrores quitárselo porque hasta que no pudo bajar la cremallera de la espalda, aquello no quiso salir. Una vez Jeanne estuvo por completo desnu-da, James la llevó hasta el recipiente, sin poder evitar mi-rarla más de la cuenta. Era algo por completo obsesivo y enfermizo el estar admirando el cuerpo de plástico de una muñeca, pero a esas alturas a él ya no se le pasaba eso por la cabeza.

Jeanne se metió despacio en el agua, deleitándose con la temperatura y los vapores. Luego se quedó apoyada en el borde de su bañera improvisada y observó a James, quien sintió de repente un ataque de vergüenza extrema porque tenía que desnudarse con la mirada de la muñe-ca fija en él. No obstante se dijo que era una tontería. Casi con lentitud premeditada, el joven fue quitándose la ropa de arriba abajo. Primero los zapatos. Camiseta y calcetines volaron el cesto de la ropa sucia. Le siguieron los pantalones y y por último, la ropa interior. Jeanne silbó por lo bajo cuando James se metió en el agua, son-rojado hasta las orejas.

Estuvieron una hora larga dentro de sus respectivas bañeras, hablando de esa vez que James se hizo un ta-tuaje de mentira y su madre puso el grito en el cielo o de cuando él era pequeño, se cayó de un columpio y perdió un diente, las noches que creía que un monstruo dormía debajo de su cama y el no dejó de mearse en ella hasta que cumplió los seis años. Jeanne le escuchó sin hacer ninguna pregunta. Al final del relato, sonrió de forma dulce.

Romance Fantástico

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—¿Sabes una cosa?—¿Qué pasa?—Me gustaría ser humana.James, que ya se estaba secando después de haberle

quitado el tapón a la bañera, se detuvo en seco. Jeanne desvió la vista hacia abajo, triste y se volvió para apo-yar la espalda en la pared de plástico del envase. El mu-chacho torció un poco el gesto, también afligido y sacó una toalla pequeña del armario. Sacó a la muñeca de su bañera, se sentó en la taza del inodoro y envolvió a Jeanne con la toalla. Ella se arrebujó mientras la seca-ba. Ninguno dijo nada, incluso cuando el joven se echó en la cama con su propia toalla bajo la cabeza para no mojar la almohada, mientras acomodaba a la muñeca junto a su cuello, en el hueco del hombro, envuelta to-davía. Jeanne se acurrucó allí, tranquila y callada. James notaba su respiración, de vez en cuando un beso, y por un instante creyó que ella era una chica de verdad, que estaba tumbada junto a él cuan larga era enroscada a su cintura con las piernas. Sin embargo, al abrir los ojos vio a la muñeca y sintió un regusto amargo en la boca, un nuevo vacío en el estómago.

Él quería más que eso. Y sabía que no podía tenerlo.* * *

james supo a qué sabía el tener el corazón roto un sábado por la noche. Durante la cena, su hermana pe-queña declaró que iba a donar sus juguetes viejos y no usados a la guardería del barrio, una acción que sus pa-dres felicitaron con excesiva alegría. A James se le cayó el alma a los pies, la garganta se le cerró por completo y no pudo continuar comiendo. Pidió disculpas, se levantó de la mesa y fue al baño de la primera planta. Se echó agua en la cara y apoyó la frente en el borde del lavabo, tratando de retomar una respiración normal.

No. Emily no podía hacerle eso. No podía quitarle a Jeanne. Sabía desde el principio que su hermanita no jugaba con la muñeca y que seguramente estaría en la lista negra. Una lista monstruosa de cosas que podía ha-cer apareció rápidamente en su mente: Sustraer la mu-ñeca, comprar una igual y sustituir a Jeanne, convencer a Emily de que no la metiera en la caja, pedirle que se la diera... Le resbalaron las lágrimas por las mejillas, sin hi-pidos, en silencio. Estaba seguro de que ninguna de esas cosas funcionarían, que sus padres meterían las narices, y/o Emily se reiría de él por querer quedarse un juguete de niña. Y no era justo. Quería quedársela... Quería...

Ahogó sus estúpidas penas en el lavabo y no salió del cuarto de baño hasta que no estuvo seguro de que no se le notaba el haber llorado.

A la tarde siguiente, domingo, sus padres llevaron a Emily a un partido de fútbol y la casa se quedó vacía. James aprovechó el tiempo: Ordenó su cuarto y colocó velas y pétalos de rosa por todo su escritorio. Ubicó una mesita y una silla de juguete encima de su mesa, con flo-recitas de plástico. Echó gotitas de perfume en el mante-lito de la mesa y puso música suave. Corrió las cortinas. Después fue a buscar a Jeanne al cuarto de Emily. Como siempre, la muñeca estaba en la estantería. Jeanne sonrió al verlo, pero James se dio cuenta de que era una mueca melancólica y afligida. Ella también sabía que la iban a llevar a otra parte.

—James.Ella se abrazó a su cuello en cuanto la tomó en brazos

y se la acercó al cuerpo. Si había llorado no se le notaba. Era la ventaja de ser de plástico.

—Ven, quiero enseñarte algo.Con dulzura, James le colocó una pequeña cinta de

gasa rosa sobre los ojos y la llevó hasta su habitación, cerrando la puerta tras él. Le quitó el improvisado ven-daje en cuanto estuvo sentada a la mesita. Jeanne abrió mucho los ojos, maravillada, y se cubrió la boca con las manos ahogando un sollozo. James le acarició la mejilla con le dedo índice, sonriendo muy suave.

—¿Te gusta? —preguntó él, sentándose en su silla jun-to al escritorio y apoyando los brazos en el borde.

Romance Fantástico

39

—Sí, es precioso —Jeanne tomó entre sus manos la yema del dedo que antes la había acariciado y la besó, tierna—. Gracias...

Él tuvo que tragar saliva para deshacer el nudo de la garganta que ya se había formado de nuevo. Quería pen-sar que así estaba bien, que era lo correcto, lo mejor...

—Voy a echarte de menos —susurró la muñeca.James no pudo hacer más que exhalar un profundo

suspiro, que había estado reteniendo junto con el alien-to..

—Jeanne... Te quiero.Ella sonrió de esa forma que él siempre había adorado

y respondió, con un hilo de voz:—Lo sé, yo también.James pulsó entonces uno de los botones de la minica-

dena y sonó vals en su equipo de música.Bailó con ella.En realidad sólo la hacía girar llevándola con dos de-

dos, pero Jeanne estaba radiante y sonreía feliz y eso era lo que le importaba. Pensó que no estaría mal encontrar a una chica de carne hueso que fuera como la muñeca.

Al anochecer volvió a sentarla en la estantería, para que así su hermana pudiera encontrarla y meterla en la caja de donación por la mañana. Antes de irse volvió a despedirse de ella, rozando sus labios por el lado dere-cho de la cabeza de la muñeca, susurrándole al oído que la quería y que no la iba a olvidar. Jeanne tan sólo le dio un beso en la punta de la nariz, como un pajarito, y agitó la mano como último adiós.

James no fue a su cuarto directamente si no que recaló en el cuarto de baño otra vez. Hurgó en el botiquín has-

ta que encontró las pastillas que usaba su madre para dormir y se tragó una. Luego se fue a su habitación y se metió en la cama con la férrea determinación de no le-vantarse hasta que no pasara el mediodía. Diez minutos después estaba profundamente dormido.

* * *Se despertó poco antes de las doce. La música jazz de

su padre subía por las escaleras y la risa de Emily junto con la de otros dos niños se colaban por la ventana des-de el jardín. James maldijo por lo bajo, echó las cortinas y metió los pies en las zapatillas.

Con pasos de muerto salió del cuarto y se encaminó hacia las escaleras para bajar y desayunar algo , por más tarde que fuera. Ralentizó sus pasos al pasar por delante del cuarto de Emily. La puerta estaba abierta y él no pudo evitar asomarse sigilosamente por el hueco. Tenía que hacerlo, comprobarlo.

Chasqueó la lengua y cerró, bajando las escaleras como un remolino. Efectivamente, la muñeca ya no es-taba allí.

Y él se había quedado solo de nuevo.

Romance Fantástico

¡aquí termina nuestro Número 3!

Esperamos que te haya gustado.

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