convergencias medico-morales

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PRACTICA CONVERGENCIAS MEDICO- MORALES Ta?-to en psicología como en fisiología se habla hoy abundantemente de relajación. Gracias a un entrenamiento metódico y regular se espera modificar indirectamente el psiquismo de los pacientes y especialmente de los sujetos hipertensos. Este relajamiento voluntario de los músculos del cuerpo permite una sensación de descanso y una recuperación de las fuerzas que la fatiga y la tensión cotidiana había debilitado. El biólogo explicará que el relajamiento produce estos resultados bienhechores por el hecho de que el cortex cerebral ejerce un control real sobre los centros de los movimientos automáticos. En ciertos ambientes se pieI).sa con complacencia que, hasta el siglo xx, no se había descubierto esta necesidad de distender el cuerpo para repo- sar el alma. Se imagina igualmente, un poco precipitadamente, que sólo hoy día el hombre sufre de neurosis, obsesiones y de otros trastornos psí- quicos. Evidentemente, la época de la técnica ha agudizado ciertas crisis en la vida del individuo. Todos hoy, buscan la distensión y la huida de los centros urbanos, en ocasión del week-end, que traduce claramente esta necesidad urgente de liberación. La práctica del yoga está cada vez más extendida. En breve, el hombre siente la necesidad de equilibrar SU exis- tencia resistiendo a la presión impuesta por la vida de cada día. Pero de ahí no se puede deducir que todo era tranquilo y sereno en la existencia de los hombres en los tiempos pasados. Los viejos textos de los directores de al- mas, puestos paralelamente con las publicaciones de los médicos contem- poráneos, revelan que los siglos precedentes no ignoraban los conflictos interiores. Se sabe muy bien cuánto tiempo pasaba San Francisco de Sales en tranquilizar almas excesivamente inquietas. Muchos médicos modernos ven en este obispo un precursor de las disciplinas psicosomáticas. Este

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PRACTICA

CONVERGENCIAS MEDICO- MORALES

Ta?-to en psicología como en fisiología se habla hoy abundantemente de relajación. Gracias a un entrenamiento metódico y regular se espera modificar indirectamente el psiquismo de los pacientes y especialmente de los sujetos hipertensos. Este relajamiento voluntario de los músculos del cuerpo permite una sensación de descanso y una recuperación de las fuerzas que la fatiga y la tensión cotidiana había debilitado. El biólogo explicará que el relajamiento produce estos resultados bienhechores por el hecho de que el cortex cerebral ejerce un control real sobre los centros de los movimientos automáticos.

En ciertos ambientes se pieI).sa con complacencia que, hasta el siglo xx, no se había descubierto esta necesidad de distender el cuerpo para repo­sar el alma. Se imagina igualmente, un poco precipitadamente, que sólo hoy día el hombre sufre de neurosis, obsesiones y de otros trastornos psí­quicos. Evidentemente, la época de la técnica ha agudizado ciertas crisis en la vida del individuo. Todos hoy, buscan la distensión y la huida de los centros urbanos, en ocasión del week-end, que traduce claramente esta necesidad urgente de liberación. La práctica del yoga está cada vez más extendida. En breve, el hombre siente la necesidad de equilibrar SU exis­tencia resistiendo a la presión impuesta por la vida de cada día. Pero de ahí no se puede deducir que todo era tranquilo y sereno en la existencia de los hombres en los tiempos pasados. Los viejos textos de los directores de al­mas, puestos paralelamente con las publicaciones de los médicos contem­poráneos, revelan que los siglos precedentes no ignoraban los conflictos interiores. Se sabe muy bien cuánto tiempo pasaba San Francisco de Sales en tranquilizar almas excesivamente inquietas. Muchos médicos modernos ven en este obispo un precursor de las disciplinas psicosomáticas. Este

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prelada no quería de ninguna manera que las preocupaciones de la vida degenerasen en «turbación e inquietud». Si estamos convencidos del fin de nuestro peregrinar terrestre, comprenderemos que los negocios de este mundo no deben preocuparnos con exceso, pues nos daríamos cuenta de que, con frecuencia, importa poco «que se lleven a cabo o no se lleven».

Es por esto por lo que el obispo ponía en guardia a las religiosas, y en especial a las superioras, contra la falta de mesura en los ejercicios de la jornada. La Madre Angélica Arnauld tuvo a Francisco de Sales como director antes de caer bajo la férula del señor de Saint-Cyran. Ahora bien, esta mujer se mataba por poner en todo lo que hacía un apresura­miento febril. Francisco de Sales le enseñó entonces a proceder en todo «dulce y suavemente» y a moderar aquella «súbita repentinidad». E in­vitaba a la rígida religiosa a apaciguar su natural demasiado crispado. Ella debería vigilarse cuando conversaba con las otras religiosas y poner cuidado de hacer con sosiego las ocupaciones cotidianas, «acostarse, levantarse, sen­tarse, comer». Esto es, una terapéutica anticipada de relajación. El santo obispo querfa que la religiosa llegase de este modo a «domesticar la vi­vacidad de su espíritu». Para ello, la señora Arnauld evitará las penitencias excesivas que debilitan el organismo. Se abstendrá de multiplicar las vi­gilias y las austeridades que desfavorecen la vida' espiritual. Si se le niega todo al cuerpo, bien pronto no se podrá ya mantener un equilibrio gozoso de vida. En resumen, Francisco de Sales tiene la habilidad de tranquili­zar a los nerviosos con métodos que no tienen nada que envidiar a Jos procedimientos actuales.

El santo obispo escribía un día desde Annecy a la Presidenta Hercé: era el 7 de junio de 1610. Esta mujer se agitaba también fuera de medida y no hallaba paz ante sus imperfecciones. Francisco de Sales le dijo:

«No es menester ni romper las cuerdas, ni abandonar el laúd cuando uno se percata que desafina; lo pertinente es aplicar el oido y descubrir de dónde viene el desconcierto, y entonces suavemente tender o distender la cuerda, según el arte lo exija.»

Parecidos consejos podrían muy bien ser dirigidos a todos los inquietos del siglo xx, que también olvidan de tender o distender la cuerda, y que ni siquiera se toman la pena de buscar de dónde procede el desconcier­to ... Los partidarios de la psicosomática tienen ya maestros en 1610, aun cuando entonces la psicoquímica y la neurocirugía no existían.

1. Entre los inquietos que consultan a sacerdotes y a médicos con­viene mencionar a aquellos que sufren anomalías afectivas. Bleuler definía la afectividad como una reacción emotiva generalizada que produce efec­tos determinados sobre el cuerpo y sobre el espíritu. El confesor y el mé­dico tienen con frecuencia que infundir ánimo a seres que arrastran de­trás de ellos o inversiones sexuales u otras formas patológicas de la emo­tividad. Estos seres necesitan una extraordinaria perseverancia para con-

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servar la fe y la esperanza. El optimismo que puede, sólo, salvar a estos desventurados de la depresión, deriva de una exacta comprehensión de la bondad de Dios.

Algunos de estos desdichados plantean la dolorosa cuestión: ¿de qué sirve arrepentirse--si es que esto se logra-cuando se sabe que se caerá de nuevo en el pecado? El teólogo no puede negar la necesidad del buen propósito y del arrepentimiento. Pero entre hacer lo posible y no pecar de hecho, hay un margen que sólo Dios puede juzgar. No es ciertamente desconocer la justicia divina el querer tener en cuenta los elementos pa­tológicos que hacen de un hombre de buena voluntad un individuo ator­mentado por frecuentes traiciones, pero santificado por un volverse a Dios no menos frecuente.

A este respecto es útil señalar cuánto los pensadores modernos, fuera del mundo eclesiástico, se esfuerzan en subrayar, con toda lealtad, el lado misterioso de los orígenes del hombre. Los médicos lo han sabido de siempre porque las leyes de la herencia no son infalibles. Nadie puede conocer exactamente hasta dónde es necesario remontar para comprender la decadencia de tal miembro de una descendencia. Y esta decadencia, considerada así por el común de los mortales, es, quizás, juzgada muy diferentemente por Dios. Simone !\Veil escribía que la meditación sobre el azar que ha hecho que nuestro padre y nuestra madre se encontrasen, es más provechosa que aun la de la misma muerte (1). Esta reflexión place aJean Guitton, quien, con frecuencia, hace alusión a ella. Para este aca­démico el misterio de los orígenes de un ser, contemplado en el encuentro improbable de su padre y de su madre, debe fijar nuestra atención por su lado inexorable. Sean los que sean los informes que tenemos sobre sus padres, en el fondo se les ignora, y las circunstancias de su matrimonio se apoyan sobre un abismo.

Por su parte, Mauriac alude a todo aquello que, detrás de nosotros, podría explicar tal tendencia o tal actitud si lo conociésemos. Sólo cuando aparezcamos delante de Dios sabremos los motivos que han hecho que nuestra vida en esta tierra haya estado, a veces, crucificada:

«Cada miO de nuestros procesos será examinado a parte. Vosotros no cono­céis los testigos que están a vuestro descargo. Millones de antepasados vendrán a testimoniar' al tribmial de la eternidad que han sido ellos los que nos han transmitido ciertas inclinaciones que ellos mismos habían recibido de sus padres. y sólo Dios sabe lo que puede dar, en mi niño, el encuentro de dos tendencias heredadas de progenitores diferentes.»

Este modo de considerar las cosas no mira a fomentar la pereza y con­ducir el hombre hacia el fatalismo. Es más bien la ocasión para el cris­tiano de evitar una visión demasiado superficial del problema y transfor­mar a Dios en un ciego justiciero.

La oscuridad acerca de todo aquello que ha preparado nuestra llegada a la tierra nos invita a combatir contra los elementos n,egativos de nuestro

(1) SIMONE WElL, La pesanteur et la grace. Paris, 1962, p. 110 (Collection 10-18), Cfr. JEAN GUITTON, Journal. Paris, Plon, 1959, p. 153, 155. También FRANQOIS MAURIAC, Souftrances et bonheur du chrétien. Paris, Grasset, 1931, p. 60.

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destino, sin perder la confianza cuando una derrota viene a recordarnos nuestra fragilidad. La adoración del creyente lleva consigo una parte de buena voluntad para aceptar todo aquello que hay de incomprensible en el gobierno providencial, sin echar en olvido, que, como dicen los filósofos, «el curso de las cosas conserva siempre su plasticidad bajo la mano di­vina». El pecador que lleva en su naturaleza un lado morboso no debe encontrarse desarmado bajo la condenación de gentes bien intencionadas. Porque hay en efecto algunas faltas que son en seguida motejadas de enormes, repugnantes, escandalosas. Tienen, ciertamente, estos adjetivos su valor y su razón de ser. Pero una moral perspicaz no se contenta con anatematizar: busca más bien a ayudar a ese individuo a salir de su ig­nominia.

En esta búsqueda el biólogo invita al moralista a conservar el sentido de lo real. El ministerio de las almas coloca, con frecuencia, al sacerdote ante cristianos que, un buen día, y casi repentinamente, han descubierto su miseria y su pobreza. Se Jes ha presentado quizá una ocasión de hacer un balance de su vida y han tenido que constatar la precariedad de su fe. Su existencia, mal gobernada, se resuelve en una agitación que produ­ce, sin duda, algunos frutos prácticos, pero que deja su vida interior se­carse poco a poco. Estas almas desamparadas tienen entonces la visión del vacío de su existencia con relación a la eternidad: «No tengo un mo­mento de descanso ... Usted sabe lo que pasa ... Los negocios ... No tengo tiempo ... Vivo con los nervios en punta ... » He aquí cómo la armonía de una vida viene a ser desconcertada.

El doctor A. Carrel recordaba que la moral se halla ligada a varias actividades simultáneas, a comenzar por las glándulas endocrinas y la inteligencia hasta el desarrollo del sentido estético y religioso. Y el bió­logo añadía:

«La agudeza de la inteligencia, la claridad de la imaginación, la fe que transporta las montañas, son tributarias al mismo tiempo de las glándulas de secreción interna y de la calidad y del número de las células cerebrales» (2).

El teólogo añadirá también que Dios juzgará al individuo en pro­porción a aquello que él es capaz de producir y de dar. No somos res­ponsables de la calidad de nuestras células. Por otra parte, depende de nosotros el organizar nuestra vida diaria de manera que nuestros nervios y nuestras glándulas sean aptos para establecer un ritmo que permita en nosotros el desarrollo de esa fe que transporta las montañas.

No le basta, pues, al verdadero cristiano rezar mucho y recibir con fre­cuencia los sacramentos. La Íntima unión del cuerpo y del alma invita a un control regular de la esfera fisiológica y psíquica si deseamos que

(2) ALElXIS CARREL, Retlexions sur la condu-ite de la 'Pie. Paris, Plon, 1950, p. 253. Cfr. las obras más modernas del profesor M. LANDRY, Róle du sympathique dans la vie moderne. ll:ditions de Monaco, 1962.

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aun las mismas virtudes sobrenaturales alcancen su mayor eficacia. Con­vendrá, pues, recordar a ese hombre desdichado que ya no descubre en su fe el brío de antaño, que revise su vida natural y no solamente su vida sobrenatural. Es conocido el beneficioso efecto de un retiro en un monas­terio, lejos de las costumbres habituales y de los amigos, y en contacto con hombres o con mujeres preocupados, en primer lugar, por las cosas de Dios. Pero si una estancia de esta naturaleza puede ofrecer un remedio, aun para el más grande pecador, lo que interesa es el volver a la eferves­cencia cotidiana con resoluciones precisas. Y es a veces bien arduo romper con una situación que se lamenta, pero a la cual uno está extremamente apegado. Ahora bien, con frecuencia, es esta ruptura no sólo un medio cualquiera, sino la única solución para recobrar la paz.

El biólogo discurre sobre la sabiduría del cuerpo. Se requiere, en efec­to, mucha sabiduría para que mi cerebro reciba los dos mil litros de san­gre que él necesita cada día, para que mi globo ocular se halle en forma con sus treinta millones de células fotosensibles y para que se mantenga el equilibrio entre mis quince billones de células cerebrales ... y es sobre ese terreno, en esa carne animada, que mi fe opera, puesto que la gracia presupone la naturaleza. El sentido común reclama, pues, que Uno se ocupe de ese terreno si quiere que el grano llegue a germinar.

En la realización, pues, de su felicidad, el hombre depende de su subs­trato fisiológico que es ,propio y jamás totalmente parecido al de su ve­cino. Los componentes del simpático, al contraerse o relajarse, colaboran al trabajo del cerebro en la marcha de nuestras emociones. Se puede, por tanto, imaginar a qué sutil matización están sometidas nuestras nociones de alegría y de dicha. Aquellos que pretendiesen establecer recetas o métodos definitivos para ser felices, arriesgarían hacer sufrir a muchos con la mejor buena voluntad. Hay que respetar en el prójimo lo que cons­tituye su individualidad y dejarle construir su felicidad honestamente, se­gún sus necesidades, y después de haberle proporcionado el material uti­lizable.

Hechos de todos los días prueban cómo la caridad puede hacerse en­gorrosa. Por ejemplo, el caso de un pobre viejo a quien atienden en el hospital y que, dentro de algunos días, va a volver a su humilde casa. Al­gunas personas amables han transformado la morada. Todo ha quedado limpio y reluciente. Se han cambiado las cortinas. Y cuando el convaleciente vuelve, se desespera porque ya no se siente como en su casa, y le parece ser un el:tranjero entre sus muebles. Y suplica que se le devuelvan sus viejas cortinas. Este pequeño drama de la afectividad revela con cuanta prudencia hay que proceder al empujar a los demás por los caminos de la felicidad.

El cerebro humano es realizador. Sabe, por ejemplo, transformar «en emoción consciente e idealizada, que se llama amor, la impulsión brutal que arranca de los centros anatómicos de la sexualidaw>. Pero esta mag­nífica transformación que puede sublimar el estadio orgánico inicial, en el cual el animal se detiene, no es igualmente posible para todos los hu­manos. El simpático traiciona a veces su misión y el entendimiento huma-

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no intensifica el conflicto_ El resultado será una angustia inhibidora que responde a ese nombre de complejo tan valorado por la psicología moder­na. He aquí por qué la medicina insiste tanto sobre las sorprendentes re­laciones entre lo físico y lo moral en la génesis de la patología. Un tras­torno emotivo, por la vía de los centros simpáticos, conduce a veces a en­fermedades deformantes, auna degeneración, a la úlcera de estómago, a la tuberculosis, y aun se conocen casos de cáncer cuyo origen es afectivo.

Por esta razón los médicos cuentan con el sacerdote como con un «des­vanecedor de angustia». Algunos peritos aseguran, y sin ironía, que los descubrimientos psiquicosomáticos, establecidos sobre una ciencia objeti­va y rigurosamente observadora, permiten al médico que trata a un pa­ciente creyente, el inscribir al fin de la ordenanza la palabra peregrina­ción. Se diría que la medicina hace aquí una humorada. No es, en verdad, una broma, porque todo nuestro equilibrio depende de un cierto ritmo de vida que una peregrinación podría, eventualmente, y con la ayuda de la gracia, hacer volver a encontrar. Si los terapeutas aconsejan poner el sistema simpático a reposo y no intoxicarle; si nos invitan igualmente eco­nomizar nuestra vida emocional, es porque saben muy bien que los desór­denes no afectan sólo a un órgano, sino que atacan todo un bloque donde se entrelazan estrechamente lo físico y lo moral. Aquí se podría aducir lo que J acqueline Pascal escribía a su ilustre hermano en enero de 1655, que, según su experiencia, la salud depende más de Jesucristo que de Hi­pócrates y que el régimen del alma cura el cuerpo.

Las antiguas escuelas de espiritualidad, solícitas del progreso de la fe de los fieles, han.aconsejado siempre la calma ante las ocupaciones de cada día, a fin de que nuestras virtudes puedan desarrollarse: prueba de ello la pedagogía de San Francisco de Sales. Se pedía que la fe estuviese en armonía con el comportamiento exterior, que debe traducir discretamente nuestras convicciones. Ser bien educado significaba «eliminar todas las manifestaciones impropias de la condición humana». En los tiempos de adversidad se adoptaba una actitud pudorosa que excluía quejas y lamen­taciones. Esta disciplina externa creaba una disponibilidad interior pro­picia al desarrollo de la fe.

Aun hoy mismo es conveniente estar atentos al medio ambiente para no provocar alguna crisis que deje al sujeto maltrecho y acobardado. La energía personal del creyente podrá ayudarle a salir de su conflicto sin necesidad de recurrir al psiquíatra, salvo en determinados. casos. Los bió­logos deploran actualmente eso que ellos llaman el cultivo de la microc neurosis. Y es sabido también que hoy están de moda los ensalmadores: En Francia se contaban hace unos años unos 35.000. Es probable que re­curriendo a la medicina cuando sea verdaderamente indispensable y uti­lizando fielmente los socorros religiosos, un hombre que tuviese la fuerza de dar el primer paso, podría librarse de una crisis. Un director espiritual inteligente, y que sepa eclipsarse con tacto al momento oportuno, sosten­dría fructuosamente este esfuerzo inicial.

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Algunos espíritus poco avisados dudan hoy de ]a eficacia de las espi­ritualidades vigentes en los siglos pasados. Es cierto que raramente recu­rrían a la medicina, porque hay que reconocer que es principalmente en nuestros días cuando la psicología clínica ha determinado científicamente las causas de diversos conflictos. También se objeta que la vida nerviosa de los cristianos modernos está sometida a otras pruebas que la de los devotos de los tiempos pasados. Los aficionados a las estadísticas y a las encuestas presentan una relación inquietante concerniente a la salud ner­viosa del hombre del siglo xx (3). En las grandes fábricas, tanto en Italia como en Holanda, los accidentes psicológicos son tan numerosos que se habla de un 40 por 100 de los obreros afectados de semejantes trastornos. En Noruega no hay día en que no tenga que ser repatriado un marinero, por vía aérea, a causa de depresión. De doscientos mil estudiantes fran­ceses, una tercera parte presenta deficiencias psicológicas, mientras cinco mil están sometidos a tratamiento médico. Y de 145 estudiantes que en Oxford no han podido continuar sus cursos durante un trimestre, la mitad estaba en cura de nervios.

Sólo en los dispensarios de higiene mental en París son asistidas más de treinta mil personas al año. Y en el espacio de ocho años el número de permisos de larga duración, concedidos a las telefonistas, por razones de trastornos nerviosos, ha pasado en Francia de setenta y cinco a seiscien­tos treinta. Semejante situación induce a tomar decisiones bastante sor­prendentes; una encuesta entre las telefonistas ha permitido conocer «que un buen número de entre ellas había decidido, de acuerdo con sus ma­ridos, no dirigirse una sola palabra durante la media hora después de su vuelta a casa, para evitar, según la expresión de una de esas mujeres, «que saltase la chispa».

No es sólo la psicofisiología o la sociología quienes constatan las en­fermedades de nuestra civilización y el aumento de los trastornos men­tales. Un sacerdote, encargado de una sacristía parisiense, ha podido ver también el crecido número de gentes inquietas que acuden, casualmente, a pedirle ayuda. Se trata, frecuentemente, de una inquietud que rebasa la preocupación normal que provocan las dificultades de la vida. Muchas veces es cuestión de disposiciones que se han convertido en patológicas y que son de la competencia tanto de la medicina como de la moral.

Se busca la explicación de esta situación lamentable. Y se habla de despersonalización, de una disolución del individuo en la masa, de una reducción a un denominador común. El sujeto pierde su notoriedad y sufre, en la colectividad, una serie de contrariedades. Y tiene que tragarse sus cóleras, reprimir sus emociones y sorberse sus despechos. Todo esto acarrea enfermedades funcionales y, por vía de consecuencia, lesiones or­gánicas.

Es también conocido el efecto destructor de] ruido para ciertaS natu­ralezas. Se le acusa como de una agresión, de una violación, hasta tal pun-

(3) Tenemos presente la obra de PIERRE GAseAR que constituye un verdadero "dossier": Vertiges du présent. Paris, Arthaud, 1962. Sin estar en todo de acuerdo con el autor, hay que convenir que su estudio sobre el dificil diálogo con el mundo hace reflexionar al lector.

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to son nefastos los efectos psicológicos del ruido. Es el caso que sin nos­otros percatarnos se realizan en nosotros ciertas transformaciones quími­cas, y así, por ejemplo, «el estrépito complejo emitido por ciertos medios de transporte provoca, en un 75 por 100 de sujetos, variaciones en el vo­lumen ,de potasio de la sangre». Un ruido que igualase cuatro veces la intensidad de una voz humana bien timbrada «provoca una aceleración de la respiración, un aumento de los latidos del corazón y una ligera ele­vación de la presión arterial». Se puede matar a un ratón a bocinazos y es sabido que el repique del teléfono y el ruido de una máquina de escri­bir en movimiento son igaumente capaces de desencadenar, en los anima­les, crisis nerviosas. Constantemente estamos padeciendo la agresión del ruido, aun durante la noche, pues en los grandes centros urbanos la calle dista mucho de estar en calma. Es esto 10 que hace decir a los especialistas que dormimos con el cuerpo despierto.

En las construcciones llamadas HLM, es, un hecho palmario que las neurosis se multiplican, y aún más, ocasionan un número estremecedor de suicidios. Responsable de ello parece ser la exiguidad de los locales y una concentración humana intolerable. Resultado: uno se precipita sobre los sedantes y tranquilizantes, buscando un poco de reposo en las píldoras. Las estadísticas de las crisis de nervios entre las obreras de ciertas fábricas son elocuentes: la uniformidad del trabajó ha hecho acuñar la expresión «cadena de locas». En una existencia tal el conflicto estalla «en el mo­mento en que la provocación constante que constituye para el individuo, el choque de elementos tan opuestos llega a ser insoportable». La biolo­gía explica que esta situación hace sufrir al individuo porque altera el hipotálamo y las zonas circunstantes: estos influjos nervioSos contradicto­rios colocan al sujeto en un estado doloroso.

Es claro que cuanto más es despojado el hombre de su individualidad, tanto más sé siente perdido en un mundo que se le antoja hostil. Esto no quiere decir que los antiguos no hayan conocido también pruebas bien duras. Basta releer los trágicos griegos o los libros del Antiguo Testa­mento para convencerse de que el tema del dolor aparece en ellos fre­cuentemente. También allí se sorprenden crisis de alma bien dramáticas.

Algunos han pretendido que las clases llamadas inferiores viven una vida sin complicaciones. Para ellos, el aldeano o el simple obrero tendrían una vida psíquica y sentimental muy empobrecida. Por falta de estudios o de desarrollo intelectual, su comportamiento sería tosco, maquinal, cie­go o desordenado ... «Dentro de sus almas no pasa nada, o casi nada, o lo que pasa queda incoherente, ininteligible.»

Tal modo de juzgar parece un poco simplista. Pues aunque falte la ex­presión para traducir exactamente el sentimiento, no por eso se puede ne­gar su existencia. Siempre y en todas las clases de la sociedad ha existido la cruz, o 10 que Hesiodo llamaba las innumerables tristezas. Siempre el hombre ha tenido necesidad de invocar el auxilio de los Dioses.

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y el evangelio ha determinado bien claro lo que hay que entender por cruz y el sentido luminoso que la fe da al sufrimiento.

No data de hoy el conocimiento de la «estrecha costura del espíritu y del cuerpo entrecomunicándose mutuamente sus riesgos». Antes y des­pués de Montaigne ya se tenía noción de las interacciones psicosomáticas. Conviene repetirlo. Los fieles de los tiempos pasados tenían también sus trastornos nerviosos y sus directores espirituales lo sabían perfectamente. A fines del siglo XVII, siglo en el que la dirección espiritual fue muy cul­tivada, nacía Maupertuis que llegará a ser académico. Ahora bien, Jean Rostand asegura que ese sabio fue un extraordinario precursos en biolo­gía, tanto en el dominio de la genética como en el de las ciencias de la herencia:

"SU audacia llega hasta hacerle imaginar «experiencias metafísicas»; éstas consistirían en «modüicar el alma» mediante la administración de ciertos bre­vajes, o por la sección de los filamentos nerviosos que conducen al cerebro las impresiones de los sentidos. Cuando Maupertuis nos dice que quizás se consiga con estos medios «curar a los locos», nosotros vemos en él, lógicamente,· al pre­cursor de la psicoquímica y de la neurocirugía» (4).

Ahora bien, al principio del siglo XVIII vivían todavía Bossuet y Féné­Ion. Y, sin duda, que estos finos psicólogos recibirían a muchas personas que les dirían: «esto no marcha bien». Acabamos de comprobar que en esa época no eran ignoradas las relaciones existentes entre el cuerpo y el alma. Los pastores de almas sabían, por tanto, que la fe es dependiente, en su actuación, de múltiples condiciones.

Bossuet reprochaba a los directores espirituales el «afinar demasiado sobre los gustos y las sensibilidades «poniendo así a las almas en estrechez». No aprobaba que se detuviesen «a examinarlo todo con inquietud». La correspondencia de este obispo revela una constante solicitud para obtener de sus dirigidos esa relajación que tanto se predica hoy día. Bossuet nos invita constantemente a moderar nuestras prisas, a ponernos como norma «el no agobiarnos, porque el agobio empuja a la precipitación, cosa muy peligrosa para las almas». Cuando nos damos a la virtud o nos corregimos de. nuestras faltas, hay que evitar «las inquietudes, las desazones, el des­aliento, el asombro». Y aun la misma idea de desasimiento, que una fe muy viva puede despertar en nosotros, envuelve posibles equívocos: «es un escrúpulo el creerse obligado a desasirse de todo aquello a lo que uno está apegado: hay santos y útiles apegos». Podríamos espigar a través de las múltiples cartas del prelado un verdadero tratado de psicología pas­toral.

Por una parte, Bossuet no ignora la influencia del cuerpo sobre nues­tros comportamientos espirituales: basta, para convencerse, leer su opúscu­lo sobre el conocimiento de Dios y de sí mismo. Por otra parte, adivina ya las falsas motivaciones que pueden viciar nuestras más piadosas aspi­raciones. Sabe que hay «un secreto orgullo en admirarse de cometer fal­tas», y nos advierte que «debemos preocuparnos más de contentar a Dios

(4) Fígaro littéraíre, 16 enero 1964, p. 22.

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que de saber si El está contento». Resulta claro que la señora de Albert de Luynes, la señora de la Maisonfor, Sor Cornuau y todos los dirigidos y dirigidas, hombres y mujeres, del obispo de Meaux, tenían que hacer frente a las mismas pruebas interiores que cualquier hombre de nuestros días. Es pueril imaginar que el hombre moderno es totalmente distinto del de ayer. Maupertuis y Bossuet sabían perfectamente lo que el hom­bre vale.

La sensibilidad de Fénélon le permite descubrir en qué medida el hombre es tributario de «las más locas pasiones» y es precisamente en esa creatura donde la fe debe crecer. La fe señalará que un amor insensato, desordenado, no es más que «el verdadero amor desplazado, que se ha extraviado lejos de su centro». El obispo sabe hasta qué punto el hombre tiene necesidad de afecto: «No amar nada, no es vivir: no amar más que débilmente, es languidecer más que vivir». Fénélon no emplea una as­cesis inhumana para domar las necesidades psicológicas del individuo. El sabe que la alegría es «muy necesaria para el cuerpo y para el alma» y que es menester distraer el espíritu para aliviar el cuerpo. No hay nada más pernicioso para la salud que dejar sin freno nuestro natural: «se acalora, se agota, se apasiona, se disipa y nada progresa». También hay que tener la propia vivacidad «aun en el biero>. Sólo cuando hayamos salido de nosotros mismos seremos capaces de darnos a Dios:

"Pero ¡aY' de todo aquel que está consigo mismo! No está solo. No hay verdadero silencio desde el momento en que uno se escucha a sí mismo; Des­pués de haberse escuchado, uno se responde, y en ese diálogo de un sutil amor propio, se hace callar a Dios.»

Semejantes reflexiones son tan útiles a los directores espirituales del siglo xx como lo eran en 1702. Fénélon sabía que hasta el qpetito, el sueño, el vigor .dependen de nuestra vida interior y de «una fidelidad simple y tranquila». Es inútil despecharse contra sí mismo porque uno descubre en sí «sentimientos corrompidos», que nos producen horror, y «el fango de nuestro corazóro>. Saber soportar las propias imperfecciones nos obliga a servir a Dios «a costa nuestra»; es decir, sin retirar ninguna ganancia que acaricie nuestra sensibilidad. El despecho y el amor propio nos hacen ver nuestras faltas con fastidio, que es más culpable aún que la falta mis­ma, porque turba nuestra paz: ahora bien, Dios «no se halla sino en la paz» y no en la inquietud y en el tumulto. Para remediar la idolatría de sí mismo es necesario saber «abandonarse» y no practicar con exceso la anatomía de su corazón; de lo contrario se corre el riesgo de irritar y en­venenar más y más las llagas interiores.

Hemos de procurar retirarnos en Dios para curar nuestras agitaciones: pero tratando de amar al Señor por Sí mismo y no por nosotros, porque, con frecuencia, «uno quiere ver a Dios en uno mismo, y lo que importa es no verse si no en Dios».

ASÍ, pues, un cierto régimen de vida debe encuadrar nuestra fe tanto en su desarrollo como en sus aplicaciones, aunque ella sea un don gra­tuito de Dios. Los pastores de almas lo han aprendido al contemplar los

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tormentos psíquicos de los que a ellos se confiaban. En el siglo XVIII, Laennec hacía resaltar el papel de las pasiones tristes y depresivas como fuentes de influencia sobre la esfera fisiológica. Es sabido que el célebre médico bretón establecía un acercamiento entre los sentimientos tristes y la tisis pulmonar. Como ejemplo se aduce el caso de una comunidad reli­giosa de mujeres, quienes vivían en París sometidas a un reglamento de extremo rigor. El régimen alimenticio era austerÍsimo,sin exceder, sin em­bargo, las fuerzas de la naturaleza. En cambio el espíritu con que eran dirigidas era de lo más insensato. Por una parte, se hacía fijar su atención en las más terribles verdades de la religión. Por otra, se las sometía a toda suerte de contrariedades, «a fin de hacerlas llegar en el más breve espaci<'1 de tiempo a la total abnegación de la propia voluntad» (5). Apenas habían pasado algunos meses en esta casa, y bajo este régimen draconiano, cuan­do el efecto inmediato era una perturbación en el ciclo menstrual de las religiosas, y un rápido desarrollo de la tisis. Laennec hacía salir de la casa a las mujeres enfermas, y sin tardar, su estado mejoraba. El médico añade que algunas religiosas conseguían no caer enfermas. Tales: la Superiora, la hermana tornera y las que cuidaban del jardín, de la cocina y de la en­fermería. Se trataba, pues, de las hermanas que tenían alguna «distrac­ción» y que podían de vez en cuando salir de la clausura.

Se notará cómo Laennec hace uso ya de la medicina psicosomático, aunque su especialización era la tisiología y la auscultación, de la cual es el padre. En esa misma época, Bichat, también él, tocaba y apuntaba a eso que la medicina denomina hoy las relaciones cortico-viscerales. En sus famosas investigaciones fisiológicas sobre la vida y la muerte, escribe:

«La viva impresión que se siente en el píloro en las fuertes emociones ... , los vómitos espasmódicos que se siguen a veces súbitamente ante la pérdida de un objeto querido, ante la nueva de un accidente funesto, a toda especie de trastorno determinado por las pasiones ... , todo eso, ¿no indica el estrecho lazo que une el estado de las pasiones al de las vísceras de la digestión?» (6).

En este mismo siglo XVIII el Padre de Caussade recomendaba a todos sus dirigidos el abandono en la Providencia. Si el jesuita insistía acentua­damente sobre esta virtud es porque sabía que, a veces, los sentidos están «desolados», siendo así que la fe no puede nunca ser desdichada. Es muy importante llegar a hacer todas las cosas tranquilamente «en el interior y al exterior». Y uno de los principios de la vida espiritual será «estar con­tento de no estar contento», cuando Dios así lo quiere. La ausencia de Dios es sólo aparente en las horas de sequedad y de aridez: es una prue­ba. y hay que saber esperar tiempos mejores sin angustias ni afanes.

Esta cordura es el eco de la de un Francisco de Sales. Uno se ve obli­gado a reconocer, a través la discreción de estos consejos, que en las almas de entonces ocurrían dramas muy parecidos a los que un confesor en­cuentra hoy entre sus fieles o parejos a esos complejos que constituyen

(5) Traité de l'auscultation méaiate et aes malaaies des poumons et au coeur, Paris2, Chaudé, 1826, t. 1, p. 648.

(6) R. CARASSO, Mais a'abora, qui était Bichat? En "Figaro littéraire", 24-30, 9, 1964, p. 7.

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actualmente el objeto de la atención médica. Se insiste de tal manera sobre el vértigo de la vida moderna que casi se olvida que el hombre ha sido siempre el mismo «sujeto de contradicción». Ante él Pascal se pre­guntaba: ¿quién desenredará este embrollo? Sólo la fe lo logrará, cier­tamente, pero una fe que no se olvide de la condición de seres encarnados que tienen los hijos de Dios sobre la tierra. Y esta condición carnal nos conduce a la consideración del medio ambiente moderno y de las estruc­turas sociales. No olvidemos, sin embargo, que las lecciones del pasado nos. recuerdan la solicitud, siempre indispensable, que merece la vida in­terior de cada uno.

Este cuidado y esta solicitud son tanto más necesarias y meritorias en aquel de quien hablábamos al principio, es decir, que recae frecuentemen­te en las mismas faltas, en cuanto que un desequilibrio misterioso altera la costura del espíritu y del cuerpo. Muchas personas, hoy, sin llegar a ser irresponsables, están afectadas por disposiciones morbosas. Estos pecadores se atormentan a sí mismos. A veces llegan hasta despreciarse y no com­prenden bien que haciendo esto desprecian a Dios en ellos. Santo Tomás de Aquino enseña qUe hay qué amarse a sí mismo con amor de caridad por el sencillo motivo de encontrarnos entre los bienes que pertenecen a Dios. Nuestra naturaleza racional merece ser amada porque ella repre­senta la parte espiritual de nosotros mismos. Pero el santo doctor va más lejos. Quiere que amemos también nuestro cuerpo con amor de caridad. Y, en realidad, es gracias a las obras que realizamos por medio del cuerpo como podremos llegar a la perfecta posesión de Dios. Por esta razón, porque usamos del cuerpo para servicio del alma es por lo que es indis­pensable amarle (H/H, 25, 4-5). Naturalmente que no es en su corrupción, resultante del pecado, por lo que el cuerpo es digno de amor de caridad, porque en este sentido «grava el alma» y ya no es instrumento útil de salvación.

Esta teología del cuerpo no es una especulación ajena a ]a vida coti­diana. La falta de paciencia con un organismo enfermo, un psiquismo trastornado o las pasiones patológicamente desarrolladas, son con frecuen­cia origen de una crisis en la vida interior. El !:'Jllor por Dios se resiente si se olvida hasta qué punto los intercambios entre ]0 somático y lo psí­quico son íntimos, pudiendo resultar que la esfera sobrenatural sea al­canzada por las molestias que provoca el substrato fisiológico del indivi­duo. Se dan personas angustiadas y carnales que pierden el ánimo porque recaen en faltas «sórdidas e inconfesables}>. Se arrastran de debilidad en debilidad y se sienten abrumadas por el peso de su inconstancia (7). Y, sin embargo, la caridad (para consigo mismos) les pide levantarse siempre y conservar el deseo de agradar a Dios, no obstante las derrotas y los fra­casos repetidos. Esta forma de santidad conocida por los confesores y que

(7) Cfr. el precioso articulo del P. BEIRNAERT, S. J., La sanctification dépend­elle du psichisme? En "li:tudes", 266 (1950), 58-65.

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también los médicos cristianos constatan, queda, por lo general, descono­cida del gran público. Con frecuencia la idea que uno se ha formado de la santidad es falsa; se figura que los santos han vivido constantemente en la serenidad y en la seguridad. Lo verosímil es que también en ellos los nervios, las hormonas y el psiquismo hayan provocado sus crisis, que los procesos de canonización son incapaces de revelar. Sólo Dios conoce el grado de amor de aquellos que, durante toda su vida, fueron atormen­tados por una concupiscencia exarcebada.

Los santos han comprendido que el humanismo superior del evangelio ennoblece el culto de nuestra pobre carne. La recordaba el Papa Pablo VI hablando a los quirurgos:

«;El cuerpo humano es sagrado [ ... ] Lo divino habita en él. La vida hu­mana está impregnada del pensamiento de Dios. El hombre es su imagen. Más aún: cuando la gracia santifica al hombre, su cuerpo no es solamente el instru­mento del alma y su órgano, es además el templo misterioso del Espíritu Santo. Dios habita allí. Esto quiere decir que, ante nuestros ojos se abre un nuevo concepto de la carne humana; un conceyto que no obsCurece en absoluto, la visión de la realidad física y biológica; a contrario, la esclarece. Y la llena de un huevo atractivo, de un atractivo que rebasa el atractivo sensible y el atrac­tivo estético, que son, sin embargo, tan reales y tan poderosos, y en muchos casos, tan nocivos y tan fatales; de un atractivo-¿cómo diremos?-místico; un atractivo nuevo,' que no sugieren ni el placer ni la belleza, de un atractivo que el amQr de Cristo inspira» (8).

Así, pues, por mediación de nuestra carne es cómo debemos propor­cionar nuestros cuidados al castillo del alma, a fin de atravesar victorio­samente esta civilización muchas veces incómoda. Los autores espirituales han proclamado siempre que cuando uno da la mano a Dios, El no la deja fácilmente:

«Este es el secreto de muchas vidas humanas que parecen obscurecidas por el pecado, y que brillan, sin embargo, con un esplendor que muchos no ven. Al principio hubo una gracia que fue concedida y que perdura, malgrado todo. Dios es fiel.»

Todos los teólogos de todos los siglos han apoyado siempre su opti­mismo en esta fidelidad de Dios predicada por los dos Testamentos. Aun cuando «la cosa no marche» el cristiano encuentra siempre la fuerza de avanzar porque se apoya en Dios. Y este brío ha de venir en definitiva, no de una pildorita de buen humor o de una detección del subconsciente, sino sobre todo de la fe que mantiene un modo de vida equilibrado, en el cual el alma y el cuerpo se asocian para lograr una santidad armoniosa.

DR. JEAN PIERRE SCHALLER

(8) Alocución del 20 de septiembre de 1963, en "Documentation catholique", t. 60, n. 1409, col. 1292.